Title : La Novela de un Joven Pobre
Author : Octave Feuillet
Release date
: October 7, 2007 [eBook #22909]
Most recently updated: January 3, 2021
Language : Spanish
Credits
: Produced by Chuck Greif and the Online Distributed
Proofreading Team at https://www.pgdp.net
DE UN
BUENOS AIRES
1909
Le roman d'un jeune pauvre , cuya versión castiza ofrecemos en este volumen á los lectores de la Biblioteca, apareció en París en 1857. Tenía el autor entonces treinta y seis años; estaba en toda la plenitud de su actividad mental y en todo el hervor de su juventud, y de allí tal vez el cariño con que ha trazado la figura de Máximo Odiot, ese perfecto gentilhombre, cautivador en su brillante pobreza.
Octavio Feuillet, al escribir este libro, debió de poner en él mucho de sí mismo, de sus personales y elevados sentimientos—reconocidos por todos sus críticos contemporáneos—y por eso, sin duda, le ha resultado la mejor de sus obras, en donde más resaltan sus esenciales cualidades de novelista, creador de escenas y caracteres de ideal nobleza.
Y no tan sólo es hermosa La novela de un joven pobre por su asunto y la alteza de los sentimientos que en ella actúan, sino que también sobresale y seduce por las excelencias primorosas del estilo, en que era el autor un magistral artífice.
Espíritu delicado y exquisito, Feuillet hacía su prosa dúctil, ágil, experta. Conocía como pocos el arte de elevarse con prudencia, y de transportar al lector sin ocasionarle vértigos. Medía, como con un termómetro, el grado de lirismo que conviene á la mayoría del público, y así jamás daba notas que pudieran discordar en la general armonía de sus producciones. En esto estriba el principal encanto de ellas, que tienen, como distintivo, un perpetuo y uniforme buen gusto.
La novela de un joven pobre es acabado modelo de lo que dejamos dicho. Por eso será siempre un libro nuevo, un libro joven, con la juventud eterna que en el arte tiene todo lo que significa belleza, gracia, fuerza ó elegancia.
¡Sursum corda!
París, 20 de abril de 185...
He aquí la segunda noche que paso en este miserable cuarto, contemplando melancólicamente mi apagado hogar, escuchando, con estupidez, los rumores monótonos de la calle, y sintiéndome en medio de esta gran ciudad, más solo, más abandonado y más próximo á la desesperación que el náufrago que lucha en medio del océano sobre su roto pino. ¡Basta de cobardía! Quiero encarar frente á frente mi destino para quitarle sus trazas de espectro; quiero también abrir mi corazón, donde desborda el pesar, al único confidente cuya piedad no puede ofenderme, á ese pálido y único amigo que me contempla... á mi espejo. Quiero, pues, escribir mis pensamientos y mi vida, no con una exactitud cotidiana y pueril, pero sin omisión seria, y sobre todo sin mentira. Apreciaré mucho este diario: él será como un eco fraternal que engañe mi soledad y me servirá, al mismo tiempo, como una segunda conciencia, advirtiéndome no deje pasar en mi vida ninguna acción que mi propia mano no pueda escribir con firmeza.
Busco ahora en el pasado, con triste avidez, todos los hechos, todos los incidentes que hace largo tiempo me hubieran instruído si el respeto filial, la costumbre y la indiferencia de un feliz ocioso, no hubieran cerrado mis ojos á toda luz. Me he explicado la melancolía constante y profunda de mi madre; me explico también su disgusto por la sociedad, y aquel vestido simple y uniforme objeto ya de las burlas, ya de los enojos de mi padre:—Pareces una sirvienta—le decía.
Yo no podía dejar de ver que nuestra vida de familia era algunas veces alterada por querellas de carácter más serio, pero jamás fuí testigo inmediato de ellas. Los acentos irritados é imperiosos de mi padre, los rumores de una voz que parecía suplicar y algunos sollozos ahogados, era todo lo que podía oir. Atribuía estas borrascas á tentativas violentas é infructuosas por hacer volver mi madre á la vida elegante y bulliciosa de que había gustado en otro tiempo, tanto como puede hacerlo una mujer buena; pero en la cual no seguía ya á mi padre sino con una repugnancia cada día más obstinada. Después de estas crisis era raro que mi padre no se apresurara á comprar algún bello dije, que mi madre hallaba bajo su servilleta, al sentarse á la mesa, y que jamás usaba. Un día, á la mitad del invierno, recibió de París una gran caja de flores preciosas: se las agradeció con efusión á mi padre, pero cuando hubo salido del cuarto, la vi alzar ligeramente los hombros, y dirigir al cielo una mirada de incurable desesperación.
Durante mi infancia y primera juventud había tenido á mi padre mucho respeto, pero muy poco cariño. En efecto, en el curso de este período no conocía sino el lado sombrío de su carácter, el único que se reveló en su vida doméstica, para la que no había nacido. Más tarde, cuando mi edad me permitió acompañarle en el mundo, me sorprendí alegremente al encontrar en él un hombre que ni aun había sospechado. Parecía que en el recinto de nuestro viejo castillo de familia, se hallaba bajo el peso de algún encanto fatal: apenas se encontraba fuera, veía despejarse su frente y dilatarse su pecho: se rejuvenecía.
—¡Vamos, Máximo!—exclamaba—¡galopemos un poco!
Y devorábamos el espacio alegremente. Tenía entonces momentos de alegría juvenil, entusiasmos, ideas caprichosas, efusiones de sentimientos que encantaban mi joven corazón, y de los que habría querido llevar alguna parte, á mi pobre madre olvidada en su triste rincón. Entonces comencé á amar á mi padre, y mi ternura hacia él se acrecentó hasta una verdadera admiración, cuando pude verle en todas las solemnidades de la vida mundana, cazas, carreras, bailes y comidas, manifestar las cualidades simpáticas de su brillante naturaleza. Diestro jinete, conversador deslumbrante, excelente jugador, corazón intrépido y mano abierta, yo le miraba como un tipo acabado de la gracia viril y de la nobleza caballeresca. Él mismo se apellidaba sonriendo, con una especie de amargura: el último gentilhombre .
Tal era mi padre en la sociedad, pero apenas vuelto á casa, mi madre y yo no teníamos bajo nuestros ojos, más que un viejo intranquilo, melancólico y violento.
Los furores de mi padre para con una criatura tan dulce y tan delicada como mi madre, me habrían sublevado seguramente, si no hubieran sido seguidos de esa reacción de ternura y ese redoblamiento de atenciones de que antes he hablado. Justificado á mis ojos por estos testimonios de arrepentimiento, no me parecía sino un hombre naturalmente bueno y sensible, pero arrojado á veces fuera de sí mismo por una resistencia tenaz y sistemática á todos sus gustos y predilecciones. Creía á mi madre atacada de una especie de enfermedad nerviosa. Mi padre me lo daba á entender así, aunque observando siempre, sobre este asunto, una reserva que yo juzgaba muy legítima.
Los sentimientos de mi madre para su esposo me parecían de una naturaleza indefinible. Las miradas que dirigía sobre él, se inflamaban al parecer algunas veces con una extraña expresión de severidad; pero esto no era más que un relámpago; un instante después sus bellos ojos húmedos y su fisonomía inalterable no manifestaban sino una tierna abnegación y una sumisión apasionada.
Mi madre había sido casada á los quince años, y tocaba yo á los veintidós cuando vino al mundo mi hermana, mi pobre Elena. Poco tiempo después de su nacimiento, saliendo mi padre una mañana con la frente arrugada del cuarto en que mi madre se consumía, me hizo señal para que le siguiera al jardín; después de haber dado dos ó tres vueltas en silencio.
—Tu madre, Máximo—me dijo,—se pone cada vez más caprichosa.
—Sufre tanto, ¡padre mío!
—Sí, sin duda; pero tiene un capricho muy singular; desea que estudies derecho.
—¡Yo, derecho! ¿cómo quiere mi madre que á mi edad, con mi nacimiento y en mi situación vaya á arrastrarme en los bancos de una escuela? Eso sería ridículo.
—Esa es mi opinión—dijo secamente mi padre,—pero tu madre está enferma, y todo está dicho.
Yo era en aquel tiempo un fatuo, muy envanecido de mi nombre, de mi juvenil importancia y de mis pobres triunfos de salón; pero tenía el corazón sano, adoraba á mi madre, con la que había vivido durante veinte años en la más estrecha intimidad que pueda unir dos almas en este mundo; me apresuré á asegurarle mi obediencia: ella me dió las gracias inclinando la cabeza con una triste sonrisa y me hizo besar á mi hermana dormida sobre sus rodillas.
Vivíamos á media legua de Grenoble; pude, pues, seguir mi curso de derecho, sin dejar la casa paterna. Mi madre se hacía dar cuenta, día por día, del progreso de mis estudios, con un interés tan perseverante, tan apasionado, que llegué á preguntarme, si no habría en el fondo de esta preocupación extraordinaria algo más que un capricho de enferma: si por acaso la repugnancia y el desdén de mi padre hacia la parte positiva y fastidiosa de la vida, no habrían introducido en nuestra fortuna algún secreto desorden, que el conocimiento del derecho y el hábito de los negocios deberían, según las esperanzas de mi madre, permitir á su hijo reparar. No pude, sin embargo, detenerme en esta idea; verdad es que recordaba haber oído á mi padre quejarse amargamente de los desastres que nuestra fortuna había sufrido durante la época revolucionaria; pero desde tiempo atrás estas quejas habían cesado, y por otra parte, yo siempre las había hallado demasiado injustas, pareciéndome nuestra situación de fortuna de las más satisfactorias. Habitábamos, cerca de Grenoble, el castillo hereditario de nuestra familia, que era citado en el país por su aspecto señorial. Solíamos mi padre y yo cazar durante un día entero sin salir de nuestras tierras ó de nuestros bosques. Nuestras caballerizas eran grandiosas, y estaban siempre llenas de caballos de precio, que eran la pasión y el orgullo de mi padre. Poseíamos, además, en París, en el bulevar de los Capuchinos, una magnífica casa, donde encontrábamos un confortable apeadero. En fin, en el lujo habitual de nuestra casa nada dejaba traslucir la sombra de la escasez ó de la proximidad á ella. Nuestra mesa era siempre servida con una delicadeza particular y refinada, á la que mi padre daba mucha importancia.
Entretanto, la salud de mi madre declinaba por una pendiente apenas sensible, pero continua. Llegó un tiempo en que su carácter angelical se alteró. Su boca, que jamás había pronunciado, en mi presencia al menos, sino dulces palabras, se hizo amarga y punzante; cada uno de mis pasos, fuera del castillo, fué objeto de un comentario irónico. Mi padre que no era mejor tratado que yo, soportaba estos ataques con una paciencia que me parecía meritoria de su parte; pero tomó la costumbre de vivir más que nunca fuera de casa, sintiendo según me decía, la necesidad de distraerse, de aturdirse sin cesar. Me comprometía siempre á acompañarle, y hallaba placer en mi cariño, en el ardor impaciente de mi edad, y para decirlo todo, en una fácil obediencia y en la cobardía de mi corazón.
Un día del mes de Septiembre de 185... debían tener lugar á alguna distancia del castillo unas carreras, en las que mi padre había comprometido muchos caballos. Él y yo habíamos partido de madrugada y almorzado en el sitio de las carreras. Hacia mediodía galopaba yo sobre la orilla del Hipódromo, para seguir más de cerca las peripecias de la lucha, cuando de pronto fuí alcanzado por uno de nuestros criados, que me buscaba, según dijo, hacía más de media hora; agregando que mi padre había vuelto ya al castillo, á donde mi madre le había hecho llamar, y que me suplicaba le siguiera sin demora.
—Pero en nombre del cielo, ¿qué es lo que hay?
—Creo que la señora se ha empeorado—me respondió,—y partí como un loco. Al llegar vi á mi hermana jugando sobre el césped del gran patio, silencioso y desierto. Corrió hacia mí al apearme del caballo, y me dijo, abrazándome con un aire misterioso y casi alegre:—El cura ha venido.—Sin embargo, yo no apercibía en la casa ninguna animación extraordinaria, ningún signo de desorden ó de alarma. Subí la escalera precipitadamente y atravesaba el retrete que comunicaba con el cuarto de mi madre, cuando la puerta se abrió lentamente: mi padre apareció en ella.
Me detuve delante de él; estaba muy pálido y sus labios temblaban.—Máximo—me dijo sin mirarme,—tu madre te llama.—Quise interrogarlo, pero me hizo una señal con la mano y se aproximó rápidamente á una ventana como para mirar hacia afuera. Entré, mi madre estaba medio acostada en su butaca, fuera de la cual pendía uno de sus brazos como inerte. Sobre su fisonomía, blanca como la cera, volví á hallar repentinamente la exquisita dulzura y la gracia delicada, que el sufrimiento había desterrado poco antes; el ángel del eterno reposo extendía visiblemente sus alas sobre aquella frente apaciguada. Caí de rodillas: ella entreabrió los ojos, levantó penosamente su cabeza desfalleciente y me dirigió una larga mirada. Luego con una voz que no era más que un soplo interrumpido, me dijo lentamente estas palabras:—¡Pobre niño! Estoy consumida, ya lo ves; no llores; me has abandonado un poco en este último tiempo; ¡pero estaba yo tan áspera!... Nos volveremos á ver, Máximo, y nos explicaremos, hijo mío... ¡No puedo más!... Recuerda á tu padre lo que me ha prometido. ¡Tú, en el combate de la vida, sé fuerte y perdona á los débiles!...—Pareció extenuada, se interrumpió un momento; en seguida, levantando un dedo con esfuerzo, y mirándome fijamente:—¡Tu hermana!—dijo. Sus pupilas azuladas se cerraron; luego volvió á abrirlas de golpe, extendiendo los brazos con un gesto rígido y siniestro. Yo lanzé un grito; mi padre se presentó y estrechó largo tiempo contra su pecho, en medio de sollozos desgarradores, el pobre cuerpo de una mártir.
Algunas semanas después, satisfaciendo la formal exigencia de mi padre, que me dijo no hacía sino obedecer los últimos deseos de la que llorábamos, dejé la Francia y comencé a través del mundo esa vida nómada, que he llevado casi hasta este día. Durante una ausencia de un año, mi corazón cada vez más amante, á medida que la inquieta fogosidad de la juventud se amortiguaba, me acosó más de una vez para que volviera á los lugares de la fuente de mi vida, entre la tumba de mi madre y la cuna de mi tierna hermana; pero mi padre había fijado la duración precisa de mi viaje, y no me había educado de modo que pudiese desobedecer ligeramente sus órdenes. Su correspondencia, afectuosa, pero breve, no anunciaba impaciencia alguna con respecto á mi vuelta: fué por esto que me sorprendí más, cuando al desembarcar en Marsella hace dos meses, hallé muchas cartas de mi padre en las cuales me llamaba con una prisa febril.
En una noche sombría del mes de Febrero, volví á ver las murallas macizas de nuestra antigua morada, destacándose sobre una capa de escarcha que cubría la campiña.
Un cierzo destemplado y frío soplaba por intervalos; los copos de nieve caían como las hojas secas de los árboles de la avenida y se posaban sobre el suelo húmedo, con un ruido débil y triste. Al entrar en el patio, vi una sombra, que me pareció ser la de mi padre, dibujarse en una de las ventanas del gran salón que estaba en el piso bajo, y que no se abría jamás en los últimos tiempos de la vida de mi madre. Me precipité en él; al apercibirme, mi padre lanzó una sorda exclamación: luego me abrió los brazos, y sentí su corazón palpitar violentamente contra el mío.
—Estás helado, pobre hijo mío—me dijo,—caliéntate, caliéntate. Esta pieza es fría; yo la prefiero sin embargo, porque al menos aquí se respira.
—¿Y la salud de usted, padre mío?
—Así, así, ya lo ves.—Y dejándome cerca de la chimenea, continuó á través de este inmenso salón, que estaba apenas iluminado por dos ó tres bujías, el paseo que al parecer había yo interrumpido. Esta extraña acogida me había consternado. Miraba á mi padre con estupor.—¿Has visto mis caballos?—me dijo de pronto y sin detenerse.
—¡Padre mío!
—¡Ah, es verdad!... tú acabas de llegar...—Después de un corto silencio:
—Máximo—agregó,—tengo que hablarte.
—Le escucho á usted, padre mío.
Pareció no oirme, se paseó algún tiempo y repitió muchas veces por intervalos:—Tengo que hablarte, hijo.—Por último lanzó un profundo suspiro, se pasó la mano por la frente y sentándose bruscamente, me señaló una silla en frente de él. Entonces, como si hubiera deseado hablarme, sin hallarse con el valor suficiente, sus ojos se detuvieron sobre los míos, y leí en ellos una expresión tal de angustia, de humildad y de súplica, que de parte de un hombre tan orgulloso como él, me conmovió profundamente. Cualesquiera que fueran las culpas, que tanto le costaba confesar, sentía en el fondo de mi alma que le eran muy liberalmente perdonadas. Repentinamente esa mirada que no me abandonaba, tomó una fijeza extraordinaria, vaga y terrible; su mano se crispó sobre mi brazo; se levantó de su sillón y volviendo á caer en el instante, se resbaló pesadamente sobre el pavimento: ya no existía. Nuestro corazón no razona, ni calcula: esa es su gloria. Hacía un momento que todo lo había adivinado; un solo minuto había bastado para revelarme de repente, sin una palabra de explicación, por un rayo de luz irresistible, la fatal verdad que mil hechos repetidos cada día durante veinte años, no había podido hacerme sospechar. Había comprendido que la ruina estaba allí, en aquella casa y sobre mi cabeza. ¡Y... bien! No sé, si dejándome mi padre colmado de todos sus beneficios, me hubiera costado más y más amargas lágrimas. A mi pesar, á mi profundo dolor, se unía una piedad que, ascendiendo del hijo al padre, tenía algo de singularmente punzante.
Veía siempre aquella mirada, suplicante, humilde, extraviada: me desesperaba por no haber podido decir una palabra de consuelo á aquel desgraciado corazón antes de acabarse su existencia, y gritaba como un loco al que ya no me oía—¡yo te perdono!—¡yo te perdono!
¡Oh! ¡qué instante, Dios mío!
Según lo que he podido conjeturar, mi madre al morir había hecho prometer á mi padre, que vendería la mayor parte de sus bienes para pagar enteramente la deuda enorme que había contraído, gastando todos los años una tercera parte más de sus rentas, y reducirse en seguida á vivir estrictamente con lo que le quedase. Mi padre había tratado de cumplir este compromiso: había vendido sus bosques y sus tierras; pero, viéndose entonces dueño de un capital considerable, no había dedicado sino una pequeña parte á la amortización de su deuda, y había emprendido el restablecimiento de su fortuna confiando el resto á los detestables azares de la bolsa. Así acabó de perderse.
No he podido aún sondar el fondo del abismo en que estamos sumergidos. Una semana después de la muerte de mi padre, caí gravemente enfermo, y sólo con mucho trabajo, después de dos meses de sufrimiento, he podido dejar nuestro castillo patrimonial, el día en que un extraño tomaba posesión de él. Afortunadamente, un antiguo amigo de mi padre que habita en París, y que en otro tiempo era el encargado de los negocios de nuestra familia en calidad de notario, ha venido á ayudarme en estas tristes circunstancias: me ha prometido emprender él mismo, un trabajo de liquidación que presentaba á mi inexperiencia dificultades insuperables. Le he abandonado absolutamente el cuidado de arreglar los negocios de la sucesión y presumo que su tarea estará terminada hoy. Apenas llegué ayer, fuí á su casa; estaba en el campo, de donde no vendrá hasta mañana. Estos dos días han sido crueles: la incertidumbre es verdaderamente el peor de todos los males, porque es el único que suspende necesariamente todos los resortes del alma, y enerva el valor. Mucho me hubiera sorprendido hace diez años el que me hubiesen profetizado, que ese viejo notario, cuyo lenguaje formalista y seca política, nos divertía tanto, á mi padre y á mí, había de ser un día el oráculo de quien esperara el decreto supremo de mi destino... Hago lo posible para ponerme en guardia contra esperanzas exageradas; he calculado aproximativamente que, pagadas todas nuestras deudas, nos quedará un capital de ciento veinte á ciento cincuenta mil francos. Es difícil que una fortuna que ascendía á cinco millones, no nos deje al menos este sobrante. Mi intención es tomar para mí diez mil francos y marchar á buscar fortuna en los Estados Unidos, abandonando el resto á mi hermana.
¡Basta de escribir por esta noche! ¡Triste ocupación es traer á la memoria tales recuerdos! Siento, sin embargo, que me han proporcionado un poco de calma. El trabajo es sin duda una ley sagrada, pues me basta hacer la más ligera aplicación de él, para sentir un no sé qué de contento y de serenidad. El hombre no ama al trabajo y sin embargo no puede desconocer sus inefables beneficios; cada día los experimenta, los goza, y al día siguiente vuelve á emprenderlo con la misma repugnancia. Me parece que hay en esto una contradicción singular y misteriosa, como si sintiésemos á la vez en el trabajo, el castigo y el carácter divino y paternal del juez.
Esta mañana al despertar, se me entregó una carta del viejo Laubepin. En ella me invitaba á comer, excusándose de esta gran libertad, y no haciéndome comunicación alguna relativa á mis intereses. Esta reserva me pareció de muy mal augurio.
Esperando la hora fijada saqué á mi hermana del convento y la he paseado por París. La niña no presume ni remotamente nuestra ruina. Ha tenido en el curso del día, diversos caprichos, bastante costosos. Ha hecho larga provisión de guantes, papel rosado, confites para sus amigas, esencias finas, jabones extraordinarios, pinceles pequeños, cosas todas muy útiles sin duda, pero que lo son mucho menos que una comida. ¡Quiera Dios, lo ignore siempre!
A las seis estaba en la calle Cassette, casa del señor Laubepin. No sé qué edad puede tener nuestro viejo amigo; pero por muy lejos que se remonten mis recuerdos en lo pasado, lo hallo tal como lo he vuelto á ver: alto, seco, un poco agobiado, cabellos blancos, en desorden, ojos penetrantes, escondidos bajo mechones de cejas negras, y una fisonomía robusta y fina á la vez. También he vuelto á ver su frac negro de corte antiguo, la corbata blanca profesional, y el diamante hereditario en la pechera; en una palabra, con todos los signos exteriores de un espíritu grave, metódico y amigo de las tradiciones. El anciano me esperaba delante de la puerta de su pequeño salón: después de una profunda inclinación, tomó ligeramente mi mano entre sus dos dedos y me condujo frente á una señora anciana, de apariencia bastante sencilla, que se mantenía de pie delante de la chimenea:
—¡El señor marqués de Champcey d'Hauterive!—dijo entonces el señor Laubepin con su voz fuerte, tartajosa y enfática: luego de pronto, en un tono más humilde y volviéndose hacia mí:—La señora Laubepin—dijo.
Nos sentamos, y hubo un momento de embarazoso silencio. Esperaba un esclarecimiento inmediato de mi situación definitiva; viendo que era diferido, presumí que no sería de una naturaleza agradable, y esta presunción me era confirmada por las miradas de discreta compasión con que me honraba furtivamente la señora Laubepin. Por su parte, el señor Laubepin me observaba con una atención singular, que no me parecía exenta de malicia. Recordé entonces que mi padre había pretendido siempre, descubrir en el corazón del ceremonioso Tabelion y bajo sus afectados respetos, un resto de antiguo germen bourgeois plebeyo y aun jacobino. Me pareció que ese germen fermentaba un poco en aquel momento y que las secretas antipatías del viejo hallaban alguna satisfacción en el espectáculo de un noble en tortura. Tomé al instante la palabra, tratando de mostrar, á pesar de la postración real en que me hallaba, una plena libertad de espíritu.
—¡Cómo! Señor Laubepin, conque ha dejado usted la plaza de Petits Pères , esa querida plaza de Petits Pères . ¿Ha podido usted decidirse á ello? ¡No lo habría creído jamás!...
—Verdaderamente, señor marqués—respondió el señor Laubepin,—es una infidelidad que no corresponde á mi edad; pero cediendo el estudio, he debido ceder también la casa, atendiendo á que un escudo no puede mudarse como una muestra.
—Sin embargo ¿se ocupa usted aún de negocios?
—Amigable y oficiosamente, sí, señor marqués. Algunas familias honorables y considerables cuya confianza he tenido la dicha de obtener, durante una práctica de cuarenta y cinco años, reclaman aún, especialmente en circunstancias delicadas, los consejos de mi experiencia, y creo poder agregar que rara vez se arrepienten de haberlos seguido.
Cuando el señor Laubepin acababa de rendirse á sí mismo este honorífico testimonio, una vieja criada vino á anunciarnos que la comida estaba servida. Tuve entonces el placer de conducir al comedor á la señora de Laubepin. Durante la comida la conversación se arrastró en los más insignificantes asuntos. El señor Laubepin no cesaba de clavar en mí su mirada penetrante y equívoca, en tanto que su esposa tomaba, al ofrecerme cada plato, el tono doloroso y lastimero que se afecta cerca del lecho de un enfermo. En fin, nos levantamos y el viejo notario me introdujo en su gabinete, donde al momento se nos sirvió el café.
Haciéndome sentar entonces y poniéndose de espaldas á la chimenea, dijo:—Señor marqués de Champcey d'Hauterive, me preparaba ayer á escribirle, cuando supe su llegada á París, la que me permite informarle á usted in voce del resultado de mi celo y de mis operaciones.
—Presiento, señor, que ese resultado no es muy favorable.
—No le ocultaré, señor marqués, que debe usted armarse de todo su valor para conocerlo; pero está en mis hábitos proceder con método. El año de 1820, la señorita Luisa Elena Dougalt Delatouche D'Erouville fué pedida en matrimonio por Carlos Cristian Odiot, marqués de Champcey d'Hauterive; investido por una especie de tradición secular de la dirección de los negocios de la familia Dougalt Delatouche, y admitido con una respetuosa familiaridad de largo tiempo atrás, cerca de la joven heredera de aquella casa, debí emplear todos los argumentos de la razón para combatir las inclinaciones de su corazón y retraerla de aquella funesta alianza, y digo funesta alianza, no porque la fortuna del señor de Champcey fuese, á pesar de algunas hipotecas que la gravaban á la sazón, menos que la de la señorita Delatouche. Yo conocía, empero, el carácter y temperamento, en cierto modo hereditario, del señor de Champcey: bajo las exterioridades seductoras y caballerescas que lo distinguían, como á todos los de su familia, percibía claramente la irreflexión obstinada, la incurable ligereza, el furor de los placeres, y por último, el implacable egoísmo...
—Caballero—le interrumpí bruscamente,—la memoria de mi padre es sagrada para mí, y creo que debe serlo á cuantos hablen de él en mi presencia.
—Señor—replicó el anciano, con una emoción repentina y violenta,—respeto ese sentimiento, pero al hablar de su padre, me es muy difícil olvidar que hablo del hombre ¡que mató á su madre de usted, una joven heroica, una santa, un ángel!
Me había levantado muy agitado. El señor Laubepin, que había dado algunos pasos por el gabinete, me tomó del brazo.
—Perdón, joven—me dijo,—pero yo amaba á su madre de usted, la he llorado; perdóneme...
—Después, volviéndose á colocar delante de la chimenea:—Voy á continuar—añadió con el tono solemne que le es habitual.—Tuve el honor y la pena de redactar el contrato matrimonial de su señora madre. A pesar de mi insistencia, nada se hablaba del régimen dotal, y costóme grandes esfuerzos introducir en el acta, una cláusula protectora que declaraba inalienable, sin el consentimiento legalmente expreso de su señora madre, un tercio de su haber inmueble. ¡Vana precaución!, señor marqués, y podríamos decir, precaución cruel de una amistad mal inspirada, porque esta cláusula fatal no hizo sino preparar insoportables tormentos á aquélla, cuya salvaguardia debía ser. Yo comprendo esas luchas, esas querellas, esas violencias, cuyo eco debió herir los oídos de usted más de una vez, y en las cuales se arrancaba, pedazo á pedazo, á su desdichada madre, ¡la última herencia y el pan de sus hijos!
—¡Señor, por piedad!
—Me someto, señor marqués... me limitaré á lo presente. Apenas honrado con la confianza de usted, mi primer deber era aconsejarle que no aceptase sino bajo beneficio de inventario, la embrollada sucesión que le había correspondido.
—Esta medida, señor, me ha parecido que ultrajaba la memoria de mi padre, y debí negarme.
El señor Laubepin me lanzó una de sus miradas inquisitoriales que le son familiares; y repuso.
—Usted no ignora, señor, al parecer, que por no haber usado de aquella facultad legal, gravitan sobre usted los compromisos que afectan la sucesión, aun cuando excedan á su valor. Por lo tanto, tengo hoy el penoso deber de decirle que éste es precisamente el caso en que usted se encuentra. Como se puede ver, en este legajo consta perfectamente que después de vender su finca, bajo condiciones inesperadas, quedarán todavía usted y su hermana adeudando á los acreedores de su señor padre, la suma de cuarenta y cinco mil francos.
Quedé verdaderamente aterrado con esta noticia, que excedía á mis más avanzados cálculos. Durante un minuto presté una atención embrutecida al ruido monótono del péndulo en que fijé mis ojos sin miradas.
—Ahora—continuó el señor Laubepin, después de un corto silencio,—ha llegado el momento de decirle, señor marqués, que su señora madre, en previsión de las eventualidades que por desgracia se realizan hoy, me confió en depósito algunas alhajas cuyo valor se ha estimado en unos cincuenta mil francos. Para impedir que esta corta cantidad, su único recurso en adelante , pase á manos de los acreedores de la testamentaría, podemos usar, yo lo creo así, del subterfugio legal que voy á tener el honor de exponerle.
—Es enteramente inútil, señor; me considero muy dichoso en poder, con el auxilio de esa cantidad que no esperaba, saldar íntegramente las deudas de mi padre, y le ruego le dé esa inversión.
El señor Laubepin se inclinó ligeramente.
—Sea—dijo,—pero me es imposible dejar de observar, señor marqués, que una vez hecho este pago con el depósito que está en mi poder, no les quedará por toda fortuna, á la señorita Elena y á usted, más que cuatro ó cinco mil libras, las cuales, al interés actual, les darán una renta de 225 francos. Sentado esto, séame permitido, señor marqués, preguntarle confidencial, amigable y respetuosamente, si ha arbitrado usted algún medio de asegurar su existencia y la de su hermana y pupila, y cuáles son sus proyectos.
—Yo no tengo ninguno, señor, se lo confieso; todos los que había podido formar, son inconciliables con el estado á que me veo reducido. Si yo fuera solo en el mundo, me haría soldado; pero tengo á mi hermana; no puedo tolerar la idea de ver á la pobre niña sometida al trabajo y reducida á las privaciones. Ella vive dichosa en su convento; es bastante joven para permanecer allí algunos años, yo aceptaría de todo corazón cualquier ocupación que me permitiera, reduciéndome á la mayor estrechez, ganar cada año el precio de la pensión de mi hermana y reunirle un dote para el porvenir.
El señor Laubepin me miró con fijeza.—Para alcanzar tan honorable objeto—contestóme—no debe usted pensar, señor marqués, en entrar, á su edad, en la trillada carrera de la administración pública, y de las funciones oficiales. Le convendría un empleo que le asegurase, desde luego, cinco ó seis mil francos anuales de renta. Debo decirle que en el estado de nuestra organización social no basta estirar la mano para alcanzar este desideratum pero afortunadamente tengo que comunicarle algunas proposiciones que le conciernen y cuya naturaleza puede modificar desde ahora, y sin gran esfuerzo, su situación.
—El señor Laubepin fijó en mí sus ojos con una atención más penetrante que nunca y continuó.
—En primer lugar, señor marqués, seré para usted el órgano de comunicación de un especulador hábil, rico é influyente; este personaje ha concebido la idea de una empresa de consideración, cuya naturaleza le explicaré en seguida y que fracasará si no le presta su concurso particular la clase aristocrática de este país. Él cree que si un nombre antiguo é ilustre como el de usted, figurase en la lista de los miembros fundadores de la empresa, llegaría á ganarse simpatías en las clases del público especial á quien el prospecto se dirige. En vista de esta ventaja, le ofrece á usted, desde luego, lo que se llama comúnmente una prima, es decir, diez acciones á título gratuito, cuyo valor estimado desde este momento en diez mil francos, es verosímil que se triplicará con el éxito de la operación. Además...
—Basta, señor; semejantes ignominias no valen el trabajo que se toma al formularlas.
Vi brillar repentinamente los ojos del anciano bajo sus espesas cejas como si una chispa se hubiera desprendido de ellos. Una débil sonrisa desplegó las rígidas arrugas de su rostro.
—Si la proposición no le agrada señor Marqués—dijo tartajeando,—á mí tampoco me gusta; á pesar de todo, he creído de mi deber indicársela. He aquí otra que tal vez le agradará más, y que de cierto es más aceptable. Entre mis más antiguos clientes cuento, señor, á un honrado comerciante retirado, poco ha, de los negocios, que vive holgadamente en compañía de una hija única, á la que adora como es natural, y que goza de una aurea mediocritas que avalúo en veinticinco mil libras de renta. La casualidad quiso, ahora tres días, que la hija de mi cliente tuviese noticias de la situación de usted: yo he creído ver, y aun he podido asegurarme para decirlo todo, que la niña, que por otra parte es bonita y está adornada de cualidades estimables, no vacilaría un instante en aceptar con la mano de usted, el título de Marquesa de Champcey. El padre consiente y yo no espero sino una palabra de usted, señor Marqués, para decirle el nombre y domicilio de esta familia... interesante.
—Esto me determina completamente; mañana mismo dejaré un título que en mi situación es irrisorio, y que parece además exponerme á las más miserables empresas de la intriga. El apellido originario de mi familia es Odiot; este solo es el que llevaré en lo sucesivo. Sin embargo, reconociendo toda la vivacidad del interés que ha podido inducirle á usted á ser el intérprete de tan singulares proposiciones, le ruego omita todas las que puedan tener un carácter análogo.
—En ese caso, señor Marqués—respondió el señor Laubepin,—nada tengo que decirle.
Al mismo tiempo, atacado de un acceso súbito de jovialidad, frotóse, las manos, produciendo un ruido como de pergaminos que se restregan. Luego agregó riéndose.—Es usted un hombre difícil de complacer, señor Máximo. ¡Ah, ah! muy difícil. Es asombroso que no haya notado antes la palpable similitud que la Naturaleza se ha complacido en establecer entre la fisonomía suya y la de su señora madre... Particularmente los ojos y la sonrisa... pero no nos extraviemos, y puesto que no quiere usted deber la subsistencia sino á un honorable trabajo, perdóneme que le pregunte cuáles son sus aptitudes y sus talentos.
—Mi educación, señor, ha sido naturalmente la de un hombre destinado á la riqueza y á la ociosidad. Sin embargo, he estudiado derecho, y tengo el título de abogado.
—¡Abogado! ¡Ah, diablo!... ¡usted abogado! Pero el título no basta: en la carrera del foro, es menester, más que en ninguna otra, pagarse un poco de su persona... y esto... veamos, ¿se cree usted elocuente, señor Marqués?
—Tan poco, señor, que me creo enteramente incapaz de improvisar dos frases en público.
—¡Hum! no es eso precisamente á lo que puede llamarse vocación para orador; será preciso dirigirse á otro lado, pero la materia exige más amplias reflexiones. Por otra parte, veo que está usted fatigado. Tome los papeles que le suplico examine á su satisfacción.
—Tengo el gusto de saludarle.
—Permítame que le alumbre. Perdón... ¿debo esperar nuevas órdenes antes de consagrar al pago de los acreedores el precio de los dijes y joyas que tengo en mi poder?
—No, ciertamente. Espero, además, que de lo que resta, se cobre usted la justa remuneración de sus buenos oficios.
Llegábamos á la meseta de la escalera: el señor Laubepin, cuyo cuerpo se encorva un poco cuando camina, se enderezó bruscamente.
—En lo que concierne á los acreedores, señor Marqués—me dijo—lo obedeceré con respeto. Por lo que á mí concierne, he sido el amigo de su señora madre, y suplico humilde y encarecidamente á su hijo, que me trate como á un amigo.
Tendí al anciano mi mano, que apretó con fuerza y nos separamos.
Vuelto al pequeño cuarto, que ocupo bajo el techo de esta casa, que ya no me pertenece, he querido probarme á mí mismo que la certidumbre de mi completa ruina no me sumergía en un abatimiento indigno de un hombre. Me he puesto á escribir la relación de este día decisivo de mi vida, esmerándome en conservar la fraseología exacta del viejo notario, y ese lenguaje, mezcla de dureza y de cortesía, de desconfianza y sensibilidad, que mientras que tenía el alma traspasada de dolor, me ha hecho sonreir más de una vez.
He aquí, pues, la pobreza; no ya la pobreza oculta, orgullosa y poética que mi imaginación soportaba valientemente á través de los grandes bosques, de los desiertos y de las llanuras, sino la miseria positiva, la necesidad, la dependencia, la humillación, y algo peor todavía: la amarga pobreza del rico caído, la pobreza de frac negro que oculta sus manos desnudas á los amigos que pasan.
—Vamos, hermano, valor.
He esperado en vano durante cinco días, noticias del señor Laubepin, confieso que contaba seriamente con el interés que había parecido manifestarme. Su experiencia, sus conocimientos prácticos, sus muchas relaciones le proporcionaban los medios de serme útil. Estaba pronto á ejecutar bajo su dirección todas las diligencias necesarias; pero abandonado á mí mismo, no sabía absolutamente hacia qué lado dirigir mis pasos. Le creía uno de esos hombres que prometen poco y hacen mucho. Temo haberme engañado. Esta mañana me determiné á ir á su casa con el objeto de devolverle los documentos que me había confiado y cuya triste exactitud he podido comprobar. Me dijeron que el buen señor había salido á gozar de las dulzuras del campo, en no sé qué castillo en el fondo de la Bretaña. Estará aún ausente por dos ó tres días. Esto me ha consternado. No sentía solamente el pesar de encontrarme con la indiferencia y el abandono, donde había creído hallar la oficiosidad de una verdadera amistad, sentía aún más, la amargura de volverme como había venido, con la bolsa vacía. Contaba con pedir al señor Laubepin algún dinero á cuenta, sobre los tres ó cuatro mil francos que deben quedarnos después del pago íntegro de nuestras deudas, pues por más que me haga el anacoreta desde mi llegada á París, la suma insignificante que había podido reservar para mí viaje, está agotada completamente, y tan agotada que después de haber hecho esta mañana un verdadero almuerzo de pastor, castanoe molles et pressi copia lactis , he tenido que recurrir para comer, á una especie de pillería, cuyo melancólico recuerdo quiero consignar aquí.
Cuanto menos se ha almorzado, más se desea comer. Es este un axioma cuya fuerza he sentido hoy en toda su extensión antes que el sol hubiese terminado su carrera. Entre los paseantes que la pureza del cielo había traído á las Tullerías, hacia el mediodía, y que contemplaban las primeras sonrisas de la primavera juguetear sobre la faz de mármol de los silvanos, se notaba un hombre joven, de un porte irreprochable, que parecía estudiar con extraordinaria solicitud el despertar de la Naturaleza. No contento en devorar con la mirada la nueva verdura, se le veía de vez en cuando arrancar furtivamente de sus tallos algunos nuevos y apetitosos brotes, hojas no desarrolladas aún, y llevarlas á sus labios, con una curiosidad de botánico.
He podido asegurarme que este recurso alimenticio que me había sido indicado por la historia de los náufragos, tiene un valor muy mediocre. Sin embargo, he enriquecido mi experiencia con algunas nociones útiles: así sé, para en adelante, que el follaje del castaño es tan amargo á la boca como al corazón; el rosal no es malo, el tilo es aceitoso y bastante agradable y la lila picante y malsana según creo.
