Title : En el fondo del abismo: La justicia infalible
Author : Georges Ohnet
Release date
: December 2, 2004 [eBook #14236]
Most recently updated: December 18, 2020
Language : Spanish
Credits : Produced by The PG Online Distributed Proofreading Team
Produced by The PG Online Distributed Proofreading Team
[Ilustración]
PARÍS LIBRERÍA DE LA Vda DE CH. BOURET 23, RUE VISCONTI, 23
AFRODITA, por P. Louvs. Edición de lujo, con 150 grabados en el texto. 1 t. 18, oblongo.
LA DAMA VESTIDA DE GRIS, por JORGE OHNET. 1 t. 12.
UN ANTIGUO RENCOR, por JORGE OHNET. 1 t. 12.
LA HIJA DEL DIPUTADO, por JORGE OHNET. 1 t. 12.
LA INÚTIL RIQUEZA, por JORGE OHNET. 1 t. 12.
EL CURA DE FAVIÉRES, por JORGE OHNET. 1 t. 12.
EL REY DE PARÍS, por JORGE OHNET. 1 t. 12.
EN EL FONDO DEL ABISMO, por JORGE OHNET. 1 t. 12.
BUEN MOZO, por G. DE MAUPASSANT. Edición ilustrada. 1 t. 12.
VÍRGENES Á MEDIAS, por MARCEL PROUST. 1 t. 12.
LA CAPILLA DEL PERDÓN, por ALFONSO DAUDET. 1 t. 12.
CABEZA DE FAMILIA, por ALFONSO DAUDET. 1 t. 12.
EL CULPABLE, por F. COPPÉE. 1 t. 12.
ESTELA, por C. FLAMMARIÓN. 1 t. 12.
FIN DEL MUNDO, por C. FLAMMARIÓN. 1 t. 12. Edición ilustrada.
[Ilustración: JORGE OHNET]
París.—Imprenta de la Vda de CH. BOURET.
1899
En el comedor de los Extranjeros del Club Automóvil, los convidados estaban acabando de comer. Eran las diez de la noche y los jefes de comedor servían el café. Los mozos se habían retirado y en el salón contiguo estaban preparadas las cajas de cigarros para los fumadores. Había allí doce comensales, seis hombres y seis mujeres, además del anfitrión, Cipriano Marenval, célebre industrial que había hecho una inmensa fortuna fabricando y vendiendo una fécula alimenticia que lleva su nombre. En torno de la mesa, adornada de flores extrañas y chispeante de cristales y de argentería, las mujeres de dudosa moral y los amables vividores convocados por Marenval estaban agrupados en un desorden tan familiar como explicable, dada la excelencia de los manjares y la calidad de los vinos, y escuchaban á un joven alto y rubio que, á pesar de las frecuentes interrupciones de que era objeto, seguía hablando con tranquilidad imperturbable:
—¡No! no creo en la infalibilidad humana; ni siquiera en la de los que tienen la profesión de dictar sentencias y que pueden por consecuencia atribuirse una experiencia particular. ¡No! no creo que en el momento en que un ciudadano como ustedes y como yo se sienta en el banco de madera de la tribuna del jurado se vea súbitamente iluminado por revelaciones superiores que le otorguen la ciencia infusa. ¡No! no creo que unos honrados padres de familia, ni siquiera los solteros, en cuanto se endosan una toga, con ó sin armiño, no sean ya susceptibles de engañarse ni de dictar sentencias discutibles. En resumen, reclamo el derecho de creer en la ceguera de nuestros compatriotas en general y de los jueces en particular y siento, en principio, la posibilidad del error judicial!…
La concurrencia prorrumpió en voces tumultuosas, se elevó un concierto de imprecaciones y algunas de aquellas señoras empezaron á golpear los vasos con la hoja de los cuchillos. Los amigos del orador trataron una vez más de imponerle silencio con sus risotadas.
—¡Maugirón, nos estás aburriendo!
—¡Una cena de multa, Maugirón!
—¡Se escurre como un macarrón, este tipo!
—¡Qué cursi es eso! ¡Pues no se ocupa de la magistratura!…
—¡Oye! Pide una plaza de fiscal…
—¡Sois todos unos idiotas! exclamo Maugirón aprovechando un momento de calma.
—¡Qué grosero! dijo Marieta de Fontenoy. Oíd, debíamos marcharnos y dejarle solo.
—Marenval, ¿por qué nos invitas á comer con personas que tienen conversaciones serias á los postres? preguntó la linda Lucía Pithiviers.
—Mira, ahí tienes á Tragomer, dijo Lorenza Margillier á Maugirón, que escuchaba impasible todos esos apóstrofes. Ahí tienes un guapo muchacho que no es fastidioso en la mesa. Solamente ha hablado para decir cosas agradables. Tengo un capricho por él, y si él quiere te planto, para enseñarte á hacer conferencias.
—¡Digo, digo! exclamó Maugirón; ahí tienes un buen negocio, Tragomer, y yo también. Lorenza me quiere dejar por ti… No vaciles, amigo mío, tómala. No desperdicies tanta dicha, ni aun al precio de mi desesperación. Pero, ante todo, dinos qué opinas sobre los errores judiciales.
—¡Oh! basta… ¡Pues no vuelve á empezar! ¡Esta chiflado! ¡Al ateneo!
¡Hacedle tragar la servilleta!
Todas estas interrupciones surgían de un coro de carcajadas, mientras, el convidado á quien se había dirigido Maugirón permanecía silencioso é impasible. Era el tal un hombre como de treinta años, alto, fornido, de cabeza cuadrada, color tostado, negros y rizosos cabellos y magníficos ojos azules. Su boca se dibujaba grave bajo un oscuro bigote y su barbilla afeitada ofrecía todos los caracteres de la firmeza, casi de la obstinación. Su ancha frente limitada por las cejas, era blanca, surcada por admirables sinuosidades en las que se revelaban las facultades de reflexión y de imaginación. Al verle de pronto serio y un poco sombrío, la animación de los convidados se enfrió súbitamente. El viejo Chambol, amigo inseparable de Marenval, interrogó con una especie de inquietud al joven, cuya gravedad contrastaba tan fuertemente con la alegría de aquella comida.
—¡Eh! señor de Tragomer, ¿qué le pasa á usted? ¿Es que ese charlatán de Maugirón le ha impresionado con sus paradojas? ¿Ó es que la declaración de nuestra gentil Lorenza le parece á V. un cataclismo social? Muy silencioso está usted y muy triste para ser un hombre á quien se han puesto debajo de la nariz las más hermosas muestras de una bodega sin rival y ante los ojos los más bonitos hombros de París.
Tragomer levantó la frente y una sonrisa iluminó su semblante.
—Lorenza es encantadora, pero si aceptase su proposición, no me perdonaría el haberla hecho dejar á Maugirón y éste me guardaría rencor por habérsela quitado. No arriesgaré, pues, esta doble pérdida. Si me habéis visto un momento pensativo es que reflexionaba sobre lo que acaba de decir nuestro amigo y que bajo los excesos de elocuencia á que se ha entregado creo que hay un fondo de verdad…
—¡Ah! exclamó triunfalmente Maugirón. ¿Lo veis? Tragomer, noble bretón cuya sinceridad está fuera de duda, puesto que no quiere engañarme con mi… amiga que se le ofrece sin ambages, comparte conmigo la opinión que yo he tenido el honor de desarrollar ante esta honrada concurrencia… Habla, Tragomer; tú debes tener argumentos para estos mogigatos que me chillaban hace un momento y ahora te escuchan con la boca abierta porque tomas esos aires tenebrosos que les hacen esperar revelaciones sensacionales. ¡Anda, amigo mío, rompe los diques de tu elocuencia, convéncelos, aplástalos, á Marenval sobre todo, que ha estado innoble conmigo, interrumpiéndome continuamente, como si estuviese yo elogiando alguna falsificación de su fécula, que es, dicho sea de paso, la más sospechosa porquería que se ha fabricado nunca en los dos hemisferios!
—¡Adiós! ya se disparó… exclamó Marenval con desesperación. ¿Quién detiene ese molino de palabras?
—¡Cállate! gritó el coro de convidados.
—¡Tragomer! ¡Tragomer!
Y los cuchillos golpeaban los vasos en cadencia, con un ruido ensordecedor. El joven Maugirón hizo un signo con la mano para reclamar silencio y con voz aflautada dijo:
—El señor vizconde Cristián de Tragomer tiene la palabra sobre el error judicial y sus fatales consecuencias.
En seguida se volvió á sentar y un silencio profundo se produjo, como si todos los concurrentes sospechasen que Cristián tenía revelaciones importantes que hacer.
—No ignoráis, dijo entonces Tragomer, que partí hace dos años para un viaje al rededor del mundo que me ha tenido alejado de París y de mis amigos hasta el otoño último. Durante esos veinticuatro meses he recorrido numerosos y variados países y paseado por ellos mi aburrimiento y mi tristeza. Tenía serias razones para dejar la Francia. Una gran pena había alterado mi vida. Un suceso misterioso, todavía inexplicable para mí, había producido la prisión, el procesamiento y la condena de mi compañero de la juventud, de Jacobo de Freneuse…
—¡Sí! nos acordamos de aquel deplorable asunto, dijo Chambol, y aun creo que Marenval era algo pariente ó aliado de la familia de Freneuse y que este pobre amigo estuvo muy afectado por el escándalo horrible que produjo el proceso.
—No es divertido, ciertamente, dijo Marieta de
Fontenoy, para un hombre como Marenval, que es la corrección y la elegancia mismas, el ver á uno de sus parientes en el banquillo de los acusados.
Marenval dirigió á la hermosa muchacha una sonrisa de agradecimiento y, tomando una actitud solemne, declaró:
—Aquello me podía hacer un daño inmenso ante el mundo, en el que acababa de entrar y al que había conquistado, me atrevo á decirlo, por el lujo de mi casa, por la esplendidez de mis fiestas y por mis escogidas relaciones. No hacía falta más para hundirme por completo. Yo era ya un industrial enriquecido en los artículos alimenticios, variedad social difícil de imponer en los círculos y de implantar en la buena sociedad, y tenía que pasar de repente á la situación de pariente de un condenado á muerte… ¡La cosa no era halagüeña!
—Bien puedes decir, amigo mío, afirmó Lorenza Margillier, que para ser un snob , tuviste una entrada que no fué ordinaria…
—Yo no soy un snob , dijo vivamente y en tono de protesta Marenval. Solamente, me gusta la distinción en todo. Toda mi vida ha transcurrido en el trato de gente nauseabunda y ya estoy harto. ¡No quiero ya ver más que personas correctas!
—¡Te dejarías azotar por tutear á un duque!
—Tienes razón, Marenval; debemos fijar siempre nuestra vista en las alturas.
—¡Y buscar á los que nos desprecian!
—En todo caso, corrí gran riesgo de ser despreciado á causa de ese maldito asunto! replicó Marenval con aire ofendido. Así, podéis creer que la cosa me hizo brotar canas…
—¿Dónde las tienes?
—¿Te las tiñes?
—¡Para no exponerlas á enrojecer!
—Pero, eso sí, cumplí mi deber con la familia de Freneuse, pues me puse á la disposición de la madre del desgraciado y culpable Jacobo.
—¿Culpable? interrumpió bruscamente Tragomer. ¿Está usted seguro?
Á esta pregunta, tan directamente formulada, se produjo un efecto de estupor.
—He participado, por desgracia, de la convicción de los magistrados, del jurado y de la opinión pública, dijo Marenval, pues, en realidad, era imposible dudar. El mismo acusado, en medio de sus protestas, de su exasperación, no encontró ni un argumento, ni un hecho que citar en su defensa. Ni una declaración le fué favorable, y en cambio hubo en contra suya veinte de las más abrumadoras. ¡Oh! Se puede decir que todo contribuyó á perderle, su misma imprudencia, su conducta anterior, todo, en fin. Me duele en el alma hablar así, pero me obliga á ello el convencimiento. No creo, no puedo creer en la inocencia de ese desgraciado, á menos de ser un insensato. Es imposible dudar que mató á su querida, la encantadora Lea Peralli.
—¿Para robarla? añadió irónicamente Tragomer.
—Él mismo había empeñado, el día anterior, en el Monte de Piedad, todas las alhajas de la víctima.
—Entonces, ¿por qué matarla, pues que ella misma le había dado todo cuanto tenía?
—Las papeletas valían, lo menos veinte mil francos… Jacobo debía una suma igual á la caja del círculo. La deuda fué pagada en el momento preciso, las papeletas fueron presentadas el mismo día y las alhajas desempeñadas… Lea Peralli vivía aún en ese momento; murió aquella misma noche… ¡Ah! Ese maldito asunto está muy presento en mi espíritu.
—Sí, todo lo que acaba usted de contar es exacto, repuso Tragomer; el pobre Jacobo desempeñó las joyas, pero negó siempre haber vendido las papeletas. Pretendía que el verdadero asesino las había robado y desempeñado las alhajas antes de que el crimen fuese conocido. Pues bien, si Jacobo no hubiera cometido el crimen por el cual fué condenado, ¿qué diríais?
Esta vez el bello Cristián no pudo dudar de que se había apoderado de su auditorio. Todos se callaron y sus ojos fijos en él con apasionado ardor, sus actitudes violentadas por una intensa curiosidad, indicaban el interés que había sabido excitar en todos los espíritus.
—¿Y entonces? preguntó, por fin, Marieta.
—Entonces, dijo lentamente Tragomer, creo que se ha cometido en este asunto un error judicial y que nuestro amigo Maugirón hablaba hace un momento con mucha razón.
—Yo he conocido mucho á Lea Peralli, dijo Lorenza Margillier. Era una muchacha muy agradable y que cantaba deliciosamente.
Los demás perdieron la paciencia y, no pudiendo contentarse con tan poco, exclamaron:
—¡La historia! ¡La historia! ¡En esto hay una historia!
—Sí, por cierto, respondió tranquilamente Tragomer; pero no esperéis que os la cuente.
—¿Por qué no?
—Porque sé que tengo que habérmelas con las diez lenguas mejor cortadas de París, y no quiero que mi secreto…
—¿Hay un secreto?
—Que mi secreto corra mañana por las calles, por los salones y por los periódicos.
—¡Oh!
Aquello fué un grito de reprobacción general y el mismo Maugirón abandonó el partido de Cristián y se pasó al enemigo, gritando más fuerte que todos.
—¡Abajo Tragomer! ¡Fuera Tragomer!
Pero el noble bretón les miraba con sus hermosos y tranquilos ojos, y escuchaba impasible sus maldiciones, el codo sobre la mesa y la barba apoyada en la mano. Dejó que se exhalase el descontento general y dijo con voz sosegada:
—Si el señor Marenval quiere escucharme, voy á contarle lo que sé.
—¿Y por qué á él y no á nosotros?
—Porque él está unido á la familia de Freneuse y porque, como él decía hace un instante, esos sucesos le han hecho sufrir grandemente. Es, pues, equitativo darle hoy ocasión de sacar algún provecho…
—¿Y cómo?
—Eso es lo que me propongo explicarle dentro de un momento…
—¡Muy bien! ¡Nos pone en la puerta, por añadidura!
—Maugirón, te perdono; has encontrado la horma de tu zapato. Tragomer es todavía más fastidioso que tú.
—¡Como! ¿No dejáis quedarse ni á Chambol, el indispensable Chambol?
—Son las once, dijo Tragomer, y la ópera reclama á Chambol: hoy hacen Coppelia . Si no va por allí, ¿qué dirán las bailarinas?
—¿Veis, amigos? Nos esforzamos por ser buenos y no se nos hace quedar…
—¡No! Marenval; excusas insistir para que nos quedemos…
—¡Es inútil que nos supliques; somos inflexibles Nos vamos, Marenval, nos vamos.
—Entonces, no hagáis el tonto, dijo Marenval con solemnidad. Las circunstancias, como veis, son graves. Dejadme amablemente con Tragomer. Y en recompensa…
—¡Ah! ¡ah! Un regalo! exclamaron las damas.
—¡Bueno! sí, un regalo, dijo Marenval. Mañana, en todo el día, recibiréis un recuerdo mío.
Las mujeres batieron palmas. La generosidad de Cipriano era conocida: el recuerdo sería de valor. Maugirón entonó, con la música de la marcha del Profeta:
—¡Marenval! ¡Honor á Marenval!
Y todos entonaron en coro el himno solemne hasta que el héroe de aquel homenaje les interrumpió diciendo:
—¡Silencio! Vais á hacer venir los comisarios del círculo. Sed razonables y marchaos con orden. Un beso y buenas noches.
Todas aquellas bonitas caras se aproximaron á los labios glotones de Marenval y se rozaron con su rudo bigote. Se cruzaron unos cuantos apretones de manos y la alegre cuadrilla pasó al salón inmediato para vestirse. Marenval cerró la puerta, y una vez solo con Tragomer, se sentó de nuevo, encendió un cigarro y dijo al joven:
—Ahora, podemos hablar.
—Bien sabe usted, querido amigo, los lazos de cariño que me unían desde la niñez á Jacobo de Freneuse. Hemos sido compañeros de colegio y servido juntos en el regimiento. Nuestra existencia ha sido, por decirlo así, común. He participado de todas sus locuras juveniles. No hemos sido ciertamente muy moderados en nuestros placeres y con frecuencia hemos dado lugar á críticas, pero estábamos llenos de ardor y de fuerza y merecíamos un poco de indulgencia.
—Usted sí, amigo mío, usted, que siempre ha conservado, aun en los excesos, una corrección perfecta; pero Jacobo…
—Sí, bien sé; Jacobo pasaba los límites y no sabía detenerse á tiempo. Era un exagerado y así en los goces como en las penas iba hasta el último extremo… Le he visto llorar arrepentido en los brazos de su madre, como un niño, después de alguna calaverada gorda, lo que no le impedía repetirla el día siguiente. Lo peor del caso era que la fortuna de su familia no permitía las prodigalidades á que él se entregaba, por lo que, disipada la herencia de su padre, mi desgraciado amigo tuvo que estar á cargo de su madre y de su hermana.
—¡Ah! querido amigo, ahí es donde yo dejé de comprenderle y me hice severo para él. Mientras no hizo más que derrochar su capital, le juzgué imprudente, sabiendo que era incapaz de bastarse á sí mismo, pero no le vituperé. Cada cual tiene derecho de hacer lo que quiere de su dinero. Uno atesora y otro malgasta; cuestión de gusto. Pero imponer sacrificios á los parientes, estar á cargo de dos pobres señoras para ir después á correrla con mujeres perdidas, creo que merece todas las severidades.
—No es usted el único que piensa de ese modo; todos los consejos que le dí entonces estuvieron conformes con los principios que usted sustenta muy justamente. Pero Jacobo, arrebatado por la fuerza de las pasiones, no tuvo en cuenta mis advertencias. Me respondía que á mi me era fácil la moral, porque la basaba sobre cien mil libras de renta; que los ricos tenían gran facilidad en predicar la virtud á los que están sin un céntimo y que, ciertamente, si él pudiera no contraer deudas, sería el hombre más feliz del mundo. Y las contraía, lo sé por experiencia. Si le hubiera dejado hacer, hubiera dado al traste con mi caja, pero, aunque le quería tiernamente, tuve que calmar su afición desmedida á pedirme prestado, porque vi que muy pronto me pondría en apuro, sin salir de ellos él mismo. Por otra parte, la señora de Freneuse me suplicó que no fomentase con mi dinero los desórdenes de Jacobo. La pobre señora creía que se detiene un caballo desbocado tirándole de las riendas, como si toda presión y toda resistencia no sirviesen, por el contrario, para exasperar su locura.
—¿No existió en aquel momento un proyecto de enlace entre la señorita de Freneuse y usted?
Tragomer palideció y su cara tomó una expresión dura y dolorosa. Sus ojos se hundieron bajo las cejas y su color azul se ensombreció como un lago sobre el cual pasa una negra nube. Bajó la voz y dijo:
—Me recuerda usted uno de los momentos más dolorosos de mi vida. Sí, yo amaba y amo aún á María de Freneuse. Iba á casarme con ella cuando ocurrió la catástrofe… Parece que estoy viendo á la madre de Jacobo cuando llegó á mi casa una mañana, medio loca de dolor y de espanto, se dejó caer en un sofá, pues no podía tenerse en pie, y me dijo sollozando: acaban de prender á Jacobo… en casa… hace un momento…
—¿Se acababa de descubrir la muerte de Lea Peralli?
—Sí, se acababa de encontrar en el cuarto de Lea una mujer muerta de un tiro de revólver y con la cara enteramente desfigurada por la herida…
—¡Una mujer! repitió Marenval, muy extrañado de la forma de la frase y del tono en que Tragomer la había dicho. ¿Acaso duda usted que la muerta fuese Lea Peralli?
—Lo dudo.
—Pero, amigo mío, replicó Marenval con viveza, ¿por qué no ha dicho usted eso más pronto? ¿Al cabo de un año viene usted á aventurar una opinión tan extraordinaria? ¿Quién le ha impedido á usted hablar en el momento del proceso?
—En aquella época no tenía las mismas razones que hoy para dudar.
—Pero, ¿cuáles son esas razones? ¡Diablo! ¡Me hace usted saltar con su sangre fría! Cuenta usted cosas que le hacen á uno caerse de espaldas, con el tono de un caballero que está leyendo los carteles de los teatros… ¿Por qué cree usted que Jacobo de Freneuse no ha matado á Lea Peralli?
—Pues, sencillamente, porque Lea Peralli está viva.
Esta vez Marenval se quedó aturdido. Abrió la boca, pero no acertó á articular ningún sonido; sus ojos se abrieron desmesuradamente y toda su emoción se tradujo en un movimiento de cabeza y un chasquido de manos, aplicadas con fuerza al borde de la mesa. Pero Tragomer no le dió tiempo para reponerse y añadió en seguida:
—Lea Peralli está viva. La he encontrado en San Francisco, hace tres meses, y justamente porque tuve el convencimiento de que la tenía delante, di por terminado mi viaje y he vuelto á Francia.
El entusiasmo que este relato produjo en Marenval fué más fuerte que su escepticismo. Se levantó, dió la vuelta al comedor y dijo con voz entrecortada:
—¡Increíble! ¡Asombroso! Este Tragomer… Ahora comprendo por qué ha hecho marcharse á los demás… ¡Vaya un escándalo que hubieran armado! ¡Este sí que es asunto!
Cristián, con mucha calma, le dejaba agitarse y hacer exclamaciones de asombro y esperaba que su interlocutor volviese á él, atraído por su violenta curiosidad. No le miraba; su vista parecía seguir una visión lejana mientras una triste sonrisa se dibujaba en sus labios. Después de un instante de silencio, dijo lentamente:
—Cuando pienso que Jacobo está rodeado de bandidos, encerrado en un presidio por un crimen que no ha cometido, se apodera de mí una profunda tristeza. No hay destino más espantoso que el de un desgraciado que oye afirmar violentamente su culpabilidad, que oye probarla, á quien se arroja en un calabozo y se pone en incomunicación, y que al oirse insultar en el despacho del juez de instrucción y en el banquillo, sufre en público la agonía moral y física del más atroz martirio y repite á los demás y á si mismo hasta volverse loco: ¡Soy inocente! Sus protestas son acogidas con voces y sarcasmos. Los jueces se dicen: ¡qué monstruo! Los jurados piensan: ¡vaya un malvado endurecido! Los periodistas hacen á su costa frases ingeniosas y el público entero se deja llevar por ellos. He aquí un hombre cuya suerte está decidida sin apelación posible. La sociedad, por medio de sus jueces, le ha puesto el estigma de asesino y es preciso que lo sea para siempre. No tratéis de discutir; la ley está ahí y detrás de ella los jueces, que nunca se engañan, pues, como se ha dicho aquí hace un momento, el error judicial no existe, es una impostura inventada por los periodistas. Si de vez en cuando se rehabilita algún condenado, cuya inocencia ha logrado salir á luz, casi siempre después de muerto el víctima, ha sido que una facción poderosa ha logrado arrancar á la justicia infalible la confesión de su error. Y aun entonces se retracta de mala gana. Si, por una gran casualidad, el sentenciado vive todavía, la fuerza pública, en vez de darle solemnemente todo género de excusas, en vez de reparar el daño moral y material que ha sufrido aquel hombre, confiándole un puesto honroso y lucrativo, le declara á regañadientes que está libre y le pone en la calle diciéndole, poco más ó menos: "Anda, buen mozo, y que no te dejes pescar otra vez…" ¡Oh, justicia! ¡Hermosa justicia! ¡Bien pagada, muy condecorada y grandemente honrada justicia! ¡Yo te admiro!
Al decir esto Cristián prorrumpió en una carcajada. Ya no era el frío y tranquilo Tragomer, del que se burlaban amablemente las muchachas por encontrarle demasiado reservado. La sangre asomaba á su tez y sus ojos brillaban. Se volvió hacia Marenval, que no acertaba á decir palabra, y continuó:
—Hace dos años que Jacobo está agonizando bajo el peso abrumador de una condena no merecida. Su madre está en duelo y su hermana, desesperada, quiere hacerse religiosa. Y todo porque un bribón desconocido ha cometido un crimen y con extremada habilidad ha sabido atribuírselo á ese infeliz, quien por su parte no parece sino que lo había preparado todo de antemano, á fuerza de desorden, de imprudencia y de locura, para que se le supusiese culpable y para que le fuese imposible probar que no lo era.
Marenval empezaba á estar inquieto. Los comentarios de Cristián sobre la pretendida infalibilidad de los jueces habían enfriado su entusiasmo. Encontraba que el interés del relato había languidecido y con todo el rigor de un crítico que reclama un corte en el diálogo, dijo:
—Nos estamos extraviando, Tragomer: volvamos á Lea Peralli. Me ha dicho usted que la encontró. Pero, dónde, en qué circunstancias… Eso es lo que yo quiero saber. Ahí está el nudo de la intriga. Dejemos lo demás para otra ocasión y hábleme usted de Lea Peralli. Estaba usted en San Francisco y se encontró con ella. ¿Dónde? ¿Cómo?
—De un modo tan sencillo como inesperado. Había yo llegado el día anterior con Raleigh-Stirling, el famoso sportman escocés, que se dedica á la pesca del salmón y al que había encontrado en el lago salado capturando monstruos. Se vino conmigo, dispuesto á seguir su pesca en Sacramento, y yo me entretuve en cazar en el Canadá, donde maté algunos bisontes. Hacía, pues, algunas semanas que ambos vivíamos en el desierto y fué para nosotros un cambio agradable el encontrarnos en medio de la animación civilizada de una ciudad, entre compañeros amables. Precisamente, el banquero más rico de la ciudad, Sam Poetor, era pariente de mi compañero de camino, y en cuanto supo nuestra llegada, nos envió á buscar en su coche, hizo recoger nuestros equipajes en el hotel y de grado ó por fuerza nos instaló en su casa. Era el tal un solterón de cincuenta años, y rico como lo son los de aquel país, vivía como un príncipe sin privarse de ningún placer. El primer día, después de una comida excelente, nos dijo: "Esta noche hay ópera: se canta Otello, por Jenny Hawkins, que hace de Desdémona, y el gran tenor italiano Novelli, en el personaje del moro. Iremos, si queréis, á oirlos en mi palco. Si os aburrís, volveremos á casa ó nos iremos al círculo Californiense; como queráis." Á las diez entrábamos en el proscenio de Pector y nos encontramos un público entusiasmado con los cantantes, que realmente tenían talento, pero que estaban secundados por detestables artistas que convertían la representación, fuera de las escenas de los protagonistas, en un verdadero escándalo musical. Jenny Hawkins no estaba en escena ni apareció hasta el final del acto. Al verla, experimenté la impresión muy clara de conocer á la mujer que acababa de presentarse ante mí. Era una morena de facciones acentuadas, ojos atrevidos y aventajada estatura. Se adelantó hacia el proscenio y empezó á cantar. En el mismo instante, como si la memoria me acudiese repentinamente, me di cuenta del parecido que me había chocado. Jenny Hawkins era el vivo retrato de Lea Peralli, pero una Lea tan morena como rubia era la otra, más alta y más gruesa. La impresión que experimenté fué sumamente penosa. Me volví á mirar hacia el público para no ver aquel fantasma que allá, en el fin del mundo, venía á recordarme precisamente las dolorosas circunstancias que me habían hecho expatriarme. Pero si no la veía, oía su voz, que cantaba la hermosa melodía de la plegaria. Con mucha frecuencia había oído cantar á Lea cuando iba á su casa con Jacobo, pero no reconocía su voz. Era la misma y no lo era, así como la cara de Jenny era la de Lea y sin embargo se diferenciaba de ella en ciertos detalles. Y después, ¿cómo había de ser aquella cantante Lea Peralli, que había muerto en la calle Marbeuf dos años antes y cuya muerte expiaba Jacobo en la Numea? ¡Locura! ¡Ilusión! Encuentro fortuito que no podía tener ninguna consecuencia. Sensación que duraría el espacio de una velada y que se desvanecería en cuanto cayese el telón. ¡Ay! La terrible realidad que aquel parecido evocaba en mí se grabaría en mi alma más irrevocable que nunca. Pensaba yo todo esto mientras oía cantar á la artista y, sin embargo, la emoción que había sentido al verla aparecer en escena había sido tan viva, que quise comprobarla por un nuevo examen. Me volví y miré á aquella mujer. Estaba arrodillada en un reclinatorio, con la hermosa cabeza apoyada en las manos cruzadas y con los ojos fijos en el cielo como para implorarle. Me estremecí. Por segunda vez y con mucho mayor intensidad que la primera, tuve la sensación de que Lea Peralli estaba delante de mí. Una noche, en que Jacobo la había maltratado, después de una de sus violentas y frecuentes querellas, la vi arrodillarse así delante del sillón en que su amante estaba recostado. En aquel momento me parecía verla con los codos en los brazos del sillón y la mejilla apoyada en las manos cruzadas, dirigiendo á Jacobo una sonrisa tierna y suplicante. Era la misma fisonomía, la misma actitud, la misma mirada, la misma sonrisa. ¿Era posible que existiera tal semejanza, no ya tan sólo física, sino moral? Aquella prueba afirmó mi creencia más de lo que yo deseaba y una turbación extraordinaria se apoderó de mí. Me incliné hacia el banquero y le pregunté:
—¿Conoce usted á esta Jenny Hawkins?
—Ciertamente. Es la tercera vez que viene á cantar en San Francisco y siempre ha tenido mucho éxito.
—¿Ha hablado usted con ella?
—Más de diez veces. He cenado con ella cuando era querida de mi amigo John-Lewis Day, el gran tratante en oro del Sacramento. Es una muchacha muy amable.
—¿Qué edad cree usted que tendrá?
—Podrá tener, acaso, unos veinticinco años. Parece de más edad en la calle que en la escena, porque allí no está pintada, y además la existencia de artista en expedición aja mucho la belleza de una mujer. Es muy agradable. En este momento no tiene á nadie; si le gusta á usted, le presentaré.
El pensamiento de encontrarme en presencia de aquella mujer hizo latir violentamente mi corazón y debí palidecer, porque Pector se echó á reir y me dijo:
—¡Diablo! ¿Tan impresionable es usted, querido? ¿Ó es que está usted bajo el imperio de la abstinencia? La verdad es que la hospitalidad de las indias de los lagos no es muy halagüeña, ¿verdad?
La bulliciosa alegría del americano me dió tiempo para reponerme y continué mi interrogatorio.
—Jenny Hawkins ¿habla el inglés sin acento extranjero?
—Le habla con mucha pureza, pero usted sabe que en América, como en Francia, tenemos diversas pronunciaciones, según las provincias. No me sorprendería que Jenny fuese canadiense. Hay un ligero matiz francés en su manera de acentuar ciertas palabras.
—Habla asombrosamente el italiano…
—¡Oh! Ha tenido forzosamente que aprenderlo en interés de su carrera. Todas las compañías que pasan por aquí cantan en italiano ó en alemán…
—¿Es de carácter alegre?
—No; mas bien melancólico.
—¿Y el cabello que enseña en su papel es suyo ó es una peluca? ¿Es realmente morena?
—¡Qué cosas tiene usted! ¿Qué puede importar eso? ¿No lo gustan á usted las mujeres si no son de un color determinado? Con los tintes no se puede hoy saber si una cabellera es natural. ¿Quiere usted saber mi opinión? Pues creo que Jenny es naturalmente morena, pero que debe haberse pintado de rubio en otro tiempo…
—¡Rubia! exclamó muy turbado. ¡Tiene un ligero acento francés y se ha teñido de rubio!
—¡Vamos! querido, ya verá usted cómo todo le sale á pedir de boca:
Jenny resultará, de fijo, una verdadera morena y una falsa americana…
Pero baja el telón. Vamos al escenario, si usted quiere; hablaremos con
la
prima donna
y la invitaremos á cenar.
—Otro detalle, dije. ¿Cuánto tiempo hace que Jenny viene á América?
—Seguramente, hace tres años.
—¡Tres años! ¿Y con el nombre de Hawkins?—¡Claro está!
Todas mis combinaciones caían por tierra ante aquella afirmación de que la cantante era conocida en san Francisco hacía tres años y con el nombre que llevaba actualmente, ¿Cómo podía haber sido Lea Peralli en París y Jenny Hawkins en América, al mismo tiempo? Lea había pasado un año entero ante mí, hacía dos solamente, en aquel cuarto de la calle Marbeuf donde una mañana se la encontró muerta. Esa doble presencia era inadmisible. La identidad de la americana estaba establecida con claridad y, sin embargo, era la viva imagen de la desgraciada cuya muerte expiaba Jacobo. Una fuerza más poderosa que el razonamiento, que la verosimilitud y que la cordura me oprimía el pensamiento y me repetía á pesar de todo: "Es Lea Peralli".
Salimos del palco y atravesamos el pasillo del vasto teatro. Con una llave que sacó del bolsillo abrió Pector la puerta de comunicación y pasamos desde la luz de las lámparas eléctricas á las tinieblas de los bastidores. Seguí á mi guía, que evolucionaba entre los trastos, los accesorios y las decoraciones con la seguridad de un antiguo abonado. Todo el mundo le saludaba al pasar y el director de la compañía se precipitó ante él como si fuese un soberano. Pregunté el porqué á Raleigh-Stirling y me respondió flemáticamente que su pariente era uno de los cuatro propietarios del teatro que ponían aquella magnífica sala á disposición de los empresarios, casi de balde, á fin de que ni sus conciudadanos ni ellos mismos careciesen de placeres artísticos. Desde aquel momento nos conducía el empresario en persona. Subimos un piso, seguimos el corredor de los cuartos de los artistas y nos detuvimos ante una puerta á la que nuestro guía llamó discretamente, diciendo:
—¿Se puede, mi querida miss Hawkins?
—¿Quién está con usted? preguntó desde el interior una voz que no era la de la cantante.
—El señor Pector y dos amigos suyos.
—Que pasen.
La puerta se abrió y la doncella nos recibió en un saloncillo que precedía al cuarto de vestirse de Jenny. Por la puerta entreabierta venía hasta nosotros una viva luz, un olor de agua de tocador y un susurro de palabras. De pronto se oyó una vocalización; era que la cantante ensayaba, sin cuidarse de nuestra presencia, mientras cambiaba de traje.
La doncella entró á reunirse con su señora y nosotros nos quedamos solos en el saloncillo. Pector y Raleigh se sentaron al lado de la chimenea, mientras yo, invenciblemente atraído por aquella puerta entreabierta, avanzaba á pasos ligeros, la cabeza inclinada, aprestando el oído y escuchando los más vagos rumores. Me apoyé en la pared de modo que era posible verme desde dentro por la rendija de la puerta. De pronto oí cerca de mí una exclamación comprimida y esta palabra dicha en francés y en voz baja:
"¡Cuidado!" y en seguida mi nombre "¡Tragomer!"
En el momento se cerró la puerta y todo quedó en silencio. Sin embargo, yo no había soñado; esta vez estaba seguro de haber oído, y la palabra "cuidado" precediendo á mi nombre había sido pronunciada por una voz masculina. Todo este asunto se presentaba en tales condiciones de misterio que se apoderó de mí una impaciencia febril y sin cuidarme de lo que pudieran pensar mis compañeros, di un paso para abrir aquella puerta que de modo tan singular acababa de cerrarse y penetrar en el cuarto tocador, cuando la puerta se abrió y dió paso á Jenny Hawkins.
La artista se adelantó sonriente y con mirada segura. Sus ojos se fijaron en mí antes que en los demás y no vi que se turbaran. Sus labios expresaban un gracioso descuido y me hizo un signo amistoso con la cabeza, con esa acogida fácil que caracteriza á los artistas, acostumbrados á recibir los homenajes de los desconocidos, como príncipes en medio de la multitud. Pector salió á su encuentro y nos presentó, á su primo y á mí. Al oir mi nombre la cantante inclinó la cabeza con un ligero matiz de extrañeza y de interés, y dijo alegremente á Pector:
—¡Ah! Un noble francés… ¡En América! Es raro… ¿El señor habla inglés?
—Sí, señora, dije sin esperar más; lo hablo bastante mal para expresarme, pero bastante bien para adivinar á usted.
De propósito recalqué la palabra "adivinar", pero la cantante no pareció comprender el alcance amenazador que había yo dado á mi respuesta. Sonrió y me ofreció la mano diciendo:
—Tengo mucho gusto, caballero, en conocer á usted.
Debo confesar que en aquel minuto decisivo no había en Jenny Hawkins más que muy poca cosa de Lea Peralli. Como en esos retratos borrados por el tiempo en los que no se distingue más que las facciones debilitadas del modelo, el parecido se atenuaba y la muerta desaparecía empujada por la viva. En vano buscaba ya los detalles que hubieran podido recordarme á Lea Peralli. La actitud de la mujer que tenía delante no era la misma que la de la infeliz asesinada. La sencilla alegría, el aire risueño y las actitudes infantiles que caracterizaban á la italiana, estaban reemplazadas en la inglesa por la fría altivez, la grave seguridad y la firme actitud de una artista segura del público y de sí misma.
—No puedo reteneros mucho tiempo conmigo, á pesar del placer que en ello tendría, dijo Jenny; tengo que bajar á escena para el último acto. ¿Cómo han encontrado ustedes á Novelli? ¡Qué bien ha cantado! ¡Es un gran artista!
—Su éxito no puede compararse más que con el de usted, dije, pero yo atribuyo en él al compositor más parte que la generalidad.
—Sí, respondió Jenny inclinando ligeramente la cabeza. Este papel no es el mejor de mi repertorio. Si viene usted á oirme la Traviata , le gustaré más.
—No lo creo, dije con atrevimiento. Me sería muy penoso ver á usted morir en escena.
La cantante levantó la cabeza, fijó su mirada en la mía y dijo:
—¿Por qué?
—Porque esa muerte me traería punzantes recuerdos.
Jenny se echó á reír.
—¡Ah! Es usted impresionable y sentimental, como buen francés… ¿Qué tiene de común la música de Verdi con esas impresiones pasadas?
—Se lo explicaré á usted, si así lo desea…
—No tengo tiempo, y es lástima.
—Pues bien, amiga mía, dijo Pector; ¿quiere usted cenar con nosotros esta noche, después de la ópera?
—Lo agradezco mucho, pero estoy muy cansada y necesito cuidarme la voz.
—Entonces, pregunté, ¿me permite usted verla en su casa mañana?
—Con mucho gusto. Vivo en el hotel de los Extranjeros, plaza de la Villa. Después de las cuatro, si á usted le parece. Tomaremos una taza de té y hablaremos.
Me incliné sin responder, y Jenny nos estrechó la mano á mis compañeros y á mí, nos acompañó hasta el corredor y volvió á su cuarto, cuya puerta cerró cuidadosamente.
Fuera ya de la presencia de aquella mujer, recobré la facultad de analizar, de discutir y de comprender. Si no hubiera oído pronunciar mi nombre por aquella voz masculina que salía del cuarto tocador, acaso hubiese renunciado á establecer entre Lea Peralli y la cantante una relación que se hacía más vaga á medida que yo precisaba mis observaciones. Pero había oído aquellas palabras. ¿Quién era aquel hombre que me conocía y que advertía á Jenny que tuviese cuidado cuando yo apareciese?
La identidad de las dos mujeres, debilitada por las diferencias de aspecto y de expresión que había observado, así como por las imposibilidades materiales de tiempo, de condición y de nacionalidad que se deducían de las noticias de Pector, se encontraba restablecida por la intervención de aquel desconocido que, evidentemente, me señalaba á Jenny como peligroso. Á este pensamiento acudían á mí todas mis angustias y me sentía poseído por una viva curiosidad. Poco me importaba ya la cantante; lo que yo deseaba era saber quién era su compañero, aquel francés que me conocía y cuya presencia debía, por sí sola, aclarar la situación.
Llegados al palco, Pector me dijo:
—¿Nos quedamos?
—La verdad es, respondí, que me duele un poco la cabeza. Hace seis meses que no asisto á fiestas semejantes y todas las notas de la partitura me bullen en el cerebro. Creo que me vendría bien tomar el aire.
—Entonces despediré el coche y volveremos á pie.
Á poco tiempo salimos á la calle y nos pusimos á pasear por los inmensos barrios de la ciudad, fumándonos un exquisito cigarro. La casualidad nos llevó á la plaza en que está erigido el monumental edificio del Ayuntamiento.
—¿Dónde está el hotel de los Extranjeros? pregunté.
—Enfrente de nosotros; esa gran fachada iluminada. No es una casa de diez y siete pisos como las de Nueva York; aquí tenemos sitio abundante para edificar. ¿Quiere usted entrar? Hay un magnífico restaurant …
Pector servía á maravilla mis designios con su manía americana de pasear por los sitios públicos y de entrar en todos los cafés á tomar un emparedado y un cocktail . Acababa yo de formar el proyecto de esperar á Jenny delante del hotel para sorprenderla con su compañero. Un presentimiento me decía que habría de volver con él y que allí, en un segundo, podría yo saber el secreto de aquella mujer. Porque, no era posible dudar; Jenny tenía un secreto. Seguí á mis compañeros al interior del hotel, me senté con ellos á una mesa llena de esos refrescos que abrasan el cuerpo, y pasado un rato llamé al mozo.
—¿Á qué hora acaba el teatro?
—Á eso de las doce.
—Gracias.
Pector me preguntó riendo:
—¿Cómo es eso? ¿Quiere usted acechar á Jenny Hawkins?
Parecía que el americano había leído en mi pensamiento.
—En verdad, respondí, me gustaría ver cómo es en la calle después de haberla visto en la escena. Las mujeres pierden de tal modo cuando dejan el traje y la pintura… Así, si no vale la pena, suprimo mañana mi visita.
—Créame usted; vale la pena.
—¡Qué diablo! Voy á verlo.
—Vaya usted, pues. Aquí le esperamos.
Salí precipitadamente, aprovechando aquella libertad de acción conquistada con tanta suerte y que tanto deseaba. Ya no me faltaba más que obtener de la casualidad el favor de encontrar al paso á la cantante. El portero, á quien di un dollar, se encargó de darme noticias.
—Milord, esa señora baja del coche en el zaguán, atraviesa el vestíbulo, sube por esa escalera y se mete en su habitación, que está en el primer piso… No tardará en llegar…
Salí á la acera y me levanté el cuello del gabán. Hacía frío aquella noche, aunque estábamos en abril, y, fumando y paseando, me decidí á esperar. El piafar de los caballos y el ruido de las ruedas, me advirtieron á los pocos momentos que llegaba la diva. El portero se adelantó para ayudarla á bajar, se abrió la portezuela, y Jenny, cubierta de pieles, descendió ligera, enseñando una pierna admirable. Miró al rededor, me echó una mirada sin conocerme, pues escondí la cara en el cuello del gabán y arrojé una gran bocanada de humo, y dirigiéndose á una persona que estaba en el interior del coche, dijo en francés:
—Vamos, amigo mío.
Cuando el interpelado se disponía á bajar, me dirigí hacia él. En aquel momento me creí seguro de poseer la clave del misterio, pero el hombre, que sacó un poco la cabeza, me vió y se volvió á meter vivamente en el carruaje. No le oí más que esta palabra dicha en un tono breve y como de advertencia:
—¡Jenny!
Aquella voz era la misma que había oído en el teatro. La cantante, alarmada, se aproximó á la portezuela, se inclinó hacia el interior y dijo, volviéndose hacia el cochero:
—Plaza del…
Giró sobre sus talones, entró como un relámpago en el vestíbulo y desapareció. El coche dió la vuelta y partió rápidamente sin que me fuese posible ver al que le ocupaba. El portero se aproximó y me dijo.
—Hermosa mujer, milord. El caballero no ha subido esta noche con ella… Si milord quiere escribirla, yo puedo entregar la carta.
Dí otro dollar á aquel complaciente criado y volví á entrar en la sala donde Pector y Raleigh estaban saboreando sus licores nacionales.
—Y bien ¿qué hay? preguntó el banquero.
—Decididamente tenía usted razón. Vendré mañana.
Nos fuimos á dormir, pero la mañana siguiente, á la hora del desayuno, entró Pector en el comedor con una carta en la mano.
—Mi querido vizconde, me dijo, no tiene usted suerte en sus aventuras galantes. El director de la Ópera acaba de avisarme que la compañía italiana no hace función esta noche. La Hawkins cogió anoche frío y no puede cantar; pero como debe estar pasado mañana en Chicago, se va ahora mismo en el rápido. Adiós cita. Aquí tiene usted una carta que le han traído y en la que Jenny se excusa, sin duda.
Abrí el sobre y en un cuadrado de bristol en una de cuyas esquinas se veía la cifra J.H., rodeada por el lema Never more , leí estas líneas:
"Siento infinito privarme de su visita que me hubiera causado gran placer, pero los artistas no son siempre dueños de su voluntad. Parto para Chicago y Nueva York, donde permaneceré algunas semanas. Si los azares del viaje le llevan á usted por allí, celebraré que me conceda una compensación. Un amistoso apretón do manos. Jenny Hawkins".
Me quedé pensativo. Mis dos compañeros se burlaron de lo que ellos llamaban mi sentimentalismo, pues no podían sospechar las graves preocupaciones y los punzantes cuidados que me producía aquella brusca partida. Después de los incidentes que se produjeron al ponerme en presencia de la cantante, su indisposición, fingida sin duda, y su empeño en huir de mí eran una confirmación de mis sospechas, casi una confesión.
Reflexioné profundamente sobre aquella situación. Si Lea Peralli, por un encadenamiento de circunstancias inexplicables para mí, vivía, mientras Jacobo de Freneuse sufría una condena por haberla matado, era evidente que este misterio encubría una monstruosa iniquidad. Adopté, pues, la resolución irrevocable de esclarecer y reparar el mal causado á mi infeliz amigo. Pero no era en América, vasto continente por el que Jenny Hawkins andaba errante, donde yo podía seguir una pista, proceder á una averiguación y tratar de restablecer la verdad. Allí estaba solo, sin apoyo ni recursos, completamente desarmado. El crimen se había cometido en Francia; en Francia, pues, convenía intentar la revisión del proceso, y la precaución más elemental que era preciso adoptar era evitar todo contacto con Jenny y con su compañero desconocido. Convenía dejarles reponerse do su alarma y hacerles tomar confianza á fin de sorprenderles mejor cuando llegase el momento. Era, pues, preciso, ante todo, que no oyesen hablar más de mí.
Tomada esta resolución, me atuve absolutamente á ella. Atravesé la América, me embarqué en Nueva Orleans y he llegado á París hace tres semanas. Durante este tiempo me he ocupado en reanudar mis relaciones, un tanto enfriadas por una ausencia de diez y ocho meses, y en buscar una ocasión de romper las hostilidades. Esa ocasión ha llegado esta noche. Á usted, amigo Marenval, á quien he contado mi aventura, le pregunto; con la gran fortuna que usted posee, con su afición á las cosas que no son comunes, con el atrevimiento que muestra al contrariar, cuando le parece oportuno, las ideas corrientes, ¿quiere usted colaborar conmigo para rehabilitar á un inocente y confundir á un culpable? La empresa no tendrá nada de vulgar y, desde luego, no está al alcance de cualquiera. Además, Jacobo es pariente de usted y si logramos nuestro objeto será para usted un verdadero triunfo, una página asombrosa en la historia de este tiempo, que se distingue por su escepticismo y su futilidad. Al terminar el siglo XIX, cuando nadie cree ya en nada, no puede menos de hacer brillante efecto un justiciero, un enderezador de entuertos.
Marenval escuchó el relato de Tragomer con una atención apasionada, palpitando por sus episodios y estremeciéndose por sus peripecias. Pasado algún tiempo confesó que nunca se había sentido tan poseído y que una voz secreta le había murmurado al oído: ¡Marenval, ahí tienes un asunto asombroso, en el que puedes ser el héroe!… Cuando Cristián terminó, Marenval recobró el uso de la palabra y estalló como una caldera cuyas válvulas han estado demasiado comprimidas.
—Pues bien, Tragomer, no siento el empleo de esta velada. ¡Oh! Acaba usted de infundirme calor, amigo mío! ¡Qué historia! Ha tenido usted un gran acierto en contármela, porque, en efecto, soy el hombre que usted necesita. Conmigo no se juega. Conozco los negocios y los hombres, y también las mujeres… ¡Oh! amigo Tragomer… ¡Cómo ha debido usted quemarse la sangre durante la travesía dando vueltas á toda esta aventura! Pero desde este momento, vamos á poner en juego todos los resortes y el asunto va á marchar…
Cristián interrumpió á su impetuoso compañero.
—Sobre todo, prudencia. Ni una palabra inoportuna. Usted no sospecha todas las dificultades en que podemos tropezar.
—¡Cómo! ¿Dificultades? Todo el mundo nos va á ayudar, la justicia, los poderes públicos, el jefe del gobierno… En cuanto tengamos pruebas serias del error cometido, todos se apresurarán á repararlo. Lo único delicado que tiene el asunto es las averiguaciones.
—Todo es delicado, dijo Tragomer. No cuente usted con el concurso de la justicia; su primer pensamiento será desconfiar y el segundo resistir á nuestros esfuerzos. Para nadie es agradable confesar que se ha equivocado y menos para la justicia, que, por profesión, no admite que pueda estar sujeta á error. Bien sabe usted cuánto tiempo, cuánto trabajo, cuánta voluntad y cuánta influencia han sido menester para lograr las escasas rehabilitaciones que ha consentido la magistratura, arrancadas casi todas por la política. No venda usted, pues, la piel del oso, puesto que aún no le hemos matado. Contamos con buenos elementos, la inmensa fortuna de usted, sus grandes relaciones, su tenacidad y su inteligencia. Y si usted me lo permite, añadiré mi valor y mi voluntad.
—Sí, por cierto, querido Cristián, exclamó Marenval estrechando las manos del joven. Entre los dos realizaremos nuestro fin. Yo seré silencioso y circunspecto, lo prometo. No tendrá usted que llamarme al orden.
—Está bien. Óigame aún durante un minuto. Tengo que dar á usted algunos datos complementarios. En primer lugar Jenny no está ya en América, sino en Inglaterra.
—¡En Inglaterra! ¿Está cantando?
—Está en Londres, en el Princess-Theâtre. Lo he leído estos días en los periódicos. Además, la casualidad me ha servido mejor que yo podía esperar y me ha proporcionado datos preciosos sobre el hombre misterioso que acompañaba á la cantante en San Francisco.
—¿Le conoce usted?
—Creo conocerle. La otra noche estaba yo jugando al bridge con unos amigos, en el círculo, cuando, en la mesa inmediata, uno de los jugadores derribó la pantalla de su bujía al encender un cigarro y la prendió fuego. El que jugaba con él dijo entonces vivamente: ¡Cuidado! y yo me estremecí al oir esa palabra, pues reconocí la entonación y el acento del que la pronunció en el cuarto de Jenny Hawkins. Me volví prontamente y miré al que acababa de hablar. Él me vió volverme y también me miró. Nuestras miradas se cruzaron, investigadoras, y en la suya leí claramente este pensamiento: este hombre me ha reconocido. Fingió una sonrisa y dijo alegremente:
—No quememos el material, ¿verdad Tragomer?
—Y ese hombre, ese socio del círculo, que trataba á usted tan familiarmente… ¿quién era?
Tragomer se puso sombrío; la animación de su semblante dejó plaza á una intensa palidez y dijo, bajando la cabeza:
—Era el conde Juan de Sorege, el amigo intimo, el compañero de locuras de Jacobo de Freneuse cuando éste era libre y dichoso…
Marenval expresó el más completo asombro; su fisonomía tomó un aspecto de desolación.
—He aquí, dijo, el último nombre que yo esperaba. Todo resulta oscuro é
inexplicable. ¿Cómo sospechar que Juan de Sorege ha cometido el crimen?
¿Para qué? ¿Con qué pretexto? Si á alguien es imposible acusar es á él.
Estamos detenidos en los primeros pasos.
—No se desanime usted tan pronto, replicó gravemente Cristián. Nada es imposible ni inverosímil. Tropezamos con la personalidad de Sorege y con su cualidad de amigo de Jacobo. No comprendemos qué interés ha podido tener en perder á ese inocente, pero no dude usted que daremos con los móviles que le impulsaron. Porque es él, ¿entiende usted?, es él quien estaba en San Francisco, él el culpable. Me costará trabajo probarlo, pero lo probaré de un modo irrefutable. Para establecer la culpabilidad de un acusado hacen falta presunciones numerosas y evidentes, y aquí no sólo tenemos que perseguir á un criminal, sino rehabilitar un inocente. Es, pues, preciso tener tres veces más certidumbre que en un asunto ordinario y eso es, precisamente, lo que debe animarnos. Cuanto más difícil es la misión que uno se impone, más brillante es el éxito. ¿Está usted pronto á ayudarme?
—Sí y á pesar de todo, dijo Marenval con energía.
El bretón miró á su compañero con firmeza.
—Está bien; es usted el hombre que yo esperaba. Venceremos.
Miró el reloj y añadió:
—Es la una de la madrugada; bastante hemos hablado por hoy. ¿Nuestro pacto de alianza está firmado?
—Empeño mi palabra. Si hay que hacer gastos, yo me encargo de ellos. Si se presentan peligros…
—Son de mi cuenta…
—Poco á poco, protestó Marenval. No me ha comprendido usted. Los peligros á medias. Quiero arriesgarlo todo con usted, como un hermano.
—¡Muy bien! Así será.
Se estrecharon la mano y entraron en el círculo por una puerta interior.
Hay en París casas que inspiran tristeza y otras que infunden alegría. En las fachadas se lee la desdicha ó la felicidad como en la fisonomía de los seres vivos. Existen casas que atraen y casas que repelen: en las unas parece que los habitantes deben estar colmados por todos los favores del cielo; en las otras podría creerse que han de caer todos los males de la humanidad sobre los que allí se alberguen.
Entre todas esas casas silenciosas y negras, hechas para el duelo, la tristeza y la mala suerte, ninguna más lúgubre que la situada en la calle de Petits-Champs, número 47 duplicado, ante la cual se detuvo muy temprano, el primer día de Pascua de Navidad, el coche de Cipriano Marenval. El visitante dijo con aire de importancia al cochero:
—Pedro, pasee usted el caballo, al paso, durante un cuarto de hora; tiene mucho calor… Yo estaré aquí un rato y hay una corriente de aire atroz en esta calle.
Marenval se subió el cuello de su gabán de pieles, alzó los ojos hacia la puerta que se abría delante de él y, ya mal humorado sin más que haber mirado aquel pasaje poco atrayente, entró resueltamente en el patio. En el fondo había un edificio de aspecto monacal, fachada ennegrecida por el tiempo y ventanas cubiertas con persianas, como ojos cerrados, y al que se subía por una escalera de cuatros escalones verdosos á causa de las lluvias. Marenval llamó y un timbre resonó en la casa turbando el silencio con un ruido sacrílego. Al cabo de un momento el visitante vió á través de los vidrios un viejo que se dirigía á abrir la puerta. El criado, agradablemente sorprendido, quitó á Marenval el gabán y le dijo con tierna familiaridad:
—Sí, Señor, las señoras están en casa y se van á alegrar mucho de ver al señor, después de tanto tiempo…
—Están tan tristes, amigo Giraud, tan tristes, que es difícil ponerse al mismo diapasón que ellas… Por muy afligido que uno esté, teme ofender su dolor al tratar de consolarlas.
—Sí, señor, es verdad, dijo el criado bajando la cabeza; no tienen consuelo.
—¿Y cómo están de salud?
—Están bien, señor; no se puede decir que están mal… ¡Ah! si su espíritu estuviese lo mismo… ¡Pero no lo está! no, no lo está.
—En fin, Giraud, no hay que desesperar. ¿Quién sabe? Todo puede cambiar.
—¡Oh! no, señor; no hay esperanza alguna… Pero, con su permiso, si el señor quiere servirse entrar, iré á anunciarle á las señoras.
Marenval entró en un vasto salón un poco sombrío y espléndidamente amueblado con una sillería antigua de tapicería. En las paredes se veían algunos cuadros notables, restos de una buena colección dispersada por ventas sucesivas. En los ángulos había unas vitrinas vacías. Todo allí atestiguaba un lujo bruscamente desaparecido y del que sólo quedaba el noble orden de una habitación en otro tiempo suntuosa.
Era fácil ver que los habitantes de la casa no estaban habitualmente en aquella pieza aparatosa, pues no se veían allí los objetos familiares á dos mujeres inteligentes y activas. Todo en aquel salón era correcto, frío, lúgubre. Se abrió una puerta y el criado se presentó de nuevo.
—Si el señor quiere tomarse la molestia de seguirme, la señora le ruega que tenga la bondad de subir á su habitación.
Marenval subió por una escalera de piedra con barandilla de hierro forjado y al llegar al primer piso, donde comenzaba una oscura galería, encontró una joven de alta estatura y vestida de negro, que se adelantaba á recibirle. Giraud desapareció sin ruido y Marenval se encontró, algo cortado, frente á la señorita de Freneuse que le alargó la mano sonriendo tristemente. Pero ¡qué desgarradora melancolía en la expresión de aquel hermoso semblante! Sus ojos negros, dulces y profundos, mortificados por las lágrimas, presentaban un círculo azulado, y su frente admirable, coronada de cabellos rubios ondulados y recogidos sin coquetería, daba á aquella altiva fisonomía un aire de incomparable nobleza.
Marenval miró un instante á su hermosa pariente, movió tristemente la cabeza y dijo en tono afectuoso:
—Y bien, María, ¿sigue usted tan poco razonable?
—Siempre tan desgraciada, señor de Marenval.
—¿Y su madre de usted?
—Va usted á verla.
La joven introdujo á Cipriano en una pequeña pieza, especie de santuario en el que la señora de Freneuse había reunido todo lo que le recordaba á su hijo, retratos, libros, dibujos, que representaban allí al que la infeliz mujer no había dejado de llorar, á pesar de sus faltas. Se levantó de una butaca baja mostrando una fisonomía pálida bajo sus cabellos blancos y, dulce y resignada, dió las gracias á Marenval por su visita, si no dichosa por ver alterada la soledad de su existencia, agradecida por un paso que denotaba un recuerdo afectuoso.
Marenval se sentó y dirigió la vista hacia un magnífico retrato que representaba un elegante joven de cara franca y alegre. Una amarga sonrisa plegó los labios de la señora de Freneuse. La pobre madre dejó al visitante contemplar un rato el lienzo y dijo con voz ahogada y casi sin timbre:
—Ahí tiene usted lo que él era. ¿Cómo estará ahora? ¿Qué habrán hecho de él? Hace dos años ha sido imposible conseguir que se deje hacer una fotografía, que estábamos dispuestas á pagar muy cara… No ha querido que pudiésemos verle con el pelo rapado, la barba afeitada y con el traje de penado.
—¿Tienen ustedes noticias suyas?
—Las recibimos con regularidad.
—¿En qué situación se encuentra?
—Materialmente, no puede quejarse… Es joven y fuerte… Y, después, parece que no lo tratan mal. Hace poco le han hecho entrar en la oficina, donde parece que presta buenos servicios. Su existencia es así menos miserable… Pero, moralmente…
—¿Sigue afirmando su inocencia?
Á esta pregunta, el pálido semblante de la señora de Freneuse se iluminó por una llama pasajera, sus ojos brillaron, y exclamó, con voz en la que se notaba aún cierto vigor:
—Hasta morir declarará que no ha cometido ese crimen atroz, que no ha podido cometerle. Mi hija y yo,—¿entiende usted, Marenval?—no cesaremos de afirmarlo así. Ha habido en contra de Jacobo un conjunto de circunstancias abrumadoras que han podido engañar á los hombres hasta hacerles juzgarle sinceramente, pero nosotras, su madre y su hermana, repetiremos con él hasta el último suspiro que es inocente.
Marenval miró á las dos mujeres con expresión de asentimiento y dijo, levantando la cabeza:
—Es absolutamente mi opinión.
Á estas palabras, que Marenval decía por primera vez delante de aquella madre desolada, la señora de Freneuse se irguió, se puso encarnada y dijo con repentina vivacidad:
—Marenval ¿qué significa esto? Jamás ha estado usted tan afirmativo… Hay más; yo acusaba á usted de no participar de nuestra ardiente convicción.
Ha parecido usted siempre más humillado que asombrado por lo ocurrido y, de pronto, toma usted una actitud diferente… Ya lo oyes, María, no es el mismo; ha cambiado por completo. ¡Oh! ¡Dios mío! ¿Será que ha tenido usted alguna buena noticia? ¿Acaso, después de haber desesperado, podríamos…?
—¡Poco apoco! interrumpió Marenval, un poco desconcertado al ver aquel furioso ataque y creyendo haber dicho demasiado. Usted era injusta al acusarme de no tener fe en la inocencia de Jacobo. Bien sabe usted que le he defendido con la energía de un hombre á quien el mundo englobaba malignamente en la catástrofe ocurrida. Sí, en aquellos momentos vi en toda su desnudez la canallada de los hombres. Todo lo que la envidia, la bajeza y la maldad pueden inventar para manchar una personalidad honrada, se intentó entonces contra mí. He padecido con esta desdicha tanto como ustedes mismos, pues durante más de un año todo el mundo, en París, me ha llamado solamente "el primo de Freneuse". Hasta sé de algunas almas caritativas á quienes no faltaba nada para insinuar que yo también merecía ir á presidio. Y todo ¿por qué? Porque soy rico, porque me divierto, porque tengo un hermoso hotel, un buen monte, magníficos caballos y un proscenio en la Ópera… La verdad es que todo esto es más que suficiente para echar un hombre á galeras… ¡Tengo amigos que querrían verme en ellas! ¿Puede usted pensar lo que estas buenas personas habían dicho de mí en el momento de la desgracia? En aquella hora peligrosa no le he parecido á usted heroico, querida prima; confieso que en parte ha tenido usted razón. Hubiera podido mostrarme más caballeresco y colocarme más resueltamente al lado de usted, pero hay que tomar las personas como son. Yo soy un poco nuevo en el mundo en que vivo; no hace aún diez años que salí de las pastas alimenticias y, ¡qué diablo! no se me tiene en la misma consideración que á un Montmorency. Los hombres son iguales ante la ley, pero no ante el mundo, y así me lo han hecho ver. Esto explicará á usted muchas cosas que le parecerían oscuras. No temo ahora confesarlo, porque tengo la conciencia de ser tan adicto á ustedes, que habrán de perdonarme fácilmente un día mis debilidades aparentes.
La señora de Freneuse escuchó con aire sombrío las explicaciones de Marenval. Temía que aquella afirmación de la inocencia de Jacobo, que tanto le había conmovido, no tuviese otro objeto que servir á los tardíos escrúpulos de su pariente, pero las últimas palabras pronunciadas por éste parecían inspirarse en esa convicción y la pobre mujer se sintió de nuevo presa de la mayor ansiedad.
—¿Ha venido usted solamente para hacerme esa profesión de fe, que agradezco? dijo la pobre madre. Doy á usted las gracias por su afectuosa actitud. Las simpatías son preciosas, por lo mismo que son raras. Agradeceré á usted con toda mi alma, Marenval, que no nos abandone.
—¡Abandonar á ustedes! exclamó el excomerciante. ¿Me creen ustedes capaz de ello? Yo les probaré que soy fiel y valiente y que…
Un gesto de la señorita de Freneuse le detuvo en aquel movimiento de expansión. Más tranquila que su madre, la joven, desde el principio de la entrevista, había estudiado la actitud de su pariente y había visto todo lo que tenía de embarazosa y violenta. Entre las seguridades del Marenval presente y las reticencias del Marenval pasado había tal desacuerdo, que eran necesarias muchas palabras para ponerlas en armonía. Un orador mucho más elocuente que Marenval hubiera fracasado en tal empresa. Pero, por fortuna, la madre y la hija no habían retenido de cuanto había dicho sino el calor de su discurso y se habían sentido penetradas de una alegría secreta al recobrar un rayo de esperanza. La señorita de Freneuse resumió en dos palabras la situación:
—Mi querido primo, usted no creía antes en la inocencia de mi hermano y ahora, por una razón que no conozco, cree en ella.
Marenval dirigió á las dos mujeres una mirada de entusiasmo y dijo con una expresión que les arrancó las lágrimas:
—¡Es verdad! Ahora creo que Jacobo es inocente. Pero no basta creerlo; hay que probarlo. Está muy bien que nosotros, en familia, nos consolemos con buenas palabras, pero no olvidemos que el fin único de nuestros esfuerzos debe ser una rehabilitación ruidosa. ¿Han pensado ustedes en intentarla?
La señora de Freneuse bajó la cabeza con desanimación.
—¿Cómo podemos pensar en ello? La más horrible desgracia del mundo es sentirse impotente, no ya para demostrar la realidad de un hecho en el que una cree como en Dios, sino para discutir, siquiera, su posibilidad. Estamos hace dos años anonadadas bajo el peso abrumador de la condena. Y me atrevo á confesar á usted, Marenval, que para no dudar de la inocencia de mi hijo he tenido que apartar la vista de las acusaciones dirigidas contra él, pues, examinadas una por una, son de tal manera graves, terribles, probadas, que hubiera tenido que negar la evidencia y eso era para mí un terrible suplicio. He tenido, pues, que refugiarme en una especie de negación fanática, que excluye todo razonamiento, toda claridad, y que es tan sólo el grito de mi corazón de madre. No creo en el crimen de Jacobo porque Jacobo es mi hijo y un hijo mío no ha podido cometerle. Á todos los argumentos, á todas las pruebas he respondido siempre, desde el fondo de mi conciencia: ¡Es mi hijo! ¡Es inocente! Pero, amigo mío, si tuviera que demostrar su inocencia, ¿qué hacer? ¿Dónde encontrar la fuerza de inteligencia suficiente para anular las pruebas acumuladas? ¿Cómo convencer á los jueces? El mismo abogado de Jacobo, ese admirable señor Duranty que defendió á mi pobre hijo con tan apasionada elocuencia, me decía, después de la vista: ¡Yo no sé! Cuando le oigo gritar que no es culpable, creo. Cuando estudio la causa, dudo.
—¡Oh! sí, querida prima. Las pruebas acumuladas contra él eran decisivas. Yo mismo fuí cegado por ellas, puedo confesarlo puesto que estamos hablando con toda franqueza. He creído durante mucho tiempo que el pobre Jacobo, enloquecido, arrebatado por la necesidad de dinero, pudo, en un momento de irresponsabilidad… Sí, he admitido que pudo ser criminal. Pero desde ayer he cambiado por completo y soy tan ardiente partidario de la inocencia de ese muchacho como antes estaba dispuesto á creer en su culpa.
