The Project Gutenberg eBook of La araña negra, t. 4/9

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Title : La araña negra, t. 4/9

Author : Vicente Blasco Ibáñez

Release date : May 30, 2014 [eBook #45832]
Most recently updated: October 24, 2024

Language : Spanish

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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA ARAÑA NEGRA, T. 4/9 ***

En esta edición se han mantenido las convenciones ortográficas del original, incluyendo las variadas normas de acentuación presentes en el texto. ( la lista de los errores corregidos sigue el texto.)

CUARTA PARTE: XVIII, XIX, XX, XXI, XXII, XXIII, XXIV, XXV, XXVI, XXVII

VICENTE BLASCO IBAÑEZ
———

LA ARAÑA NEGRA

NOVELA

TOMO CUARTO

colofón


EDITORIAL COSMÓPOLIS
APARTADO 3.030 MADRID
Imprenta Zoila Ascasíbar. Martín de los Heros, 65.—MADRID.

CUARTA PARTE

EL CAPITÁN ALVAREZ

(CONTINUACIÓN)

XVIII

El padre y la hija.

Doña Fernanda adoptó la resolución más propia del caso.

Dió dos gritos, se retorció furiosamente las manos, revolviéronse sus ojos en sus órbitas como si quisieran saltar, y arrojando espumarajos por la boca se dejó caer, revolcándose a su sabor entre los muebles caídos por la anterior lucha.

Baselga no se inmutó gran cosa.

Le era muy conocido aquel accidente nervioso, medio que la baronesa empleaba en su juventud cuando vivía María Avellaneda y ésta no quería acceder a sus peligrosos caprichos.

Sabía el conde que aquello era un medio de salir del paso como otro cualquiera, y se limitó a ordenar a la curiosa servidumbre, agolpada en la puerta, que llevase a la baronesa a su cama.

Cuando doña Fernanda, siempre agitada por sus convulsiones, salió del salón en brazos de los criados y reclinando su desmayada cabeza sobre el pecho de la burlona doncella, más seria que nunca, el conde fijó su severa mirada en Tomasa, que bajaba la vista esperando con resignación la cólera de su señor.

—Ya esperaba yo esto. Hace tiempo que comprendo que algún día mi hija y tú deshonraríais esta casa con un escándalo como éste. ¿Te parece bien que una mujer de tu edad y tu carácter proceda de tal modo?

—Señor—se apresuró a decir el ama de llaves—, yo no tengo la culpa, y esto no lo ha ocasionado la enemistad que yo pueda tener con la señora baronesa. Ha sido sencillamente que escuché desde el comedor cómo se quejaba mi pobre señorita, y al entrar aquí vi cómo doña Fernanda la ponía de golpes como un Cristo, y yo..., ¡vamos!, yo no puedo ver con tranquilidad que a una cristiana se la trate de este modo, y más siendo mi señorita, y por eso, agarrando lo que tenía más a mano..., ¡pum!, se lo arrojé a esa “indina” señora. Eso es todo.

Tomasa, recordando lo sucedido, no se sentía ya cohibida ante su señor, y erguía audazmente la cabeza como orgullosa de su buena acción.

—Bueno, celebro que hayas defendido a mi hija; pero mientras la baronesa y tú estéis bajo el mismo techo no habrá aquí tranquilidad. Ya es hora de que te retires del servicio, te estoy muy agradecido, y aunque nos abandones, yo te daré lo suficiente para que en adelante no tengas que servir a nadie.

Tomasa se estremeció. Nunca había llegado a imaginarse que algún día tendría que salir de aquella casa. Así es que a pesar de las promesas lisonjeras para el porvenir que le hacía el conde, protestó:

—Yo no quiero abandonar esta casa. Señor, piense usted que yo me considero de la familia, que vi nacer a la señorita María y también a los niños, que...

Tomasa se detuvo. Conocía muy bien al conde, y al ver que éste hacía un ademán indicándola que callase y saliese, obedeció inmediatamente; pero antes de marcharse abrazó lloriqueando a Enriqueta.

Esta no parecía haber salido de la estupefacción producida por la anterior escena. Cuando su padre la sacó de aquella pelea que la envolvía, golpeándola ciegamente, quedó asombrada como si no pudiera darse exacta cuenta de lo que acababa de suceder.

Parecíale aquello un sueño; pero para convencerse de lo contrario, sentía en su cuerpo delicado el escozor de los golpes, y todavía le duraba el convulsivo temblor producido por el miedo.

Al quedar sola con su padre, en vez de tranquilizarse, sintió aumentado su terror.

¿Qué le sucedería ahora? Después de lo ocurrido con su hermanastra, le producía aún más terror aquel padre, siempre grave y silencioso, que en vez de franco cariño le inspiraba una sumisión supersticiosa.

Baselga, al verse solo con su hija, procuró borrar de su rostro la expresión ceñuda e iracunda de momentos antes y dijo con voz dulce:

—Aquí estamos mal. ¿Quieres que vayamos a mi despacho, hija mía? Tengo que hablarte.

Enriqueta se apresuró a obedecer a su padre con la sumisión de costumbre, pero no por esto dejó de temblar. ¡A su despacho! ¡A aquella habitación casi misteriosa, en la que apenas si había entrado dos veces! ¡Dios mío, qué cosas tan terribles iba a decirle cuando la llevaba a tan terrorífico gabinete!

Así iba pensado Enriqueta al salir del salón precediendo a su padre. Junto a la puerta, sucias y pisoteadas por la anterior lucha, estaban las cartas de Alvarez, aquel tesoro de amor que había provocado la violenta escena.

La joven, por más que quiso evitarlo, fijó su vista en las cartas comprometedoras y hasta se detuvo como dudando si debía recogerlas o guardarlas.

Su padre notó aquel movimiento, y cuando Enriqueta volvió a ponerse en marcha, Baselga se agachó, agarrando con su gran mano, en un puñado, todos los sucios papeles.

Aquello hizo llegar al colmo el terror de Enriqueta. Después de su hermanastra iba a saber su padre el secreto amoroso. ¡Dios mío! ¡Qué iba a sucederle! La indignación de aquel hombre misterioso y ensimismado le producía más terror que la ruidosa cólera de doña Fernanda.

Cuando entraron en el sombrío despacho, Baselga sentóse en su sillón giratorio, situado junto a la mesa, y Enriqueta, obedeciendo sus mudas indicaciones, se colocó al borde de una silla con aspecto azorado y como dispuesta a escapar al primer grito amenazador.

El conde no dijo nada. Había arrojado sobre la mesa el puñado de cartas, y deshaciendo sus dobleces y arrugas y limpiando con sus manos las manchas que en ellas había dejado un sucio pisoteo, las leyó con extremada atención.

Enriqueta estaba con la cabeza baja y temblando como si esperara el rayo que la anonadase; pero algunas veces, al levantar la vista furtivamente, le pareció que su padre, suspendiendo la lectura, la miraba fijamente.

La joven no encontraba en el grave rostro de su padre ninguna expresión de cólera; antes bien, le parecía ver impreso en él un gesto de cariñosa benevolencia; pero tal terror experimentaba ante el hombre misterioso y melancólico, que su bondad la causaba más terror que si le hubiera visto en pie y con ademán colérico avanzar hacia ella.

El conde, cuando hubo leído una docena de cartas, hizo un gesto como quejándose de la monotonía de aquellos escritos, invariables sinfonías de cariño sobre un eterno tema, que era un amor puro, ideal y saturado de un romanticismo dulzón.

Cuando terminó la lectura, fijóse atentamente en su hija y su miedo, que se manifestaba con un temblor convulsivo, no le pasó desapercibido.

—Hija mía—dijo con voz de dulce gravedad—, haces mal temblando de este modo en mi presencia. Soy tu padre y nadie tiene gusto en inspirar terror a sus hijas. Tranquilízate, que tenemos que hablar de cosas muy graves.

Estas palabras produjeron en la joven una impresión de bienestar. Parecíale que veía a su padre por primera vez y que encontraba algo de que hasta entonces no había podido darse exacta cuenta; pero que le era muy necesario. Aquel personaje terrorífico que ella veía antes en el conde de Baselga había desaparecido, y en su lugar comenzaba a entrever un padre bondadoso que la animaba a espontanearse y a confesarle sus sentimientos.

Enriqueta se sintió más dueña de sí misma, acabó de sentarse con menos recelo y se dispuso a oír a su padre.

—Lo que voy a decirte, hija mía, es muy importante, por lo mismo que de ello depende tu porvenir, y espero que me contestes con leal franqueza. Yo me he ocupado poco de tu educación. La muerte de esa santa mujer, que fué tu madre (y señaló el retrato de María Avellaneda), me conmovió de tal modo, que he vivido muchos años solo y aislado como un monje, huyendo hasta de tratarme mucho con mis hijos, y especialmente contigo, pues tu rostro me recuerda la inocente hermosura de esa infeliz a quien nunca lloraré bastante.

Y Baselga, al decir esto, miraba el retrato de María, que sonreía melancólicamente, alegrando la sombría habitación con el brillante negro de sus ojos y su rosada palidez.

El conde hacía esfuerzos por contener las lágrimas que producían aquellos recuerdos, y en su rostro se notaba la expresión sublime de un alma grande y amorosa que llora la perdida felicidad.

Enriqueta también lloraba, pero su llanto era por su padre, por aquel hombre desconocido que ahora se le revelaba con toda la grandeza de un mártir del amor. Los corazones jóvenes, que se abren como capullos primaverales al sol del cariño, guardan siempre cierta inmensa admiración para los que sufren por haber amado mucho.

Aquella pasión que vivía más allá de la tumba, aquel amor póstumo, conmovía a Enriqueta y le hacía mirar a su padre con la adoración respetuosa que siente un artista principiante ante el genio que lucha buscando la inmortalidad.

El ogro había desaparecido, y como en los cuentos de hadas, se transformaba en un amante entusiasta. Era ya viejo, pero su pasión tenía la grandeza meritoria de no ser rosa inclinada sobre el hermoso pecho de una Venus, sino melancólico sauce llorando sobre una tumba que encerraba la nada.

Enriqueta sentía ya una inmensa tranquilidad. Su padre había amado y amaba aún; su padre sabría comprenderla.

En su presencia sentía nacer una confianza que nunca había experimentado al lado de doña Fernanda, aquella solterona egoísta y malhumorada que era el ser con el que había vivido en mayor intimidad.

El exterior frío y antipático de su padre acababa de rasgarse y por el jirón escapábase el fulgor de aquella pasión póstuma que ardía en el pecho de Baselga. Enriqueta se analizaba a sí misma, sin darse cuenta de ello, y se convencía de que, aunque amaba mucho al capitán Alvarez, nunca llegaría a tal grado de apasionamiento. Esto la hacía sentir una admiración sin límites por su padre.

El conde, después de haberse frotado con fuerza los ojos, como para rechazar las lágrimas que a ellos hacían afluir los recuerdos, continuó, siempre con su dulce acento:

—Conozco que he obrado mal al vivir tan alejado de mis hijos, y es fácil que Dios me castigue por mi criminal desvío. Tú debes de quererme poco, Enriqueta.

—Yo, papá mío—se apresuró a decir la joven—, le quiero a usted con toda mi alma.

Y Enriqueta dijo estas palabras con gran expresión de sinceridad, pues el cariño que profesaba a su padre, por ser reciente, no la daba lugar a dudas.

—Pues debías odiarme—continuó Baselga—; o por lo menos mirarme con indiferencia. Apenas si he sido para ti algo más que un extraño de aspecto taciturno y antipático. Pero hoy... todo ha cambiado, y estoy arrepentido de mi dolor egoísta que me hacía huir de la familia. Quiero ser padre; deseo que mi hija no me mire como un ser extraño, y busco su cariño inmenso que me ayude y haga más llevadera mi triste vida.

El conde se había levantado de su asiento. Sus palabras habían sido acompañadas de una excitación que le hizo avanzar hacia su hija. Experimentaba la necesidad de estrecharla entre sus brazos, de besarla, de convencerse de que era suya, y que su anterior conducta misantrópica y egoísta no había desvanecido la cariñosa inclinación que aquel ser debía sentir hacia él.

Cuando la tuvo sentada sobre las rodillas y se hubo saciado del puro goce que le producía pasar su mano por entre los rizos de su adorable cabecita, retuvo las lágrimas que pugnaban otra vez por salir, y separándose un poco de aquella boca fresca e inocente que besaba sus curtidas mejillas, preguntó con ingenuidad:

—Dime, ¿es verdad que piensas abandonarme y entrar en un convento?

La joven experimentó la misma turbación que cuando era interrogada por doña Fernanda.

—Habla con franqueza—dijo el padre al notar su impresión—. Eso de abandonar el mundo es una resolución de gran importancia que no puede tomarse a la ligera. La vida del claustro es pesada y para ella se necesita gran vocación. ¿La tienes tú?

Enriqueta no contestó. Después de lo que había ocurrido con doña Fernanda sentíase más atemorizada que de costumbre. Temía que las paredes, oyendo su contestación franca y leal, fuesen a contárselo todo a la baronesa, y que ésta repitiese sus vergonzosos arranques de poco antes. Su única contestación fué estrecharse más contra el robusto pecho de su padre ocultando el rostro sobre su hombro.

Baselga adivinó la preocupación que sufría su hija.

—Comprendo tu miedo—la dijo—. Temes disgustar a alguien, y tiemblas pensando en tu castigo. Pues bien, yo te aseguro que nadie pondrá la mano en ti, mientras viva tu padre, y que lo ocurrido en el salón de Fernanda no volverá a repetirse.

Enriqueta, a pesar de esto, no habló, y entonces el conde dijo con su acento bondadoso:

—Veo que no tienes confianza en mí, y que tendré que ir adivinando tus pensamientos y anticipando tus contestaciones. Tú no quieres ser monja. Esas cartas que he leído me lo demuestran, y, además, tengo el convencimiento de que todo es obra de esa Fernanda, beata maligna, que aconsejada por su tertulia de curas es capaz de meter en un convento a todos los de esta casa. ¿No es ella la que te ha hecho pensar en la vida monjil?

Enriqueta miró con azoramiento a todas partes, como si temiese ocultos espías que fuesen a contar a su hermana lo que decía, y después hizo con su cabeza un signo afirmativo.

—Perfectamente—dijo el conde—. Veo que no me había equivocado, y me felicito de que tu vocación sea falsa. Tú no quieres ir a un convento, ¿no es eso?

—No, papá mío. Amo mucho a Dios, pero no me siento con fuerzas para una vida tan dura, y prefiero, prefiero...

El conde fué en auxilio de su hija, que no sabía cómo expresar su pensamiento.

—Prefieres ser como son todas las mujeres honradas. Primero, una honesta joven que goza de cuantas alegrías decentes puede proporcionar la sociedad, y después, una honrada madre de familia, útil a la patria y sostenedora de la virtud en el hogar doméstico. Me alegro de ello, hija mía; yo pienso de igual modo.

Enriqueta, oyendo expresarse a su padre de este modo, sentía crecer su confianza. Por esto no experimentó una gran turbación cuando el conde le dijo así:

—Ya que no quieres ser monja, cuéntame tus amores, ¿Quién es el autor de esas cartas que acabo de leer?

La joven se ruborizó; mas no por esto sintió deseos de ocultar la verdad.

Mostrábase su padre tan amoroso y complaciente, que fácil era que accediese a autorizar sus relaciones con el capitán Alvarez.

Esta dulce esperanza hizo que la joven se espontanease y con acento confidencial fuese relatando al conde la historia de su pasión. Ningún incidente escapó a la memoria de Enriqueta. Desde la mañana de invierno en que vió a Esteban Alvarez por primera vez, hasta la ruidosa escena de una hora antes provocada por la indignación de doña Fernanda al conocer los amores de su hermana, la crónica completa de aquella pasión fué relatada detalladamente, cuidando Enriqueta de aprovechar cuantas ocasiones se le presentaban de hacer una apología sencilla, pero completa, de su adorador.

La joven no podía menos de asombrarse de aquella confianza extremada que la dominaba, impulsándola a hacer partícipe a su padre de todos sus secretos. Una hora antes hubiese creído el mayor de los absurdos el pensar solamente que ella llegaría alguna vez a relatar voluntariamente sus amores al conde de Baselga.

Cuando éste supo quién era Esteban Alvarez su rostro obscurecióse un poco; pero la mala impresión fué fugaz, y reapareció aquella expresión benévola que tenía por objeta animar a Enriqueta en su confesión amorosa.

Así que ésta terminó, el padre quedóse pensativo, intentando después sondear más hondamente el alma de Enriqueta.

—¿Y amas tú verdaderamente a ese joven capitán?

—Sí papá—contestó la joven ruborizándose—. Conozco que le amo. Y... ¡la verdad, es que él lo merece! ¡Si usted supiera cuán bueno es!

Y Enriqueta, al decir esto, miraba fijamente a su padre para adivinar el efecto que le producían sus palabras; pero el conde permanecía impasible.

—No me cabe duda alguna—continuó la joven—de que él me ama honradamente. Es hombre incapaz de mentir y muchas veces me ha dicho con lágrimas en los ojos que quisiera que yo fuese pobre y de humilde origen para que nadie pudiera atribuir su pasión a un mezquino y egoísta interés.

Baselga, al oir esto, salió al fin, de su mutismo.

—Piensa muy bien ese joven al hablar así, y demuestra que es un hombre honrado. Efectivamente; para un hombre tan pobre como él es, pues sólo tiene su espada, es peligroso amar a una joven noble y rica como la hija del conde de Baselga. Siendo él tu esposo, todo el mundo tendría derecho a creer que te amaba por tus millones, y eso resultaría deshonroso para él y para tí. Por eso me opongo a esos amores y te ruego, como padre cariñoso, que olvides al capitán.

Enriqueta experimentó una profunda conmoción. ¡Adiós sus ilusiones! Su padre también se oponía a aquellos amores, y aunque no usaba las formas rudas y brutales de la baronesa, no por eso su resolución era menos firme.

—Pero eso no está bien—arguyó con tono quejumbroso—. Esteban y yo nos amamos, ¿y por lo que pueda decir la gente nos separan?

—Hija mía, vivimos en la esfera más alta de la sociedad y ésta impone pesados deberes que todos hemos de cumplir. Tú, por el apellido que llevas, mereces un marido mejor.

—¡Pero si Alvarez es un hombre honrado, un perfecto caballero!

—Así lo creo. Leyendo sus cartas hace un instante y oyendo tus revelaciones me he convencido de que es un buen chico, y además el empleo que hoy tiene y sus cruces le acreditan como militar valiente. No me es antipático y le perdono las ridiculeces de aquella tarde que tanto me molestaron y que me impulsaban a darle de palos. Pero... ¡fíjate bien en esto!, no es más que un militar obscuro, un capitán pobre y tal vez sin protección, que a fuerza de años y de salvar grandes obstáculos, puede ser que a la vejez llegue a coronel. ¿Te parece bien que una joven a quien la alta sociedad de Madrid considera de las más distinguidas y ricas se case con un hombre de tan humilde condición? No, hija mía. Aún hay clases, por más que se empeña en negarlo el espíritu revolucionario de estos tiempos. Tú debes casarte con un hombre de tu alcurnia, que tenga una posición brillante que unir a la tuya. Ahora eres aún muy joven y no debes separarte tan pronto de tu padre, so pena de pasar por mala hija. Cuando llegue el momento propicio, ya encontrarás un hombre digno de ti. De sobra los hay en nuestra clase que puedan hacer tu felicidad. ¡Vaya, muchacha! Yo te buscaré un novio que te convenga, y te advierto que para estas comisiones no tengo mal gusto.

Baselga, viendo que su negativa iba a hacer llorar a Enriqueta, reía y bromeaba, procurando quitar toda importancia al asunto y dando a su conversación un carácter trivial y ligero.

El conde se valió de todos los recursos para que la negativa no resultase a la joven muy dolorosa. Trazó un sonriente y hermoso cuadro de la vida que en adelante llevarían padre e hija, y todas sus aficiones de la juventud volvieron a renacer al eco de sus palabras.

—Yo, aquí donde me ves—decía Baselga riendo como un niño—, he sido un calavera en mis tiempos. La muerte de tu pobre madre me convirtió en hurón, pero en adelante te aseguro que en tu obsequio volveré a ser lo que fuí. Se acabaron mis tétricas meditaciones y las largas encerronas en este despacho. Desde hoy, ¡al mundo!, ¡a divertirse! No perderás ni una sola fiesta; se acabará para siempre esa educación monjil que quería darte Fernanda; serás la reina de la moda, brillarás en todas las “soirées”, y cuando no tengas con quien bailar, bailarás conmigo. ¡Qué diablo! Yo, aunque viejo, no estoy del todo mal y puede ser que llame la atención como en otro tiempo en los salones de Palacio. Vas a tener en mí un caballero sirviente, que muchas jóvenes te envidiarán. Entonces te curarás de esa pasioncilla romántica y agradecerás a tu padre el haberte lanzado al mundo en el que todas las jóvenes ambicionan figurar.

Baselga estaba transfigurado. La idea de hacer nuevamente el galán y el hombre de mundo en los salones acompañando a su hija, le rejuvenecía, sintiendo además un secreto placer con la esperanza de que por este medio Enriqueta olvidaría sus actuales amores.

Tan contento estaba, que acompañaba sus palabras con alegres carcajadas y gestos maliciosos, interrumpiéndose muchas veces para estrechar fuertemente a la joven contra sus brazos, como si quisiera ahuyentar de este modo la tristeza que de ella se apoderaba.

Enriqueta acogía con indiferencia aquellas promesas de vida alegre y brillante que quitaban a su pasión toda esperanza.

Atrevióse a protestar varias veces, manifestando que nunca podría olvidar a Esteban Alvarez; pero aquel viejo, que tan dominado estaba por una pasión póstuma y sin esperanza, mostrábase escéptico con los amores de la juventud y no creía en su firmeza indestructible.

—¡Oh! Eso se dice siempre—exclamaba Baselga riendo—. La juventud es en todas las épocas lo mismo. ¡Cuántas veces, cuando yo era mozuelo, juré eterno amor, y a los cuatro días me olvidé del juramento! ¡Cuántas de esas viejas damas que tú conoces en las reuniones me prometieron en la primavera de su vida no olvidarme nunca, y, sin embargo, poco después se casaron con otros! Esas protestas de amor son muy bonitas, pero mira, yo estoy seguro de que sólo se cumplen en novelas. El corazón a los veinte años es olvidadizo; necesita muchas emociones, y éstas sólo se encuentran cambiando mucho. Lánzate al gran mundo, obedéceme divirtiéndote todo lo que puede una joven aristocrática y bien educada, y yo te aseguro que antes de medio año te has de olvidar de tu capitán.

El conde siguió hablando en este tono, y tan ocupado estaba en pintar a su hija un risueño porvenir, que se olvidaba de su célebre conquista de Gibraltar y de la posibilidad de dejar abandonada a Enriqueta para ir a cumplir sus aspiraciones patrióticas.

La joven conocía ya completamente el deseo de su padre. Nada de ser monja ni de hacer caso de las pérfidas sugestiones de la baronesa, pero menos aún de continuar las relaciones amorosas con un hombre de tan humilde posición como Alvarez. El conde ya le buscaría para marido un general, un embajador o un grande de España, que aumentase el lustre y prestigio de la casa de Baselga. Esta no había de ir abajo como otras casas nobiliarias; antes perecer que consentir la decadencia, pues él, don Fernando Baselga, se había empeñado en que su nombre llegara a ser el primero entre toda la aristocracia española.

Enriqueta estaba en peor situación que en su escandalosa conferencia con la baronesa. Al menos en ésta, al oír cómo insultaban a su novio, había sabido defenderle y sostener su pasión; pero ahora, en presencia de su padre, carecía de tal recurso, pues el conde le hablaba con bondad y le pedía que olvidase sus amores haciendo valer sus canas y su cariño de padre.

Notaba la joven en ella misma una impresión reciente y extraña, y era que el cariño que ahora sentía por su padre, inmenso y ardiente, ejercía sobre su ánimo tal seducción, que hacía vacilar un tanto su inflexibilidad en defender su amor.

El golpe que ella esperaba por parte de su padre no tardó en llegar.

—Es preciso, hija mía—dijo el conde, acompañando sus palabras de bondadosas caricias—, que terminen cuanto antes estas relaciones que me disgustan. Nadie como tu padre querrá tu felicidad en este mundo y es preciso que me obedezcas, pues de este modo tú serás dichosa y yo me consideraré como el más afortunado de los hombres. ¿Tendrás valor para negar lo que te pide tu padre? Piensa, hija mía, que he sido muy desgraciado y que el colmo de mi infelicidad sería que mis hijos se rebelasen contra mí.

Enriqueta estaba conmovida por el acento triste y resignado con que su padre le hablaba.

—¿Y qué quiere usted de mí, papá?

—Que escribas inmediatamente a ese joven diciendo que no le amas y que todo ha terminado entre los dos.

Era una proposición igual a la de la baronesa, pero a pesar de ello no tuvo la fuerza que en aquella ocasión para negarse.

La impresionaba la presencia de aquel padre cuya alma grande y amorosa acababa de conocer, y temía rebelarse, por el inmenso dolor que esto pudiera producirle. Bastante había sufrido en este mundo para que ella fuese ahora a aumentar sus penas.

—Pero, papá—se limitó a decir, con ligera entonación de protesta—. ¡Si yo le amo!... Eso sería mentir.

—Bueno. No mientas y omite el decirle en tu carta que no le amas. Dile sencillamente que todo ha concluído y que no piense más en ti. Este es el sacrificio que te pide tu anciano padre. ¿Te negarás a ello? ¿No serás, como yo creo, una joven sencilla y buena que no quiere acibarar la vida que le queda al que le dió el ser?

Enriqueta, conmovida, levantóse de las rodillas de su padre donde estaba, y se sentó en el sillón que había junto a la mesa.

Tenía los labios fruncidos y en su rostro adivinábase el supremo y doloroso esfuerzo que le costaba la resolución que acababa de tomar.

—Dicte usted—fué lo único que dijo, con expresión enérgica y como si pisotease su rebelde corazón.

Aquello conmovió al conde y tuvo que hacer esfuerzos para no llorar.

Después de buscar en los cajones de la mesa papel de cartas, Baselga dictó y la joven fué escribiendo sin oponer ninguna protesta ni hacer gesto alguno de desagrado.

"Sr. D. Esteban Alvarez:

Todo ha concluído entre nosotros. Comprendo que nuestras relaciones amorosas nunca podrían llegar a ser formales no mereciendo la aprobación de mi familia, y por esto me apresuro a romperlas. Juzgue usted mi conducta como quiera, pero le ruego que no me exija explicaciones. Mi resolución es en interés de la felicidad de ambos. Usted podrá ser feliz lejos de mí y yo, después de este rompimiento, seré dichosa cumpliendo los deseos de mi familia.

Enriqueta."

—Así está bien—dijo el conde cuando su hija terminó de escribir—. Cierra la carta y dámela. Yo la entregaré a Tomasa, que se ha atrevido a ser la medianera de vuestros amores, y ella se la dará a ese joven. Junto con ésta le entregará sus cartas amorosas que están sobre la mesa.

Enriqueta hizo un gesto que manifestaba sus deseos de protestar.

Había admitido el rompimiento resignada, pero le parecía una crueldad sin límites desprenderse de aquellas cartas, eterno poema de amor, cuya lectura podía consolarla y devolverla momentáneamente su perdida felicidad.

—No te opongas, hija mía—añadió el conde—. Es por tu bien por lo que quiero yo alejar de ti esos testimonios de tu pasión que estarán recordándotela a todas horas.

Enriqueta nada dijo. El conde recogió la carta escrita por su hija y aquella correspondencia amorosa.

—Esta misma tarde—dijo—se encargará Tomasa de llevar estos papeles a su destino y mañana tu confidenta amorosa tomará el retiro. Voy a asegurarla un porvenir enviándola de administradora a mis fincas de Castilla. Así no seré desagradecido y evitaré al mismo tiempo que viva junto a nosotros esa buena Tomasa, cuyos únicos defectos son reñir a todas horas con Fernanda e interesarse demasiado en tus asuntos amorosos.

Enriqueta estaba ya en pie junto a la puerta y como, ansiosa por salir cuanto antes.

Porque la verdad era que estaba violenta.

Aquella atmósfera, por decirlo así, la ahogaba.

Comprendía que había obrado mal no oponiéndose resueltamente a lo que su padre la propuso.

Reprochábase su debilidad.

Remordíale la conciencia porque tenía la íntima convicción del profundo dolor que había de experimentar su amante al recibir aquella carta, que únicamente en un momento de inconcebible ceguedad pudo escribir.

El conde la contemplaba fijamente.

Y tal vez llegó a leer lo que en su corazón pasaba, porque le dijo al par que la estrechaba cariñosamente entre sus brazos:

—Hija mía, para tranquilidad de tu conciencia, basta solamente que reflexiones que has seguido los consejos de tu padre, y un padre sólo apetece el bien de sus hijos.

XIX

La fuerza y la astucia.

Estaba el capitán Alvarez muy lejos de figurarse que Enriqueta le abandonase, así es que, cuando recibió su carta, experimentó una sorpresa sin límites.

Tomasa, que había recibido de su señor la orden para marchar a sus posesiones de Castilla, entregó al amo de su sobrino la consabida carta y toda la correspondencia amorosa en que el capitán había depositado sus sentimientos.

Alvarez sintió mucho aquella herida mortal, y buscó con ahinco al que se la producía.

Conocía que aquella carta no podía ser obra de Enriqueta, y quería saber de quién procedía para descargar en él su furor.

Pronto encontró lo que buscaba, pues desde mucho antes conocía la gran influencia que el padre Claudio ejercía en casa de Baselga.

La mano jesuítica era la verdadera autora de aquella resolución fatal que él nunca esperaba de Enriqueta.

La creencia de que el padre Claudio había mediado en sus amores para estorbarlos poníale loco de furor, y paseándose febrilmente por su cuarto, miraba de vez en cuando su sable colgado de la pared, terror de los moros en la pasada guerra, y que ahora pensaba esgrimir contra la negra y maligna chusma.

Aquella maldita carta puso enfermo al capitán. El, que por su gran apetito era motivo de justa alarma para la patrona, mostróse inapetente hasta el punto de excitar la compasión de la interesada pupilera.

Perico, el asistente, no estaba menos preocupado por aquella situación extraña de su señor, cuyo secreto conocía por su tía, mujer incapaz de guardar ocultas las noticias por mucho tiempo.

El buen muchacho, que se mostraba triste por estarlo su señorito, con su solicitud habitual, buscó un medio para impedir que el capitán pasase el tiempo encerrado en su cuarto y huyendo de la conversación de sus compañeros cuando asistía a los actos de servicio, y un día arregló, no se sabe cómo, que el alférez Lindoro fuese a visitar al amigo Alvarez.

Aquel vizcondesillo insustancial, por pertenecer a la misma clase que Enriqueta y ser amigo de su familia, gozaba de gran prestigio con Alvarez y lograba que éste pasase el rato muy entretenido con su conversación.

El capitán estaba en estado tal de ánimo, que le era indispensable confiar sus penas a alguien, y relató al vizconde cuanto le había sucedido, enseñándole la carta.

El aristocrático alférez fué de la misma opinión que su amigo.

Aquello era obra de los jesuítas, y si el mismo padre Claudio no había dictado la carta, por lo menos se había mezclado en el asunto. Esto lo aseguraba él, que como visitante de la casa conocía la influencia que sobre toda la familia Baselga ejercía el jesuíta.

—Mira, chico, créeme—continuó el vizconde—. Mientras no pongas de tu parte a ese cura, no conseguirás nada absolutamente en tus amores. Si él te protegiera, a estas horas estarías ya casado con Enriqueta. Conozco muy bien el poder que tiene ese pájaro. Es capaz con su sonrisa y sus palabras melosas de trastornar el juicio de todas las muchachas, y a la más enamorada hacerla que olvide a su novio.

—¿De modo que tienes seguridad de que el autor de mi desdicha es el padre Claudio?

—Completa, mi querido “Séneca”. Si no es él, ¿quién puede ser? De Quirós, gran amigo de la casa, no puedo sospechar. Es un buen muchacho que sólo piensa en hacerse célebre y únicamente se ocupa en amores fáciles. Del conde tampoco puede ser. Aunque él es quien ha dado a la tía de su asistente la tal carta, no debe de haber sabido nada de tus amores hasta el momento del rompimiento. Aquí los que han descubierto todo y han destrozado tus relaciones, son, indudablemente, el famoso jesuíta y doña Fernanda, que están empeñados, como tú sabes, en meter monja a Enriqueta, sin duda para apoderarse de sus millones.

Alvarez, después de reflexionar mucho y de fruncir las cejas, preguntó a su amigo:

—¿Y dónde podría yo encontrar a ese padre Claudio?

—Mira, querido Esteban—se apresuró a decir el vizconde, comprendiendo la intención de la pregunta—. Te conozco bien y, por lo mismo, te advierto que no hagas ninguna tontería. El padre Claudio está hoy muy alto y no es un cualquiera a quien se le dan cuatro palos así que nos estorba.

—Sólo quiero hablar con él. No estoy loco y sé que un hombre como yo no se rinde con un enemigo de tal clase que dispone de la astucia como única fuerza. Dime dónde podré verle.

—Difícil resulta encontrarlo, pues es tal vez el hombre más atareado de Madrid. Sin embargo, hay una hora en que es fácil verlo. Casi todas las mañanas va a las diez a Palacio para visitar a la reina, y si el día es bueno, es fácil verle a pie, pues según él dice, es el único instante en que puede hacer ejercicio.

—Mañana iré.

Y efectivamente, a la mañana siguiente eran todavía las nueve y media, y ya estaba Alvarez paseando por la plaza de Oriente, frente a Palacio, aguardando la llegada del jesuíta.

La mañana era magnífica.

Brillaba en el cielo un sol esplendoroso que daba a los muros sombríos de Palacio un tinte rosado y alegre, embelleciendo al mismo tiempo el vasto círculo de estatuas de reyes que como un cinturón de piedra estrechaba el jardín.

Una nube de gorriones revoloteaba con infernal algarabía en torno de la ecuestre estatua del centro, y por los andenes correteaban los niños y niñeras de la vecindad, estorbando a media docena de retirados o viejos, sin ocupaciones, que estaban abstraídos en la lectura de los periódicos.

Pequeños cochecitos tirados por cabras hacían de vez en cuando un viaje de circunvalación en torno del jardín, siendo saludadas con sonriente algazara las cabecitas infantiles que asomaban entre las cortinillas del vehículo por los compañeros que, apoyados en el aro u oprimiendo entre sus manos la pelota multicolor, miraban con envidia a aquellos excursionistas en pequeño.

Alvarez, al entrar en la plaza, fué a mirar el reloj de Palacio. Comprendió que aún tendría que esperar por mucho tiempo, y no queriendo llamar la atención, recorrió con paso lento el espacio existente entre el arco de la Armería y las caballerizas.

Paróse a hablar un buen rato con un oficial de la guardia a quien conocía, y cuando el reloj dió las diez, volvió al jardincillo del centro de la plaza, plantándose frente al teatro Real.

Por allí le habían dicho que llegaba todos los días el padre Claudio, y él quería abordarlo lejos de Palacio, como si temiese que alguien pudiera fijarse en aquella extraña conferencia que preparaba.

Entraron en la plaza por el punto indicado dos o tres curas, e igual número de veces se sobresaltó Alvarez, disponiéndose a abordar al que esperaba; pero cuando estuvieron cerca, reconoció que ninguno de ellos era el terrible jesuíta.

Aún esperó más de media hora; pero, al fin, por la calle del Arenal vió entrar en la plaza al padre Claudio. El capitán sólo lo había visto una vez y, a pesar de esto, lo reconoció inmediatamente, pues también a él, como al conde de Baselga en otros tiempos, le había impresionado el continente de aquel jesuíta, que con su afectada modestia y humildad, no podía ocultar su aspecto de hombre enérgico acostumbrado a ser obedecido ciegamente.

Por una extraña casualidad, la mirada del jesuíta fijóse desde muy lejos en aquel militar que estaba inmóvil y erguido en la entrada del jardincillo. Parecía que adivinaba que aquel hombre estaba allí esperándole impaciente.

El padre Claudio, como si se sintiera atraído o supiera con anterioridad lo que iba a suceder, avanzó en línea recta hacia donde estaba el capitán, aunque bajando su cabeza con extremada expresión de humildad y sencillez y mirando de reojo.

Alvarez, cuando lo tuvo casi al lado, llevóse cortésmente una mano a su ros y dijo con fría urbanidad:

—Dispense usted la pregunta. ¿Es usted el padre Claudio, de la Compañía de Jesús?

El jesuíta mostróse algo sorprendido. Por una extraña atracción habíase fijado en el militar, mozo de bizarra figura y marcial aspecto, pero no esperaba que éste le conociese ni le dirigiera la palabra.

Sorprendido, dejó caer el embozo de su manteo de seda e hizo con la cabeza un signo afirmativo.

—Pues, en tal caso—continuó el capitán—, deseo hablar con usted.

—¿Es caso de conciencia o asunto particular?—preguntó el jesuíta con la expresión resignada de un hombre que se ve forzado a ejercer su profesión extemporáneamente.

—Tengo que hablar de un asunto particular, que es para mi de gran importancia.

El padre Claudio, por toda contestación, se dirigió a un banco de piedra y tomó asiento. El capitán Alvarez le imitó, y los dos hombres permanecieron silenciosos por algunos instantes.

—Usted dirá—dijo, por fin, el jesuíta abarcando toda la figura del militar con el rápido relampagueo de su mirada.

—Yo soy el capitán Esteban Alvarez. ¿No me conoce usted?

El padre Claudio hizo un gesto negativo.

—Extraño que mi nombre le resulte desconocido; pero yo le daré detalles que refresquen su memoria. Soy el novio de la hija del conde de Baselga, o sea de la hermana de la baronesa de Carrillo. ¿Me conoce usted ahora?

Desde las primeras palabras se había ya imaginado el jesuíta que aquel militar era el adorador de Enriqueta, el ser que removía toda la bilis de doña Fernanda, y de quien ésta hablaba siempre en los peores términos; pero al saber que efectivamente era quien él se imaginaba, no pudo reprimir un instintivo movimiento de curiosidad, y se fijó "en la casta de aquel pájaro", como él se decía interiormente.

El jesuíta reflexionó antes de contestar, y, por fin, con aquella sencillez que tan notable le hacía, contestó:

—Efectivamente, señor...; ¿cómo ha dicho usted que se llamaba?

—Esteban Alvarez—contestó algo amoscado el capitán.

—¡Ah!; sí, eso es. Pues como decía, señor Alvarez, el nombre de usted no me es desconocido; pero mentiría si dijera que antes de este momento lo había oído más de una sola vez.

—Según eso, ¿no me conoce usted? ¿No sabe quién soy yo?

—No digo tanto, señor capitán. Sé que usted era novio de la señorita Enriqueta Baselga; pero esto lo sé desde ayer, en que su familia tuvo a bien hacerme algunas consultas sobre tal asunto. Ya puede usted considerar que a un amigo antiguo de la casa como yo lo soy se le dispensan siempre algunas confianzas.

—Pues precisamente sobre el mismo asunto quiero hablarle yo, haciéndole algunas advertencias saludables.

El padre Claudio hizo un gesto de extrañeza ante el tonillo amenazador con que Alvarez dijo estas palabras, y contestó fríamente:

—Hable usted. Estoy dispuesto a escucharle.

Alvarez fué breve y expuso con gran claridad lo que pensaba. Enriqueta le amaba; estaba muy seguro de ello, porque la joven se lo había jurado mil veces por la memoria de su madre y era incapaz de mentir; y a pesar de esto, él había recibido una carta escrita en estilo seco y desesperante, en la que se daban por muertos los antiguos amores. ¿Era posible esto? ¿Resultaba racional? No, ¡vive Cristo!, y por esto él estaba convencido de que en el negocio andaba una mano oculta y que alguien se había encargado de dictar aquella carta que causaba su desesperación.

Alvarez no usaba anfibologías para decir quién podía ser aquel “alguien” tan fatal para su amor. Era franco hasta la rudeza, y manifestaba al padre Claudio sus vehementes sospechas de que hubiese sido él el autor de aquella trama miserable que amargaba su felicidad, y en tal caso...

Ya se encargaba el gesto sombrío de Alvarez de explicar lo que él era capaz de hacer con los que de un modo tan miserable se oponían a sus amores y pretendían robarle a Enriqueta.

El padre Claudio recibió sin pestañear aquella rociada de acusaciones y de amenazas.

Estaba acostumbrado a la explosión de las justas iras que provocaban muchas veces las intrigas jesuíticas, así es, que no se conmovió con tales acusaciones, antes al contrario, comenzó a sonreírse con la superioridad benigna del que se ve injustamente atacado y no se ofende por ello.

—¿Es eso cuanto tenía usted que decirme?—preguntó a Alvarez cuando éste finalizó sus acusaciones.

—Sí, señor; eso es cuanto quería decirle, y por su bien le repito que si es usted quien ha obligado a Enriqueta a escribir esa carta, deshaga todo el mal que ha producido, pues de lo contrario podría usted tener más de un disgusto.

El padre Claudio seguía sonriendo, y después de reflexionar algunos minutos, dijo siempre con tono amable:

—Usted debe de tenernos a los jesuítas en muy mal concepto.

—No es muy bueno el que tengo formado de su Orden. ¿Pero a qué viene esa pregunta?

—La hago porque comprendo que únicamente uno que odie mucho a nuestra santa Compañía puede atribuirnos intervenciones oficiosas como esa que usted me achaca. No pretendo sincerarme ni tengo necesidad de ello, pues usted no tiene sobre mí derecho alguno; pero tampoco quiero que esté usted en un error tan lastimoso como ahora. Vamos a ver, ¿qué interés he de tener yo en mezclarme en los asuntos íntimos de la familia de Baselga y con qué fin he de obligar a una joven a escribir esa carta de que usted habla? El porvenir de Enriqueta no me es indiferente, pero tampoco soy su padre para inquietarme tanto por su suerte.

Entonces fué Alvarez quien sonrió con cierta expresión siniestra, y dijo maliciosamente:

—Los individuos de la Compañía de Jesús siempre tienen “interés” por las familias que visitan.

—¿Qué quiere usted decir? Vamos—repuso fríamente el padre Claudio.

—Quiero decir que Enriqueta tiene muchos millones, es inmensamente rica y esto, en ciertas ocasiones, es una desgracia. Tal vez por esto se quiere impedir que ella ame, y su hermana la baronesa la inclina a entrar en un convento, como mil veces me lo ha dicho la misma Enriqueta.

El padre Claudio miró fijamente con aire de lástima al gallardo militar, y después, dijo por toda contestación:

—Indudablemente usted es de los que han leído "El judío errante", del impío Sué.

—Sí, señor; ¿pero a qué viene esa pregunta?

—Y del mismo modo habrá leído otros libros en que se calumnia del modo más infame a nuestra santa Compañía.

—He leído algo de lo mucho que contra ustedes se ha escrito, pero no comprendo el motivo de tales preguntas.

—Las hago, hijo mío, porque me causa compasión el ver que un militar distinguido e ilustrado, como usted parece serlo, cree en las mil paparruchas que viles escritores vendidos a los judíos y los protestantes, han propalado contra la sublime obra de nuestro santo padre San Ignacio.

Y el padre Claudio, al nombrar a su santo patrono, llevóse reverentemente una mano al ala de su sombrero de teja.

Alvarez, en vista del giro que el jesuíta daba a la conversación, no sabía qué decir, pero aquel continuó:

—Como si yo supiese leer en los corazones, adivino lo que usted piensa en estos instantes. Usted, que se ha empapado en la impía novela de Eugenio Sué, cree que los jesuítas somos gente que nos introducimos en las familias ricas para apoderarnos de su dinero, y está firmemente convencido de que yo entro en casa del conde de Baselga con el propósito de hacer monja a Enriqueta y robarle sus millones. ¿No piensa usted así?