Meditando sobre estos descubrimientos me dirigí hacia el convento de Elena. Al poner el pie en el locutorio, que encontré lleno como una colmena, me sentí más aturdido que nunca por las tumultuosas confidencias de las jóvenes abejas. Elena llegó con los cabellos en desorden, las mejillas inflamadas, los ojos colorados y chispeantes; traía en la mano un pedazo de pan del largo de su brazo. Me abrazó con un aire preocupado:
—Y bien, hijita, ¿qué es lo que tienes? Tú has llorado.
—No, Máximo, no tengo nada.
—¿Qué es lo que hay? Veamos...
Bajando la voz, me dijo:—¡oh, soy muy desgraciada, mi querido Máximo!
—¿Es verdad? Vaya, cuéntame eso, comiendo tu pan.
—¡Oh! soy demasiado desgraciada para comer mi pan. Como tú sabes perfectamente, Lucía Campbell es mi mejor amiga, pues bien; hemos reñido mortalmente.
—¡Oh, Dios mío!... pero permanece tranquila, chiquilla; ya se arreglarán ustedes...
—¡Ah! Máximo, eso es imposible. Mira, han pasado cosas demasiado graves. Al principio no fué nada; pero como sabes, una se altera y pierde la cabeza. Figúrate que jugábamos al volante, y Lucía se equivocó al contar sus puntos; yo tenía seiscientos ochenta y ella seiscientos quince solamente, y ha pretendido tener seiscientos setenta y cinco. Me confesarás que esto era demasiado fuerte. Yo sostuve mi cifra y por supuesto, ella la suya. Y bien, señorita, le dije, consultemos á estas señoritas; yo me someto á su fallo. No, señorita, me contestó, estoy segura de mi cuenta y es usted una mala jugadora. Y usted una mentirosa, le respondí. Está bien, la desprecio demasiado para contestarle, me dijo. La hermana Sainte Félix, llegó afortunadamente en ese momento, pues yo creo que iba á pegarle... He ahí lo que ha pasado. Ya ves, es imposible arreglarnos después de esto. ¡Imposible! eso sería una cobardía. Entretanto, no puedo decirte cuánto sufro, creo que no hay sobre la tierra una persona más desgraciada que yo.
—Ciertamente, hija mía, es difícil imaginarse una desgracia más grande que la tuya. Pero si he de decirte mi modo de pensar, tú te la has atraído en cierto modo, porque en esta querella tu boca ha pronunciado la primer ofensa. Veamos, ¿está en el locutorio tu Lucía?
—Sí, mírala allá en el rincón.—Y me mostró con un movimiento de cabeza una niña pequeña muy rubia, que tenía como ella los ojos colorados, las mejillas inflamadas, y que parecía hacer en aquellos momentos, á una anciana muy atenta, el relato del drama que la hermana Sainte Félix había afortunadamente interrumpido. Al hablar con un fuego digno del asunto, la señorita Campbell lanzaba de tiempo en tiempo una mirada furtiva sobre Elena y sobre mí.
—Mi querida niña—dije á mi hermana—¿tienes confianza en mí?
—Sí, Máximo, tengo mucha confianza en ti.
—En ese caso, mira lo que vas á hacer; te acercas muy despacio, hasta colocarte detrás de la silla de Lucía; le tomas la cabeza traidoramente, le estampas un beso en las mejillas, así, con fuerza, y luego verás lo que ella hace á su turno.
Elena titubeó algunos segundos, luego partió á largos pasos, y cayó como un rayo sobre la señorita Campbell, á quien, sin embargo, causó la más agradable sorpresa; las dos niñas infortunadas, reunidas en fin para siempre, confundieron sus lágrimas en un tierno grupo, en tanto que la vieja y respetable señora Campbell se sonaba, produciendo el ruido de una gaita.
Elena volvió á donde yo estaba, radiante de alegría.
—Y bien, querida, espero que ahora comerás tu pan.
—No, Máximo; he estado demasiado conmovida como ves, y, además, es menester decirte que hoy ha entrado una nueva discípula, que nos ha regalado merengues y algunos otros dulces; de modo que no tengo hambre. Me siento al mismo tiempo muy embarazada, porque he olvidado volver el pan á la canasta, como debe hacerse, cuando no se tiene hambre, y tengo miedo de ser castigada; pero al pasar por el patio voy á tratar de arrojarlo por el respiradero del sótano, sin que nadie me vea.
—Cómo, hermana mía—respondí, sonrojándome ligeramente—¿vas á perder ese gran pedazo de pan?
—Sé que no es bien hecho, porque hay muchos pobres que se considerarían felices en poseerlo, ¿no es verdad, Máximo?
—Los hay ciertamente, mi querida niña.
—Pero ¿qué quieres que haga? Los pobres no entran aquí.
—Veamos, Elena, confíame ese pan y se lo daré en tu nombre al primer pobre que encuentre ¿quieres?
—¿Cómo no he de querer, pues?
La hora de retirarse llegó; rompí el pan en dos pedazos que hice desaparecer vergonzosamente en los bolsillos de mi paletot.
—Querido Máximo—continuó la niña,—hasta muy luego, ¿no es verdad? Tú me dirás si has encontrado algún pobre, si le has dado mi pan y si lo ha hallado bueno.
—Sí, Elena, he hallado un pobre y le he dado tu pan, que ha llevado como una presa á su bohardilla solitaria, y lo ha hallado bueno; pero era un pobre sin valor, porque ha llorado mucho al devorar la limosna de tus pequeñas y queridas manos. Te contaré esto, Elena, porque es bueno que sepas que hay en la tierra sufrimientos más serios que tus sufrimientos de niña; todo te lo diré, excepto el nombre del pobre.
Esta mañana á las nueve, llamaba yo á la puerta del señor Laubepin, esperando vagamente que alguna casualidad hubiese acelerado su regreso, pero me dijeron que no le esperaban hasta la mañana siguiente; ocurrióme de pronto acudir á la señora Laubepin y participarle el apuro á que me reducía la ausencia de su marido. Mientras vacilaba entre el pudor y la necesidad, la vieja sirvienta, aterrada, al parecer, por la mirada hambrienta que fijé sobre ella, cortó la cuestión, cerrando bruscamente la puerta. Entonces, tomé mi partido, resolviéndome á ayunar hasta el día siguiente.—Al fin, dije para mí, un día de abstinencia no me ha de causar la muerte; si en esta circunstancia soy culpable de un exceso de orgullo, yo solo sufriré sus consecuencias, por consiguiente esto me atañe exclusivamente. Después me dirigí hacia la Sorbona, donde asistí sucesivamente á varios cursos; tratando de llenar á fuerza de goces espirituales, el vacío que sentía en lo material; mas llegó la hora en que este recurso me faltó y también empezó á parecerme insuficiente. Experimentaba, sobre todo, una fuerte irritación nerviosa, que esperaba calmar paseando.
El día estaba frío y nublado.
Cuando pasaba por el puente de los Santos Padres me detuve un instante casi sin querer, púseme de codos sobre el parapeto, y contemplé las turbias aguas del río precipitándose bajo los arcos. No sé qué malditos pensamientos asaltaron entonces mi debilitado y fatigado espíritu: me imaginé de repente con los colores más insoportables, el porvenir de lucha continua, de dependencia y humillación al que entraba lúgubremente por la puerta del hambre; sentí un disgusto profundo, absoluto, y como una imposibilidad de vivir. Al mismo tiempo una ola de cólera salvaje y brutal me subió al cerebro; sentí como un deslumbramiento y echándome sobre la balaustrada, vi toda la superficie del río cubierta de chispas.
No diré, siguiendo el uso: Dios no lo quiso. No me gustan las fórmulas triviales. Me atrevo á decir: yo no lo quise, Dios nos ha hecho libres, y si yo hubiera podido dudar de esta verdad hasta entonces, aquel momento supremo en que el alma y el cuerpo, el valor y la cobardía, el bien y el mal se entregaban en mí tan patentemente á un combate mortal, aquel momento, repito, habría disipado para siempre mis dudas.
Vuelto en mí, no experimenté, frente á frente de aquellas terribles ondas, sino la tentación muy inocente y bastante necia de apagar en ellas la sed que me devoraba: después reflexioné que encontraría en mi habitación un agua mucho más limpia: tomé rápidamente el camino de mi casa, forjándome una imagen deliciosa de los placeres que en ella me esperaban. En mi triste situación me admiraba, no podía darme cuenta de cómo no había pensado antes en este expediente vencedor.
En el bulevar me encontré repentinamente con Gastón de Vaux á quien no había visto hacía dos años. Detúvose después de un movimiento de duda, me apretó cordialmente la mano, me dijo dos palabras sobre mis viajes y me dejó en seguida. Después, volviendo sobre sus pasos:
—Amigo mío—me dijo,—es preciso que me permitas asociarte á una buena fortuna que he tenido en estos días. He puesto la mano sobre un tesoro; he recibido un cargamento de cigarros que me cuestan dos francos cada uno, pero no tienen precio. Toma uno; después me dirás qué tales son. Hasta la vista, querido.
Subí penosamente mis seis pisos y tomé, temblando de emoción, mi bienhechora garrafa, cuyo contenido bebí poco á poco; después encendí el cigarro de mi amigo, y miréme al espejo dirigiéndome una sonrisa animadora.
En seguida volví á salir, convencido de que el movimiento físico y las distracciones de la calle me eran saludables. Al abrir mi puerta me sorprendí desagradablemente al ver en el estrecho corredor á la mujer del conserje de la casa, que pareció demudarse por mi brusca aparición. Esta mujer había estado en otro tiempo al servicio de mi madre, quien le tomó cariño y le dió al casarla la posición lucrativa que hoy tiene. Había creído observar desde días antes, que me espiaba, y al sorprenderla esta vez casi en flagrante delito, le pregunté:
—¿Qué quiere usted?
—Nada, señor Máximo, estaba preparando el gas—respondió muy turbada.
Me encogí de hombros y salí.
El día declinaba. Pude pasearme en los lugares más frecuentados sin temer enojosos encuentros. Mi paseo duró dos ó tres horas, horas crueles. Hay algo de particularmente punzante al sentirse atacado, en medio de toda la brillantez y abundancia de la vida civilizada, por el azote de la vida salvaje: el hambre.
Esto raya en locura; es un tigre que salta al cuello en pleno bulevar.
Yo hacía nuevas reflexiones. ¿El hambre no es una palabra vana? ¿Es verdad, pues, que existe una enfermedad llamada así; es verdad que hay criaturas humanas que sufren de ordinario y casi diariamente, lo que yo sufro por casualidad la primera vez en mi vida? ¿Y cuántos de estos seres tendrán por añadidura algunos otros sufrimientos que á mí no me abruman? La única persona que me interesa en el mundo, está al abrigo de los males que yo sufro, la veo dichosa, sonrosada y risueña. Pero los que no sufren solos, los que oyen el grito desgarrador de sus entrañas repetido por labios amados y suplicantes, los que son esperados en una fría buhardilla por sus mujeres macilentas, y sus hijuelos taciturnos. ¡Pobres gentes!... ¡Oh, santa caridad!
Estos pensamientos me quitaban el valor de quejarme y me han proporcionado el de sostener la prueba hasta el fin. Podía en efecto abreviarla. Hay aquí dos ó tres restaurants en que me conocen y donde, cuando era rico, he entrado sin escrúpulo, aunque hubiese olvidado mi bolsa. Ahora podía hacer lo mismo. Tampoco me era difícil encontrar en París, quien me prestara cien sueldos; pero estos expedientes que huelen a miseria y truhanería, me repugnaron decididamente.
Para los pobres, esta pendiente es resbaladiza y no quiero aún poner en ella el pie.
Para mí sería lo mismo perder la probidad que perder la delicadeza, que es la distinción de esta virtud vulgar. Así es que he observado repetidas veces, con qué terrible facilidad se desflora y degrada este sentimiento exquisito de la honradez en las almas mejor dotadas, no solamente al soplo de la miseria, sino al simple contacto de la escasez, y debo velar sobre mí con severidad, para rechazar en adelante como sospechosas las capitulaciones de conciencia que parecen más inocentes.
En la adversidad, es menester no habituar el alma á la dejadez; demasiada inclinación tiene á plegarse.
La fatiga y el frío me hicieron volver como á las nueve.
La puerta de la casa estaba abierta: subía la escalera con paso de fantasma, cuando oí en el cuarto del conserje, el murmullo de una agitada conversación, que al parecer versaba sobre mí, pues en ese momento el tirano de la casa pronunciaba mi nombre en tono despreciativo.
—Hazme el gusto, señora Vauberger—decía,—de dejarme tranquilo con tu Máximo; ¿lo he arruinado yo acaso? ¿Y bien, á qué vienen esas cantinelas? Si se mata, lo enterrarán... y se acabó.
—Te digo, Vauberger—replicó la mujer,—que si lo hubieras visto vaciar su garrafa, se te hubiera partido el corazón... Y mira, si yo creyera que piensas lo que dices, cuando exclamas con la negligencia de un cómico «si se mata lo enterrarán...» Pero no lo puedo creer, porque en el fondo eres un hombre, aunque no te gusta ser perturbado en tus hábitos... Piensa, pues, Vauberger... ¡no tener fuego ni pan!... Un muchacho que ha sido alimentado con tan buenos manjares y criado entre pieles como un príncipe. ¿No es esto una vergüenza, una indignidad, y no es un bribón el gobierno que permite semejantes cosas?
—Pero eso nada tiene que ver con el gobierno—respondió Vauberger, con bastante razón...—Y además, tú te engañas, te lo aseguro... no es como lo crees, no le puede faltar pan, ¡eso es imposible!
—Pues bien, Vauberger, voy á decírtelo todo, lo he seguido, lo he espiado, y luego lo he hecho espiar por Eduardo: ¡y bien! estoy segura que no ha almorzado esta mañana, y como he registrado todos sus bolsillos y cajones y no le queda en ellos un céntimo, estoy muy cierta que no habrá aún comido, pues es demasiado orgulloso para mendigar...
—¡Tanto peor para él! Cuando uno es pobre, es necesario no ser orgulloso—dijo el honorable conserje, que me pareció expresar en esta circunstancia, los sentimientos de un portero.
Tenía bástanle con este diálogo, y lo terminé bruscamente abriendo la puerta del cuarto y pidiendo una luz á Vauberger, que creo no se hubiera consternado más si le hubiera pedido su cabeza. A pesar del deseo que tenía de mostrar firmeza á estas gentes, me fué imposible no tropezar una ó dos veces en la escalera: la cabeza me vacilaba. Al entrar en mi cuarto, ordinariamente helado, tuve la sorpresa de hallar en él, una temperatura tibia, sostenida suavemente por un fuego claro y alegre. No tuve el rigorismo de apagarlo; bendije los buenos corazones que hay en el mundo, me extendí luego en un viejo sofá de terciopelo de Utrecht, á quien los reveses de la fortuna han hecho pasar como á mí, del piso bajo á la buhardilla, y traté de dormitar.
Me hallaba hacía media hora, sumergido en una especie de entorpecimiento, cuya somnolencia uniforme me presentaba la ilusión de suntuosos festines y campestres fiestas, cuando el ruido de la puerta que se abría, me despertó sobresaltado. Creí soñar aún, viendo entrar á la señora Vauberger con una gran bandeja sobre la que humeaban dos ó tres odoríferos platos. Habíala ya depuesto sobre el pavimento y comenzado á extender su mantel sobre la mesa, antes que hubiese sacudido enteramente mi letargo. Por fin me levanté bruscamente.
—¿Qué es esto?—dije.—¿Qué es lo que hace usted?
La señora Vauberger fingió una viva sorpresa.
—¿No había pedido comida, el señor?
—No.
—Eduardo me dijo que...
—Eduardo se ha engañado. Será el inquilino de al lado.
—Pero si no hay inquilino al lado... No comprendo...
—En fin, no es para mí... ¿Qué significa esto? Me fastidia usted; llévese eso.
La pobre mujer se puso á plegar tristemente su mantel, dirigiéndome las miradas desconsoladas de un perro á quien se ha castigado.
—¿El señor ha comido probablemente?—volvió á decir con voz tímida.
—Probablemente.
—Es una desgracia, porque la comida está pronta, va á perderse y el pobre muchacho será reprendido por su padre. Si el señor no hubiera comido por casualidad, me haría un servicio...
Di un golpe violento con el pie.
—Márchese, le he dicho.
Cuando salía me acerqué á ella.
—Mi buena Luisa—le dije,—la comprendo y le doy las gracias: pero esta noche sufro bastante y no tengo hambre.
—¡Ah! señor Máximo—exclamó llorando—si supiera usted lo que me mortifica... pues bien, me pagará después mi comida, si quiere, me pondrá el dinero en la mano, cuando lo tenga... pero puede usted estar seguro, que aun cuando me diese cien mil francos, no me proporcionaría usted tanto placer, como si lo viera aceptar mi pobre comida. Me haría usted una soberbia limosna. Usted que tiene talento, señor, debe comprender bien todo esto. Entretanto...
—¡Bueno! mi querida Luisa... qué quiere usted... no puedo darle cien mil francos... pero tomaré su comida... Me dejará solo, ¿no es así?
—Sí, señor Máximo. ¡Ah! gracias, señor. Le doy muchas gracias. ¡Tiene usted buen corazón!
—Y buen apetito, también, Luisa. Deme su mano... no es para poner en ella dinero, esté tranquila... Ahora... hasta la vista.
La excelente mujer salió sollozando.
Acababa de escribir estas líneas después de haber hecho los honores á la comida de Luisa, cuando oí en la escalera el ruido de un paso pesado y grave: al mismo tiempo creí distinguir la voz de mi humilde providencia, expresándose en el tono de una confidencia tumultuosa y agitada. Pocos instantes después llamaron á mi puerta, y mientras Luisa se perdía en la sombra, vi aparecer el solemne perfil del viejo notario. El señor Laubepin arrojó una rápida mirada sobre la bandeja donde yo había reunido los restos de la comida; luego avanzando hacia mí y abriéndome los brazos en señal de confusión y de reproche á la vez:
—Señor Marqués—dijo,—en nombre del Cielo, ¿cómo no me ha...?
Interrumpiéndose, se paseó á largos pasos á través del cuarto y deteniéndose de pronto.
—Joven—continuó,—esto no está bien hecho; ha herido á un amigo y hecho sonrojar á un viejo.
Estaba muy conmovido. Yo lo miré también con emoción no sabiendo qué responderle, cuando me atrajo bruscamente contra su pecho, y me oprimió hasta sofocarme, murmurándome al oído:
—¡Pobre niño!
Hubo un momento de silencio. Nos sentamos.
—Máximo—dijo entonces el señor Laubepin—¿está usted siempre en las disposiciones en que lo dejé? ¿Tendrá usted valor para aceptar el trabajo más humilde, el empleo más modesto, con tal que sea honorable, y que asegurando su existencia personal, aleje de su hermana, en lo presente y en lo porvenir, los dolores y peligros de la pobreza?
—Ciertamente, señor, ese es mi deber y estoy pronto á cumplirlo.
—En ese caso, amigo mío, escúcheme. Acabo de llegar de la Bretaña; existe en esta antigua provincia una opulenta familia llamada Laroque, la cual me honra con su entera confianza hace muchos años. Esta familia es representada hoy por un anciano y dos mujeres, á quienes su edad y carácter hacen igualmente inhábiles para los negocios. Los Laroque poseen una fortuna territorial considerable, cuya administración estaba confiada en estos últimos tiempos, á un intendente que yo me tomaba la libertad de mirar como un bribón. Al día siguiente de nuestra entrevista, Máximo, recibí la noticia de la muerte de este individuo: me puse en camino inmediatamente para el castillo de Laroque y he pedido para usted el empleo vacante. He hecho valer su título de abogado y más particularmente sus cualidades morales. Conformándome con su deseo, no he hablado nada sobre su nacimiento: no es usted, ni será conocido en la casa, sino bajo el nombre de Máximo Odiot. Habitará usted un pabellón separado, donde se le servirá la comida, cuando no le sea agradable figurar en la mesa de la familia. Sus honorarios están fijados en seis mil francos por año. ¿Le conviene?
—Me conviene grandemente y todas las precauciones y delicadezas de su amistad me conmueven vivamente; pero, para decirle la verdad, temo ser un hombre de negocios muy poco entendido, algo novicio.
—Pierda cuidado sobre ese punto, amigo mío. Mis escrúpulos se han anticipado á los suyos y no he ocultado nada á los interesados. Señora—dije á mi excelente amiga la señora de Laroque,—tiene usted necesidad de un intendente, de un gerente para su fortuna: yo le ofrezco uno. Está lejos de tener la habilidad de su predecesor; no está versado absolutamente en los misterios de los arrendamientos y contratos de tierras: no conoce la primera palabra de los negocios que va usted á dignarse confiarle; no tiene conocimientos especiales, ni práctica, ni experiencia, ni nada de lo que se necesita; pero tiene algo, que faltaba á su predecesor, que cincuenta años de práctica no habían podido darle, y que diez mil años más no le habrían dado tampoco; tiene probidad, señora. Lo he visto en el fuego y respondo de él. Tómelo, y tendrá usted mi reconocimiento y el suyo. La señora de Laroque se rió mucho de mi manera de recomendar á las gentes, pero finalmente parece que era buena, puesto que tuvo éxito.
El digno anciano se ofreció entonces á darme algunas nociones elementales y generales sobre la especie de administración de que iba á ser encargado y agregar á propósito de los intereses de la familia Laroque, algunas noticias que se ha tomado el trabajo de recoger y redactar para mí.
—¿Y cuándo debo partir, mi querido señor?
—A decir verdad, mi querido niño (ya no se trataba del señor Marqués), cuanto más pronto, será mejor; porque aquellas gentes no son capaces de hacer por sí mismas una carta de pago. Mi excelente amiga la señora de Laroque en particular, mujer recomendable por diversos títulos, es en punto á negocios, de una incuria, una ineptitud y niñería, que sobrepasa lo imaginable. ¡Es una criolla!
—¡Ah! es una criolla—repetí con vivacidad.
—Sí, joven, una vieja criolla—respondió secamente el señor Laubepin.—Su marido era bretón; pero estos detalles vendrán á su tiempo... Hasta mañana, Máximo, ¡valor!... ¡Ah! olvidaba... El jueves por la mañana antes de mi partida hice una cosa que no le será desagradable. Tenía usted entre sus acreedores algunos bribones, cuyas relaciones con su padre habían sido contaminadas de usura: armado de los rayos legales, he reducido sus créditos á la mitad, y obtenido el saldo total, quedándole á usted en definitiva un capital de veinte mil francos. Agregando á esta reserva las economías que podrá usted hacer cada año, sobre sus honorarios, tendremos en diez años, una linda dote para Elena... Venga á almorzar mañana con el maestro Laubepin y acabaremos de arreglar todo esto... ¡Buenas noches, Máximo, buenas noches, mi querido hijo!
—¡Que Dios le bendiga, señor!
Castillo de Laroque (d'Arz), mayo, 1.º
Ayer dejé á París.
Mi última entrevista con el señor Laubepin fué penosa: he consagrado á este anciano los sentimientos de un hijo. En seguida, fué preciso decir adiós á Elena. Para hacerla comprender la necesidad en que me hallo de aceptar un empleo, fué indispensable dejarle entrever una parte de la verdad. Hablé de dificultades pasajeras de fortuna. La pobre niña comprendió, según creo, más de lo que yo le decía: sus grandes ojos asombrados se llenaron de lágrimas y me saltó al cuello.
Partí.
El ferrocarril me condujo á Rennes, donde pasé la noche. Esta mañana monté en una diligencia que debía dejarme, cinco ó seis horas después, en la pequeña ciudad de Morbihan, situada á poca distancia del castillo de Laroque.
Anduve una diez leguas más allá de Rennes sin llegar á darme cuenta de la reputación pintoresca de que goza en el mundo, la vieja Armórica. Un país llano, verde y monótono. Eternos manzanos en eternas praderas, zanjas y lomas pobladas de arboledas, limitando la vista por ambos lados del camino; cuando más algunos pequeños recodos de gracia campestre, todo me hacía pensar desde la víspera que la poética Bretaña no era sino una hermana pretenciosa de la Baja Normandía. Cansado ya de decepciones y de manzanos, había dejado hacía una hora de prestar la menor atención al paisaje, y dormitaba tristemente, cuando de pronto me pareció apercibir que nuestro pesado carruaje se inclinaba hacia adelante más de lo natural; al mismo tiempo, el andar de los caballos aflojaba sensiblemente y un ruido de hierros viejos, acompañado de un rozamiento particular, me anunciaba, que el último de los conductores acababa de aplicar la última arrastradera á la rueda de la última diligencia. Una señora vieja que estaba cerca de mí, me tomó el brazo con esa viva simpatía que hace nacer la comunidad del peligro.
Saqué la cabeza por la portezuela: descendíamos entre dos pendientes elevadas, una cuesta enteramente empinada, concepción de un ingeniero demasiado partidario de la línea recta, y medio deslizándonos, medio rodando, no tardamos en llegar á un estrecho valle de aspecto siniestro, en cuyo fondo un miserable arroyo corría penosamente y sin ruido, entre espesos cañaverales; sobre sus orillas derrumbadas se veían algunos troncos cubiertos de musgo. El camino atravesaba este río por un puente de un solo arco; luego remontaba la pendiente opuesta trazando un surco blanco á través de un arenal inmenso, árido y absolutamente desnudo, cuya cima cortaba el cielo sensiblemente á nuestro frente. Cerca del puente, en el borde del camino se levantaba un casucho solitario, cuyo aire de profundo abandono, oprimía el corazón.
Un hombre joven y robusto, partía leña delante de la puerta: un cordón negro retenía por detrás sus largos cabellos de un rubio pálido. Levantó la cabeza y me sorprendió el carácter extraño de sus facciones y la mirada tranquila de sus ojos azules: me saludó en una lengua desconocida, con un acento breve, dulce y salvaje. En la ventana de la cabaña estaba una mujer hilando: su peinado y el corte de sus vestidos reproducían con una exactitud teatral, la imagen de esas heladas castellanas de piedra que vemos acostadas encima de los sepulcros.
Aquellas gentes no eran de aspecto vulgar: tenían en el más alto grado esa apariencia fácil, graciosa y grave, que llamamos aire distinguido. Su fisonomía participa de la expresión triste y pensativa, que muchas veces he notado con emoción, en los pueblos que han perdido su nacionalidad.
Habíame apeado para subir la cuesta.
El arenal que se confundía con el camino, se extendía á mi alrededor hasta perderse de vista; por todas partes pobres aliagas; que se arrastraban sobre una tierra negra; aquí y allá, despeñaderos, grutas, senderos abandonados y algunos peñascos asomando apenas sobre el suelo, pero ni un solo árbol.
Cuando llegué á la meseta, vi á mi derecha la línea sombría del arenal, cortar en lontananza una faja de horizonte más lejana aún, ligeramente ondeada, azul como la mar, inundada de sol, y que parecía abrir en medio de aquel paraje desolado la repentina perspectiva de alguna región radiante y pintoresca: era en fin la Bretaña.
Alquilé un calesín en la pequeña ciudad de... para salvar las dos leguas que me faltaban aún para terminar mi viaje.
Durante la travesía, que no fué de las más rápidas, recuerdo confusamente haber visto pasar ante mis ojos, bosques, claros, lagos y oasis de frescura, ocultos entre los valles; pero al aproximarme al castillo de Laroque, me sentí asaltado por mil pensamientos penosos que dejaban poco lugar á las preocupaciones del turista. Unos instantes más, é iba á entrar en una familia desconocida, bajo una especie de domesticidad mal disfrazada, con un título que me aseguraba apenas los miramientos y el respeto de los criados; esto era nuevo para mí. En el momento mismo, en que el señor Laubepin me propuso este empleo, todos mis instintos, todos mis hábitos se sublevaron violentamente contra el carácter de dependencia particular, inherente á tales funciones. Había creído, sin embargo, que era imposible rechazar el empleo sin esquivar, al parecer, las solícitas diligencias del anciano en mi favor. Además no podía esperar, sino después de muchos años, obtener en funciones más independientes, las ventajas que se me ofrecían desde luego, y que me permitirían trabajar en seguida en el porvenir de mi hermana. Conseguí, pues, vencer mis repugnancias, pero habían sido tan vivas, que se despertaban con más fuerza en presencia de la inminente realidad. Tuve necesidad de releer en el código que todo hombre lleva dentro de sí mismo, los capítulos del deber y del sacrificio; al mismo tiempo me repetía que no hay situación por humilde que sea, en la cual no pueda sostenerse y aun acrisolarse la dignidad personal. Después me tracé un plan de conducta para con los miembros de la familia Laroque, prometiéndome atestiguarles un celo concienzudo por sus intereses, y una justa deferencia hacia sus personas, igualmente distantes del servilismo y de la altivez. Pero no podía disimularme que esta última parte de mi tarea, la más delicada sin duda, debía simplificarse ó complicarse singularmente, por la naturaleza especial de la índole y de los caracteres con quienes iba á estar en contacto. Además el señor Laubepin, aunque reconociendo todo lo que mi solicitud tenía de legítimo respecto al artículo personal, se había mostrado obstinadamente parco de informes y detalles á este respecto. No obstante, al partir me había entregado una nota confidencial recomendándome la quemara luego que me hubiera servido de ella.
Saqué esta nota de mi cartera y me puse á estudiar sus términos que reproduzco aquí exactamente.
Castillo de Laroque d'Arz
ESTADO DE LAS PERSONAS QUE HABITAN DICHO CASTILLO
1.º Señor Laroque (Luis Augusto), octogenario, jefe actual de la milicia, fuente principal de la riqueza, antiguo marino, célebre bajo el primer imperio, en calidad de corsario autorizado; parece que se enriqueció en el mar por empresas legales de diversa naturaleza: vivió muchos años en las colonias. Oriundo de la Bretaña volvió á ella hará como treinta años, en compañía del difunto Pedro Antonio Laroque, su hijo único, esposo de la
2.º Señora Laroque (Clara Josefina), nuera del ya nombrado; criolla de origen, edad cuarenta años; carácter indolente, espíritu caprichoso, algo maniática, buen fondo.
3.º La señorita Laroque (Luisa Margarita), nieta, hija y presunta heredera de los anteriores, edad veinte años, criolla y bretona, algo quimérica, ¡bella alma!
4.º Señora Aubry, viuda del señor Aubry, cambista, fallecido en Bélgica, prima en segundo grado, recogida en la casa, índole agria.
5.º La señorita Helouin (Gabriela Carolina), veintiséis años, exinstitutriz, hoy doncella, talento cultivado, carácter dudoso.
—Quemad.
A pesar de la reserva que caracterizaba este documento, no me ha sido inútil; conocí que se iban disipando con el horror de lo desconocido, parte de mis aprensiones. Por otro lado, si había como lo pretendía el señor Laubepin, dos almas cándidas en el castillo de Laroque, era seguramente más de lo que había derecho á esperar, sobre una proporción de cinco habitantes. Después de dos horas de marcha, el cochero se detuvo delante de una puerta de reja, flanqueada por dos pabellones que sirven de alojamiento al conserje. Dejé allí la parte pesada del equipaje y me encaminé hacia el castillo, llevando en una mano mi saco de noche, y decapitando con la caña que llevaba en la otra, las margaritas que brotaban en el cesped. Después de haber marchado algunos centenares de pasos entre dos filas de enormes castaños, me hallé en un vasto jardín de disposición circular, que más lejos parecía transformarse en parque; á derecha é izquierda profundas perspectivas abiertas entre espesuras compactas y ya verdeando, brazos de agua deslizándose bajo los árboles, y blancas barcas guardadas bajo techos rústicos. Frente á mí, se eleva el castillo, construcción considerable del gusto elegante y semiitaliano de los primeros años de Luis XIII. Está precedido por un terraplén que forma, al pie de una gradería, y bajo las altas ventanas de la fachada, una especie de jardín particular, al que se sube por muchos escalones anchos y bajos. El aspecto alegre y fastuoso de esta morada me causó una verdadera contrariedad que no disminuyó, cuando, al aproximarme al terraplén, oí un ruido de voces jóvenes y alegres que se destacaba sobre los rumores más lejanos de un piano. Entraba decididamente en una casa de recreo, muy diferente del viejo y severo torreón que me había figurado. Sin embargo, ya no era tiempo de reflexiones: subí ligeramente las gradas y me hallé de pronto con una escena que, en cualquiera otra circunstancia, hubiera juzgado bastante agradable. Sobre uno de los cuadros de césped del jardín, una media docena de jóvenes, enlazadas de dos en dos, reían con estrépito, bailando alegremente al sol, mientras que un piano hábilmente tocado, les enviaba, á través de una ventana abierta, los compases de un impetuoso vals. Apenas tuve tiempo de entrever las fisonomías animadas de las bailarinas; los cabellos sueltos, los anchos sombreros flotando sobre sus espaldas: mi brusca aparición fué saludada por un grito general, seguido súbitamente de un silencio profundo; la danza cesó, y toda la banda, formada en batalla, esperó gravemente la pasada del extranjero, que se detuvo algo confundido. Aunque mi pensamiento no se preocupa desde hace algún tiempo de las pretensiones mundanas, confieso que en aquel momento habría tirado de buena gana, mi saco de noche. Fué menester determinarme, y cuando avanzaba, con el sombrero en la mano hacia la doble escalera que da acceso al vestíbulo del castillo, el piano se interrumpió de pronto.
Vi presentarse luego en la ventana abierta un enorme perro de Terranova, que puso sobre la barra de apoyo su hocico leonino entre sus dos velludas patas: un instante después apareció una joven de elevada estatura y seria fisonomía, cuyo rostro, un poco bronceado, estaba rodeado de una masa espesa de cabellos negros y lustrosos. Sus ojos, que me parecieron de dimensiones extraordinarias, interrogaron con una curiosidad indolente la escena que tenía lugar en el terrado.
—Y bien ¿qué es lo que hay?—dijo con una voz tranquila.—Le dirigí entonces una profunda inclinación, y maldiciendo una vez más mi saco de noche, que divertía visiblemente á aquellas niñas, me apresuré á subir las gradas de la escalera.
Un criado de cabellos grises vestido de negro, que hallé en el vestíbulo, tomó mi nombre: fuí introducido algunos minutos después en un vasto salón colgado de amarillo, donde reconocí desde luego á la joven que acababa de ver en la ventana, y que seguramente era de una extrema belleza. Cerca de la chimenea, que era un verdadero horno, una señora de mediana edad y cuyas facciones acusaban fuertemente el tipo criollo, se hallaba sepultada en un gran sofá lleno de plumazones, cojines y almohadillas de todos tamaños. Un trípode de forma antigua, encima del cual había un brasero encendido, estaba colocado á su alcance, y aproximaba á él por intervalos sus manos pálidas y flacas. Al lado de la señora Laroque estaba sentada una señora que tejía: en su semblante triste y poco gracioso, no pude desconocer á la prima en segundo grado, viuda del agente de cambio, fallecido en Bélgica.
La primera mirada que arrojó sobre mí la señora Laroque parecióme llena de una sorpresa que rayaba en estupor. Me hizo repetir mi nombre.
—Perdóneme... señor...
—Odiot, señora...
—¿Máximo Odiot, el intendente que el señor Laubepin...?
—Sí, señora.
—¿Está usted bien seguro?
—¡Cómo no, señora! perfectamente—respondí sin poder contener una sonrisa.
Arrojó una rápida mirada sobre la viuda del agente de cambio, y luego sobre la niña de severa frente, como para decirles:—¿Comprenden ustedes esto?—Agitóse ligeramente entre sus almohadones y continuó:
—En fin, tenga la bondad de sentarse, señor Odiot. Le agradezco infinito, señor, el que quiera consagrarnos su talento. Le aseguro que necesitamos mucho de su ayuda, porque, no puede negarse, tenemos la desgracia de ser muy ricas... Reparando que á estas palabras, la prima en segundo grado, encogía los hombros:
—Sí, mi querida señora Aubry;—prosiguió la señora de Laroque—sostengo lo que he dicho. Dios ha querido probarme al hacerme rica. Yo había nacido positivamente para la pobreza, para las privaciones, para la abnegación y el sacrificio, pero he sido contrariada. Por ejemplo, á mí no me habría disgustado un marido enfermo. ¡Pues bien! el señor Laroque era un hombre de excelente salud. Vea usted ahí, cómo mi destino ha sido y será siempre contrariado desde el principio hasta el fin...
—No diga usted eso—dijo secamente la señora Aubry.—Muy bien le iría con la pobreza á usted, que no se escasea ninguna dulzura, ningún refinamiento.
—Permítame, querida señora—respondió la señora de Laroque;—yo no aprecio en modo alguno los sacrificios estériles. El que yo me condenara á las privaciones más duras ¿á qué ó á quién aprovecharía? Porque yo me helara desde la mañana hasta la noche, ¿sería usted más dichosa?
La señora Aubry dió á entender con un gesto expresivo que no sería más dichosa por eso, pero que consideraba el lenguaje de la señora de Laroque como prodigiosamente afectado y ridículo.
—En fin—continuó ésta,—dicha ó desgracia; poco importa. Somos, pues, muy ricas, señor Odiot, y por poco caso que haga yo de esta fortuna, mi deber es conservarla para mi hija, aunque la pobre niña no se cuide de ella más que yo. ¿No es así, Margarita?
A esta pregunta, una débil sonrisa entreabrió los labios desdeñosos de la señorita Margarita, y el arco prolongado de sus cejas se extendió ligeramente, después de lo cual, aquella fisonomía grave y soberbia volvió de nuevo á su reposo.
—Señor—continuó la señora de Laroque,—se le va á mostrar la habitación que le hemos destinado, ajustándonos al formal deseo del señor Laubepin; pero antes permítame que le conduzca á la habitación de mi suegro, que tendrá placer en conocerle. ¿Quiere usted llamar, prima? Espero, señor Odiot, que nos hará usted el placer de comer hoy con nosotros. Adiós, señor, hasta muy luego.
Fuí confiado á los cuidados de un criado, que me suplicó esperara en la pieza contigua á aquélla de que salía, mientras tomaba órdenes del señor Laroque. Se había dejado la puerta del salón entreabierta y me fué inevitable oir estas palabras pronunciadas por el señor Laroque con el tono de bondad, aunque un poco irónico que le es habitual:
—¡Vaya, vaya! no se puede comprender á Laubepin, que me anuncia un muchacho de cierta edad, muy sencillo, muy juicioso, ¡y que me envía un señor como éste!
La señorita Margarita murmuró algunas palabras, que no pude oir, con vivo pesar mío, lo confieso, y á las que su madre respondió:
—No te digo lo contrario, hija; pero no por eso es menos ridículo de parte del señor Laubepin. ¿Cómo quieres que un señor como éste vaya á correr con zuecos? Mira, Margarita, si le acompañaras á la habitación de tu abuelo...
La señorita Margarita entró casi en el momento á la pieza en me hallaba. Cuando me vió en ella, pareció poco satisfecha.
—Perdón, señorita; pero el criado me dijo lo esperara aquí.
—Tenga la bondad de seguirme, señor.
La seguí. Me hizo subir una escalera, atravesar muchos corredores, y me introdujo por fin en una especie de galería donde me dejó.
Púseme entonces á examinar algunos cuadros suspendidos en el muro. Estas pinturas eran en su mayor parte muy mediocres, consagradas á la gloria del antiguo corsario del imperio. Había muchos combates de mar, un poco ahumados, en los que era evidente sin embargo, que el pequeño brik L'Aimable , capitán Laroque, veintiséis cañones, causaba á John Bull los más sensibles disgustos. Luego venían algunos retratos de pie, del capitán Laroque, que naturalmente atrajeron mi especial atención. Representaban todos, salvo ligeras variaciones, un hombre de talla gigantesca, llevando una especie de uniforme republicano, con grandes solapas, cabellos á lo Kleber, y arrojando hacia adelante una mirada enérgica, ardiente y sombría; en resumen, una especie de hombre, que no tenía nada de agradable. Cuando estudiaba esta gran figura, que realzaba maravillosamente la idea que se tiene en general de un corsario, y aun de un pirata, la señorita Margarita me suplicó que entrara. Halléme entonces frente á un viejo flaco y decrépito, cuyos ojos conservaban apenas una chispa vital, y que para acogerme, tocó con mano temblorosa el bonete de seda negra que cubría su cráneo luciente como el marfil.
