The Project Gutenberg eBook of Crónica de la conquista de Granada (2 de 2) This ebook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this ebook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook. Title: Crónica de la conquista de Granada (2 de 2) Author: Washington Irving Translator: G. W. Montgomery Release date: June 22, 2015 [eBook #49259] Most recently updated: October 24, 2024 Language: Spanish Credits: Produced by Josep Cols Canals, Ramon Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This book was produced from scanned images of public domain material from the Google Print project.) *** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK CRÓNICA DE LA CONQUISTA DE GRANADA (2 DE 2) *** CRÓNICA DE LA CONQUISTA DE GRANADA. CRÓNICA DE LA CONQUISTA DE GRANADA. ESCRITA EN INGLÉS por Mr. Washington Irving. TRADUCIDA AL CASTELLANO POR DON JORGE W. MONTGOMERY, Autor de las Tareas de un Solitario. TOMO II. MADRID: Imprenta de I. SANCHA. JUNIO DE 1831. CRÓNICA DE LA CONQUISTA DE GRANADA. CAPÍTULO PRIMERO. _El Rey don Fernando, con una hueste poderosa, se pone sobre Velez-málaga._ [Nota al margen: Año 1487.] Hasta aqui los sucesos de esta ilustre guerra, han sido principalmente una série de hazañas brillantes, pero pasageras, como correrías, cabalgadas, y sorpresas de lugares y castillos. Mas ahora se trata de operaciones importantes y detenidas, y del asedio formal y rendicion de las plazas mas fuertes del reino de Granada, cuya capital quedó asi aislada, y desnuda de los baluartes que la defendian. Los grandes triunfos de los Reyes de Castilla habian resonado en el oriente, llenando de consternacion al Gran Señor, Bayaceto II, y al Soldan de Egipto; y estos príncipes, suspendiendo por entonces las sangrientas guerras que traian entre sí, entraron en una confederacion para defender la religion de Mahoma y el reino de Granada, contra el poder hostil de los cristianos. Á fin de distraer la atencion de los Soberanos, acordaron de enviar un armamento poderoso contra la isla de Sicilia, que pertenecia entonces á la corona de Castilla, y de expedir al socorro de Granada una fuerza considerable desde las costas vecinas del África. Con la noticia que tuvieron de estos sucesos, resolvieron don Fernando y doña Isabel dirigir sus fuerzas contra los pueblos marítimos de Granada, y apoderándose de todos los puertos, privar á los moros de los auxilios que les pudieran venir de fuera. El punto que mas particularmente llamaba su atencion, era Málaga, por ser el puerto principal del reino, y el emporio de un comercio vasto que se hacia entre aquellas partes y las costas de la Siria y del Egipto. Por este conducto se mantenia tambien una comunicacion activa con el África, y se recibian de Tunez, Trípoli, Fetz y los demas estados Berberiscos, socorros pecuniarios, tropas, armas y caballos; por lo que se llamaba enfáticamente la mano y boca de Granada. Pero antes de poner sitio á esta formidable ciudad, pareció indispensable asegurarse de la de Velez-málaga y sus dependencias, que, por su proximidad á aquella, podria entorpecer las operaciones del ejército. Para esta importante campaña fueron convocados nuevamente los grandes del reino, con sus gentes respectivas, en la primavera de 1487. La guerra que amenazaban las potencias del oriente despertó en los pechos generosos de aquellos caballeros un ardor extraordinario; y con tal celo acudieron al llamamiento de sus Soberanos, que en breve se juntó en la antigua ciudad de Córdoba un ejército de doce mil hombres de á caballo y cincuenta mil infantes, la flor de la milicia española, capitaneada por los caudillos mas valientes de Castilla. La noche anterior á la marcha de esta poderosa hueste hubo un terremoto, que estremeció la ciudad y llenó de espanto á sus moradores, principalmente á los que vivian cerca del antiguo alcázar de los Reyes moros, donde fue mayor el movimiento: y este suceso muchos lo tuvieron por presagio de alguna calamidad iminente, al paso que otros lo celebraron como anuncio de que el imperio de los moros iba á estremecerse hasta su centro[1]. [1] Pulgar, Crónica de los Reyes Católicos. La víspera del Domingo de Ramos partió de Córdoba el Rey con su ejército dividido en dos cuerpos; en uno de los cuales puso toda la artillería, guardada por una buena escolta, y mandada por el maestre de Alcántara y Martin Alonso, señor de Montemayor. Se dispuso que marchase esta division por el camino mas llano, para que no faltase el forrage á los bueyes que llevaban la artillería. La otra division, que era el grueso del ejército, iba capitaneada por el Rey en persona, y se dirigió por las montañas, sin que le arredrasen las asperezas de un camino que á veces se reducia á una vereda, perdiéndose entre peñas y precipicios, y otras conducia al borde de una sima espantosa, ó á un torrente cuyas aguas, acrecentadas por las recientes lluvias, interceptaban la marcha del ejército. Para vencer en algun modo las dificultades del terreno, se envió delante al alcaide de los Donceles con cuatro mil gastadores, prevenidos unos de picos, palas y azadones, para allanar los caminos, y otros, de los instrumentos necesarios para construir puentes de madera en los arroyos, mientras que algunos tuvieron órden de poner piedras en los charcos para el paso de la infantería. Á don Diego de Castrillo se le despachó con alguna gente de á caballo y de á pié, para que tomase los pasos de las montañas, cuyos habitantes, por la ferocidad de su carácter, no dejaban de inspirar al ejército algun cuidado. Despues de una marcha penosa por montañas tan agrias, que á veces no habia disposicion para formar el campamento, y con pérdida de muchos bagages, que rendidos de fatiga perecieron por el camino, llegaron felizmente á dar vista á la vega de Velez-málaga. Defendido por una cordillera de montañas, se extendia este delicioso valle hasta la ribera del mar, cuyos aires le refrescaban, al paso que le hacian fértil las aguas del rio Velez. Estaban los collados cubiertos de viñedos y olivares, lozanas mieses ondeaban en las llanuras, y numerosos rebaños pacian en las dilatadas dehesas. En torno de la ciudad se veia florecer los jardines de los moros, y blanquear en ellos sus pabellones por entre infinitos naranjos, cidros y granados, sobre los cuales descollaba la erguida palma, amiga de los climas meridionales y de un cielo benigno y puro. En un extremo del valle, y á la falda de un cerro aislado, estaba fundada la ciudad de Velez-málaga, bien fortificada con torres y muros muy espesos. En lo mas alto del cerro habia un castillo poderoso é inaccesible por todas partes, que dominaba todo el pais circunvecino, y junto á los muros dos arrabales, defendidos con albarradas y grandes fosos. Contribuian á la seguridad de esta plaza las inmediatas fortalezas de Benamarhoja, Comares y Competa, guarnecidas por una raza de moros muy fuertes y belicosos, que habitaban aquellas montañas. Al mismo tiempo que llegó el ejército cristiano á la vista de Velez-málaga, arribó á aquella costa la escuadra que mandaba el conde de Trevento, compuesta de cuatro galeras armadas, y de muchas caravelas con mantenimientos para el ejército. Despues de reconocer el terreno determinó el Rey acampar en la ladera de una montaña, que es la última de una cordillera que se extiende hasta Granada. En su cumbre habia un lugar de moros muy fuerte, llamado Bentomiz, que, por su proximidad á Velez-málaga, se creyó podria proporcionar socorros á esta plaza. Á muchos de los generales pareció peligrosa la posicion escogida por el Rey, pues quedaba el campo expuesto á los ataques de un enemigo tan inmediato; pero Fernando resolvió conservarla, diciendo que asi cortaria la comunicacion entre el lugar y la ciudad, y que en cuanto al peligro, estuviesen sus soldados mas alerta para evitar una sorpresa. Salió, pues, el Rey á caballo con algunos caballeros, para distribuir las estancias, y despues de colocar cierta gente de á pié en un cerro que dominaba la ciudad, se retiró á su pavellon para tomar algun alimento. Sentado apenas á la mesa, sintió un alboroto repentino, y saliendo fuera, vió correr á sus soldados delante de una fuerza superior enemiga. Asiendo una lanza, y sin mas armas defensivas que su coraza, saltó Fernando á caballo, dirigiéndose con los pocos que le acompañaban al socorro de sus soldados. Éstos, que vieron venir en su auxilio al mismo Rey, cobraron aliento, y revolviendo contra los moros, los acometieron con denuedo. Llevado del ardor que le animaba, se metió Fernando por medio de los enemigos: un caballerizo que iba á su lado, fue muerto á los primeros tiros; pero antes que pudiera escapar el moro que le matára, le dejó el Rey atravesado con su lanza. Echó mano entonces á la espada, pero por mas esfuerzos que hizo, no pudo sacarla de la vaina; de manera que rodeado de enemigos, y sin armas con que defenderse, se halló el Rey en el mas iminente peligro. En esta hora crítica llegaron el marqués de Cádiz, el conde de Cabra y el adelantado de Murcia, con Garcilaso de la Vega y Diego de Ataide, los cuales, cubriendo al Soberano con sus cuerpos, le defendieron contra los tiros del enemigo. Al marqués de Cádiz mataron su caballo, y aun él mismo corrió gran riesgo; pero con la ayuda de sus valientes compañeros logró rechazar á los moros, persiguiéndolos hasta meterlos por las puertas de la ciudad. Pasado este rebato, rodearon al Rey sus grandes y caballeros, representándole cuán mal hacia en exponer su persona en los combates, teniendo en su ejército tantos y tan buenos capitanes á quienes tocaba pelear; que mirase que la vida del príncipe era la vida de su pueblo, y que muchos y grandes ejércitos se habian perdido por la pérdida de su general; por lo que le suplicaban que en adelante les ayudase con la fuerza de su ánimo gobernando, y no con la de su brazo peleando. Á esto respondió el Rey confesando que tenian razon, pero que no le era posible mirar el peligro de sus gentes sin acudir á su socorro; cuyas palabras llenaron á todos de contento, pues veian que no solo les gobernaba como buen Rey, sino que les protegia como capitan valiente. Esta hazaña no tardó en llegar á los oidos de la Reina, haciéndola temblar el arrojo de su esposo, aun en medio de su regocijo al saber que el peligro era pasado. Posteriormente concedió doña Isabel á Velez-málaga, por armas de la ciudad, y en conmemoracion de este suceso, la figura de un Rey á caballo, con un caballerizo muerto á sus pies y los moros en huida[2]. [2] Illescas, Hist. Pontif. lib. VI. Vedmar, Hist. Velez-málaga. Estaba ya formado el campamento, pero faltaba la artillería, que por el mal estado de los caminos aun no habia podido llegar. Entretanto mandó el Rey combatir los arrabales de la ciudad, los cuales fueron entrados despues de una lucha sangrienta de seis horas, y con pérdida de muchos caballeros muertos ó heridos, siendo entre éstos el mas distinguido, don Alvaro de Portugal, hijo del duque de Braganza. Se procedió entonces á fortificar los arrabales con trincheras y empalizadas, se puso en ellos una guarnicion competente, al mando de don Fadrique de Toledo, y se abrieron en derredor de la ciudad otras trincheras, con que se cortó enteramente la comunicacion de los sitiados con los pueblos del contorno. Para mayor seguridad de las recuas que traian los mantenimientos al real, se colocaron en los pasos de las montañas varios destacamentos de infantería; pero la aspereza de aquellos lugares favorecia de manera á los moros, que no fue posible impedir que hiciesen éstos salidas repentinas, en que arrebataban los convoyes, y cautivaban las personas, retirándose luego á sus guaridas con toda seguridad. Á veces, por medio de grandes fuegos encendidos en las cumbres de las montañas, se concertaba el enemigo con las guarniciones de las torres y castillos inmediatos, para atacar al campo de los cristianos, á quienes convenia por esto estar de continuo alerta y apercibidos para pelear. Creyendo el Rey haber intimidado á los de Velez-málaga con la manifestacion de sus fuerzas, les dirigió una carta, ofreciéndoles condiciones muy ventajosas si desde luego capitulaban, y amenazando llevar la ciudad á sangre y fuego si persistian en defenderse. El portador de esta carta fue un caballero llamado Carvajal, que, poniéndola en la punta de una lanza, la entregó á los moros que estaban en la muralla, los cuales contestaron diciendo, que el Rey de Castilla era demasiado noble para llevar á efecto una amenaza semejante, y que ellos no se entregarian, porque no era posible llegase al campo la artillería, y porque estaban seguros de ser socorridos por el Rey de Granada. Al mismo tiempo que esta noticia, recibió el Rey la de haberse juntado en Comares, lugar fuerte distante de alli dos leguas, las gentes de la Ajarquía, cuya sierra era capaz de proporcionar hasta quince mil hombres de pelea, y era la misma donde, al principio de la guerra, se habia hecho tan gran matanza de cristianos. La situacion del ejército, desunido y encerrado en pais enemigo, no dejaba de ser peligrosa, y exigia la mayor disciplina y vigilancia. Asi lo entendió Fernando, haciendo publicar en los reales ciertas ordenanzas, por las que se prohibian los juegos, las blasfemias y las pendencias: las mugeres mundanas, y los rufianes que las acompañaban, fueron echados del campamento: ninguno habia de salir á las escaramuzas que los moros moviesen, sin licencia de su capitan, ni pegar fuego á los montes inmediatos; y el seguro concedido á cualquier pueblo ó individuo moro se habia de guardar inviolablemente. Estas ordenanzas, mandadas observar bajo penas muy severas, tuvieron tan buen efecto, que en medio de ser tan grande el concurso de varias gentes que alli habia, no se vió á nadie sacar armas contra otro, ni se oyó palabra, de que pudiese nacer escándalo. Entretanto los guerreros de la serranía, reuniéndose en las cumbres de las montañas á la par de una tormenta que amenaza las llanuras, bajaron á las cuestas de Bentomiz, que dominaban el real, con intento de abrirse paso con las armas hasta la ciudad; pero un destacamento fuerte que se envió contra ellos, los arrojó de alli despues de un combate muy reñido, y se recogieron los moros á los lugares ásperos de la sierra, donde no se les pudo seguir. Habian pasado ya diez dias desde que se asentó el real, y la artillería aun no habia llegado. Las lombardas y otras piezas de mayor calibre quedaron en Antequera, de donde no pudieron pasar por la fragosidad de los caminos: las demas, con muchos carros de municiones, llegaron, á duras penas, hasta media legua del campo; y los cristianos, animados con este refuerzo, se dispusieron á batir en forma las fortalezas de Velez-málaga. [Ilustración] CAPÍTULO II. _Sale el Rey de Granada para levantar el sitio de Velez-málaga; intenta sorprender á los cristianos: resultado de esta empresa._ En tanto que el estandarte de la cruz tremolaba delante de Velez-málaga, las facciones rivales del Albaicin y la Alhambra seguian afligiendo con sus disensiones á la infeliz Granada. La noticia de hallarse sitiada aquella plaza llamó al fin la atencion de los viejos y alfaquís, los cuales, dirigiéndose al pueblo, le representaron el peligro que á todos amenazaba. “¿Qué contiendas son estas, decian, en que aun el triunfo es ignominioso, y en que el vencedor oculta sonrojado sus heridas? Los cristianos están devastando la tierra que ganaron vuestros padres con su valor y sangre, habitan las mismas casas que éstos edificaron, gozan la sombra de los árboles que plantaron; y entretanto vuestros hermanos andan por el mundo desterrados y peregrinos. ¿Buscais á vuestro enemigo verdadero?... acampado está en las alturas de Bentomiz. ¿Quereis ocasion en que mostrar vuestro valor?... hallareis no pocas bajo los muros de Velez-málaga.” Habiendo asi conmovido los ánimos del pueblo, se