—Sí, señor; así pienso y mentiría si dijera lo contrario. Toda persona ilustrada que conozca medianamente la historia sabe lo que ustedes han sido y de lo que hoy son capaces. Nada tendría de extraño que usted y los suyos se hubieran introducido en la familia de Baselga con tal propósito, y cualquier otro en mi lugar, viéndose víctima de una miserable intriga, pensaría de igual modo.

—Alabo la franqueza de usted; al menos no se puede dudar de que manifiesta con claridad su pensamiento. Pero, ¡ay, hijo mío! ¡En qué error tan grande está usted! Lástima me causan su ignorancia y la ceguera de su alma. ¿Sabe usted bien lo que es la Compañía de Jesús?

Alvarez estuvo a punto de contestar: "¡Una gavilla de malvados!", pero se contuvo, prefiriendo permanecer silencioso.

—La Compañía de Jesús—continuó el jesuíta en vista del silencio de su interlocutor—es una Institución alejada por completo de los fines terrenales y creada únicamente para la noble empresa de combatir al demonio y a su hijo el pecado, extirpando del mundo las infames herejías. ¡Cuán lejos estamos los hijos de San Ignacio de mezclarnos en las miserias de la vida social! ¡Cuán engañados están los que creen que únicamente buscamos el poder universal en lo que esto tiene de agradable, queriendo con este fin apoderarnos del dinero de todos! Nosotros somos únicamente los humildes soldados de la Fe, los obedientes servidores del Papa, representante de Dios en la tierra; y así como llegamos hasta el martirio cuando se trata de defender los sacrosantos intereses de la religión, permanecemos neutrales e indiferentes en los asuntos sociales, en los cuales nos mezclamos únicamente por casualidad. Nuestra misión es más alta y sublime de lo que cree ese mundo metalizado que en todas las acciones ve siempre un mezquino interés.

El capitán no parecía convencido por estas palabras, pero reconocía que aquel sacerdote era un actor inimitable, que sabía dar a sus declaraciones un hermoso tinte vehemente y dramático.

—¡El dinero!—continuó el padre Claudio—. ¡Creer que el móvil de nuestras acciones es el dinero! ¿Para qué lo queremos? ¿Nuestra Orden no es pobre, porque así se lo mandan los sagrados Estatutos? ¿No hacemos nosotros al entrar en la Compañía un solemne voto de pobreza al que no podemos faltar, so pena de ser perjuros y castigados, por tanto, en la eternidad? ¡Oh! Mienten los que nos pintan como seres rapaces que únicamente pensamos en acaparar tesoros. Nuestro género de vida nos hace estar muy por encima de las mezquinas aficiones humanas y despreciamos el dinero, ese vil metal que a los ojos de las almas grandes no tiene ningún valor.

El padre Claudio hablaba con gran vehemencia y en aquel momento tenían sus palabras una expresión de veracidad. Efectivamente, él, como individuo, despreciaba el dinero; su alma únicamente tenía sed de poder, afán de autoridad, y quería elevarse merced a su talento. El dinero lo despreciaba como medio vil reservado únicamente a los imbéciles para abrirse paso. Pero como individuo de la Orden no apreciaba del mismo modo el asunto, pues consideraba al dinero como poderoso auxiliar. Sabía el aprecio que la Compañía hacía de los millones que entraban en su caja; conocía que una buena operación era el mejor medio de deslumbrar a sus rapaces correligionarios, y buscaba por esto aquel dinero que él despreciaba y que nunca se hubiera tomado el más mínimo trabajo de conquista para su persona.

Alvarez se sentía molestado por las palabras del jesuíta y por aquellos ademanes dramáticos que fingían veracidad asombrosamente, pues estaba firmemente convencido de lo que era la Compañía y de lo que buscaba su principal agente en casa del conde de Baselga.

—Usted, padre Claudio—dijo bruscamente el militar—, dirá lo que quiera, pero esté seguro de que yo por ello no dejaré de creer que la Compañía busca los millones de Enriqueta y para ello me quita a mí de en medio.

El jesuíta hizo un gesto de ira ante este brusco ataque. Sus facciones se colorearon, lució en sus ojos un fugaz relámpago de ira y fué a contestar en tono aún más duro, pero se detuvo, y volviendo a adoptar su actitud dulce y humilde, dijo con mansedumbre:

—Piense usted cuanto quiera de malo, que yo le perdono. Humilde siervo soy del Señor y las injurias van siempre muy bajas para que toquen en mi corazón, puesto a todas horas en Dios. No guardo rencor a los que me atacan, pues me basta con la satisfacción de mi conciencia tranquila. Ya lo he dicho antes y lo vuelvo a repetir. Yo no tengo con la familia Baselga otras relaciones que una amistad puramente espiritual. En otros tiempos confesaba a la baronesa, y ahora me limito a darla algún consejo sobre la dirección de su conciencia, siempre que me lo pide. A Enriqueta la considero como una niña, y apenas si mi amistad con ella pasa de ese cariño que tenemos siempre a las personas que hemos visto nacer. Nunca me he mezclado en el asunto de su vocación religiosa, y si sabía antes de esta conversación que tenía amores con un militar, fué porque ayer me lo dijo doña Fernanda en una conferencia que tuve sobre la creación de una nueva asociación religiosa.

—¿Y no tiene usted arte ni parte en la tal cartita?—preguntó sarcásticamente el militar.

—No, señor. Se lo aseguro a usted con todo mi corazón.

El padre Claudio, tan acostumbrado a mentir, cuando le tocaba afirmar por casualidad una cosa cierta, sabía hacerlo con un acento que no daba lugar a dudas. Por esto Alvarez se convenció de que en la tal carta no tenía participación el jesuíta.

—Lo creo—continuó—; pero si el rompimiento de mis relaciones no es obra de usted, la preparación sí que será debida a sus consejos. Esa idea de hacer monja a Enriqueta, la reconozco; es producto de los consejos jesuíticos. Doña Fernanda la defiende, y por tanto no es aventurado afirmar que es idea del padre Claudio.

—¡Dios mío! Me marea usted con sus sospechas. ¿Y qué empeño he de tener yo en hacer monja a una muchacha que ha tenido novio hace pocos días?

Alvarez sonrió, y dijo con sorna:

—Vamos, padre Claudio, que el meter unos cuantos millones de pesetas en las arcas de la Orden sería un buen golpecito.

El padre Claudio perdió su aplomo. Experimentó la misma impresión de ira que poco antes, pero esta vez no se detuvo, y mirando fijamente al joven, dijo recalcando las palabras:

—¡Ya están los millones otra vez en danza! A juzgar por lo presentes que están en su memoria, cualquiera diría que usted es quien les tiene afición y quiere hacerlos suyos casándose con Enriqueta.

El golpe era maestro; uno de aquellos golpes brutales, pero terribles, que el padre Claudio daba cuando comenzaba a perder su habitual calma. El efecto fué inmediato.

Nada lograba sublevar de un modo tan terrible el carácter caballeresco y susceptible de Alvarez como la creencia de que aquel amor que tanto le dominaba fuese una miserable especulación. Muchas veces en sus horas de reflexión sentíase conmovido al pensar que alguien pudiese confundirlo con uno de esos explotadores del amor que aprecian a las mujeres por sus fortunas. Ver a Enriqueta pobre y abandonada para entonces amarla más aún era la ilusión que muchas veces acariciaba como la suprema felicidad, y se sentía capaz de aplastar con toda la indignación de un hombre honrado al miserable que osara dudar del desinterés de su pasión.

Con movimiento nervioso levantóse del banco y clavó una mirada amenazadora en el padre Claudio, apretando los puños convulsivamente y próximo a dejarlos caer sobre el rostro del jesuíta. Este le miraba impasible. Estaba acostumbrado a arrostrar las consecuencias de sus ataques y además se encontraba muy alto y era muy poderoso para asustarse ante la cólera de un pobre militar. Por esto miraba a Alvarez con la impasibilidad con que contempla el ídolo gigantesco las amenazas del esclavo que rebulle furioso a sus pies.

Alvarez apreció la diferencia de posición que existía entre ambos, y sea que temiese las consecuencias o que no quisiera abusar de su fuerza con un hombre que forzosamente había de ser de costumbres pacíficas, volvió a sentarse en el banco.

La escena había sido tan rápida que no se apercibió de ella ninguno de los que estaban en los bancos cercanos.

—Dispense usted mi arranque—dijo fríamente el militar al sentarse—Creía que estaba hablando con un hombre como yo y me olvidaba que usted lleva faldas.

Tampoco fué mal dirigido el golpe que Alvarez asestó al jesuíta con tal grosería. Aquel Borgia de la Compañía, que no temía a nadie y se sentía con valor para exterminar a todo el género humano, recibió un tremendo latigazo con tan despreciativas palabras. Todos los insultos consentía él antes de que nadie le creyese débil y le recordase su estado. El, que aspiraba a la conquista del mundo y que tenía ánimos para acometer las empresas más imposibles, se avergonzaba justamente ante aquella compasión. Hubiera preferido que Alvarez le diese de bofetadas y lo patease en medio del jardin, antes de tratarle con aquella compasión de superioridad omnipotente, propia para las mujeres y los niños.

Al recibir tal insulto, en los primeros momentos, sintió tentaciones de contestar con una bofetada, pero se contuvo y todo su furor, todo su odio lo desahogó con una de aquellas miradas que en su despacho hacían temblar a todos sus subordinados.

Transcurrió algún tiempo sin que hablase ninguno de los dos hombres.

Alvarez, con la vista fija en unos niños que jugaban a pocos pasos, canturreaba batiendo el suelo con un pie, mientras el padre Claudio le contemplaba con mirada estúpida. A pesar de esto, notábase en él que estaba reflexionando.

—Oiga usted, hijo mío—dijo por fin—. Hemos sido unos locos insultándonos de este modo. Yo no acostumbro a trabar amistad con las personas de un modo tan extraño y sentiría separarme de usted en este momento quedándonos ambos con tan malos recuerdos. Usted me ha sido simpático, no quiero que sea mi enemigo; y además, le perdono los insultos que me acaba de dirigir. ¡Oh, la juventud! Yo sé bien lo que son esas cosas, pues también he sido joven y he tenido mi sangre ardiente y mis arranques de intemperancia, como cualquier otro. Pensando en esto me siento dominado por la melancolía.

Y el padre Claudio decía esto con un acento de verdad que sorprendía al capitán. Al mirar a aquel hombre que hablaba con tanta dulzura y benignidad, dudaba Alvarez que fuese cierta la escena violenta ocurrida momentos antes.

—Yo quiero que seamos amigos—continuó el padre Claudio—. Quiero que usted no tenga ninguna queja de mí. Mire usted, sería la primera vez que se habría acercado una persona a mí marchándose descontenta de mi carácter. Esto le demostrará a usted quién es este malvado, este “jesuíta”, como dicen ustedes, los impíos, con maligna entonación.

Y el poderoso clérigo reía bondadosamente al decir esto, como hombre cuya benignidad está por encima de todas las pasiones mundanales.

—Yo—continuó—tengo empeño en ser su amigo, porque presiento en usted un gran corazón, cuyo único defecto consiste en estar emponzoñado por lecturas impías propias de estos tiempos en que ruge amenazador el espíritu revolucionario. Si somos amigos, como yo espero, ya me conocerá usted más a fondo y sabrá lo que somos nosotros los jesuítas, esos monstruos horripilantes de maldad e hipocresía que con tan negros colores pintan los novelistas enemigos de la Iglesia.

Y el jesuíta seguía riendo bondadosamente, como si en la inmensidad de su risueña misericordia incluyera también a los escritores enemigos de la Compañía de Jesús.

—Conque vamos a ver—dijo interrumpiéndose en su bondadosa jocosidad—: ¿qué favor puedo yo hacer a usted? ¿De qué modo debo obrar para que usted sea mi amigo y no me odie? Tengo interés en hacerme simpático a usted, y no crea que esto es desinteresadamente. Tengo la ambición de conquistarlo a usted, arrancándole de las garras del diablo; no quiero que un joven digno de la mejor suerte siga encenagado en la impiedad y tenga sobre nuestra Compañía un concepto tan erróneo e injusto.

El capitán Alvarez sentía extrañeza ante aquella rápida mutación que había experimentado el carácter del jesuíta; pero la promesa de hacer por él cuanto pudiera le deslumbró hasta el punto de que miró ya con más simpatía al padre Claudio. Alvarez recordó lo que mil veces le había dicho su compañero el vizconde, y tenía la seguridad de que si el jesuíta le ayudaba podría llegar a ser el esposo de Enriqueta. Los jesuítas eran mala gente, y de ello estaba él bien convencido, mas no por esto desconfiaba del padre Claudio. Este podía sentir por él una repentina simpatía; tal vez le hubiese impresionado favorablemente su carácter vivo y arrebatado, y además... nada perdía solicitando su protección.

Estaba el capitán Alvarez en uno de esos instantes en que el hombre se siente predispuesto a la esperanza y en que, acariciando una risueña ilusión, cierra los ojos a la realidad. No se le ocurrió, pues, desconfiar, y contestó a las promesas del jesuíta:

—Lo que yo deseo de usted, ya que muestra interés en protegerme, es que no ponga obstáculos a mis amores. Yo sé el inmenso poder que usted tiene, conozco la gran influencia que ejerce sobre la familia de Enriqueta y estoy convencido de que como usted quisiera, sería yo muy pronto el marido de la mujer que amo. Esto nada le costaría a usted, y yo sería feliz.

El padre Claudio seguía riendo bondadosamente:

—¡Ah, juventud, pícara juventud! Siempre lo mismo: el amor sobreponiéndose a todos los sentimientos. Haré cuanto pueda hijo mío; pero lo que usted pide es tan grande, que no sé si llegaré a realizar sus deseos.

—¡Oh, usted puede mucho!

—No tanto como usted se figura. Si en mí consistiera que Enriqueta y usted se casasen, podía ya darlo por hecho; pero, amigo mío, está ahí el padre, el conde de Baselga, viejo como yo, y, por tanto, testarudo y loco. Es muy difícil, por no decir imposible, que un hombre como él, apegado a las rancias tradiciones, consienta en dar su hija a uno que no es noble.

—Usted tiene sobre él gran ascendiente.

—Sí, hijo mío, excepto cuando nos tiramos los trastos a la cabeza; pero, en fin, el asunto no se perderá por mi culpa, pues haré cuanto pueda.

—Si usted cree que la familia de Enriqueta no ha de hacer caso de sus consejos, al menos logre usted, por su parte, deshacer el efecto de esa carta que a mi novia la obligaron a escribir, y haga lo posible porque se reanuden nuestras relaciones. Comprendo que soy muy exigente y que usted juzgará tal vez degradante esta proposición; pero si usted fuera tan bondadoso que aceptase, le debería mi felicidad.

—Vaya, pues—dijo el jesuíta, siempre en tono jocoso—. Haré ese favor, aunque el papel que usted me encarga desempeñe no sea muy honroso. Se ha de transigir algo con la juventud, siempre exigente cuando está enamorada. Aconsejaré a Enriqueta que no se deje imponer por nadie y que cumpla lo que le dicte su voluntad. Si tiene verdadera vocación, será monja; y si aquélla es una ficción de su hermana doña Fernanda, entonces tenga usted la seguridad de que ella misma desmentirá esa carta y reanudará el interrumpido galanteo. ¿Está usted contento?

Alvarez, por toda contestación, tendió una mano al jesuíta, que éste estrechó con efusión; pero al mismo tiempo su sonrisa tomó una expresión sarcástica, de la que no pudo apercibirse el militar.

Retuvo el padre Claudio la mano del capitán, apretándola cariñosamente como para infundirle confianza, y pasado algún rato, le preguntó con tierna solicitud, mirando fijamente sus ojos, como si pretendiese sondear sus pensamientos:

—¿Y cómo está usted en su carrera? ¿Tiene usted esperanzas de ascender? Me parece usted un militar de mérito.

—Yo—contestó con sencillez Alvarez—soy uno de esos predestinados a encontrar siempre de espaldas a la fortuna.

—Sin embargo, para su edad no puede usted quejarse. Es capitán y tiene la cruz de los valientes...

—Algo me costó ganarme todo esto, y haciendo lo que yo, otros serían coroneles. Además, soy de los que únicamente se abren paso en tiempo de guerra a costa de grandes servicios; pero en la paz es imposible que logre ser favorecido, ni menos que se me haga justicia.

—¿No tiene usted protectores?

—No; ni los busco. Soy demasiado altivo para mendigar lo que, en mi concepto, sólo puede alcanzarse honradamente con la punta de la espada.

—¿No conoce usted ningún poderoso? ¿No es amigo de ningún general?

—Uno solo conozco, pero éste es imposible que me favorezca, pues su recomendación causaría mal efecto en el Ministerio.

—¿Quién es? ¿Puedo saberlo?

—El general Prim.

—¡Ah!...

El jesuíta lanzó esta exclamación de un modo que alarmó a Alvarez. A éste le pareció que los ojos del padre Claudio se animaban con una siniestra expresión, como si una alegría infernal le conmoviera interiormente.

El astuto clérigo, adivinando el mal efecto que aquella demostración había causado en el militar, se apresuró a corregir su imprudencia:

—No me extraña ahora—dijo con tono festivo—que usted haya perdido la esperanza de hacer carrera. Efectivamente, mala recomendación es la amistad de Prim; pero usted podrá deshacer este obstáculo rompiendo toda clase de relaciones con el general y buscando mejores amistades.

Alvarez se irguió con altivez y dijo con cierta solemnidad:

—Yo sólo abandono a mis amigos cuando me ofenden y no por un vil interés. Admiro al marqués de los Castillejos como uno de los mayores héroes que ha tenido España, y lo mismo en la adversidad que en la fortuna, estaré siempre a su lado.

Aquello parecía gustarle al padre Claudio, a juzgar por su sonrisita, y después de estar silencioso un buen rato, con la vista fija en el suelo, como si reflexionase, dijo así:

—La verdad es que usted obra perfectamente no separándose del valiente Prim. ¡Quién sabe si éste será el medio más rápido de hacer fortuna! Esto se va, amigo mío; yo soy el primero en reconocerlo, a pesar de que estoy interesado en mantener lo existente. En aquella casa—y señaló al Palacio Real—el diablo anda suelto y no se hacen más que desatinos; así es que no será extraño que cualquier día el pueblo, excitado por la propaganda revolucionaria, dé al traste con todo lo que hay detrás de esos muros. Si ese momento llega, Prim será el encargado de dar el golpe, y usted, de un solo salto, subirá a gran altura, porque, indudablemente, le ayudará en su empresa revolucionaria. ¿No es esto?

—Yo—contestó Alvarez con sencillez—voy siempre donde van mis amigos.

Esta vez el padre Claudio fué más cauto y no se transparentó en su rostro la alegría que le causaba tal declaración.

—Aun siendo contra mis intereses—continuó el astuto clérigo—, lo reconozco. La nación está mal.

—¡Y tan mal!—repuso Alvarez, a quien animaba tal conversación—. La mitad de las miserias que sufre España, vienen de ahí.

Y al decir esto, señalaba enérgicamente al Palacio Real.

—Sí—añadió el padre Claudio—; y la otra mitad, de nosotros, los que vestimos sotana. ¿Le he adivinado el pensamiento?

—Así es. ¿Por qué he de mentir? En mi concepto, España sólo será un pueblo completo el día en que se emancipe de la tutela de la Monarquía y la Iglesia.

—¡Ah, impío!—dijo el jesuíta en broma y sin escandalizarse por tales palabras—. Necesario es que sea usted amigo mío, que venga a verme y que hablemos largamente para que yo limpie su inteligencia de todas esas ideas pecaminosas, adquiridas en perversas lecturas. Paso porque esa monarquía que hoy tenemos es mala, pero ¡la Iglesia! ¿Por qué echar la culpa a la Iglesia de los males de la nación? Los pueblos nunca podrán pasar sin reyes y sin sacerdotes. Pero hablaremos de esto más despacio en otra ocasión, pues hora es ya de que entre en Palacio.

Los dos hombres se levantaron.

—Joven, ya sabe usted que le quiero y cuente con que haré cuanto pueda en su asunto. Cuando quiera verme o me necesite, me encontrará en la casa residencia de la Orden. Pregunte por mí, que para usted tengo siempre las puertas abiertas.

Cruzáronse entre los dos amistosos saludos y ofrecimientos, y después se separaron.

Alvarez iba con dirección a la calle del Arenal, pensando que el jesuitismo no era en el fondo tan malo como lo suponían, y que aquel célebre padre podría ser un malvado en otros asuntos, pero que en lo referente a la familia Baselga no tenía seguramente ningún fin secreto ni mostraba empeño en estorbar sus amores con Enriqueta. El capitán sentía un gozo inmenso, con la seguridad de que el bondadoso sacerdote, poniendo en juego su influencia, volvería los galanteos al mismo ser y estado que antes de la malhadada carta.

Mientras tanto, el padre Claudio entraba en Palacio. Llevaba el rostro casi oculto en el embozo de su manteo de seda para ocultar una risita que daba miedo, por lo mismo que era espontánea.

—Se ha vendido—murmuraba—. Ese muchacho es amigo de Prim y conspira en la actualidad. Estoy seguro: sus palabras lo indican. Haremos que lo vigilen, y muy listo ha de ser para que no lo coja por su cuenta el ministro de la Guerra y lo envíe a Ceuta. ¡Quién sabe si hará méritos suficientes para ser fusilado! Para esto hoy basta poco. De un modo o de otro nos libraremos de un novio romántico que estorba mis planes, y ese mequetrefe aprenderá a oír con más calma, sin amenazar con bofetadas... y a no burlarse de "mis faldas".

XX

El lazo tendido.

Estaba don Fernando Baselga en el sombrío despacho, ocupado en su habitual tarea de estudiar las fortificaciones inglesas de Gibraltar, cuando entró un criado anunciándole la visita del padre Claudio, a quien acompañaba un caballero.

El conde experimentó cierta emoción al oir tal anuncio.

Hacía más de dos meses que no veía al poderoso jesuíta; pero aquel mismo día por la mañana había recibido la visita de Joaquinito Quirós, quien con aire misterioso, le había dicho de parte del padre Claudio que por la tarde iría éste a verle, acompañado de un caballero que acababa de llegar de Gibraltar, y que se comprometería indudablemente a tomar parte muy activa en la grande empresa.

Aquello alentaba mucho las esperanzas de Baselga. Este, siempre que reflexionaba en su soñada conquista del Peñón y teóricamente apreciaba sus inmensas dificultades, pensaba en el jefe de los jesuítas de España, comprendiendo que podía prestarle un auxilio poderosísimo.

Las promesas veladas, pero halagüeñas, que el padre Claudio le había hecho el día en que estuvo próximo a romper sus relaciones con él a causa de la educación que tanto él como la baronesa querían dar a Enriqueta, habían entusiasmado al conde, que con ciego optimismo se creía ya invencible si la Compañía protegía ocultamente su empresa patriótica. De aquí que acogiera con tanto júbilo el recado que Quirós le comunicó de parte del poderoso jesuíta.

Baselga, ocupándose continuamente de su empresa, obsesionado por ella, había llegado a los últimos límites de la exaltación.

Cumplía las promesas que había hecho a su hija para obligarla a olvidar sus amores, y continuamente se exhibía con ella en los paseos, los teatros y los salones; llevaba la vida de un hombre elegante que quiere hacer agradable su existencia y no pierde diversión; tenía empeño en lanzar a su hija en el dorado torbellino de la sociedad aristocrática, y para animarla la daba el ejemplo, haciéndose el viejo verde y mezclándose más entre los jóvenes que entre los amigos de su edad; pero todo esto no lograba borrar de su cerebro aquella idea de conquista que le perseguía hasta en el sueño y le impulsaba a fatigosos trabajos y a un cabildeo continuo.

Su regreso al gran mundo y a sus esplendorosas fiestas, en vez de distraerle, había servido para exacerbar el afán de gloria que le dominaba. En los aristocráticos salones o en los regios bailes de Palacio había encontrado a sus antiguos compañeros de la Guardia Real, que ahora eran generales famosos, políticos de gran renombre y jefes de gobierno, gozando de todas las dulzuras y satisfacciones que proporcionan el poder y el aura popular. Le habían hablado con la cariñosa franqueza que da una antigua amistad, bromeaban con él como si aún fuesen tenientes del Real Cuerpo y comentasen en el cuarto de guardia las locuras de su general en jefe, el estrafalario conde de España, o las alcahueterías del complaciente duque de Alagón; pero a pesar de tantas expansiones cariñosas, Baselga notaba que entre él y sus compañeros se levantaba un obstáculo infranqueable, el de la diferencia de clase, y que él, al lado de aquellos hombres célebres de cuya vida y actos se ocupaba toda la nación, no era más que un hombre rico, pero desconocido fuera del mundo de la aristocracia, y que sólo merecía el afecto desdeñoso que se dispensaba al desgraciado que ha malogrado su existencia y llega a la vejez sin haber hecho nada de provecho.

Su vida resultaba obscura y misteriosa para sus antiguos compañeros.

—¿Pero qué es lo que haces?—le preguntaban éstos con extrañeza cada vez que hablaban de su existencia—. ¿En qué pasas el tiempo? Indudablemente te limitas a gozar de tu gran fortuna y te contentas con llevar una vida regalada y oscura. Podías haber sido mucho, pero tú no conoces la ambición y eres feliz no imitándonos a nosotros, que sufrimos el eterno tormento de subir a una altura que no tiene fin.

Cada vez que aquellos generales, ministros y embajadores hablaban de este modo a su antiguo amigo, éste volvía a su casa más agitado que de costumbre, y muchas veces, encerrándose en su despacho, lloraba de rabia al ver que estaba ya próximo a la ancianidad, y era de todos sus amigos de la juventud quien menos había ilustrado su nombre.

¿Conque él no tenía ambición? Esta había sido su pasión dominante, y de la que no se había dado cuenta hasta verse en la vejez. Ambición era el sentimiento de bullicio y escándalo que le movió a sublevarse contra los liberales en 1822; ambición, lo que le hacía llevar a cabo tan estupendos actos de valor al frente de su regimiento carlista, y ambición lo que ahora le enloquecía y le impulsaba a realizar su aventurado plan de conquista, que de obtener completo éxito, haría su nombre inmortal.

Lo que él tenía de malo, el obstáculo en que tropezaba, es que era un incapaz, un bruto (y Baselga se aplicaba con fruición este calificativo), un hombre incompleto, que había subordinado su ambición a sus amores, y cuando no, había estado ligado al padre Claudio, siendo un ser sin voluntad, una máquina que se movía según las órdenes que emanaban de la voluntad de aquél.

Sus compañeros habían trabajado para sí completamente solos, sin el bagaje de amores que embrutecían, de pasiones póstumas que enervaban, y de protección que en vez de engrandecer, anulaba al protegido, y por esto, con menos esfuerzos y marchando con más arte, habían conseguido escalar la cima de la Fortuna. Pero aún era tiempo, y él estaba dispuesto a remediar todos sus antiguos desaciertos.

Allí estaba su plan, magnífico, sorprendente, digno por lo difícil y aventurado de los romancescos tiempos, el cual, de un solo golpe y en muy pocos días, le colocaría a mayor altura que todos sus afortunados compañeros.

La esperanza de conquistar con tan singular golpe de mano la fortuna hasta entonces esquiva, exaltaba al conde hasta el delirio.

Era rico; pero esto no le bastaba, y pronto sería universalmente célebre, que era lo que constituía su felicidad.

Aquella exaltación patriótica que le dominaba, había cambiado su exterior lo mismo que su carácter. Tenía en los ojos ese brillo propio de la fiebre que consume a los hombres empeñados en realizar por sí solos una empresa que raya en lo imposible, y tan obsesionado estaba por su proyecto, que oía mal y contestaba peor cuando le hablaban de algo que no fuese la conquista de Gibraltar.

Su familia era la que mejor notaba la transformación operada en el conde; sus distracciones, que muchas veces tomaban en la mesa del comedor un carácter cómico, y sus terribles e injustificadas cóleras, que ponían en conmoción toda la casa y que estallaban los días en que Baselga se desalentaba en su plan, convencido de los insuperables inconvenientes que se oponían a su realización.

Pretextando un viaje de inspección a sus posesiones de Castilla, para que ninguno de sus contados amigos pudiera concebir sospechas acerca del objeto de su excursión, abandonó Madrid y estuvo tres días en Gibraltar, teniendo que salir forzosamente pasado este tiempo, a causa de las indicaciones de la Policía inglesa, a quien debió llamar un tanto la atención las preguntas algo indiscretas y el examen interesado y detenido de cuantas obras fuertes pudo ver.

El viaje sólo sirvió para que el conde se indignase todavía más contra los ingleses que expulsaban a un español del suelo de su Península, y para que se convenciese de la imposibilidad de su empresa. Esto puso a Baselga de un humor endiablado, y tanto su servidumbre como su familia sufrieron por algunos días las consecuencias de aquel viaje, que les resultaba misterioso.

El apoyo prometido del padre Claudio fué en adelante su única esperanza, y esperó pacientemente a que éste le concediera el ansiado auxilio.

Tan vehemente era este deseo, que el conde, que nunca había apetecido las visitas del poderoso jesuíta, cuyo verdadero carácter creía ya conocer, las esperaba ahora con tanta impaciencia como la devota baronesa, desesperándose al ver que el padre Claudio no cumplía sus promesas.

El, tan altivo y deseoso poco antes de ir rompiendo poco a poco sus relaciones con los jesuítas, fué en busca del reverendo padre a la casa residencia de la Orden, pero en ninguna de sus visitas logró encontrar al padre Claudio. Parecía que lo había tragado la tierra o que se ocultaba intencionadamente, deseando con su ausencia excitar los deseos del conde.

Por esto la alegría de éste fué grande cuando Quirós le comunicó el recado del reverendo padre, y más aún cuando el criado le anunció su visita.

Entró el padre Claudio en el despacho, siempre sonriente y haciendo reverencias, y tras él apareció un hombrecillo moreno, de pelo rojizo, nerviosa movilidad, y una expresión en el rostro algo siniestra, que pretendía corregir con una sonrisa estúpida.

Miraba a todas partes con azoramiento no exento de curiosidad, y tuvo su vista fija algún tiempo en las vistas de Gibraltar, que adornaban el despacho del conde, diciendo después con acento atolondrado, de marcada pronunciación extranjera:

—¡Oh! Está bien; muy bien.

El padre Claudio, después de saludar a Baselga, tomó asiento con su acompañado junto a la mesa de trabajo, y con voz misteriosa preguntó:

—¿Estamos seguros aquí? ¿Podrá oirnos alguien?

—No acostumbran mis criados a escuchar tras las puertas; pero, sin embargo, tomaremos precauciones.

Y el conde, a quien le iba gustando mucho aquel misterio, por lo mismo que le presagiaba cosas muy interesantes, levantóse y salió del despacho, oyéndosele cerrar una puerta lejana y viniendo después a hacer lo mismo con la de la habitación.

—Ahora—dijo, volviendo a sentarse—, ya estamos seguros de que nadie nos oye. Diga usted cuanto quiera, padre Claudio.

Este se detuvo antes de contestar, como si saborease un golpe de efecto, y al fin dijo, dando cariñosas palmaditas en la espalda de su acompañante, que instintivamente tomaba la actitud de un perro acariciado:

—Este señor, que usted ve aquí, es el capitán Patricio O’Conell, caballero inglés que está de guarnición en Gibraltar.

Prodújose en el conde el efecto esperado por el jesuíta. En su rostro retratóse la alegría y miró cariñosamente al capitán irlandés, examinando con atención su personilla.

Baselga, a pesar de que estaba predispuesto a impresionarse favorablemente, no pudo menos de reconocer con su buen ojo de soldado que aquel hombre tenía poco de militar. Era vivaracho y desgarbado en demasía, y, además, llevaba afeitado el labio superior, demasiado grueso y prolongado, ostentando unas patillas rojas y lacias, que le daban más aire de comerciante británico injertado en mercader judío, que de capitán del bravo ejército que con Wellington se cubrió de gloria en Waterlóo.

Pero el conde estaba inclinado a verlo todo por su lado bueno, e internamente excusó al extranjero, diciéndose que en el ejército inglés, aunque había buenos mozos, también se veían figuras raquíticas y extrañas, lo que no impedía que se batieran bien cuando llegaba la ocasión.

Baselga, algo emocionado, había murmurado un cumplido, extendiendo su mano al extranjero.

—Tanto gusto en conocer a usted, señor conde—decía el capitán, con su acento extranjero, que cuidaba de extremar—. El padre Claudio me ha hablado mucho de usted y de su magnífico plan, y tantos deseos siento de ayudarle en su empresa, que he solicitado una licencia de mis jefes, pretextando deseos de conocer las principales ciudades de Andalucía, tan sólo por venir a verle.

—¡Eh! ¿Qué le parece a usted?—dijo el padre Claudio—. Le prometí ayudarle en su patriótica empresa, y aquí me tiene usted, con el socorro apetecido, pues le traigo nada menos que a uno de los más valientes oficiales del ejército inglés. El capitán O’Conell, cual buen irlandés, es ferviente católico, como nosotros, y también lo son todos los soldados irlandeses de la guarnición de Gibraltar, que pasan de ochocientos. Por esto es casi seguro que todos ellos tomarán parte en nuestra santa empresa. ¿No es así, amigo O’Conell?

—Así es, reverendo padre.

Baselga estaba entusiasmado con aquellas seguridades, y se sentía tan feliz, que hasta creía estar soñando. Aquello de poder disponer de casi la cuarta parte de las tropas del Peñón, le causaba una felicidad próxima al desvanecimiento.

Una cosa le llamaba la atención en el capitán irlandés, y era la facilidad con que se expresaba en castellano.

—¿Está usted mucho tiempo en la Península, capitán?—le preguntó—. Habla usted muy bien nuestro idioma.

—¡Oh! Es usted muy indulgente, pues conozco que lo hablo bastante mal. Estoy más de un año en Gibraltar, pero yo tengo gran afición a los idiomas, y, además, conocía desde mi niñez muchas palabras del español. Mi padre fué también militar, e hizo la guerra en España contra los franceses, a las órdenes del duque de Wellington.

Baselga, a quien preocupaba algo aquella facilidad de lenguaje, se tranquilizó, e impaciente por conocer las probabilidades de éxito de su plan, entró directamente a tratar de la conquista del Peñón, su tema favorito.

El tenía en su imaginación ultimado todo su plan. Se había procurado todo lo escrito sobre las célebres fortalezas de Gibraltar y sobre las costumbres militares en dicha plaza; había visto por sus propios ojos en el mismo teatro de operaciones todo lo que le había permitido la policía inglesa, y, para dar el golpe, únicamente necesitaba quien estuviese en combinación con él dentro de la ciudad y le ayudase en el momento decisivo. ¿Estaba conforme el capitán O’Conell en ser su auxiliar?

Llegó para el irlandés el momento de manifestar su pensamiento, que fué bien sencillo y expresado en pocas palabras. El estaba dispuesto a todo, y lo mismo que él todos los irlandeses de la guarnición. Antes que súbditos de la Gran Bretaña, eran vasallos del Papa y fervientes católicos, y, por tanto, se hallaban prontos a ejecutar las órdenes que Dios dictase por boca de sus representantes directos, los jesuítas, los cuales, al mismo tiempo, eran muy buenos amigos de San Patricio, patrón de Irlanda. Además, sentían hacia la vieja Inglaterra, su opresora, perdurables odios, y les gustaba mucho quitarle una plaza de tanta importancia como Gibraltar, creándole, de paso, un conflicto con España.

La conjuración podía contar con ochocientos soldados esforzados, fuerza con la cual bien podía intentar un golpe de mano el conde de Baselga, de cuya historia militar ya se habían enterado tanto él como sus compañeros, y especialmente de sus estupendas hazañas en la guerra carlista.

Al conde resultábale extraño que su vida militar fuese conocida de los extranjeros; pero, a pesar de esto, sentíase halagado por las lisonjas, como todo mortal, y se imaginaba ya apoderándose de Gibraltar al frente de los soldados irlandeses, que le aclamaban como caudillo invencible.

Baselga, cada vez más entusiasmado, en vista de lo segura que era la adhesión de los irlandeses, entraba a detallar su plan, y hacía preguntas al capitán, a las que éste contestaba con su habitual precipitación.

—¿Y esos ochocientos hombres forman todos un Cuerpo?

—No, señor conde. La mayoría están en el batallón de rifles, o sea lo que allí llaman batallón de cazadores, y el resto en los otros cuerpos de la guarnición. ¡Oh! El Gobierno inglés tiene buen cuidado de esparcir a los irlandeses por todos los Cuerpos evitando que formen un regimiento completo, pues saben que éste se sublevaría inmediatamente.

—¿Y qué procedimiento cree usted mejor para dar el golpe?

—El que usted ha expuesto antes es el más aventurado, pero el más seguro. Aguardamos una noche en que entren de guardia en las principales fortificaciones una parte de los nuestros, y en que yo pueda quedarme en el castillo. Usted, al frente de los que estén libres, se apodera del gobernador de la plaza y las principales autoridades; nosotros, desde arriba, apuntamos los cañones a los cuarteles donde estén alojadas las fuerzas no comprometidas, y el hecho queda ya realizado con éxito.

—Sí; éste es el mejor plan. Además, tiene la ventaja de que las autoridades inglesas no están acostumbradas a esta clase de sucesos, y es, por tanto, más fácil pillarlas desprevenidas.

—Tiene usted razón. Las sublevaciones militares son tan desconocidas de los ingleses como populares entre los españoles.

Baselga, cada vez más entusiasmado y deseoso de ultimar su difícil plan, sacó de un cajón de su mesa un plano de Gibraltar, hecho por él mismo, con arreglo a cuanto había visto o estudiado sobre la célebre plaza. Había en él algunos claros que llenar, y deseaba que aquel inesperado y valioso compañero le ayudase a corregir errores y le ilustrase en varios puntos que le resultaban oscuros.

El conde no obtuvo lo que deseaba. El rojo capitán, con tanto aplomo como precipitación, contestaba a todas sus preguntas; pero a Baselga le pareció que muchas veces hablaba sin saber lo que decía, y únicamente por no demostrar su ignorancia.

—Este mozo—pensaba el conde—sabe menos aún que yo. Debe ser un militar ignorante, como yo lo era en mis buenos tiempos. Pero esto no importa. Me doy por satisfecho con que sea valiente y sepa hacerse dueño del Peñón, facilitándome la conquista de Gibraltar.

Baselga guardó el plano y la conversación continuó, mezclándose en ella el padre Claudio, que hasta entonces había permanecido silencioso y mirando a los dos interlocutores con la mayor atención, como si le interesara mucho su diálogo.

—Me decía el capitán, cuando veníamos aquí—dijo el jesuíta—, que sería necesario que en la empresa entrasen también algunos españoles de corazón, que no vacilaran al iniciar el movimiento.

—Sí, señor conde—añadió el irlandés—. Cincuenta o sesenta hombres decididos no estarían de más en el primer instante de nuestra santa revolución. Servirían para apoderarse de una guardia que pudiera estorbar nuestros planes, para desarmar una patrulla, o, cuando menos, para guardar la persona de usted, que es muy necesaria y no debe exponerse a caer tontamente en manos de las autoridades inglesas.

—Algo de eso había yo pensado—dijo el conde—. Efectivamente, no sería de sobra ese grupo de hombres, con el cual se aseguraba la iniciativa del movimiento.

—La cosa no es difícil. Se tienen estos hombres en La Línea, y cuando llega el día propicio para dar el golpe, se los hace entrar en Gibraltar con diversos disfraces. En cuanto a sus armas, yo me encargo de introducirlas sin que nadie se aperciba de ello.

—Lo difícil es encontrar hombres que sirvan para una comisión tan delicada.

—Difícil es. Yo, como vivo en Gibraltar, conozco mucho la gente que pulula en el campo fronterizo, contrabandistas y merodeadores, y aunque son hombres valerosos, aconsejo a usted, señor conde, que no se fíe de ellos. Son gente borracha y habladora, y contar con ellos es ir a la perdición, pues no saben guardar un secreto.

—¿A quién buscaríamos?—murmuró el conde con expresión pensativa.

—No es difícil encontrar la gente que necesitamos—dijo el padre Claudio—. Usted, señor conde, conserva, según muchas veces me ha dicho, sus relaciones con muchos carlistas de Navarra que hicieron la guerra a sus órdenes. Estos, por lo regular, son gente dura y aguerrida, ¿no es eso?

—Se portaron bien a mis órdenes y tengo en ellos absoluta confianza.

—Perfectamente. Pues basta que usted les envíe una carta, diciéndoles que los necesita para una empresa importante (sin decirles cuál sea), para que inmediatamente vengan aquí, creyendo que van a hacer algo por el Pretendiente. ¿Está usted seguro de que le obedecerán?

—¡Oh! Segurísimo. A pesar de los años transcurridos, me quieren y respetan tanto como cuando yo era su coronel. Algunos han muerto desde entonces, pero quedan sus hijos, que me obedecerán de igual modo, pues los he favorecido a todos con mano pródiga, y es imposible que tan pronto olviden mis beneficios.

—Ya tenemos, pues, lo que deseábamos—dijo el capitán irlandés—. De entre esa gente escogerá usted cincuenta, los más fornidos y temerarios.

—Escribiré al tío Fermín, de Zumárraga, que fué sargento a mis órdenes y él se encargará del reclutamiento.

—Además, los armará usted convenientemente. Puede usted comprar cincuenta carabinas de repetición, de esas que han inventado recientemente los yanquis. Las tiene almacenadas aquí, y ya le comunicaré yo desde Gibraltar la forma más adecuada para remitírmelas, introduciéndolas sin riesgo en la plaza. Todo esto resultará tal vez un poco caro, señor conde.

—¡Bah!—repuso éste con ademanes de desprecio—. ¿Quién repara en dinero cuando se trata de una empresa tan grande y que redunda en beneficio de la Patria?

—Muy bien dicho, amigo Baselga—dijo el padre Claudio con entusiasmo—. Y, además, si el dinero faltase, aquí estoy yo, o, más bien dicho, aquí está la Orden, que, aunque pobre, contribuirá cuanto pueda a tan santa empresa.

El conde dirigió una mirada de gratitud al jesuíta.

La conversación entre los tres hombres se generalizó, y pasaron más de una hora ocupados en examinar el plan de conquista, apreciándolo hasta en sus menores detalles.

El capitán O’Conell lo aprobaba todo con entusiasmo, y mostraba a Baselga una confianza sólo comparable con la que un granadero de la célebre Guardia Imperial pudiera sentir por Napoleón.

Esto ensorberbecía al conde y atizaba aquella exaltación nerviosa de que era víctima siempre que examinaba su plan patriótico.

Sólo el padre Claudio le hacía objeciones y le oponía algunos reparos, siendo de éstos el que más molestaba al conde el empeño del jesuíta en asociar otras personas a la empresa.

—Me extraña mucho, padre Claudio—decía Baselga—, que una persona tan culta y prudente como lo es usted, se empeñe en mezclar en este asunto más personas. Recuerde usted el antiguo refrán: "Secreto de dos, lo guarda Dios". Aquí somos más de dos, y bastante es con que conozcan el plan usted, el señor O’Conell y Joaquinito Quirós. ¿Aún quiere usted que lo conozca más gente? Piense usted que de este modo el secreto puede desaparecer, y entonces, adiós las probabilidades de éxito, pues si los ingleses llegan a apercibirse de nuestros intentos, nada podrá hacerse.

A pesar de estas razones el jesuíta no se daba por vencido, y alegaba otras para demostrar la necesidad de asociar ciertas personas a la empresa.

—Desengáñese usted, señor conde—decía con expresión de superioridad—; es preciso que personas respetables, de mi mayor confianza, entren también en la aventura. Para esta clase de negocios, por muchos que seamos, nunca resultaremos bastantes. No todo ha de ser combatir y conquistar. Una vez sea usted dueño de Gibraltar, conviene que forme una Junta, o lo que hoy se llama, en lenguaje revolucionario, un Comité de patriotas, que gobierne la plaza, que entienda de todos los asuntos puramente políticos y que negocie con el Gobierno español, para que éste no tema a Inglaterra y quiera admitir el regalo que le haremos. Además, es necesario mover la opinión pública en favor nuestro, para que no se asuste ante tan estupenda conquista, que podrá traer consecuencias internacionales, y esto lo ha de hacer el tal Comité, pues usted y O’Conell no han de estar en todas partes ni ocuparse de todos los asuntos, pues bastante harán con llevar adelante la cuestión militar.