—Abuelo—dijo la señorita Margarita levantando la voz;—es el señor Odiot.
El pobre viejo corsario se levantó un poco de su sillón, mirándome con una expresión apagada é indecisa. Me senté á un signo de la señorita Margarita, que repitió:—El señor Odiot, el nuevo intendente, abuelo.
—¡Ah! buen día, señor—murmuró el anciano.
Siguió una pausa del más obligado silencio. El capitán Laroque, con el cuerpo encorvado y la cabeza pendiente, continuaba fijando sobre mí su incierta mirada. En fin, pareciendo hallar de pronto un asunto de conversación de un interés capital, me dijo con voz sorda y profunda:
—El señor de Beauchêne ha muerto.
No hallé respuesta alguna á esta comunicación inesperada: ignoraba absolutamente quién pudiese ser el señor de Beauchêne, y no tomándose la señorita Margarita la molestia de decírmelo, me limité á atestiguar, por una débil exclamación de pésame, la parte que tomaba en este desgraciado suceso. Pero aparentemente esto no era bastante para lo que deseaba el viejo capitán, porque agregó un momento después con el mismo tono lúgubre:—¡el señor de Beauchêne ha muerto!
Mi asombro se acrecentó ante esta instancia. Veía el pie de la señorita Margarita golpear el pavimento con impaciencia: me desesperé y tomando al azar la primera frase que me vino al pensamiento:
—¿Y de qué ha muerto?—dije.
No había terminado aún esta pregunta, cuando una mirada colérica de la señorita Margarita me advertía que me hacía sospechoso de no sé qué irreverencia burlona. Aun cuando no me sintiese realmente culpable sino de una necia torpeza, me apresuré á dar á la conversación un giro más agradable. Hablé de los cuadros de la galería, de las grandes emociones que debían recordar al capitán y del interés respetuoso que sentía al contemplar al héroe de aquellas gloriosas páginas. Entré también en detalles y cité, con cierto calor, dos ó tres combates en que el brik L'Aimable me había parecido realizar verdaderos prodigios.
En tanto que daba yo prueba de esta cortesía de buen gusto, la señorita Margarita, con mi mayor sorpresa, continuaba mirándome con un descontento y despecho manifiestos. Su abuelo entretanto me prestaba oído atento; veía levantarse poco á poco su cabeza. Una extraña sonrisa iluminaba su fisonomía descarnada y parecía borrarle las arrugas. De pronto, tomando con sus dos manos los brazos de su sillón, se enderezó tan alto como era; una llama guerrera brotó de sus profundas órbitas y exclamó con una voz sonora que me hizo extremecer:
—¡Barra al viento, todo al viento! ¡Fuego á babor! ¡Atraca, atraca; arrojad los ganchos! ¡Con vigor! ¡Ya lo tenemos! ¡Fuego allá arriba! ¡Un buen escobajo! ¡Limpiad el puente! ¡A mí ahora! ¡juntos! ¡Sus! ¡al inglés, al sajón maldito! ¡hurra!
Arrojando este último grito, que agonizó en su garganta, el anciano, inútilmente sostenido por las manos piadosas de su nieta, cayó como aniquilado en su sillón. A un signo imperioso de la señorita Laroque, salí. Hallé el camino como pude á través del dédalo de corredores y de escaleras, lamentándome vivamente de lo inoportuno que había estado en mi entrevista con el viejo capitán de L'Aimable .
El criado de cabellos grises que me recibió á la llegada, y que se llama Alain, me esperaba en el vestíbulo para decirme de parte de la señora Laroque que no tenía tiempo de pasar á mi alojamiento antes de comer, y que me hallaba bien como estaba.
En el momento mismo en que entraba al salón, una sociedad de unas veinte personas salía para el comedor con las ceremonias usuales. Era la vez primera desde mi cambio de condición que me hallaba mezclado en una reunión mundana. Habituado en otro tiempo á las pequeñas distinciones que la etiqueta de los salones acuerda en general al nacimiento y á la fortuna, no recibí sin amargura los primeros testimonios de la negligencia y el desdén á que inevitablemente me condenaba mi nueva situación. Reprimiendo lo mejor que pude estas sublevaciones del falso orgullo, ofrecí mi brazo á una joven pequeña, pero bien formada y graciosa, que quedaba sola atrás de los convidados, y que era como lo supuse la señorita Helouin, la institutriz. Mi asiento en la mesa estaba señalado cerca del suyo. En tanto que cada uno se acomodaba, apareció la señorita Margarita, como Antígona, guiando la marcha lenta y pesada de su abuelo. Vino á sentarse á mi derecha con ese aire de tranquila majestad que le es propio, y el poderoso Terranova, que parece ser el guardián titular de esta princesa, se acostó de centinela tras de su silla. Creí deber expresar sin retardo á mi vecina, el pesar que sentía en haber evocado torpemente recuerdos que parecían agitar de una manera penosa el ánimo de su abuelo.
—Soy yo quien debe excusarse, señor—respondió,—por no haberle prevenido que jamás debe hablarse de los ingleses delante de mi padre... ¿Conocéis la Bretaña, señor?
Le contesté que no la había conocido hasta aquel día, pero que me consideraba muy dichoso en conocerla, y para probar que era digno de ella, hablé en estilo lírico de las bellezas pintorescas que me habían llamado la atención durante el camino. En el instante en que creía que esta diestra lisonja me conciliaba en el más alto grado la benevolencia de la joven bretona, vi con asombro dibujarse en su frente los síntomas de la impaciencia y del fastidio. Decididamente era yo desgraciado con esta niña.
—¡Vamos! veo, señor—dijo con una singular expresión de ironía,—que ama usted lo bello, lo que habla á la imaginación y al alma, la naturaleza, la verdura, los matorrales, las piedras y las bellas artes. Se entenderá usted maravillosamente con la señorita Helouin, que adora igualmente todas esas cosas, las que para mí no tienen mérito alguno.
—Pero en nombre del cielo, ¿qué es lo que ama usted entonces?
A esta interrogación, que le dirigí en el tono de una amable jovialidad, la señorita Margarita se volvió á mí bruscamente, me lanzó una mirada altiva, y respondió secamente:
—Amo á mi perro. ¡Aquí, Mervyn!
Y sumergió afectuosamente su mano en la espesa piel del Terranova, que parado sobre las patas de atrás, alargaba ya su formidable cabeza, entre mi plato y el de la señorita Margarita. No pude menos de observar con nuevo interés la fisonomía de esta mujer, y buscar en ella los signos exteriores de la poca sensibilidad de alma de que al parecer hace profesión. La señorita Laroque, que me pareció muy alta, sólo debe esta apariencia al carácter amplio y perfectamente armonioso de su belleza. Es en realidad de una estatura ordinaria; su rostro, de un óvalo algo redondeado, y su cuello, de una postura delicada y arrogante, están cubiertos ligeramente por un tinte propio de las hijas de Bretaña. Su cabellera que señala sobre su frente un espeso relieve, arroja á cada movimiento de su cabeza reflejos ondulosos y azulados; su delicada nariz parece copiada sobre el divino modelo de una madona romana, y esculpida en nácar viviente. Debajo de sus ojos grandes, profundos y pensativos, el color algo tostado de sus mejillas, es matizado por una especie de aureola más bronceada, que parece una traza proyectada por la sombra de las pestañas y como quemada por el rayo ardiente de la mirada. Difícilmente podría retratar la dulzura soberana de la sonrisa, que viene por intervalos, á animar esta bella fisonomía y á atemperar por no sé qué contracción graciosa el brillo de sus grandes ojos. Ciertamente, la diosa misma de la poesía, del sueño y de los mundos encantados, podía presentarse atrevidamente á los homenajes de los mortales bajo la forma de esta niña que sólo ama á su perro. La naturaleza, en sus producciones más escogidas, nos presenta á menudo estas crueles mistificaciones.
Por otra parte, esto me importa muy poco. Comprendo perfectamente que estoy destinado á jugar en la imaginación de la señorita Margarita el papel que podría representar en ella un negro, objeto, como se sabe, muy poco seductor para las criollas. Por mi parte me jacto de ser tan orgulloso como la señorita Margarita; el más imposible de los amores para mí, sería aquel que me expusiera á la sospecha de intriga é interés. No pienso tampoco tener que armarme de una gran fuerza moral contra un peligro que no me parece verosímil, pues la belleza de la señorita Laroque es de aquellas que despiertan más la contemplación del artista que un sentimiento de naturaleza más humano y más tierno.
Entretanto, sobre el nombre de Mervyn, que la señorita Margarita había dado á su guardia de Corps, mi vecina de la izquierda, la señorita Helouin, se lanzó á toda vela en el cielo de Arturo, y quiso enseñarme que Mervyn era el nombre auténtico del célebre encantador que el vulgo llama Merlín. Desde los caballeros de la mesa redonda se remontó hasta los tiempos de César y vi desfilar ante mí, en procesión prolija, toda la jerarquía de los druidas, de los bardos y de los vates; después de lo cual caímos fatalmente de menhir en dolmen y de galgul en cromlech [1] .
Mientras que me extraviaba en las selvas célticas, siguiendo los pasos de la señorita Helouin, á la que no falta sino un poco de gordura para ser una druidesa muy pasable, la viuda del agente de cambio, colocada cerca de nosotros, hacía resonar los ecos de una queja continua y monótona como la de un ciego; se habían olvidado de ponerle su calentador, se le servía un potaje frío, se le presentaban huesos descarnados; ved ahí cómo se la trataba. Por lo demás, ella estaba habituada.
—Es triste ser pobre, muy triste. ¡Desearía más bien morir! Sí, doctor—decía, dirigiéndose á su vecino, que parecía escuchar sus quejas con una afectación de interés un tanto irónico;—sí, doctor, no es broma: querría más bien haber muerto. Sería una carga menos para todos. Además, piense, doctor. ¡Cuando se ha estado en mi posición, cuando uno ha comido en vajilla de plata con sus armas... verse reducida á la caridad y á ser el juguete de los criados! No se sabe todo lo que yo sufro en esta casa ni se sabrá jamás. Cuando uno tiene orgullo, sufre sin quejarse; es por esto que me callo, aunque no deje de pensarlo.
—Eso es, mi querida señora—dijo el doctor, que se llama, según creo, Desmarets;—no hablemos más de eso; beba refrescos, que la calmarán.
—¡Nada, nada me calmará, doctor, sino la muerte!
—¡Pues bien, señora, cuando guste!—replicó resueltamente el doctor.
En una región más central, la atención de los convidados estaba monopolizada por el palabreo insubstancial, cáustico y fanfarrón de un personaje, á quien oí llamar el señor de Bevallan, que goza, al parecer, de los derechos de una particular intimidad. Es un hombre bastante alto, de una juventud madura, y cuya cabeza recuerda bastante fielmente el tipo del rey Francisco I. Se le escucha como á un oráculo, y aun la señorita Laroque le concede todo el interés y admiración que parece capaz de concebir aún por las cosas de este mundo.
En cuanto á mí, como la mayor parte de las agudezas que oía aplaudir, se referían á anécdotas locales y á chismografía de aldea, no he podido apreciar hasta aquí sino incompletamente el mérito de este león armórico.
Tuve, sin embargo, que congratularme de su urbanidad: me ofreció un cigarro después de comer y me llevó al retrete de fumar. Al mismo tiempo hacía los honores á tres ó cuatro jóvenes apenas salidos de la adolescencia, que lo miraban evidentemente como un modelo de bellas maneras y de exquisita pillería.
—¡Y bien, Bevallan!—dijo uno de los jóvenes—¿no renuncia usted, pues, á la sacerdotisa del sol?
—¡Jamás!—respondió el señor de Bevallan.—Esperaré diez meses, diez años, si es preciso; ¡pero ó la poseeré yo ó nadie!
—Es usted afortunado, viejo bribón; la institutriz le ayudará á tener paciencia.
—Debo cortarle la lengua ó las orejas, Arturo—dijo á media voz el señor de Bevallan avanzando hacia su interlocutor, y haciéndole una rápida seña para que notara mi presencia.
Se pasó entonces en revista, en una encantadora mezcolanza, todos los caballos, todos los perros y todas las damas de la comarca. Entre paréntesis, sería de desear que las mujeres pudiesen asistir secretamente una vez en su vida á una de esas conversaciones que tienen lugar entre hombres en la primera efusión que sigue á una abundante comida; allí hallarían la medida exacta de la delicadeza de nuestras costumbres y de la confianza que ella debe inspirarlas. Por lo demás, yo no me jacto de gazmoñería; pero la conversación de que era testigo, tenía, según mi opinión, la grave falta de ultrapasar los límites de la broma más libre; todo lo tocaba al pasar, lo ultrajaba todo alegremente, y tomaba, en fin, un carácter muy gratuito de universal profanación. Luego mi educación, muy incompleta sin duda, me ha dejado en el corazón un fondo de respeto, que me parece debe ser reservado en medio de las más vivas expansiones del buen humor. Entretanto, tenemos hoy en Francia á nuestra joven América, que no está contenta sino blasfema un poco después de haber bebido; tenemos amables pichones de bandido, esperanzas del porvenir, que no han tenido padre ni madre, que no tienen patria, que tampoco tienen Dios, pero que parecen el producto bruto de alguna máquina sin entrañas y sin alma, que los ha depositado fortuitamente sobre este globo, para que le sirvan de mediocre ornamento.
En resumen, el señor de Bevallan, que no teme instituirse profesor cínico de estos calaveras sin barba, no me ha gustado, ni pienso haberle agradado tampoco. Protesté un poco de fatiga y me retiré.
A mi llamamiento, el viejo Alain tomó una linterna y me guió á través del parque hacia la habitación que me estaba destinada. Después de algunos minutos de marcha, atravesamos un puente de madera echado sobre un río y nos hallamos delante de una puerta maciza y ogival abierta en una especie de torre y flanqueada por dos torrecillas. Era esta la entrada del antiguo castillo. Robles y abetos seculares forman, alrededor de estos despojos feudales, un cerco misterioso que les da un aire de profundo retiro. En estas ruinas es donde debo habitar. Mi departamento compuesto de tres piezas, elegantemente tapizadas de azul, se prolonga encima de la puerta de una torrecilla á la otra. Esta melancólica morada no deja de agradarme; ella conviene con mi fortuna. Apenas me vi libre del viejo Alain, que es de genio un poco noticiero, me puse á escribir el relato de este importante día, interrumpiéndome por intervalos para escuchar el murmullo bastante dulce del pequeño río que corre bajo mis ventanas, y el grito del tradicional mochuelo, que celebra en sus vecinos bosques sus tristes amores.
Ya es tiempo de que trate de desenredar el hilo de mi existencia personal é íntima, perdido desde hace dos meses, en medio de las activas obligaciones de mi cargo.
Al día siguiente de mi llegada, después de haber estudiado en mi retiro, durante algunas horas, los papeles y registros del padre Hivart, como se llama aquí á mi predecesor, fuí á almorzar al castillo, donde no hallé más que una pequeña parte de los huéspedes de la víspera. La señora de Laroque, que ha vivido en París antes que la salud de su suegro la hubiese condenado á un eterno veraneo, conserva fielmente en su retiro el gusto por los intereses elevados, elegantes ó frívolos, de que el arroyo de la calle de Bac era el espejo, en tiempos del turbante de la señora Stäel. Parece, además, haber visitado la mayor parte de las grandes ciudades de Europa, y adquirido conocimientos literarios que pasan la medida común de la erudición parisiense.
Recibe muchos diarios y revistas, y se aplica á seguir, tanto como le es posible á la distancia en que se encuentra, el movimiento de esa civilización refinada, de que los teatros, los museos y los libros recién publicados son las flores y los frutos más ó menos efímeros. Durante el almuerzo se habló de una ópera nueva, y la señora de Laroque dirigió sobre este asunto, al señor de Bevallan, una pregunta á que no supo responder, aun cuando siempre tenga, si ha de creérsele, un pie y un ojo en el Bulevar de los Italianos. La señora de Laroque se dirigió entonces hacia mí, manifestando en su aire de distracción la poca esperanza que tenía de hallar á su encargado de negocios muy al corriente de estas cosas; pero precisa y desgraciadamente, son las únicas que conozco. Había oído en Italia la ópera que acababa de darse en Francia por la primera vez. La reserva misma de mis respuestas, despertó la curiosidad de la señora de Laroque, que me oprimía á preguntas, y que se dignó muy luego comunicarme ella misma, sus impresiones, sus recuerdos y sus entusiasmos de viaje. No tardamos en recorrer como camaradas, los teatros y las galerías más célebres del continente, y nuestra conversación, cuando dejamos la mesa, era tan animada, que mi interlocutora para no romper su curso, tomó mi brazo, sin pensarlo. Fuimos á continuar en el salón nuestras simpáticas efusiones, olvidando la señora de Laroque, cada vez más, el tono de benévola protección, que hasta entonces me había chocado en su conversación particular conmigo.
Me confesó, que el demonio del teatro la atormentaba en alto grado, y que meditaba hacer representar comedias en el castillo. Me pidió consejos sobre la organización de esta diversión. Yo le hablé entonces, con detalles, de las comedias caseras, que había tenido ocasión de ver en París y en San Petersburgo; luego no queriendo abusar de mi favor, me levanté bruscamente, declarando que pretendía inaugurar sin demora mis funciones, por la exploración de un gran cortijo situado á dos leguas escasas del castillo. A esta declaración, la señora de Laroque pareció súbitamente consternada; me miró, se agitó entre sus almohadillas, aproximó sus manos al brasero, y me dijo á media voz:
—¡Ah! ¿qué importa eso? vaya, déjelo usted.
Y como yo insistiese:
—¡Pero, Dios mío!—agregó, con un gracioso ademán,—¡mire usted que los caminos están espantosos!... Espere al menos la buena estación.
—No, señora—le dije riendo,—no esperaré ni un minuto; ó soy intendente ó no lo soy.
—Señora—dijo el viejo Alain, que se hallaba allí,—se podría enganchar para el señor Odiot el carricoche del padre Hivart; no tiene elásticos, pero por lo mismo es más sólido.
La señora de Laroque confundió con una mirada fulminante al desgraciado Alain, que osaba proponer á un intendente de mi especie, que había asistido á un espectáculo en casa de la gran duquesa Elena, el carricoche del padre Hivart.
—¿La americana no pasaría por el camino?—preguntó.
—¿La americana, señora? No, á fe mía. No hay riesgo de que pase—dijo Alain,—y si pasa no será entera... y aun así, creo que no pasará.
Protesté que iría perfectamente á pie.
—No, no, es imposible, yo no lo quiero. Veamos... tenemos una media docena de caballos de silla que no hacen nada... pero probablemente no montará usted á caballo.
—Le pido perdón, señora; pero es verdaderamente inútil, voy...
—Alain, haga ensillar un caballo para el señor... Dí tú cuál, Margarita.
—Dele á Proserpina—murmuró el señor de Bevallan, riendo en mis barbas.
—¡No, á Proserpina no!—exclamó vivamente la señorita Margarita.
—¿Por qué no Proserpina, señorita?—le dije yo entonces.
—Porque lo arrojaría á tierra—me respondió rotundamente la joven.
—¡Oh! ¿cómo es eso? Perdóneme; ¿quiere usted permitirme que le pregunte, señorita, si monta usted ese animal?
—Sí, señor, pero con dificultad.
—¡Pues bien! puede ser que ella sea menor cuando lo haya yo montado una ó dos veces. Esto me decide. Haga usted ensillar á Proserpina, Alain.
La señorita Margarita frunció sus negras cejas y se sentó haciendo un signo con la mano, como para rechazar toda responsabilidad, en la catástrofe inminente que preveía.
—Si necesita usted espuelas, tengo un par á su servicio—agregó entonces el señor de Bevallan que decididamente pretendía que yo no volviese.
Sin notar, al parecer, la mirada de reproche que la señorita Margarita dirigió al obsequioso gentil hombre, acepté sus espuelas. Cinco minutos después, un ruido de pisadas desordenadas anunciaba la aproximación de Proserpina que traían trabajosamente al pie de la escalera del jardín reservado, y que era, entre paréntesis, una yegua muy bella mestiza, negra como el azabache. Bajé al punto la escalera. Algunos jóvenes, encabezados por Bevallan salieron al terrado, por humanidad según creo, y se abrieron al mismo tiempo las tres ventanas del salón para las mujeres y los ancianos. Habríame pasado de buena gana sin todo este aparato, pero en fin, me resigné, y por otra parte no tenía mucha inquietud sobre las consecuencias de la aventura, pues si bien soy un novel intendente, soy un antiguo jinete. Apenas caminaba, cuando mi padre me había ya plantado sobre un caballo, con gran desesperación de mi madre, y después, no desdeñó ningún cuidado, para hacerme su igual en este arte en que él sobresalía. Había llevado mi educación en este punto hasta el refinamiento, haciéndome vestir muchas veces viejas y pesadas armaduras de familia para que realizara con más facilidad los ejercicios de equitación que me enseñaba. Entretanto, Proserpina me dejó desenredar las riendas y aun tocar su pescuezo sin dar la menor señal de irritación, pero no bien sintió mi pie sobre el estribo, se tendió á un lado bruscamente, tirando tres ó cuatro soberbias coces por encima de las macetas de mármol que adornan la escalera, se paró en dos patas haciéndose la graciosa y batiendo el aire con sus manos; luego reposó estremeciéndose.
—Difícil para montar—me dijo un criado de caballeriza, guiñando el ojo.
—Lo veo, muchacho, pero voy á sorprenderla, mira.—En el mismo instante me senté en la silla sin tocar el estribo, y en tanto que Proserpina reflexionaba en lo que sucedía, me afirmé sólidamente. Un instante después desaparecíamos á galope corto por la avenida de los castaños, seguidos por el ruido de algunos aplausos, que el señor de Bevallan tuvo la buena inspiración de comenzar.
Este incidente, por insignificante que fuese, no dejó, como pude notarlo esa misma noche, de realzar mi crédito en la opinión. Algunos otros talentos del mismo valor, de que mi educación me ha provisto, han acabado de asegurarme aquí toda la importancia que deseaba, y que debe garantizar mi dignidad personal. Por lo demás, se ve muy bien que no pretendo de ningún modo abusar de los agasajos y atenciones de que puedo ser objeto para usurpar en el castillo un papel poco conforme á las modestas funciones que desempeño. Enciérrome en mi torre tan á menudo como puedo, sin faltar formalmente á las conveniencias: en una palabra, me mantengo estrictamente en mi lugar, á fin de que nadie tenga que volverme á él.
Algunos días después de mi llegada, asistí á una de esas comidas de ceremonia, que en esta estación son aquí casi cotidianas; oí que mi nombre fué pronunciado en tono interrogativo por el gordo subprefecto de la pequeña ciudad vecina, que estaba sentado á la derecha de la dama castellana. La señora de Laroque que padece de frecuentes distracciones, olvidó que yo no estaba lejos de ella, y de buena ó de mala gana, no perdí una sola palabra de su respuesta.
—¡Dios mío! no me hable usted de ello; hay en eso un misterio inconcebible... Nosotros pensamos que es algún príncipe disfrazado... Hay tantos que corren el mundo por humorada... Este posee todos los talentos imaginables: monta á caballo, toca el piano y dibuja, todo de una manera admirable... Entre nosotros, mi querido subprefecto, creo que es un pésimo intendente, pero indudablemente, es un hombre muy agradable.
El subprefecto que es también hombre agradable, ó que, al menos cree serlo, lo que viene á ser lo mismo para su satisfacción personal, dijo entonces graciosamente, acariciando con una mano gordinflona sus espléndidas patillas, que había en el castillo muchos ojos bastante bellos para explicar tantos misterios; que sospechaba mucho que el intendente fuese un pretendiente, y que además el amor era padre legítimo de la locura é intendente natural de las desgracias... Cambiando de tono repentinamente:
—Sobre todo, señora—agregó,—si usted tiene la menor inquietud con respecto á ese individuo, le haré interrogar mañana mismo, por el cabo de la gendarmería.
La señora de Laroque clamó contra este exceso de celo galante, y la conversación, en lo que á mí concernía, no fué más lejos, pero me dejó muy picado, no contra el subprefecto, que por el contrario me gustaba muchísimo, sino contra la señora de Laroque, que haciendo á mis cualidades privadas una excesiva justicia, no me había parecido suficientemente penetrada de mi mérito oficial.
La casualidad quiso que tuviese al día siguiente que renovar la escritura de un arriendo considerable. Esta operación se negociaba con un paisano viejo y muy astuto, á quien, sin embargo, conseguí ofuscar con algunos términos de jurisprudencia, diestramente combinados con las reservas de una prudente diplomacia. Arregladas nuestras convenciones, el buen hombre colocó tranquilamente sobre mi escritorio, tres paquetes de piezas de oro. Si bien la significación de esta entrega, que no se me debía, me era del todo incomprensible, me guardé de mostrar una sorpresa inconsiderada; pero desenvolviendo los paquetes, me aseguré por medio de algunas preguntas indirectas, que esta suma constituía las arras del arrendamiento, ó en otros términos la gabela que tienen por costumbre los arrendatarios ceder al propietario en cada renovación de contrato. Yo no había pensado en reclamar tal cosa, no habiendo hallado mención alguna de ella en los contratos anteriores, redactados por mi hábil predecesor, y que me servían de modelo. No saqué por el momento ninguna conclusión de esta circunstancia, pero cuando fuí á entregar á la señora de Laroque este don de fausto advenimiento, su sorpresa me asombró.
—¿Qué significa esto?—me dijo.
Le expliqué la naturaleza de esta gratificación. Me la hizo repetir.
—¿Y es esta la costumbre?—agregó.
—Sí, señora, toda vez que se consiente en un nuevo contrato.
—Pero ha habido en treinta años, según creo, más de diez contratos renovados... ¿Cómo es que no hemos oído hablar jamás de semejante cosa?
—No sabré decírselo, señora.
La señora de Laroque cayó en un abismo de reflexiones, en cuyo fondo, es probable hallara la sombra venerable del padre Hivart; después alzando ligeramente los hombros, fijó su mirada en mí, luego sobre las piezas de oro, una vez más sobre mí, y apareció perpleja. En fin, arrellanándose en su butaca y suspirando profundamente, me dijo con una simplicidad de que le estoy agradecido:
—Está bien, señor: le doy mil gracias.
Este rasgo de grosera probidad, por el cual la señora de Laroque tuvo el buen gusto de no cumplimentarme, no dejó por eso de hacerle concebir una gran idea de la capacidad y de las virtudes de su intendente. Pude juzgarlo algunos días después. Su hija le leía la relación de un viaje al polo en que se hablaba de un pájaro extraordinario, qui ne vole pas .
—Mira—dijo—es como mi intendente.
Espero firmemente haberme adquirido, desde entonces, por el cuidado severo con que me ocupo de la tarea que he aceptado, títulos á una consideración de género menos negativo. El señor Laubepin, cuando fuí recientemente á París, para abrazar á mi hermana, me agradeció con una viva sensibilidad el honor que hacía á los compromisos que por mí había contraído.
—Valor, Máximo—me dijo:—dotaremos á Elena. La pobre niña no carecerá de nada, por decirlo así. Y en cuanto á usted, querido amigo, no tenga pesares, créame: posee usted en sí mismo lo que más se parece á la felicidad en este mundo, y gracias al Cielo, creo que siempre lo poseerá: la paz de la conciencia y la varonil serenidad de una alma consagrada al deber.
Este anciano tiene razón, sin duda alguna. Estoy tranquilo y sin embargo, no me siento dichoso. Hay en mi alma, que no está aún sazonada para los austeros goces del sacrificio, arranques impetuosos de juventud y desesperación. Mi vida consagrada y sacrificada sin reserva á otra vida más débil y querida, no me pertenece: no tiene porvenir, está en un claustro, encerrada para siempre. Mi corazón no debe latir, mi cabeza no debe pensar sino por cuenta ajena. En fin, que Elena sea dichosa. La vejez se aproxima: ¡que venga pronto! Yo la imploro: su hielo ayudará mi valor.
No podría quejarme, además, de una situación que en suma ha engañado mis más penosas aprensiones, y que aun ha ultrapasado mis mejores esperanzas. Mi trabajo, mis viajes frecuentes á los vecinos departamentos, mi afición á la soledad, me tienen á menudo alejado del castillo, cuyas reuniones bulliciosas huyo sobre todo. Puede muy bien que la amistosa acogida que hallo en él, sea debida en gran parte á lo poco que me prodigo. La señora de Laroque, sobre todo, me profesa una verdadera afección; me toma por confidente de sus extravagantes y muy sinceras manías de pobreza, de sacrificio y abnegación poética que forman, con sus multiplicadas precauciones de criolla frívola, un singular contraste. Tan pronto envidia á las bohemias cargadas de hijos, que arrastran por las calles una miserable carreta, y cuecen su comida al abrigo de los cercados, como á las hermanas de la caridad, como á las cantineras, cuyas heroicidades ambiciona.
En fin, no cesa de reprochar al finado señor Laroque, hijo, su admirable salud que jamás permitió á su mujer desplegar las cualidades de enfermera, de que rebosa su corazón. Entretanto, ha tenido, en estos últimos días, la idea de agregar á su sillón una especie de nicho en forma de garita, para resguardarse de los vientos colados. La hallé, mañanas pasadas, instalada triunfalmente en esta especie de kiosco en el que espera dulcemente el martirio.
Casi otro tanto puedo decir de los demás habitantes del castillo. La señorita Margarita, siempre sumergida como una esfinge nubia en algún sueño desconocido, condesciende sin embargo, en repetir bondadosamente las piezas de mi predilección. Tiene una voz de contralto admirable, de la que se sirve con arte consumado; pero al mismo tiempo con una dejadez y una frialdad que podrían creerse calculadas. En efecto, suele suceder que, por distracción, deja escapar de sus labios acentos apasionados; pero al punto parece humillada, y como avergonzada de este olvido de su carácter ó de su papel, y se apresura á entrar de nuevo en los límites de una helada corrección.
Algunas partidas de cientos que he tenido la fácil galantería de perder con el señor Laroque, me han conciliado los favores del pobre anciano, cuyas débiles miradas se clavan algunas veces sobre mí, con una atención verdaderamente singular. Podría decirse que algún sueño del pasado, alguna semejanza imaginaria, se despierta á medias en las nubes de aquella memoria fatigada, en cuyo seno flotan las imágenes confusas de todo un siglo. ¡Quería devolverme el dinero que me había ganado! Parece que la señora de Aubry, tertuliana habitual del viejo capitán, no tiene escrúpulo en aceptar regularmente estas restituciones, lo que no le impide ganar frecuentemente al antiguo corsario, con quien tiene en esas circunstancias abordajes tumultuosos.
Esta señora, tratada con mucho favor por el señor Laubepin, cuando la calificaba simplemente de espíritu agrio, no me inspira ninguna simpatía. Sin embargo, por respeto á la casa, me he obligado á ganar su afecto, y he llegado á conseguirlo prestando oído complaciente, unas veces á sus miserables lamentaciones sobre su condición presente, otras á las descripciones enfáticas de su fortuna pasada, de su plata labrada, de sus muebles, de sus encajes y de sus guantes.
Es preciso confesar que me hallo en muy buena escuela para aprender á desdeñar los bienes que he perdido. En efecto, todos aquí, por su actitud y su lenguaje me predican elocuentemente el desprecio de las riquezas; desde luego, la señora Aubry, que se puede comparar á esos glotones sin vergüenza cuya irritante gula os quita el apetito, y que os hacen repugnantes los manjares que alaban; este anciano que se extingue sobre sus millones tan tristemente como Job sobre el estiércol; esa mujer excelente, pero novelesca y estragada, que sueña en medio de su importuna prosperidad con el fruto prohibido de la miseria, y en fin, la orgullosa Margarita, que lleva como una corona de espinas la diadema de belleza y de opulencia con que el Cielo ha oprimido su frente.
¡Extraña niña! Casi todas las mañanas, cuando el tiempo está bueno, la veo pasar por debajo de las ventanas de mi torre; me saluda con un grave movimiento de cabeza, que hace ondular la pluma negra de su fieltro y luego se aleja lentamente por el sombrío sendero que atraviesa las ruinas del antiguo castillo. Ordinariamente, el viejo Alain la sigue á alguna distancia; otras veces no lleva más compañero que el enorme y fiel Mervyn, que alarga el paso al lado de su bella ama, como un oso pensativo. Con este tren se va á correr por todo el país vecino aventuras de caridad. Podría considerarse su protectora; no hay cabaña alguna en seis leguas á la redonda, que no la conozca y la venere como la hada de la beneficencia. Los paisanos dicen simplemente, al hablar de ella: ¡La señorita! como si hablaran de una de esas hijas de rey, que encantan sus leyendas, cuya belleza, poder y misterio les parece ver en ella.
Busco entretanto cómo explicarme la nube de sombría preocupación que cubre su frente sin cesar, la severidad altiva y desconfiada de su mirada, y la amarga sequedad de su lenguaje. Me pregunto, si son estos los rasgos naturales de un carácter extravagante y variable; ó los síntomas que algún secreto tormento, de remordimientos, de temor ó de amor, lo que roe su noble corazón. Por desinteresado que uno sea en la cuestión, es imposible no sentir cierta curiosidad ante una persona tan extraordinaria. Ayer en la noche, mientras que el viejo Alain, de quien soy favorito, me servía mi solitaria comida, le dije:
—¡Qué lindo día ha hecho hoy, Alain! ¿Ha paseado usted?
—Sí, señor: esta mañana salí con la señorita.
—¡Ah!
—¿Pero el señor no nos ha visto pasar?
—Es probable. Los veo pasar muchas veces... Tiene usted una buena figura á caballo, Alain.
—El señor es demasiado galante. La señorita tiene mejor figura que yo.
—Efectivamente, es una joven muy bella.
—¡Oh! perfecta, señor, y lo mismo por fuera que por dentro, como la señora de Laroque su madre. Diré al señor una cosa. El señor sabe que esta propiedad perteneció en otro tiempo al último Conde de Castennec, á quien tenía el honor de servir. Cuando la familia Laroque compró el castillo, confesaré que me apesadumbré y vacilé mucho para quedarme en la casa. Me había criado en el respeto á la nobleza, y me costaba mucho servir á gentes sin nacimiento. El señor habrá podido observar que siento un particular placer en prestarle mis servicios, y es que le hallo un aire muy marcado de nobleza. ¿Está usted seguro, señor, de no ser noble?
—Lo temo, mi pobre Alain.
—Por lo demás, esto es lo que quería decir al señor—respondió Alain inclinándose con gracia;—he aprendido al servicio de estas señoras, que la nobleza de los sentimientos vale tanto como la otra, y en particular la del señor Conde Castennec, que tenía la debilidad de pegar á sus criados. Es lástima que la señorita no pueda casarse con un noble de buen nombre. Entonces nada faltaría á sus perfecciones.
—Pero me parece, Alain, que eso sólo depende de su voluntad.
—Si el señor se refiere al señor de Bevallan, en efecto, sólo depende de su voluntad, pues que la ha pedido hace más de seis meses. La señora de Laroque no parecía muy opuesta al matrimonio, y en cuanto al señor de Bevallan después de los Laroque, es el más rico del país; pero la señorita, sin pronunciarse positivamente, ha querido tomar tiempo para reflexionar.
—Pero si ama al señor de Bevallan y si puede casarse cuando quiera, ¿por qué se la ve siempre triste y distraída?
—Es una verdad, señor, que de dos ó tres años á esta parte, la señorita ha cambiado completamente. En otro tiempo era alegre como un pájaro y ahora, podría decirse, que hay algo que la apesadumbra; pero no creo, salvo mis respetos, que sea su amor por ese señor lo que la abate.
—Usted tampoco parece muy tierno por el señor de Bevallan, mi buen Alain. Es de una excelente nobleza, sin embargo...
—Lo que no le impide ser un mal individuo, que pasa su tiempo en corromper á las jóvenes de la comarca. Y si el señor tiene ojos, puede ver que no tendría empacho en hacer de sultán en el castillo, mientras consigue algo mejor.
Hubo una pausa silenciosa, después de la cual Alain dijo:
—Qué desgracia es que el señor no tenga de renta siquiera un centenar de miles de francos.
—¿Y por qué, Alain?
—¿Por qué?...—dijo Alain moviendo la cabeza con aire pensativo.
En el mes que acaba de pasar, he ganado una amiga y me he hecho, según creo, dos enemigas. Las enemigas son la señorita Margarita y la señorita Helouin. La amiga, es una señorita de ochenta y ocho años. Temo que no haya compensación en el cambio.
La señorita Helouin, con la que quiero arreglar mis cuentas desde luego, es una ingrata. Mis pretendidos agravios hacia ella, deberían más bien recomendarme á su estimación; pero parece ser una de esas mujeres, bastante generales en el mundo, que no cuentan la estimación en el número de los sentimientos, que gustan suspirar, ó que se les suspire. Desde los primeros tiempos de mi morada en el castillo, una especie de conformidad entre la situación de la maestra y la del intendente, la modestia común de nuestro estado en la casa, me indujeron á entablar con la señorita Helouin las relaciones de una benevolencia afectuosa. Siempre me he afanado en manifestar á estas pobres muchachas el interés á que su ingrata tarea, su situación precaria, humillante y sin porvenir, me parecían hacerlas acreedoras. La señorita Helouin es además bonita, inteligente y llena de talento, y aunque prodigue un poco todo esto, por la vivacidad de sus salidas, su febril coquetería, y esa ligera pedantería que son las propensiones habituales del empleo, convengo en que había muy poco mérito en sostener el papel caballeresco que me había propuesto. Este papel tomó á mis ojos el carácter de una especie de deber, cuando reconocí, como muchas advertencias me lo habían hecho presentir, que un león devorador, bajo las facciones del Rey Francisco I, rondaba furtivamente á mi joven protegida. Esta duplicidad que hace honor á la audacia del señor de Bevallan, pasa, so color de amable familiaridad, con una política y un aplomo, que engañan fácilmente las miradas poco atentas ó demasiado cándidas. La señora de Laroque, y en particular su hija, son completamente ajenas á las perversidades de este mundo, y viven demasiado apartadas de toda realidad para sentir la sombra de una suposición. En cuanto á mí, sumamente irritado contra este insaciable tragador de corazones , me hice un placer en contrariar sus proyectos: más de una vez distraje la atención, que trataba de monopolizar, y me esforcé, sobre todo en aminorar en el corazón de la señorita Helouin aquel amargo sentimiento de abandono y aislamiento, que da en general tanto precio á los consuelos que le son ofrecidos. ¿He ultrapasado alguna vez, en el curso de esta lucha indiscreta, la medida delicada de una protección fraternal? No lo creo, y los términos mismos del corto diálogo, que ha modificado súbitamente la naturaleza de nuestras relaciones, parece hablaran en favor de mi reserva. Una noche de la última semana, tomábamos el fresco en la azotea; la señorita Helouin á quien en aquel día había precisamente tenido ocasión de prestar algunas atenciones particulares, tomó ligeramente mi brazo y al mismo tiempo que mordía con sus pequeños y blancos dientes un ramito de azahares:
—Es usted muy bueno, señor Máximo—me dijo con voz un poco conmovida...
—Trato de serlo al menos.
—Es usted un verdadero amigo.
—Sí.
—¿Pero un amigo cómo?
—Verdadero, como usted lo ha dicho.
—Un amigo... que me ama...
—Sin duda.
—¿Mucho?
—Seguramente.
—¿Apasionadamente?
—No.