—¿Y por qué desde ayer? preguntó la señorita de Freneuse. ¿Por qué esa modificación de su espíritu? ¿Quién la ha causado? ¿Ha sabido usted algún hecho que ilumine la situación con una luz nueva? Mi madre nos ha declarado sus esfallecimientos, pero yo no he participado de ellos, sépalo usted. Cuando todo el mundo abandonaba á mi desgraciado hermano, yo, en toda conciencia, he permanecido fiel á su causa. He buscado y busco aún el medio de explicar este misterio impenetrable. Puede usted, pues, hablar; me encontrará preparada á escucharle y á comprenderle.
Marenval miró á la joven con enternecimiento.
—Sí, ya sé, María, que usted no ha transigido y ha desterrado de su corazón á todos los que no hicieron causa común con usted en aquellas terribles circunstancias. Anoche hablé con un hombre que amaba á usted tiernamente y al que usted alejó sin piedad…
La fisonomía de la señorita de Freneuse se puso sombría. La joven se irguió mostrando su alta estatura. Sus labios se estremecieron, pero no pronunciaron ni una palabra. Todo, en su actitud, demostraba un doloroso desdén.
—Se trata de Cristián Tragomer… Añadió Marenval.
Pero se calló, al ver que aquel nombre producía un efecto tan inesperado.
—Me figuraba que quería usted referirse al señor de Tragomer, dijo fríamente María. Pues bien, querido primo; si quiere usted complacerme, no me hable jamás de él. Mi madre y yo le hemos borrado de nuestro recuerdo como él nos borró de su corazón. En la hora en que teníamos necesidad de todos nuestros amigos, él dió el ejemplo de la deserción, y su abandono, lo confieso, fué el que más nos afectó en aquellos tristes momentos. Era mi prometido; se avergonzó de mí; ya no le conozco.
—Tragomer ama á usted todavía.
—Me alegro, dijo María con firmeza. Eso le hará sufrir…
Se pasó la mano por la frente, se volvió hacia su madre, que escuchaba en silencio, y dijo arrodillándose en un taburete cerca de ella:
—Perdón, mamá. He distraído al señor Marenval de una conversación cuyo fin espera usted con impaciencia, para hablar de cosas miserables. No volverá á suceder.
—Querida niña, dijo Marenval con bondad; tendremos ocasión de vernos con frecuencia, pues vamos á emprender una campaña que puede ser larga. No violentemos nada, ni en lo que se refiere á las cosas ni en lo relativo á las personas. Día vendrá en que se aclaren muchos puntos y se expliquen muchas actitudes. En este momento no quiere usted que le hable de Tragomer; más adelante, quién sabe si me pedirá que se le traiga. Cuando usted sepa lo que ha hecho y lo que está dispuesto á hacer en su servicio, acaso sea más indulgente. En todo caso, debe usted saber que él es la causa de que esté yo aquí. Yo no pensaba intentar nada en beneficio del desgraciado Jacobo, lo confieso humildemente, pero ese diablo de Cristián me ha sublevado con unas noticias tan inesperadas, que no he podido permanecer indiferente…
—Pero, en nombre del cielo, ¿qué ha descubierto? dijo la señora de Freneuse con tal expresión de angustia que su hija la abrazó para calmarla.
Marenval movió la cabeza con aire de importancia.
—Mi querida prima, no me pregunte usted nada, porque no podría hablar. El éxito, que es posible, se obtendrá solamente al precio de una discreción absoluta. Una palabra imprudente lo comprometería todo. Esperemos. Nunca ha habido probabilidades más favorables, pero tiene usted que consentir en marchar á ciegas por la ruta que vamos á emprender.
—¡Oh! ¡Dios mío! Si la salvación tiene ese precio, consiento en todas las pruebas que quiera usted imponerme. Desde hace dos años vivo en una tumba; gracias á usted, penetra en ella un débil rayo de luz. ¡Bendito sea usted por el bien que me hace!
—Si bien no debo hablar de nuestras nuevas esperanzas, querida prima, hay, sin embargo, cosas sobre las cuales necesito datos. En interés de todos, pido á usted, pues, que me responda sin reticencias.
—Pregunte usted. Mi memoria se ha debilitado, pero lo que yo no recuerde podrá precisarlo mi hija.
—Entre los amigos de Jacobo, había uno más intimo, más querido que los demás y que se había criado con él; el conde Juan de Sorege.
La señora de Freneuse respondió vivamente:
—Sí, Juan de Sorege… Era un excelente muchacho, de muy buena familia. Quise mucho á su madre, que murió siendo Juan muy joven… Éste creció con Jacobo y los dos muchachos no se separaban durante su juventud… Fué menester que contrajeran relaciones nuevas, las que tanto daño han hecho á mi hijo, para separarlos…
—¿No figuraba el conde de Sorege entre sus malas compañías?
—Al contrario, hizo todo lo posible por separarle de ellas, y precisamente por no alternar con ciertas personas, se apartó de mi hijo, con gran disgusto mío, pues su influencia no podía menos de serle favorable.
—De modo que considera usted á Sorege como un buen amigo de Jacobo…
—Como el mejor que pudiera tener.
—¿Era rico ese joven?
—No; y precisamente por eso se alejó de mi hijo, pues no quiso contraer deudas para asociarse á sus gastos… ¡Ese fué el principio del desastre!
—Perdóneme usted si insisto, pero es de toda necesidad. ¿Cuando Jacobo conoció á esa desgraciada mujer que le condujo á la locura… á esa Lea Peralli, estaba todavía Sorege en buena amistad con él?
—Seguramente. Hasta hubo escenas entre Sorege y Jacobo á propósito de esa mujer. El conde hizo todo lo del mundo por decidirle á romper con ella. Llegó á escribirle que su amada le engañaba y á ofrecerle el medio de sorprenderla.
—¿Y esa carta existe?
—La entregué á la justicia y debe figurar en la causa. La encontró nuestro criado en el cuarto de Jacobo… Á consecuencia de esto, se produjo un violento altercado entre mi hijo y su amigo… Estuvieron á punto de batirse… Pero amigos comunes arreglaron el asunto.
—¿No ha manifestado nunca Jacobo sentimientos de rencor ó de hostilidad hacia su antiguo amigo, después del acontecimiento?
—No, que yo sepa. Pero si yo no he tenido nunca más que confianza y simpatías hacia el señor de Sorege, debo reconocer que no todo el mundo pensaba como yo en mi casa.
—¿Quién le era desfavorable?
—Mi hija, primeramente, á quien siempre desagradó Sorege, y después nuestro criado Giraud, que nunca le pudo tragar.
—¡Ah! ¿María encontraba sospechoso al amigo de su hermano?
—No me hagan ustedes decir lo que no pienso, replicó vivamente la señorita de Freneuse. De ningún modo querría dañar en vuestro concepto al conde de Sorege. Tiene un carácter que no me agrada; no hay más.
—¿Y qué carácter es el que usted le atribuye?
—Se mostraba altanero y burlón, y á mí me cuesta trabajo soportar ese modo de ser. Calculaba fríamente y no obraba jamás á la ligera. Era un hombre práctico ante todo. Lo contrario del pobre Jacobo que no reflexionaba jamás y se metía en las dificultades sin saber cómo saldría de ellas. Yo reprendía el aturdimiento del uno, pero lamentaba la previsión del otro. Encontraba exceso en los dos y si mi hermano me parecía loco, Sorege me resultaba demasiado hábil.
—¿Hábil hasta la astucia?
—No lo sé, querido primo; lo que he dicho no es más que una impresión. Nunca he sabido cómo se conducía el señor de Sorege en la vida sino por lo que contaba mi hermano, y éste no podía hablar con libertad delante de mí. Mi impresión, pues, no se ha confirmado por hecho alguno, pero se ha fijado muy clara en mi mente y ha permanecido en ella.
Marenval miró á la señora de Freneuse y dijo:
—Ese juicio no se puede considerar como desfavorable en los tiempos que corren. Un individuo demasiado hábil tiene condiciones excepcionales, hoy en día, para lograrlo todo. Pero María juzga al señor de Sorege desde un punto de vista especial, como hombre de mundo y no como hombre de negocios. Eso es lo que hace su censura perfectamente comprensible. En resumen, para la señora de Freneuse, Sorege es un hombre honrado al que ha sentido ver alejarse de su hijo; para María, Sorege es un mozo frío y calculador, decidido á hacerse sacar las castañas del fuego y qué no vacila en herir un poco al vecino al hacer su negocio.
—¿Pero por qué esas preguntas? dijo la señora de Freneuse.
—Se nos ha dicho que seríamos interrogadas, mamá, dijo la joven sonriendo, pero no que se nos explicaría nada. Tengamos paciencia.
La anciana hizo un gesto de resignación.
—Ya estamos acostumbradas…
Marenval se levantó
—Querida prima, dijo en el tono más afectuoso; dejo á usted, pero volveré á verla muy pronto. Nuestras conferencias serán frecuentes, lo que espero que no les será desagradable. Estoy impaciente por aclarar á ustedes la situación, pero antes es preciso que me la aclare á mi mismo. Al bajar, si ustedes lo permiten, voy á hablar con el buen Giraud.
Marenval estrechó la mano de la anciana y María acompañó á su aliado por varias piezas desamuebladas y tristes hasta llegar al vestíbulo. Una vez allí, dijo á Marenval dirigiéndole una límpida mirada:
—Suceda lo que quiera, gracias por el consuelo que nos ha traído usted. No olvidaré nunca que ha sido usted el primero que ha participado de nuestra convicción en cuanto á la inocencia de mi pobre hermano.
Marenval movió la cabeza.
—No es usted justa, mi hermosa prima, porque el primero que ha participado de esa convicción no se llama Marenval, sino Tragomer.
María frunció las cejas, hizo un nuevo ademán afectuoso y, sin añadir ni una palabra, volvió á entrar en las habitaciones.
Giraud presentó á Marenval su gabán de pieles.
—Un instante, amigo mío, dijo el antiguo fabricante de pastas; tengo que decir á usted dos palabras antes de marcharme. ¿Dónde hablaremos sin que se nos moleste?
—Si el señor quiere entrar en el recibimiento, no habrá riesgo de que nadie entre… ¡No! Jamás viene nadie… Marieta está en la cocina y la doncella arriba, en el cuarto de costura. Estoy á las órdenes del señor… ¡Ah! aquí el servicio de la puerta es una ganga… ¡Esto es una tumba! ¡Una verdadera tumba!
Marenval se apoyó en la chimenea para no sentarse dejando en pie al viejo criado de cabello blanco. El comerciante enriquecido tenía esos rasgos de delicadeza y se mostraba siempre dulce con los humildes.
—Giraud, dijo; tengo que hablar á usted de su señorito y de los amigos de éste… Hay cosas que los padres no saben nunca y que son siempre conocidas de los servidores… He preguntado á las señoras y quiero ahora interrogar á usted. Respóndame, pues, con toda franqueza y sin omitir nada.
—El señor puede estar tranquilo; contaré cuanto sepa. No tengo nada que temer ni que perder. Cualquier daño que pudiera hacérseme no sería mayor que el que sufrí el día en que prendieron á mi pobre señorito. Un muchacho que se encaramaba en mis rodillas cuando era pequeño y al que iba á buscar al colegio todos los domingos cuando estaba estudiando. ¡Ah! señor, cuántas infamias hay en el mundo… No son las personas honradas las mejor tratadas.
—¡Entonces, está usted también convencido de la inocencia de Jacobo?
—¿Convencido, señor? Eso es poco. Pondría mi cabeza en un tajo á que no tuvo nada que ver en todo aquel asunto. No había más que verle en el primer momento cuando vino á buscarle aquel salvaje de comisario, para saber que no había hecho nada y que no sabía siquiera de qué se trataba. Si yo no hubiera reprimido mi primer movimiento, entre Miguel, el cochero, y yo, hubiéramos metido en la cueva, como un paquete, al tal comisario y le hubiéramos guardado allí hasta que el señorito se hubiera puesto en salvo. Una vez libre, él hubiera sabido demostrar que no había matado á aquella mujer… ¡Él, señor, él, matar una mujer! ¡Un joven que se hubiera arrojado al agua para salvar un perro de la muerte! ¡Hase visto estupidez semejante! Matar á aquella mujer… ¿Para qué, si la amaba? ¿Para robarla? ¡Buena idea! El pobre muchacho le había dado cuanto tenía. ¡Oh! Ella estaba muy celosa de él. Una tarde, en que vino á hablarle, estaba como loca de pena. Se estuvo en el vestíbulo, sentada al lado de la ventana y llorando como una Magdalena. Me ofreció todo lo que yo quisiera, su portamonedas, una sortija con un brillante, para que la dejase subir al cuarto del señorito Jacobo. Por más que le decía: "Pero, señora, si el señorito no está en casa… ¿Qué adelantará usted con ver su cuarto? Podría usted encontrar á su madre ó á su hermana y, ya ve usted, ¡qué escándalo! ¡No piense usted en tal cosa!", ella me respondía sollozando? "¡Oh! ¡Preferiría matarme!" Yo estoy convencido de que se suicidó… Cuando se lo conté al juez de instrucción, éste se encogió de hombros. Esos señores de la justicia no son muy amables. Parece que su idea era otra, pues cuando yo volvía á la carga y quería explicar las razones en que me fundaba, me interrumpió secamente indicándome que, según él, estaba divagando. Yo no divagaba, sin embargo, señor, y así como llevo de vida sesenta y cinco años sin haber hecho mal á nadie, el señorito Jacobo no ha matado á esa mujer. ¡No! No la ha matado.
Marenval escuchó atentamente al criado. Había conservado la paciencia necesaria en su antigua profesión para no violentar al cliente. Sabía muy bien que después dé los intentos y de las vacilaciones, los negocios se deciden, y esperaba un detalle imprevisto, una circunstancia nueva en el relato apasionado de Giraud. Nada de lo que acababa de oir tenía novedad y se decidió á abordar el asunto que más le interesaba dilucidar.
—¿Qué influencia cree usted que han podido tener en la conducta de
Jacobo los amigos que le rodeaban?
—¡Oh! señor, eso es muy difícil juzgarlo. El señorito estaba en condiciones muy especiales. Vivía en casa de su madre, viuda, y tenía en casa una señorita joven. No podía, por tanto, recibir aquí mucha gente y, exceptuando el señor Tragomer y el señor de Sorege, no conocíamos á sus amigos. Á los demás los veía en el círculo, en el teatro, en las carreras, en sociedad. Bien sabe usted que él iba á todas partes, que todo el mundo le invitaba y que él no se hacía rogar cuando se trataba de reír y de divertirse. Era muy vehemente, ¡Oh! Demasiado… y toda esa locura que le ha perdido, era heredada de su padre. ¡El difunto señor de Freneuse era terrible! Usted le ha conocido en sus últimos años. ¡Ah! señor, se puede decir que la pobre señora no ha tenido grandes atractivos en la vida. Si la señorita María, que es una santa, no la hubiera compensado con su dulzura y su amabilidad, la señora hubiera sido una verdadera mártir.
Marenval volvió suavemente al asunto que le preocupaba.
—No le pregunto á usted nada sobre el señor Tragomer; éste no tiene nada oculto para mi y me parece enteramente recomendable. Pero quisiera saber la opinión de usted acerca del señor de Sorege.
Giraud vaciló un instante; pero había prometido decir lo que pensaba y cumplió su palabra:
—Con el respeto debido, señor, diré á usted que ese es un canalla.
—¿En qué se funda usted para tratarle tan duramente? preguntó Marenval, algo extrañado por aquella vehemencia.
—En nada, señor. Nunca le he visto cometer una acción reprensible ni decir cosa mala; pero eso no impide que le tenga por un canalla.
—Pero, en fin, Giraud, ¿por qué es usted tan severo con ese joven que, según usted mismo confiesa, no ha hecho nada que justifique ese juicio?
—Es un instinto, señor, y eso no se discute. Hay en la calle de al lado un estanco al que yo iba todos los días, desde hace diez años, á comprar mi paquete de rapé. Nunca pude acostumbrarme á la cara de aquel estanquero, y siempre que intentaba darme la mano, retiraba yo la mía. Sin embargo, todo el mundo le estimaba y estaba muy bien visto en el barrio. Pues bien, señor, hace tres meses, el tal se ha fugado con los fondos del gobierno y los del propietario del estanco y se han descubierto horrores. En el barrio fué general el asombro al ver que un hombre, al parecer, tan honrado era un despreciable tunante. El señor me creerá, si quiere; pero es la verdad que con el señor de Sorege me sucede lo mismo que con el estanquero. Se ha mostrado siempre bien educado, hasta afable conmigo, pero había en su cara un no sé qué que me repelía y que me hace decir sin vacilar: ese hombre es un canalla y se verá el día menos pensado.
—¿Venía aquí á menudo?
—Sí, señor, venía mucho al principio; y hasta llegué yo á sospechar que pensaba en casarse con la señorita María. Pero su asiduidad no tardó en cambiar de forma y cesó ante el señor de Tragomer. La verdad es que el tal Sorege veía desaparecer rápidamente la fortuna de la casa, pues estaba demasiado al corriente de las locuras de su amigo y acaso las fomentaba lo suficiente para saber á qué atenerse respecto al dote de la señorita. Estaba seguro de que el hijo de la casa dejaría en la calle á su familia. Creo en la inocencia del señorito Jacobo, pero no estoy ciego y sé todas sus acciones reprensibles. Todas esas dilapidaciones, todos esos extravíos le han sido bien echados en cara el día de la desgracia. Sus hechos anteriores han pesado duramente sobre él cuando ha tenido que justificarse. El tal Sorege sabía bien que las señoras darían hasta el último céntimo por no comprometer su nombre en asuntos sospechosos, y como el señorito Jacobo era presa de una banda de granujas, su suerte era fácil de adivinar. ¡Ay! señor, el pobre no tuvo tiempo de arruinar á la familia; el destino se encargó de poner coto á su conducta. Estoy seguro, sin embargo, de que las señoras preferirían estar reducidas á pedir limosna á ver al señorito donde está.
—Eso no admite duda, Giraud. Pero, volviendo á Sorege, ¿sus relaciones con Jacobo eran menos asiduas en los últimos tiempos?
—En casa, sí, pero fuera, ¿quién lo sabe? Para mí, señor, el conde de Sorege, con su aparente buena conducta, ha sido el genio malo del señorito. Él le ha creado las dificultades y los apuros; él le ha dado los peores consejos; gozaba viéndole hundirse. ¿Por qué? No lo sé; pero tenía una razón para desear la pérdida y la ruina de su amigo. Una tarde, cuando los negocios del señorito Jacobo iban peor, el señor de Sorege estaba con él en su cuarto y yo bajé para prepararles el té. Cuando volví á entrar, estaban tan acalorados que no se fijaron en mí, y además el señorito no ocultaba nunca lo que hacía, pues no era un solapado como el otro. Entonces oí á mi señor que decía con animación: "Sí, esta existencia es ya imposible… Me iré ó me saltaré la tapa de los sesos…" ¡Si hubiera usted visto entonces la cara del Sorege! Sus labios se plegaron para desaprobar, pero sus ojos brillaban de júbilo. ¡Y su amigo le decía que estaba en el último extremo! ¡Oh! Ese día ví el odio que se albergaba en aquel corazón. ¿Por qué odiaba á mi señorito? ¿Qué le había hecho su amigo Jacobo? Era tan ligero, tan imprudente, tan loco, que podía muy bien ofender á un amigo sin querer y sin saberlo. Mucho hubiera deseado oir el resto de la conversación pero esperaron que me marchara para seguir hablando. El señorito Jacobo se paseaba agitado como un tigre mientras yo colocaba el té sobre la mesa; estaba pálido y con los puños crispados. Algo muy serio debía sucederle aquel día, porque el señorito Jacobo tomaba habitualmente las cosas á juego y era preciso mucho para hacerle salir de su descuido. Al cerrar yo la puerta, el señor Sorege reanudó la conversación y dijo: "Estas loco, pobre muchacho. ¡Tienes ya á Lea y te vas á meter…" Tuve que cerrar y renunciar á oir el resto. Aquella vez, señor, la única en mi vida, tuve deseo de escuchar á la puerta, aunque no sea este un procedimiento conveniente para un criado que se estima; pero mis costumbres de discreción pudieron más y me fuí sin saber lo que acaso hubiera sido tan interesante que supiese. Porque se trataba de esa Lea, que ha perdido al señorito Jacobo, que estaba loca por él. Si no entendí mal, en aquel momento lo que el señor Sorege quería decir era que su amigo se había metido en una nueva intriga con otra mujer. Pero, ¡Dios mío! ¿No tenía bastante con la italiana, esa perdida, que derretía el dinero como manteca y había convertido al señorito Jacobo en jugador para aprovecharse de las ganancias y dejarle á él los apuros de las pérdidas? ¡Ah! señor, ¡qué mala mujer! ¡Si se supiera lo que una mujer así puede dañar á un pobre muchacho débil y vanidoso! Bien lo hemos aprendido, por nuestra desgracia…
—¿Cuál fué la actitud del señor de Sorege en el momento de la catástrofe?
—Muy buena, señor, muy buena.
—¿Cómo así?
—Ese señor, que no parecía muy alterado, vino en el primer momento á ponerse á las órdenes de la señora. Estaba tranquilo y frío y su actitud indicaba la preparación. Nada era en él natural; parecía un actor… No sé si me hago comprender bien…
—Perfectamente.
—El señor Tragomer, en cambio, estaba como loco y no acertaba á pronunciar palabra. El Señor Maugirón lloraba á lágrima viva. Todos habían perdido la cabeza menos el señor de Sorege que conservaba toda la suya. Me pidió las llaves y estuvo largo rato registrando los cajones del señorito. Pero el comisario de policía había registrado ya y no había nada que encontrar. Todo su empeño era hallar una fotografía. Me pidió noticias: una gran tarjeta, que estaba en el cajón de los cigarros y que yo había debido ver. Le dije que sabía dónde estaba; el señorito la había puesto el día anterior en su saco de viaje. No bien lo hubo oído, se arrojó sobre ella, así, literalmente, y ris… ras… la hizo veinte pedazos en un segundo sin que yo pudiese impedirlo… Tampoco pensé en ello… ¡Una fotografía de mujer! La cosa no era extraordinaria ni preciosa, sobre todo en el momento de la catástrofe. Después he pensado en aquella prisa del señor de Sorege para destruir el retrato y esto me ha preocupado, pero no he podido comprender qué motivo tuvo para obrar así. Después de todo, acaso lo hiciese en interés del señorito Jacobo; acaso también fuese en su propio interés. Después de las pruebas de simpatía que Sorege dió en el primer momento á la señora, se fué separando poco á poco de la casa. No le acuso por ello; ha hecho lo que los demás. En la causa, declaró con mucho calor en favor del señorito Jacobo y según he sabido, pues no siempre pude estar presente, trató de probar su inocencia y de atenuar su responsabilidad. En fin, todo el mundo aprobó su conducta y la señora le dió las gracias. ¡Buen provecho le haga! Desde entonces no le he vuelto á ver. Mi pobre cabeza se ha debilitado mucho con la soledad y con la pena, lo que, seguramente, me habrá hecho olvidar muchos detalles. Pero lo absolutamente cierto es que el señor de Sorege no era un amigo sincero del señorito Jacobo, al que envidiaba y que el día en que le vió perdido aparentó querer salvarle porque estaba seguro de no lograrlo.
El viejo se calló. Sus manos temblaban de emoción y sus mejillas estaban surcadas por gruesas lágrimas. Marenval, en tanto, reflexionaba profundamente. Por fin el criado, viendo que su interlocutor no le hacía más preguntas, se atrevió á formular una á su vez.
—Si el señor me permitiera preguntarle por qué razón vuelve sobre ese triste pasado. Seguramente no es por curiosidad ni por el placer de remover esos malos recuerdos. ¿Acaso espera el señor un cambio en la situación?
Marenval salió de su meditación, miró al criado con un interés que nunca le había manifestado y dijo, poniéndole una mano en el hombro:
—No se sabe lo que puede ocurrir, amigo Giraud. En este mundo no hay nada definitivo más que la muerte, y Jacobo está vivo y aun creo que en buena salud.
—¡Era tan joven y tan vigoroso! Pero la pena… el arrepentimiento…
¡Eso destruye! Además, el clima…
—No es malo, Giraud; no tiene nada de malo. En cuanto á los informes que he venido á tomar; eran indispensables. Se trata del matrimonio del señor de Sorege.
—¡Casarse! Oiga usted, señor; no soy más que un pobre hombre y el señor de Sorege es un conde, tiene fortuna, relaciones, todo. Pues bien, si yo tuviera una hija, preferiría que se quedase para vestir imágenes á casarla con él.
Marenval se echó á reír.
—Tranquilícese usted. Creo que el negocio ha fracasado. Gracias por sus confidencias, Giraud; creo que me serán útiles.
Se puso el gabán de pieles, hizo un signo amistoso al criado y acompañado por él salió al patio, se dirigió á su coche y dió orden de conducirle á casa del señor Tragomer. Eran las cuatro. El coche rodaba al trote cadencioso del caballo, y Marenval, arrebujado en un rincón, reflexionaba sobre los datos contradictorios que acababa de oir acerca del personaje que le interesaba.
Por una parte la señora de Freneuse tenía á Sorege por un perfecto caballero que había ejercido saludable influencia sobre su hijo. Por otra, María declaraba que el amigo de su hermano le había desagradado siempre y que le creía más hábil que leal. En fin, lo que era más grave y verdaderamente interesante, la opinión del criado de confianza. Éste había estado en condiciones de ver y de juzgar. Si es cierto que no hay grande hombre para su ayuda de cámara, con más razón no hay fingimiento posible para el criado que todo lo ve y lo oye.
Forzosamente Giraud había observado á su señor y á los amigos de su señor. Todos habían pasado por el tamiz de sus observaciones diarias y su convicción era por fuerza la más justificada. Por otra parte, en lo que contaba acerca de las relaciones de Sorege y de Jacobo había muchos detalles verosímiles. ¡Qué rayos de luz esclarecían la conducta de aquel hombre, dado lo que sospechaba Marenval! No era posible comprender aún, pero las grandes líneas del asunto empezaban ya á dibujarse.
Á no dudar, Sorege había intervenido en el negocio. ¿Cómo? ¿Á qué título? Este era el punto oscuro ó, mejor dicho, este era el asunto mismo. En lo ocurrido dos años antes había habido circunstancias difíciles de explicar, aun cuando nadie ponía en duda la personalidad de Lea. Ahora todo era incomprensible. Marenval recordaba algunas protestas de Jacobo, que nadie había tenido en cuenta.
Cuando Jacobo fué preso, estaba en el Havre y nunca pudo explicar claramente qué había ido á hacer allí. Nadie había comprendido tampoco por qué se detuvo veinticuatro horas en vez de tomar el vapor y salir para América. ¿Qué esperaba? La acusación decía: un cómplice. Pero ¿cuál? Había sido imposible encontrar ninguno. ¿Sería Sorege? Marenval se lo preguntaba y no encontraba una respuesta aceptable. Si Sorege había sido cómplice ¿quién era la mujer muerta en la calle de Marbeuf? Porque no había que perder de vista que, en realidad, se había cometido un crimen y que si Lea Peralli vivía, otra había sido asesinada en su lugar.
Entonces, ¿quién era esa otra y quién el matador? Aquí el problema se presentaba sin solución. Si, en rigor, se veía el interés que Jacobo pudo tener en matar á Lea, no era posible comprender por qué había asesinado á otra mujer. El buen Cipriano no había nunca brillado por su inventiva y por muy lealmente que se rompía la cabeza buscando la clave del enigma, no podía encontrarla. Adivinaba que había un misterio en todo esto, pero no se sentía con fuerzas para descubrirle.
En este instante un capricho del pensamiento le hizo ver las dificultades con que iba á tropezar voluntariamente y las molestias que le iban á resultar. ¡Qué! Á su edad, cuando tenía todo lo necesario para ser dichoso, una inmensa fortuna, buena salud, una sociedad agradable, amigos afectuosos y cuantas mujeres pudiera desear, pensaba meterse en el laberinto de una rehabilitación muy problemática, porque un audaz le había hecho ver que podría representar en este asunto un buen papel… ¿No era el mejor de todos vivir lo más agradablemente posible, apartando de sí toda complicación? Su existencia era dichosa, ¿convenía hacerla insoportable por continuas alarmas y sacudidas? ¿No era mejor dejarse llevar blandamente por la corriente del río, en vez de remar con furia para abordar á orillas sembradas de peligros?
¡Ah! Durante aquellos momentos en que dejó hablar á su razón de hombre de mundo, Marenval se vió muy perplejo y pudo echar sobre su destino de perfecta claridad. Vió todo lo que arriesgaba y, para gloria suya, se decidió por el peligro, cuando no tenía más que pronunciar una palabra para asegurar su tranquilidad. Un hermoso movimiento de su ánimo pudo más que todo. La madre y la hermana de Jacobo, irremediablemente desoladas, y aquel desgraciado joven sufriendo á miles de leguas un ultraje y una vergüenza inmerecidos, se evocaron en su ánimo con fuerza irresistible.
Después de todo y pensándolo bien, sus amigos del círculo, sus camaradas de la vida de fiesta, las bellas jóvenes de la aristocracia, que no tenían para él sino miradas indiferentes, las muchachas que le tuteaban y le trataban como á un abuelo generoso, pero sin deferencia alguna, le interesaban muy poco. Todos los que componían su público, por cuya admiración trabajaba con tanto ardor desde que se retiró de los negocios, se agruparon en su mente como en un cuadro, y le pareció que todos aquellos árbitros del éxito y del renombre dirigían hacia él sus miradas como para preguntar:
"¿Á que se decidirá? ¿Adoptará la causa de los oprimidos ó sacrificará la inocencia á su ociosidad? ¿Podremos incluírle entre las personalidades que llaman la atención en cuanto se presentan en cualquier parte, ó seguiremos mirándole por encima del hombro, como á un advenedizo? ¿Será, en fin, un héroe ó un hombre vulgar?"
Á esta conclusión, Marenval dió un salto en los almohadones do su berlina. Su cara se puso roja, apretó los puños y dijo en voz alta, como respondiendo á todos aquellos personajes que, burlones ó benévolos, le acechaban para juzgarle en última instancia:
"¡Se han burlado de mí, me han desdeñado; pues bien, ya verán de lo que es capaz Marenval! ¡Aunque supiera que en el fondo de este asunto estaba el mismo diablo, iré á ese fondo y le pondré en claro, como si fuera una cuenta de mercancías."
El coche se detuvo en este momento y Marenval pensó: "Ya no es tiempo de retroceder; me he empeñado á mí mismo mi palabra. Vamos á ver qué piensa Tragomer de las noticias que le traigo." Descendió de la berlina y entró en la casa.
El aliado de Marenval, por su parte, no había permanecido ocioso. En cuanto volvió de su viaje al rededor del mundo se ocupó en los cuidados de su nueva instalación. Un hombre rico, bien emparentado y miembro de los principales círculos, no puede instalarse como un extranjero que viene á pasar seis meses en París. Tuvo, pues, que buscar una casa, disponerla á su gusto, amueblarla, comprar caballos y ajustar servidumbre. Durante unas semanas Tragomer vivió como en campaña, ocupándose de esos menesteres, comiendo en el círculo y viendo tan sólo á sus parientes y á algunos amigos íntimos. La comida en que había encontrado á Marenval era la primera de ese género á que asistía. Le había llevado Maugirón y Tragomer no sospechaba las consecuencias que iba á tener aquella fiesta á la que concurría sin propósito alguno.
Pero el noble bretón, reflexivo, tranquilo y tenaz, desde el momento en que cerró su convenio con Marenval no tuvo más que un pensamiento: conseguir lo que se habían propuesto. Desde el día siguiente se puso en campaña. Hacía dos años que tenía casi olvidado á Sorege, pues su intimidad con él cesó naturalmente en cuanto la condena de Freneuse hizo desaparecer el lazo que les unía. Había visto al conde muy afectado, en apariencia, por la desgracia del amigo común y le había oído deplorar las locuras que le habían conducido á tal catástrofe y defenderle con generoso ardor contra las censuras de los indiferentes. Poco tiempo después emprendió su viaje y no sabía qué había sido de Sorege.
Cuando se encontraban en el círculo, se saludaban y cada uno se iba por su lado. Entre aquellos dos hombres que durante años habían vivido juntos y que se tuteaban, existía una frialdad glacial y parecía que hasta les costaba trabajo saludarse, como si se odiaran. Tragomer, sin embargo, no experimentaba sentimientos hostiles hacia Sorege. Aun en el tiempo en que eran camaradas, no le había querido. La naturaleza franca y viva del uno no concordaba bien con el temperamento frío y calculador del otro. Sorege había sido siempre reservado con Tragomer y cuando éste se lo hacía observar á su amigo común, Jacobo respondía:
"Déjale. Hay que tomar á Juan como es; no conseguiremos cambiarle. Es un diplomático; jamás dice lo que piensa."
Precisamente la certidumbre de que Sorege no hablaba nunca con franqueza era lo que alejaba de él á Tragomer, el cual decía con frecuencia á Freneuse cuando éste le acusaba de su alejamiento:
—¡Qué quieres! ¡No lo puedo remediar! No me gusta nada ese joven.
Cuando estoy al lado suyo me parece que tiene puesta una careta.
—Entonces, es un gran compañero para ir al baile de la Ópera, replicaba alegremente Jacobo que, con su carácter turbulento, no tenía tiempo de estudiar á sus compañeros de locuras.
Fuera de esto, no se podía menos de hacer justicia á Sorege, y Tragomer no podía negar que el amigo de Jacobo era un hombre perfectamente educado, instruído, elegante y de cara agradable, muy valiente, según había probado en diversas ocasiones, y de excelente consejo cuando se le consultaba un asunto difícil. Frisaba en los treinta años, era de estatura mediana, cabello castaño, barba cortada en punta y algo clara, bigote retorcido y ojos muy cubiertos con los párpados, lo que daba á su fisonomía un aspecto de firmeza. Cuando estaba callado y su mirada velada se deslizaba imperceptible á través de las pestañas, era imposible adivinar lo que pensaba.
Tragomer le encontró tal como le había dejado, con el mismo aspecto frío y seguro y el mismo modo de hablar preciso y reservado, y trató de buscar quién le diese noticias acerca de su hombre, sin despertar la curiosidad ni provocar una indiscreción. Para ello le pareció que el indicado era Maugirón, una de esas gacetillas parisienses que se meten en todas partes, que todo lo conocen y que adivinan lo que no saben.
Era Maugirón un amigo de la infancia, con el que no había para qué gastar cumplimientos, y Tragomer, seguro de una acogida entusiasta, se puso en camino á eso de las once y media y desde su casa, calle de Rembrandt, bajó á pie hasta el boulevard Malesherbes, donde, casi esquina á la plaza de la Magdalena, vivía Maugirón. Este joven vividor tenía como principio invariable el almorzar siempre en casa.
"Si queréis, decía, conservar el estómago, aun haciendo los más continuos excesos en el comer, almorzad en casa todas la mañanas: almorzaréis medianamente, pero eso os salvará."
Aunque resuelto á no infringir nunca esta regla, Maugirón no llevaba su cordura hasta imponerse la obligación de almorzar solo, y como todos sus amigos estaban seguros de encontrarle en casa á las doce, rara vez callaba su campanilla y casi todos los días alguna voz de hombre ó de mujer decía alegremente:
"Maugirón, un cubierto; vengo á almorzar medianamente contigo."
Entonces el sabio higienista hacía subir de la cueva los mejores vinos y, así como por casualidad, tenía siempre delicados y suculentos platos que ofrecer á su convidado ó convidada. Esto era lo que él llamaba conservarse el estómago.
Aquella mañana había gran fiesta, como dijo Marieta de Fontenoy cuando al entrar con Lorenza Margillier vió á Tragomer que estaba fumando un cigarrillo en el cuarto de Maugirón.
—¿Dónde está el dueño de la casa? dijo Lorenza echando descuidadamente el sombrero en un sofá y besando amablemente á Tragomer.
—Está poniéndose guapo. Y bien, Marieta, ¿no me dice usted nada?
Observo que su amiga de usted ha estado conmigo mucho más expansiva…
—Mi amiga es de la casa y debe hacer los honores. Por lo demás, mi querido Cristián, si no hace falta más que un beso para contentar á usted, no ha de quedar por tan poco. Y echó los brazos al cuello del bretón. En seguida dijo, volviéndose con ligereza:
—¡Qué hambre da esta carne de hombre!
—Entonces, queridas amigas, á la mesa, exclamó Maugirón levantando una cortina. Los huevos revueltos con trufas acaban de aparecer; no les hagamos esperar. Ya nos diremos cumplimientos mientras comemos.
Pasaron al comedor, en el que se revelaba el lujo bien entendido del hombre que sabe vivir, por los brillantes accesorios de fino cristal, hermosa porcelana y rica argentería.
—Buenos días, cielito mío, dijo Lorenza. ¿Has dormido bien después de la agitación de anoche? ¡Cuidado que te pusistes chispo, maridito, después de comer!
—¿Yo? dijo Maugirón, yo estaba fresco como una lechuga. El que estaba un poco… tocado era Tragomer. ¡Qué cosas nos contó, ese monstruo!
—Si, hablemos de lo que nos contó… Hizo sus confidencias á Marenval.
Á nosotros nos puso en la puerta.
—Peor para él. Nosotras acabamos de pasar la noche en la Olimpia . Aquello es delicioso. La Rustigieri canta con los pies y baila con la garganta. ¡Y viva Italia! ¡Lo que nos reímos!…
—Me gustó más la Loïe Fuller.
—¡Oh! no; hace daño á la vista.
Se produjo un momento de silencio mientras los convidados probaban un château Iquem que Maugirón les había recomendado y que parecía obtener los sufragios de todos. Tragomer, que ordinariamente no bebía más que agua, dijo al dueño de la casa:
—En efecto, tu vinillo es bastante bueno… Oye, ayer encontré á
Sorege y me pareció muy serio. ¿Le ha ocurrido alguna desgracia?
—La peor de todas, amigo mío. ¡Se casa! Hubo una exclamación general.
—¡Oh! Es muy cursi burlarse del matrimonio… Maugirón, tu degeneras.
—El matrimonio, dijo Marieta, es una institución que se debe conservar como oro en paño. Primero, porque sin él habría una cantidad enorme de solteros. Después, porque los nobles arruinados no sabrían cómo reponerse. Y por fin, porque las señoritas norteamericanas, perderían aquí un importante mercado…
—¡Esta Marieta es asombrosa! ¿Por qué no escribes en la
Vida
Parisiense
?
—Por no oscurecer á los redactores.
—¡De modo que Sorege se casa? continuó Tragomer, que no quería que se extraviase la conversación.
—Eso se dice por ahí, hace algún tiempo.
—¿Y con quién?
—Con una de esas americanas que preocupan á Marieta, no sin razón. Con miss Lydia Harvey, de Minneapolis. El padre es un gran ganadero que ha hecho una inmensa fortuna y sus hijos siguen el negocio.
—Pero Sam Harvey vive en París. Es el que ha hecho edificar ese hermoso hotel en la avenida del Bosque de Boloña.
—Bien puede pagarlo. Los periódicos norteamericanos hablan de su fortuna como de una de las más importantes del país.
—¿Qué tal es la muchacha?
—Pequeña, flaca, morenucha. Hay en ella sangre mejicana. Se dice que su madre era una mestiza con la que Harvey se casó después de tener con ella cuatro hijos. Se ha quedado en Minneapolis. La hija es una excéntrica que dará mucho que hacer al frío Sorege.
—¿Cuándo se ha decidido ese matrimonio?
—¡Oh! Hace mucho tiempo que se entablaron las negociaciones, que han sido eternas. Hace más de seis meses que Juan está rondando á esa morenilla, pero parece difícil de atrapar. Ha sido preciso el viaje á América para poner las cosas en su punto.
—¿Qué viaje á América?
—Harvey llevó á Sorege á sus propiedades el verano último. Le dijo:
Venga usted á ver mis bueyes; y Juan tomó el vapor con la muchacha.
—¡El viaje á Citerea, vamos!
Tragomer no llevó más adelante sus investigaciones. Sabía ya lo más importante; el hecho capital estaba probado. En el momento en que creyó reconocer la voz de Sorege en el cuarto de Jenny Hawkins, en San Francisco, el conde estaba en América, lo que hacía verosímil su presencia en el teatro y afirmaba con fuerza todas las consecuencias que de ella se deducían. Sus sospechas no eran ya queméricas, sino que se fundaban en un hecho real. Sorege estaba en América, luego no había coartada posible. No importaba que América fuese muy grande; para Tragomer, bastaba que Sorege hubiese atravesado el Océano, para que su presencia en San Francisco fuese indiscutible. No había otro francés que hubiese podido pronunciar su nombre en tales circunstancias.
Pero aquí se detenían las deducciones de Cristián. De que Sorege hubiera pasado por San Francisco en la misma época que él y de que estuviera en el cuarto de Jenny no se deducía que fuese un criminal. Y, sin embargo, si Jenny Hawkins era Lea Peralli… Al llegar á este punto, Tragomer se encontraba ante un oscuro abismo que en vano intentaba sondar. Adivinaba la profundidad de la sima y los horrores que ocultaba, pero no podía romper las tinieblas de que estaba llena.
Entonces pensó que su empeño era cuestión de tiempo. "No puedo pretender," se decía, "resolver de golpe un problema tan arduo y tan complicado y que han estudiado ya de buena fe jueces competentes y sabios, sin encontrar la solución. Si Sorege es culpable, si es cómplice, si solamente conoce la verdad y la encubre tan infamemente, es que tiene un grave interés en hacerlo así, y siendo tan dueño de si mismo y hábil y calculador por excelencia, ha debido tomar todas las precauciones para ponerse á salvo de una sorpresa. Pero él ha estado en América, ha pasado por San Francisco y atribuía gran importancia á no ser visto por mí y más, acaso, á no ser visto en compañía de Jenny Hawkins. Esa mujer es, pues, quien tiene la clave del secreto." Los convidados interrumpieron estas meditaciones.
—¡Qué! El matrimonio de Sorege te infunde esa melancolía… Estás hecho un simple.
—Querido Cristián, no hemos querido causarte pena.
—¿Tanto quieres á Sorege?
—Pues no es un muchacho muy simpático.
—¡Es guapo!
—Pero tan frío…
Tragomer preguntó:
—¿Le habéis conocido queridas?
—¡Oh! No es hombre de amar á una de nosotras, dijo Lorenza. Ha debido buscar relaciones discretas y económicas. Me ha hecho siempre el efecto de un zorro consumado.
—¡Como que las mujeres de la buena sociedad no cuestan tan caras como nosotras! exclamó Marieta. Pregunta á Maugirón cuánto ha pagado en casa de Doucet y en casa de Worth cuando le honraba con sus favores la hermosa señora de…
—¡Nada de nombres propios! interrumpió Maugirón.
—¡Bah! como si no lo supiera todo París… Por mucho que te ocultabas, mi pobre amigo, no engañabas á nadie y menos al marido. Tú mismo me has confesado, tú, tú mismo, que esa señora te saqueaba de tal modo, que te habías arreglado conmigo para hacer economías.
—¡Á tu salud, Lorenza! Tú eres una mujercita que no compromete…
—¡Oye, grosero!
—Desde el punto de vista del dinero, se entiende, porque en cuanto al corazón…
Se levantaron de la mesa y pasaron al salón, donde Tragomer, viendo que eran las dos de la tarde, se despidió á fin de volver á su casa á esperar á Marenval. Se habían dado cita para cambiar noticias después de sus respectivas averiguaciones. Tragomer estaba acabando de vestirse para ir á comer al círculo, cuando Marenval, que salía de casa de la señora de Freneuse, llegó á la calle de Rembrandt. El industrial tenía un aire grave y casi solemne.
—Ha sido usted exacto, dijo Cristián. ¿La voluntad no ha flaqueado desde ayer? ¿Esta usted decidido á marchar adelante?
—¡Más que nunca! Lo que he oído en casa de la señorita de Freneuse no es para desanimarme. La paciencia y el valor de esas dos mujeres, amigo mío, son admirables. ¡Ellas tampoco dudan! ¡Ah! ¡Qué alegría les ha causado mi intervención! Se puede decir que han sido tan cruelmente abandonadas por todo el mundo…
Tragomer hizo un ademán de protesta.
—¡Oh! No lo digo por usted, amigo mío, dijo en tono bondadoso Marenval, sino por mí mismo. Sé que usted ha sido alejado por la señorita de Freneuse, mientras que yo me alejé voluntariamente y no estuvo nada bien lo que hice. Un caballero hubiera obrado de otro modo, pero yo no era en ese caso un caballero, sino un millonario mal desvastado aún de su comercio y que temía perder sus nuevas relaciones. Me arrepiento de mi conducta y quiero repararla… ¡Por vida de!… y lo lograré, gracias al concurso de usted. Después veremos si alguien se atreve á vituperarme.
Cristián escuchaba á Marenval con visible impaciencia deseando hacerle una pregunta.
—¿Ha hablado de mí la señorita de Freneuse?
—Sí.
—¿En qué términos?
—Escuche usted, Tragomer; no estamos aquí para decirnos cumplimientos, ¿verdad? Pues bien, María es severa para con usted. He aquí lo que ha respondido textualmente cuando yo les aseguré el afecto y la adhesión de usted: "Nos ha abandonado á mi madre y á mí; yo le he borrado de mi recuerdo como él nos borró de su corazón."
Cristián bajó la cabeza con tristeza.
Acaso tiene derecho para tratarme tan duramente, dijo, pero le falta indulgencia. En el paroxismo del dolor, se negó á ver hasta á los que querían permanecer fieles y facilitó así el abandono. Á su lado no hubiera yo sido tan débil; su deseo de resistir á la mala fortuna me hubiera dado energía. Nos hubiéramos animado mutuamente. Pero su pena altanera juzgó en definitiva á los que no se declararon abiertamente en favor de su hermano. Yo no tuve ese hermoso desprecio del qué dirán, lo confieso humildemente, pero si María quiere reflexionar, comprenderá cuántas circunstancias atenuantes militan en mi favor.
—Su madre defiende á usted y lo disculpa… ¡Es horroroso! Esa pobre mujer confiesa, ella misma, que aun estando convencida de la inocencia de su hijo, se ve en la imposibilidad de probarla. ¿Cómo, entonces, no perdonar á los extraños un poco de vacilación, sobre todo cuando se ofrecen á reparar su falta?
Cristián movió dolorosamente la cabeza y cambió de conversación.
—¿De modo que en la casa nadie ha cambiado de convicción?
—Están más firmes que nunca. Solamente que no saben nada acerca de nuestro hombre, ó saben tan poco que no vale la pena de hablar de ello. Impresiones morales, nada más. Lo que equivale á decir que vuelvo de vacío.
Yo tengo más noticias. He sabido que Sorege se va á casar con miss Lydia
Harvey y que ha estado en América.
—He aquí por qué desapareció durante seis meses. ¡Miren el disimulado! ¿Y se casa con la chica de Harvey? ¡Bonita fortuna! El padre no se deja ahorcar, ciertamente, por veinte millones de dollars. Pero tiene, lo menos, seis hijos y los varones son siempre mejorados en América. Sin embargo, es un buen capital. Pero ¿cómo concilia usted los proyectos matrimoniales de ese mozo y sus relaciones can Jenny Hawkins?
—No los concilio; pongo en presencia los hechos para estudiarlos. Unas relaciones con Jenny Hawkins no excluyen un proyecto de boda con Miss Harvey; al contrario. Si la querida ambiciona el dinero, debe animar á Sorege á casarse con una mujer rica. Además, el matrimonio sería un medio de ocultar lo que puedan tener de peligrosas las relaciones de Sorege con la cantante, y es muy admisible que Jenny favorezca ese proyecto, sobre todo si quiere conservar su amante. Por fin, si Sorege tiene el proyecto de expatriarse y marcharse á vivir en Nueva York, para defenderse contra toda investigación, esa boda se explicará perfectamente.
—Todo eso es razonable, dijo Marenval. Lo indispensable sería saber exactamente quién es esa Jenny Hawkins.
—Solamente Sorege podría decírnoslo y él se guardará bien de hacerlo. Á no ser que…
—¿Y bien?…
—Á no ser que nos lo diga Jacobo de Freneuse.
Marenval hizo oir una especie de silbido que le servía habitualmente para expresar sus dudas.
—Sí, pero, vaya usted á buscarle. ¡Está lejos!
—¡Bah! dijo Tragomer; veinte días de travesía en un barco que ande regularmente.
Marenval hizo un movimiento de asombro.
—¡Qué! ¿Piensa usted ir á la Nueva Caledonia?
El bretón miró tranquilamente á Cipriano.
—¿Por qué no, si fuera preciso?
El antiguo comerciante dirigió una mirada de terror á su asociado y pensó: "¡Dios mío, en qué berenjenal me he metido! Este hombre es terrible y no retrocederá por nada. Habla de ir á la Numea como de tomar el tren para Marsella. Se planta en los antípodas con una facilidad increíble… Pero ¿y yo, Marenval, retirado de los negocios para gozar de la vida? ¿Estoy loco?"
Cristián no le dejó tiempo de concluir.
—Esta sería una magnífica ocasión para usted de mostrarse un verdadero sportman , ocultando así hábilmente detrás de ese viaje de placer las graves causas de nuestra expedición. Vea usted, amigo Marenval, cómo los Vanderbilt vienen continuamente á Francia desde América y cómo Goron Bennett se encuentra con más frecuencia en Niza que en Newport. No le aconsejaré á usted que compre una isla en la embocadura del San Lorenzo como ha hecho su rival. Creo que le bastará anunciar en el círculo, con aire de indiferencia, que va usted á hacer conmigo una expedición á Alaska, por ejemplo. ¡Vería usted el efecto! Los periódicos se apoderarían de la noticia y estaría usted en evidencia durante ocho días por lo menos. Desde ese momento formaría usted parte del gran estado mayor de los sportmen para quienes no existe la distancia, que mandan en el mar y que son, en suma, los verdaderos príncipes en esta época de la clase media, ¿Acaso le desagradaría á usted todo esto? ¿No tendría usted, siendo fuerte y vigoroso, el valor de arriesgar una partida semejante?
Marenval, un poco asustado, pasó por muchos sentimientos contradictorios durante la exposición de Tragomer. Por el pronto, lo repugnaba la idea de una larga permanencia en un barco. La inconstancia de los vientos y la agitación de las olas le inspiraban un prudente terror. Se estremecía pensando que tendría que acostarse en un estrecho camarote contra cuya pared se estrellarían sin tregua las olas amenazando destruírla. ¿Cómo dormir con tales emociones? Por otra parte estimulaba su orgullo la idea de entrar en el rango de los grandes señores modernos que dominan todas las dificultades materiales por la fuerza del dinero. Después de todo ¿no podía él intentar lo que otros realizaban? ¿Tan aventurado sería el imitar su ejemplo? Acaso sus terrores eran iguales á los de los que en otro tiempo hacían testamento antes de montar en el tren. El progreso, pensaba, lo ha simplificado y facilitado todo. Los viajes por mar eran partidas de placer reservadas solamente á los millonarios célebres por su lujo y su confort . No sería mucho lo que tendrían que sufrir en sus frecuentes travesías, pues, ciertamente, no gastarían tanto dinero en procurarse molestias. El nombre de esos millonarios, no cabía dudarlo, estaba en todas las bocas y el sport mas costoso, el más raro y el más brillante era el yachting . ¿Por qué no había él de figurar entre los diez ó doce soberanos de la mar? ¿No tenía los medios? Nadie sabía lo rico que él era, y esta vez no se podría dudar de su fortuna viéndole alternar con los más grandes y tirar el dinero á manos llenas.
El temor, sin embargo, se volvió á apoderar de él. Nunca había navegado más que para ir del Havre á Trouville y de Calais á Douvres, y aun en estas cortas travesías había tenido tiempo para sentirse malísimo. Sin embargo, en la fiebre del momento no se acordaba de aquellas molestias. Pero la adquisición de un navío, su organización, el ajuste de la tripulación y del capitán, ¡qué dificultades tan insuperables para él! Pensó vagamente que todo eso era más que difícil, imposible de realizar y sintió un alivio delicioso. Entonces miró á Tragomer tratando de reír.
—Pero, querido amigo, usted no conoce obstáculos. Para navegar hace falta un barco, y éste no se construye tan de prisa…
—¡Bah! dijo el bretón, se encuentran alquilados todos los que se quiera. Los puertos de Levante están llenos de yates magníficos que están á la disposición de los aficionados. Si su decisión de usted es firme, encontrará en quince días un yate bien acondicionado, con una tripulación escogida y un buen capitán. Es una industria inglesa. Se alquilan los yates como las casas de campo y hasta se encuentra donde elegir.
—¡Ah! dijo Marenval estremeciéndose. ¿Tan fácil es?
—Todo es fácil con dinero. En el orden material casi no hay límites. Solamente se encuentran en el orden moral. Hay todavía conciencias que no se compran, lealtades que no tienen precio y virtudes que desafían toda subasta; digámoslo en honor de la humanidad. Para todo lo demás, golpee usted de cierto modo su bolsillo y tendrá cuanto le plazca. Pero no se ponga usted en camino tan pronto, querido amigo; tenemos todavía mucho que hacer aquí, aun admitiendo que alguna vez necesitemos emprender ese viaje. Por el pronto, quiero ver á Sorege y hablar con él.
—¡Qué! ¿Va usted á descubrir nuestras baterías?
—Están ya descubiertas, no lo dude usted. Conviene pues que tengamos la ventaja de saber cómo se defiende nuestro hombre. Obraré con prudencia, esté usted tranquilo. Pero es necesario que trate de ver su juego.
—¿Y yo, qué debo hacer?
—Usted debía tratar de saber quién es Jenny Hawkins, de dónde viene, qué hace. Y acaso fuera también conveniente que hablase con algún magistrado de rango elevado de la posibilidad de un error judicial. ¿Conoce usted al fiscal del Supremo?
—No, pero uno de los sobrinos de Chambol, Pedro de Vesín, es fiscal. Vesín es un muchacho muy distinguido y puede darnos un buen consejo. Le he conocido niño y me quiere mucho. Iré á verle.
—Es lo mejor.
Marenval tuvo un momento de vacilación y luego preguntó:
—¿Está usted satisfecho de mí?
—Asombrado, sencillamente. No lo hubiera creído capaz de tal denuedo. Yo había pensado: Marenval ha entrado en campaña en seguida porque tiene un alma generosa. Ante la idea de que un desgraciado sufre injustamente se ha exaltado, pero eso no durará. Á las primeras dificultades retrocederá y me dejará continuar solo mi camino. Porque soy testarudo y estoy decidido á salirme solo con mi empeño. No admito que una empresa comenzada se quede sin terminar, á menos que no se demuestre que es imposible. Pero usted no sólo no ha retrocedido sino que acepta todas las dificultades con la calma de un hombre resuelto. Su valor de usted es extraordinario.
Marenval bajó la cabeza.
—No me coloque usted tan alto en su estimación. Debo confesarle que, en el fondo, he dudado más de una vez. No he nacido temerario y solamente á fuerza de voluntad me pondré á la altura de las circunstancias. Si hay riesgos que correr, no se asombre usted de verme temblar un poco; mi naturaleza tiene que manifestarse. Pero espero que llegaré á dominarla por el razonamiento. Usted lo ha dicho muy bien hace un instante: un desgraciado sufre injustamente y si no hago cuanto pueda por salvarlo, no tendré ni una hora de tranquilidad en la vida. Me alegro de haber confiado á usted mis debilidades, porque así me ayudará usted, si es preciso, á vencerlas y, Dios mediante, no nos quedaremos en el camino.
Tragomer no respondió; estaba sinceramente conmovido y pensaba: "He aquí uno de los hombres más animosos que he conocido. Tiene conciencia de ser tímido y aun así sigue adelante". No quiso decir á Marenval lo que pensaba, temiendo asustarle si le hacía comprender hasta qué punto le juzgaba digno de estima.
—Pues bien, querido amigo, dijo ofreciéndole la mano; esta noche en el pequeño círculo, si no tiene usted nada que hacer. Hacemos nuestro plan para mañana.
—Convenido. Pero le veo á usted vestido para salir; ¿quiere usted que le lleve á alguna parte?
—Bueno; á la Magdalena.
Salieron, muy contentos el uno del otro. Marenval porque se veía crecer á sus propios ojos. Tragomer, porque tenía esperanza de rehabilitarse ante la señorita de Freneuse.
Sorege estaba en el círculo cuando Tragomer, á eso de las siete, entró en el salón. El conde, apoyado en la chimenea, hablaba con un grupo de socios y mostraba en la conversación aquella fisonomía firme y fría que ocultaba tan bien sus impresiones. Mientras hablaba sus ojos permanecían medio cerrados sin que nada pudiese denunciar su pensamiento íntimo; cara de diplomático precavido y astuto, que también podía ser de traidor. Tragomer no se aproximó al grupo y Sorege no hizo ni un movimiento para ir hacia su antiguo amigo.
Tragomer cogió de la mesa un periódico ilustrado pero no tuvo tiempo de volver dos páginas. Maugirón le tocó en el hombro.
—¿Vas á comer?
—Sí, contigo, si quieres.
—Con mil amores. Tengo una mesa con Frecourt.
—Me alegro. Tengo, precisamente, que pedirle unas noticias.
Frecourt, al que llamaban "Semifusa" era uno de los aficionados á la música más eruditos de París. Conocía todas las partituras, todas las escuelas y todos los cantantes desde hacía treinta años. Hablaba enternecido del comienzo de la Patti y contaba los primeros pasos de Yvette Guilbert en el Diván Japonés . Su eclecticismo era absoluto y hablaba con el mismo entusiasmo de Paulus, el notable cancionero, que de Reszké, el gran tenor dramático. Á este propósito decía: "Hay, evidentemente, una jerarquía de géneros, pero cada uno de ellos es notable en grado igual."
Cantaba también con voz de falsete, capaz de rasgar los oídos mejor dispuestos, y era la broma obligada entre sus amigos hacerle cantar después de comer. Era buen muchacho y vivía con una bailarina de la Ópera, con la que tenía dos hijos.
El jefe de comedor se presentó á anunciar que la comida estaba dispuesta y todos se dirigieron á la mesa.
Había siempre en el círculo una concurrencia media de cuarenta ó cincuenta personas que iban á comer; muchos militares retirados, solteros que por casualidad no estaban invitados y transeuntes como Tragomer. Disponían de una gran mesa de veinticinco cubiertos y de otras más pequeñas en los rincones y en el salón inmediato.
—Apreciable Frecourt, vas á hacernos el favor de hablarnos de todo menos de tu sempiterna música.
Maugirón lanzó ese ultimátum á su amigo en cuanto se sentaron á comer.
—Sí, querido, ya sé que no eres melómano. ¿Quieres que hable de cocina, de estrategia, de pintura, de política?
—No hables, lo prefiero.
—Aunque rabies, espera un poco… Canción de Silvain, los Dragones de
Villars, acto segundo, escena…, dijo Frecourt riendo.
—¡Vaya! Ya se desató.
—Déjale, dijo Tragomer. Yo encuentro su música muy digestiva. En Texas, los jefes indios hacen que les canten canciones durante las comidas.
—¿Oyes, Frecourt? Los salvajes.
—¡Oh! Desde que existe la civilización, la música es el accesorio obligado de los festines.
—¿Á que vas á pedir tziganes ?
—Mira el cuadro de las bodas de Caná. Allí ves músicos que rascan las cuerdas en trajes suntuosos mientras los convidados vacían las ánforas en las que el agua se ha convertido en vino. Aquellos son los tziganes de ese tiempo.
—¿Se iban ya entonces con ellos las princesas?
—Es muy probable. Alain Chartier fué besado en los labios por una reina y no era más que poeta…
—¡Digo! Si hubiera sido músico…
—Sí, dijo Tragomer; pero las bacantes mataron á Orfeo.
—Estaban borrachas… Y, además, ¿quién sabe? Acaso Orfeo no quiso tocar lo que ellas le pedían.
Maugirón se puso á tararear, con aire malicioso.
—¡Ah! Maugirón, aquí te cojo, exclamó Frecourt; ahora eres tú el que canta. Una multa; que traigan champagne…
—¡Qué herejías dicen estos músicos! ¡Champagne! Yo que tú pido limonada. Vais á probar un Château Lafite como no se bebe en ninguna parte. Yo se lo he proporcionado al círculo, porque habéis de saber que el encargado de los vinos no sabe de eso ni jota.
La comida continuaba y en todas las mesas subía poco á poco el tono de las conversaciones. Era la hora benéfica en que los estómagos contentos reparten por todo el ser una especie de beatitud. Maugirón estaba benévolo y no se burlaba de Frecourt. El mismo Sorege, sentado en la mesa grande, bastante lejos de los dos amigos, sonreía, menos enigmático que de costumbre. Se estaba sirviendo el plato de pastelería y Tragomer, que estaba silencioso, se volvió hacia Frecourt y le dijo en tono indiferente:
—Usted, que conoce á todos los cantantes del universo, ¿quién es Jenny
Hawkins?
—¿Jenny Hawkins, la que hace expediciones al extranjero con Novelli?
Pues es, sencillamente, Juana Baud.
Al oir esto, Tragomer no pudo contener un movimiento.
—¡Juana Baud! Es un nombre francés.
—Lo mas francés del mundo. Juana Baud ha cantado operetas en Variedades. No estaba entonces en candelero, la pobre muchacha. Hizo el papel de una de las acompañantes de la princesa de Mantua, en Périchole . Era bonita y bien formada y su voz prometía; pero era preciso estudiar y la tal Juana se divertía demasiado para ocuparse en el solfeo. Sin embargo, yo predije su porvenir.
—Pero, interrumpió Tragomer, ¿llevaba entonces su nombre?
—Se hacia llamar Juana Baudier. ¡Oh! Usted, Tragomer, no ha podido conocerla; entonces no se ocupaba usted de teatro. Además esa muchacha era en aquella época completamente ignorada.
—¿Qué edad puede tener?
—Unos treinta años.
—¿Qué señas tenía?
—Era morena, de facciones regulares, magníficos ojos negros y boca algo grande con unos dientes como perlas. Una mañana desapareció y no se ha vuelto á oir hablar de ella sino con el nombre de Jenny Hawkins, que suena infinitamente mejor que Juana Baud ó Baudier. Los ingleses la creen compatriota y eso les halaga.
—¿Cuánto tiempo hace que se marchó?
—Debe hacer unos tres años. Pero si esto interesa á usted, hay una persona que le enterará exactamente:
—¿Quién?
—El agente de teatros Juan Campistrón; es el que recluta las compañías y conoce todo el personal, hasta el que no trata con él.
—¿Dónde vive ese agente?
—¿Campistrón? Calle de Lauery, 17. Pero todo el mundo lo conoce.
—¡Estás loco! exclamó Maugirón; tú lo conoces porque vives entre toda esa gentuza, pero ¿cómo quieres que Tragomer sepa de tu agente de gorgoritos?
—Puede conocerlo por haberle visto en el círculo. Vino con frecuencia cuando se trató aquí de organizar un espectáculo como si hubiéramos querido hacer competencia á los Menus-Plaisirs . El tal Campistrón hace de todo, desde el primer papel de una tragedia heroica hasta el tirador de carabina que rompe huevos sobre la cabeza de su hijo, como Guillermo Tell; ó el exhibidor de perros sabios, ó el que rompe cadenas… Es un tipo asombroso. En provincias ha cantado de tenor de fuerza.
—¡Nos estás aburriendo con tu cómico de la legua! interrumpió furiosamente Maugirón… No sé cómo te sufre Tragomer.
—Nada de eso; me interesa, por el contrario, dijo amablemente Tragomer.
Tú no entiendes de nada, Maugirón, en cuanto te sacan de catar vinos.
Oye lo que decimos mientras te bebes tu Lafite… ¿De modo, Frecourt,
que usted ha conocido á esa Juana Baud?
—Sí, amigo mío, la conocí en el Conservatorio en la clase de Achard. Tenía una preciosa voz de mezzo-soprano , pero vivía en una continua juerga , y eso es malísimo para los órganos vocales. Llegaba siempre al faubourg Poissonnière en una preciosa berlina tirada por un caballo de ciento cincuenta luises… Y era de ver la cara que ponía Ambrosio Thomas… ¡Decadencia y corrupción! decía levantando los brazos al cielo. Nuestra buena pieza no obtuvo el premio y tuvo que contentarse con un accésit; y por cierto que armó un tumulto en la sala á causa de su traje y de las perlas que llevaba en las orejas. En aquella época la mantenía Salveneuse, que pegó de palos en el boulevard á Armando Valentín por haber escrito una crónica feroz contra su amiga. Juana Baud abandonó el arte durante cinco ó seis años y corrió en grande con los jóvenes más á la moda… Después, un día apareció en Variedades, donde enseñó, en una Revista, el más bonito par de piernas y el seno más sólido que se habían visto hacía mucho tiempo.
—Pero dí, Tragomer, ¿es verdad que te divierte este cronicón de bastidores?
—Claro que sí. Fumo, descanso, y estoy bien.
—Yo le encuentro antediluviano con su Juana Baud y su Salveneuse, al que me parece estar viendo con su perro, sus patillas teñidas y su pantalón ancho. Creo que estoy oyendo historias de mi abuelo… Apuesto á que nos va á hablar ahora de Valentino y de Markowski.
Tragomer se echó á reír.
—¡Vamos! joven viejo, un poco de indulgencia para los viejos jóvenes… Siga usted, Frecourt, estoy suspenso de sus labios.
—¡Ah! querido amigo; si le divierten á usted las historias de aquel tiempo, las sé más asombrosas.
—No, dijo vivamente el barón; sigamos con Juana Baud; el asunto está empezado; acabémosle.
—¿Pero qué te importa la tal Juana Baud? dijo en tono do enfado
Maugirón. ¡Es inaudito lo simple que estás esta noche!
—No comprendes, Maugirón, contestó gravemente Tragomer. Algún día te daré explicaciones y te quedarás asombrado.
—En ese caso, viejo Frecourt, sigue con tu historia, puesto que parece que es palpitante.
Y Maugirón se puso á fumar con aire de mal humor. Sirvieron el café mientras que varios socios salían ya del comedor y la intimidad del lugar se hacía mus grande. Frecourt aventuró un codo sobre la mesa y prosiguió:
—Si Juana hubiera sabido vivir, hubiera llegado á hacer fortuna. Tuvo un hotel en la calle de la Faisanderie y un tren suntuoso. De entonces datan sus relaciones con Woreseff y también su pasión por Sabina Leduc.
—¡Anda con Dios! No le faltaba nada á tu Juana Baud. ¡Me repugna esa clase de mujeres!
—No es á tí solo. Probablemente Woreseff era también de tu opinión, porque abandonó repentinamente á Juana, la cual vivió durante un año de los restos de su lujo. Después, acosada de cerca por sus acreedores, se eclipsó para reaparecer en el extranjero con el nombre de Jenny Hawkins… El hotel fué vendido y no se oyó hablar de ella, si no es alguna vez en los periódicos. Jamás ha vuelto á París, como si guardase rencor á la gran ciudad de su desilusión.
Al acabar el relato de Frecourt, todos se levantaron y se dirigieron hacia los salones. Sorege, extendido en un sillón, parecía digerir la comida con una satisfacción completa.