presentaron á los dos Reyes contrarios, á quienes dirigieron iguales reconvenciones. La situacion del Zagal era en extremo delicada: dos enemigos, uno de casa, otro de fuera, le guerreaban al mismo tiempo: si dejaba á los cristianos apoderarse de Velez-málaga, era consiguiente la perdicion del Reino: si salia á contenerlos, debia temer que Boabdil, en su ausencia, se levantase con el mando. En tal estado determinó concertarse con su sobrino, á quien hizo presente cuanto sufria la pátria por efecto de sus discordias, y cuán fácil seria habiendo union, remediarlo todo, y acabar de una vez con los cristianos, que de suyo se habian metido en la sepultura, sin que faltase mas que echarles la tierra encima: ofreció dejar el título de Rey, reconocer como tal á su sobrino, y pelear bajo su bandera; solo pedia que se le permitiese marchar al socorro de Velez-málaga, y castigar á los cristianos. Pero Boabdil, tratando de artificiosas estas proposiciones, las desechó con indignacion: “¿Cómo, dijo, he de fiarme de un traidor, que se ha ensangrentado en mi familia, y que ha buscado mi muerte por tantos modos y en tantas ocasiones?” Quedó el Zagal confuso y despechado con esta repulsa; pero no habia tiempo que perder: los clamores del pueblo, que veia abandonadas al enemigo las mejores ciudades del reino, y el ardor de los caballeros de su corte, impacientes por salir al campo, exigian una pronta resolucion, y se decidió á marchar contra el enemigo. Poniéndose, pues, á la cabeza de una fuerza de mil caballos y veinte mil infantes, salió repentinamente una noche, y se dirigió por las montañas que se extienden desde Granada hasta Bentomiz, tomando los caminos menos transitados, y marchando con tal rapidez, que llegó á las alturas de este pueblo, antes que el Rey Fernando tuviese noticia de sus movimientos. Alarmáronse los cristianos una tarde, viendo arder grandes hogueras en las montañas inmediatas á Bentomiz. Á la roja luz de las llamas se descubria el brillo de las armas y el aparato de la guerra, y se oia á lo lejos el sonido de los timbales y trompetas de los moros. Á los fuegos de Bentomiz respondian otros fuegos desde las torres de Velez-málaga, y el grito de, ¡el Zagal, el Zagal! resonaba de cerro en cerro, anunciando á los cristianos que el belicoso Rey de Granada campeaba en las alturas que dominaban al real. Iguales eran con este motivo la sorpresa del Rey de Castilla y el regocijo de los moros. El conde de Cabra, con su ardor acostumbrado, queria escalar aquellos cerros, y atacar al Zagal antes que pudiese formar su campo; pero no lo consintió Fernando por no exponerse á tener que levantar el sitio, y mandó que permaneciesen todos guardando sus respectivos puestos, sin moverse para buscar al enemigo. Toda aquella noche ardieron los fuegos que coronaban las montañas. Al dia siguiente presentaban las cercanías de Bentomiz una escena marcial y pintoresca. Los rayos del sol naciente doraban los altos picos de la sierra, y deslizándose por la ladera abajo, caian de soslayo sobre las tiendas de los guerreros castellanos, dando á su blancura un realce singular, y mayor viveza á los colores de las banderetas con que se distinguian. El suntuoso pabellon del Rey descollaba sobre todo el campamento; y plantados en una eminencia, ondeaban al aire libre los estandartes de Castilla y de Aragon. Mas allá se descubria la ciudad, su encumbrado castillo, y sus fuertes torres, en que relumbraban las armas de los infieles; siendo remate de esta perspectiva el campamento moro, que guarnecia el perfil de la sierra, y que, á los resplandores del nuevo sol, se mostraba reluciente de armas, pabellones y divisas. Veíanse subir columnas de humo donde la noche anterior se habian encendido las hogueras; y la aguda voz de la trompeta, el ronco sonido de las cajas, y el relincho de los caballos, se oia confusamente desde aquella elevacion aérea; que es tan puro y diáfano el atmósfera en esta region, que se oyen los sonidos y se distinguen los objetos á una gran distancia, y asi pudieron fácilmente los cristianos ver la multitud de enemigos que se reunian contra ellos en las montañas inmediatas. La primera disposicion del Rey moro fue destacar una fuerza competente al mando de Rodovan de Vanegas, gobernador de Granada, con órden de dar sobre el convoy de artillería que se encaminaba al real cristiano; pero la diligencia con que salió á impedirlo el maestre de Alcántara, le obligó á revocar esta órden; permaneciendo asi unos y otros sin osar venirse á las manos, y el Zagal contemplando desde arriba el campo enemigo, como tigre que espera la ocasion de saltear alguna presa. Habiéndosele frustrado este proyecto, concibió el de sorprender á los cristianos por medio de un ataque repentino concertado con los moros de la ciudad. Al efecto escribió al alcaide de ella, previniéndole que á la medianoche, cuando viese la señal de un fuego en cierto punto de la sierra, saliese con toda su guarnicion para dar furiosamente sobre las guardias del real: el Rey acometeria al mismo tiempo por la parte opuesta; de modo que envolviendo al enemigo en el silencio de la noche, seria fácil arrollarlo y destruirlo. Iba ya el sol tocando el término de su carrera, y las largas sombras que caian de las montañas, empezaban á oscurecer la vega. Veia el fiero Zagal llegar la hora de ejecutar sus planes, y ya miraba como víctimas suyas á los cristianos, agenos, al parecer, del peligro que los amenazaba. “¡Alá achbar!, exclamó, señalando el campo enemigo, ¡Dios es grande! El ha traido á nuestras manos este Rey infiel con toda su caballería, para que con un glorioso triunfo recobremos todo lo perdido. ¡Aqui de nuestro valor y esfuerzo!, y dichoso el que muere peleando por la causa del profeta, que ese pasará en derechura al paraiso de los fieles, y gozará la belleza inmortal de las _houris_ celestiales: dichoso el que sobreviva á esta victoria, pues él volverá á Granada, y la verá en toda su hermosura, libre de enemigos, y restituida á su primitiva gloria.” Llegó al fin la hora señalada, y por órden del Rey moro se encendió una llama viva en la parte mas elevada de Bentomiz; pero en vano fue esperar la señal correspondiente que debia hacerse en la ciudad. Apurada la paciencia del Zagal con esta tardanza, empezó á mover la sierra abajo con su gente, para atacar al real cristiano. Avanzando por un desfiladero que conducia al llano, dieron de improviso con un cuerpo numeroso de cristianos: oyese al mismo tiempo una vocería terrible, y se ven los moros acometidos cuando menos lo esperaban. Confuso y sobresaltado, manda el Zagal retirar sus tropas, y se recoge á las alturas: hace una señal, y al punto empiezan á arder por todos aquellos cerros muchas y grandes hogueras que estaban ya prevenidas. El resplandor de las llamas iluminaba el horizonte, esparciendo en aquellos contornos una luz tan viva, que todo se descubria, las entradas y pasos de la sierra, el campo cristiano, su situacion y sus defensas. Donde quiera que volvia los ojos veia el Zagal relumbrar á la luz de los fuegos, las espadas, yelmos y corazas de sus enemigos; no habia paso que no estuviese herizado de lanzas cristianas, ni punto que no estuviese guardado por escuadrones de á caballo y de á pié ordenados en batalla. Conviene saber que la carta que el Rey moro dirigió al alcaide de Velez-málaga habia sido interceptada por el vigilante Fernando, que tomó con prontitud y sigilo las medidas convenientes para recibir al enemigo. Desesperado y furioso el Zagal al ver que se habian descubierto y frustrado sus designios, mandó avanzar sus tropas al ataque. En efecto, bajaron los moros aquellas cuestas impetuosamente y con grandes alaridos; pero de nuevo los detuvieron y rechazaron los cristianos apostados en la hondonada, los cuales eran la division de don Diego Hurtado de Mendoza, hermano del gran cardenal. Los moros, retirándose como antes á las alturas, donde no podian seguirles los soldados de don Diego, hicieron desde alli un fuego bien sostenido de arcabuces y ballestas, correspondiéndoles los cristianos con descargas de artillería. Asi se pasó la mayor parte de la noche: al estruendo de los tiros retumbaban los montes y valles, y el lúgubre resplandor de las hogueras hacia resaltar lo terrible de aquella nocturna escena. Venida el alba, y viendo los moros que no habia cooperacion por parte de la ciudad, empezaron á desanimarse, y á temer que subiesen al asalto de aquellas cuestas las tropas cristianas que guardaban en gran número todas las entradas y pasos de la sierra. Á esta sazon fue cuando envió Fernando al marqués de Cádiz con gente de á caballo y de á pié para apoderarse de un cerro que ocupaba uno de los batallones del enemigo. Subió allá el Marqués, y con su intrepidez acostumbrada atacó á los moros, que luego abandonaron el puesto huyendo. Los demas, que ocupaban otros puntos, alarmados al ver huir á sus compañeros, se retiran en desórden. Un terror pánico se apodera de toda la hueste; y arrojando las armas, se entrega aquella numerosa morisma á una fuga desordenada. Derramándose por las montañas, se precipitan por todos los pasos y desfiladeros, y huyen sin saber de que, y sin que nadie los persiga, sembrando el suelo de espadas, lanzas, corazas y ballestas, que dejan para correr mas fácilmente. Solo Rodovan de Venegas pudo en tanta confusion reunir algunos pocos, con los cuales efectuó su entrada en Velez-málaga; todos los demas gefes, y el Rey con ellos, tuvieron que seguir á los fugitivos. El marqués de Cádiz, como viese despejado el campo, y que no se le hacia oposicion, movió adelante con sus gentes; y subiendo de cuesta en cuesta con mucha circunspeccion por el temor de alguna estratagema, llegó al sitio que el ejército moro acababa de abandonar: alli ningun enemigo se le presentó: todo estaba tranquilo; y solo se veia por el suelo armas, tiendas, banderas y trofeos. La fuerza con que venia era demasiado corta para perseguir al enemigo; asi que, cargando con los despojos, se volvió á los reales. Una derrota tan señalada y milagrosa, llenó de admiracion al Rey Fernando, haciéndole recelar algun ardid de los que usaban los moros con frecuencia. Con esta sospecha mandó que toda aquella noche estuviesen las tropas sobre las armas; dobló las guardias, y en su tienda la hicieron mil caballeros é hidalgos bien armados, sin que se disminuyese un punto esta vigilancia, hasta que se tuvo noticia cierta de la dispersion del ejército del Zagal. La noticia de tan feliz acontecimiento, llegó á Córdoba á tiempo que la Reina doña Isabel hacia grandes aprestos para reforzar con nuevas tropas el ejército de Fernando. Los avisos que se tenian alli de la situacion peligrosa del ejército real, y de la salida del Rey de Granada, habian llenado la corte de consternacion, y afligian el corazon de la Reina con mil temores y presentimientos. Se habia convocado, para que tomase las armas, á toda la gente de la Andalucía, exceptuando solo á los ancianos que pasaban de setenta años: el gran cardenal Mendoza, religioso, estadista y guerrero á un mismo tiempo, habia prometido mantener á su costa toda la caballería, y ya la Reina se disponia á partir para el Real cristiano con los primeros socorros, cuando se suspendió todo con la plausible noticia de la total derrota de los moros: los cuidados se convirtieron en alegría, las tropas fueron licenciadas, y este señalado triunfo se celebró con _Te Deum_ en todas las Iglesias. [Ilustración] CAPÍTULO III. _Ingratitud de los Granadinos para con el valiente Muley Audalla, el Zagal: rendicion de Velez-málaga y otras plazas._ La salida del anciano guerrero Muley Audalla, el Zagal, para defender su territorio, dejando en Granada un rival poderoso, se celebró alli como una bizarría digna de admiracion: sus pasadas hazañas y su valor acreditado inspiraban á todos las mas lisongeras esperanzas, al paso que la apatía de Boabdil, que miraba tranquilo la invasion y ruina de su pátria, tenia exasperados los ánimos del pueblo, y llenos de temor á los que seguian su partido. Se habian suspendido las sangrientas conmociones de la ciudad, y la atencion pública se dirigia únicamente á las operaciones del Zagal, á quien contemplaban ya victorioso y de vuelta para Granada, conduciendo prisionero al Rey de Castilla y á toda su caballería. Estando todos en tan alegre expectacion, vieron llegar algunos ginetes fugitivos del ejército moro, que corriendo la vega, fueron los primeros que anunciaron aquella fatal derrota y dispersion. Al referir este desastroso suceso, parecia que recordaban confusamente algun sueño espantoso: no sabian decir cómo ni por qué habia sucedido: hablaban de un combate empeñado en la oscuridad de la noche entre rocas y precipicios; de millares de enemigos emboscados en los pasos y desfiladeros de las montañas; del horror que se apoderó del ejército, de su fuga, dispersion y ruina. La llegada de otros fugitivos confirmó en breve estas infaustas nuevas; y el pueblo de Granada, pasando desde el colmo de la alegría al extremo del abatimiento, prorumpió en exclamaciones no de dolor, sí de indignacion: confundian al general con el ejército, á los abandonados con los desertores; y el Zagal, que habia sido el ídolo del pueblo, vino á ser el objeto de su execracion. En esto se oyó de improviso el grito de ¡viva Boabdil el chico! y al punto resuena por todas partes la misma voz; ¡viva Boabdil el chico!, decian, ¡viva el legítimo Rey de Granada! y ¡mueran los usurpadores! Llevado de aquel impulso momentáneo, corre el pueblo al Albaicin, y los mismos que poco antes habian sitiado á Boabdil, rodean ahora su palacio con aclamaciones. Conducido á la Alhambra en triunfo, y dueño ya de Granada y de todas sus fortalezas, se vió este príncipe sentado otra vez sobre el trono de sus mayores. Al ceñir aquella corona que tantas veces le habia arrebatado la inconstante multitud, trató Boabdil de consolidar su poder, y por órden suya rodaron al suelo las cabezas de cuatro moros principales, que mas celosos se habian mostrado en la causa de su rival. Estos castigos eran tan comunes en toda mudanza de gobierno, que el público, lejos de ofenderse, alabó la moderacion de su Soberano: cesaron las facciones, y ensalzando todos á Boabdil hasta las nubes, quedó el Zagal entregado al olvido y menosprecio. Confundido y humillado por un revés tan repentino cual nunca, acaso, cupo en suerte á ningun caudillo, se dirigia el Zagal tristemente hácia Granada: la víspera de aquel dia se habia visto á la cabeza de un ejército poderoso, sus enemigos le temblaban, y la victoria parecia que iba á coronarle de laureles: ahora se contemplaba fugitivo entre los montes; su ejército, su prosperidad, su poderío, todo se habia desvanecido como un sueño ligero, ó como una ficcion de la fantasía. Llegando cerca de la ciudad, se detuvo en las márgenes del Jenil, y envió delante algunos ginetes para tomar lengua; los cuales volviendo en breve con semblantes decaidos, le dijeron: “Señor, las puertas de Granada están cerradas para vos; el estandarte de Boabdil tremola sobre las torres de la Alhambra.” Volvió el Zagal las riendas á su caballo, y partió silencioso la vuelta de Almuñecar: desde alli pasó á Almería, y por último se refugió en Guadix, donde permaneció procurando reunir sus fuerzas, por si alguna mudanza política le llamaba á nuevas empresas. Entretanto reinaba en Velez-málaga una penosa incertidumbre sobre lo que pasaba por fuera: durante la noche anterior habian notado por los fuegos encendidos en las alturas de Bentomiz, que se les hacian señales cuyo sentido no comprendian: al amanecer del dia siguiente vieron que el campamento moro habia desaparecido como por encanto; y todo se volvia conjeturas y recelos, cuando vieron llegar á rienda suelta, y entrar por las puertas de la ciudad, al bizarro Rodovan de Venegas con un escuadron de caballería, triste