A este monosílabo que articulé muy secamente y apoyé con una firme mirada, la señorita Helouin arrojó vivamente su ramito de azahares y abandonó mi brazo. Desde esa hora nefasta me trata con un desdén que no he merecido, y creería decididamente, que la amistad de un sexo por el otro es un sentimiento ilusorio, si mi desgracia no hubiera tenido al otro día una especie de indemnización.
Había ido á pasar algunas horas de la noche en el castillo; dos ó tres familias que acababan de pasar allí una quincena, se habían marchado aquella mañana. No estaban en él sino los parroquianos habituales, el cura, el preceptor, el doctor Desmarest, y en fin el general de Saint-Cast y su mujer, que habitan, como el doctor, en la pequeña ciudad vecina. La señora de Saint-Cast, que parece haber llevado á su marido una bella fortuna, estaba entretenida, cuando entré, en una animada conversación con la señora de Aubry. Estas dos señoras, siguiendo su costumbre, se entendían perfectamente, celebrando cada una á su turno, como dos pastores de una égloga, los incomparables encantos de la riqueza, en un lenguaje en que la distinción de la forma disputaba á la elevación del pensamiento.
—Tiene usted mucha razón, señora—decía la señora de Aubry—no hay sino una cosa en el mundo, y esa es ser rica; cuando yo lo era, despreciaba de todo corazón á los pobres, así hallo ahora muy natural que se me desprecie, y no me quejo de ello.
—Nadie la desprecia por eso, señora—respondía la señora de Saint-Cast—seguramente que no, pero es muy cierto, que entre ser rico ó pobre hay una terrible diferencia. Vea ahí al general, que puede decirle algo de eso; él no tenía absolutamente otra cosa que su espada cuando se casó conmigo, y no es con una espada con lo que se pone manteca en la sopa, ¿no es verdad, señora?
—¡Oh! no, no, señora—exclamó la señora de Aubry aplaudiendo esta atrevida metáfora. El honor y la gloria son muy bellos en las novelas; pero yo prefiero con mucho un buen carruaje.
—Sí, ciertamente, y es lo que decía esta mañana al general, al venir hasta aquí: ¿es verdad, general?
—Hum—refunfuñó el general, que jugaba tristemente en un rincón, con el antiguo corsario.
—No tenía usted nada cuando nos casamos, general—continuó la señora de Saint-Cast—¿espero que no tratará de negarlo?
—Usted lo ha dicho ya—murmuró el general.
—Lo que no impide que sin mí, marcharía usted á pie, mi general, lo que no le sería muy agradable con sus heridas... porque con seis ó siete mil francos de retiro que tiene usted, no podría arrastrar carroza, amigo mío... Esta mañana le decía esto, señora, á propósito de nuestro nuevo carruaje que es lo más cómodo que puede imaginarse. Es lo cierto que lo he pagado muy bien: me cuesta cuatro mil buenos francos de menos en mi bolsa.
—¡Ya lo creo, señora! Mi carruaje de gala no me costó menos de cinco mil francos, contando el cuero de tigre para los pies, que él solo me costó quinientos.
—Yo me he visto obligada á contenerme un poco, pues acabo de renovar mi mueblaje del salón; en alfombras y tapices he gastado como quince mil francos. Es demasiado lujo para un pobre rincón de provincia, me dirá usted, y es muy cierto... Pero toda la ciudad está muy humilde con nosotros, y á todos nos gusta ser respetados, ¿no es así, señora?
—Sin duda—replicó la señora de Aubry—á todos nos gusta ser respetados, y uno sólo es respetado en proporción del dinero que tiene. Por mi parte, me consuelo de que hoy no se me respete, pensando que si fuera aún lo que he sido, vería á mis pies á todos los que me desprecian.
—¡Excepto á mí, voto á sanes!—exclamó el doctor Desmarest levantándose de pronto.—Aun cuando tuviera usted cien millones de renta, no me vería á sus pies; se lo aseguro bajo mi palabra de honor. Y me marcho á tomar el aire, pues el diablo me lleve, si puedo sufrir más.—Al mismo tiempo el bravo doctor salió del salón, llevando toda mi gratitud, pues me había hecho un verdadero servicio consolando mi corazón oprimido de indignación y disgusto.
Aun cuando el señor Desmarest se halla establecido en la casa sobre el pie de un San Juan Boca-de-oro, á quien se sufre la mayor independencia en el lenguaje, el apóstrofe había sido demasiado vivo para no causar entre los asistentes un sentimiento de malestar que se traducía por un silencio embarazoso. La señora de Laroque lo rompió diestramente, preguntando á su hija si habían dado las ocho.
—No, madre—respondió Margarita,—pues la señorita de Porhoet no ha llegado aún.
Un minuto después, el timbre del péndulo se ponía en movimiento; la puerta se abrió, y la señorita Jocelynde de Porhoet-Gaél, llevada del brazo por el doctor Desmarest, entró en el salón con una precisión astronómica.
La señorita de Porhoet-Gaél, que ha visto pasar este año la octogésima octava primavera de su existencia y que tiene la apariencia de una caña conservada en seda, es el último vástago de una muy noble raza, cuyos abuelos se creen hallar entre los reyes fabulosos de la vieja Armórica. Sin embargo, esta casa no toma seriamente pie en la historia, hasta el siglo xii en la persona de Juthaal, hijo de Conan le Tort , descendiente de la rama segunda de Bretaña. Algunas gotas de sangre de los Porhoet, han corrido por las venas más ilustres de Francia: en las de los Rohan, de los Lusignan, de los Penthièvre, y estos grandes señores convenían en que no era la menos pura.
Me acuerdo que estudiando un día, en un acceso de vanidad juvenil, la historia de las alianzas de mi familia, me llamó la atención el singular nombre de Porhoet y que mi padre, muy erudito en estas materias, me lo alabó muchísimo. La señorita Porhoet, que es la única que queda hoy de su nombre, no ha querido casarse jamás á fin de conservar el mayor tiempo posible en el firmamento de la nobleza francesa, la constelación de estas mágicas sílabas: Porhoet-Gaél. La casualidad quiso que un día se hablase delante de ella, de los orígenes de la casa de Borbón.—Los Borbones—dijo la señorita de Porhoet, metiendo repetidas veces su aguja de tejer en su rubia peluca—los Borbones son de buena nobleza, pero—tomando repentinamente un aire modesto—hay mejores—añadió.
Por lo demás, es imposible no inclinarse ante esta vieja niña, tan augusta, que lleva con una dignidad sin igual la triple y pesada majestad del nacimiento, de la edad y de la desgracia. Un proceso deplorable, que se obstina en sostener fuera de Francia hace más de quince años, ha reducido progresivamente su fortuna, ya muy pequeña, y apenas le quedarán hoy un millar de francos de renta. Esta situación, desgraciada, no ha quitado nada á su orgullo, ni aumentado nada á su carácter: es alegre, igual, cortés; vive, no se sabe cómo, en su casita con una sirvienta, y halla aún medios para hacer muchas limosnas. La señora de Laroque y su hija profesan á su noble y pobre vecina, una pasión que las honra: en su casa es objeto de un respeto atento que confunde á la señora de Aubry. He visto á menudo á la señorita Margarita abandonar el baile más animado, para ir á asistir al whist de la señorita de Porhoet; si el whist de la señorita de Porhoet (á cinco céntimos la ficha) llegara á faltar un solo día, el mundo se acabaría. Yo también soy uno de los jugadores preferidos de la vieja señorita, y la noche de que hablo, no tardamos, el cura, el doctor y yo, en instalarnos alrededor de la mesa del whist, en frente y á los lados de la descendiente de Conan le Tort.
Es menester saber, que á principios del último siglo, un tío abuelo de la señorita de Porhoet, que estaba agregado á la casa del duque de Anjou, pasó los Pirineos siguiendo al joven príncipe, que fué después Felipe V, y fundó en España una casa que aun reina hoy. Su descendencia directa parece haberse extinguido hace una quincena de años, y la señorita de Porhoet, que jamás había perdido de vista á sus parientes de allende los montes, se creyó al momento heredera de una fortuna que se dice ser considerable: sus derechos le fueron disputados muy justamente por una de las más antiguas casas de Castilla, aliada á la rama española de los Porhoet. De aquí proviene ese proceso que la desgraciada octogenaria prosigue con grandes gastos, de jurisdicción en jurisdicción, con una persistencia que toca en manía, y aflige á sus amigos y divierte á los indiferentes. El doctor Desmarest, á pesar del respeto que profesa á la señorita de Porhoet, no deja de tomar partido en el número de los burlones; tanto más, cuanto que desaprueba formalmente el uso á que la pobre mujer consagra imaginariamente su quimérica herencia, á saber: la erección en la ciudad vecina, de una catedral del más bello y lujoso estilo, que transmitirá hasta el fin de los siglos futuros el nombre de la fundadora con el de una gran raza extinguida. Esta catedral, sueño creado sobre un sueño, es el juego inocente de esta vieja niña. Ha hecho ejecutar los planos de ella; pasa sus días, y algunas veces sus noches, meditando los esplendores, cambiándole las disposiciones anteriores y agregándole algunos ornamentos: habla de ella como de un monumento edificado y practicable.—Estaba en la nave de mi catedral: he notado anoche en el ala del Norte de mi catedral una cosa muy chocante; he modificado la librea del suizo, etc.
—Y bien, señorita—dijo el doctor, en tanto que barajaba las cartas,—¿ha trabajado usted en su catedral desde ayer?
—¡Cómo no, doctor! Y he tenido una idea muy feliz. He reemplazado el muro macizo que separaba el coro de la sacristía, por un follaje de piedra de mucho trabajo, imitando el de la capilla de Clisson en la iglesia de Josselin. Es mucho más ligero.
—Sí, ciertamente; pero entretanto ¿qué noticias tiene usted de España? ¡Ah, diablo! ¿será verdad como creo haber leído esta mañana en la Revista de Ambos Mundos , que el joven duque de Villa Hermosa le propone á usted la terminación amistosa del pleito por medio de un casamiento?
La señorita de Porhoet sacudió con un gesto desdeñoso el penacho de cintas ajadas que flotaba sobre su cofia.
—Me negaré redondamente—dijo.
—Sí, sí, usted dice eso, señorita; pero ¿qué significa esa guitarra, que se oye hace ya varias noches bajo sus ventanas?
—¡Vaya!
—¿Vaya? ¿Y ese español de capa y botas amarillas, que se ve rondar por los alrededores y que suspira sin cesar?...
—Es usted un bromista—dijo la señorita de Porhoet, abriendo tranquilamente su caja de rapé.—Ya que quiere usted saberlo, le diré que mi encargado me ha escrito de Madrid hace dos días que, con un poco de paciencia, veremos sin duda alguna, el fin de nuestros males.
—¡Pardiez, ya lo creo! ¿Sabe usted de dónde sale su agente de negocios? De la caverna de Gil Blas directamente. Le sacará á usted hasta el último escudo y se burlará de usted en seguida. ¡Ah, qué discreta sería si olvidase usted esa locura y viviera tranquila!... ¿Para qué le servirían esos millones, veamos? ¿No es usted dichosa y considerada?... ¿qué más ambiciona? En cuanto á su catedral, no hablo de ella, porque es una majadería.
—Mi catedral no es una majadería, sino á los ojos de los majaderos, doctor Desmarest; por otra parte yo defiendo mi derecho, combato por la justicia: esos bienes me pertenecen; se lo he oído decir á mi padre más de cien veces, y jamás pertenecerán, por mi voluntad, á personas tan extrañas en definitiva á mi familia, como usted, mi querido amigo, ó como el señor, agregó designándome con un signo de cabeza.
Cometí la torpeza de manifestarme tentado por estas palabras, y respondí al instante:
—En lo que á mí concierne, señorita, se engaña, porque mi familia ha tenido el honor de haberse aliado con la suya, y recíprocamente.
Al oir estas enormes palabras, la señorita de Porhoet, aproximó vivamente á su barba puntiaguda las cartas desenvueltas en forma de abanico, que tenía en la mano, y enderezando su delgado talle, me miró á la cara para asegurarse primero del estado de mi razón; luego recobró su calma, por medio de un esfuerzo sobrehumano, y llevando á su afilada nariz un poco de polvillo de España:
—Me probará usted eso, joven—me dijo.
Avergonzado de mi ridícula jactancia, y muy embarazado por las curiosas miradas que sobre mí había atraído, me incliné torpemente sin responder. Nuestro whist se acabó en un silencio profundo. Eran las diez, y me preparaba á retirarme, cuando la señorita de Porhoet me tocó el brazo.
—El señor intendente—dijo,—me hará el honor de acompañarme hasta la avenida.
La saludé y la seguí. Un instante después nos hallábamos en el parque. La sirvienta, vestida á la moda del país, marchaba delante, llevando una linterna; luego iba la señorita de Porhoet, derecha y silenciosa, levantando con mano cuidadosa y decente los pocos pliegues de su angosta saya de seda; había rechazado secamente el ofrecimiento de mi brazo, y seguía á su lado, con la cabeza baja, muy poco satisfecho de mi papel. Al cabo de algunos minutos de esta fúnebre marcha:
—¡Y bien! señor—me dijo la vieja señorita: hable, pues, lo espero: ha dicho usted que mi familia ha sido aliada á la suya, y como un punto de alianza de esa especie es enteramente nuevo para mí, le quedaría sumamente agradecida, si me lo aclarase.
Yo había decidido por mi parte, que debía guardar á todo precio el secreto de mi incógnito.
—¡Dios mío! señorita—le dije,—me atrevo á esperar que excusará usted una broma escapada al correr de la conversación...
—¡Una broma!—exclamó la señorita de Porhoet.—La materia en efecto se presta mucho á la broma. ¿Y cómo llaman, señor, en este siglo las bromas que se dirigen valientemente á una mujer anciana y sin protección y que no se dirigirían seguramente á un hombre?
—Señorita, no me deja usted ninguna retirada posible; no me queda otro recurso que confiarme á su discreción. No sé si el nombre de los Champcey d'Hauterive le es conocido.
—Conozco perfectamente, señor, á los Champcey d'Hauterive, que son una buena y una excelente familia del Delfinado. ¿Qué conclusión saca usted de eso?
—Yo soy hoy el representante de esa familia.
—¿Usted?—dijo la señorita de Porhoet, haciendo alto súbitamente,—¿usted es un Champcey d'Hauterive?
—Desgraciadamente, sí, señorita.
—Eso cambia la especie—dijo;—déme, primo, su brazo, y cuénteme su historia.
Creí que en el estado en que las cosas se hallaban, lo mejor era no ocultarle nada. Terminaba el penoso relato de los infortunios de mi familia, cuando nos hallamos al frente de una casita sumamente estrecha y baja, con un palomar de techo puntiagudo y arruinado, en uno de sus ángulos.
—Entre, marqués—me dijo la hija de los reyes de Gaél, parada en el umbral de su pobre palacio,—entre, se lo suplico.
Un instante después, era introducido en un pequeño salón tristemente embaldosado; sobre la pálida tapicería que cubría las paredes, se oprimían una docena de retratos antiguos, blasonados con el armiño ducal; arriba de la chimenea vi relumbrar un magnífico reloj de concha incrustada de cobre, coronado por un grupo que figuraba el carro del sol. Algunos sillones de espaldar ovalado, y un antiguo canapé de delgadas patas, completaban la decoración de esta pieza, en que todo acusaba una rígida limpieza, y en que se respiraba un olor concentrado á lirio, rapé de España, y vagos aromas.
—Siéntese—me dijo la anciana señorita, tomando un lugar en el canapé;—siéntese, primo, pues aunque en realidad no seamos parientes, ni podamos serlo, pues que Juana de Porhoet y Hugo de Champcey cometieron, sea dicho entre nosotros, la tontería de no tener un vástago, me será agradable, si me lo permite usted, tratarle de primo, en la conversación particular, á fin de engañar por un instante el sentimiento doloroso de mi soledad en este mundo. Así, pues, primo, vea á qué altura se halla; el pasado es rudo seguramente. Sin embargo, le sugeriré algunos pensamientos que me son habituales, y que me parece le proporcionarán muy serios consuelos. En primer lugar, mi querido marqués, me digo yo á menudo que en medio de tantos modregos y antiguos criados, que arrastran hoy carroza, hay en la pobreza un perfume superior de distinción y de buen gusto. Además, no estoy lejos de creer que Dios ha querido reducir á algunos de nosotros á una vida estrecha, para que este siglo grosero, material y hambriento de oro, tenga siempre bajo sus ojos, en nuestras personas, un género de mérito, de dignidad y de brillo en que el oro y la materia no entran para nada, que con nada pueda comprarse, y que no es posible venderse. Tal es, primo, según la apariencia, la justificación providencial de su fortuna y de la mía.
Manifesté á la señorita de Porhoet, cuán orgulloso me sentía en haber sido escogido con ella para dar al mundo la noble enseñanza que le es tan necesaria, y de la que parece tan dispuesto á aprovecharse.
—Luego—continuó la señorita de Porhoet;—en cuanto á mí, señor, estoy acostumbrada á la indigencia, y me hace sufrir poco; cuando uno ha visto en el curso de una vida demasiado larga, un padre digno de su nombre y cuatro hermanos dignos de su padre, sucumbir antes de tiempo, bajo el plomo ó el acero; cuando uno ha visto perecer sucesivamente todos los objetos de su afección y de su culto, sería menester tener el alma muy pequeña para preocuparse de una mesa más ó menos abundante ó de un adorno más ó menos moderno. Por cierto, marqués, que si mi bienestar personal fuera la única causa, puede usted creerme, despreciaría mis millones de España; pero me parece conveniente y de buen ejemplo, que una casa como la mía, no desaparezca de la tierra sin dejar tras ella, una traza durable, un monumento brillante de su grandeza y de sus creencias. Es por esto, que á imitación de algunos de nuestros antepasados, he pensado, primo mío, y no renunciaré jamás, mientras tenga vida, á la piadosa fundación de que habrá oído hablar.
Habiéndose asegurado de mi asentimiento, la vieja y noble señorita pareció recogerse, y en tanto que paseaba una melancólica mirada por las medio borradas imágenes de sus abuelos, el tic-tac del reloj hereditario fué lo único que turbó, en el obscuro salón, el silencio de la media noche.
—Habrá—dijo repentinamente la señorita de Porhoet con voz solemne,—habrá un cabildo de canónigos regulares dedicados al servicio de esa iglesia. Todos los días á la hora de maitines se dirá, en la capilla particular de mi familia, una misa rezada por el reposo de mi alma y la de mis abuelos. Los pies del oficiante pisarán un mármol, sin inscripción, que formará la grada del altar y cubrirá mis restos.
Yo me incliné con la emoción de un visible respeto. La señorita de Porhoet tomó mi mano y la apretó dulcemente.
—No estoy loca, primo—continuó,—aunque así se diga. Mi padre, que no mentía jamás, me ha asegurado siempre que extinguiéndose los descendientes directos de nuestra rama española, sólo nosotros tendríamos derecho á la herencia. Su muerte súbita y violenta no le permitió desgraciadamente darnos sobre este punto noticias precisas, pero no pudiendo dudar de su palabra, no dudo de mi derecho... Sin embargo—agregó después de una pausa y con un acento de gran tristeza,—si no estoy loca, soy vieja, y esas gentes de allá bien lo saben. Me arrastran hace quince años de demora en demora; esperan mi muerte, que lo acabará todo... Y créalo usted, no esperarán largo tiempo: menester es hacer una de estas mañanas, demasiado lo siento, mi último sacrificio... Esa pobre catedral, mi único amor, que había reemplazado en mi corazón tantas afecciones rotas... Ella no tendrá jamás sino una piedra, y esa será la de mi tumba.
La vieja señorita calló. Enjugó con sus manos enflaquecidas dos lágrimas que corrían por su ajada fisonomía; luego agregó esforzándose por sonreir:
—Perdón, primo mío: bastante tiene usted con sus desgracias... Excúseme... Por otra parte es tarde; retírese. Usted me compromete.
Antes de partir recomendé de nuevo á la discreción de la señorita de Porhoet el secreto que me había visto obligado á confiarle. Me respondió de una manera un poco evasiva: que podía estar tranquilo, que ella sabría velar por mi reposo y mi dignidad. Sin embargo, algunos días después he sospechado por el aumento de miramientos con que me honraba la señora de Laroque, que mi respetable amiga le había transmitido mi confidencia. La señorita Porhoet no titubeó en confesármelo, asegurándome que le había sido imposible obrar de otro modo por el honor de su familia, y que por otra parte, la señora de Laroque era incapaz de traicionar ni para con su hija, un secreto confiado á su delicadeza.
Entretanto, mi confidencia con la anciana señorita me había infundido hacia ella un tierno respeto, del que trato de darle pruebas. Desde el día siguiente por la noche, apliqué al ornamento interior y exterior de su querida catedral todos los recursos de mi lápiz. Esta atención á que tan sensible se ha mostrado, ha tomado poco á poco la regularidad de una costumbre.
Casi todas las noches, después del whist, me pongo al trabajo, y el ideal monumento se enriquece con una estatua, un púlpito ó una claraboya. La señorita Margarita, que parece profesar á su vecina una especie de culto, ha querido asociarse á mi obra de caridad, consagrando á la basílica de los Porhoet un álbum especial que estoy encargado de llenar.
He ofrecido además á mi anciana confidente, tomar parte en las diligencias, indagaciones ó cuidados de cualquier naturaleza que puedan serle suscitados por su litigio. La pobre mujer confesó que le prestaba un verdadero servicio; que á la verdad aún podía llevar su correspondencia corrientemente, pero que sus ojos debilitados rehusaban descifrar los documentos manuscritos de su archivo, y que no había querido hasta entonces, hacerse suplir en este trabajo, que tan importante puede ser para su causa, á fin de no dar una nueva presa á la burla incivil de las gentes del país.
En breve me admitió en calidad de consejero y colaborador. Desde este tiempo he estudiado concienzudamente el voluminoso legajo de su proceso, y he quedado convencido de que el pleito, que debe ser juzgado en última apelación, un día de estos, está completamente perdido de antemano. El señor Laubepin, á quien he consultado, es también de esta opinión, que me esforzaré en ocultar á mi anciana amiga, tanto como las circunstancias lo permitan. Entretanto, le doy el placer de examinar pieza por pieza, sus archivos de familia, en los que espero siempre descubrir algún título decisivo en su favor. Desgraciadamente, esos archivos son muy ricos y el palomar está lleno de ellos desde el techo hasta el sótano.
Ayer, había ido muy temprano á casa de la señorita Porhoet, con el fin de acabar antes de la hora de almorzar el examen del legajo núm. 115, que había comenzado la víspera. No estando aún levantada el ama de la casa, me instalé silenciosamente en el salón, mediante la complicidad de la sirvienta, y me entregué solitariamente á mi polvorienta tarea. Al cabo de cerca de una hora, recorría con extrema alegría la última hoja del legajo número 115, cuando vi entrar á la señorita de Porhoet arrastrando con trabajo un enorme paquete envuelto con bastante limpieza en una tela blanca.
—Buenos días, amable primo—me dijo,—habiendo sabido que trabajaba usted por mí esta mañana, yo he querido hacerlo por usted. Le traigo el legajo número 116.
Hay, no recuerdo en qué cuento, una princesa desgraciada, á quien se encierra en una torre, y á la cual, una hada enemiga de su familia impone sucesivamente una serie de trabajos extraordinarios é imposibles; confieso que en aquel momento la señorita de Porhoet, á pesar de todas sus virtudes me pareció ser parienta próxima de aquella hada.
—He soñado anoche—continuó,—que este legajo contiene la llave de mi tesoro español. Me dejará usted, pues, muy agradecida, no difiriendo su examen. Terminado este trabajo, me hará el honor de aceptar una comida modesta que pretendo ofrecerle bajo la sombra del pabellón de mi jardín.
Me resigné, pues. Inútil es decir, que el bienaventurado legajo 116 no contenía, como los precedentes, sino el vano polvo de los siglos. A las doce en punto, la anciana señorita vino á tomar mi brazo y me condujo ceremoniosamente á un pequeño jardín festoneado de boj, que forma con un pedazo de la pradera contigua, todo el dominio actual de los Porhoet. La mesa estaba colocada bajo un soto redondo y abovedado, y el sol de un bello día de verano arrojaba, á través de las hojas, algunos rayos que jugueteaban sobre el brillante y perfumado mantel. Acababa de hacer honor al dorado pollo, á la fresca ensalada y á la botella de viejo Burdeos que constituían el detalle del festín, cuando la señorita de Porhoet, que se hallaba al parecer encantada de mi apetito, hizo recaer la conversación sobre la familia Laroque.
—Le confieso—me dijo,—que el antiguo corsario no me gusta nada. Recuerdo que cuando llegó al país, tenía un gran mono doméstico, que vestía de criado, y con el que se entendía perfectamente. Este animal era una verdadera peste para la comarca, y sólo un hombre sin educación y sin decencia podía ocuparse en disfrazarlo. Se decía que era un mono, y yo consentía en ello, pero en realidad lo que buenamente pienso, es que era un negro, tanto más, cuanto que siempre he sospechado que su amo ha hecho el tráfico de esta mercancía en la costa de África. Por lo demás, el finado señor Laroque, hijo, era un hombre de bien, y excelente bajo todos conceptos. En cuanto á las señoras, hablando solamente de la señora de Laroque y de su hija y de ningún modo de la viuda de Aubry que es una criatura de vil especie, en cuanto á esas damas no hay elogio alguno que no merezcan.
Estábamos en esto, cuando el paso acompasado de un caballo se hizo oir en el sendero que rodea exteriormente el muro del jardín. En el mismo instante dieron algunos golpes secos en una puertecita vecina al pabellón.
—¿Quién es?—dijo la señorita de Porhoet.
Levanté los ojos y vi flotar una pluma negra por arriba del muro.
—Abra usted—dijo alegremente desde afuera una voz de timbre grave y musical;—abra, ¡que es la gracia de la Francia!
—¡Cómo! ¿es usted monona?—exclamó la anciana señorita.—Corra pronto, primo.
Abierta la puerta, estuve á punto de ser volteado por Mervyn que se precipitó por entre mis piernas, y vi á la señorita Margarita que se ocupaba en atar las riendas de su caballo á las barras de un cercado.
—Buenos días, señor—me dijo—sin mostrar la menor sorpresa por hallarme allí. Luego, levantando en su brazo los largos pliegues de su saya talar, entró en el jardín.
—Sea bien venida, en tan bello día, la linda niña, y abrázeme—dijo la señorita de Porhoet.—Ha corrido usted mucho, loquilla, pues tiene la fisonomía sumamente encendida y de los ojos le brota materialmente fuego. ¿Qué podría ofrecerle, mi maravilla?
—¡Veamos!—dijo Margarita arrojando una mirada sobre la mesa—¿qué es lo que hay aquí? ¡El señor se lo ha comido todo! Además, no tengo hambre sino sed.
—Le prohibo beber en el estado en que se halla; pero espere... aún hay algunas fresas en este acirate...
—¡Fresas! o gioja —cantó la joven.—Tome pronto una de esas grandes hojas, y venga conmigo.
Mientras escogía yo la más ancha de las hojas de una higuera, la señorita de Porhoet cerró á medias un ojo y siguió con el otro y con complacida sonrisa la gallarda marcha de su favorita, á través del camino lleno de sol.
—Mírela, primo—me dijo muy quedo—¿no sería digna de ser de los nuestros?
Entretanto la señorita Margarita, inclinada sobre el acirate y tropezando en su largo vestido, saludaba con un pequeño grito de alegría cada fresa que llegaba á descubrir. Yo me mantenía cerca de ella, llevando en mi mano la hoja de higuera sobre la que depositaba de tiempo en tiempo una fresa, contra dos que engullía para alentar su paciencia. Cuando la cosecha le pareció suficiente, volvimos en triunfo al pabellón; las fresas que quedaban fueron polvoreadas con azúcar, y después comidas por sus lindos y buenos dientes.
—¡Ah, qué bien me sienta esto!—dijo entonces la señorita Margarita, arrojando su sombrero sobre un banco y echándose de espaldas contra el cercado de olmedillas.—Y ahora para completar mi dicha, mi querida señorita, va usted á contarme algunas historias de los pasados tiempos, en que era usted una bella guerrera.
La señorita de Porhoet sonriendo y encantada, no se hizo rogar para sacar de su memoria los episodios más notables de sus intrépidas cabalgatas en la comitiva de los Lescure, y de los Rochejacquelin. Tuve en esta ocasión una nueva prueba de la elevación del alma de mi vieja amiga, cuando la oí rendir igual homenaje, á todos los héroes de esa lucha gigantesca, sin excepción de bandera. Hablaba en particular del general Hoche, de quien había sido prisionera de guerra, con una admiración casi tierna. La señorita Margarita prestaba á su relato una atención tan apasionada, que me asombró. Tan pronto, medio envuelta en su nicho de olmedillas y un poco cerradas sus largas pestañas, guardaba la inmovilidad de una estatua, ó ya, avivándose más el interés, se ponía de codos en la pequeña mesa y sumergiendo su bella mano en las ondas de su suelta cabellera, hacía vibrar sobre la vieja señorita el relámpago continuo de sus grandes ojos.
Es preciso decirlo: contaré entre las más dulces horas de mi triste vida, las que pasé contemplando, sobre aquella noble fisonomía, los reflejos de un cielo radioso, mezclado á las impresiones de un corazón valiente.
Agotados los recuerdos de la relatora, la señorita Margarita la abrazó, y despertando á Mervyn, que dormía á sus pies, anunció que se volvía al castillo. No tuve escrúpulo alguno en partir al mismo tiempo que ella, convencido de que no podía causarle molestia. Porque en efecto, aparte de la extrema insignificancia de mi persona y de mi compañía, á los ojos de la rica heredera, el tête-à-tête en general no tiene para ella nada de incómodo, habiéndole dado resueltamente, su madre, la educación liberal, que ella recibió en una de las colonias británicas: todos saben que el método inglés otorga á la mujer, antes del matrimonio, toda la independencia con que nosotros la recompensamos el día en que los abusos se hacen completamente irreparables.
Salimos, pues, juntos del jardín; le tuve el estribo mientras montaba á caballo y nos pusimos en marcha hacia el castillo. Al cabo de algunos pasos:
—¡Dios mío! señor—me dijo,—he venido á incomodarlo no muy á tiempo me parece. Estaba usted en buena compañía.
—Es verdad, señorita; pero como lo estaba hacía largo tiempo, le perdono, y aun le doy las gracias.
—Tiene usted muchas atenciones con nuestra pobre vecina. Mi madre le está muy reconocida á usted.
—¿Y la hija de su señora madre?—dije yo sonriendo.
—¡Oh! en cuanto á mí, yo me exalto menos fácilmente. Si tiene usted la pretensión de que le admire, es preciso tener la bondad de esperar aún un poco de tiempo. No tengo el hábito de juzgar con ligereza las acciones humanas, que tienen generalmente dos faces. Confieso que su conducta para con la señorita de Porhoet tiene una bella apariencia; pero...—hizo una pausa, movió la cabeza y continuó con un tono serio, amargo y verdaderamente ultrajante.—Pero no estoy bien segura de que no le haga la corte con la esperanza de heredarla.
Sentí que palidecía. Sin embargo, reflexionando el ridículo de responder con una fanfarronada á aquella niña, me contuve y le respondí con gravedad:—Permítame, señorita, compadecerla sinceramente.
Me pareció muy sorprendida.—¿Compadecerme, señor?
—Sí, señorita, perdone que le exprese la piedad respetuosa, á que me parece tiene usted derecho.
—¡La piedad!—dijo deteniendo su caballo y volviendo lentamente hacia mí sus ojos medio cerrados por el desprecio.—No tengo la dicha de comprenderle á usted.
—Y sin embargo, es bien sencillo, señorita; si la desilusión del bien, la duda y la sequedad del alma son los más amargos frutos de la experiencia de una larga vida, nada merece más compasión en el mundo, que un corazón herido por la desconfianza, antes de haber vivido.
—Señor—replicó la señorita Laroque con una vivacidad muy extraña á su habitual lenguaje:—¡no sabe usted lo que dice!—y agregó más severamente:—olvida usted á quien habla.
—Es cierto, señorita—respondí con dulzura, inclinándome—he hablado sin saber, y he olvidado un poco con quien hablo; pero usted me ha dado el ejemplo.
La señorita Margarita con los ojos fijos sobre la cima de los árboles que bordaban el camino, me dijo entonces con irónica altivez:—¿Será menester pedirle perdón?
—Ciertamente, señorita—respondí con firmeza—si alguno de los dos tiene que pedir aquí perdón, sería usted seguramente: usted es rica y yo soy pobre; usted puede humillarse... ¡y yo no!
Hubo un momento de silencio. Sus labios apretados, sus narices abiertas, la palidez repentina de su frente atestiguaban el combate interior por que pasaba. Repentinamente bajando su látigo como para saludar.—¡Pues bien—dijo—perdón!—En el mismo instante castigó violentamente su caballo, y partió al galope dejándome en medio del camino.
No la he vuelto á ver después.
Nunca es tan vano el cálculo de las probabilidades, como cuando se ejerce á propósito de las ideas y de los sentimientos de una mujer. No deseando hallarme muy pronto en presencia de la señorita Margarita, después de la penosa escena que había tenido lugar entre nosotros, había pasado dos días sin mostrarme en el castillo: creía que este corto intervalo apenas bastara para calmar los resentimientos, que había sublevado en aquel altivo corazón. No obstante, anteayer á las siete de la mañana, trabajaba yo cerca de la ventana abierta de mi torreón, cuando repentinamente me oí llamar en el tono de una amigable jovialidad, por la persona misma á quien creía tener por enemiga.
—Señor Odiot, ¿está usted ahí?
Me presenté en la ventana, y noté en una barca, que se estacionaba cerca del puente, á la señorita Margarita, alzando con una mano el ala de su gran sombrero de paja bronceada y levantando los ojos hacia mi obscura torre.
—Aquí me tiene, señorita—respondí con diligencia.
—Venga á pasear.
Después de las justas alarmas, que durante dos días me habían atormentado, tanta condescendencia me hizo temer, como sucede siempre, ser el juguete de un sueño insensato.
—Perdón, señorita... ¿cómo decía usted?
—Que venga á dar un pequeño paseo con Alain, Mervyn y yo.
—Con mucho gusto, señorita.
—Entonces, tome su álbum.
Me apresuré á bajar y corrí á la orilla del río.—¡Ah, ah!—me dijo la joven riendo;—á lo que parece, ¿está usted de buen humor esta mañana?
Murmuré torpemente algunas palabras confusas, cuyo fin era dar á entender que siempre lo estaba, de lo cual la señorita Margarita pareció mal convencida; después salté al bote y me senté á su lado.
—¡Vogue, Alain!—dijo al momento. Y el viejo Alain, que se jactaba de ser un buen remero, púsose á mover metódicamente los remos, lo que le daba el aire de un pájaro pesado que hace vanos esfuerzos para volar.
—Es necesario—continuó diciendo la señorita Margarita—que venga á arrancarlo á usted de su castillejo, pues van dos días que se encierra en él obstinadamente.
—Señorita, le aseguro que sólo la discreción... el respeto... el temor...
—¡Oh Dios mío! ¡el respeto... el temor... se chancea usted! Positivamente nosotros valemos menos que usted. Mi madre que pretende, yo no sé por qué, que debemos tratarle con una consideración muy distinguida, suplicóme, me inmolara en el altar de su orgullo, y como hija obediente me inmolo.
Expreséle viva y buenamente mi franco reconocimiento.
—Para no hacer las cosas á medias—respondió—he resuelto darle á usted una fiesta arreglada á su gusto: así, he ahí una bella mañana de verano, bosques y claros con todos los efectos de luz deseables; pájaros que cantan bajo el follaje, una barca misteriosa, que sobre las ondas se desliza... Usted que tanto ama esta especie de historias, deberá estar contento.
—Encantado, señorita.
—¡Ah, es una felicidad!
Efectivamente, en aquel momento me hallaba bastante satisfecho de mi suerte. Las dos riberas entre las cuales nos deslizábamos, estaban cubiertas de heno recién cortado, que perfumaba el aire. Veía huir de nuestro alrededor las sombrías avenidas del parque, que el sol de la mañana sembraba de brillantes regueros de luz; millones de insectos se embriagaban con el rocío en los cálices de las flores, zumbando alegremente.
Frente á mí se hallaba el buen Alain, que me sonreía á cada golpe de remo, con aire de complacencia y protección: más próxima, la señorita Margarita vestida de blanco contra su costumbre, bella, fresca y pura como una azucena, sacudía con una mano las húmedas perlas que la mañana suspendía en el encaje de su sombrero, y presentaba la otra como un incentivo á Mervyn, que nos seguía á nado. Verdaderamente que no hubiera sido preciso rogarme mucho para llevarme al fin del mundo en aquella pequeña y frágil barquilla.
Al salir de los límites del parque, pasando bajo uno de los arcos que atraviesan la pared que lo rodea:
—¿No me pregunta á dónde lo llevo, señor?—me dijo la criolla.
—No, señorita: me es completamente indiferente.
—Lo llevo al país de las hadas.
—No lo dudo.
—La señorita Helouin, más competente que yo en materias de poesía, ha debido decirle que los bosquecillos que cubren este país en veinte leguas á la redonda, son los restos de la antigua selva de Brocélyande donde cazaban los antepasados de su amiga la señorita de Porhoet, soberanos de Gaél, y donde el abuelo de Mervyn, que ve usted ahí, fué encantado, á pesar de ser él mismo encantador, por una señorita llamada Bibiana. Muy pronto estaremos en el corazón de la selva. Y si esto no es suficiente para exaltarle la imaginación, sepa que estos bosques conservan aún mil vestigios de la misteriosa religión de los Celtas, que por doquiera se hallan en multitud. Tiene, pues, el derecho de figurarse bajo cada una de esas sombras, un druida, con sus blancas vestiduras, y de ver relucir una hoz de oro en cada rayo de sol. El culto de esos insoportables viejos ha dejado también cerca de aquí, en un sitio solitario, romántico, pintoresco, etcétera, un monumento, ante el cual las personas predispuestas al éxtasis, tienen por costumbre desmayarse: he pensado que tendría usted placer en dibujarlo, y como el sitio no es fácil de descubrir, he resuelto servirle de guía, no pidiéndole en recompensa sino que me evite las explosiones de un entusiasmo al que no podría asociarme.
—Sea, señorita; me contendré.
—¡Se lo suplico!
—Convenido. ¿Y cómo llama usted á ese monumento?
—Yo lo llamo un montón de grandes piedras; los anticuarios lo llaman, unos simplemente un dolmen , otros, más pretenciosos, un cromlech ; las gentes del país, sin explicar por qué, lo llaman la migourdit .
Mientras tanto, descendíamos dulcemente el curso de las aguas entre dos fajas de húmedas praderas; algunos bueyes de talla pequeña, negros casi todos, y con largos y afilados cuernos se levantaban aquí y allá al ruido de los remos y nos miraban pasar con ojos fieros. El valle en que serpenteaba el río que iba ensanchándose, por ambos lados estaba cerrado por una cadena de colinas, las unas cubiertas de matorrales y secas aliagas, las otras de verdeantes sotos. De tiempo en tiempo, una quebrada transversal abría entre dos cuestas una perspectiva sinuosa, en cuyo fondo se dibujaba la cima azul de una lejana montaña. La señorita Margarita, á pesar de su incompetencia, no dejaba de señalar sucesivamente á mi atención todos los encantos de aquel paisaje severo y dulce, acompañando, sin embargo, cada una de sus observaciones con una reserva irónica.