Tragomer dejó á sus compañeros, se aproximó al joven y tocándole en el hombro por encima del alto respaldo del sillón, le dijo:
—Buenas noches, Juan, ¿estás bueno?
Sorege abrió los ojos y lanzó á Tragomer una rápida mirada; en seguida sus pupilas velaron de nuevo los misterios de su pensamiento. Una vaga sonrisa se dibujó en sus delgados labios y con voz tranquila respondió:
—¡Calla! Tragomer, ¿estabas ahí? ¿Por qué no has comido en la mesa grande con nosotros?
—Maugirón me guardaba un puesto en su mesa. Por cierto que he sabido una noticia importante para ti. Me han dicho que te casas.
Un ligero estremecimiento agitó la boca de Sorege, que continuó sonriendo.
—¡Ah! ¿Habéis hablado de ese proyecto?
—¡Proyecto! Pero ¿no es seguro?
—¿Lo es algo en el mundo?
—¿Y es una americana tu elegida?
—Sí, una persona encantadora, miss Harvey… ¿La conoces?
—No tengo ese honor, pero cuento con que querrás presentarme á ella.
—Con mucho gusto, aunque eres un compañero peligroso con tu musculatura y tu aspecto de vigor… Estos primitivos de América tienen un culto por la fuerza…
Tragomer observaba á Sorege con todas sus facultades; escuchaba las entonaciones de su voz y espiaba los movimientos de su cara. Nada acusaba agitación en el conde, excepto un pequeño temblor de la boca, que podía ser nervioso. Entonces Tragomer, cubriendo con una mirada á su interlocutor, dijo recalcando las palabras hasta darles un tono amenazador:
—Dime; ¿has conocido á miss Harvey durante tu viaje á América? Sorege no levantó los ojos, siguió cerrado é impasible, pero se levantó lentamente, cogió un cigarrillo y le encendió en la chimenea, como si quisiera tomarse tiempo para reflexionar. En seguida respondió:
—No, la conocí antes. Su padre fué quien me llevó á América.
Tragomer se quedó desilusionado. Esperaba que Sorege, bruscamente atacado, tendría miedo, perdería la cabeza y negaría el viaje, ó aparecería, al menos, turbado por aquella pregunta inesperada. Pero su adversario no perdía la cabeza tan fácilmente y jamás se asustaba. Cristián tuvo muy pronto la prueba. Sorege abrió los ojos por completo, mostró su mirada azul de una claridad poco tranquilizadora y se echó francamente á reír.
—¿Y tú, te has divertido en tu viaje? No parecía que te divertías mucho en San Francisco, en el magnífico palco en que oías Otello…
Entonces fué Tragomer el que perdió pie. No sólo no se ocultaba Sorege sino que salía al encuentro de las explicaciones.
—¿Me viste, acaso?
—¡Diablo! No había medio de no verte. Viniste á bloquearme en el cuarto de una cantante cuando yo tenía más necesidad de conservar el incógnito.
—¿Por qué?
Sorege se sentó á horcajadas en una banqueta, de modo que el calor y la claridad de la chimenea le diesen en la espalda y dijo con admirable tranquilidad á Tragomer, que, estupefacto, se había sentado al lado suyo:
—Figúrate tú que estando en San Francisco con M. Harvey y sus hijos, la casualidad me hizo encontrar á una antigua amiga á la que no había visto en tres ó cuatro años y que estaba corriendo el mundo en busca de fortuna…
—¿Jenny Hawkins?
—La misma. No he de andar en hipocresías contigo. Hacía dos meses que mi futuro suegro me llevaba dando tumbos por sus ranchos, lo que me resultaba monótono. Aquella muchacha me hizo una acogida calurosa y la ocasión, la primavera… Salí de toda aquella cuaresma americana con una buena cena á la europea…
—¿Estabas entonces en el cuarto cuando yo entré?
—Estaba allí cuando te presentaste con tus dos yanquis. Puedes figurarte que no me dí prisa á mostrarme. Tú me hubieras abrazado; mi presentación á tus indígenas era inevitable; éstos hubieran hablado de nuestro encuentro y Harvey y sus hijos hubieran sabido que yo me iba á picos pardos, lo que, contando con el pudor anglosajón era para mí un serio contratiempo… Preferí, pues, suprimir el abrazo… ¿Me guardas rencor?
Tragomer se había repuesto y estaba reflexionando. La explicación de Sorege era ciertamente aceptable y hasta verosímil, pero aquel relato, para un espíritu tan prevenido como el de Cristián, adolecía de exceso de habilidad, estaba demasiado bien compuesto y establecido y revelaba la preocupación de engañar. Tragomer quiso llevar hasta el último extremo á aquel admirable actor y obligarle á mostrar todos tus recursos.
—No te guardo rencor, puesto que tuviste interés en obrar de ese modo.
¿Pero me conocía también Jenny Hawkins?
—¿Por qué?
—En el momento en que se cerró la puerta, tú dijiste en voz baja:
"¡Cuidado! ¡Tragomer!…"
Sorege frunció imperceptiblemente las cejas. Acaso se sentía algo rudamente apurado y empezaba á ponerse de mal humor. Con cierta sequedad respondió.
—¿Oíste? ¡Ladino! Tienes buen oído. Pues bien, sí, Jenny te conocía. Y de un modo muy sencillo. Yo te había visto desde mi localidad en cuanto entraste en el teatro, pero ella, como artista interesada en conocer el público y en descubrir á sus amigos, te había observado y visto que eras extranjero. En cuanto llegué á su cuarto me habló de tu yanqui y de su compañero. "Juraría que es francés" dijo.—Y parisiense, respondí—¿Sabes quién es?—Cáspita, es mi mejor amigo—Tráemele—Tú bromeas. Si Tragomer te gusta, espera que yo me vaya." Jenny me llamó tonto. Yo no podía contarle que si no quería ser visto con ella era porque me iba á casar y salí del paso fingiendo una escena de celos. Por eso, cuando entraste me apresuré á cerrar la puerta diciendo como advertencia tu nombre y como amenaza ¡cuidado!
Tragomer no discutió aquel relato un poco largo. Tenía prisa por esclarecer los hechos en su conjunto.
—Entonces eras tú el que venía con ella en coche después de la representación?
—Naturalmente. Bien nos contrariaste con tu aparición repentina en el momento en que me disponía á bajar del coche. Íbamos á cenar juntos.
—¿Y os separásteis allí, sin volver á veros?
—¡Por supuesto! dijo Sorege con alegre abandono. En cuanto te decidiste á entrar en el hotel, volvió á salir Jenny y fué á reunirse conmigo en el carruaje. En vez de cenar en el hotel de los Extranjeros, fuimos á Golden House . Justamente al salir de allí, á las dos de la mañana, Jenny cogió frió y una ronquera que le obligó á suspender la representación y á marchar á Chicago.
—¿Marchaste con ella?
—Puedes figurártelo. Allí nos indemnizamos cumplidamente de los embarazos que nos habías causado. Y ahora, á mi vez, ¿quieres explicarme qué furor te entró de espiar á aquella pobre Jenny como lo hiciste?
—¡Bah! ¡Esa es buena! La encontraba encantadora y observé que un personaje misterioso ocupaba el sitio que yo ambicionaba. Quise saber á qué atenerme y ver el partido que podría sacar. Prontamente me convencí.
Sorege, con los ojos cerrados, fumaba sonriendo.
—La cosa es muy sencilla… Hemos sido rivales durante veinticuatro horas. Á no ser por el diablo de mi suegro y de sus cow-boys de hijos, te hubiera presentado yo mismo sencillamente y de muy buena gana, y hubieras participado de mi buena fortuna. Eso se hace entre amigos, sobre todo de viaje.
Tragomer dejó pasar unos instantes y después, como si le acometiese de nuevo la curiosidad, preguntó:
—¿Dónde conociste á Jenny Hawkins!
—¡Ah! ¿eso te preocupa? Pues bien, sal de dudas. La conocí en Londres, en la Alhambra, donde cantaba y bailaba, sin que se pudiese sospechar que llegaría á ser una estrella.
—¿No es italiana? preguntó bruscamente Tragomer.
Los ojos de Sorege se abrieron y dijo con voz seca, solo detalle que tradujo un poco su emoción:
—¿Por qué ha de ser italiana? ¿Porque canta en italiano? Todas las cantantes saben esa lengua; es para ellas indispensable; pero eso se aprende en veinte lecciones.
—En todo caso, no es ni inglesa ni americana. Mis yanquis de San
Francisco me lo dijeron.
—Si lo sabes, amigo mío, ¿por qué me lo preguntas?
—Para saber si tú lo ignoras.
—Podría ignorarlo perfectamente, pues el pasado de esa amable muchacha no me interesa gran cosa, pero no lo ignoro, querido Cristián. Me entero por gusto de lo que se refiere á las personas que trato, aunque sea de pasada, y estoy al cabo de la calle acerca de Jenny Hawkins.
—Que no se llama así.
—No, dijo fríamente Sorege, se llama Juana Baud, ó Baudier, y es francesa. ¿Estás contento, Tragomer?
En el tono de estas palabras hubo tal acento de sarcasmo, que Cristián apretó los puños de rabia. Su interlocutor parecía decirle: "¡Busca, desgraciado, que no encontrarás nada! No me cogerás en ningún renuncio. Hace una hora que te traigo y te llevo contándote mentiras para hacerte descubrir á Juana Baud, que es un personaje real, en cuya autenticidad te vas á estrellar."
En este mismo momento Tragomer adquirió la certidumbre de que Jenny Hawkins no era Juana Baud y de que en esto estaba el nudo de la intriga. Era preciso descubrir debajo de Juana Baud á Lea Peralli. Porque la máscara con que la cubría Sorege era doble á no dudar. El conde había levantado la de Jenny y mostrado á Juana; no había nada más que esperar. Cristián, por otra parte, tenía un interés capital en no agriar sus relaciones con Sorege. Tomó, pues, un tono jovial y respondió:
—Perfectamente. Veo que eres el mismo de siempre; muy avisado y cauto en cuanto haces. En el tiempo en que vivimos, no es ciertamente mala cualidad.
—Trato de razonar un poco. Hay tantas personas que dan vueltas como palominos atontados… Bastantes ocasiones hay de romperse la cabeza sin divertirse en escoger los malos caminos.
—Cuando te cases ¿irás á vivir en América?
—Dios me libre. América, como has podido ver, es un país imposible. Tanto valdría vivir en una manufactura de provincia, en medio de la agitación de los negocios y sin ningún recurso para distraerse. Los americanos que han hecho fortuna saben bien que su país es inhabitable como no sea para ganar dinero. Por eso se apresuran á venir á establecerse en Europa. Si se les quisiera jugar una mala pasada, no había más que obligarles á vivir en sus United States . Se morirían de fastidio.
—Por eso sus hijas manifiestan tan decidida propensión á casarse con franceses ó ingleses.
—Si tienes en ello alguna idea, en las relaciones de Harvey quedan algunas encantadoras misses , muy rubias, de talle largo y piernas cortas y la barbilla un poco maciza, que tienen dotes apetecibles. Hay que cruzar las razas, Tragomer.
—Sí, esas son las nuevas cruzadas. No estoy de esa opinión por el momento. Pero daré con mucho gusto la enhorabuena á tu prometida por la buena elección que ha sabido hacer.
—Pues bien, te llevaré á casa de Harvey una de estas noches. Se beben allí licores extraordinarios. Tú no los extrañarás mucho.
—Lo que haré será no beber nada.
Ambos reían con perfecta seguridad de buenos muchachos sin segunda intención. Al verlos y al oirlos no se hubiera sospechado la gravedad de las palabras que habían cambiado ni la importancia de los intereses que andaban en juego. Sin embargo, si alguien hubiera tocado el cuello de Sorege, hubiera observado que le tenía empapado en sudor como si acabara de dar una larga carrera. Los dos amigos se levantaron y, familiarmente cogidos del brazo, pasaron á la sala de juego y se aproximaron á la mesa del baccará .
—¿Juegas ahora? preguntó Tragomer.
—De vez en cuando, para pasar una hora.
—¿Y ganas?
—Algunas veces.
Tragomer miró á Sorege y dijo tristemente:
—No eres entonces como el pobre Jacobo. Ese no ganaba nunca.
Por muy dueño que fuese de sí mismo, Sorege se estremeció al oir aquel nombre. Su cara se cubrió de palidez y, casi en voz baja, replicó:
—En el juego que él hacía era imposible ganar.
Tragomer, entonces, sacudió la cabeza y dijo con voz firme:
—Sobre todo cuando hay que habérselas con adversarios que señalan las cartas…
Los ojos de Sorege aparecieron chispeantes y sus labios temblaron, como si fuese á dejarse llevar á alguna declaración imprudente. Pero logró dominarse, dió tres pasos para dejar á Tragomer y volviendo en seguida hacia él, le dijo:
—¡Cada cual es dueño de su destino, Tragomer! Si el desgraciado Jacobo estuviese aquí, él mismo te lo atestiguaría.
Levantó la cabeza orgullosamente, dirigió á Tragomer un ademán de despedida y se alejó.
La agencia dramática Campistrón está establecida en un piso tercero interior de la calle de Lancry, y allí, retirado de la escena después de una carrera llena de incidentes realizada en los teatros de provincia, el antiguo primer tenor se ocupa en proveer á sus ex directores del personal que necesitan para todos los géneros. La señora de Campistrón, más conocida con el nombre de Glorieta, tuvo un momento de reputación como cantante de café concierto. Ahora ayuda á su marido á dar audiciones, á montar espectáculos mixtos, á aconsejar á los aficionados. Porque Campistrón no se limita á colocar en las provincias á las desechadas de los teatros de París, sino que se encarga también de proporcionar á los dueños de casa espectáculos á la medida, comedias, revistas, óperas cómicas y, en general, todo lo que se necesita para montar una reunión en pocas horas.
Sus negocios marchan bien y ha tenido que alquilar otro cuarto del mismo piso para establecer en él un diminuto escenario, donde da las lecciones y hace los ensayos y al que llama pomposamente su conservatorio. Campistrón no es un simple agente dramático; es también un innovador, pues ha inventado un nuevo método de canto: el canto de vientre.
—No se respira con el pecho, declara con su voz del Profeta , un poco enronquecida; se respira con el vientre.
Por su procedimiento ha cambiado ya numerosos barítonos en bajos y no escasos tenores en barítonos, sin contar los que ha dejado afónicos. Pero él continúa imperturbable su degollina vocal. Vive de su agencia, pero la desprecia; en cambio su profesorado no le da más que obligaciones, pero eso le enorgullece. Los ladinos que quieren buenos ajustes conocen bien lo que tienen que hacer; dicen que cantan según el método Campistrón y en seguida son presentados como fenómenos de arte por el vanidoso agente.
Siguiendo las indicaciones de Frecourt, Tragomer y Marenval se bajaron un día, á eso de las cuatro, ante el número 17 de la calle de Lancry. La portera que estaba en su casilla bruñendo un perol, respondió á Marenval en tono malhumorado:
—La escalera de enfrente. Si es para un ajuste, tercero de la izquierda; si es para una lección, de la derecha.
Al ver que los dos hombres parecían vacilar, añadió:
—No es posible engañarse… Cuando oigan ustedes chillar es que han llegado.
Tragomer se echó á reir y dijo:
—Gracias, señora.
—No hay de qué.
La buena mujer continuó frotando su cacharro y Tragomer oyó que gruñía:
—Más comienchos con mucho gabán de pieles y sin un céntimo en el bolsillo.
—Mi querido amigo, dijo Marenval mientras subía la húmeda y mal oliente escalera, esa mujer nos ha tomado por un galán joven y un barba que buscan contrata, y hasta nos ha expresado su desdén con frases poco correctas…
—Tiene usted que acorazarse contra todas estas impresiones, Marenval.
Nos veremos en muchos casos semejantes.
—No me quejo, amigo mío; lo hago constar. Por otra parte el hecho no me molesta lo más mínimo.
Tragomer se detuvo en el segundo al oir en el piso de arriba violentos gritos.
—Oigo chillar, como dice la señora del perol; señal de que nos aproximamos.
Subieron otro tramo empinado como una escala.
—¡Uf! exclamó Marenval. Este es un tercero que vale por dos. Déjeme usted tomar aliento, Tragomer; usted trepa como una ardilla…
Se detuvieron delante de una puerta en la cual se leían estas inscripciones en letras negras: Campistrón agente dramático. Lecciones de declamación y canto . Nuevo Método; y en un papel pegado con cuatro obleas, esta advertencia manuscrita: ¡ Llamad fuerte ! La recomendación no era inútil, porque en las profundidades del departamento se estaba desencadenando una tempestad de gritos cavernosos, como si se practicara una operación quirúrgica muy dolorosa á un paciente bien despierto.
—Vamos á ver; estamos en la puerta de la izquierda, la de las lecciones, dijo Tragomer; hay, pues, que llamar á la de la derecha, la de los ajustes.
En este lado las inscripciones decían:
Agencia Campistrón
. Contratas.
Informes. Representaciones de todas clases. De 10 á 5. E.L.P.
—E.L.P., dijo Marenval; esto quiero decir: empujad la puerta.
Así lo hicieron y al abrirse la puerta apareció ante su vista una pieza triste, empapelada con un papel ajado y dividida en dos mitades por una balaustrada de madera. Detrás de la balaustrada estaban escribiendo dos empleados de lastimoso aspecto y en la primera parte de la habitación esperaban algunos hombres y algunas mujeres sentados en vetustas banquetas. Uno de los empleados levantó la cabeza, dejó la pluma, miro á los dos visitantes y reconociendo en ellos unos clientes poco comunes, se levantó de su asiento y dijo:
—¿Qué desean ustedes, señores?
—Hablar al señor Campistrón, respondió Tragomer.
—Está ocupado en este momento, pero si ustedes quieren hablar con la señora…
Marenval y Tragomer se consultaron con la vista.
—No hay inconveniente, respondió Marenval.
El empleado abrió una puerta practicada en la balaustrada y salió á la antesala. Llamó á una puerta y entró con aire misterioso. Al cabo de un instante salió y dijo:
—¿Quieren ustedes seguirme?
Las personas que esperaban en las banquetas, hacía mucho tiempo sin duda y acaso con poca esperanza, produjeron un murmullo de protesta contra aquella preferencia otorgada ante su vista.
—¡Siempre pasa lo mismo! Estaremos de plantón hasta que se cierre y nos dirán que volvamos mañana… Campistrón no era tan orgulloso cuando cantaba conmigo la Favorita en Perpiñán…
Marenval y Tragomer no oyeron más; estaban en un gabinete severamente amueblado de reps verde, donde sentada detrás de una mesa de despacho, una mujer regordeta y demasiado rubia acababa de firmar una contrata con una guapa muchacha muy pintada y que olía fuertemente á almizcle. La señora de Campistrón dijo á los visitantes indicándoles un sofá:
—Siéntense, señores; soy con ustedes. Después dijo á la joven:
—Aquí tiene usted. Partirá usted mañana y empezará á trabajar la semana que viene. Tendrá usted cien francos el primer mes y ciento cincuenta el segundo…
—Está convenido, mi querida señora de Campistrón… ¿Es Rouen una población de recursos?
—Ciudad de guarnición, hija mía, célebre por su riqueza y su buen gusto artístico… Los hombres son allí un poco zorros, pero serios; se puede contar con ellos… En cuanto al público, es como la sidra del país, tan pronto dulce como agria… Eso depende de los años. ¡Buen viaje, amiguita, y que sea usted exacta en los pagos.
La muchacha dirigió á Tragomer una viva ojeada y una graciosa sonrisa á Marenval, y doblando su contrata se la metió en el pecho, no sin enseñar como al descuido la batista de la camisa, y se marchó dejando la atmósfera saturada de perfumes. La señora de Campistrón se sentó al lado de los visitantes.
—¿En qué puedo servir á ustedes, señores? dijo en tono insinuante.
—Dispénsenos usted, señora, contestó Tragomer; el paso que nos atrevemos á dar cerca de usted es bastante delicado. El señor y yo buscamos á una cantante que anda corriendo el mundo en una compañía lírica, y hemos tenido la idea de dirigirnos al señor Campistrón, que según se nos ha dicho, no tiene rival en esta clase de informes, á fin de saber dónde puede encontrarse ahora esa compañía.
—No han contado ustedes en vano con nuestra competencia en este ramo, señores, dijo con énfasis la agente consorte, y mucho me sorprendería el no poder informarles exactamente. Tenemos aquí el repertorio y el itinerario de todas las compañías que se forman en París ó en Londres, y las familias de los artistas vienen con frecuencia á preguntarnos á dónde deben dirigirles las cartas. ¿De qué compañía se trata?
—De la de Novelli.
—¡Ah! ¿Novelli? continuó la buena señora con cura desdeñosa. ¡Una vocecilla blanca!… Un buen tenor para los que gustan de ese tipo de voz… Eso no tiene éxito en Francia. Aquí hace falta timbre… Y el timbre no se adquiere emitiendo la voz por la nariz… Si Campistrón estuviese aquí, él les explicaría su método… Para saber dar timbre no hay como Campistrón… Pero ustedes dispensen… ¿Cómo se llama la persona que les interesa?
—Miss Jenny Hawkins.
Al oir este nombre la cara de la señora de Campistrón cambió repentinamente, sus mejillas se hincharon, su barbilla se hizo saliente, sus cejas pintadas su juntaron, marcando en su frente una barrera fomidable, dió una fuerte palmada y dijo con voz amarga:
—¡Ah! ¡Jenny Hawkins! ¡Hacía mucho tiempo que no oía hablar de tal persona! ¡Jenny Hawkins! Me alegro de que no esté aquí Campistrón, porque hubiera tenido una impresión dolorosa…
—¿Cómo así, señora?
—Campistrón ha tenido grandes disgustos con la artista de que se trata… Pero, dispénsenme ustedes, eso importa poco… Sin duda uno de estos señores se interesa por Jenny…
—No, por cierto, señora, respondió Tragomer, que veía contrariado que aquella mujer terminaba las confidencias apenas empezadas. Se trata, sencillamente, de un asunto de herencia.
—¿Hereda? exclamó la gruesa rubia con acento de indignación. ¿Va á heredar? No hay como esas muchachuelas para tener una suerte semejante… ¡Oh! Voy á llamar á Campistrón. ¿Permiten ustedes?
Cogió un tubo acústico, sopló fuertemente y dijo en el portavoz:
—Campistrón, ven en seguida. Hay aquí unos señores que te van á contar cosas curiosas…
Aplicó el aparato al oído, escuchó y dijo con vivacidad:
—Deja ese imbécil á tu ayudante y ven. Te digo que vale la pena. Que haga escalas mientras te espera.
Unos pasos pesados resonaron en la pieza inmediata, se oyó una voz sonora y el moreno, barbudo y bigotudo Campistrón entró con noble ademán, se inclinó sonriendo, con la mano en el pecho, como un cantante que sale á recibir los aplausos, y dijo modulando la voz como si cantara:
—Servidor de ustedes, señores. ¿De qué se trata?
—¡Ah! Prepárate á desmayarte, Campistrón, contestó la gruesa rubia.
Estos señores buscan á Jenny Hawkins para una herencia.
Campistrón adoptó la actitud de Hipócrates rehusando los presentes de Artajerjes. Cerró los ojos, volvió la cabeza y extendió los brazos, como si la herencia fuese para él, y respondió en el registro grave:
—¡Esperaba no oir hablar más de aquella ingrata!
—¿Ven ustedes, señores? ¿Qué es lo que yo les decía? Campistrón, domínate; se trata de responder á estos señores. Quieren saber dónde está la compañía de Novelli.
—¡Novelli! ¡Novelli! dijo desdeñosamente el antiguo tenor. Sí, por cantar con ese polichinela napolitano me dejó Jenny. ¡Una muchacha que yo hubiera colocado en la Ópera si hubiera querido escucharme! Pero no; se empeñó en cantar de pecho… ¡Ella, cantar de pecho! ¡Horror! Pues bien, no, señores, á despecho de todo, mi enseñanza hizo su efecto. Á pesar de Novelli y de la escuela italiana, esa mujer canta de vientre…
¿Fué con el pecho ó con el vientre con lo que habló Campistrón? Marenval y Tragomer no pudieron saberlo; ello fué que se estremecieron y que los vidrios temblaron al formidable rugido que salió de la boca del tenor. Pero Campistrón se calmó pronto. Sus momentos de cólera eran teatrales y no duraban sino el tiempo de producir efecto. Se pasó la mano por la frente, sonrió y dijo:
—Por lo demás, señores, no se llama Jenny Hawkins, sino Juana Baud. He conocido mucho á su madre…
La señora de Campistrón se enfadó y repuso con una acritud que impresionó á su altisonante esposo:
—¡Mira! Habla de la hija, pero no de la madre. ¡Bastantes disgustos he tenido con la tal mujer, que tanto te persiguió! Pues la hija no te miraba con malos ojos… Señores, este hombre ha sido magnífico; lo es todavía. Y todas las mujeres, sí, todas, estaban con él como locas… habla, pues, á estos señores y no cuentes tus historias…
Campistrón abrió un libro y dijo, golpeando en las hojas con la palma de la mano:
—He aquí, señores, la marcha de las grandes compañías del universo.
¿Quieren ustedes saber dónde está Lassalle?
Volvió varios folios y dijo:
—El 17 de este mes, en Bucharest… El 21, en Budapesth… El 23, en
Viena, el…
—Pero ¿y Novelli? interrumpió la señora de Campistrón.
—Novelli y su compañía se encuentran en este momento en Veracruz… Desde allí van á Méjico y á Tampico, después pasan á la Guyana… bajan á las Indias Neerlandesas, tocan en Colombo y vuelven á Europa en la primavera para hacer la temporada de Londres…
—¡Ah! dijo Tragomer, ¿Jenny Hawkins irá á Londres?
—En el mes de mayo cantará en Covent-Garden …
—Y diga usted, señor Campistrón, ¿en qué época exacta se marchó de
Francia?
—Partió hace dos años con Novelli.
—Dos años… ¿Está usted seguro?
—Segurísimo; en el mes de agosto trabajaba todavía conmigo… Mi señora puede decirlo y nuestro acompañante puede atestiguarlo… Toda la casa lo afirmará… ¿Pero con qué objeto?
—Nadie sabe lo que puede ocurrir, dijo gravemente Marenval. Conviene que tengamos certeza sobre ese punto…
—Pues bien, señores, hay más. Ella, que pagaba con mucha exactitud las lecciones, se marchó sin satisfacer las del último mes. No le acuso por ello, dijo Campistrón con nobleza; los artistas no somos mercaderes… Trabajamos de buena gana por la gloria… Hago constar solamente el hecho. He escrito á la interesada para reprocharle el haberse marchado sin advertírmelo, sin decirme adiós… Ni siquiera me ha respondido… Y no era que quisiera tener un autógrafo suyo… Poseo aquí más de veinte cartas.
—¿Podría usted enseñarnos una?
—Declaren ustedes antes, señores, que no quieren abusar de esa carta para hacer daño á una mujer, dijo Campistrón con acento de dignidad, poniéndose una mano sobre el corazón. Juana Baud ha sido muy amada… ¡Era tan hermosa! ¿Pueden ustedes darme su palabra de que no hay celos de por medio?
—Se la doy á usted, dijo Tragomer, por el señor y por mí.
—Entonces, señores, voy á complacerles… Mujer, busca en la taquilla la letra B… Aquí todo es administrativo; de otro modo no nos entenderíamos.
La señora de Campistrón abrió un mueble y se puso á buscar los papeles.
Tragomer, deseoso de completar sus noticias, continuó:
—Ha dicho usted, señor Campistrón, que Juana Baud era muy hermosa…
¿Tiene usted, por casualidad, algún retrato suyo?
—Su fotografía, con una dedicatoria llena de efusión… Mujer, tráela.
—Aquí está, dijo la señora de Campistrón.
Y entregó á su marido una tarjeta álbum que el cantante contempló con satisfacción y con rabia al mismo tiempo.
—Sí, hela aquí… ¡Es la ingrata! Se puede decir, señores, que el cielo le ha dotado de sus más preciosos dones, la estatura, el andar, la expresión… ¡Oh! la expresión… Pero juzguen ustedes mismos.
Entregó el retrato á Tragomer, que le cogió con verdadera ansiedad. Vaciló antes de mirarle; una ojeada iba á decidirlo todo. Si la fotografía representaba á Jenny Hawkins, tal como la había visto en San Francisco, la partida se perdía y habría que creer en una semejanza sorprendente entre la cantante y Lea Peralli. Pero si no era Jenny… Miró de repente el retrato y lanzó un grito:
—¡No es Jenny Hawkins!
—¡Vamos, caballero, dijo Campistrón con una sonrisa de condescendencia, usted bromea! Es Juana Baud, y como Juana Baud es Jenny Hawkins, no puede haber error.
Tragomer no respondió, abstraído en mirar el retrato, que representaba una hermosa joven morena, de alta estatura, admirablemente formada, desnudos los brazos, escotada y sonriendo con expresión soñadora. Ni un rasgo de la mujer del teatro de San Francisco. Había pues, á no dudar, error de persona. Si Jenny Hawkins era Juana Baud, existía una sustitución de estado civil y Lea Peralli vivía con un nombre que no era el suyo. Pero, entonces, ¿quién era la muerta?
Aquí Tragomer se estrellaba contra realidades abrumadoras. La mujer asesinada en la calle Marbeuf era Lea Peralli. Todo el mundo la reconoció y el mismo Jacobo no puso en duda su identidad. Á falta de la cara, enteramente desfigurada por los tiros, su alta estatura, su magnífica cabellera rubia, los vestidos que tenía puestos, las sortijas encontradas en sus dedos, todo, en fin, atestiguaba que la mujer muerta era, en efecto, la querida de Jacobo. Y sin embargo, no era ella, puesto que ahora Tragomer, después de haber sospechado que vivía, estaba cierto de que llevaba un nombre distinto del suyo.
Miró de nuevo la fotografía. Juana Baud era tan morena como rubia Lea Peralli, pero la estatura era la misma y tenía los mismos dientes deslumbradores en una boca encantadora. Tragomer recordaba que lo único que se podía reconocer en la cara destruída de la muerta era una boca que dibujaba con sus blancos dientes una sonrisa siniestra. Juana Baud tenía la misma boca que Lea Peralli.
—¿Quiere usted, dijo Tragomer, confiarme esta fotografía? Me haría usted un buen servicio. Me comprometo á devolvérsela á usted antes de dos días. Y para que usted sepa con quién está hablando, aquí tiene mi tarjeta…
Campistrón echó una ojeada á la tarjeta que le ofrecía Tragomer y se inclinó con mucha deferencia.
—Estoy á las órdenes del señor vizconde… ¿Será, sin duda, para enseñar el retrato al notario de la testamentaría?
—Precisamente, señor Campistrón. Unos amigos míos están interesados en esta liquidación, que amenaza ser espinosa; hay que establecer la identidad de los herederos, y de aquí la utilidad del retrato y de la escritura de Juana.
—Ya comprendo.
—La señorita Hawkins ¿era de carácter agradable?
—¡Ella! exclamó la señora de Campistrón al mismo tiempo que su marido; no me hable usted. ¡La violencia misma! ¡Una pólvora! ¡Y qué ligera de manos!
—¡Mujer!… interrumpió el tenor.
—¡Déjame! Todo el mundo la conoce… ¡Pues y el lenguaje! Ni las verduleras del mercado cuando disputan… Es verdad que no ha sido educada por ninguna duquesa. La madre de Juana… Sí, Campistrón, aunque me eches esas miradas terribles; la madre era cualquier cosa, y la hija tenía á quien parecerse. Un día dió aquí de bofetadas á Bonnand el tenor, porque no quería apresurar el movimiento en el dúo de Carmen … Ningún hombre ha podido nunca tenerla á su lado, tan mala y tan viciosa era, y… en fin, caballero, á nadie le gusta tener por amiga una individua que persigue á los hombres y á las mujeres á la vez.
—¡Bueno! exclamó Campistrón; ya estás contenta. Ya has vaciado toda tu hiel sobre esa pobre muchacha… Sí, señores, no era precisamente un modelo de virtud, pero tenía una voz soberbia, antes de caer en poder de Novelli…
—Dispense usted, interrumpió Tragomer: ¿la conocía Novelli antes de encontrarla en Inglaterra?
—Nunca la había visto.
—¿Ha cantado en Inglaterra con el nombre de Baud antes de marchar á
América con el de Hawkins?
—Sí, señor. Tuvo una contrata para la Alhambra, donde había hecho ya una temporada. Aquello no era realmente digno de ello… Pero no se presentó á la dirección. Hasta hubo un proceso y Jenny Hawkins fué condenada á pagar.
—¿Jenny Hawkins ha cantado en Inglaterra desde hace dos años?
—No, señor, cantará por primera vez después de ese tiempo en la primavera próxima.
—¿De manera que nadie se acordará de Juana Baud transformada en Jenny
Hawkins?
—Como usted lo dice. ¡Se olvida tan pronto! Y además esa muchacha figuró tan poco antes de dedicarse á la ópera…
—¿Hay artistas que hayan alternado en otro tiempo con Juana Baud, en el Conservatorio, por ejemplo, ó en su casa de usted, que pudieran reconocerla?
—En Francia, en París sobre todo, sí, hay algunos; pero en Londres sería una casualidad.
—Gracias, señor Campistrón, ya sé todo lo que quería saber, dijo
Tragomer. Agradecemos á ustedes su amable acogida.
—Con mucho gusto, señor vizconde, con mucho gusto. Las personas como usted están seguras de ser recibidas aquí con toda deferencia. Si podemos serles útiles en nuestra modesta especialidad, ponemos en ello todo nuestro esmero… Espectáculos de salón, revistas, pantomimas, canciones… todo lo que divierte é interesa al espíritu… Pero permítanme que les entregue unos prospectos de la casa…
Marenval y Tragomer salieron con las manos llenas de papeles y llevándose la fotografía. Campistrón les acompañó hasta el descansillo de la escalera con mil muestras de obsequiosa política, mientras que el discípulo cuya lección había sido interrumpida por la visita se desgañitaba haciendo escalas. Bajaron la mal oliente y húmeda escalera y vieron de nuevo á la portera, que ahora estaba mondando cebollas y que los siguió con una mirada desdeñosa hasta la puerta de la calle.
—¡Y bien! Tragomer, dijo Marenval, ¿quiere usted tener la bondad de explicarme qué significa la conversación que ha tenido usted con esa gorda tan pintada y con su ridículo esposo? Porque, por mi honor, no comprendo ni una palabra.
—Alégrese usted, Marenval, dijo Cristián; nuestra averiguación ha dado un paso inmenso. Á esta hora tengo la prueba de que Jenny Hawkins no es la mujer que se cree. Ahora es preciso que hablemos con un magistrado, pues entramos en la fase más complicada del asunto.
—Entonces, ¿qué va á pasar aquí?
—Algo muy interesante, Marenval. Vamos á luchar paso á paso contra el error en beneficio de la verdad… Ayer, estábamos expuestos á rompernos el cráneo; hoy marchamos hacia un fin visible. Toda la cuestión consiste en convencerse de que Juana Baud no es Jenny Hawkins, y tengo la prueba en el bolsillo. Esta fotografía con la firma de la discípula de Campistrón, prueba hasta la evidencia la sustitución de personas. Y ahora será preciso que la Hawkins nos esplique por qué no tiene las facciones de Juana Baud, sino las de una persona que se supone haber sido muerta hace dos años, precisamente en el momento en que Juana Baud se alejaba de Inglaterra, cambiaba de nombre, se ocultaba de todos los que pudieran conocerla y se creaba una personalidad enteramente nueva. ¿Comprende usted ahora, Marenval?
—Empiezo á comprender. Pero, querido amigo, ¿vamos á echarnos á perseguir á Jenny Hawkins? La empresa podría llevarnos lejos si la moza está recorriendo el mundo.
—Tranquilícese usted. No se trata, por ahora, de viajar. Eso vendrá, acaso, más tarde. Jenny Hawkins tiene que venir á Londres y no puede escapársenos. No se falta á los contratos con un teatro inglés sin pagar una indemnización formidable… Así pues, vendrá, y allí podremos hacer lo necesario. La temporada de Londres no creo que asustará á usted.
—Al contrario. Si no hay más que pasar el estrecho será para mí un placer.
Llegaron en este momento al boulevard Magenta, donde habían tomado la precaución de dejar el coche, y Tragomer dijo á Marenval:
—Ahora, tenemos que habérnosla con la magistratura. Usted me ha hablado de ver á Pedro Vesín y estoy pronto á dar ese paso… Hace veinte años que le conozco y de levita ó de toga, no me da miedo.
—¿Cuándo quiere usted verle?
—Cuanto antes, mejor.
Marenval miró el reloj.
—Las cinco. Ya no estará en el palacio de Justicia. Vamos á su casa, ¿quiere usted?
—Excelente idea.
—Calle de Matignon , dijo Marenval al cochero.
Cuando Tragomer dijo á su compañero que no temía á Pedro Vesín ni de levita ni de toga, sabía de quién hablaba. El tipo del magistrado moderno estaba bien representado por aquel abogado de cuarenta años, guapo, galante, espiritual, muy elocuente y muy aferrado al código pero que olvidaba completamente sus graves funciones cuando estaba en sociedad y sólo se ocupaba en gozar de la vida entre hombres de talento y mujeres amables. Soltero, rico, apasionado por lo bello, buen poeta á sus horas, unido en amistad con todos los pintores notables y literatos célebres de París, Pedro Vesín había hecho de su casa un brillante centro, en el que se daban cita, los domingos, todos los aficionados de buen gusto y los artistas distinguidos.
Las comidas de la calle de Matignon eran célebres. No concurrían á ellas más que hombres y en vano algunas señoras de la alta sociedad, atraídas por los relatos que oían, quisieron ser invitadas. Se mantuvo la consigna y los secuaces de Epicuro que frecuentaban la casa del magistrado no vieron turbada su tranquilidad por la intervención de las mujeres.
Pedro Vesín que había vuelto del palacio de Justicia hacía una hora, estaba sentado al lado del fuego y leyendo pacíficamente, cuando su criado le anunció la visita de Tragomer y Marenval. El magistrado dejó el libro, pasó al salón y dijo saliendo al encuentro de los visitantes con la mano extendida:
—Mi querido vizconde, y usted, primo, sean bien venidos. ¿Qué buen viento les traer?
—Venimos á hablar al magistrado, dijo Marenval gravemente.
—No esperéis, sin embargo, que vaya á ponerme la toga, dijo el juez riendo. Vénganse á mi gabinete y allí estaremos más cómodos.
Les condujo á la pieza de que acababa de salir y les dijo indicándoles dos butacas:
—Siéntense ustedes. Vamos á ver; ¿han cometido ustedes algún crimen?
—¡No! Tranquilice usted su conciencia, contestó Tragomer, no venimos á implorar por nosotros mismos. Se trata de un desgraciado por cuya suerte nos interesamos.
El magistrado se puso serio. Su cara, á la que daban expresión una barba ya plateada por algunas canas y unos ojos reflexivos, tomó un aire de atención.
—Escucho á ustedes, dijo.
—Ante todo, mi querido amigo; ¿se acuerda usted en sus líneas principales, á bulto, del proceso de Jacobo de Freneuse?
—No sólo me acuerdo de las grandes líneas, sino de todos los detalles, dijo Vesín. Verán ustedes por qué. Mi colega Fremart, que estaba de servicio en la Audiencia y debía ocupar el sitio del ministerio público en ese asunto, se puso enfermo, y el jefe me encargó de estudiar los negocios de la quincena de modo que pudiera suplir á Fremart si no podía asistir á las vistas. De este modo tuve entre manos la causa Freneuse. La estudié con mucho interés, porque, como todo el mundo, había encontrado á ese joven en sociedad y su familia me inspiraba vivas simpatías. No lo conocía con bastante intimidad para recusarme, pero sí para formar un serio empeño en poner en claro aquella conmovedora aventura. No tuve ocasión de tomar la palabra y me alegré, pues hubiera sido penoso para mí acusar á aquel joven y lo hubiera hecho sin indulgencia alguna, pues estaba convencido de su culpa.
—¡Ah! dijo Tragomer; usted encontró en la causa la prueba de la culpabilidad de Freneuse…
—Terminante, amigo mío; menos la confesión del culpable, no era posible tener pruebas más completas.
—¿Entonces, usted no pone en duda que fué condenado justamente?
—Ni lo dudo ni puedo dudarlo. Tendría que estar loco para decir lo contrario. Fremart, con el que hablé del asunto, era de la misma opinión y el Fiscal del supremo también. Solamente por una concesión sentimental del Jurado, hecha al buen aspecto del acusada, á sus protestas, á sus lágrimas, á la admirable dignidad de la declaración de su madre y á la respetabilidad de la familia, ese pobre diablo logró salvar la cabeza. Sin eso, se iba á una sentencia de muerte, y el tribunal tenía una convicción tan cerrada, que no hubiera rebajado la pena.
—Pues bien, amigo mío, dijo Tragomer; hoy lo deploraría doblemente, lo que es un argumento muy serio contra la pena de muerte. El tribunal hubiera enviado al cadalso un inocente.
—¡Vamos! ¡Vamos! Tragomer, dijo el magistrado con sonrisa burlona; no hablemos de ligero. Es fácil declarar que un condenado es inocente, pero es menos cómodo probar que no es culpable.
—Eso es, sin embargo, lo que intentamos Marenval y yo.
Pedro Vesín miró con curiosidad á sus interlocutores, se puso serio y dijo:
—¿Ustedes? Dos hombres de sociedad, sin conocer nada del procedimiento y seguramente muy sinceros y extraños á toda intriga. ¿Y por qué tal resolución? ¿En nombre de quién? ¿Con qué interés?
Marenval tomó la palabra y dijo muy sencillamente:
—En nombre de la humanidad y en interés de la justicia.
El magistrado conocía á los hombres y sobre todo á Marenval. Le había tenido siempre por una inteligencia mediana, nula en lo que no fuera su comercio, muy vulgar y más preocupado de gozar de su gran fortuna que de procurarse honores. Le había visto alejarse de la familia Freneuse en el momento en que más debía acercarse á ella y esta falta de heroísmo del antiguo fabricante de pastas, no había modificado su opinión sobre la generosidad humana. Así pues, al oirle hablar tan resuelta y noblemente aguzó el oído. Para que Marenval fuese afirmativo hasta ese punto, era preciso que su nueva convicción tuviese una base seria.
—¿Creen ustedes, pues, en un error judicial? dijo observando con cuidado á sus amigos.
—Creemos en ese error. La familia no ha cesado jamás de creer en él y el condenado ha protestado siempre su inocencia.
—Siempre ó casi siempre sucede lo mismo. Nos pasaríamos la vida revisando procesos si hiciéramos caso de las reclamaciones de los parientes y de las protestas de los interesados. Son raros los que confiesan y os vais á asombrar cuando os diga que ha habido procesados que se confesaban culpables y no lo eran. Pero esta es una excepción de las que, según la lógica, confirman la regla general.
—Convendrá usted, sin embargo, dijo Tragomer, que resultaría extraordinario que un hombre fuese condenado por la muerte de una mujer si esta mujer estaba viva.
Esta vez la incredulidad del magistrado se manifestó sin reserva. Hizo un gesto de conmiseración y respondió muy despacio:
—Amigo mío, no caigamos en las complicaciones novelescas. ¿Como quiere usted hacer admitir á un perro viejo de los tribunales, como yo, que un juez de instrucción haya podido enviar á la Audiencia un procesado si no se hubiera cometido un crimen? ¿Olvida usted que he visto la causa, el acta de defunción, la diligencia de confrontación, el interrogatorio del acusado, que no negó estar en presencia del cadáver de su querida, y, en fin, todo, todo… ¡Vamos á ver! No somos niños y no debemos decir chiquilladas…
—Todo eso cae por tierra con una sola palabra, dijo Tragomer. Se ha condenado á Jacobo la Freneuse por haber matado á Lea Peralli, y Lea Peralli vive.
—¿Usted la ha visto? preguntó el magistrado con acento burlón.
—Y la he hablado.
—¡Oh¡ ¿Cuándo?
—Hace tres meses, próximamente.
—¿Dónde?
—En San Francisco.
—¿Y ella ha declarado ser Lea Peralli?
—No, por cierto. Ha hecho algo más; ha huído para sustraerse á mis investigaciones. Si se hubiera quedado hubiera yo vacilado acaso, pero se esquivó, lo que es para mí la prueba más concluyente.
—Ha sido usted engañado por un parecido.
—¡No! ¡no! Era ella. El cuidado que ha tenido de cambiar de nombre, de disfrazar la voz, de no hablar en francés, de volver á dar á su pelo el color natural ó de ponerse una peluca y, en fin, el espanto que experimentó á mi vista y que la puso en fuga… ¡Era ella!
—¿Y quién diablos era entonces la pobre mujer que se encontró muerta y que está enterrada en su lugar?
—Algún día se lo diré á usted. Ahora no lo sé.
—¡Ah! He aquí el lado flaco, exclamó el magistrado. Así sucede siempre. En todos estos asuntos de reivindicación de inocencia hay siempre un punto en que todo se viene abajo y en que se manifiesta la inverosimilitud de la tesis. Véase el asunto Lesurques. ¡Cuántos esfuerzos por obtener su rehabilitación! Todavía hay gentes que creen en la duplicidad de la persona de Lesurques. La familia ó lo que queda de ella, pues todo esto es muy antiguo, asegura la inocencia del condenado, se discute, se estudia, se aducen pruebas, todo va bien hasta el momento en que se encuentra en Lieusaint la espuela de plata de Lesurques, y entonces ¡pataplún! todo se derrumba. ¡Adiós las pruebas serias! Se cae en el melodrama, en el que basta enternecer para ganar la partida. Construirán ustedes un edificio que llegará hasta cierta altura, pero una base falsa le hará venirse al suelo.
—¡Es usted terriblemente escéptico, dijo Marenval impresionado.
—Es mi oficio, replicó Vesín. Los hombres de justicia no podemos tragar todo lo que se nos presenta. ¡Buena la haríamos si nos diera por creer ciegamente lo que nos cuentan! La mentira es la esencia misma de la humanidad. ¿Creen ustedes que se hace jurar sin objeto á los testigos que dirán la verdad, bajo pena de trabajos forzados? Pues se sabe bien que, aun así, no dicen más que lo que quieren ó lo que pueden. Hay que tomar y dejar. Unos son imbéciles, otros mal intencionados. En cuanto á los niños, hay que temerlos, pues son presa de una especie de histerismo inventivo que les hace contar historias, las más veces falsas. Por eso hay que desconfiar también. Para un magistrado, el escepticismo es el principio de la sabiduría.
—Pero, en fin, ¿admite usted que la justicia pueda engañarse?
—Lo admito entre nosotros, en la intimidad, dijo Vesín riéndose; pero en público no lo admitiría de ningún modo. Sé que se representa á la justicia con una benda en los ojos, pero ese disfraz es un accesorio que no tiene valor más que para los poetas. La justicia, que es, en suma, un poder arbitrario, debe ser inmutable é infalible, pues de no ser así no sería posible aceptarlo. Y si el respeto á la justicia no fuese la piedra angular de la sociedad iríamos á parar en la anarquía. Por eso es imposible admitir que la justicia se engañe. El litigante que sucumbe después de agotar todos los medios del procedimiento, tiene veinticuatro horas para maldecir á los jueces; después debe someterse. El condenado cuyo recurso de casación ha sido desestimado, no tiene más que inclinarse bajo el peso de la sentencia. Esta es la opinión del magistrado, que no puede tener otra. Así se explicarán ustedes las resistencias que la administración opone siempre á toda demanda de revisión en el orden penal. Todo error, por raro que sea, es una grieta peligrosa en el edificio judicial. La ley ha adoptado muchas y minuciosas precauciones. Una demanda de revisión pasa por una red en la que debe necesariamente quedarse enredada si no es sólida como el acero. Y cuando sale, es después de unos plazos y en condiciones tales que equivalen á no conceder nada. Aun la legislación actual es mucho más liberal que la antigua. Antes no había revisión más que en el caso de que otro procesado fuese condenado, por el mismo crimen y por otra sentencia; y aun, si se reconocía la inocencia de un condenado, era preciso indultarle. No había otro medio de hacerle salir de presidio.
—¡Pero eso era monstruoso! exclamó Marenval. ¡Cómo! Un desgraciado, perseguido injustamente, que ha sufrido la angustia de la detención, de la cárcel, del juicio, y que ha cumplido una parte de la pena, ¿no puede ser objeto más que de una medida de clemencia y no de un acto de justicia?
—Algo es algo. Hoy, basta un hecho nuevo que pueda establecer la inocencia del sentenciado para que se pueda pedir la revisión. En el asunto que nos ocupa, el hecho nuevo sería la existencia de Lea Peralli.
—¿No es suficiente?
—Lo sería si estuviera probado. ¿Pero cómo lo probarán ustedes? Su declaración no será apoyada por nada ni tendrá más valor que el de una opinión, que comparada con todos los testimonios y todas las pruebas del proceso, será de un peso muy escaso. Me piden ustedes mi opinión y se la doy. Es poco halagüeña, pero debo ser sincero.
—Puede usted decirlo todo y con entera franqueza, dijo Tragomer. Mi convicción es sólida y no cambiará. Marenval y yo podremos modificar nuestro plan para llegar al fin que nos proponemos, pero nada nos hará desistir. ¡No habría ya descanso para nosotros si abandonásemos á ese desgraciado sabiendo que es inocente.
—Veo á ustedes animados de las más nobles intenciones, pero, permítanme que lo diga, las más aventuradas. La convicción de ustedes, basada en la semejanza de una mujer viva con la víctima de Freneuse, es muy frágil, pues no se funda más que en razones de sentimiento; el dolor de la familia, las protestas del condenado, Pero ustedes olvidan que cuando Freneuse fué preso, se preparaba á marcharse al extranjero. Tenía consigo cuarenta mil francos cuya procedencia no pudo explicar. Estaba notoriamente arruinado, acribillado de deudas, y había pagado el día anterior sesenta mil francos á la caja del círculo, del que le iban á expulsar. Y, coincidencia extraña, las alhajas de Lea Peralli, conocidas por su gran valor, habían desaparecido. Se hicieron pesquisas y se adquirió la prueba de que habían sido empeñadas en el Monte de Piedad en cien mil francos. Estuvieron empeñadas dos días y al siguiente fueron rescatadas por una señora que se cubría la cara y, muy probablemente, por cuenta de uno de esos compradores de papeletas que pululan por París. Freneuse reconoció que había empeñado los brillantes entregados voluntariamente por su querida, pero niega la venta de las papeletas y pretende haberlas entregado á Lea Peralli con un pagaré de cien mil francos, que según él, hubiera recogido su familia, lo que hacía desaparecer su deuda con aquella muchacha. Ahora bien, el pagaré fué presentado al vencimiento y remontando de firma en firma hasta el primer endosante, ¿qué se encuentra? Á Jacobo la Freneuse! Es, pues, evidente que recobró el billete después del crimen, y hasta es probable que sólo le cometiera para apoderarse de ese documento. Y él le puso en circulación al día siguiente, pues, notadlo bien, entre el descubrimiento del crimen y la detención de Jacobo, pasó un día. ¿Y tratan ustedes de poner en movimiento toda la máquina judicial bajo la fe de un parecido más ó menos cierto? ¡Qué locura! Desde los primeros pasos tropezarán con dificultades morales y con imposibilidades materiales tan serias, que tendrán que detenerse.
—Si quisiera discutir, respondió Tragomer, lo haría acaso con más facilidad de lo que usted cree. Pero ¿para qué? No haríamos más que cambiar vanas palabras. Aunque yo le adujese argumentos aceptables, usted no los aceptaría. Lo que hace falta es traer la prueba de que Lea Peralli existe. Lo importante es anunciar á Jacobo que la que creía muerta está viva. Porque observe usted que él la cree muerta bajo la fe de vuestras afirmaciones. El procesado no dudó de vuestras pruebas. Le enseñaron una mujer desfigurada que tenía la estatura, el pelo, los vestidos y las sortijas de Lea Peralli, y aterrado por la angustia, cegado por el dolor, dirigió apenas una mirada de espanto á la víctima extendida en la horrible losa del depósito de cadáveres. Volvió la cabeza y asintió á todo lo que se le afirmaba. ¿Cómo podía negar la evidencia? Lea, asesinada en su casa, ¿podía ser otra que Lea? Él no podía decir más que una cosa, y esa la proclamaba con toda la fuerza de su conciencia; que no era él el asesino. Cogido en las tramas de la instrucción, anonadado por un conjunto de pruebas en las que se revelaba una mano horriblemente hábil, no podía hacer más que protestar. Así lo hizo constantemente y con furor, hasta exasperar á los jurados y á los jueces. Porque el desgraciado parecía cínico y era inocente. Si todos los que tenían que formular una opinión sobre su culpabilidad no hubieran estado imbuídos en el sumario, si hubieran querido reflexionar un poco sobre la semejanza que existe entre el estupor indignado de un acusado que no puede probar su inocencia y la insolencia endurecida de un culpable que se aferra en negar su crimen, hubieran vacilado en el momento de pronunciar la sentencia. Pero prevenidos, seguros de antemano de la culpabilidad, atestiguada por hombres en quienes tenían una merecida confianza, estaban irresistiblemente propensos á condenar y condenaron en conciencia. Cuando se les enseñe la mujer viva, tendrán que confesar que se han equivocado. Se averiguará entonces quién era la muerta y es probable que nos encontremos en presencia de un horrible complot urdido para perder á un inocente.
—Mi querido amigo, dijo el magistrado; todo eso es pura novela y no realidad. Usted sueña despierto. Eso pasará. Pero permítame usted decirle que si por una gran casualidad consiguiera reunir pruebas suficientes de lo que dice, podría jactarse de producir una sensación extraordinaria. El rango social del sentenciado, la resonancia que tuvo la causa y la personalidad de los enderezadores de entuertos de la justicia, darían á este asunto un sesgo particular. Por mi parte, no me contrariaría presenciar su triunfo de ustedes, pero no olviden que no creo en él y que les he predicho un fracaso seguro.
—Pues bien, dijo Tragomer; si nuestros esfuerzos son vanos, tendremos, al menos, la tranquilidad de haber cumplido con nuestro deber. ¿Verdad, Marenval?
—Sí, querido amigo. Lo que acabo de oir á Vesín, me decide por completo. Yo estaba un poco dudoso, lo confieso, aun después de las seguridades que usted me había dado. Pero, en verdad, la infalibilidad de la justicia es un dogma tan difícil de admitir como la infalibilidad del Papa. Nadie en el mundo es infalible y, por mi nombre, que me voy á dedicar con usted á probarlo. Si hay dificultades materiales las venceremos; tengo dinero para ello. Las dificultades morales las dominaremos con su inteligencia de usted. Mi fortuna y su talento lucharán como buenos aliados y veremos si en los tiempos que corren hay todavía Bastillas en cuyo fondo se pongan al abrigo de la discusión los prejuicios, las aberraciones y los errores. ¡Cómo pues! El siglo ha progresado hasta el punto de que los socialistas tienen la pretensión de apoderarse mañana de todo lo que yo poseo, y en medio de esta ruina de todos los derechos, de todas las autoridades y de todas las jerarquías solamente la justicia ha de ser intangible… ¡No, por cierto! Si la justicia quiere ser respetada, es preciso que sea humana. ¡Si no, será arrastrada por el impulso general!
—¡Bravo! Marenval, exclamó Vesín, llega usted á ser elocuente. ¡Adelante, héroes! ¡Combatid! ¡Mis votos os acompañen! Usted está retirado de los negocios; la empresa que ahora acomete le entretendrá. Más vale esto que jugar al poker ó que tallar en el baccará . Si tienen ustedes necesidad de un consejo, yo se lo daré como dilettante . No me consolaría nunca si ustedes me tuvieran por un espíritu cerrado á la razón y á la piedad. Pero la lucha que van á emprender, recuerden bien que se lo he dicho, es la del puchero de barro con el de hierro. He hablado á ustedes como amigo. Diríjanse á cualquier magistrado y según el humor en que se halle, les dirá con ironía que se metan en la malla dirigiéndose al ministro del ramo, ó les declarará con indignación que van á dirigir un reto á la justicia.
—Dirigimos, en efecto, ese reto, exclamó Marenval.
—Pero no nos dirigiremos á nadie más que á usted, añadió Tragomer. Quería hablar con un hombre competente antes de meterme á fondo en este asunto. Á pesar de la buena acogida de usted y de la cordialidad de sus palabras, comprendo que nos estrellaremos en todas partes contra una resistencia profesional y sistemática. La magistratura no abandona su presa. Es un principio para ella y una garantía para la sociedad. Todo acusado debe convertirse en sentenciado y todo sentenciado debe ser culpable. Está bien. Sé lo que quería saber y obraré en consecuencia.
—¿Puedo preguntar á usted dónde piensa ir á parar? preguntó con curiosidad el magistrado.
—Entendámonos, dijo Tragomer. Hasta ahora he hablado al magistrado; voy á hablar al hombre, al amigo. Una indiscreción sobre lo que vamos á intentar Marenval y yo podría tener tales consecuencias, que sería locura exponernos á ella.
Pedro Vesín miró á los dos compañeros con cuidadosa gravedad.
—¿Acaso duda usted de mí? ¿Tendré que rogarle que se calle, después de haber solicitado sus confidencias?
—No, dijo Tragomer, y la prueba es que voy á explicárselo todo.
—Y yo les doy mi palabra de olvidar en seguida lo que haya sabido.
Tragomer y Vesín se estrecharon afectuosamente la mano. El vizconde encendió un cigarrillo y dijo con tanta calma como si se tratase de una expedición de placer:
—Como usted comprenderá, el negocio para nosotros es no asustar á los verdaderos culpables. Si por desgracia se informasen de nuestros proyectos, tomarían sus precauciones y ¡adiós!, écheles usted un galgo… Bastaría que Lea Peralli desapareciese, para que todo viniese por tierra. Y yo supongo que el tunante que ha puesto el lazo en que cayó Jacobo de Freneuse, sería muy capaz de deshacerse de ella si lo creía necesario. Aunque usted me hubiera mostrado la máquina judicial pronta á funcionar para la revisión del proceso, aunque me hubiera usted asegurado la buena voluntad del ministro, hubiera yo renunciado á someter, por ahora, el asunto á la justicia y á presentar los hechos nuevos que harían necesaria la revisión. Al primer ruido, todas las pruebas desaparecerían y nos encontraríamos desarmados. Lo primero es tener en nuestra mano á los culpables y no dejarlos escapar. Entonces avanzaremos. Tenemos, pues, que hacer averiguaciones y ¿quién sabe? acaso tomar resoluciones graves que nos serán impuestas por los acontecimientos. Desde luego debemos ponernos en relación con Jacobo, á fin de que sepa que existe Lea Peralli y para juzgar con él, hablando larga y maduramente, sobre las consecuencias que trae consigo este hecho inesperado.
—¿Pero van ustedes á ir á Numea? exclamó Vesín con mal contenido asombro.
—Vamos á ir á Numea, declaró fríamente Marenval.
—Allí, dijo Tragomer, nos pondremos de acuerdo con Freneuse sin que la administración adivine nuestros proyectos. Escribir es peligroso, pues se abren las cartas de los penados y se leen sus respuestas. Estudiaremos, pues, la situación de viva voz y veremos qué debemos hacer.
—Tragomer, usted no lo dice todo, exclamó con emoción el magistrado; á pesar de todo, desconfía de mí… ¿Trata usted de hacer evadirse á Jacobo la Freneuse?
Tragomer sólo respondió con una sonrisa pero Marenval se irguió y dijo con extraordinaria energía:
—Y aunque así fuera, ¿qué? ¿Cree usted que estando convencidos de que ese muchacho es inocente, le vamos á dejar podrirse en el presidio? ¡Le robaremos, pardiez! Eso será divertido. Ya que hacemos el viaje, nos proporcionaremos esa pequeña distracción.
—Pero hay guardias, una guarnición, un barco vigilante, dijo Vezín. ¡Eso es una locura! Afrontan ustedes responsabilidades espantosas si les prenden, y para prenderles no se tendrá inconveniente en matarles…
—Eso es cuenta nuestra, respondió Marenval. Puede usted creer, querido, que al meterse uno en semejantes aventuras, hace el sacrificio de su existencia. Por otra parte, estamos decididos á defendernos…
—No me digan ustedes ni una palabra más; les encuentro insensatos. Me están ustedes haciendo un capítulo del Monte-Cristo. Atrasan ustedes cincuenta años, mis buenos amigos. Pero quiero creer que á los primeros pasos se encontrarán con tales dificultades, que no llevarán adelante su empresa. Créanme; si han de tener ustedes alguna esperanza, estará en la tramitación legal de una instancia. Escriban una memoria, diríjanla al ministro y unas buenas pesquisas de la policía podrían…
—Echarlo todo á perder, interrumpió Tragomer. Sé con quién tengo que habérmelas. Es preciso trabajar en la sombra ó fracasaremos…
—Y queremos lograr nuestro propósito, añadió Marenval.
—¿Cómo van ustedes á ir á la Nueva-Caledonia?
—En un yate que fletaremos. Nos conviene tener á nuestra disposición los medios más perfectos y más rápidos.
—¿Se presentarán ustedes á las autoridades coloniales?
—Sí, como viajeros.
—¡Ah! dijo el magistrado, que se puso pensativo. Es una de las cosas más extraordinarias que he visto hace mucho tiempo. Se dice que este fin de siglo es eminentemente práctico, egoísta y anti-sentimental. He aquí un caso que puede hacer pensar á los filósofos. ¿Qué van á decir los que aseguran que se ha perdido en Francia la energía individual? Nos encontramos en presencia de un caso de exaltación como no se veían sino en las ardientes épocas revolucionarias. Lo que van ustedes á intentar es tan insensato, que son capaces de lograrlo, pues, en suma, solamente las empresas inverosímiles tienen alguna probabilidad de éxito. Se pone uno en guardia contra los sucesos sencillos y probables. Pero un golpe de audacia llevado á cabo por personas frías… ¿por qué no ha de resultar? ¿Cuándo piensan ustedes marcharse?
—Lo más pronto posible. En cuanto hagamos nuestros preparativos y lleguemos á Inglaterra.
—¿Van ustedes á fletar un vapor inglés?
—Sí. No queremos que un armador y una tripulación franceses participen de nuestra responsabilidad.
Se levantaron. La noche avanzaba llenando con sus sombras el gabinete y en la semioscuridad del crepúsculo las caras perdían su aspecto real. Marenval se estremeció creyendo estar rodeado de espectros. Un sentimiento de angustia se apoderó de su corazón y sintió una especie de vértigo al oir decir á Vesín con voz fúnebre:
—En efecto, el caso sería grave. Una causa criminal para los que fueran presos, y si había habido, por desgracia, algún hombre muerto…
—Trataremos de hacer las cosas suavemente, balbucéo Marenval.
—En todo caso, si no atentan contra la piel de los demás, ustedes exponen la suya. Los reglamentos de los presidios no son dulces y las represiones son terribles.
—Sabemos á lo que nos exponemos; dijo Tragomer. Obedecemos á consideraciones que no pueden ser pesadas con los riesgos que haya que correr.
—¡Y por nada retrocederemos!
—¡Diantre! dijo Vesín; si no me retuvieran mis funciones, me iría con ustedes nada más que por hacer el viaje. Pero un fiscal en tal expedición resultaría algo fuera del cuadro.
—Convengo en ello, dijo Tragomer; pero consuélese usted; le traeremos fotografías.
Aquella grave conversación acabó en broma. Vesín volvió el conmutador de la electricidad y una viva luz inundó la pieza, produciendo reflejos brillantes en los esmaltes y en las porcelanas y haciendo brillar los dorados de los cuadros. Todo aquel lujo moderno que se revelaba repentinamente al brotar la luz, hacía tan completo contraste con los proyectos que se acababan de exponer en la oscuridad, que los tres hombres se miraron, como si quisieran afirmar su realidad. Pero Tragomer sonreía tranquilo y resuelto y la claridad había devuelto á Marenval todo su valor.
—Nos veremos dentro de tres meses, dijo Vesín, pues no emplearán ustedes más tiempo en ir y volver. Si entonces puedo serles útil en algo, tendré en ello mucho placer!
—Amigo mío, si logramos nuestro propósito, vendremos tan llenos de pruebas que será imposible rehusarnos justicia.
—Amén, dijo el magistrado. Buen viaje y hasta la vuelta.
Les ofreció la mano y añadió:
—Acaso son ustedes insensatos, pero lo que van á hacer no es vulgar y les admiro de corazón.
—Querido amigo, dijo Tragomer, yo arriesgo la empresa porque amo á la señorita de Freneuse y trabajo por mí mismo al intentar la rehabilitación de su hermano. Mi mérito es, por tanto, muy débil. El verdadero héroe es Marenval, pues se sacrifica por el honor.
Á estas palabras que le tocaban en lo más profundo de su ser, Marenval palideció, las lágrimas brotaron de sus ojos y sin poder hablar, permaneció temblando de emoción ante sus amigos. Por último movió la cabeza, dió un suspiro que pareció un sollozo y contestó, arrojándose en los brazos de su pariente:
—Adiós Vesín. Usted sabe á qué atenerse. Si me atacan y yo no puedo defenderme, sosténgame usted. No permita que digan que soy un viejo imbécil.
Repitió con aire extraviado:
—¡Adiós!
Y cogiendo el brazo de Tragomer, salió como si marchase á la muerte.
M. Harvey poseía uno de los más hermosos hoteles de la plaza de los Estados Unidos. Le había parecido patriótico vivir en la plaza que lleva el nombre de su país, lo que, según él, le hacía vivir al mismo tiempo en París y en América. Por su gusto, sin embargo, hubiera vuelto hacía mucho tiempo á su país, si su hija no se hubiera opuesto resueltamente declarando que en modo alguno quería abandonar la Europa. El padre había dicho entonces á su hija:
—Querida mía, si quieres obrar á tu capricho, cásate, porque yo también tengo los míos y quiero vivir, en lo posible, de un modo que no me resulte enteramente desagradable.
—¿Pero qué tiene de desagradable vivir en un país donde encuentra usted todo lo necesario para ser dichoso?
—Yo no lo soy si no vivo en América seis meses del año, por lo menos.
—Veo que sigue usted siendo un verdadero salvaje.
Á esta insolencia filial, Harvey respondió con sonrisa indulgente:
—Es posible. Yo mismo lo creo.
—Me casaré, entonces, puesto que eso simplificará la vida para usted y para mí.
—¿Y con quién, querida mía? ¿Con un europeo ó con un americano?
—Con un europeo y, probablemente, con un francés. Para gente ordinaria tengo bastante con mis hermanos. Quiero vivir con un hombre bien educado.
—Eres libre.
—Lo sé; y usted lo será también después de mi boda.