fragmento de un ejército florido. La noticia de tan gran revés llenó á todos de consternacion; pero Rodovan los animó á la resistencia con la seguridad de ser en breve socorridos desde Granada, y con la esperanza de que la artillería gruesa de los cristianos se atascaria en los caminos, y nunca llegaria al campo. Pero esta esperanza en breve se desvaneció: al dia siguiente vieron entrar en el real un tren poderoso de lombardas, ribadoquines, catapultas, y una larga fila de carros con municiones, escoltados por el maestre de Alcántara. Sabido por los sitiados que Granada habia cerrado sus puertas contra el Zagal, y que no habia que esperar socorros, trataron de capitular, aconsejándolo el mismo Rodovan de Venegas, que conocia ser ya inútil la resistencia. Las condiciones se ajustaron entre Rodovan y el conde de Cifuentes, que se conocian y estimaban mútuamente; y aprobadas por Fernando, que deseaba proseguir mas adelante sus conquistas, y marchar contra Málaga, se entregó la ciudad, permitiéndose salir á los habitantes con todos sus efectos, menos las armas, y dejando á cada uno la eleccion de su morada, no siendo en lugares inmediatos á la mar. Ciento y veinte cristianos de ambos sexos debieron su libertad á la rendicion de Velez-málaga; y enviados á Córdoba, fueron recibidos por la Reina y la Infanta doña Isabel en aquella famosa catedral, donde se celebró con toda solemnidad tan gran victoria. Á la entrega de Velez-málaga se siguió la de Bentomiz, Comares, y todos los lugares y castillos de la Ajarquía. Vinieron diputaciones de unos cuarenta pueblos de las Alpujarras, cuyos moradores se sometieron á los Soberanos, jurando obedecerlos como mudejares ó vasallos moriscos. Se tuvo al mismo tiempo noticia de la revolucion acaecida en Granada; con cuyo motivo solicitaba Boabdil la proteccion del Rey en favor de los pueblos que habian vuelto á su obediencia, ó que renunciasen á su tio, asegurando que no dudaba ser en breve reconocido por todo el reino, al cual tendria entonces como vasallo de la corona de Castilla. Accedió Fernando á esta súplica, extendiendo su proteccion á los habitantes de Granada, los cuales pudieron asi salir en paz á cultivar sus campos, y comerciar con el territorio cristiano: iguales ventajas se ofrecieron á los pueblos que dentro de seis meses abandonasen al Zagal, y volviesen á la obediencia de Boabdil. Dadas estas disposiciones, y proveido todo lo necesario al gobierno del territorio nuevamente adquirido, dirigió Fernando su atencion al objeto principal de esta campaña, la conquista de la ciudad de Málaga. [Ilustración] CAPÍTULO IV. _De la ciudad de Málaga, y de sus habitantes._ La ciudad de Málaga era la plaza mas importante, y al mismo tiempo la mas fuerte, del reino de Granada. Fundada en un valle hermoso á la ribera del mar, la defendia por un lado una cordillera de montañas, y por otro bañaban el pié de sus baluartes las olas del mediterráneo. Sus murallas eran altas, macizas, y coronadas de muchas torres. Dos castillos formidables dominaban la poblacion: el uno la Alcazaba ó ciudadela, que estaba en la pendiente de una cuesta junto al mar: el otro, Gibralfaro, situado en la cumbre de la misma cuesta en un sitio donde antiguamente hubo un faro ó fanal, de donde tomó su nombre, por una corrupcion de Gibel fano, cerro del fanal; y este castillo era tan fuerte por su situacion y defensas, que se tenia por inexpugnable. De la una á la otra fortaleza se comunicaba por medio de un camino cubierto, seis pasos de ancho, que corria de arriba abajo entre dos murallas paralelas. Inmediatos á la ciudad habia dos grandes arrabales; en el uno, por la parte del mar, estaban las casas de recreo y jardines de los ciudadanos mas opulentos; en el otro, por la parte de tierra, habia una poblacion numerosa, defendida por murallas y torres de mucha fuerza. La ciudad de Málaga, rica, mercantil y populosa, estimaba en mas la conservacion de un comercio lucrativo que mantenia con el África y Levante, que el honor de resistir á un asedio, cuyas ruinosas consecuencias no ignoraba: la paz era sus delicias; y en sus consejos influia no tanto el voto del guerrero, como el interés del comerciante. De esta clase era Alí Dordux, uno de los principales; sus riquezas eran sin cuento, sus navíos cubrian todos los mares, y su palabra era ley en la ciudad. Reuniendo á los primeros y mas ricos de sus compañeros, acudió Alí á la Alcazaba, donde hizo al alcaide Aben Connixa un discurso, representándole la inutilidad de toda resistencia, los males que debia acarrear un sitio, y la ruina que se seguiria á la toma de la ciudad á fuerza de armas. Por otra parte le puso delante el favor que podrian esperar del Monarca de Castilla, si pronta y voluntariamente reconocian á Boabdil por Rey, la segura posesion de sus bienes, y el comercio provechoso con los puertos de los cristianos. El alcaide escuchó con atencion estos consejos, y cediendo á las instancias que se le hicieron, salió al real cristiano para tratar de conciertos con el Rey, habiendo dejado á su hermano con el mando. Mandaba á esta sazon en el castillo de Gibralfaro aquel moro belicoso, enemigo implacable de los cristianos, aquel Hamet el Zegrí, alcaide de Ronda, tan valiente y tan temido. Tenia Hamet consigo el remanente de sus Gomeles, y otros de la misma tribu que se le habian agregado. Mirando estos bárbaros la ciudad de Málaga desde los antiguos torreones de su encumbrado castillo, donde se anidaban como aves de rapiña, contemplaban con todo el desprecio del orgullo militar aquella poblacion mercantil, que tenian cargo de defender, estimando en mas que á sus moradores, sus fortalezas y defensas. La guerra era su oficio, las escenas de peligro y sangre sus delicias; y confiados en la fuerza de la plaza y en la de su castillo, tenian en poco la guerra con que el cristiano les amenazaba. Tales eran los elementos de la guarnicion de Gibralfaro, y el furor de sus soldados al saber que se trataba de la entrega de Málaga, y que el alcaide de la Alcazaba lo consentia, puede fácilmente concebirse. Para evitar una degradacion semejante, no reparó Hamet en la violencia de los medios: bajó con sus Gomeles á la ciudadela, y entrando en ella repentinamente dió la muerte al hermano del alcaide Aben Connixa, asi como á todos los que presentaron la menor resistencia, y en seguida convocó á los habitantes de Málaga para deliberar sobre las medidas que convenia tomar en defensa de la plaza[3]. [3] Cura de los Palacios, cap. 82. Á consecuencia de esta intimacion, acudieron de nuevo á la Alcazaba los principales de la ciudad. Llegando á la presencia de Hamet, vieron con temeroso respeto la feroz guardia africana que le rodeaba, y las señales de la reciente carnicería que alli se habia cometido. “El alcaide Aben Connixa, dijo el Zegrí con tono altivo y mirar torvo, ha sido un traidor á su Soberano y á vosotros, pues ha conspirado para entregar la ciudad á los cristianos: el enemigo se acerca, y conviene que luego elijais otro gefe mas digno del honroso cargo de defenderos.” Á esto respondieron todos que solo él era capaz de mandar en aquellas circunstancias; y quedando asi Hamet constituido alcaide de Málaga, procedió á guarnecer todas las fortalezas y torres con sus partidarios, é hizo las demas prevenciones necesarias para una vigorosa resistencia. Con la noticia de estos acontecimientos, cesaron las negociaciones entre Fernando y el destituido alcaide Aben Connixa; y pues parecia que no quedaba otro recurso, se trató de emprender el asedio de aquella plaza. En esto el marqués de Cádiz, que habia hecho conocimiento en Velez con un moro principal, amigo de Hamet, y natural de Málaga, manifestó al Rey que por este conducto se podrian hacer proposiciones al alcaide de Málaga para la entrega de la ciudad, ó á lo menos para la del castillo de Gibralfaro. Vino Fernando en ello, y aprobando el pensamiento del Marqués, le dijo: “En vuestras manos pongo este negocio, y la llave de mi tesoro; no repareis ni en el gasto ni en las condiciones, y haced á mi nombre lo que mejor os pareciere.” El moro, que estaba ya prevenido y conforme, partió en compañía de otro moro amigo suyo, para desempeñar esta comision, habiendo el Marqués provisto á entrambos de armas y caballos. Llevaban cartas secretas del Marqués para Hamet, ofreciéndole la villa de Coin en herencia perpetua, y cuatro mil doblas de oro, si entregaba el castillo de Gibralfaro; juntamente con una suma cuantiosa para distribuir entre los oficiales y la tropa: para la entrega de la ciudad los ofrecimientos eran sin límites[4]. [4] Cura de los Palacios, cap. 82. Hamet, que apreciaba el carácter guerrero del marqués de Cádiz, recibió á sus mensageros en el castillo de Gibralfaro, con atencion y cortesía, escuchó con paciencia las proposiciones que le hicieren, y los despidió con un salvo conducto para la vuelta; pero se negó absolutamente á entrar en ningun trato. La respuesta de Hamet no pareció tan perentoria, que no debiese hacerse otra tentativa. En efecto, despacho el Marqués otros emisarios con nuevas proposiciones; los cuales llegando á Málaga una noche, hallaron que se habian doblado las guardias, que rondaban patrullas por todas partes, y que habia una vigilancia extraordinaria: en fin, fueron descubiertos y perseguidos, debiendo solo su seguridad á la ligereza de sus caballos, y al conocimiento práctico que tenian del pais. Visto por el Rey que la fidelidad de Hamet el Zegrí no sucumbia á las ofertas que se le hacian, mandó intimarle públicamente la rendicion, ofreciendo las condiciones mas favorables en el caso de una sumision voluntaria, y amenazando á todos con la cautividad en el caso de resistencia. Recibió Hamet esta intimacion en presencia de los habitantes principales, de los que ninguno se atrevió á interponer palabra, por el temor que le tenian. La respuesta fue que la ciudad de Málaga le habia sido encomendada, no para entregarla como el Rey pedia, sino para defenderla como veria[5]. [5] Pulgar parte III. c. 74. Vueltos los mensageros al real, informaron sobre el estado de la ciudad, ponderando el número de la guarnicion, la extension de sus fortalezas, y el espíritu decidido del alcaide y de la tropa. El Rey expidió inmediatamente sus órdenes para que se adelantase la artillería, y el dia 7 de mayo marchó con su ejército á ponerse sobre Málaga. [Ilustración] CAPÍTULO V. _Marcha del ejército real contra la ciudad de Málaga._ Tomando la ribera del mar, avanzó con direccion á Málaga el ejército real, cuyas largas y lucidas columnas se extendian por el pié de las montañas que guarnecen el mediterráneo, al paso que una flota de naves cargadas de artillería y pertrechos, seguia su marcha á corta distancia de tierra. Hamet el Zegrí, viendo que se acercaba esta fuerza, mandó poner fuego á las casas de los arrabales mas inmediatos á la ciudad, é hizo salir tres batallones al encuentro de la vanguardia del enemigo. Para penetrar en la vega y cercar la ciudad, era preciso que desfilase el ejército por un paso angosto, al que por una parte defendia el castillo de Gibralfaro, y por otra lo dominaba un cerro alto y escabroso que se junta con las montañas inmediatas. En este cerro colocó Hamet uno de los tres batallones, otro en el paso por donde habian de marchar las tropas, y el tercero en una cuesta no muy lejos. Llegando por este lado la vanguardia del ejército, pareció necesario tomar el cerro, y con este objeto se destacó un cuerpo de peones, naturales de Galicia, al mismo tiempo que ciertos hidalgos y caballeros de la casa real atacaron á los moros que estaban abajo guardando el paso, siguiéndose en una y otra parte una pelea muy reñida. Los moros se defendieron con valor: los gallegos repetidas veces fueron rechazados, y otras tantas volvieron al asalto. Por espacio de seis horas se sostuvo esta cruel lucha, en que se peleó no solo con arcabuces y ballestas, sino con espadas y puñales: ninguno daba cuartel ni lo pedia, ninguno curaba de hacer cautivos, y sí solo de herir y matar. Los demas cuerpos del ejército oian desde lejos el rumor de la batalla, los tiros y los lelilies de los moros; pero no podian pasar adelante para auxiliar á la vanguardia, pues venian por una senda tan estrecha, entre el mar y las montañas de la costa, que solo podian marchar en fila, impidiéndose unos á otros el paso, y sirviéndoles de mucho embarazo la caballería y los bagages. Empero algunas compañías de las hermandades, sostenidas por las tropas que mandaban Hurtado de Mendoza y Garcilaso de la Vega, avanzaron al asalto del cerro, y con gran trabajo pasaron adelante, peleando siempre, hasta llegar á la cumbre, donde el porta-estandarte, Luis Maceda, plantó su bandera. Los moros se retiraron de esta posicion, dejándola ocupada por los cristianos; y á su ejemplo los que defendian el paso se retrajeron al castillo de Gibralfaro.[6] [6] Pulgar, Crónica. Ganado el cerro, y libre ya de enemigos aquel paso, pudo el ejército seguir adelante sin estorbos. En esto iba entrando la noche, y no hubo lugar de sentar los reales en los puntos que convenia: las tropas cansadas y rendidas, acamparon por entonces en la mejor forma que permitian las circunstancias; y el Rey, acompañado de algunos grandes y caballeros de su hueste, pasó la noche reconociendo el campo, poniendo guardias, partidas avanzadas y escuchas, para que estuviesen en observacion de la ciudad, y avisasen de cualquier movimiento que hiciese el enemigo. Á otro dia cuando amaneció, pudo el Rey contemplar y admirar aquella ciudad hermosa que esperaba en breve añadir á sus dominios. Por una parte estaba rodeada de arboledas, huertas y viñedos, que hacian verdear los cerros convecinos: por otra le bañaba un mar tranquilo, en cuyo plácido seno se reflejaban sus palacios, sus torres y fortalezas; obras de grandes varones, en muchos y antiguos tiempos construidas, para mayor seguridad de los habitadores de una morada tan deliciosa. Por entre las torres y edificios se descubrian los pensiles de los ciudadanos, donde florecian el cidro, el naranjo y el granado, y con ellos la erguida palma y el robusto cedro, indicando la opulencia y lujo que reinaban en el interior. Entretanto el ejército cristiano, distribuyéndose en derredor de la ciudad, la cercó por todas partes; se tomó posesion de todos los puntos importantes, y á cada capitan se le señaló su estancia respectiva. El encargo de guardar el cerro, que con tanto trabajo se habia ganado, fue confiado á Rodrigo Ponce de Leon, marqués de Cádiz, que en todas las ocasiones aspiraba al puesto de mas peligro: su campamento se componia de mil y quinientos caballos y catorce mil infantes, extendiéndose desde la cumbre de aquella altura hasta la orilla del mar, y cerrando asi enteramente por este lado el paso para la plaza. Desde este punto partia una línea de campamentos fortificados con fosos y vallados que rodeaban toda la ciudad hasta la marina, donde las naves y galeras del Rey apostadas en el puerto, acababan de bloquear la plaza por mar y tierra. En ciertos parages habia talleres de varios artífices; herreros, con fraguas siempre encendidas; carpinteros que al golpe de sus martillos hacian resonar el valle; ingenieros que construian máquinas para el asalto de la plaza; en fin, picapedreros y carboneros, que los unos labraban las piedras para la artillería, y los otros hacian el carbon para los hornos y fraguas. Sentados los reales, se desembarcó la artillería gruesa, se construyeron baterías, y en el cerro que ocupaba el marqués de Cádiz se plantaron cinco lombardas grandes para batir el castillo de Gibralfaro que estaba enfrente. Los moros hicieron los mayores esfuerzos para estorbar estas operaciones, y con el fuego de su artillería molestaron de tal manera á la gente ocupada en los trabajos, que fue menester abandonarlos de dia para continuarlos por la noche. Tiraron