El conde, después de alguna resistencia, se rindió a las razones de su amigo, y accedió a la formación del Comité, del que sería él mismo el presidente, y el vicepresidente un médico afamado y gran patriota, amigo del padre Claudio.

Después de quedar acordes en todos los puntos, el jesuíta se levantó para retirarse, y Baselga y O’Conell se abrazaron con una efusión conmovedora. El capitán irlandés saldría aquella misma noche para Andalucía, antes que nadie pudiera apercibirse de su estancia en Madrid.

Ya no podrían verse hasta el día del golpe; pero él, por conducto del padre Claudio, le tendría al corriente de cuanto ocurriese y le avisaría la fecha en que debía llegar con sus hombres a las cercanías de Gibraltar.

El jesuíta se negó a que el conde les acompañara hasta la puerta de la escalera, y al pasar por la antesala y ver al ayuda de cámara del conde, que le saludaba reverente, dijo con afectación a su acompañante:

—Pocas horas le quedan a usted, "señor doctor", para sus asuntos, si es que quiere coger el tren de esta noche.

El criado se fijó con curiosidad en el "señor doctor", y el jesuíta, con un ligero gesto, pareció indicar que esto era lo que deseaba.

Ya estaba el padre Claudio en la escalera, cuando volvió atrás, y con aire distraído preguntó al criado:

—¿Me has dicho antes que la señora baronesa había salido?

—Sí, reverendo padre. Creo que hoy tiene reunión de cofradía en San José.

—Lo siento; quería presentarle al doctor O’Conell, ese sabio irlandés que viene conmigo.

El criado creyó de su deber hacer una profunda reverencia a aquel sabio, que le volvía las espaldas y bajaba la escalera canturreando.

En la puerta del palacio esperaba una elegante berlina, y a ella subieron los dos hombres.

Cuando el coche partió, el capitán O’Conell lanzó una carcajada sonora, que hizo temblar los vidrios de las ventanillas, y dijo a su acompañante:

—¿Eh? ¿Qué tal, reverendo padre? ¿Soy buen actor? ¿Sé desempeñar bien una farsa? De seguro que vuestra reverencia no esperaba tanto de mí.

—Has estado bien, Daniel Clark, y no desmientes que eres hijo del viejo James Clark, que en su tiendecita de Gibraltar se ha acreditado como el más astuto truhán que compra, cambia y presta a todo el mundo. Tenías un aire completo de militar inglés, y nadie hubiese dicho que te has pasado la vida regateando con los judíos del Peñón, prestando al doscientos por ciento o embarcando contrabando.

—¡Oh! Para fingir me reconozco con algunas facultades; puedo asegurarlo, aunque falte con ello a mi natural modestia.

—Ahora, truhán, lo que debes hacer es salir esta misma noche de Madrid. Vete a Gibraltar, o al infierno; lo importante es que aquí nadie se pueda fijar en ti. En ciertos negocios tiene más mérito que el trabajo el saber desaparecer a tiempo.

—Me iré; perded cuidado. El valiente capitán O’Conell toma el petate, o, si os parece mejor, el señor doctor se va. Y, a propósito, una pregunta, reverendo padre: ¿qué es eso de señor doctor?

El padre Claudio contempló el gesto de malicia con que su compañero le hacía esta pregunta, y fríamente, subrayando sus palabras con aquella sonrisa especial, tan temida por algunos, le dijo:

—Señor Clark, hay cosas que muchas veces producen al que las sabe terribles daños; por tanto, hará usted muy bien en no querer averiguar el por qué le haya yo llamado así o de otro modo. He dicho "señor doctor" porque me ha dado la gana. Ya está usted contestado; ahora, cada uno a sus negocios.

XXI

La confesión.

La Colegiata de San Isidro, a las cinco de la tarde, ofrecía el aspecto sombrío, frío y desnudo que presenta toda iglesia a la hora en que los fieles no llenan sus naves y los santos quedan en esa soledad absoluta y vacía, semejante a la de los muertos en olvidado cementerio.

No había bajo las sombrías bóvedas del templo otros vestigios de la vida exterior que los hilillos del mortecino sol, que, filtrándose por las altas y pintadas ventanas, trazaban en la pared frontera algunas tibias manchas de luz, y el zumbido que la calle de Toledo, arteria popular, siempre rebosante en vida y movimiento, lanzaba al interior del desierto templo.

En las sombras que envolvían el altar mayor y en la obscuridad de las capillas laterales, brillaban algunos cirios y lámparas, con la misma luz indecisa y tímida de las estrellas entre los nubarrones de una noche tempestuosa, y de vez en cuando, el suelo conmovíase, repercutiendo con agigantada vibración la pisada del sacristán y los acólitos, que iban de un lugar a otro, ocupados en faenas de embellecimiento y aseo.

Golpes sordos sonaban en las capillas, anunciando la “toilette” de los santos, que los dependientes de la iglesia hacían con sus zorros, sacudiendo el polvo a los mantos bordados y a las cabezas de cartón piedra, que a la mañana siguiente, rodeados de cirios y de flores, habían de recibir la oración de los fieles, arrodillados reverentemente ante ellos.

Las gastadas baldosas exhalaban perniciosa humedad donde no estaban cubiertas por una áspera estera de esparto, mugrienta y gastada por el roce continuo de pies y rodillas, y en el ambiente se respiraba ese calor pegajoso y caliente propio de los locales donde muchos respiran y es escasa la ventilación.

Sentadas en taburetes de tijera estaban cerca del altar mayor unas cuantas viejas que permanecían inmóviles, confundiendo sus perfiles en la sombra, y con todo el misterio y el aspecto tenebroso de las brujas que aguardaban a Mácbeth al borde del camino.

Cada vez que la cancela de la gran puerta se abría, anunciándolo el chirrido de sus viejos goznes y el sordo chocar de las maderas, las viejas volvían la cabeza con curiosidad, y una vez se borraba la mancha de luz que dejaba entrar la puerta entreabierta, volvían a su inmovilidad de momias y seguían en sus asientos, convencidas de que ya que nada tenían que hacer, era mejor permanecer en el templo, que ya consideraban como su propia casa.

Oyóse el ruido de un carruaje, que paró a la puerta de la iglesia y esta vez la curiosidad de las beatas fué mayor.

Abrióse la cancela y entraron dos señoras, vestidas de negro y con mantilla.

Las viejas pudieron ver bien a aquellas dos elegantes, que se persignaban en el espacio de luz que dejaba entrar la puerta, todavía abierta; pero no las conocieron.

No era extraño, pues la baronesa de Carrillo y su hermana Enriqueta visitaban muy de tarde en tarde la iglesia de San Isidro, a la que no tenían gran afición por estar enclavada en un barrio popular y ruidoso.

En cambio, el padre Claudio la tenía gran cariño; llamábale su templo, y a él hacía ir a cuantas amigas merecían el alto honor de que él las oyera en confesión. La Colegiata de San Isidro la consideraba él como una finca propia, y relataba a los allegados que le pedían el motivo de tal predilección, cómo uno de sus antecesores en la dirección de la Compañía en España, la había construido en 1561 con los legados que para tal objeto dejó la Emperatriz de Alemania doña María.

Buscando, pues, al padre Claudio iban las dos señoras a tal iglesia, y cuando se vieron envueltas por completo en las tinieblas esparcidas por las naves, sus ojos, acostumbrados a la luz del sol que bañaba las calles, no pudieron distinguir lo que les rodeaba.

Enriqueta se asió a la falda de su hermana, y ésta fué avanzando con cierta seguridad, dando a entender que el terreno no le era del todo desconocido.

—A la derecha—murmuraba la baronesa—, en la penúltima capilla, está el confesonario. Allí vendrá.

Y acostumbrada a aquella oscuridad en la que se iban marcando los perfiles de los objetos, avanzó rectamente hacia el punto que indicaba, llevando siempre a remolque a su hermana.

Cuando llegaron a la capilla sentáronse en un banco de madera, que ceñía el fuste de una columna, y aguardaron pacientemente. La baronesa sacó de su manguito un elegante rosario de oro y perlas, y se puso a rezar. Enriqueta abismóse en sus pensamientos.

Iba a confesarse con el padre Claudio, accediendo a los ruegos de la baronesa, que ya no la maltrataba, como dos meses antes, contentándose ahora con rogarle con aire imperativo.

Doña Fernanda, que respetaba mucho a su padre, el conde, sólo porque le temía, se había abstenido de seguir educando a su modo a Enriqueta, y procuraba no hablar ni incidentalmente de aquella pasión, cuyo descubrimiento tan grave escándalo había producido.

La ausencia de Tomasa, su eterna rival, la tranquilizaba, comprendiendo que esto alejaba el peligro de que volvieran a reanudarse los amoríos de su hermana con aquel capitán Alvarez, contra el que ella sentía un odio mortal.

La afición que el conde de Baselga había adquirido recientemente a la vida de los salones, y a la que arrastraba a su hija, inquietaba un poco a la baronesa, que temía que la coquetería elegante borrase a Enriqueta las huellas de la educación mística que se había esforzado en darla.

Una cosa tranquilizaba a doña Fernanda, y era la seguridad de que su hermana, obedeciendo a su padre, había roto sus relaciones con el capitán Alvarez. Esto lo sabía por el padre Claudio, que la había manifestado algo de su conferencia con el militar, aunque cuidándose de ocultar ciertos detalles.

Enriqueta era para ella más fácil de dominar olvidando aquel amor que cambiaba completamente su carácter y convertía en altivez e independencia su habitual humildad.

Un día tuvo doña Fernanda un disgusto. Al pasar junto a una ventana de su salón, vió parado en la acera de enfrente al capitán Alvarez, que espiaba la casa como buscando una ocasión para comunicarse con su amada.

El militar estaba en una situación que juzgaba insostenible. Nada sabía de Enriqueta; había buscado al padre Claudio varias veces, sin lograr nunca encontrarlo, e ignoraba cómo marchaba la negociación amorosa que le había encargado, como también si la joven sentía por él algún cariño o había olvidado totalmente su pasión, siendo verdad cuanto le decía en la funesta carta.

Por esto, agitado por crueles dudas y deseoso de salir de ellas cuanto antes, el capitán rondaba la casa de Baselga con la esperanza de encontrar el medio de hacer que llegase una carta suya a Enriqueta. Por desgracia, tropezaba con obstáculos do quiera se dirigía. La servidumbre huía de él, haciéndose sorda a sus ruegos por temor a la ira del conde de Baselga, y Enriqueta no se asomaba nunca a los balcones, y si salía de casa, era acompañada siempre por su hermana o su padre.

La baronesa se alarmó ante aquella inesperada aparición. ¡Cómo! ¿El botarate todavía insistía en sus pretensiones amorosas? Habría que consultar el asunto con el sabio jesuíta.

Este no mostró extrañeza alguna al tener noticia de los actos de Alvarez. Limitóse a sonreir, como siempre, y con tono de omnipotencia aseguró que él tenía el medio para anular y hacer desaparecer a aquel hombre peligroso; y que si no lo hacía inmediatamente, era porque aún no había llegado la hora oportuna.

A pesar de esto, los dos compadres religiosos trataron con interés del porvenir de Enriqueta, asunto que les preocupaba. Había llegado, según la opinión del padre Claudio, el instante oportuno para trabajar. Enriqueta era probable que, deslumbrada por el brillo de la vida elegante, se hubiese olvidado de aquel amor romántico, obstáculo hasta entonces de gran importancia, y resultaba necesario reconquistar prontamente su voluntad, antes que echasen raíces en ellas las seducciones del gran mundo y se comprometiese amorosamente con algún joven que, por su nacimiento y su fortuna, admitiese el conde de Baselga como yerno.

Para desviar a Enriqueta del camino en que estaba y atraerla nuevamente a la senda de la devoción, disponía de un medio tan seguro y poderoso como es el confesonario, y quedó decidido que doña Fernanda, con su hermana, fuesen al día siguiente a la Colegiata de San Isidro, donde el buen padre tenía su cajón, en que depositaban sus extravíos todas las pecadoras de la aristocracia.

Por esto, a la caída de la tarde del día siguiente, las dos hijas del conde de Baselga entraban en la iglesia de la calle de Toledo.

El padre Claudio no había llegado aún, y mientras se retardaba el instante de la confesión, Enriqueta pensaba con terror en aquel acto en que tendría que revelar todos sus secretos a un sacerdote, que a pesar de sus amables sonrisas y pegajosas bondades, le inspiraba siempre un terror casi supersticioso.

Era la primera vez que se confesaba con el padre Claudio. Hasta entonces, el sagrado depositario de todas sus faltas había sido el mismo director espiritual de la baronesa, aquel padre Felipe, en quien ella reconocía instintivamente una imbecilidad inalterable, y que oía su confesión con la boca seca, brillantes los ojos, algo temblonas las manos, y complaciéndose en enviar a través de la mugrienta rejilla hasta aquel rostro aterciopelado, su caliente resuello cargado de los vapores grasientos de una digestión larga y difícil.

El padre Felipe era benévolo hasta la exageración. Todo lo encontraba bien, todo lo excusaba, y si la joven parecía reservarse algo en su confesión, él tampoco mostraba gran interés en descubrirlo.

Pero, ¡el padre Claudio!... Este nombre alarmaba a Enriqueta, quien, si en aquellos momentos de espera estaba pensativa, era porque rebuscaba en su imaginación el medio de salir del atolladero, evitando decir cosas que ella tenía gran interés en ocultar.

Resonó débilmente el pavimento con unos pasos menudos y ligeros, que parecían de mujer y en el oscuro arco que daba entrada a la capilla, dibujóse el contorno de un clérigo, al mismo tiempo que la mortecina luz de una lámpara hacía surgir de la sombra el rostro del padre Claudio, dándole un tinte rojo.

Las dos mujeres se levantaron respetuosamente, y el jesuíta pasó ante ellas grave, contra su costumbre, limitándose a saludarlas con una ceremoniosa inclinación de cabeza.

El acto comenzaba con la gravedad necesaria para que la joven comprendiese que no iba a confesarla el amigo de su familia, que iba con frecuencia a reir y decir bromitas en el salón de doña Fernanda, sino el ministro de Dios.

Oyóse el choque seco de la portezuela del confesonario al cerrarse, revolvióse la abultada sotana, para encontrar una posición cómoda en el asiento, y la baronesa dió un suave empujón a su hermana, diciendo con tono imperativo:

—¡Anda!

Se arrodilló Enriqueta a uno de los lados del confesonario, junto a la rejilla que servía para confesar mujeres, y con voz trémula y balbuciente comenzó a runrunear el "Yo, pecador, me confieso...".

Tan turbada estaba, que se equivocó por dos veces, y volvió a empezar, como si deseara que se retardase el para ella terrible momento.

Dentro del confesonario, con las manos juntas y la actitud estática de un brahmán indio, que, tras cuarenta días de ayuno absoluto contempla a Dios cara a cara, estaba el padre Claudio, esperando pacientemente.

Por fin terminó la joven su oración y acercó su rostro a la rejilla, pegajosa por la humedad y la grasa que en ella habían dejado toda clase de respiraciones.

Lo que pensaba Enriqueta al comenzar su confesión era que el padre Claudio se perfumaba demasiado, pues su olfato sentía la picazón del almizcle que exhalaba la sotana del elegante jesuíta. El perfume favorito de las modistillas y camareras comenzaba a marearla.

—¡Ave María Purísima!—dijo con voz débil.

—¡Sin pecado es concebida María Santísima!—contestó el jesuíta con su meliflua voz—. ¿Hace mucho tiempo que no te has confesado?

—Más de dos meses, padre mío. Antes iba muy a menudo con Fernanda a confesarme con el padre Felipe, pero ahora he tenido ocupaciones y no me ha sido posible venir hasta hoy. El papá me decía siempre que más adelante me confesaría...

—¡Vaya con las ocupaciones!—dijo el jesuíta con tono jovial—. Es preciso—añadió—que no te descuides tanto en limpiar tu alma, y que antes de obedecer a tu papá, pienses en obedecer a Dios. Vamos, adelante. ¿De qué pecados te acusas, hija mía?

Puesto el asunto en este terreno, Enriqueta cobró un poco de confianza. Ya llevaba ella preparado todo un bagaje de pecados veniales y sin importancia, que había estado rebuscando en su memoria la noche anterior. Para confesarse era preciso decir algo, tener actos de que acusarse, pues la Iglesia no puede creer que una persona honrada pase dos meses sin faltar a todas las leyes divinas y humanas, y por esto, la joven se echó a cazar pecados por el campo de la imaginación, y unos reales y otros inventados, formó con todos ellos un murallón diabólico, tras el cual quería ocultar el más gordo, o sea sus amores con Esteban Alvarez. Este pecado sí que no lo decía ella al padre Claudio, aunque los demonios la pellizcasen con tenazas de hierro ardiente.

La confesión comenzó, y Enriqueta fué desarrollando la espantosa serie de pecados horribles que la noche anterior había almacenado en su memoria. Ella se acusaba de que tenía mal corazón para los animales y de que martirizaba a los gatos de su casa; de que reñía muchas veces sin motivo alguno a los criados y tenía gusto en desobedecer a su hermana; de que cuando ésta rezaba el rosario ella se dormía o pensaba en las funciones de teatro a que le llevaba su padre; de que el demonio la martirizaba, haciéndola que le gustasen más las arias italianas del Teatro Real que los gozos que la enseñaba la baronesa; de que en el último baile de la Embajada alemana, en unión de algunas amiguitas, se había burlado de otra que llevaba un traje muy feo; de que en las noches frías prefería rezar sus oraciones entre las calientes sábanas a estar arrodillada al pie de la cama..., y así seguía a este tenor horripilante aquella confesión en que los hechos más inocentes se presentan con importancia afectada, queriendo hacerlos pasar por pecados terribles.

El padre Claudio escuchaba tranquilamente, aunque de vez en cuando se removía nerviosamente en su asiento, como si se impacientara, en vista de la marcha que seguía aquella confesión. La muchacha resultaba algo ladina, y así lo pensaba el jesuíta, quien quería comprometerla en otra clase de revelaciones.

Calló Enriqueta y entonces preguntó el sacerdote:

—¿Nada te queda por decir? ¿No tienes más pecados?

—No, padre.

—¿Estás segura de ello?

—Creo que sí, padre mío.

El padre Claudio se revolvió vivamente en su asiento. Decididamente, la muchacha se presentaba reservada, y habría que emplear algún trabajo para lograr que confesase sus secretos amorosos.

—Piensa, hija mía—dijo el cura—a lo mucho que te expones si ocultas un pecado. Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que viva y se arrepienta, es inexorable con los seres que ante el tribunal de la confesión ocultan intencionadamente algunas de sus faltas. Este lugar es la piscina espiritual donde se limpian las almas de toda mancha, y quien aquí oculta una parte de su ser por mezquinas pasiones, es un réprobo que se niega a recibir la gracia de Dios, y a quien éste castiga con mano fuerte. El que oculta algo a su confesor, engaña a Dios, y el Señor ha de indignarse forzosamente cuando se ve engañado por una miserable criatura.

El jesuíta hablaba con tono severo; vibraba su voz terriblemente, como si fuese la de la divina cólera, y Enriqueta temblaba atemorizada por las amenazas del confesor.

Este no quiso extremar el santo terror de la joven y añadió, haciendo su voz menos imponente:

—Hay ejemplos de los graves males que han sufrido muchos infelices que pretendieron ocultar a sus confesores algunos de sus pecados. Recuerdo justamente ahora lo que leí en un libro piadoso digno del mayor crédito, acerca de lo ocurrido a una joven y hermosa princesa en tiempos ya lejanos. Ocultó a su director espiritual varios pecados de amor, y el sacerdote, engañado por la que creía una joven candorosa e inocente, le dió la absolución. ¡Ojalá la princesa hubiese dicho todos sus pecados sin ocultar ninguno! Apenas volvió a su palacio, sintió su pecho oprimido por una gran angustia; un fuego infernal le abrasaba el corazón y por su garganta sentía subir algo que la ahogaba y la hacía estremecer con su contacto viscoso. Tuvo una espantosa convulsión y de su boca salieron disparadas esparciéndose por el aire e impregnándolo todo de un irresistible olor a azufre, las más infernales apariciones. Serpientes verdes y repugnantes que se enroscaban en complicados anillos, echando llamas por las temblonas bocas; diablejos que hacían espantosas contorsiones y obscenas cabriolas; sapos negros manchados de colorado, que hacían repicar las campanillas que llevaban pendientes del cuello y cuyo sonido ponía los pelos de punta; en fin, cuantas apariciones espantables y horripilantes pueden creerse en el infierno. ¿Sabes, hija mía, lo que era aquéllo?

El padre Claudio se detuvo para excitar mejor la temerosa curiosidad de Enriqueta y apreciar el efecto que en ésta causaba la relación. Después añadió con acento de religioso terror:

—Pues eran los pecados que aquella infeliz había ocultado a su confesor y que salían bajo tan horribles formas, por no poder estar más tiempo encerrados en un cuerpo que la absolución había santificado. Los pecados; al salir, ahogaron a la princesa, cuya alma indudablemente, está ahora ardiendo en el infierno. Piensa, hija mía, a cuan terribles castigos se expone la miserable criatura que intenta ocultar su conciencia a Dios.

El padre Claudio había logrado su objeto. Conocía el verdadero carácter de Enriqueta, el gran predominio que en ella tema la imaginación sobre las demas facultades, y, por tanto, obraba acertadamente para sus planes, relatando aquella leyenda estupida, sacada de uno de esos antiguos libros de devoción, que tanto utilizan los confesores para asustar a las mujeres y los niños.

Enriqueta estaba horrorizada por la terrible muerte de aquella princesa, y con los ojos de su viva imaginación, pronta siempre a dar cuerpo y vida a todos los pensamientos, veía el asqueroso coleo y las cabriolas incesantes de los pecados ocultados al confesor, y hasta por una aberración de los sentidos, las exhalaciones almizcladas del jesuíta le parecían oler a azufre.

¿Si iría a ahogarla a ella aquel pecado de amor, que tan cuidadosamente quería ocultar?

No necesitó el jesuíta de grandes esfuerzos para arrancar a la joven la revelación que ella tanto se había esforzado en evadir. Llorosa y suspirando, pero al mismo tiempo con la satisfacción del que, arrojando un peso comprometedor, se libra de un peligro, relató al confesor sus amores con Alvarez, aunque haciendo la salvedad de que ella creía siempre que aquello no podía ser pecado.

El padre Claudio mostraba indignación. ¿Cómo que no era pecado? Y no venial, sino grave, resultaba el comprometerse en amoríos una joven a quien su familia destinaba a Dios, convencida de que sentía una santa vocación por la vida monástica.

El jesuíta, oyendo el relato de aquellos amores, mostraba gran curiosidad, especialmente al tratarse de los paseos matutinos por el Retiro, únicos momentos en que los dos amantes se veían de cerca. Mostrabase el jesuíta ávido de detalles y varias veces interrumpió a la joven, dirigiéndola preguntas que en parte no comprendió, pero que la hicieron ruborizar.

Era la primera vez que Enriqueta oía hablar de aquellas tretas amorosas, pero obscenas, y, avergonzada, contestaba negativamente, extrañándose de que un sacerdote le hiciera tales preguntas, y de que creyera a ella y a Alvarez capaces de tales locuras, burlando la vigilancia de Tomasa, que los seguía.

El buen padre manifestó la misma expresión de desaliento del cazador que cree haber encontrado un rastro y al fin no halla nada, y siguió interrogando a la joven, hasta que se creyó bastante enterado de aquellos amores desde el principio al fin.

—Ese es, hija mía—dijo, cuando la joven terminó la revelación—, el más grave pecado, pues los demás que has confesado nada son al lado de tales amores. Afortunadamente has acudido a tiempo a lavar tu alma y a librarte del demonio de la voluptuosidad, que te posee.

—Pero, padre mío, ¡si ya no existen tales amores! ¡Si yo, por orden de papá, escribí una carta rompiendo mis relaciones con el capitán!

—No importa; tú le amas. Se conoce en tu modo de expresarte que no has olvidado aún a ese hombre, y es preciso, si quieres salvar tu alma, que de ella se borre la huella de un amor vergonzoso.

Enriqueta, que tanto había temido revelar sus amores al jesuíta, ahora que se veía ya descubierta había recobrado su serenidad y sentía renacer su carácter, que era doble, pues si en ciertas circunstancias se mostraba débil, y como propio de un ser automático, en otras daba a conocer una energía y una independencia verdaderamente inesperada.

—Pero padre—dijo con resolución—, ¡yo creía que un amor puro no era tan enorme pecado!

—Estás en un grave error, hija mía, y sin duda, el diablo te mantiene en él. La joven que no sienta temor al pensar en las penas del infierno, la que no quiera ir al cielo, esa puede entregarse a ese amor puramente terrenal, que no es, en el fondo, más que una torpe pasión; pero la que desee figurar después de su muerte entre las bienaventuradas y gozar las delicias celestes, debe huir de las falsas dichas terrenales dedicándose al único amor cierto, al que no engaña, a ese amor ardiente a Dios, que tan célebre hizo a Santa Teresa. En una palabra: dónde quieres ir tú después de la muerte, ¿al cielo o al infierno?

No había perdido el tiempo la baronesa educando a su hermana. La gran preponderancia que en ésta tenía la imaginación, convertíala en ciertos momentos en una visionaria; la continua lectura de leyendas piadosas, le había hecho formarse un horrible y exacto concepto del diablo y sus maléficas hazañas; cerrando los ojos, veía a Satanás, con su horrible catadura, y no podía oir hablar del infierno sin estremecerse de pies a cabeza.

—Al cielo; quiero ir al cielo—contestó con ansiedad, como si ya oyera en la sombra los pasos del demonio, que se acercaba para cargar con ella.

—Pues para ir al cielo es preciso, hija mía, estar en estado de santidad, y este estado los que más fácilmente pueden adquirirlo son los célibes o las vírgenes. Tú, indudablemente, procediendo como joven honrada, querrías contraer matrimonio con ese hombre que decía amarte. ¿No es esto?

—Sí, padre.

—Pues bien; el matrimonio, aunque muchos no lo crean así, es lo más opuesto al estado de santidad y el camino más recto para ir al infierno. No soy yo quien lo digo, sino la Santa Madre Iglesia, que no puede engañarse jamás.

—¿Y cómo es que la Iglesia casa a la gente?—preguntó Enriqueta con ingenuidad terrible.

—Es necesario el matrimonio, pues de lo contrario acabaría la procreación, y el mundo quedaría desierto. La Iglesia lo consiente, mas no por esto aconseja el matrimonio, pues sabe que para ganar el cielo sirviendo a Dios, no basta la virginidad del alma, pues es necesario también conservar la del cuerpo. ¿Has oído tú hablar del Santo Concilio de Trento?

—Sí, padre—contestó Enriqueta, que algunas veces había oído tal nombre en boca de los contertulios de su hermana aunque no estaba muy segura de lo que pudiera significar.

—Fué una santa reunión de todas las lumbreras de la Iglesia, sobre cuya augusta frente descendió el Espíritu Santo. Allí se distinguió por primera vez nuestra sagrada Compañía de Jesús, y se dictaron cánones sobre el matrimonio, que afirman esto que te digo. Oye lo que dice el Canon X, y recuérdalo siempre: "Si alguno dijese que el estado de matrimonio debe preferirse al estado de virginidad y de celibato, y que no es mejor y más venturoso permanecer en la virginidad o en el celibato que casarse, sea anatema." Anatematizados son, pues, por la Iglesia, los que no creen que la virginidad es el procedimiento más seguro para ir al cielo, como lo prueba el celibato de los sacerdotes, fieles representantes del Altísimo, y el de las religiosas, dulces esposas del Señor. Ahora, ya lo sabes; ya estás advertida por mí, que en estos momentos hablo por inspiración del cielo; cásate si ésta es tu voluntad y lo permite tu familia, pero está segura de que vas rectamente camino del infierno.

—No, padre mío; no me casaré. Además, he roto ya toda clase de relaciones con el hombre que amaba, y hoy mi corazón está vacío.

—No basta esto. Es preciso que ese corazón lo llenes con el santo amor a Jesús crucificado, divino Esposo de todas las jóvenes destinadas a gozar en el cielo una eterna dicha.

—¡Amaré a Dios, padre mío! Yo se lo aseguro. Hoy no le amo aún como debiera, pero con el tiempo...

—La oración y la humildad harán más que cuantos esfuerzos de ánimo intentes. Obedéceme a mí siempre; sigue los consejos de tu hermana, que es casi una santa, y no dudes que éste es el camino que te conduce a la eterna felicidad.

—Mi hermana desea hacerme monja.

—Es porque te quiere con verdadero cariño; porque se interesa por tu dicha. ¿Te sientes con fuerza para entrar en un convento?

—¡Yo!... No sé. En este instante creo que sí; pero después...

—Eso es, porque como muy bien has dicho antes, no amas aún a Dios verdaderamente. Cuando te sumas en la inmensa felicidad que produce entregarse en cuerpo y alma a la contemplación de la felicidad, cuando sigas fielmente mis consejos, entonces tú serás la más interesada en abandonar el mundo y pedir la vida religiosa. Serás monja y nos agradecerás a tu hermana y a mí el cuidado que nos hemos tomado por tu alma.

—¿Y mi papá?—preguntó Enriqueta, que al hablar del convento recordaba la oposición de su padre.

—¿Se opone acaso a tu vocación?

—Sí; un día me dijo que prefería verme muerta antes que monja.

—Eso es, sin duda, una obcecación lamentable del señor conde. Yo, que como sabes, le trato con asiduidad, estoy convencido de que las desgracias le han perturbado bastante, y que muchas veces no piensa bien lo que dice. Su oposición será fácil de vencer.

Enriqueta hizo un gesto, como indicando que no creía fácil disuadir al conde.

—Además—continuó el jesuíta—, los obstáculos que tu padre pueda oponer a tu vocación no deben torcer ésta. Los padres sólo tienen potestad sobre sus hijos cuando se trata de asuntos puramente terrenales; pero cuando un alma privilegiada quiere elevarse sobre las miserias mundanas y volar directamente a Dios, un padre es poca cosa para impedir tan sublime designio.

Enriqueta escuchaba con instintiva extrañeza tales palabras. El padre Claudio apercibióse del efecto que en su penitente producían sus afirmaciones y se apresuró a añadir, apelando al procedimiento casualista, propio de los jesuítas.

—No es esto decir que se debe desconocer y despreciar la autoridad de los padres; pero todo tiene su límite en este mundo, y ante Dios deben enmudecer las jerarquías y los privilegios creados por la sociedad. Nuestra santa Compañía, que por ser la que más hombres eminentes ha contado en su seno, se ha ocupado de todos los problemas que pueden surgir en la vida cuando se trata de servir a Dios, tiene previsto el caso en que la voluntad del padre se oponga a los sentimientos religiosos del hijo. Ilustres escritores de la Compañía de Jesús han publicado libros en que se marca lo que deben hacer los hijos cuando por culpa de sus padres ven en peligro su piedad y su salvación eterna. El padre Estevan Facúndez, jesuíta portugués, en su "Tratado sobre los Mandamientos de la Iglesia", que publicó en 1626, dice que los hijos católicos pueden denunciar a sus padres, si son herejes y no creen en su religión, y hasta pueden, sin caer en pecado, asesinarlos, si intentan obligarlos a abandonar la fe. Otro jesuíta español, el padre Dicastille, en su libro "De la Justicia del Derecho", cree del mismo modo que un hijo puede hasta asesinar a su padre si éste le impide ser buen católico. Del mismo modo han hablado otros respetables escritores de la Compañía, que no creo necesario citarte, y ya ves que cuando la Iglesia, por boca de nosotros, que somos sus más legítimos representantes, autoriza a un hijo, en cuestión de religión, para que mate a su padre, bien puede aconsejar a una hija que desobedezca a su padre también, que desprecie sus mundanales consejos y que procure, ante todo, salvar su alma, haciéndose esposa del Señor.

Enriqueta parecía convencida.

Allá dentro, en lo más profundo de su cerebro, le escarabajeaba cierta duda sobre la bondad y la lógica de las doctrinas del padre Claudio; pero esto en una joven ignorante e impresionable, como era ella, no pasaba de ser un fugaz chispazo, y, arrastrada por su fe, atribuía la ligera duda a una pérfida sugestión del demonio, que todavía intentaba poseerla.

—No; tu padre no se opondrá—continuó el jesuíta—. Y si se opusiera, el cielo se encargaría de defenderte y de barrer tales obstáculos. ¡Quién sabe lo que Dios habrá dispuesto contra tu padre, en vista de su impía obstinación!

El jesuíta dijo estas palabras con tono tal, que Enriqueta se estremeció, presintiendo en ellas una amenaza.

Por algunos momentos permanecieron silenciosos confesor y penitente, y, al fin, el padre Claudio, como arrancándose de una grave meditación, dijo a Enriqueta:

—Es preciso, hija mía, que te decidas; que tomes una resolución y sepas sostenerla con energía. Ahora es tiempo para escoger el porvenir. Estás en el cruce de dos caminos: el del cielo y el del infierno. Si eres débil, si te sientes seducida por las míseras pompas terrenales, si ocultas tu escasa fe, diciendo que quieres obedecer a un padre que tiene tendencia a la impiedad, entonces toma el camino del infierno; pero si quieres ir al cielo, sacrifica el mísero cuerpo, renuncia para siempre a los goces de la materia, guarda un alma virgen en un cuerpo intacto, huye de la maldita sociedad y enciérrate en un convento, lugar seguro, donde se alcanza la vida eterna. ¿Por quién te decides? ¿Por Dios o por el demonio?

—Por Dios, padre mío; yo amo a Dios sobre todas las cosas, como manda el catecismo.

—Muy bien, hija mía. Ama al Señor, que él te recompensará con creces. ¿No olvidarás esta resolución? ¿No sentirás flaqueza de ánimo?

—No, padre mío. Estoy resuelta.

—Por si algún día te tienta el diablo con los esplendores del mundo, pretendiendo apartarte de la buena senda, piensa que esta existencia que arrastramos es cosa débil y efímera, que a los ojos de la eternidad tiene tanta duración como el fugaz relámpago ante nuestros ojos. ¿Qué es la vida? Unas cuantas docenas de años, que la criatura humana malgasta en satisfacer su ambición o en apagar su sed de placeres, sin pensar en ponerse bien con Dios, ni menos en que más allá de la tumba está la verdadera vida, la que no acaba nunca, la existencia eterna, y que lo que aquí hacemos sirve para estar por los siglos de los siglos nadando en un piélago de felicidad celeste o sumido en un infierno de horrores. Mira a esas mismas mujeres que te rodean en los salones y que se llaman tus amigas. Son honradas, no lo dudo: cumplen sus deberes de esposas, hermanas e hijas: no hacen mal, al menos con deliberada intención: pero viven totalmente olvidadas de Dios, y no piensan un solo instante en poner bien su alma para el día en que les sorprenda la muerte. No piensan más que en el presente, no lanzan una sola mirada al porvenir: su dios es la moda: su devoción, el amor: sus oraciones, estúpidos y dulzones galanteos, e ignoran, ¡oh, desgraciadas!, que llegará el día de la ira, el día de la desolación, en que el Señor juzgará a los buenos y a los malos, a los que le han amado y a los que le han desconocido, y entonces esas carnes, ahora tan cuidadas y frescas, chirriarán al contacto del infernal fuego: sus blondos cabellos se convertirán en ondulante corona de azuladas llamas: sentirán en el pecho una angustia enloquecedora, y para apagar su inmensa sed sólo tendrán sus amargas lágrimas. Ya los alegres violines del baile o del teatro no las arrullarán con sus gratos sonidos: gritos de agonía, espantosas maldiciones, rugidos de dolor, llegarán a sus oídos, como horrísono concierto de los desesperados réprobos; y danzarán sin tregua ni descanso, pero no será como ahora, por puro placer, sino para librar sus pies de las enrojecidas brasas, de los viscosos monstruos, de los agudos puñales que forman el pavimento del infierno. ¡Ah, infelices los que ahora se divierten unos cuantos años, para vivir agonizando durante una eternidad!

Conocía perfectamente el jesuíta el carácter de la joven, y sabía manejar a su placer aquella viva imaginación, por la que pasaban las ideas atropelladamente, aunque detallándose y tomando el relieve de los hechos reales.

Aquella peroración de tonos apocalípticos era para Enriqueta una especie de linterna mágica, cuyos cuadros la aterraban. Ella, con los ojos de la imaginación, veía a Dios iracundo, ofendido y deseoso de venganza, arrojando las almas en el infierno, y sobre el suelo, tapizado de monstruos y brasas, por entre las crepitantes y azules llamas, distinguía a todas sus compañeras, las flores de la aristocracia madrileña, desnudas y chamuscadas, apestando a grasa quemada y arrojando raudales de lágrimas por los ojos, implorando en vano la misericordia divina y lanzando lamentos de loca desesperación.

No, ella no quería verse así; no quería ir al infierno; deseaba ser esposa de Jesús, y llevada del religioso egoísmo, propio de las visionarias, se prometía no dejarse tentar más tiempo por las seducciones mundanas, renunciar al amor y desobedecer a su padre, si es que éste se oponía a que entrara en un convento, impidiéndola que salvara su alma.

Pero, ¿qué era aquello que con tono tan agradable resonaba en su oído? ¿De dónde procedía una armonía tan deliciosa? Era el padre Claudio, que seguía hablando; pero su acento enérgico y aterrador había tomado una entonación dulce y meliflua.

—¡Cuán distinta es la suerte de la mujer que dedica su existencia a Dios! Ella ve claramente lo que es el mundo, y con la vista fija en el porvenir sabe despreciar el presente por lo futuro. Renuncia a las pompas y las dulzuras humanas, pero, en cambio, goza la eterna felicidad, y cuando su alma queda libre de la terrena envoltura, paséase por las celestes salas, conversa con los bienaventurados, oye el arrobador concierto de los angelicales coros, y se sumerge en el esplendor de sublime luz que circunda la persona de Dios, estremeciéndose con los arrebatadores espasmos del más sublime placer. La lengua humana es pobre para describir la inmensidad de dichas que se gozan en la mansión de los justos, pero bástate, para imaginar cuán grande será la celestial felicidad, pensar que es Dios el que todo lo puede y todo lo sabe, quien dispone y prepara los goces de los bienaventurados. Cuando se considera lo poco que cuesta ganar tanta dicha, es cuando mejor se comprende la inmensa bondad del Señor. ¿Qué sacrificios exige? Nada. Renunciar a los engañosos placeres que proporciona el demonio durante el poco tiempo que dura la vida de la humana criatura. Y a más de esto, ¡cuán llena de dichas está la existencia de la feliz esposa de Jesucristo! Vive alejada de las miserias del mundo y los dolores sociales; las penas que engendra la familia, la maldad y la murmuración de los hombres, vienen a estrellarse contra los muros del convento. Dentro de él, la mística esposa es libre, independiente, se ha despojado del peso de las preocupaciones mundanales, no tiene que luchar ni que preocuparse en defender su honor, ni tiene marido que la aflija, ni hijos que la apenen con sus dolencias. Le basta con amar a Dios, su esposo, y vive en íntimo y dulce consorcio con sus compañeras, seres llenos de dulzura y de benignidad. Habla amorosamente con Jesús crucificado, que le sonríe amoroso y besa con estremecimientos de pasión sus abiertas llagas, sus raudales de sangre; aspira el místico y tranquilizador ambiente de los claustros, que elevan en el espacio su filigrana de piedra de un modo tan aéreo como la oración del creyente; no tiene que preocuparse ni aún de reflexionar; todo muere dulcemente dentro de su cerebro, y un poder superior y maternal se encarga de pensar por ella. De día, a la luz del sol, mira las florecillas que abren sus cálices salpicados de rocío, como mudas bocas que entonan su invisible himno a la divinidad; conversa con el sencillo pajarito; de noche, para ir al coro, atraviesa las silenciosas crujías bañadas por la misteriosa luz de la luna, y siente tras sus pasos los del invisible Angel de la Guarda, que con la ígnea espada desenvainada, la defiende del demonio; junta el oro con el terciopelo y la seda para hacer un traje a la Madre de Jesús, y se extasía a todas horas en la contemplación de su alma, pura y limpia de malos pensamientos, por lo mismo que no piensa, y hasta puede esperar que el Omnipotente la favorezca, haciéndola obrar milagros y destinándola a que por el tiempo figure en los altares. ¿No es esto la mayor de las felicidades?

¡Ah, padre Claudio! ¡Bendito padre Claudio! Buena mano derecha os había dado Dios para trastornar cabezas juveniles y para hacer hervir, hasta derramarse, a las imaginaciones fogosas. Por algo la Compañía le tenía, ya que no por uno de sus mejores predicadores, por el más eminente confesor de cuantos enloquecen cabezas juveniles de aristocráticas herederas, para arrojar sobre ellas las blancas tocas y limpiarlas después los bolsillos.

Enriqueta estaba trastornada. Aquella descripción de las dulzuras monásticas, que el jesuíta aún recargó con detalles más conmovedores, hizo más que todas las exhortaciones de la baronesa, dichas con lenguaje imperativo.

Al terminar el jesuíta su discurso, Enriqueta, con la impetuosidad de aquel carácter que tenía dos diversas fases, exclamó:

—¡Oh, padre Claudio! ¡Yo quiero ser monja! ¡Obedeceré cuanto usted me mande y entraré en un convento, aunque se oponga el mundo entero!

El jesuíta sonrió en la sombra, con la dulce expresión de un artista que se siente satisfecho ante su obra.

—¡Bien, muy bien!—dijo—. Serás monja, te lo asegura el padre Claudio, que te mira como una hija y te protegerá en todas ocasiones. Ahora di el "Señor mío, Jesucristo...", y acabemos, que tu hermana está impaciente.

Rezó la joven, con la cabeza baja, mientras dentro del confesonario sonaba un confuso masculleo de latín.

Acabó el rezo, y sobre la portezuela del sacro cajón apareció la blanca mano del jesuíta, que trazó en el espacio la bendición absolutoria.

Con aquello bajaba del cielo a la cabeza de Enriqueta la divina clemencia, y el padre Claudio comenzaba a tentar los millones de la familia de Baselga, tan apetecidos por la Orden.

Otro golpecito como aquella confesión, y el hermoso jesuíta andaba de un solo salto la mitad del camino que conducía al generalato.

XXII

De cómo el padre Claudio
tendió la tela de araña.

El doctor don Pedro Peláez era el médico de Madrid más reputado entre la clase aristocrática.

Una fama, si no de excesiva brillantez, sólida e inalterable, acompañaba su nombre, y no se sentía enfermo un individuo de la alta sociedad sin que al momento parientes y amigos dijesen con la expresión propia del que ha encontrado una solución salvadora:

—¡Que busquen al doctor Peláez! ¡Que venga inmediatamente!

Su reputación científica estaba al abrigo de todo ataque, y a pesar de que era un médico vulgar que no se distinguía en ninguna especialidad, nadie se atrevía a dudar de su sabiduría, que entre las gentes del gran mundo era casi artículo de fe.

En los salones hubiera sido considerado de mal tono hablar de dolencias sufridas, sin unir a ellas el nombre del doctor de moda, que parecía protegido por un oculto poder, encargado de acrecentar su fama.

La consigna era general. Enfermaba alguna aristocrática señora, y no faltaba un amigo oficioso que dijera inmediatamente:

—Eso no es nada. Llame usted a Peláez, y en cuatro días, buena. Le gustará a usted mucho el doctor. Es un hombre de mundo, un carácter franco y agradable.

Se sentía indispuesta alguna beata opulenta, y entonces su mismo director espiritual era el encargado de decirla:

—Llame usted al señor Peláez. Es un gran médico, y, además, un buen católico; un hombre virtuoso que fía más en Dios que en su ciencia, y que no incurre en las herejías de esos doctores materialistas que hoy tanto abundan.