Aquel ganadero que había desplegado tanta energía para fundar su fortuna y crear sus ranchos; aquel hombre que poseía cientos de miles de bueyes pastando en las fértiles praderas indianas, no había podido nunca luchar contra la voluntad de miss Maud y como hombre práctico ante todo, había tomado el partido de obedecerla, lo que evitaba las discusiones y simplificaba las relaciones de familia. El espectáculo que ofrecían los Harvey, padre é hijos, en América, conducidos por aquella morenilla delgada y débil, era sumamente curioso. En la cabeza de miss Maud había muchas más ideas de las que podían producir los cerebros de sus hermanos. La voluntad de la muchacha, matizada con una nerviosidad debida al perfeccionamiento do la raza, recordaba la tenacidad de su padre. Harvey lo sabía y se complacía en ello. Con frecuencia decía:
—Mis tres hijos juntos no valen lo que mi hija. Si la naturaleza no se hubiera equivocado y la hubiera hecho varón, esta muchacha hubiera aumentado en diez veces mi fortuna; mientras que los jóvenes no harán más que gastarla.
Tenía por ella una alta estimación, lo que es la mayor prueba de afecto en un americano. También decía, hablando de ella.
—Mi hija sabe gastar el dinero.
El yanqui quería decir con esto que Maud sabía ser pródiga cuando las circunstancias lo exigían, y económica en la vida diaria: Hacía un año que se había instalado con ella en Francia y se aburría soberanamente, pues no comprendía las minucias y las delicadezas de la vida parisiense. Acostumbrado á expresar siempre redondamente su modo de ver, causaba el asombro general emitiendo opiniones tan singulares por su fondo como por su forma. La ingenuidad de aquel americano resultaba discordante con las sutiles hipocresías de la sociedad en que vivía, y cuando hablaba, sin cuidarse de las protestas ni de las exclamaciones de las damas, se hubiera dicho que estaba tirando pistoletazos en una pajarera.
Era tan rico, que en todas partes se le acogió con entusiasmo. El gran mundo parisiense no está ya cerrado como en otro tiempo. Los cambios económicos que se han producido en Francia han modificado la base de las fortunas, y la nobleza, arruinada por su ociosidad, ha tenido que transigir con la aristocracia del dinero, produciendo así un primer fenómeno de nivelación social. Dentro de poco tiempo no habrá más que dos castas, la de los ricos y la de los pobres, que continuarán la lucha secular por la posesión de la autoridad y de la inteligencia.
En un mundo tan abierto á la influencia del dinero y en el que las colonias extranjeras están como en su casa, Harvey no podía menos de ser bien acogido. Recibía, tenía un yate, sabía prestar quinientos luises sin reclamarlos jamás y tenía una hija elegante, original y con un dote colosal. No hacía falta tanto para conciliarle todos los favores. Había sido recibido en el Club automóvil, formaba parte de la sociedad de los Guías y era miembro influyente de la Unión de los yates. Pero se aburría, sin embargo. Para aquel salvaje, como le llamaba su hija, la atmósfera de los salones era asfixiante. Bostezaba en la Ópera, ganaba y perdía sin emoción grandes sumas al juego y no estaba contento más que sentado en el pescante de su mail , guiando cuatro caballos del Kentuki, ó á bordo de su yate de mil doscientas toneladas, un verdadero transatlántico tripulado por sesenta hombres y armado de seis cañones, con los cuales hubiera podido defenderse, pero que no le servían más que para saludar á los puertos.
La persona del conde de Sorege le fué antipática desde el primer momento. Aquel personaje circunspecto y glacial que no decía nunca sino la tercera parte de lo que pensaba y no miraba jamás á los ojos de las personas, le desagradaba extraordinariamente. Era el antípoda de su modo de ser. Cuando su hija le participó que se había comprometido con aquel joven, se atrevió á hacer algunas observaciones.
—¿Estás segura, Maud, de que el señor de Sorege es el hombre que te conviene? ¿Has estudiado su carácter y crees no arrepentirte de haberle dado tu palabra?
Miss Harvey expuso tranquilamente á su padre las razones que habían decidido su elección.
—El conde Juan es de buena familia, y en Francia, padre mío, como en todas partes, hay bueno y malo, verdadero y falso. Es necesario no dejarse servir género de pacotilla. Todo el mundo sabe que nosotros, los americanos, no somos inteligentes en muchas cosas, y por eso tratan de hacernos aceptar cuadros copiados, tapicerías rehechas, objetos falsos y nobles sin autenticidad. Es, pues, preciso mirar muy de cerca, informarse, comprobar, para no ser engañado y esto es lo que he hecho. El señor de Sorege está emparentado con todo lo mejor, tiene una regular fortuna, está agregado al ministerio de negocios extranjeros, habla inglés muy correctamente y es un joven muy bien educado… He aquí por qué me he comprometido con él.
—No mira jamás; parece un buho…
—Pues á mí me mira muy bien.
—¿Sabe, al menos, montar á caballo? Nunca se le ve más que en los salones.
—No es un gaucho, seguramente, pero irá á pasear con nosotros cuando queramos…
—¿Es cazador?
—Todos los franceses lo son.
—¿Sabe tirar un tiro con puntería?
—No supongo que sea un Buffalo-Bill… Pero no creo que pensemos hacerle perseguir bisontes ó cazar osos grises.
—Creo que toda la fuerza de ese hombre está en la cabeza, dijo Harvey con desdén, y que sus brazos y sus piernas no valen gran cosa.
—Habla muy bien y esto es lo que me gusta. Para los ejercicios corporales, tendrá usted á mis hermanos; para los del espíritu á mi marido.
—En fin, Maud, eres libre.
El yanqui acogió á Sorege con perfecta cordialidad, pues no entraba en su carácter discutir sobre asuntos ya resueltos. Le dió golpes en las rodillas capaces de aplastar un búfalo y observó con placer que el joven no flaqueaba. La prueba de los cocktail fué también favorable á Sorege, que era de esas personas que beben sin riesgo porque hablan poco y no se aturden con su propia excitación. Montó en el mail , supo coger las riendas en un momento en que Harvey se fingió cansado, y ejecutó vueltas perfectas á gran velocidad sin que pareciese hacer esfuerzo alguno.
En el Havre visitó el yate y mostró tener el aplomo de un marino. Harvey, en una palabra, no pudo cogerle en falta en ningún punto y tuvo que reconocer que su futuro yerno era un sportman muy completo. Pero á pesar de todo no se sentía unido á él por una de esas simpatías que le eran tan fáciles y tan necesarias. Entre Sorege y él había siempre un velo, el de los párpados que ocultaban habitualmente la mirada de aquél.
Para probar á su yerno de un modo más completo, pretextó la necesidad de hacerle conocer sus hijos, de enseñarle sus propiedades, de explicarle sus empresas, y le llevó consigo á América. Cuando volvieron, la opinión de Harvey era la misma. Confesaba que no tenía nada de que acusar á Sorege más que de no gustarle. Hablando de él, decía á su amigo y compatriota Weller:
—Durante los tres meses que hemos vivido con el conde, no le he visto cometer una incorrección ni decir una inconveniencia. Usted me creerá, si quiere, Sam, pero hubiera dado diez mil dollars por sorprenderle blasfemando ó abrazando á una camarera de á bordo. Pero ni lo más mínimo. Ese hombre es demasiado perfecto y me da miedo.
Acaso la resistencia opuesta por Harvey á aquel proyecto de enlace excitó á miss Maud á encontrar á Sorege más aceptable. Nunca mostró tanta prisa por casarse que al volver su prometido. Hasta entonces sus relaciones con Sorege no habían sido para el mundo más que una coquetería sin importancia, pero al volver á París el conde fué declarado futuro marido. Entonces se difundió la noticia en los círculos parisienses y la supo Tragomer. El ganadero era demasiado conocido en el mundo que se divierte para que no le hubiera encontrado Marenval. Su modo de conocerse sirvió de texto durante veinticuatro horas á las murmuraciones de la buena sociedad. Se daba una comida en casa de una americana conocida por su excentricidad de lenguaje y por su afición inmoderada á la música. Ambas personas habían sido mutuamente presentadas por la dueña de la casa:
—El señor Marenval. Mi compatriota Julio Harvey.
Sir Harvey ofreció entonces la mano á Marenval, con una franca sonrisa:
—¡Ah! Marenval y compañía, ¿verdad? Conozco á usted muy bien. Hace veinte años que Harvey and Cª provee á Chaminade, de Burdeos, todo el pino para las cajas de embalaje de su casa de usted… ¡Tanto gusto!
La cara que puso Marenval, cuya única ambición consistía en hacer olvidar las pastas y las féculas origen de su fortuna, proporcionó á la concurrencia un precioso rato de diversión. De aquella presentación databa la antipatía manifiesta de Marenval por Harvey y, en el fondo, por todos los americanos, á quienes englobaba en el desdén que le inspiraba el ganadero. Cuando miss Maud pasaba delante de él, brusca, decidida y ruidosa, Marenval le dirigía miradas de conmiseración y tenía por incomprensible que nadie quisiera casarse con aquella marimacho. Cuando supo que el elegido era el conde de Sorege, bromeó diciendo:
—Son tal para cual… ¡Un hipócrita con una desvergonzada! ¡Qué dichoso cruzamiento!
En los días en que Tragomer y Marenval estaban preparando su viaje, fueron invitados á comer en casa de la señora de Weller y se encontraron allí con Harvey, su hija y su futuro yerno. Sorege estaba siendo objeto de una verdadera revista por parte de la colonia americana y sufría filosóficamente todos los cumplimientos de los compatriotas de su prometida. Al ver entrar á Marenval y Tragomer, un ligero fruncimiento de cejas acusó solamente su contrariedad. Su sonrisa amistosa no se borró y escuchó con tranquilidad á su suegro cuando éste le explicó las antiguas relaciones comerciales dé Harvey and Cª y Marenval y compañía.
Pero cuando Tragomer fué presentado á miss Maud por Sam Weller y se habló del viaje al rededor del mundo realizado por el joven, Sorege observó contrariado que el ganadero manifestaba por Cristián una repentina simpatía. Después de la comida, que había sido suntuosa, rápida y acompañada de música, lo que hizo imposible toda conversación y simplificó así las relaciones entre los convidados, reduciendo la comida á una simple manifestación gastronómica, los invitados se repartieron por los admirables salones del hotel Weller. Los hombres se fueron á fumar en el despacho de Sam.
En aquella habitación están coleccionados los más hermosos cuadros de la escuela de 1830, comprados á peso de oro por el fastuoso americano. El Degüello en una mezquita de Delacroix, fraterniza con el Concierto de los monos , de Decamp, y la Merienda de los segadores , el mejor cuadro de Millet, hace pareja con la Danza de las ninfas , de Corot. La puesta del sol , de Díaz, la Orilla del río, de Dupré, los Grandes bosques agostados de Rousseau, disputan la admiración á las preciosas praderas de Trayon y á los magníficos estudios de Messonnier. En cuanto Harvey encendió un cigarro, se dirigió á Marenval y á Tragomer, que estaban sentados no lejos de Sorege, y les dijo señalando á los cuadros de su amigo:
—Sam Weller tiene una hermosa galería, pero si ustedes vienen á mi casa del Dakotah, verán que mis cuadros valen tanto como los suyos. Solamente que yo no tengo más que pintores antiguos… Rembrandt, Rafael, el Ticiano, Velázquez, Hobbema…
Marenval miró á Harvey de reojo é interrumpió:
—Esos son los que se copian más fácilmente.
—Sí, pero los míos son todos originales.
—Eso es lo que creen todos los coleccionadores, y como los que les venden cuadros cuidan de no contradecirles…
—¿Pero Sam Weller no tiene más que cuadros auténticos?
—¡Um!… dijo Marenval con acento de duda.
—Los pintores que los han hecho son conocidos y hay todavía personas que se los vieron pintar.
—¿Y sus Rembrandt y sus Hobbema de usted, quién los garantiza? replicó
Marenval con ironía. ¿También se les ha visto hacer?
—Los franceses sois incrédulos, dijo Harvey con calma. Yo he comprado mis cuadros y cuando hayan estado treinta años en mi galería y los hayan visto todas las personas que me conocen, nadie dirá, si quiero venderlos, que puedan ser falsos, pues saldrán de mi casa y yo soy muy conocido.
—El razonamiento, dijo Tragomer, no deja de ser justo. El pabellón da valor á la mercancía. Hay cuadros, pagados muy caro, que no han tenido más mérito que el nombre del coleccionador.
—Ustedes se burlan de los americanos, continuó Harvey, porque somos espíritus sencillos; nos consideran ustedes casi como salvajes, que bailan cuando se les enseñan unas cuantas bolas de cristal pintado. Hay algo de verdad en ese juicio, pero nuestra sencillez pasará. Nos formaremos y el día en que lleguemos á conocer nuestras propias fuerzas, prescindiremos de Europa y nos fabricaremos nosotros mismos nuestros cuadros falsos. Desde hace veinte años hemos hecho progresos considerables y cada vez nos perfeccionamos más. Ya les enviamos á ustedes cueros, maderas, máquinas, caballos, trigo, y acabaremos por enviárselo todo.
—¡Y quién sabe si también cañonazos! dijo con acritud Marenval.
—¡No lo quiera Dios! respondió Harvey. Seríamos unos hijos ingratos y despreciables, pues todo se lo debemos á las naciones de Europa, que nos han creado, y especialmente á Francia, que nos ha dado la libertad.
—¡Es una noble respuesta! dijo Tragomer.
—En América estimamos á los franceses.
—Y vuestras hijas los aman más que ustedes, interrumpió Marenval.
Harvey sonrió.
—Es cierto, dijo. Los franceses son amables, finos, bien educados… No tienen más que un defecto; el de amar demasiado á su país… Ellos no van bastante á los demás países, y hay que venir al suyo… No digo esto por el señor de Tragomer, que es un viajero infatigable. Pero, usted, Marenval, con su fortuna, ¿por qué no viaja usted?
El defecto capital de Marenval era la vanidad. No pudo pues privarse del placer de deslumbrar á Harvey, y dijo, sin calcular el alcance de sus palabras:
—Pues bien, será usted complacido, Harvey, porque voy á hacer un viaje á ultramar con Tragomer…
No terminó, porque la mano de Cristián, le apretó fuertemente el brazo. El conde de Sorege, que estaba fumando con beatitud sentado en un sillón, sin que pareciese prestar atención á lo que se hablaba, se levantó y se aproximó al grupo del que Harvey era el centro. El ganadero, interesado por la noticia de Marenval, preguntó:
—¿Y dónde irán ustedes, si no es indiscreción?
Marenval permaneció mudo y Tragomer se encargó de las explicaciones.
—Tenemos el proyecto, Marenval y yo, de hacer una expedición al
Mediterráneo. Llegaremos hasta Smirna y volveremos por Túnez y Argel.
—Sí, dijo Harvey con indulgencia, es un bonito viaje para empezar. Se conoce que el señor de Tragomer quiere ahorrar molestias á Marenval ¿Se marea usted?
—No he navegado nunca, confesó Cipriano, pero no creo que sea más difícil que cualquiera otra cosa.
—Para un hombre libre, amigo Marenval, no hay sensación comparable á la de sentirse dueño de su barco en medio del Océano, entre el cielo y el agua. Allí se está verdaderamente en presencia de Dios… Pero en ese lago interior apenas perderán ustedes de vista las costas… Vénganse ustedes conmigo en mi yate; les llevaré á donde quieran… Hace tiempo que tengo gana de ir á Ceilán; esa será una ocasión.
—Gracias, Harvey, respondió Marenval; para prueba nos basta ese lago interior, como usted llama desdeñosamente al Mediterráneo, que es muy traidor, entre paréntesis…
—¿Y en qué barco irán ustedes?
—Tenemos en tratos un yate, dijo Tragomer; el que sirvió á lord Spydell para ir al Cabo el año último. Es un vaporcito de sesenta metros de largo, de buenas condiciones marineras y que anda doce nudos. La tripulación se compone de veintiséis hombres. La arboladura tiene dos palos, lo que permite servirse de las velas y ahorrar el carbón…
—Y hasta hay á bordo cuatro buenos cañones, añadió Marenval, que parecía decidido á hablar siempre que debía callarse.
—¿Y qué piensan ustedes hacer con esa artillería? dijo una voz burlona.
¿Van ustedes á bombardear Malta ó á tomar Trípoli?
Tragomer se volvió y se encontró con Sorege, que sonreía de un modo enigmático.
—Los cañones estaban á bordo y los hemos dejado. ¿Quién sabe? Las costas de Marruecos no son muy seguras; no hace mucho tiempo los piratas apresaron un barco de comercio. Si hace falta podremos defendernos.
—Marenval, en efecto, sería una buena presa; le exigirían un enorme rescate… Pero la idea del viaje ha sido repentina. Me parece que no pensaba usted en eso hace pocos días, cuando hablamos…
—La verdad es que Marenval me anima, dijo Tragomer con descuido. Por mi gusto hubiera descansado todo el invierno. Diga lo que quiera M. Harvey, la locomoción intensiva durante un año es muy fatigosa. Pero descansaremos en las costas cuando queramos. Seguramente estaremos en los puertos más tiempo que navegando. Y acaso llevemos con nosotros algunos amigos… Yo he pensado en Maugirón. Con él estaríamos seguros de comer bien; él se ocuparía de eso.
—Entonces, dijo Sorege, si vamos á Niza y á Mónaco, ¿encontraremos á ustedes?
—Seguramente, amigo mío y si usted quiere ir á encontrarnos en Marsella, tendremos mucho gusto en llevarle por mar dentro de quince días.
Al oir esta proposición la fisonomía de Sorege se tranquilizó. Movió la cabeza y dijo en tono cordial:
—Agradezco á ustedes vivamente su amabilidad, pero no puedo alejarme de París. Miss Harvey extrañaría con razón mi partida y yo no tendría gusto alguno en marcharme. Seguiré á ustedes, pues, con el pensamiento.
—Entretanto, amigo mío, interrumpió Tragomer, que temía verse descubierto por su astuto interlocutor, va usted á presentarme á miss Maud Harvey como ha prometido…
—Con muchísimo gusto, á menos que M. Harvey no desee hacer él mismo esa pequeña ceremonia… Como navegante le debe á usted toda clase de deferencias…
—Sí, por cierto, dijo flemáticamente el americano. Creo, señor de
Tragomer, que á mi hija le gustará conocer á usted…
Pasaron al salón, donde la señora de Weller, en el centro de un grupo de señoras, estaba haciendo funcionar un admirable fonógrafo que acababa de recibir de América. El aparato era la última palabra del progreso y reproducía exactamente las voces humanas y los sonidos de los instrumentos. Una cuadrilla de indios cantaba una canción semi-salvaje que hacía entonces furor en todas las poblaciones americanas y bailaban una danza desordenada. Todo estaba exactamente reproducido, hasta las pisadas epilépticas de los bailarines y los aullidos de entusiasmo de los espectadores.
—Ahora, si ustedes quieren, dijo la dueña de la casa, oirán á la Patti y á Mac-Kinley…
Harvey y Tragomer se aproximaron á miss Maud, y en el momento en que Mac-Kinley empezaba á decir: Fellow citizens of the senate …, el ganadero, señalando á su hija el joven, dijo:
—Te presento al vizconde de Tragomer, un amigo de tu futuro marido…
Miss Harvey, mi hija.
La delgada fisonomía de la americana se esclareció con una sonrisa. Señaló á Cristián una silla al lado de su sillón y dijo en tono un poco autoritario:
—Siéntese usted. Celebro mucho hablarle; deseaba conocerle hace mucho tiempo. Algunos amigos míos me han hablado de usted con frecuencia.
—Su prometido…
—¡No! El señor de Sorege no ha pronunciado jamás su nombre de usted. Y, sin embargo, sé que ha sido su amigo durante muchos años. No debe usted extrañar el verme tan bien enterada; soy curiosa y me gusta saber lo que atañe á las personas con quienes entablo relaciones… ¡Y no las hay más importantes que las del matrimonio! Me alegro, pues, de conocer á los que han rodeado á mi futuro marido: se juzga muy bien á las personas por las que les acompañan… ¿Por qué Sorege no habla nunca de usted? ¿Están ustedes regañados?
Tragomer, algo sorprendido por aquel atrevimiento, inclinó un poco la cabeza para disimular su embarazo. Le repugnaba dar á miss Harvey informes falsos y no quería declarar el enfriamiento de sus relaciones con Sorege. Una palabra dicha por ella á su promedito bastaría para ponerle en guardia.
Tan poco enfadados estamos, que si su padre de usted no me hubiera hecho el honor de presentarme, iba á hacerlo Sorege mismo.
—¡Tanto mejor! Yo quisiera que el señor de Sorege tuviera muchos amigos como usted… Parece que los tuvo muy malos en otro tiempo… ¿Quién era aquel Freneuse, que tan mal acabó?
Al oir aquella pregunta imprevista, Cristián se puso rojo y miró atentamente á miss Harvey. Desde que tenía que habérselas con Sorege desconfiaba de todo. Sospechó que la americana servía inconscientemente de cómplice al hombre de las miradas ocultas y que aquella prueba había sido preparada como un lazo. Quiso entonces penetrar hasta el fondo del pensamiento de miss Maud y dijo:
—Ese pobre Freneuse, señorita, era un infeliz muchacho que conocíamos el señor de Sorege y yo desde la infancia y cuyas aventuras han sido causa de una gran aflicción para todos los que le tratábamos.
—¿Por qué el señor de Sorege tiene tanta repugnancia en hablar de esas aventuras y del que fué su protagonista?… Nunca he podido sacar de él mas que respuestas vagas y lloronas sobre este asunto.
—Pero, señorita Maud, ¿por qué esa curiosidad?
—¡Ah! Hay entre mis conocimientos muy malas lenguas que critican todo lo que se hace sin su intervención… Se ha criticado mucho mi proyecto de matrimonio con el señor de Sorege y como no se encontraba nada reprensible en su conducta, han recurrido á la de sus relaciones… De este modo he tenido que conocer ese desgraciado asunto de Freneuse. Ha habido quien me ha hecho entender que habiendo el conde vivido en intimidad con un culpable, no sería imposible que él llegase á serlo. Como es natural, he acogido esos absurdos con el desprecio que merecen; pero he interrogado á Sorege sobre su antiguo amigo y él, que es tan dueño de sí mismo, se ha turbado y ha parecido estar en un suplicio. Entonces me propuse poner en claro lo que hubiese en el asunto.
—Pero, señorita, me cuesta trabajo comprender que una joven como usted, sin inquietudes y sin cuidados, aplique su atención á asuntos tan dolorosos como el que usted evoca. Y en todo caso, si el hecho de haber sido amigo de Jacobo de Freneuse es comprometedor, permítame usted harcerla observar que yo también fui amigo suyo.
—Sí, pero usted le defendió, usted no teme hablar de él, ni se pone violento cuando se pronuncia su nombre… Tengo la costumbre de pensar muy claramente y de hablar con mucha franqueza. En este asunto de Freneuse hay algo que me choca en lo que se refiere al señor de Sorege. ¿Qué es? Usted debe saberlo; dígamelo.
Cristián permaneció impasible.
—No tengo nada que decir á usted, miss Maud, sino que Jacobo de Freneuse no ha cesado de afirmar su inocencia y que algunos amigos suyos no han creído en su culpa, á pesar de las apariencias y á pesar de las pruebas.
—¿Y usted es de esos amigos?
—Sí, soy uno de ellos.
—¿Y no ha hecho usted nada hasta ahora para probar que no se engaña?
—¿Qué he de hacer? La justicia ha pronunciado su fallo.
—¿Y si se ha engañado?
—La justicia no se engaña, aunque es algunas veces engañada, que no es lo mismo.
—¿Había, pues, en ese asunto alguien que tuviera interés en engañar á la justicia?
—Acaso.
—¿Le conoce usted?
—No, no le conozco.
En este momento Sorege, inquieto al ver que la conversación de Tragomer y de su prometida se prolongaba, apareció en la puerta del salón. Miss Harvey le hizo seña con el abanico de que se aproximara y con todo el ímpetu incontrastable de su naturaleza, le dijo:
—Venga usted por acá. Estoy encantada de que mi padre me haya presentado al señor de Tragomer, que me está interesando mucho con el asunto de Freneuse, sobre el cual nunca he podido arrancar á usted ni una palabra. ¿Por qué no me ha dicho usted que le creía inocente?
—¡Quisiera creerlo! dijo Sorege con voz sorda.
—Tiene usted menos sencillez de espírtu ó menos indulgencia que el señor de Tragomer, porque él admite la inocencia de su amigo.
El conde inclinó la cabeza con tristeza.
—Tragomer tiene muchas razones para querer que Jacobo sea inocente; por eso afirma lo que desea…
—¿Qué razón es puede tener que usted no tenga? Era amigo de aquel desgraciado como usted, no más.
—¿No ha dicho á usted entonces los lazos que le unían á la familia
Freneuse?
Miss Maud fijó en Tragomer su clara mirada. El joven se sonrió.
—Es verdad; la señorita de Freneuse era mi prometida cuando ocurrió la catástrofe que echó por tierra todos nuestros proyectos. ¡Oh! Confieso que fué por mi culpa… No tuve constancia ni firmeza para desafiar y despreciar la opinión pública y sufrí débilmente la influencia de cobardes consejos. Me alejé un poco de esas desgraciadas señoras y cuando volví hallé la puerta cerrada y los corazones llenos de desdén… Por eso he paseado por el mundo entero mi tristeza durante diez y ocho meses, sin lograr calmarla. Aquí tiene usted mi historia, que es la de todos los amigos de Jacobo de Freneuse, y ahora comprenderá usted porqué á Sorege le es desagradable hablar de este asunto.
—Le hubiera agradecido que me confesase la verdad, como agradezco á usted mucho su franqueza… Comprendo la resolución de la hermana de aquel desgraciado… Yo no perdonaría nunca una falta de valor moral… Me explico que se tenga miedo delante de un tigre ó de un león. Es un efecto físico que no se puede razonar, pero creo que sería inexorable para un desfallecimiento intelectual. Después de volver del viaje, ¿ha hecho usted alguna tentativa para ver á su antigua prometida ó á su madre?
—No, dijo sordamente Tragomer; sé que sería inútil…
—¿Y usted, conde, no las ha vuelto á ver?
—Nunca.
Miss Harvey se quedó un instante pensativa. Después dijo, con una expresión de melancolía que contrastaba con su habitual vivacidad:
—La suerte de esas pobres mujeres es de lo más triste que se puede soñar. ¿Siguen creyendo en la inocencia del joven?
—Siempre.
—¿Y no hacen nada?
—¡Qué quiere usted que hagan?
—¡Si yo estuviera en su lugar haría algo! No es admisible el estarse llorando y meditando en un rincón cuando se ha cometido una injusticia. Yo, señor de Tragomer, si uno de mis hermanos hubiera sido víctima de una maquinación semejante, no hubiera tenido ni un instante de descanso hasta hacer proclamar su inocencia; hubiera gastado para ello mis fuerzas, mi inteligencia y mi fortuna, pero no hubiera dejado al inocente en presidio aunque tuviera que arrancarle de él á la fuerza con una cuadrilla de filibusteros…
Á estas últimas palabras Sorege prorrumpió en una carcajada que produjo un ruido falso. Su mirada pasó por los entreabiertos párpados hasta fijarse en la cara de Tragomer para estudiarla con inquieto cuidado.
—Usted es, dijo, una verdadera amazona, miss Maud… Pero esas cosas no se hacen tan cómodamente como usted cree. Para guardar á los penados hay buenas tropas, sólidas fortificaciones y rápidos navíos que recorren las costas.
—¡Parece usted encantado por ello! contestó con vivacidad la joven. La verdad es que no lo comprendo. Hay momentos en que parece que odia usted á su antiguo amigo.
—¡Odiarle! no; pero le vitupero severamente por haber malgastado tan torpemente su vida y alterado la de los demás. No tenía más que seguir tranquilamente el camino que se le ofrecía y por su afición á los caminos extraviados se hundió en tal cloaca de vicios que fué imposible impedir que se perdiera. Le guardo rencor por eso, miss Maud, por eso solamente, y así pruebo una vez más mi amistad.
—Pero, si está usted aún preocupado por ese muchacho, ¿por qué no participa de la creencia de su amigo? ¿Por qué no trata de discutir la culpa del condenado?
—¡Ah! Eso es imposible. Nos estrellaríamos contra la evidencia, dijo Sorege con fuerza. Negar los hechos materiales y reconocidos, probar, lo inverosímil, cerrarse á la evidencia, no es empresa para un ser sensato. Se puede gemir, lamentar maldecir, revolverse contra el buen sentido; pero combatir contra la verdad, ¿para qué?
—Sorege tiene razón, miss Maud, dijo fríamente Tragomer. Lo comprendo tan bien que mis convicciones son enteramente platónicas. Si hubiera algo que hacer, ya lo hubiera intentado, esté usted segura. Precisamente porque todo lo creo inútil he tomado el partido de viajar para distraerme.
—Puesto que viaja usted, ¿por qué no va á ver á ese desgraciado?
Tragomer se estremeció y se preguntó una vez más si la americana estaría de acuerdo con Sorege para hacerle hablar. Pero la audacia misma de la pregunta destruía esa suposición. La joven estaba sencillamente influida por el genio aventurero de su raza, por el desconocimiento de los obstáculos que caracteriza á las grandes fortunas y por la inconsciencia de las leyes que es propia de la mujer.
—¿Ir á Numea? preguntó Sorege con su voz falsa. ¡Triste expedición!
—No tendría valor, dijo Tragomer, para ver en la abyección un hombre á quien he conocido bello y brillante. ¡Cómo estará después de dos años de vida común con aquellos innobles compañeros! El carácter se rebaja pronto, el cuerpo se gasta y las malas costumbres se apoderan del hombre. El presidio convierte un individuo inteligente y fuerte en un ser envilecido y degradado… Prefiero no ver ese espectáculo que me causaría profunda pena…
—Y, sin embargo, usted le cree inocente y se resigna á pensar que vive en esas miserables condiciones, sin tratar de sacarle de ellas. Va usted á pasearse por el Mediterráneo de modo de poder desembarcar en Cannes ó en Montecarlo, lo que es muy agradable y muy higiénico. Allí no verá usted espectáculos tristes, si trata de no mirar á los tísicos. Me habían dicho que los franceses eran los últimos enamorados de la Quimera y que no se cometía en el mundo una heroica locura sin que tomasen parte en ella. Celebro ver que han adquirido sentido práctico y que antes de tomar una resolución consultan sus intereses. Señor de Tragomer, buen viaje. Tengo mucho gusto en haber conocido á usted. Probablemente, habrá usted vuelto de su expedición en la primavera; si quiere venir con mi padre y conmigo á la isla de Wight, á donde iremos como todos los años, hará un viaje muy de su agrado, pues se divertirá sin emociones ni disgustos.
Al hablar así miss Maud miraba al joven con una sonrisa violenta que daba á su cara expresión de desdén extraordinario. Sorege intervino con aire paternal.
—¿Pero hay que estar loco, miss Maud, para agradar á usted? No es justo sermonear á Tragomer por mi causa. ¿Por qué exigirle una sublimidad de que yo no le doy el ejemplo? Esta noche está usted de humor regañón, y en este caso aquí estoy yo para servir de blanco. Pero, por favor, que se salven los transeuntes.
Miss Harvey se echó á reir.
—Después de todo, conde, tiene usted razón, como decía su amigo, y él también la tiene. He hecho mal en ponerme agresiva.
—¡Los pueblos nuevos! dijo Sorege. Ya pensarán como nosotros, razas cansadas.
La joven ofreció la mano á Tragomer y le dijo con su amabilidad acostumbrada:
—Me he exaltado un poco; espero que me dispensará usted.
—Con mil amores, dijo el bretón; y con más motivo todavía, puesto que
Sorege es el que ha hecho el gasto.
Todos rieron y el mismo Sorege se dignó alegrar un poco su impasible fisonomía.
—Ahora, dijo la americana, no me interesa ya permanecer aquí y me voy.
Hizo una señal á su padre y se alejó seguida de Sorege. Marenval, que acechaba á su compañero hacía largo rato, se acercó entonces y preguntó, no sin inquietud:
—¿Qué diablos de conferencia han tenido ustedes los tres en ese rincón?
Por los ademanes, me parecía que la conversación era grave.
—Y no se engañaba usted. Á poco me ofrece miss Maud llevarme ella misma á la Nueva Caledonia…
—¡Usted se chancea!
—No, por cierto. Y esto, delante de Sorege. Todavía tiemblo.
—¿Entonces la hija después del padre? ¡Pero esta familia tiene la manía de pasear á la gente por el mar!
—Me ha hecho sufrir un verdadero interrogatorio á propósito de Jacobo de Freneuse…
—¡Bah! ¿Para qué?
—Eso quisiera yo saber. He sospechado un instante que Sorege había preparado esta encerrona para cogerme… Pero no; estaba tan violento como yo… Todo ha sido casual… En todo caso pienso, en un momento dado, sacar partido de la entrevista. Miss Harvey no permanecería indiferente á nuestros esfuerzos en favor de Freneuse. Si hay necesidad de pedirle su ayuda en una circunstancia decisiva, no la creo mujer de regateárnosla.
—¿Contra su prometido?
—Hasta contra él.
—¿Está usted seguro de no haber dejado adivinar nuestros proyectos?
—Completamente. He preferido dejar que esa muchacha se burle de mí. En este momento le inspiro una deplorable opinión. Yo haré que la modifique.
—¿Se va usted?
—Sí, tengo que terminar aún algunos preparativos y que arreglar algunos negocios.
—¿Dónde nos veremos mañana?
—Á las tres, en casa de la señora de Freneuse. Quiero tratar de verla y cuento con usted para que me reciba.
—Hasta mañana, pues.
El sombrío hotel de la calle de Petits-Champs pareció despertar de su lúgubre silencio cuando el timbre de la puerta resonó, impacientemente movido por Tragomer.
Giraud salió á abrir, sonrió á Marenval y se quedó estupefacto al ver á Tragomer. Su cara volvió á tomar el aspecto taciturno y cuando Marenval le preguntó:
—¿Están visibles las señoras?
—Para el señor, ciertamente, respondió el criado, pero no sé si el señor de Tragomer…
El acento lleno de censuras de aquella frase interrumpida impresionó profundamente á Tragomer. Desde el primer paso veía exactamente los sentimientos que había para él en aquella casa. ¡Aquel hombre que en la niñez le llevaba á su casa después de jugar con Jacobo, y que le daba paternalmente golosinas y caricias, dudaba si sus señoras querrían recibirle! El hotel de los Freneuse aparecía silencioso y desolado, Jacobo no estaba allí ya, el criado se presentaba encorvado, tembloroso y triste, y él volvía á entrar como un extraño en aquella mansión antes abierta y risueña…
—Haga usted el favor, Giraud, de anunciar á las señoras mi venida; voy á esperar en el saloncillo donde…
Al decir estas palabras tan llenas de recuerdos para él, las lágrimas se agolparon á sus ojos.
—¡Ah! señor Cristián, exclamó el criado conmovido. Nuestro Jacobo no le hará á usted compañía como en otro tiempo… Pero creo que no le ha olvidado usted y que le quiere todavía… ¡Oh! Bien pensaba yo que era imposible que hubiese abandonado á su amigo como los otros…
—No, Giraud, no le he abandonado. Ya tendrá usted la prueba. Pero es importante que hable con la señora de Freneuse. El señor Marenval va á pedir que me reciba. Condúzcale usted y yo esperaré que me llamen.
Entró en la pieza donde Marenval había interrogado tan largamente á Giraud acerca de Sorege, y el criado y Cipriano se encaminaron al salón en el que aquella madre desconsolada pasaba su existencia sin esperanza. La hija estaba trabajando silenciosamente en el hueco del balcón. Fuera de los detalles corrientes de la vida, las dos mujeres no hablaban nada: estaban tan de acuerdo que no necesitaban palabras para comprenderse.
La puerta se abrió y apareció Marenval detrás de Giraud. La señorita de Freneuse dedicó al recién llegado una amable sonrisa, se levantó y ofreciendo la mano á Cipriano le condujo hasta su madre.
—Había prometido volver muy pronto, queridas primas, dijo el antiguo comerciante, y aquí estoy para traer á ustedes mejores esperanzas que la última vez.
—¿Ha sabido usted algo favorable á nuestra causa? preguntó turbada la señora de Freneuse.
—Sí, ciertamente, muy favorable… Pero ante todo, no quiero que se me atribuya á mi solo el mérito de lo que se ha logrado. En este asunto he tenido un aliado hábil y perseverante á quien se debe la parte más importante de los resultados obtenidos;… es Tragomer.
La frente de María se oscureció, pero Marenval no se desconcertó por eso.
—Es indispensable que le vean ustedes. Sólo él podrá darles los importantes datos que posee, pues él es quien los ha obtenido á fuerza de perseverancia y de sagacidad.
La señora de Freneuse miró á su hija para ver cómo acogía esta petición.
La joven hizo un movimiento de protesta, palideció y dijo, sin embargo:
—Recíbele, madre mía, si tienes en ello interés. Yo me retiraré.
—¿No puedes mostrarte menos rigurosa?
—Nunca olvidaré lo que ha hecho, bien lo sabes.
—Sin embargo, si repara su falta y trabaja con nosotros por la rehabilitación de tu hermano…
—Para convencerme necesito algo más que vanas palabras, dijo la joven con amargura.
Llamó y dijo á Giraud, que apareció en la puerta:
—Haga usted subir al señor de Tragomer.
Y sin decir más, pasó por delante de su madre y de Marenval y salió.
—¡Ese pobre Cristián! dijo Cipriano á la señora de Freneuse. Cuando usted sepa lo que ha hecho y lo que está dispuesto á hacer, será usted su abogado cerca de María. Es preciso no desanimar á un hombre tan útil. ¡Diablo! ¿Qué sería de nosotros sin él?
Tragomer entró. Durante un momento permaneció indeciso en la puerta, buscando con la vista á María, y no vió más que á la señora de Freneuse enlutada y con el cabello blanco. Sus labios se conmovieron, sus ojos se pusieron húmedos y sin poder articular palabra, Cristián fué á arrodillarse con respeto filial ante aquella mártir. La anciana abrió los brazos y ambos confundieron por un instante sus lágrimas. Por fin la señora de Freneuse se separó, enjugó sus ojos y dijo mirando afectuosamente al joven:
—Gracias, Cristián, por haber vuelto. Por unos minutos ha hecho usted resucitar el pasado. Veamos ahora qué ha hecho para que el porvenir sea mejor.
Tragomer se levantó, se apoyó en la chimenea y contestó, dirigiéndose tanto á Marenval como á la madre de Jacobo:
—He adquirido la convicción, más aún, la certeza, de que la mujer por cuya muerte fué condenado Jacobo, vive.
—¡Lea Peralli! exclamó con estupor la anciana.
—Lea Peralli. Ha habido en este asunto una parte misteriosa que estoy en vías de aclarar y no retrocederé ante nada para conseguirlo. Nuestro amigo Marenval me ayuda valerosamente, animado del mismo deseo y del mismo ardor que yo. Al fin de nuestra empresa esta la declaración de inocencia de su hijo de usted. Esto es lo que vamos á tratar de realizar.
—¿Pero cómo?
—Mañana salimos para un largo viaje por mar. Nos vemos precisados á costear por el Mediterráneo á fin de aparecer en Niza, en Nápoles, en Palermo y en Alejandría, engañando así á los que nos observan. Pero repentinamente cambiaremos de rumbo, pasaremos el canal de Suez, nos lanzaremos á todo vapor en el mar de las Indias y, por Colombo, llegaremos á la Nueva Caledonia. Allí bajaré á tierra, veré á Jacobo y le plantearé las formidables preguntas que deben esclarecer por completo la oscuridad de que tan hábilmente han sido rodeados los pormenores del crimen.
—¿Van ustedes á verle? exclamó la madre juntando las manos con ademán suplicante. ¡Oh! Llévenme con ustedes.
—No podemos. La presencia de usted á bordo sería una confesión de nuestros proyectos. Por el contrario, es preciso que cuide usted de salir alguna vez durante nuestra ausencia, para que todo el mundo sepa que está en París.
—¡Todo el mundo! ¿Quién tiene interés en vigilarme y en temerles á ustedes?
—El ó los cómplices, ó los culpables mismos, en cuyo lugar sufre y expía Jacobo… Si los ponemos en guardia pueden escaparse. Para apoderarnos de ellos, es preciso, que caigamos encima como un rayo…
—¿Pero yo los conozco? preguntó con angustia la anciana.
—No me pregunte usted, respondió Tragomer; conténtese con la esperanza que le doy. Después de haber vivido durante dos años en el aniquilamiento y en el dolor, puede usted volver á la esperanza y á la alegría.
—¡La alegría! ¡Ay! Nunca la recobraré, aunque vuelva á ver á mi hijo. Estas pruebas rasgan el corazón por toda la vida. Véame usted; estoy encorvada, blanca y arrugada como una octogenaria y no tengo cincuenta años. Ruego al cielo que los que me han proporcionado mi horrible tortura no sufran todo el castigo que merecen…
—¡Oh! señora, le sufrirán terrible, porque su maquinación tuvo tan buen resultado, que se creen seguros de la impunidad. Ha sido preciso un conjunto de circunstancias increíbles para que yo haya encontrado el primer hecho que me abrió los ojos. De pesquisas en pesquisas, hemos necesitado mucho tiempo y muchos esfuerzos para llegar al punto en que estamos y aún nos queda todo por hacer.
—¿Pero tienen ustedes, al menos, esperanzas de lograr su empeño? dijo la anciana, espantada por las restricciones de Tragomer.
—Mi querida prima, dijo Marenval, míreme usted bien. Yo no me aventuro con frecuencia y, sobre todo, jamás lo hago á la ligera. Para que un hombre como yo, al fin de su carrera, acomodado, dichoso, libre, rico, y sin otro cuidado que el de vivir bien, emprenda un asunto como este en que nos hemos comprometido Tragomer y yo, es preciso que esté firmemente seguro del resultado… ¡Sí! Lo lograremos.
La señora de Freneuse miró con extrañeza mezclada de asombro á Cipriano y éste añadió con acento de bondad:
—Tragomer me lo ha prometido y tengo confianza en él.
—Pero ¿cómo sabremos lo que suceda?
—Todo lo he previsto. Mi ayuda de cámara recibirá nuestras cartas y se las traerá á ustedes; así estarán al corriente, sin recibir una correspondencia directa. La indiscreción de un empleado ó la charla de un doméstico podrían descubrirnos y echarlo todo á perder.
—¿Y que haré yo para responder á ustedes?
—Seguirán el mismo camino. Mi ayuda de cámara es un hombre de confianza, como Giraud… Pueden ustedes darle sus cartas y él las dirigirá al capitán de nuestro yate.
—Lo que encargo á ustedes desde ahora, dijo con intensa emoción la anciana, es que abracen á mi desgraciado hijo en mi nombre y le aseguren que mi corazón no ha dudado jamás de él y que mi pena no me ha importado pensando en la suya. Ha cometido muchos errores y muchas faltas, pero está pagando su mala vida con un suplicio que le limpia y le engrandece. Díganle ustedes esto que le consolará si ha llorado y antes de prometerle la rehabilitación háganle ver que nada es perdido en este mundo, ni aun el dolor…
—Realizaré sus deseos, señora, dijo gravemente Tragomer; pero si usted piensa que se puede expiar cualquier error, dígnese ser indulgente con los que yo he cometido. ¿No querrá usted abogar por mi con la señorita de Freneuse? Sería muy dulce para mi decirle adiós antes de marchar. Si sigue inexorable por lo que á ella concierne, acaso quiera animarme por cariño á su hermano. No pido ningún perdón, ninguna esperanza. Un sencillo deseo de buen éxito y si no vuelvo, una oración.
La señora de Freneuse se levantó, pasó á la pieza contigua, donde estuvo un instante, y volvió á aparecer seguida de su hija. Las dos mujeres estaban pálidas y con los ojos llenos de lágrimas. María se adelantó hacia su antiguo prometido y dijo con voz segura:
—Ha pedido usted verme, señor de Tragomer, antes de partir. Sé que va usted á intentar la salvación de mi hermano y no puedo oponerme á ese deseo. Aquí estoy.
Tragomer permaneció delante de ella turbado, temblando y desgraciado. Quiso hablar, pero había prometido callarse. Su justificación le subía á los labios y su corazón estaba lleno de pena viendo después de dos años, adelgazada y abatida por el dolor, á la que había conocido risueña, y dichosa. Le parecía más hermosa en el dolor que en la alegría. Su cara había tomado un carácter de nobleza y de altivez en vez de su antigua expresión de discuido y de candor. Se adelantó hacia ella y dijo con dulzura:
—María…
La joven se estremeció ante los recuerdos que evocaba en su mente aquel nombre pronunciado por su antiguo prometido. Todo el pasado desfiló por sus ojos. Vió la casa alegre y animada, á su madre dichosa, á su hermano mimado á pesar de sus locuras, y á ella sonriente ante un porvenir de felicidad.
Ante ese cuadro tan dulce de la antigua vida, acabada para siempre, la joven no pudo contener su emoción y llevándose las manos á la cara rompió en sollozos. Tragomer, entonces, sin poder contenerse dijo con vehemencia apasionada:
—Esas lágrimas, María, me afligen y me encantan á la vez, porque indican que no lo ha olvidado usted todo y que su corazón no está cerrado para siempre. ¡Oh! si, se abrirá de nuevo para mi, lo sé, y me perdonará. Tanto haré que olvidará usted su justo resentimiento. Si hubiera partido sin ver á usted, creo que mi empeño hubiera fracasado. Ahora que ya no tengo ninguna inquietud, estoy seguro de triunfar. Sepa, pues, que por usted haré todo lo que he pensado y entonces, comparando mis errores con la reparación conseguida, llegará un día en que usted me perdone.
María se levantó tranquila, fuerte, decidida, y mostrando á Cristián su hermosa cara transfigurada por la esperanza, pronunció estas palabras:
—¡Logre usted su empeño!…
Tragomer lanzó un grito de júbilo y viendo la mano de María que caía con descuido por encima de su falda, la cogió arrodillándose é imprimió en ella respetuosamente sus labios. Después se inclinó ante la señora de Freneuse y dijo:
—¡Vamos, Marenval; ahora partamos.
—¡Partamos! repitió Cipriano con energía.
Y abrazando calurosamente á las dos mujeres, siguió á Tragomer.
La chalupa de vapor se detuvo al pie de la escalera del muelle y un sargento de infantería de marina tiró con un gancho de la embarcación para facilitar el desembarque del pasajero. Éste se levantó de la popa, donde estaba sentado al lado del timonel y dijo en inglés:
—Esperadme aquí hasta que vuelva. Acaso tardaré largo tiempo; que ni un solo hombre baje á tierra.
—Muy bien, master Cristián.
Tragomer vestido de tela blanca y llevando en la cabeza el casco colonial de corcho, saltó con ligereza á las losas mojadas de la escalera y subió al muelle. Una bandada de canacos vestidos de sórdidos oropeles se agolpó delante del viajero. El sargento exclamó rudamente.
—¡Atrás! atajo de brutos…
Y levantando un revenque que tenía en la mano pareció dispuesto á poner de acuerdo sus actos con sus palabras. Los indígenas hicieron plaza al recién llegado y éste se encontró solo en presencia del jefe del puesto.
—¿Ha desembarcado usted del pequeño navío inglés; caballero?
—Sí, dijo Tragomer con un fuerte acento inglés, he desembarcado para todo el día. Quisiera visitar el establecimiento penitenciario…
—Hay que pedir permiso al gobernador.
—¡Ah! ¿Y dónde está el gobernador?
Con la habitual complacencia francesa, el sargento buscó con la vista al rededor y viendo un vigilante canaco que estaba holgazaneando sentado en el parapeto de la estacada, le gritó:
—¡Derinho! Vas á acompañar hasta el palacio á este señor extranjero… No encontrará usted al gobernador, caballero; está haciendo un viaje á bordo del aviso de guerra… pero le recibirá á usted su secretario… Si, son las tres y debe estar allí todavía… Si por casualidad se hubiera marchado, lléguese usted al café de la Cousine .
—Gracias, dijo sonriendo Tragomer, y no queriendo ofrecer dinero al digno sargento, sacó del bolsillo una petaca de paja de Manila y la presentó al jefe del puesto.
—Hágame el favor de aceptar un cigarro.
—¡Con mucho gusto!… ¡Cáspita! ¿Ha pasado usted, al venir, por la
Habana?
Cristián vació la petaca en las manos del soldado y, saludándole, siguió al guía que le esperaba.
—Esta vez, exclamó alegremente el soldado viendo alejarse al viajero, si atrapo el cáncer del fumador, no será con colillas…
Y encendiendo voluptuosamente un cigarro de banquero, continuó su interrumpida ronda de vigilancia. Hacía un calor sofocante apenas dulcificado por la brisa del mar. La isla de Nou extendía enfrente de la rada su costa baja orlada de espuma y en el cielo sin nubes se recortaban las agrestes y verdosas cimas de la isla de los Pinos. La bahía estaba animada por el movimiento de las chalupas y de los lanchones conducidos por marineros canacos. Un gran barco carbonero estaba llenando sus calas y repartía en derredor una mancha negra, mientras algunos navíos mercantes, con las velas plegadas en las vergas y las chimeneas inactivas, balanceaban su mole sobre las ondas azules. Unos cuantos metros más lejos, un yate blanco, armado en goleta, de poca altura sobre el agua y cortado para carreras, levantaba su chimenea amarilla por la que se escapaba un ligero penacho de humo: En el palo de popa flotaba la bandera inglesa y el movimiento de la tripulación en el puente indicaba que el navío tenía sus calderas encendidas y estaba pronto á marchar.
Por un paseo de árboles cuya vitalidad no honraba á la administración colonial, Tragomer entró en la población precedido por el guía. Como hacía buen tiempo, una espesa capa de polvo cubría el camino, que en la época de las lluvias debía convertirse en un río de cieno. Á uno y otro lado se veían algunas tiendas poseídas por expenados y que ofrecían á la población objetos de utilidad ó de lujo. Las muchachas canacas, con sus sombreros trenzados y sus vestidos de algodón de colores, pasaban, de vuelta del mercado, mostrando las cestas llenas de pescados y respondiendo con sonrisas á las miradas de los soldados de marina. El vigilante acortó el paso y Tragomer vió delante de él una construcción bastante vasta en la que se ostentaba la bandera tricolor.
—¡Palacio!… dijo con énfasis Derinho, escupiendo un charco de saliva enrojecida por el betel.
—Bien, respondió Tragomer, que divisó al centinela apoyado negligentemente en su fusil á la sombra de la garita.
Cristián dió una moneda al guía y entró en el palacio. Una cuadrilla de penados estaba componiendo el techo de un pabellón y el vigilante, sentado en una viga, fumaba tranquilamente. Sobre una puerta Tragomer leyó: "Administración penitenciaria—Despacho del Gobernador—Secretaría general;" Entró y un empleado soñoliento levantó la cabeza al oir pasos y dijo con voz agria:
—¿Qué desea usted?
—Hablar con el señor secretario…
—¡Otro inglés! murmuró el empleado; y levantándose perezosamente entró en la habitación contigua.
—Pase usted, dijo reapareciendo un momento después.
El secretario estaba medio echado en una butaca, con el chaleco desabrochado y la corbata deshecha. Al ver al visitante se levantó, indicó con mano negligente un sillón enfrente del suyo y con una cara que expresaba grande asombro, pues nadie iba á aquel país sin estar obligado, dijo:
—¿Á quién tengo el honor de hablar?
—Sir Cristián Fergusson, de Liverpool, y aquí tiene usted una carta del cónsul de Francia en Colombo que me recomienda á la benevolencia del señor Gobernador.
—¿El señor es inglés? dijo el secretario cogiendo el papel con amable indiferencia. Sí, no vemos visitantes si no son ingleses ó americanos. Los franceses no vienen jamás… Esos no viajan… ¿Para qué venir, por otra parte, á este endiablado país? ¡El establecimiento! ¡Los campos penitenciarios! ¡Bonito espectáculo! En fin, cada uno su gusto…
Echó una ojeada á la carta y continuó:
—Está usted haciendo un estudio comparativo del régimen penal de las naciones europeas… ¡Ingrato trabajo! Hay que ver de cerca á los penados, como nosotros los vemos, para darse cuenta del escaso partido que se puede sacar de ellos para colonizar… ¡Mal ganado, caballero, mal ganado! ¡Y difícil do conducir! Todos creen, al llegar aquí, que van á estar en Jauja. Los hay que están en las cárceles de Francia y matan para ser enviados á la Nueva Caledonia… Ven la colonia á través de sus sueños y cuando se encuentran con la realidad viene el desencanto. Aquí no gozan de una existencia de plantador ó de sibarita… ni con mucho. Creen que van á pasar el tiempo fumando en la orilla del mar, como parisienses de veraneo, y se sublevan cuando ven las cuadras, los dormitorios en que duermen encadenados, los vigilantes revólver en mano… ¡Oh! Cuando se portan bien, la administración es paternal con ellos. Se les admite en las oficinas, se dulcifica su suerte y se les hace casi dichosos… Pero ¿cuántos se hacen dignos de esos favores?… La mayor parte no tienen más que una idea: robar y escaparse…
El secretario tomó aliento. Su oyente le había escuchado con una atención que le halagaba, y ya se preparaba á proseguir, cuando Tragomer le preguntó:
—¿Son frecuentes esas evasiones?
—Muy frecuentes, pero casi siempre inútiles. Para que un penado se pueda escapar, es preciso que le recoja un navío. Tuvimos en otro tiempo la evasión de Rochefort con Olivier Pain, que se cita como una especie de leyenda. Pero es preciso gastar mucho dinero y tener cómplices fuera para que salga bien una tentativa semejante… Generalmente, los que se escapan se meten en las malezas y viven allí como bandidos corsos, hasta que los cogen los canacos ó se rinden ellos mismos… Su única probabilidad de salvación es apoderarse de una lancha y tratar de llegar á la Australia… Pero entonces corren el riesgo do morirse de hambre ó de que se los coman los tiburones.
—¿Y dónde se escapan más fácilmente?
—En la isla Nou… El último que nos jugó esa partida consiguió despojar de su uniforme al vigilante y atarle como un salchichón… Después se escapó en su lancha, pero se le alcanzó en el mar y fué preso… Es un antiguo sacerdote, condenado por atentado al pudor. ¡Oh! un buen punto… Le echaron encima cinco años de célula… Allí puede decir sus rezos á la sombra.
El secretario se echó á reír, pero se repuso ante la calma imperturbable de su interlocutor.
—¿Hay en este momento penados cuya conducta sea ejemplar y que merezcan los favores de que me hablaba usted hace poco?
—¡Ah! Ya veo que está usted haciendo averiguaciones serias, dijo el secretario, mirando con curiosidad á Cristián.
—Sí; voy á publicar un trabajo á mi vuelta á Inglaterra, en el Century-Magasine … y deseo reunir datos.
El secretario cogió un librote, lo hojeó y dijo:
—Tenemos en el almacén un antiguo notario condenado á veinte años por haber arruinado un pueblo entero de provincia… Nos presta muy buenos servicios… Aquí, en el hospital, hay un médico condenado á perpetuidad por haber envenenado á su querida… Estuvo admirable, hace poco tiempo, cuando la epidemia de viruela: sin su abnegación, no sé cómo hubiéramos salido del paso… Yo no quiero que me cuide otro médico cuando esté malo… Y la familia del gobernador forma parte de su clientela…
—¡Muy curioso! dijo Cristián. Verdaderamente francés!
—Amigo mío, contestó el secretario, no hay que andarse con prejuicios ante el peligro. Es mejor ser curado por un presidiario que morirse tratado por un santo.
— Yes . ¿Y hay otros?
—Sí; le indico muy particularmente un joven de buena familia condenado á perpetuidad por haber matado á su querida. Ha caído en un misticismo extraordinario, hasta el punto de edificar con su piedad al capellán. Si el señor gobernador le dejase libertad para ello y los reglamentos lo permitieran, se haría cura… Nos hemos visto obligados á separarle de los demás penados, que le colmaban de injurias y de malos tratamientos y hubieran acabado por matarle, tomándole por un espía destinado á denunciarles.
—¿Y cómo se llama ese hombre tan extraño?
—Se llamaba Freneuse. Ahora está matriculado con el número 2317.
Tragomer se estremeció, su cara se cubrió de palidez y su corazón se oprimió dolorosamente. Respondió, sin embargo, con calma:
—¿Me será posible ver al notario, al médico y á ese apóstol?
—Sí, si así lo desea usted.
—Creo que me será útil.
—Pues voy á dar á usted un permiso.
—Será usted muy amable.
El funcionario escribió unas líneas y dijo:
—Doy orden para que pongan á la disposición de usted la lancha de la administración; eso simplificará todas las formalidades. El patrón acompañará á usted.
— ¡All right!
—Pero son las diez dadas. ¿Ha almorzado usted?
—No; no he hecho más que desayunarme esta mañana. Si quiere usted permitir á un viajero con el que ha sido usted tan complaciente, que le invite á almorzar, llegará al colmo de su buena hospitalidad… tan francesa.
—Realmente, soy yo quien debe hacer los honores…
—Me disgustaría usted, dijo Cristián sonriendo.
—Pues acepto.
Se puso la corbata, se abrochó el chaleco, cogió el sombrero y salió precediendo á Tragomer.
El mismo día, á las tres, la lancha de la administración, impulsada, por seis vigorosos pares de remos que manejaban otros tantos presidiarios, atracaba en la isla Nou, y Cristián, conducido por el patrón del barco, se dirigía al establecimiento penitenciario. En la muralla que rodea el campo de los penados se apoyaba un pequeño edificio en cuya puerta se leía, en letras negras y rojas, estas palabras: Pretorio disciplinario . Era el tribunal ante el que comparecían los indisciplinados para responder de sus fechorías. Un estrado y unos cuantos bancos guarnecían la sala, cuyas paredes estaban tendidas de cal.
—Siéntese usted un instante, milord, dijo el vigilante. Voy á buscar al 2317 y se lo traeré… Puede usted fumar si gusta…, no huele á rosas aquí.
Tragomer inclinó la cabeza sin responder, y se apoyó en el estrado desde el cual se distribuían castigos á aquellos desgraciados que parecen, sin embargo, haber llegado al máximum del sufrimiento. Una indecible angustia le oprimía el corazón. Había llegado al fin de su empresa; el presidio le había abierto sus puertas y dentro de un instante iba á encontrarse en presencia del que venía á buscar desde tan lejos.
Conocía ya su estado moral, pues el secretario se lo había descrito claramente; pero ¿cuál sería su estado físico? ¿Cómo habría soportado la terrible prueba de la vida común con tantos bandidos? ¿Qué habría sido, después de dos años, del hermoso Freneuse? ¿Habría persistido el vigor en aquel cuerpo sometido á repugnantes trabajos, á privaciones de alimento y á un clima mortífero? ¿No le habría minado y destruído la pena? ¿Llegaría á tiempo la salvación? Se oyeron pasos, la puerta se abrió y el vigilante dijo.
—Entre usted. Aquí está el extranjero que tiene autorización para verle.
Tragomer se volvió. Quería que Jacobo no pudiera reconocerle al entrar. No sabía si el vigilante les dejaría solos y temía que un grito, un ademán, una palabra, redujesen á la nada toda su combinación. El vigilante se acercó á él:
—Milord, aquí está el personaje. Está un poco chillado, ¿sabe usted? Escuche sus tonterías el tiempo que guste y cuando se canse no tiene más que llamarme. Yo me quedo á la puerta.
Tragomer experimentó una tranquilidad deliciosa. Iba á poder hablar libremente á su amigo. Ahora ardía en deseos de volverse y de verle. Le sentía allí, á tres pasos, humilde y obediente, esperando sus órdenes. Veía de reojo su silueta miserable con el traje de lienzo del presidio. Una sombra interceptó la claridad de la puerta; era el vigilante que salía. Cristián, entonces, se volvió y poniéndose un dedo en los labios como para recomendar la prudencia á su amigo, avanzó hacia él sonriendo.
Jacobo de Freneuse no hizo un gesto ni pronunció una palabra. Un tinte lívido invadió su cara enflaquecida y afeitada, sus ojos se agrandaron asustados como á la vista de un espectro, tembló con todos sus miembros y, las manos juntas, los labios balbucientes, dijo muy bajo, como si temiera hacer desvanecerse aquella dichosa visión:
—¡Cristián! ¡Cristián! ¿Es posible? ¡Cristián!
Las lágrimas brotaron de sus ojos tristes y dulces y se deslizaron por sus demacradas mejillas. Y se quedó allí inmóvil, el pecho anheloso y medio muerto de angustia y de esperanza. De pronto percibió á su amigo que venía hacia él, sintió que dos manos afectuosas estrechaban las suyas y oyó una voz que decía:
—¡Cuidado! El vigilante puede oírnos, y todo se perdería… ¡Jacobo! ¡Mi pobre Jacobo! ¡En qué estado te encuentro! Mírame… que yo vea tus ojos… ¡Cómo has debido sufrir para llegar á esta delgadez, á este abatimiento!…
Le atrajo al ángulo más lejano de la sala, donde era difícil verlos é imposible oirlos desde fuera. Se sentaron en un banco y Tragomer cogió en sus brazos al pobre mártir y le estrechó contra su corazón riendo y llorando á la vez. Jacobo, sin embargo, trataba de desasirse, como avergonzado.
—¿No te causo horror? dijo con amargura. Mira mi traje y este número, que es ya mi único nombre, ¡Estás abrazando á un presidiario, Tragomer! ¡Bien sabes, sin embargo, que soy un asesino!
—¡No! Sé que eres inocente y acabo de navegar millares de leguas para decírtelo y para ayudarte á probarlo. Jacobo, bésame en la mejilla; la última boca que se ha posado en ella es la de tu madre.
—¡Mi madre! dijo Jacobo con extravío. ¿La has visto, vienes de su parte y me traes sus besos? ¡Oh! Cristián, he aquí un momento que me compensa de muchas penas… ¿Se habrá el cielo apiadado de mí? Pero no me escuches… ¿Qué importa lo que yo digo? ¿Qué puedo decirte? Mi vida se resume en la palabra desgracia. ¡Háblame! Tengo sed de oirte!…
—Los instantes que hemos de estar juntos son preciosos, Jacobo mío. He entrado aquí con nombre falso. Me creen inglés. Tengo un navío anclado en el puerto. Marenval, pronto y decidido á todo, me espera.
—¡Marenval! ¿De dónde viene ese celo imprevisto?
—De sus remordimientos por no haber hecho bastante por tu causa y de su deseo de reparar su falta.
—Pero ¿qué intentáis?
—Escucha. En el momento de la sentencia protestaste de tu inocencia con toda la energía de que eres capaz. Nadie te creyó. Los que más te amaban, pensaron que habías obrado en un momento de locura, pero con gran dolor suyo, tuvieron que privarse de defenderte. El asesinato era un hecho cierto, evidente, indiscutible.
—Sí, dijo Jacobo, pero no le había cometido yo. En la cárcel, durante la prisión preventiva, me cogía la cabeza con los manos y me volvía loco, porque, como tú dices, la evidencia me aplastaba. Y, sin embargo, yo sabía bien que era inocente. Cuando los testigos desfilaban delante de mí en la sala de audiencia, y todos probaban mi crimen; cuando el fiscal tomó la palabra para acusarme, yo me preguntaba si mi razón me había abandonado, porque todos decían cosas que yo no podía negar ni refutar y, sin embargo, sabía que era inocente. Mientras la notable defensa de mi abogado, yo comprendía que ninguno de los argumentos con tanta inteligencia aducidos por él llevaba la convicción á los ánimos, y oí mi sentencia sin asombro alguno. Sin embargo, era inocente. ¿Cómo se explica, Cristián, que se puedan producir iniquidades semejantes, que un desgraciado pueda ser entregado á los verdugos sin haber hecho nada para ser torturado, que se le insulte, que se le humille y que se le encadene, si no hay en su destino un castigo del cielo con el que ha sido ingrato? Nada ocurre en la vida sin que tenga una razón determinante; la dicha ó la desgracia se merecen por los esfuerzos hechos en el sentido del bien ó del mal. Yo nací bajo una influencia dichosa; la fortuna repartió en torno mío sus más preciosos dones, y yo, en vez de aprovechar esas influencias favorables para levantarme más y más, las usé para descender hasta la más horrible conducta. He afligido á los míos con mis caprichos y mis faltas. No puedo comprender esta catástrofe final sino como una expiación de mi mala vida. He meditado, he llorado, he sufrido y me he inclinado bajo la mano que me hiere, para merecer su misericordia por mi resignación.
—¿Así pues, has renunciado á toda esperanza de justificarte?
—¿Cómo probar hoy lo que no pude hace dos años? Para perderme se unieron mil circunstancias misteriosas. Tenía una deuda con el destino y la estoy pagando.
—¿Y si yo hubiera descubierto la trama misteriosa y criminal de esas circunstancias misteriosas?
—¿Sabrías tú lo que yo me maté inútilmente por saber?
—Lo sé.
—¿Cómo lo has descubierto?
—Por casualidad.
—¿Conoces al culpable?
—Todavía no, pero sé que no pudiste ser tú.
—¿Has descubierto al verdadero asesino de Lea Peralli?
—No lo he descubierto, por la sencilla razón de que Lea Peralli está viva.
Los ojos de Jacobo se pusieron fijos como si los atrajera una visión lejana y horrorosa. Movió la cabeza y dijo:
—La vi bañada en sangre. ¡Estaba muerta!
—Y yo la he visto llena de fuerza y de salud. ¡Estaba bien viva!
Una sombra de espanto pasó por la mente de Jacobo: el infeliz creyó que la locura venía de nuevo á asaltar su mente. Bajó la voz y dijo con terror:
—¡Cristián! ¿Estás seguro de no delirar? Tengo miedo por mi razón en algunos momentos. Los testigos, los jueces, todo el mundo ha estado de acuerdo. Yo estoy aquí con esta inmunda librea de presidiario porque Lea Peralli murió asesinada. ¿Qué significaría todo este rigor, toda esta infamia, si yo no tuviera que responder de un crimen cierto? ¿Qué formidable y monstruosa mistificación se habría cometido? ¿Y qué decir de los que se hubieran prestado á ella?
Se echó á reir sordamente; después sus ojos se llenaron de lágrimas. Bajó la cabeza, como para ocultar el llanto, y el movimiento acompasado de sus labios hizo creer á Cristián que estaba rezando.
—Jacobo, no puedo explicarte cómo ha sucedido todo esto, pero te afirmo que es cierto. Se ha cometido un error que no califico, porque me faltan palabras para ello, pero se ha cometido. Tu inocencia, en la que nadie ha querido creer, es cierta. Si se ha cometido un crimen no has sido tú el autor. Así lo he asegurado á tu madre y á tu hermana cuya desesperación he logrado apaciguar temporalmente. Así lo he declarado á uno de los magistrados que estudiaron tu causa, que te creía culpable y á quien he hecho dudar con mis afirmaciones. He probado tu inocencia á Marenval y ese escéptico, ese egoísta, ha sido presa de tal entusiasmo que ha fletado un navío, ha dejado sus placeres, y ha atravesado los mares desafiando peligros, fatigas y responsabilidades para acompañarme hasta ti. Y cuando llego á decirte que el crimen por el que estás condenado no se ha cometido, ¿serás tú el único que no quiera creerme?
—¡Pero se ha cometido un crimen! exclamó Jacobo con espanto. Veo todavía aquella mujer muerta, con su cabello rubio y su cara ensangrentada é informe…
—¡Informe!
—¿Quién era aquella mujer, si no era Lea?
—Eso es lo que vengo á preguntarte.
El presidiario se torció las manos, angustiado por su ignorancia, que él creía mortal.