Hacía pocos momentos que un ruido sordo y continuo parecía anunciar la vecindad de una catarata, cuando el valle se cerró repentinamente y tomó el aspecto de una garganta solitaria y salvaje. A la izquierda, se levantaba una alta muralla de rocas salpicadas de musgo; robles y abetos, interpolados con yedras y malezas pendientes, se ostentaban en las grietas, hasta la cumbre de la escarpada ribera, arrojando una sombra misteriosa sobre el agua profunda que bañaba el pie de los peñascos. A cierta distancia delante de nosotros, las ondas borbotaban, espumaban y desaparecían repentinamente; la rota línea del río se dibujaba á través de un humo blanquecino sobre un fondo lejano de confuso verdor. A nuestra derecha, la ribera opuesta á la escarpada, no presentaba sino una pequeña margen de pradera en declive, sobre la que algunas colinas cargadas de bosques, señalaban una franja de sombrío terciopelo.
—¡A tierra, señor!—dijo la criolla.
Mientras Alain amarraba la barca á las ramas de un sauce:
—¡Y bien! señor—dijo saltando con ligereza sobre la hierba—¿no se halla mal? ¿no está usted trastornado, herido, petrificado? Se dice sin embargo que este sitio es lindísimo. A mí me gusta, porque siempre hay fresco en él... Pero... sígame en estos bosques, si se atreve, y yo le mostraré esas famosas piedras.
La señorita Margarita, viva, ligera y alegre, como jamás la había visto, en dos saltos salvó la pradera y tomó una senda que se internaba en la arboleda, subiendo la cuesta. Alain y yo, la seguíamos en hilera. Después de algunos minutos de una rápida marcha, nuestra conductora se detuvo, pareció consultar y reconocer el lugar en que se hallaba, luego separando resueltamente dos ramas entrelazadas, dejó el camino trazado y se lanzó en plena selva. El viaje se hizo entonces menos agradable. Era muy difícil abrirse paso á través de las encinas nuevas aún, pero ya vigorosas, de que se componía aquel monte y que entrelazaban, como las empalizadas de Robinsón, sus oblícuos troncos y sus tupidas ramas. Alain y yo al menos avanzábamos con gran trabajo, encorvados, estrellándonos la cabeza á cada paso, y haciendo caer sobre nosotros, á cada uno de nuestros pesados movimientos, una lluvia de rocío; pero la señorita Margarita, con la destreza superior y la flexibilidad propia de su sexo, se deslizaba sin esfuerzo aparente, á través de los intersticios de aquel laberinto, riendo de nuestros sufrimientos, y dejando negligentemente cimbrar tras ella las flexibles ramas, que venían á azotar nuestros rostros.
Llegamos en fin á un claro muy estrecho, que parecía coronar la cumbre de esta colina: allí admiré, no sin emoción, la sombría y monstruosa mesa de piedra, sostenida por cinco ó seis trozos de mármol que medio enterrados forman una caverna verdaderamente llena de un horror sagrado. Al primer aspecto, hay en este intacto monumento de tiempos casi fabulosos y de religiones primitivas, una potencia de verdad, una especie de presencia real, que sobrecoge el alma y la estremece. Algunos rayos de sol, penetrando en el follaje, filtraban por las junturas algo separadas, jugueteaban sobre el siniestro trozo y prestaban la gracia de un idilio á aquel bárbaro altar. La misma Margarita parecía pensativa y recogida. En cuanto á mí, después de haber penetrado en la caverna y examinado el dolmen bajo todas sus faces, me puse en posición de dibujarlo.
Hacía diez minutos que me hallaba absorto en este trabajo sin preocuparme de lo que pasaba á mi alrededor, cuando la señorita Margarita me dijo de repente:
—¿Quiere usted una Velada para animar el cuadro?—Levanté los ojos. Había enrollado alrededor de su frente un espeso follaje de robles y se hallaba parada sobre el dolmen , ligeramente apoyada sobre un haz de tiernos árboles; bajo la media luz de la enramada, su blanca vestidura tomaba el brillo del mármol, y sus pupilas chispeaban con un fuego extraño, en la sombra proyectada por el relieve de su corona. Estaba bella y creo que ella lo conocía. La miré sin hallar nada que decirle.
—Si lo incomodo, me quitaré—me dijo.
—No, no lo haga, se lo suplico.
—Pues bien, despáchese: ponga también á Mervyn: él será el druida, yo la druidesa.
Tuve la suerte de reproducir bastante fielmente, gracias á lo vago del bosquejo, la poética visión con que era favorecido. Ella se acercó con aparente solicitud á examinar mi dibujo.
—No está mal—dijo. Luego arrojó su corona riendo y agregó:—Convenga usted en que soy buena.
—Convengo en ello—y habría confesado además, si lo hubiera deseado, que no le faltaba su grano de coquetería; pero sin esto no sería mujer, y la perfección es odiosa: á las diosas mismas les era necesaria, para ser amadas, algo más que su inmortal belleza.
Volvimos á ganar á través del enmarañado soto, el sendero trazado en el bosque y descendimos hacia el río.
—Antes de marcharme—dijo la joven—quiero mostrarle la catarata, tanto más, cuanto que á mi turno pienso proporcionarme una pequeña diversión. ¡Ven, Mervyn! ¡Ven, noble perro mío! ¡Qué bello eres, eh!
Muy luego nos hallamos en el ribazo frente á los arrecifes, que bordean el lecho del río. El agua se precipitaba desde una altura de algunos pies, al fondo de un ancho estanque profundamente encajonado, de forma circular que parecía limitar por todos los lados un anfiteatro de verdura, salpicado de húmedas rocas. Sin embargo, algunas quebradas invisibles recibían el exceso del agua del pequeño lago, y estos arroyos iban á reunirse algo más lejos en un lecho común.
—Si no es precisamente el Niágara—me dijo la señorita Margarita, elevando un poco la voz para dominar el ruido de la cascada—he oído decir, sin embargo, á los conocedores y á los artistas, que es bastante bella. ¿La ha admirado usted? ¡Bien! Ahora espero que concederá á Mervyn el poco entusiasmo que puede quedarle. ¡Aquí, Mervyn!
El terranova vino á colocarse al lado de su ama, y la miró estremeciéndose de impaciencia. La joven entonces, habiendo envuelto en su pañuelo algunos guijarros, lo lanzó á la corriente un poco más arriba de la catarata. En el mismo momento Mervyn caía como un trozo de piedra en el estanque inferior y se alejaba rápidamente de la orilla: el pañuelo entretanto siguió el curso de las aguas, llegó á los arrecifes, bailó un instante en un remolino, luego pasando como una flecha por encima de la redondeada roca, fué á remolinar en una ola de espuma á los ojos del perro, que lo cogió con pronto y seguro diente. Mervyn ganó después orgullosamente la ribera, donde la señorita Margarita golpeaba sus manos.
Este encantador ejercicio se renovó muchas veces con igual éxito. Era la sexta vez que se repetía, cuando sucedió, sea que el perro partiese demasiado tarde, ó que el pañuelo fuera lanzado demasiado pronto, que Mervyn no llegó á tiempo. El pañuelo arrastrado por el remolino de las cascadas, fué llevado á las malezas espinosas que se veían un poco más lejos en la superficie del agua. Mervyn fué á buscarlo, pero nos sorprendimos muchísimo al verlo de pronto revolverse convulsivamente, soltar su presa, y levantar la cabeza hacia nosotros arrojándonos lamentables aullidos.
—¡Ah, Dios mío! ¿qué tiene?—exclamó la señorita Margarita.
—Parece que se ha enredado en esas malezas. Pronto va á desembarazarse, no lo dude usted. A los pocos momentos no sólo fué preciso dudar, sino desesperar. La red de bejucos en que había caído el desgraciado terranova como en una trampa, nacía directamente de un ensanche del pasaje que vertía incesantemente sobre la cabeza de Mervyn, una masa de agua espumante. El pobre animal, medio sofocado, cesó de hacer esfuerzos para romper sus ligaduras, y sus ladridos quejumbrosos tomaron el ahogado acento del estertor. En este momento, la señorita Margarita tomó mi brazo, y me dijo casi al oído en voz baja:
—Está perdido... venga, señor... ¡Alejémonos!
Yo la miré: el dolor, la angustia, la contrariedad, alteraban sus pálidas facciones, y marcaban debajo de sus ojos un círculo lívido.
—No hay ningún medio—le dije—de hacer bajar hasta aquí la barca; pero si quiere usted permitírmelo, sé nadar un poco y me lanzaré á tirar de la pata al animal.
—No, no: no lo intente, está demasiado lejos... y luego he oído decir siempre, que el río es profundo y peligroso bajo la cascada.
—Tranquilícese, señorita: soy prudente.
Al mismo tiempo arrojé mi levita sobre la hierba y entré en el pequeño lago, tomando la precaución de mantenerme á cierta distancia de la cascada. El agua era muy profunda, en efecto, pues no pude hacer pie hasta el momento en que me aproximé al agonizante Mervyn. No sé si ha habido aquí en otro tiempo un islote, que se haya sumergido poco á poco, ó si alguna creciente del río ha arrastrado y depuesto en este paraje algunos fragmentos arrancados del ribazo; lo que hay de cierto es que un espeso entrelazamiento de malezas y ramas se oculta y prospera bajo aquellas pérfidas aguas. Puse los pies sobre una de las capas de donde parecía surgir el zarzal y conseguí libertar á Mervyn, que una vez dueño de sus movimientos volvió á hallar todos sus medios, y se sirvió de ellos sin retardo para ganar la orilla, abandonándome de buena gana. Este rasgo no era muy conforme con la reputación caballeresca de que goza su especie: pero el buen Mervyn, ha vivido mucho entre los hombres y supongo que se ha vuelto un poco filósofo. Cuando quise tomar mi impulso para seguirle, reconocí con enfado que era detenido, á mi turno, por la red de la náyade maligna y celosa, que al parecer reina en estos parajes. Una de mis piernas estaba enlazada por nudosos bejucos que traté en vano de romper. No se halla uno bastante libre en una agua profunda sobre un fondo viscoso, para desplegar todas sus fuerzas: estaba por otra parte medio ciego por el repulso continuo de la onda espumante. Además sentía que mi situación se hacía equívoca. Arrojé una mirada hacia la ribera. La señorita Margarita suspendida del brazo de Alain, estaba inclinada sobre el abismo y clavaba sobre mí una mirada de mortal ansiedad. Me dije en aquel momento, que sólo de mí dependía ser llorado por aquellos hermosos ojos, y dar á una existencia miserable un fin digno de envidia. Luego sacudí estos cobardes pensamientos: un violento esfuerzo me desprendió, anudéme al cuello el pequeño pañuelo hecho pedazos y gané suavemente la ribera. Al abordar, la señorita Margarita me tendió su mano temblorosa: esto me pareció recompensarme.
—¡Qué locura!—dijo.—¡Qué locura! Podía usted haber muerto allí ¡y por un perro!
—Era el suyo—le respondí á media voz como ella me había hablado.
Esta palabra pareció contrariarla; retiró bruscamente su mano, y volviéndose hacia Mervyn que bostezando se secaba al sol, púsose á acariciarlo:—¡Oh! tonto, gran tonto—dijo.—¡Qué bestia eres!
En tanto, manaba yo agua sobre la hierba como una regadera, y no sabía qué hacer de mi individuo, cuando la joven volviéndose á mí, me dijo con bondad:—Señor Máximo tome la barca y márchese pronto. Remando se calentará un poco. Yo me volveré con Alain por los bosques. El camino es más corto.—Pareciéndome este arreglo conveniente bajo todos aspectos, no hice objeción alguna. Me despedí: tuve por segunda vez el placer de tocar la mano del ama de Mervyn, y me arrojé á la barca.
Vuelto á casa, me sorprendí al vestirme hallando en mi cuello el despedazado pañuelo que había olvidado entregar á la señorita Margarita. Ella ciertamente lo creía perdido, y me decidí á apropiármelo como premio de mi húmedo torneo. Por la noche fuí al castillo, la señorita Laroque me acogió con ese aire de indolencia desdeñosa, de distracción sombría y de amargo fastidio que la caracteriza habitualmente, y que formaba entonces un singular contraste con la graciosa bondad y la festiva vivacidad de mi matinal compañera. Durante la comida, á la cual asistía el señor de Bevallan, habló de nuestra excursión; como para quitarle todo misterio, lanzó de pasada algunas zumbas á propósito de los amantes de la Naturaleza, y terminó contando la mal aventura de Mervyn, pero suprimió de este último episodio toda la parte que me concernía. Si esta reserva ha tenido por objeto, como lo creo, dar tono á mi propia discreción, la señorita se tomaba un inútil trabajo. Sea lo que sea, el señor de Bevallan, al oir este relato, nos aturdió con sus gritos de desesperación.
—¡Cómo! ¡la señorita Margarita había sufrido aquellas tan largas ansiedades! El bravo Mervyn había corrido tan grave peligro, y él, Bevallan, ¿no se había hallado allí? ¡Fatalidad! Jamás se consolaría... no le quedaba otro remedio que colgarse como Crillon.
—Pues bien, si estuviese yo solo para descolgarlo—me dijo el viejo Alain cuando me acompañaba por la noche—emplearía todo el mayor tiempo posible para hacerlo.
El día de ayer, no comenzó para mí tan alegremente como el de la víspera. Recibí por la mañana una carta de Madrid, que me encargaba anunciar á la señorita de Porhoet la pérdida definitiva de su pleito. El agente de negocios me hacía saber, además, que la familia con quien se pleiteaba, al parecer no aprovecharía de su triunfo, pues se hallaba ahora en lucha con la corona, que se había despertado al ruido de aquellos millones y que sostiene que la sucesión en litigio le pertenece por derecho de abolengo. Después de largas reflexiones me ha parecido que sería muy caritativo ocultar á mi vieja amiga la ruina absoluta de sus esperanzas. Tengo pues, el proyecto de asegurarme la complicidad de su agente en España; él pretextará una nueva demora; por mi parte, seguiré el escudriñamiento de los archivos, y haré en fin lo posible para que la pobre mujer continúe hasta el fin de sus días alimentando sus queridas ilusiones. Por muy legítimo que sea el carácter de este engaño, sentí, sin embargo, la necesidad de hacerlo sancionar por alguna conciencia delicada.
Me transporté al castillo después de mediodía, é hice mi confesión á la señora de Laroque: ella aprobó mi plan y aun me alabó más de lo que el caso parecía exigir. Y no fué sin gran sorpresa que la oí terminar nuestra conversación con estas palabras:—Ha llegado el momento de decirle, señor, que le estoy profundamente agradecida por sus cuidados; que cada día me agrada más su compañía y siento más estimación por su persona. Querría, señor, perdóneme, porque no puede usted participar de este voto, querría que no nos separásemos jamás... y ruego humildemente al Cielo haga todos los milagros que sean necesarios para esto... porque no se me oculta... que serían menester milagros.
No pude comprender el sentido preciso de este lenguaje, tanto más, cuanto que no me explicaba la emoción repentina que brilló en los ojos de la excelente mujer. Di las gracias como convenía y me fuí á pasear mi tristeza á través de los campos.
Una casualidad, poco singular, para ser franco, me condujo, al cabo de una hora de camino, al retirado valle y sobre el borde del estanque que había sido teatro de mis recientes proezas. El cerco de follaje y de rocas que rodea el pequeño lago, realiza el ideal mismo de la soledad. Allí se está verdaderamente en el fin del mundo, en un país virgen, en la China, ó donde se quiera. Me tendí sobre la grama y rehice en mi imaginación todo el paseo de la víspera, que es de aquellos que no se hacen dos veces en el curso de la vida más larga. Sentía que si se me ofreciera segunda vez una fortuna parecida, no tendría ya el mismo encanto de imprevisión, de calma, y para terminar la palabra, de inocencia. Era menester repetírmelo bien: este fresco romance de juventud, que perfumaba mi pensamiento, no podía tener sino un capítulo, ó más bien una página, y la había leído ya. Sí, esa hora, esa hora de amor, para llamarla por su nombre, había sido soberanamente dulce, porque no fué premeditada, porque no había pensado en darle su nombre sino después de haberla agotado; porque había sentido la ebriedad sin la falta. Ahora mi conciencia se ha despertado: véome en la pendiente de un amor imposible, ridículo, peor que esto, ¡culpable! Era tiempo de velar por mí; ¡pobre desheredado como soy!
Dirigíame tales consejos en este lugar solitario, y no hubiera sido absolutamente necesario venir aquí para dirigírmelos, cuando un murmullo de voces me sacó repentinamente de mi distracción. Me levanté y vi avanzar hacia mí, una reunión de cuatro ó cinco personas que acababan de desembarcar. Eran la señorita Margarita, apoyada en el brazo del señor de Bevallan, la señorita Helouin y la señora Aubry seguidas de Alain y Mervyn. El ruido que hacían al aproximarse, había sido apagado por el ruido de las cascadas; sólo estaban á dos pasos de mí, no tuve tiempo para retirarme, fué preciso que me resignara al desagrado de verme sorprendido en mi actitud de pensador melancólico. Mi presencia en este lugar no despertó al parecer, ninguna atención particular; creí únicamente ver pasar por la frente de la señorita Margarita, una nube de descontento, y me devolvió el saludo con notable sequedad. El señor de Bevallan, plantado sobre los bordes del valle, fatigó algún tiempo los ecos con los clamores triviales de su admiración... ¡Delicioso!... ¡pintoresco!... ¡Qué mezcolanza... oh! ¡la pluma de Jorge Sand... el pincel de Salvator Rosa!... Todo esto iba acompañado de enérgicos gestos, que parecían arrebatar sucesivamente á estos dos grandes artistas los instrumentos de su genio. En fin se calmó, y se hizo mostrar el paso peligroso donde Mervyn estuvo á punto de perecer. La señorita Margarita contó de nuevo la aventura, observando la misma discreción en cuanto á la parte que había tenido yo en el desenlace, hasta insistió con una especie de crueldad, relativamente para mí, sobre los talentos, el valor y la presencia de ánimo que su perro había desplegado en aquella heroica circunstancia. Suponía, al parecer, que el servicio que había tenido la dicha de prestarle, habría hecho subir á mi cerebro algunos humos de presunción que era urgente destruir.
Habiendo la señorita Helouin y la señora Aubry manifestado un vivo deseo de ver renovarse las tan ponderadas hazañas de Mervyn, la joven llamó al terranova y lanzó como el día anterior su pañuelo á la corriente del río, pero á esta señal el valiente Mervyn, en lugar de precipitarse al lago, tomó la carrera á lo largo de la ribera yendo y viniendo, con aire diligente, ladrando con furor, agitando la cola, dando en fin, mil pruebas de un poderoso interés, pero al mismo tiempo de una excelente memoria. Decididamente la razón domina el corazón de este animal. En vano la señorita Margarita, irritada y confusa, empleó sucesivamente las caricias y las amenazas para vencer la obstinación de su favorito; nada pudo decidir al inteligente animal á confiar de nuevo su preciosa vida á aquellas terribles ondas. Después de tan pomposos anuncios, la obstinada prudencia del intrépido Mervyn, tenía en realidad algo de ridículo; á mi parecer, tenía yo más que nadie el derecho de reirme y no tuve escrúpulo en hacerlo. Además, la hilaridad fué general muy luego, y la señorita Margarita acabó por tomar parte en ella, aunque muy débilmente.
—Después de todo—dijo,—he perdido otro pañuelo.
El pañuelo arrastrado por el movimiento constante del remolino, había ido naturalmente á enredarse en las ramas del fatal matorral, á una corta distancia de la opuesta ribera.
—Fíe en mí, señorita—exclamó el señor de Bevallan.—En diez minutos tendrá usted su pañuelo, ó no seré quién soy.
Me pareció que la señorita Margarita al oir esta declaración magnánima, me lanzaba á hurtadillas una expresiva mirada, como para decirme:—¡Vea que á mi alrededor no es tan raro el sacrificio! Luego respondió al señor de Bevallan:—¡Por Dios, no haga locuras, el agua es muy profunda! Hay un verdadero peligro.
—Eso me es absolutamente indiferente—contestó el señor de Bevallan.
—Dígame, Alain, ¿tiene usted un cuchillo?
—¿Un cuchillo?—repitió la señorita Margarita con el acento de la sorpresa.
—Sí, déjeme, déjeme hacer.
—¿Pero qué pretende usted hacer con un cuchillo?
—Pretendo cortar una rama—dijo el señor de Bevallan.
La joven lo miró fíjamente.
—Creía—murmuró—que iba usted á echarse á nado.
—¡A nado!—dijo el señor de Bevallan;—permítame, señorita... en primer lugar no estoy en traje de natación... además, le confesaré que no sé nadar.
—Si no sabe usted nadar—replicó la joven, con un tono seco,—importa muy poco que esté ó no esté en traje de natación.
—Es una observación muy justa—dijo el señor de Bevallan, con una festiva tranquilidad;—pero usted no tiene interés particular en que yo me ahogue, ¿no es así? Quiere usted su pañuelo, ese es el fin. Desde el momento en que yo lo traiga quedará usted satisfecha ¿no es verdad?
—Pues bien—dijo la joven sentándose con resignación;—vaya á cortar su rama, señor.
El señor de Bevallan, que no se desconcierta fácilmente, desapareció en el monte vecino, donde durante un momento oímos crujir el ramaje; á poco rato volvió armado de un largo vástago de avellano y púsose á despojarle de sus hojas.
—¿Por ventura piensa usted alcanzar hasta la otra orilla con ese palo?—preguntó la señorita Margarita, cuya alegría comenzaba á despertarse visiblemente.
—Déjeme hacer, déjeme hacer, por Dios—respondió el imperturbable gentilhombre.
Se le dejó obrar. Acabó de preparar su rama y se dirigió hacia la barca. Comprendimos entonces que su proyecto era atravesar el río en bote, más arriba de la cascada, y una vez en la ribera opuesta, arponear el pañuelo que no estaba muy lejos. Este descubrimiento produjo entre los asistentes un grito de indignación; las damas, como se sabe, gustan mucho de las empresas peligrosas... efectuadas por otros.
—¡Ya, ya, señor de Bevallan, vaya una bella invención!
—Ta, ta, ta, señoras. Es la misma cosa que el huevo de Colón. Era preciso saber el cómo.
Sin embargo, contra lo que podía esperarse, esta expedición de tan pacífica apariencia, no debía terminar sin emociones ni peligros. El señor de Bevallan, en vez de ganar la ribera directamente frente á la pequeña ensenada en que estaba amarrada la barca, tuvo la malhadada idea de atravesar por un punto más vecino á la catarata. Impelió, pues, el bote hasta el medio de la corriente; luego lo dejó arrastrar por ella durante un momento; pero no tardó en fijarse de que en la cercanía de la cascada, el río, como atraído por el abismo y arrebatado por el vértigo, precipitaba su curso con aterradora rapidez; tuvimos la revelación del peligro al verlo poner repentinamente el bote de través y comenzar á agitar los remos con febril energía. Luchó contra la corriente durante algunos segundos con un éxito muy incierto. Sin embargo, se aproximaba poco á poco al ribazo opuesto, aun cuando la corriente continuase arrastrándolo con espantosa impetuosidad hacia las cataratas, cuyos amenazantes rumores debían entonces llenar de horror sus oídos. No distaba ya de ellas sino algunos pasos, cuando un esfuerzo supremo le llevó hasta cerca de la ribera para que su vida al menos quedase asegurada. Tomó entonces un impulso vigoroso y saltó sobre el declive de la costa, rechazando con el pie á pesar suyo la abandonada barca, que fué inmediatamente arrastrada por encima de los arrecifes y vino á vogar en el estanque con la quilla al aire.
En tanto que el peligro duró no habíamos sentido, en presencia de aquella escena, otra impresión que la de una viva inquietud; pero tranquilizados apenas nuestros espíritus, debían ser heridos vivamente por el contraste que ofrecía el desenlace de la aventura con el aplomo del que había sido su héroe. La risa es por otra parte tan fácil como natural después de alarmas felizmente apaciguadas. Así, no hubo nadie entre nosotros que no se abandonase á una franca alegría en el momento en que vimos al señor de Bevallan fuera de la barca. Será preciso advertir que en este mismo momento se completaba su infortunio por un accidente verdaderamente doloroso. El ribazo á que había saltado presentaba una pendiente escarpada y húmeda; no bien hubo puesto el pie en él, resbalándose cayó de espaldas; algunas sólidas ramas se hallaban afortunadamente á su alcance y se agarró de ellas con frenesí, mientras sus piernas se agitaban como dos furiosos remos en el agua, por otra parte poco profunda, que baña la costa. Habiendo desaparecido entonces toda sombra de peligro, el espectáculo de aquel combate fué puramente ridículo, y supongo que este cruel pensamiento agregaba á los esfuerzos del señor de Bevallan una torpe precipitación que le hacía retardar su triunfo. Logró, sin embargo, levantarse de nuevo y tomar pie sobre la escarpa; pero súbitamente lo vimos deslizarse otra vez despedazando las malezas que se oponían á su pasaje, volviendo á comenzar en el agua, con una desesperación evidente, su desordenada pantomima. Era imposible contenerse. Creo que jamás la señorita Margarita había asistido á una fiesta semejante. Había olvidado absolutamente todo cuidado por su dignidad, y como una ninfa ebria, llenaba el soto con los estallidos de su alegría casi convulsiva. Golpeaba sus manos, y á través de sus carcajadas, gritaba con voz entrecortada:—¡Bravo, bravo, señor de Bevallan! ¡Lindísimo, delicioso, pintoresco! ¡Oh, Salvator Rosa!
El señor de Bevallan, entretanto, había acabado por pararse sobre la tierra firme. Volviéndose entonces hacia las damas, les dirigió un discurso, que el ruido estrepitoso de la cascada no permitía oir claramente, pero por los animados gestos, por los movimientos descriptivos de sus brazos y el aire torpemente sonriente de su fisonomía, podíamos comprender que nos hacía una explicación apologética de su desastre.
—Sí, señor, sí—respondió la señorita Margarita, riendo siempre con la implacable tranquilidad de una mujer;—¡es un triunfo, un magnífico triunfo! ¡Sea enhorabuena!
Cuando recobró un poco su seriedad, me interrogó sobre los medios de recobrar la zozobrada barca, que entre paréntesis, es la mejor de nuestra flotilla. Prometíle volver al siguiente día con algunos obreros y presidir su salvamento; luego nos encaminamos alegremente á través de las praderas, en dirección al castillo, en tanto que el señor de Bevallan, no estando en traje de natación, debía renunciar á reunírsenos y se perdía con aire melancólico tras de las rocas que bordean la opuesta ribera.
En fin, aquella alma extraordinaria me ha entregado el secreto de sus tempestades. ¡Desearía que lo hubiera guardado siempre! En los días subsiguientes á las escenas que he contado, la señorita Margarita, como avergonzada de los movimientos de juventud y franqueza á que un instante se había abandonado, dejó caer de nuevo sobre su frente un velo más espeso de triste arrogancia, de desconfianza y de desdén. En medio de los bulliciosos placeres de las fiestas y bailes que en el castillo se sucedían, pasaba ella como una sombra, indiferente, helada, y algunas veces hasta irritada. Su ironía atacaba con inconcebible amargura, tan pronto á los puros goces del espíritu, á los que proporcionan la contemplación y el estudio, como á los más nobles é inviolables sentimientos. Si se citaba delante de ella algún rasgo de valor ó de virtud, lo volvía al momento para buscarle la faz del egoísmo; si se tenía la desgracia de quemar en su presencia el más pequeño grano de incienso sobre el altar del arte, al instante lo extinguía de un revés. Su risa triste, sarcástica, temible, semejante en sus labios á la burla de un ángel caído, se encarnizaba en ajar donde quiera que veía las señales de las más generosas facultades del alma humana, el entusiasmo y la pasión. Sentía yo que este extraño espíritu de denigración, tomaba para conmigo un carácter de persecución especial y de verdadera hostilidad. No comprendía y no comprendo aún muy bien, cómo he podido merecer estas particulares atenciones , pues si es verdad que llevo en mi corazón la firme religión de las cosas ideales y eternas, que sólo la muerte podía arrancarme (¡oh, gran Dios, qué me quedaría si no tuviera esto!) de ningún modo soy inclinado á los éxtasis públicos y mis admiraciones como mis amores, jamás importunarán á nadie. Trataba de observar con más escrúpulo que nunca aquella especie de pudor que sienta tan bien á los verdaderos sentimientos; pues no ganaba nada: era sospechoso de poesía. Se me atribuían quimeras novelescas, para tener el placer de combatirlas, poníaseme en las manos no sé qué arpa ridícula, para proporcionarse la diversión de romperle las cuerdas.
Si bien esta guerra declarada á todo lo que es superior á los intereses positivos y á las secas realidades de la vida, no era nueva en el carácter de la señorita Margarita, sin embargo, se había exagerado bruscamente y envenenado, hasta el punto de herir los corazones que más cariño le profesaban. Un día, la señorita de Porhoet, cansada de esa incesante burla, le dijo delante de mi:—Querida mía, se ha posesionado del corazón de usted, hace algún tiempo, un demonio que haría bien en exorcizar lo más pronto posible; de otro modo, acabará usted por formar una homogénea trinidad con las señoras de Aubry y de Saint-Cast; quiero advertírselo bien claro. Por mi parte no me precio de ser ni haber sido jamás una persona muy novelesca, pero me gusta creer que hay aún en el mundo algunas almas capaces de sentimientos generosos: creo en el desinterés, aun cuando no fuese sino en el mío; creo en el heroísmo, pues he conocido héroes. Además, tengo placer en oir cantar á los pajarillos bajo mi soto de ojaranza, y en edificar mi catedral en las nubes que pasan. Todo esto puede ser muy ridículo; pero me atrevo á recordarle que estas ilusiones son los tesoros del pobre, que el señor y yo no tenemos otros, y que tenemos la singularidad de no quejarnos.
Otro día que acababa yo de sufrir con mi ordinaria impasibilidad los sarcasmos de la señorita Margarita, su madre me llamó aparte.
—Señor Máximo—me dijo,—mi hija le atormenta un poco, le suplico que la excuse. Debe notar que su carácter se ha alterado desde hace algún tiempo.
—La señorita parece más preocupada que de costumbre...
—¡No es sin razón, Dios mío! Está á punto de tomar una resolución muy grave y ese es un momento en que el humor de las jóvenes queda entregado á la locura de las brisas.
Inclinéme sin responder.
—Usted es ahora—continuó la señora Laroque—un amigo de la familia; por esa razón le quedaré agradecidísima si me dice lo que piensa del señor de Bevallan.
—El señor de Bevallan, señora, tiene según creo, una muy buena fortuna aunque un poco inferior á la de usted, pero muy buena sin embargo: cerca de ciento cuarenta mil francos de renta.
—Sí, pero ¿cómo juzga usted su persona, su carácter?...
—Señora, el señor de Bevallan es lo que se llama un completo caballero. No le falta talento y pasa por un hombre galante.
—¿Pero cree usted que haga feliz á mi hija?
—No creo que la haga desgraciada. Sería suponerle una alma depravada.
—¿Qué quiere usted que haga, Dios mío? A mí no me gusta nada, pero es el único que no desagrada á Margarita... y por otra parte, ¡hay tan pocos hombres que tengan cien mil francos de renta! Debe usted comprender que mi hija en su posición no ha dejado de tener pretendientes... Hace dos ó tres años que estamos literalmente sitiadas... Pues bien, es menester acabar... Yo estoy enferma... Puedo morirme de un día á otro... Mi hija quedaría sin protección... Además, este es un matrimonio en que se reunen todas las conveniencias, que la sociedad aprobará ciertamente, y yo sería culpable si no consintiera en él... Se me acusa ya de inspirar á mi hija ideas novelescas... la verdad es que yo nada la inspiro. Ella tiene una cabeza completamente suya. En fin, ¿qué es lo que me aconseja usted?
—¿Me permitirá, señora, preguntarle cuál es la opinión de la señorita de Porhoet? Es una persona llena de juicio y de experiencia y que además le profesa á usted un gran cariño...
—¡Ah! si he de creer á la señorita de Porhoet, enviaría muy lejos al señor de Bevallan... Pero habla muy fácilmente... ¡cuando él se haya marchado no será ella quien casará á mi hija!
—Dios mío, señora, desde el punto de vista de la fortuna, el señor de Bevallan es ciertamente un partido poco común, es preciso no disimulárselo, y si quiere usted rigurosamente cien mil libras de renta...
—Para mí lo mismo son cien mil libras de renta que cien cuartos, mi querido señor... Pero no se trata de mí, sino de mi hija... yo no puedo darla á un albañil. ¿No es así? A mí me habría gustado ser la mujer de un obrero, pero lo que habría hecho mi felicidad, es probable que no haga la de mi hija. Y al casarla, debo consultar las ideas generalmente recibidas, no las mías.
—Pues bien, señora, si este casamiento le conviene, y conviene igualmente á su señorita hija...
—Pero no, si él no me conviene... y no conviene á mi hija... Es un casamiento... ¡Dios mío, es un casamiento de conveniencia, eso es todo!
—¿Debo comprender que es una cosa completamente arreglada?
—No, puesto que le pido consejo. Si lo estuviera, mi hija estaría más tranquila... esas fluctuaciones son las que la trastornan, y además...
La señora de Laroque, sumergiéndose en la sombra de la pequeña cúpula que domina su sillón, agregó: ¿Tiene usted alguna idea de lo que pasa en esa desgraciada cabeza?
—Ninguna, señora.
Su mirada chispeante se fijó sobre mí durante un momento. Arrojó un profundo suspiro y me dijo con un tono dulce y triste:—Váyase, señor... no le detengo más.
La confidencia con que acababa de ser honrado no me sorprendió. Hacía ya algún tiempo que la señorita Margarita consagraba visiblemente al señor de Bevallan todo el resto de simpatía que conserva aún por la humanidad. Estos testimonios, sin embargo, parecían más bien señal de una preferencia amistosa que la de una apasionada ternura. Es menester decir, además, que esta distinción se explica fácilmente. El señor de Bevallan, á quien jamás estimé y de quien he hecho, á pesar mío, en estas páginas, más bien la caricatura que el retrato, reune el mayor número de cualidades y defectos que habitualmente atraen el sufragio de las mujeres. La modestia le falta absolutamente; lo que le viene á las mil maravillas, pues las mujeres no la estiman. Tiene esa seguridad espiritual burlona y tranquila, que de nada se asusta, que intimida fácilmente, y que garantiza siempre, al que está dotado de ella, una especie de dominación y una apariencia de superioridad. Su talle derecho, sus gallardas facciones, su destreza en los ejercicios físicos, su renombre como batidor y cazador, le prestan una autoridad viril, que impone al sexo tímido. Hay por fin, en sus ojos un espíritu de audacia, de empresa y de conquista no desmentido por sus costumbres, que conmueve á las mujeres y subleva en sus almas secretos ardores. Justo es agregar, que tales ventajas no tienen en general todo su precio sino sobre corazones vulgares; pero el corazón de la señorita Margarita, que yo había querido, como sucede siempre, elevar al nivel de su belleza, parece hacer ostentación desde hace algún tiempo de sentimientos de un orden muy mediocre, y creíala muy capaz de sufrir sin resistencia como sin entusiasmo, con la frialdad pasiva de una imaginación inerte, el encanto de ese vencedor venal y el yugo consiguiente á un matrimonio de conveniencia.
A consecuencia de todo esto, era menester tomar un partido y lo tomé más fácilmente de lo que un mes antes hubiera creído, pues había empleado todo mi valor en combatir las primeras tentaciones de un amor que el buen sentido y el honor reprobaban igualmente, y aquella misma que, sin saberlo, me imponía este combate, sin saberlo, también, me había ayudado poderosamente á triunfar. Si no había podido ocultarme su belleza, me había manifestado su alma, y la mía se había reconcentrado, pequeña desgracia sin duda para la millonaria joven, pero verdadera, dicha para mí.
Entretanto, hice un viaje á París donde me llamaban los intereses de la señora de Laroque y los míos. Volví hace dos días y al llegar al castillo, se me dijo que el anciano señor Laroque me llamaba con insistencia desde por la mañana. Pasé inmediatamente á su departamento. Desde que me divisó, una pálida sonrisa vagó por sus ajadas mejillas, detuvo sobre mí una mirada en la que creí ver una expresión de maligna alegría y de secreto triunfo, diciéndome luego con voz sorda y cavernosa.
—Señor, el señor de Saint-Cast ha muerto.
Esta noticia que aquel singular anciano había querido darme él mismo, era exacta. En la noche precedente, el pobre general de Saint-Cast había sido atacado de una fuerte aplopegía, y una hora después era arrebatado á la existencia opulenta y deliciosa, que debía á su señora. Conocido apenas el suceso en el castillo, la señora de Aubry se había hecho transportar en seguida á casa de su amiga, y estas dos compañeras, nos dijo el doctor Desmarest, habían conferenciado sobre la muerte, la rapidez de sus golpes, la imposibilidad de preverlos ó de garantirse contra ellos, la inutilidad de los pesares que á nadie resucitan, sobre el tiempo que todo lo consuela, acabando por una letanía de ideas originales y picantes. Después de lo cual habiéndose sentado á la mesa habían recobrado fuerzas muy tranquilamente.
—Vamos, coma usted, señora; es menester sustentarse, Dios lo quiere así—decía la señora de Aubry.
A los postres, la señora de Saint-Cast hizo subir una botella de un vinillo de España que el pobre general adoraba, en consideración á lo cual suplicaba á la señora Aubry lo probara. Rehusando obstinadamente la señora de Aubry á probarlo sola, la señora de Saint-Cast se había dejado persuadir que Dios quería que también ella bebiese un poco de vino de España con un bizcochito. No se brindó por la salud del general.
Ayer por la mañana, la señora de Laroque y su hija, estrictamente vestidas de luto, montaron en carruaje: yo tomé un lugar á su lado. A las diez nos hallábamos en la pequeña ciudad vecina. Mientras yo asistía á los funerales del general, las señoras se reunían con la señora de Aubry para formar alrededor de la viuda el círculo de costumbre. Acabada la triste ceremonia, volví á la casa mortuoria y fuí introducido con algunos amigos íntimos en el célebre salón cuyo mueblaje cuesta quince mil francos. En el centro de una fúnebre media luz, distinguí sobre un canapé de mil doscientos francos, la sombra inconsolable de la señora de Saint-Cast, envuelta en amplios crespones, cuyo precio no tardaremos en conocer. A su lado se hallaba la señora de Aubry presentando la imagen de la más intensa postración física y moral. Una media docena de parientas y de amigas completaban aquel grupo doloroso. Mientras nosotros nos colocábamos en fila á la otra extremidad del salón, hubo algún ruido de refregones de pie y algunos crujidos del pavimento; luego un melancólico silencio reinó de nuevo en el fúnebre recinto. De tiempo en tiempo solamente, se elevaba del canapé un suspiro lamentable que la señora de Aubry repetía como un eco fiel. En fin apareció un joven que se había retardado un poco en la calle tomándose tiempo para acabar un cigarro que había encendido al salir del cementerio. Se deslizaba discretamente en nuestras filas, cuando la señora de Saint-Cast lo notó.
—¿Es usted, Arturo?—dijo con una voz semejante á un soplo.
—Sí, mi tía—dijo el joven, avanzando como centinela al frente de nuestra línea.
—¿Se acabó todo?—respondió la viuda con el mismo tono quejumbroso y lánguido.
—Sí, mi tía—respondió con acento breve y deliberado el joven Arturo, que parece un mozo bastante satisfecho de sí mismo.
Hubo una pausa; en seguida la señora de Saint-Cast sacó del fondo de su alma expirante esta nueva serie de preguntas:
—¿Estuvo bueno?
—Muy bueno, tía, muy bueno.
—¿Mucha gente?
—Toda la ciudad, mi tía, toda la ciudad.
—¿Las tropas?
—Sí, mi tía; toda la guarnición con la música.
La señora de Saint-Cast hizo oir un gemido y agregó:
—¿Y los bomberos?
—Los bomberos también, mi tía, sin duda alguna.