asimismo con tanto acierto contra la tienda real, que se habia colocado en un punto al alcance de las baterías, que fue necesario mudarla de alli para ponerla tras de una cuesta. Estando concluidos los trabajos, rompieron el fuego las baterías cristianas, y contestaron á las de la plaza con un cañoneo tremendo; al mismo tiempo que los navíos de la flota, acercándose á tierra, combatieron vigorosamente la ciudad por aquella parte. Era un espectáculo grandioso é imponente ver tanto aparato militar, tanta batería, tanto cerro poblado de tiendas, con las enseñas de los mas ínclitos guerreros de Castilla; las galeras y navíos que cubrian el mar, las embarcaciones que iban y venian, y el contínuo llegar de tropas, provisiones y pertrechos. Empero causaba horror el estruendo de la artillería, y el estrago que hacian las lombardas, singularmente las de una batería cristiana, que se llamaban las siete hermanas Jimenas. De dia no cesaba el bombardeo; de noche se veian resplandecer en los aires los combustibles que se arrojaban á la plaza, y subir iluminando el cielo las llamas de las casas incendiadas; y entretanto Hamet el Zegrí y sus Gomeles miraban complacidos la tempestad que habian suscitado, y se gozaban con los horrores de la guerra. [Ilustración] CAPÍTULO VI. _Sitio de Málaga, y obstinacion de Hamet el Zegrí._ El sitio de Málaga se prosiguió por algunos dias con la mayor actividad, pero sin producir mucha impresion en los baluartes; tanta era la fuerza de los que defendian á aquella plaza antigua. El primero que se distinguió fue el conde de Cifuentes, que con algunos caballeros de la casa real se arrojó al asalto de una torre que estaba medio desmantelada por los tiros de la artillería. La resistencia de los moros fue pertinaz y terrible: desde las ventanas y troneras de la torre arrojaron sobre los cristianos pez y resina hirviendo, piedras, dardos y saetas. Pero todo fue poco contra el valor del Conde y de sus compañeros; los cuales volviendo á poner las escalas, subieron á la torre, y plantaron en ella su bandera. Procedieron entonces á atacarla los que habian sido echados de ella: mináronla por la parte de dentro, y poniendo bajo los cimientos unos puntales de madera, los pegaron fuego y se retiraron: de alli á poco cedieron los puntales, se hundió la torre, y cayó con un rumor tremendo; quedando muchos de los cristianos sepultados en las ruinas, y expuestos los demas á los tiros del enemigo. Entretanto se habia abierto una brecha en la muralla que cercaba uno de los arrabales; y acudiendo á ella sitiados y sitiadores, los unos para defender la entrada, los otros para forzarla, comenzó una lucha cruel, en que no se ganó paso que no fuese regado con sangre de los unos y de los otros. Al fin hubieron de ceder los moros al esfuerzo de los cristianos, y quedaron éstos dueños de la mayor parte del arrabal. Estas ventajas aunque cortas, hubieran podido animar las tropas de Fernando; pero las defensas principales de la plaza estaban aun enteras, la guarnicion se componia de soldados veteranos, que habian servido en muchas de las plazas conquistadas por el Rey; y los moros, acostumbrados á los efectos de la artillería, no se confundian ya, ni se amedrentaban con el estruendo de los cañones, sino que reparaban las brechas, y construian nuevas defensas con mucha habilidad. Por otra parte, los cristianos ensoberbecidos con la rapidez de sus conquistas anteriores, se mostraban impacientes por los pocos progresos que hacian en este sitio. Algunos temian una carestía en los mantenimientos, cuya conduccion por tierra era en extremo trabajosa, y por mar estaba sugeta á mil incertidumbres. Muchos se alarmaron por una pestilencia que se manifestó en aquellos contornos; y tanto pudo con ellos el temor, que no pocos abandonaron los reales, y se volvieron á sus casas. Otros, pensando hacer fortuna, y persuadidos que por todas estas causas tendria el Rey que levantar el sitio, desertaron al enemigo, á quien dieron noticias exageradas de los temores y descontentos del ejército, de la desercion diaria de los soldados, y sobre todo de la escasez de pólvora, que aseguraban haria en breve callar la artillería. Animados los moros con estas amonestaciones, y no dudando que si perseveraban en su defensa obligarian al Rey á retirarse de sus muros, cobraron nuevos brios, hicieron nuevas salidas, y tan vigorosas, que fue preciso estar en todo el real con una continua y penosa vigilancia. Asimismo fortificaron las murallas en los lugares menos fuertes, con zanjas y empalizadas, é hicieron otras demostraciones de un espíritu pertinaz y decidido. Entretanto el Rey, instruido de las noticias que se habian comunicado á los moros, y de la persuasion en que estaban de que muy pronto se alzaria el sitio, habia escrito á la Reina para que se trasladase al campo, juzgando ser este el medio mas seguro de desmentir tan falsos rumores, y de desvanecer las vanas esperanzas del enemigo. En efecto, pasados algunos dias se presentó doña Isabel en los reales, y no fue poco el entusiasmo de los soldados cuando vieron llegar á su magnánima Reina, dispuesta á partir con ellos los peligros y trabajos de aquella empresa. Venian acompañándola muchos grandes y caballeros de su corte; á un lado iba la Infanta su hija, al otro el gran cardenal de España; despues el prior de Praxo, su confesor, con otros prelados; y últimamente, un séquito numeroso, para manifestar que no era una visita pasagera la que la Reina se proponia hacer. Con la venida de doña Isabel se suspendieron los horrores de la guerra, cesó el fuego contra la plaza, y se despacharon mensageros á los sitiados para ofrecerles la paz en los mismos términos que se habia concedido á los de Velez-málaga: se les intimó la resolucion de los Soberanos de no levantar el campo hasta apoderarse de la ciudad, y se les amenazó con el cautiverio y la muerte si persistian en la resistencia. Hamet el Zegrí oyó esta amonestacion con desprecio, y despidió á los mensajeros sin dignarse dar una respuesta. “El Rey cristiano, dijo á los suyos, nos quiere ganar con ofrecimientos, porque desespera de vencernos con las armas: la falta que tiene de pólvora se conoce por el silencio de sus baterías: se le acabaron ya los medios de destruir nuestras defensas; y por poco que permanezca aqui, las próximas lluvias y temporales arrebatarán sus convoyes, dispersarán sus flotas, y llenarán su campo de hambre y mortandad. Entonces, quedando el mar abierto para nosotros, podremos recibir del África socorros y mantenimientos.” Estas palabras, acompañadas de terribles amenazas contra todo el que tratase de capitulacion, impusieron silencio á los que pensaban de otro modo y suspiraban por la paz. No obstante, algunos de los moradores entraron en correspondencia con el enemigo; pero habiendo sido descubiertos, los bárbaros Gomeles, para quienes una insinuacion de su gefe tenia fuerza de ley, se echaron sobre ellos, y los mataron, confiscando en seguida sus efectos. Intimidóse el pueblo con estos rigores, y los que mas habian murmurado eran ya los que mas diligentes se mostraban en la defensa de la plaza. Instruido el Rey del menosprecio con que habian sido tratados sus mensageros, se indignó sobremanera; y sabiendo que la suspension del fuego se atribuia á la falta de pólvora, mandó hacer una descarga general de todas las baterías. Esta explosion repentina convenció á Hamet de su error, y acabó de confundir á los habitantes, que ya no sabian á quien mas temer, si á los que les guerreaban de fuera, ó á los que les señoreaban de dentro, si al cristiano ó al Zegrí. Aquella tarde fueron los Soberanos á visitar las estancias del marqués de Cádiz, desde donde se descubria gran parte de la ciudad y del campamento. La tienda del Marqués era de mucha capacidad, y construida al estilo oriental; sus colgaduras de brocado y de finísimo paño de Francia. Estaba colocada en lo mas alto del cerro, frente de Gibralfaro, rodeándola otras muchas tiendas de diferentes caballeros; de modo que presentaban juntas un contraste vistoso y alegre con las torres sombrías de aquel antiguo castillo. Aqui se sirvió á los Soberanos un refresco espléndido, de que participaron damas hermosas é ilustres caballeros; y viéronse reunidas en un punto la flor de la belleza de Castilla y la gala de la caballería. Mientras aun era de dia, propuso el Marqués á la Reina que presenciase los efectos de la artillería, y al intento mandó disparar algunas lombardas gruesas contra la plaza. La Reina y sus damas, sintiendo temblar la tierra bajo sus pies, y viendo caer al ímpetu de las balas grandes fragmentos de las murallas, se llenaron de temor y de admiracion. Estando el Marqués entreteniendo asi á sus reales huéspedes, levantó los ojos, y quedó confundido al ver su misma bandera desplegada en una de las torres de Gibralfaro. Un sonrojo irresistible cubrió sus mejillas, pues aquella bandera era la que habia perdido en la memorable matanza de los montes de Málaga. Para agravar aun mas este insulto, se presentaron los moros en las almenas vestidos con los cascos y corazas de muchos caballeros que habian quedado muertos ó cautivos en aquella ocasion[7]. El marqués de Cádiz disimuló su indignacion, y sin proferir palabra, remitió para otro dia la satisfaccion de aquel agravio. [7] Diego de Valera, Crónica MS. [Ilustración] CAPÍTULO VII. _Combate del castillo de Gibralfaro por el marqués de Cádiz._ La mañana despues del banquete que se dió en obsequio de la Reina, rompieron las baterías del marqués de Cádiz un fuego tremendo contra el castillo de Gibralfaro. Todo el dia estuvo aquella altura envuelta en una nube de denso humo; ni cesó el estruendo de las lombardas con la entrada de la noche, sino que siguió durante toda ella, hasta la mañana, cuando el cañoneo, lejos de disminuirse, continuó con mayor viveza. Muy pronto se reconocieron en aquellos baluartes los efectos de estas máquinas terribles; pues la torre principal del castillo, donde se habia desplegado aquella insolente bandera, quedó luego desmantelada, y reducida á escombros otra mas pequeña; habiéndose tambien abierto en la muralla inmediata una brecha considerable. Muchos de aquellos jóvenes fogosos que seguian las banderas del Marqués, pidieron que se les llevase al asalto de la brecha; otros, mas prudentes y experimentados, reprobaron esta empresa como una temeridad; pero todos convinieron en que las estancias podrian acercarse mas á las murallas, y que esto debia hacerse en pago del insolente desafio del enemigo. Dudoso estuvo el Marqués al adoptar una medida tan arriesgada; pero porque no pareciese que rehusaba este peligro el que nunca habia mostrado temer ninguno, determinó complacer á aquella juventud briosa, y mandó adelantar su campo hasta ponerlo á un tiro de piedra de los baluartes. El estruendo de las baterías habia cesado: la mayor parte de la tropa se habia entregado al sueño para descansar de las fatigas y desvelos de las noches anteriores, y la demas, esparcida por el campamento, lo guardaba con negligencia, sin recelar peligro alguno de una fortaleza medio arruinada. En tal estado salieron repentinamente del castillo hasta dos mil moros, conducidos por Aben Zenete, el capitan principal de Hamet, los cuales dieron sobre las primeras estancias del Marqués con ímpetu tan arrebatado, que mataron á muchos de los soldados mientras dormian, y á los demas pusieron en huida. Estaba el Marqués en su tienda, distante de alli como un tiro de ballesta, cuando oyó el tumulto de la embestida, y vió la fuga y confusion de sus gentes. Saliendo fuera sin tardanza, y sin mas acompañamiento que el alférez que llevaba su bandera, corrió el marqués á detener á los fugitivos. “¡Vuelta hidalgos! les decia, ¡vuelta!, que ¡yo soy el Marqués!, ¡yo soy Ponce de Leon!” é iba su bandera delante de él. Al oir aquella voz tan conocida, se detuvieron los soldados, y reuniéndose bajo la bandera del Marqués, volvieron rostro al enemigo. Felizmente llegaron al mismo tiempo varios caballeros de las estancias inmediatas con algunos soldados gallegos, y otros de las hermandades. Trabóse entonces una porfiada y sangrienta lucha en las quebradas y barrancos del monte, peleando unos y otros á pié, y cuerpo á cuerpo; por manera que llegaban á herirse con los puñales, y á veces abrazados rodaban aquellos precipicios. La bandera del Marqués estuvo á pique de caer en manos del enemigo, y á no haber sido tanto el valor de los caballeros que la guardaban, hubiera sido cierta esta desgracia, pues llegaron á verse rodeados de enemigos, y heridos muchos de ellos; entre otros don Diego y don Luis Ponce, yerno éste, y hermano aquel, del marqués de Cádiz. Duró el combate por espacio de una hora, y el cerro, cubierto de muertos y heridos, se humedeció con la sangre de unos y otros; pero al fin cedieron los moros, viendo mal herido de una lanzada á su capitan Aben Zenete, y se retrajeron al castillo. Viéronse entonces los cristianos expuestos á un fuego atroz de arcabuces y ballestas, que se les hizo desde los adarves de Gibralfaro: las guardias avanzadas del campamento padecieron en extremo; y como quiera que los tiros se dirigian principalmente contra el Marqués, le acertó uno en el broquel, y pasándolo, le barreó la coraza sin hacerle daño. Con ésto vieron todos el peligro é inutilidad de una posicion tan inmediata á aquella fortaleza, y los mismos que habian aconsejado se estableciesen alli las estancias, solicitaban ahora con empeño que se volviesen á poner donde estaban al principio. Asi lo ejecutó el Marqués á quien por su valor y por el que infundia á sus soldados con su presencia, se debió en aquel peligro la salvacion de toda aquella parte del ejército. Entre los muchos caballeros de estimacion que perecieron en este rebato, fue uno Ortega de Prado, capitan de escaladores, el mismo que proyectó la sorpresa de Alhama, y que plantó la primera escala para subir al muro. Su pérdida se sintió en extremo especialmente por el marqués de Cádiz, que le habia dispensado siempre su amistad y confianza, como quien sabia apreciar á los hombres de mérito, y aprovecharse de sus talentos[8]. [8] Zurita, Mariana, Abarca. [Ilustración] CAPÍTULO VIII. _Continuacion del sitio: descontento de los habitantes._ Tanto sitiados como sitiadores hicieron ahora los mayores esfuerzos para proseguir la contienda con vigor. El vigilante Hamet recorria los muros, doblaba las guardias, todo lo reconocia. Entre otras medidas dividió la guarnicion en partidas de cien hombres con un capitan; los unos para rondar, los otros para escaramuzar con el enemigo, y otros de reserva y prontos á auxiliar á los combatientes. Hizo tambien armar seis albatozas ó baterías flotantes provistas de piezas de gran calibre para atacar la flota. Los Soberanos de Castilla por su parte, hicieron venir mantenimientos en gran cantidad de diferentes puntos de España, y mandaron traer pólvora de Barcelona, Valencia, Sicilia y Portugal. Para el asalto de la plaza construyeron unas torres de madera montadas sobre ruedas que podrian contener hasta cien hombres. De estas torres salian unas escalas para echar sobre los muros; y para descender desde el muro á la ciudad, habia otras escalas ingeridas en las primeras. Habia tambien galápagos ó grandes escudos de madera, cubiertos de cueros, con los cuales se defendian los soldados en los asaltos, ó cuando minaban las murallas: en fin, se abrieron minas en diferentes puntos, unas para volar el muro, otras para la entrada de las tropas en la ciudad, y entretanto se distraia la atencion de los sitiados con el incesante fuego de la artillería. El infatigable Hamet, que conocia todos los puntos combatibles del real cristiano, no cesaba de atacar á los sitiadores, ya por tierra con sus Gomeles, ya por mar con las albatozas; de manera que dia y noche no les dejaba punto de reposo. Con tan