—¡No sé! ¡No puedo saber! ¿Cómo quieres que sepa? ¡Oh! Me estás atormentando… Déjame en mi abyección y en mi rebajamiento… ¿Á qué querer remontar la corriente? ¡Estoy perdido sin apelación! El destino no cambia. Soy un desgraciado víctima de fatalidades inexplicables y en vano tratarás de arrancarme á mi suerte. No me revoluciones el pensamiento con esperanzas irrealizables. Déjame: no espero más que el reposo y el olvido de la muerte.
—¿Á tal abandono de ti mismo has llegado? exclamó Tragomer. ¡Qué! el efecto de la miserable condición en que vives hace dos años ha sido tan rápido y tan completo que renuncias á justificarte y á confundir á los culpables?
—Tú no sabes, Cristián, las torturas mortales que he padecido. ¡Todo me es indiferente ya!
—¿Hasta ver á tu madre y á tu hermana?
—¡Oh! no… Eso solamente, eso es lo que deseo. ¿Pero cómo lograr esa dicha? Soy un presidiario. Por muy benévolos que sean mis carceleros, no puedo esperar la libertad antes de años y años, y aun entonces no podré volver á Francia. Sería, pues, preciso que mi madre y mi hermana viniesen aquí y cuando ahora no han venido contigo es que juzgan que es imposible y no lo harán jamás. Ellas y yo moriremos sin habernos vuelto á ver. Eso es lo que me desgarra el corazón, Cristián; acepto mi miserable suerte, me resigno á sufrir, pero no á que sufran los que amo.
Dejó caer la cabeza hasta las rodillas y así, con el cuerpo enflaquecido, encorvado en su sayal de tosco lienzo, se echó á llorar como un niño. Al oir ese ruido el vigilante apareció en la puerta y viendo á Tragomer sentado con el preso, que lloraba á lágrima viva, dijo:
—¡Ah! ¿Está contando su historia y eso le conmueve? No es mal muchacho, aunque haya dado un mal golpe… Si todos aquí fueran como él, nuestro oficio no sería duro… Se podría tener humanidad… Pero la mayor parte, milord, son buenos mozos que le matarían á uno si no tuviera el revólver en la cintura… ¿Se cansa usted de hablar con él? Me le llevaré…
—Un instante, dijo Tragomer con calma. Ha logrado conmoverme y quiero conocer el fin de su aventura…
—Como usted guste.
Y el vigilante encendió un cigarrillo y fué á sentarse en la sombra para esperar al visitante.
—Ya ves, Jacobo, que tenemos los instantes contados. Voy á tener que dejarte y nada te he dicho de nuestros proyectos. Si esperas aquí que se pruebe tu inocencia, pueden pasar años. Tu madre puede morir sin haberte visto y tú mismo puedes desaparecer. Además es imposible que establezcamos las verdaderas responsabilidades y que desembrollemos la maraña de pruebas enredada al rededor de tu cabeza, si no estás á nuestro lado para trabajar y guiarnos. La obra emprendida será lenta y más lenta todavía la justicia. Hay que obrar y adelantarnos á ella atrevidamente.
—¿Qué has soñado? preguntó Jacobo con estupor.
—Que te escapes.
—¡Yo!…
—Si… No debe ser difícil… Tú gozas, según me han dicho, de una libertad relativa. Trabajas y duermes en un edificio que depende de las oficinas… ¿Á qué hora de la noche te encierran?
—No puedo decirte nada, contestó Jacobo con rudeza. Me tientas en vano… No quiero escaparme.
—¿Rehusas la libertad?
—No quiero tomármela.
—¿Crees que te la darán?
—Si tienes las pruebas de mi inocencia, intenta la revisión del proceso…
—¡Qué! ¿No comprendes que nos estrellaremos contra todas las dificultades acumuladas por tus enemigos, y que tenemos que contar con la mala voluntad de la justicia? Empieza por huir; después probaremos que no eres culpable, te empeño mi palabra…
Jacobo alzó la frente. En las frases de su amigo, le habían conmovido dos palabras: tus enemigos. Hasta entonces había acusado de su infortunio á la casualidad y la oscuridad impenetrable que rodeaba su pensamiento había contribuído á apaciguarle. El misterio, que al principio le exasperaba, fué después una causa de resignación. Pero, de pronto, Tragomer arrojaba en su espíritu una levadura inesperada y su calma se veía turbada por una repentina fermentación. ¡Sus enemigos! Quería conocerlos y una ardiente curiosidad reemplazó á su indiferencia envilecida.
—¿Crees que mi pérdida ha sido preparada por personas que tenían interés en hacerme daño?
—No me cabe duda.
—¿Las conoces?
—Sospecho que sí.
—Dime sus nombres.
Tragomer vió en los ojos de su amigo que la vida moral renacía en él.
Jacobo de Freneuse empezaba á reaparecer.
—Si te nombro al que sin duda alguna urdió toda la intriga, te vas á estremecer de horror ante una acción tan baja y tan cobarde de un ser con el que tenías derecho á contar, que no ignoraba nada de tus pensamientos ni de tus acciones y que estaba seguro de perderte, por lo mismo que habías confiado completamente en él. Figúrate otro yo; imagina que has sido vendido por otro Cristián, y si buscas tan cerca de tu corazón, encontrarás al hombre que buscas.
La fisonomía del desgraciado tomó una expresión terrible; sus ojos se agrandaron como si vieran un espectáculo aterrador, sus manos temblaron al levantarse hacia el cielo y en un grito inconsciente lanzó este nombre:
—¡Sorege!
Tragomer sonrió con amargura.
—¡Ah! No has vacilado; no podía ser otro. Sí, el sensato y cauteloso
Sorege es el que ha vendido y deshonrado á su amigo…
—Pero ¿por qué, exclamó en tono de furiosa protesta el desgraciado; ¿por qué?
—Eso es lo que le preguntaremos á él mismo y lo que tendrá que confesarnos, te lo juro, cuando lo cojamos los dos por nuestra cuenta. He visto ya su palidez y sus temblor cuando comprendió que yo sospechaba su infamia. Si entonces no hubiera temido descubrirle mis proyectos, le hubiera confundido, porque podía hacerlo. Pero en eso caso se hubiera escapado y tú no podrías salvarte. Le tranquilicé, por el contrario, y le dí una falsa pista para conservar mi libertad de acción. Si Sorege se pusiera en guardia, sus cómplices serían advertidos y las pruebas desaparecerían. Ahora comprendes, Jacobo, que es preciso que salgas de aquí sin tardanza. La ocasión es admirable. Tenemos un navío á nuestra disposición. Mañana podemos darnos á la mar y esa es la salvación, la libertad y la rehabilitación.
—¡Me vuelves loco! exclamó dolorosamente el penado. Tantos pensamientos nuevos y tan repentinos en un pobre cerebro entumecido y cansado, es un sufrimiento atroz. ¿Qué hacer? ¿Desperdiciar en un momento las pruebas de cordura y de resignación que he logrado dar?… ¿Exponerme, si me cogen, á pasar por un hipócrita y un embustero? ¡Tragomer, no puedo!… Abandóname á mi destino…
—Jacobo, si no vienes de grado, te robaré por fuerza, dijo Cristián con terrible resolución. Estoy dispuesto á todo. He jurado á tu hermana que te devolvería á su cariño… ¿Comprendes? á tu hermana María, á quien amo y que no será mía si no te salvo… No se trata solamente de ti, sino de mí mismo, y yo sé lo que quiero y lo que debo hacer. Vendré al frente de mis hombres y te arrebataré á mano armada, si á ello me obligas. Arriesgaré en esta lucha mi vida y la suya, pero les pagaré lo que haga falta y no vacilarán… ¡Decide!
—Pues bien, te obedezco, dijo Jacobo con repentina resolución. Para evitar tantas desgracias, me expondré yo solo al peligro… ¡Pero, qué riesgos! Salir de aquí no es nada… Un traje para que no sea reconocido fuera del campo…
—Te llevaré á un sitio convenido un traje como los de nuestros marineros.
—Será preciso que gane la playa y que espere la noche para que venga á buscarme la embarcación.
—Estaré contigo… Yo no te dejo.
—Pero la barca no podrá abordar sin ser descubierta, y habrá que ir á buscarla á nado… ¿Tendré yo la fuerza suficiente?
—Yo te sostendré… y te llevaré si es preciso.
—¿Y los tiburones? ¿Has pensado que pululan por estas costas y que hay cien probabilidades contra una de ser devorado por ellos? Son los mejores guardianes de la isla y la administración lo sabe bien… Apenas vigila el mar, tan peligrosa es la evasión.
—Nos aprovecharemos de esa confianza… y en cuanto á los tiburones, los desafiaremos… Quinientos metros, ó menos, á nado… Además, iremos armados y la lancha de vapor vendrá en un momento á nuestro socorro.
—Pues bien, sea lo que Dios quiera… Hasta mañana, pues… Vete, no despertemos sospechas, ya que la resolución está tomada… Separémonos.
Se dieron un apretón de manos y Tragomer sintió en el vigor de la mano de Jacobo que éste no faltaría á su palabra.
—Me voy, amigo, dijo al vigilante. Puede usted llevarse á su pensionista…
Al llegar á la puerta, el vigilante preguntó á Cristián:
—¿Le ha interesado á usted, milord? Es un pobre diablo completamente inofensivo… Anda por todas partes en libertad y no hay peligro de que quiera escaparse… Aunque le dejaran la puerta abierta no se iría… Ande usted, 2317, váyase solo á su departamento; yo voy á acompañar á milord…
Jacobo inclinó la cabeza para ocultar la animación de su fisonomía, y saludando á Cristián balbuceó:
—Hasta la vista, señor; no olvide usted que me ha prometido libros.
—Convenido. Hasta mañana.
El penado se alejó y Cristián lo siguió impasible con los ojos.
—Está algo loco, dijo al vigilante, pero creo, como usted, que es inofensivo…
—Un niño, milord.
—¿Dónde habita?
—Ahora le enseñaré á usted el sitio. Es al lado del capellán, en un pabellón que sirve de depósito de cordelería… El olor del cáñamo es sano y está bien allí… Y, después, puede hablar con el capellán… ¡Oh! Ese es su gran recurso y parece que tiene ideas muy extrañas… Un poco chiflado, como usted dice… Ahí tiene usted su chirívitil…
Tragomer se detuvo.
—Bueno; iré á visitarle mañana, pues vendré á ver también al médico y al notario…
—¡Ah! ¿Los Monthyons ? dijo riendo el vigilante.
Y al ver la mirada de extrañeza de su interlocutor, continuó:
—Los llamamos así porque podrían concurrir al premio de virtud si se diera aquí como en París… ¡Una broma, milord! Sí, son las personas honradas del presidio…
—Volvamos á Numea, dijo Tragomer. Mañana vendré á la misma hora…
¿Habrá que pedir nuevo permiso?
—Es indispensable, aunque ya es usted conocido
—¿Y usted me acompañará?
—Seguramente.
Llegaron al muelle donde los remeros dormían en la lancha, expuestos al sol y mecidos por la ola ligera que iba á morir al pie de la escalera. El vigilante dió un agudo silbido con un pito colgado al uniforme, y los penados, turbados en su sueño, se incorporaron con los ojos asombrados y las caras lívidas.
—Puede usted embarcar, milord. ¡Adelante!
La embarcación hendió con su proa las aguas de la bahía, mientras Tragomer, perdido en sus pensamientos, se dejaba mecer por el movimiento acompasado de los remos al hundirse en el mar.
Una hora después Cristián subía con ligereza la escala del yate y saltaba al puente por la cortadura… Marenval, imposible de reconocer con su traje de franela blanca, gorra marina con galones de oro, tez curtida y barba descuidada, se lanzó al encuentro de su amigo y llevándole á la popa, bajo una toldilla de lona que abrigaba al puente de los rayos del sol;
—¿Y bien? preguntó con ansiedad. ¿Le ha visto usted?
—Acabo de dejarle.
—¿Todo está arreglado?
—¡No sin trabajo!
—¿Que me cuenta usted?
—La triste verdad. He necesitado casi amenazarle para decidirle á escapar.
Marenval hizo un gesto de asombro.
—¿Habremos llegado tarde? ¿No tendrá ya la fuerza y la energía necesarias para evadirse?
—Tiene fuerza. Lo que le faltaba era la voluntad.
—¿Prefería quedarse?
—Sí. Estaba bajo la influencia de no sé qué ideas de resignación fatalista; tenía horror á la lucha, al esfuerzo. La acción le espantaba. Hubo un momento en que creí que su razón había volado… Esa espantosa existencia es muy á propósito para quebrar los caracteres más enteros; cuanto más fino es el temple de un alma, más rápidamente es destruída por semejantes pruebas… He tenido que revelarle la traición de Sorege para hacerle entrar en posesión de sí mismo… ¡Oh! Entonces sí saltó de furor y gritó de desesperación… De este modo me apoderé de él.
—¿Qué han resuelto ustedes?
—El plan más sencillo es siempre el mejor. Mañana le llevaré una blusa, un pantalón y una boina de marinero. Me quedaré por la noche, bajo pretexto de visitar el interior de la isla por la mañana temprano, y ayudaré á Jacobo á llegar á un punto de la costa, donde esperaremos la oscuridad ocultos en las quebraduras de las rocas. Entonces vendréis con la chalupa de vapor á pasar por la isla, lo más cerca posible, en cuanto cierre la noche, lo que es aquí obra de algunos minutos… Nosotros nos echaremos al mar y llegaremos á nado á la embarcación. Si grito, forzaréis la velocidad hacia nosotros, pues será que estemos en peligro. En pocos instantes se decidirá nuestra salvación ó nuestra pérdida.
—¿Y el navío?
—El navío pedirá sus papeles mañana y pasará la visita, de modo de levar anclas á las siete de la noche. Es preciso que le encontremos á la altura de la isla Nou en condiciones de dar en un momento el máximum de velocidad. Podríamos ser perseguidos… Hay un vapor en la rada y si da la alarma, se nos dará caza en un instante.
—No hay nada que temer; nuestro yate anda bien.
—Y si nos cañonean…
Marenval se calló y su mirada se dirigió hacia los cuatro cañones cuyas bocas de cobre asomaban por la borda.
—Tenemos con qué defendernos ¿verdad? ¿Es eso lo que usted pensaba? preguntó Tragomer.
—Sí, dijo Marenval, Pero entonces nos convertimos en verdaderos filibusteros y la ley no se anda en bromas en esos casos. Hay que tratar de que no haya conflicto…
—¿Y si, á pesar de todo, es inevitable?
—¿El capitán y la tripulación obedecerán?
—El capitán es inglés y no se dejará coger. Su gente es disciplinada y le obedecerá.
Marenval dió un suspiro. Había previsto las dificultades y el peligro que se presentaban. Pero tomó valientemente su partido.
—Saldremos adelante, dijo. Hasta ahora todo ha resultado bien. Hemos tenido un tiempo magnífico; la travesía ha sido feliz; nuestro yate es capaz de andar diez y ocho nudos por hora durante doce, sin sufrir avería. El resultado dependerá de la actividad con que os ayudemos mañana por la noche. Puede usted contar con que todo se hará según su deseo. Yo no dejaré el puente y ¡qué diablo! si hay que jugar el todo por el todo pura socorreros, se jugará…
Caía la noche. Los fuegos de la isla Nou se encendieron poco á poco en la bruma transparente que se extendía por el mar, y, en lontananza, se dibujó la forma del presidio, de los campos y de los almacenes, contorneada por los faroles que los alumbraban. En aquella rada silenciosa, en medio de la oscuridad rápidamente caída sobre las ondas, aquel cuadro de presidio revelado por las luces que servían para vigilar á sus míseros habitantes, infundía en el pensamiento de los dos amigos, una profunda tristeza. ¡Cuántos dolores, cuántas penas y cuántas cóleras fermentaban en aquella ciudad del crimen y de la vergüenza! Bajo el cielo límpido y tachonado de estrellas, parecía que flotaba un grito de odio y de venganza. Y dentro de aquella tranquilidad, y de aquella atmósfera tibia y serena, unos hombres, verdaderos condenados, maldecían la vida que se arrastraba para ellos en el sufrimiento y la miseria, sin esperanza.
El vigilante enseñó á Tragomer la cordelería y le dijo:
—Ahí tiene usted la casa. Si quiere usted entrar, voy á llamar á nuestro párroco…
Cristián se volvió hacia un marinero que le seguía y le dijo en inglés:
—Entre usted conmigo, Dougall.
El marinero, que llevaba al hombro una cajita de madera, tocó la boina con la mano y se disponía á entrar, cuando el centinela le detuvo diciendo:
—Tiene usted que dejar fuera la caja. No se puede entrar nada en los edificios, sin autorización.
—La traemos, dijo el vigilante sacando un papel del bolsillo.
El marinero entró detrás de Tragomer en la barraca, donde sentados en el suelo y con la espalda contra la pared, unos presidiarios estaban trabajando en gruesas y duras maromas embreadas. Todas las cabezas se levantaron con curiosidad y las manos, doloridas por el trabajo, se detuvieron. Aquel rebaño humano dejó oir un gruñido, pero á la vista del vigilante que cerraba la puerta, se produjo un silencio medroso. Los tres hombres atravesaron un patinillo contiguo á las células de castigo y vieron á través de la reja un espectáculo conmovedor. Un desgraciado con la cabeza cubierta con un capuchón por cuyos agujeros lucían sus ojos, estaba dando vueltas al rededor del patio, como una bestia feroz. Andaba lentamente y su cadena sujeta encima de la rodilla preducía un chirrido lúgubre. Enmascarado, solitario, silencioso, aquel hombre daba espanto.
—¿Qué hace ahí ese hombre? preguntó Tragomer al vigilante.
—Se pasea durante media hora. Después volverá á entrar en su calabozo.
Es un escapado que fué cogido y le han condenado á dos años de célula.
No ve ni habla á nadie y vive en un nicho de tres metros de largo y uno
de ancho.
—¡Un in pace ! murmuró con horror Tragomer. Esta es la suerte que aguarda á los desgraciados que traten de escaparse…
—¡Ah! milord, si no se les tratase con dureza no habría medio de entenderse…
—Y, sin embargo, es natural que un preso trate de fugarse.
—Es natural, pero eso nos produce muchas molestias. Por eso no somos blandos con los que tratan de abandonarnos.
El solitario, metido en su capuchón, daba vueltas y vueltas. Cristián se estremeció pensando que si Jacobo volvía á caer en manos de sus guardianes le estaba reservada igual suerte, é instintivamente palpó en su bolsillo el revólver que había puesto en él antes de salir. La muerte era mil veces preferible al suplicio de aquel emparedado que no salía de su tumba de piedra sino para dar vueltas velado, sin que los rayos del sol ni la brisa del cielo pudieran tocarle la cara.
Pasaron por una fragua donde algunos presidiarios estaban martillando en el yunque las esposas y las cadenas que iban á servir para sujetar á sus compañeros de miseria. Después llegaron á una puerta sobre la que se leía: Oficina auxiliar de las subsistencias.
—Aquí es, dijo el vigilante.
En una pequeña pieza amueblada con una mesa y dos bancos, Jacobo de Freneuse estaba copiando en un registro unas notas amontonadas delante de él. Levantó la cabeza y se sonrojó, al ver á su amigo, pero permaneció en su sitio, pluma en mano, esperando la orden del vigilante.
—Puede usted dejar el trabajo mientras el señor esté aquí… Aquí tiene usted los libros que está autorizado para traerle…
El marinero abrió la caja y sacó una biblia, un libro de viajes y unos paquetes de tabaco.
—Creo que querrá usted aceptar estos cigarros, dijo Tragomer al vigilante; no los hay así en la colonia. En cuanto al tabaco, ruego á usted que se lo deje á este pobre muchaobo.
—Dé usted las gracias, 2317. Ahí tiene usted para varios meses, si no se lo deja robar por los camaradas… ¡Vamos! Tiene usted suerte; todos los visitantes no son tan generosos…
—Señor, muchas gracias, dijo humildemente el penado.
—Milord, cuando usted quiera marcharse, le espero en la lancha… Usted no se perderá ya en el camino y yo tengo necesidad de ver al comandante, que vive al otro lado del presidio… Tardaré una hora.
—Tómese usted el tiempo necesario… Yo no saldré hasta la hora reglamentaria…
—Á las seis… Ya estará oscuro.
—Que se vaya con usted el marinero. Váyase, Dougall, y que no se cambien en nada mis disposiciones.
El marinero saludó y siguió de cerca al vigilante. Tragomer los siguió con la vista desde la puerta y observó que no tomaban el camino por el que habían entrado, por lo cual no debían pasar, al salir, por delante del centinela. La suerte se decidía en favor de Jacobo. Una vez cerrada la puerta, Cristián se precipitó sobre su amigo y dijo, mirándolo hasta el fondo del alma:
—¿Estás resuelto?
—Estoy resignado á seguirte, porque así lo quieres; decidido á sufrir puesto que es preciso.
—Está bien. Tenemos pocos instantes disponibles. Hace dos horas que me paseo por el presidio, para hacer tiempo, oyendo la charla de un idiota que ha sido notario y de un mentecato que ha sido médico. ¡Pobre amigo! Eso es lo que hubieran hecho de ti diez años de esta infernal existencia. Más vale morir al tratar de ser libre.
Mientras hablaba, Tragomer se estaba desnudando. Debajo de su americana blanca, traía una blusa de lana azul igual á la de Dougall y debajo del pantalón, otro de la misma tela que la blusa. En seguida sacó del bolsillo una boina bordada de rojo y un par de zapatos.
—¡Vamos! vivo… ¡Desnúdate! ¿No podrán sorprendernos?
—No, no vendrá nadie, si el vigilante se ha marchado realmente. ¿Pero cómo me quito la cadena?
—¡Espera!
Tragomer sacó un martillo y una pequeña lima de acero montada sobre una ballesta. Cristián no pudo menos de sonreir.
—¡Herramienta de ladrón!
Estaba ya manejando la lima con destreza y la limadura de hierro caía en polvo sin producir el menor ruido. Al cabo de un cuarto de hora la anilla del brazo estaba limada hasta la mitad de su espesor. Entonces, un golpe seco con el martillo la hizo quebrarse. La operación fué más fácil y más pronta para anilla de la pierna. La cadena cayó al suelo y Jacobo pudo extender sus miembros, libres ya del infamante lazo. Tragomer cogió la cadena y se disponía á ocultarla, pero Jacobo dijo:
—Arranca esas dos anillas; quiero llevármelas.
Libre de golpear en la cadena sin hacer daño al preso, Tragomer rompió las dos anillas y se las metió en el bolsillo, mientras Jacobo, echando fuera, el inmundo sayal de tela de sacos, se ponía el traje de marinero. Una vez que lo tuvo puesto y que estuvo calzado con sus zapatos, Jacobo apareció diferente de como estaba con la librea de presidiario; su estatura resultó más alta y sus hombros más anchos. Ya no parecía encorvado bajo el peso de su infamia, pero el semblante cetrino del penado podía aún denunciarle. Tragomer, entonces, sacó un estuche de pinturas y postizos, hizo sentar á Jacobo y como si le estuviese pintando para un baile, le extendió en la cara un tinte de color de ladrillo. Después le pegó cuidadosamente algunos pelos rojos en la barbilla, y satisfecho de su obra, entregó á su amigo un espejito redondo, diciéndole:
—Toma. ¿Te reconoces?
En vez de la cara de miseria y de desesperación del pobre 2317, Jacobo vió en el espejo un vigoroso marinero quemado por el sol de los trópicos. Tragomer le entregó un revólver y le dijo con terrible resolución:
—Ahora, toma este arma, ¿Está convenido que no te cogerán vivo? Yo te defenderé, si es preciso, hasta el último aliento.
—Puedes estar tranquilo, dijo Jacobo sonriendo, ¡La última bala será para mí!
—Pues bien, ponte esa caja al hombro como la traía Dougall y vámonos.
Jacobo se volvió entonces hacia Tragomer y antes de pasar la puerta de aquella miserable prisión donde tanto había sufrido, se arrojó en los brazos de su amigo y dijo:
—Suceda lo que quiera, gracias, Cristián.
—Está bien, respondió Tragomer. Ahora, aseguremos las fisonomías y adelante.
Salieron, atravesaron el patio en que estaba la fragua, entraron en la cordelería donde los penados seguían desgarrándose los dedos contra las duras maromas embreadas, y llegaron á la entrada del edificio, donde se encontraba el centinela en su garita, apoyado en el fusil, y al abrigo de los rayos del sol, ya oblicuos á aquella hora. Echó una ojeada á los dos hombres, reconoció al visitante extranjero y al marinero que llevaba la caja y no se movió. Tragomer, lívido de emoción y con el corazón agitado, se llevó la mano al casco de corcho y dijo al pasar:
—Buenas tardes.
—Buenas, respondió el centinela.
Jacobo estaba en la calle mas no, todavía, fuera del presidio. Había que pasar las fortificaciones. Pero Cristián no tenía miedo; apretaba en su bolsillo el pase á su nombre y al de Dougall. Alentado por el primer éxito, estaba dispuesto á hacer frente al vigilante y á forzar el paso si era preciso. Las emociones pasadas producían en su cerebro una excitación extraordinaria. En este momento estaba seguro de salirse con su empeño. Llegaron á la verja y tuvieron la suerte de encontrarse con una cuadrilla de penados que volvían del trabajo. El vigilante, muy ocupado en contar sus hombres, juraba como un carretero porque dos penados acababan de verter delante de la puerta un tonel de brea líquida que apestaba la atmósfera.
—¡Ah! Los muy marranos… ¡Lo han hecho á propósito! aullaba el vigilante. Ocho días de célula y pan seco… ¿Y ahora quién va á limpiar esta porquería? No seré yo, por cierto. Sargento, detenga usted ahí á estos animales hasta que todo esté limpio. Si no pueden quitarlo con las manos que lo arranquen con la lengua…
En este momento vió á Tragomer y á su marinero que iban á salir.
—Ahora los ingleses, gruñó; bueno, pasen ustedes, no tenemos tiempo para hablar…
Y se arrojó sobre los penados, sobre el sargento y sobro la brea,
Tragomer y Jacobo estaban fuera.
—¡Apuntémonos dos bazas! dijo Cristián en un acceso de alegría. Ahora no tenemos tantas probabilidades en contra nuestra. Es preciso llegar á la playa para escondernos y esperar la chalupa para llegar á bordo.
Volvieron la espalda al muelle y á la población y se dirigieron hacia el mar. Los canacos, los libertos y los soldados que pasaban los miraban con curiosidad. Al volver una cabaña, Jacobo tiró la caja y ya con sus movimientos libres se puso al lado de Cristián. Atravesaron un bosquecillo de tamarindos que interrumpía la duna y se encontraron solos. Á lo lejos se veía la maleza que llegaba hasta cien metros de las rompientes y unos bancos de coral cubiertos por espesa vegetación de algas daban al agua un tinte de esmeralda.
—¡Mira! dijo Tragomer enseñando á Jacobo la extensión del mar… ¡El yate!
El humo negro de las chimeneas culebreaba en el cielo al cruzar el navío á un kilómetro de la costa, como estaba convenido. Á los rayos del sol poniente, se recortaba con precisión el casco blanco del yate, muy poco elevado sobre el agua. Se distinguían los menores detalles y hasta pareció á Cristián que veía dos hombres en el puente. Uno de ellos debía ser Marenval.
—Apresurémonos, dijo Tragomer. Dentro de una hora caerá el día repentinamente y es preciso que nos escondamos. El vigilante me esperará en vano en la lancha de administración, me buscará y tu fuga será descubierta. Entonces empezará el peligro.
Estaban solos en la duna, rodeados de lentiscos y de altas hierbas amarillas. Detrás de ellos, en lontananza, el presidio dibujaba sus masas sombrías. Y en el mar, sosegado y tranquilo, el yate se deslizaba suavemente. De pronto una nubecilla blanca apareció en una de las bordas del navío y un instante después llegó á oídos de los fugitivos una pequeña detonación.
—Nos han visto, dijo Tragomer. Es un tiro de fusil para llamarnos la atención. Nos observan, sin duda, con un anteojo, pero no están seguros de que seamos nosotros. ¡Respondámosles!
Sacó del bolsillo un largo trapo blanco, le ató al extremo de una rama y le agitó tres veces en el aire á modo de bandera. Una nueva nubecilla de humo y otra detonación indicaron á los dos amigos que su señal había sido comprendida. Tranquilizados por la seguridad de que estaban en comunicación con el yate, avanzaron á lo largo de los arrecifes para alejarse de la zona peligrosa y poner el mayor espacio posible entre ellos y sus perseguidores probables.
Se encontraban entonces en las rocas. Una especie de promontorio avanzaba en el agua, formando una lengua de coral golpeada por todas partes por las olas. Este cabo salía más de un kilómetro extendiéndose sobre el mar como una serpiente dormida. Los dos amigos se metieron por aquel camino que no tenía más de doscientos metros de ancho y que estaba cubierto á uno y otro lado por las dunas. Cristián y Jacobo se dirigían á la punta del cabo, que formaba un pequeño promontorio. De repente se estremecieron. Acababa de sonar un cañonazo, luego otro y luego un tercero á intervalos iguales. Al mismo tiempo el viento de tierra les trajo un redoble de tambores que tocaban generala y un rumor confuso de voces. Ambos se miraron palideciendo.
—¡Todo está descubierto! dijo Jacobo.
—¡Nos persiguen! añadió Tragomer.
Cristián lanzó una mirada en derredor. El sol, como un globo de fuego, incendiaba las olas en que iba á sumergirse. Una hora más, y la noche vendría á proteger la fuga con sus sombras benéficas. Pero había que aguardar una hora y ya las cuadrillas de guardianes canacos, lanzadas sobre la pista del fugitivo, debían estar registrando las dunas. Se había visto pasar á Tragomer y en este momento se daban indicios ciertos sobre la dirección que había tomado á aquellos ojeadores de caza humana.
—Ganemos la punta del promontorio y ocultémonos en las rocas, dijo
Cristián.
Avanzaron rápidamente y se metieron en una pequeña gruta, donde pudieran respirar, ver y escuchar por unos instantes.
—Mira, dijo Tragomer, el yate vira de bordo y echa al agua la lancha de vapor… Han comprendido el peligro y vienen á nosotros.
La lancha embarcó sus hombres y se deslizó rápida sobre las ondas. La distancia que la separaba de tierra disminuía visiblemente. Ya la vista experimentada de Tragomer distinguía á Marenval sentado en la proa. Pero aquella tentativa atrevida atrajo hacia ellos un peligro mortal. Una cuadrilla que registraba la maleza acababa de ver la lancha, y suponiendo que su marcha hacia la costa estaba relacionada con la fuga del penado, los canacos empezaron á dar gritos para reunirse y se dirigieron en amenazador semicírculo hacia el promontorio en que estaban refugiados los fugitivos.
Tragomer echó en torno una rápida ojeada y vió en el mar la lancha que traía á Jacobo la salvación y detrás, en las rocas, la fuerza armada pronta á todas las violencias para recobrar al preso. La barca estaba separada de la punta de coral por unos mil doscientos metros. La elección no era dudosa. Se quitó la americana y la camisa, se descalzó y no conservó más que el pantalón, en cuya cintura puso un sólido cuchillo. Después, dijo volviéndose hacia Jacobo, que lo había imitado:
—Si nos quedamos, arriesgamos el ser cogidos; si huimos podemos ser muertos. No hay que vacilar. Además estaba convenido. ¡Al mar y sea lo que Dios quiera!
Se abrazaron por última vez y se dejaron deslizar silenciosamente al agua. Nadaron doscientos metros protegidos por la masa de las rocas, pero pronto un gran griterío les advirtió que estaban descubiertos y una lluvia de balas que silbaron por todas partes les probó que sus perseguidores estaban decididos á impedir que se escapasen.
—¡Sumerjámonos! dijo Tragomer. Van á tirar otra vez.
Pero la descarga que esperaban no se produjo. Una barca mandada por un vigilante y tripulada por doce remeros se destacaba de la costa é iba á colocarse entre los fugitivos y los tiradores canacos. Al mismo tiempo la lancha de vapor del yate forzó su máquina en dirección de los nadadores. Durante unos minutos hubo una lucha silenciosa y conmovedora entre los dos hombres que defendían su libertad y su vida y los que trataban de quitárselas.
—¡Alto, la lancha, en nombre de la ley! ¡Alto! dijo la voz ronca y furiosa del vigilante.
—¡Adelante! respondió con firmeza la voz de Marenval.
Los dos barcos estaban á cincuenta metros el uno del otro y entre ellos los nadadores, tan próximos á ser presos por sus verdugos como recogidos por sus salvadores.
—¡Alto! rugió de nuevo el vigilante, ú os echo á pique.
—¡Pasad por encima! exclamó Marenval, que se inclinó en la proa, como para dar más autoridad á su orden.
—¡ Gahead ! gritó el timonel.
El vigilante disparó el revólver contra la lancha y la gorra blanca de Marenval voló al mar atravesada por un balazo. En el mismo instante resonó un crujido formidable. La lancha, lanzada á todo vapor contra la chalupa, la había abierto por enmedio de las bordas. Se oyó un grito y todo se hundió. Sobre las olas se veía solamente la lancha del yate.
—¡Á nosotros! gritó Tragomer levantándose sobre el agua.
En torno de los nadadores aparecían de nuevo luchando con las olas el vigilante y los remeros. En este momento unos brazos vigorosos se tendieron hacia los fugitivos y anhelantes, sofocados, casi sin vida, Cristián y Jacobo fueron izados á la lancha salvadora.
—¡ Te kere ! dijo el timonel.
Los marineros se echaron al fondo de la lancha. Una lluvia de balas de los canacos de la orilla pasó silbando por el aire. Al mismo tiempo apareció otra chalupa haciendo fuerza de remos hacia el lugar de la lucha.
—¡Al yate! gritó Marenval. Ya nos abrazaremos después.
La lancha viró y se dirigió hendiendo las olas hacia el navío. El sol cayó en este momento como una bola de fuego en las olas y se hundió en ellas. El crepúsculo se apoderó del mar y solamente se oyeron, á lo lejos, allá, en la playa, los gritos de los canacos. Un marinero entregó á Jacobo y á Cristián vestidos secos, y temblando aún, tanto por los esfuerzos realizados como por el frío del agua, arrojaron sus pantalones empapados y se vistieron. Hasta que estuvieron á bordo del yate no se cambió ni una palabra.
—¿Y bien? preguntó el capitán inclinado sobre la borda.
—¡Está hecho! contestó Tragomer.
Por la escala de cuerda que pendía del flanco del navío subieron sobre cubierta, la embarcación fué suspendida, y el yate volvió á tomar la velocidad un punto interrumpida, con la proa hacia alta mar.
—¡Libre! mi pobre Jacobo, dijo entonces Marenval echando los brazos al cuello del joven y mirándole con ternura. ¡Ya era tiempo de que llegásemos! ¡Cómo ha cambiado usted!
Lavada por el agua del mar, sin pintura y sin postizos, la cara enflaquecida de Freneuse aparecía macilenta y melancólica.
—Gracias, amigos míos, gracias por vuestra heroica abnegación. Quisiera deciros toda la gratitud que hay en mi corazón, pero me faltan las palabras. Perdonadme…
Gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Jacobo las enjugó con la mano, ahogó un sollozo y haciendo un gesto de enfado se dirigió hacia la popa del navío. Allí se sentó en un rollo de cuerdas y dejando caer la cabeza entre las manos tomó una actitud de profunda meditación.
—Conviene dejarle solo, dijo Tragomer. Tiene necesidad de entrar en posesión de sí mismo. La transición entre su aniquilamiento desesperado y la vuelta á la vida ha sido muy brusca. Mañana estará más tranquilo, sus ideas habrán entrado en orden y podremos interrogarle con fruto. Y ahora, Marenval, reciba usted mis felicitaciones. Ha resistido usted á las autoridades de su país con un aplomo admirable. ¡Está usted fuera de la ley, amigo!
—¡Pardiez! Bien ha visto usted que aquel diantre de sargento quiso matarme. Una de sus balas se llevó mi gorra y si da dos milímetros más abajo se lleva la cabeza.
—¡Pero usted no le ha errado ni ha tardado en echarle al agua!
—Amigo mío, dijo gravemente Marenval, en aquel instante no había que andar con paños calientes. Vi que todo se iba á perder si no echaba á pique la tal embarcación y ¡qué diablo! no dudé.
—Hizo usted perfectamente, Marenval. Sin usted todo estaba perdido.
—Lo sé, y no estoy descontento de mi manera de obrar. Pero sepa usted que no era de los carceleros de lo que yo tenía más miedo por todos. Desde que nos separamos del yate, venía siguiéndonos un enorme tiburón que parecía acechar el momento en que alguien cayese al agua. Es un milagro que no haya intervenido en la pelea…
El movimiento de los barcos, los gritos de los canacos y la rapidez de la acción le habrán espantado. Yo también temía la presencia de algún escualo y me había provisto de un cuchillo para no dejarme devorar sin defensa.
—Supongo, dijo fríamente Marenval, que se habrá dado un banquete con el grueso sargento que tanto empeño tenía en fusilarme…
—¡Se va usted haciendo feroz, amigo mío!
—Yo soy así cuando se me saca de mis costumbres… Y á propósito ¿y el buen Dougall?
—Conforme estaba convenido Dougall ha debido ir á la lancha de la administración como si nada supiera. Seguramente ha sido detenido por el vigilante que me acompañaba.
—¿Era el sargento grueso?
—¡No! Aquel no venía á perseguirnos, y me alegro. Era un buen hombre y no hubiera querido hacerle mal. Tenía una manera tan cómica de llamarme: "Milord"… Porque sepa usted, Marenval, que nadie quitará de la cabeza á las autoridades coloniales que han sido los ingleses los que han dado el golpe.
—Ha tomado usted todas las precauciones para que sea así. ¿Pero qué le sucederá á nuestro marinero?
—Dougall es un muchacho muy inteligente. No sabe ni una palabra de francés y á todas las preguntas que le hagan responderá: "No comprendo; llevadme ante el cónsul de Inglaterra". Una vez ante el cónsul, está salvado. No ha tomado parte en nada y se ha separado de mí en el momento comprometido. El haberle abandonado prueba que no estaba enterado de nuestros proyectos. Para las autoridades de Numea, que tienen nuestros papeles, ese hombre pertenece á la tripulación del Albert-Édouard , del puerto de Southampton. Llegado á alta mar el Albert-Édouard se convierte en el Magic , y que busquen. Durante este tiempo Dougall, con las cien libras que le he dado, tomará el vapor para Sydney y, créame usted, llegará á Inglaterra antes que nosotros, porque no tendrá que atravesar ese endiablado canal de Torres, sembrado de escollos peligrosos.
Marenval hizo un signo de asentimiento. Luego preguntó:
—¿Cree usted que nos perseguirán?
—Dentro de una hora lo sabremos. Pero eso no me inquieta. Corremos como el viento y no será un aviso del Estado el que pueda darnos caza. Esos ingleses saben hacer barcos, no hay que negarlo. Aquí tiene usted un navío de recreo que corre como un torpedero.
—¿Mantendremos mucho tiempo esta velocidad?
—Hasta que salgamos de las aguas francesas. Una vez en las aguas neutras tomaremos nuestra marcha de paseo.
—¿Y cuándo estaremos fuera do todo peligro?
—Hacia las doce de la noche.
—En ese caso, ¿le parece á usted que comamos?
—Á fe mía que me vendrá muy bien. Este baño me ha abierto un apetito feroz.
—¿Llamamos á Jacobo?
—No; dejémosle tranquilo. Un camarero le traerá un plato con fiambres y él comerá si tiene hambre. La soledad es buena para ese espíritu alterado.
Los dos amigos bajaron al comedor. Jacobo, solo en la popa bajo la vela hinchada por el viento, apoyado en la borda y aniquilado de cansancio por los esfuerzos impuestos á su cuerpo debilitado, dejó su débil cabeza balancearse á merced del vaivén del barco, y en la dulce y tibia noche experimentó por primera vez después de mucho tiempo una sensación deliciosa de paz y de tranquilidad. Sentía bullir bajo sus pies la poderosa máquina y pensaba que cada vuelta de aquel rápido motor le alejaba de la cautividad y lo acercaba á los que le amaban y no habían cesado de llorarle.
Sus miembros estaban como entumidos, pero su pensamiento se destacaba poco á poco como de una bruma y aparecía luminoso y activo. Su vista recorrió la extensión del mar y allá, á lo lejos, en el límite del horizonte, vió la luz del faro como un punto luminoso apenas perceptible y que disminuía hasta borrarse, como un signo de la desgracia. Estaba libre y rodeado de amigos é iba á ver á las personas que amaba. Pero al mismo tiempo se encaminaba á la lucha.
Una arruga apareció en su frente. La libertad le imponía terribles deberes; tenía que justificarla descubriendo el verdadero culpable. Su evasión no podía tener excusa si no enviaba al criminal, hasta entonces impune, á ocupar su puesto en la cordelería, al lado de la fragua en que los penados forjaban sus propias cadenas. Instintivamente extendió el brazo y con alegría se sintió libre de la dura anilla. En su puño se veía, y se vería por largo tiempo, la señal causada por el brazalete de vergüenza.
Todos los horrores de su infamante vida se presentaron á su imaginación y acudió á su memoria la imagen del capellán que le exhortaba á la resignación en memoria de los sufrimientos divinos. Entonces no esperaba que cambiase su destino. Lo veía encerrado para siempre en aquel recinto de dolor y de miseria y aceptaba su espantoso porvenir con ánimo sumiso. Un impulso de agradecimiento se apoderó de su pensamiento; levantó los ojos al cielo, y en aquel imponente silencio de la mar desierta, bajo el firmamento bordado de estrellas, rezó en acción de gracias á la divinidad que le había salvado.
El camarero se acercó á Jacobo y puso á su alcance las provisiones que sus amigos le enviaban, sin que él lo echase de ver, sumido en su meditación. El yate había apagado sus fuegos para escapar más fácilmente á una posible persecución y en el mar sin límites, el espíritu de Jacobo, sereno y fortificado, reposaba ya en una tranquilidad absoluta. En aquel momento no dudó que haría brillar su inocencia con pruebas irrefutables.
Una firme convicción reemplazó á la duda que le había torturado tanto tiempo hasta hacerle sospechar si en un momento de embriaguez que no recordaba habría, en efecto, cometido el crimen. Ahora se sentía en posesión de otra conciencia y se convertía en otro hombre libre corporalmente y dueño de su pensamiento.
Permaneció toda la noche meditando en el mismo sitio, sin que los pasos del hombre de cuarto que recorría acompasadamente el puente le arrancasen á sus reflexiones. No vió al capitán que de pie en su sitio de honor velaba doblemente aquella noche. Se encontraba en una especie de exaltación que abolía para él todas las percepciones exteriores, para no dejarle sino las sensaciones íntimas, que eran deliciosas, porque encontraba en ellas todo el tesoro de su delicadeza, de su fe, de su honor, que le había sido arrebatado brutalmente durante aquellos dos años nefastos.
El alba blanqueaba haciendo palidecer á las estrellas. El viento refrescaba y la primera cuadrilla de marineros de servicio apareció en el puente. Jacobo suspiró, comprendiendo que tenía que salir de las esferas inmateriales en que su espíritu se había reconfortado durante aquella velada y entrar en la vida corriente y positiva. Y cuando el día sucedía repentinamente á la noche, Jacobo se levantó y miró en derredor suyo. Por todas partes el mar estaba libre. Dos leguas á la derecha un gran vapor avanzaba pesadamente hacia las islas Loyalty. Por detrás ni un punto sospechoso. Por delante la extensión ilimitada, sin una embarcación, sin una vela.
—Querido Jacobo, dijo la voz de Tragomer; estamos salvados. Ahora podemos respirar.
Freneuse se volvió. Su amigo salía de la cámara y venía hacia él. Jacobo le tendió la mano sonriendo.
—Perdóname, dijo, que te dejara ayer tarde.
Estaba como una fiera escapada de su jaula y á quien asusta el aire libre y el ancho horizonte. Tenía necesidad de esconderme, de buscar un rincón sombrío, falto ya de la costumbre de vivir libre… La servidumbre es una arruga que no se hace desaparecer fácilmente. Ahora ya estoy repuesto.
Tragomer apoyó la mano en el hombro de su amigo.
—Tienes dos meses delante de ti para entrar de nuevo en posesión de ti mismo. Nuestro viaje va á ser por eso convenientísimo. Poco á poco volverás á tus costumbres de dignidad y cuando llegues á Europa serás el Jacobo de otro tiempo.
Por la frente de Freneuse pasó una sombra.
—¡Jamás!, dijo. El Jacobo de otro tiempo ha muerto. Se ha quedado en el presidio con la cadena del penado. El Jacobo que te llevas no tendrá más que una preocupación en la vida, la de hacer olvidar á los que le aman las penas que les ha causado.
—Lo apruebo, dijo Cristián, porque es justo. Pero ven conmigo á tu camarote… Te vestirás mientras Marenval se levanta; él no es tan madrugador como yo y además las fatigas y las emociones de esta terrible jornada le habrán rendido… Pero está contento y orgulloso. No daría su expedición por el doble de lo que le ha costado… Lo único que siente es no llevarse la gorra atravesada por la bala del vigilante. ¡Qué trofeo para un hombre pacífico!… Pero aquí tenemos á nuestro capitán…
Un joven rubio, de cara sonrosada, se adelantó hacia ellos.
Tragomer dijo:
—M. Edwards, presento á usted á mi amigo el conde de Freneuse. En este momento no está del todo presentable, pero usted le verá dentro de un momento más correcto.
—Celebro, caballero, dijo el marino con un acento inglés muy pronunciado, haber contribuído á sacarle de penas… Lo que mis patrones me habían contado me ha hecho fácil y agradable el servicio que les he prestado… Hemos arriesgado algunas cosillas, añadió el inglés sonriendo; pero en este momento estamos bajo la protección de esa bandera…
Y el capitán señaló orgullosamente al pabellón británico que flotaba en el palo de popa.
—¿De modo que está usted enteramente tranquilo? preguntó Tragomer.
—Estoy en el mar qué pertenece á todo el mundo; soy dueño de mi barco; y si alguien quisiera hablarme, le respondería con esto.
Dió un golpe amistoso en una de las largas piezas de cobre que iban perezosamente echadas en el puente, y añadió con una hermosa confianza nacional:
—Y toda Inglaterra estaría detrás de mí.
—¿Dónde estamos en este momento y á dónde nos dirigimos? preguntó
Tragomer.
—Estamos atravesando Bowen, en Australia, y tenemos la proa hacia Nueva Guinea. Voy á acortar la marcha, para no agotar inútilmente nuestras carboneras, pues no podremos llenarlas hasta Batavia. Vamos á navegar á la vela.
—Haga usted lo que crea conveniente, capitán. Nuestro interés es dejarnos llevar.
Bajaron al salón y se dirigieron á los camarotes. Por primera vez desde hacía mucho tiempo Jacobo encontraba el lujo y la comodidad á que estaba acostumbrado desde la niñez. Le habían preparado un ancho camarote amueblado con una cama, un armario de espejo y un lavabo. En todos los detalles brillaba la limpieza inglesa y Jacobo encontró con alegría infantil los cepillos, los frascos y los utensilios de tocador que constituyen los cuidados y la elegancia de la vida.
Se dejó caer en una butaca mirando al rededor, como si no se cansara de contemplar lo que veía; pero de repente palideció. En la cabecera de la cama y en marcos de oro acababa de ver los retratos de su madre y de su hermana. Vestidas de negro, tristes y desmejoradas, parecían llorar al ausente. El día antes de salir de Southampton, Marenval había recibido aquellas fotografías destinadas á Jacobo y que representaban una promesa de perdón.
—¡Qué cambiadas están! dijo Jacobo después de un largo silencio.
—Y sin embargo, en ese momento empezaban á esperar…
—¿Cómo hacerlas olvidar lo que han sufrido por mí?
—¡Oh! Muy fácilmente. En las madres y en las hermanas hay tesoros de indulgencia. Les bastará volverte á ver. Lo que más daño les ha hecho no es creerte culpable, sino saber que eras desgraciado.
—Dime cuál ha sido su existencia desde hace dos años.
—La de dos reclusas voluntarias. Han huído del mundo á quien acusaban de tu pérdida, y se han confinado en su casa para llorar á sus anchas. Todo lo que no fueses tú era extraño para ellas. Todo lo que no participaba de su fe en tu inocencia y de su desolación por tu martirio, fué separado sistemáticamente. Yo mismo…
—¿Tú, Cristián? exclamó Jacobo con sorpresa.
—Sí, yo; porque en el primer momento de estupor incliné la cabeza ante la sentencia que te condenaba; porque no reaccioné bastante pronto contra la infamia que te era impuesta, fuí rechazado por tu madre y por tu hermana…, ¡por tu hermana, á quien amo, por María, que estuvo aún más dura que su madre! Su puerta se me cerró, como si yo fuera un importuno ó un enemigo… Y á pesar de mis esfuerzos nada pude conseguir hasta que di con los primeros indicios del error de que habías sido víctima. Sólo entonces la señora de Freneuse consintió en verme y no puedes figurarte la intransigencia de tu hermana… Hasta el último minuto no se presentó delante de mi y si me estrechó la mano fué porque afirmé que iba á arriesgar mi vida por salvarte.
—¡Querida María! Y tú, pobre Cristián, también has sido desgraciado por mi causa…
—Pero tomaré un brillante desquite. Cuando te arroje en sus brazos tendrá que reconocer que no soy un ingrato ni un indiferente, su altivez se humanizará y la volveré á ver como en otro tiempo, sonriente y afectuosa.
Jacobo se puso grave y dijo con lentitud, como si pesase las palabras:
—Hace veinticuatro horas, Cristián, estoy reflexionando sobre todo lo que me has revelado. La noche que precedió á mi evasión, mientras yo temblaba por sus consecuencias, y anoche, en fin, cuando me encontré libre entre las inmensidades del mar y del cielo y en presencia de Dios, pensé en todo lo que tiene de extraño tu relato y resolví perseguir la prueba del crimen que se ha cometido conmigo. Me he convencido de que mi primer deber es rehabilitarme. Mi madre y mi hermana han llorado durante dos años; yo he padecido torturas inconcebibles, mientras los verdaderos culpables se regocijaban por mi pérdida y se reían de mi vergüenza. Son unos monstruos y quiero castigarlos. Si Lea está viva, si Sorege es cómplice de su desaparición y la sustituyeron con otra víctima, es preciso que la verdad brille y que se sepa qué móviles les guiaron y cómo lograron engañar á la justicia y á mí mismo. Es indispensable que me digas todo lo que sabes y que yo te cuente lo que ignoras. Porque ante los jueces no lo he dicho todo, no podía decirlo. He dejado sin esclarecer ciertos misterios porque no quise comprometer á alguien á quien yo creía extraño al asunto. Pero ¿quién sabe si me engañaba? Cuando hayamos restablecido los hechos de un modo verosímil, ya que no real, convendremos el modo de obtener el resultado que ambicionamos.
—¡Al fin! Estas son las palabras que yo esperaba, que yo preveía, exclamo con fuego Cristián. ¿No lo has dicho todo ante los jueces? ¿Has temido comprometer á quién? ¡Acaso á los mismos que te perdían! Pero vamos al fin á comprenderlo todo y á descifrar este enigma… Esperemos á Marenval, que tiene derecho á saber lo mismo que nosotros.
En el mismo momento se abrió la puerta, y Cipriano se adelantó hacia
Jacobo con las manos tendidas, sonriente y dichoso.
—¡Y bien! ¿Nuestro pasajero empieza á reponerse de sus emociones?
—Vuestro protegido no tendrá bastante con todo su corazón para agradecer lo que habéis hecho por él.
—Querido amigo, nos quedan dos meses de vivir juntos y tendremos tiempo para congratularnos mutuamente. Porque, salvación aparte, vamos á hacer con usted un viaje admirable. Y como pasaremos nuestro tiempo en penetrarnos de su inocencia, tendremos una completa seguridad de espíritu.
Marenval, con su buen sentido, infundió calma en los ánimos ya muy exaltados de los dos jóvenes y les volvió al equilibrio recordándoles la justa noción del tiempo y de las cosas.
—Mi querido Jacobo, ante todo es preciso devolverle á usted una figura humana. El ayuda de cámara va á venir á afeitarle, á peinarle. En el armario encontrará usted ropa blanca y vestidos á su medida. Se sentirá usted con más aplomo cuando esté lavado y mudado. No hay como encontrarse en su traje ordinario para volver á sus costumbres. Cuando esté usted listo, véngase al comedor. Almorzaremos y después, si nos conviene, charlaremos.
El criado entró. Marenval y Cristián dirigieron un ademán amistoso á su huésped y salieron del camarote.
Viendo á Jacobo vestido con un traje de franela blanca y una elegante gorra, tendido en un rocking-chair y fumando un buen cigarro, después de almorzar en compañía de sus dos amigos, nadie hubiera reconocido en él al miserable penado que arrastraba el día antes su cadena en el presidio de la isla Nou. Los cuidados del notable ayuda de cámara que Marenval había llevado consigo y sin el cual no podía pasarse, una buena elección de ropas, la ducha, la navaja, los peines y toda una minuciosa sesión de tocador, operaron esa transformación. Era un Freneuse desmejorado, pálido, sin cabellos y sin barba, pero era Freneuse, con su mirada y su sonrisa.
Jacobo dijo á sus compañeros:
—Ahora es preciso que yo dé las explicaciones necesarias para estudiar el problema y resolverle. Para empezar, fijaré el estado de mis relaciones con Lea Peralli. Hacía cerca de dos años que vivía con ella, como sabéis. Yo estuve al principio muy enamorado y ella, por su parte, parecía amarme tiernamente. Cuando la conocí, llegaba de Florencia de donde había tenido que alejarse á consecuencia del escándalo del divorcio con su marido, el caballero San Martino, ayudante de campo del conde de Turín. Era una admirable rubia de ojos negros, alta estatura y manos aristocráticas, cuya aparición producía en todas partes una sensación profunda. Más instruída que inteligente poseía en el más alto grado la facultad de la fascinación sensual. Era difícil verla sin enamorarse de ella, y sus grandes maneras y su talento de cantante, que le había válido grandes éxitos en los salones aristocráticos de Roma, acababan de apoderarse del ánimo turbado por su belleza.
Cuando nos conocimos habitaba un departamento amueblado en la calle de Astorg y vivía decentemente con restos de su dote, que el marido le había devuelto con una generosidad digna de aprecio, dado el trato poco halagador á que su mujer le había sometido. Una camarera y un joven criado, traídos de Italia, la servían más bien mal que bien, y el desorden, la falta de respeto de los criados y la irregularidad en el servicio, ofrecían un cuadro muy característico de la incuria italiana. Había allí una mezcla de lujo y de miseria completamente curioso. Al comienzo de nuestras relaciones he visto á Lea en peinador de seda, con unos zafiros de veinte mil francos en las orejas, almorzando unos arenques en una mesa sin mantel, en un plato desportillado y con vino de champagne bebido en tazas de cocina. El orden, el decoro de la vida eran letra muerta para ella. Lo importante, lo que ella satisfacía ante todo, era su capricho. La encontré en un concierto de beneficencia, donde cantó magistralmente unos aires húngaros, acompañada por Maraeksy y me quedé encantado por su belleza y por su aire majestuoso.
En medio de las señoras del gran mundo que en el estrado prestaban su concurso á la función, Lea parecía una reina. Estaba guiada y protegida por el marqués Gianori, ese viejo verde teñido y estirado y que tiene un modo tan alarmante de acariciar los dedos del que le da la mano. El guardián no era, pues, muy temible; hice que me presentaran á la encantadora italiana y el día siguiente fui á dejar mi tarjeta en su casa. La respuesta no se hizo esperar, pues á los pocos días me invitó á ir á su casa á tomar una taza de te y á oir música.
No desperdicié la ocasión y á las diez llegué á la calle de Astorg donde encontré una docena de personas de variadas condiciones, que iban desde el tenorino que cecea el francés, hasta el diplomático serio y desde la viuda joven un poco dudosa hasta la más auténtica. Era aquella una sociedad extraña en la que aparecían mezclados lo sólido y el similor, pero donde se veía que lo sólido iba á desaparecer prontamente para dejar el campo libre á todo género de fantasías. Mi entrada en escena trajo ese resultado. Tenía yo veinticinco años y era libre, rico y muy solicitado en sociedad. Tenía excelentes relaciones y un lujo de buen gusto. Me apoderé de Lea por el aspecto exterior de mi vida, que era justamente aquel á que le hacía más sensible su naturaleza italiana. Más que mis atenciones, mis cuidados y mi ternura, ganaron su voluntad mi carruaje correctamente enganchado y esperando á su puerta, mis elegantes libreas, el refinamiento de mi porte, la sonoridad de mi nombre y la autenticidad de mi título. Pronto concibió por mí un amor de cabeza, vivamente transformado en amor de los sentidos.
Al cabo de unas semanas su existencia había cambiado por completo. Ya no recibía á ninguna de las personas á quienes encontré en su casa, y que fueron reemplazadas con increíble facilidad por mis amigos y sus queridas. Aunque distinguida por educación, no tenía el sentido de las distancias sociales. La encontraba frecuentemente sentada enfrente de su camarera italiana, una pesada hija de Lombardía, jugando á las cartas y fumando á dúo cigarrillos. Cuando yo le hacía observaciones me respondía:
—¿Qué importa? Está á mi disposición lo mismo para distraerme jugando á la baraja que para abrocharme las botas. Le pago, me sirve y no hay más. En cuanto á fumar, todo el mundo lo hace en Italia, hasta las damas de la corte.
Su falta de respetabilidad era tan grande como su ignorancia de la economía, que llegaba al descuido más completo. Jamás se preocupó por saber cómo iba á pagar lo que compraba ni con qué haría frente á los gastos de la vida diaria. Mientras tenía dinero, lo gastaba; cuando el cajón estaba vacío, se privaba de todo. Y era curioso ver con qué poco se contentaba aquella mujer acostumbrada al lujo y á prodigar el dinero como una princesa. Antes de estar iniciado en las dificultades de su posición, la he sorprendido alimentándose, según ella por gusto, con platos de su país que costaban apenas unos céntimos al día.
Un día me encontré en su casa en pleno embargo y á Lea en medio de una avalancha de papel sellado y llorando delante de sus alhajas que en tanta estima tenía y que valían mucho dinero. Sus proveedores, exasperados por el desahogo y la falta de cumplimiento de mi amiga, habían preparado aquella ejecución. Mi primer movimiento fué sacar la cartera y preguntar al alguacil: ¿cuánto? Lea, con gran furia de desinterés amoroso protestó, lloró y se empeñó en rehusar, pero el funcionario que había visto la posibilidad de cobrar, no hizo caso de las exclamaciones de la deudora y, por primera vez, Lea me costó el dinero.
Si yo no se lo hubiera ofrecido es probable que no me lo hubiera pedido nunca, pero desde el día en que pagué, encontró muy natural continuar aprovechándose de mi generosidad. Y aquí empieza el período más deplorable de mi existencia. La acusación á que sucumbí estuvo basada en las locuras que hice para sostener los gastos de Lea. Tenía para vivir cómodamente como soltero y para sufragar todo el costo de la vida del gran mundo. En esta época había ya empezado á gastar la herencia de mi padre, pero las tierras que había vendido eran de poco rendimiento y mis rentas no habían disminuído gran cosa. Tenía yo todavía cuarenta mil francos de renta.
Apenas si esa cifra hubiera sido suficiente para los gastos de Lea y para los míos si una prudente economía hubiera reglado las necesidades corrientes; pero el desorden de Lea era incurable y yo no era tampoco muy previsor. Ello fué que al cabo de unos meses me encontré en los más graves apuros. ¿Para qué recordaros los detalles de aquella triste época? Los conocéis tanto como yo. Usted, Marenval, me ayudó en diversas ocasiones á pagar deudas urgentes que me hubieran comprometido sin recurso, y tú, Cristián, trataste de arrancarme á mi disipación y á mi rebajamiento. El juego había llegado á ser mi único recurso, y para sostener mis fuerzas aniquiladas por las noches enteras que pasaba en las mesas de baccará , me di á la bebida.
Durante aquellos años malditos en que me visteis descender paso á paso hasta el fango del arroyo, mi inteligencia y mi corazón estaban atrofiados. Vivía como un bruto y los destellos de razón que se manifestaban todavía en mí, no servían más que para satisfacer mis vicios. Porque mientras Lea se adhería más y más á mí, viendo mis esfuerzos por hacerla vivir dichosa, yo empezaba á cansarme de ella y la engañaba. Lo mejor hubiera sido, sin duda, renunciar á ella, refugiarme en mi familia, arreglarme y empezar de nuevo á vivir; era yo tan joven que todo hubiera sido posible. Pero insistí en mis relaciones con una especie de obcecación estúpida como si el renunciar á Lea fuese prescindir de todos los sacrificios que había hecho por ella. Me encontraba en la situación de un jugador que busca el desquite. Y, además, tenía miedo á su carácter exaltado.
Aquella mujer altanera y violenta tenía á veces recaídas en el orgullo de su antigua condición que le hacían terrible. Un día en que su criada, la misma á quien toleraba tan extrañas familiaridades, le contestó no sé qué insolencia, se arrojó á ella, la tiró al suelo y por poco la hiere gravemente. En aquellos momentos, decía, sería capaz de matar y no tendría miedo á un hombre. Tantas veces me había amenazado con su cólera si la engañaba, que si no temía violencias contra mi persona, podía pensar que acaso, atentase á la suya.
—¿Qué me quedaría si te perdiera? me decía. Mi vida caería en ruinas. Todo lo he abandonado por ti. Cuando te conocí era todavía una mujer del gran mundo. Ahora ¿qué soy? una entretenida. Mi familia no quiere nada conmigo y ni siquiera responde á mis cartas. Recibo mi modesta pensión por medio de un banquero. He roto por ti con mi pasado y tengo derecho á tu porvenir.
Vignot, el ilustre compositor, entusiasmado por su voz y por su estilo quería ajustarla en la Ópera para interpretar el principal papel en su nueva obra. Pero ella no aceptó, por cumplir la promesa hecha á su familia de no cantar en público. Yo la incitaba á aceptar las proposiciones de Vignot para ver si Lea se bastaba á si misma y se aligeraba así el pesado fardo de mis deudas. Acaso también, en el entusiasmo del éxito, se hubiera separado de mí para ponerse en condiciones de admitir los ricos y brillantes adoradores que no hubieran dejado de asediarla. Pero su indolencia y su voluntad estaban de acuerdo para hacerla rehusar las contratas y seguía viviendo inactiva, en el desorden y en el descuido. Recibía á sus compatriotas y á mis amigos, algunos de los cuales le hicieron la corte, sin que esto me inspirase cuidado alguno. Me hubieran hecho un servicio quitándomela y esto bastaba para que ninguno lo lograse. Cristián era el único que nunca había simpatizado con Lea y había hecho todo lo posible para hacerme romper aquella unión, hasta el punto de regañar momentáneamente conmigo y de un modo más definitivo con ella.
Sorege, por el contrario, no escaseaba los elogios sobre la bondad, los encantos y la distinción de Lea. Si sus expansiones no se hubieran realizado en mi presencia, hubiera yo podido sospechar que estaba enamorado de Lea, de la que era fiel amigo y confidente. Mi hermana, con la que quiso casarse, le rechazó, y Sorege iba muy poco á casa de mi madre, á donde yo mismo no concurría con frecuencia. La hostilidad de Juan contra Tragomer se traducía en continuas insinuaciones y hábiles sarcasmos.
Era el tercer año de mi unión con Lea y la situación se había puesto más grave que nunca. Una locura completa se había apoderado de mí y debía conducirme á una catástrofe. Por lo general Lea no recibía en su casa más que hombres, convencida, con razón, de que la sociedad de las mujeres es inútil cuando no peligrosa.
—Si traigo una mujer á mi casa y es fea, mis amigos no encontrarán placer alguno en su presencia, y si es bonita, arriesgaré el perder mi amante.
Solamente cuando me creía unido á ella con lazos más fuertes, hizo una excepción á esa regla y esta fué la causa de mi perdición. Lea había conocido á una joven muy elegante, muy linda y una cantante agradable, que le agradó por la gracia de su carácter y por una atracción misteriosa y perversa de que no la hubiera creído capaz, pues poco viciosa y muy amante del hombre, nunca Lea me había parecido dispuesta á ciertas aberraciones. Su nueva amiga se encargó de modificar sus costumbres, y mi amante, con el ardor que ponía en todo, llegó á estar tan celosa de Juana Baud como hubiera podido estarlo de mí.
Hasta entonces ni Marenval ni Tragomer habían hecho un gesto ni pronunciado una palabra y habían dejado hablar á Jacobo con la esperanza de coger algún indicio útil ó algún dato nuevo. Pero cuando pronunció el nombre de Juana Baud, los dos se dirigieron una mirada. La luz empezaba á abrirse paso y la aparición de Juana Baud en la existencia de Jacobo y de Lea daba una importancia decisiva al descubrimiento de Tragomer. El lazo entre Jenny Hawkins y Jacobo aparecía ya, y aquel primer hilo de la trama en que el desgraciado había sido envuelto, se dibujaba á los ojos de los dos amigos.
—¿Qué hay en mi relato que os asombre particularmente? preguntó Jacobo.
—Ese nombre de Juana Baud que pronuncias por primera vez.
—Tenía serias razones para no hablar de esa joven. Las comprenderéis cuando os cuente toda mi aventura.
—Un sencillo detalle antes de reanudar tu relación… ¿Cómo era esa
Juana Baud? ¿Alta ó baja, rubia ó morena, de ojos azules ú oscuros?
Haznos su retrato en lo posible.
—Cuando la conocí por primera vez en casa de Lea, era una encantadora muchacha de veinticinco años, de alta estatura, piel muy blanca, hombros, admirables, pelo negro y ojos grises. Formaba con Lea una pareja encantadora, pues tenían la misma estatura, las mismas líneas suntuosas y el mismo vigor. Solamente, Lea era tan rubia como Juana morena. Creo que el efecto extraordinario que ambas producían contribuyó por mucho á su mutua afición, pues estaban orgullosas de ese efecto y trataban de producirle.
—Una pregunta todavía, dijo Tragomer. ¿Lea Peralli no se teñía el cabello?
—Sí. El color rubio á lo Ticiano de su pelo no era natural. Yo no la he conocido sino rubia, pero ella debía ser de color castaño oscuro… Se hacía rizar el pelo, mientras que el de Juana Baud era rizado naturalmente.
—Está bien, dijo Cristián. Puedes continuar.
Se volvió hacia Marenval y añadió con un gesto de satisfacción:
—Ahora sé ya á qué atenerme.
—Permanecí bastante tiempo, prosiguió Jacobo, sin sospechar las razones secretas que aquellas dos mujeres tenían para no separarse. No se mostraban en público, pero yo encontraba continuamente á Juana en casa de Lea y cuando ésta salía sin mí, iba siempre á casa de su amiga. El pretexto para su unión fué el deseo de Juana Baud de recibir de Lea lecciones de dicción italiana, á fin de dejar la opereta y dedicarse á la ópera seria. Para ello empezaron á trabajar formalmente.