Podía dormir tranquilo el doctor Peláez, pues su fama no corría peligro. Se le morían los enfermos con aterradora frecuencia; los compañeros de Facultad sonreían desdeñosamente al hablar de él, y le aplicaban, como saetas de desprecio, los más denigrantes calificativos; pero allí estaba, para defenderle, toda la alta sociedad, los pollos tísicos, las niñas cloróticas, los padres martirizados por la gota, y, sobre todo, la gente de Iglesia, y más especialmente los individuos de la Compañía de Jesús, que hablaban de la piedad y las virtudes del médico con preferencia a sus conocimientos científicos.

El padre Claudio era la más sólida base de aquella reputación médica, y no visitaba una sola casa en la que no introdujera a su buen amigo don Pedro Peláez, asombroso portento, que era capaz de obrar milagros, como los antiguos santos.

Nada tenía el doctor en su aspecto que justificase tan buena y general aceptación. Conocíase su origen campesino por cierta rudeza en sus maneras y aun en su lenguaje, que él pugnaba por ocultar; su rostro, curtido y cetrino, era vulgarote, teniendo, como detalles distintivos, unos ojos verdosos, que rebosaban malicia, unas patillejas recortadas con poco arte y una gran boca que sonreía con graciosa bondad, y a esto había que añadir que vestía con cierta afectación, procurando ostentar un lujo recargado y ridículo.

Pero, en cambio, tenía una conversación entretenida, era francote e ingenuo, hasta el punto de que, según la expresión de sus bellas clientas, llevaba el corazón en la mano, y tanta facilidad tenía para la narración, que se sentía capaz de pasar un día entero sin repetirse ni cansar a su aristocrático auditorio.

Cuando entraba en una casa, aunque el enfermo estuviera muriéndose, todos desarrugaban el ceño, y hasta algunos sonreían acariciados por la confianza que el médico infundía con su presencia. Pulsaba a los enfermos diciendo un chiste, entretenía a la familia con un alegre cuento, y cuando se le moría el infeliz que él cuidaba (lo que ocurría las más de las veces), aun llegaba a alcanzar con sus palabras que se mitigara bastante el dolor de parientes y allegados.

No se llegaba a determinar en él quién alcanzaba tal éxito y era motivo de tan gran fama, si el médico o el elegante bufón. Joaquinito Quirós, gran aficionado a las imágenes clásicas, aun cuando las sacase por los cabellos, decía de él que era Momo embozado en el manto de Esculapio.

Este don Pedro Peláez era el patriota de quien el padre Claudio habló a Baselga en su conferencia con O’Conell, y pocos días después de que ésta se verificase, lo presentó al conde en aquel despacho, estancia misteriosa donde se incubaba, al calor de una exaltada imaginación, la gran empresa de Gibraltar.

El jesuíta debía ya haber puesto a Peláez al corriente de lo que se trataba, pues el médico habló al conde de la importante conquista con gran entusiasmo, jurando repetidas veces hacer los mayores sacrificios para devolver Gibraltar a la patria española.

A Baselga no le fué muy simpático el doctor Peláez al primer golpe de vista. Conocía de nombre a aquel médico, del que se hacía lenguas la buena sociedad, y al verlo lo encontró un tipo de rústico, malicioso y vulgar, incapaz de acometer ninguna empresa grande.

Pero aquél, exaltado por el patriotismo, tenía la condición de apreciar a sus amigos con arreglo al grado de entusiasmo que mostraban por su grandiosa empresa, y como el famoso Peláez no anduvo parco en punto a elogios y exageraciones, tratándose de la idea concebida por Baselga, éste le reputó inmediatamente por hombre de gran valía, que bajo un exterior vulgar encerraba un corazón de oro.

Tratándose de un carácter tan franco y amigo de entrometerse en todo, como era el del reputado médico, fácil es adivinar lo poco que le costaría captarse la confianza de aquel Don Quijote del patriotismo, nombre que el padre Claudio daba a Baselga en sus conversaciones con su secretario.

Peláez visitó todos los días a su amigo, y con él permanecía horas enteras, discutiendo calurosamente los últimos detalles del famoso plan y lo que debía hacerse después del triunfo.

El conde estaba contento y satisfecho del carácter de su auxiliar, y, sobre todo, lo que más le agradaba en él, es que nunca le hacía la oposición y acataba siempre todas sus órdenes.

Aquello marchaba, según la expresión del conde, que muchas veces no podía contener su alegría, y en la mesa hablaba a sus hijas con fruición y chispeándole los ojos, del gran plan que él cuidaba de no revelar, pero que las honraría a ellas como hijas del más grande hombre de España.

A Enriqueta producíale alguna inquietud la exaltación que notaba en su padre, y que aumentaba de un modo poco tranquilizador.

Fernanda, por el contrario, permanecía tranquila, y únicamente examinaba a su padre con curiosidad. Sabía que el padre Claudio tenía algo que ver con aquella exaltación, y no se inquietaba, pues tenía absoluta confianza en aquel grande hombre, del que era ferviente admiradora.

Además, en ella existía un gran fondo de odio contra el hombre que sabía no era su padre, y que la trataba siempre con desdeñosa indiferencia, haciéndola sentir muchas veces el peso de su autoridad. El conde era un obstáculo para los planes del padre Claudio, y ella, por su amor a éste, deseaba que le hiciera desaparecer.

Un día comenzó a alarmarse, no sólo la familia, sino toda la servidumbre de casa de Baselga.

Eran las ocho de la mañana, y en el patio sonaron voces coléricas, disputando con gran furor, y se vió subir precipitadamente al obeso portero con una mejilla enrojecida por la marca que deja un tremendo bofetón.

El ayuda de cámara del conde, que acababa de ponerse en actitud de servir, pues su señor se levantaba siempre a dicha hora, acudió presuroso al encuentro del atribulado portero, que con aire azorado exclamó:

—Yo no sé lo que es eso; pero abajo hay muchos hombres, una tropa de palurdos, que parecen del Norte, y que son salvajes como unos indios. No les quería dejar pasar, y mira cómo me han puesto. Ese viejo que va al frente me ha dado dos bofetadas.

Y el gordo sirviente se llevaba la mano a la mejilla con una expresión de dolor que resultaba grotesca.

—Pero, ¿qué quieren esos bárbaros?—preguntó el ayuda de cámara.

—Buscan al señor conde, y dicen que son amigos de él, y que si vienen es porque él los ha llamado. Véase si esto puede ser. ¡Como si el señor conde fuera a buscar sus amigos en los corrales de ganado!

En esto ya sonaba en la anchurosa escalera el pesado trote de muchos pies torpes, pero seguros en el pisar, y poco después desembocaba en la antesala un rebaño de hombres vestidos de lana parda, la boina azul sobre la oreja y en la mano groseros y robustos bastones.

Eran como unos veinte, y los había de todas clases. Unos membrudos, de estatura gigantesca y rostro ingenuo como el del niño; otros pequeños, angulosos e inquietos, con cara de rusticidad maliciosa; algunos, viejos y curtidos; las más, jóvenes, con la tez respirando esa frescura que presta la vida de las montañas, y todos de gesto enérgico y apostura resuelta, como hombres seguros de su fuerza, que ni buscan ni rehuyen el peligro.

Al frente de ellos iba un viejo enjuto y pequeño, de airecillo socarrón y ojos menudos, azules y penetrantes, el cual tenía sobre sus compañeros cierto aire de superioridad y miraba a todas partes con confianza, como hombre que no se cree capaz de que le asombre cosa alguna.

Al ver al ayuda de cámara, le dijo con tono imperativo:

—¡Eh, muchacho! Tú sabrás darnos mejor razón que ese gordote. Dile a tu amo, el señor conde, que aquí está el tío Fermín, el de Zumárraga. ¡Anda vivo!, que él ya nos estará esperando hace días.

Luego continuó dirigiéndose a los suyos, que le miraban con satisfecho amor propio al verle mandar en aquella casa:

—¡Vaya, chiquillos! Sentaos sin vergüenza. El conde es muy campechano, y aquí estáis como en vuestra propia casa.

El rebaño, obedeciendo la orden del pastor, se esparció por la antecámara, moviendo gran estruendo con sus fuertes patadas y colocándose ruidosamente en las sillas de madera tallada, algunas de las cuales chocaron violentamente contra la pared.

Aquella horda, con su ruidosa invasión, su vocerío en el patio y los gritos del tío Fermín, puso en conmoción toda la casa, y a los pocos instantes, el resto de la servidumbre asomaba sus curiosas caras tras los portiers del recibidor, asombrándose ante aquellas feroces cataduras y la rusticidad de trajes que desentonaban del lujo de la habitación.

Doña Fernanda, avisada por su curiosa doncella, supo inmediatamente la irrupción bárbara de que era objeto la casa, y vistiéndose apresuradamente, fué a asomar sus ojos por las rendijas de un cortinaje de la antecámara.

Su instinto aristocrático se sublevó al ver aquella manada de hombres toscos que miraban con asombro los detalles lujosos de la habitación, al mismo tiempo que dejaban impresas en la alfombra las sucias huellas de sus zapatos cubiertos de barro. Iba la baronesa ya a salir para arrojar a la calle a la plebeya turba, cuando vió entrar por la puerta de enfrente, envuelto en su bata, al conde de Baselga, erguido y sonriente, como si experimentase inmensa satisfacción.

Todos se levantaron, moviendo tanto estrépito como al sentarse.

—¡A sus órdenes, mi coronel!—gritó el tío Fermín, llevándose una mano a la boina para saludar militarmente, al mismo tiempo que con la otra estrechaba con gran respeto la que le tendía el conde.

—¡Aquí están los chicos!—continuó con expresión gozosa—. Usted, mi coronel, de seguro que habrá dicho en vista de mi tardanza: "Ese Fermín no se acuerda ya de mí ni me quiere obedecer"; pero el tío Fermín no es ingrato, ¡qué ha de ser! Lo único que le ha sucedido es que le ha sido difícil buscar y reunir la gente; pero lo importante es que ya está aquí dispuesta a obedecerle como en otros tiempos; ¡je, je! ¡Qué tiempos aquéllos, mi coronel!

Y el fuerte viejo se reía abriendo su boca desdentada, y oprimiendo con entusiasmo la mano del conde.

—¿Y es ésta la gente, tío Fermín?—dijo Baselga, paseando su penetrante mirada por el confuso grupo que le contemplaba con respetuosa admiración.

—Esta es; sí, señor. Es decir, quedan aún treinta más, que vendrán dentro de dos días. Les quedaba algo que hacer por allá, y además no convenía que viniéramos todos juntos. Algunos sirvieron en las filas cuando la guerra, y todos estos jovenzuelos son hijos de antiguos soldados de nuestro regimiento y le conocen a usted por lo mucho que hablaban sus padres del valiente coronel Baselga. ¿Verdad, hijos míos?

Aquellos mocetones contestaron muda y afirmativamente con tal energía, que parecía iba a salírseles la cabeza de los hombros.

—Ya veo que es gente que promete—dijo el conde—, y de seguro que con ellos pueden hacerse muy buenas cosas.

Veinte sonrisas estúpidas acogieron agradecidas el cumplido.

—Póngalos usted a prueba y verá. Son fieras, y más cuando se trata de reñir por el rey legítimo. Conque, señor conde, ¿cuándo daremos el grito? Porque yo supongo que no nos habrá usted llamado, gastando tanto dinero, por el solo placer de vernos.

—Ya hablaremos de eso. Ven solo esta tarde y te diré lo que hemos de hacer. ¿Necesitas dinero?

—¡Quiá!, no, señor. Con los tres mil duros que usted envió he tenido de sobra para dejar algo a las familias y traer esta gente y la que ha de venir, y aún queda para mantenerse muchos días aquí.

—Así que necesites más dinero, avísamelo. Ahora marchaos y procurad ir por Madrid en pequeños grupos, sin llamar la atención. Hasta la vista, muchachos; y tú, Fermín, te espero esta tarde.

Salió la horda con el mismo estrépito, saludando con sus boinas al conde y llevando al frente, como cuidadoso pastor, al tío Fermín, que había tomado ojeriza al portero, pues al verle en la escalera blandía su garrote de un modo poco tranquilizador.

Perdiéronse escalera abajo los trotes de aquella tribu, arrancada de lo más abrupto de las montañas navarras y llevada a Madrid por la voluntad del conde. En la antecámara no quedaron como recuerdos de la invasión más que las manchas de barro en la alfombra y un nauseabundo olor a salud.

La baronesa experimentó gran alarma con aquel acontecimiento inesperado.

Por más que esforzaba su imaginación no podía adivinar cuáles eran aquellos propósitos que su padre ocultaba con tanto misterio, y por qué había hecho venir tanta gente desde Navarra.

Comprendía que el padre Claudio sabía más que ella en aquel asunto; pero por no merecer de él una reprimenda, ni oir que su curiosidad se mezclaba en todo, no avisó al jesuíta de lo ocurrido, como en el primer momento lo pensó.

Quiso aquella tarde sorprender algo de la conversación del conde con el viejo navarro, pero no pudo lograr su intento, pues Baselga, como de costumbre, cuando tenía que tratar algo en secreto, había cerrado la puerta de una habitación anterior a su despacho.

La baronesa hubo de contener forzosamente su curiosidad, que se excitó dos días después con motivo de otra visita que hizo el tío Fermín, con más numeroso acompañamiento y con el mismo estruendo, aunque sin tener choques con el obeso portero.

Eran treinta mozos los que el viejo navarro presentaba al conde, diciéndole que acababan de llegar en el tren de la mañana, y que estaban tan deseosos de ver a su noble jefe, que no había podido disuadirlos de tal visita.

La baronesa, que oculta tras el mismo cortinaje de la antesala presenciaba la escena, se alarmó más aún y pensó con terror si su padre haría desfilar por aquella casa a todo su antiguo regimiento.

No creía ya que en aquello pudiera tomar parte el padre Claudio, y se propuso revelarle lo que ocurría aunque el jesuíta le reprochara su curiosidad.

Envió al portero a la casa residencia de los jesuítas, con una esquela en que rogaba al padre Claudio pasase a verla cuanto antes, y a su director espiritual, el padre Felipe, le comunicó cuanto ocurría en aquella misma tarde, pues no podía contener más tiempo la extrañeza producida por tan inesperados sucesos.

Estaba la baronesa muy ocupada en comentar con su director espiritual aquellas misteriosas maquinaciones de su padre, cuando entró la doncella, a quien doña Fernanda había encargado que espiara todos los actos del conde.

—¡Señora, señora!—dijo apresuradamente la joven—. El señor ha bajado hace un rato a las cuadras y ha hecho desocupar el cuarto del forraje.

—¡Bien! ¿Y qué?—contestó la baronesa, no comprendiendo que tal noticia pudiera causar tanto azoramiento.

—Que acaban de llegar dos carros con unos cajones muy pesados, y a fuerza de muchos brazos acaban de colocarlos en el depósito del forraje.

—¿Y qué contienen los cajones?

—Agustín el cochero, que ha ayudado a colocarlos y ha hablado con los mozos, acaba de decirme que tienen dentro carabinas.

—Será una broma—dijo la baronesa palideciendo.

—No, señora. Yo he oído el ruido de los cajones al descargarlos, y aseguro a la señora que contienen objetos de hierro. Indudablemente son armas.

La baronesa y su amigo se miraron asombrados, haciéndose mudamente la misma pregunta. ¿Para qué serían aquellas armas?

—¿Y dónde está el señor?—preguntó doña Fernanda.

—Vigilando y dirigiendo la colocación de los cajones. Uno de éstos, dice Agustín que lo han descargado con precaución, pues contiene cartuchos que pueden dispararse con facilidad.

A la baronesa le pareció que ya se bamboleaba la casa, movida por una explosión, y con acento algo angustiado, dijo a la doncella:

—Vuelve a ver lo que hace el señor, y Dios quiera que no nos suceda una desgracia.

Doña Fernanda y su director espiritual se entregaron a los más aventurados comentarios, creyendo, cuando menos, que el conde trataba de verificar un alzamiento carlista en el mismo Madrid.

Era preciso poner aquello en conocimiento del padre Claudio, y su subordinado, el robusto y potente confesor, se comprometía a manifestarle la urgencia con que la baronesa solicitaba su presencia.

A la mañana siguiente, el padre Claudio, antes de la hora en que acostumbraba a ir a Palacio, entró en el salón de doña Fernanda.

Esta, que le aguardaba hacía ya mucho tiempo y que, como de costumbre, se había vestido y acicalado con elegancia para recibir dignamente al poderoso jesuíta, se abalanzó a él, exclamando con doloroso acento:

—¡Oh, padre mío! ¿Qué va a suceder aquí? ¡Con qué impaciencia le aguardaba! Creo que ya sabrá usted lo que ha hecho mi padre.

—Sí, hija mía. Este suceso lo aguardaba yo hace algún tiempo; pero siéntate y hablemos con calma, pues el asunto lo merece.

Sentáronse los dos en un sofá, y el jesuíta dijo, adoptando un aire paternal:

—Vamos, hija mía. Cuéntame todo lo sucedido ayer. El padre Felipe me ha dicho algo, pero deseo que seas tú quien me diga lo ocurrido, con todos los detalles.

La baronesa hizo la relación de todo lo sucedido. La llegada de los navarros, el almacenaje de las armas, el gran susto de los criados, que sabían todo lo que ocurría, y el no menor que experimentaba ella, pues comprendía que de todo aquello nada bueno podía salir.

—Y tú—dijo el jesuíta—, ¿qué intenciones le supones a tu padre? ¿Por qué crees que hace todas esas cosas que resultan extrañas?

—Yo, padre mío, la verdad, no sé cuál pueden ser sus ideas. Ahora, afortunadamente, estamos en una época tranquila, el partido carlista no piensa en conspiraciones, y al ver yo estos preparativos guerreros de mi padre, casi llego a sospechar si estará loco.

El padre Claudio sonrió, como halagado por estas últimas palabras, y dijo a su admiradora:

—¿Recuerdas que un día vine aquí con un sabio irlandés, el doctor O’Conell? Tú estabas en una Junta de Cofradía, y encargué al ayuda de cámara de tu padre que te participase la visita. ¿Lo recuerdas?

—¡Oh, sí, perfectamente! Vino vuestra paternidad con un sabio que estaba de paso en Madrid y que se marchaba aquella misma noche. El doctor O’Conell, según usted me dijo después, es un sabio de gran reputación, y, además, un buen católico y amigo de la Orden. Ya ve usted que me acuerdo.

—Pues bien; aquella visita, que parecía insignificante, tenía gran importancia. Yo traje aquí a O’Conell con toda intención.

—También ha traído usted al famoso doctor Peláez, con el que ha simpatizado mucho mi padre.

—También ha sido intencionadamente. Necesitaba que la ciencia viniese a ratificar una sospecha que hace tiempo abrigaba yo.

—¡Cómo! ¿Qué es eso? ¿Qué es lo que usted cree, padre Claudio? ¡Oh, dígamelo, por Dios!

La baronesa demostraba gran excitación. Pero ésta era producida más por la curiosidad que por la zozobra dolorosa que en toda hija produce un riesgo que amenaza a su padre.

—¡Calma, hija mía, calma! No te inmutes y conserva la serenidad, que en estas circunstancias es más necesaria que nunca. Comprendo que mis palabras te impresionarán desagradablemente, pero debes tener valor.

Y luego añadió, bajando la voz y mirando a todas partes, como si temiera ser oído:

—Tu padre está loco.

Y doña Fernanda, por toda contestación, murmuró:

—Me lo temía.

Quedaron en silencio los dos, y pasados algunos minutos de reflexión, la baronesa preguntó a su ídolo:

—Pero dígame vuestra paternidad: ¿qué ha sucedido? ¿Cómo ha venido usted a convencerse de la locura de mi padre?

—¡Oh! Es muy largo de contar. Procuraré decírtelo brevemente. Tu padre ha caído en la extraña monomanía de querer arrebatar Gibraltar a los ingleses, y hace ya muchos meses que no se ocupa de otro asunto. La idea, siempre fija, de alcanzar gran renombre, como sus antiguos compañeros de armas, le ha hecho incurrir en tal manía, y él que, como sabes, no ha sido nunca gran aficionado a los libros, estudia ahora con tenacidad las obras militares, y ha conseguido hacerse un sabio. Las fortificaciones de Gibraltar las conoce perfectamente, y hace poco tiempo aquel viaje que emprendió, y del que tan malhumorado vino, no fué a sus posesiones de Castilla la Vieja...

La baronesa, que oía la relación con extrañeza y curiosidad, no se pudo contener.

—Pues, ¿adonde fué?—exclamó.

—A Gibraltar, de donde le arrojó la policía inglesa, sin duda porque con sus imprudencias excitó sus sospechas. El mismo me lo ha contado, pues por una extraña casualidad le inspiro gran confianza. Su manía le induce principalmente a considerar a todos sus amigos como cómplices de la conspiración y les comunica sus planes. Yo, que conozco su carácter y sé que es terrible cuando se irrita, procuro no contradecirle, y consiento que me trate como compañero de conspiración. Lo mismo le ocurre a Joaquinito Quirós, que hace tiempo se apercibió de las manías del conde. Al principio eran éstas inofensivas, y se limitaban a risueñas esperanzas y planes, que no se habían de realizar; pero, poco después, tomaron un carácter alarmante, hasta tal punto, que hoy puedo asegurarte, hija mía, que si tú, en representación de toda la familia, no tomas medidas enérgicas, este loco puede perturbar, no solamente esta casa, sino España entera, creando un conflicto internacional, en el que, indudablemente, perderá la vida. Figúrate que ha comprado armas y ha llamado esa gente que tú ya conoces, con el descabellado propósito de apoderarse de Gibraltar por sorpresa, y habla de esta empresa imposible con la misma naturalidad que Don Quijote hablaba de las más tremendas aventuras. Tan parecido está al loco hidalgo manchego, que toma ya por gigantes los molinos de viento, pues a un doctor lo convierte en capitán, metiéndolo imaginariamente en su conspiración.

—¿Cómo es eso?

—Se ha empeñado en que el sabio doctor O’Conell es un capitán irlandés de guarnición en Gibraltar, y que se ha comprometido a ayudarle en su aventurada empresa.

—Pero, ¿puede haberse forjado tal idea? Eso es un disparate.

—¿Qué te extraña, hija mía? Si no pensase tan absurdamente no sería un loco. Indudablemente, lo que sueña en su desordenada imaginación lo cree una realidad, y por esto afirma tan seriamente que el doctor es un militar comprometido en la patriótica conspiración.

—Pero en algo se fundará para hacer tales afirmaciones.

—En nada absolutamente, querida hija. El doctor O’Conell tuvo con él una larga conferencia, de la que yo fuí testigo, y en ella no se trató nada que pudiera servir de base a tales ilusiones. Es verdad que el conde habló de Gibraltar con esa exaltación que siempre le acomete cuando trata de ese plan tan funesto para su razón; pero el doctor, ocupado en observarlo, apenas si le contestó, fijándose únicamente en las muestras que daba de enajenación mental. Salimos mi amigo y yo de la visita, sin que pudiera imaginar el efecto que ésta había de producirle, y al día siguiente, al volver aquí, mi sorpresa no tuvo límites cuando el conde me preguntó por el capitán O’Conell, y si éste tardaría mucho en indicarle, por conducto mío, el momento oportuno para dar el golpe sobre Gibraltar. Pero mi asombro se trocó en miedo cuando me habló de traer de Navarra hombres de confianza y comprar armas. Temblé, pensando en los terribles compromisos que su locura iba a traer sobre esta casa, para mí tan querida, y busqué inmediatamente al amigo Peláez, encargándole que estudiase atentamente la enfermedad del conde.

Doña Fernanda estudiaba fijamente a su poderoso amigo, como si intentase adivinar en su frente pensamientos muy opuestos a su palabra.

La aristocrática devota se había rozado demasiado con gentes cuya facultad predominante era la astucia, para no presentir que allí debía haber algo extraño e importante, que el buen padre le ocultaba.

Sentíase inclinada a la desconfianza, pero, al mismo tiempo, era tan pura la mirada del jesuíta, tenía su rostro tal expresión de inocencia, que la devota se sentía arrepentida de sus sospechas.

El padre Claudio podía jactarse de ser dueño absoluto de su voluntad y tener en la baronesa una sierva sumisa.

No; ella, a pesar de todos sus presentimientos, no quería recelar nada; no se sentía capaz de pensar mal de su poderoso amigo, y estaba dispuesta a creer a ojos cerrados cuanto el jesuíta le dijera.

Además, no le desagradaba aquello de que el conde fuese declarado loco, y pensaba con fruición en que por tal procedimiento se realizarían sin obstáculo alguno los planes que sobre el porvenir de Enriqueta se había forjado ella y el jesuíta.

Pensando en tan halagüeña idea, se le escapó una sonrisa de complacencia, y como llama de atalaya que hace una señal en la oscuridad de la noche, en el fondo de la mirada del padre Claudio brilló una luz fugaz y extraña. Aquel chispazo contestaba a la sonrisa. Se daban ya por entendidos el maestro y la discípula.

Doña Fernanda se había decidido ya a creer en la locura de su padre. Ella sabía lo que significaba tal locura sobreviniendo poco después de negarse el conde a las demandas del jesuíta; pero sentía tranquila su conciencia, más que todo por la naturalidad simple y terrible que presentaba el asunto, y que hacía honor a la preparación jesuítica.

La cosa era sencilla y no daba lugar a dudas. Baselga ya no era el mismo de un año antes. Se había fijado tenazmente en su cerebro un plan imposible, y el que antes era un ser misantrópico y silencioso, mostrábase ahora exaltado y locuaz. Esto no era suficiente para declarar a un hombre loco; pero allí estaban, como acusaciones poderosas e indestructibles, el empeño en convertir a un sabio doctor en capitán del ejército inglés, la llamada de aquella turba de feroces navarros, la compra de armas y, sobre todo, el testimonio del doctor Peláez, aquella lumbrera científica del mundo elegante, que golpeándose el pecho con sus rudas manazas, manifestábase dispuesto a jurar ante Dios, si era preciso, que Baselga estaba más loco que muchos reclusos en los manicomios.

Ella volvía a repetirse que no sentía intranquilidad en la conciencia. Tenía la obligación, como buena católica, de creer a un santo varón tan respetable como el padre Claudio, y desechaba, como inspiraciones del demonio, las sospechas que la acometían. Ella no pecaba creyendo a su padre loco, aunque la razón le aseguraba todo lo contrario. Se lo decía el respetable jesuíta, y ella, con creerlo, quedaba libre de toda responsabilidad. ¡Oh! ¡Cuán cómoda era aquella fe!

El padre Claudio adivinó, con su natural perspicacia, lo que pensaba aquel ser tan supeditado a su voluntad, y seguro ya de su obediencia siguió adelante.

Habló a la baronesa de la necesidad en que estaba de prevenir los peligros que pudiera ocasionar la locura de su padre, y le pintó con sombríos colores cuál iba a ser la suerte de éste, si permanecía libre, como hasta el presente.

—Tú no llegas a imaginarte lo peligroso que es para su familia, y hasta para su propia persona, un loco dominado por tan extraña manía como la del conde. Hasta la paz de la nación peligra, si tu padre permanece, como hasta el día, dueño por completo de sus acciones. Figúrate que mañana mismo, tenaz en su idea de que el doctor O’Conell es un capitán que le ayuda dentro de la plaza de Gibraltar, se le ocurre valerse de sus armas y de esos hombres que ha reunido, y se dirige a la posesión inglesa, intentando entrar en ella en son de guerra. Las autoridades británicas, que no reparan gran cosa en apreciar locuras, lo ahorcarán, indudablemente, en tal caso, y todo el mundo te señalaría a ti como responsable de tan afrentosa muerte, pues, conociendo a tiempo su locura, no habías evitado sus consecuencias.

—¡Jesús!—exclamó la baronesa con afectado horror, tapándose el rostro con las manos.

—Vamos, hija mía; hay que tener presencia de ánimo y no entregarse al dolor. Hoy aún estamos a tiempo para evitar tales horrores, si es que tú tienes la suficiente firmeza para adoptar una resolución que ponga en seguro la existencia de tu padre y la paz de esta casa.

—¡Oh, diga usted, reverendo padre! ¿Qué debo hacer?

—Ante todo hay que buscar a varios doctores de reconocida capacidad, para que celebren una consulta sobre la salud del conde, y enterados suficientemente de sus nuevas costumbres y extrañas ideas, digan si está loco o no.

—Estoy dispuesto a ello, y llamaré a los doctores que usted me indique.

—Basta con que llames a uno; los otros los convocará el doctor Peláez, que puede apreciar mejor que nosotros el mérito de sus compañeros de Facultad.

—¿A quién tengo que llamar yo?

—Al doctor Zarzoso, ese célebre catedrático de la Escuela de Medicina, que tanto ruido mueve con sus conferencias públicas sobre enfermedades mentales. ¿A quién mejor podemos confiar el diagnóstico de la enfermedad de tu padre? ¡Oh! Estáte segura de que si don Antonio Zarzoso nos declarase locos a nosotros dos, no habría nadie en el mundo que dudase de sus palabras. Puedes escribirle hoy mismo, rogándole que te diga a qué hora podrá venir mañana a examinar al conde. El tal doctor es un hombre de perversas ideas políticas, un revolucionario recalcitrante, que, aunque valiéndose de rodeos, aprovecha todas las ocasiones que se le presentan para atacar nuestra santa fe; pero sabe mucho, es un portento de ciencia, y en ocasiones como ésta, resulta necesario valerse de sus superiores conocimientos.

—Le llamaré, reverendo padre. Un criado le llevará inmediatamente mi carta, en que le rogaré venga mañana mismo.

—El doctor Peláez vendrá con los dos compañeros que elija, y la consulta se llevará a cabo. Yo, en interés tuyo y de esta casa, me resignaré a asistir a la consulta, pues tal vez el doctor Zarzoso quiera interrogarme sobre las costumbres y el carácter del conde.

—¡Oh, gracias, padre mío! ¡Cómo agradecer tantas bondades!

Hablaron aún mucho rato el jesuíta y la baronesa sobre la locura del conde, y cuando el primero hubo determinado bien hasta en sus últimos detalles lo que su aristocrática subordinada debía decir en la consulta del día siguiente, se despidió de ella, alegando sus muchas ocupaciones.

Al atravesar la antecámara el padre Claudio habló con el ayuda de cámara del conde:

—¿Está el doctor Peláez con tu señor?

—Sí, reverendo padre. ¿Quiere usted que le dé algún recado?

—Ahora, no; sería interrumpir su conversación con el conde y estorbarlos en importantes ocupaciones. Si tarda en marcharse, puedes entrar de aquí a una hora, y decirle que le aguardo en mi casa.

El padre Claudio se fué.

Cuando una hora después el doctor Peláez entró en el despacho del poderoso jesuíta, estaba éste completamente sólo y papeleando con la misma suprema atención que cuando era joven. Aquel hombre se sentía en su elemento y experimentaba un inmenso placer cuando hojeaba aquellos legajos, inmenso registro de las vidas de muchos miles de seres, que encerraba secretos importantes y era como un cementerio moral, donde dormían los hombres más conocidos, mostrando el esqueleto descarnado de su vida, el carácter secreto, sin convencionalismos sociales que encubren los defectos, ni excusas engañosas que desfiguran los crímenes. Revolviendo aquella necrópolis de papel emborronado, el padre Claudio se agigantaba, apreciando en toda su magnitud su poderosa omnipotencia, y al tomar en sus manos uno de los legajos, su peso le parecía el del mundo entero, que podía estrujar a su placer.

El doctor Peláez entró en el despacho transfigurado. A sus elegantes clientes les hubiese costado algún trabajo reconocer en aquel hombre grave, cabizbajo y con aire de siervo rastrero que se humilla, su doctor alegre, chismoso y bromista, que tanto alegraba a los enfermos.

El padre Claudio le miró de un modo muy distinto que cuando lo encontraba en los salones de la alta sociedad.

Ahora ya no eran dos amigos, sino que el subordinado comparecía ante el superior omnipotente y absoluto.

—Siéntese usted, doctor—dijo el padre Claudio—¿Cómo está el conde?

—Lo mismo que siempre. Esta tarde, como de costumbre, hemos hablado de Gibraltar. Dice que sólo espera el aviso de O’Conell, y que todo lo tiene preparado para ponerse en camino y dar el golpe.

—¿A qué altura se encuentra su demencia?

—Reverendo padre, el conde está tan loco como vuestra paternidad y como yo. Es cierto que en él hay algún desarreglo de las facultades mentales, que esa idea de conquista le obsesiona, hasta el punto de excitar demasiado su imaginación; pero de esto a la locura hay mucha distancia.

El padre Claudio hizo un gesto terrible, y el médico tembló.

—Doctor Peláez, es usted un imbécil, que no sabe una palabra de medicina. Yo le digo a usted que Baselga está loco.

Y al decir esto miraba con tal aire de autoridad avasalladora a Peláez, que este, como si fuese el eco de las palabras del jesuíta, dijo rotundamente:

—Está loco, efectivamente.

—Muy bien; veo que ya va sabiendo usted algo más de medicina. El conde de Baselga está loco, y en la consulta que usted, como médico de la casa, tendrá mañana con el célebre alienista Zarzoso, es preciso que sepa relatar perfectamente la historia de la enfermedad y que cuente todos los detalles justificativos, de modo que nadie pueda dudar que el conde es víctima de una enajenación mental. Resulta esto necesario para que la familia pueda conducirlo a un manicomio.

—Difícil es eso, reverendo padre.

—Claro, es más fácil contar chascarrillos en las tertulias y alborotar a las pollas con cuentecillos de color de rosa; pero aquí no lo hemos encumbrado a usted por el gusto de que la aristocracia tenga un bufón más, sino para que nos sirva siempre que lo necesitemos. Usted no está autorizado para decir si una cosa es fácil o difícil; usted lo que debe hacer es cumplirla a ojos cerrados, y... en paz.

—La cumpliré, reverendo padre. Sólo temo no saber hablar de un modo que convenza a mis colegas.

—Yo estaré allí.

—De ese modo ya estoy más tranquilo.

—Ya puede usted apreciar el modo más adecuado de hacer la historia de la locura de Baselga. He aquí la síntesis: primero, un hombre ensimismado, malhumorado, misántropo; después, se le ve dedicarse con ahinco a los estudios militares, habla de gloria a todas horas, cambia de carácter rápidamente, se irrita con frecuencia, al mismo tiempo que siente retoñar en él los apetitos juveniles, y se lanza al mundo elegante de que antes huía bailando como un muchacho y adoptando el aspecto de un viejo verde. La idea absurda y estupenda de conquistar a Gibraltar la acaricia en secreto, y al fin acaba por revelarla a varios amigos de confianza. Yo, que soy uno de éstos, y a quien empiezan a inspirarle cuidado las ideas estrambóticas del conde, aprovecho el rápido paso por Madrid de un amigo mío, renombrado médico irlandés, llamado O’Conell, y lo llevo a casa de Baselga. La conferencia es tranquila. El conde habla, como siempre, de su plan sobre Gibraltar; el médico le contesta cuatro generalidades, con el único fin de hacerle hablar más y estudiar mejor su pensamiento, y termina la visita, sin que ocurra ningún incidente y sin que O’Conell dé motivo alguno para que el pobre loco crea que él es un capitán del ejército inglés que se propone ayudarle en la conquista del Peñón. Al día siguiente, yo veo con el mayor asombro que el conde tergiversa las cosas del modo más lamentable, y que tiene por militar al que sólo es doctor, y supone que dentro de la posesión inglesa hay quien secunda sus planes. Esto me produce una inmensa alarma, y entonces yo le busco a usted para que estudie la enfermedad del conde, y usted, por datos que tendrá recogidos, probará claramente a sus colegas que Baselga está loco de remate, añadiendo que tan tenaz es su manía patriótica y conquistadora, que también lo considera a usted como uno de los conjurados y le expone sus planes. Además, puede usted asegurar al doctor Zarzoso, que a él, en el momento que visite al conde, también éste lo considerará como auxiliar para la conquista.

—Pero..., reverendo padre. ¿Cómo vamos a conseguir esto último? ¿Y si el conde recibe a mis colegas como simples médicos y no quiere hablar de su famoso proyecto? ¿Cómo nos arreglaremos entonces para probar su locura?

—No se ocupe usted de eso, señor Peláez. Es cuenta mía, y ya sabré yo arreglar las cosas para que el éxito sea a nuestro gusto.

—Procuraré, reverendo padre, cumplir sus órdenes y proceder de modo que la Orden no quede descontenta de mí.

—Hará usted perfectamente. Esta es la primera vez que necesitamos de sus servicios para un asunto serio. Hasta ahora no ha hecho usted más que vigilar por nuestra cuenta a ciertas familias y darnos relación exacta de sus acciones. Servicios de poca importancia, menudencias que no merecen mucho agradecimiento. Ya empieza usted a devolver lo mucho que nos debe, y es preciso que en este asunto se extreme y aguce el ingenio para que no podamos tacharle de ingrato. Piense usted, ante todo, que si hoy se ve bien recibido en la alta sociedad y vive en la opulencia, a nosotros nos lo debe, y que así como lo hemos elevado, podemos hacerle caer en la ruina de un solo golpe. Procure, pues, no dejar descontenta a la Orden.

—Reverendo padre: soy de la Compañía en cuerpo y alma.

—Pues a eliminar al conde de Baselga del mundo de los cuerdos.

—O el doctor Peláez no sirve para nada, o mañana el conde es declarado loco.

—Así sea, querido doctor. Con ello libraremos a una familia católica del yugo de una obstinación impía, y la Orden recibirá un refuerzo de importancia para continuar su obra sublime de conquistar el mundo en nombre de Cristo. Considere usted si el servicio que yo le exijo es meritorio y digno de santa alabanza.

XXIII

Baselga convertido en mosca.

La baronesa de Carrillo vivía en el palacio de su padre con completa independencia.

Ocupaban sus habitaciones una gran parte del primer piso, y sólo dos o tres piezas, las más sombrías, por tener sus vistas al patio, eran las reservadas al jefe de la familia, que vivía en completo aislamiento, y únicamente iba en busca de su hija Enriqueta cuando tenía que acompañarla a una fiesta de sociedad.

Entre las habitaciones de la baronesa y las del conde, aunque sólo estaban separadas por la antecámara, padecía mediar un abismo.

El odio de la falsa hija y la indiferencia del padre, que sabía bien a qué atenerse acerca de la sangre que circulaba por las venas de la baronesa, impedían toda relación entre los dos, y de aquí que sólo se viesen en el comedor, donde cambiaban algunas frías palabras.

Esta falta de comunicación en que ambos vivían creaba en aquella casa dos mundos distintos que seguían sus rumbos, sin rozarse ni aparentemente el uno con el otro.

Baselga no ponía nunca los pies en las habitaciones de su hija mayor ni se preocupaba de las visitas que ésta recibía y de sus rústicas tertulias.

En cuanto a la baronesa, ésta no se preocupaba aparentemente de la vida que hacía su padre, ni hacía preguntas a sus enviados; pero era porque su chismosa doncella, mediante generosas recompensas, se encargaba de averiguar lo que el conde hacía desde la mañana hasta la noche, y qué gentes entraban a visitarle en su despacho.

A esta separación era debido que Baselga no se enterase de lo que contra él se tramaba en el salón de su hija, ni se apercibiera de las personas a quienes ésta recibía.

De este modo, nada supo de la reunión que se verificaba en dicha pieza a las once de la mañana, o sea a la hora en que él, con los codos apoyados en su mesa de trabajo y la cabeza entre las manos, reflexionaba sobre su célebre plan, que nunca se cansaba de acariciar.

Media hora antes había estado con él su íntimo amigo, el padre Claudio, para anunciarle de allí a poco rato la visita de tres individuos del Comité patriótico que dirigía Peláez, las cuales se mostraban ansiosos de conocer al gran hombre encargado de dar el golpe sobre Gibraltar.

El jesuíta había salido poco después, anunciando que iba a visitar a la baronesa en sus habitaciones, y, efectivamente, allí estaba hablando con ella, en un rincón, explicándola con cierta vehemencia el modo como debía recibir al doctor Zarzoso.

De pie, junto a una ventana, estaba Peláez mirando atentamente a la calle, y sentados en grandes sillones, con la expresión de hombres que se encuentran en un sitio que no les inspira confianza, figuraban los dos médicos que el doctor de la aristocracia había buscado para que sirviesen como de coro a la consulta médica que se preparaba.

Eran dos facultativos insignificantes, dos médicos vulgares, a quienes protegía Peláez, dándoles las migajas de su clientela, y de los que disponía a su antojo como verdaderos autómatas.

A pesar de su título académico, consideraban a Peláez como un oráculo; su falta de ciencia les hacía creer, como a toda la alta sociedad, que el aristocrático médico era un portento de sabiduría, y bastaba que éste abriese la boca para que los dos acólitos comenzasen a mover la cabeza para apoyar con signos de aprobación todas sus palabras.

Paró en la calle un carruaje, y Peláez se retiró de la ventana, diciendo con precipitación:

—Ya está ahí. Su berlina ha parado en la puerta.

El rato que transcurrió hasta la presentación del famoso catedrático, lo empleó la gente que estaba en el salón en colocarse convenientemente.

Los dos médicos limitáronse a incorporarse un poco en sus sillones; pero la baronesa y el jesuíta levantáronse de sus asientos para colocarse en el sofá, donde doña Fernanda, estrujando nerviosamente su pañuelo y ladeando dolorosamente su cabeza, tomó una actitud trágica.

El padre Claudio estaba a su lado como esforzándose en inspirarla valor, y Peláez colocóse modestamente en un ángulo del salón con toda la actitud de un hombre eminente, que, en obsequio a un sabio que le sobrepuja, quiere hacerse pequeño e insignificante.

Un criado anunció al doctor Zarzoso, y éste entró inmediatamente en el salón.

Era un hombre de cincuenta años, de estatura regular, que disminuía una excesiva obesidad; de rostro cetrino, cano bigote cortado a cepillo, cráneo algo despoblado y reluciente, y frente anchurosa, cruzada por una arruga vertical que nacía entre las dos cejas y que se marcaba de un modo alarmante apenas estallaba en él el mal humor.

Todo en él denotaba a un hombre testarudo e inflexible, capaz de reñir a puñetazo limpio con la ciencia, si ésta, después de hacerle entrever alguno de sus misterios, se empeñaba en ocultárselo.

Llevaba un gabán azul abrochado hasta el cuello y muy estrecho, por lo que marcaba demasiado su prominente abdomen, y sus ojuelos brillaban tras los cristales de sus gafas de oro, con la expresión de un hombre desconfiado y tosco, que en su franqueza llega, sin notarlo, hasta la grosería.

Era el verdadero tipo de sabio que aparece en comedias y novelas, y que ha llegado a hacerse popular. Su despreocupación era ya legendaria en la escuela de Medicina; sus frecuentes distracciones, muchas veces de carácter cómico, daban mucho que reir a alumnos y practicante, y resultaba típico en él su odio a esas ridículas conveniencias sociales creadas por la aristocracia.

Aborrecía el “confort”, se burlaba de modas y recordaba con fruición la feliz edad en que no había encontrado aún un inteligente protector que le dedicase a la ciencia costeándole la carrera, y era él todavía un aprendiz de carpintero, travieso como un diablo, que con el saquillo al hombro iba al taller peleándose de paso con todos los chiquillos de la calle. Empeñado en recordar su primera edad, el doctor Zarzoso, el profesor insigne a cuyas conferencias sobre enfermedades mentales acudía todo el mundo científico y literario de Madrid, y de cuya sabiduría se hacían lenguas todas las revistas profesionales de Europa, hacía la vida de un obrero: comía tan “vulgarmente” como un albañil, y con una tiranía que resultaba chusca, dirigía las más atroces censuras a aquellos de sus jóvenes discípulos que, deseosos de deslumbrar a elegantes hermosuras, vestían con arreglo a la última moda.

Sus opiniones políticas y religiosas eran el perpetuo motivo de entusiasmo de sus alumnos, y la conversación obligada en los salones de esa clase social que, inspirada por el fanatismo, arrastraba a su casa un pedazo de Iglesia.