Ignoro lo que este último detalle podría tener de particularmente desgarrador para el corazón de la señora de Saint-Cast, pero no pudo resistir á él; un desmayo súbito, acompañado de un vahido infantíl llamó á su alrededor todos los recursos de la sensibilidad femenil y nos proporcionó la ocasión de retirarnos. Yo por mi parte no tuvo reparo en aprovecharme de ella. Me era insoportable ver aquella ridícula furia ejecutar sus hipócritas farsas sobre la tumba del hombre débil, pero bueno y leal, cuya vida había emponzoñado y muy indudablemente acortado.
Más tarde, la señora de Laroque me propuso la acompañara á la alquería de Langoat, que está situada cinco ó seis leguas más lejos, en dirección á la costa. Tenía la intención de ir á comer allí con su hija. La arrendataria, que había sido nodriza de la señorita Margarita, estaba enferma y proyectaban hacía largo tiempo darle este testimonio de interés. Partimos á las dos de la tarde. Era uno de los más ardientes días de verano. Las dos portezuelas abiertas dejaban entrar en el carruaje los espesos y abrasadores efluvios que un tórrido cielo vertía á torrentes sobre los secos arenales.
La conversación se resintió de la languidez de nuestros espíritus. La señora de Laroque que se creía en el paraíso, se había por fin desembarazado de sus pieles y permanecía sumergida en un dulce éxtasis. La señorita Margarita manejaba el abanico con una gravedad española. En tanto que subíamos lentamente las interminables cuestas de este país, veíamos hormiguear sobre las calcinadas rocas legiones de pequeños lagartos con sus plateadas corazas, y oíamos el chirrido continuo de las aliagas que abrían al sol sus maduras frutas.
En medio de una de estas laboriosas ascensiones una voz gritó repentinamente desde el borde del camino:—¡Deténganse si me hacen el favor! Al mismo tiempo una muchachota con las piernas desnudas, una rueca en la mano y llevando el antiguo vestido del país y la cofia ducal de las paisanas de esa región, franqueó rápidamente el foso; espantó, al pasar, algunos carneros, cuya pastora parecía, y vino á plantarse con cierta gracia sobre el estribo, presentándonos en el cuadro de la portezuela su fisonomía bronceada, resuelta y sonriente.
—Excúsenme, señoras—dijo con el tono breve y melodioso que caracteriza el acento de la gente del país—¿me harían el placer de leerme esto?—y sacó de su corpiño una carta plegada á la antigua.
—Lea usted, señor—me dijo sonriendo la señora de Laroque y alto si es posible.
Tomé la carta, que era un billete de amor. Estaba dirigido con mucha minuciosidad á la señorita Cristina Oyadec en la Villa de... comuna de... granja de... La escritura era de mano muy inculta, pero que parecía sincera. La fecha anunciaba que la señorita Cristina había recibido aquella misiva dos ó tres semanas antes: al parecer, la pobre joven, no sabiendo leer y no queriendo confiar su secreto á la malignidad de los que la rodeaban, había esperado que algún pasajero á la vez benévolo y letrado, viniera á darle la clave de aquel misterio que le quemaba el seno hacía quince días. Sus ojos azules, ampliamente rasgados, fijábanse sobre mí con un aire de contento inexplicable, en tanto que yo descifraba penosamente las líneas oblicuas de la carta que estaba concebida en estos términos: Señorita: ésta tiene por objeto decirle que desde el día en que nos hablamos en el arenal después de vísperas, mis intenciones no han cambiado y que me desespero por saber las suyas; mi corazón, señorita, es todo suyo, como deseo que el de usted sea todo mío, y si esto sucede, puede estar segura y muy cierta, que no habrá alma viviente más dichosa, ni en el Cielo ni en la tierra, que la de su amigo que no firma, pero que usted sabe quién es, señorita.
—¿Usted sabe quién es, señorita Cristina?—preguntéla al devolverle la carta.
—Es muy probable—dijo, mostrándonos sus blancos dientes y sacudiendo gravemente su femenil cabeza, iluminada por la felicidad.—¡Gracias, señoras y señor!—saltó del estribo y muy luego desapareció en la selva, elevando hacia el Cielo las notas alegres y sonoras de alguna canción bretona.
La señora de Laroque había seguido con un encanto manifiesto todos los detalles de aquella escena pastoril, que acariciaba deliciosamente sus quimeras; sonreía y soñaba ante aquella afortunada niña de desnudos pies, estaba encantada. Cuando la señorita Oyadec se hubo perdido de vista, una idea extraña se ofreció repentina al pensamiento de la señora de Laroque: era que, después de todo, no hubiera hecho mal en dar, además de su admiración, una pieza de cinco francos á la pastora.
—¡Alain!—exclamó—¡llámela!
—¿Para qué, madre mía?—dijo vivamente la señorita Margarita, que hasta entonces no había parecido prestar atención alguna al incidente.
—Pero, hija mía, no puede ser que esa niña no comprenda bien todo el placer que yo tendría y que debe tener ella en correr con los pies desnudos sobre el polvo, y creo conveniente por lo que pueda suceder, dejarle un pequeño recuerdo.
—¡Dinero!—respondió la señorita Margarita;—¡oh! madre mía, no haga usted eso. ¡No mezcle el dinero en la dicha de esa niña!
La expresión de este refinado sentimiento que, entre paréntesis, la pobre Cristina es probable no hubiera apreciado del todo, no dejó de asombrarme en boca de la señorita Margarita, que no peca en general de ese puritanismo. Hasta creí que se burlaba, aun cuando su fisonomía no indicara ninguna disposición á la jovialidad. Sea lo que sea, broma ó no, fué tomada muy á lo serio por su madre y se decidió con entusiasmo á dejar á aquel idilio su inocencia y sus pies desnudos.
Después de este bello rasgo, la señora de Laroque, evidentemente muy contenta de sí misma, volvió á caer en éxtasis sonriendo, y la señorita Margarita continuó de nuevo manejando el abanico con más gravedad. Una hora después llegábamos al término de nuestro viaje. Como la mayor parte de los cortijos de este país, donde las alturas y las mesetas están cubiertas de áridos arenales, la granja de Langot está situada en el hueco de un valle atravesado por un riachuelo. La arrendataria, que se hallaba mejor, se ocupó sin retardo de los preparativos de la comida, cuyos principales elementos habíamos tenido cuidado de llevar. Nos fué servida sobre el césped de una pradera, á la sombra de un enorme castaño. La señora de Laroque, instalada sobre uno de los cojines del carruaje en una actitud sumamente incómoda, no parecía por eso menos contenta. Nuestra reunión, decía le recordaba esos grupos de segadores que suelen verse en verano, oprimiéndose al abrigo de los cercados y cuyos rústicos banquetes nunca había podido contemplar sin envidia. En cuanto á mí, es probable que en otros tiempos hubiera hallado una dulzura singular en la estrecha y fácil intimidad que esta comida sobre el césped, como todas las escenas de este mismo género, establecen siempre entre los convidados; pero alejaba, con un penoso sentimiento de violencia, este encanto demasiado sujeto al arrepentimiento, y el pan de fugitiva fraternidad me parecía amargo.
Cuando acabamos de comer:—¿Ha subido usted alguna vez allá arriba?—me dijo la señora de Laroque designando la cumbre de una colina muy elevada que domina la pradera.
—No, señora.
—Ha hecho usted muy mal. Vese desde allí un magnífico horizonte. En tanto que se pone el tiro, Margarita puede acompañarle, ¿no es así Margarita?
—¿Yo, madre mía? No he ido sino una vez y hace largo tiempo... pero hallaré el camino. Venga, señor, y prepárese para una ruda ascensión.
Comenzamos en el momento á subir una escarpadísima senda que serpenteaba sobre el flanco de la montaña, atravesando aquí y allá algún bosquecillo. La joven se detenía de tiempo en tiempo en su rápida y ligera ascensión para mirar si la seguía, y un poco jadeante de su carrera me sonreía sin hablar.
Llegado que hubimos al desnudo arenal que formaba la meseta, observé á alguna distancia una iglesia de aldea cuyo campanario dibujaba en el cielo sus vivos contornos.
—Aquí es—me dijo la joven conductora, acelerando el paso.
Detrás de la iglesia había un cementerio cercado de pared. Abrió la puerta y se dirigió penosamente á través de las altas hierbas y de las zarzas extendidas, especie de gradas en forma de hemiciclo que ocupaban su extremidad. Dos ó tres escalones separados por el tiempo y muy singularmente adornados por macizas esferas, conducen á una estrecha plataforma levantada al nivel del muro; una cruz de granito se levanta en el centro. Apenas llegó la señorita Margarita á la plataforma y arrojó una mirada en el espacio que se abrió entonces ante ella, cuando la vi colocar oblicuamente la mano sobre sus ojos, como si sintiese un súbito desvanecimiento. Apresuréme á llegar á su lado. Este bello día al aproximarse á su fin alumbraba con sus últimos resplandores una escena grande, asombrosa y sublime, que jamás olvidaré. Frente á nosotros y á una inmensa profundidad de la plataforma, se extendía hasta perderse de vista, una especie de pantano sembrado de placas luminosas y que ofrecía el aspecto de una tierra abandonada por el reflujo de un diluvio. La ancha bahía avanzaba bajo nuestros pies hasta la base de las sesgadas montañas. Sobre los bancos de arena y de fango, una vegetación confusa de cañas y de hierbas marinas, se teñía de mil matices igualmente sombríos y sin embargo distintos, que contrastaban con la brillante superficie de las aguas. A cada uno de sus rápidos pasos hacia el horizonte, el sol iluminaba ó sumergía en la sombra alguno de los numerosos lagos que salpicaban aquel golfo medio seco; parecía sacar sucesivamente de su celeste tesoro las más preciosas materias, la plata, el oro, el rubí y el diamante, para hacerlas relumbrar sobre cada punto de aquella magnífica llanura. Cuando el astro tocó al término de su carrera, una banda vaporosa y ondeada que bordaba á lo lejos el límite del extremo de los pantanos, purpureóse de repente con la luz del incendio y guardó por un momento la irradiada transparencia de una nube surcada por el rayo; hallábame entregado todo entero á la contemplación de este cuadro verdaderamente sellado por la grandeza divina, y que atravesaba como un rayo más el recuerdo de César, cuando una voz baja como oprimida murmuró cerca de mí:—¡Dios mío, esto es magnífico!
Muy lejos estaba yo de esperar de mi joven compañera esta efusión simpática. Me volví hacia ella con la prontitud de una sorpresa que no disminuyó cuando la alteración de sus facciones y el ligero temblor de sus labios, me manifestaron la sinceridad profunda de su admiración.
—¿Confiesa usted que esto es bello?—le dije.
Ella sacudió la cabeza; pero en el mismo instante dos lágrimas destacábanse lentamente de sus grandes ojos: sintiólas correr sobre sus mejillas; hizo un gesto de despecho, luego arrojándose repentinamente sobre la cruz de granito, cuya base le servía de pedestal, abrazóla con sus dos manos, apoyó fuertemente su cabeza contra la piedra, y la oí sollozar convulsivamente.
No creí deber turbar con ninguna palabra el curso de aquella súbita emoción, y alejéme algunos pasos con respeto. Después de un momento, viéndola levantar la frente y con mano distraída arreglar sus sueltos cabellos, me aproximé á ella.
—¡Qué avergonzada estoy!—murmuró.
—Esté usted más bien gozosa y renuncie, créamelo, á secar la fuente de esas lágrimas, porque es sagrada. Jamás las sacará usted de otra parte.
—Es preciso—exclamó la joven con una especie de violencia.—Además ya no tiene remedio. Este acceso no ha sido sino una sorpresa... Todo lo que es bello y todo lo que es amable... quiero odiarlo y lo odio.
—¿Y por qué? gran Dios.
Miróme á la cara y agregó con un gesto de dignidad y de dolor indecible:
—Porque soy bella y no puedo ser amada.
Entonces como un torrente largo tiempo contenido que rompe en fin sus diques, continuó con un arrebato extraordinario:
—Es verdad, sin embargo—y deponía su mano sobre su palpitante pecho.—Dios había puesto en este corazón todos los tesoros de que me burlo, de que blasfemo á cada hora del día. Pero cuando me ha castigado con la riqueza, ¡ah, me ha quitado con una mano lo que me prodigaba con la otra! ¿Para qué me sirve la belleza, para qué el desinterés, la ternura y el entusiasmo en que me siento consumida? ¡Ah! no es á estos encantos á los que se dirigen los homenajes de tantos viles que me importunan. Lo adivino, lo sé, lo sé demasiado. Y si alguna vez una alma desinteresada, generosa, heroica, me amara por lo que soy, no por lo que tengo, ¡yo no lo sabría, no lo creería! La desconfianza siempre... Ved ahí mi dolor y mi suplicio. Por esto estoy resuelta... no amaré jamás; jamás me arriesgaré á confiar á un corazón vil, indigno y venal la pura pasión que abrasa el mío. Mi alma morirá virgen en mi seno... Estoy resignada á ello; pero todo lo que es bello, todo lo que hace pensar, todo lo que me habla de los Cielos prohibidos, todo lo que agita en mí estas llamas inútiles, lo aparto, lo odio, no quiero nada de él.
Detúvose temblorosa de emoción; en seguida, con una voz más baja, continuó:
—Señor, no he buscado este momento... no he calculado mis palabras... no le había destinado toda esta confianza; pero en fin, he hablado; usted lo sabe todo, y si alguna vez he podido herir su sensibilidad, creo que ahora me lo perdonará.
Tendióme su mano. Cuando mis labios se posaron sobre aquella mano aún tibia y húmeda por las lágrimas, me pareció que una languidez mortal corría por mis venas. Margarita volvió la cabeza, arrojó una mirada sobre el sombrío horizonte; luego, descendiendo lentamente las gradas:—Partamos, dijo.
Un camino más largo, pero más fácil, que la pendiente escarpada de la montaña, nos llevó al patio de la granja, sin que una sola palabra se hubiera pronunciado entre nosotros. ¡Ay, que podría decir! Yo era más sospechoso que nadie. Sentía que cada palabra escapada de mi corazón, demasiado lleno, no hubiera hecho sino aumentar más y más la distancia que me separa de aquella alma tempestuosa y adorable.
La noche entraba ya, ocultaba las huellas de nuestra común emoción. Partimos. La señora de Laroque después de haberme expresado el contento que dejaba en ella aquel día, púsose á dormitar. La señorita Margarita, invisible é inmóvil en la espesa sombra del carruaje, parecía adormecida como su madre: pero cuando alguna vuelta del camino dejaba caer sobre ella un rayo de pálida claridad, sus ojos abiertos y fijos manifestaban que velaba silenciosamente, frente á frente con su inconsolable pensamiento. En cuanto á mí, apenas puedo decir que pensaba; una extrema sensación, mezcla de una alegría profunda y de una profunda amargura, había invadido todo mi ser, y me abandonaba á ella, como suele uno abandonarse á un sueño, del que tiene conciencia, pero no fuerza para sacudir su encanto.
Llegamos á media noche. Descendí del carruaje á la entrada de la avenida para llegar á mi habitación, atravesando el parque por el camino más corto. Al entrar en una obscura alameda, un débil ruido de pasos y de voces hirió mi oído y distinguí vagamente dos sombras en las tinieblas. La hora era bastante avanzada para justificar la precaución que tomé de permanecer oculto en la espesura de un bosque y observar aquellos nocturnos rondadores. Pasaron lentamente delante de mí: reconocí á la señorita Helouin apoyada en el brazo del señor de Bevallan. En el mismo instante el ruido del carruaje los puso en alarma, y después de un apretón de mano, se separaron apresuradamente, marchando la señorita en dirección al castillo y el señor de Bevallan por la parte de los bosques; habiendo entrado en mi habitación y estando aún preocupado con este encuentro, me preguntaba con cólera si dejaría al señor de Bevallan proseguir libremente sus amores por partida doble, y buscar al mismo tiempo y en la misma casa, una novia y una querida. Seguramente soy muy de mi edad y de mi tiempo para sentir contra ciertas debilidades el odio vigoroso de un puritano, y no tengo tampoco la hipocresía de afectarlo; pero pienso que la inmoralidad más libre y más relajada desde este punto de vista admite aún algunos grados de dignidad, de elevación y de delicadeza. Puede marcharse más ó menos rectamente por estos extraviados caminos. Antes que todo, la excusa del amor es amar, pero la profusión venal de las ternuras del señor de Bevallan excluye toda apariencia de arrebato y de pasión. Tales amores no son ni aun faltas, pues no tienen el valor moral de tales, no son sino cálculos y apuestas de chalán embrutecido. Los diferentes incidentes de este día reuniéndose en mi espíritu acababan de probarme hasta qué punto era indigno de la mano y del corazón que osaba ambicionar. Esta unión sería monstruosa, y sin embargo, pronto comprendí que no podía usar para romper su intento de las armas que la casualidad acababa de proporcionarme. El mejor fin no podría justificar los medios bajos, y no hay delación honorable. ¡Este casamiento se efectuará, pues! ¡El Cielo dejará caer una de las más nobles criaturas que haya formado, en los brazos de este frío libertino! ¡Sufrirá esta profanación! ¡Ay, sufre tantas! Luego, trataba de explicarme por qué extravío de la falsa razón esta joven había escogido entre todos á este hombre. Creo adivinarlo. El señor de Bevallan es muy rico, debe traer una fortuna casi igual á la suya, esto parece ser una especie de garantía; él podría pasarse sin este aumento de riqueza: se le presume más desinteresado porque es menos necesitado. ¡Triste argumento! ¡Enorme engaño es medir por el grado de la fortuna, el grado de venalidad de los caracteres! Las tres cuartas partes del tiempo, la avidez se hincha con la opulencia, ¡y los más mendigos no son los más pobres!
¿No había, sin embargo, ahora alguna apariencia de que la señorita Margarita pudiera por sí sola abrir los ojos sobre la indignidad de su elección y hallar en alguna inspiración secreta de su propio corazón el consejo, que me era prohibido sugerirle? ¿No podía levantarse repentinamente en aquel corazón un sentimiento nuevo, inesperado, que de un soplo redujera á la nada las vanas resoluciones de la razón? ¿Este mismo sentimiento no había nacido ya, y no había recogido yo irrecusables testimonios de él? Tantos caprichos extravagantes, tantas dudas, combates y lágrimas de que desde algún tiempo había sido el objeto ó el testigo, denunciaban, sin duda, una razón vacilante y poco dueña de sí misma. No era tan novicio en la vida para ignorar que una escena como aquella de que la casualidad me había hecho en esa noche misma el confidente y casi el cómplice, por poco premeditada que sea no estalla jamás en una atmósfera de indiferencia. Tales emociones, tales sacudimientos suponen dos almas alteradas ya por una tempestad común, ó que van á serlo.
Pero si era verdad, si me amaba, como era demasiado cierto que yo la amaba á ella, podía decir de este amor lo que ella de su belleza:—¿Para qué me sirve?—pues no podía esperar que tuviera jamás bastante fuerza para triunfar de la eterna desconfianza, que es el error y la virtud de esta noble niña; desconfianza cuyo ultraje rechaza mi carácter, pero que mi situación más que la de otro alguno es á propósito para inspirarla. Entre estas terribles dudas y la reserva más grande aún, que ellas me exigen ¿qué milagro podría colmar el abismo?
Y en fin, si aun interviniendo este milagro, se dignara ofrecerme esa mano por la que yo daría mi vida, pero que jamás pediría ¿sería dichosa nuestra unión? ¿No debería yo temer tarde ó temprano en aquella inquieta imaginación el sordo despertar de una mal sofocada desconfianza? ¿Podría evitarme yo mismo una cavilación penosa, en el seno de una riqueza prestada? ¿Podría gozar, sin malestar, de un amor infestado por un beneficio? Nuestro papel de protección para con las mujeres, nos está impuesto tan formalmente por todos los sentimientos del honor, que no puede ser invertido un solo instante, ni aun de la manera más prohibida, sin que se esparza sobre nosotros no sé qué sombra de duda y de sospecha. A la verdad, la riqueza no es una ventaja tal que no pueda hallar en este mundo ninguna especie de compensación, y supongo que un hombre que lleva á su mujer, en cambio de algunos sacos de oro, un nombre que ha hecho ilustre, un mérito eminente, una gran posición, un porvenir, no debe hallarse ahogado por la gratitud; pero yo tengo las manos vacías, y no tengo más porvenir que el presente; de todas las ventajas que el mundo aprecia, una sola poseo: mi título, y me hallaría demasiado resuelto á no llevarlo para que no pudiera decirse que él era el premio de la compra; en pocas palabras, yo recibiría todo y no daría nada: un rey puede casarse con una pastora, esto es generoso y encantador y puede felicitársele con razón; pero un pastor no puede casarse con una reina, porque no tendría el mismo efecto.
He pasado la noche revolviendo todas estas cosas en mi pobre cabeza, buscándoles una conclusión, que busco aún. Puede ser que debiera dejar sin retardo esta casa y este país. La prudencia lo querría así. Esto no puede acabar bien. ¡Cuántos mortales pesares se evitarían á menudo con un solo instante de valor y decisión! Debería al menos hallarme abrumado de tristeza; jamás he tenido una ocasión tan bella. ¡Pues bien! ¡No puedo!... En el fondo de mi trastornado y torturado espíritu hay un pensamiento que lo domina todo y que me llena de una alegría sobrehumana. Mi alma es libre como un pájaro del cielo. Veo sin cesar y veré siempre aquel pequeño cementerio, aquella mar lejana, aquel inmenso horizonte, y sobre la radiosa cumbre, aquel ángel de belleza bañado en lágrimas divinas. Siento aún su mano bajo mis labios; siento sus lágrimas en mis ojos, en mi corazón. ¡La amo!... mañana si es preciso tomaré una resolución... ¡Hasta entonces, por Dios, déjeseme en reposo! ¡Hace tanto tiempo que no hago uso de la dicha! ¡Es probable que muera de este amor: pero al menos quiero vivir en paz un día entero!
Este día, único que imploraba, no me ha sido concedido. Mi debilidad no ha esperado mucho tiempo la expiación, que será larga. ¿Cómo lo había olvidado? En el orden moral, como en el físico, hay leyes que jamás quebrantamos impunemente, cuyos efectos forman en este mundo la intervención permanente de lo que se llama la Providencia. Un hombre débil y grande, escribiendo con mano casi loca el evangelio de un sabio, decía de las pasiones mismas que hicieron su miseria, su oprobio y su genio: «Todas son buenas cuando uno las domina, todas son malas cuando uno se deja dominar por ellas. Lo que nos prohibe la naturaleza es extender nuestras afecciones más allá de nuestras fuerzas; lo que nos prohibe la razón, es querer lo que no podemos obtener; lo que nos prohibe la conciencia no es ser tentados, sino dejarnos vencer por las tentaciones. No depende de nosotros tener ó no tener pasiones, pero sí depende reinar sobre ellas. Todos los sentimientos que dominamos son legítimos; todos los que nos dominan son criminales... No ligues tu corazón sino á la belleza que no perece; que tu condición limite tus deseos; que tus deberes vayan antes que tus pasiones; extiende la ley de la necesidad á las cosas morales; aprende á perder lo que puede serte arrebatado; ¡aprende á dejarlo todo cuando la virtud lo ordene!» Sí, tal es la ley, yo la conocía; la he violado, y he sido castigado. Nada más justo.
Apenas había puesto el pie sobre la nube de este loco amor, cuando era violentamente precipitado de ella, y he recobrado después de cinco días, apenas, el valor necesario para trazar las circunstancias casi ridículas de mi caída. La señora de Laroque y su hija habían partido por la mañana para hacer una nueva visita á la señora de Saint-Cast y traer en seguida á la señora de Aubry. Hallé á la señorita Helouin sola en el castillo. Le llevaba un trimestre de su pensión; pues si bien por mis funciones soy, en general, completamente extraño al orden y disciplina interiores de la casa, las señoras han deseado, sin duda por miramientos á la señorita Carolina y á mí, que sus sueldos y los míos sean excepcionalmente pagados por mí mismo. La joven se hallaba en el pequeño gabinete contiguo al salón. Recibióme con una dulzura pensativa, que me conmovió. Yo mismo sentía en aquel momento esa tranquilidad de corazón que dispone á la confianza y á la bondad. Resolví, echándolas de Quijote, tender una mano caritativa á aquella pobre abandonada.
—Señorita—le dije repentinamente—me ha retirado usted su amistad, pero la mía le ha quedado entera. ¿Me permite darle una prueba de ella?
Miróme, y murmuró un tímido sí.
—Sépalo, pobre hija mía: se pierde usted.
Levantóse bruscamente.
—¡Me vió la otra noche en el parque!—exclamó.
—Sí, señorita.
—¡Dios mío!—dijo dando un paso hacia mí.—Señor Máximo, le juro que soy honrada.
—Lo creo, señorita; pero debo decirle que en esa historieta, muy inocente sin duda de parte suya, pero que probablemente lo será menos de la otra, aventura usted muy gravemente su reputación y su reposo. Suplícole que lo reflexione, y al mismo tiempo, que esté muy segura de que nadie sino usted oirá jamás una palabra de mi boca sobre este asunto.
Iba á retirarme: ella cayó de rodillas cerca, de un canapé, y estalló en sollozos, con la frente apoyada sobre mi mano que había cogido. Yo había visto correr, hacía poco tiempo, lágrimas más bellas y más dignas; sin embargo, me hallaba conmovido.
—Veamos, mi querida señorita—le dije,—aún no es tarde, ¿es cierto?
Ella sacudió con fuerza la cabeza.
—Pues bien, mi querida niña, tenga valor. Nosotros la salvaremos. ¿Qué puedo hacer por usted? Veamos. ¿Hay en poder de ese hombre alguna prenda ó alguna carta, que pueda reclamarle de parte de usted? Disponga de mí como de un hermano.
Dejó mi mano con cólera.—¡Ah, qué duro es usted!—me dijo—habla de salvarme y es usted quien me pierde. Después de haber fingido amarme, me rechaza usted... me ha humillado, desesperado... ¡Usted es la única causa de lo que sucede!
—Señorita, no es usted justa; jamás he fingido amarla; he sentido por usted una afección muy sincera que le profeso aún. Confieso que su belleza, su ingenio y sus talentos le dan un perfecto derecho á esperar de los que viven cerca de usted algo más que una fraternal amistad; pero mi situación en el mundo, los deberes de familia que me están impuestos, no me permitían ultrapasar esta medida para con usted sin faltar completamente á la probidad. Le digo francamente, que la hallo encantadora y le aseguro que manteniendo mis sentimientos hacia usted en el límite que la lealtad me lo exigía, no he dejado de contraer un gran mérito. No veo en esto nada de muy humillante para usted; lo que podría humillarla con muy justo título, señorita, es verse amada por un hombre muy resuelto á no casarse con usted.
Arrojóme una mirada diabólica.—¿Qué sabe usted de eso?—dijo.—No todos los hombres son corredores de fortuna.
—¡Ah! ¿será usted acaso una perversa, señorita Helouin?—le dije con mucha calma.—Siendo eso así, tengo el honor de saludarla...
—¡Señor Máximo!—exclamó precipitándose repentinamente para detenerme.—¡Perdóneme! ¡Tenga piedad de mí!... compréndame... ¡Soy tan desgraciada!... ¡Figúrese lo que puede ser el pensamiento de una pobre criatura como yo, á quien se ha tenido la crueldad de darle un corazón, un alma y una inteligencia... y que no puede usar de todo esto sino para sufrir... y para odiar! ¿Cuál es mi vida?... ¿Cuál es mi porvenir?... Mi vida es el sentimiento de mi pobreza, exaltado sin cesar por los refinamientos del lujo, que me rodea... ¡Mi porvenir será sentir, llorar amargamente algún día esta misma vida, esta vida de esclava por odiosa, que ella sea!... Habla usted de mi juventud, de mi ingenio, de mi talento... ¡Ah! Yo querría no haber tenido otro talento que romper piedras por las calles... ¡Sería más dichosa!... ¡Mis talentos! ¿y habré pasado el mejor tiempo de mi vida en adornar con ellos á otra mujer, para que sea más bella, más adorada y más insolente aún?... Y cuando lo más puro de mi sangre, haya pasado á las venas de esa muñeca, ella saldrá de aquí apoyada en el brazo de un esposo feliz á tomar parte en las más bellas fiestas de la vida, en tanto que yo, sola, vieja y abandonada iré á morir en algún rincón, con una pensión de doncella... ¿Qué es lo que he hecho al Cielo para merecer este destino? Veamos. ¿Por qué no he de ser feliz como esas mujeres? ¿No valgo tanto como ellas? Si soy tan mala, es porque la desgracia me ha ulcerado, es porque la injusticia me ha ennegrecido el alma... Yo nací tan dispuesta como ellas, más acaso, para ser buena, amante y caritativa... ¡Oh! ¡Dios mío, los beneficios cuestan poco, cuando uno es rico, y la benevolencia es fácil á los dichosos! ¡Si yo estuviera en su lugar, y ellas en el mío, me odiarían, como yo las odio! ¡Nadie ama á sus amos! ¡Ah! esto es horrible, ¿no es verdad? Yo también lo sé y eso es lo que me anonada... Siento mi abyección, me sonrojo de ella... ¡y la conservo! ¡Ay! Va usted á despreciarme ahora más que nunca, señor... ¡Usted, á quien habría amado tanto, si me lo hubiera permitido! Usted, que podría volverme todo lo que he perdido, la esperanza, la paz, la bondad, la estimación de mi misma... ¡Ah! hubo un momento en que me creí salvada... en que tuve por la primera vez un pensamiento de dicha, de porvenir, de orgullo... ¡Desgraciada!
Habíase apoderado de mis dos manos; sumergió en ellas la cabeza, en medio de sus largos y flotantes rizos, llorando desesperadamente.
—Mi querida niña—le dije,—comprendo mejor que nadie los pesares y las amarguras de su situación; pero permítame decirle que los aumenta mucho, nutriendo en su corazón los tristes sentimientos que acaba de expresarme. Todo eso es muy feo, no se lo oculto, y acabará por merecer todo el rigor de su destino; pero veamos, su imaginación exagera singularmente ese rigor. En cuanto al presente, usted es tratada aquí, diga lo que quiera, como una amiga, y en el porvenir, no veo nada que impida que también salga de esta casa apoyada en el brazo de un esposo feliz. Por mi parte, estaré toda mi vida reconocido á su afección; pero quiero decirle otra vez más, para acabar con este asunto: tengo deberes sagrados que llenar, y no quiero, ni puedo casarme.
Miróme repentinamente.—¿Ni aun con Margarita?—dijo.
—No veo lo que aquí significa el nombre de la señorita Margarita.
Rechazó con una mano los cabellos que inundaban su fisonomía y tendiendo la otra hacia mí, con gesto amenazador.—Usted la ama—dijo con voz sorda,—ó más bien ama su dote; pero no la obtendrá.
—¡Señorita Helouin!
—¡Ah!—respondió—es usted demasiado niño si creyó abusar de una mujer que tenía la locura de amarle. Leo claramente sus maniobras, créame. Por otra parte, sé quién es usted... No estaba lejos cuando la señorita de Porhoet transmitió á la señora de Laroque vuestra política confidencia...
—¡Cómo! ¿Usted escucha á las puertas, señorita?
—No me cuido de sus ultrajes... Por otra parte, me vengaré, y muy pronto... ¡Ah! es usted seguramente muy hábil, señor de Champcey y no puedo menos de cumplimentarle... Representa admirablemente el papel de desinterés y de reserva, que su amigo Laubepin no habrá dejado de recomendarle al enviarle aquí... Él sabía con quién tendría que entenderse. Conocía demasiado la ridícula manía de esta muchacha. Cree usted tener ya su presa ¿no es verdad? Los bellos millones, cuya fuente es más ó menos pura, según se dice, pero que serían sin embargo muy á propósito para restaurar un marquesado y volver á dorar un escudo... Pues bien. Desde este momento puede renunciar á ellos. Porque le juro que no conservará usted un día más su máscara, vea aquí la mano que se la arrancará.
—Señorita Helouin, es tiempo de poner fin á esta escena, porque ya raya en melodrama. Me ha hecho usted una buena jugada para prevenirme sobre el terreno de la delación y de la calumnia; pero puede descender á él en plena seguridad, pues le doy mi palabra de no imitarla. Después de esto, soy su servidor.
Dejé aquella infortunada criatura con un profundo sentimiento de disgusto, pero también de piedad.
Aunque haya sospechado siempre que la organización mejor dotada, debe irritarse y torcerse, en proporción á sus dones, encontrándose en la situación equívoca y mortificante, que ocupa la señorita Helouin, nunca mi imaginación hubiera podido sondear hasta el fondo, el abismo lleno de hiel que acaba de abrirse ante mis ojos. Ciertamente, cuando se piensa en ello, no puede concebirse género de existencia, que someta un alma á más envenenadas tentaciones, ni que sea más capaz de desenvolver y de aguzar en el corazón las concupiscencias de la envidia, de sublevar á cada instante las convulsiones del orgullo, de exasperar todas las vanidades y todos los celos naturales en la mujer. Es indudable que el mayor número de desgraciadas criaturas á quienes sus necesidades y talentos, obligan á profesar este empleo, tan honorable en sí, no escapan sino por la moderación de sus sentimientos, con la ayuda de Dios, ó por la firmeza de sus principios, á las deplorables agitaciones de que no había podido garantirse la señorita Helouin; pero la prueba es temible. Algunas veces se me había ocurrido el pensamiento de que mi hermana podría hallarse destinada por nuestras desgracias á entrar en alguna familia rica en calidad de preceptora: hice entonces juramento, sea cual fuere el porvenir que nos estuviera reservado, de dividir con Elena la más pobre boardilla, el pan más amargo del trabajo, antes que dejarla sentarse al festín envenenado de esa opulenta y odiosa servidumbre.
Entretanto, si tenía la firme determinación de dejar el campo libre á la señorita Helouin y de no entrar por ningún precio en las recriminaciones de una lucha degradante, no podía contemplar sin inquietud las consecuencias probables de la guerra desleal que acababa de declararme. Estaba evidentemente amenazado en lo que tengo de más sensible, en mi amor y en mi honor. Dueña del secreto de mi vida, y del secreto de mi corazón, mezclando, con la pérfida habilidad de su sexo, la verdad y la mentira, la señorita Helouin podía fácilmente presentar mi conducta bajo un aspecto sospechoso, volver contra mí hasta las precauciones y los escrúpulos de mi delicadeza, y presentar mis acciones más inocentes bajo el color de una intriga meditada. Me era imposible saber con precisión qué giro daría á su malevolencia, pero la conocía lo bastante para estar seguro que no se engañaría en la elección de los medios. Conocía mejor que nadie los puntos débiles de las imaginaciones que trataba de herir. Poseía sobre el espíritu de la señorita Margarita y sobre el de su madre, el imperio natural del disimulo sobre el candor; gozaba cerca de ellas de toda la confianza que nace de un largo hábito y de una intimidad cotidiana y sus amas , para emplear su lenguaje, no podrían sospechar bajo las exterioridades de graciosa jovialidad y de obsequioso agasajo, de que se rodea con un arte consumado, el frenesí de orgullo y de ingratitud que roe á aquella alma miserable. Era demasiado verosímil que una mano tan segura y tan sabia vertería sus venenos con éxito completo en corazones así preparados. A la verdad, la señorita Helouin podía temer, cediendo á su resentimiento, volver á colocar la mano de la señorita Margarita en la del señor Bevallan y apresurar su casamiento, que sería la ruina de su propia ambición; pero yo sabía que el odio de una mujer no calcula nada y que se atreve á todo. Esperaba, pues, de su parte, la más pronta y la más ciega de las venganzas, y tenía razón.
Pasé en una penosa ansiedad las horas que había destinado á más dulces pensamientos. Todo lo que la dependencia puede tener de más punzante para una conciencia recta, y el desprecio de más desgarrador para un corazón que ama, me oprimía en aquellos momentos. La adversidad en mis peores días no me sirvió jamás una tan rebosada copa. Traté, sin embargo, de trabajar como de costumbre. A eso de las cinco me trasladé al castillo. Las señoras habían vuelto al mediodía. Hallé en el salón á la señorita Margarita, á la señora de Aubry y al señor Bevallan, con dos ó tres huéspedes transeuntes. La señorita Margarita pareció no apercibirse de mi presencia, y continuó conversando con el señor de Bevallan en un tono de animación, que no le es habitual. Se trataba de un baile improvisado, que debía tener lugar aquella misma noche en el castillo vecino. Ella debía concurrir con su madre, é instaba al señor de Bevallan, para que las acompañara: éste se excusaba alegando que había salido de su casa por la mañana, antes de haber recibido la invitación y que su toilette no era á propósito. La señorita Margarita, insistiendo con una coquetería afectuosa y solícita de la que parecía sorprendido su mismo interlocutor, le dijo, que indudablemente tenía aún tiempo de ir á su casa, vestirse y volver á buscarlas. Se le aguardaría á comer. El señor de Bevallan objetó, que todos sus caballos de tiro estaban en el pajar, y que no podía volver á caballo en traje de baile. Entonces—repuso la señorita,—irá usted en la americana. Al mismo tiempo dirigió por primera vez sus ojos hacia mí, y lanzándome una mirada en que vi estallar el rayo:—Señor Odiot—dijo con una voz breve de mandato,—vaya á decir que preparen el carruaje.
Esta orden servil estaba tan fuera de la medida de las que acostumbraba dirigirme y de las que puede creérseme dispuesto á sufrir, que la atención y la curiosidad de los más indiferentes se despertó al instante. Hubo un embarazoso silencio: el señor de Bevallan arrojó una mirada de asombro sobre la señorita Margarita; luego me miró, tomó un aire grave y se levantó. Si se esperaba de mi parte alguna loca inspiración de cólera, gran decepción sufrieron. Ciertamente las insultantes palabras que acababan de caer sobre mí, de una boca tan bella, tan amada y tan bárbara, habían hecho penetrar el frío de la muerte hasta las fuentes más profundas de mi vida, y dudo que una lámina de acero, abriéndose paso á través de mi corazón, me hubiera causado una sensación más horrible; pero jamás me hallé tan tranquilo. El timbre de que se sirve habitualmente la señora de Laroque para llamar á sus criados se hallaba á mi alcance sobre la mesa: apoyé el dedo en él. Un criado entró casi al momento.—Creo—le dije,—que la señorita Margarita tiene órdenes que darle.
A estas palabras que había escuchado con una especie de estupor, la joven hizo violentamente con la cabeza un signo negativo y despidió al criado. Tenía mucha prisa en salir de aquel salón en que me ahogaba; pero no pude retirarme ante la actitud provocativa que afectaba el señor de Bevallan.
—A fe mía—murmuró,—que es cosa bastante particular.
Fingí no oirlo. La señorita Margarita le dijo dos palabras bruscas en voz baja.—Me inclino, señorita—respondió entonces en tono más elevado:—séame permitido solamente expresar el pesar sincero que siento en no tener el derecho de intervenir en esto.
Levantéme al instante.—Señor de Bevallan—dije colocándome á dos pasos de él,—ese pesar es enteramente supérfluo, pues si no he creído deber obedecer las órdenes de la señorita, estoy enteramente á las vuestras, y voy á esperarlas.
—Muy bien, muy bien, señor; inmejorable—replicó el señor de Bevallan, agitando con gracia la mano para serenar á las mujeres.
Nos saludamos y salí.
Comí solitariamente en mi torre, servido como de costumbre por el viejo Alain, instruído sin duda por los rumores de antecámara de lo que había pasado, pues no cesó de clavarme miradas insinuantes, arrojando por intervalos profundos suspiros y observando contra su costumbre un taciturno silencio. Sólo interrogado por mí, me hizo saber que las señoras habían decidido no ir al baile aquella noche.