No se separaron ya, y yo, distraído por mis ocupaciones, por mis apuros y por mis placeres, no podía imaginar lo que tenía de apasionado la ternura que se dedicaban las dos mujeres. Sorege fué el que me llamó la atención sobre ese asunto. Con su prudencia habitual y por medio de insinuaciones, despertó mis sospechas y me incitó á comprobarlas. Sorege parecía indignado contra ellas, echaba pestes contra tales vicios, que á mí me tenían sin cuidado, y al oirle se hubiera creído que era el amante de una de ellas. Le vi exasperado hasta tal punto, que le pregunté si estaba en relaciones con Juana Baud. Él, entonces, cambió de fisonomía, se dominó y echó el asunto á broma. Lo que me decía, aseguró, era por mí. ¿Qué le importaba á él semejante cosa? Es verdad que no podía ver á las mujeres que tenían tales gustos, pero en aquel caso no veía sino á mí, ni se preocupaba más que por el ridículo que yo pudiera alcanzar. Yo estaba tan desmoralizado por mi mala vida, tan gangrenado de pensamiento y de corazón, que el pensamiento de que Lea me era infiel en condiciones tan inesperadas no me inspiraba repulsión ni cólera.
Pensé, no sin complacencia, en el cuadro encantador que debían ofrecer aquellas dos hermosas criaturas y desde aquel momento se apoderó de mí la curiosidad malsana de poseer á Juana. Las espié y pronto adquirí la evidencia de sus tratos, pues descubrí sus costumbres y sus horas de cita. En sus relaciones había extraños refinamientos de vicio, en los que se descubría la imaginación ardiente de Lea.
Una vez, en una reunión, estuve á punto de sorprenderlas en el cuarto de mi amada. Tenían un modo especial de darse citas, aun en mi presencia, sin que pareciese que se hablaban. Lea, como por juego, cogía á Juana en sus brazos y se ponían á bailar desenfrenadamente, hasta que faltas de aliento, casi asfixiadas, caían en un sofá, donde permanecían juntas como en una especie de letargo. Un día llegué á casa de Lea á eso de las cuatro y la encontré con el sombrero puesto y con aire preocupado. Me acercó la frente á los labios y me dijo distraídamente:
—Tengo que salir por una hora. Mi padre me envía un recado con un amigo suyo y es preciso que vaya hoy mismo á verle al Gran Hotel, pues se marcha mañana á Londres.
—Entonces me voy. Hasta la noche.
—No; quédate un momento. He dado asueto á los criados. Juana debe venir en seguida y quiero que la recibas y le digas que me espere. Vamos á comer juntas.
—Bueno…
En el momento se me ofreció imperiosamente la idea de apoderarme de la amiga de Lea. La hora era propicia; la casa estaba vacía; todo se arreglaba á medida de mi deseo. Dejé marcharse á mi amada y esperé á Juana, que llegó sonriente, vestida con un traje de seda gris y con un sombrero de flores azules que daba á su cabello oscuro y á su cutis pálido un brillo extraordinario. No pareció extrañar la ausencia de Lea, se quitó el sombrero, tiró los guantes sobre la mesa y se sentó á mi lado. Yo no sé verdaderamente lo que le dije; creo recordar que hablé de su belleza. Juana apoyó la cabeza en el respaldo del sofá, cerca de la mía y recuerdo que mi boca, casi junta á su oreja, le tocaba el cuello con la punta del bigote. Juana no se retiraba y yo la veía estremecerse dulcemente. Su cara, de perfil, me mostraba unos labios entreabiertos sobre admirables dientes y su persona emanaba un perfume de heliotropo que se me subía á la cabeza. Al cabo de un instante pasé el brazo al rededor de su talle, la atraje hacia mí y, sin ninguna resistencia, aquella mujer fué mía.
Á partir de ese momento tomé la firme resolución de dejar á Lea. Juana era una querida encantadora, mucho más mujer que la altiva italiana. Me confesó que me amaba hacía mucho tiempo y que muchas veces había tenido impulsos de decírmelo. Yo no hice ninguna alusión á sus extrañas relaciones con Lea, pero, cosa asombrosa, me sentí más celoso de ella que lo había estado de mi querida y me propuse estorbar sus encuentros, nuevo Bartolo de aquellas singulares Rosinas. Pude, por otra parte, convencerme por síntomas muy elocuentes, de que Juana rehusaba ya á Lea ciertas intimidades, y la rabia, la amargura y la rudeza de ésta se manifestaron con una increíble libertad. Si yo la hubiera ayudado un poco, creo que Lea se hubiera quejado á mi del abandono de su amiga.
Mi amada tuvo entonces una recrudescencia de entusiasmo hacia mí y tuve que consolarla de las traiciones de que yo mismo era cómplice. Pero mi nuevo capricho era demasiado imperioso para que yo pudiera engañar por mucho tiempo á Lea. Todos los días me separaba más de ella; hasta que resolví jugar el todo por el todo para recobrar mi libertad. Para esto me hacía falta una suma importante, á fin de liquidar con Lea y dejarla con qué vivir por lo menos un año. No había que pensar en recurrir al crédito, pues le tenía agotado hacía mucho tiempo. No me quedaba más medio de salir del apuro que recurrir al juego y librar una batalla decisiva.
Reuní todo el dinero que tenía disponible, vendí mis últimas alhajas y algunos objetos de valor y me puse á tallar en el círculo durante dos noches, en las que llegué á ganar ciento ochenta mil francos, lo bastante para ponerme á flote durante algún tiempo. Pero no me dí por satisfecho y resuelto á violentar la suerte, me puse á tallar la tercer noche con todas mis ganancias delante de mí. Quería doblarlas para dar una suma importante á Lea, pagar mis deudas y realizar el proyecto que había formado de marcharme al extranjero. El momento que pasó entre la satisfacción de verme con una suma que me permitía liquidar mi situación, y la resolución que formé de jugar ese dinero para duplicarle, fué el más importante de mi vida. Si en aquel minuto hubiera tenido el valor de retroceder, estaba salvado. Mi unión con Lea hubiera cesado por la fuerza misma da las cosas; no tenía más que decir una palabra á Juana Baud para romper con ella. Hubiera vuelto á mi casa y la vida de familia me hubiera regenerado.
¿Pero cómo había yo de tomar una resolución tan cuerda? Mis buenos instintos parecían muertos y sólo sobrevivían en mí las malas tendencias. Había olvidado á mi madre, que lloraba, y á mi hermana, que me suplicaba. No tenía más ley que mi capricho y mis pasiones; era un ser despreciable y cobarde. Vi á mi madre suplicarme de rodillas que no la abandonase, que no deshonrase su vejez, y permanecí sordo á sus súplicas, y me reí de su desesperación…
¡Cuántas veces en mis noches de horror, encadenado á mis compañeros de miseria, he recordado aquellas repugnantes escenas, en las que tenía el valor de oponer á las lágrimas de mi madre un cinismo burlón y feroz! ¡Cuánto he deplorado aquella ceguera que me entregaba á los consejos pérfidos de mis aduladores y de mis parásitos y me impedía ver la actitud suplicante de dos ángeles que querían salvarme!… Pero yo estaba destinado á la desgracia y, debo confesarlo, muy justamente.
La tercera noche, como si la suerte hubiera querido hacerme pagar sus favores desperdiciados, perdí todo lo que tenía, más cincuenta mil francos que el mozo de la sala de juego me prestó bajo mi firma. Aquel día llegué á casa de Lea aniquilado, embrutecido, y mi querida vió fácilmente que me ocurría alguna desgracia que yo juzgaba irreparable. En efecto, todo cuanto tenía estaba en manos de los usureros. Mi madre había ya pagado por mí sumas importantes. Mis amigos, cansados de prestarme dinero que nunca les devolvía, empezaban á huir de mí. Había llegado á un momento en que no tenía más que dos partidos que tomar: matarme ó marcharme al extranjero.
No me resultaba el primer medio y en cambio el segundo se adaptaba muy bien á mis proyectos. Pero necesitaba, por el honor de mi nombre, pagar mi deuda de juego, cincuenta mil francos que era urgente encontrar… Aquí, amigos míos, el rubor me asoma á la cara, tan deshonroso es lo que tengo que contaros… Lea me ofreció sus alhajas para empeñarlas. Si hubiera rehusado, si hubiera ido una vez más á los pies de mi madre, estoy seguro de que se hubiera aún sacrificado para sacarme del mal paso; pero hubiera tenido que hacer promesas, arreglarme, dejar mi vida infame y entrar en la tranquilidad de la vida de familia. No quise hacerlo. La muerte ó la fuga, pero no la honradez.
Acepté el ofrecimiento de Lea y me llevé sus perlas, sus zafiros, sus brillantes, con la decidida intención, oidlo bien, de no volver á presentarme delante de ella. En el Monte de Piedad obtuve ochenta mil francos. Envié la papeleta á Lea para que pudiera desempeñar sus joyas con el dinero que yo pensaba enviarle, y fuí á pagar mi deuda. Vi en su casa á Juana Baud que estaba preparada para acompañarme á Londres, y obtuve de ella que fuese á reunirse conmigo el día siguiente en el Havre. Y en seguida me fuí á almorzar con Sorege, el único de mis amigos á quien podía confiar mis desdichas y mi viaje.
Su sorpresa pareció muy grande al saber que había yo llegado á tales extremos. Me afeó el préstamo aceptado de Lea y puso cuanto tenía á mi disposición, pero no era bastante para sacarme del apuro. Se ofreció amistosamente á servirme de intermediario para anunciar á Lea mi viaje y me hizo observar que acaso fuese peligroso enterarla del país á que me dirigía. Me acompañó á mi casa, me ayudó á terminar mis preparativos y me acompañó á la estación. Allí me abrazó afectuosamente y me pidió que le escribiera si tenía necesidad de algo. El tren partió y no volví á ver á Sorege hasta la audiencia, donde declaró con una mesura y una habilidad que me fueron muy favorables.
No ignoráis cómo fuí preso y llevado á París ni cómo terminó esta trágica aventura. Sabéis ahora todo lo que pasó, lo que oculté al juez de instrucción, á mi abogado y hasta á mi madre. No quise comprometer en las peripecias de éste proceso á la pobre Juana Baud, que no había cometido más falta que la de amarme. Con un dulce agradecimiento de mi corazón, la aparté de aquel drama de lodo y de sangre. Juana debió marchar á Inglaterra, donde tenía un ajuste para el teatro de la Alhambra. No sé qué habrá sido de ella, pero deseo que haya sido más feliz que yo. No es justo que todo el que ha intervenido en mi lúgubre destino, haya sido inexorablemente herido por la desgracia.
Jacobo se calló cuando la tarde declinaba. El día se había pasado entero en el desarrollo de aquel terrible relato. Hacía mucho tiempo que Tragomer y Marenval no fumaban, suspendidos por el interés ardiente de aquel drama al que estaban mezclados tan de cerca y cuyos resortes secretos sabían mejor que el mismo protagonista. Se produjo un largo silencio durante el cual Jacobo se repuso de la emoción que le había producido el recuerdo de las peripecias de su historia. Tragomer fué el primero que tomó la palabra y dijo con su habitual sangre fría:
—Mi querido Jacobo, tu sincera confesión tiene el mérito de no dejar duda alguna en nuestro espíritu. Adivino en la satisfacción de Marenval que la verdad le salta á los ojos como á mí.
—Perfectamente, apoyó Cipriano. Es claro como la luz del día.
—Pero, continuó Cristián, es necesario, por mucho que lo deplore, hacerte saber qué ha sido de Juana Baud. La pobre muchacha no ha tenido el destino dichoso que tú le deseas, porque en el momento en que te prendían, estaba muerta.
—¡Muerta! exclamó Jacobo. ¿Cómo?
—Mi querido amigo, es la evidencia. Puesto que Lea Peralli está viva y anda por esos mundos con el nombre de Jenny Hawkins, después de haberse hecho llamar durante algún tiempo Juana Baud, es que ésta estaba muerta. La mujer de la calle Marbeuf, tu pretendida víctima no era otra que Juana Baud.
—¡Pero es imposible! dijo Jacobo.
—Es cierto, contestó Cristián. La identidad de la víctima debía ser establecida por su presencia en casa de Lea. ¿Quién si no Lea podía ser asesinada en la calle de Marbeuf? ¿Quién podía llevar sus vestidos, su ropa interior, sus alhajas? ¡Oh! las precauciones para engañar todas las miradas fueron adoptadas admirablemente… La mujer fué desfigurada por las balas del revólver, pero ¿quién había de dudar que era Lea Peralli? Juana Baud, tú lo has dicho, tenía la misma estatura, la misma amplitud de líneas. ¿Quién podía imaginar una sustitución? Tú mismo no dudaste. Te enseñaron la mujer muerta y la reconociste sin vacilar. Y, sin embargo, Lea está viva y Juana ha desaparecido.
—Pero, dijo Jacobo, la muerta era rubia y Juana Baud tenía el pelo castaño oscuro…
—¡Necio! exclamó Cristián; ¿no te he preguntado si Lea se teñía el cabello?
Freneuse hizo un gesto de horror y sus ojos se hundieron bajo las fruncidas cejas.
—¡Ah! dijo Tragomer. ¡Empiezas á comprender! ¡Ves la atroz y fúnebre operación que se hizo sufrir á la desgraciada víctima! Los que han fraguado esta intriga sangrienta tenían una admirable sangre fría. Vistieron á la muerta, la adornaron y la tiñeron el cabello antes de desfigurarle la cabeza á balazos. Querían, seguramente, perderte, pero no querían menos salvarse. Cesa de dudar la evidencia. Todo es seguro ya. ¿No fueron á retirar las alhajas del Monte de Piedad el mismo día del crimen? Tú no pudiste hacerlo puesto que no tenías la suma necesaria y habías enviado á Lea la papeleta. Te han acusado de haberlas vendido porque había que dar una explicación al desempeño y porque la justicia quiere comprenderlo todo. Pero lo cierto es que Lea recuperó sus alhajas antes de partir. Todo estaba arreglado de este modo para hacer de ti un ladrón y un asesino. En vano te has defendido; en vano has enseñado los treinta mil francos que te quedaban del empeño después de pagar la deuda de juego; en vano has hecho presente que puesto que habías partido, no podías haber desempeñado las alhajas. Te han respondido con la afirmación de que habías vendido la papeleta y tu pérdida se ha consumado. Todo se encadenaba entonces en el crimen. Mataste á Lea para apoderarte de la papeleta. El robo y el asesinato aparecían lógicos y era todo lo que hacía falta para la garantía de la sociedad y el triunfo de la justicia…
Jacobo, con la frente inclinada, no escuchaba ya; soñaba. Tragomer le había convencido y los resortes secretos del asunto se le aparecían ya claramente. Pero habían sido tan hábilmente dispuestos que conociéndolos ahora, viéndolos, por decirlo así, funcionar, se preguntaba cómo hubiera podido escapar de ellos y si lograría aún coger á los culpables. Á este pensamiento levantó repentinamente la cabeza y rojo de cólera y con la mirada chispeante, preguntó:
—Pero, en fin, ¿quién ha cometido esa acción espantosa? Tú, Tragomer, que conoces tan bien todas las circunstancias del crimen, ¿conoces á los criminales?
—Aquí, amigo mío, entramos en el terreno de las hipótesis. Lo que resultó cierto para Marenval y para mí después de nuestras primeras averiguaciones, fué tu inocencia. Los medios de establecerla eran menos seguros. Teníamos que habérnoslas con personas tan hábiles, que hubiera bastado ponerlas en guardia para hacer imposible toda investigación. Lea Peralli, advertida por Sorege, hubiera desaparecido y échate á correr por el mundo tras ella… En suma, hasta ahora no hay sino apariencias de culpa, pero terribles, contra Lea y contra Sorege. ¿Pero á qué motivos han obedecido? Por muy poderosas que sean las presunciones morales que pueden deducirse de tu relato y de las relaciones que existían entre Juana Baud y tú, no pasan de ser presunciones. Necesitamos pruebas formales y vamos á buscarlas contigo. Por eso era preciso librarte. Si hubiéramos esperado el triunfo de tu inocencia, nuestra vida y la tuya se hubieran agotado en investigaciones acaso infructuosas. Hemos, pues, preferido empezar por el desenlace y abrirte las puertas de tu prisión. Ahora estás libre para obrar. La primera parte del drama se termina y va á empezar la segunda.
Jacobo permanecía meditabundo ante el pavoroso problema que se planteaba y Marenval tomó la palabra:
—Observe usted, querido, que lo verdaderamente raro en este asunto es que hay en él un verdadero desafío al buen sentido. Tan imposible parece desenredarlo, que antes de partir consultamos á un magistrado de los más eminentes, Pedro Vesín, pues que puedo nombrarle, y su asombro fué igual á su curiosidad, pero no puso en duda ni un instante que nos esperaba un fracaso. Es la lucha, nos dijo, del puchero de barro con el de hierro. ¿Qué hacer contra ese poder formidable que se llama la justicia? Está blindado por sus códigos, atrincherado en sus estrados y defendido por todos sus auxiliares jurídicos, y es invulnerable por la necesidad social que impone la infalibilidad de sus sentencias. ¿Y vamos á emprenderla contra esa Bastilla más impenetrable que la primera, pues contiene el palladium del orden y abriga la soberana majestad de la razón de Estado? Pues bien, sí; vamos á intentar la aventura. ¡Es extravagante! ¡Es incomprensible! Tragomer y yo hemos arriesgado ya el presidio por arrancar á usted de él y por combatir á la fuerza pública, conduciéndonos como piratas… Pues no nos importa. Hemos tomado nuestro partido y nunca el proverbio de que el fin justifica los medios puede tener mejor aplicación que en este caso. Queremos llegar á nuestro fin á toda costa y cuando hayamos probado que era usted una víctima y no un culpable y que se le tenía encerrado á consecuencia de un monstruoso error judicial, veremos si en el país de la audacia y de la generosidad hay gendarmes para detenernos y jueces para castigarnos. Yo no tengo ningún remordimiento, ninguna inquietud, ninguna vacilación. ¡Y este viaje me encanta!
El ingenuo buen humor de Cipriano normalizó los crispados semblantes. El contraste entre la gravedad de los actos realizados y la placidez del que los llevaba á cabo daba á su declaración un picante sabor. Con indiferencia sublime, pisoteaba las leyes y desafiaba á los poderes públicos como un héroe ó como un bandido. Y bien sabe Dios que Marenval, con su cara de beatitud, sus mejillas rosadas encuadradas de patillas grises y sus ojos bonachones húmedos de alegría, no tenía el menor aspecto de bandido ni de héroe, sino de un ricacho viajando para divertirse. En efecto, aquellos tres hombres sentados en sus rocking-chairs bajo la ondulante toldilla, acariciados por el fresco de la tarde, mecidos por las olas y alumbrados por los rayos oblicuos del sol poniente, en aquel lindo yate que volaba hacia las colonias holandesas, más parecían gozar de las delicias de la vida que buscar el secreto de la muerte.
—Ya que os he contado, dijo Jacobo, lo que no conocíais de mi aventura, decidme lo que yo ignoro de vuestras pesquisas. Tragomer no me explicó nada preciso cuando vino á buscarme á la isla Nou. Deseo saber en qué condiciones se va á presentar la lucha con nuestros adversarios, qué hace Sorege y dónde está Lea.
—Puedes comprender, querido, dijo Cristián que cuando te vi en la isla, tenía algo más que hacer que contarte historias. Era preciso ante todo sacarte de allí y tú no parecías muy decidido á seguirme. Ahora que tenemos dos meses por delante para discutir y combinar, podremos utilizar el tiempo. Lo que importa que sepas desde ahora es que Jenny Hawkins irá á Europa en primavera y cantará en Londres por primera vez desde que cambió de nombre. Se cree bastante segura de su transformación para afrontar las miradas de los que la conocieron en otro tiempo. Y es lo cierto que habiendo dudado yo cuando la vi con su cabello oscuro, los que la han frecuentado poco no podrán conocerla ó descubrirán, cuando más, un parecido que nada tiene de extraordinario. Sorege ha arreglado muy hábilmente sus asuntos para ir á pasar la temporada en la isla de Wight y en Londres con su suegro y su prometida. El bueno de Harvey no sospecha que él mismo va á conducir á Sorege ante Jenny Hawkins. Vamos, pues, á caer como una bomba en medio de las combinaciones de tus enemigos que no han podido concertarse y que tendrán que defenderse en un terreno difícil y molestados por toda especie de estorbos sociales; lo que vendrá muy bien para hacer igual la partida y darnos probabilidades de triunfo.
—¿Luego se casa Sorege? dijo Jacobo pensativo… Y con una americana… rica, sin duda…
—Enormemente rica. Su padre es el rey de la ganadería. Una especie de pastor archimillonario; un Labán del que Sorege quiere ser el Jacobo. Ha estado ya con él á inspeccionar sus rebaños en el Far-West, el año pasado. En ese viaje descubrí su complicidad con Lea.
—¿Y cómo es su prometida?
—¡Ah! ¿Eso te interesa? Ya la verás. Es una americanita impetuosa y fantástica, que no será fácil de conducir. No doy diez céntimos por Sorege como ella sepa sus villanías…
—¿Piensas que ni Lea ni Sorege sospechan la posibilidad de mi aparición?
—¿Cómo han de sospecharla? Te creen tan definitivamente enterrado como á la mujer asesinada. No puedo dudar que Sorege tuvo cierta inquietud al verme hacer averiguaciones sobre la existencia de Lea y sobre sus relaciones con ella. Su actitud, sus palabras, todo me prueba que adivinó que yo poseía parte del secreto. Pero entre esa parte y el todo hay tal distancia, que tiene la convicción de que nunca llegaré á descifrar el enigma. Y no se equivoca después de todo, pues aun después de nuestra audaz tentativa estamos á merced de los sucesos y de los individuos y va á ser preciso que tú mismo aparezcas para confundirle y desenmascarar á su cómplice.
—Lo lograré, estoy seguro, dijo Jacobo con firmeza. No habréis hecho por mí inútilmente lo que habéis hecho. Estoy comprometido en la misma empresa que vosotros y la proseguiré hasta el último límite. Si Sorege, como tú afirmas y yo empiezo á creer, ha desempeñado un papel abominable en mi terrible aventura, te respondo que será castigado como merece.
Se pasó la mano por la cara, súbitamente ensombrecida, y continuó:
—En cuanto á Lea, no sé á qué móviles habrá obedecido al procurar mi pérdida de un modo tan cruel… He cometido faltas para con ella, pero por culpable que haya sido, su venganza ha traspasado todos los límites… Si me hubiese arrancado la vida, todavía sería excusable, pero anonadarme bajo tal infamia, deshonrar á los míos y condenarnos á todos á un dolor cuyo único fin debía ser la muerte, indica un alma tan horrible, que me considero libre de obrar respecto de ella sin consideración alguna. No creo extralimitarme de mi derecho defendiéndome como he sido atacado; sin piedad. Podeís, pues, amigos míos, contar conmigo, como yo cuento con vosotros. Para vuestra justificación, para que yo me rehabilite, es preciso que logremos nuestros fines. En la lucha que comienza sólo puedo perder la vida, que no vale gran cosa, pero aun así la estimo en tanto como la de Sorege. Ahora, como decíais muy bien hace un instante, tenemos delante de nosotros dos meses para reflexionar. No hablemos ya de nada; dejadme volver á entrar en la vida libre en medio de vosotros. Tengo necesidad de reponerme física y moralmente, para estar á la altura de lo que podéis esperar de mí.
El puente estaba oscuro. La noche de los trópicos, se había apoderado bruscamente del mar y la estela del navío aparecía iluminada por misteriosas fosforescencias. La oscuridad confundía vagamente las formas de los tres amigos.
—Estamos á 15 de febrero, dijo Marenval. En este momento hace en París, probablemente, un frío del diablo y sus calles están enfangadas de escurridiza nieve. Aquí, en cambio, gozamos de una temperatura de verano… Cuando lleguemos al Mediterráneo el mes de Abril habrá traído el sol. Nos pasearemos por la costa durante algunos días para hacer notar nuestra presencia, y pasando por Gibraltar, nos dirigiremos á Inglaterra… Entonces empezará la batalla. Hasta ese momento vivamos alegremente. El tiempo está hermoso, la mar bella. En la primera escala enviaremos un telegrama á mi criado para que lo transmita á la señora de Freneuse. Una vez que esa señora esté tranquila sobre la suerte de su hijo, todo irá bien.
—Los señores pueden bajar á comer cuando gusten, dijo el camarero apareciendo en la puerta de la cámara.
—¡Á la mesa!
Cada uno de ellos cogió á Jacobo por un brazo y los tres se dirigieron al comedor.
Jenny Hawkins volvía á su casa, á las diez de la mañana, cargada de flores que acababa de comprar en el mercado de Covent-Garden , y su doncella le dijo al abrir la puerta:
—Un caballero espera en el salón á la señora.
—¿Quién es?
—Aquí tiene la señora su tarjeta.
Juana Hawkins cogió el cuadrado de cartulina y leyó: El conde Juan de Sorege. Jenny no se tomó tiempo para quitarse el sombrero y el abrigo. Dió el brazado de flores á la doncella, abrió la puerta del salón y entró. Sentado cerca de la ventana, en aquella pieza amueblada de un modo macizo y sin gracia, á la inglesa, Sorege se entretenía en mirar la calle. Se volvió vivamente y al ver á la joven venir hacía él fresca, sonriente y animada por su paseo matinal, dijo:
—El triunfo de anoche no ha fatigado á usted, según veo, pues se ha levantado tan temprano…
Sorege le ofreció la mano, pero Jenny pareció no ver su movimiento y se acercó á un espejo donde se quitó el sombrero y se arregló el cabello mientras hablaba:
—¿Estaba usted en el teatro? La ópera fué muy bien… Novelli fué muy aplaudido… y yo no poco.
La cantante se sentó cerca de Sorege en una silla baja, al lado de la chimenea.
—Sí, estaba en el teatro y no era solo á devorar á usted con los ojos; había otras personas que se interesaban igualmente por usted…
—¿Su prometida de usted y el buen Julio Harvey, sin duda? dijo Jenny en tono irónico y con una viva mirada.
—Sí, ciertamente. Miss Harvey y su padre eran de los que más admiraban
á usted, dijo Sorege, aunque no fuera más que á título de compatriotas.
Pero no me refería precisamente á ellos, sino á dos antiguos conocidos;
Cristián de Tragomer y Marenval.
Las facciones de la cantante adquirieron gran dureza. Sus párpados, al cubrir los hermosos ojos grises, proyectaron una sombra sobre la cara y su boca se crispó.
—¿Acaban de llegar? preguntó.
—Llegaron ayer mañana. Venía á advertir á usted para que no se sorprenda si se ve repentinamente en su presencia.
Jenny hizo un gesto de cansancio.
—Creía poder contar con más seguridad. ¡Siempre este cúmulo de inquietudes y de recelos cuando creo haberlos alejado definitivamente.
—De usted depende, en efecto, asegurar su porvenir contra toda investigación importuna, dijo con placidez Sorege. No tiene usted más que representar su papel y hacer aquí lo que hizo en San Francisco, para evitar todo peligro. Nada tiene usted que temer de Tragomer aquí, donde es usted conocida de todos sus compañeros, de su director, del público y de los americanos que la aplauden hace dos años. Todos afirmarían, si fuera preciso, que es usted Jenny Hawkins. No hay más que un ser en el mundo que no se dejaría engañar por su metamorfosis y cuya presencia no podría usted afrontar sin peligro. Pero, ése no vendrá. Le hemos metido vivo en una tumba tan segura como la que tendría estando muerto. Puede usted, pues, vivir tranquila. Será preciso solamente que tenga usted la energía que sabe demostrar cuando hace falta. Es usted, Lea, una verdadera mujer, capaz de todas las generosidades y de todas las infamias. Yo la adiviné y por eso la amo.
—No, Juan; si usted me amó fué porque yo amaba á Jacobo y usted le odiaba, dijo la cantante con tristeza. Yo también conozco á usted y sé que tiene un alma atroz. ¡Oh! Es usted hábil y sabe ocultar sus verdaderos sentimientos. Yo he estado engañada durante mucho tiempo creyendo en su adhesión y en su ternura, pero he acabado por ver claro en su espíritu, á pesar de su doblez, y he encontrado en él la perfidia, la envidia, la crueldad. Jacobo fué ciertamente muy indigno, muy traidor, muy cobarde. ¿Pero qué decir de usted que aprovechó su indignidad, su traición y su cobardía para arrastrarle á la perdición? ¡Quién sabe si no abusó usted de mi credulidad y no era el desgraciado tan culpable como usted quiso probarme! Ahora, Sorege, desconfío de usted, porque sé de lo que es capaz.
Los ojos de Sorege, ocultos según costumbre, se dirigieron claros y penetrantes á Jenny, y la expresión de astuta dulzura que ofrecía su cara desapareció de repente. El conde se irguió decidido y amenazador:
—¿Qué es eso? dijo con voz áspera. ¿Tenemos dudas? ¡Dios me perdone! ¿Acaso remordimientos? ¿Está usted loca? ¿Olvida usted en qué condiciones intervine para sacarla del atolladero cuando la enloquecía el terror? ¿Es que va usted á ser ingrata, querida? Eso sería una debilidad y una gran imprudencia. No podemos evitar ciertos inconvenientes—porque se trata de inconvenientes, no de peligros—más que permaneciendo fuertemente unidos. Yo no la abandonaré, siempre que usted misma no se haga traición. ¡Qué diablo! Yo creí que tenía usted más estómago. ¿Es usted capaz de perder pie, como una francesa, en vez de tenerse firme, como verdadera italiana? Las de aquel país saben odiar y vengarse; tienen sangre en las venas. ¿Tan pronto ha olvidado usted lo que hicieron Jacobo y la otra?
—¡No! no lo he olvidado. Si la memoria de mis sufrimientos no me hubiera sostenido, no hubiera podido vivir… Y, sin embargo, he pasado noches terribles teniendo ante los ojos el espantoso cuadro de aquella mujer muerta…
Jenny dijo estas palabras en voz baja y, sin embargo, Sorege dirigió al rededor una rápida mirada como para asegurarse de que nadie había podido oir.
Con paso de gato fué á la puerta, la abrió silenciosamente, miró á la pieza contigua para ver si estaba vacía y volvió con el mismo paso felino hacia la joven.
—Se trata de no decir ni hacer tonterías, dijo con dulzura. Vamos á ver, Lea, no tienes para qué atormentarte. Yo estoy aquí para defenderte si hace falta. Si Tragomer te molesta yo me encargo de hacerle entrar en razón. Ven aquí, no pienses más que en tus triunfos y ponme buena cara, ¡qué diablo! No nos vemos tan á menudo y bien sabes cuánto te amo…
Sorege cogió la mano de Jenny y besó sensualmente su puño delicado y su fresco brazo. La joven le rechazó con dureza.
—¡Oh! Nada de hipocresías… ¿Olvida usted que va á casarse dentro de unas semanas?
Sorege se echó á reir.
—¿Y qué prueba eso? ¿Vas á pretender que no te amo porque me caso con esa mina de dollars que se llama miss Harvey? No hago sino un negocio, hija mía; no puedes ignorarlo. Cuando me haya casado y sea muy rico, olvidarás fácilmente el matrimonio para participar de la riqueza.
Jenny Hawkins permaneció un momento silenciosa y después dijo en tono grave y resuelto:
—Escuche usted, Sorege. Ha llegado el momento de que nos expliquemos francamente. Nos conocemos demasiado para tratar de engañarnos sin ninguna utilidad. Usted me ha amado, es cierto, pero ¡qué amor tan triste y tan vergonzoso! Yo he sucumbido á su voluntad y me he entregado porque me tenía usted en un peligro de muerte. Ha sido usted feroz conmigo. ¿Recuerda usted la primera noche que pasé en Boulogne cuando huía á Inglaterra con el nombre de Juana Baud? Usted me amenazó, me aterrorizó, y si alguna vez un hombre abusó de una mujer, ese hombre fué usted, aquella noche… Me forzó usted gritándome: "Ó mía ó en la cárcel". Si no hubiera cedido, hubiera usted sido capaz de ir á denunciarme antes de que pudiera tomar el vapor. ¿No es verdad? Me entregué rechinando los dientes de furor, con la cara inundada de lágrimas de angustia y sublevada de asco y de odio, mientras que usted, monstruo, parecía encantado por mis estremecimientos de espanto y de cólera… Cuanto más le rechazaba, más enloquecido estaba usted por la pasión. No parecía sino que era mi resistencia lo que usted apetecía y que gozaba más de su victoria que de su amor.
Sorege respondió impasible, con los ojos medio cerrados y sonriendo fríamente:
—Hay algo de verdad en lo que dices, pero exageras. Yo no soy un amante vulgar, pero no soy un sádico ¡qué diablo! No me es indispensable oir salir gritos de dolor de una bonita boca para gozar besándola. Me permito solamente hacerte observar, querida Lea, que tu razonamiento carece de sutilidad, pues me manifiestas tu intención de rehusarme toda bondad al mismo tiempo que me demuestras que has comprendido la energía diabólica de que soy capaz. Vamos, chiquita mía, coordina tus ideas. Si yo soy un mozo tan terrible como acabas de decir, haces mal en provocarme, pues debes estar segura de antemano de que te obligaré ó te aniquilaré…
Ambos se miraron esta vez descaradamente como dos adversarios que miden sus fuerzas. Pero Lea bajó los ojos la primera y, bien por cálculo, bien por verdadera sumisión, respondió:
—No me amenace usted. Esto es, bien lo sabe, lo que soporto menos fácilmente. Lo que me ha animado contra usted ha sido su brutalidad primera. No desconozco los servicios que usted me ha prestado, pero ¿para qué recordármelos tan duramente? Si se propusiera incitarme á la resistencia no obraría de otro modo, á no ser que su ferocidad le haga acariciar como los tigres, con las uñas…
Lea sonreía, pero la risa temblaba en sus labios, y si Sorege hubiera levantado los párpados no le hubiera gustado la sonrisa de aquella mujer. Pero acaso la veía, pues tenía el tal extrañas facultades.
—Muy bien, amiga mía, dijo; veo que te vas calmando y haces bien. He venido ahora para hablarte de los encuentros á que estás expuesta. Esta noche vendré sin objeto aparente. Esta Tavistock-Street es un sitio muy bien escogido porque es céntrico y aislado. Reconozco en esto tu tacto habitual…
Se levantó y tomó el sombrero como un visitante próximo á marcharse. Pero en él el último momento era siempre el más importante y la última frase la de más valor.
—¡Ah! Olvidaba decirte el principal objeto de mi visita… Master Julio Harvey da una comida pasado mañana y quiere conseguir que cantes en su casa.
Jenny Hawkins palideció y dijo con voz temblorosa:
—¿Quién encontraré allí? ¿Qué nueva emboscada me prepara usted? ¿Qué atroz prueba quiere hacerme sufrir?
Sorege respondió tranquilamente:
—La última prueba. Después serás dueña de tu destino y no tendrás nada que temer. Hasta podrás prescindir de mi si eso te agrada. Así habrás probado á Tragomer y á Marenval que eres Jenny Hawkins y que nunca serás para ellos sino Jenny Hawkins. ¿No vale la pena de arriesgar el golpe? Sé firme y yo te probaré que soy el hombre que te he dejado suponer. ¿Vendrás? Tengo que dar una respuesta á mi suegro y sobre todo á mi futura, que arde en deseos de conocerte. En su entusiasmo á la francesa, pretende que eres asombrosa… Asómbrala más de lo que espera, querida amiga, y harás acto de justicia.
Sorege reía y Lea estaba asombrada de su audacia. Pero eso mismo le inspiró confianza.
—Está bien, dijo. Iré.
—Perfectamente. Voy de paso á encargar el brazalete que master Harvey te va á ofrecer. Mi hombre es galante, aunque pastor, y se permite gastar quinientas libras en adornar con perlas el brazo de Jenny Hawkins. Hasta la noche, pues.
Atrajo á sí la cantante, le dió un beso fraternal en la frente y salió silenciosamente con su paso misterioso. Cuando desapareció, Lea se dejó caer desesperada en una butaca.
—¡Qué suplicio! He pagado bien cara mi salvación al precio de esta esclavitud…
Apoyó la cara en la mano y se puso á reflexionar dolorosamente. Cuando la doncella fué á anunciar que el almuerzo estaba dispuesto, la encontró en el mismo sitio, con la mirada fija y la boca contraída, repasando en la memoria sus tristes recuerdos.
Á la misma hora dos señoras enlutadas y envueltas en largos velos bajaron de un coche y, no sin inquietud, echaron en derredor una mirada. Una actividad ruidosa reinaba en el muelle del Támesis, lleno de trabajadores ocupados en descargar los steamers alineados á lo largo del puerto. El río arrastraba sus olas amarillentas entre las carenas negras de los navíos y por el puente de Londres rodaban en incesante desfile los coches y los ómnibus. En lo alto de la ribera se levantaba la Torre alta y misteriosa y la entrada de los docks De Santa Catalina mostraba su amontonamiento de mercancías.
Amarrado cerca del muelle un yate, enano rodeado de gigantes, elevaba su pabellón tricolor entre las banderas azules de Inglaterra. La de más edad de las dos damas mostró á la otra el yate:
—Ahí está Magic , dijo; descendamos al muelle.
Por una escalera de piedra bajaron hasta la orilla y pasando entre los obreros, los corredores, los marineros y los mendigos, se dirigieron hacia el tablón que unía el yate con el muelle. Al aproximarse, un joven alto y moreno apareció en la borda y salió á su encuentro.
—Aquí está el señor de Tragomer dijo la más joven levantándose el velo como con prisa de ver mejor.
María de Freneuse apareció entonces y sosteniendo á su madre, que temblaba de emoción, le ayudó á subir los escalones que conducían al puente.
—Bien venidas, señoras, dijo Cristián descubriéndose. Se espera aquí con febril impaciencia su llegada…
María levantó los ojos hacia Cristián, como para asegurarse de que esas palabras no significaban más de lo que decían, y vió la hermosa cara del joven ennegrecida por el viento del mar y por el sol de los trópicos y con una expresión radiante de triunfo.
—¿Está ahí? preguntó la joven.
—En el salón.
María le ofreció la mano al llegar á la escalera, no se sabe si para que se la besara ó para apoyarse al bajar, pero ello fué que Cristián sintió por primera vez la alegría de que se le entregase aquella mano que durante dos años le había rechazado tan duramente.
—Venga usted, madre mía, dijo la joven precediendo á la anciana.
Entraron en la semioscuridad del puente. Se abrió una puerta, se oyó un grito ahogado y enfrente de ellas, tal como lo conocían cuando era dichoso, bello, joven y sonriente, apareció Jacobo tendiéndolas los brazos. La señora de Freneuse, pálida como una muerta, permaneció un instante inmóvil, devorando con los ojos á aquel hijo á quien creyó no volver á ver; estalló después en sollozos y ocultó el rostro con las manos como si temiera que se disipase aquella visión deliciosa. Se sintió transportada más bien que conducida á un sillón y cuando abrió los ojos encontró á su hijo de rodillas que la miraba llorando.
—¡Oh! querido hijo ¿eres tú? balbució la pobre mujer. ¿Es posible que seas tú? Dios ha hecho por nosotros un milagro.
—Sí, querida madre, dijo gravemente Jacobo, pero nuestros fieles amigos lo han ejecutado. Les debemos mucho, porque no sólo han salvado mi vida, sino el honor de nuestro nombre.
—¿Cómo pagarles jamás?
—¡Oh! no hablemos de eso. El agradecimiento es dulce cuando se dirige á corazones nobles y querer pagar es privarse de un goce muy grande. Pero tranquilícese usted. Nuestra deuda es de las que se pagan cómodamente, al menos en lo que se refiere á uno de mis salvadores…
María se ruborizó á estas palabras de su hermano, pero no apartó los ojos de Tragomer y dibujó en sus labios una sonrisa. Volvió en seguida á Jacobo á quién no se cansaba de ver, de tocar y de besar. Marenval, apoyado en la pared de la cámara presenciaba esta escena conmovedora sin tratar de contener su enternecimiento. Estaba esperando hacía dos meses el momento de poner á Jacobo en los brazos de su madre y se prometía goces deliciosos. Con frecuencia decía á Tragomer: "¡Será una escena extraordinaria!" Después tuvo que confesar que él, Marenval, un perro viejo de la vida parisiense, gastado y escéptico, se había emocionado más de lo que esperaba y había llorado como un majadero. Se inclinó al oído de Marenval y le dijo:
—Dejémoslos juntos. Volveremos dentro de un instante. Me escuecen los ojos y necesito tomar el aire.
Salieron sin que las dos mujeres, en su egoísta alegría, advirtiesen siquiera su ausencia. Estaban ocupadas en indemnizarse de toda la ternura de que habían estado privadas dos años.
—¿Estás seguro, querido hijo, de que no corres aquí ningún peligro?
—No, á condición de no dejarme ver. Si mis enemigos sospechasen mi presencia podrían denunciarme. Pero esta situación no se prolongará. Dentro de unos días no tendremos que tomar precauciones para vernos.
—¡Qué delgado estás y qué pálido!
Pues he mejorado mucho desde hace dos meses… Ahora tengo pelo y bigote al menos… Si me hubierais visto cuando me escapé, os hubiera dado lástima…
—¡Tanto habrás sufrido!
—Sí, madre mía, pero he sufrido útilmente. Encerrado en aquella tumba con la certidumbre de no salir jamás de ella, he reflexionado, he examinado mi vida pasada y la he juzgada con severidad. Así he llegado á pensar que estaba pagando, con dureza, acaso, pero muy justamente, las faltas que había cometido. Un último favor del destino colocó á mi lado un sacerdote excelente, el capellán del presidio, que se interesó por mi desgracia al verme tan diferente de mis compañeros de expiación. Se dedicó á conducirme al bien y de sublevado y furioso, me convirtió en dulce y resignado. Despertó en mi alma las creencias de la infancia y me mostró el cielo como supremo recurso y la oración como único consuelo. Si durante aquellos largos días, dedicados á un trabajo grosero y repugnante, y aquellas interminables noches ardientes y febriles, no hubiera tenido la idea de Dios para calmar mi espíritu, me hubiera vuelto loco ó me hubiera matado. Había tomado esa resolución al llegar, después de pasar sesenta y cinco días encerrado en una jaula con la escoria del género humano, sin oir más que palabras infames, cantos obscenos y proyectos de venganza y viviendo ante la boca de un cañón cargado de metralla. La existencia me pareció imposible de soportar y me propuse escapar de ella dándome muerte.
—¡Desgraciado niño! gimió la señora de Freneuse poniendo sus temblorosas manos sobre la cabeza de su hijo… ¡Un suicidio!…
—¡Oh! no, madre mía; hubiera sido inútil. Desde el primer día mis compañeros me tomaron odio. Me llamaban aristócrata y niño mimado. Hay una jerarquía hasta entre esa gente abyecta, y los más infames son los más respetados. Al verme tan diferente de ellos, me tomaron por un espía y un día en que el vigilante se ausentó por unos instantes del campo en que trabajábamos penosamente al sol, se arrojaron en grupo sobre mí. Su plan era muy sencillo. Estábamos arrastrando por el camino un enorme rodillo para aplastar la piedra y decidieron echarme delante de aquella pesada masa y pasarla por encima de mí. De este modo se trataba de un simple accidente; me había faltado el pie y el rodillo, no pudiendo ser detenido repentinamente, me había aplastado…
—¡Qué monstruos!
—Sí, madre mía. Así lo pensaba yo al verme cogido y sujeto en tierra y al oírles animarse con risas espantosas á tirar del rodillo para triturarme… No tenía más que dejarlos hacer y, según mis deseos, estaba libre de la vida… Pero no sé qué instinto de conservación me sublevó contra el acto feroz de aquellos hombres y en un instante, en lugar de sufrir mi último suplicio, me defendí energéticamente. Estaba yo todavía vigoroso, á pesar de las privaciones sufridas, y de un empujón derribé por tierra á dos de mis verdugos. Los demás, asombrados por mi resistencia, se echaron de nuevo sobre mí, pero de un golpe con mi cadena eché al suelo otro… Á sus gritos y al ruido de la lucha acudió el vigilante, que se dió cuenta de una ojeada de lo que había sucedido y empuñó el revólver… Todo entró en orden, pero al día siguiente el director me sacó del medio espantoso en que vivía y me colocó en las oficinas del presidio… Allí tuve, si no más libertad, el derecho al menos de sufrir solo, de llorar sin excitar la risa y de rezar sin ser insultado. Entonces fué cuando mis ideas cambiaron poco á poco y en el silencio de mi vida claustral me convertí en otro hombre. Todo lo que más había amado en el mundo, el placer, el lujo, las vanidades humanas, me parecieron miserias y vi claramente la perniciosa inutilidad de la existencia que había realizado. Pensé que en la vida había algo más que hacer que buscar el goce y que había otros hombres que en los talleres, en las canteras, en las minas, pasaban sus días en un trabajo penoso para ganar lo necesario y, sin embargo, no habían merecido ser tan desgraciados. Con un poco de aquel dinero que yo derrochaba en otro tiempo hubiera sido fácil aligerar un tanto el peso de su miseria y hacerlos felices. Resolví entonces, si alguna vez salía de mi prisión, consagrarme á los desgraciados en recuerdo de lo que yo había sufrido. Confié mis pensamientos á un sacerdote admirable, que se había encerrado voluntariamente entre criminales para moralizarlos y salvarlos, y aquel hombre me animó, me tomó afición y se convenció de mi inocencia. Aquel fué, querida madre, un gran alivio para mí. Cuando oí por primera vez de una boca humana estas palabras: "Creo que no es usted culpable," me pareció que Dios me perdonaba por medio de su representante en la tierra y quedé penetrado de reconocimiento. Entonces hice á ese Dios de dulzura y de confianza el voto de darme á él.
—¡Qué! Jacobo, ¿quieres?…
—Hacerme sacerdote, sí, madre mía. Al mismo tiempo que un acto de arrepentimiento lo será de cordura. No nos engañemos; aun cuando haga triunfar la verdad y pruebe mi inocencia, siempre estaré marcado por una nota infamante. Una mancha como la que yo he recibido no se lava jamás por completo. Las caras de mis amigos permanecerán frías y las manos se me tenderán con vacilación. Á cada momento tendré que observar que si se me acoge es por tolerancia y que las simpatías que se me demuestren son forzadas. Será, pues, más digno retirarme de una sociedad que no estaría abierta para mí más que por caridad. Si mis convicciones no me impusieran el retirarme del mundo, me lo aconsejaría mi orgullo. Permaneceré cerca de vosotras para haceros olvidar la penas que os he causado y emplearé mi vida entera en pagaros mi deuda de ternura. Y quién sabe si comparando lo que seré con lo que he sido, llegaréis á pensar que la providencia aparentó perderme para salvarme mejor.
—¡Oh! no, hijo mío; por muy dulces que sean para mí tus promesas, jamás recordaré sin estremecerme la horrible pesadilla de estos últimos años. Mira mi semblante ajado, mi pelo blanco y mis manos temblorosas. He envejecido veinte años en veinticuatro meses hasta parecer una septuagenaria. ¿Había yo, acaso, cometido grandes pecados para recibir tan duro castigo? Porque la expiación que tú aceptas se ha hecho extensiva á tu madre y á tu hermana, y esto no es justo.
La cara de Jacobo se contrajo y su mirada se puso triste.
—Sí; por eso he de ser severo para los que me han perseguido con su odio. Me extraviaba, madre mía, cuando hablé de misericordia, de dulzura y de caridad. Todavía no ha llegado para mí la hora de la indulgencia; tengo antes que condenar y que castigar…
—¿Estás seguro de lograrlo?
—Los culpables no pueden escapar; los tengo en mis manos. Me basta presentarme para confundirlos. Su única seguridad consiste en el convencimiento de que no volveré más. Pero si conozco sus crímenes, no sé las razones que tuvieron para cometerlos. Mi justificación está sobre todo en eso. Necesito probar, no sólo que he sido condenado injustamente, sino quién fué el culpable y por qué lo fué. Á ese fin consagraré mis últimas energías de hombre; después no quiero ser sino indulgencia y mansedumbre.
—De modo, dijo la señora de Freneuse, que esa desgraciada mujer por quien hiciste tantas locuras y á la que pretendían que habías matado, está viva…
—Vive y está en Londres. Anoche cantó en Covent-Garden y asistí á la representación con mis amigos. En un palco oscuro y con la cara pintada como un actor para que nadie me reconociese, pasé la velada en presencia de Lea Peralli. Tragomer no se había equivocado; es ella… Pero se conoce en su cara la huella de los remordimientos. Á despecho de su belleza, siempre brillante, esa mujer sufre, estoy seguro. No sé qué vértigo la arrebató en el momento de cometer la acción atroz de que yo he sido responsable, pero estoy cierto de que la deplora y acaso esté dispuesta á repararla. Dentro de poco sabré á qué atenerme, pues es preciso que intente cerca de ella un paso decisivo, del que dependerá el éxito de nuestra empresa.
—¿No podría haber otra influencia que la tuya para convencer á esa mujer? dijo María. ¿No será accesible á la piedad? Si yo fuese á verla para suplicarla…
—No; es imposible. Sería ponerles en guardia sin obtener ningún resultado. Comprendo, querida María, que tienes miedo por mí y que quieres impedirme que me exponga. Temes que enloquecida al verme, Lea será capaz de armar escándalo, de llamar y de hacerme prender… No temas nada. Es una mujer demasiado inteligente para recurrir á medios tan vulgares. La discusión entre los dos tendrá un carácter muy distinto. No temo ninguna traición ni ningún golpe de fuerza. Menos seguro estaría si tuviera que habérmelas con mi excelente amigo Sorege…
—¡Ah! miserable…
—Sí, muy miserable… Ese merece todo nuestro odio y todo nuestro desprecio. ¡Pero paciencia! Esperemos á saber exactamente qué papel ha desempeñado en el drama y yo respondo de que será castigado por todo lo que nos ha hecho sufrir.
La fisonomía de Jacobo se puso sonriente y el joven se sentó entre su madre y su hermana.
—Pero bastante hemos hablado de esas atrocidades y de sus autores. Purifiquemos nuestro pensamiento y dulcifiquemos nuestro corazón. Decidme lo que hacéis y cómo estáis instaladas en Londres. No quiero que viváis ya tristes y encerradas; se acabaron los trajes negros y los velos sombríos. María es una muchacha y parece una abuela. ¿Acaso su corazón permanecerá siempre sumido en la tristeza y no se abrirá á más dulces sensibilidades?
María se ruborizó y volvió los ojos.
—Tragomer me ha confiado sus intenciones. Sé cuál fué su proceder, pero también conozco cuánta fué tu severidad. Cristián ha reparado un momento de abandono con muchos meses de perseverancia y si estoy ahora entre vosotras, á el se lo debemos, no hay que olvidarlo. Nunca sabréis, pues yo mismo lo ignoro, los prodigios de inteligencia y de valor que ha tenido que hacer para llegar á libertarme. Os diré lo poco que sé y esto bastará para llenaros de admiración y de reconocimiento hacia mis dos salvadores: Marenval y Cristián. Marenval creo que encontrará la recompensa en su misma satisfacción. Se ha conducido como un héroe y este convencimiento basta para hacerle feliz. Pero ¿y Cristián? ¿Cómo pagarle si María no se encarga de esta deuda?
La señorita de Freneuse miró á su hermano y dijo con admirable sonrisa:
—Yo sabía que podría recompensarle de todo lo que iba á arriesgar por nosotros y él también estaba seguro de que tendría en cuenta su fidelidad. No le hago, sin embargo, la injuria de pensar que lo ha hecho solamente para satisfacerme; creo que en su sacrificio ha entrado la amistad en igual proporción que el amor… Pero podéis estar tranquilos; yo me encargo de ese vencimiento…
—¿Puedo llamarle? Sería justo decirle algunas palabras de esperanza…
María asintió con un movimiento de cabeza, Jacobo tocó un timbre eléctrico, al que no acudió el camarero, sino los patrones del yate, Marenval y Tragomer. María, de pie en el salón, un poco pálida bajo la cruda claridad de los tragaluces orlados de cobre, veía llegar á Cristián. ¿Le había amado antes de rechazarlo tan duramente? Aquella altiva y grave joven no era de las que dicen ligeramente los secretos de su corazón. En aquel momento miraba fijamente á Tragomer, que con su busto de gigante y sus brazos de Hércules, temblaba de emoción.
—Quería, precisamente, hablar con usted, señor de Tragomer, dijo María con acento firme. Hace seis meses, cuando usted partió, me tendió la mano y yo le di la mía. Por parte de usted, aquello fué pedirme que olvidase sus agravios, y por la mía consentir. Acaso no era eso todo lo que usted deseaba, pero yo no podía conceder más. Después ha adquirido usted grandes derechos á nuestra gratitud y mi hermano asegura que yo sola puedo recompensar como conviene la afectuosa adhesión que usted le ha demostrado. Yo no soy de las que se muestran ingratas y penetrada de agradecimiento hacia usted, estoy dispuesta á darle la prueba que me pida.
Los ojos de Tragomer se turbaron, temblaron sus labios, quiso hablar y no pudo. Alargó tímidamente la mano y permananeció inmóvil y mudo, con el pecho agitado por una emoción indescriptible. María le ofreció su mano delicada y dijo dulcemente:
—¿Quiere usted que le dé ahora la mano que usted me pedía antes de su viaje?
Tragomer la cogió, la estrechó con efusión y llevándosela á los labios, se inclinó como delante de un ídolo y contestó:
—¡Sí, para siempre!
—Es de usted. Pero recuerde que no se unirá á la suya sino cuando el nombre de la que se la concede esté lavado de toda mancha. Seré su mujer, Cristián, cuando pueda usted casarse conmigo con la aprobación de todo el mundo.
—Esté usted tranquila, María, y usted también, señora; ese momento no se hará esperar.
Todos eran felices y Marenval saltaba de gozo, atribuyéndose toda aquella alegría. El tiempo pasaba rápido y ya declinaba la tarde cuando la madre y la hija se decidieron á dejar á Jacobo. Al bajar del yate se cruzaron con un hombre de cara distinguida y que por su aspecto parecía francés. El desconocido se detuvo para dejarlas pasar, saludó y se entró por el tablón al navío. Sin duda lo esperaban allí, porque Marenval, que se estaba paseando por el puente, le salió al encuentro y dándole un vigoroso apretón de manos, le dijo:
—Por aquí, mi querido magistrado.
—¡Silencio! dijo el visitante sonriendo; nada de nombres ni de cargos, amigo, si á usted le parece.
Y siguiendo á su guía, bajó á la cámara. Era Pedro de Vesín, que sin duda no iba por primera vez al Magic , pues conocía perfectamente el camino. En un saloncillo de fumar situado en la popa, cerca del comedor, encontró á Tragomer y á Jacobo, les estrechó la mano y dijo sentándose:
—Acabo de encontrar á su madre de usted y á su hermana. ¡Parecían encantadas, las pobres señoras! Ya era tiempo de que se aclarase su horizonte… Pero los negocios están en buen camino y traigo á ustedes noticias que les satisfarán. El comisario especial encargado de vigilar á Jenny Hawkins ha llegado y se ha puesto en relación con M. Melville, el jefe de la policía inglesa, un hombre de primer orden que va á tomar por su cuenta la dirección de las operaciones. La demanda de proceso contra Jenny no está muy adelantada… Si consideramos á la cantante como americana es sumamente difícil detenerla en Inglaterra por un crimen cometido en Francia y por el cual se ha dado ya sentencia. Si le devolvemos su verdadero nombre de Lea Peralli, se convierte en italiana y esto es otra complicación. Si estuviera en Francia todo sería fácil; un mandamiento de arresto y asunto terminado. Pero en este diablo de Inglaterra estas cosas son mas incómodas… No hay país donde la libertad tenga más garantías… La cosa llega hasta la licencia… Esta es la tierra de promisión para los malvados.
—¿Qué va entonces á hacer ese comisario? preguntó Tragomer.
—Vigilar estrechamente á la cantante y á Sorege y estar pronto á intervenir, si llega el caso. De todos modos nos informará minuciosamente de lo que hagan vuestros adversarios. Yo estoy en vacaciones y no intervengo en este asunto más que como particular; un amigo vuestro y nada más. He dejado en París mi título y mis funciones. El ministro de la Justicia, á quien fui á visitar con el fiscal del Tribunal supremo, se interesa prodigiosamente en este asunto. Es un ardiente liberal á quien gustaría que en su tiempo ocurriese la reparación de una gran injusticia. Nos han fastidiado mucho, desde hace algún tiempo, con las revisiones aventuradas y estamos encantados de intentar una ventajosa. Así verá el mundo entero que nos anima el puro amor de la verdad y de la justicia. Esto es lo que ha dicho el jefe, é inmediatamente se ha puesto de acuerdo con la policía para que todo se haga rápida y silenciosamente.
—¿Y qué ha dicho el ministro de nuestra expedición á Numea? preguntó
Marenval frotándose las manos.
—Eso, querido amigo, es lo que se llama un caso reservado y no se ha hablado de él. El informe sobre la evasión ha llegado á París, pero es imposible deducir cargo alguno contra ustedes. Las precauciones tomadas por Tragomer para disfrazar su identidad han engañado á la administración. Según el gobernador fué un barco inglés el que dió el golpe y se fué después á la Australia á todo vapor. Si ustedes no se jactan de su hazaña, están á cubierto de toda responsabilidad. Una vez que tengamos en nuestras manos las pruebas de la inocencia del señor de Freneuse, bastará que se constituya preso para que las cosas sigan su curso regular. Pero ahí está el punto capital; esas pruebas es preciso que sean materiales y todo depende de que podamos producirlas. Si no pueden ustedes obtener la confesión del verdadero culpable, la situación del señor Freneuse será muy grave y tendrá que tomar el camino de la América del Sur para vivir libre de persecuciones. La verdad es que nunca he visto asunto tan difícil ni tan peligroso. Todo es en él irregular y las leyes resultan lamentablemente pisoteadas. Confieso, sin embargo, que era imposible salir de otro modo.
—¿Desde que está usted en Londres, ha visto á Sorege? preguntó
Tragomer.
—Comí ayer con él en casa de Harvey. Se habló de usted y con magnífica impudencia, le estuvo elogiando.
—Paciencia; no me elogiará siempre. Esta es una cuenta pendiente entre los dos, que yo me reservo. Quiero decirle de una vez para siempre lo que pienso de su carácter y de sus perfidias. Si no resulta tan comprometido en compañía de Jenny Hawkins, que tengamos que dejarle arreglárselas con el comisario.
Pedro de Vesín movió la cabeza.
—¡Ah! el mozo es muy fuerte para que pueda usted reducirle tan fácilmente. Está metido en una partida de tal índole, que se defenderá con furor. Piense usted que se trata para él de ser ó de no ser, como dice muy bien sir Enrique Irving. Si triunfa, tiene los millones de Julio Harvey, sin contar el gusto de haberse burlado de nosotros. Si fracasa… ¡Ah! amigos míos, entonces será peligroso. El tigre acorralado, seguro de su pérdida, querrá hacer algunas víctimas… ¡Cuidado con él en ese momento!
—Yo he matado tigres, dijo tranquilamente Tragomer, y la cosa no es tan terrible… Usted no hace justicia á Sorege; es infinitamente más terrible.
Jacobo había asistido á todo este diálogo sin pronunciar ni una palabra y como absorto en sus reflexiones. Se hubiera podido creer que no oía. Pareció, sin embargo, escuchar con interés las últimas palabras de Cristián, pues dijo, poniendo suavemente la mano en el brazo de su amigo:
—Nadie tiene derecho de disponer de Sorege sin mi consentimiento. No pertenece á nadie más que á mi y no pienso abandonarlo ni aun á la justicia. Tendré la piedad suprema, que él no tuvo conmigo, de sustraerlo á la vergüenza. Si su infamia ha sido tal como la sospecha Tragomer, me reservo el derecho de juzgarle y de castigarle.
Tragomer bajó la cabeza.
—Es justo, dijo, y nada tengo que contestar.
—En cuanto á Lea Peralli, continuó Jacobo, no esperaréis mucho tiempo sin saber á qué ateneros. Mañana mismo tendremos una solución.
Vesín y Marenval se levantaron.
—¿Viene usted á comer conmigo? dijo el magistrado á su pariente.
—Sí, voy á vestirme y me voy con usted. Dejaremos á estos jóvenes hacerse sus confidencias.
—¿Á dónde van ustedes? preguntó Tragomer.
—Al Savoy . Es donde se come mejor.
—Y más caro.
—No comerán ustedes mejor que á bordo.
—Es posible, dijo el fiscal riendo; pero no olvide usted que, moralmente, los jueces no deben comer en la misma mesa que los procesados.
—Hasta mañana, pues.
—Hasta mañana en casa de Julio Harvey.
Julio Harvey habitaba un hermoso hotel en Grosvenor-Square . Tenía casa puesta en Londres como en París y todos los años su hija le llevaba dos meses á Inglaterra. Uno ó dos de los hijos de Harvey se decidían con frecuencia á ir á ver á su padre á Londres, pues en Inglaterra se encontraban más en su centro que en Francia, cuyas costumbres, ideas y gustos les resultaban insufribles. Aquellos robustos jóvenes se ahogaban en los estrechos límites de las conveniencias sociales y muy á menudo sentían deseos de quitarse el frac en plena reunión y de meterse la corbata blanca en el bolsillo. La vida al aire libre de los ingleses les ofrecía un atractivo que compensaba las tristezas de los salones.
Al salir de una comida ó de una representación se embarcaban en el Támesis ó recorrían cincuenta leguas en ferrocarril para ir á cazar zorros y volvían frescos y contentos cuando habían roto algunos remos ó reventado algún caballo. Su padre les envidiaba, pero él estaba severamente sujeto por miss Harvey, que no lo dejaba hacer todo lo que quería.
La sociedad americana de Londres, tan favorablemente acogida por la gentry como la de París por el gran mundo, rivaliza en lujo con las familias más aristocráticas de Inglaterra y tira el dinero por la ventana con más fastuoso abandono todavía que en París. No parece sino que esos advenedizos de la fortuna, que apenas cuentan un siglo de vida nacional, quieren asombrar al viejo mundo con la exhibición de su extraordinaria vitalidad. Los ingleses, aun envidiando esa expansión de fuerzas y esa potencia un poco insolente, no pueden evitar cierta predilección hacia aquellos hijos ingratos que se emanciparon de su madre. No olvidan que corre por sus venas la misma sangre y como abuelos indulgentes se sonríen ante las travesuras americanas, hasta el día en que comprendan, con su sentido práctico, que tienen interés en fomentarlas. Entonces la alianza anglo-sajona será un hecho en ambos mundos, y el águila norte americana y el león inglés harán sus rapiñas de concierto.
Por el momento sus relaciones se limitan á veladas y comidas entre millonarios, preludios de bodas que cruzan la sangre de los nobles de la conquista con la de los ganaderos de puercos y explotadores de minas. La estadística de los matrimonios por los cuales las misses de Chicago, de Nueva-York ó de Filadelfia han entrado en las más ilustres casas inglesas, es muy curiosa. Se ve en ella que la Inglaterra ha recogido más de cien millones de dollars en forma de dotes. Y los periódicos del nuevo mundo, en competencia con las agencias matrimoniales, facilitan las transacciones publicando la lista de las jóvenes disponibles en los Estados Unidos, con la cifra de sus capitales.
Cuando la industria conyugal se exhibe de ese modo, se facilita singularmente el cambio de buenas relaciones entre los países productores de maridos y las regiones cultivadoras de mujeres.
La familia Harvey tenía, pues, un pie en Francia y el otro en Inglaterra, pero Francia triunfaba, puesto que el conde de Sorege había sido admitido como futuro esposo. Sin embargo, desde que Tragomer llegó á bordo del Magic y se presentó en casa del ganadero, parecía que el prestigio de Sorege había disminuído. Los dos hermanos más jóvenes, Felipe y Edward, estaban en aquel momento en Londres, y su entusiasmo por la fuerte complexión de Cristián fué muy significativa. El cow-boy Felipe declaró sin ambages á su hermana que hubiera debido escoger al noble bretón.
—Ese, decía, es de los nuestros. Monta á caballo como el viejo Pew, que nos ha educado; es incansable andando; maneja la carabina y el cuchillo; ha pescado en los grandes lagos… ¿Por qué, con tu dinero, no has encontrado un muchacho vigoroso como el conde Cristián, en lugar de buscarte ese bicho de Sorege? Puesto que Julio Harvey y Cª. pagan el dote que tu quieres, debías haber escogido lo mejor.
—Pero, Felipe, había respondido miss Maud, lo mejor en las praderas no es lo mejor en los salones. Estando yo decidida á vivir en Europa, es acaso preferible que sea la mujer de un hombre tranquilo que de un torbellino, como tú y los demás hermanos.
—Como es para ti, es justo que sigas tu capricho, añadió Edward; pero si piensas en tu descendencia, tienes más interés en casarte con un hombre robusto que con un alfeñique. En fin, allá tú.
—Además, dijo la joven, nada prueba que el señor de Tragomer me hubiera querido; y, según él mismo me ha dicho, su corazón no está libre.
—¡ All right ! Entonces, no hay más que hablar.
La preferencia de sus hermanos por el sencillo, altivo y rudo Cristián, influyó seguramente en miss Maud, pues desde que, una semana antes, llegó el Magic , fué á visitarle dos veces é invitó á Cristián y Marenval á comer en casa de su padre. Además, casi todas las mañanas encontraba á los dos franceses en Hyde-Parck , donde se paseaba á caballo con sus hermanos y al paso, lo que ponía á aquellos dos centauros en un estado de abatimiento lamentable. Pero se indemnizaban después con una buena partida de cricket , en la que Tragomer manejaba el mazo con un vigor que había contribuído no poco á conquistarle el favor de los hermanos de Maud.
El día anterior al en que las señoras de Freneuse estuvieron en el yate, Marenval y Tragomer estaban dando su paseo ordinario, cuando en la orilla de la Serpentina encontraron á miss Maud que iba á pie, seguida de un lacayo y de su coche.
—¿Dónde están sus hermanos de usted, miss Maud? preguntó Cristián.
—En el círculo de los Arqueros, donde según parece hay una apuesta de las más interesantes. Paseemos juntos.
—Con mucho gusto.
Se colocaron á uno y otro lado de la joven y tomaron su paso. Después de un momento de silencio, Cristián dijo con voz discreta:
—¿Se acuerda usted, miss Maud, de una conversación que tuvimos hace seis meses, el día en que tuve el honor de ser presentado?
—Sí, perfectamente, y he pensado después en ella con un particular interés. Se trataba de su antiguo amigo Jacobo de Freneuse y lo que usted me contó me impresionó vivamente. Estaba usted tan seguro de la inocencia de ese desgraciado, que muchas veces me he preguntado qué se podría hacer en su favor.
—Bien claramente lo dijo usted aquella noche, continuó Cristián sonriendo. Y hasta me maltrató usted un poco porque no intentaba nada en favor de mi amigo. Yo, exclamó usted, si un hermano mío hubiera sido condenado injustamente, no me detendría ante nada para libertarle. El mismo Sorege bromeó agradablemente sobre esto, sin lograr que usted se calmara, tan enfadada estaba usted conmigo. Por fortuna se calmó después y nuestra amistad no ha sufrido por aquella primera impresión.
Miss Harvey miró fijamente á Cristián.
—¿Por qué vuelve usted sobro ese asunto, puesto que no le fué favorable? Conozco á usted ya lo bastante para creer que lo hace por algo. ¿Hay alguna novedad sobre Freneuse? ¿Acaso ha adquirido usted la prueba de su inocencia?