continuos trabajos estaba el ejército real rendido y desvelado, y ya no cabian los heridos en las tiendas llamadas hospital de la Reina. Para mejor resistir los asaltos repentinos de los moros, mandó el Rey profundizar los fosos en derredor del campamento, y plantar una estacada hácia la parte que miraba á Gibralfaro. El cargo de guardar estas defensas, y proveer lo necesario á su conservacion, se dió á Garcilaso de la Vega, á Juan de Zúñiga, y á Diego de Ataide. En muy poco tiempo fueron descubiertas por Hamet las minas que con tanto secreto habian empezado los cristianos. Al punto mandó contraminarlas, y trabajando mútuamente los soldados hasta encontrarse, se trabó en aquellos subterráneos un combate sangriento y de cuerpo á cuerpo, por desalojar los unos á los otros. Consiguieron al fin los moros lanzar á los cristianos de una de las minas, y cegándola la destruyeron. Animados con este pequeño triunfo, determinaron atacar á un mismo tiempo todas las minas y la escuadra que bloqueaba el puerto. El combate duró seis horas, por mar, por tierra, y debajo de la tierra, en las trincheras, en los fosos, y en las minas. La intrepidez que manifestaron los moros, excede á toda ponderacion; pero al fin fueron batidos en todos los puntos, y tuvieron que encerrarse en la ciudad, sin tener ya recursos propios ni poderlos recibir de fuera. Á los padecimientos de Málaga se añadieron ahora los horrores del hambre; el poco pan que habia se reservó exclusivamente para los soldados, y aun éstos no recibian sino cuatro onzas por la mañana y dos por la tarde, como racion diaria. Los habitantes mas acomodados, y todos los que estaban por la paz, deploraban una resistencia tan funesta para sus casas y familias; pero ninguno osaba manifestar su sentimiento, ni menos proponer la capitulacion, por no despertar la cólera de sus fieros defensores. En tal estado, se presentaron á Alí Dordux, que con otros ciudadanos estaba encargado de guardar una de las puertas, y comunicándole sus penas y los trabajos que padecian, le persuadieron á intentar una negociacion con los Soberanos, para la entrega de la ciudad y la conservacion de sus vidas y propiedades. “Hagamos, le dijeron, un concierto con los cristianos antes que sea tarde, y evitemos la destruccion que nos amaga.” El compasivo Alí cedió fácilmente á las instancias que se le hicieron; y poniéndose de acuerdo con sus compañeros de armas, escribió una proposicion al Rey de Castilla, ofreciendo dar entrada en la ciudad al ejército cristiano por la puerta que le estaba confiada, con solo que le diese seguro para las vidas y haciendas de los moradores. Este escrito se confió á un fiel emisario, para que lo llevase al real cristiano, y trajese á una hora convenida la respuesta de Fernando. Partió el moro, y llegando felizmente al campo, fue admitido á la presencia de los Soberanos, los cuales, con el deseo de ganar aquella plaza sin mas sacrificios de hombres y dinero, prometieron por escrito conceder las condiciones. Venia ya el moro de vuelta para la ciudad, y se hallaba no muy lejos del parage donde le esperaban Alí Dordux y sus compañeros, cuando le descubrió una patrulla de Gomeles que rondaba aquellos sitios. Teniéndole por espía, lo acechan los Gomeles, y cayendo sobre él de improviso, le prenden á la vista misma de los confederados, que se dieron por perdidos. Conducido por los soldados, llegó el infeliz hasta cerca de la puerta; pero haciendo entonces un esfuerzo, se escapó de sus manos, y huyó con tal ligereza, que parecia llevar alas en los pies. Los Gomeles le persiguieron, pero perdiendo luego toda esperanza de alcanzarle, se detuvieron, y apuntándole uno de ellos con la ballesta, le disparó una vira que se le clavó en mitad de las espaldas: cayó el fugitivo, y ya iban á asirle los soldados, cuando volvió á levantarse, y huyendo con las fuerzas que la desesperacion le daba, pudo llegar al real, donde poco despues murió de su herida, pero con la satisfaccion de haber guardado el secreto y salvado las vidas de Alí y sus compañeros. [Ilustración] CAPÍTULO IX. _De los padecimientos del pueblo de Málaga._ La extrema necesidad que padecian los de Málaga, y el peligro de que cayese esta hermosa ciudad en poder de los cristianos, tenian llenos de temor y sentimiento á los moros de otras partes. El anciano y belicoso Rey Muley Audalla, el Zagal, estaba aun en Guadix, procurando rehacer poco á poco su desbaratado ejército, cuando supo la situacion crítica en que se hallaba aquella plaza. Animado por las exhortaciones de los alfaquís, y dejándose llevar de su aficion á la guerra, determinó socorrer á Málaga, y con la fuerza que tenia disponible envió allá un capitan escogido para que entrase en la ciudad. El Rey chico Boabdil, noticioso de este movimiento, y dispuesto siempre á hostilizar á su tio, despachó una fuerza superior de á pié y de á caballo para interceptar los socorros. Trabóse un combate muy reñido; y las tropas del Zagal, derrotadas con mucha pérdida, se retiraron en desórden á Guadix. Ensoberbecido Boabdil con tan triste triunfo, y deseoso de acreditar su lealtad á los Soberanos de Castilla, les envió mensajeros con la noticia de esta victoria, suplicándoles le tuviesen siempre como el mas leal de sus vasallos. Asimismo envió (como regalo para la Reina) preciosas telas de seda, perfumes orientales, un vaso de oro curiosamente labrado, y una cautiva de Reveda; con cuatro caballos árabes suntuosamente enjaezados, una espada y una daga con guarniciones primorosas, muchos albornoces, y otras ropas ricamente bordadas, para el Rey. Tal era la fatalidad de Boabdil, que hasta en sus victorias era desgraciado: su reciente expedicion contra el Zagal, y la derrota de unas tropas destinadas al socorro de Málaga, habia entibiado el amor de sus vasallos, haciendo vacilar en su lealtad á muchos de sus partidarios mas adictos. “Muley Audalla, decian, era soberbio y sanguinario, pero tambien era fiel á la pátria, y sabia sostener el decoro de la corona. Este Boabdil sacrifica la religion, la pátria, los amigos, todo, á un simulacro de Soberanía.” Instruido Boabdil de estas murmuraciones, y temiendo algun nuevo revés, escribió á los Reyes Católicos solicitando con urgencia le enviasen tropas para ayudar á mantenerle sobre el trono. Esta súplica, tan favorable á las miras políticas de Fernando, fue al punto concedida; y por órden del Rey marchó para Granada un destacamento de mil caballos y dos mil infantes al mando de Gonzalo de Córdoba, despues tan celebrado por sus hazañas. No era el Rey chico el único príncipe moro que solicitaba la proteccion de Fernando é Isabel: vióse un dia entrar en el puerto de Málaga una galera pomposamente engalanada, llevando el pabellon de la medialuna, y juntamente una bandera blanca en señal de paz. Enviado por el Rey de Tremecen, venia en esta galera un embajador con regalos para los Soberanos de Castilla, á quienes pasó luego á cumplimentar, presentando al Rey caballos berberiscos con jaezes de oro, mantos moriscos ricamente bordados, y otros objetos de mucho precio; con vestiduras de seda de diversas maneras, aderezos de finísimas piedras, y perfumes exquisitos de la Arabia para la Reina. Manifestó el embajador á los Soberanos que el Rey de Tremecen, admirando el gran poder y rápidas conquistas de SS. AA. deseaba le reconociesen como vasallo de la corona de Castilla, y que en este concepto diesen favor y proteccion á los naturales y navíos de Tremecen, de la misma suerte que á los demas moros que se habian sometido á su dominio: pidió asimismo un modelo de las armas de Castilla, para que el Rey, su amo, y sus vasallos pudiesen conocer y respetar su bandera donde quiera que la viesen; y por último les suplicó extendiesen á los habitantes de la infeliz Málaga la misma clemencia que habian dispensado á los de otras plazas conquistadas. Esta embajada fue recibida por los Reyes Católicos con el mayor agrado; concedióse el seguro que pedia el Rey de Tremecen para sus buques y vasallos, y se le enviaron las armas reales fundidas en escudos de oro del tamaño de una mano[9]. [9] Cura de los Palacios, cap. 84. Pulgar, parte III, cap. 86. Los sitiados entretanto veian crecer la hambre de dia en dia, y disminuirse las esperanzas de recibir socorros de fuera: los mas se mantenian de carne de caballos; y diariamente perecian muchos de pura necesidad. Esta penosa situacion se les hacia aun mas sensible al ver cubierto el mar de embarcaciones que entraban de continuo con víveres para los sitiadores. Todo sobraba en el campo cristiano; el ganado que no cesaba de llegar, y el trigo y la harina, que amontonados en medio del real blanqueaban al sol para tormento de los sitiados, los cuales veian á sus hijos perecer de necesidad, al paso que reinaba la abundancia á un tiro de ballesta de sus muros. [Ilustración] CAPÍTULO X. _Atentado que cometió un Santon de los moros._ Vivia por este tiempo en una aldea cerca de Guadix un moro anciano, llamado Abrahan Alguerbí, natural de Guerba, en el reino de Tunez, el cual por muchos años habia hecho vida de ermitaño. La soledad en que vivia, sus ayunos y penitencias, junto con las revelaciones que decia tener por un ángel enviado por Mahoma, le granjearon en breve entre los habitantes del contorno la opinion de santo; y los moros, naturalmente crédulos, y afectos á este género de entusiastas, respetaban como inspiraciones proféticas los desvarios de su imaginacion. Presentóse un dia este visionario en las calles de Guadix, pálido el semblante, extenuado el cuerpo, y los ojos encendidos. Convocando el pueblo, declaró que Alá le habia revelado allá en su retiro, un medio de libertar á Málaga, y de confundir á los enemigos que la cercaban. Los moros le escucharon con atencion; y mas de cuatrocientos de ellos, fiando ligeramente de sus palabras, ofrecieron aventurarse con él á cualquier peligro, y obedecerle ciegamente. De este número muchos eran Gomeles, que ardian en deseos de socorrer á sus paisanos, de quienes se componia principalmente la guarnicion de Málaga. Pusiéronse en camino para esta ciudad, marchando de noche por sendas secretas al través de las montañas, y ocultándose de dia por no ser observados. Al fin llegaron á unas alturas cerca de Málaga, y dieron vista al real cristiano. El campamento del marqués de Cádiz, por la parte que se extendia desde la falda del cerro frente de Gibralfaro hasta la orilla del mar, pareció el punto mas combatible, y consiguiente á esto tomó el ermitaño sus medidas. Aquella noche se acercaron los moros al campamento, y permanecieron ocultos; pero la mañana siguiente, casi al alba, y cuando apenas se divisaban los objetos, dieron furiosamente y de improviso en las estancias del Marqués, con intento de abrirse paso hasta la ciudad. Los cristianos, aunque sobresaltados, pelearon con esfuerzo: los moros, saltando unos los fosos y parapetos, y otros metiéndose en el agua por pasar las trincheras, lograron entrar en la plaza en número de doscientos: los demas casi todos fueron muertos ó prisioneros. El santon ni tomó parte en la contienda, ni quiso entrar en la ciudad: era muy otro el propósito con que venia; por lo que apartándose del lugar donde peleaban, se hincó de rodillas, y alzadas las manos al cielo, fingió estar en oracion. En esta actitud le hallaron los cristianos, que despues del combate andaban buscando á los fugitivos por aquellas quiebras y barrancos, y viendo que se mantenia en la misma postura, inmóvil como una estátua, llegaron á él con una mezcla de admiracion y respeto, y lo llevaron al marqués de Cádiz. Á las preguntas que le hizo el Marqués, respondió el moro, que era santo, y que Alá le habia revelado todo lo que habia de acontecer en aquel sitio. Quiso el Marqués saber cómo y cuándo se tomaria la ciudad; pero á esto dijo el santon que no le era permitido descubrir un secreto tan importante sino solo al Rey ó á la Reina en persona. El marqués de Cádiz, aunque nada supersticioso, todavia porque notaba en este moro algo de misterioso, y podria ser tuviese que comunicar alguna noticia interesante, determinó ponerlo en presencia de los Reyes, y en la misma forma en que fue hallado, vestido un albornoz, lo envió al pabellon real, rodeándole las gentes, que le llamaban el Moro Santo; pues ya la fama de este supuesto profeta habia cundido por el campo. Dió la casualidad de hallarse el Rey durmiendo cuando lo trajeron, y la Reina, aunque deseaba ver á este hombre singular, mandó, por un efecto de su delicadeza, que lo guardasen fuera hasta que despertase el Rey. Entretanto, lo entraron en una tienda inmediata donde estaban doña Beatriz de Bobadilla, y don Alvaro de Portugal, hijo del duque de Braganza, con algunas otras personas. El moro que no sabia la lengua, creyó, segun el aparato y magnificencia que veia, ser aquella la tienda real, y que don Alvaro y la Marquesa eran el Rey y la Reina. Pidió entonces un jarro de agua, que luego le fue traido; y levantando el brazo para tomarlo, aparta el albornoz con disimulo, suelta el jarro, y tirando de un terciado ó espada corta que traia oculta, dió á don Alvaro tan fiera cuchillada en la cabeza, que le postró por tierra y puso á punto de morir. En seguida se volvió contra la Marquesa, á quien tiró otra cuchillada, pero no con igual acierto, por habérsele enredado el arma en las colgaduras de la tienda[10]. Antes que pudiese repetir el golpe, se arrojaron sobre él el tesorero Rui Lopez de Toledo, y un religioso llamado Fr. Juan de Velalcazar, los cuales abrazándose con él, le tuvieron sugeto hasta que llegaron las guardias del Marqués que alli mismo le hicieron pedazos al instante[11]. [10] Pietro Martir, epist. 