Aquel hijo del pueblo, elevado a las sublimes alturas de la ciencia por sus propios esfuerzos y por la característica terquedad que le hacía pasar por encima de toda clase de obstáculos, inspiraba un terror casi supersticioso a las buenas gentes devotas.

Sus explicaciones materialistas, aquel ateísmo de que hacía gala con cierta afectación, sin duda porque le divertían los aspavientos de los fanáticos escandalizados, formaban alrededor de su nombre una terrible leyenda.

A pesar del horror que sentía hacia su persona la gente devota y esa inmensa masa indiferente que no cree en nada, pero que se muestra profundamente religiosa mientras esto le produce algún resultado material, nadie ponía en duda sus conocimientos científicos, y era general la opinión de que nadie como él podía dedicarse con gran éxito a la curación de las enfermedades.

Era un hombre terrible, un réprobo, un monstruo, un insensato que no creía en Dios ni en los reyes, que se mostraba partidario de la República y hablaba pestes contra el Papa, pero a pesar de esto, no había familia aristocrática ni príncipe de la Iglesia que vacilase en llamarle apenas tenía necesidad de sus servicios.

En sus relaciones con los clientes, tenía el doctor Zarzoso grandes extravagancias, según afirmaban sus compañeros de Facultad.

Una vez se hizo pagar dos mil duros por haber curado a un opulento canónigo de una enfermedad mental casi insignificante. Esto nada tenía de particular, según sus compañeros; pero lo que en su concepto resultaba absurdo es que al mismo tiempo dedicase gran parte de su tiempo e hiciese nuevos estudios para la curación de un cerrajero, al que apenas conocía, y a quien el doctor tuvo que conducir por fin a un manicomio, entregando antes a su mujer los dos mil duros del canónigo para que se dedicara a una pequeña industria y mantuviera a sus cuatro hijos.

El doctor Zarzoso se indignó de un modo terrible un día que se atrevieron a preguntarle por qué procedió de aquel modo.

—Déjenme ustedes en paz—gritó dirigiéndose a los otros catedráticos—. Si yo tuviese el poder que se le supone a ese tal Dios a quien nadie ha visto, irían las cosas de otra manera, pues sería un terrible nivelador. Entretanto, procuro quitar lo que puedo a los favorecidos por el reparto social para dárselo a los despojados que mueren de miseria.

Eran horribles las teorías de aquel sabio endemoniado. Con ellas, ¿a dónde iría a parar el mundo?

Las gentes indiferentes sólo reconocían en el doctor un gran defecto, y éste tan arraigado, que difícilmente podría nunca despojarse de él.

Era tan apasionado por sus ideas políticas y religiosas, y tan rudamente se encastillaba en ellas, que miraba con odio a todos los que no pensasen del mismo modo que él, y si buscaban los auxilios de su ciencia, los trataba con tantos escrúpulos como un brahmán que se viera obligado a poner sus manos sobre un paria de la India.

Toda la inmensa paciencia y los cuidados maternales que dedicaba a cuantos enfermos no le inspiraban ninguna preocupación, lo trocaba en mal humor y aspereza cuando tenía que curar a algún ser que en su época de sana razón se había distinguido como ardiente defensor de rancias y tradicionales ideas.

En él estaba arraigada la creencia de que todo fanático es un loco; pero no quería comprenderse en esta regla general, porque nunca llegó a pensar que él fuese otro fanático, aunque de las ideas más opuestas.

Al entrar el doctor en el salón de la baronesa, todos los hombres se levantaron, haciéndole un respetuoso saludo.

El señor Zarzoso, al ver a doña Fernanda, que suponía sería la señora que le había llamado, avanzó hacia donde ella estaba, dirigiendo al mismo tiempo una escudriñadora mirada a las otras personas que ocupaban el salón.

Tanto el padre Claudio como los dos médicos le eran desconocidos personalmente; pero al mirar al doctor Peláez hizo un gesto de desagrado, como si se encontrara en presencia de una persona molesta y antipática.

El sabio, cuya rudeza casi era legendaria, odiaba con todo su apasionamiento característico a aquel médico aristocrático, bufón científico, que cifraba todo su renombre en hacer reir a los enfermos de alta categoría.

El tal Peláez venía a ser la continua preocupación del doctor Zarzoso. Por esto le agobiaba con burlas crueles y sarcasmos terribles; pero el aristocrático doctor, ducho en el arte de doblar reverentemente el espinazo, contestaba siempre con lisonjas y adulaciones, lo que aumentaba todavía más el mal humor en el rudo sabio, puesto que odiaba aún más los procedimientos rastreros que el charlatanismo científico.

Peláez no ignoraba la poca simpatía que le tenía el célebre profesor, y de aquí que, a pesar de toda su serenidad, se inmutase un poco al verse en su presencia.

—Querido maestro—dijo, inclinándose servilmente y con acento propio del que experimenta una gran satisfacción—. ¡Cuán inmensa es mi alegría al tener la honra de...!

El médico de la alta sociedad no pudo continuar. El doctor Zarzoso le había mirado despreciativamente con sus ojillos grises, que en ciertos momentos parecían reir chuscamente bajo sus tapaderas de cristal y fué a estrechar la mano que le tendía la baronesa, siempre en actitud trágica y como próxima a desmayarse.

—Señora, he acudido a su llamamiento tan pronto como me ha sido posible. Ahora espero que me diga usted lo que ocurre y deseo que mis servicios puedan ser de gran utilidad.

—Doctor, se trata de una consulta. Mi padre, el conde de Baselga, está gravemente enfermo, y como la fama de usted como especialista en dolencias mentales es universal, me he tomado la libertad de llamarle, deseando que tenga a bien celebrar una consulta con estos señores.

—¿Con quiénes?—dijo con extrañeza el doctor Zarzoso, que estaba mirando fijamente al padre Claudio con la insolencia propia de un clerófobo rudo y empedernido.

No podía explicarse la presencia de un cura en aquella reunión que iba a convertirse en consulta científica, y por esto siguió diciendo con cierta ironía al mismo tiempo que señalaba al jesuíta:

—¿Acaso el señor es también de la Facultad?

—No, señor doctor. El señor, es el padre Claudio, de la Compañía de Jesús, un amigo de mi niñez, un protector de mi infancia, a quien considero como mi segundo padre. Como íntimo amigo de mi familia, ha tratado a mi padre con intimidad y puede suministrar a la consulta datos de alguna importancia.

El jesuíta se inclinó modestamente como ratificando las palabras de la baronesa, y el sabio doctor aún miró con más fijeza al sacerdote.

Había oído hablar mucho de aquel jesuíta que visitaba a la Reina con asiduidad; tenía gran prestigio en los centros oficiales e influía algunas veces en la vida de los Gobiernos, cuando éstos no tenían al frente algún general testarudo.

Siempre había sentido deseos de conocer qué "clase de pajarraco" era aquel jesuíta que tan poderoso se mostraba, y ahora que podía examinarlo a su sabor, esforzábase en adivinar en aquel exterior que afectaba humildad algún gesto, algún detalle que revelase el genio de intriga que poseía en tan alto grado.

Pronto le sacó de su contemplación escudriñadora la voz de la baronesa.

—En cuanto a estos otros señores, ilustre doctor, son colegas de usted, con los que podrá verificar la consulta. Permítame usted que los presente. El doctor don Pedro Peláez.

El aludido se inclinó con afectación, y después dijo con énfasis:

—Tenía ya el honor de que el sabio catedrático me conociese, pues ya he logrado varias ocasiones en que he podido manifestarle que tiene en mí uno de sus mayores admiradores.

Peláez se quedó muy satisfecho de sus palabras; pero el sabio las acogió con gruñidos poco tranquilizadores y dijo después con sorna:

—Efectivamente, conozco al señor... ¿Y quién no conoce a esta lumbrera de la ciencia elegante, a este portento capaz de hacer reir a un moribundo con sus habilidades? Es todo un sabio que irá muy lejos; lástima que la muerte se empeñe en impedir siempre sus triunfos científicos.

Y el doctor Peláez se reía al lanzar su colega aquellas burlas crueles y ver cómo hacía esfuerzos por conservar su serenidad.

—¡Oh! Mi ilustre maestro—murmuró como si estuviese muy agradecido—, siempre me distingue con su alegre benevolencia. Permítame ahora que le presente a mis compañeros.

Y Peláez hizo la presentación de sus dos compañeros, aquellos médicos vulgares que con su expresión de zozobra al verse frente a aquella eminencia daban mucho que reir al doctor Zarzoso.

—He aquí—murmuró éste—dos excelentes acólitos que dirán “amén” a todo.

Después de la presentación era necesario entrar en materia, y la baronesa fué quien abordó la cuestión.

—Señor doctor—dijo con acento quejumbroso—. En esta casa, después de mi padre, soy yo quien, por mi edad, debo encargarme de la dirección de ella, y por esto, hoy, que con profundo dolor veo en peligro la razón del conde, me he apresurado a impetrar los auxilios de la ciencia para impedir mayores males. Mi padre está loco o, al menos, esta es la opinión de todos estos señores. A mí, como hija cariñosa, me repugna creer en tal desgracia, y para convencerme o animarme en mis esperanzas, sólo espero lo que diga el sabio que goza de tan justo renombre en esta clase de enfermedades.

El doctor Zarzoso inclinó la cabeza, agradeció la lisonja, sin dejar de mirar aquella mujer madura y fea que se expresaba con acentos tan dramáticos y que parecía ser lista en demasía.

—Yo, señor doctor—continuo doña Fernanda—, sólo le pido, ¡por Dios y por todos los santos!, que piense bien antes de dar su dictamen, que de sus palabras pende la tranquilidad de mi pobre hermana, joven inocente que no sabe nada de la dolencia de su padre, y la mía propia; pero también le pido que no nos oculte la verdad, pues de seguir mi padre como hasta hoy, libre por completo, teniendo la razón perturbada, podrían originarse terribles sucesos y de sus consecuencias todos me culparían a mí por no haberlos evitado a tiempo.

Peláez, los dos médicos y el jesuíta hicieron signos de aprobación, y el doctor Zarzoso creyó del caso hablar:

—Efectivamente, señora; en estos asuntos hay que decir siempre la verdad, y si yo valgo algo es porque jamás la he ocultado, aun a riesgo de destrozar los sentimientos más naturales de las familias. No tema usted que yo la oculte lo que piense. Mi rudeza es bien conocida de todos cuantos me tratan, y si su padre está loco o si está cuerdo, con la misma claridad se lo manifestaré. Vamos, pues, al asunto. ¿Hay algún inconveniente en que veamos al enfermo?

—No, señor doctor. Mi padre está en su despacho y pueden ustedes entrar a verlo cuando quieran.

—Eso se hará después. Ahora oigamos al médico de la casa. ¿Es el señor...?

—Peláez, para servirle, querido maestro—dijo el aludido fingiendo no comprender la malignidad de aquel olvido.

—¡Oh! Sí; dispense usted. Conoce uno a tantos... Pero esto no impide que sea un pecado imperdonable olvidar un nombre tan conocido como el de usted lo es en la clase más selecta de la sociedad.

Peláez se mordía los labios al sentir aquellas incesantes punzadas que le dirigía el irónico maestro, y todos los presentes, a pesar de la gravedad de la situación, comenzaban a regocijarse algo en su interior, al ver el apuro del médico aristócrata, tan chusco y atrevido en sus conversaciones como tímido y rastrero con el célebre profesor.

—Vamos adelante—dijo éste, que se gozaba en el martirio de su víctima—. A ver la historia de la enfermedad.

Peláez recitó hábilmente la lección aprendida. Todo cuanto en el día anterior le había dicho el padre Claudio en su despacho, lo fué repitiendo con una expresión tal, que en sus palabras no se notaba preparación ajena y parecía el resultado de largas meditaciones científicas.

El aristocrático médico se explicó con claridad y probó la locura del conde, después de afirmar que sólo se decidía a hacer tal declaración tras meditar largamente sobre el asunto.

La historia de la enfermedad fué breve, pero precisa. Primeramente, el paciente, poseído de una manía heroica que le hacía ansiar la gloria, habíase decidido a realizar un plan tan absurdo como la conquista de Gibraltar, por un golpe de mano hijo de su iniciativa, y sin confiar en ningún auxilio extraño. Después, dominado por esta manía, había caído en otra más peligrosa, cual era considerar a todos sus amigos comprometidos voluntariamente en tan loca empresa. La visita de un médico extranjero le había hecho concebir la absurda esperanza de que dentro de la plaza inglesa había gente que secundaría sus planes, y desde este momento su locura se extremó, llegando a hacer preparativos materiales, tales como la compra de armas y reclutamiento de hombres; medidas que podían perturbar el orden, que tenían en perpetua alarma a las familias, y que hacían necesaria una resolución pronta y enérgica en la persona de aquel desgraciado, que constituía un continuo peligro.

El doctor Zarzoso escuchaba silenciosamente la larga y detallada relación de Peláez, y comenzaba a interesarse por el conde de Baselga, diciéndose interiormente que aquel enfermo era un caso raro y digno de estudio.

Al terminar, su compañero le interrogó con una mirada que tenía la misma expresión del cortesano que aguarda anhelosamente una expresión de su señor para celebrarla, y el doctor Zarzoso, que, cuando entraba en el ejercicio de su profesión adquiría la gravedad sagrada de un augur, dijo con expresión pensativa:

—Rara es, señores, la locura del conde. En estos tiempos son más frecuentes que nunca los desarreglos mentales por el exceso de vicios y la imbecilidad producida por la degeneración progresiva de las familias; pero una manía heroica como esa que acaban de explicar, resulta cada vez más rara. Lo que más me pasma es que unida a la locura vaya tal dosis de actividad y de raciocinio, como suponen esos preparativos bélicos que, según dice el señor Peláez y afirman ustedes, ha verificado el enfermo, pero..., bien considerado, de nada de esto debemos pasmarnos. El genio no es más que el hermano mayor de la locura. Si se hubiera aumentado un poco la exaltación de carácter del gran Napoleón; si en su cerebro se hubiese extremado aquel afán a lo grandioso hasta el absurdo, a lo inesperado hasta lo fantástico, es seguro que el conde de Baselga hubiese tenido un digno compañero.

El padre Claudio sonrió con cierto agrado, y los tres médicos creyeron del caso acoger con sendas inclinaciones de cabeza las palabras del ilustre profesor.

—Pero no divaguemos, señores—continuó el sabio doctor—. No perdamos tiempo y determinemos bien la historia de la enfermedad antes de ver al paciente. Ante todo, según las anteriores explicaciones, resulta que el enfermo manifestó claramente su locura después de la visita de ese doctor irlandés, pues al día siguiente se lo representaba en su imaginación como un capitán inglés dispuesto a ayudarlo en la conquista de Gibraltar. ¿No es esto?

—Así es, ilustre maestro.

—¿Y quién trajo a esta casa a ese médico extranjero?

—Fuí yo, señor Zarzoso.

Y el padre Claudio, al decir esto, sonreía humildemente.

—¡Ah! ¿Fué usted...?

El sabio miraba fijamente al jesuíta y en sus ojos leía una marcada expresión de duda. Parecía que le inspiraba fuertes sospechas la circunstancia de ser el jesuíta quien arregló aquella visita tras la cual tan marcadamente se mostró la locura del conde.

—Sí, yo fuí; señor doctor—continuó el jesuíta ansioso por deshacer la mala impresión que adivinaba en el ánimo del profesor—. Como ha dicho antes la señora baronesa, me inspiran mucho interés su familia y todos los asuntos de esta casa, y por ello me tomé la libertad de traer aquí a mi amigo, el doctor O’Conell, para que examinase al conde, cuyo estado me inspiraba ya entonces mucha inquietud.

—¿Y quién es ese doctor O’Conell? Aquí, en Madrid, resulta desconocido. Yo conozco a todos los médicos de Europa y América que gozan de algún renombre, y de ese señor nunca he oído hablar.

—A pesar de eso, señor doctor—contestó el jesuíta sin perder su serenidad, en vista de la desconfianza que mostraba su interlocutor—, mi amigo O’Conell tiene mucha fama en su patria y obtuvo grandes éxitos hace pocos años con sus explicaciones en la escuela de Medicina de Dublín. En la actualidad se dedica a estudios de observación, para lo cual hace continuamente grandes viajes. En Madrid sólo estuvo un día y salió inmediatamente para Cádiz, donde se embarcó para ir a no recuerdo qué punto de la América del Sur.

El jesuíta, al hablar así, reíase interiormente del doctor Zarzoso, y de aquella mirada desconfiada e inquisitorial que fijaba en él con el propósito de sorprender la menor vacilación y apreciar la cantidad de verdad que había en sus palabras.

—Mira cuanto quieras—se decía el jesuíta interiormente—. Serías tú el primer hombre que leerías en mi pensamiento cuando yo estoy mintiendo. No es fácil que hombres como tú me sorprendan ni me atolondren.

Efectivamente, el doctor estaba desconcertado por aquel tono de natural veracidad con que hablaba el jesuíta, y comenzaban a extinguirse las sospechas que momentos antes había concebido.

—¿Y cuál fué la opinión de ese doctor sobre el estado del conde?—preguntó el sabio, que a pesar de todo seguía sospechando.

—Dijo rotundamente que estaba loco.

—¿No dijo nada en su conversación que tendiera a producir en el cerebro del conde la idea de que el tal doctor era un capitán del Ejército inglés?

—Nada absolutamente.

—¿No habló de Gibraltar?

—Poca cosa. La conversación versó principalmente sobre viajes, y el conde se mostró en ella muy razonable y comedido. Unicamente le mostró a O’Conell los planos de la posesión inglesa que tiene en su despacho, y dijo que se estaba ocupando en una gran obra. El doctor procuró hacerle hablar de tal asunto para apreciar mejor su exaltación; pero el conde se mostraba entonces muy reservado.

—¿Y cómo se explica usted que al día siguiente al hablarle, se refiera tranquilamente a un capitán inglés habiéndole usted presentado un médico?

—Eso, la ciencia podrá explicarlo. Yo únicamente puedo sacar de ello la consecuencia de que el conde está loco.

El doctor Zarzoso, a pesar de la humildad candorosa con que el jesuíta contestaba a sus preguntas, seguía firme en su creencia de que había algo extraño en aquella trasformación de personalidad que tan rápidamente se había operado en el cerebro del conde.

Parecía que el célebre médico presentía algo de la terrible verdad que se encerraba en el fondo de aquella inicua intriga; pero sus sospechas no eran determinadas, ni tenían ningún hecho real sobre que apoyarse. Además, él quería manifestar al jesuíta que dudaba de sus palabras, para ver si de este modo turbaba aquella serenidad tan completa; y por esto preguntó con marcada intención:

—¿Y fué usted el único que presenció la conversación del conde y el doctor irlandés?

—Yo solo, señor Zarzoso. ¿Quién más debía presenciar la visita? La señora baronesa estaba fuera de casa, y, por tanto, sólo yo podía estar en la entrevista del doctor y del conde.

—¿Y ha sido usted el único que ha tratado al tal doctor durante su estancia en Madrid?

El sabio profesor marcó mucho esta pregunta, como si esperase desconcertar con ella al jesuíta demostrándole las sospechas que abrigaba de que aquel doctor fuese un ser fantástico inventado por él mismo.

—No, señor doctor. Mi amigo O’Conell, aunque sólo permaneció algunas horas en Madrid, conversó largamente sobre materias científicas con una persona que se encuentra aquí.

El doctor Zarzoso preguntaba con su mirada quién era el aludido.

El jesuíta se apresuró a responder:

—Fué el doctor Peláez, que encontró al sabio O’Conell en mi despacho y quedó muy encantado de su conversación.

El padre Claudio sabía improvisar, según las necesidades del momento, mentiras con visos de veracidad, y, además, tenía la seguridad de que su protegido ratificaría inmediatamente cuanto él afirmase.

—Así fué—se apresuró a decir Peláez—. Tuve el gusto de encontrar al doctor O’Conell en casa del reverendo padre, y le aseguro a usted, ilustre maestro, que quedé encantado de su amabilidad y de su ciencia.

El médico intrigante, puesto ya a mentir, creyó del caso seguir adelante en sus afirmaciones.

—Acababa de ver, según me dijo, al señor conde, y me manifestó que estaba firmemente convencido de su locura, y eso que ésta aún no había tomado un carácter tan alarmante como en el presente. Sus observaciones coincidieron con las que yo hice después, y esto me afirmó en mi creencia de que el doctor O’Conell, aunque no tan sabio como usted, ilustre maestro, es un entendido especialista en enfermedades mentales.

El doctor Zarzoso ya no pudo seguir dudando. Por algunos momentos su instinto había adivinado algo de intriga jesuítica en aquella enfermedad, y hasta llegó a pensar que aquel doctor irlandés era algún ser imaginario, creado por el padre Claudio con ocultos fines; pero en vista de lo dicho por Peláez, creyó absurdo seguir dudando.

El médico aristocrático era para él un bufón sin formalidad alguna, que envilecía a la ciencia con su conducta; pero, por lo mismo que apreciaba su escasez de inteligencia, le creía incapaz de mezclarse en ninguna intriga de importancia.

Además, ¿por qué no había de ser todo aquello verdad? Tratándose de un loco, resultaba lógico que confundiese la profesión de ciertas personas, siempre con ventaja para sus absurdos planes, y ya se mostraba él arrepentido de que su preocupación contra los jesuítas le llevase a ver maquiavélicas tramas donde sólo existían hechos naturales y sencillos.

El padre Claudio adivinaba cómo en el ánimo de su interlocutor iban disipándose las dudas, y para vencer definitivamente su desconfianza, se levantó del sofá, salió del salón y volvió a entrar a los pocos instantes, seguido del ayuda de cámara del conde.

—Además, señor Zarzoso—dijo el jesuíta—, tenemos este criado, que podrá decirle a usted algo de la visita de O’Conell, pues también le vió.

—¿Recuerdas—añadió dirigiéndose al ayuda de cámara—la tarde en que vine a visitar al señor conde, acompañado de un caballero, pequeño de estatura y con patillas rojas?

—Lo recuerdo perfectamente, reverendo padre—contestó el criado con entonación respetuosa—. Era un sabio extranjero, y recuerdo que vuestra reverencia le llamaba doctor y que hablaba con él, al atravesar la antecámara, de lo breve que era su estancia en Madrid.

—¿Recuerdas algo más?

—Me parece que vuestra reverencia me preguntó por la señora baronesa, y al saber que había salido, me encargó manifestara que el doctor... O’Conell (eso es, ya se me había olvidado, el nombre), que el doctor O’Conell había estado a saludarla.

—Está bien. Puedes retirarte.

El doctor Zarzoso no creyó prudente insistir más sobre tal punto. Estaba convencido de que aquel doctor era un ser real, un médico como él, que había estado allí a instancias de su amigo el jesuíta para cumplir un deber profesional, y que el conde, al empeñarse en creerlo un capitán inglés, que le auxiliaba en sus absurdos planes, demostraba estar realmente loco.

—Doy a usted las gracias—dijo al sacerdote, sin reparar que en su interrogatorio había pecado algo de grosero—por los datos que me ha suministrado, y como creo inútil insistir ya más sobre este punto, pasemos a la cuestión más importante, o sea al examen del enfermo.

La baronesa, que hasta entonces había permanecido muda, creyó del caso intervenir en la conversación, obedeciendo a una mirada del padre Claudio.

—Señor Zarzoso, antes de que usted, con su colega, entre a ver a mi padre, me atrevo a dirigirle un ruego. No le exasperen ustedes contradiciéndole, pues entonces se revuelve furioso, y su cólera es tan terrible, que pone en conmoción a toda la casa.

El doctor se inclinó, contestando con toda la galantería de que era susceptible su rudo carácter:

—Señora, agradezco esa indicación, pero es inútil. Estoy acostumbrado hace ya muchos años a tratar dementes, y sé que nada se gana con exasperarlos y contradecir directamente sus manías. Permítame usted ahora una pregunta: ¿son muy frecuentes en el conde los accesos de cólera?

—Sí, señor; muy frecuentes—contestó la baronesa con la precipitación del que ha de mentir sin preparación alguna—. A menudo se pone furioso cuando cree encontrar obstáculos a su plan; sólo que yo, para evitar que la servidumbre se entere de la triste verdad, procuro ocultar tales raptos de violenta locura.

—¿Pero no habrá usted podido ocultar del mismo modo los preparativos militares del conde?

—¡Oh! Eso no. Todos los criados saben que abajo, en las cuadras, hay varias cajas de armas y municiones, y comentan de un modo poco respetuoso para mi padre la llegada de esa banda de hombres casi salvajes que él ha hecho venir desde las montañas de Navarra.

—Ya ve usted, querido maestro—dijo entonces Peláez—, que esos preparativos constituyen un tremendo peligro, que es preciso que nosotros evitemos cuanto antes.

—¡Oh! Efectivamente—dijeron a un mismo tiempo los dos médicos anónimos, que hasta entonces no habían despegado los labios.

El doctor Zarzoso, por toda contestación, se levantó, diciendo a la baronesa:

—Con el permiso de usted, vamos a ver al enfermo.

—Sí; vayan ustedes. El padre Claudio les acompañará, pues él y el doctor Peláez son las únicas personas que logran inspirarle confianza. ¡Ah! Me olvidaba de Joaquinito Quirós, que también es gran amigo suyo.

—¿Quién es ese caballero?—preguntó el sabio doctor.

—Un joven, amigo de mi padre, que fué el primero a quien confió ese maldito plan, causa de su locura. Quirós no tardó en comprender que estaba loco. Debíamos haberlo llamado hoy, pues aunque nada nuevo hubiese añadido a los informes del doctor Peláez y del padre Claudio, siempre hubiese sido útil su presencia. ¿Cómo no se le ha ocurrido a usted llamarlo, reverendo padre?

—Ayer le envié aviso; pero tal vez sus ocupaciones no le habrán permitido venir.

Esto no era verdad, pues el padre Claudio había tenido buen cuidado en que Quirós no se enterara de lo que él proyectaba acerca del porvenir del conde.

No suponía esta reserva que él dudase de la adhesión del escritor católico, pero hacía algún tiempo que Quirós le resultaba peligroso. Notaba en él cierta fatuidad y el claro intento de labrarse una posición sin el apoyo del padre Claudio, para recobrar su independencia, y esto hacía que el astuto jesuíta evitase que se mezclara en un asunto tan importante como era el de la familia de Baselga. El lobo temía las uñas de aquel cachorrillo que con tanto esmero había educado, y reconocía en él facultades suficientes para ser temible.

Los cuatro médicos y el jesuíta estaban ya de pie, dispuestos a salir de la habitación.

El padre Claudio dirigióse al doctor Zarzoso, para decirle, con su aire de hombre humilde y amable:

—Debo advertir a usted, señor doctor, que nuestra visita al conde, si no tiene algún preparativo, puede extrañarle, y les será, por tanto, muy difícil a todos ustedes el estudiarle con entera libertad.

—¿Y qué preparativo es el que usted propone?

—El conde sólo se deja llevar de su manía cuando se cree en presencia de hombres comprometidos en su famoso plan.

—Bien: puede usted presentarnos a él en la forma que más guste.

—Si a usted le parece bien diré que son ustedes individuos del Comité patriótico, que preside el doctor Peláez. Una de sus manías es creer que este señor tiene formada una Junta que ha de ayudarle en sus trabajos de conspiración.

El doctor Zarzoso movió la cabeza, en señal de asentimiento, y estrechó la mano que le tendió la baronesa, medio desmayada en el sofá.

—Valor, señora—dijo el sabio, que, a pesar de su rudeza, se sentía conmovido por el dolor teatral de aquella mujer—. La vida es una lucha, y hay que saber sufrir las desgracias.

—Que Dios le ilumine, señor doctor. Yo sólo pido la verdad, que usted me diga la verdad, sin ocultarme el verdadero estado de mi padre.

Subieron Peláez y sus dos acólitos, llevando en medio al doctor Zarzoso con toda la veneración respetuosa de los labriegos cuando sacan a la calle al santo patrono del lugar.

El padre Claudio les seguía con paso lento; pero cuando les vió salir, volvió rápidamente al sofá donde estaba la baronesa.

—¿Qué va a suceder, padre mío?—exclamó doña Fernanda, que, repeliendo su actitud trágica, se mostraba inquieta y alarmada—. ¿Qué dirá ese doctor sobre el estado de mi padre? ¿Nos traerá el haberlo llamado alguna nueva desgracia?

—Tranquilízate. Tu padre será declarado falto de razón. Los alienistas eminentes, como Zarzoso, a fuerza de tratar locos, acaban por invertir el estado de la humanidad, y creen que la demencia es la regla general, y la cordura una excepción. Basta que se sospeche de la razón de una persona para que la declaren inmediatamente loca. El conde será muy pronto para Zarzoso un caso raro de locura, digno de un curioso estudio. Por eso pensé yo en llamarlo.

—Vaya usted, reverendo padre; vaya pronto a presenciar ese examen, y no tarde, ¡por Dios!, pues esta intranquilidad me mata.

El padre Claudio salió rápidamente del salón y alcanzó en la antecámara al grupo de médicos, que lentamente se dirigía al despacho del conde.

El jesuíta estaba radiante de satisfacción. Había estudiado rápidamente el carácter del doctor Zarzoso, y tenía ya la seguridad del triunfo.

La araña acababa de tejer su tupida y viscosa tela, y Baselga era la incauta mosca que revoloteaba alrededor de aquella pérfida red.

El padre Claudio acechaba tras la oscilante malla, y su alma satánica y ambiciosa sentía como un escalofrío de placer al pensar que estaba próximo el instante en que sería anulado el hombre que se oponía a los planes de la Orden.

XXIV

Baselga cae en la red.

El conde, al ver entrar en su despacho al padre Claudio y a Peláez, seguido de tres desconocidos, levantóse de su sillón con la actitud de un hombre cortés y amable y les hizo tomar asiento en derredor de su gran mesa de trabajo.

El jesuíta tuvo buen cuidado en sentarse junto al doctor Zarzoso, que se había colocado frente al conde, y que con sus vivos ojillos, tan pronto examinaba el rostro de Baselga como aquella habitación, hasta en sus menores detalles.

Para el célebre alienista, que tenía la costumbre de analizar los rostros con una sola mirada, no pasaron desapercibidos la exaltación que brillaba en la mirada inquieta y vaga del conde y el ensimismamiento que en él se notaba, a pesar de su empeño en mostrarse amable y atractivo.

El aspecto del despacho no le preocupaba menos. En sus conferencias científicas se había detenido siempre con predilección en las relaciones directas que existen entre la higiene y la locura, y mirando aquella habitación sombría, con ventanas a un patio, y en la que jamás había entrado el sol, no recibiendo más resplandor diurno que una luz tenue, sucia y cernida, que resbalaba por las paredes grises, después de atravesar la claraboya de cristales del tejado, sacaba como consecuencia inevitable que el ser que pasara la mayor parte del día encerrado en una estancia tan lóbrega, forzosamente había de sufrir un desarreglo de sus facultades mentales y sentir predilección por empresas absurdas y disparatadas.

Mientras el doctor Zarzoso reflexionaba, el padre Claudio hacía a Baselga la presentación de aquellos señores, "ardientes patriotas que pertenecían al Comité del señor Peláez, y que sentían vehementes deseos de conocer al grande hombre que iba a vengar a España."

Los dos compañeros de Peláez creyeron acertado afirmar mudamente las palabras del jesuíta, y se inclinaron profundamente; pero, a pesar de esto, el conde apenas si fijó en ellos la atención.

Como si instintivamente conociera la insignificancia de unos y la valía de otros, despreciaba a los dos médicos y fijaba su atención en Zarzoso, quien clavaba en él su mirada escrutadora e inquebrantable, que tenía algo de la agudeza y frialdad del estilete anatómico.

El padre Claudio notó inmediatamente la predilección que Baselga sentía por el célebre doctor, y comprendió la causa. El carácter susceptible y colérico del conde, forzosamente se había de irritar ante aquel examen detenido y fijo, que le resultaba una imperdonable insolencia.

No creía el jesuíta que fuera favorable a sus planes un choque entre el conde y el doctor, pues podía impedir la conferencia, y por esto se apresuró a intervenir.

—Este señor—dijo señalando al sabio, que estaba a su lado—, es, de todos los admiradores del conde de Baselga, el más entusiasta, y quien más ansiaba conocerle. De seguro que en estos momentos experimenta una satisfacción sin límites al verse cerca del que es su ídolo. ¿No es así, señor Zarzoso?

—Así es, no quiero negarlo. Tengo una gran satisfacción en conocer al señor conde, y me honraría mucho en tratarlo con más asiduidad.

Baselga agradeció la lisonja con palabras que demostraban no había muerto en él el antiguo cortesano, pero, a pesar de esto, aquel hombre panzudo seguía atrayéndole con la antipatía que le inspiraba. Su mirada especialmente, con su fijeza y su frialdad, que parecía registrarle desde la cabeza hasta los pies, le crispaba los nervios, hasta el punto de que en ciertos instantes no se sentía dueño de su voluntad y experimentaba irresistibles impulsos de abofetear al insolente curioso.

Peláez, que por carecer de la penetración del padre Claudio no comprendía lo que pasaba en el interior del conde, sonreía sin objeto, y, deseoso de mezclarse en la conversación, dijo al conde:

—Aquí, donde usted ve a mi amigo el señor Zarzoso, es un hombre de gran importancia, un sabio, que podrá ser de gran utilidad para nuestra empresa.

—¡Oh!, los sabios—dijo con expresión desdeñosa el conde, que deseaba desahogar su ira contra el que tanto le mortificaba con su mirada—. Los sabios no sirven gran cosa en esta clase de empresas, y en nuestro Comité, señor Peláez, lo que deben figurar son los hombres de acción, patriotas de mucha alma, que puedan ayudarnos. No supone esto que yo desprecie a este señor; en esta clase de asuntos todos sirven, pero, siempre que se pueda, deben escogerse personas aptas. Creo que, porque hable con esta franqueza, no se ofenderá el caballero.

—No, señor conde—contestó el doctor, siempre mirando fijamente a Baselga—. Me gusta mucho hablar con franqueza, y, por lo mismo, deseo, antes de comprometerme en una empresa como la que usted ha ideado, enterarme de ciertos detalles importantes.

El conde se sonrió con cierto desprecio, y dijo irónicamente:

—¡Ah! ¿El caballero tiene dudas sobre mi plan?

—Algunas, señor conde, aunque no de gran importancia, y desearía que usted las aclarase. Advierto a usted que estos amigos—y Zarzoso indicó a los dos médicos anónimos—se encuentran en el mismo caso que yo, y desean saber de un modo claro con qué elementos cuenta la patriótica empresa antes de comprometerse en ella.

El doctor ya no miraba fijamente al conde, y éste, como si se viera libre de una presión magnética, que le predisponía al mal humor, sintióse mas aliviado y comunicativo.

—Estoy dispuesto a satisfacer su deseo. Pregunte usted.

El sabio doctor miró a sus compañeros, como indicándoles que iba a comenzar el examen, y habló así:

—Mi amigo Peláez me ha dicho que dentro de Gibraltar tendremos compañeros que nos ayudarán en nuestra empresa. ¿Son dignos de confianza esos auxiliares?

—¡Oh! Yo respondo de ellos, y aquí hay también quien responderá con tanta seguridad como yo. Tenemos allí al capitán O’Conell, un irlandés de gran valor, que está dispuesto a auxiliarnos, aunque esta empresa le cueste la vida. El padre Claudio lo conoce mejor aún que yo, y sabe que es todo un héroe.

La rodilla del jesuíta chocó suavemente con la del doctor, y aquel roce parecía indicar al señor Zarzoso que el conde comenzaba ya a dejarse arrastrar por la locura.

El sabio hizo un gesto de inteligencia y continuó:

—¿Y no podría engañarnos ese capitán?

—¿Engañarnos? No, señor. Yo soy de los que a primera vista conocen a las personas, y tengo al capitán por un hombre franco e incapaz de una traición. ¿No piensa usted lo mismo, padre Claudio?

—¡Oh! Seguramente. Mi amigo O’Conell es una buena persona.

Y volvieron a tocarse las rodillas, para excusarse el jesuíta, porque seguía al conde en su manía, con el propósito de evitar que éste se irritara.

—No dudo—continuó el doctor Zarzoso—que ese irlandés sea una buena persona. Pero, ¿está usted seguro de que sea, efectivamente, un capitán del ejército inglés? ¿Dijo que era militar o se presentó con otro carácter: por ejemplo, médico?

El padre Claudio, a pesar de su serenidad a toda prueba, comenzaba a inmutarse. Aquel doctor tenía un modo tan intencionado de preguntar, que el jesuíta temía que de un momento a otro, y merced a una palabra insignificante, se descubriera la verdad, y su trama, con tanta paciencia forjada, viniese al suelo con estrépito.

Afortunadamente para él, el doctor Zarzoso resultaba antipático a los ojos de Baselga, quien gozaba en contradecirle y en demostrar que sus preguntas no tenían pizca de sentido común.

—¡Qué cosas tan extrañas dice usted, caballero!—exclamó el conde—. ¿Acaso estoy yo loco? O’Conell es un capitán del ejército inglés, y como tal se me presentó, pues tratándose de un caballero, como yo lo soy, no tuvo inconveniente en manifestarse tal como es. ¿Conque el tal capitán podía ser un médico, según usted? ¡Buena es esa! Estos sabios tienen unas ideas verdaderamente originales, y si no le hubiera visto ahí mismo, donde usted está sentado, y si no hubiera conversado largamente con él, sobre las fortificaciones de Gibraltar, casi me haría usted creer que yo había soñado. Padre Claudio, ¿no le parece a usted muy extraño lo que pregunta este caballero?

—Sí, señor; pero hay que permitir que el señor se entere bien de la empresa que usted prepara, antes de comprometerse en ella.

Y el jesuíta, al decir esto, volvió a tocar con su rodilla al doctor.

—Perdone usted, señor conde, que yo haga esas preguntas que a usted parecen tan extrañas. Ahora, en vista de sus explicaciones, comprendo que son impertinentes y las retiro. Después de esto, lo que yo desearía es que usted tuviese a bien explicarnos todo el plan, hasta en sus menores detalles.

Peláez intervino:

—¡Oh! El plan es magnífico. Honra al señor conde y demuestra que es un militar de primer orden.

El sabio lanzó al médico aristocrático una furibunda mirada, como indicándole que él, como sus dos compañeros, estaban allí para oír y callar, dejándole al más antiguo la tarea de interrogar al enfermo.

El conde no se hizo rogar. Estaba tan entusiasmado con su plan, que gozaba en relatarlo; así es que inmediatamente comenzó a contar lo que ya conocemos, o sea el medio que pensaba emplear para apoderarse por sorpresa del Peñón.

El doctor volvía a tener fija su mirada en el conde, estudiando atentamente su fisonomía y apreciando aquella exaltación que brillaba en sus ojos y la fiebre nerviosa que le dominaba al hablar de la futura victoria.

El jesuíta comenzaba a tranquilizarse, pues el sabio, preocupado en analizar a Baselga mientras hablaba, no se cuidaba de ocultar sus impresiones, y algunas veces, instintivamente, rozaba con su pierna la del padre Claudio, como indicando la certidumbre que ya abrigaba sobre la locura del conde.

Este no ocultó ninguno de sus preparativos. Habló de los hombres que tenía a sus órdenes, y de los cajones de armas que había almacenado, todo por indicación del capitán O’Conell, y con acento de indignación relató su viaje a Gibraltar y la grosería de la Policía inglesa, que le obligó a salir de la plaza a viva fuerza.

El doctor, oyendo hablar a Baselga con tanta naturalidad de su conferencia con O’Conell y sus bélicos preparativos, sentía tanto asombro como interés, y se decía en su interior que era uno de los casos de locura más raros y dignos de estudio.

El conde terminó su relación.

—Y en este estado, señores—dijo—, se encuentran las cosas Yo estoy dispuesto a no demorar el golpe. Espero una carta del capitán O’Conell, anunciándome que todo está preparado; pero la impaciencia me consume, y si tarda mucho en escribirme ese irlandés, es más que probable que, poniéndome al frente de mi gente, salga para Gibraltar, dispuesto a dar el golpe por mi propia cuenta. Yo conozco bien aquello, y, además, no soy hombre para estarme esperando pacientemente cuando ya lo tengo todo preparado.

—¿Y no retrocederá usted ante el silencio que guardan los auxiliares de dentro de la plaza?

—No, caballero. Tengo el valor suficiente para ultimar las empresas que he iniciado, aunque en ello pierda la vida. Sólo aguardaré una semana, ya se lo he manifestado así varias veces al padre Claudio. Si durante ese tiempo no escribe O’Conell, iré con mi gente a situarme en las inmediaciones de Gibraltar.

El doctor Zarzoso miró a todos los que le rodeaban; pero esta vez no fué con enojo, sino con marcada expresión de alarma. Decididamente, el conde estaba loco de remate, y su demencia era de temer, pues podía producir tremendos conflictos.

Para Baselga no pasó desapercibida aquella mirada.

—Se asustan ustedes de mi decisión, ¿no es así? Yo reconozco que es algo aventurada; pero, señores, en las grandes empresas hay que jugar el todo por el todo, y ser audaz hasta la locura. Por si lo dudan ustedes, ahí tienen al gran Napoleón, que muchas veces se metía voluntariamente en trances que sabía eran peligrosos, y, sin embargo, salía siempre victorioso.

El doctor se animó, como hombre a quien hablan de su tema favorito.

—¡Oh! Es mucha verdad—exclamó—; usted, señor conde, tiene mucho de Napoleón, y hace un momento tenía el honor de decírselo a estos señores.

Y al mismo tiempo que decía estas palabras, con cierta malicia miraba a sus compañeros, como diciéndoles: "No hay remedio, está loco".

—Sí, señores—continuó el conde, hablando con creciente exaltación—. Cuando se siente apego a la vida hay que permanecer tranquilo en casa; pero cuando se piensa vengar a la patria, cuando se desea volver por su dignidad ultrajada, hay que ser valiente hasta el heroísmo, despreciar la existencia, y si la suerte es adversa, morir, con la sublime serenidad de los mártires de una gran idea.

Mientras el conde hablaba, el doctor Zarzoso decía, entre dientes, muy quedo, a pesar de lo cual sus palabras llegaban al fino oído del jesuíta:

—Monomanía heroica; caso curioso.

—Estoy decidido a todo—continuaba el conde—. Yo no espero ya más tiempo, y como tan meritorio es a los ojos de la Historia alcanzar la victoria, como saber morir heroicamente por conseguirla, no reparo ya en peligros, y saldré inmediatamente para Gibraltar, donde no tardaré en dar el golpe.

Quedó en silencio el conde durante algunos instantes, y después añadió con acento triste, marcándose en su rostro una expresión de desaliento:

—Y la verdad es que sería terrible que yo fuera vencido, cayendo en manos de las autoridades inglesas, pues con mi muerte se desvanecería la segunda parte de mi plan, que es magnífico, y ninguno de ustedes conoce.

Todos se conmovieron, y hasta el padre Claudio hizo un gesto de curiosidad. ¿Qué segunda parte sería aquella, de la que nunca había hablado?

Baselga vió el ansia de la curiosidad marcada en todos los semblantes, y como no era hombre capaz de ocultar nada cuando le poseía el entusiasmo, hizo la revelación esperada:

—Voy a decirles cuál es mi idea. He pensado que, en caso de que triunfemos, es una locura devolver Gibraltar a España, mientras esté regida por el Gobierno actual.

—¿Y qué es lo que usted se propone?—preguntó el jesuíta, que deseaba aclarase pronto el conde aquel punto, con la esperanza de que expusiera alguna idea disparatada, que hiciese creer más en su supuesta locura.

—Pues lo que yo pienso hacer, apenas me vea dueño de la célebre plaza, es dar un manifiesto a los españoles, diciéndoles que Gibraltar es de España, pues para eso la habré conquistado yo; pero que su guarnición, sublevada, no hará entrega de ella mientras la nación esté gobernada por doña Isabel II.