Terminada mi breve comida, ordené un poco mis papeles y escribí dos palabras al señor Laubepin. Para en todo caso le recomendaba á Elena. La idea del abandono en que la dejaría en caso de una desgracia, me laceraba el corazón, sin alterar en lo más mínimo mis inmutables principios. Puedo engañarme, pero he pensado siempre que el honor, en nuestra vida moderna, domina toda la jerarquía de los deberes. Suple hoy á tantas virtudes medio borradas en las conciencias, á tantas creencias casi muertas, juega en el estado de nuestra sociedad un papel tan tutelar, que jamás pasará por mi imaginación la idea de debilitar sus derechos, de discutir sus decretos ni de subordinar sus obligaciones. El honor, en su carácter indefinido, es alguna cosa superior á la ley y á la moral: no se le razona, se lo siente. Es una religión. Si no tenemos ya la locura de la cruz, conservemos la locura del honor.
Además, no hay sentimiento profundamente infiltrado en el alma humana, que si bien se medita, no sea sancionado por la razón. Es mejor, en todo caso, una niña ó una mujer solas en el mundo, que protegida por un hermano ó por un marido deshonrado.
Esperaba de un momento á otro algún mensaje del señor de Bevallan. Preparábame á pasar á la casa del preceptor de la villa, que es un oficial joven, herido en Crimea, y pedirle su concurso, cuando llamaron á mi puerta. El que entró fué el señor de Bevallan. Su fisonomía expresaba como un débil matiz de embarazo, una especie de bonhomía franca y alegre.
—Señor—me dijo en tanto que yo le contemplaba con una sorpresa bastante viva,—este paso le parecerá un poco irregular; pero por suerte tengo una hoja de servicios, que á Dios gracias, pone mi valor al abrigo de toda sospecha. Por otra parte, tengo motivo para sentir esta noche un contento tal, que no deja lugar alguno en mi corazón para la hostilidad ó el rencor. En fin, obedezco á órdenes, que deben serme más que nunca sagradas. En resumen, vengo á tenderle la mano.
Saludéle con gravedad, y le tomé la mano.
—Ahora—agregó, sentándose—me hallo más desahogado para desempeñar mi embajada. No ha mucho, señor, la señorita Margarita le ha dado en un momento de distracción, algunas instrucciones, que no eran seguramente del deber de usted. La susceptibilidad de usted se ha sublevado muy justamente, lo reconocemos, y las señoras me han encargado le haga aceptar sus disculpas. Sentirían mucho que un error momentáneo les privara de sus buenos oficios, apreciados por ellas en todo su valor, y rompiera relaciones que consideran de un precio infinito. Por mi parte, señor, he adquirido esta noche con gran alegría, el derecho de unir mis instancias á las de aquellas señoras; los votos que desde hace largo tiempo hacía, acaban de ser aceptados, y le estaré personalmente reconocido si no mezcla á los recuerdos dichosos de esta noche, el de una separación que sería á la vez perjudicial y dolorosa á la familia en que tengo el honor de entrar.
—Señor, no puedo menos que ser muy sensible á los testimonios que me rinde en nombre de esas señoras y en el suyo. Pero me perdonará que no responda inmediatamente á ellos, por tratarse de una formal determinación que exige más libertad de espíritu de la que aún puedo gozar.
—Me permitirá al menos llevarles alguna esperanza. Veamos, señor; puesto que la ocasión se presenta, rompamos para siempre la sombra de hielo que ha existido hasta aquí entre los dos. Por mi parte, estoy muy dispuesto á ello. Desde luego, la señora de Laroque, sin desprenderse de un secreto que no le pertenece, no me ha dejado ignorar que las circunstancias más honorables para usted se ocultan bajo la especie de misterio de que se rodea. Además, le debo un reconocimiento particular; sé que ha sido usted consultado á propósito de mis pretensiones á la mano de la señorita Laroque, y que puedo jactarme de su apreciación.
—¡Dios mío! señor, pienso no haber merecido...
—¡Oh! sé—replicó riendo—que no ha abundado en mi favor; pero en fin, no me ha perjudicado. Confieso también que me ha dado pruebas de una sagacidad real. Ha dicho que si la señorita Margarita no debía ser absolutamente dichosa conmigo, no sería tampoco desgraciada. Muy bien, el profeta Daniel no habría hablado con más verdad. Lo cierto es que esa niña querida no sería absolutamente dichosa con nadie, pues no hallaría en el mundo entero un marido que le hablara en verso desde por la mañana hasta la noche... ¡porque eso no se encuentra! Convengo que en este punto no soy de más calibre que otro cualquiera; pero, como me ha hecho el honor de decir, soy un hombre galante. Verdaderamente, cuando nos conozcamos mejor no lo dudará. No soy un diablo malo; soy un buen chico... ¡Dios mío!... tengo defectos... ¡los he tenido siempre!... he sido loco para las mujeres lindas... ¡eso no puedo negarlo! pero es esa precisamente la prueba de que uno tiene buen corazón. Por otra parte, véome ya en el puerto... y me felicito de ello, porque, entre nosotros, comenzaba á fatigarme. Por fin, no quiero pensar sino en mi mujer y en mis hijos. De lo que deduzco con usted, que Margarita será perfectamente dichosa, es decir, tanto como puede serlo en este mundo con una cabeza como la suya: porque seré bien galante para ella, no le rehusaré nada, y aun prevendré todos sus deseos. ¡Pero si me pide la luna y las estrellas no puedo ir á descolgarlas para serle agradable!... ¡eso es imposible!... ahora mi querido amigo, déme una vez más su mano.
Se la dí. Levantóse.
—Espero que ahora se quedará... Veamos, desarrúgueme un poco esa frente... Nosotros le haremos la vida tan dulce como sea posible, pero es preciso condescender un poco. ¡Qué diablo!... gusta á usted mucho su tristeza... Vive, perdóneme la palabra, como un verdadero buho. ¡Es usted una especie de español de esos que ya no se ven!... ¡Sacuda, pues, todo eso! Es usted joven, agradable, tiene entendimiento y talento; aprovéchese un poco de todas esas cosas... ¿Por qué no hace usted la corte á la señorita Helouin? Eso le divertirá... es bonita, y se dejaría decir... ¡pero diantres! ¡Yo olvido mi promoción á las grandes dignidades!... Vamos, adiós; hasta mañana. ¿No es así?
—Hasta mañana, ciertamente.
Y este hombre galante, que es una especie de español de los que ya no se ven, me abandonó á mis reflexiones.
¡Singular acontecimiento! Aunque sus consecuencias no hayan sido hasta aquí de las más felices, me ha producido mucho bien. Después del duro golpe que me hirió, había quedado como entorpecido por el dolor. Esto me ha devuelto al menos al sentimiento de la vida y por la primera vez, después de tres largas semanas, tengo el valor suficiente para abrir estas hojas y tomar de nuevo la pluma.
Habiéndoseme dado toda clase de satisfacciones, pensé que no tenía razón alguna para dejar, á lo menos bruscamente, una posición y ventajas que después de todo me son necesarias, y cuyo equivalente me sería muy difícil hallar inmediatamente. La perspectiva de los sufrimientos enteramente personales que me quedaban para afrontar y que, por otra parte, yo mismo me había atraído por mi debilidad, no podía autorizarme á abandonar deberes en los cuales no eran sólo mis intereses los que se hallaban comprometidos. Además, no quería que la señorita Margarita pudiese interpretar mi súbita retirada, por el despecho que causa la pérdida de una buena partida y me hacía un punto de honor en mostrarle hasta el pie del altar una frente impasible; en cuanto al corazón, ella no lo vería. En fin, me contenté con escribir al señor Laubepin, que mi situación podía hacérseme intolerable, bajo ciertas faces, de un instante á otro, y que ambicionaba ávidamente cualquier empleo, si menos retribuído, más independiente.
Desde el día siguiente, me presenté en el castillo, donde el señor de Bevallan me acogió con cordialidad. Saludé á las señoras con toda la naturalidad de que puedo disponer. No hubo, bien entendido, ninguna explicación. La señora de Laroque parecióme conmovida y pensativa; la señorita Margarita algo vibrante aún, pero política. En cuanto á la señorita Helouin, hallábase muy pálida y mantenía los ojos inclinados sobre su bordado. La pobre niña no podía felicitarse mucho del resultado final de su diplomacia. De tiempo en tiempo trataba de lanzar al triunfante señor de Bevallan miradas llenas de desdén y de amenaza; pero en esa atmósfera tempestuosa que hubiera inquietado seguramente á un novicio, el señor de Bevallan respiraba, circulaba y revoloteaba con la más perfecta facilidad. Este aplomo soberano irritaba visiblemente á la señorita Helouin, pero, al mismo tiempo, la domaba; sin embargo, si sólo hubiera arriesgado perderse con su cómplice, no dudo que le hubiera prestado inmediatamente, y con más razón, un servicio análogo al que me había dispensado la víspera; pero era probable que, cediendo á su celosa cólera y confesando su ingrata duplicidad, se perdiera sola; y tenía toda la inteligencia necesaria para comprenderlo. El señor de Bevallan, en efecto, no era hombre para haberse franqueado contra ella sin reservarse alguna arma severa, que, en caso necesario, usaría con inhumana sangre fría. La señorita Helouin podía decirse en verdad, que la víspera se había dado fe, bajo su sola palabra, á denuncias mucho más falsas; pero no ignoraba, que una mentira que adula ó hiere el corazón, halla crédito más fácilmente que una verdad indiferente. Resignábase, pues, no sin sentir amargamente, lo supongo, pues comprendía que el arma de la traición se vuelve algunas veces contra la mano que la dirige.
Durante este día y los que le siguieron me vi sometido á un género de suplicio, que había previsto, pero cuyos punzantes detalles no había podido calcular. El casamiento había sido fijado para dentro de un mes; deben hacerse, pues, sin retardo y apresuradamente todos los preparativos. Los ramos de la señora Prevost llegaron regularmente cada mañana; los encajes, las telas, los dijes afluyeron en seguida y fueron expuestos noche á noche en el salón, á los ojos de las alborotadas y celosas amigas. Fué preciso dar sobre todo esto, mi opinión y mis consejos. La señorita Margarita lo solicitaba con una especie de afectación cruel. Yo obedecía con agrado; luego entraba en mi torre, tomaba de un cajón secreto el despedazado pañuelo que con riesgo de mi vida había salvado y enjugaba mis ojos. ¡Cobardía aún! pero ¿qué hacer? La amo. La perfidia, la enemistad, errores irreparables, su orgullo y el mío, nos separaban para siempre. ¡Sea! ¡pero nada impedirá á este corazón vivir y morir por ella!
Por lo que respecta al señor de Bevallan, no sentía odio alguno contra él; no lo merece. Es un alma vulgar pero inofensiva. Podía, á Dios gracias, recibir sin hipocresía las demostraciones de su trivial benevolencia y poner con tranquilidad mi mano entre las suyas; pero si su nula personalidad escapaba á mi odio, sentía con una angustia profunda, desgarradora, hasta qué punto aquel hombre era indigno de la encantadora criatura que poseería muy luego, y á quién jamás comprendería. Expresar el cúmulo de pensamientos amargos, de sensaciones sin nombre que sublevaban mi alma y que sublevan aún la imagen próxima de esta odiosa y desigual alianza, no lo podré, ni lo osaré jamás. El amor verdadero tiene algo de sagrado, que imprime un carácter sobrehumano á los dolores como á las alegrías que nos da. Hay en la mujer que se ama no sé qué divinidad, cuyo secreto parece que uno solo posee, que sólo á uno pertenece y cuyo velo no puede ser tocado por una mano extraña, sin hacernos sentir un horror que no se parece á otro alguno: el estremecimiento de un sacrilegio. ¡No es solamente un bien precioso que se nos arrebata; es un altar que se profana en nosotros, un misterio que se viola, un Dios que se ultraja! ¡Ved ahí los celos, al menos los míos! Creía muy sinceramente, que sólo yo en el mundo tenía ojos, inteligencia y corazón, capaces de ver, de comprender y de adorar en todas sus perfecciones la belleza de ese ángel, que con cualquier otro se hallaría como extraviada y perdida, que estaba destinada á mí solo, en cuerpo y alma, por toda la eternidad. Sentía este orgullo inmenso, bastante expiado ya por un inmenso dolor.
Sin embargo, un demonio burlón murmuraba á mi oído que según todas las previsiones de la humana discreción, Margarita hallaría más paz y felicidad real en la amistad templada de un marido razonable, que en la pasión real de un esposo caballeresco. ¿Será esto verdad, será esto posible? ¡Yo no lo creo! Tendrá la paz: sea; pero al fin la paz no es la última palabra de la vida, el símbolo supremo de la felicidad. Si bastara no sufrir y petrificarse el corazón para ser dichoso, muchas gentes que no lo merecen lo serían. A fuerza de razón y de prosa, se acaba por difamar á Dios y degradar su obra. Dios da la paz á los muertos, la pasión á los vivos. Hay en la vida, al lado de la vulgaridad de los intereses cotidianos, á la que no tengo la niñería de pretender escapar, una poesía permitida. ¿Qué digo?... ordenada. Es la revelación del alma dotada de la inmortalidad. Es preciso que esa alma se sienta y se revele algunas veces, sea por transportes más allá de lo real, por aspiraciones más allá de lo posible, ó por tempestades ó por lágrimas. Si hay un sufrimiento que vale más que la dicha, ó más bien que es la dicha misma, es el de una criatura viviente que conoce todas las turbaciones del corazón y todas las quimeras del pensamiento, y que divide estos nobles tormentos con un corazón igual, y un fraternal pensamiento... Ved ahí el drama que cada uno tiene el derecho, ó para decirlo todo, el deber, de introducir en su vida, si tiene el título de hombre y quiere justificarlo.
Por lo demás, la pobre niña no gozará esta misma paz tan ponderada. Que la unión de dos corazones inertes y de dos imaginaciones heladas engendre el reposo de la nada, lo concedo; pero la unión de la vida y de la muerte no puede sostenerse sin una violencia horrible y sin perpetuas amarguras.
En medio de estas íntimas miserias, cuya intensidad se redobla cada día, sólo hallaba algún consuelo al lado de mi pobre y vieja amiga la señorita de Porhoet. Ella ignoraba ó fingía ignorar el estado de mi corazón, pero, en alusiones encubiertas, y tal vez involuntarias, posaba ligeramente sobre mis llagas sangrientas la mano delicada é ingeniosa de la mujer.
Hay, por otra parte, en esa alma, viviente emblema de la resignación y el sacrificio, y que parece flotar sobre la tierra, un desinterés, una tranquilidad y una dulce firmeza, que se derramaban sobre mí. Llegué á comprender su inocente locura, y aun asociarme á ella con una especie de ingenuidad. Inclinado sobre mi álbum encerrábame con ella durante largas horas en su catedral, y respiraba allí por un momento los vagos perfumes de una ideal serenidad.
Iba también á buscar casi todos los días en la casa de la anciana señorita, otro género de distracción. No hay trabajo al que el hábito deje de prestar algún encanto. Para no hacer sospechar á la señorita de Porhoet la pérdida definitiva de su pleito, proseguía regularmente la exploración de sus archivos de familia. Descubría por intervalos en aquella selva de tradiciones y leyendas, rasgos de costumbres que despertaban mi curiosidad y transportaban por un momento mi imaginación á los tiempos pasados, lejos de la desconsoladora realidad. La señorita de Porhoet, cuyas ilusiones eran sostenidas por mi perseverancia, me atestiguaba una gratitud que poco merecía, pues había acabado por hallar en aquel estudio, en adelante sin utilidad positiva, un interés que pagaba mi trabajo y que proporcionaba un solaz saludable á mis pesares.
Entretanto, á medida que el término fatal se aproximaba, la señorita Margarita perdía la vivacidad febril de que había parecido animada desde el día en que el matrimonio quedó definitivamente arreglado. Recaía al menos por instantes, en su actitud familiar de otro tiempo, de dolencia pasiva y sombría meditación. Sorprendí una ó dos veces sus miradas clavadas sobre mí con una especie de perplejidad extraordinaria. La señora de Laroque, por su parte, me miraba á menudo con aire de inquietud y de indecisión, como si hubiera deseado y temido al mismo tiempo, entablar conmigo alguna conversación penosa. Anteayer, la casualidad hizo que me hallase solo con ella en el salón, habiendo salido bruscamente la señorita Helouin para dar una orden. La conversación indiferente en que nos hallábamos comprometidos cesó al instante como por un secreto acuerdo; después de un corto intervalo de silencio:
—Señor—me dijo la señora de Laroque con acento penetrado,—deposita usted muy mal sus confidencias.
—¡Mis confidencias, señora! No puedo comprenderla. A excepción de la señorita de Porhoet, nadie en el castillo ha recibido de mí, ni la sombra de una confidencia.
—¡Ay!—respondió—quiero creerlo... lo creo... pero no es bastante.
En el mismo instante entró la señorita Helouin, y todo quedó concluído.
Al día siguiente, es decir, ayer muy temprano, había partido á caballo para vigilar en los alrededores el corte de algunos bosques. A eso de las cuatro de la tarde volví en dirección al castillo, cuando en un brusco recodo del camino halléme súbitamente de frente á frente con la señorita Margarita. Estaba sola. Disponíame á pasar, saludándola; pero ella detuvo su caballo.
—¡Qué bello día de otoño, señor!—me dijo.
—Sí, señorita. ¿Se pasea usted?
—Ya lo ve. Uso de mis últimos momentos de independencia... y aun abuso, pues me siento algo aburrida de mi soledad... Pero Alain es necesario en casa... Mi pobre Mervyn está cojo... ¿Quiere usted reemplazarlos, por ventura?
—Con el mayor gusto. ¿Adónde va usted?
—No lo sé... tenía la idea de llegar hasta la torre d'Elven.—Y señalaba con la punta de su látigo una cumbre brumosa que se elevaba á la derecha del camino.—Creo—agregó—que jamás ha hecho usted esa peregrinación.
—Es cierto. A menudo he tenido tentación de hacerla, pero sin saber por qué, la he aplazado hasta ahora.
—¡Pues bien! eso nos viene perfectamente, pero es ya bastante tarde, y si gusta, es preciso apresurarse un poco.
Volví la brida y partimos al galope.
Mientras corríamos trataba de explicarme aquella inesperada fantasía, que no dejaba de parecerme un poco premeditada. Supuse que el tiempo y la reflexión habrían podido atenuar en el espíritu de la señorita Margarita la primera impresión de las calumnias que me habían levantado. Aparentemente había acabado por concebir algunas dudas sobre la veracidad de la señorita Helouin que se habían comprobado con la casualidad, para ofrecerme bajo una forma disfrazada una especie de reparación que se creía deberme.
En medio de las preocupaciones que entonces me asaltaban, daba escasa importancia al fin particular que nos proponíamos en aquel extraño paseo. Sin embargo, había oído á menudo citar á mi alrededor á la torre d'Elven, como una de las ruinas más interesantes del país, y jamás había recorrido ninguno de los dos caminos que de Rennes ó de Joselyn se dirigen hacia el mar, sin contemplar con ávida mirada esa masa indecisa, que se ve sobresalir en medio de los lejanos eriales como una enorme piedra levantada; pero el tiempo y la ocasión me habían faltado.
La aldea d'Elven que atravesamos, aflojando un poco nuestra carrera, da una idea verdaderamente pasmosa de lo que podía ser una villa de la edad media. La forma de las casas, bajas y sombrías, no ha cambiado desde hace cinco siglos. Cree uno soñar, cuando uno mira por esos anchos huecos ovalados y sin marco, que ocupan el lugar de ventanas, aquellos grupos de mujeres de salvaje mirada y traje escultural, que en la sombra hilan su copo conversando en voz baja y en lengua desconocida. Parece que aquellos parduscos espectros acaban de dejar sus losas funerarias, para ejecutar entre sí alguna escena de otras edades, cuyo único testigo viviente somos nosotros. Esto causa una especie de opresión. La poca vida que á nuestro alrededor se manifiesta en la única calle de la villa, presenta el mismo carácter de extrañeza y de arcaísmo fielmente conservado de un mundo desvanecido.
A poca distancia d'Elven, tomamos un camino extraviado que nos condujo á la cumbre de una árida colina. Desde allí percibimos distintamente, aunque á mucha distancia, el coloso feudal, dominando frente á nosotros en una altura poblada de árboles. El erial en que nos hallábamos, bajaba por una escarpada pendiente hacia unas praderas pantanosas guarnecidas por una espesa selva. Descendimos por la parte contraria y nos hallamos muy luego internados en los bosques. Seguimos entonces una estrecha calzada, cuyo empedrado desunido y escabroso ha debido resonar bajo el pie herrado de nuestros caballos. Desde largo tiempo había dejado de ver la torre d'Elven, cuya posición ni aun podía conjeturar, cuando se apareció repentinamente entre el follaje, levantándose á dos pasos de nosotros, con la prontitud de una aparición. Esta torre no está arruinada; conserva hoy toda su altura primitiva, que pasa de cien pies, y las hiladas regulares de granito que componen el magnífico aparato octogonal, le dan el aspecto de un trozo formidable cortado ayer, por el más puro cincel. Nada más imponente, más orgulloso ni más sombrío que este viejo torreón, impasible en medio de los tiempos, y aislado en la espesura de los bosques. Arboles de gigantesca altura han brotado en los profundos fosos que lo rodean, y su cima alcanza apenas á los huecos de las ventanas más bajas. Esta vegetación gigantesca, en que se pierde confusamente la base del edificio, acaba de darle un color de fantástico misterio. En esta soledad, en medio de las selvas, á la faz de aquella masa de extraña arquitectura que surge repentinamente, imposible es no pensar en esas torres encantadas donde algunas bellas princesas duermen un sueño secular.
—Hasta este día—me dijo la señorita Margarita, á quien yo trataba de comunicar mis impresiones,—ahí tiene usted todo lo que conozco de ella, pero si le interesa despertar á la princesa, podemos entrar. Por lo que he averiguado, hay siempre en estos alrededores un pastor ó pastora, que tiene la llave. Atemos nuestros caballos y pongámonos en su busca, usted del pastor y yo de la pastora.
Los caballos fueron encerrados en un pequeño cercado vecino á las ruinas, y la señorita Margarita y yo nos separamos un momento para hacer una especie de batida en los alrededores. Tuvimos el pesar de no hallar ni al pastor ni á la pastora. Nuestro deseo de visitar el interior de la torre, creció entonces naturalmente con el atractivo del fruto prohibido, y pasamos á la ventura un puente echado sobre los fosos. Con viva satisfacción nuestra, la maciza puerta de la torre no estaba cerrada: sólo tuvimos que empujarla para penetrar en un reducido vestíbulo, obscuro, obstruído por las ruinas y que podía en otro tiempo haber servido de cuerpo de guardia; de allí pasamos á una vasta sala casi circular, cuya chimenea conserva aún sobre su escudo las armas de las cruzadas; una ancha ventana abierta á nuestro frente y atravesada por la cruz simbólica, netamente cortada en la piedra, iluminaba la región interior de aquel recinto, en tanto que la mirada se perdía en la sombra incierta de las altas bóvedas casi hundidas. Al ruido de nuestros pasos, voló de esta obscuridad una multitud de pájaros invisibles y sacudieron sobre nuestras cabezas el polvo de los siglos. Subiendo sobre los bancos de granito que se hallan dispuestos á uno y otro lado de la pared en forma de gradas, pudimos desde el alféizar de la ventana echar una ojeada al exterior sobre la profundidad de los fosos y partes arruinadas de la fortaleza; pero habíamos notado desde nuestra entrada las primeras gradas de una escalera practicada en el espesor de la muralla, y sentíamos una prisa infantíl por llevar adelante nuestros descubrimientos. Emprendimos la ascensión; yo abrí la marcha y la señorita Margarita me siguió valientemente, entendiéndose, como podía, con sus largos vestidos. De lo alto de la plataforma, el panorama es inmenso y delicioso. Las suaves tintas del crepúsculo sombreaban en ese mismo instante el océano de follaje medio dorado por el otoño; los sombríos pantanos, los verdes prados y los horizontes de entrecruzadas pendientes que se mezclaban y sucedían bajo nuestros ojos hasta la más lejana extremidad. En presencia de este paisaje grandioso, triste é infinito, sentíamos la paz de la soledad, el silencio de la noche y la melancolía de los tiempos pasados, descender á la vez como un encanto poderoso sobre nuestros espíritus y nuestros corazones. Esa hora de contemplación común, de emociones divididas, de profunda y pura voluptuosidad era, sin duda, la última que me fuera dado vivir á su lado, y me extasiaba con una violencia de sensibilidad casi dolorosa. Por lo que hace á Margarita, no sé lo que pasaba: habíase sentado sobre el borde del parapeto, miraba á lo lejos y callaba. Yo no oía sino el soplo un poco precipitado de su aliento.
No podré decir cuántos instantes se pasaron de este modo. Cuando los vapores se condensaron en la parte superior de las praderas más bajas, y los últimos horizontes comenzaron á borrarse en la sombra creciente, Margarita se levantó.
—¡Vamos—dijo á media voz, y como si una cortina hubiese caído sobre algún sentido espectáculo—esto acabó!—Luego, comenzó á descender y yo la seguí.
Cuando quisimos salir de la torre, grande fué nuestra sorpresa al hallar cerrada la puerta. Al parecer, el joven guardián, ignorando nuestra presencia, había dado vuelta á la llave, mientras nos hallábamos en la plataforma. La primera impresión fué la de la alegría. La torre era decididamente una torre encantada. Hice algunos esfuerzos vigorosos para romper el encanto; pero el pestillo enorme de la antigua cerradura estaba sólidamente asegurado en el granito y tuve que renunciar á desprenderlo. Volví entonces mis ataques contra la puerta misma; pero los goznes macizos y los tableros de encina chapeados de hierro, opusiéronme la resistencia más invencible. Dos ó tres morrillos que tomé de los escombros y lancé contra el obstáculo, no consiguieron sino hacer vacilar la bóveda y destacar de ella algunos fragmentos, que vinieron á caer á nuestros pies. Corrí entonces á la ventana y dí algunos gritos, á los que nadie respondió. Durante diez minutos, los renové de instante en instante con el mismo éxito, al mismo tiempo que aprovechábamos apresuradamente las últimas luces del día para explorar minuciosamente todo el interior de la torre; pero excepto la puerta, que se hallaba como murada para nosotros, y la gran ventana, que un abismo de cerca de treinta pies separaba del fondo de los fosos, no pudimos descubrir salida alguna.
Entretanto, la noche acababa de caer sobre los campos, y las tinieblas habían invadido la vieja torre. Algunos reflejos de luna penetraban solamente por el alféizar de la ventana y blanqueaban oblicuamente la piedra de las gradas. La señorita Margarita, que poco á poco había perdido toda apariencia de buen humor, dejó aún de responder á las conjeturas más ó menos verosímiles con que trataba de engañar sus inquietudes. Mientras ella se mantenía en la sombra, silenciosa é inmóvil, yo estaba sentado en plena claridad sobre la grada más próxima á la ventana: desde allí arrojaba aún por intervalos un grito de llamada; pero para decir la verdad, á medida que el éxito de mis esfuerzos se hacía más incierto, me sentía presa de una alegría irresistible. Veía en efecto, realizarse, para mí, repentinamente, el sueño más eterno y más imposible de los amantes; me hallaba encerrado en el fondo de un desierto y en la más estrecha soledad, con la mujer que amaba. ¡Por largas horas no habría allí, sino ella y yo en el mundo, sino su vida y la mía! Pensaba en todos los testimonios de dulce protección y de tierno respeto, que iba á tener el derecho y el deber de prodigarla; representábame, sus temores calmados, su confianza, su sueño; me decía con un encanto profundo, que aquella noche afortunada, si no podía darme el amor de aquella criatura querida, iba al menos á asegurarme para siempre su más inquebrantable estimación.
Cuando me abandonaba con todo el egoísmo de la pasión á mi secreto éxtasis, del que es fácil se dibujara algún reflejo en mi fisonomía, fuí despertado repentinamente por estas palabras, que me eran dirigidas con voz sorda y en un tono de afectada tranquilidad:
—¿Señor Marqués de Champcey, ha habido muchos cobardes en su familia antes que usted?
Levantéme y volví á caer de nuevo sobre el banco de piedra, clavando una mirada estúpida en las tinieblas en que entreveía vagamente el contorno de la joven. Una sola idea se me ocurrió, pero una idea terrible; era que el miedo y el pesar la turbaran el cerebro y que fuera á enloquecer.
—¡Margarita!—exclamé sin saber lo que decía.
Esta palabra acabó sin duda de irritarla.
—¡Dios mío! qué odioso es esto—replicó.—¡Qué cobarde, sí, lo repito, qué cobarde!
La verdad empezaba á manifestarse á mi espíritu. Descendí uno de los escalones.
—¿Qué es lo que hay, pues?—le dije fríamente.
—Es usted—respondió con una brusca vehemencia—quien ha pagado á ese hombre, á ese niño, ó lo que sea, para que nos aprisione en esta miserable torre. Mañana estaré perdida... deshonrada en la opinión y no podré pertenecer sino á usted. He ahí su cálculo, ¿no es verdad? Pero éste, se lo aseguro, no tendrá mejor éxito que los otros. Me conoce aún muy imperfectamente si cree que no preferiría el deshonor, el claustro, la muerte, todo, á la abyección de ligar mi mano y mi vida con la suya. Y aun cuando este ardid infame tuviera éxito, aun cuando tuviese la debilidad, que ciertamente no tendré, de entregarle mi persona, y lo que le importa más, mi fortuna, en cambio de ese bello rasgo de astucia, ¿qué especie de hombre es usted? Dígame, ¿de qué fango ha salido, para querer una fortuna y una mujer adquiridos á ese precio? ¡Ah! hasta gracias debe darme de que no acceda á sus deseos. Son imprudentes, créamelo, pues si alguna vez la vergüenza pública me arrojara en sus brazos le despreciaría de tal modo, que aplastaría su corazón. Sí, aun cuando fuese tan duro, tan helado como estas piedras, yo le sacaría sangre... yo le haría brotar lágrimas.
—Señorita—dije con toda la calma de que pude disponer—le suplico que se recobre, que vuelva á la razón. Le aseguro por mi honor, que me ultraja. Tenga á bien reflexionarlo. Sus suposiciones no reposan sobre ninguna verosimilitud. Yo no he podido preparar de ninguna manera la perfidia de que me acusa, y sobre todo, aunque lo hubiera podido, ¿cuándo le he dado el derecho de creerme capaz de ello?
—Todo cuanto sé de usted me da ese derecho—exclamó cortando el aire con su látigo.—Es menester que le diga una vez por todas, lo que tengo en el alma, hace largo tiempo. ¿Qué ha venido á hacer á nuestra casa bajo un nombre, y bajo un carácter supuesto? Mi madre y yo éramos dichosas, estábamos tranquilas; usted nos ha traído una confusión, un desorden y pesares, que nosotras no conocíamos. Para alcanzar su fin, para reparar las brechas de su fortuna, ha usurpado nuestra confianza, ha hecho trizas nuestro reposo, ha jugado con nuestros sentimientos más puros, más verdaderos y más sagrados, ha estropeado y destrozado nuestros corazones sin piedad. Vea ahí lo que ha hecho, ó querido hacer, poco importa. Pues bien, debo decir que estoy profundamente cansada y herida de todo esto; se lo aseguro. Y cuando en este momento acaba de ofrecerme en prenda, su honor de gentilhombre, que le ha permitido hacer tantas cosas indignas, tengo sin duda el derecho de no creer en él, y no creo.
Yo estaba fuera de mí: tomé sus dos manos en un transporte de violencia que la dominó:
—¡Margarita, pobre hija mía!... ¡escúcheme! ¡La amo, es cierto, y jamás amor más ferviente, más desinteresado, ni más santo, ardió en el corazón de un hombre! Pero usted también me ama... ¡Me ama, desgraciada! y sin embargo, me mata... Habla de corazón triturado y destrozado... ¡Ah! ¿y qué hace usted con el mío? Él le pertenece: yo se lo abandono, pero en cuanto á mi honor, lo guardo... está intacto... y antes de poco le forzaré á reconocerlo... Y sobre ese honor, le juro que si muero me llorará; y que si vivo, jamás... por mucho que la adore... aun cuando la viese de rodillas ante mí, jamás sería mi esposa, á menos que usted fuese tan pobre como yo, ó yo tan rico como usted. Y ahora, proceda. ¡Pida á Dios milagros porque ya es tiempo!
La rechacé entonces bruscamente lejos del alféizar de la ventana y me lancé sobre las gradas superiores: había concebido un proyecto desesperado que ejecuté en el instante con la precipitación de una verdadera demencia. Como he dicho antes, la cima de las hayas y de las encinas, que se levantan en los fosos de la torre se elevan hasta el nivel de la ventana. Con ayuda de mi látigo doblado, atraje á mí la extremidad de las ramas más próximas, tomé una á la ventana y me lancé en el vacío. Oí mi nombre, arriba de mi cabeza ¡Máximo! proferido repentinamente con un grito desgarrador. Las ramas de que me había agarrado se inclinaron en toda su largura hacia el abismo: hubo un crujido siniestro; estallaron bajo mi peso, y caí rudamente sobre el suelo.
Supongo que la naturaleza fangosa del terreno amortiguó la violencia del choque, pues me sentí vivo aunque herido. Uno de mis brazos había dado sobre el declive de material del cimiento y sentía un dolor tan agudo, que mi corazón desfallecía. Experimenté un corto aturdimiento. Fuí despertado por la voz desesperada de Margarita.
—¡Máximo! ¡Máximo! por favor, por piedad, en nombre de Dios, hábleme, perdóneme.—Me levanté y la vi en el hueco de la ventana, en medio de una aureola de pálida luz, con la cabeza desnuda, los cabellos caídos, la mano crispada sobre el travesaño de la cruz, y los ojos ardientemente fijos sobre el sombrío precipicio.
—No tema nada—le dije.—No me he hecho mal alguno. Tenga solamente paciencia por una ó dos horas. Deme el tiempo de ir hasta el castillo, es lo más seguro. Esté cierta que guardaré el secreto, y salvaré su honor, como acabo de salvar el mío.
Salí penosamente de los fosos y fuí á tomar mi caballo. Servíme de mi pañuelo para suspender y fijar mi brazo izquierdo, que me era enteramente inútil y me hacía sufrir mucho. Gracias á la claridad de la noche hallé fácilmente el camino. Una hora después llegaba al castillo. Se me dijo que el doctor Desmarest estaba en el salón. Me apresuré á presentarme á él, y hallé allí como una docena de personas, cuyo continente acusaba su estado de preocupación y de alarma.
—Doctor—dije alegremente al entrar—mi caballo acaba de asustarse de su sombra, me ha tirado en el camino, y creo tener el brazo izquierdo estropeado. ¿Quiere usted verlo?
—¿Cómo estropeado?—dijo el señor Desmarest, después de desatar el pañuelo—si lo tiene completamente roto, ¡pobre hijo mío!
La señora de Laroque arrojó un débil grito y se aproximó á mí.—Vaya, que esta es una noche de desgracias—dijo.
Fingí sorprenderme.
—¡Pues qué! ¿hay alguna otra cosa aún?—exclamé.
—Dios mío, temo que haya sucedido alguna desgracia á mi hija. Salió á caballo a las tres, son las ocho, y aún no ha vuelto.
—La señorita Margarita... pero si la he encontrado...
—¿Cómo... dónde, cuándo? perdón, señor, pero es la angustia de una madre.
—La he encontrado en el camino, á eso de las cinco. Nos hemos cruzado. Ella me dijo, que pensaba llegar hasta la torre d'Elven.
—¡A la torre d'Elven! Se habrá extraviado en los bosques. Es preciso ir á buscarla prontamente. Que se den las órdenes.
El señor de Bevallan pidió en el momento caballos. Yo afecté al principio querer reunirme á la cabalgata, pero la señora de Laroque y el doctor me lo prohibieron enérgicamente, y me dejé persuadir sin trabajo de que me era necesario tomar mi lecho, del que á la verdad tenía gran necesidad. El señor Desmarest, después de haberme hecho una primera cura, montó en carruaje con la señora de Laroque, que iba á esperar en la villa d'Elven, el resultado de las pesquisas, que el señor de Bevallan debía dirigir en las inmediaciones de la torre.
Eran cerca de las diez cuando Alain vino á anunciarme que la señorita Margarita había sido hallada. Me contó la historia de su aprisionamiento sin omitir ningún detalle, salvo como es de suponer, los que sólo la joven y yo debíamos conocer. La aventura me fué muy pronto confirmada por el doctor, en seguida por la señora de Laroque en persona, que vinieron sucesivamente á visitarme, y tuve la satisfacción de comprender que no se tenía sospecha alguna de la verdad.
He pasado toda la noche renovando con la más fatigosa perseverancia, y en medio de las más extravagantes complicaciones del sueño y de la fiebre, mi peligroso salto desde lo alto de la ventana del torreón. No podía sosegarme. A cada instante, la sensación del vacío me subía á la garganta, y me despertaba sobresaltado. En fin, llegó el día y me calmé. A las ocho, vi entrar á la señorita de Porhoet que se instaló á mi cabecera, con su tejido en la mano. Ella ha hecho los honores de mi cuarto á los visitantes, que se han sucedido todo el día. La señora de Laroque fué la primera que vino después de mi vieja amiga. Cuando me apretaba con una presión prolongada la mano que le tendí, vi deslizarse dos lágrimas sobre sus mejillas. ¿Habría recibido las confidencias de su hija?
La señorita de Porhoet me ha hecho saber que el anciano señor Laroque se halla en cama desde ayer. Ha tenido un ligero ataque de parálisis. Hoy ha perdido el habla y su estado da serias inquietudes. Se ha resuelto apresurar el matrimonio. El señor Laubepin ha sido llamado de París; se le espera mañana y el contrato será firmado al día siguiente bajo su dirección.
Esta noche he podido estar de pie algunas horas; pero si he de creer al señor Desmarest, he hecho muy mal en escribir con mi fiebre, y soy un solemne bestia.
Parece verdaderamente que un poder maligno se empeñara en inventar las pruebas más singulares y más crueles para presentarlas sucesivamente á mi conciencia y á mi corazón.
No habiendo llegado el señor Laubepin esta mañana, la señora de Laroque me ha hecho pedir algunas instrucciones que le eran necesarias para arreglar las bases previas del contrato, el cual como ya he dicho, debe ser firmado mañana. Estando condenado á permanecer aún durante algunos días en mi habitación, supliqué á la señora de Laroque que me enviara los títulos y los documentos particulares que se hallan en poder de su padre político y que me eran indispensables para resolver las dificultades que se me habían indicado. Se me remitieron dos ó tres cajones llenos de papeles, sacados secretamente del gabinete del señor Laroque, aprovechando de un momento en que el anciano dormía, pues se había mostrado siempre muy celoso de su archivo secreto. En la primera pieza que me cayó á mano, el nombre de mi familia, muchas veces repetido, hirió bruscamente mis ojos y solicitó mi atención con un poder irresistible. He aquí el texto literal de esta pieza:
A MIS HIJOS
«El nombre que os lego, y que he honrado, no es el mío. Mi padre se llamaba Savage. Era regidor de una plantación en la isla, entonces francesa, de Santa Lucía, perteneciente á una rica y noble familia del Delfinado, la de los Champcey d'Hauterive. En 1793 mi padre murió y yo heredé, aunque muy joven, la confianza que los Champcey habían depositado en él. Hacia el fin de este funesto año, las Antillas francesas fueron tomadas por los ingleses, ó les fueron entregadas por los colonos insurgentes. El Marqués de Champcey d'Hauterive (Santiago Augusto), á quien las órdenes de las convenciones no habían alcanzado todavía, mandaba entonces la fragata Thetis y hacía tres años cruzaba aquellos mares. Un gran número de colonos franceses esparcidos en las Antillas, habían llegado á realizar sus fortunas, amenazadas á cada instante. Estos se habían entendido con el comandante Champcey para organizar una flotilla de ligeros transportes, á la que habían trasladado sus bienes, y que debía emprender su vuelta á la patria bajo la protección de los cañones de la Thetis . Desde largo tiempo, en previsión de desastres inminentes, yo había recibido la orden y el poder para vender á cualquier precio la plantación que administraba desde la muerte de mi padre. En la noche del 14 de noviembre de 1793, montaba solo en un pequeño bote en la punta de Morne au Sable y abandonaba furtivamente á Santa Lucía, ocupada ya por el enemigo. Llevaba en papel inglés y en guineas el precio que había podido sacar por la plantación. El señor de Champcey, gracias al conocimiento minucioso que tenía de estos parajes, había podido engañar al crucero inglés y refugiarse en el paso difícil y desconocido de Crossilot. Tenía orden de reunirme allí aquella misma noche, y sólo esperaba mi llegada á bordo, para salir de este paso con la flotilla que escoltaba, y dirigir su proa á Francia. En el trayecto tuve la desgracia de caer en manos de los ingleses. Estos maestros en traición, me dieron á elegir entre ser fusilado en el acto, ó venderles, mediante el millón de que era portador y que me abandonaban, el secreto del paso en que se abrigaba la flotilla. Yo era joven, la tentación era demasiado fuerte; una media hora después, la Thetis era echada á pique, la flotilla tomada, y el señor de Champcey gravemente herido. Pasé un año; un año sin sueño. Yo me enloquecía, y resolví hacer pagar al inglés maldito los remordimientos que me despedazaban. Pasé á la Guadalupe, cambié mi nombre y consagré la mayor parte del precio de mi delito á la compra de un brick armado, y corrí sobre los ingleses. He lavado durante quince años en su sangre y con la mía la mancha que en una hora de debilidad había arrojado sobre el pabellón de mi patria. Si bien más de las tres cuartas partes de mi fortuna actual ha sido adquirida en gloriosos combates, no por eso es otro su origen que el que acabo de indicar.