62. [11] Cura de los Palacios. Sabido por los Reyes este suceso, se llenaron de horror al considerar el eminente peligro de que acababan de escapar. Los soldados tomaron el cuerpo destrozado del santon, y metiéndolo en un trabuco, lo arrojaron á la ciudad. Alli lo recogieron los Gomeles, y despues de lavado y perfumado, lo enterraron con el mayor decoro y con grandes demostraciones de sentimiento. En seguida, para vengar su muerte, mataron á un cristiano de los principales que tenian cautivos, y poniendo su cadáver sobre un asno, echaron fuera el animal con direccion al campamento. Desde entonces se nombraron para la custodia de las personas reales, ademas de la guardia ordinaria, doscientos caballeros hijos-dalgo de los reinos de Castilla y de Aragon; se prohibió la entrada en el real á todo moro, que no se supiese primero quién era y á qué venia, y se mandó saliesen del campo los mudejares ó vasallos moriscos, á quienes la traicion que acababa de cometerse, habia puesto en mal concepto con los cristianos. [Ilustración] CAPÍTULO XI. _Hamet el Zegrí animado por un Dervís, persevera en su defensa; destruccion de una torre por el ingeniero Francisco Ramirez._ Hecho apenas el entierro del santon con los mismos honores que se pudieran tributar á un mártir, se levantó en su lugar un Dervís, que protestaba tener el don de la profecía. Mostrando á los moros una bandera blanca, que aseguraba ser cosa sagrada, les dijo que Alá le habia revelado que bajo aquella enseña saldrian los habitantes de Málaga contra el ejército sitiador, alcanzarian una victoria cumplida, y gozarian de los mantenimientos que abundaban en el real[12]. Los moros entusiasmados con este vaticinio, hubieran querido hacer en el acto una salida; pero díjoles el Dervís que aun no habia llegado la hora, y que era necesario esperar que el cielo le descubriese el dia señalado para tan gran triunfo. Hamet el Zegrí escuchó al Dervís con el mas profundo respeto, lo llevó consigo á su castillo de Gibralfaro, consultando con él en todo, y para animar al pueblo, enarboló la bandera blanca en la torre mas elevada. [12] Cura de los Palacios. Entretanto venian acudiendo al servicio de los Reyes varios grandes y caballeros, cuyos auxilios se hacian necesarios para relevar en parte al ejército de los muchos trabajos y fatigas que habia pasado en tan largo sitio. De cuando en cuando se veia entrar en el puerto de Málaga algun gallardo navío, ostentando la enseña de una casa ilustre, y conduciendo tropas y municiones: ni eran menos frecuentes los refuerzos que llegaban por tierra, atronando las montañas con el sonido marcial de cajas y trompetas, y deslumbrando la vista con el brillo de sus armas. Un dia se vió blanquear el mar con las velas de una flota numerosa, y fondearon en la bahía cien buques, armados unos para la guerra, y cargados otros con provisiones y pertrechos. Este poderoso socorro habia sido enviado por el duque de Medinasidonia, que llegó al mismo tiempo por tierra, y entró en el real con una fuerza considerable de caballeros deudos suyos, y gentes de su casa, todo lo cual puso á disposicion de los Reyes, juntamente con veinte mil doblas de oro, que les prestó. Reforzado asi el ejército, aconsejó la Reina, con el fin de evitar las miserias de un sitio prolongado, ó la efusion de sangre consiguiente á un asalto general, que de nuevo se propusiese á los moros la rendicion en los términos mas benignos. En su consecuencia se les ofreció seguridad para sus vidas y haciendas, y la libertad personal, si desde luego venian á partido, y denunciando todos los horrores de la guerra si persistian en defenderse. Pero Hamet, confiando en la fuerza de sus defensas, que aun estaban muy enteras, desechó estas proposiciones con el mismo desprecio que las primeras: animábale tambien la consideracion de los azares á que está expuesto un ejército sitiador, las inclemencias de la estacion que se acercaba, y sobre todo los vaticinios y consejos del Dervís. Volvieron entonces los cristianos á hostilizar al enemigo: algunos caballeros de la casa real, conducidos por Rui Lopez de Toledo, tesorero de la Reina, emprendieron el asalto de dos torres del arrabal cerca de la puerta llamada de Granada, y peleando desesperadamente, las tomaron, las perdieron, y las volvieron á tomar, sin que quedasen por los unos ni por los otros, pues pegándoles fuego los moros, fueron al fin abandonadas por ambas partes. Á este combate se siguió otro por la mar, en que fueron aun menos afortunados los cristianos; pues saliendo los moros con sus albatozas, atacaron tan vigorosamente los navíos del duque de Medinasidonia, que echaron uno á pique, é hicieron retroceder á los demas. Entretanto Hamet el Zegrí, mirando estos combates desde la torre mas alta de Gibralfaro, atribuia el triunfo de sus armas á las artes y encantos del Dervís; y este impostor, que no se apartaba de su lado, señalándole el ejército cristiano, acampado por todo el valle, y la numerosa flota que cubria el mar, le decia que cobrase esfuerzo, porque en breves dias seria presa de los elementos aquella flota, y saliendo ellos con la bandera sagrada, derrotarian de todo punto aquella hueste, ganarian grandes despojos, y Málaga victoriosa y libre, triunfaria de sus enemigos. Viendo la pertinacia de los sitiados, determinaron los cristianos aproximar sus estancias á los muros; y ganando una posicion despues de otra, llegaron cerca de la barrera de la ciudad, donde habia un puente con cuatro arcos, y en cada extremo una torre de mucha fuerza. Dióse órden de tomar este puente á Francisco Ramirez de Madrid, general de la artillería. La empresa era peligrosa, y los aproches no podian hacerse sin exponer la tropa á un fuego destructor; por lo que mandó Ramirez abrir una mina, que se llevó hasta debajo de los cimientos de la primera torre, donde puso boca abajo y bien cargada una pieza de artillería, para volar la torre cuando llegase la ocasion. Acercándose entonces al puente cuanto pudo, levantó un reducto, plantó en él algunos cañones, y empezó á batir la torre. Los moros contestaron desde los adarves con vigor; pero estando en la furia del combate, se puso fuego al cañon que estaba armado bajo la torre, rebentó la tierra con una explosion tremenda, y vino al suelo gran parte de la torre, sepultando en sus escombros á muchos de los moros que la defendian: los demas huyeron amedrentados por aquel estremecimiento, y confundidos por un ardid de que no tenian noticia. Quedando asi desamparado este puesto, se apoderaron de él los cristianos, y procedieron á combatir la torre que estaba al otro extremo del puente. Hiciéronse entonces mútuamente las torres un fuego terrible de arcabuces y ballestas, y por mucho tiempo no se atrevieron los combatientes á salir de ellas para batirse; pero al fin logró Francisco Ramirez pasar el puente, y llegar á la torre contraria por medio de parapetos que levantó de trecho en trecho para defenderse de la artillería de los moros, los cuales, despues de una larga y sangrienta lucha, fueron forzados á ceder, y á dejar aquel importante paso en poder de los cristianos. En premio de esta hazaña, y del valor y pericia que habia desplegado el capitan Ramirez, le armó el Rey caballero, despues de la rendicion de Málaga, en la misma torre que tan gloriosamente habia ganado[13]. [13] Pulgar, p. III. c. 91. [Ilustración] CAPÍTULO XII. _Crece la hambre en la ciudad; quejas del pueblo, y salida de Hamet el Zegrí con el pendon sagrado para atacar á los cristianos._ Era ya excesiva la hambre que se padecia en la ciudad. Los Gomeles, buscando que comer, entraban en las casas, rompian las arcas, y derribaban las paredes; y los habitantes reducidos al último extremo, se mantenian de cueros de vaca, y daban á sus criaturas hojas de parra cocidas con aceite. Todos los dias perecian muchos de necesidad; y algunos, forzados á elegir entre el cautiverio y la muerte, salian al real cristiano á ofrecerse por esclavos. Al fin pudo mas con ellos el rigor de la hambre que el respeto que tenian á los Gomeles; y reuniéndose en casa de Alí Dordux, el comerciante rico, le suplicaron intercediese por ellos con Hamet el Zegrí, para que consintiese en la entrega de la ciudad. Alí, viendo que la necesidad iba dando osadía á los ciudadanos, al paso que amortiguaba la fiereza de los soldados, se animó á entablar con el alcaide esta peligrosa conferencia, y asociándose con un alfaquí llamado Abrahan Alhariz, y un habitante principal, cuyo nombre era Amar-ben-Amar, se dirigió con este objeto al castillo de Gibralfaro. Llegando alli hallaron á Hamet, no como antes rodeado de armas y soldados, sino solo en su aposento con el Dervís, y sentado á una mesa de piedra con varios cartones y pergaminos delante, en que habia trazados signos cabalísticos, y caractéres místicos y extraños: distribuidos en derredor habia tambien instrumentos raros y desconocidos; y el Dervís que le acompañaba parecia haberle estado explicando el sentido misterioso de aquellos signos[14]. [14] Cura de los Palacios. Admirados y temerosos, se acercaron Alí Dordux y sus compañeros á Hamet, sin atreverse por de pronto á declarar el objeto de su venida; pero el alfaquí confiando en lo sagrado de su carácter, tomó al fin la palabra y le arengó en estos términos. “Te requerimos en nombre de Dios todo poderoso que desistas de una resistencia tan inútil como funesta, y que entregues la ciudad al cristiano mientras aun hay esperanzas de que nos trate con clemencia. Considera cuantos de nuestros guerreros tiene postrados el cuchillo del enemigo, y no quieras tú que la hambre acabe con los que quedan, ni con nuestras mugeres é hijos, que gimiendo nos piden pan, y se nos mueren ante nuestros ojos, sin que nos quede remedio con que acudirles. ¿De qué sirve nuestra defensa? ¿Son por ventura mas fuertes los muros de Málaga que los muros de Ronda? ¿ó son nuestros guerreros mas valientes que los caballeros de Loja? La fortaleza de Ronda sucumbió, y la caballería de Loja tambien tuvo que ceder. ¿Esperaremos que nos socorran? Ya no hay tiempo de esperanza; ya Granada perdió su fuerza, perdió su orgullo; ya Granada no tiene caballeros, ni Rey que la gobierne, ni capitanes que la defiendan. Por Alá te conjuramos, pues eres nuestro capitan, que no seas nuestro mas duro enemigo, sino que entregues lo que queda de esta Málaga, otro tiempo tan feliz, y nos saques de las miserias que nos abruman.” Tales fueron las quejas que la desesperacion arrancó á los habitantes de la ciudad. Hamet el Zegrí las escuchó sin alterarse, porque respetaba el carácter privilegiado del alfaquí: pero lleno de vanas esperanzas, insistió en aguardar algunos dias. “Tened todavia paciencia, les dijo, y confiad en este varon santo que veis aqui, el cual me asegura terminarán en breve nuestros males; el hado es inmutable; y en el libro del destino está escrito que saldremos á pelear con los cristianos, que los venceremos, y serán nuestros esos montones de harina que blanquean en los reales. Asi lo ha prometido Alá por boca de su profeta. ¡Alá achbar! ¡Dios es grande! Nadie se oponga á los decretos del Altísimo.” Esto dijo Hamet, y los diputados no atreviéndose á replicarle, regresaron á la ciudad, y exhortaron al pueblo á tener paciencia. “En breves dias, le dijeron, habrán cesado vuestros trabajos: cuando desaparezca la bandera blanca de las torres de Gibralfaro, la hora de vuestro triunfo estará cerca, pues entonces habrá llegado la de salir contra el enemigo.” Todos los dias, y todas las horas del dia volvian aquellos habitantes los ojos hácia el estandarte sagrado, que continuaba tremolando en el castillo. Por fin, estando Hamet un dia en consulta con sus capitanes para determinar el partido que se habia de tomar en tan apuradas circunstancias, se presentó el Dervís. “Disponeos, dijo, á obedecer la voluntad de Alá, que la hora de nuestro triunfo está ya cerca. Salid mañana al campo, y pelead como varones esforzados: yo con el pendon sagrado iré delante, y entregaré en vuestras manos el enemigo; pero antes perdonaos mútuamente las ofensas, pues solo siendo caritativos podreis ser vencedores.” Las palabras del Dervís fueron recibidas con el mayor aplauso; al punto se recogió la bandera blanca, y toda aquella noche se pasó en prevenciones para la mañana siguiente, cuando Hamet, con el capitan Abrahan Zenete y los Gomeles, bajó á la ciudad para ejecutar aquella salida que habia de acabar con los cristianos. Delante iba el Dervís, que llevaba la sagrada enseña; y al verla pasar el pueblo entusiasmado y lleno de esperanzas, exclamaba: “¡Alá achbar!” y se postraba humildemente, animando al mismo tiempo con alabanzas las tropas de aquella empresa. El temor y la esperanza agitaban en Málaga á todos los corazones: los ancianos, las mugeres y los niños, en fin, todos los que no salieron al combate subieron á las almenas, á las torres, ó á las azoteas, para ver una batalla que habia de ser decisiva de su suerte. Antes de salir al campo hizo Alí Dordux una amonestacion á los soldados, previniéndoles que no abandonasen la bandera, que fuesen siempre delante peleando, y que á ninguno diesen cuartel. Volviendo entonces á ponerse en movimiento, fueron á dar con ímpetu tan furioso en las estancias del maestre de Santiago y del maestre de Alcántara, que tuvieron lugar de matar y herir á mucha de la gente que las guardaba. En este rebato llegó el capitan Zenete á una tienda donde halló algunos niños cristianos, á quienes el rumor de las armas acababa de despertar de su sueño. El moro compadeciendo su tierna edad, ó porque desdeñaba un enemigo tan débil, se contentó con darles de plano con el alfange, diciendo: “andad rapaces á vuestras madres” y como le riñese el fanático Dervís por este acto de clemencia, respondió: “no los maté porque no vide barbas”[15]. [15] Cura de los Palacios, c. 84. Cundió la alarma por el campo, y los cristianos acudieron de todas partes para defender las entradas del real. Don Pedro Portocarrero, señor de Moguer, don Alonso Pacheco, y Lorenzo Suarez de Mendoza, corrieron con sus gentes á defender los portillos por donde pretendian entrar los moros, á quienes con gran pena impidieron el paso, mientras llegaba nuevo socorro. Hamet furioso al encontrar tanta resistencia, cuando esperaba una victoria fácil, llevó repetidas veces sus tropas al asalto de los portillos, y otras tantas hubo de retroceder con mucha pérdida. Los cristianos, al abrigo de sus defensas, hicieron un destrozo terrible en las filas de los moros: pero ellos confiando ciegamente en los vaticinios del Dervís, volvian á la pelea cada vez mas enardecidos, arrostrando los peligros y la muerte por vengar á sus compañeros. Por último, intentaron escalar la cerca que defendia el real, y acometieron en medio de una lluvia de dardos y saetas, cayendo á cada paso, y llenando los fosos con sus cuerpos. Hamet el Zegrí, siempre á la cabeza de sus guerreros, siempre en lo mas encendido del combate, corria de fila en fila, y animaba á sus Gomeles con la voz y con el ejemplo. Al ver la terrible matanza de los suyos, bramaba de corage, y discurria delante de la cerca buscando por donde entrar, y pasando como por ensalmo por entre mil tiros que le asestaron los cristianos sin que ninguno le tocase. El Dervís tambien acudia como frenético á todas partes, ondeando la bandera blanca, y excitando á los moros con alaridos; pero en medio de su frenesí, una piedra arrojada por una catapulta, le alcanzó en la frente, dando fin á un mismo tiempo á su vida y á sus delirios[16]. [16] Garibay, lib. 18, cap. 33. Los moros, viendo muerto á su profeta y postrado por tierra el pendon sagrado, perdieron inmediatamente el ánimo, y huyeron en desórden á la ciudad. Hamet hizo algunos esfuerzos para contenerlos, pero confundido él mismo por la pérdida del Dervís, tan solo acertó á cubrir la retirada de las tropas, y se retrajo con ellas á los muros de la plaza. Los habitantes de Málaga, suspensos entre el temor y la esperanza, miraron esta contienda desde las almenas y torres. Al principio, cuando vieron huir delante de los moros las guardias del real, exclamaron: “¡Alá nos da la victoria!” y prorumpian en gritos de alegría; pero cuando las tropas, rechazadas cuantas veces volvian al asalto, empezaron á retroceder, cuando vieron caer el mandante, y volver huyendo al mismo Hamet perseguido por los cristianos, el regocijo se convirtió en lamentos, y el horror y la desesperacion se apoderó de todo el pueblo. Al entrar el Zegrí en Málaga se vió expuesto á los furores de una multitud exasperada: todo se volvia quejas y reconvenciones: las madres, cuyos hijos habian muerto, le seguian con imprecaciones, y algunas poniéndole delante sus criaturas á punto de espirar, le decian: “Holladlas con los pies de vuestro caballo, pues ni tenemos alimento que darles, ni valor para oir sus quejas.” Los ciudadanos que habian tomado las armas, y muchos de los guerreros que habian venido de fuera para defender la ciudad, unieron sus clamores á los del pueblo; de modo que Hamet, perdido el ascendiente militar, é incapaz de resistir aquel torrente de quejas y maldiciones, renunció el mando de la plaza, y se recogió con los Gomeles que le quedaban á su castillo de Gibralfaro. [Ilustración] CAPÍTULO XIII. _Rendicion de la ciudad de Málaga; cumplimiento del pronóstico del Dervís, y suerte de Hamet el Zegrí._ Los moradores de Málaga, libres ya del dominio de Hamet, acudieron á Alí Dordux: y pusieron en sus manos la suerte de la ciudad. Alí, asociándose el alfaquí Abrahan Alhariz y otros cuatro moros principales, formó una junta provisional, en que se acordó enviar mensajeros al Rey de Castilla, ofreciendo entregar la plaza con tal que á los habitantes se les asegurase en sus personas y bienes en calidad de mudejares, ó vasallos tributarios. Salieron los mensageros al real cristiano, y oida por el Rey la peticion de los moros, respondió airado: “Ya no es tiempo de pedir ni de conceder partidos, pues bien se que la hambre, y no vuestra voluntad, es la que os mueve á capitular. Entregaos pues