Tragomer siguió andando, con la cabeza inclinada y sin mirar á la joven.
—¿Se puede hablar con usted en confianza? miss Harvey. ¿Las mujeres de su país saben ser discretas cuando se les pide que lo sean? Eso les daría una gran superioridad sobre las mujeres de Europa, que son incapaces de resistir al deseo de hablar y dejarían cortar la cabeza á su mejor amigo con tal de soltar lo que tienen en la punta de la lengua.
—Las mujeres de América, en ese punto, somos hombres, dijo miss Harvey. Puede usted confiarles un secreto, seguro de que se dejarán matar antes que revelarlo. Somos aún medio salvajes y tenemos los defectos y las virtudes de tales.
—Pues bien, entonces tendré confianza en usted y le contaré la mitad de mis proyectos… Veo en la cara de Marenval que me quisiera ver más reservado, pero, ¡que diablo! yo me arriesgo…
—Arriésguese usted, querido amigo, dijo Marenval, pero empiece por advertir á miss Harvey las consecuencias que puede tener nuestra empresa para cierta persona que le toca muy de cerca…
Maud se detuvo bruscamente y palideció.
—¿Se refiere usted al señor de Sorege?
Tragomer movió la cabeza.
—Marenval ha hecho bien de plantear en seguida la cuestión como debe ser planteada. Ya ve usted, miss Harvey, como á la primera palabra se ha turbado, y qué peligroso es poner en conflicto su sinceridad con su interés.
Las mejillas de la joven americana se tiñeron de rojo. Echó á andar y dijo en tono decidido:
—¿Luego es cierto que Sorege está metido en el asunto en cuestión? Pues no crean ustedes que mi carácter me consiente ilusionarme en lo que le concierne. ¿Qué mujer sería yo si pudiendo saber la verdad respecto del hombre cuyo nombre debo llevar, rehusase el conocerla? Si ha cometido una mala acción, ¿la habría cometido menos porque yo me case con él? Taparme los ojos para no ver sería imitar al avestruz, que esconde la cabeza creyendo evitar el peligro. El señor de Sorege no tiene fortuna, no es un genio, no posee una instrucción excepcional; no tiene más que su nombre. Si ese nombre no está sin mancha, no le quiero por nada del mundo.
El golpe fué seco y duro como un latigazo. No se podía dudar de la buena fe de la joven, en cuyos ojos brillaba la franqueza.
—Pues bien, va usted á oir la verdad puesto que quiere saberla. En lugar de irnos á pasear por las costas de Egipto y de Siria, Marenval y yo hemos atravesado el istmo de Suez y por el mar de las Indias y Batavia llegado á la Nueva Caledonia. Con nombre y documentos falsos he bajado á tierra, he visto á Jacobo de Freneuse y el día siguiente, Marenval y yo, después de una espantosa escaramuza, le hemos arrebatado á viva fuerza.
—¿Es posible? exclamó miss Harvey entusiasmada. ¡Marenval y usted! ¡Dos franceses, dos hombres del gran mundo, han hecho eso! ¡Oh! Si Felipe y Edward lo supieran, perderían la cabeza…
—¡Silencio! Precisamente es necesario que no lo sepan, interrumpió muy bajo Tragomer.
—¿Entonces, han traído ustedes á ese pobre muchacho?
—Está á bordo de nuestro barco.
—¿En el Támesis?
—Delante de los Docks. Su madre y su hermana van á verle mañana mismo; para ello han llegado ocultamente á Londres, pues su presencia aquí daría mucho que pensar y sólo obrando misteriosamente podemos lograr nuestra empresa.
—¡Las buenas señoras! ¡Qué felices van á ser! ¡Ah! Quisiera presenciar su alegría… Pero, díganme ustedes, porque esta aventura me apasiona, ¿han navegado ustedes millares de leguas por amistad al señor de Freneuse? ¡Ustedes, dos parisienses, han abandonado su París, sus placeres, sus costumbres, y viajado tanto tiempo, arriesgando sus vidas!…
—Marenval la arriesgó en efecto, dijo Cristián, pues por poco recibe una bala de revólver… Y si le hubiera usted visto en aquel momento… ¡Estaba soberbio!
Miss Harvey ofreció la mano con entusiasmo á Marenval y con una vibración en la voz que conmovió á Cipriano hasta el fondo del corazón, añadió:
—No pensé que usted se convertiría en un héroe; pero los franceses son capaces de todo… ¿Y usted, qué hacía en ese momento, señor de Tragomer?
—Tragomer, dijo Marenval, estaba en el agua con Jacobo, sosteniéndole, animándole bajo una lluvia de balas y en un sitio en que pululan los tiburones… Sí, miss Harvey, el episodio fué vivo… Tuvimos que echar á pique la lancha de la Administración para escapar á sus ataques; pero no hemos tirado ni un tiro, aun en defensa propia, pues no queríamos tirar contra franceses. ¡Oh! ¡De buena nos escapamos! Aseguro á usted que por la noche, cuando corríamos á toda velocidad, comimos con buen apetito…
—Su amigo estaba con ustedes, salvado por ustedes. ¡Qué alegría! ¡Y qué agradecimiento el suyo!
—Estaba como loco, pero recobró después su lucidez. Nos hemos comunicado nuestros descubrimientos y lo que él sabía y ha resultado clara la prueba de su inocencia.
Miss Harvey reflexionó un instante y dijo después con gravedad:
—¡Y esa inocencia era conocida de Sorege, según ustedes!
—No cabe duda.
—¿Podrán ustedes probarlo?
—Resultará claramente de la prueba que vamos á intentar y para la cual necesitamos el concurso de usted. Vea, pues, de lo que se trata. Pasado mañana comemos en casa de su padre de usted con algunos de sus amigos. Manifieste usted desde hoy el deseo de tener en su casa esa noche á la cantante Jenny Hawkins, de Covent Garden . Sorege la conoce y si usted sabe pedirlo, servirá de intermediario para llevar á la artista.
—Así se hará. ¿Y después?
—Nada más. El resto queda de nuestra cuenta. Es indispensable que sea usted prudente y no diga ni una palabra á Sorege. Tiene usted amigos en su casa á quienes obsequiar, ha oído en el teatro á Jenny Hawkins y tiene el capricho de hacerla venir… Si él hace objeciones, insista usted, pero no nos descubra.
—Esté usted tranquilo.
—Yo pediré á usted solamente una invitación para un joven inglés amigo mío, que irá por la noche á su casa de usted á tomar una taza de te.
—¿Cómo se llama?
—Para todo el mundo se llamará sir Herbert Carlton; para usted, Jacobo de Freneuse.
—¡Dios mío! ¿Qué intentan ustedes? preguntó miss Maud con inquietud.
—Ya lo verá usted. Puesto que este asunto le apasiona, va usted á asistir á una de sus peripecias más importantes. Usted me incitó á arriesgarlo todo para salvar á mi amigo; ahora es preciso que me ayude á llegar hasta el fin, suceda lo que quiera.
—Les ayudaré lealmente, señor de Tragomer, y si hay quien tiene algo que ocultar, peor para él. Lo primero es defender á las personas honradas.
—Cuando Jacobo de Freneuse se presente, dijo Cristián, mire usted bien á Jenny Hawkins y á Sorege. Por muy dueños que sean de sí mismos, nos entregarán su secreto por el extravío de sus ojos y la palidez de sus semblantes. Usted conoce Macbeth y sabe cuál es el espanto del asesino coronado cuando ve levantarse en medio del festín la sombra de su víctima. Examine usted á su prometido y á la cantante y verá reproducirse la tragedia. Pero tenemos que habérnoslas con personas temibles. En una situación parecida la Hawkins se dominó admirablemente y acaso ahora intente burlarnos. Con ningún pretexto le permita usted comunicar con Sorege ni salir del salón. Desde el momento en que Jacobo de Freneuse esté en presencia de sus adversarios, sólo él debe combatirlos, sin ayuda, á su placer. Usted no hará más que impedir que se le escapen…
—Doy á usted mi palabra de que así será.
—Ahora, separémonos y hasta mañana.
Miss Harvey subió en el coche y los dos franceses continuaron su paseo como si no tuvieran motivo alguno de preocupación, admirando los lujosos trenes que empezaban ya á circular por las verdes praderas del parque.
El hotel Harvey es un hermoso edificio estilo Luis XVI, edificado por el duque de Sommerset y que el americano pagó á buen precio. El decorado interior es lujoso y miss Maud ha tenido el buen gusto de conservar el aspecto antiguo de los salones, de entrepaños contorneados con bonitas aguadas á dos colores. El admirable comedor, adornado con una gran chimenea de piedra, en cuyo retablo se ostenta un fresco de Gainsborough, puede contener cuarenta convidados. Aquella noche, las señoras acababan de levantarse y una quincena de caballeros, entre los cuales estaban Cristián y Marenval, estaban haciendo los honores, según la costumbre, á unas cuantas botellas de exquisitos licores.
Los hijos de la casa se indemnizaban del malestar que les producía el frac absorbiendo algunos vasos wysky . Nuestros dos franceses no habían apenas probado los vinos desde el principio de la comida. Julio Harvey, que era muy sobrio á causa de la gota, resultaba un triste anfitrión. Sorege tenía entablada una conversación, que parecía interesarle mucho, con Geo Seligman, el gran introductor de acciones de minas de oro en el mercado europeo. Eran las diez y ya la atmósfera empezaba á ponerse cargada cuando Harvey dijo á sus convidados:
—Si tienen ustedes gana de fumar, vámonos de aquí, porque de seguro mi hija va á venir pronto á rogarnos que pasemos al salón.
—Tragomer y yo vamos á reunirnos con ella ahora mismo, si usted lo permite, dijo Marenval.
Sorege levantó la cabeza pero no siguió á sus compatriotas. Su plan de conducta debía estar bien adaptado y no era él hombre de variarlo. Hasta que llegase Jenny no había nada que temer y podía tomar respiro y reservar sus medios de acción para cuando le hiciera falta emplearlos. Marenval y Cristián atravesaron un invernadero lleno de las más hermosas plantas tropicales y refrescado por una fuente de mármol de la que corría un agua cristalina, y entraron en el salón, donde la señoras en traje de baile, ofrecían un hermoso cuadro agrupadas en torno de miss Maud.
Algunas jóvenes americanas de frescas carnes, barbilla un poco gruesa, cabello rubio, anchos hombros y largos talles, conversaban en un inglés silbado y gutural. Su conversación se refería á la cantante cuya presencia estaba anunciada y que ofrecía á los invitados de Harvey un atractivo poco ordinario. Algunas la habían oído en América, otras la habían aplaudido recientemente en Covent-Garden , y todas la conocían, pero ninguna la había visto de cerca y su reputación de artista así como su belleza de mujer hacían que su presentación fuese un verdadero acontecimiento.
Marenval y Tragomer fueron acogidos favorablemente. Aquellos franceses viajeros, ricos y amables, eran simpáticos en la sociedad americana de Julio Harvey que hasta se sentía dispuesta á perdonarles la inferioridad de no ser de raza anglosajona, lo que no era floja prueba de benevolencia. Miss Gower estaba contando una visita que había hecho la semana anterior á la Patti en su castillo de Craig-y-Nos, y tenía suspensa la atención del auditorio.
—Figúrense ustedes que hay allí un teatro en el que se pueden representar óperas enteras. Hace poco tiempo se puso en escena un baile en que la gran cantante hizo en mímica el principal papel…
—Para eso es excusado tener la más hermosa voz del mundo.
—No se puede imaginar el lujo de aquella casa. Los invitados tienen á su disposición caballos de montar y coches. Los que quieren pescar, tienen un río y un lago; los que prefieren la caza pueden cazar en los bosques ó en la llanura… ¡Aquel es un boato real!
—En nuestro siglo los artistas son los reyes del universo. Á esos no se les destrona, ni se les arroja á tiros, ni se les insulta en los periódicos. En cambio no hay gracias que no se les prodiguen, ni homenajes que no se les rindan, ni elogios que no se les tributen. Sus listas civiles no son discutidas. Cuando envejecen, se les honra y cuando mueren se les hacen funerales solemnes. ¿Y qué dan ellos en cambio de todo eso?
Una voz irónica respondió:
—¡Casi nada: su genio!
Todas las miradas se dirigieron al que acababa de hablar. Era Pedro de Vesín, que entraba. El fiscal se aproximó sonriente á miss Maud y le besó la mano. Saludó al gracioso grupo de mujeres y apoyándose en la chimenea, dijo:
—El cuadro que se acaba de trazar es halagüeño, pero tiene un reverso que es preciso mostrar. En la carrera artística, como en las demás, entra por mucho la suerte. Unos acaban en la opulencia y en la gloria y otros desaparecen oscuros y miserables como un astro que después de haber brillado largo tiempo, se oscurece y se apaga. Vosotros habéis tenido un Garrick que dejó millones y está enterrado en Westminster. Nosotros tuvimos un Federico Lemaitre que murió lleno de deudas y que reposa bajo una humilde piedra pagada por sus últimos admiradores. No envidiéis la suerte de los artistas; sufren hasta en sus triunfos. El brillo de algunos está sobradamente compensado con las tristezas de otros muchos. En resumen, dan más de lo que reciben y si ponéis en una balanza de equidad de una parte el talento del artista y de otra los bravos y el dinero de los espectadores, pesará más, ciertamente, el talento.
—Tiene usted mucha razón, dijo miss Harvey. En América desenganchan los caballos de Sarah Bernardt para tirar de su coche…
La conversación fué interrumpida por la entrada de los fumadores, que venían conducidos por el dueño de la casa. En la entrada del salón apareció un personaje que llevaba debajo del brazo unos cuadernos de música. Harvey se inclinó al oído de su hija:
—Es el pianista que acompaña á la cantante. Nuestra estrella no tardará en aparecer.
Misa Maud se aproximó al músico y le condujo al piano, que ocupaba todo un ángulo del salón. En estos momentos llegaron otros invitados y unas cincuenta personas se agruparon según sus simpatías. Estaba allí lo más florido de la colonia americana y, ciertamente, los millones de todos los que aquella noche se reunieron en casa de Julio Harvey hubieran bastado para pagar la deuda de un estado europeo. Estaban allí los reyes de los ferrocarriles, los príncipes de las minas de plata y los altos señores de la cría del carnero, del caballo y del cerdo, sin contar los soberanos del petróleo y de la construcción de vagones. Todo un Gotha de la gran industria, del alto comercio y del agro en grande escala.
Marenval, Vesín y Tragomer se colocaron en un rincón, cerca del hueco de una ventana, entre la puerta y el piano, donde no podía escapárseles nada de lo que iba á pasar en el salón. Sorege estaba al lado de la bella duquesa de Blenheim y hablaba con imperturbable serenidad. En este momento se abrió una puerta y un lacayo, dominando apenas el rumor de las conversaciones, pronunció estas tres palabras.
—Miss Jenny Hawkins.
En la puerta apareció la cantante, alta, esbelta, orgullosa, un poco pálida, pero con la sonrisa en los labios. Estaba vestida con un traje de damasco blanco adornado de encajes de oro. Un solo collar de perlas rodeaba su cuello y una peineta de brillantes chispeaba en su cabellera castaña. Con expresión imperiosa y casi amenazadora paseó una mirada por el auditorio como si buscase á los que debían atacarla y al que había prometido defenderla, y sus ojos pasaron sin detenerse por Marenval, Tragomer y Vesín, para detenerse interrogadores en Sorege. Este, siempre sonriendo, se levantó, atravesó el salón con admirable aplomo y fué á ofrecer el brazo á la cantante.
Los dos de pie, en medio de la concurrencia, parecían desafiar la suerte. La altiva frente de Jenny no se bajó y la cantante entró con paso firme en aquel salón, donde sabía que se iba á decidir su porvenir. Miss Maud y Harvey salieron á su encuentro y le dieron las gracias por su amabilidad en haberse prestado á complacerles. Y los tres franceses, desde el rincón en que estaban reunidos, no pudieron menos de admirar el valor, la sangre fría y el orgullo con que aquella mujer desempeñaba su papel. Apenas un movimiento un poco rápido del pecho y un ligero temblor de sus hermosos ojos indicaban la angustia que la torturaba. Estaba en apariencia tan tranquila como la más indiferente de las invitadas de Harvey.
Tragomer eligió aquel momento para levantarse y saludar á la cantante. Jenny le vió aproximarse y un escalofrío recorrió sus carnes satinadas, pero no volvió siquiera la cabeza. Solamente al oirle dirigirle la palabra en inglés, hizo un movimiento de sorpresa tan perfectamente ejecutado, que Cristián se quedó lleno de admiración.
—¡Ah! ¿El señor de Tragomer, creo? dijo.
Le ofreció la mano, que él estrechó, y con una soberbia tranquilidad y voz tranquila y pura, prosiguió:
—Hemos corrido bien los dos desde la noche en que nos conocimos…
—Usted ha obtenido nuevos triunfos, dijo Tragomer.
—Y usted hecho nuevas exploraciones. ¿Ha sido usted dichoso en sus descubrimientos?
Aquella frase de doble sentido fué dicha con tan fina ironía, que Cristián tembló. ¿Qué garantías de seguridad tendría aquella mujer para burlarse así de él y en aquellas circunstancias? Pero pensó que acaso intentaba intimidarle, y respondió:
—Pienso hacer á usted juez de esos descubrimientos, si es que le interesan.
—Á no dudar.
Hizo un saludo con la cabeza al joven y se dirigió al piano, acompañada por miss Harvey. Sorege fué á sentarse al lado de la chimenea y con los ojos cerrados pareció absorberse en una atención religiosa, pero no perdía de vista á la cantante. Se produjo un profundo silencio, el pianista preludió y Jenny Hawkins, como para acentuar el desafío lanzado á Tragomer, cantó el Ave María de Otello, que el joven había oído en San Francisco, en aquella velada memorable. La cantante detalló deliciosamente las angustias y las súplicas de Desdémona. Su pura y hermosa voz parecía haber ganado en flexibilidad y en extensión. Un murmullo de placer partió de la concurrencia y los invitados de Harvey, sin miedo de cometer una falta de distinción, aplaudieron con entusiasmo. Hasta los mismos cow boys , dominados por el encanto de la inspiración y estupefactos ante las sensaciones que experimentaban, desistieron de marcharse al salón de fumar, como habían proyectado.
El piano resonó de nuevo, y radiante con su traje blanco, de pie en medio del auditorio, al que dominaba por su belleza tanto como por su talento, Jenny Hawkins paseó una mirada de dominación por los concurrentes. Ahora cantaba las dolorosas quejas de la Traviata , cuando la pobre mujer siente que la muerte le roza con su ala. Los adioses á la vida, á la dicha y al amor se escapaban de sus labios en frases desgarradoras y melodiosas. De pronto y en el momento en que Jenny pronunciaba las últimas palabras y emitía con punzante sentimiento las notas de la cadencia final, sus ojos se quedaron fijos, su cara se cubrió de mortal palidez, su brazo se levantó y trazó en el vacío un ademán de terror, la voz expiró en sus labios, y apoyada en el piano para no caer, la cantante permaneció inmóvil, aterradora en su actitud de trágico espanto.
Un hombre acababa de aparecer entre las cortinas de seda del salón. Y triste, pálido, demacrado espectro formidable y doloroso, la cantante reconoció á Jacobo de Freneuse. Los concurrentes, penetrados por aquel espectáculo y por la actitud de la artista, que atribuían á la inspiración, cuando no era sino terror, prorrumpieron en un transporte de admiración. Pero ya miss Harvey se había aproximado á Jenny Hawkins y cogiéndole la mano preguntaba:
—¿Qué tiene usted, señora, está usted enferma?
—¡Nada! balbuceó la cantante… ¡Nada!
Y con su mirada aterrada indicaba á la joven aquel personaje de pie, inmóvil y sombrío entre las cortinas de seda. El recién llegado sonreía ya, seguro de su poder, y no miraba á Jenny Hawkins. Sus ojos se habían fijado en otra cara cuyas deformaciones seguía con gozo cruel. Sorege, también de pie, se preguntaba si había perdido la razón ó si un milagro había hecho salir de la tumba al que él había metido en ella vivo. Él también había seguido la mirada de Jenny y visto al formidable visitante.
Se pasó una mano por la frente y dió un paso hacia atrás, como para huir, pero de repente vió á Tragomer y á Marenval que le observaban y tuvo la fuerza de pensar: "Me pierdo. Un poco de resolución y salgo de este mal paso. ¿Qué pueden ellos contra mí? Yo, en cambio, lo puedo todo contra él"… Al mismo tiempo el recién venido saludó con la cabeza á Tragomer, que salió á su encuentro, y los dos atravesaron el salón para dirigirse hacia el piano, donde estaban miss Maud y Jenny Hawkins. ¿Hacia cuál de las dos se encaminaban con paso tranquilo? ¿Hacia la dueña de la casa para saludarla ó hacia la cantante para perderla?
Viendo aquellos dos hombres venir hacia ella, Jenny dejó escapar un sordo gemido. Le pareció que su corazón dejaba de latir y que sus pupilas iban á apagarse. No veía y sus oídos no percibían más que ruidos vagos… Confusamente oyó la voz de Tragomer, que decía:
—Miss Maud, permítame usted que le presente á mi amigo sir Herbert
Carlston…
Al oir estas palabras Jenny experimentó una sensación de alivio delicioso y un rayo de esperanza devolvió la claridad á su cerebro. ¿No habría sido juguete de una ilusión? ¿Por qué aquel hombre, que se llamaba Herbert Carlston, había de ser Jacobo de Freneuse? ¿No podía existir una semejanza extraordinaria y terrible? No se atrevió, sin embargo, á mirar al recién llegado, al que adivinaba á dos pasos de ella, y dirigió los ojos hacia Sorege al que vió con terror tan alterado y tembloroso como ella.
En la angustia de su fisonomía vió que el desastre era inminente. ¿También él creía que su víctima había podido escaparse, á pesar de las precauciones tomadas y de las infamias cometidas? ¿No admitía que el Herbert Carlton pudiese ser otro que Jacobo? Ante aquella idea experimentaba tal sufrimiento por no saber á qué atenerse, que quiso, aun á riesgo de perderse, ver á aquel hombre, verle de frente, mirarle hasta el fondo del corazón para descubrir su pensamiento verdadero… Levantó los ojos y miró.
Al alcance de la mano, más pálido aún por aquellas emociones contenidas, y al lado de Tragomer grave y atento, reconoció á Jacobo. ¡Era él! Era aquella mirada, que conocía tan bien, aquel movimiento de los labios que tanto había amado, aquel perfume acostumbrado, que llegaba hasta ella. Se estremeció y, segura ya, esperó resignada su sentencia. No quiso ya resistir á la fatalidad. Una fuerza superior se imponía á ella y después de tanto luchar, de tanto huir, de tanto temer, se replegó sobre sí misma y, pasiva, ofreció la garganta al cuchillo, como la fiera que se ve cogida sin remedio.
Jacobo habló y ya la duda fué imposible.
—Doy doblemente las gracias al señor de Tragomer, puesto que me ha hecho el honor de presentarme á usted, miss Harvey, y me ha procurado el placer de oir á la gran artista miss Hawkins.
—¿Vive usted en Londres, sir Carlton? preguntó Maud.
—Hace una semana. Soy un pobre provinciano y llego de un país al que me habían llevado reveses de fortuna. Me encontraba solo, abandonado é infeliz, pero unos amigos se acordaron de mí y me han sacado de mi desierto. Juzgue usted, pues, de la alegría que experimento esta noche y de mi agradecimiento.
Su voz era tan triste, tan dulce, tan tierna, que Jenny se sintió transida de dolor. Pero su enternecimiento no pudo durar mucho tiempo. Sorege, con una audacia que no debía retroceder ante nada, iba á meterse en la pelea y tomaba la ofensiva.
—Ha cantado usted divinamente, miss Hawkins, dijo mirando á sus adversarios con altivez, y comprendo el placer de este caballero…
Y al decir esto parecía interrogar á su prometida y solicitar una presentación. Miss Maud accedió á su deseo.
—Sir Herbert Carlton, un amigo del señor de Tragomer.
—Lo suponía, dijo Sorege con una ironía soberbia. ¿Pero miss Hawkins no nos hará el obsequio de cantar la segunda estrofa de esa preciosa melodía?
—Yo se lo ruego á miss Hawkins, añadió Jacobo.
Temblorosa ante aquella rápida sucesión de episodios, la cantante pasaba del temor á la esperanza y de éste á la desesperación con una rapidez capaz de agotar todas las energías. Sin embargo, luchaba todavía, y rígida, con su traje blanco, ninguno de los que la miraban hubiera podido sospechar la espantosa tempestad que se desencadenaba en el corazón de aquella desgraciada.
Nuestros personajes formaban en medio del salón un grupo compuesto de tres hombres y dos mujeres que hablaban con una calma y una corrección perfectas. Y, sin embargo, todos eran presa del terror ó de la cólera, sus corazones destilaban cólera y sus bocas contenían difícilmente las provocaciones y los ultrajes.
—Voy á cantar puesto que lo desean ustedes, dijo Jenny Hawkins.
—Colocarse, señores.
Miss Maud, cumpliendo la promesa hecha á Tragomer, cogió una silla y la llevó al lado del piano, á dos pasos de la cantante. Tragomer, Sorege y Jacobo, como si estuvieran de acuerdo, se dirigieron á la puerta de la estufa. Penetraron en ella y Sorege, sin vacilación, con una osadía que asombró á sus interlocutores, dijo:
—¿Pero qué significa esta comedia, Jacobo? ¿Cómo tú, aquí, con un nombre falso y aparentando no conocerme? ¿Qué quiere decir esa desconfianza? ¿Dudabas del placer que tendría en verte? ¿Por qué te has confiado á Tragomer y no á mi desde tu llegada?
En una frase la situación se planteaba claramente y sin ambages. Sorege era audaz, pero Jacobo no podía ya ser engañado, pues le conocía. Por eso contestó tan rotundamente como había sido interpelado:
—Estoy aquí con nombre falso, Sorege, porque soy un desgraciado que no puede llevar el suyo verdadero. Desconfío de tí porque sospecho que contribuíste á perderme y que estás dispuesto á hacerme traición.
—¡Yo! exclamó Sorege. ¡Yo! tu amigo de la infancia, que ha llorado tu desgracia como si fuera suya…
—Y que continúa no haciendo nada para repararla, interrumpió bruscamente Jacobo. ¿Desde cuándo sabes que Jenny Hawkins es la misma mujer que Lea Peralli?
Jacobo le miraba de frente, pero Sorege no pestañeó.
—¿Estás loco? ¿Quién? ¿Esa americana? ¡Lea Peralli! Bien sabes que está muerta. Te engaña una semejanza que á mi también me sorprendió. ¡Oh! Sé que existe un parecido increíble!…
Tragomer le interrumpió poniéndole la mano en el brazo, y le dijo con tristeza viéndole perdido:
—No mienta usted, Sorege. Bien sabe usted que me ha dicho que Jenny Hawkins era Juana Baud… No puede usted salir de este paso sino por la franqueza. Si ha cometido una falta, explíquela sin reticencias, pero no trate de negar, porque es inútil. Cada paso que dé ya en esa vía, le perderá más seguramente…
—¡Me perderá! interrumpió Sorege con violencia. ¡Pero que extraño cambio de papeles! ¿Perderme yo, que no tengo nada de qué arrepentirme?
—Mientras que yo, añadió Jacobo riendo con amargura, he sido condenado como criminal, ¿verdad? Sí, Sorege, tienes razón. Si yo soy culpable, tú eres inocente.
—Pero, Jacobo ¿es posible? ¡Sospechas de mí! ¡Me acusas! ¿De qué?
—Voy á decírtelo puesto que tienes la audacia de preguntármelo, puesto que no has desaparecido al verme para esquivar tus responsabilidades, puesto que, contra toda verosimilitud, luchas todavía. Te acuso de haber sabido desde el primer momento la existencia de Lea, cuando me juzgaban por haberla matado. Te acuso de haber ido á declarar bajo la fe del juramento lo que sabías que era falso, acto que constituye un crimen para todo hombre honrado, pero que en ti, Sorege, mi amigo, mi hermano, como decías hace un momento, es la acción más baja y más cobarde que se puede cometer. Aquí tienes de lo que te acuso, puesto que deseabas saberlo.
Sorege soportó aquel terrible apóstrofe con absoluta firmeza. En realidad no le oía ni tenía necesidad de oirle. Sabía de antemano lo que le diría Jacobo y sólo pensaba en ganar tiempo para reflexionar. Sabe, pensaba, que Lea vive y que ha sustituído á Juana Baud. ¿Pero sabe que la muerta fué Juana? He aquí lo esencial. Si ese punto es todavía oscuro para él, nada hay perdido todavía. Lea está viva pero el vivir no es un crimen. Yo puedo haber sabido su existencia hace poco tiempo. Este es el plan. Y con rapidez maravillosa pasó á ejecutarle.
—¡Locura! ¡Locura! Estás engañado por falaces apariencias. Si no dije nada en el momento del proceso, es porque no sabía nada. Tú has reconocido á Lea en Jenny Hawkins; también Tragomer la reconoció; pero yo estuve engañado más tiempo que vosotros y solamente al fin de mi viaje, cuando Tragomer me encontró en San Francisco, logré descubrir la identidad de la cantante. Pero he sido engañado como vosotros…
Mientras hablaba, Sorege seguía reflexionando y con la destreza de un hábil tejedor entrecruzaba los hilos de su intriga. Es preciso, pensaba, que yo salga salvo de aquí y que hable con Lea antes que ellos. Si lo consigo, le haré comprender que debe marcharse. Si ella desaparece, estoy salvado.
—¡Tú! repuso Jacobo, ¿Tú engañado? No, Sorege. Por una razón que ignoro, tenías interés en no decir nada. Porque no voy tan lejos como pudiera ir, ¿comprendes? y no veo en tí todavía más que un amigo infiel que me ha abandonado en vez de defenderme. Pero si por tu desgracia hubieras sido cómplice…
La fisonomía de Jacobo tomó una expresión terrible, se levantó y resuelto, amenazador, dominando con toda la altura de su cabeza á Sorege encorvado y vacilante, añadió.
—Si has sido cómplice, será preciso que me pagues todas las torturas que he sufrido por tu causa, las oraciones de mi hermana desesperada, las lágrimas de mi madre, cuya vida has truncado…
La cara de Sorege, se contrajo, una arruga de amargura apareció en sus labios y con una rabia que ya no podía contener, dijo:
—¡Basta ya de amenazas! ¡Demasiada paciencia he tenido ya! Si tu madre y tu hermana han llorado, ha sido por tus locuras y nadie es responsable más que tú. Si has sufrido, es porque habías cometido faltas imperdonables. Cesa ya de eludir las responsabilidades. ¿Acaso el presidio ha convertido milagrosamente en un santo á un desgraciado perdido por los vicios? ¿Porque fuiste condenado has adquirido el derecho de acusar á los demás? No prescindamos por más tiempo del sentido común. Hay aquí un hombre honrado tratado indignamente, pero ese no eres tú, ¡Ya estoy cansado de soportar tus ultrajes! Créeme, sé prudente y no abuses de la suerte que has tenido al poder escaparte. El ruido no conviene á todo el mundo. Más te vale vivir pacíficamente bajo el nombre inglés de que te sirves, que llamar la atención de un modo peligroso. Me has rechazado, Jacobo, cuando estaba dispuesto á servirte. Estoy libre de todo deber respecto á ti. Adiós.
Dió tres pasos hacia el salón y ya tocaba con la mano á la puerta cuando esta se abrió por sí sola y aparecieron Marenval y Vesín. Al mismo tiempo que ellos entró en la estufa un soplo de calor perfumado y un rumor de aplausos. Era que Jenny Hawkins acababa de cantar.
—Cierre usted la puerta, Marenval, dijo fríamente Tragomer. El señor de Sorege querría despedirse de nosotros demasiado audazmente, pero nos cree más necios de lo que somos.
—¿Pretenderéis obligarme? exclamó Sorege.
—¡Obligar á usted! ¡Qué violento término! No, queremos continuar la conversación con usted delante del señor de Vesín, fiscal de la Audiencia de París—¡tranquilícese usted!—en vacaciones, y nuestro amigo Marenval, á quien usted conoce bien. Cuantos más testigos haya de lo que hemos dicho y de lo que vamos á decir, mejor. Al contrario de lo que usted decía antes, estamos decididos á hacer todo el ruido posible. Jacobo no se convertirá para siempre en Herbert Carlton á fin de imitar á Jenny Hawkins por medio de esta ingeniosa sustitución. No, Sorege; no caeremos más en sus artimañas. Está usted descubierto y en cuanto Jacobo hable una hora con Lea Peralli, estará en situación de confundirle á usted y de rehabilitarse, puede usted estar seguro.
Sorege hizo un ademán tan amenazador, que Tragomer se puso delante de Jacobo. Estaban cuatro al rededor de él y toda esperanza de escapar era ilusoria.
—¡Miserables! exclamó, abusáis de la fuerza y del número para secuestrarme…
—¡Vamos allá! amigo, dijo Marenval; usted se burla. Llama usted secuestro á estar en una estufa deliciosa con personas bien educadas… Además, si usted quiere, vamos á llamar á miss Maud Harvey y á rogarla que le guarde á su lado hasta que miss Hawkins salga de esta casa y Jacobo con ella. En cuanto los dos se hayan marchado, tendrá usted toda libertad para entrar en los salones y cenar con los invitados de su suegro. No ponga usted, pues, mala cara y todo se hará correctamente.
Sorege pensó: "Si puedo estar libre dentro de media hora, aún podrá acaso arreglarse todo".
—No tengo nada que temer, dijo. Hagan ustedes lo que les plazca. No tenía intención de alejarme de aquí, pero me han insultado ustedes, me han violentado, y cuento con que me concederán una reparación si los que son honrados conservan un poco de valor…
Al hablar así miraba desdeñosamente á Freneuse y parecía provocar á
Tragomer:
—¡Cuidado, Sorege! exclamó Jacobo. No seas muy exigente esta noche, porque acaso mañana te quede tan poco honor que sea hacerte una limosna el responder á tu provocación.
Freneuse cambió una mirada con su enemigo, saludó á Vesín y salió de la estufa. Jenny Hawkins, rodeada de admiradores y con la sonrisa en los labios estaba en medio del salón. Vió de lejos á Jacobo que venía hacia ella y se estremeció, pero no hizo un movimiento. Sus brazos cayeron á lo largo del cuerpo como muertos, y su abanico palpitó entre sus dedos como una mariposa herida. Jacobo se aproximaba con la mirada dura é imperiosa.
Atravesó los grupos y aproximándose á ella logró aislarla entre mis Harvey y él. Empezó por pronunciar algunas frases corrientes de felicitación y en seguida, seguro de que nadie le veía más que ella, dijo secamente:
—Vas á marcharte á tu casa y á esperarme. Dentro de media hora iré. Da orden de que me reciban.
Lea bajó la cabeza y respondió:
—Obedeceré.
—Está bien.
Retrocedió un paso y dijo sonriendo á miss Harvey:
—Nos ha dado usted esta noche una fiesta deliciosa, y miss Hawkins ha cantado de un modo divino.
Jenny Hawkins acababa de entrar en su departamento de Tavistock-Street . En pie en medio del salón alumbrado por dos lámparas de encima de la chimenea, caído el abrigo hasta la cintura, despidió á la doncella diciendo que se desnudaría sola, y se puso á acechar en el silencio la llegada del formidable visitante esperado.
Un ruido en la calle, solitaria á aquellas horas; un paso precipitado en la escalera y una mano impaciente que golpeaba la puerta. Lea atravesó el pasillo oscuro, y fué á abrir. Á la tenue claridad que salía por la puerta entreabierta, reconoció á Jacobo á pesar de traer el sombrero echado sobre los ojos y el cuello del gabán levantado hasta la nariz.
Freneuse entró bruscamente, pasó por delante de ella, se detuvo en el salón alumbrado, sin volverse siquiera para ver si ella le seguía, se quitó el sombrero y el gabán y apoyándose en la chimenea, miró fijamente á la que poseía el secreto de que dependía su salvación. Lea, aterrada pero más hermosa todavía por su mismo espanto con su traje blanco y sus hombros espléndidos, esperaba con la cabeza baja que él empezase á hablar. Jacobo dijo con acento de terrible ironía:
—Los muertos pueden volver á la tierra, Lea, puesto que estás viva delante de mi, que fuí condenado por matarte. Te creías desembarazada del infeliz Jacobo, ¿verdad? Y dormías tranquila creyéndome en una tumba más segura que la tuya. Yo también he salido, sin embargo, y vengo á pedirte cuenta de todo lo que he sufrido.
Lea movió la cabeza y dijo sordamente:
—¿Has sido tú solo el que ha sufrido? ¿La responsabilidad de lo ocurrido es de los demás ó de ti mismo? ¿Es posible que hayas olvidado lo que hiciste? Dos años son largos, cuando se sufre, y dan tiempo para reflexionar. ¿Has examinado tu conducta al mismo tiempo que juzgabas la de los demás?
—¡Desgraciada! Me recuerdas las horas más tristes de mi existencia, aquellas en que, solo y aherrojado, me volvía loco buscando las causas de mi desdicha. ¿Cómo había de juzgar lo que no podía comprender? Lo ignoraba todo en mi suerte; mi infortunio era para mí un enigma indescifrable. Por muy grandes que hubiesen sido mis faltas no bastaban para justificar el exceso de mi miseria. ¡Establecer responsabilidades! ¿Cómo hacerlo en la oscuridad de mi espíritu? Lea Peralli muerta; ¿por qué? ¿Cómo y á manos de quién? Ni los jueces, ni los jurados, ni mi abogado mismo, vieron lo que era imposible sospechar, aquel lazo infame en que era cogido un inocente. Y mientras yo me moría de dolor y de ignorancia, la pretendida víctima huía y se burlaba de la justicia y de la inocencia y se regocijaba con su cómplice por haber llegado á tan dichoso desenlace… Yo, con la cabeza llena de tinieblas, sometido á unos jueces que me tomaban por un malvado endurecido, á unos abogados que me encontraban estúpido porque callaba cuando era preciso defenderme, á unos guardianes que se mofaban de mi, á una prensa moralizadora que me arrastraba por el fango, á mi falta de conocimiento, que hasta me incitaba á creer en un crimen, fui á dar en Numea, entre bandidos y bajo un cielo de fuego. Y todo ¿por qué? Por haber tenido la desgracia de amar á una criatura feroz que jugaba con mis sufrimientos y se felicitaba por mi abyección.
Lea levantó los brazos y por primera vez miró á Jacobo con ojos aún turbados por el terror.
—¡No! No por haber tenido la desgracia de amarla, replicó, sino por haber cometido la indignidad de hacerla traición…
Á estas palabras, primer rayo de luz en la oscuridad que le envolvía hacia dos años, Jacobo se estremeció y toda su inteligencia se puso en tensión para penetrar el misterio.
—¡Ah! Empiezas al fin á confesar, infame… ¡Querías vengarte!
—Sí, contestó Lea con energía. Lo quise porque tú me obligaste. Y la mayor parte de lo ocurrido lo hizo la casualidad.
—¡Al fin voy á saber! exclamó Jacobo en una especie de delirio. ¡Te tengo aquí, maldita, y hablarás ¿entiendes? aunque tuviera que arrancarte tu secreto del corazón con las uñas! ¡Oh! no tendré piedad, como tú no la tuviste. No cuentes con ninguna gracia. ¡Vas á decirlo todo ó, por mi honor, que te mato, y esta vez no resucitarás!…
Se irguió espantoso y su cara expresó una implacable resolución. Pero Lea parecía más tranquila á medida que él se mostraba más exaltado. Se sentó lentamente en una silla, cerca de Jacobo, y dijo con dulzura:
—Es inútil que me amenaces; estoy resuelta á hablar. Si no te hubieras presentado á mí y yo hubiera sabido tu presencia en Londres, te hubiese ido á buscar. Hace mucho tiempo que este secreto pesa sobre mi conciencia y que el remordimiento me tortura… Hablas de lo que has sufrido… Vas á saber lo que he sufrido yo y después compararás. Acaso tu prisión no era más dura que mi libertad, porque tú tenías derecho de llorar, de maldecir, mientras que yo estaba obligada á brillar, á divertir á los demás, á encerrar mi dolor en mí misma. No he sido la única culpable, pero si sola para sufrir la expiación.
—¿Tenías cómplices?
—Uno solo.
—¿Sorege?
—Sí.
—¡El miserable! ¿Y por qué quiso perderme?
—Porque me amaba.
Jacobo se quedó inmóvil, silencioso, respirando apenas, tan oprimido estaba por la angustia de aquel momento solemne. Por fin preguntó:
—¿Pero tú, por qué te prestaste á su infamia? ¿Por qué contribuíste á perderme?
Lea contestó en tono brusco y desesperado:
—¡Porque te amaba!
—¿Y por eso me condenaste á un suplicio peor que la muerte?… ¿Quién era, pues, la mujer asesinada? ¿Qué te había hecho?
—Lo mismo que tú. Me hacía traición descaradamente; iba á marcharse contigo; me insultaba con su triunfo y se burlaba de mis celos…
Jacobo se estremeció. Acababa de comprender.
—¡Era Juana Baud!
—Sí; era ella.
—¿Y quién la mató?
Lea levantó orgullosamente la cabeza y respondió con acento terrible.
—¡Yo!
—¡Tú, desgraciada! ¿Y cómo?
—Vas á saberlo.
Todo quedó en silencio, solamente turbado por la respiración anhelosa de Lea. El rumor de la ciudad dormida se apagaba á lo lejos con el sordo rodar de los ya escasos coches. Jacobo se sentó sombrío y cansado en un sofá, y seguro ya de saber lo que con tanto ardor había deseado, se dispuso á escuchar sin prisa. Lea, inclinada hacia él, con la cara ensombrecida por una violenta emoción, los codos sobre las rodillas y balanceando el cuerpo por un movimiento inconsciente, habló con voz entrecortada:
—Bien sabes cuánto te he amado y con qué pasión tan exclusiva. Durante dos años fuiste toda mi vida. Mis costumbres, mis gustos, mis caprichos, todo lo subordiné á tu fantasía y jamás un rey fué más complacientemente adulado por una favorita que todo lo esperase de él, que tú lo fuiste por esta mujer que nada quería ni esperaba. Yo no era venal y nunca te pedí dinero. Vivía de tu vida y si tú dilapidaste tu fortuna, me harás la justicia de confesar que nunca te incité á ello ni tuve nada que ver con tu ruina. Tú me revelaste el amor. Antes de conocerte, sólo había tratado indiferentes; mi marido y algunos botarates de mi país que ningún poder tenían sobre mis sentidos. Tú me volviste loca el primero y me adherí á tí con un ardor igual á la dicha que me dabas. Me traías á todos tus amigos, orgulloso de mi belleza y sin que jamás parecieses celoso. ¿Para qué, si sabías que no existía para mí más hombre que tú? Todos los compañeros de tu vida disipada me hicieron el amor, menos Tragomer, que desconfiaba de mí, y tú lo supiste de todos excepto de uno á quien juzgué desde el primer día y que me daba miedo.
—¿Sorege? preguntó Jacobo.
—Sorege. Ese no era un vividor insignificante como los demás. Se imponía por la originalidad de su actitud y la ironía de su palabra. No podía pasar inadvertido, y cuando se le había conocido una vez, había que acordarse de él, aunque no fuera más que para odiarle. Solamente me inspiró temor. Se acercó á mí y con maneras cautelosas encontró medio de expresarme los sentimientos que le inspiraba, sin ninguna confesión que pudiera comprometerle. Sabía precaverse contra una revelación de mi parte, y si yo me hubiera visto obligada á repetir sus palabras, nada incorrecto se hubiera visto en ellas. Yo no me atrevía á bromear contigo sobre sus pretensiones como lo hacía sobre las de otros, y seguro de la impunidad, ya no se contuvo y me aseguró que por un medio ó por otro me obtendría. Le respondí de un modo que debió hacerle mucho daño, porque por primera vez le ví palidecer y descomponerse. Con espantosas amenazas me juró que aunque tuviera que causar tu pérdida, me libraría de tí, pues bien sabía que mi amor me impediría ceder de buen grado.
—¡Cobarde! exclamó Jacobo, con la cara contraída por el furor. ¿Por qué no me dijiste nada?
—Porque empezabas á separarte de mí, lo conocía, y no quería perder una ocasión de probarlo por medio de sus revelaciones. Desempeñaba el papel de Yago con un arte feroz. Solamente que era á Desdémona á quien dedicaba sus envenenadas confidencias. Todo lo que tu ciega confianza le hacía saber de tus negocios ó de tus placeres, venía á repetírmelo. Yo quería alejarle, porque me torturaba, pero tenía sed de saber y me prestaba á sus delaciones creyendo aprovecharlas para conservarte. Nuestras conversaciones eran unas salvas de injurias. Yo le colmaba de maldiciones y él me insultaba groseramente con su seguridad de poseerme. Vino para nosotros la época de los apuros; las deudas crecían y los acreedores se volvían exigentes. Tú, más loco que nunca pasabas las noches jugando en el círculo y los días en las carreras, y yo, abandonada por el hombre á quien amaba, vivía entregada sin defensa á las inspiraciones violentas de mi carácter. En aquellos momentos peligrosos para mí conocí á Juana Baud. Quería hacerse cantante y me rogó que le ayudase á rectificar su mala pronunciación italiana. Yo estaba sin ocupación y sumida en horrible fastidio, y acepté por distracción y porque aquella muchacha me agradaba. Tú la recuerdas, joven, alegre, risueña, viviendo en el mayor descuido y ávida solamente de placer, al que se entregaba con locura. Nunca había yo tenido por amigas sino mujeres honradas. La viveza de las efusiones de Juana me pareció singular, pero era tan tierna, tan encantadora, que atribuí á la amistad lo que debía explicarse por pasión. Tomé mucho cariño á aquella muchacha, sin sospechar cómo me amaba ella, y solamente una noche, al volver de la ópera, tuve la revelación repentina de lo que pasaba en su ánimo. Acabábamos de cenar las dos y te estaba esperando, cuando llamaron á la puerta.
—Es Jacobo, exclamé, habrá olvidado su llave. Espera: voy á abrir.
Fui al vestíbulo y pregunté á través de la puerta:
—¿Eres tú, Jacobo?
Pero la voz de Sorege me respondió:
—No, soy yo. Necesito decir á usted una palabra. Me voy en seguida.
Tuve intenciones de despedirle, pero la presencia de Juana me tranquilizó. Abrí y Sorege entró en casa sin sospechar que no estaba sola. Sin sentarse me dijo en seguida:
—¿Espera usted á Jacobo? No vendrá.
—¿Por qué?
—Porqué está en otra parte.
—¿En el círculo?
—No, acaba de salir de allí.
Se reía al hablar así, el monstruo, sabiendo todo el mal que me hacía.
Palidecí y él me dijo:
—Mírese usted en el espejo, Lea, y vea su cara descompuesta. Ese Jacobo va á matar á usted si no toma el partido de dejarle. La engaña lo bastante para que le haga usted lo mismo.
—¡Cállese usted, miserable! Bien sabe que si le engaño alguna vez, no será con usted.
—¡Á que sí! Y más pronto de lo que usted cree. ¡Es matemático! Usted será mía y Jacobo mismo habrá de procurarlo. Una mujer como usted no se resigna al abandono ni á que la engañen con viejas como la Deverrière y la Tresorier, ó con mujerzuelas, como…
Le interrumpí furiosa:
—Aunque Jacobo fuera mil veces más infiel, no le engañaría con usted. Con otro, puede… ¡Sí! Si supiera que eso le hacía á usted sufrir, acaso…
Sorege hizo un movimiento de cólera, y cogiéndome bruscamente por el cuerpo, balbuceó:
—¡Ahora mismo entonces! Ya te tengo…
Era forzudo y me había echado en un sofá. Yo me defendía llenándole de injurias al luchar, cuando la cortina del comedor se levantó y apareció Juana diciendo tranquilamente:
—¡Ande usted, señor de Sorege! No se moleste por mí ¿Quiere usted que le ayude?
El efecto fué inmediato. Sorege se levantó exasperado por su fracaso y temblando por sus esfuerzos, y salió sin decir palabra, pero echándonos una mirada mortal. Yo, con los nervios retorcidos y el corazón desgarrado, prorrumpí en sollozos y Juana, arrodillada á mi lado, se esforzó por consolarme. Sus besos enjugaban mis lágrimas y sus abrazos se estrechaban á medida que sus palabras se hacían mas tiernas. Estaba en sus brazos sin saber lo que hacía y sin pensar en lo que me decía Juana, á la que escuchaba aturdida sin otra sensación que la del agrado que producen las muestras de cariño después de una agresión brutal y de la espera indefinida de un amante infiel… Pasaba el tiempo y yo perdía la esperanza de verte volver. Juana me ofreció quedarse á mi lado con una voz tan suplicante, que no pude oponerme. Además era una mujer y me parecía que así no me hacía culpable para contigo. El día seguiente tuve vergüenza y quise no volver á recibir á aquella loca, pero la vi llorar y comprendí que iba á hacerle sufrir los mismos dolores que yo pasaba por ti, sin contar que encontraba cierta dulzura en tener un corazón á quien confiar mi pena… Así pasaron seis meses, los peores de mi vida. Te amaba más y con más pasión desde que no te pertenecía exclusivamente y prefería la muerte al pensamiento de separarme de tí. Debes recordar el fin de aquel horrible período, durante el cual pasabas en el juego los días y las noches, poseído de un vértigo en el que debían zozobrar tu fortuna, tu honor y tu vida. Sorege, que había vuelto como si nada hubiera pasado, me tenía al corriente de todas las fases de la partida empeñada por ti. Se había vuelto risueño y ya no me hablaba de amor. Debí temerlo todo, pero una especie de aturdimiento me dominaba y no estaba verdaderamente en posesión de mi razón. Vivía en una especie de desequilibrio moral y de tensión nerviosa que me tenían á merced de los impulsos de mi desesperación y de mi cólera. Te vi llegar loco de angustia, después de haber perdido cuanto tenías y debiendo pagar una suma en el círculo, so pena de ser expulsado, y te di mis alhajas para empeñarlas como te hubiera dado mi vida si me la hubieras pedido. Entonces—oye bien esto—entonces fué cuando se produjo aquel espantoso episodio que me hizo perder la razón y trajo todos los desastres.
Con la voz enronquecida por la emoción que le producían aquellos terribles recuerdos, Lea se calló un instante. Jacobo, impasible, no la interrumpía ya, poseído por el punzante interés del relato. Ni los sufrimientos inmerecidos de su antigua amada ni sus goces criminales le habían arrancado ni un suspiro. Había permanecido mudo ante las confesiones de celos y de traición. Él había expiado sus faltas y no tenía remordimientos. ¡Qué importaba lo que Lea decía de Sorege, de Juana, de ella y de él mismo! Lo que estaba ávido de saber era cómo le habían perdido y cómo podría rehabilitarse. Lea se pasó el pañuelo de encajes por la húmeda frente y comprimiéndose el corazón, que latía con fuerza, continuó:
—Oye lo que sucedió, imprevisto y monstruoso. El día siguiente de aquel en que te di cuanto poseía, recibí la visita de Sorege. Se presentó frío, la cara grave y como impresionado por un suceso de importancia. Se sentó y me miró en silencio con una expresión de piedad que nunca le había visto. Por fin habló y desde las primeras palabras mi furor no reconoció límites. Venía á contarme que eras el amante de Juana y que no teniendo esperanza de reponerte en París, habías resuelto partir con ella á Londres, donde acababa de firmar una contrata sin que yo lo supiera. Aunque acostumbrado á mis accesos de cólera, Sorege pareció alarmado y trató de calmarme con su pérfido aire de bondad.
—Bien había yo previsto que llegaría el momento en que tendría usted que contar con un amigo verdadero. Ya ve usted la inconstancia de su amante y la ingratitud de su amiga. Uno y otra la insultan y la engañan. ¿Vacilará usted en romper la primera con Jacobo y en poner en la puerta á esa insensata á la que ha hecho usted tantos favores?
Yo quise protestar, discutir.
—¿Quién me dice que usted no me engaña? Le creo capaz de todo para conseguir sus fines. ¿Cómo no habría yo sospechado ni visto nada de su intimidad? Tiene usted mucho interés en mentir para que le crea fácilmente.
—No se trata ya de discutir, dijo fríamente. Sepa usted que el mismo Jacobo me ha dado los detalles que acabo de contar. Juana, que habita un departamento amueblado, lo ha despedido la semana pasada. Sus baúles están hechos desde ayer y va á dejarlos en depósito en la estación del Norte. Ella se va á Boulogne y el saldrá por otra línea é ira á reunirse con ella. ¿Es claro todo ésto?
Hablaba con tal calma, que no traté ya de discutir ni dudé más. La verdad me anonadaba y una rabia loca empezaba á hervir en mi corazón. Bramaba de rabia, en aquel saloncito en el que había pasado horas tan dichosas, al verme vendida y abandonada á la vez por mi amiga y por mi amante. Sorege en tanto estaba impasible y sin decirme una palabra de consuelo, como si contase para su triunfo con el exceso de mi mal. Me miraba en silencio y por fin me dijo:
—¿No debe ver á usted Juana antes de partir?
—La esperaba en seguida. Mis criados tienen permiso y yo debía comer con ella… Pero no vendrá; no tendrá esa impudencia.
—¿Quién sabe? dijo Sorege. Es muy grande y muy delicado el placer de asistir á la mistificación que uno mismo ha preparado y gozar de la confianza estúpida de aquel á quien se engaña. No me sorprendería que viniese á dar á usted un beso antes de robarle su amante…
—¡Pobre de ella! exclamé.
—¡Bah! ¿Qué iba usted á hacer? No creo que pensase sacarle los ojos ó abrirle la cabeza. Eso sería muy vulgar.
No respondí. Por mi cabeza enloquecida y en la que las ideas parecían chocar unas con otras con un ruido de olas, pasaron fulgores siniestros. Me sentía arrebatada por un vértigo de muerte. Sorege me dijo:
—Siento mucho haber prevenido á usted, porque me parece dispuesta á hacer tonterías. ¡Vamos! cálmese usted. Después de comer vendré á ver si esta más tranquila y espero encontrarla razonable.
Se marchó y yo me quedé como desvanecida en un sofá, con la cabeza en los cojines, dando vueltas al veneno que había vertido en mi pensamiento aquel monstruo que, según he visto claramente después, lo había combinado todo para impulsarme á un acto de suprema demencia. Un campanillazo me sacó de mi sopor y me hizo poner en pie. Miré el reloj y eran las siete. Abrí y vi á Juana. Entró alegremente, me besó en la oscuridad del vestíbulo y me siguió tarareando hasta el salón donde se quedó admirada viendo á la luz del crepúsculo mi extremada palidez, mi desorden y mi angustia.
—¿Qué tienes? me preguntó inquieta.
La miré y la vi en traje de viaje con sombrero redondo y un saco de cuero. La certidumbre de que Sorege había dicho la verdad se imponía á mí fulminante. Recobré repentinamente mi sangre fría al ver tanta doblez y respondí con calma, casi con languidez.
—Tengo jaqueca; mira, estoy en traje de casa. Si quieres, no saldremos para ir á comer. Tengo aquí con qué improvisar una buena comida; nos quedaremos tranquilamente al lado del fuego y me harás compañía hasta muy tarde.
Ordinariamente Juana acogía esas proposiciones con transportes de alegría; pero entonces la oyó fríamente y una sombra pasó por su mirada.
—Me quedaré á comer, eso si, con mucho gusto, como te había prometido. Pero no podré pasar la velada contigo. Tengo cita para un asunto serio con mi profesor de canto Campistrón. Tendré que dejarte á las nueve.
Su hipocresía me puso fuera de mí.
—¿Estás segura de que es á ver á tu profesor de canto á donde vas?
Mi acento, mi actitud y mi palidez la turbaron repentinamente.
Retrocedió un paso y balbuceó:
—¿Pero qué me preguntas? ¿Por qué había de engañarte?
Fui hacia ella hasta tocarla y cara á cara le dije:
—Porque ya me has engañado y me sigues engañando; porque eres una infame que no contenta con robarme tu ternura, me robas también la de mi amante.
Enrojeció y con los dientes apretados por el temor y por la cólera, respondió:
—¿Quién ha dicho eso?
—Yo lo sé.
—¡Es falso!
—¿Falso? Te vas con él á Inglaterra; me le quitas cuando sabes que no puedo vivir sin él. Tu me asesinas, tu me…
La voz se perdió en mi garganta y, fuera de mí, permanecí delante de ella sin decir palabra y como atontada. Juana me creyó impotente y aniquilada y cobrando ánimos me dijo con risa insultante:
—¡Bah! No le amas tanto puesto que le olvidas muy bien conmigo…
Me insultó echándome en cara lo que constituía mi remordimiento secreto y me hirió en lo más sensible de mi ser. Retrocedí y no encontrando una palabra bastante despreciativa, la golpee en la cara con toda mi fuerza. Lanzó un agudo grito, se puso lívida y con los ojos echando llamas se arrojó á mi rechinando los dientes. Sentí sus dedos rodear mi garganta y perdí la respiración. Entonces me defendí golpeándola el pecho, pegándola con la rodilla en el vientre, tratando de tirarla al suelo. Y así luchamos sordamente, sin un grito, respirando el odio y la muerte. Mis ojos se cegaron por una espesa niebla. La cogí por la garganta y apreté los dedos hasta hundírselos en la carne. De pronto aquella mujer cesó de luchar y cayó en la alfombra. Me arrojé sobre ella como una furia y sin noción de lo que hacía. No había en mí sino el instinto de la bestia que quiere matar para vivir. Al cabo de un instante me cansé; ella ya no hacía resistencia, y con los ojos extraviados me levanté y miré. Estaba tendida, inerte, con la cara tumefacta por los golpes, los ojos en blanco, la boca torcida, horrible y amenazadora todavía. Al entrar en posesión de mis facultades, se apoderó de mi el espanto y me estremecí viendo á aquella desgraciada inmóvil y contraída. La cogí, quise levantarla y su cuerpo me resultó pesado y blando en mis brazos. La llamé y no me respondía. Iba á pedir socorro para tratar de volverla á la vida, pero la prudencia me contuvo. Toqué su corazón, escuché su pecho y retrocedí horrorizada. ¡Estaba muerta! Una inmensa desesperación se apoderó de mí. ¿Era posible que me hubiese convertido en una criminal? Era verdad que me había hecho traición, insultado, agredido… Pero yo la había matado y todas las consecuencias se desarrollaron instantáneamente en mi espíritu. Me vi presa, juzgada, condenada y un terror invencible se apoderó de mí. No tuve ya más que un pensamiento, huir á la suerte que me esperaba, y sin pensar en lo que hacía, sin vestirme, en zapatillas, me lancé á la escalera y eché á correr. Estaba ya en el entresuelo, cuando una mano me detuvo y una voz me dijo bruscamente.
—¿Dónde va usted así, Lea?
Permanecí como atontada y sin responder. Era Sorege que, según su promesa, venía á saber qué había sucedido. Mi turbación y el desorden de mis vestidos le dijeron bastante sin duda, pues me cogió por un brazo y me dijo bajando la voz:
—¿Está usted loca? ¿Qué significa?… Suba usted conmigo.
Me hizo entrar en mi casa, cerró la puerta con cerrojo, entró en el salón el primero, pues yo no quise pasar delante de él, y viendo á Juana Baud tendida en el suelo, lanzó un juramento y dijo volviéndose hacia mí:
—¡He aquí un feo negocio! ¿La ha matado usted? Era una bribona, pero el procedimiento es brutal…
Yo exclamé, impulsada por la necesidad de disculparme:
—¡Me ha pegado! Mire usted mis brazos, mi cuello… ¡Tuve necesidad de defenderme!
Sorege respondió con una flema horrible en semejante situación:
—Estoy convencido. Pero esta mujer ha muerto y usted está perdida.
Yo me arrojé á él:
—¡Oh! No me abandone usted! ¿Qué voy á hacer sin ayuda? ¡Sálveme!
Me eché á llorar mientras él me miraba con tranquilidad.
—¿Yo abandonar á usted? ¿Cómo puede creerlo? Sabía que me necesitaría usted en un momento dado y debe estar segura de encontrarme. Aquí estoy pronto á defenderla.
—¡Dése usted prisa!, exclamé temblando de fiebre.
—Tenemos tiempo. Son las nueve; los criados no volverán antes de las doce y no entrarán en esta habitación…
—No.
—El único que puede venir es Jacobo y ese no vendrá seguramente. Somos, pues, dueños de nuestras acciones.
Reflexionó un instante; después miró á la muerta y repitió varias veces:
—Sí; es el único medio. No hay otro partido que tomar. Suceda lo que quiera es preciso asegurar la fuga.
Se acercó á mi y me dijo dominándome con toda su resolución firme y lúcida:
—Es imposible sacar este cadáver de aquí. Le encontrarán, pues, fatalmente mañana cuando usted se haya escapado. Pero se descubrirá su identidad y usted será perseguida y presa. Hay aquí una mujer muerta, ¿por qué ha de ser Juana Baud?
—¿Pues quién ha de ser? pregunté.
—Usted.
—¡Yo! ¿Cómo es posible? Usted pierde el juicio.
Sorege continuó sin responderme:
—Juana Baud lo ha arreglado todo para marcharse y si desaparece nadie la buscará. Es preciso que la mujer muerta aquí sea Lea Peralli. Lea se va á Londres con el nombre de Juana; nadie la conoce y puede tomar pasaje para América. Mientras, los agentes de policía, los magistrados y toda la cuadrilla judicial se da de calabazadas para desembrollar el lío que les hemos dejado entre las manos. Juana y Lea tienen la misma estatura, las mismas carnes y sólo difieron en la cara y en el color del pelo, pero la cara se puede desfigurar y el agua que sirve á Lea para teñirse el cabello puede servir para Juana. La identidad se establece con un frasco de tinte en la cabeza y un tiro de revólver en la cara. Lo mismo da que Juana haya muerto de un tiro que estrangulada; no cambia más que el género de muerte y esto es poca cosa. Lo importante es despistar á los listos de la policía. ¿Y cómo no lograrlo? Se encuentra una mujer muerta en su casa, vestida con sus ropas; ¿quién va á dudar que es ella y por qué echarse á buscar por otro lado? Lea Peralli se queda muerta y Juana Baud corre por el mundo. He aquí resuelto el problema. ¿Quién dice que esto es difícil?
Se puso á reir en silencio viendo mi estupor. Había seguido su razonamiento y comprendía su formidable habilidad. Pero exclamé:
—¿Y si yo me escapo y Lea Peralli aparece muerta quién había cometido el crimen?
—¡Bah! dijo Sorege en tono burlón. Es usted muy curiosa. ¿Quién ha de haber cometido el crimen? La persona á quien aproveche.
Temblé al comprender, pero él no me dejó tiempo de dudar.
—¿Quién tiene la culpa de todo esto? ¿Quién ha hecho á usted traición indignamente? ¿Quién iba á llevarse otra mujer con su dinero de usted en el bolsillo? ¿Quién, acribillado de deudas, sin esperanza, sin crédito, casi sin honor, puede ser moralmente considerado como capaz de asesinar á su querida?
—¡Jacobo! exclamé llena de horror. ¡Oh! Jacobo… ¡Jamás! ¡Jamás!
¡Prefiero entregarme, que me prendan, que me juzguen, que me maten!
Cometer semejante infamia… ¡No! ¡No!
—Una infamia semejante á la suya… No hará usted más que corresponder, sencillamente… ¡Cuántos escrúpulos, cuando él ha tenido tan pocos! ¡Él había resuelto plantar á usted, sin pensar si moriría de desesperación y de cólera!
—¡No! ¡No quiero! ¡No quiero! ¡Déjeme usted!
Aquel hombre se puso entonces duro y amenazador.
—¡Oh! ¡Basta ya! Soy muy tonto en tomarme el trabajo de convencer á usted. Quiero salvarla y se empeña usted en perderse. ¡Allá usted! ¿Qué me importa á mi todo esto? Soy su último amigo, el más seguro, el más adicto, y Dios sabe en qué responsabilidades incurro… ¿Usted me rechaza? ¡Adiós!
Dió un paso hacia la puerta pero el pensamiento de quedarme sola con aquel cadáver me quitó toda mi energía. Mi suprema honradez, vencida por los argumentos capciosos de aquel miserable, vacilaba, pronta á ceder.
Ese hombre intentó todo lo que puede corromper un alma que resiste al mal y quiere refugiarse en el sacrificio, y su victoria fué pronto completa. ¡Oh! ¡Noche espantosa! fué preciso desnudar á la muerta, ponerla mi ropa, mis zapatos y mis alhajas, y por fin, entre los dos, tuvimos que teñir sus cabellos. Sus oscuros bucles se convirtieron en rubios en nuestras manos profanadoras. ¡Cuadro de espanto y de horror, aquel agua perfumada corriendo por la pálida frente del cadáver, aquel fúnebre disfraz para el ataúd! ¿Cómo pude soportar esa prueba sin que mi corazón estallase en pedazos? Lo que después pasó se pierde en una especie de densa niebla… Estaba medio muerta cuando Sorege, con un revólver que tú me habías regalado tiró á boca de jarro tres balazos en la cara de la víctima, ya inerte hacía algunas horas. Aquel hombre me vistió con el traje de Juana, me puso su sombrero en la cabeza y un espeso velo por la cara; y tomando el saco de cuero que contenía los papeles de la víctima, me hizo salir de mi casa. No tomó, de todo lo que me pertenecía, más que la papeleta del Monte de Piedad que tú me habías enviado aquella misma mañana. Yo ignoraba entonces el uso que quería hacer de ella. Me llevó á la estación, recogió los baúles de Juana con el talón que encontró en el saco, y tomándome un billete de primera, me puso él mismo en el tren de Boulogne. Viéndome allí en seguridad, me dijo:
—Vaya usted á parar al hotel del Casino y espéreme. Mañana por la noche llegaré para darle noticias.
Partió el tren. Sorege me hizo un último signo de animación y casi desvanecida de fatiga y de angustia, me alejé de París, dejando tras de mí el horror de un doble crimen; el que yo había cometido y el que había dejado cometer.
Jacobo inmóvil, temblando, miraba á Lea con más lástima que cólera. Estaba penetrado del horror de la situación en que aquella desgraciada se había encontrado. Olvidaba las terribles consecuencias que el acto cometido había tenido para él y no pensaba más que en el peligro que había corrido su querida. Con mucha lentitud dijo:
—Sí, todo estaba audazmente combinado y debía resultar. Mi turbación y la imposibilidad en que me encontraba de sospechar la suerte de Juana debían asegurar el secreto. Una mujer muerta en casa de Lea y vestida con su ropa, ¿quién podía ser sino ella? Yo mismo no lo puse en duda. Menos firme que tú, volví los ojos cuando me enseñaron el cadáver en la siniestra losa del depósito. ¡Hay qué tener una disposición especial para examinar de cerca los muertos! No supe más que llorar, cuando hubiera sido preciso discutir y examinar! ¿Y tú, no pensabas todo esto, desgraciada, mientras pasaban las horas, asegurando mi pérdida?