»Al volver á Francia, en mi vejez, me informé de la situación de los Champcey d'Hauterive: era dichosa y opulenta. Continué guardando un profundo silencio. ¡Que mis hijos me perdonen! No he podido hallar valor, mientras he vivido, para sonrojarme en su presencia; pero la muerte debe entregarles este secreto, del que usarán según las inspiraciones de su conciencia. Por mi parte, sólo tengo una súplica que hacerles: habrá, tarde ó temprano, una guerra entre la Francia y su vecina del otro lado del Canal; nos odiamos demasiado; será menester reñir; que nosotros los traguemos ó que ellos nos traguen. Si esta guerra estallara viviendo alguno de mis hijos ó de mis nietos, deseo que donen al Estado una corbeta armada y equipada, con la condición de que se llame La Savage y la mande un bretón. A cada andanada que descargue sobre la costa de Inglaterra, mis huesos se estremecerán de contento en su tumba.— Ricardo Savage , conocido por Laroque .»
Los recuerdos que despertó repentinamente en mi imaginación esta espantosa confesión, me confirmaron su exactitud. Había oído contar veinte veces á mi padre, con una mezcla de orgullo y de amargura, el rasgo de la vida de mi abuelo á que se hacía alusión en ella. Solamente que se creía en mi familia que Ricardo Savage, cuyo nombre tenía muy presente, había sido la víctima y no el promotor de la traición, ó de la casualidad que había entregado al comandante de la Thetis .
Me expliqué entonces las singularidades que á menudo me habían llamado la atención en el carácter del viejo marino, y en particular su actitud tímida y pensativa cuando se hallaba frente á frente conmigo. Mi padre había dicho siempre que yo era un vivo retrato de mi abuelo, el Marqués Santiago, y sin duda, algunos resplandores de esta semejanza penetraban de tiempo en tiempo, atravesando las nubes de su cerebro, hasta la conciencia confusa de aquel anciano.
Apenas dueño de esta secreta revelación, caí en una horrible perplejidad. Por mi parte, sólo sentí un débil rencor contra este infortunado, en quien las flaquezas del sentido moral habían sido purgadas por una larga vida de arrepentimiento, y por una pasión de desesperación y de odio, que no carecía de grandeza. Yo mismo no podía respirar, sin una especie de admiración, el soplo salvaje que anima aún estas líneas trazadas por una mano culpable, pero heroica. Entretanto, ¿qué debía yo hacer de este terrible secreto? Lo que se me ocurrió de pronto, fué el pensamiento de que él destruía todo obstáculo entre Margarita y yo, que en adelante aquella fortuna que nos había separado debía ser entre nosotros un lazo casi obligatorio, pues yo sólo en el mundo podía legitimarla, dividiéndola. A la verdad, este secreto no era mío, y aun cuando la más inocente de las casualidades me lo hubiera hecho conocer, puede ser que la estricta probidad exigiese que lo dejara llegar en su hora, á las manos á que está destinado; ¡pero cómo, si esperando ese momento el mal irreparable se consumiría! ¡Los lazos más indisolubles nos separarían! ¡La piedra de la tumba iba á caer para siempre sobre mi amor, sobre mis esperanzas, sobre mi corazón inconsolable! ¿Y lo soportaría cuando podía impedirlo con una sola palabra? Y estas pobres mujeres, el día en que la fatal verdad haga sonrojar sus frentes, es muy probable dividirán conmigo mis pesares y mi desesperación. Y exclamarán las primeras: ¡Ah! si lo sabía usted ¿por qué no había hablado?
Pues bien; ni hoy, ni mañana, ni nunca: si sólo de mí depende, la vergüenza no sonrojará estas dos nobles frentes. Yo no compraré mi felicidad á precio de su humillación. Este secreto que sólo yo poseo, que ese anciano mudo para siempre, no puede él mismo traicionar, ya no existe; la llama lo ha devorado.
Lo he pensado bien. Comprendo lo que me he atrevido á hacer. Era un testamento, una acta sagrada y la he destruido. Además, no era yo sólo el que ganaba. Estoy encargado de mi hermana, que hallaría en él una fortuna, y sin consultarla, mi mano la ha sumergido de nuevo en la pobreza. Sé todo esto; pero dos almas puras, elevadas y orgullosas, no serán deshonradas, ni aniquiladas bajo el peso de un crimen de que son inocentes. Había en esto un principio de equidad que me ha parecido superior á toda justicia literal. Si á mi vez he cometido un crimen, yo responderé de él... Pero esta lucha me ha destrozado y ya no puedo más.
El señor Laubepin llegó, en fin, ayer noche. Vino á apretarme la mano. Estaba preocupado, brusco y descontento. Hablóme brevemente del matrimonio que se preparaba.
—Operación muy afortunada—dijo,—combinación muy laudable bajo todos respectos, en que la Naturaleza y la sociedad hallan á la vez las garantías que tienen el derecho de exigir semejantes circunstancias. Después de lo cual, joven—me dijo—le deseo una buena noche, mientras yo voy á ocuparme en despejar el terreno delicado de las convenciones preliminares, á fin de que el carro interesante del matrimonio llegue á su término sin inconvenientes.
Hoy á la una del día se reunirán en el salón con el aparato y concurso acostumbrados, para proceder á la firma del contrato. Yo no podía asistir á esa fiesta, y bendije mi herida que me libraba de semejante suplicio. Escribía á mi querida Elena, á quien me esforzaba más que nunca á ofrecer mi alma entera, cuando á eso de las tres de la tarde, entraron en mi cuarto el señor Laubepin y la señorita de Porhoet. El señor Laubepin en sus frecuentes viajes al castillo de Laroque, no había podido dejar de apreciar las virtudes de mi venerable amiga y se ha formado, desde largo tiempo, entre los dos ancianos, una amistad platónica y respetuosa, cuyo carácter se esfuerza en vano el doctor Desmarest en desnaturalizar. Después de un cambio de ceremonias, de saludos y de reverencias interminables, tomaron las sillas que les presenté y ambos se pusieron á contemplarme con un aire de grave beatitud.
—Y bien—pregunté—¿se terminó?
—Se terminó—respondieron al mismo tiempo.
—Muy bien—añadió la señorita de Porhoet.
—Maravillosamente—agregó el señor Laubepin, añadiendo después de una pausa:—El Bevallan se fué al diablo.
—Y la jovencita Helouin por el mismo camino—continuó la señorita de Porhoet.
—¡Dios mío! ¿qué es lo que pasa?—dije, arrojando un grito de sorpresa.
—Amigo mío—me respondió el señor Laubepin;—la unión proyectada presentaba todas las ventajas deseables, y habría asegurado, á no dudarlo, la felicidad común de los cónyuges, si el matrimonio fuera una asociación puramente comercial, pero está muy lejos de serlo. Mi deber, cuando mi concurso fué exigido en esta circunstancia interesante, era pues, consultar la inclinación de los corazones y las conveniencias de los caracteres, no menos que la proporción de las fortunas; pero creí observar desde luego, que el matrimonio que se preparaba tenía el inconveniente de no satisfacer á nadie, ni á mi excelente amiga la señora de Laroque, ni á la interesante novia, ni á los amigos más ilustrados de estas damas; á nadie, en fin, sino probablemente al novio, de quien me cuido mediocremente. Es verdad (debo esta nota á la señorita de Porhoet), es verdad—decía—que el novio es gentilhombre.
— Gentleman , si le parece—interrumpió la señorita de Porhoet con un acento severo.
— Gentleman —continuó el señor Laubepin, aceptando la enmienda:—pero es una especie de gentleman que no me gusta.
—Ni á mí—dijo la señorita de Porhoet.—Bellacos de esta especie, palafreneros sin costumbres, como éste, que vimos salir en el último siglo, dirigidos por el entonces Duque de Chartres, de las caballerizas inglesas para preludiar la revolución.
—¡Oh, si no hubieran hecho más que preludiarla!—dijo sentenciosamente el señor Laubepin—se les perdonaría.
—Le pido un millón de excusas, mi querido señor, pero hable. Por lo demás, no se trata de eso; tenga usted á bien continuar.
—Pues bien—prosiguió el señor Laubepin,—viendo que en general se marchaba á esta boda como á un convoy fúnebre, busqué algún medio á la vez honorable y legal, si no de volver al señor de Bevallan su palabra, al menos de hacérsela recoger. El proceder era tanto más lícito, cuanto que en mi ausencia el señor de Bevallan había abusado de la inexperiencia de mi excelente amiga la señora de Laroque, y de la inexperiencia de mi colega de la villa vecina, para hacerse asegurar ventajas exorbitantes. Sin separarme de la letra de las convenciones, conseguí modificar sencillamente su espíritu. Sin embargo, el honor y la palabra dada me imponían límites que no pude ultrapasar. El contrato, á pesar de todo, quedaba aún suficientemente ventajoso para que un hombre dotado de alguna elevación de espíritu y animado de una verdadera ternura por su futura, pudiese aceptarlo con confianza. ¿El señor de Bevallan, sería hombre capaz de ello? Debimos correr riesgo. Le aseguro que no dejaba de hallarme conmovido, cuando comencé esta mañana, ante un imponente auditorio, la lectura de esta acta irrevocable.
—Por mi parte—interrumpió la señorita de Porhoet—no tenía una sola gota de sangre en las venas. La primera parte del contrato, era tan conveniente para el enemigo, que lo creí todo perdido.
—Sin duda, señorita; pero como decimos nosotros entre augures, el veneno está en la cola, in cauda venenum . Era verdaderamente agradable, amigo mío, ver la fisonomía del señor de Bevallan y la de mi colega de Rennes, que le acompañaba, cuando llegué á descubrir bruscamente mis baterías. Al principio se miraron en silencio: luego cuchichearon; se levantaron por fin y aproximándose á la mesa ante la cual me hallaba sentado, me pidieron en voz baja explicaciones.
—Hablen alto, si gustan, señores—les dije:—no hay aquí necesidad de misterios. ¿Qué quieren?
El público empezaba á prestar atención. El señor de Bevallan sin alzar la voz me insinuó, que este contrato era una obra de desconfianza.
—¡Una obra de desconfianza, señor!—respondí en el tono más elevado de mi garganta.—¿Qué pretende decir con eso? ¿Es contra la señora de Laroque, contra mí, ó contra mi colega aquí presente, que dirige semejante imputación?...
—¡Chit, silencio! nada de bulla,—dijo entonces el notario de Rennes, con el acento más discreto; pero veamos, estaba convenido al principio que el régimen dotal sería separado.
—¿El régimen dotal, señor? ¿Y en dónde se trata aquí de régimen dotal?
—Vamos, compañero, bien ve que lo restablece por un subterfugio.
—¿Subterfugio, colega? ¡Permítame que como más antiguo le pida borrar esa palabra de su vocabulario!
—Pero, en fin—murmuró el señor de Bevallan,—se me ligan las manos de todos lados, se me trata como á un chiquillo.
—¿Cómo, señor, qué es lo que hacemos en este momento? ¿Es esto un contrato ó un testamento? ¿Olvida usted que la señora de Laroque vive, que su padre vive, que se casa, señor, pero que no hereda? ¡Un poco de paciencia; qué diablo!
A estas palabras la señorita Margarita se levantó.—Basta ya—dijo;—señor Laubepin, arroje usted al fuego ese contrato. Madre mía, haga usted volver al señor sus presentes,—saliendo en seguida con un paso de reina ultrajada. La señora de Laroque la siguió. Al mismo tiempo lancé el contrato en la chimenea.
—Señor—me dijo entonces el señor de Bevallan con tono amenazador—hay aquí una intriga cuyo secreto sabré.
—Señor, voy á decírselo—respondí.—Una joven que con justo orgullo se estima á sí misma, había concebido el temor de que sus pretensiones amorosas sólo se dirigían á su fortuna; ha querido cerciorarse de ello, y no le cabe duda alguna. Tengo el honor de saludarle.
En seguida, amigo mío, fuí á reunirme con las señoras, que me saltaron al cuello. Un cuarto de hora después, el señor de Bevallan dejaba el castillo con mi colega de Rennes. Su partida y su desgracia han tenido por efecto inevitable desencadenar contra él todas las lenguas de los criados, y su imprudente intriga con la señorita Helouin ha estallado muy luego. La joven, sospechosa hacía algún tiempo por otros motivos, ha pedido permiso para retirarse, y no se le ha negado. Inútil es agregar, que las señoras le aseguran una existencia honorable... ¡Y bien, hijo mío! ¿qué dice de todo esto? ¿Le hace sufrir más? Está tan pálido como un muerto...
La verdad es, que estas noticias inesperadas habían excitado en mí tantas emociones agradables y penosas á la vez, que me sentía próximo á desfallecer.
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El señor Laubepin que debe partir mañana al amanecer, volvió esta noche á despedirse de mí. Después de algunas palabras embarazosas de parte á parte:
—¡Ah, mi querido niño!—me dijo—no le interrogo sobre lo que aquí pasa: pero si tiene usted necesidad de un confidente y un consejero, le pediría la preferencia.
Yo no podía efectivamente desahogarme en un corazón más amigo, ni más seguro. Hice al digno anciano un relato detallado de todas las circunstancias que han señalado desde mi llegada al castillo, mis relaciones particulares con la señorita Margarita. Hasta le he leído algunos trozos de este diario, para precisar mejor el estado de esas relaciones y también el estado de mi alma. Excepto el secreto que había descubierto la víspera en los archivos del señor Laroque, nada le he ocultado.
Cuando terminé, el señor Laubepin cuya frente se había puesto recelosa hacía un momento, tomó la palabra.
—Es inútil disimular, amigo mío—dijo—que al enviarle aquí, premeditaba unirlo con la señorita Laroque. Al principio todo marchó conforme á mis deseos. Los dos corazones, que según mi opinión, son dignos el uno del otro, no han podido aproximarse sin entenderse: pero ese extravagante acontecimiento, cuyo teatro romántico ha sido la torre d'Elven, confieso que me desconcierta enteramente. ¡Qué diantre! querido joven, saltar por la ventana, á riesgo de romperse la cabeza, era, permítame que se lo diga, una demostración muy suficiente de su desinterés; fué, pues, muy supérfluo agregar á este paso honorable y delicado, el juramento solemne de no casarse jamás con esa pobre niña á no ser eventualidades que es absolutamente imposible esperar. Yo me tengo por hombre de recursos, pero me reconozco enteramente incapaz de dar á usted doscientos mil francos de rentas ó de quitárselos á la señorita Laroque.
—Entonces, señor, déme un consejo. Tengo más confianza en usted, que en mí mismo, pues conozco que el infortunio expuesto siempre á la sospecha, ha podido irritarme hasta el exceso las susceptibilidades de mi honor. Hable. Me inducirá usted á olvidar el juramento indiscreto pero solemne, sin embargo, que en este momento es, según creo, lo único que me separa de la dicha, que había soñado para su hijo adoptivo.
El señor Laubepin se levantó; sus espesas pestañas cayeron sobre sus ojos, y recorrió la habitación á grandes pasos durante algunos minutos; luego, deteniéndose ante mí, y tomándome la mano con fuerza:
—Joven—me dijo—es cierto, le amo como á un hijo; pero aun cuando debiera despedazar su corazón y el mío con el suyo, jamás transigiré con mis principios. Mejor es ultrapasar el honor que quedarse atrás de él: en materia de juramentos, todos los que no son exigidos bajo la punta de un puñal ó ante la boca de una pistola, es menester no hacerlos ó cumplirlos: esa es mi opinión.
—Y también la mía. Mañana partiré con usted.
—No, Máximo, permanezca aquí algún tiempo todavía. Yo no creo en milagros, pero creo en Dios, que rara vez permite que sucumbamos por nuestras virtudes... Demos un plazo á la Providencia... Sé que le pido un gran esfuerzo de valor, pero lo reclamo formalmente de su amistad. Si en un mes no recibe noticias mías, entonces partirá.
Hace dos días que puedo salir de mi retiro y pasar al castillo. No había visto á la señorita Margarita desde el instante de nuestra separación en la torre d'Elven. Cuando entré, estaba sola en el salón; al reconocerme hizo un movimiento involuntario como para levantarse, pero permaneció inmóvil y su fisonomía se coloreó repentinamente de una púrpura ardiente. Esta fué contagiosa, por que yo mismo sentí que me enrojecía hasta la frente.
—¿Cómo está usted, señor?—me dijo al tenderme la mano, pronunciando estas simples palabras con un tono de voz tan dulce, tan humilde, ¡ay! tan tierno, que habría querido arrojarme de rodillas ante ella. Sin embargo, fué preciso contestarla en el tono de una política helada. Me miró dolorosamente: luego bajó sus grandes ojos con aire de resignación y continuó su trabajo.
Casi en el mismo instante, su madre la hizo llamar al lado de su abuelo, cuyo estado se agravaba notablemente. Hacía muchos días que había perdido la voz y el movimiento; la parálisis le había invadido casi entero. Los últimos destellos de su vida intelectual se habían extinguido: únicamente persistía la sensibilidad con el sufrimiento. No podía dudarse que el fin del anciano se aproximaba, pero la vida había tomado posesión muy fuertemente de aquel enérgico corazón, para desprenderse de él, sin una lucha obstinada. El doctor había anunciado que la agonía sería larga. Desde la aparición del peligro, la señora de Laroque y su hija le habían prodigado sus esfuerzos y sus vigilias con la abnegación apasionada y el entusiasmo del sacrificio, que son la virtud especial y la gloria de su sexo. Anteayer en la noche, sucumbían ya á la fatiga y á la fiebre; el doctor Desmarest y yo, nos ofrecimos para suplirlas al lado del señor Laroque durante la noche que comenzaba. Consintieron en descansar algunas horas. El doctor muy fatigado también, no tardó en anunciarme que iba á recostarse en un lecho que había en la pieza vecina.
—Yo no sirvo aquí para nada—me dijo;—todo está hecho, usted lo ve, ya ni sufre el pobre hombre... Es un estado de letargo que no tiene nada de desagradable, y cuyo despertar será la muerte... de consiguiente puede uno estar tranquilo. Si nota algún cambio, me llama, pero creo que esto no sucederá hasta mañana. Entre tanto yo me muero de sueño.—Lanzó un bostezo sonoro y salió. Su lenguaje y su sangre fría ante el moribundo me chocaron. Es, sin embargo, un hombre excelente, pero para tributar á la muerte el respeto que le es debido, es necesario no ver únicamente la materia bruta que ella disuelve, sino también creer en el principio inmortal que desliga.
Una vez solo en la cámara fúnebre, me senté al pie del lecho cuyas cortinas habían sido levantadas, y traté de leer á la claridad de una lámpara que había cerca de mí, en una pequeña mesa. El libro cayó de mis manos: no podía separar mi pensamiento de la singular combinación de acontecimientos, que después de tantos años, daba á este culpable anciano al nieto de su víctima por testigo y protector de su último sueño. Luego en medio de la calma profunda, de la hora y del lugar, evocaba á mi pesar las escenas tumultuosas y las sanguinarias violencias que habían llenado esta existencia que acababa. Buscaba impresión lejana de ellas, en la fisonomía de aquel agonizante secular, sobre sus grandes rasgos cuyo pálido relieve se dibujaba en la sombra, como el de una máscara de yeso, y sólo veía en ellos la gravedad y el reposo prematuros de la tumba. Por intervalos me aproximaba á la cabecera, para asegurarme si el soplo vital movía aún aquel pecho destruido.
En fin, hacia la media noche, me invadió una somnolencia irresistible y me dormí con la frente apoyada sobre la mano. Repentinamente fuí despertado por no sé qué lúgubres estremecimientos; levanté los ojos y sentí pasar un escalofrío por la médula de mis huesos. El anciano se hallaba medio levantado en su lecho, y tenía fija sobre mí una mirada atenta, asombrada, en que brillaba la expresión de una vida y de una inteligencia que hasta entonces me habían sido desconocidas. Cuando mi mirada encontró la suya, el espectro se estremeció; abrió sus brazos en cruz, y me dijo con una voz suplicante, cuyo timbre extraño suspendió el movimiento de mi corazón.
—¡Señor Marqués, perdóneme!
Quise levantarme, quise hablar, pero en vano. Me hallaba petrificado en mi sillón.
—¡Señor Marqués—continuó,—dígnese perdonarme!
Hallé en fin la fuerza suficiente para acercarme á él; á manera que yo me aproximaba, él se retiraba penosamente hacia atrás como para escapar á un contacto pavoroso. Levanté una mano, y bajándola suavemente ante sus ojos desmesuradamente abiertos y desesperados de terror.
—¡Morid en paz!—le dije—¡Yo le perdono!
No había aún acabado estas palabras cuando su fisonomía marchita se iluminó con un relámpago de alegría y de juventud. Al mismo tiempo brotaron dos lágrimas de sus hundidas órbitas. Extendió sus manos hacia mí: repentinamente, aquella mano se cerró con violencia y se extendió en el espacio con un gesto amenazador: vi revolverse y rodar sus ojos entre sus órbitas dilatadas, como si una bala le hubiera herido el corazón.
—¡Oh! inglés—murmuró.
Volvió á caer sobre la almohada como una masa inerte. Estaba muerto.
Llamé apresuradamente, y todos acudieron. Muy luego fué rodeado de piadosas lágrimas y oraciones. Yo me retiré con el alma profundamente conmovida por aquella escena extraordinaria, que debía permanecer secreta para siempre, entre aquel muerto y yo.
Este triste suceso de familia ha hecho pesar sobre mí cuidados y deberes de que tenía necesidad para justificar á mis propios ojos la prolongación de mi morada en la casa. Me es imposible concebir en virtud de qué motivos el señor Laubepin me ha aconsejado que demorare mi partida. ¿Qué puedo esperar de este aplazamiento? Me parece que esta circunstancia ha cedido á una especie de vaga superstición y de debilidad pueril, á que no debía haberse doblegado jamás una alma de su temple y á la que yo mismo he hecho mal en someterme. ¿Cómo no comprendí que me imponía con un aumento de inútil sufrimiento, un papel sin franqueza y sin dignidad? ¿Qué haré yo en adelante? ¿No es ahora cuando con justo motivo, podría reprochárseme el jugar con los sentimientos más sagrados? Mi primera entrevista con la señorita Margarita había bastado para revelarme todo el rigor, toda la imposibilidad de la prueba á que me hallaba condenado, cuando la muerte del señor Laroque ha venido á dar por corto tiempo á mis relaciones alguna naturalidad, y una especie de bienestar á mi permanencia en el castillo.
Todo está dicho, ¡Dios mío! ¡Cuán fuerte era este lazo! ¡De qué manera envolvía mi corazón! ¡Hasta qué punto le ha despedazado al romperse!
Ayer en la noche, cerca de las nueve, me hallaba yo de codos en mi ventana abierta, cuando fuí sorprendido por una débil luz que se aproximaba á mi habitación á través de los sombríos caminos del parque, y en una dirección que no acostumbran traer las gentes del castillo. Un instante después llamaron á mi puerta, y la señorita de Porhoet entró jadeando.
—Primo—me dijo—tengo que hablar á usted.
—¿Hay alguna desgracia?—le pregunté, mirándola á la cara.
—No, no es eso precisamente. Usted mismo juzgará. Siéntese. Mi querido hijo; ha pasado usted dos ó tres noches en el castillo durante la presente semana ¿no ha observado en él nada nuevo ni de singular, en la actitud de las señoras?...
—Nada.
—¿No ha notado al menos en su fisonomía una especie de serenidad no acostumbrada?...
—Sí, tal vez... Apartando la melancolía del reciente duelo me han parecido más serenas, y aún más dichosas que en otro tiempo.
—Sin duda, le habrían llamado la atención otras particularidades si hubiera usted, como yo, vivido desde hace quince años en su intimidad cotidiana. Así es que á menudo he sorprendido entre ellas los signos de una inteligencia secreta, de una misteriosa complicidad. A más, sus hábitos se han modificado sensiblemente. La señora de Laroque ha echado á un lado su brasero, su garita, y todas sus inocentes manías de criolla; se levanta á una hora fabulosa y se instala desde la aurora con Margarita delante de la mesa de trabajo. A ambas les ha entrado un gusto apasionado por los bordados, y se informan del dinero que una mujer puede ganar por día con este género de labor. Para terminar, hay en esto un misterio cuya palabra en vano me desesperaba por encontrar. Ella acaba de serme revelada y sin deber entrar en los secretos de usted antes de lo que le convenga, he creído deber transmitírsela sin retardo.
Después de las protestas de absoluta confianza, que me apresuré á dirigirle, la señorita de Porhoet continuó en su lenguaje dulce y firme:
—La señora de Aubry fué á verme esta noche á hurtadillas; comenzó por arrojarme sus horribles brazos al cuello, lo que no me gustó nada, y luego, á través de mil jeremiadas personales, que excuso repetir, me ha suplicado que detenga á sus parientes sobre el borde de su ruina.
—He aquí lo que ha oído escuchando á través de las puertas, según su graciosa costumbre; me dijo que esas señoras solicitan en estos momentos autorización para abandonar todos sus bienes á una congregación de Rennes, á fin de suprimir entre Margarita y usted los inconvenientes que les separan. No pudiendo hacerle rico, ellas se hacen pobres. Me ha parecido imposible, primo, dejar á usted ignorar esta determinación, igualmente digna de esas dos almas generosas y de esas dos cabezas quiméricas. Me excusará agregar que su deber es desbaratar á toda costa ese proyecto. Me parece inútil hablar del arrepentimiento que infaliblemente se prepara á nuestras amigas, y de la responsabilidad terrible que las amenaza; usted lo comprende tan bien como yo. Si pudiera, amigo mío, aceptar en el instante la mano de Margarita, el asunto terminaría del modo más feliz; pero se halla ligado á este respecto por un compromiso que, por muy ciego, por muy imprudente que haya sido, no es por eso menos obligatorio para su honor. Sólo le queda un partido que tomar: dejar este país sin demora y cortar resueltamente todas las esperanzas que entretiene su permanencia aquí. Cuando haya partido, me será más fácil volver á esas dos niñas á la razón.
—Pues bien, estoy pronto; partiré esta misma noche.
—Muy bien—continuó:—cuando le doy este consejo amigo mío, yo misma obedezco á una ley de honor bien rigurosa. Usted endulza los últimos momentos de mi larga soledad; me ha vuelto la ilusión de los más dulces encantos de la vida, perdidos por mí hace tantos años. Alejándose usted hago mi último sacrificio... es inmenso.
Se levantó y me miró un momento sin hablar.
—A mi edad no se abraza á los jóvenes—continuó, sonriendo tristemente,—se les bendice. Adiós, querido hijo, y gracias... Que Dios le ayude... Yo besé sus manos temblorosas, y ella me dejó precipitadamente.
Hice á toda prisa mis aprestos para la partida: luego escribí algunas líneas á la señora de Laroque. La suplicaba renunciara á una resolución cuyo alcance no había calculado, y de la que por mi parte, estaba firmemente determinado á no hacerme cómplice. Le daba mi palabra, y ella sabía que podía contarse con ella, que no aceptaría jamás mi felicidad á costa de su ruina. Al terminar, para apartarla mejor de su insensato proyecto, le hablaba vagamente de un porvenir cercano en que fingía entrever esperanzas de fortuna.
A media noche, cuando todos dormían, di un adiós, un cruel adiós á mi retiro, á aquella vieja torre ¡en que tanto había sufrido, donde tanto había amado! y me deslicé en el castillo por una puerta excusada, cuya llave me había sido confiada. Atravesé furtivamente, como un criminal, las galerías vacías y sonoras, guiándome lo mejor que pude en las tinieblas; llegué al fin al salón, donde la había visto por primera vez. Ella y su madre lo habían dejado, hacía apenas una hora; su presencia reciente se manifestaba aún por un perfume dulce y tibio, que me embriagó súbitamente. Busqué y toqué la cesta en que su mano había colgado pocos instantes antes su bordado, comenzado. ¡Ay, pobre corazón! Caí de rodillas ante el lugar que ocupaba, y allí, con la frente sobre el mármol, lloraba y sollozaba como un niño. ¡Dios mío, cómo la amo!
Aproveché las últimas horas de la noche para hacerme conducir secretamente á la pequeña ciudad vecina, donde tomé el carruaje de Rennes. Mañana en la noche estaré en París. ¡Pobreza, soledad, desesperación, que allí os dejé, voy á hallaros de nuevo! ¡Ultimo sueño de mi juventud, sueño del Cielo, adiós!
Al día siguiente por la mañana, cuando iba á montar en el ferrocarril, entró en el patio del hotel un carruaje de posta, y vi descender de él al viejo Alain. Cuando me vió, su fisonomía se iluminó.
—Ah, señor, ¡qué fortuna que no haya partido! Tome esta carta.
—Reconocí la letra del señor Laubepin. Me decía en dos líneas que la señorita de Porhoet estaba gravemente enferma y que me llamaba. No me tomé sino el tiempo necesario para mudar caballos y me arrojé en la silla, después de haber decidido á Alain, no sin trabajo, á que se sentara frente á mí. Entonces lo aturdí á preguntas. Le hice repetir la noticia que me trajo y que me parecía inconcebible. La señorita Porhoet había recibido la víspera, de manos del señor Laubepin, un pliego ministerial, que le anunciaba que era puesta en plena y entera posesión de la herencia de sus parientes de España.—Y parece—agregaba Alain—que se lo debe al señor, que ha descubierto en el palomar algunos papeles viejos, en los que nadie soñaba y que han probado el buen derecho de la anciana señorita. Yo no sé lo que hay de verdadero en esto, pero sí es lástima—me dijo—que á esta respetable señora se le haya metido en la cabeza ideas de catedral y que no quiere abandonarlas... porque, note usted, que está más aferrada que nunca. Al principio, cuando recibió la noticia, cayó redonda en el pavimento y se le creyó muerta; pero una hora después empezó á hablar, sin fin ni tregua, de su catedral, del coro, de la nave, del cabildo y de los canónigos, del ala del Norte y del ala del Sur, de tal modo que para calmarla ha sido necesario traerle un arquitecto, albañiles, y poner sobre su lecho los planos del malhadado edificio. En fin, después de tres horas de conversación sobre el asunto se amodorró un rato; al despertarse, ha pedido ver al señor... al señor Marqués (Alain se inclinó cerrando los ojos) y se me ha hecho correr en su busca; parece que quiere consultarle sobre el coro alto.
Este extraño acontecimiento me causó la más viva sorpresa. Sin embargo, con ayuda de mis recuerdos y de los detalles confusos, que me daba Alain, llegué á darme una explicación de ellos, que noticias más positivas debían confirmar muy luego. Como ya he dicho, el negocio de la sucesión de la rama española de los Porhoet había pasado por dos fases. Había habido primero, entre la señorita de Porhoet y una gran casa de Castilla, un largo proceso que mi vieja amiga había acabado por perder en última instancia; luego un nuevo proceso, en el que la señorita de Porhoet no figuraba, se había suscitado, á propósito de la misma sucesión, entre los herederos españoles y la corona, que pretendía que los bienes volvían á ella por derecho de fundación del mayorazgo. Mientras esto tenía lugar, continuando siempre mis indagaciones en los archivos de los Porhoet había puesto la mano como dos meses antes de mi salida del castillo sobre una pieza singular, cuyo texto literal era el siguiente:
«Don Felipe, por la gracia de Dios, Rey de Castilla, de León, de Aragón; de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas Canarias, de las Indias Orientales y Occidentales, islas y tierras firmes del mar Océano, Archiduque de Austria, Duque de Borgoña, de Brabante y de Milán, Conde de Habsburgo, de Flandes, del Tirol y de Barcelona, señor de Vizcaya y de Molina, etc., etc.
»A ti Herve Juan Joselyn, señor de Porhoet Gaél, Conde de Torrenueva, etc., que me has seguido en mis reinos y servido con una fidelidad ejemplar, prometo, por favor especial, que en caso de extinción de tu descendencia directa y legítima, los bienes de tu casa volverán, aun con detrimento de los derechos de mi corona, á los descendientes directos y legítimos de la rama francesa de los Porhoet-Gaél, mientras ella exista, y hago este compromiso, por mí y mis sucesores sobre mi fe y palabra de rey.
»Dado en el Escorial el 10 de abril de 1716.
Yo el Rey. »
Al lado de esta pieza, que sólo era una copia traducida, había hallado el texto original con las armas de España. No se me había ocultado la importancia de este documento, pero había temido exagerármela. Dudaba mucho que la validez del título, sobre el que habían pasado tantos sucesos y tantos acontecimientos, fuese admitida por el gobierno español, y hasta dudaba que tuviera el poder de hacerle lugar, aun cuando quisieran hacérselo. Me decidí, pues, á dejar ignorar á la señorita de Porhoet, un descubrimiento cuyas consecuencias me parecían ser muy problemáticas y me limité á remitir el título al señor Laubepin. No recibiendo contestación alguna, no tardé en olvidarlo en medio de los cuidados personales que me abrumaban entonces. El gobierno español, obrando de una manera contraria á mi injusta desconfianza, no había vacilado en desempeñar la palabra del Rey Felipe, y en el momento mismo en que un decreto supremo acababa de abocar á la corona la sucesión inmensa de los Porhoet, por otro decreto la restituyó noblemente á su legítimo heredero.
Eran las nueve de la noche cuando descendí del carruaje, en el húmedo umbral de la casita en que acababa de entrar, aunque tardíamente, esta fortuna casi real. La sirvienta vino á abrirme; lloraba amargamente. Oí al instante la voz grave del señor Laubepin que dijo:—Él es.—Subí apresuradamente. El anciano me apretó la mano fuertemente y me introdujo, sin pronunciar una palabra, en el cuarto de la señorita de Porhoet. El médico y el cura de la villa se mantenían silenciosos en el hueco de una ventana. La señora de Laroque estaba arrodillada sobre una silla, cerca del lecho; su hija de pie en la cabecera, sostenía las almohadas en que reposaba la pálida cabeza de mi pobre y vieja amiga. Cuando la enferma me vió, una débil sonrisa iluminó su fisonomía, profundamente alterada, y desprendió penosamente uno de sus brazos. Tomé su mano, caí de rodillas y no pude contener mis lágrimas.
—¡Hijo mío, mi querido hijo!...—Luego miró fijamente á Laubepin. El viejo notario tomó entonces del lecho una hoja de papel, y continuando, al parecer, una lectura interrumpida, leyó:
«Por estas causas, instituyo por este testamento ológrafo, por legatario universal de todos mis bienes, tanto en España como en Francia, sin reserva ni condición alguna, á Máximo Santiago María Odiot, Marqués de Champcey d'Hauterive, noble de corazón como de raza. Tal es mi voluntad.— Joselina Juana , Condesa Porhoet-Gaél.»
En el exceso de mi sorpresa, me había levantado por una especie de sacudimiento, é iba á hablar, cuando la señorita de Porhoet, reteniendo suavemente mi mano, la colocó en la de Margarita. A este contacto repentino, la querida niña se estremeció; inclinó su joven frente sobre la almohada fúnebre y murmuró sonrojándose, algunas palabras al oído de la moribunda. Yo no hallé expresiones; volví á caer de rodillas y oré á Dios. Habíanse pasado algunos minutos en medio de un silencio solemne, cuando Margarita retiró repentinamente su mano haciendo un gesto de alarma. El doctor se aproximó apresuradamente; yo me levanté. La cabeza de la señorita de Porhoet se había desplomado súbitamente hacia atrás, su mirada estaba fija, resplandeciente y dirigida al cielo, sus labios se entreabrieron, y como si hablara en sueños:
—Dios—dijo—Dios, la veo... allá arriba... sí... el coro... las claraboyas... la luz por todas partes... Dos ángeles de rodillas ante la Majestad... con albos ropajes... sus alas se agitan. Dios... están vivos.—Este grito se extinguió en su boca, que permaneció sonriente: cerró los ojos como si durmiese: súbitamente un aire de inmortal juventud, se extendió sobre su fisonomía, que se puso desconocida.
Tal muerte coronando tal vida, contiene en sí enseñanzas de las que he querido llenar mi alma. Supliqué que se me dejara solo con el sacerdote en aquel cuarto. Espero que esta piadosa vigilia no será perdida para mí. Sobre aquella fisonomía en que se hallaba impresa una gloriosa paz, y donde parecía verdaderamente errar, yo no sé qué reflejo sobrenatural, más de una verdad olvidada ó dudosa, se me apareció con una evidencia irresistible. Mi noble y santa amiga, yo sabía muy bien que tenías la virtud del sacrificio; veo ahora, que habías recibido el premio de ella.
Hacia las dos de la mañana sucumbiendo de fatiga quise respirar por un momento el aire puro. Descendí la escalera en medio de las tinieblas, entre en el jardín, evitando atravesar el salón del piso bajo, donde noté luz. La noche estaba profundamente sombría. Cuando me aproximaba á la torrecilla que se hallaba al fin del pequeño cercado, sentí un débil ruido bajo el soto de ojaranzo; en el mismo instante una forma indistinta se desprendió del follaje. Sentí un desvanecimiento repentino, mi corazón precipitó sus latidos, y vi al cielo llenarse de estrellas.
—¡Margarita!—dije tendiendo los brazos.—Oí un ligero grito, luego mi nombre murmurado á media voz... luego... nada... y sentí sus labios sobre los míos. ¡Creí que el alma se me escapaba!...
He dado á Elena la mitad de mi fortuna. Margarita es mi mujer, cierro para siempre estas páginas. Ya nada tengo que confiarles. Puede decirse de los hombres lo que se ha dicho de los pueblos: ¡Felices aquellos que no tienen historia!
FIN
[1] Menhir (de las palabras bretonas, main , piedra, hirr , larga), es un obelisco bruto, algunas veces redondo, generalmente cuadrado, colocado verticalmente sobro el suelo. No se halla jamás en él una escultura, por grosera que sea, á no ser en el menhir de Plonarez (Finisterre), colocada sobre el punto más elevado de los Leones.— Camile Duteil .
Dolmen: mesa enorme de piedra, que como el menhir, son moradas como altares donde se consumaban sangrientos sacrificios.— Bouill (Diccionario de Historia).
Galgul, es una planta especial.
Cromlech, sitio accidentado.