á discrecion y disponeos á sufrir la ley que imponga el vencedor: los que merezcan la muerte, morirán, y los que cautiverio, quedarán cautivos.” Grande fue la turbacion de los moros cuando supieron la respuesta de Fernando; pero Alí Dordux los consoló ofreciendo ir en persona á solicitar condiciones mas favorables; como en efecto lo hizo acompañado de dos cólegas suyos, aunque sin adelantar nada, pues el resultado de esta embajada tan lejos estuvo como la primera de corresponder á las esperanzas de los sitiados. Fernando ni aun consintió que llegasen los embajadores á su presencia. “Dadlos al diablo, dijo con enfado al comendador de Leon, que no los quiero ver, ni los he de tomar sino como á vencidos, dándose á mi merced[17].” Con esta nueva repulsa, vinieron los moros á un estado que rayaba en desesperacion; pero resolviendo tentar el último recurso, escribieron al Rey manifestándole que ellos le darian la ciudad con todas sus fortalezas, y con todos los bienes que en ella habia; pero que si no se les daba seguro para la libertad de sus personas, ellos colgarian de las almenas de la plaza hasta mil y quinientos cautivos cristianos que tenian de ambos sexos; y poniendo á las mugeres, viejos y niños, en la Alcazaba, darian fuego á la ciudad, y saldrian á morir matando, para que al fin tuviesen los Reyes la victoria sangrienta, y aquel hecho de la ciudad de Málaga fuese celebrado por todos los vivientes, y en todos los siglos que durase el mundo. [17] Cura de los Palacios, cap. 84. Á consecuencia de esta carta se suscitaron algunos debates en el real, y fueron varios los votos de los caballeros. Muchos de ellos indignados contra los moros por las grandes pérdidas que habian ocasionado á los cristianos en tan larga resistencia, quisieron irritar el ánimo del Rey para que los tratase con el último rigor; pero la generosa Isabel, reprobando consejos tan sanguinarios, insistió en que no se empañase aquel triunfo con algun acto de crueldad[18]. Los moros entretanto, se abandonaron á los extremos de su desesperacion: por una parte veian la hambre y la muerte; por otra, la esclavitud y las cadenas. Aquellos cuyo oficio era la guerra, ardian por señalar su caida con una accion ilustre. “¡Perezcan los cautivos!, decian, ¡arda la ciudad, muramos, y acometamos al enemigo!” En medio del clamor general alzó Alí Dordux la voz, y dirigiéndose á los habitantes principales y padres de familia, les dijo: “Los que viven de la espada perezcan, pues lo quieren, con la espada; pero no sigamos nosotros tan loco ejemplo. ¡Quién sabe si la vista de nuestras inocentes esposas y tiernos hijos, despertará en el pecho real de Fernando una centella de conmiseracion! y cuando no, la Reina cristiana dicen que es la piedad misma.” [18] Pulgar. Animados los moros por este rayo de esperanza, autorizaron á Alí Dordux para que entregase la ciudad á merced de los Soberanos. Partió de nuevo Alí con este encargo; empeñó en su favor á muchos caballeros del real, y al fin obtuvo una audiencia de los Soberanos, á quienes presentó regalos de telas de seda y oro, piedras preciosas, joyas, aromas, y otros objetos de gran valor, que habia acumulado en su comercio con los paises orientales; y poco á poco ganó la gracia de Fernando y de Isabel[19]. Alí entonces renovó las súplicas, representando que él y otros muchos habian procurado desde un principio que se entregase la ciudad, pero que las amenazas de hombres arbitrarios, en cuyas manos estaba la fuerza, se lo habian impedido; por lo que esperaba no se confundiese al inocente con el culpado. [19] Crón. de Valera MS. Los Soberanos habiendo admitido los regalos de Alí Dordux, no pudieron ya cerrar el oido á sus súplicas. Asi, pues, le indultaron á él y á cuarenta familias que nombró, dándoles seguro para sus personas, con facultad para residir en Málaga en clase de mudejares[20]. Hecho este arreglo, hizo Alí venir veinte habitantes principales, á quienes entregó en rehenes, hasta que toda la ciudad quedase en posesion de los cristianos. [20] Cura de los Palacios. Don Gutierre de Cárdenas, comendador mayor de Leon entró entonces en la ciudad armado y á caballo, y tomó posesion en nombre de los Soberanos de Castilla. Entrando despues varios capitanes y caballeros del ejército, ocuparon todas las fortalezas, y enarbolaron el pendon de la cruz, el de Santiago, y el estandarte real, en la torre de homenage de la Alcazaba. Entregada la ciudad, imploraron aquellos infelices habitantes se les permitiese salir al real para comprar pan para ellos y sus familias. Obtenida la licencia, acudieron arrebatados y famélicos á los montones de grano y harina que tantas veces habian mirado con ansia desde sus muros. Todo se repartió entre ellos, y satisfecha su necesidad, quedó en cierto modo cumplido el vaticinio del Dervís, cuando dijo que aquellos bastimentos los habian de comer ellos. Entretanto Hamet el Zegrí, indignado y pesaroso, miraba desde las torres de su fortaleza la ocupacion de Málaga por los batallones de Castilla; veia tremolar el pendon de la Cruz donde poco antes ondeaba el de la medialuna, y si los suyos le siguieran, bajára allá espada en mano, y muriera gustoso á trueque de tomar venganza de los cristianos. Mas ya no animaba á los Gomeles el mismo espíritu que en otro tiempo: los lentos progresos de la hambre habian minado las fuerzas asi del alma como del cuerpo, y casi todos aconsejaban la rendicion. Muy duro se le hacia al altivo Hamet el someterse á pedir partido: empero confiando que su valor le haria respetar de un contrario noble, envió un parlamentario al Rey, ofreciendo capitular en términos honrosos. La respuesta de Fernando fue lacónica y terminante: “que se entregase á discrecion.” Todavia permaneció Hamet dos dias encerrado en su castillo despues de la toma de la ciudad; pero al fin hubo de ceder á los clamores de sus secuaces, y bajó con ellos á someterse al vencedor. Los Gomeles todos quedaron cautivos, con la excepcion de Abrahan Zenete, á quien, por haber procedido tan piadoso con aquellos niños cristianos cuando la última salida de los moros, se concedió un partido favorable. En cuanto á Hamet, se le puso inmediatamente en hierros; y preguntado qué le movió á tan pertinaz resistencia, respondió, que él habia tomado aquel cargo con obligacion de morir, ó ser preso, defendiendo su ley, su Soberano, y la ciudad que éste le habia confiado, y que á tener ayudadores, antes le vieran muerto que prisionero[21]. [21] Pulgar, Crónica. [Ilustración] CAPÍTULO XIV. _Entrada de los Reyes Católicos en la ciudad de Málaga, y distribucion de los cautivos._ Una de las primeras disposiciones de los vencedores, despues de la rendicion de Málaga, fue celebrar la emancipacion de los cautivos cristianos con una funcion religiosa. Á corta distancia de la ciudad mandaron erigir una tienda, y poner en ella un altar con las decoraciones de iglesia correspondientes; pasando alli los Reyes para recibir á los cautivos. Éstos, en número de mil y seiscientos de ambos sexos, entre ellos algunas personas de distincion, salieron de la ciudad en procesion, con una cruz, cantando himnos y dando gracias á Dios y á los Soberanos por haberles librado del duro cautiverio en que yacian. Á medio camino se reunió con ellos, y les fue acompañando, un gran concurso de gentes del real, con cruces y pendones, y una música solemne. Llegando á presencia de sus libertadores, se hubieran postrado los cautivos á sus pies para besárselos; pero el Rey y la Reina les dieron benignamente sus manos á besar, sin consentir otro acatamiento. Arrodillándose entonces los cautivos delante del altar, se pusieron en oracion, y de nuevo prorumpieron en alabanzas al Altísimo por tan gran victoria. En seguida se mandó quitarles los hierros, que aun llevaban, se les dió de comer, ropa, dinero, y todo lo que necesitaban para retirarse á sus casas. El aspecto de los cautivos, pálidos, desfallecidos y extenuados, su admiracion y su agradecimiento, las lágrimas y la alegría de todos los presentes, constituyeron un espectáculo verdaderamente grande, y que á todos enterneció. De los cristianos que desertaron á los moros, y les habian informado de lo que pasaba en el real, fueron hallados doce, y se les sentenció á morir acañaverados: castigo harto severo, que consistia en atar al delincuente á una estaca en medio de una plaza, mientras que los soldados, corriendo á caballo, los atravesaban con cañas puntiagudas: los moros conversos y relapsos fueron entregados á las llamas[22]. [22] Abarca, Anales de Aragon, tom. 2.º, ley 30, cap. 3. Estando ya limpia la ciudad de las inmundicias y malos olores que se habian acumulado en tan largo sitio, entraron en ella los obispos y otros eclesiásticos que seguian la corte, con los cantores y capellanes del Rey; y pasando en procesion solemne á la mezquita mayor, la consagraron é intitularon santa María de la Encarnacion. Concluido este acto, entraron el Rey y la Reina acompañados del gran cardenal y de los grandes y caballeros del ejército, oyeron misa, y en seguida erigieron aquella iglesia en catedral, y á Málaga en obispado. La Reina se aposentó en la Alcazaba, desde donde se descubria toda la ciudad: el Rey estableció su alojamiento en el antiguo castillo de Gibralfaro. Se procedió entonces á disponer de los moros que habian quedado prisioneros. Divididos en tres porciones, se destinó una á la redencion de los cautivos cristianos en el reino de Granada y tierras de África; otra se repartió entre los capitanes y caballeros que habian concurrido á aquella empresa, segun su clase y los servicios que habian prestado; y la tercera se tomó para indemnizacion de los grandes gastos ocasionados en tan largo sitio. Cien moros Gomeles fueron enviados al Papa Inocencio VIII, quien los bautizó y convirtió á la fé cristiana. Á la Reina de Nápoles, hermana del Rey, se le hizo regalo de cincuenta moras, doncellas; treinta fueron enviadas á la de Portugal, y otras muchas fueron repartidas por doña Isabel entre las damas de su corte y señoras principales de Castilla. Cuatrocientos y cincuenta judios moriscos, que se hallaron en la ciudad, fueron rescatados por otro judío, rico contratista de Castilla, que pagó por ellos veinte mil doblas de oro, y se los llevó en dos galeras armadas. Á la masa general de los habitantes se concedió la facultad de rescatarse mediante á suma que pagarian dentro de un término señalado. El contingente de cada individuo, sin distincion, se fijó en treinta doblas de oro, y á buena cuenta del pago general se les habian de recoger todas las alhajas de oro y plata, con los demas objetos de valor que poseian. El plazo se fijó á los ocho meses, con la condicion que si al espirar este término no hubiesen satisfecho la cantidad estipulada, serian todos tratados como esclavos. Para asegurar por parte de los moros el cumplimiento de estas condiciones, se hizo una enumeracion rigurosa de las casas y familias, se tomó razon de todos sus efectos, y se les mandó acudiesen con ellos á unos corrales grandes que habia en la Alcazaba, rodeados de una muralla alta, y que en otro tiempo habian servido para encerrar á los cristianos que los moros cautivaban. Viérase entonces á estos infelices pasar tristemente por las calles con direccion á la Alcazaba; asi ancianos como jóvenes, asi matronas como doncellas, de las que algunas eran bien nacidas, y criadas con el mayor regalo; y habiendo de desamparar sus casas para sufrir el cautiverio en las agenas, se torcian las manos, y levantaban los ojos al cielo, diciendo: “¡Ó Málaga, ciudad nombrada y hermosa como ninguna! ¿Do está la fortaleza de tus castillos? ¿Do está la hermosura de tus torres? ¿Tus poderosos muros de qué aprovecharon á sus moradores, que desterrados de la dulce pátria van á morir entre extrangeros, ó á vivir en la esclavitud? ¿Qué harán tus viejos y tus matronas, cuando no haya quien honre sus canas? ¿Qué harán tus doncellas, criadas con tanta delicadeza y señorío, cuando se vean en dura servidumbre? ¡Ah, tus naturales, separados para siempre, nunca mas volverán á verse! al hijo arrancan de los brazos de su padre; apartan al marido de su muger, y á los tiernos niños arrebatan del seno de sus madres. ¡Ó Málaga, ciudad de nuestro nacimiento! ¿quién podrá ver tu desolacion, que no derrame lágrimas de amargura?[23]” [23] Pulgar. Estando ya bien asegurada la posesion de la ciudad, se envió un fuerte destacamento contra las villas de Mijas y Osuna, situadas á la orilla del mar, y se les intimó la rendicion. Los habitantes pidieron las mismas condiciones que se habian concedido á los de Málaga, ignorando cuales fuesen; y habiéndoseles prometido, se rindieron, y fueron todos presos y conducidos con sus efectos á los corrales de la Alcazaba. Éstos, asi como los cautivos de Málaga, fueron distribuidos entre varios pueblos y familias, hasta tanto que se cumplia el plazo señalado para el pago total de su rescate; pero habiendo espirado los ocho meses estipulados, antes que pudiesen verificarlo, quedaron todos, en número de once mil, segun refieren algunos, y de quince mil, segun otros, condenados á la esclavitud. [Ilustración] CAPÍTULO XV. _De la situacion en que se hallaban respectivamente el Rey Católico, Boabdil y el Zagal, y de la incursion de éste en tierra de cristianos._ Toda la parte occidental del reino de Granada reconocia ya el dominio de los Reyes Católicos: el puerto de Málaga obedecia sus leyes; y los belicosos naturales de la serranía de Ronda les rendian vasallage, subyugados y sumisos: aquellas soberbias fortalezas, que tanto tiempo habian señoreado los valles de Andalucía, desplegaban ahora el estandarte de Castilla y Aragon; y las atalayas que coronaban todas las alturas, estaban desmanteladas, ó guardadas por las tropas del Rey Católico. Mientras que en esta parte del territorio moro se establecia el imperio de los cristianos, en la parte central, que es lo que rodea á Granada, se mantenia el Rey chico Boabdil gobernando como vasallo de la corona de Castilla. Este desgraciado príncipe no perdia ocasion de propiciar á los conquistadores de su pátria con actos de sumision, y con demostraciones en que no podia tener parte el corazon. Apenas supo la toma de Málaga, envió sus mensageros á felicitar al Rey, acompañando regalos de caballos suntuosamente enjaezados, telas de seda y oro, y perfumes orientales; todo lo cual fue admitido benignamente; y Boabdil, con poca advertencia, se figuró haber ganado un lugar distinguido en los afectos de Fernando. Pero la política de Boabdil algunas ventajas, aunque pasageras, producia á sus vasallos: el territorio que reconocia su dominio estaba libre de las calamidades de la guerra; el labrador cultivaba en paz sus campos, y la vega de Granada, volviendo á florecer, se manifestaba en su primitiva lozanía. Restablecido el comercio, prosperaba el traficante, y en las puertas de la ciudad habia un tránsito continuo de caballerías cargadas con los productos de todos los climas. Pero el pueblo de Granada, aunque apreciaba estas ventajas, aborrecia en secreto los medios con que se habian conseguido, y miraban á Boabdil casi como apóstata é infiel. Los moros que aun no se habian sometido al dominio cristiano, fundaban ahora sus esperanzas en el anciano Rey Muley Audalla el Zagal. Este príncipe, aunque no reinaba en la Alhambra, todavia se hallaba con mayores fuerzas que su sobrino: sus dominios se extendian desde Jaen, por los confines de Murcia, hasta el mediterráneo, y comprendian las ciudades de Baza y Guadix, y el importante puerto de Almería, que en algun tiempo habia rivalizado con Granada por su poblacion y riquezas. Tenia ademas bajo su jurisdiccion una gran parte de las Alpujarras, ó serranía de Granada. Esta region montuosa es el centro del poder y riqueza de los moros. Su grande elevacion y su fragosidad la hacian casi inaccesible á los