—Sí, Jacobo; lo pensaba. Pero Sorege vino, como había anunciado, y sometida á la dura autoridad de mi cómplice, no podía resistir. Lo intenté, sin embargo, desde el primer momento. Tuve una crisis de desesperación y de remordimientos y le supliqué que buscase un medio de disculparte cuando yo estuviese en salvo. Aquel hombre se echó á reir y dijo con espantosa ironía:
—¿Que yo me meta en ese sucio negocio para servir al señor de Freneuse? ¡En seguida! ¿Está usted loca? Él se ha metido en ese atolladero; que salga si puede.
—Pero su madre no ha hecho nada y va á llorar lágrimas del corazón. Su hermana es inocente y vamos á aniquilar su porvenir…
Sorege cambió de expresión y dijo abandonando su calma:
—¡No me hable usted de su hermana! Odio á toda esa gente y á su hermana más que á los demás ¿entiende usted? Tuve el valor de pretenderla y me rechazó… ¡No lo olvidaré!
Estaba en aquel momento tan atroz, tan monstruoso, que perdí la cabeza.
—¡No quiero permanecer á merced de usted!… ¡Le tengo miedo! Su amistad es tan temible como su odio. Déjeme usted marcharme; será de mi lo que Dios quiera, pero separémonos…
Me cogió un brazo y, perdiendo todo disimulo, dejó de ser el hombre bien educado que yo había conocido y se volvió grosero y brutal.
—Criatura estúpida ¿crees que estoy aquí para obedecer tus caprichos? Soy tu dueño, no lo olvides. ¡Me perteneces! Si te he sacado del mal paso es porque te deseo y nada más. ¿Qué me importaba á mi que te cortasen la cabeza por haber matado á tu compañera en un acceso de celos? ¿tengo yo la costumbre de intervenir en cuestiones de mujerzuelas? Me he tomado el trabajo de salvarte porque me gustas y quiero poseerte… ¡Y voy á satisfacer ahora mismo mi capricho!
Me cogió y yo traté de resistir, pero estaba aniquilada por las emociones sufridas. Sentí sus labios sobre los míos y exclamé:
—¡Me horroriza usted!
—¡Pues yo te encuentro deliciosa!
—¡Prefiero morir!
—¡Bah! eso se dice, y luego…
—¡Cobarde!
Me dejó libre y me dijo furioso:
—¡Basta de farsas! ó, por mi honor, que llamo y te entrego al comisario de policía…
Lea ocultó la cara entre las manos y con más rubor que el que le había producido el relato del crimen, dijo sordamente:
—Tuve miedo… y cedí. Ante mi conciencia, esto es lo que hice más abominable…
Jacobo y Lea permanecieron en silencio, inmóviles, penetrados de horror. Por fin la desgraciada levantó la frente y en un impulso desesperado se arrojó á los pies del que había perdido:
—¡Oh! Jacobo, perdóname; te lo suplico. ¡He sido infame! Pero bien ves que ha sido él quien lo ha hecho todo. El es cien veces más criminal que yo, aunque no ejecutase la muerte, porque la había preparado y aconsejado casi. ¡Yo, que tanto te amaba, haberte hecho tanto daño! ¡Hubiera debido escribir á los jueces, disculparte, entregarme! ¡No tuve esa virtud! Huí, y durante ese tiempo tú expiabas tu infidelidad por el suplicio más doloroso que puede sufrir un hombre. Jacobo, estoy á tu discreción; haz de mí lo que quieras… ¡Aborrezco á Sorege! Ayer, todavía, me violentó y prefiero morir á ser suya, sobre todo ahora, que te he vuelto á ver, ¡Jacobo! Tú eres el mismo de siempre, generoso y bueno… Tú no me has denunciado, aunque has adivinado mi crimen… ¡Compréndelo bien! Hasta cuando te perseguía con mi odio, te amaba, Jacobo…
Lea, de rodillas se arrastraba á los pies de su antiguo amante, levantaba hacia él su hermosa cara inundada de lágrimas y todo su ser se estremecía. En un movimiento de febril ardor sus labios tocaron los del joven… Pero él la separó dulcemente y la dejó á cierta distancia, aterrada por aquella frialdad que había esperado vencer.
—Es tarde Lea, dijo; la noche avanza y hay que pensar en mañana. Te agradezco tu franqueza y no abusaré de ella para perderte. ¡Yo no soy un Sorege! Pero es preciso que yo me disculpe y para ello necesito la prueba material de mi inocencia. Esa prueba sólo tú puedes proporcionármela.
—¡Te la daré! ¡No vacilo! He sufrido demasiado y no puedo ya vivir así.
¿Quieres que te escriba la confesión que te he hecho? ¡Estoy pronta!
Su cara se oscureció y en su frente apareció una sombra de terror.
—Pero Sorege sabe que lo has descubierto todo. Sabe que estamos encerrados aquí y que voy á hablar… ¡Cuidado, Jacobo!
—No le temo.
—¡Haces mal!
—No puede nada contra mí. No doy un paso en Londres sin ser seguido por la policía francesa, que me vigila y me protege al mismo tiempo. Y él lo sabe.
—Entonces estoy perdida. Para impedirme que le acuse tratará de deshacerse de mí. Para castigarme por haberle abandonado, descargará sobre mí su ira…
—Bastante tiene que hacer con defenderse contra mí; tenemos que arreglar los dos una terrible cuenta. Puedes creerme, pobre mujer; él está más en peligro que tú.
Jacobo se quedó un instante reflexionando.
—Me has ofrecido darme tu confesión por escrito… La acepto. Puedes estar tranquila; no me serviré de ella hasta que estés en seguridad. Permanece encerrada en tu casa. No recibas á nadie y menos á Sorege, y yo me encargo de desembarazarte de él.
-Lea movió la cabeza dolorosamente.
—No le conoces. Me alcanzará á través de las paredes si permanezco aquí, y á través del espacio, si huyo. Es terrible y hiere siempre por donde menos se espera. Toma precauciones, Jacobo. Te odia mortalmente. Suceda de mí lo que quiera, poco importa. Pero tú tienes que tomar un desquite público y brillante. No te comprometas por una imprudencia.
Jacobo respondió gravemente:
—Mi vida ha terminado, Lea, y mi rehabilitación así como el castigo de Sorege, serán los últimos actos de hombre que realizaré. He visto el mundo y le he juzgado. Sus goces son vanos y sus penas verdaderas. Si no tuviera el deber de limpiar mi nombre á causa de mi madre y de mi hermana, no aceptaría nada de ti é iría á llamar á la puerta de un convento, donde acabaría mi vida en la meditación y en el silencio.
—¡Qué, Jacobo! Joven, rico aún, con la esperanza de la dicha, ¿quieres huir del mundo?
—Sí, Lea.
—¡Tan agotada está tu alma! ¿No tienes ya deseos ni sueños?
—Conozco la vida; he agotado sus goces y sus dolores. Es inútil el trabajo que se toman los hombres para matar el fastidio por medio del placer. Apenas se ha comenzado á vivir, llega la vejez y después la muerte. Trataré de expiar el mal que he hecho, dulcificando la suerte de los desgraciados.
—¡No te veré más, Jacobo!
—Sí, una vez, para que me entregues tu confesión y decirnos adiós.
—Esta noche, si vivo todavía, dijo Lea con pálida sonrisa, canto Romeo y Julieta . Será mi último triunfo, asiste á él, Jacobo. Las coronas que me dediquen serán como homenajes fúnebres. Ya no apareceré más en esa hermosa escena en la que ayer todavía olvidaba mi infamia en medio de las aclamaciones y de los elogios. Tengo que abandonar el arte, que me ha dado una personalidad y sostenido en mis más duras pruebas, la embriaguez del éxito, que aliviaba por una hora mis sufrimientos, el entusiasmo del público, que me permitía hacerme ilusiones sobre mi degradación real. ¡Volveré á entrar en la sombra!… ¿Quién sabe si será en la sombra eterna?
Hizo un gesto de altanero desprecio y añadió:
—¡Pero estoy loca! Todo ese falso brillo no vale nada para sentir perderlo.
Mostró á Jacobo la ventana, ya blanqueada por el alba, y con una sonrisa en la que apareció toda su antigua gracia, dijo:
—¡Me perdonarás, Jacobo! ¿Verdad?
Jacobo quiso responder, pero ella le impuso silencio.
—No. No digas nada. Espera á esta noche… ¡Adiós!
Le condujo hasta la puerta y en la oscuridad del vestíbulo Jacobo sintió el brazo de Lea que le rozaba con suavidad como para guiarle; un seno palpitante se apoyó contra su pecho y, sin que él pudiera defenderse, una boca, que mordía dulcemente, se posó en sus labios. El joven se estremeció y rechazó aquel fantasma del amor desaparecido. Oyó un doloroso suspiro; la puerta se abrió y se cerró tras él. Y la escalera le mostró su espacio vacío…
Cuando Sorege volvió á su hotel después de la terrible velada en que Jacobo se apareció para confundirle, se sumió en una profunda meditación. No era hombre de perder el tiempo en sentimentalismos é iba siempre derecho á su objeto. Toda la cuestión para él era saber lo que podía temer ó esperar de Lea y hasta qué punto la cantante daría armas á Jacobo contra él.
No podía dudar que Lea le odiaba; se lo había dicho y repetido mil veces y, aun el día antes su furor por tenerle que sufrir se había roto en violencias y en injurias que le hacían aquella mujer más deseable. Era de esos monstruos á quienes gusta oir los gritos de su víctima y que se deleitan viendo lágrimas. El amor en él tenía un fondo de crueldad. Deseaba á Lea, pero la execraba y sujetándola á sus caprichos, se daba el placer de degradarla.
Que aquella mujer, á la que había tratado como una esclava, tomase contra el un desquite terrible, si la ocasión se presentaba, estaba muy en el orden. Él lo hubiera hecho en su lugar y ni le ocurría la idea de que Lea vacilase en hacerlo. En cuanto Jacobo y ella se confíen sus faltas recíprocas, pensaba, su alianza contra mi será un hecho. Pero ¿qué puede hacer Lea? Su esfera de acción está limitada por el miedo de comprometerse. ¡Perderme! Es tentador para ella, pero lo peor es que se pierde al mismo tiempo. ¿Y qué comparación cabe entre el daño que puede causarme y el que puede hacerse á sí misma? Ninguna. Me puede acusar de doblez, de engaño, pero tiene que confesar al mismo tiempo que ha hecho una muerte. Y sí me acusa ¿á quién podrá convencer? No hay testigos y su testimonio es único. Para Jacobo y para su camarilla de amigos ese testimonio tiene algún valor; ante un juez no tendría ninguno. No tengo, pues, gran cosa que temer por ese lado. Pero el perjuicio moral que esa miserable puede hacerme bastaría para vengarla. Me desacreditaría, me comprometería sin remisión y esto os lo que no sufriré por nada del mundo. ¿Cómo evitarlo?
Reflexionó mucho tiempo mientras fumaba un cigarro, y en las espirales de humo azulado que subían hasta el techo veía pasar vagamente las imágenes de Jacobo y de Lea, tan pronto lánguidas y cansadas, como activas y triunfantes, pero siempre juntas, unidas por el mismo deseo y ligadas por el mismo interés. Se levantó de pronto, disipó con un ademán aquella visión, que se desvaneció con el humo, y se puso á pasear por el cuarto, dejando escapar palabras entrecortadas, fugas de su hirviente pensamiento, escapes de vapor do una caldera.
—¿Qué puedo arriesgar? Un duelo con Jacobo ó con Tragomer… No les temo ni al uno ni al otro. ¿Una acusación por falso testimonio ante los tribunales? ¡Tontería! ¿Á qué les conduciría eso? No pueden nada contra mí… Y yo puedo mucho todavía… Es preciso que hable con esa estúpida Lea y que sepa lo que ha confesado á Jacobo… Y sobre todo que la impida escribir nada… En fin, es indispensable que desaparezca… ¡La aterrorizaré, si es preciso! ¡me teme y me obedecerá. Una vez que se haya marchado, representare mi papel valerosamente… No puedo salir del paso sino con audacia… Pero ante todo es preciso cobrar fuerzas. Se acostó y se durmió hasta el día.
Á la misma hora en que Sorege abría los ojos, después de haber dormido como si tuviera la conciencia tranquila, Jacobo estaba en el yate encerrado en la cámara con Marenval y Tragomer. Empezaba á levantarse la claridad gris y brumosa que alumbra las mañanas de la capital inglesa y se iniciaba el movimiento de los obreros en el muelle. Pero la atención de los tres hombres no se dirigía hacia el espectáculo de aquella actividad incesante y metódica que forma el sello del trabajo inglés. No les interesaba nada de lo que pasaba al rededor de ellos, preocupados con el relato que Jacobo les estaba haciendo de su conversación con Lea.
—Todo lo que nos figurábamos resulta exacto, dijo Tragomer, y tendremos la prueba irrecusable.
—Lea debe entregármela esta noche.
Llegamos á nuestro objeto, dijo Marenval con entusiasmo.
—Tenemos al monstruo acorralado, dijo Tragomer, pero estad seguros de que hará una formidable defensa. Por su audacia de anoche, cuando no estaba descubierto sino en parte, se puede juzgar lo que podemos esperar de él cuando ya se conoce toda la verdad. Es preciso atacarlo con toda energía, pues si no lo ponemos en seguida fuera de combate, se revolverá y tendremos que sufrir un choque desesperado. Ante todo, debemos, por honradez, prevenir á Harvey. Si le dejamos ignorar lo que es el hombre que piensa admitir en su familia, tendrá derecho para hacernos cargos. Por otra parte, he prometido á su hija decírselo todo.
—Esto va á dar un golpe mortal á las aficiones nobiliarias de las americanas, dijo Marenval. Si por nuestro dinero, dirán, no podemos pagarnos maridos de confianza, más nos vale quedarnos solteras.
—Habrá que avisar también á Vesín. Su concurso nos ha sido muy útil y es justo que sea de los primeros en saber el éxito de nuestros esfuerzos.
—Y prevendremos en seguida á mi madre de que todo va por buen camino, dijo Jacobo.
—Yo iré, si quieres, ahora mismo á ver á la señora de Freneuse, dijo
Tragomer.
—Sí, querido Cristián, respondió Jacobo sonriendo. Eso te corresponde porque eres el iniciador, el primero que vió en la oscuridad y mostró á Marenval la pálida y lejana luz que te guiaba.
—Cuando pienso en lo que ha sucedido desde hace seis meses, dijo Cipriano con sencilla expansión, me parece estar soñando. Me veo todavía en el comedor del círculo, cuando después de marcharse Maugirón con las mujeres, Tragomer empezó á contarme esta historia. Al principio su relato me pareció imposible, después empezó á interesarme la verdad que se vislumbrada y por fin me sentí como loco. Sentía un deseo terrible de entrar en el asunto y al mismo tiempo un miedo atroz de las complicaciones que iba á afrontar… ¡Ah! debo confesarlo; sin el ascendiente que tomó sobre mí Tragomer desde aquella noche, hubiera abandonado la empresa. Pero me impulsó, fuerza es decirlo. Y una vez el dedo meñique en el engranaje, tuvo ya que pasar todo el cuerpo. Después, la visita á la señora de Freneuse, las confidencias de Giraud, la entrevista con Campistrón… ¡Ah! querido Jacobo; aquéllo era extraordinario. Cada paso que dábamos en nuestro camino, veíamos más claro. Jamás dos hombres han corrido aventura más interesante. Ir en busca de un Nansen ó de un Andrée no era nada en comparación con el interés de nuestra empresa, pues no sólo íbamos á socorrer á un hombre, sino á descubrir la verdad. Vezín lo vió bien cuando nos dijo: "No van ustedes á lograr nada, pero les envidio la tentativa que van á hacer y si yo no tuviera una posición oficial, me iría con ustedes". Pues bien, después de haber ido contra viento y marea, henos aquí en el puerto, con Jacobo delante de nosotros y la verdad en el bolsillo. Es un hermoso éxito del que espero ha de hablarse por mucho tiempo.
—La verdad no está todavía en nuestro bolsillo, dijo Jacobo, pero lo estará esta noche.
Tragomer movió la cabeza con aire preocupado.
—Mientras no tenga en la mano las pruebas materiales, la confesión de la culpable, no estaré tranquilo.
—¡Bah! ¿Qué teme usted todavía? preguntó Marenval impaciente.
—Que Sorege haga desaparecer á Jenny Hawkins antes de que escriba su declaración. Conozco la autoridad despótica que ese bribón ejerce sobre la desgraciada mujer. La fascina, la aturde, la espanta. Me la escamoteó en mis barbas, en San Francisco, con una destreza prodigiosa. Es hombre para encontrar un medio de alejarla y, después, ¡échala un galgo!
—¡Por vida de!… Prevengamos á la policía inglesa, exclamó Marenval con la violencia de un hombre á quien se discute una victoria que considera ya obtenida. No nos dejemos vencer á última hora por ese malvado. Se burlarían de nosotros.
—No tengáis miedo, dijo Jacobo; he tomado mis precauciones. Lea se ha comprometido á permanecer encerrada en su casa y á no recibir á nadie hasta esta noche. Mañana se marchará y Sorege no podrá contar más que con nosotros. Hagamos, pues, lo convenido. Tú, Cristián, vete á llevar la buena noticia á mi madre. Usted, Marenval, á casa de Vesín. Yo iré á ver á miss Harvey y allí nos encontraremos todos después.
En cuanto Sorege despertó y tomó su desayuno, tomó un coche de alquiler y se dirigió á Tavistock-Street . Nunca el tal hacía las cosas á medias. Había dormido y comido bien y se sentía dueño de sí mismo. Lo importante era hablar á Lea. Si lo conseguía, no desconfiaba de traerla á su partido. Ante todo era preciso saber qué se había tramado entre ella y Jacobo. Al detenerse el coche ante la casa, salió Sorege de sus meditaciones. Saltó al portal y subió vivamente la escalera.
Un viejo gentleman , vestido con un pantalón roto, una levita adornada con numerosas manchas y un sombrero de copa, estaba ocupado en lavar concienzudamente el suelo del portal. Pero en la actitud, en la fisonomía y en el traje extremadamente miserable, Sorege observó detalles que le llamaron la atención y lo hicieron sospechar si aquel hombre sería un polizonte. Miró por el hueco de la escalera mientras subía lentamente y el hombre había dejado de lavar el suelo y le seguía con la vista. Llegado al segundo, Sorege llamó. Ningún ruido en el interior, ningún golpe de puertas, ni el más ligero rumor de pasos. Un silencio de casa vacía. Llamó de nuevo y esperó con el corazón agitado. Nada se oyó. Sorege tenía la convicción de que Lea estaba en su casa y no quería abrir y veía claramente que entraba en lucha con él y estaba ganada por sus adversarios. Palideció de cólera, pero resistió las ganas que tenía de echar la puerta abajo de un puntapié y entrar por fuerza. El gentleman de los guiñapos y del sombrero de copa, que había dejado de lavar, le hizo ser razonable. Si hago ruido, pensó y ésta idiota de mujer llama, puedo ser conducido al puesto de policía. No arriesguemos el tener que entrar en explicaciones. Permaneció todavía un instante escuchando á través de la puerta y le pareció oir como un vago rumor de respiración. Pensó que acaso Lea escuchaba también acechando con ansia su partida, y como si hablase á una sombra dijo en voz muy baja:
—Jenny, sé que está usted ahí. ¡Loca! Ábrame usted. Va en ello su salvación… Los momentos son preciosos… La engañan á usted… Escúcheme…
La sombra no respondió y Sorege, con el corazón henchido de rabia, hizo un gesto de amenaza y se decidió á bajar lentamente la escalera. El gentleman de los harapos se había vuelto á poner á su limpieza, y al pasar Sorege se llevó la grasienta mano al sombrero y dijo con voz ronca:
—¿Busca usted á la joven del departamento amueblado? Ha salido por todo el día…
Sorege no se dignó siquiera responder… Miró al hombre de alto á bajo y salió. Subió al coche que le esperaba y se hizo llevar á Hyde-Parck . Eran las diez. Bajó en la esquina de Piccadilly y se dirigió al jardín á pie. Su cara expresaba una gran contrariedad por aquel primer fracaso. Evidentemente Lea le hacía traición, pero ¿qué habría dicho? ¡Las mujeres son tan hábiles para presentar las cosas bajo el aspecto que más les conviene! Sin confesar toda le verdad, ¿no había podido echar sobre él la responsabilidad? Á este pensamiento cerró los puños y su semblante se contrajo. Como él mismo decía anteriormente, no había testigos y esto que le favorecía podía también hacerle daño, pues si bien él podía negar toda participación en el crimen, Lea por su parte, podía afirmar que era él quien le había cometido ó ayudado, al menos, á cometerle. La seguridad de los dos había siempre dependido de su unión. De acuerdo, podían defenderse; separados, estaban perdidos.
Allá, en la orilla de aquel precioso río artificial rodeado de verde musgo y sobre el cual inclinaban los árboles sus hojas nacientes, Sorege tuvo conciencia de su pérdida inevitable y tembló de miedo y de cólera. Pero no pensó en capitular; antes al contrario, se afirmó en el propósito de luchar hasta el último extremo, aunque hubiera de perecer. Una sonrisa crispó sus labios. ¡Perecer! sí, pero no solo. ¡Sucumbir! muy bien, pero no sin vengarse.
Los jinetes empezaban á aparecer por las anchas avenidas del bosque. Los coches rodaban al trote de sus tiros, los más hermosos del mundo. La vida elegante renacía en su diario y monótono esplendor. Sorege no pudo soportar el espectáculo de la tranquilidad ajena y se metió un el interior del parque, por el lado de Kensington , donde paseó como unas dos horas esperando el momento de ir á casa de Julio Harvey. Entró en una fonda de Regent-Street , comió como de costumbre, y dando las dos, llegó al hotel de Grosvenor-Square .
Subió la gran escalera y en el primer piso encontró al ayuda de cámara que le esperaba con la misma respetuosa deferencia de siempre, y que le introdujo como todos los días en el saloncillo donde miss Harvey tenía costumbre de estar. La joven americana estaba sentada al lado de la chimenea, donde ardía un claro fuego de leña. La ventana, en cambio, estaba abierta y dejaba entrar el sol á raudales. Maud se levantó al ver entrar á su prometido y salió á su encuentro sin que nada indicase en su actitud un cambio de disposiciones respecto de él. Tenía la cara jovial y la mirada tranquila, pero, por azar sin duda, sus manos estaban ocupadas en una labor bastante voluminosa en la que estaba trabajando, y no pudo dar la mano á Sorege. Le indicó un asiento enfrente de ella, dejó la labor sobre la mesa y cerró la ventana.
—El sol empieza á nublarse, dijo, y hace fresco. Esta primavera inglesa es glacial.
—¿Hace mejor tiempo en América?
—¡Oh! En América todo es mejor. Las estaciones no engañan, ni los hombres.
Sorege levantó la cabeza. La alusión era directa; el ataque comenzaba y había que responder inmediatamente.
—¿Ni las mujeres tampoco, sin duda?
Por los ojos de miss Maud pasó una llama.
—¡Las mujeres menos que nadie! dijo con orgullo.
Sorege la miró con aquellos ojos medio cerrados que no dejaban adivinar su pensamiento pero que tan bien seguían el de los demás, y dijo en tono seguro:
—Pues bien, miss Maud, hay que probarlo. ¿Qué significa la acogida que me hace usted?
La joven se levantó ligeramente de su sillón y replicó:
—Señor conde, se lo diré á usted cuando me haya explicado por qué dejó condenar, sin defenderle, á su amigo Jacobo de Freneuse…
Sorege hizo un gesto desdeñoso.
—¡Ah! ¿Volvemos á eso? Pues pregúnteselo usted á el mismo. Anoche le ha visto usted en su casa bajo el nombre de Herbert Carlton, y es de esperar que sabrá explicar á usted, mejor que lo hizo á los jueces, las circunstancias que le comprometieron. Una condena es siempre una mala nota entre personas honradas… No se condena á la gente con tanta facilidad… Y si América es el país de la sinceridad, Francia es el de la justicia.
—¡Bella frase! ¡Muy hermosa! Pero sé que habla usted con facilidad y no habrá usted de satisfacerme con palabras.
—¿Hemos llegado al caso de tener que disculparme con usted?
—Estamos en el caso preciso de que cada cual sepa á qué atenerse. Hace un momento enumerábamos las cualidades de nuestros países. América posee, entre otras, una que domina en todos sus actos: el sentido práctico. Yo soy enteramente americana en ese concepto y quiero, si me caso con usted, señor de Sorege, no tenerme que arrepentir de llevar su nombre.
—Tiene usted muchísima razón, miss Maud, pues es lo único que aporto al matrimonio, ó poco menos. Pero ¿sospecha usted que mi nombre pueda estar comprometido?
—Señor conde, hay muchas maneras de estarlo. Se puede estar comprometido materialmente por malos negocios que conducen á la quiebra. Esto no tiene importancia para nosotros los americanos. El que cae, puede levantarse. Es el eterno movimiento de báscula del comercio y de la industria; la cuestión está en acabar en lo alto. Pero á lo que atribuímos una transcendencia enorme es á la integridad moral. Para una joven que se respeta, es tan imposible casarse con un hombre que ha cometido una acción deshonrosa, como con un criado negro ó un esclavo chino.
Sorege sonrió. Entreabrió los párpados y dijo con tranquilidad perfecta:
—¿De qué se me acusa? Porque se me acusa de algo, no puedo dudarlo, y para justificarme es preciso que conozca las calumnias que se han inventado contra mí.
—Deseo con toda mi alma que sean calumnias, porque me avergonzaría de haber puesto mi mano en la de usted si hubiese hecho lo que se le atribuye…
—Pero, ante todo, ¿quiénes son los que declaran contra mí?
El señor de Tragomer, el señor de Marenval y por fin, el mismo señor de
Freneuse…
—¡Freneuse! Era de esperar; necesita echar la culpa á alguien… ¡Tragomer y Marenval! También se explica; el uno es amigo y el otro pariente…
—¡Pero usted también era su amigo! Y eso es lo que hace incomprensible su conducta. ¿Por qué no tiene usted para Freneuse la adhesión absoluta de Tragomer? ¿Por qué no tiene usted la ciega confianza de Marenval? ¿Por qué, cuando en otra época hablaba á usted de este asunto, me daba respuestas evasivas y ahora hostiles? ¿Hay un secreto entre los dos? Sea usted franco y diga qué les ha separado y qué les separa todavía.
—Su crimen, dijo Sorege fríamente, y su condena. Es, por cierto, bastante. ¿Piensa usted que si yo hubiera perdido hasta ese punto la memoria, el mundo no me hubiera recordado que Jacobo de Freneuse fué arrancado por los gendarmes del banquillo de los acusados y conducido con esposas primero á la cárcel y después á presidio? Mi alejamiento, que usted convierte en un crimen, es el mismo de todo el mundo. Un infeliz que cae tan bajo, es un apestado del que todos se apartan con horror. Esto no es, acaso, sublime, pero si muy humano. Nadie elige un presidiario por compañero habitual. Cuando la sociedad ha arrojado lejos de ella por una severa condena á un hombre indigno, no es el momento de irle á buscar para hacerle caricias y glorificarle. Yo no soy más que un hombre y no un san Vicente de Paul. Y por otra parte, ¿obraron de otro modo Tragomer y Marenval? El desgraciado Jacobo fué un paria para ellos como para todos los que le conocían. El abandono fué completo y la huída general. ¿Á qué vienen hoy á acusarme? Tragomer ha necesitado dos años para cambiar de opinión y eso, ¿sabe usted por qué? Porque ama á la señorita de Freneuse y no ha podido olvidarla aunque lo ha procurado viajando por el mundo. En cuanto á Marenval, es un snob , á quien se hace ir á donde se quiere sin más que prometerle que hablarán de él los periódicos. Esos señores han tenido el deseo de arrebatar á Freneuse de su prisión y traérsele á Europa y han ejecutado su plan con una suerte rara. Ya está el condenado en libertad. Pero de eso á probar su inocencia hay la misma distancia que de la Nueva Caledonia á Inglaterra. Y no es acusando á diestro y siniestro á todo el mundo como lograrán probar que un juez de instrucción, doce jurados, tres magistrados y la justicia en masa se han engañado groseramente y enviado un inocente á presidio.
—Á no ser que se pruebe, dijo miss Harvey, que las apariencias fueron arregladas tan hábilmente que fué imposible no creer en la culpa de ese desgraciado.
—¡Oh! eso lo dicen todos los condenados… Es muy fácil… Pero en cuanto á dar una prueba…
—¿Y si esa prueba existiera?
Sorege se puso lívido, sus ojos lanzaron un relámpago y exclamó:
—¿Qué prueba?
—La confesión del crimen por su autor.
—¿Y ese autor, ¿quién es?
—Una mujer. ¿Tendré que decir á usted su nombre? ¿Cuál, en este caso? Porque se le conocen tres: el que usted nos dijo al introducirla aquí, Jenny Hawkins, la cantante de Covent-Garden ; Juana Baud, la fugitiva que usted hizo venir á Inglaterra hace dos años; y Lea Peralli, la miserable con la cual maquinó usted el complot contra Jacobo de Freneuse. Esto es muy claro, señor de Sorege; ahora se trata de responder sin más ambigüedades.
—¿Y Jenny Hawkins me ha hecho esas acusaciones?
—Y las renovará por escrito. Se ha comprometido á ello formalmente.
De todo lo hablado, la despierta inteligencia de Sorege no retuvo más que ese futuro: las renovará. Luego Jenny no había escrito nada todavía. Entrevió la salvación y tuvo un acceso de hilaridad que sonó de un modo extraño en el silencio del salón.
—¡Ah! ¿Conque escribirá? ¡Y á mi, qué me importa! Por dinero se hará escribir á esa individua todo lo que se quiera. ¿ Qué le cuesta eso? Se marchará con la música á otra parte llevándose el bolsillo bien repleto, y todo se reduce á cambiar otra vez de nombre. El mundo es grande. Italia y España están á su disposición… Las mujeres de teatro saben disfrazarse y engañan al mundo fácilmente. ¿Qué importa un escrito destinado á satisfacer la envidia ó el rencor de ciertas personas? Esta noche, miss Maud, traeré á usted, si lo desea, un mentís formal de todo lo que se afirma contra mi, firmado por esa muchacha. Y en cambio reclamaré que se me enseñe el escrito en que me acusa.
—Escuche usted. No quiero olvidar que he sido su amiga. Más le vale á usted confesar francamente lo que tiene que reprocharse, que insistir en negar contra toda evidencia. Se pierde usted, se lo juro… Esa mujer no miente cuando se acusa… Ni Tragomer, ni Marenval, ni Freneuse mienten…
Sorege se levantó bruscamente y dijo con acento furioso:
—¿Si no son ellos, soy yo?
En este instante se abrió la puerta y apareció Julio Harvey, rojo de indignación.
—¡Pardiez! sí, es usted, puesto que es preciso decírselo. ¿Hase visto obstinación semejante? Mi hija le ha tratado con demasiada consideración… Yo no hubiera tomado tantas precauciones.
Sorege hizo un gesto terrible.
—¿Cómo llama usted al modo con que se conduce conmigo? dijo. Esto se llama en todos los países del mundo una emboscada. ¡Estaba usted apostado para escuchar y sorprenderme!… ¡Vamos! Llame usted á sus acólitos. Ya es tiempo de que nos veamos cara á cara.
El Sorege circunspecto y discreto que ordinariamente se veía había desaparecido. Sus duras facciones estaban impregnadas de una indomable energía, sus ojos, entonces muy abiertos, echaban llamas, y se erguía, terrible, pronto á atacar y á defenderse. Detrás de Harvey, habían aparecido Tragomer, Marenval y Jacobo. Sorege les englobó á todos en el mismo insulto:
—¡Estabais escuchando en las puertas! Aproximaos, señores, y veréis más cómodamente. Doy un mentís formal á los que me acusan. No he sabido más de lo que dije anoche al señor de Freneuse, y muy tarde ya para utilizarlo en su favor. En cuanto á su conducta personal con sus antiguos amigos, más vale no hablar de ella, y si no se acuerda de los servicios que le prestó Lea Peralli, es un ingrato…
Tragomer hizo un movimiento tan violento hacia Sorege, que Jacobo le puso la mano en el brazo para detenerle.
—Las cuentas que haya podido tener con Lea Peralli, dijo, serán saldadas entre ella y yo. Las que tengo con el señor de Sorege son de tal naturaleza, que, por su interés, le invito á no insistir en ellas…
—¿Qué tengo que temer? preguntó audazmente el conde.
—¿Usted? ¡Nada! dijo Jacobo fríamente. Otro hombre temería la deshonra.
—¡Me insulta usted! exclamó Sorege lívido.
—Había dicho á usted que no insistiera, continuó Jacobo con calma. Nada tiene usted que ganar en ello y me asombra su tenacidad. Creí á usted más hábil. Pero en vista de que usted quiere que se digan las palabras decisivas, va á ser complacido. El que se ha portado con un amigo que le abría con toda su confianza su corazón, como usted se ha portado conmigo, es el último de los miserables, señor de Sorege. He visto en el presidio de que vengo muchos malvados, pero ninguno tan perfecto como usted.
—¡Eso es lo que usted quiere, un duelo conmigo, que le levante y que le lave!
—Se engaña usted. No busco tal duelo. Le juzgo á usted pero no me dignaré castigarlo.
—¿Se ha vuelto usted cobarde? dijo en tono burlón Sorege. ¡No le faltaba á usted más que eso!
—Me he vuelto paciente, dijo dulcemente Jacobo, y lo pruebo.
—¡Pues bien, séalo usted por completo!
Dió tres pasos y levantando el brazo, trató de pegar á su antiguo amigo en la cara. En este instante la fisonomía de Jacobo se transfiguró y se puso espantosa. Cogió el brazo á Sorege, rechazándole con fuerza, y dijo articulando un grito de furor:
—¿Tendré que matar á este hombre?
Se calmó instantáneamente, soltó al conde y dijo dirigiéndose á miss
Harvey:
—Perdone usted, señorita. No quería que fuese usted testigo de una escena de violencia, pero me han obligado.
Sorege se volvió hacia miss Maud y dijo con imperturbable audacia:
—He prometido á usted pruebas, miss Harvey, y suceda lo que quiera, se las daré.
Saludó á Julio Harvey con un movimiento de cabeza y mirando despreciativamente á Tragomer, á Marenval y á Jacobo, dijo en tono altanero:
—¡Nos veremos, señores!
—No se lo deseo á usted, dijo Marenval con desdén.
Sin responder, Sorege fué hacia la puerta y salió. Cuando hubo desaparecido todos los presentes se sintieron como libres de un enorme peso. Miss Maud se acercó á su padre y le dijo con sonrisa un tanto forzada:
—Perdóneme usted por haber resistido á sus consejos queriendo casarme con ese personaje. No le había á usted engañado su golpe de vista y había juzgado con acierto.
—Querida mía, un hombre que no es aficionado á los caballos, ni á los perros, ni á los barcos, y que no mira jamás de frente, no puede ser honrado. Eras libre y te dejaba hacer. Pero creo que causarás un gran placer á tus hermanos cuando les digas que has puesto en la puerta á ese caballero.
—¡Un snob ! murmuró Marenval. ¡Me ha llamado snob !… Por mi vida, que me las ha de pagar.
—¡Silencio! dijo Cristián en voz baja. No es hora de recriminar, sino de tener actividad. Con un mozo como Sorege todo es de temer mientras no le hayamos puesto á buen recaudo. Ya habéis visto cómo se ha defendido. Dejemos á Jacobo y vamos á casa de Vesín.
Los hermanos de Maud acababan de entrar y estaban desarticulando los hombros de los visitantes de su padre á fuerza de hercúleos apretones de manos. Tragomer y Marenval aprovecharon la confusión para desaparecer. Al pasar oyeron á miss Maud que decía á Jacobo, sentado á su lado:
—Su madre de usted y su hermana no deben vivir esperando el resultado definitivo de esta empresa… Quisiera conocerlas. Usted me presentará á ellas, ¿verdad?
Jacobo respondió:
—Sí.
En la escalera se detuvo Marenval y dijo con aire malicioso:
—¿Sabe usted lo que pienso, Cristián? Que miss Maud está á punto de enamorarse de nuestro amigo. Esa americanita es novelesca como una alemana…
—Y no le disgustaría hacerse francesa.
Sorege salió de casa de Harvey temblando de furor. Ya en la calle se desahogó jurando terriblemente, hasta el punto de escandalizar á un guardia que hacía tranquilamente su servicio. Al principio anduvo sin objeto ni saber á dónde iba. La sangre le hervía y su cabeza parecía querer estallar. Aquel hombre frío había perdido la calma y se encontraba en uno de esos momentos en que no se da importancia á la vida, ni propia ni ajena. Si con una palabra hubiera podido aniquilar el hotel Harvey y todos los que en él estaban, la afrenta que acababa de sufrir hubiera sido terriblemente vengada. Sorege anduvo calles y calles rumiando sus reveses y su cólera. De pronto se detuvo; se encontraba detrás de Withe-Hall y se puso á pasear delante del palacio pensando profundamente.
Á pesar de sus precauciones y de sus estratagemas todo se venía abajo por culpa de aquel miserable Freneuse. Las mentiras y las perfidias acumuladas para perderle no habían servido para nada. Arrojado al fondo de un abismo tan profundo que parecía imposible salir de él, Jacobo subía hacia la luz, hacia la libertad, hacia la dicha, y él tenía que asistir impotente á aquel cambio de fortuna. Un deseo claro y terminante de venganza se impuso á su pensamiento; necesitó herir á su enemigo aunque él tuviese que sucumbir al mismo tiempo. En el trance en que se encontraba había que jugar el todo por el todo. Sorege no dudó é hizo de antemano el sacrificio de la vida, con tal de aniquilar á Jacobo.
Entonces decidió volver á casa de Lea. Ella debía decidir de su triunfo ó de su pérdida; ella sola podía proporcionarle medios de defensa. Si Lea quería, si él lograba una vez más dominarla, fuese por la persuasión, fuese por la violencia, todo se podría arreglar. Tomó por el Strand y se dirigió hacia Tavistock-Street . Eran las cuatro cuando pasó por Charing-Cross .
Sorege pensaba: Lea comerá en su casa antes de ir al teatro, según su costumbre. Si esta mañana no estaba en casa cuando me presenté, la encontraré seguramente ahora. Cueste lo que cueste, por cualquier medio, es preciso que logre hacerme escuchar por ella aunque no sea más que un cuarto de hora. Que yo la vea, que mis ojos se fijen en los suyos y la obligaré á obedecerme. Su voluntad será paralizada por la mía.
Llegó á la casa, entró y observó con satisfacción que el polizonte de por la mañana no estaba en el portal. Subió vivamente y llamó á la puerta del departamento. Nadie respondió; el mismo silencio de abandono. Permaneció escuchando un largo rato y no percibió señal alguna de vida en la casa. Sorege tembló al pensar que acaso Lea se había marchado para no encontrarse enfrente de él. Si Jacobo la había hecho mudarse, ¿cómo encontrarla en aquella inmensa población? Y la hora avanzaba, y el peligro se hacía cada vez mayor. Era preciso impedir á toda costa que la traición se consumara. Si Lea había hablado había que impedir que escribiese, pero para esto había que verla, y la puerta seguía cerrada, y la casa parecía vacía. Sorege dijo en voz alta:
—Aunque tenga que estar aquí hasta la noche, la he de ver.
Se sentó en un escalón y allí permaneció en la oscuridad, emboscado como un cazador al acecho. Al cabo de un instante dijo otra vez:
—Esta loca tiene miedo de mí, que vengo á salvarla, mientras que los otros la engañan y la pierden.
Ni un aliento, ni un rumor que revelase la presencia de un ser viviente. La cólera se apoderó de Sorege. Se levantó y dijo estremeciéndose de impaciencia:
—Aunque tenga que echar la puerta abajo, yo sabré si esta mujer se oculta de mí.
Retrocedió dos pasos y se arrojó con tal fuerza contra la puerta, que esta no quedó, evidentemente, en estado de recibir otro golpe. En el mismo instante se abrió la puerta y Lea, muy pálida, apareció en el umbral. Con un ademán indicó la casa á Sorege y dijo con voz cansada:
—Puesto que no puedo escapar á su persecución, entre usted.
Sorege entró sin replicar, dichoso por haberlo logrado á pesar de su resistencia, y augurando bien de aquella primera ventaja. Se sentó en el saloncillo sin que nadie se lo indicara y Lea permaneció en pie, con los brazos cruzados y mirándole con aire preocupado.
—¿De modo que te has pasado al enemigo? dijo Sorege en tono sardónico.
¿Qué te han prometido para que te vuelvas contra mí?
Lea no respondió.
—¡Sin duda te han asegurado la impunidad! ¿Pero cómo es eso posible? Lea Peralli viva supone Juana Baud enterrada. Y si es Lea quien la mató, no fué Jacobo de Freneuse. ¿De qué modo, por qué prodigio se establecerá la inocencia del uno y se salvará al mismo tiempo á la otra?
Lea respondió con acento dolorido:
—¿Y quién permite á usted creer que yo quiero salvarme?
—¿Entonces buscas tú misma la expiación?
La cantante irguió su frente soberbia y dijo con gran tranquilidad:
—¿Por qué no?
—¿Has llegado á tal grado de debilidad que ya no quieres defenderte?
—Estoy cansada de astucias, de engaños, de fugas y de misterios. Todo antes que volver á empezar la vida que arrastro hace dos años.
—¡Sí! ¡Quéjate todavía! Nunca has estado tan favorecida. Has logrado la celebridad y la riqueza. ¡No parece sino que la sangre es un abono para la dicha! ¿Y vas á despreciar todas estas hermosas condiciones de vida? ¡Vamos! Reflexiona, porque la cosa vale la pena.
—¡Me canso de ser una mentira viviente!
—¡Sí! ¡Será mejor que seas la sinceridad muerta! Estás divagando, querida. ¿Sabes lo que te espera si desempeñas el papel que te ha aconsejado la camarilla de Freneuse? El presidio, por lo menos, y acaso el patíbulo.
—¡Estoy pronta!
—¡Vamos á ver, Lea, no estamos representando el cuarto acto de la Hebrea ! No se trata ahora de hacer gorgoritos en la cavatina. Aquí todo es real, serio y decisivo. No hay que jugar con la justicia, que no tiene nada de benévola. Con ella no hay laureles artísticos que valgan. Esos hombres togados te condenarán duramente si te dejas coger. Óyeme con buen sentido solamente un cuarto de hora y después eres libre de hacer lo que quieras. ¿Está convenido, verdad? En primer lugar, veamos, ¿qué te ha dicho Jacobo? ¿Qué te ha pedido? ¿Qué le has prometido tú? ¿Os habéis visto ayer después de la maldita velada de Harvey? Hacía mucho tiempo que no os hablabais y no ha debido reinar entre vosotros la mayor cordialidad. ¡Debe guardarte rencor! ¡Y á mí me odia de muerte! Puedes comprender, querida, que nuestros destinos están estrechamente ligados y que permitir que me hieran mis enemigos es herirte tú misma.
Sorege podía hablar á su antojo; Lea no trató de interrumpirle ni una sola vez. Apoyada en la chimenea y con el codo sobre la guarnición, jugaba maquinalmente con una larga aguja de sombrero, de cabeza de oro incrustada de zafiros. Pinchaba con distracción el peluche de la chimenea y no parecía prestar la menor atención á lo que decía Sorege. Éste no perdió la paciencia, pues sabía que con aquella naturaleza violenta y arrebatada era necesaria la astucia, y continuó sus argumentos.
—El objeto de Jacobo era evidentemente obtener de tí una confesión. Sospechaba lo más gordo del negocio y necesitaba conocerle en detalle, que es lo que da á los hechos toda su fuerza é inspira á las personas una certidumbre. ¿Te ha hecho hablar?… ¿Qué le has dicho? ¿Cómo ha logrado convencerte? ¿Qué comedia ha representado? ¿Acaso ha fingido que te ama todavía?
Á esta última insinuación, dicha con una voz dulzarrona, la vió estremecerse y comprendió que había dado en el clavo.
—¿Qué le cuestan las frases de ternura? Conoce tu credulidad ¡Ha abusado de ella tantas veces! ¡Unas cuantas palabras cariñosas, una promesa de olvido, acaso una esperanza de reconciliación!
El proyecto de iros muy lejos á olvidar las horas malas para no acordaros sino de vuestro antiguo amor. ¿No es eso?
Una gran palidez se apoderó de la cara de aquella mujer. Sus ojos se pusieron sombríos y su aliento se hizo corto. Sufría horriblemente. Entonces Sorege, con una risa en la que sonaba la venganza, añadió:
—Si, sin duda alguna; y tú has caído en la red. ¡Vamos! Ya era tiempo de que yo viniese para hacerte volver á la razón.
Lea levantó la cabeza y dijo con gravedad:
—¡Es verdad! Ya era tiempo, en efecto.
—¡Ah! ¿Lo ves? exclamó Sorege triunfante.
Lea le miró con sublime desprecio.
—Ha comprendido usted mal. Todo este día que he pasado encerrada, sola y reflexionando, ha estado lleno de malas horas. El peligro infunde sospechas y yo sé que corro peligros. El deseo de salvarnos nos hace cobardes, y á pesar de las promesas que se me han hecho, me preguntaba con angustia si no tendría que temer algún engaño. He reflexionado para decidir si cumpliría el compromiso que he adquirido ó si me sustraería á él por la fuga. Cuando usted ha llegado, dudaba. Ahora estoy resuelta.
—¿Te vas?
—Me quedo.
—¡Te pierdes!
—Pero salvo á un inocente.
—¡Estás loca!
—Ya me lo ha dicho usted y ha habido instantes en que he podido creerlo, pero usted mismo acaba de volverme al sentimiento de la verdad y de la justicia. En pocos minutos se ha mostrado usted tan bajo, tan cobarde y tan miserable, que no puedo dudar del buen derecho de aquel contra quien usted se encarniza. Tenía la bochornosa debilidad de dudar entre la salvación de Jacobo y la mía: usted me ha aconsejado. Ya no hay duda posible. Entregarme de nuevo á un monstruo como usted, sería completar mi crimen.
Sorege dió un salto al oir el ultraje y dijo, ya de pie:
—¿Así recompensas los servicios que té he prestado? ¡Me he comprometido por ti y me entregas á mis enemigos!
—Yo no he sido más que un instrumento de odio en las hábiles manos de usted. Ahora lo veo. El mal que yo he hecho, usted lo ha concebido y premeditado y es más responsable que yo. Usted no se ha comprometido por salvarme, me ha perdido para satisfacer su odio. Yo he sido siempre su víctima, siempre sublevada y ahora implacable…
Sorege dijo en tono burlón:
—¡Vamos! Ya tenemos, por fin, la verdad. ¿Qué arma vas á dar contra mi á ese héroe de tu última novela?
—Mi confesión escrita y firmada para probar su inocencia y mi crimen.
Sorege se dirigió hacia ella.
—¿Dónde está ese papel?
—¡Qué le importa á usted!
—Vas á dármelo ahora mismo.
—¡Jamás!
—¡Ah! Estúpida criatura ¡Ten cuidado! Me conoces bastante para saber que no dudaré en hacerte pedazos, si es preciso para mi seguridad.
—Puede usted buscar. No encontrará nada.
—¿Le has enviado ya?
—Esta mañana.
—¡Mientes! Acabas de decirme que hasta mi llegada habías vacilado…
Lea hizo un movimiento al verse adivinada é instintivamente volvió los ojos hacia un escritorio, cerca de la ventana. Sorege se arrojó á él de un salto y á pesar de los esfuerzos que ella hacía para impedírselo, conteniéndola con una mano y registrando con la otra, se apoderó de una carta en cuyo sobre estaba escrito el nombre de Jacobo.
Sorege se apartó con aire sombrío, miró á Lea profundamente y dijo:
—¡Aquí está! ¡ No creía que fueses capaz de denunciarme!
—¿De qué le sirve á usted coger ese papel? gritó la cantante encolerizada. Si usted la destruye, puedo escribir otra declaración.
—Por eso voy á tomar mis precauciones en consecuencia. Siéntate á esa mesa.
Y mostró á Lea el escritorio del que había cogido el papel. La cantante no contestó, ni se movió siquiera. Sorege se llegó á ella, la cogió bruscamente por un brazo y la empujó hasta la silla colocada delante del escritorio.
—Ahora, escribe.
—¿Qué?
—Sencillamente esto: "La pretendida confesión que posee el señor de Freneuse me ha sido arrancada con amenazas de muerte. Libre y dueña de mi misma, me retracto de ella completamente. Jamás he cometido el crimen de que se me obliga á acusarme."
Lea le miró con tranquilidad.
—¿Y después?
—Nada más.
La cantante se levantó y ambos quedaron cara á cara, sin contenerse ya y respirando el odio y la violencia.
—¡Por el diablo! ¡Si no escribes, estúpida, te aplasto.
Cogió la mano de aquella mujer y la apretó con toda su fuerza. Lea enrojeció de dolor y de cólera y trató de desasirse, pero él la tenía como con una tenaza de acero.
—¡Me hace usted daño! ¡Déjeme!
—¡Obedece!
—¡No!
—¡Obedece!
Lea lanzó un grito desesperado y se retorció, con las lágrimas en los ojos.
—¡Oh! Me martiriza usted… ¡Cobarde!
—¡Obedece, mal bicho, ó te rompo el brazo!
Aquel hombre cataba espantoso de furor y el pensamiento de un asesinato aparecía en sus ojos. Lea cayó de rodillas enloquecida. Cerca de ella la aguja de acero y cabeza de zafiros, verdadero estilete, estaba caída en la alfombra. Lea la cogió con la mano izquierda y se levantó. Sorege le dió un tremendo empujón hacia la mesa.
—¡Vamos! ¡Despachémonos! No tengo tiempo de andar en contemplaciones.
No tienes la mano tan estropeada que no puedas escribir… ¡Pronto!
Lea permaneció como atontada, de pie, sin moverse, y él le dió un golpe violento en un hombro.
—¿Vamos á volver á empezar?… ¡Ira de Dios! Te voy…
No dijo una palabra más. Dando un grito de rabia, Lea se volvió y le hirió en la garganta con la larga aguja. Sorege se quedó de pie, con los ojos fijos y una sonrisa estúpida en los labios. Sus brazos se abrieron y buscaron en el aire un punto de apoyo. Trató de arrancarse el estilete de acero que tenía clavado, dió dos pasos vacilantes, sus rodillas flaquearon y cayó dando un suspiro aterrador. Al caer, la aguja se lo introdujo hasta la cabeza de zafiros. Sufrió una convulsión que le hizo volverse de espalda y se quedó inmóvil.
Inclinada sobre él, Lea le vió contraído, terrible, inerte. No había corrido ni una gota de sangre. La aguja tapaba herméticamente la herida y su punta había llegado al corazón. Con pasos cauteolosos, como si temiese despertar de su espantoso sueño al que temía más muerto que vivo, se echó un abrigo por la espalda y huyó á la calle. Sin saber lo que hacía, tomó la dirección de su teatro. Eran las seis.
Pasó por delante del conserje, que le dijo:
—Señora Hawkins viene usted con mucho adelanto. Aquí tiene su llave. La doncella no ha llegado todavía. ¿Va usted á comer en su cuarto?
Lea no respondió y subió la escalera que conducía al primer piso. Siguió un largo pasillo, abrió una puerta y entró en la habitación que le servía de salón de recibo. Se sentó, sin encender luz, y se puso á llorar desesperadamente, lanzando desgarradores sollozos.
Aquella noche miss Harvey llegó á su palco, contra toda costumbre, al tiempo de levantarse el telón. Capuleto estaba presentando su hija á los señores reunidos en su palacio. Julieta sonreía, pero una gran tristeza velaba la gracia de su semblante. Cantó con brillantez febril el vals y la escena del encuentro con Romeo le valió una entusiasta salva de aplausos.
La artista no saludó, como si permaneciese indiferente al favor del público. Dijo con acento profundo la frase:
Y la tumba será nuestro lecho nupcial .
Bajó el telón y no volvió á levantarse, á pesar de los gritos entusiastas de todo el público. Nunca la Hawkins y Novelli habían cantado mejor, según la impresión unánime de todo el teatro. La representación empezaba de tal modo, que tenía que acabar en un gran triunfo. Harvey y sus dos hijos estaban en el palco, donde reservaban un sitio para Marenval. Tragomer y Jacobo tenían otro palco más oculto á fin de no dejarse ver. Habían comido con la señora de Freneuse y María y el tiempo se había deslizado tan dichoso en la dulce intimidad de la familia, que estaban dando las once cuando los dos amigos entraron en el teatro.
El cuarto acto llegaba á su fin. En cuanto bajó el telón, Tragomer fué al palco de Harvey y Jacobo se metió entre bastidores. Conforme estaba convenido, quería ver á Lea y recibir de ella la declaración escrita que debía servir para rehabilitarle.
Conducido por un celador, llegó al primer piso, y envuelto en una atmósfera enrarecida y perfumada Jacobo siguió el corredor como un enamorado que va á ver á su bella, según opinaron de aquel elegante joven los que se cruzaron con él en el camino, y se detuvo ante una puerta á la que su conductor llamó discretamente. La doncella abrió y Freneuse vió á la cantante tendida en un diván y rodeada de ramos y canastillos de flores. Pálida, inmóvil, vestida con el blanco traje nupcial, parecía la hija de Capuleto dormida con el sueño remedo de la muerte. Al ver á Jacobo no hizo ni un movimiento; una triste sonrisa se dibujó en sus labios y dijo dulcemente:
—Llega usted tarde, amigo mío. He tenido un gran éxito… Vea usted estas flores… Me aclaman, me envidian… Soy un hermoso ídolo ¿verdad? ¿Quién no querría estar en mi puesto?
La doncella salió, y apenas se cerró la puerta Lea se levantó de un salto y toda cambiada, la cara contraída, la voz temblorosa, dijo llevándose á Jacobo al punto más apartado de la pieza:
—Mírame bien… ¿No me encuentras nada nuevo en la mirada? ¿Soy la misma mujer?
—¿Qué tienes? preguntó Jacobo, asustado por su agitación. ¿Qué ha sucedido?
—Lo que debía suceder fatalmente, respondió Lea con una actitud de extravió. Sorege ha venido á mi casa…
—¿Y le has recibido?
—No he tenido otro remedio. Ofrecía estarse allí hasta que saliera. No podía escapar. ¡No se evita lo inevitable! Te lo había dicho… Lo sabía… Mi suerte estaba decidida…
—¿Pero á qué se ha atrevido? preguntó Jacobo, que empezaba á estar inquieto.
—Á todo aquello de que es capaz…
Lea se quitó los brazaletes y dijo enseñando en sus brazos las huellas de los dedos de Sorege:
—Casi me ha roto el brazo para obligarme á desmentir mi declaración…
Creo que me hubiera matado…
—¿Y has obedecido?
La cantante levantó la frente, miró á Jacobo á los ojos y con una sonrisa que recordaba á la tierna, fiel y enamorada Lea de otros tiempos, contestó:
—¡No! No he obedecido, Jacobo, no porque se trataba de mi vida, sino porque quería salvar la tuya…
—¿Entonces?…
Lea bajó la voz y dijo con aire aterrado:
—Se trataba de él ó de mí, Jacobo; era preciso elegir y he elegido. ¡Ya no hará daño á nadie! La declaración que yo debía darte está en su bolsillo; allí la encontrarán… Yo no me atreví á cogerla… Está caído en el suelo en el salón de la casa de Tavistock-Street , con los ojos terriblemente abiertos y la boca todavía amenazadora…
—¿Le has matado?
—¡Cállate, desgraciado! No se debe saber eso hasta mañana. Es preciso que yo esté libre hasta el fin del espectáculo. Aún no he terminado mi misión. Me pagan y tengo que cantar. Precisamente esta noche está el público loco conmigo…
Al decir esto, tenía un aire tan extraño, que Jacobo creyó que el cerebro de aquella mujer no había podido resistir las duras pruebas que venía sufriendo, y se había vuelto loca. Pensó llamar y no creyó lo que le decía. Pero vió en los ojos de la infeliz un pensamiento de desesperación tan terrible, que tuvo el presentimiento de una desgracia inmediata.
La voz del traspunte se oyó en el pasillo:
—Á escena para el último acto…
Y al pasar cerca de la puerta:
—Miss Hawkins, ¿se puede empezar?
—Sí, respondió Lea tranquilamente, ya bajo.
Cogió de un canastillo una orquídea blanca con manchas rojas y dijo presentándosela á Jacobo:
—Guárdala en memoria mía. Esta flor es como mi alma; ensangrentada y, sin embargo, pura…
—Lea, dijo Jacobo asustado, pide un momento de descanso; no estás en posesión de ti misma…
—¡Sí! Jamás he estado más segura de mi… Es el acto de la muerte,
Jacobo; verás qué bien le canto… Anda, vete á verme. Lo quiero…
Jacobo trató de detenerla, de calmarla.
—¡Lea!
La cantante lo miró profundamente, le dirigió otra sonrisa y se arrojó en sus brazos en un movimiento apasionado, diciéndole:
—Dame un beso, ¿quieres? Es la última vez que estamos juntos. Permíteme que al partir lleve en la frente el recuerdo de tus labios.
Jacobo se prestó dulcemente á ese capricho y ella entonces le apretó contra su corazón con una fuerza extraordinaria y exclamó:
—¡Oh! Si me hubieras amado siempre, viviría y sería dichosa…
Hizo un ademán de desolación y prosiguió:
—¡Ay! ¡Ya no es tiempo! ¡Adiós!
Le echó un último beso con la punta de los dedos y se lanzó fuera. Ya la orquesta ejecutaba el sublime preludio del acto de las tumbas. Jacobo, turbado y lleno de preocupación, entró en la sala y se reunió con Tragomer. El acto había comenzado y Romeo estaba cantando. Jacobo se inclinó al oído de Cristián y murmuró:
—No sé qué va á pasar, pero Lea ha perdido la cabeza. Acaba de decirme que esta tarde ha ido Sorege á amenazarla, á violentarla, y que ella le ha matado.
—¡Dios mío! exclamó Tragomer. Pero ella, entonces, la desgraciada…
—¡Mírala! Está aterradora…
Con la palidez de la muerte en las mejillas, Julieta se levantó de la tumba y fué á caer en los brazos de su amante. Con voz que parecía velada por el crepúsculo de la noche eterna, la hija de Capuleto esperaba la embriaguez de su dicha al despertarse sobre el corazón del bien amado. Después el veneno hacía su efecto y Romeo palidecía, sucumbiendo. Julieta le retuvo con fuerza, como si se acusase de aquella muerte que él se daba por su amor. En seguida arrancó de la cintura de Romeo el puñal que de ella pendía y echando á la aguda hoja una mirada de dichoso alivio, pronunció como un grito de libertad esta frase:
"¡Ah! ¡Bendito puñal! ¡Eres mi último recurso!"
Y con firme brazo se asestó una puñalada en el mismo sitio en que había herido á Sorege. Siguió de pie, pero la voz se extinguió en sus labios. Un hilo de sangre surgió de la garganta y se deslizó por el traje blanco. Sus ojos se nublaron. Novelli se levantó en este momento y se arrojó sobre su compañera gritando:
—¡Socorro! ¡Se ha herido!
Un espantoso rumor partió de todos los puntos de la sala. Los espectadores, de pie, miraban aterrados. La cantante agitó lentamente la mano como para decir que todo era inútil. Bosquejó una sonrisa, esperando que la recogería Jacobo. Su belleza era tan brillante en aquel momento supremo, que los tres mil espectadores que ocupaban el teatro se callaron como por una fuerza misteriosa, y se oyó el último suspiro que se exhalaba de los labios de la artista. Vaciló como una flor cortada, y cayó muerta en aquella misma escena en que acababa de triunfar su arte.
* * * * *
M. Melville, avisado por teléfono, salió de Scotland-Yard y se dirigió al domicilio de la cantante. Sorege estaba tendido en la alfombra del salón, lívido y horrible. En el bolsillo de su levita se encontró la declaración de Lea probando la inocencia de Jacobo, que fué enviada á la embajada francesa por la policía de Londres. Vesín marchó á París, á fin de activar la revisión del proceso. Los Harvey en su yate y Marenval, Tragomer y la familia de Freneuse en el Magic , se habían dirigido á Cowes.
Los jóvenes pasaron dos meses deliciosos en la intimidad de una existencia activa y libre, navegando por el tranquilo mar ó anclados en las radas del Solento. La belleza de María, realzada por la esperanza, brilló entonces con todo su esplendor. La joven se mostró encantadora y tierna con Cristián, como si quisiera hacerle olvidar los pasados rigores.
Jacobo sencillo, dulce, un poco grave, y tan diferente de si mismo que era imposible reconocerle, se complacía en hablar con miss Harvey que le pedía interminablemente el relato de sus aventuras y de sus miserias. El joven confesaba sus errores, sus locuras y sus faltas y describía los sufrimientos de su vida con una humildad y una emoción, que conmovían profundamente á la americana. Jacobo no demostraba el ardor y la fuerza de la juventud sino para remar y montar á caballo con los hijos de Harvey, y aun éstos tenían que rogárselo vivamente así ellos como la señora de Freneuse, inquieta por las tendencias místicas de su hijo y deseosa de verle volver á los gustos de la vida normal. Con este mismo fin la madre de Jacobo favorecía la intimidad de su hijo con miss Maud. Pero pronto quedó sentado que nada modificaría en las horas de felicidad los proyectos madurados en las de angustia.
El mes de agosto expiraba y Julio Harvey anunciaba el propósito de marchar á Portsmouth para hacer provisiones de carbón y de víveres á fin de volver á América. Tenía que arreglar negocios en su país y sus hijos debían volver á los prados para vigilar las ganaderías. Miss Maud se resignó á acompañar á su padre, pero quería llevarse con ella á las señoras de Freneuse y á Jacobo.
—El proceso, decía, que consagrará la inocencia de su hijo de usted, no será resuelto hasta dentro de algunos meses. ¿Qué van ustedes á hacer hasta entonces? Si vuelven á Francia no podrán vivir sino muy retiradas y probablemente el señor de Freneuse tendrá que constituirse en prisión, pues hasta que se pronuncie la nueva sentencia le considerarán como culpable. Vénganse, pues, con nosotros á Nueva York… Dejaremos á mi padre y á mis hermanos ir á Dakota y nosotros nos instalaremos tranquilamente en Newport. El señor de Tragomer nos acompañará, pues á Marenval le creo muy deseoso de volver á París.
—Véngase usted, Tragomer, decían los cow-boys ; iremos hasta las altas mesetas á tirar á los bisontes. Hay todavía hermosas manadas, y acamparemos en las tiendas con los Cherokees … Allí verá usted potros, como no los hay en el mundo, que corren veinticuatro horas sin descansar… Pescaremos el salmón en los creeks … Hay rincones donde se cogen piezas que datan del diluvio… ¡Unos monstruos! Venga usted, Tragomer, venga usted… Cuando tengamos á Jacobo en el suelo americano, le pondremos en forma… Es un buen sportman ; no hay que dejarle hacerse cura.
Miss Maud se encargó en persona de intentar el esfuerzo supremo. Una noche en que se paseaba con Jacobo por la cubierta del Magic , en la rada de Cowes, se detuvo repentinamente y se apoyó en la borda del yate. El mar estaba fosforescente. Por todos lados las luces eléctricas marcaban el sitio de los barcos anclados y un viento tibio y ligero cantaba en las vergas. Innumerables estrellas bordaban el cielo en sus resplandores de oro pálido. La joven estaba mordisqueando una rosa y miraba al mar sin decir palabra. Jacobo, á su lado, escuchaba distraídamente una música que se oía á lo lejos en la oscuridad. Miss Maud se levantó y dijo, fijando en la cara de Jacobo sus ojos perspicaces:
—Señor de Freneuse, conviene hablar esta noche sinceramente, para que no tengamos después ni penas ni arrepentimientos. Usted tiene proyectos que afligen á su madre y á su hermana. No hablo de sus amigos, entre los que nos contamos, pues la autoridad que pueden tener sobre usted es muy débil comparada con la de esas dos mujeres que tanto han llorado por usted. Existe ademas otra afección que puede tener una influencia decisiva en la vida de un hombre. Y aun esa es preciso que el que la provoca, la sienta.
Se detuvo un poco confusa, tanto por la gravedad de la confidencia como por la dificultad de completarla. Pero era un espíritu enérgico y continuó atrevidamente:
—Ha hecho usted muchas locuras, pero las ha expiado con muchos sufrimientos. Está usted, pues, en paz consigo mismo. ¿Por qué insiste usted en dejar el mundo á pesar de la pena que causa á su familia? Debe usted ciertas compensaciones á las que han sufrido por su causa. En fin, si una mujer, conmovida por sus desgracias, interesada por su rehabilitación y sinceramente enamorada de usted, se ofreciera á cuidar las heridas secretas de su corazón, á curarlas y á cifrar su dicha en hacer de usted el hombre que debe ser, ¿rechazaría usted esa ternura?
Levantó su frente en la que brillaban la inteligencia y la voluntad, y prosiguió:
—Yo soy esa mujer que le ama y que le ofrece la mano. Si usted la admite, tendrá en mi una compañera resuelta y adicta. El bien que usted se propone hacer á la humanidad á cambio del mal que de ella ha recibido, lo haremos juntos. Todo lo que pido es que me hable usted francamente para saber si debo esperar ó resignarme. Diga Usted sí, y vamos juntos á ver á mi padre y á que yo abrace á su madre de usted con todo mi corazón. Diga usted no, y mañana parto, para que no me vea usted llorar.
Maud ofreció su mano y Jacobo la vió pálida, en la clara noche, y con los ojos brillantes de emoción. El joven se inclinó con respetuoso dolor:
—Aunque mi sinceridad aflija á usted, miss Maud, voy á obedecerla hablando francamente. Estoy conmovido hasta lo más profundo de mi ser por su generosa y caritativa afección. Usted ha sido impulsada, cosa digna de una mujer, por la obra de dulzura y de piedad que desea realizar cerca de un desgraciado. Pero yo me juzgo más severamente que usted y sé cuántas manchas contiene todavía ese corazón que usted cree purificado. Mido mejor que nadie la profundidad de mi caída y no creo que un ángel como usted pueda levantarme tan fácilmente. No me siento digno de usted, mis Harvey, y lo confieso con una humildad muy meritoria, llorando de agradecimiento por su bondad.
Cogió su mano y llevándosela á los labios la mojó con sus lágrimas.
Después continuó con voz alterada:
—En fin, preciso es que se lo confíe á usted como á todos mis otros amigos; no soy libre de disponer de mi. He hecho un voto. En el momento más grave de mi vida, cuando se estaba decidiendo mi salvación ó mi pérdida, juré dedicarme á Dios si me permitía volver á mi familia y á mi país y probar mi inocencia.
Dios me oyó y ya no me pertenezco. Me entrego al que después de haberme castigado justamente, tuvo piedad de mí. Perdón, miss Maud. Si una mujer podía realizar la obra que usted había soñado, esa mujer es usted. Solamente Dios habrá sido preferido.
Maud le miró por última vez y comprendió que todo había acabado. Suspiró y dejando caer en el mar la flor que tenía en los labios, como caían en la nada los ensueños acariciados por su pensamiento, pronunció esta sola palabra.
—¡Adiós!
Y desapareció por el puente, como una sombra.
El día siguiente el yate de Julio Harvey zarpó en dirección de la costa inglesa.
Les Abymes, abril-agosto 1898.