—Muy bien; me gusta la idea—dijo el doctor Zarzoso, que con el sesgo que tomaba la conversación sentía que en su interior la curiosidad del hombre político comenzaba a sobreponerse a la del sabio—. ¿Y cuál ha de ser la condición precisa para que la entrega se efectúe?

—Que vuelva a reinar en España el Gobierno legítimo.

—¿Y qué entiende usted por Gobierno legítimo?

—Caballero, su pregunta me extraña. En esta nación no hay más Gobierno legítimo que el del Rey Don Carlos V, por el cual tanto expuse mi vida en Navarra, durante la guerra civil. Ya que el Monarca ha muerto, sólo forman la dinastía legítima sus hijos y demás sucesores, y únicamente a ellos entregaré la plaza de Gibraltar cuando sea mía. Los españoles, con tal de volver a poseer el trozo de la Península que les pertenecía, y que tan infamemente les fué robado, se levantarán en masa, pidiendo el restablecimiento de mis reyes, y de este modo yo habré logrado lo que vulgarmente se dice matar dos pájaros de un golpe.

El padre Claudio estaba muy contento de aquella extraña idea que se le había ocurrido al conde, llevado de su fanatismo político, y su gozo era mayor al ver el gesto de desagrado que hacía el doctor Zarzoso.

El sabio estaba irritado por aquel plan, que calificaba de estúpido, y hasta le faltó poco para olvidarse que examinaba a un loco y decir al conde que su idea era absurda y ridícula.

El jesuíta le tocó con su rodilla, como para recordarle que hablaba con un loco, y el doctor se serenó.

—Esa segunda parte del plan—dijo el padre Claudio—me gusta mucho, y creo que de igual modo pensarán estos señores.

Todos hicieron gesto de aprobación, y el doctor Zarzoso, que estaba ya convencido de la locura del conde, aunque no creía necesario insistir, quiso aún apreciar el dominio que en su ánimo ejercía la familia y hasta dónde llegaba su manía heroica.

—La patria—dijo—tendrá mucho que agradecer a usted; pero, por grato que sea el aprecio de los conciudadanos, creo que usted, señor conde, se expone demasiado y lleva su sacrificio a un límite exagerado. Usted tiene familia: ¿ha pensado alguna vez en el dolor de ésta, si es que usted llega a morir en la empresa?

Este recuerdo, hábilmente evocado, produjo bastante efecto en el ánimo de Baselga. La figura de Enriqueta surgió de su imaginación, rodeada de un ambiente de pureza y sencillez, y se sintió conmovido.

—Sí, señores. Tengo familia, y, sobre todo, una hija, mi Enriqueta, a la que amo mucho, y que es el único ser que me liga a este mundo.

Pero el conde sólo podía sentir un enternecimiento pasajero, cuando estaba poseído de su afán heroico, que tanto le dominaba.

—Sentiría mucho—continuó con el acento del que toma una resolución definitiva—que mi muerte la produjera un eterno dolor; pero me consuela la idea de que un día u otro debo morir, y que aunque no quisiera exponer mi vida en esta santa empresa, no por esto la evitaría tal aflicción. Soy ya viejo, y todo consiste en que el momento fatal llegue antes o después. Además, los mártires del cristianismo, para morir por su idea, no reparaban en su mujer ni en sus hijos, y el amor a la patria es una verdadera religión, que también necesita mártires.

El doctor desistió de seguir la conversación sobre tal punto. Era inútil excitar en el conde el recuerdo de la familia, pues esto no causaba mella alguna en sus ambiciones tan arraigadas.

—Celebro mucho verle tan decidido—dijo el doctor—, y le deseo que la suerte le favorezca. La empresa me parece muy aventurada; pero, a pesar de ello, estoy dispuesto a trabajar en ella y a seguir a sus órdenes.

—Según eso, ¿no tiene usted ya, más objeciones que hacer?

Y el conde, al decir esto, sonreía con aire de superioridad.

—Algunas me quedan, señor conde—respondió el doctor—; pero evito hacerlas, no sea que usted lo tome a mal.

—¡Oh! No. Hable usted con entera confianza, que yo le escucharé sin inmutarme.

Baselga desmentía sus recientes palabras, pues hacía un gesto de mal humor, como indicando la molestia que le producían las preguntas de aquel hombre, que para él era un desconocido.

El doctor Zarzoso miró rápidamente a sus compañeros, y después dió un enérgico rodillazo al padre Claudio.

El jesuíta comprendió en la tal señal que Zarzoso iba a intentar el último medio para convencerse de la locura del conde. Sin duda, quería apreciar la irritabilidad de su carácter.

Mostraba Baselga marcada impaciencia por oír al doctor; pero éste, como si se propusiera exasperarle, siguió mirándolo fijamente, sin decir nada, y, por fin, habló así, con lentitud:

—Quería manifestarle a usted que estoy admirado de ese valor sublime que demuestra, pero que esto no me impide creer que puede ser víctima de un engaño. ¿Está usted seguro de haber visto alguna vez a ese capitán O’Conell, de que tanto habla, y que tan gran confianza le inspiró?

El conde palideció; el cetrino color de su rostro tomó un tinte verdoso y sus manos se agitaron con un temblorcillo nervioso. Para el jesuíta, que conocía su carácter, era aquello el claro signo de una explosión violenta.

—Caballero—dijo Baselga con voz insegura por la ira—. ¿Tengo yo cara de haber mentido alguna vez? A ver, explíquese usted: se lo exijo, se lo mando, o, de lo contrario...

Y Baselga, con aire amenazador, se erguía en su sillón.

Peláez no permanecía muy tranquilo ante la actitud que tomaba el conde, y en cuanto a sus dos compañeros, los silenciosos médicos que creían habérselas realmente con un loco, comenzaban a lamentarse en su interior de las imprudencias del doctor Zarzoso, que tenía gusto en exasperar a los enfermos.

Sólo el sabio y el jesuíta permanecían tranquilos.

—No se altere usted, caballero—dijo el doctor Zarzoso con absoluta tranquilidad, como si las palabras del conde fuesen insignificantes—. Daré a usted cuantas explicaciones quiera, pues aquí lo importante es buscar la verdad. He querido decir antes que tal vez se hubiese usted engañado acerca de la personalidad de ese señor O’Conell.

—¿Qué engaño es ése, caballero? ¿Acaso estoy yo ciego o es que usted quiere suponer que yo estoy loco?

Y Baselga, a pesar de toda su cólera, se reía sardónicamente, solamente de pensar que alguien pudiera suponerlo falto de razón, cuando se sentía intelectualmente más fuerte que nunca.

Era la primera vez que reía en toda la conferencia. El padre Claudio tocó nuevamente al doctor, indicándole que se fijase en aquella risa poco espontánea.

—Sé perfectamente lo que me digo—continuó—, y a menos que usted, en su odioso afán de contradecirme, no quiera suponer que soy un loco, habrá de creer que ahí, en el mismo sitio donde usted se encuentra, estuvo sentado hace algún tiempo el irlandés Patricio O’Conell, capitán del batallón de rifles, de guarnición en Gibraltar.

Calló Baselga, pero su razón revolvíase furiosa contra aquellas suposiciones, que él tenía por impertinentes, y que parecían tender a la negación de sus facultades mentales.

—Y ¡gran Dios!—continuó—. ¿Por qué esas dudas sobre la personalidad de O’Conell, cuando yo le he visto, le he hablado y he quedado muy satisfecho del valor y de la resolución que mostraba? Paso porque se dude de su fidelidad, porque se crea que no cumplirá su promesa de auxiliarnos, aunque esto sea muy aventurado; pero, ¿creer que él no es él, o, más bien dicho, llegar a suponer que yo no he hablado con dicho capitán de la conquista de Gibraltar, ni escuchado sus promesas de auxilio? Vamos, eso sí que es un absurdo, una tremenda locura.

Baselga se agitaba nerviosamente en su asiento, como si aquellas suposiciones del doctor le molestasen, como otras tantas punzadas, y clavaba sus ojos amenazadores en la fría mirada del sabio, que cada vez le irritaba más.

El conde resultaba ya peligroso, y los dos médicos amigos de Peláez lamentaban las palabras del maestro, y mirando a Baselga esperaban de un momento a otro que, levantándose del asiento, cerrase con todos y dejase caer sobre sus espaldas un chaparrón de golpes.

El supuesto loco se serenó un tanto, y, dirigiéndose al jesuíta, dijo con acento despreciativo:

—¿Qué le parece a usted, padre Claudio, lo que supone este señor? ¿Será O’Conell algún ser que yo me habré inventado? Usted puede decirlo mejor que nadie, pues fué quien lo trajo aquí y presenció toda la conversación. ¿No le parece que este caballero tiene ganas de burlarse, y me cree tan mentecato que quiere hacerme dudar de lo que yo he visto?

El doctor Zarzoso, en vista de la exaltación del conde y de la insolencia agresiva con que dijo las últimas palabras, creyó prudente intervenir.

—Yo no he dudado de que usted hablase con O’Conell. Sé que estuvo aquí y que lo presentó el padre Claudio. Pero, señor conde, ¿no podría usted haber oído mal? A veces la imaginación puede engañarnos. A ver, procure usted recordar lo ocurrido en aquella conferencia. ¿Está usted seguro de que el irlandés era un capitán que trató con usted de la célebre empresa, o usted se lo imaginó así, a pesar de que él nada dijo de pertenecer al ejército?

El conde, con el ceño fruncido y la mirada centelleante, estuvo algunos momentos contemplando frente a frente al doctor Zarzoso, que seguía impasible.

Todos callaban, aguardando con impaciencia.

Por fin, el conde agitó la cabeza, como si quisiera repeler una idea enojosa, y extendiendo su diestra, dijo con fosca voz:

—Caballero, salga usted inmediatamente.

Prodújose un movimiento de extrañeza en todos, menos en el célebre doctor, que seguía imperturbable.

El conde se irritó más ante aquella calma, y avanzando el cuerpo sobre la mesa, como una fiera ansiosa de devorar, le lanzó estas palabras, con la misma expresión que si se las escupiera a la cara:

—Está usted burlándose de mí, y hace un momento he sentido tentaciones de abofetearle; pero estamos en mi casa, y esto es lo que me detiene; mas si no sale usted inmediatamente, ¡por Cristo!, que le marcaré el rostro, para que eternamente se acuerde de su impertinencia.

Y el conde, al jurar, dió un puñetazo sobre la mesa, que demostró cómo quedaba aún en sus brazos aquella fuerza de la juventud, que tan insolente le hacía. El puño, al chocar contra la madera, produjo un enorme estampido, y todo danzó en la mesa, papeles, plumas, plegaderas, cajas de dibujo y hasta la tinta, que, movida por la trepidación, saltó del negro receptáculo, invadiendo con su creciente suciedad la dorada escribanía.

El fiero golpe repercutió en el ánimo de los médicos anónimos, que, como movidos por un resorte, se levantaron de sus asientos. No había remedio: el loco iba a pegarles.

Peláez se levantó también, y el padre Claudio le imitó, poniendo el semblante triste, aunque en su interior estaba muy satisfecho del resultado de aquella conferencia. El doctor Zarzoso fué el último en levantarse, y se dispuso a salir.

Mientras tanto, el conde, como para evitar la presencia de aquel hombre que tan antipático le resultaba, y cual muestra de soberano desprecio, había hecho girar su sillón y estaba con el rostro vuelto a la pared.

Los médicos comenzaron a desfilar.

El padre Claudio no se separaba del doctor Zarzoso, y éste, cuando ya estaba en la puerta del despacho, al ver la pregunta muda que el jesuíta le hacía con los ojos, dijo con voz queda:

—Está loco. No tengo ya la menor duda.

El jesuíta acercó sus labios al oído del doctor y habló en el mismo tono.

—Pueden ustedes celebrar su consulta en el salón donde aguarda la baronesa. Yo me quedo aquí para disipar un tanto el furor del conde y evitar que lo descargue después sobre su familia. Es un deber que me impone mi sagrado ministerio.

El doctor Zarzoso hizo un movimiento de hombros y salió tras sus compañeros.

Cuando se extinguió el ruido de sus pasos, el conde volvió el rostro, que todavía tenía impreso un gesto de feroz ira.

Al ver al padre Claudio derecho en el centro del despacho, se serenó un poco.

—¿Ha visto usted, padre?—dijo, después de un largo intervalo de silencio—. ¡Qué entes tan antipáticos hay en el mundo! No sé cómo no le he dado de bofetadas.

—Calma, señor conde, mucha calma. Hay ciertos carácteres que resultan insufribles. Yo siento haber presentado a usted ese señor, que tan mal rato le ha dado; pero, en fin... lo mejor que podemos hacer es olvidarnos de lo ocurrido.

—Si todos los individuos del Comité formado por Peláez son como ése, nos hemos lucido. Dígale usted a nuestro doctor que en adelante no cuente con el tal sabio, que a mí me parece un majadero.

—Se lo diré. Ahora yo confío en que lo ocurrido no habrá entibiado su fe, y que seguirá usted tan dispuesto como siempre a llevar a cabo el patriótico plan.

—¡Oh! Eso siempre. Esto ha sido un incidente ligero, y nada más. En cuanto se desvanezca la irritación producida por las suposiciones de ese majadero, todo lo habré olvidado.

—Así lo espero. El desaliento no existe para hombres como usted. Adelante, y siempre adelante, que Dios premiará a los que se sacrifican por su causa.

El conde y el jesuíta hablaron después largamente sobre el eterno asunto, extremándose el segundo en entusiasmar a Baselga con optimistas ilusiones.

—Usted—dijo—debe cumplir su propósito de partir para Gibraltar así que pase una semana y yo no reciba carta de O’Conell; pero no creo que transcurra ese tiempo sin que el capitán dé señales de existencia. Un agente que tenemos en aquella plaza dice que O’Conell hace muchos trabajos sediciosos entre sus compatriotas de la guarnición, y no sé por qué me figuro que no tardará mucho en avisar. Tal vez mañana recibamos noticias suyas y nos indique que todo está preparado para que pueda usted marchar a la plaza con sus hombres.

La esperanza que mostraba el jesuíta animó mucho al conde, e hizo que cuando aquél salió del despacho, su rostro estuviese ya serenado y no se notase en él la menor huella de su anterior ira.

Cuando el padre Claudio entró en el salón de la baronesa, ésta se hallaba completamente sola y sentada en el sofá, siempre con actitud trágica.

—¿Y los médicos?—preguntó el jesuíta, extrañándose de aquella soledad.

—¡Chist! Hable usted más bajo—contestó la baronesa, indicándole con una señal que no levantase tanto la voz—. Están en el gabinete inmediato celebrando consulta. ¿No los oye vuestra reverencia?

En efecto; apagado por la puerta y los cortinajes, llegaba hasta el salón el eco de la voz de Peláez, haciendo tímidas indicaciones al doctor Zarzoso, que explicaba la enfermedad del conde.

—He escuchado un poco—continuó la baronesa—, y, a la verdad, no he entendido gran cosa. Hablan en términos técnicos y las palabras acabadas en ía y en oni se repiten con una frecuencia abrumadora. Lo que me parece es que todos estamos conformes en declarar loco a mi padre... ¡Ay, padre Claudio!

—¡Qué es eso, hija mía!—exclamó el jesuíta, asombrado por aquella inesperada manifestación de dolor—. ¡Vamos, ten un poco de valor! Además, esta noticia no es nueva para ti, pues ya hace días que conocías la locura de tu padre. Piensa que Dios saca muchas veces el bien del mal, y... no digo más.

La baronesa comprendió la intención de estas palabras, que dijo el jesuíta de un modo muy marcado, y permaneció silenciosa.

Era más acertado guardar absoluto mutismo que seguir una conversación en la que ambos se exponían a ser demasiado francos y decir públicamente sus pensamientos, que mutuamente eran conocidos. Muchas veces las paredes oyen.

Transcurrió como un cuarto de hora sin que ninguno de los dos despegase los labios. El padre Claudio tenía apoyada la barba en el pecho, y parecía entregado a profunda meditación; la baronesa se entretenía en peinar con sus dedos las franjas de cordonería del sofá.

Las voces de los médicos iban siendo cada vez más sordas; callaron por fin, y levantándose el cortinaje de la puerta del gabinete, entraron todos ellos en el salón.

El doctor Zarzoso iba al frente y tenía el aspecto grave, cabizbajo y tétrico de un sacerdote de ópera que se presenta a dar la noticia fatal.

—Señora—dijo colocándose en frente de la baronesa—, la conciencia profesional me impone el penoso deber de proporcionarle con mis palabras un profundo dolor. Mis compañeros y yo nos hallamos plenamente convencidos de que el señor conde está loco.

Doña Fernanda miró al cielo con la misma expresión que si en su interior se desgarrara algo.

—No debe usted por eso entregarse a la desesperación—continuó el doctor—. La locura del conde no es más que una monomanía que, aunque grave, resulta de posible curación. Con un régimen moral lento, pero seguro, iremos despojándole de esas creencias que hoy le perturban, y es casi cierto que recobrará la razón.

—¡Dios lo quiera! ¡Dios lo quiera!—murmuró la baronesa con dramática resignación.

—Ahora, inútil es que yo diga a usted el terrible compromiso que arrostra teniendo a su padre en esta casa.

—Lo sé, señor doctor; ¿qué debemos hacer?

—Después de la declaración suscrita por nosotros, en que certificamos la falta de salud mental que aqueja al conde, puede usted, como jefe de la familia, hacerlo ingresar en un manicomio, donde atenderán a su curación.

—¡Oh, Jesús mío! ¿Y cómo comunico a mis hermanos la fatal noticia? ¿Qué dirá Enriqueta? ¿Qué impresión tan cruel experimentará Ricardito cuando sepa que su padre, a quien no ha visto en tanto tiempo, ha perdido la razón? ¡Por Dios, padre Claudio! Ocúltele usted al pobre niño la verdad, mientras pueda.

—No tengas cuidado, hija mía—dijo el jesuíta—. Así lo haré; pero ahora lo importante es ocuparse de lo inmediato, o sea de lo que debe hacerse con tu padre. El doctor Zarzoso creo que dirige un manicomio, montado con arreglo a los últimos adelantos.

—Sí, señor—contestó el aludido—. Lo dirige un compañero; pero yo voy allí todos los días para hacer estudios prácticos.

—Pues allí llevaremos al conde, y así podrá usted atender más directamente a la curación. ¿Estás conforme, hija mía?

La baronesa aprobó todas las disposiciones del jesuíta y se convino en que al día siguiente el conde sería conducido al manicomio.

Era preciso no perder tiempo, según decía el padre Claudio, pues de lo contrario, se corría el peligro de que Baselga, en un rapto de locura, acelerase la ejecución de sus quiméricos planes, y con su gente y sus armas saliese para Gibraltar marchando a una muerte cierta.

Peláez quedó encargado de conducir al conde a la casa de salud, y el padre Claudio se comprometió a hacerle marchar a ella sin violencia, valiéndose de un habilidoso engaño.

El doctor Zarzoso creía que era más fácil curar una manía como la de Baselga permaneciendo éste en su casa; pero el miedo a que estando en libertad promoviese un conflicto de carácter público, le hacía transigir con la idea de conducirlo al manicomio. Para el sabio, la curación era larga, pero no difícil. Todo consistía en hacerle comprender que el tal O’Conell era un médico y que únicamente por una aberración intelectual lo había él creído un militar. Una vez demostrado esto, todos aquellos planes descabellados caerían por su base.

Los médicos despidiéronse de la baronesa, y ésta quedó sola con el jesuíta, quien no pudo reprimir sus impresiones.

—¡Por fin!...—exclamó, suspirando con la expresión del que se despoja de un peso enorme.

El padre Claudio, a pesar de toda la serenidad que había demostrado poco antes, estaba bastante intranquilo. La intriga era hábil, pero frágil en exceso, y una palabra demasiado indiscreta podía haber desbaratado su obra, dejándole a él en descubierto como único autor de tan infame maquinación.

La suerte, que siempre le había favorecido, acababa de mostrársele constante.

Ya se había librado del conde, eterno obstáculo para sus planes; y él jesuíta, al pensar en su triunfo, sonreía diabólicamente.

Estaba satisfecho de su fuerza y de su terrible astucia. O no había justicia, o él sería general de la Compañía de Jesús.

XXV

Donde el padre Claudio da el último
golpe a Baselga y vuelve a ocuparse
del capitán Alvarez.

Cuando a la mañana siguiente el conde de Baselga vió entrar en su despacho a su amigo el jesuíta, llamóle la atención inmediatamente la expresión de alegría que llevaba impresa en el rostro.

Acababa el conde de levantarse; eran las ocho de la mañana y en la otra ala de la casa, o sea donde estaban situadas las habitaciones de doña Fernanda y de Enriqueta, todo estaba en silencio, velado por la dulce penumbra del sueño matutino.

El conde, en la noche anterior, había ido con su hija al teatro Real. Necesitaba repeler del todo el mal humor producido por su altercado con el doctor Zarzoso, aquel señor desconocido para él, que tanta irritación le había causado; y logró su deseo, pues se acostó muy tranquilo y se levantó tarareando trozos de música italiana que habían quedado en su memoria, y que él, falto de sentido filarmónico, desfiguraba de un modo horrible.

Cuando Baselga canturreaba, a pesar de hacerlo muy mal, se alegraba toda la casa. Era esto signo evidente de buen humor en aquel gigantazo que con un bufido de cólera hacía temblar a todos.

El gozo interior que delataba la cara del jesuíta, extremó la alegría del conde.

—¿Qué hay, padre Claudio? ¿Por qué tan contento a estas horas?

—Grandes noticias, señor conde—contestó el jesuíta sentándose en un sillón y respirando precipitadamente, como si llegase sofocado.

—¿Qué es ello? Vamos a ver. Siento gran curiosidad, y me parece que va usted a darme un alegrón. Anoche, no sé por qué, presentía que hoy iba a ocurrirme algún suceso feliz. ¿Es que ha escrito O’Conell, marcando ya fecha para el golpe?

—Mejor, mucho mejor—dijo el jesuíta, que parecía gozarse en excitar la curiosidad del conde, para lo cual retardaba la explicación definitiva.

—¿Mejor? Pues confieso que no lo entiendo. ¡Por Dios, explíquese pronto!

El jesuíta se levantó, y acercándose a su amigo, le dijo al oído, con entonación misteriosa:

—O’Conell está aquí.

—¿Dónde?—exclamó el conde, incorporándose con nervioso impulso producido por la sorpresa.

—En Madrid. No puedo decir a usted más.

—¿Y le ha visto usted?

—No; pero acabo de recibir aviso de su llegada, y al mismo tiempo, el encargo de que él desea hablar a usted con mucha urgencia.

—¿Y por qué no viene aquí?

—Lo ignoro: mas él tendrá sus motivos para obrar tan misteriosamente. Tal vez teme ser espiado por el personal de la Embajada inglesa: tal vez la índole de su conferencia con usted requiera el misterio.

—¿Y qué debo yo hacer?

—Vestirse inmediatamente y acudir a la cita.

—¿En qué punto me espera?

—No he tenido tiempo de informarme, pues inmediatamente he venido a manifestarle la noticia. Abajo, en un coche de punto, para no llamar la atención, le espera el doctor Peláez, que es quien sabe dónde es halla O’Conell. El le conducirá.

—Voy al momento. La impaciencia me devora, y no tardaré ni cinco minutos en estar listo.

Salió el conde del despacho apresuradamente, llamando a su ayuda de cámara con estrepitosas voces, y despojándose de su bata rameada para acabar cuanto antes de vestirse.

El padre Claudio lanzó una mirada distraída a la mesa de trabajo, donde los papeles estaban en desordenado abandono.

Un objeto brillaba asomando bajo algunos periódicos, y el jesuíta fijó en él la atención. Apartó los papeles, y vió una pistola doble, con los cañones niquelados y la culata de ébano. Tenía la pequeñez de las armas de bolsillo; los arabescos complicados y fantásticos que la adornaban dábanle cierto carácter de joya; pero el excesivo calibre de sus cañones le hacía una máquina terrible.

El jesuíta la contemplaba con curiosidad. Examinó sus cañones, que estaban cargados, y se puso a reflexionar que un tiro disparado con aquella pistola, a corta distancia, era tan seguro como mortal.

El conde era muy aficionado a las armas; tenía siempre en casa las más modernas, y aquella pistola era, sin duda, una novedad.

Daba vueltas el jesuíta en sus manos a la brillante pistola y sonreía de un modo extraño, como si le fuera muy grato el pensamiento que en aquellos instantes se agitaba en su cerebro.

Cuando el conde volvió a entrar en el despacho, con traje de calle y el sombrero puesto, halló al padre Claudio examinando todavía con atención la hermosa pistola y sonriendo con una expresión poco tranquilizadora. Pero el conde no se fijó en la sonrisa.

—¿Le gusta a usted, padre Claudio?—le preguntó.

—Mucho. Es una hermosa arma que da gran seguridad al que la lleva y que al mismo tiempo no ocupa gran puesto en los bolsillos.

—Esa es su principal ventaja. Yo la suelo llevar alguna vez, y siempre la meto en un bolsillo del chaleco, sin que apenas se note el bulto que produce. Es de moderna invención, y ahí donde usted la ve, tan diminuta, yo me comprometo a hacer blancos con ella a cincuenta metros.

—Es un arma maravillosa.

—Quédese usted con ella, si le gusta.

—¡Yo! ¿Para qué? Un sacerdote no debe llevar armas; y, además, usted la necesita ahora mismo.

—¿Necesitar yo armas? Salgo únicamente para ver a O’Conell.

—En asuntos como el nuestro, que no es muy legal, aun cuando usted piense lo contrario, conviene siempre ir prevenidos. Cuando O’Conell se ha escondido, sus motivos tendrá, y no es cosa que vaya usted a un punto que desconoce sin tomar sus precauciones. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir? Recuerde usted que, según el refrán, "hombre prevenido..."

—Sí: "vale por ciento"; pero yo tengo siempre mis puños, que casi dan los mismos resultados que una pistola, cuando el enemigo está próximo.

—Vamos, señor conde, no sea usted tan confiado, y métase esta arma en el bolsillo.

—Como usted quiera, ya que tanto se empeña. Bien considerado, no me estorba llevarla, y tal vez, como usted cree, puede serme de alguna utilidad.

El conde metió la pistola en un bolsillo de su chaleco, y abrochándose la levita, indicó al jesuíta que estaba dispuesto a partir.

Salieron los dos y atravesaron la antecámara sin encontrar ningún criado.

Baselga iba delante, y ocupado en reflexionar sobre la extraña cita de O’Conell, en nada se fijaba. El padre Claudio, que lanzó una mirada a la puerta que comunicaba con las habitaciones de la baronesa, vió que el cortinaje se agitaba y hasta le pareció que una mano, semejante a la de doña Fernanda, asomaba para desaparecer rápidamente, después de hacer una señal de despedida.

Al salir a la calle encontraron parado frente a la puerta un coche de alquiler, por cuyas portezuelas veíase recostado en el interior al doctor Peláez, fumando tranquilamente.

El aristocrático doctor se apresuró a abrir la portezuela, y demostrando una agitación que contrastaba con su anterior calma, gritó:

—Vamos, señor conde; suba usted inmediatamente, pues se hace tarde y nos aguardarán con impaciencia.

—¿Adónde vamos?—preguntó el conde subiendo a la berlina de alquiler.

—Ya lo sabe el cochero. Vaya, ¡adiós, padre Claudio!

—Salude usted en mi nombre, amigo Peláez, al capitán O’Conell.

El médico correspondió con un malicioso guiño a la sonrisa intencionada con que el jesuíta acompañó sus palabras.

Estrechó el conde la mano del padre Claudio, e inmediatamente el carruaje se alejó a buen paso.

El jesuíta quedó inmóvil en la acera, como atendiendo al monólogo que la alegría recitaba en el interior de su cerebro.

—¡Anda con Dios!—se decía—. Por fin he logrado librarme de ti, que eres el eterno obstáculo para mis planes dentro de tu familia. Ya no me irritarás con tu tenaz oposición; ya no impedirás que tu hija entre en un convento y tu hijo en la santa Compañía de Jesús, y yo podré con toda tranquilidad guiar hacia las cajas de la Orden ese rebaño de millones que no son tuyos, sino de tu mujer.

El pensamiento del jesuíta cambió de faz repentinamente, y el monólogo continuó:

—No puedo quejarme. Hoy es un día feliz; se inicia del modo más favorable, pues ese imbécil se ha dejado conducir sencillamente y sin resistencia al lugar de donde no saldrá nunca. ¡Y quién sabe lo que allí podrá sucederle! Por algo le he hecho tomar su pistola.

Este pensamiento se reflejaba en el rostro del jesuíta con una sonrisa diabólica.

—Día que así empieza—continuaba diciéndose—forzosamente ha de ser muy favorable a mis planes. De seguro que me espera alguna buena noticia. Apostaría algo a que de aquí a la noche conquisto una fortuna o me libro de algún enemigo. Me lo dice el corazón. Hoy, después de tan feliz principio, haré algo bueno.

El padre Claudio volvió en sí, y dándose cuenta de que estaba plantado en el centro de la acera, gesticulando mudamente y llamando la atención de los transeúntes, emprendió la marcha con dirección a la antigua casa donde tenía establecida su oficina y su archivo y en la cual vivía con independencia y separado de la Orden que dirigía.

Saludando algunas veces a personas que le conocían y rehuyendo muchas el encuentro de otras cuya conversación importuna le era molesta, llegó a su casa.

Entró en ésta, no por el gran portal, sino por una escalerilla de servicio, según era su costumbre, para que no conocieran su ausencia las personas que iban a buscarle y que llenaban continuamente la antesala.

Aquella mañana nadie le esperaba, según dijo un lego que le servía de ujier. Habían estado un buen rato algunos de los que la Compañía empleaba como agentes; pero, después de hacer sus revelaciones al padre Antonio, que seguía siendo el secretario general del asistente o vicario de la Compañía en España, se habían marchado inmediatamente.

El padre Claudio entró en su despacho, donde su secretario estaba, como siempre, entregado al trabajo de ordenar notas y extractar informes para enviarlos a Roma o encerrarlos en aquellos legajos que, cada vez más numerosos, invadían todo el gran salón.

El secretario saludó con una rápida cabezada a su superior, y siguió escribiendo.

—¿Qué hay?—preguntó el padre Claudio, con aquel acento imperativo que era el suyo propio y se manifestaba siempre que el jesuíta estaba lejos de los convencionalismos de la sociedad.

—Han venido tres de nuestros agentes, y en estos instantes estoy redactando en forma las notas que he tomado de sus revelaciones.

—¿Qué informes son los suyos?

—Dos de ellos no tienen gran importancia. Helos aquí. El presidente del Consejo de Ministros dijo anoche, en una antesala de Palacio, que hay que temer más a vuestra reverencia que a sor Patricio y al padre Claret, pues éstos no son más que agentes de vuestra paternidad, que los mueve a su gusto. El otro informe es detallando el carácter de ese periodista rojo que tan furibundos artículos escribe contra nuestra Orden. Es irritable en extremo, y, además, tan falto de dotes oratorias y tímido, como mordaz con la pluma.

—Está bien. Al presidente del Consejo ya procuraré, de aquí a un rato, cuando yo vaya a Palacio, darle a entender que estoy enterado de sus palabras, y de paso le haré comprender a lo que se expone tirándonos chinitas a los compañeros de Jesús. En cuanto al asunto de ese periodista, toma nota de lo que voy a decir.

El secretario puso los puntos de su pluma sobre el papel, y esperó.

—¿Quién ha traído los informes?

—Pepe, "el Americano", ese que perora en los clubs y que está afiliado en la Masonería, para darnos cuenta de todo lo que piensan nuestros enemigos.

—¿Cómo está ahora en punto a prestigio?

—Mejor que nunca, reverendo padre. Ha estado aquí largo rato, y como es muy chistoso, me ha hecho reir mucho remedando grotescamente la que hacen en las sociedades secretas, y las sartas de barbaridades que él suelta a guisa de discurso. Como es tan vocinglero e intrigante, y como habla mal de todos los que se distinguen en los partidos avanzados, ha conseguido formarse su correspondiente grupito con cuatro imbéciles, y hoy se da ya importancia de hombre de prestigio en las masas.

—Perfectamente. Pues ordenarás a nuestro agente que poco a poco y con mucho arte emprenda una campaña de difamación contra ese periodista que tanto nos ataca. El mejor medio de matar su pluma, que tanto nos molesta, es aislarle, quitarle el afecto y la admiración de los suyos, que hoy tanto le aplauden. Esto puede conseguirlo nuestro hombre.

Al secretario debió parecerle difícil la empresa, pues levantando el rostro, interrogó con la mirada a su superior.

—¿Te parece difícil lo que me propongo? Pues nada tan sencillo. Nuestro agente tiene facilidad de palabra, y esto constituye una ventaja preciosa cuando se ha de trabajar sobre la conciencia de muchedumbres tornadizas y veleidosas, más propensas a derribar que a sostener a sus ídolos. Ves anotando lo que "el Americano" debe hacer para anular a nuestro enemigo. Primero perorará en los clubs, diciendo con maligna intención que a los hombres hay que apreciarlos por lo que hagan y no por lo que digan, y de paso hará la apoteosis de la fuerza, diciendo que vale más un carbonero que esté dispuesto a salir con un trabuco a la barricada, que todos esos periodistas, oradores y sabios que únicamente sirven para enredarlo todo. Este será, el primer golpe. Después, cuando el terreno esté preparado y haya tronado en varios discursos contra los traidores y los espías, asegurando que entre los partidarios hay muchos agentes pagados por los jesuítas...

—Esto podrá él jurarlo por su alma, sin temor de ir al infierno.

—No me interrumpas y escribe. Después que, como decía, haya preparado el terreno, podrá ir poco a poco deslizando la idea de que ese periodista que nos ataca es uno de tantos traidores pagados por los jesuítas. ¡Eh! ¿Qué te parece el golpe?... ¿Por qué pones esa cara?

—Reverendo padre; eso me parece demasiado fuerte. ¿Cómo van a creer esas gentes que está pagado por los jesuítas el mismo que con tanto rigor nos ataca?

—¡Bah! Tú no conoces a las muchedumbres. Son enemigos por instinto de todo el que se distingue y se eleva por encima de lo vulgar, y, además, todo lo que es absurdo y raro lo recoge con más entusiasmo, por lo mismo que lo comprende menos. Unicamente aquél que posee una oratoria vehemente y tribunicia, es el que consigue conservar el aprecio del pueblo; pero el que no tiene más arma que la pluma, pierde con facilidad el prestigio, pues esas masas revolucionarias sólo se sienten subyugadas por una palabra ardiente. Además, las masas sienten primero que discurren; adivinan entre ellas más traidores y espías de los que nosotros pagamos, y aquél que cualquiera señale como agente jesuítico, será el desgraciado sobre el cuál caerá el odio popular. En fin, Antonio, escribe mis instrucciones y aprende eso bien; sé lo que me digo. Ya verás cuál es el resultado.

El secretario escribió las órdenes de su superior.

—La calumnia—continuó el padre Claudio—es siempre entre las masas populares una bola de nieve que a poco que ruede se convierte en imponente alud. Que nuestro agente obedezca mis órdenes y dentro de poco apreciarás el resultado. No faltará una turba de imbéciles que le haga coro; todos, una vez señalado el traidor, querrán estar enterados de su traición, se aguzarán las imaginaciones, la mentira rodará de boca en boca agigantándose rápidamente, y antes de dos meses habrá exaltado que contará con todos sus pelos y señales la traición del periodista, el lugar donde se avista con nosotros, las órdenes que le damos y hasta la cantidad que percibe por su infame obra. Hay que emplear todos los medios para batir al enemigo.

El padre Antonio mostraba la admiración que le producía el diabólico arte de su superior. Este continuó hablando.

—Después que la calumnia se extienda, será cuestión de poco tiempo el robarle la pluma al escritor y hacernos dueños de su conciencia. Se verá escarnecido, insultado y calumniado por los mismos que ahora le admiran, y poseído del despecho y la rabia, despreciará justamente a asa misma gente a quien quiere ilustrar y abrir los ojos, y que paga a coces sus desvelos. El vacío se formará en torno de su persona; no tendrá a su lado un admirador que le aliente ni un amigo que le sostenga; sus escritos no serán leídos y carecerá ya del mezquino producto que hoy le da su trabajo y que le permite vivir. Intentará defenderse de palabra en las reuniones de su partido; pero su timidez personal y su falta de elocuencia, harán que sea anonadado por nuestros agentes, que pintarán su balbuceo e inseguridad como el rubor de su conciencia que se delata; y cuando esté ya definitivamente perdido, cuando no tenga un amigo y esté aplastado bajo el peso de su descrédito, entonces...

—Entonces llegaremos nosotros. ¿No es eso, reverendo padre?

—Así es. Entonces nosotros nos presentaremos a él como seres que nos apiadamos de su desgracia y que llevados de nuestro noble y generoso carácter, sabemos perdonar al enemigo cuando éste se halla en la desgracia. Nuestra dulzura por una parte, y por otra el odio que él sentirá contra los ingratos, harán que, sin gran esfuerzo, su voluntad se nos entregue, y entonces dispondremos por completo de esa pluma que ahora tanto nos incomoda. Además, vivirá en la miseria, y las necesidades de su familia le harán mirar nuestra amistad como un auxilio de la Providencia. No dudes que así será. Tengo mucha experiencia, y más de una vez he conseguido iguales éxitos. Con los hombres ocurre lo mismo que con las plazas fuertes. No hay ninguno inexpugnable, y el éxito únicamente depende del modo y forma de establecer el bloqueo.

—¡Oh!, ¡magnífico!, reverendo padre. La comparación es exacta, y cada vez me convenzo más de que al lado de vuestra reverencia, siempre se están aprendiendo cosas nuevas.

—¡Bah! Déjate de palabrerías y vayamos a lo importante. ¿Ha dicho "el Americano" algo sobre trabajos revolucionarios?

—Nada importante. En los clubs se habla mucho y se confía en que Prim hará pronto un movimiento; pero nada se dice de cierto. Pero hay aquí otra revelación sobre el mismo asunto, que es muy importante.

—Vamos a ella. ¿De quién es?

—De aquel teniente retirado a quien hace más de quince días encargó vuestra reverencia que siguiese los pasos a un capitán llamado don Esteban Alvarez.

—¿Y han llegado, por fin, los informes? ¡Gracias a Dios!

—Caros han costado. He dado tres mil reales al tal teniente.

—No hay que reparar en gastos cuando se trata de asuntos importantes. Ve diciendo.

Y el padre Claudio se colocó en actitud de escuchar con profunda atención. Brillábanle los ojos y en su rostro se mostraba una satánica alegría. Su cerebro rumiaba con detención un pensamiento halagador. Iba a darle una lección a aquel mequetrefe que en la plaza de Oriente lo había tratado como una mujer, amenazándole con darle de bofetadas. Ahora vería el tal mequetrefe si se podía insultar impunemente a un hombre como el padre Claudio.

El secretario consultó sus notas para estar más seguro de su informe.

—El teniente, para encarecer su servicio, ha dicho lo mucho que le ha costado averiguar la vida y costumbres del capitán Alvarez. Adivinaba que éste conspiraba y que era amigo de Prim; pero no podía saber la cosa, con todos los detalles que le pedía su paternidad. Por fin, merced a las palabras indiscretas de un amigo del capitán, y después de haber seguido a éste a todas partes, ha podido averiguar cosas que comprometen mucho al espiado. El capitán Alvarez es el secretario de la Junta militar que preside Prim, y que está encargada de los trabajos revolucionarios en toda España.

—¿No hay más datos?

—Sí, reverendo padre. Los conspiradores se reúnen en una casa cuyas señas exactas tengo aquí. Está en las inmediaciones de la plaza de Santo Domingo. El capitán Alvarez asiste a todas las reuniones. Lo ha visto nuestro agente.

—¿Y no sabe más?

—Ha indicado un dato de gran estima. El tal capitán, como ejerce de secretario del Comité, tiene en su poder papeles importantes y comprometedores, y, según cree nuestro agente, los guarda en su domicilio.

—Sí que es de importancia la noticia. Con este dato ese hombre está por completo a nuestra disposición. Ya pensaremos en el medio más adecuado para que el Gobierno se incaute de esos papeles y dé su correspondiente castigo a los conspiradores. ¿No hay más asuntos?

—No, reverendo padre.

—Saca extracto de las dos primeros, el del periodista y la murmuración del jefe del Gobierno, para enviarlos al archivo de Roma, como es costumbre.

—¿Y el otro?—preguntó el secretario, lanzando una rápida mirada a su superior.

—¿Te refieres al asunto del capitán Alvarez?—dijo el padre Claudio—.¡Oh! Ese es negocio particular, que sólo a mí me importa, y del que no es necesario que sepan una palabra en Roma. Es una pequeña venganza, un desahogo que me permito, y no creo necesario ocupar la atención del general y de sus secretarios con tales nimiedades.

El secretario siguió escribiendo, con la cabeza baja, y sin hacer el menor movimiento; pero el padre Claudio, bien fuese por curiosidad o porque adivinase sus pensamientos, sintióse impulsado a preguntarle:

—Oye, Antonio, ¿te parece mal lo que yo hago?

El secretario clavó su mirada con cierta audacia en los ojos de su superior.

—Reverendo padre, ya conocéis los estatutos de la Orden.

—Te pregunto si te parece censurable mi conducta. Responde terminantemente.

—Ya que me preguntáis, fuerza es contestar, cumpliendo mi voto de obediencia. La Orden tiene leyes, y nadie debe faltar a ellas.

—¿Y te parece que yo falto?

—Nuestros estatutos disponen que todo individuo de la Compañía dé cuenta de sus asuntos a sus superiores provinciales y nacionales, y que éstos, igualmente, lo comuniquen todo al padre general.

—Y yo, que oculto algo a los de Roma, falto a nuestras leyes, ¿no es esto?

—Así es, seguramente.

—Celebro que seas franco. Yo lo seré de igual modo, diciéndote que conviene que te convenzas de todo lo contrario. Es por tu bien. Hay cosas que resultan peligrosas únicamente al pensarlas.

Y el padre Claudio sonreía al decir esto, y fijaba en su secretario aquella mirada extraña, que hacía temblar a cuantos le conocían.

—Está bien, reverendo padre—contestó fríamente el secretario—. No olvidaré vuestras indicaciones.

—Confío—continuó el padre Claudio—que todo quedará en secreto y serás tan fiel como siempre lo has sido. Pon, pues, todas las notas referentes al capitán Alvarez en carpeta aparte, y que sea un secreto para todos lo que se haga en tal asunto.

El secretario siguió escribiendo durante algunos minutos, pero, de pronto, hizo un rápido movimiento, y se encaró con su superior.

—Reverendo padre—dijo—, ya sabéis que os quiero.

—No mucho. Me debías querer verdaderamente, pues todo cuanto eres me lo debes a mí; pero, en fin, prefiero que me tengas un afecto débil a que seas mi enemigo. ¿A qué vienen tus palabras?

—A que por lo mismo que os quiero, no puedo menos de lamentar que os separéis demasiado de vuestros deberes. Son muchos ya los asuntos que figuran en carpeta aparte, y de los que no se da conocimiento alguno a Roma.

El padre Claudio hizo un gesto expresando el poco cuidado que le daba tal indicación.

—Hacéis mal en trabajar tanto por vuestra cuenta, y en faltar continuamente a nuestras leyes. Yo guardaré siempre el secreto; pero esto no supone que vuestros negocios queden ocultos eternamente a los ojos del general.

—¡Ah! Guardando tú el secreto, ¿quién puede enterarse de mis asuntos?

—Ya sabéis que en nuestra Orden todo se sabe.

—Por esta vez, no se sabrá. Tengo tomadas mis precauciones, y estoy seguro de que si algo llega a oídos del general, será porque tú me habrás vendido. Ya estás enterado; ahora, a trabajar.

El padre Claudio dijo esto con su tono imperioso, y el secretario le obedeció inmediatamente.

Transcurrió algún tiempo, sin que mediara palabra alguna entre los dos jesuítas. El secretario escribía, y el superior, de pie ante la mesa, hojeaba los papeles que estaban en ésta, esperando una clasificación.

Un criado levantó con discreción el cortinaje de la puerta, y asomó su cabeza, con el propósito de retirarse silenciosamente si veía al padre Claudio entregado a una grave preocupación. A los sirvientes de aquella casa bastábales una sencilla ojeada para apreciar la importancia del trabajo de su dueño y su necesidad de aislamiento. Al ver al padre Claudio contemplando con mirada distraída los papeles, se atrevió a interrumpirle y dijo con voz meliflua:

—Reverendo padre, don Joaquín Quirós desea ver a vuestra reverencia. Ha venido ya muchas veces en esta mañana.

—Que espere en el gabinete. Voy allá inmediatamente.

Salió el criado, y el poderoso jesuíta dijo en voz alta:

—¿Qué querrá Quirós? ¿Por qué vendrá a buscarme con tanta insistencia? Ese muchacho cada vez me gusta menos. Presiento en él algo de ingratitud. ¿Qué te parece a ti, Antonio, de ese muchacho?

—Es un fatuo que se ha hecho la ilusión de emplear a vuestra reverencia y a la Orden para llegar muy alto. Hay que tener cuidado con ese ambiciosillo.

—Pues si piensa aprovecharse de nuestro poder para lograr sus fines, y después desligarse de nosotros, está muy equivocado. Eso sería engañarnos, y, ¡francamente!, tendría que ver que un trastuelo como ése engañase a la Compañía de Jesús.

El padre Claudio salió del despacho, y, atravesando varias habitaciones, entró en un pequeño gabinete de paredes grises y desnudas, amueblado con una antigua consola y una sillería de damasco raído.

Joaquinito Quirós, al entrar el poderoso jesuíta, se abalanzó inmediatamente a besarle la mano humildemente, recibiendo su bendición con aire compungido.

—¡Hola, desertor!—dijo el padre Claudio con jovialidad—. ¿Qué mal viento le trae por aquí? Yo creía que ya había muerto.

—¡Oh, reverendo padre! A pesar de mis trabajos apremiantes, he venido por aquí varias veces, sólo que nunca estaba usted visible.

—No es extraño; yo, aunque no me presento agobiado por el trabajo, como usted, no dispongo de un minuto todos los días para recibir a los amigos. Conque, vamos a ver, ¿qué le trae a usted por aquí?

—Vengo corriendo de casa de Baselga.

—¡Ah!... ¿Y qué?—dijo el jesuíta con una frialdad que contrastaba con el azoramiento exagerado del joven escritor.

—Había ido a consultar a la baronesa sobre un asunto urgente de la Asociación de San Vicente de Paúl...

—Bueno, ¿y qué quiere usted decirme?

—Que de boca de la misma baronesa ha salido una noticia que apenas me atrevía a creer.

—Vamos a ver esa noticia estupenda.

—Que el conde ha sido declarado loco.

—Y que yo lo he enviado al manicomio, ¿no es eso? De seguro que así se lo habrá dicho la baronesa. ¿Y qué hay en todo esto para que usted venga con tanto azoramiento a comunicarme cosas que ya casi tengo olvidadas?

—¡Oh!, reverendo padre: la impresión, lo inesperado de la noticia... Comprenda usted el efecto que en mí habrá causado.

—Déjese usted de pamplinas. Usted sabía tan bien como yo, hace ya mucho tiempo, que el conde estaba loco, y que su manía de conquistar Gibraltar, que comunicó a usted antes que a nadie, era un solemne disparate. ¿A qué extrañarse tanto ahora? Baselga estaba loco y lo hemos encerrado en un manicomio. Eso es todo.

—Perdone usted, padre Claudio. Yo esperaba que, como amigo de la familia, me hubiese usted llamado, al tratarse de un asunto tan importante. Tal vez hubiesen aprovechado para algo mis servicios.

—No hemos necesitado a usted para nada.

—Muchas gracias. Además debo manifestarle mi disgusto por la conducta que usted ha observado conmigo. Hace tiempo que comprendí que no le era muy grata mi presencia en casa de Baselga, y por eso he estado tanto tiempo sin ir por allí.

—Así es. No me gustaba mucho que fuese usted por aquella casa; pero ahora puede volver cuando guste.

—Sí, eso es—dijo con rudeza Quirós—. Puedo ya volver, ahora que no está el conde y que le han declarado loco, Dios sabe cómo.

Quirós, apenas dijo estas palabras, se arrepintió, al ver el gesto de indignación que hizo el padre Claudio.

—Joven—dijo el jesuíta con frialdad hostil—, la benevolencia que yo le he dispensado, sólo ha servido, según veo, para que usted se muestre sobradamente audaz y se atreva a hacer suposiciones que no puedo consentir. El conde ha sido declarado loco, porque realmente lo estaba, y yo no he influído para nada en tal declaración. ¿Qué interés podía yo tener en ello?

Quirós, a pesar de que temía al padre Claudio, no pudo evitar un gesto de incredulidad.

—¿Duda usted de mis palabras? Pues pronto tendrá que convencerse forzosamente. ¿Qué médicos cree usted que han certificado la demencia del conde? ¿Se lo ha dicho a usted la baronesa?

—No, señor; pero, como si lo viera: el médico encargado de tal trabajo habrá sido, indudablemente, el doctor Peláez. Un amigo fiel y obediente.

—Pues se engaña usted. El que ha certificado la demencia del conde ha sido el doctor Zarzoso, ese sabio alienista, que es bien conocido por sus ideas antirreligiosas. ¿Dirá usted ahora que Zarzoso es de los nuestros y que yo puedo manejarle para hacer que declare cosas contrarias a la verdad?

El joven quedó moralmente aplastado por estas palabras, y el padre Claudio se gozó en mirarlo con desdeñosa compasión.

Quirós estaba perplejo. Comprendía que acababa de cometer una torpeza, mostrando antes de tiempo cierta aspiración de independencia ante el terrible jesuíta, que no consentía la emancipación de ninguna de las voluntades a él supeditadas. Por esto, deseoso de remediar su ligereza, se apresuró a decir con acento humilde:

—Perdón, reverendo padre. No había yo imaginado, ni remotamente, nada que fuese en perjuicio de la honradez y caridad de vuestra reverencia, pero el maldito amor propio, herido por el despego que hace algún tiempo me mostraba usted, ha sido la principal causa de que yo haya hablado de un modo irrespetuoso. Ruego a usted que me perdone. Ya sabe que le venero y que eternamente le seré fiel.

El jesuíta hizo como que creía en estas palabras, cuyo verdadero valor conocía.

—Es usted un niño, amigo Quirós—dijo con paternal benevolencia—, y si no estuviera convencido de esa ligereza, que le ha de producir muchos disgustos, tomaría en serio sus palabras, en cuyo caso mi enojo sería terrible. Usted tiene un defecto, que consiste en querer subir demasiado aprisa a las alturas donde le arrastra su exagerada ambición. Yo no critico que usted sea ambicioso: todos lo somos en este mundo, y yo el primero: pero hay que pensar bien que aquello que todo hombre ha de procurar para subir, es escoger bien los medios que han de servirle para su elevación. Usted, mientras suba apoyado por nuestra Orden, hará carrera, y el día que intente emanciparse de nosotros, su ruina será completa.

—Reverendo padre, yo no intento separarme de usted, al que tanto venero; yo...

—Menos protestas de adhesión, amigo Quirós. Dios, que lee en el corazón de todos los humanos, es quien sabe mejor la verdad y puede apreciar los sentimientos de cada uno. Aunque no estoy muy seguro de la adhesión de usted, le quiero, a pesar de todo, y buena prueba del ello es que hace un momento pensaba en usted y le procuraba un medio seguro para engrandecerse.

—¡A mí!—exclamó Quirós con codicia—. ¡Oh, cuánto le agradecería que hiciese algo por mi suerte! Mi situación es cada vez más difícil; mis compañeros ascienden todos, hacen fortuna, y yo permanezco inmóvil en mi miserable medianía, sin adelantar un paso. Necesito un protector poderoso, como vuestra paternidad, y que no me abandone en ninguna ocasión.

—Mi protección dependerá del modo como usted se porte en adelante conmigo. Por de pronto, sepa que tengo un medio seguro e inmediato para que el Gobierno agradezca a usted un servicio importantísimo y le premie con largueza.

Quirós hizo un gesto de impaciencia; estaba ansioso por conocer aquel medio, tan seguro, de engrandecerse.

—Se trata—dijo el jesuíta con gran calma—de descubrir al Gobierno una conspiración revolucionaria, verdaderamente terrible, por las personas que de ella forman parte.

Quirós mostró cierta extrañeza al escuchar estas palabras. Notábase en él que acababa de sufrir una profunda decepción.

—¡Oh!—exclamó—. ¡Si no es más que eso!... Todos los días recibe el Gobierno delaciones de esa clase, y apenas si las premia con unas cuantas onzas de oro. Los ministros hacen ya poco caso de tales revelaciones, pues las más de las veces resultan falsas o inútiles, ya que no pueden encontrarse las pruebas.

—Es que aquí las hay, señor Quirós: pruebas claras y concluyentes, papeles de tanta importancia, que con ellos el Gobierno puede ponerse al tanto de una terrible conspiración militar, y conocer a todas las personas que están comprometidas en ella.

—¡Ah!—exclamó el joven, cuyos ojos brillaron con terrible llamarada de alegría—. Eso es otra cosa. Si vuestra paternidad me facilita tan importante delación, mi ascenso está ya asegurado.

—Pues cuente usted con que le apoyaré. Irá usted a ver al ministro de la Gobernación. ¿No lo conoce usted?

—Sí, reverendo padre. He hablado varias veces con él en las reuniones del gran mundo.

—Perfectamente. Pues puede usted decirle que en Madrid funciona una Junta revolucionaria militar, de la cual es secretario un capitán llamado don Esteban Alvarez.

—Eso no basta, reverendo padre.

—No sea usted impaciente, y escuche. Dicho capitán tiene en su casa la mayor parte de los papeles de la conspiración, y registrando su domicilio, el Gobierno puede dar un buen golpe a los revolucionarios.

—¿Está usted seguro, reverendo padre, de que los papeles están en casa de ese capitán?

—¡Oh!, segurísimo. Ya sabe usted que estoy siempre bien informado de todo. Tengo buenos amigos.

—¡Diablo!, pues la cosa resulta grave para ese capitán, si le pillan en su domicilio los papeles. ¿Es algún joven ese capitán?

—Creo que sí. Según me han dicho es una cabeza ligera, un exaltado muy peligroso.

—¿No le conoce vuestra reverencia?

—No. Nunca lo he visto.

Quirós se quedó pensativo unos minutos.

—¡Vamos!—dijo el jesuíta—. ¿Qué piensa usted? ¿No se atreve a dar el golpe?

—Pienso que si le pillan los papeles a ese pobre muchacho, pronto le olerá la cabeza a pólvora. El Gobierno está hoy más irritado que nunca contra los revolucionarios, y será inexorable con aquel que pille.

—Así lo creo yo también. Pero veo que me he equivocado al pensar en usted y ofrecerle un medio tan rápido de elevación. ¿Tiene usted reparo en delatar tan peligrosa conspiración? No hablemos, pues, del asunto. Olvídese usted de todo lo dicho, que otro se encargará de hacer el trabajo. No falta gente que quiera ser premiada por el Gobierno.

Quirós se estremeció, como si acabara de recibir un rudo golpe.

—¡Eh! ¿Qué es eso, reverendo padre?... El negocio es para mí, y yo no puedo consentir que otro me lo arrebate. ¿He dicho yo acaso que no quiero encargarme de la delación? Lo que hay es que me inspiraba algo de compasión ese pobre muchacho, que es un joven como yo y que no aguarda seguramente el terrible cataclismo que le va a caer encima. Un poco de simpatía, y nada más. Pero se acabó ya el escrúpulo; no soy tan imbécil que dé un puntapié a la Fortuna, cuando ésta se me presenta. Se acabó la compasión. ¡Vaya, padre Claudio!, siga usted dándome órdenes, que yo las cumpliré inmediatamente.

—Celebro verle tan animoso y dispuesto a aprovecharse de mi cariñosa benevolencia. Para alcanzar la gratitud del Gobierno, no tiene usted más que hacer esa delación. Yo me encargaré después de recomendarlo y hacer que la recompensa oficial sea lo más alta posible.

—Pero, padre Claudio, con lo dicho no basta para que la delación sea completa. Falta saber, el domicilio del capitán Alvarez, el punto donde los conspiradores se reúnen y todos los demás detalles que vuestra paternidad juzgue importantes.

—Es verdad. Tiene usted mejor memoria que yo. Pase usted a mi despacho y mi secretario le dará una nota exacta de todo cuanto pide.

Quirós hizo un gesto de alegría, como si ya tuviera en sus manos el importante ascenso que tanto deseaba.

Ansioso por realizar cuanto antes aquel negocio, y sin el menor rastro del escrúpulo que momentos antes había sentido, se dispuso a salir del gabinete para dirigirse al despacho.

—Aguarde usted, impaciente joven—dijo el jesuíta sonriendo con amabilidad—. Supongo que todo esto quedará en el más absoluto misterio, y que el Gobierno no traslucirá quién ha proporcionado tan importantes datos.

—¡Oh! De eso no hay que hablar, padre Claudio. Bueno soy yo para que se me escape una palabra indiscreta. Yo sólo digo lo que quiero.

—Buena condición es ésa. Con ella irá usted muy lejos. Lo importante es que usted no se arrepienta nunca de lo hecho, y quiera perder a sus amigos algún día, sabiendo perfectamente lo que dice.

El joven comprendió que el padre Claudio seguía dudando de su adhesión.

—No recele vuestra reverencia de mi fidelidad—dijo Quirós—. Ya que no por cariño, por egoísmo, debo seguir siempre al lado del padre Claudio. Tratándome como hoy, nunca podré quejarme de su protección. Yo, al que me da, nunca le falto.

—¡Magnífico! Es usted adorable por su, franqueza, Joaquinito. Usted irá lejos y nunca le faltará mi protección. Unicamente—continuó el jesuíta sonriendo con cierto aire de superioridad—, le falta a usted el no dejarse dominar por la compasión en momentos supremos.

—¡Oh! La indecisión de antes ha sido momentánea, como usted ha visto.

—Cuando yo le aconseje una cosa, no dude usted nunca. Yo no puedo aconsejar a nadie que peque y pierda su alma, y las acciones que yo recomiendo, aunque a primera vista parezcan censurables, seguramente no lo son por venir de boca de un sacerdote del Altísimo. Dios saca el bien del mal, no olvide usted esto, y para hacer bien a nuestros semejantes, es preciso que antes les hagamos daño. Al delatar a ese joven capitán, tal vez le sentenciemos a muerte; pero, ¡cuán inmenso caudal de bienes no producirá nuestra delación! Con su prisión y la incautación de sus papeles, la Sociedad permanecerá tranquila, la revolución quedará desbaratada, perecerán esas ideas diabólicas y disolventes que propagan los enemigos de la Monarquía y de la Iglesia, y quedarán tranquilas en el poderío de que hoy gozan, por la voluntad de Dios, Doña Isabel II, esa reina modelo de virtudes, y la Compañía de Jesús, santa institución que trabaja por la salvación del mundo. Si quiere usted ser grande y poderoso en la tierra, y después feliz y bienaventurado en el cielo, no vacile usted nunca en obedecer mis indicaciones. Todo cuanto yo ordene es...

—"Para mayor gloria de Dios"—interrumpió el joven—. Si ya lo sé, reverendo padre, y juro obedecerle inmediatamente. Ahora, si le parece bien, vamos al despacho a por la nota, pues siento verdadera impaciencia por servir a Dios haciendo la delación.

El jesuíta sonrió bruscamente al oír estas palabras. Sabía él a qué Dios servía el joven egoísta, al mostrarse tan impaciente por cumplir sus órdenes.

—Sobre todo, amigo Quirós, no cometa usted ninguna imprudencia, ni deje que la cometa el Gobierno. Si hace usted la delación ahora mismo, nos exponemos a que el ministro dé inmediatamente órdenes a la Policía, en cuyo caso es posible que armándose estruendo extemporáneamente, se nos escape la liebre. Vaya usted al Ministerio al anochecer, y haga la delación. La noche es favorable para esta clase de asuntos.

Quirós se conformó a esperar algunas horas para dar el golpe que aseguraba su porvenir, y con aire de humildad hipócrita, siguió al poderoso jesuíta a su despacho.

XXVI

La última buena obra
del padre Claudio.

A Baselga comenzaba a parecerle demasiado extraño el aparato misterioso con que el capitán O’Conell había revestido su cita.

Pasaba el conde por alto que le hubiese hecho salir a una legua de Madrid para ir a aquel caserón de grandes y desiertos patios, rodeado de un vasto jardín con solitarias alamedas, a cuyo extremo había entrevisto algunos hombres que al notar su presencia habían desaparecido; hacía caso omiso igualmente de que el doctor Peláez lo hubiese abandonado diciendo que así lo exigía el secreto de la entrevista, dejándolo bajo la dirección de un criado, soberbio mocetón de grandes patillas que orlaban una cara cuadrada y sin expresión alguna; pero no le parecía ya indiferente, pues le causaba cierta molestia próxima a la irritación, que le tuvieran más de una hora en aquella sala, grande, fría y de elevado techo, cuya desnudez aún hacía más antipática el torrente de sol que entraba por las dos rejas situadas sobre el vasto jardín que él había atravesado.

La aventura iba ya resultando para el conde demasiado extraña. Aquellas rejas eran demasiado robustas y tenían todo el aspecto de las de presidio. Mirándolas fijamente, el conde llegó a sonreírse.

—En esta casa—pensaba—debe ser la gente muy miedosa. Según leo a veces en los periódicos, hay bastantes ladrones en los alrededores de Madrid; pero la cosa no creo que sea para tomar tantas precauciones. ¡Cuidado si han empleado hierro en las tales rejas!

Y Baselga, que para buscar distracción al tedio que comenzaba a dominarle, se había entretenido en contar varias veces los barrotes de las rejas, pasó a fijarse en otros detalles de la habitación.

—Pues aquí dentro—continuó pensando el conde—no han sido tan pródigos en muebles como en el hierro de las rejas. ¡Vaya un menaje! Parece que sólo hayan puesto lo estrictamente necesario para que la pieza no sea inhabitable.

Así era. La sala era muy espaciosa, y a pesar de esto, sólo había en ella cuatro sillas de paja, muy ligeras por cierto, y una mesilla colocada entre las dos rejas.

Baselga se levantó, fué tocando uno por uno los escasos muebles, y después siguió paseando de un extremo a otro de la habitación.

Sacó su reloj de oro y miró la hora. Las diez y media. Estaba ya allí más de una hora y comenzaba a parecerle la espera más que pesada.

En uno de sus paseos, al pasar junto a la puerta, que creía entornada, se fijó en ella. También notó, como en las rejas, gran lujo de precauciones. Vaya una puerta sólida. Los tableros estaban tan ajustados, que no dejaban la menor rendija, y toda ella parecía hecha de una sola pieza. En el centro tenía un ventanillo cerrado.

El conde, al pasar, la golpeó distraídamente con el pie, como para apreciar su robustez, y la puerta no se movió.

Baselga hizo un gesto de inmensa extrañeza. ¿Qué era aquello? ¿Acaso estaba la puerta cerrada? ¿Era él un preso?

Esta consideración sublevó al conde, quien, para convencerse de si la puerta estaba cerrada, dejó caer sobre ella sus robustos puños. Conmovióse la recia madera produciendo un sonido sordo, pero la puerta no se movió.

Ya no podía dudar el conde. Estaba encerrado, prisionero en aquella destartalada habitación tan inaccesible a la fuga como un calabozo. Las rejas le impedían saltar al jardín.

Apoderóse de Baselga una terrible indignación al verse tratado de un modo tan inicuo. ¿Por qué le recibían de tal modo? ¿Dónde estaba aquel O’Conell, que no llegaba nunca?

De repente cruzó por la imaginación del conde una absurda idea, propia de su continua preocupación. Sin duda, el Gobierno inglés conocía su plan, temía al audaz patriota, y se atrevía a secuestrarlo casi a las puertas de Madrid. Esta presunción fatua y loca consolaba al conde y le daba cierto valor para sobrellevar tan extraña aventura; pero a pesar de esto, seguía golpeando con sus vigorosos puños la fuerte puerta, sin lograr que hiciera el menor movimiento.

El más absoluto silencio contestaba a aquellos golpes, y Baselga se decidió por fin a gritar:

—¡Eh! Los de la casa. ¿Qué es esto? Venid a abrir esta puerta.

Varias veces gritó y no vino nadie. Pero los gritos no fueron acogidos con el mismo silencio que los golpes.

A los oídos de Baselga llegaron confusas y amortiguadas voces estentóreas, chillidos y cánticos monótonos, que formaban un extraño concierto y que se repetían cada vez que él llamaba.

—No—dijo el conde en alta voz, como si tuviera a sus espaldas quien lo oyera—, pues la broma resulta bastante pesada. ¿Y qué grita toda esa gente?... Juro a Dios, que en cuanto salga de aquí aprenderán cómo nadie se burla impunemente de un hombre como yo.

Transcurrieron algunos minutos sin que el conde se cansara de golpear la puerta. Antes bien, parecía que sus puños, al maltratar a la madera, adquirían nuevo vigor.

Cuando comenzó a llamar, habíale parecido oír unas pisadas que ligeramente se alejaban, y éstas volvieron a escucharse pasado un buen rato, aunque aproximándose con gran rapidez.

El conde vió abrirse el estrecho ventanillo de la puerta, a través del cual apenas si podían mirar a la vez con ambos ojos.

En el pasillo estaban dos hombres; el criadote de las patillas y de rostro inmóvil, que, según se decía el conde, tenía cara de palo, y un joven también fornido y barbudo, que llamaba la atención por su gesto inteligente.

Baselga se dirigió a él lanzándole por el ventanillo una mirada iracunda.

—Caballero, ¿es ésta manera de recibir una persona decente? ¿Soy algún criminal terrible para tenerme cerrado? Soy el conde de Baselga, sépalo usted.

—Lo sé, señor conde—dijo el joven con sonrisa amable—; y ruego dispense esta falta de atención. El tenerle cerrado, comprendo que le será a usted tan enojoso como molesto para mí; pero tengo que cumplir forzosamente las órdenes que me dan. A usted mismo le conviene permanecer ahí.

—¿Esas órdenes son de O’Conell? A ver, ¿dónde está O’Conell?

El joven médico no sabía quién era aquel extranjero que nombraba el conde; pero con el aplomo que le daba su continuo trato con los enajenados, respondió:

—Sí; O’Conell me ha dado la orden. No tardará en venir, puede usted esperar tranquilo. Es cuestión de una hora a lo más. Le ruego, sobre todo, que no se incomode ni se exalte. Piense usted en que le conviene estar así.

El conde seguía no comprendiendo aquel extraño aparato; pero se tranquilizaba contemplando aquellos dos hombres.

No; aquella gente no podía ser mala. Tenía buen aspecto y no parecía que se propusieran causarle el menor daño. Esperaría, ya que tan cortésmente se lo suplicaban, y cuando llegara O’Conell, éste le explicaría la razón de tan extraña conducta.

El joven hizo una cortesía, disponiéndose a retirarse.

—Ya lo sabe usted, señor conde. Permanezca usted tranquilo, que así que llegue el que usted espera, entrará a verle inmediatamente. Mientras tanto, el ventanillo quedará abierto, y si algo se le ocurre, no tiene usted más que llamar a este señor, que acudirá inmediatamente.

Los dos hombres se retiraron, y el conde volvió a pasearse por la habitación.

En los primeros momentos estaba tranquilizado por la conferencia; pero así que estuvo solo un buen rato, comenzaron a renacer las antiguas sospechas. ¿No podían ser terribles enemigos aquellos hombres que tan amables se mostraban?

Todo inducía a esperar algo malo, porque un misterio tan absurdo, rara vez puede ser precursor de felices acontecimientos.

Y el conde, al pensar esto, se dirigía a sí mismo preguntas de imposible contestación.

—Vamos a ver, ¿dónde está O’Conell? ¿Por qué ordena estas precauciones irritantes? ¿Será acaso un traidor que nos habrá engañado al padre Claudio y a mí? ¿Y qué casa es ésta? Se me ha olvidado preguntarlo a ese joven, así como por qué chillaban tan desaforadamente hace poco rato.

Justamente cuando el conde se decía esto, volvió a estallar aquel extraño y espeluznante concierto de gritos, rugidos e incoherentes canciones.

Esta vez se oía mejor, y parecía más próximo el griterío, sin duda por estar abierto el ventanillo.

A Baselga le ponía nervioso aquel estruendo, que parecía arañarle los oídos. Además, creía que era una burla; el regocijo de ocultos enemigos, que celebraban con risotadas extravagantes verle a él encerrado, y por esto, dando en el suelo una furiosa patada, murmuró iracundo:

—¡Dios! Esto parece una casa de locos.

Después, como si tomara una resolución, se dirigió al ventanillo:

—¡Buen hombre!—gritó—. ¡Eh, buen hombre!

Sonaron las pisadas del criado, que a pesar de su robustez, andaba con una ligereza juvenil.

—¿Qué se le ofrece?—dijo apareciendo y con acento rudo, que pugnaba por dulcificar.

—¿Qué ruido es ése? ¿Por qué chilla esa gente de un modo tan extravagante? Diga usted que callen. Me incomoda esa música rara.

—No haga usted caso, señor. Son huéspedes que tenemos aquí hace algún tiempo, y que nos dan bastante trabajo.

—¿Y qué clase de casa es ésta? ¿Qué hacen aquí?

Por fin, la cara de palo del criado perdió su expresión estúpida para animarse con una sonrisa extrañamente irónica.

—¡Oh! Ya lo sabrá usted, ya se encargará de decírselo la persona a quien espera.

—¡Ya lo creo que me lo dirá! Tengo deseos de saber el por qué del aparato de esta cita, que me va resultando pesada. Alguna extravagancia tal vez. ¡Esos ingleses son tan excéntricos!

Baselga notó en la inanimada cara del criado cierta expresión de extrañeza. ¡Si él lograra hacerle hablar!

—Qué, ¿te extrañas de lo que digo? ¿No conoces tú al capitán O’Conell?

—Yo, no, señor. Es decir..., ese capitán, ¿no es la persona que usted espera?

—Sí, hombre. Al que espero, y por el que he venido aquí.

—Pues a ése sí que lo conozco; sólo que no sabía que usted lo llamaba por tal nombre, ni que era capitán.

—¿Pues, cómo llamáis aquí al que yo espero?

—Aquí se le llama el doctor Zarzoso, y todas las mañanas, a las once, viene a hacer su visita. Por lo regular, sólo inspecciona a algunos de los huéspedes y se pasa más de dos horas hablando con ellos. Hoy tendrá con usted una conferencia larga.

El conde quedó profundamente desconcertado por tales palabras. ¿Qué enredo era aquél? ¿Había otro que al capitán irlandés quería convertirlo en doctor? Baselga comprendía la necesidad de hacer hablar a aquel hombre, y recordando sus antiguas prácticas de hombre de mundo, que hace apreciar el dinero como el mejor medio de desatar lenguas, sacó del bolsillo del chaleco dos piezas de a duro, y sacó la mano por el ventanillo.

—Toma, esto para ti. Por la molestia que te tomas al entretenerme con tu conversación, hasta que llegue ese señor a quien espero.

—Gracias, señor conde—dijo el criado mirando con codicia las relucientes monedas—; pero me es imposible aceptar la “fineza”. El reglamento de la casa lo prohibe terminantemente.

—Tómalos sin cuidado. Guardaré el secreto, pues tengo el gusto de hacerte este regalo.

La manaza del criado no tardó en apoderarse de las dos monedas.

—Y dime—continuó el conde—; ¿ese señor doctor que tú nombras, es el mismo a quien yo espero?

—¡Vaya una pregunta! ¿Usted no espera al doctor Zarzoso? ¿No es él quien lo ha enviado aquí para su curación?

—¿Para mi curación?... ¡Ah!, sí. Por eso me encuentro en este sitio y le espero con tanta impaciencia. Mira lo que son las cosas. Conozco mucho a ese señor médico, y, sin embargo, en este momento no me acuerdo de su cara.

—No es extraño; a muchos les sucede igual aquí. Vea usted si recuerda. Es un señor gordo, de bigote cano, gasta gafas y mira muy fijamente cuando habla. Todo el mundo le conoce. Pues dicen que es un gran sabio.

Al conde no le cabía ya duda alguna. Se trataba de aquel caballero, que en la mañana del día anterior había ido a su casa a revolverle la bilis con sus objeciones. ¿Qué venganza era aquella?

Baselga sentía verdadera ansia de penetrar en lo más hondo ce aquel misterio, que comenzaba a asustarle. Sospechaba algo que le causaba escalofríos de terror, y al mismo tiempo, empezaba a hacer hervir su impetuoso carácter.

—Habla, querido, habla—dijo al criado—. ¿Y crees tú que el doctor me curará?

—Bien puede ser. Yo, por mi parte, lo creo segurísimo, si usted ayuda. Debe usted hacer esfuerzos, y, sobre todo, no atolondrarse y conservar su serenidad. Una desgracia a cualquiera le sucede, y nadie puede asegurar que está libre de vivir aquí o en presidio.

Aquel mocetón hablaba con tono de filósofo. Al conde le causaba cierto pavor su filosofía; pero a pesar de todo tuvo serenidad para preguntar con marcada impaciencia:

—¿Y qué enfermedad es la mía? ¿Lo sabes tú, acaso?

—No es gran cosa. Hace poco rato me la contaba don César, el médico de guardia, ese joven tan simpático que antes ha hablado con usted. Se halla usted tan bueno y sano como yo u otro cualquiera; sólo que en ciertos momentos le domina una manía, que le hace muy peligroso.

El conde temblaba de pavor. El, tan animoso, tan enérgico, se sentía dominado por el miedo ante el sesgo que tomaba la aventura, que momentos antes creía una broma de mal gusto, pero sin consecuencias.

Adivinaba ya dónde estaba, para qué servía el edificio, y qué clase de hombre era el que con él hablaba: ¡Horror! Convertido de pronto en un demente, y teniendo que hablar con fingida tranquilidad con un loquero.

La seguridad que tenía el conde de que su razón estaba sana, aún hacía más horrible su situación.

—Conque decías—continuó el conde esforzándose en sonreir—que mi manía es muy peligrosa.

—Así lo he oído. ¿Usted no piensa en algunos ratos ir a hacerle la guerra a los ingleses, y tenía preparados muchos hombres y armas para tal negocio?

Baselga aún experimentó mayor impresión de terror. ¡Cómo era aquello! ¿Su secreto era ya del dominio público? ¿Lo conocía hasta un criado de manicomio?...

Sentía el infeliz una creciente curiosidad, y por esto, a pesar de su terrible angustia, siguió preguntando:

—¿Cómo sabéis aquí lo que yo pienso?

—¡Bah! Aquí se sabe la historia y la manía de cada enfermo. Ese señor médico que le ha acompañado a usted aquí, ha estado examinándolo con detención durante mucho tiempo, hasta que se ha convencido de su enfermedad.

—¡El doctor Peláez!—exclamó con extrañeza el conde.

—Sí, ese creo que es su nombre. Hasta hace poco ha estado abajo en el gabinete de consultas explicando la enfermedad de usted a don César y recomendándole que lo trate muy atentamente.

Baselga no se pudo contener.

—¡Pero eso es una infame traición!...

El criado volvió a sonreir irónicamente.

—¡Bah! Todos dicen lo mismo cuando vienen aquí, y después, si es que salen completamente sanos, dan las gracias por haberlos tenido tanto tiempo en esta casa atendiendo a su curación.

Reinó un largo silencio. El conde, con la cabeza baja, reflexionaba sin llegar a creer completamente en su horrible situación. Tan absurdo le parecía.

Al fin, como quien pregunta una cosa que tiene por axiomática, dijo al criado:

—Pero mi familia no sabrá que yo estoy aquí; no tendrá noticia de este miserable secuestro.

—¡Toma! ¡Hermosa pregunta! ¿Le parece a usted, señor conde, que sin consentimiento de su familia le hubieran traído a usted aquí? ¿Tenemos acaso ganas de ir a presidio? A usted le han traído aquí después que ayer verificaron en su casa una consulta el doctor Zarzoso, el doctor Peláez y otros dos médicos. Así he oído que aquel señor se lo decía a don César. Qué, ¿no se acuerda usted ya? Pues dicen que usted estaba presente, y que hablaron largamente en su despacho. También estaba un cura que ha trabajado para que usted, a quien quiere mucho, quede aquí, en seguridad, sin emprender peligrosas aventuras. ¿No se acuerda usted de eso?

—Sí, lo recuerdo; lo recuerdo perfectamente—dijo el conde con voz desfallecida.

Y, efectivamente, recordaba con todos sus detalles la conferencia de la mañana anterior en su despacho, y ahora comprendía la significación de las miradas del sabio doctor y aquellas preguntas que tanto le habían irritado. Pero, ¡Dios mío!, ¡cuán infame era aquello!, ¡qué traición tan terrible! Había para volverse loco, pero de verdad; no con aquella demencia fingida, que él comenzaba a comprender de quién era obra.

Su mano crispada apretaba convulsamente el borde del ventanillo, y con la cabeza baja permanecía silencioso y meditando, sin comprender muchas de las palabras que le dirigía el criado.

—Debe usted tranquilizarse, señor conde, y tomar con calma lo que le sucede. Estos son percances de la vida, de los que nadie se halla libre. Si usted tiene serenidad y pone de su parte para ayudar a la ciencia es posible que pronto se encuentre bueno. Calma, mucha calma. Aquí no se pasa del todo mal. Le hemos alojado en esta pieza hasta que venga el doctor Zarzoso y hable con usted. Después, lo trasladaremos a una celda donde tendrá usted vecinos; gente divertida, que en los primeros días le incomodará; pero que al fin le hará reir. Son los que usted oía antes. Además, yo seré el encargado de cuidarle, y no tendrá queja alguna. Me es usted muy simpático, y más desde que veo que es persona razonable. Ratos de sobra tendremos para charlar de nuestras cosas, como ahora lo hacemos.

El conde seguía meditabundo, y de las palabras del criado sólo algunas lograban deslizarse hasta su cerebro, donde no eran del todo comprendidas.

Una sorda irritación comenzaba a bullir en el ánimo de Baselga, sustituyendo al miedo que momentos antes le dominaba.

Hubo un instante en que el conde se creía víctima de una lúgubre pesadilla; pero tocaba la pesada puerta, oía al criado, y la esperanza de ser todo un sueño se desvanecía inmediatamente.

La dignidad de clase, el orgullo viril, la rectitud de conciencia y el convencimiento de su sana inteligencia, todo se sublevaba enérgicamente contra aquella terrible situación, con tan imponente fuerza, con tan arrebatadora rabia, que Baselga se creía capaz de proceder como un loco furioso, ya que todos se empeñaban en hacerlo aparecer como tal.

En aquel momento, por un misterioso encadenamiento de ideas, recordaba la escena terrible en que sus manos de hierro estrangularon a Pepita Carrillo, la esposa infiel y cínica.

El rostro del conde palidecía, sus ojos adquirían el brillo extraño y el tinte sanguinolento que produce la indignación en ciertos hombres de carácter pronto para la violencia.

A pesar de esto, logró contenerse aún, y con voz ronca preguntó al criado:

—¿Pero tú me crees loco?

—¡Yo! ¡Jé, jé!

Y el criado, por toda contestación, reía maliciosamente.

—¿De qué te ríes? Quiero saberlo; lo exijo. No creo que esta situación sea cosa de risa.

—Me río, señor conde, de que todos cuantos vienen aquí hacen la misma pregunta.

—¡Pero contesta, con mil demonios! ¿Tú crees que estoy loco, sí o no?

—En este momento no lo está usted; pero si sigue así, no tardará en darle el acceso. Lo conozco en sus ojos, y le ruego que procure calmarse.

El conde se estremeció. ¿Si estaría realmente loco? Esto es difícil que pueda apreciarlo el mismo paciente, y, además, él se sentía en un estado anormal, a causa de la indignación. Debía tener en el rostro una expresión terrible, a juzgar por el aspecto alarmado del sirviente.

Baselga había comprendido todo el horrible carácter de aquella trama, que se había urdido en torno de su persona, para conducirlo a tan mísera situación. Sentía la necesidad imperiosa de salir de allí; ansiaba destrozar a aquellos miserables enemigos que tan rastreramente habían preparado su ruina. Anhelaba procurarse el divino gozo de despedazar entre sus manos de hierro al repugnante padre Claudio.

Por esto hizo un gesto de imponente autoridad, como si aun estuviese en el Norte, al frente de su regimiento de lanceros carlistas, y dirigiéndose al criado, dijo con voz breve e imperiosa:

—Abre la puerta. Necesito salir al momento.

El mocetón puso el mismo gesto del que oye una cosa ridículamente absurda.

—¿Quién, yo? Tiene gracia.

—Que abras, te digo, o si no, ¡por Cristo vivo!, que...

Y el conde comenzó a dar patadas en la puerta, vomitando por el ventanillo un tropel de juramentos y maldiciones.

El criado permanecía impasible ante aquella rociada de insultos. Veíase que estaba acostumbrado a tales desahogos de los huéspedes de la casa.

—¡Cobarde! Abre, u os echo la puerta abajo y le pego fuego a la casa. Abrid, canallas. ¡Es así como se procede con un hombre honrado! ¡Ah, miserables jesuítas! Abrid, esbirros del padre Claudio. Dejad salir a un padre infeliz. Dios sabe qué será a estas horas de mi hija. Quieren hacerla monja, para robarle su dinero; quieren meter fraile a mi hijo, para robarlo igualmente, y a mí me encierran para que no lo estorbe. Abrid, o lo rompo todo... Pero tú, cara de palo, ¿qué haces ahí tan quieto? Abre y no repares en pedirme gratificación. Te daré cuatro mil duros, diez mil..., ¡los que quieras! Pero abre en seguida. Abre esa puerta, o, ¡por Cristo!, que me como tus hígados y los de todos los doctores canallas.

Y el conde se destrozaba las rodillas y se quebrantaba los pies, golpeando aquella puerta, que permanecía tan inmóvil como el flemático criado.

Apuró Baselga en su balbuciente y furiosa indignación todas las maldiciones y blasfemias aprendidas en los campamentos, sin conseguir alterar aquella estatua de carne, que permanecía rígida e indiferente en el pasillo. Su calma le desesperaba. ¡Oh, cuánto hubiese dado él por poder salir y destrozar a puñetazos la "cara de palo"! Era el primer hombre que se burlaba impunemente de él, que era el terror de cuantos intentaban ofenderle.

La frialdad con que acogía sus palabras era lo que aumentaba su indignación. Hubiese preferido Baselga que el criado contestara a sus insultos, que se enfureciera, que le dirigiese injurias insufribles; pero verse acogido con un silencio compasivo, propio para seres irresponsables, para niños o para viejos, excitaba aún más su terrible rabia. Era ya un loco, no podía dudar. Sus palabras no tenían valor; le habían despojado de su condición viril, y, en adelante, a sus más injuriosas palabras contestarían todos con una sonrisa de conmiseración.

Al conde de Baselga le cegaba la rabia, como si para aliviarla y desahogarse necesitara algo más que proferir insultos, apretó su rostro cuanto más pudo contra el estrecho ventanillo, y escupió furiosamente al rostro del criado.

—Toma, cara de palo; esto, para ti. A ver si abres la puerta y entras a reñir conmigo.

Baselga recibió en el rostro un rudo golpe, que le hizo retroceder al centro de la habitación.

Era que el criado le había arrojado la hoja del ventanillo en las narices, y después de cerrarlo se retiraba con lentos pasos.

El golpe, a pesar de ser fuerte, apenas si causó efecto en Baselga. Pronto se repuso del aturdimiento que le produjo el choque de la recia madera contra su rostro, y dando un salto prodigioso que tenía algo de la ligereza flexible y elegante del tigre, cayó con todo el peso de su corpulento cuerpo sobre aquella puerta, a la que combatía e injuriaba lo mismo que si fuese un ser viviente.

Nada. Gimieron las maderas sordamente, pero ni una sola se movió. Eran previsores en aquella casa y la puerta estaba a prueba de locos, aun de los más furiosos y forzudos.

Varias veces repitió el conde aquel asalto, sin conseguir abrir brecha en la puerta.

Su rostro estaba congestionado; gruesas gotas de sudor surcaban sus facciones; respiraba fatigosamente, con la entonación del rugido; sus ojos estaban veteados de sangre; las venas de su cuello, hinchadas por furiosas contracciones, parecían querer estallar, y, a pesar de esto, no se sentía fatigado.

La rabiosa indignación centuplicaba su fuerza de Hércules, y él, al tropezar con aquel implacable obstáculo, inmóvil y firme, se creía un niño, y le faltaba poco para llorar su debilidad.

Excitado por su misma impotencia, y dominado por loca tenacidad, volvió varias veces a caer en prodigioso salto desde el centro de la estancia sobre la pesada puerta, y aquellos choques que le magullaban hacían crecer su furor sin límites.

Fuera de la estancia, la espeluznante gritería de los locos contestaba a cada uno de los quejidos de la madera, combatida por aquel ariete humano.

Los médicos y los criados del establecimiento, agrupados en el fondo del corredor, escuchaban el estrépito producido por Baselga, y se prometían tratarlo en adelante con grandes precauciones, pues sus violentos accesos le hacían temible.

El conde, después de golpear inútilmente la puerta, dirigióse a las rejas, y poseído de vertiginosa movilidad, iba de una a otra, agarrando los barrotes con sus nervudas manos y haciendo esfuerzos poderosos por romper el hierro.

Desollose sus manos, tirando de los robustos barrotes, y... nada; no consiguió que las rejas hicieran el menor movimiento.

Estaba vencido, le era imposible libertarse, y aquella casa había de ser el sepulcro de su razón calumniada.

El sol, que en oleadas de oro entraba en la habitación, marcando en el suelo dos cuadriláteros de luz; las verdes capas de los árboles del jardín, en las que piaban algunos gorriones; el cielo azul y esplendoroso que se veía a través de las rejas, todo constituía un sarcasmo para el infeliz prisionero. La naturaleza sonreía y mostraba a Baselga la inmensa libertad que en ella existe justamente cuando el desgraciado reconocía que había perdido ya para siempre la suya.

El conde se sentía poseído de tal furor, que en su cerebro surgió este pensamiento:

—¡Si estaré yo loco!

Y experimentó un tremendo dolor de cabeza. ¿Qué era aquello? Hizo un esfuerzo Baselga para volver en sí, y cuando adquirió cierta serenidad, encontróse que estaba golpeándose furiosamente la cabeza contra las paredes.

Otra vez volvió el mismo pensamiento a surgir en su cerebro, dándole razonables consejos.

—Si sigues entregándote a tu desesperación, si te golpeas, creerán fundadamente que estás loco. Modérate, ten calma.

Había en aquellos instantes en el interior de Baselga dos seres distintos. Uno, sensato, que aconsejaba y veía claramente la situación; otro, irascible, indignado, furioso, que ansiaba sangre y destrucción.

Los músculos, la sangre, los nervios, el organismo entero, se iba detrás del último, y obedecía todos sus mandatos.

—Detente, espera, no pierdas la calma—gritaba la eterna idea en el interior del cerebro del conde. Y, sin embargo, el desgraciado gritaba, aullaba de furor, daba puñetazos en las paredes, se arrojaba con la cabeza baja a embestir la puerta, se destrozaba la ropa, se arañaba la cara, se mordía las manos, y, al fin, se arrojó en el centro de la habitación, revolcándose, agitado por terribles convulsiones.

Su ronca voz no cesaba de gritar, alternando las palabras con aullidos de fiera. Pedía por centésima vez a los canallas de afuera que le abrieran la puerta, y en algunos momentos se creía estar luchando con el padre Claudio, y como si le asestara terribles puñetazos, se golpeaba el rostro, hasta hacerse sangre.

Su cuerpo rodaba sobre el pavimento, como una informe y gigantesca masa, derribando las sillas y dejando tras sí pedazos de su traje, rasgado por terribles zarpadas, y si alguna vez se incorporaba era para dejarse caer con mayor furia, golpeando con rabiosa saña su magullado rostro contra los fríos baldosines.

Esta terrible escena duró más de diez minutos, y al fin las fuerzas de Baselga, con ser tan grandes, se agotaron, y dejó caer su cuerpo inerte.

Una saludable reacción comenzó a operarse en él. Su respiración era semejante al estertor del moribundo, y así, tendido de espaldas, con la vaga mirada fija en el techo y agitándose de pies a cabeza por un nervioso estremecimiento, permaneció mucho tiempo.

Por fin movió la cabeza a uno y otro lado; su mirada, vaga hasta entonces, contempló fijamente cuanto le rodeaba con marcada expresión de extrañeza, y se incorporó, como si volviera en sí después de un terrible ensueño.

Sus ojos fueron fijándose en las desgarradas ropas y en las sillas caídas, y comenzó a sentir al mismo tiempo el punzante dolor que en todos sus miembros producían las contusiones y magullamientos.

Otra vez el buen sentido volvió a hablar bajo su cráneo, y una sonrisa contrajo los labios del conde.

—Bravo, Fernando—se dijo con terrible ironía—. Ya han logrado tus enemigos lo que querían. Te has entregado a la desesperación neciamente, has dejado libre de toda traba tu carácter violento, has hecho locuras, y ahora nadie dudará que eres un demente furioso. Ya no saldrás de aquí, y tal vez dentro de poco te pongan la camisa de fuerza.

Mientras que estas ideas se agitaban en su cerebro, el conde permanecía sentado en el suelo, con los codos sobre las rodillas, la cabeza entre las manos y mirando con estúpida fijeza su sombrero, que, pisoteado y roto, estaba en un rincón.

Cuando Baselga salió de su abstracción, se encontró derecho, paseando apresuradamente por la sala, de un extremo a otro.

El conde había experimentado una reacción. Sentía una calma absoluta; todo lo veía de diverso modo, sentía una tranquilidad sobrenatural y hasta le parecía que durante la anterior crisis había muerto, y ahora se encontraba en otra vida, libre de las miserias y de las desgracias de este mundo.

Había en el interior de su cerebro alguien que le seguía hablando, y cuyos consejos aceptaba sin protesta.

—Resignación, Fernando. Ya estás loco; ¿y qué? Piensa en permanecer tranquilo; tu salud es antes que nada. No te golpees, no te maltrates. ¿Qué vas ganando con desesperarte? Olvídate del mundo, de esos miserables, que te han engañado; de tu familia, que te ha traído aquí.

Las ideas del conde giraban invariablemente dentro del mismo círculo, y después de una vuelta vertiginosa, venían a parar al punto de partida: a la necesidad de permanecer tranquilo. Pero en una de las vueltas de su cerebro, salió al paso, y se introdujo en la incesante ronda de sus ideas, el recuerdo de sus hijos, de Enriqueta y de Ricardo, de aquellos seres inocentes y desgraciados, a quienes él veía ahora acechados por la negra traición, tímidos e incautos insectos, que iban a caer en la red de la sombría araña, en aquella red que había aprisionado a su razón, y que de un hombre fuerte e independiente había hecho un guiñapo humano, arrojándolo, sin compasión, al fondo de un manicomio.

La figura del padre Claudio apareció en la imaginación de Baselga, irónica, sonriente y como complaciéndose en burlarse de su desesperación.

¡Oh, rabia! Estar encerrado..., no poder vengarse... Y el conde se llevó la crispada mano a la frente. Necesitaba arañar algo.

Iba, sin duda, a reproducirse la crisis de furor. Pero la voz misteriosa debió hablar otra vez bajo el cráneo, y la mano cayó desmayada a lo largo del tronco, chocando con un objeto duro.

Baselga palpó instintivamente el objeto que había detenido su mano, y sacó del bolsillo derecho del chaleco la pequeña y brillante pistola que había tomado en su casa, a ruegos del padre Claudio.

Como si el brillo de los niquelados cañones le produjeran un principio de hipnotismo, estuvo mirándola fijamente bastante tiempo. Su frente se contraía como si en el interior le punzara algún terrible pensamiento; sonrió dos o tres veces con frialdad, y su voz murmuró muy quedamente:

—¿Y por qué no...?

Movió la pistola, levantó el gatillo, miró las dos negras bocas de sus cañones, siempre con la misma sonrisa de frialdad; pero de repente hizo un movimiento de sorpresa horrible, como el que despierta al borde de un precipicio, y se apresuró a dejar la terrible arma sobre la mesa.

Había hablado otra vez su buen sentido, y comprendía la terrible revelación que encerraba aquel hallazgo.

—Quieren mi muerte—pensaba—, por eso el padre Claudio mostraba tanto empeño en que me llevara la pistola. El sabía bien adónde me conducían.

Y el conde se prometía mentalmente no dar gusto a sus enemigos. ¿Querían su muerte? Pues bien, él viviría, él haría esfuerzos por conservarse sano y recobrar su libertad, él probaría que su razón no estaba enferma y que tenía derecho a salir de allí, y en cuanto saliera... El conde miraba otra vez fijamente la pistola; pero era apreciando lo bien alojadas que estarían sus dos balas en la cabeza del padre Claudio.

La esperanza de vengarse algún día de su miserable enemigo, tranquilizó al conde, devolviéndole su perdida calma; pero una mirada que lanzó a las robustas rejas y a la puerta, le hizo caer bruscamente en la terrible realidad.

¿Cuándo saldría él de allí? Los médicos serían tan duros e inexorables como aquel hierro y aquella madera; en vano pugnaría él por hacerles comprender que su razón estaba sana, y que era víctima de una maquinación infame; los médicos estaban prevenidos contra él, tenían el prejuicio de que él se hallaba privado de razón, y cuantos esfuerzos intentase para convencerlos de su verdadero estado, serían tan infructuosos como las tremendas acometidas que había dado a la robusta puerta. Además, ¿los encargados de aquel establecimiento, aquel doctor Zarzoso que tan antipático le resultaba, no podían ser agentes del terrible jesuíta, que despreciarían sus alardes de razón y eternamente le tendrían por loco?

—¡Dios mío!—seguía diciéndose el conde—, ¡qué infierno en el porvenir! Hay para volverse loco de veras.

No había salvación. Dentro de un momento llegaría el antipático sabio, ¿y qué? Le escucharía con atención, sonreiría, como lo había hecho el loquero al oír que le era necesario salir de allí, y después lo enviaría a una miserable celda, donde agonizaría años y años, acompañado siempre por aquel diabólico griterío de la locura, que le crispaba los nervios.

No; un hombre como él, un Baselga, no había nacido para morir de tal modo. Sabía salir del mundo más dignamente. Y dentro de su cráneo seguía bailoteando el mismo pensamiento:

—¡Y por qué no!... ¡Y por qué no!

El conde avanzó hacia la mesa, poniendo su mano sobre la pistola. El frío del brillante acero le produjo el efecto de una ducha.

El siniestro pensamiento se desvaneció, su inteligencia pareció despejarse y nuevas ideas vinieron a tocar su cerebro, con consoladora caricia.

El no podía morir. Tenía en el mundo dos seres que necesitaban de su apoyo, y estaba en el deber de luchar para recobrar la libertad y correr a su lado.

Además, un arranque de altivez le daba fuerza. Matarse era dar gusto a sus enemigos, a aquel diabólico padre Claudio, que casi había puesto la pistola en su mano, y él no quería pasar por un imbécil capaz de vivir o perecer a capricho de la voluntad ajena.

Viviría; así se lo exigía su altivez y su instinto de padre: tendría fuerzas para resistir el infortunio. Y halagado por estas decisiones que le fortalecían, permaneció derecho, inmóvil y con la mano puesta en la pistola, sin pensar en nada, invadido por una dulce somnolencia.

El silencio que le rodeaba quedó turbado repentinamente. Otra vez el griterío irritante de los locos, pero en esta ocasión había uno cuyos rugidos, que parecían imposibles para una garganta humana, sobresalían sobre las voces y las carcajadas de los demás.

Baselga sonrióse tristemente. Otro que estaba como él mismo momentos antes, y con curiosidad oía aquel rugido, tan atentamente como si se mirara a un espejo, para apreciar su rostro.

Aquello trastornaba al conde, le producía honda pena. ¡A cuán bajo nivel puede la desgracia hacer descender a un hombre! ¡Y pensar que él hacía poco rato había gritado así, y que tal vez, a la menor contrariedad, o apreciando todo su infortunio, volviera a caer en la brutal irracionalidad!

El conde sentía miedo, y como si la imaginación se complaciera en asustarle, le desarrollaba el porvenir con toda su horripilante lobreguez.

Pronto tendría él por vecinos a aquellos infelices. Como ellos, gritaría, golpearía su cuerpo, por más cuidadosos que con él fueran los guardianes, iría siempre cubierto de andrajos, como ahora estaba, pues su traje aparecía ya despedazado por varias partes, las plagas de una miseria irracional se cebarían en él, languidecería e iría muriendo lentamente, y la razón se anularía del mismo modo, gradualmente, extinguiéndose hasta en su última chispa.

No, aquello no llegaría a sucederle; él sabría evitar tanta degradación, tan horrible miseria.

Y aquella idea, persistente y diabólica, que parecía estar clavada en su cerebro, seguía gritando dentro del cráneo:

—¡Cobarde! Atrévete... ¡Y por qué no! ¿Por qué no?

¿Por qué? Porque no quería proporcionar a sus enemigos el placer de su muerte; porque tenía en el mundo dos seres inocentes por quienes velar... Pero, ¡Dios mío! ¡Qué lucha tan terrible!

Apenas pensaba esto, la funesta idea se revolvía indignada, echándose en cara su cobardía, y pintándole el porvenir con los más sombríos colores. ¡Y qué! Si vivía, ¿evitaría con esto el permanecer hasta el instante de su muerte encerrado en aquella casa, sumido en una horrible degradación, y convirtiéndose en loco lentamente, por el contagio moral con los otros enajenados? ¿Acaso conservando su vida podría acudir en auxilio de sus hijos?

Sus enemigos habían sido más hábiles que él, y le habían muerto moralmente. Ya que su razón había muerto, ¿por qué no anular aquella mísera envoltura, aquel cuerpo destinado a rugir, poseído de delirante indignación, y a agitarse con las más violentas convulsiones?

El diabólico pensamiento seguía aconsejándole, al par que le inspiraba tales reflexiones.

Había que apresurarse, si quería aprovechar la ocasión. No tardaría en llegar el doctor Zarzoso; le someterían entonces a un registro antes de llevarlo a la nueva celda; le quitarían su pistola, y con ella toda esperanza de eterna emancipación: si quería matarse, tendría que estrellar su cabeza contra la pared.

Baselga pensaba en la muerte con una calma sobrehumana. El mismo sentía asombro ante aquella tranquilidad absoluta que le poseía.

—Atrévete; éste es el momento. No vaciles, porque después, será tarde.

El conde se sorprendió, hablando en alta voz:

—Acabemos—murmuraba—, sufro mucho.

Y su imaginación se recreaba en considerar la calma absoluta, el descanso eterno que le aguardaba en la tumba. Un supremo egoísmo le embargaba, y el recuerdo de sus hijos era ya para él un grupo de pálidas figuras, sin contorno ni expresión, que no lograba conmoverle.

A morir; a sumirse para siempre en la densa sombra de la nada. Allí no había repugnantes traiciones, ni padre Claudio alguno.

El conde, como si despertara de un sueño, se vió con la pistola en la mano, y el índice en el gatillo.

Experimentó una ligera sorpresa. ¡Qué iba a hacer!... ¡Ah, sí! Iba a matarse y no se arrepentía de su decisión.

Lanzó una mirada a su traje desgarrado, y le pareció contemplarse, demacrado, miserable y roto, tal como estaría al poco tiempo de permanecer en aquella casa. El pasado acudió a su memoria y recordó a aquel conde de Baselga, elegante y palaciego y adorado de las damas. ¿Podría tal hombre morir de un modo tan miserable? Seguramente que no. A librarse, pues, del peligro; a demostrar que en el trance supremo sabía salir del mundo con toda la maestría de un actor que conoce el medio de desaparecer dignamente de la escena.

Baselga miró a una de las rejas. Sufría ya alucinaciones, y le parecía que algo negro había cruzado volando por delante de ella. Tal vez la sotana del padre Claudio.

—¡Adiós, canalla! Hiciste bien en darme la pistola. Es el último favor que te debo.

El conde apoyó la pistola en el pecho, buscando el sitio del corazón. Oprimió el gatillo, y recibió un golpe violento que le hizo caer; aunque con gran extrañeza, no oyó detonación alguna.

Había quedado de rodillas, agarrado con una mano al borde de la mesa, y miraba a su alrededor, con ojos asombrados, pareciéndole que toda la habitación tenía otro aspecto.

La pistola había caído al suelo, y él murmuraba con rabia:

—¡Maldita pistola! ¡Ha fallado el tiro!

Pero su pecho y su mano derecha estaban cubiertos de sangre caliente, que, escurriéndose a lo largo del cuerpo, caía sobre el pavimento.

A sus oídos llegaban un tropel de apresurados pasos y el chirrido de una cerradura.

—¡Vienen, vienen!

Y Baselga, alarmado, buscó a tientas la pistola que estaba en el suelo, e hizo un esfuerzo supremo para montar el gatillo.

Apoyó el segundo cañón en la sien, en el mismo instante que la puerta se abría y entraban en la sala muchos hombres, alarmados por la detonación.

El conde apretó el gatillo, y le pareció reconocer entre los que avanzaban sobre él despavoridos al sabio, que tan antipático le era, el doctor Zarzoso, cuya visita esperaban en el manicomio.

Esta vez tampoco oyó el infeliz ruido alguno, pero recibió en la cabeza un golpe tan anonadador como si la casa entera hubiese caído sobre su cráneo.

Sintió lo mismo que si le arrebatasen, arrojándolo en una inmensidad de negrura vibrante, en la que danzaban como chispas de una colosal fragua, millones de millones de puntos luminosos.

Pero aún tuvo fuerzas para hacer subir a sus labios una sonrisa de amarga ironía y murmurar de modo que lo oyeran todos aquellos hombres consternados que le rodeaban:

—Ya tengo bastante.

XXVII

Revelación inesperada

Aquella tarde, la baronesa se había mostrado muy complaciente y amable con su hermana. La había dirigido alegres palabras, acariciando bondadosamente sus cabellos, y la había prometido concederle alguna libertad mientras el papá estuviera de viaje.

Ignoraba Enriqueta cuál era la suerte de su padre, y cuando a la hora de comer mostró extrañeza por su ausencia, la baronesa y el padre Claudio, que a la vuelta de su visita a Palacio había sido invitado por doña Fernanda a quedarse "a hacer penitencia", le dijeron que el conde había salido muy de mañana para un viaje en el que estaría algún tiempo.

Enriqueta se lamentó de la inesperada marcha de su padre, por cuanto le impedía la asistencia a algunas fiestas aristocráticas, que habían de verificarse en aquella semana, pero la amabilidad de la baronesa y la jocosidad del padre Claudio, y del padre Felipe, que llegó a la hora de los postres, la resarcieron algún tanto de la contrariedad sufrida.

—Hoy estás libre—la dijo la baronesa—; si no quieres dedicarte a la oración o al trabajo, puedes hacer lo que gustes. Ves, si quieres, a asomarte al balcón; te doy permiso. Mañana ya saldremos de paseo.

Enriqueta se apresuró a aprovecharse del permiso, y salió del comedor, sin ver cómo su hermana miraba con dramática tristeza a los dos jesuítas, y murmuraba:

—Pobrecilla; ¡si ella supiera lo que sucede!

De pie, tras los cristales del balcón, que daba luz al gabinete contiguo al salón de la baronesa, permaneció Enriqueta toda la tarde, entreteniéndose en contemplar la incesante circulación de los transeúntes y los coches que bajaban la calle al paso tardo de sus huesudos caballos, y llevando en el pescante, con toda la prosopopeya de un dios, al cochero, de nariz vinosa, envuelto en su capa remendada.

A la hora de permanecer en aquel sitio, Enriqueta oyó en el salón cercano las voces de su hermana y del padre Felipe.

El padre Claudio se había ido ya, llamado, sin duda, por sus apremiantes ocupaciones, y la baronesa y su director espiritual se entregaban a sus diarias conferencias.

La puerta que comunicaba con el gabinete estaba cerrada.

Enriqueta no era curiosa, y, además, presentía algo del significado de aquellas relaciones espirituales, y su delicadeza y pudor la alejaban de ellas.

La joven no era de carácter inocente: no sentía esa curiosidad maliciosa y malsana, que es patrimonio de ciertos temperamentos juveniles; pero no por esto ignoraba la existencia de ese sagrado misterio, productor de la vida, que las más de las veces degenera en vicio.

Sólo en ciertas novelas aparecen jóvenes de sublime candor, ignorantes del amor sexual; en la vida real, y más aún en las elevadas capas sociales, es imposible encontrar tan prodigiosa inocencia.

Enriqueta era una joven igual a todas. No experimentaba ninguna curiosidad, ni sentía deseos de hacer penetrar su pensamiento en las oscuridades del vicio, pero había visitado demasiado los salones, había tratado con cariñosa intimidad a jóvenes de su clase, educadas más libremente, y sabedoras de cuanto en el mundo pasa, y comprendía ahora cosas que hasta poco antes le resultaban indescifrables misterios.

Adivinaba el significado de aquella intimidad entre su hermana y el robusto jesuíta, presentía la forma de aquellas conferencias, que tanto daban que hablar a la servidumbre; pero no quería conocer de cerca tales suciedades.

Experimentaba náuseas al pensar en aquellas relaciones, que ya se habían hecho públicas y que eran comentadas en los corrillos de murmuración que las damas ya venerables formaban en los salones aristocráticos.

La curiosidad de Enriqueta permanecía alejada de tales relaciones, que presentía, sin sentir deseo de conocerlas de cerca, al igual de ciertas damas, que al saber las miserias del pobre se compadecen de ellas, pero no van a buscarlo a su vivienda, por miedo a mancharse el vestido de seda.

La joven tenía el egoísmo de la castidad, y no quería ponerla en peligro, atisbando cosas de las que le habían enseñado a huir.

Por esto hacía caso omiso de aquella escena que, indudablemente, se estaba desarrollando en el salón, y seguía de pie tras los cristales, contemplando el movimiento de transeúntes en la gran calle.

Aquello constituía para ella una gran distracción. Contemplaba con simpatía a las personas de porte franco y atrayente; reíase de otras de aspecto ridículo, entreteniéndose en buscar en su imaginación apodos que les cuadrasen, y seguía con mirada cariñosa a los niños, que, cogidos de las faldas de sus madres, andaban con paso vacilante, contoneándose con la timidez graciosa del polluelo al romper el cascarón.

Enriqueta, fijando sus ojos en la acera de enfrente, recordaba a Esteban Alvarez, que tantos días había invertido en pasear por ella, esperando siempre una mirada furtiva, promesa futura de felicidad.

La joven se sentía invadida por una dulce tristeza. ¿Qué sería ahora de Esteban?

Hacía ya mucho tiempo que nada sabía de él. Desde el día en que su padre le hizo prometer que olvidaría para siempre su amor, no había recibido ya ninguna carta del capitán, ni cruzado con él la menor palabra.

Su padre y su hermana habían formado en torno de ella una muralla infranqueable, sobre la que se estrellaban todos los esfuerzos que hacía el capitán por protestar amorosamente contra aquel inesperado rompimiento.

Varias veces, al ir con el conde al teatro o a una fiesta del gran mundo, bajando de su coche, había visto a Esteban entre la gente, lanzándola una mirada interrogante, mezcla de amor y de reproche; pero la joven, herida por la vergüenza y escudándose en su padre, huyó ligera.

Después, la vigilancia de la baronesa y la promesa hecha al padre Claudio, al pie del confesonario, y en un momento de exaltación mística, la habían alejado moralmente más aún de su antiguo amor.

Pero en aquella tarde, por un fenómeno de su alma, sentía renacer con fuerza su antigua pasión, y gozaba recordando todas las dulzuras experimentadas en las gratas mañanas del Retiro, cuando en vez de encontrarse bajo la irritante vigilancia de la baronesa, estaba bajo la protección de la cariñosa y condescendiente Tomasa.

Enriqueta estaba arrepentida de su debilidad, y se lamentaba de haber cedido por cariño a las indicaciones de su padre y por terror a las del padre Claudio, perdiendo para siempre aquella pasión, que tan feliz la hacía.

¿Quién sabe lo que a aquellas horas haría el capitán Alvarez? Tal vez la hubiese olvidado, en vista de aquella carta cruel que ella le envió, y hasta bien pudiera ser que ahora amase a otra joven más fiel, y que supiera defender mejor su cariño.

Enriqueta, pensando en esto, ya no miraba a la calle, y, de espaldas a los vidrios, mirando al oscuro fondo del gabinete, lloraba silenciosamente.

Ya no se oía ningún rumor en el salón inmediato. El padre Felipe acababa de irse, y la baronesa no tardaría en llamarla para decirle que se vistiera, con objeto de ir, como todas las tardes, a las Cuarenta Horas.

Esperando la joven que, de un momento a otro, se presentase su hermana en el gabinete, secábase ya apresuradamente las lágrimas, y hacía esfuerzos para recobrar su serenidad, cuando un carruaje, que apresuradamente bajaba la calle, produciendo gran estrépito, paró repentinamente en el centro de la vía, frente a la misma puerta de la casa.

Enriqueta miró y vió bajar de una berlina de alquiler al padre Claudio, que, entregando una moneda al cochero, atravesó con gran prisa la calle y entró en la casa. La joven respiró con satisfacción. Aquella visita era muy oportuna, pues la libraba a ella del pesado tormento de fingir una completa tranquilidad ante los sagaces ojos de su hermana.

Comenzaba la caída de la tarde. En las calles, los últimos rayos de sol doraban las puntas de las chimeneas de los tejados fronterizos, pero en las habitaciones se iba extendiendo esa penumbra de los rápidos crepúsculos del invierno.

Oyó Enriqueta cómo entraba en el salón el poderoso jesuíta, y casi al mismo tiempo, en la barnizada madera de la puerta, cubierta en parte por los cortinajes, surgió un punto de luz. Era que acababan de encender la lámpara del salón, cuyas ventanas, cargadas de pesadas cortinas, apenas si a mediodía dejaban pasar una semiluz, que envolvía la vasta pieza en una claridad mística.

A los oídos de la joven llegó el eco de la voz del jesuíta, aunque sus palabras no podían determinarse, y prefiriendo volver a abismarse en sus recuerdos, apoyó su rostro contra los cristales, que producían una grata sensación de frescura en sus mejillas, abrasadas por el llanto.

Un grito estridente, agudo, que punzaba los oídos, vino a sacarla de su abstracción.

Era Fernanda quien había gritado. ¿Qué sería aquello?

Y Enriqueta, conmovida por aquel grito, que parecía haberla arañado en lo más hondo del pecho, se retiró del balcón y quedó indecisa en el centro del gabinete, no sabiendo si ir a buscar la otra puerta, para entrar en el salón, o escuchar tras la que tenía más cerca, y que estaba cerrada.

Al fin se decidió por último, y aplicó un ojo en la luminosa cerradura.

Desde allí no se veía al jesuíta, pero distinguía bien a su hermana, que, sentada en una butaca y con la cara hacia la puerta que ocultaba a Enriqueta, parecía víctima de un terrible espasmo.

Tenía impresa en el rostro una expresión de inmenso terror; sus ojos miraban con el mismo espanto que si contemplaran una visión horrible, y todo su cuerpo estaba agitado por una nerviosa conmoción.

Enriqueta sintió miedo, y tal vez por esto se apresuró a retirarse del ojo de la cerradura; pero apenas se vió en el centro del gabinete, volvió a dominarla la curiosidad, y entonces aplicó una oreja al luminoso agujero.

Estaba hablando el padre Claudio, y el timbre de su voz, siempre tan seguro, demostraba ahora gran agitación.

—Pero, ¡Dios mío!, cálmate, Fernanda; no te entregues de tal modo a la desesperación. Piensa que si no sabes dominarte te va a dar algún accidente, y entonces el efecto será fatal, pues tu hermana, esa pobre niña, sabrá lo que por caridad debemos ocultarle. Yo te creía más fuerte, y a saber que carecías de serenidad, no te hubiese dado tan pronto la noticia. Vamos, llora, llora, que tal vez las lágrimas desahoguen tu pecho. ¡No te detengas, hija mía; sobre todo, que Enriqueta no se entere de lo que pasa!

Enriqueta sentía tanto temor como curiosidad.

¿Qué noticia tan siniestra era aquélla?

—¡Ay, padre mío!—dijo, por fin, la baronesa, dando un suspiro ruidoso, que tenía mucho del estampido del tapón al saltar con el empuje de los oprimidos gases, e inmediatamente comenzó a llorar, acompañando su llanto con un hipo doloroso.

El padre Claudio nada decía. Esperaba, sin duda, para hablar, que pasara el primer ímpetu de dolor en la baronesa.

Transcurrieron algunos minutos, que fueron para Enriqueta verdaderos siglos de angustia. Su curiosidad, tan vivamente despertada, agitábala con el ansia de conocer aquel misterio.

Por fin, la baronesa pareció calmarse, y preguntó al jesuíta, con acento quejumbroso:

—¿Cuándo ocurrió la desgracia?

—Esta mañana, a las once. El conde, según dicen los empleados, al comprender que había sido encerrado en un manicomio, se entregó a un acceso de violenta locura, golpeándose e intentando derribar la puerta.

—¡Ay, pobre padre mío!—gritó la baronesa.

—¡Chist! Más bajo, hija mía. No grites tanto; piensa que puede oírte tu hermana.

Doña Fernanda reanudó su llanto silenciosamente, y el jesuíta, después de una larga pausa, siguió hablando:

—Los empleados del manicomio oían desde fuera el estrépito que el conde producía, derribando los muebles, golpeando la puerta y revolcándose en el suelo. Cuando se restableció el silencio, creyeron que el conde descansaba de su fatigosa lucha; pero el estampido de un tiro vino a hacerles conocer la terrible verdad.

Se detuvo el padre Claudio, como si se gozara en apreciar el efecto que producían sus palabras.

—Entraron inmediatamente en la habitación y vieron al conde de rodillas, con el pecho cubierto de sangre y una pistola en la mano. Por pronto que acudieron a quitarle el arma de la mano, ya tu padre se había disparado un segundo tiro en la sien, y moría con la sonrisa en los labios, diciendo que ya tenía bastante. Ha sido una catástrofe horrible. Mira si el personal del manicomio quedaría impresionado, que hasta algunas horas después no ha pensado en noticiar el hecho. El doctor Zarzoso está aturdido por la desgracia, y cuando vino con Peláez a mi casa, a participarme la fatal noticia, dijo que se consideraba falto de fuerzas para venir a relatarte lo ocurrido.

El padre Claudio cesó de hablar, y lanzó en derredor una mirada de alarma. La baronesa notó aquella impresión.

—¡Eh! ¿Qué es eso, reverendo padre?

—Creía haber oído algo así como un suspiro o un lamento lejano.

La baronesa puso igualmente atención, y los dos quedaron por algunos instantes silenciosos y aguzando el oído.

—No ha sido nada, reverendo padre. Alguna ilusión de sus sentidos. Estas catástrofes conmueven de tal modo, que hasta hacen ver visiones.

Enriqueta había oído perfectamente la terrible relación. Nunca se había imaginado que fuese ella capaz de tanto valor.

Era un verdadero golpe mortal saber de repente que aquel padre al que amaba con toda la fuerza de una pasión reciente, y al que creía de viaje, acababa de morir en el fondo de un manicomio, habiendo sido despojado antes de su razón; pero, a pesar de lo abrumadora que era la noticia, la recibió con valor, y ella, que se conmovía profundamente con la más pequeña desgracia, resistió con hercúlea firmeza la inmensa pesadumbre que caía sobre su corazón.

Aquella noticia, tal vez por su misma inmensidad dolorosa, no la conmovió tanto como era de esperar. Parecía que su inteligencia se negaba a creer aquella catástrofe tan inesperada como terrible.

Un rudo golpe en el corazón y una rápida y creciente debilidad en las piernas fueron todos los efectos físicos que en ella produjo la noticia en el primer momento. Pero después, sus pulmones parecieron contraerse, agarrotados por una mano de hierro. Le faltó aire que respirar, y un gemido sordo fué subiendo y subiendo lentamente a lo largo de su garganta, saliendo, al fin, amortiguado de sus labios, con la triste entonación del balido del inocente cordero cuando se ve próximo al sacrificio.

Aquello fué lo que oyó el padre Claudio.

Los oídos de la joven zumbaban, su cráneo parecía comprimido por un aro de hierro, y sintió que el suelo la atraía y que sus piernas negábanse a sostenerla. Pero la alarma del jesuíta y de la baronesa, que habían quedado silenciosos y en acecho, y un arranque propio de su carácter, que tenía en ciertos momentos toda la inflexible energía del de su padre, la hizo sostenerse con un valor impropio de su edad y su sexo.

¡Qué! ¿Iba ella a desmayarse como una necia? ¿Iba a imitar a las damas del teatro, que siempre caen desvanecidas al suelo en las circunstancias más críticas, y en que más necesaria es su presencia de ánimo? No; ella escucharía ahora, y después daría rienda suelta a su dolor, llorando al conde cuanto quisiera. Ahora, lo importante era enterarse de aquella conversación que le revelaba desgracias inesperadas. ¿Su padre en un manicomio? ¿Cómo podía ser aquello?

Y sostenida por tal decisión, siguió con el oído aplicado a la cerradura, haciendo esfuerzos por contener sus suspiros y librarse de aquella dolorosa angustia, que hacía temblar sus piernas.

Resultaba sublime la energía de aquella joven hermosa y delicada. El carácter de Baselga estaba en ella, así como en su hermanastra, la baronesa, sobrevivía el espíritu de Pepita Carrillo.

Cuando doña Fernanda y el jesuíta se hubieron convencido de que no les espiaba nadie, continuaron su conversación.

La baronesa, repuesta ya de la emoción que le había producido el suicidio de Baselga, parecía más consolada. Su dolor era más bien hijo de la sorpresa que de un verdadero sentimiento. El padre Claudio sabía bien hasta dónde llegaba el afecto que dona Fernanda profesaba a su padre.

La baronesa sentía ya más curiosidad que dolor. Por esto se apresuró a continuar la conversación.

—Pero, padre mío, me resulta muy extraño el triste fin de mi padre. ¿Cómo pudo proporcionarse la pistola con que se dió muerte?

—Esto es lo que yo mismo me pregunto y lo que produce gran extrañeza en los empleados del manicomio. Nadie sabe cómo llegó a sus manos dicha arma, y lo más natural es creer que él la llevaba en el bolsillo siempre, y que al hallarla, después de su acceso de furor, pensó utilizarla, suicidándose. Era una pistola pequeña.

—Me parece haberla visto varias veces en la mesa de su despacho.

—Ha sido una gran desgracia que la llevara al ir al manicomio. ¡Si yo hubiera podido pensar esta mañana que la tenía en sus bolsillos, me hubiera apresurado a quitársela, con cualquier pretexto! ¡Oh, Dios mío! ¡Qué desgracia tan terrible! ¡Cómo nos aflige el Señor cuando menos lo esperamos!

La baronesa creyó del caso volver a sus gimoteos, aunque esta vez no fueron tan naturales y espontáneos como antes.

Enriqueta seguía escuchando.

La emoción que aquellas palabras le producían no podía compararse a la que le hizo experimentar la primera noticia, que fué la más fatal; pero servían para exacerbar su dolor, detallando el trágico fin de su padre.

El curso que tomó la conversación entre el jesuíta y la baronesa, aún excitó más su curiosidad.

—Ha sido muy grande esta desgracia, hija mía—continuaba el padre Claudio—; pero no por esto debemos rebelarnos contra Dios, que todo lo dispone y lo dirige; cuando da a una de sus criaturas tan triste destino, sabe bien por qué lo hace. Llora la muerte de tu padre, ya que para un dolor tan justo y natural no son útiles los humanos consuelos; pero no olvides que Dios saca siempre el bien del mal, la felicidad de la desgracia, y que tal vez ha dispuesto esta catástrofe para facilitar los planes que tú ya conoces, y que son, para mayor gloria del Señor.

—¡Ah! ¡Nuestros planes!...—dijo la baronesa con aire de distracción.

—Sí, nuestros planes, hija mía, nuestros planes, que tú, sumida en tu dolor, pareces haber olvidado. ¿Acaso ya no piensas en que tu hermana abrace la vida religiosa?

—Nunca he desistido de ello.

—Pues por esto digo que tal vez esa desgracia que hoy nos aflige, sea para nuestro bien. ¿No recuerdas de qué modo tan terco se oponía tu padre a que Enriqueta fuese monja?

—Sí; era inflexible en este punto, y con tal de que mi hermana no entrase en un convento, prefería lanzarla al gran mundo y pasearla por esos salones, donde sólo se aprenden pecados.

—Debemos llorar la muerte del conde; mas no por esto hemos de dejar olvidado nuestro asunto, que tanto interesa a Dios. Es preciso que aprovechemos los momentos y que decidamos a Enriqueta a que entre en el convento. Tal vez la reciente desgracia contribuya a alejarla del mundo para siempre; además, tenemos la promesa que me hizo en confesión, y de la que ya te hablaré.

—Sí, padre mío. Es preciso que aprovechemos la ocasión y decidamos a Enriqueta a que abrace el estado religioso. Yo me comprometo a alcanzar su definitivo consentimiento dentro de pocos días.

—No creo que ella presente gran resistencia.

—Creo que así será. Pero aunque se resistiera... ¿Acaso no mando yo en ella? ¿No soy su segunda madre?

Y la baronesa decía estas palabras en son de amenaza, dando a entender de lo que era capaz para domar una voluntad rebelde.

—Seguramente—dijo el jesuíta—lograremos ver realizados nuestros planes. Ya no tenemos obstáculos. Convéncete, hija mía, de que aún tendremos que dar gracias a Dios por haber dispuesto de un modo tan trágico de la vida del conde.

Enriqueta ya no oyó más.

Adivinaba en aquella conversación algo que le causaba un inmenso terror. El extraño e inesperado fin de su padre hacíala pensar si éste sería obra de una traición premeditada. En su cerebro surgía y se agrandaba la sospecha de que el padre Claudio podía tener su parte en aquella catástrofe.

Las palabras amenazantes y proféticas que había pronunciado al confesarla en la Colegiata de San Isidro, renacían en su memoria como pruebas acusadoras contra el poderoso jesuíta. Recordaba aquella afirmación de que los poderes celestiales anulaban a todos cuantos se oponían a su voluntad, asegurando que el conde sería castigado si se negaba a permitir que su hija entrara en un convento.

Enriqueta, envuelta en las sombras crepusculares que habían invadido el gabinete, sentía miedo. No creía que el padre Claudio hubiera influido directamente en el triste fin del conde, pero se imaginaba ya al jesuíta como un ser terriblemente poderoso y sobrenatural, que sólo necesitaba mirar con indignación a una persona y desearla la muerte, para que inmediatamente la fatalidad acudiese en su auxilio, exterminando al ser odiado.

La oscuridad que rodeaba a la joven, el lúgubre silencio de aquel gabinete, solamente interrumpido por el rodar de algún carruaje, que con su estrépito conmovía sordamente las paredes, las lúgubres imágenes que en su cerebro evocaba aquella terrible revelación y el desfallecimiento creciente que de su cuerpo se apoderaba, y que aún hacía mayor el miedo, obligaron a Enriqueta a salir de allí.

Temblorosa, con paso vacilante y casi sin darse cuenta de lo que hacía, salió del gabinete la joven, con dirección a su cuarto, evitando el tropezar con los muebles.

El jesuíta y la baronesa seguían hablando de la vocación religiosa de Enriqueta y del entusiasmo místico de su hermano Ricardo, que prometía ser un excelente soldado de la Compañía de Jesús.

Cuando la joven llegó a tientas a su cuarto, sin darse cuenta exacta de lo que hacía, encendió una bujía y cerró con llave la puerta.

Después, desalentada, inerte, y como si la vida se escapara su cuerpo, dejóse caer como un cadáver sobre su blanco lecho.

Un suspiro angustioso levantó su pecho, y rompió por fin a llorar. Necesidad tenía su espantoso dolor, tan firmemente detenido, de tal desahogo físico, y por esto Enriqueta permaneció más de una hora inerte, sin pensar en nada, ni dar otras muestras de vida que aquel llanto incesante y sin término, que parecía una verdadera fuente de lágrimas.

Pasó mucho tiempo antes de que Enriqueta, algo aliviada de aquel dolor que le producía una angustia asfixiante, se diera cuenta de dónde estaba.

Cuando pudo reflexionar, y su razón, ya fría y despejada, recordó cuál era la desgracia que la había sumido en tal postración, su dolor volvió a renacer, aunque más punzante y vivo.

Se sentía anonadada por aquella desgracia inmensa, y pensaba en su padre con la misma viveza de pasión que si se tratara de un amante. Había conocido demasiado tarde el verdadero carácter de aquel hombre tan adusto exteriormente como cariñoso y tierno en la intimidad, y esto contribuía a aumentar su desesperación. ¡Morir cuando ella casi acababa de encontrar en un ser misantrópico y terrible, un verdadero padre!...

Enriqueta, con la mirada fija en la pared, y siguiendo la inquieta danza de sombras que arrojaba sobre ella la vacilante luz de la bujía, permaneció mucho tiempo con todo el aspecto de una sonámbula.

Un ruido que resonó en todo el cuarto la sacó de su ensimismamiento.

Llamaban a la cerrada puerta, y la voz de la baronesa preguntaba:

—¡Enriqueta, niña mía! ¿Qué haces? ¿Estás enferma?

La joven dudó en contestar; pero, por fin, siguiendo instintivamente el hábito de disimular y mentir que le había inspirado aquella educación monjil, contestó:

—Me encuentro bien. Déjame tranquila, Fernanda. Estoy rezando.

—Bueno, pues reza. Ya nos veremos a la hora de cenar.

Alejóse la baronesa, y Enriqueta continuó en la misma posición y con la mirada fija en la pared.

La presencia de su hermana había cambiado repentinamente el curso de sus pensamientos, y ahora, su actual situación se le aparecía con terrible claridad.

Sin el poderoso apoyo que encontraba en su padre, sometida por completo a la voluntad de su irascible hermana, iban a obligarla a que entrase en un convento, y serían infructuosos cuantos esfuerzos hiciese por resistirse.

Ella no quería ser monja. La elocuencia artificiosa del padre Claudio la había arrastrado en un momento a prometer que entraría en el claustro; pero ahora no estaba dispuesta a tal suicidio.

Además, sin que ella pudiera explicarse el porqué, sentía gran repugnancia al pensar en la baronesa y su director, el jesuíta. Parecíanle dos miserables de la peor especie, y aun cuando no tenía ninguna prueba, empeñábase en considerarlos como los autores del trágico fin de su padre, como los que le habían empujado a acabar de un modo tan horrible con su vida.

El hallarse su padre encerrado en un manicomio en el instante de morir, producíala grandes reflexiones. ¿Qué locura era la suya? ¿Cómo ella, que vivía al lado de su padre, no se había apercibido de nada? ¿No podía ser todo el resultado de una diabólica maquinación de Fernanda, que nunca había querido a su padre? ¿Y por qué aquel empeño tan tenaz de procurar su salvación eterna metiéndola en un convento?

Enriqueta, atropelladamente, y sin la menor ilación, hacíase todas estas preguntas, y aunque a ninguna de ellas sabía responderse satisfactoriamente, en el fondo de su pensamiento siempre quedaba latente la sospecha de que allí mismo, en aquella casa, estaba la verdadera causa de todas las desventuras que caían sobre su familia.

El porvenir aparecíase a la joven sombrío y execrable. Ella podría resistirse a los mandatos de su hermana, podría negarse tenazmente a obedecerla y a entrar en un convento, pero su vida sería un verdadero infierno, y tendría que sufrir toda clase de castigos. Recordaba aquella escena violenta ocurrida el día en que la baronesa descubrió su correspondencia amorosa con el capitán Alvarez, y aún le parecía sentir en su rostro el escozor de los golpes de su fiera hermana.

Aquella beata era capaz de todo cuando su voluntad encontraba obstáculos.

Estremecíase de terror al pensar en su porvenir de huérfana, sometida a la autoridad de una hermanastra que siempre la había odiado.

Lo futuro se le aparecía como un mar de sombrías ondas poblado de horribles monstruos; pero sobre aquellas aguas oscuras, infectas y mugientes, su imaginación le hacía ver una isla de luz en la cual erguíase la figura de un ser amado, del único protector que le quedaba y que estaba aguardándola con los brazos abiertos.

Ella podía llegar allí. Todo consistía en un esfuerzo supremo. Bastaba un momento de decisión para salir del lóbrego mar de su existencia futura y poner el pie en aquella isla de esperanza.

Permaneció Enriqueta mucho tiempo sentada en su lecho y con la cabeza inclinada, entregándose a una lucha interna y tempestuosa, que agitaba su pensamiento de un modo horrible.

Varias veces se levantó con la expresión del que adopta una solución desesperada, y otras tantas volvió a arrojarse en el lecho, pálida, desalentada y mirando con terror a todas partes como asustada de sus propios pensamientos y de algún poder oculto que la retenía prisionera en aquella habitación.

Por fin, levantó su cabeza con arrogancia, como si desafiara a ocultos escrúpulos que la martirizaban, y plantándose en el centro de la habitación, miró en derredor como si fuera a hablar con las sombras de los rincones.

—Me iré; sí, me iré—murmuró—;¿por qué he de quedarme aquí? ¿Tengo a alguien que me quiera?

Y lentamente, sin precipitación ni alarma, sacó de su ropero un vestido negro y se lo puso. Echóse a la cabeza una mantilla de tupido velo, colocó éste sobre su rostro y abrió con precaución la puerta, evitando el chirrido de la cerradura.

Deslizóse por las oscuras habitaciones tan silenciosamente como una sombra, y al pasar cerca de su gabinete escuchó la voz de la baronesa que hablaba con toda la servidumbre, dándola instrucciones sobre el modo como debían observar el luto por la muerte del dueño de la casa, recomendándoles que por aquella noche nada dijeran a la señorita, pues ya se encargaría ella de hacerla saber al día siguiente la fatal noticia.

En la antecámara no encontró Enriqueta a nadie, y bajando rápidamente la escalera, pasó con no menor celeridad por ante la portería, en cuyo interior el obeso conserje estaba muy ensimismado, leyendo un folletín de "Las Novedades".

Cuando la joven puso sus pies en la acera lanzó un suspiro de satisfacción, y bajando más aún su velo sobre el rostro, se alejó calle arriba con rápido paso, confundiéndose entre los transeúntes.

Dos mozalbetes, que caminaban en dirección contraria, al ver a la joven enlutada detuviéronse indecisos, y riendo la siguieron por fin, marchando junto a ella y hablándola con aire de calaveras.

Poco después dieron las ocho, y una berlina de alquiler que bajaba la calle con paso tardo, paró frente a la casa de Baselga.

El portero abandonó su folletín y asomó la cabeza por la puerta de su habitación, viendo cómo sobre la acera discutía, por cuestión de la propina, con una mujerona que llevaba agarrado con ambas manos un gran saco de noche.

Cuando la mujer entró en el portal y la luz del lujoso farol la dió en el rostro, el portero la reconoció inmediatamente.

Era Tomasa, la antigua ama de llaves.

FIN DEL TOMO CUARTO

Los errores corregidos por el transcriptor:
decirla=> decirle {pg 5}
Gibraltal=> Gibraltar {pg 36}
No tiene más=> No tienes más {pg 49}
devocion=> devoción {pg 51}
por orden de papa=> por orden de papá {pg 52}
rudas amenazas=> rudas manazas {pg 71}
Estate=> Estáte {pg 72}
Quién ese caballero=> Quién es ese caballero {pg 90}
el medico=> el médico {pg 61}
el medico=> el médico {pg 95}
extemporáneamnte=> extemporáneamente {pg 124}