enemigos; pero en el seno de aquellos riscos se abrigaban unos valles deliciosos, donde reinaba una temperatura suave y una pródiga fertilidad. Por todas partes brotaban manantiales y fuentecillas, que creciendo en ciertas estaciones con las aguas que bajaban de Sierra nevada, cubrian de verdor y frescura las faldas de aquellos cerros, y formaban al fin arroyos caudalosos, que corrian serpeando por entre plantíos de moreras, almendros, higueras y granados. Aqui tambien se producia la seda mas fina de toda España, se cultivaban grandes viñedos, y se criaban numerosos rebaños con los ricos pastos que ofrecian los valles y las quebradas. Aun en la parte mas árida y estéril proporcionaban estos montes inmensas riquezas, por la diversidad de minerales de que estaban impregnados. En fin, las Alpujarras eran un raudal copioso que acrecentaba en gran manera las rentas de los Monarcas de Granada: sus naturales eran robustos y guerreros, y al llamamiento del Rey salian de aquellos lugares hasta cincuenta mil hombres de pelea. Tal era la porcion de este imperio que tocó al anciano Muley el Zagal. La guerra aun no habia llegado á esta poderosa comarca, pues le servian de barrera contra sus estragos los elevados riscos y áridos peñascos que la defendian. Mas no por eso dejó el Zagal de añadirle nuevas defensas, mandando reparar todas las fortalezas, á fin de hacer alli el último esfuerzo contra los progresos de los cristianos. Entretanto, conociendo la necesidad de acometer alguna empresa para conservar en su punto al afecto y fidelidad de sus vasallos, ordenó una correría por el territorio enemigo, cuya manera de guerrear sabia él ser la mas grata á los moros, para quienes tenia mas atractivos un corto botin arrebatado á fuerza de armas, que todos los provechos de un comercio pacífico y seguro. Reinaba entonces la mayor tranquilidad en la frontera de Jaen, y los alcaides de las fortalezas cristianas vivian descuidados, y seguros de toda agresion, por tener tan cerca á su aliado Boabdil, y contemplar distante á su fogoso tio el Zagal. De repente salió este príncipe de Guadix con una fuerza escogida, atravesó rápidamente las montañas que se extienden detras de Granada, y fue á dar como un rayo en la campiña de Alcalá la Real. Primero que cundiese la alarma, ni pudiese la comarca acudir á su defensa, habia hecho en ella el Zagal un estrago enorme, saqueando y quemando aldeas, arrebatando ganados, y llevándose gran número de cautivos. Reuniéronse las gentes de la frontera; pero ya estaba muy lejos el enemigo, que volviendo á pasar las montañas, entró triunfante por las puertas de Guadix, cargado de despojos cristianos, y conduciendo una numerosa cabalgada. Con esta y otras empresas semejantes fomentaba el Zagal el espíritu guerrero de sus vasallos, granjeaba su opinion y afecto, y disponia los ánimos á resistir una invasion que se esperaba por parte del Rey Católico. [Ilustración] CAPÍTULO XVI. _Disposiciones del Rey Fernando para continuar la guerra; sale á campaña; varias empresas de moros contra cristianos._ [Nota al margen: Año 1488.] Iba ya entrando el año de 1488, y los Soberanos Católicos, resueltos á proseguir en la triunfante carrera que habian comenzado, hasta acabar con el imperio sarraceno en España, se dispusieron á hacer nuevos sacrificios, y á pasar nuevos trabajos y fatigas. Los apuros del erario obligaron á discurrir medios, y á buscar recursos, para la continuacion de los aprestos que se hacian; pero á todo ocurrió el celo del estado eclesiástico contribuyendo con subsidios de consideracion en tropas y dinero. Con todo esto no pudo el Rey reunir su ejército hasta junio de este año, cuando á los cinco dias del mes partió de Murcia con un campo volante de cuatro mil caballos y catorce mil infantes, conduciendo la vanguardia el marqués de Cádiz, á quien seguia el adelantado de Murcia. Entró el ejército en la frontera enemiga por la ribera del mar, esparciendo el terror donde quiera que llegaba: á su vista se rendian los pueblos sin hacer resistencia, temerosos de experimentar los males que habian desolado la frontera opuesta; y en esta forma los pueblos de Vera, Velez el rubio, Velez el blanco y otros de menos nota, se entregaron á la primera intimacion. Hasta llegar cerca de Almería, no halló el ejército oposicion alguna. En esta importante ciudad mandaba á la sazon el príncipe Zelim, pariente del Zagal. Á la vista del enemigo salió este valeroso moro capitaneando su guarnicion, y en las huertas inmediatas á la ciudad trabó una escaramuza muy reñida con las tropas de la vanguardia. Llegando el Rey con el grueso del ejército, mandó cesar la escaramuza, y recoger las gentes; y pues conocia que la fuerza que llevaba era poca para combatir la ciudad, se contentó con reconocer su asiento, y se retiró con direccion á Baza, donde se hallaba el Zagal con una guarnicion poderosa. El Rey moro se apercibió para recibirlos, y en un valle que está delante de la ciudad, donde habia muchas huertas, colocó una celada de arcabuceros y ballesteros. Llegaron los cristianos, y como se acercasen á este sitio, salió el Zagal á su encuentro con gente de á caballo y de á pié, y empezó una escaramuza con el marqués de Cádiz y el adelantado de Murcia, que conducian la vanguardia. Despues de pelear un rato fingieron los moros ceder, y se retrajeron poco á poco á las huertas, para atraer alli á los cristianos, como en efecto lo consiguieron. Saliendo entonces los que estaban en la celada, abrieron un fuego atroz contra los cristianos por flanco y por retaguardia, matando é hiriendo á muchos, y poniendo á los demas en confusion. Reforzado el Zagal con mas tropas que salieron de la ciudad, atacó de nuevo al enemigo, le obligó á volver las espaldas, y lo persiguió dando horribles alaridos, y haciendo en él un estrago enorme. Á este tiempo llegó felizmente el Rey con la demas tropa, y cubriendo la retirada de los suyos, se opuso con tanta firmeza á la furia de los moros, que los hizo retroceder, y encerrarse en la ciudad. Muchos caballeros de nota perecieron en esta refriega; entre otros don Felipe de Aragon, maestre de Montesa, sobrino del Rey é hijo natural de don Cárlos su hermano. Con el descalabro de la vanguardia, se suspendió la marcha victoriosa del ejército cristiano; y Fernando, mas cauto ya por la leccion severa que acababa de recibir, acampó en las orillas del rio Guadalquiton que pasa por alli cerca, sin atreverse, con la fuerza que llevaba, á emprender el sitio de aquella plaza. Desesperando, pues, de desalojar de Baza al anciano guerrero el Zagal, levantó Fernando sus reales, y se retiró de alli como antes lo habia hecho de delante de Loja. Vuelto á Murcia, tomó el Rey las medidas convenientes para la seguridad de las plazas conquistadas en este año: puso en ellas fuertes guarniciones y víveres en abundancia, y nombró por capitan mayor de todas á Luis Fernandez Portocarrero. Dadas estas disposiciones, y despedida la gente de guerra, se retiró el Rey á hacer oracion á la cruz de Carabaca. Apenas fueron licenciadas las tropas del ejército invasor, salió de Baza el Zagal, y entrando á fuego y sangre por las tierras que acababan de someterse á Fernando, sorprendió el castillo de Nijar, que se guardaba con poca vigilancia, y pasó á cuchillo la guarnicion. Corrió despues con furor sanguinario toda la frontera, matando, hiriendo, y haciendo prisioneros á los cristianos donde quiera que los hallaba desprevenidos. El alcaide de Cullar, confiando en la fortaleza de este pueblo, que por su situacion y por su castillo parecia inexpugnable, se habia ausentado sin recelar ningun peligro. Presentóse alli el vigilante Zagal, asaltó el lugar, y á viva fuerza echó de él á los cristianos, que se refugiaron en el castillo. Un capitan veterano é intrépido, que se llamaba Juan de Avalos, tomó entonces el mando, resuelto á defenderse hasta el último extremo. Los moros, dueños ya del lugar, acometieron la fortaleza: los ataques fueron recios y repetidos, y la resistencia del alcaide obstinada y ejemplar; pero habiendo el enemigo minado una torre con parte de la muralla, penetró en el átrio del castillo. Aqui los cristianos redoblaron los esfuerzos, y subiendo á las torres se defendieron contra los moros con una lluvia de piedras, con pez hirviendo, flechas, y todo género de armas arrojadizas, logrando al fin lanzarlos del castillo. Cinco dias duró este combate. Los cristianos, rendidos por el cansancio y las heridas, estaban á punto de sucumbir; pero les animaban las exhortaciones de su animoso alcaide, y temian la muerte si caian en manos del Zagal. La llegada de Portocarrero, con una fuerza numerosa, los sacó de este peligro: el Rey moro abandonó el asalto; pero en su rabia y despecho incendió la villa, y se puso en marcha la vuelta para Guadix. Á ejemplo del Zagal, dos capitanes moros, Alí Alatan el uno é Izá Alatan el otro, salieron de Alhendin y Salobreña, y asolaron todas las tierras que estaban sujetas á Boabdil, robando y destruyendo muchos de los lugares que se habian declarado por los cristianos. Los moros de Almería, de Tabernas y de Purchena, hicieron tambien entradas, y devastaron las tierras mas fértiles de Murcia, al paso que en la frontera opuesta, los pueblos de sierra bermeja corrieron á las armas, y sacudieron el yugo que acababan de admitir. El marqués de Cádiz con su actividad y vigilancia habia logrado suprimir una insurreccion de los moros de Gausin, lugar fuerte de la serranía; pero los que se habian hecho fuertes en castillos roqueros, ó torres, siguieron hostilizando á los cristianos, dando sobre ellos de improviso, y llevándose los hombres, los ganados, y todo género de botin á sus guaridas, donde quedaban al abrigo de toda persecucion. Tales fueron las operaciones y sucesos que terminaron la campaña de este año, señalado por otra parte con un acontecimiento que parece digno de recordarse. Muy grandes (dicen los antiguos coronistas) fueron las aguas y tempestades que en este año prevalecieron en Castilla y Aragon. Parecia que se habian vuelto á abrir las cataratas del cielo, y que un nuevo diluvio iba á inundar la naturaleza. Los arroyos convertidos en rápidos torrentes, arrollaban en su hervoroso curso las casas y los molinos, destruian las mieses, y arrebataban los ganados. Los pastores veian anegarse sus rebaños, y huyendo del peligro se refugiaban en las torres y lugares altos. El plácido Guadalquivir se volvió un mar embravecido, cuyas olas inundaban todo el campo de Tablada, llenando de terror á los habitantes de Sevilla. Compelida por un viento recio, y acompañada de temblores de tierra, vino una negra y espesa nube, que donde quiera que pasaba arrebataba los tejados de las casas, y estremecia hasta sus cimientos las torres y las fortalezas. Los navíos en los puertos eran arrancados de sus amarras, y los que andaban por la mar, arrojados sobre las costas por la furia del huracan, se estrellaban contra las rocas, volando por el aire sus fragmentos. Grande fue la desolacion y ruina, que señaló el curso de esta perniciosa nube, asi por mar como por tierra. Á muchos pareció este trastorno de los elementos un evento prodigioso, fuera del órden natural, y no pocos lo consideraban como presagio de alguna calamidad iminente. [Ilustración] CAPÍTULO XVII. _De las disposiciones del Rey Católico para sitiar la ciudad de Baza, y de las medidas que tomaron los moros para defenderse._ [Nota al margen: Año 1489.] Al borrascoso invierno del año pasado, se siguió la primavera de 1489, y las tropas cristianas convocadas para la prosecucion de la guerra, se pusieron en movimiento para reunirse en Jaen, donde llegaron tarde, y con no poca dificultad, porque las grandes aguas recientes habian hecho casi intransitables los caminos, y muy trabajoso el vado de los rios. Pero juntándose al fin en aquella ciudad trece mil caballos y cuarenta mil infantes, pudo el Rey abrir la campaña, y á últimos de mayo pasó la frontera con su ejército. La Reina, con el Príncipe don Juan y las Infantas, permaneció en Jaen, servida y acompañada por el gran cardenal de España, y otros prelados que asistian en sus consejos. El propósito de Fernando era sitiar la ciudad de Baza, que era la llave de las posesiones que le quedaban al moro. Tomada esta importante plaza, tendrian que someterse luego las de Guadix y Almería; el Zagal quedaria sin apoyo, y se daba el último golpe á su poder. Á medida que avanzaba el ejército, tuvieron los cristianos que combatir varios castillos y lugares fuertes en las cercanías de Baza, para asegurarse contra la molestia que pudieran ocasionarles. Pero esto no siempre se conseguia sin trabajo: la villa de Cujar hizo una resistencia porfiada; y su alcaide el bizarro Hubec Adalgar, oponiendo la fuerza á la fuerza, y los ingenios á los ingenios, frustró varias tentativas de los cristianos ya para ganar el muro por asalto, ya para derribarlo con pertrechos. Defendíanse los moros desde sus almenas con toda clase de armas arrojadizas; y por medio de unas calderas asidas unas á otras con cadenas, arrojaban fuego sobre el enemigo, quemándole los manteletes y otras máquinas que tenia para el asalto. Duró este sitio algunos dias; pero al fin hubo de ceder el valor del alcaide á la fuerza superior de los sitiadores, y se entregó la plaza, concediéndola el Rey un partido honroso. Los habitantes y la guarnicion salieron con sus efectos y armas, y conducidos por el valiente Hubec Adalgar tomaron la direccion de Baza. El Zagal, que se hallaba en Guadix, distante pocas leguas de Baza, se aprovechó de las demoras que por estas causas sufria el ejército cristiano, para hacer las prevenciones necesarias á su defensa. Sabia que habia llegado el caso de hacer el último esfuerzo para la conservacion de los dominios que le quedaban, y que esta campaña iba á determinar si permaneceria Monarca ó viviria vasallo. Confiando en la fortaleza de la ciudad de Baza, no creyó necesario acudir allá en persona, pero aumentó la guarnicion enviando desde Guadix toda la fuerza que tenia disponible, abasteció la plaza completamente, y convocó en su defensa á todo el que se tenia por verdadero musulman, y amaba la religion, su pátria y su libertad. Las ciudades de Purchena y de Tabernas, y otras de aquella serranía obedeciendo esta intimacion, corrieron á las armas: las Alpujarras arrojaron de su pedregoso seno una multitud de hombres de pelea, que acudieron á la defensa de Baza; y muchos caballeros de Granada, desdeñando el ócio y tranquilidad en que vivian bajo el gobierno de un Rey tributario, salieron ocultamente de la ciudad, y se reunieron con sus valientes patriotas para el mismo objeto. Pero las esperanzas del Zagal se fundaban principalmente en el valor y lealtad de Cidi Yahye Alnayar Aben Zelim, deudo suyo y alcaide de Almería, á quien habia mandado venir á Baza con todas las tropas de su mando. Llegaban éstas á diez mil hombres, soldados aguerridos y avezados á los trabajos, asi como de mucha experiencia en todo género de ardides, emboscadas y evoluciones. Gobernados á una sola voz de su capitan, acometian impetuosos, ó se detenian en medio de su carrera; y al sonido de la trompeta, se recogian, se ordenaban, ó revolvian contra el enemigo con maravillosa prontitud y destreza. Semejantes á una tempestad, daban sobre sus contrarios de repente, esparciendo el estrago y la consternacion, y luego con increible ligereza se retiraban; de manera que pasado el sobresalto, no se veia mas que una nube de polvo, ni se oia sino el galopear de los caballos. Entrando Cidi Yahye por las puertas de Baza con sus diez mil valientes, fue recibido por el pueblo con aclamaciones. El Zagal, aunque permanecia en Guadix, se creia seguro de aquella plaza por la confianza que tenia en su pariente, y se felicitaba de tener un general de su sangre y tan valiente á la cabeza de sus tropas. Con estos refuerzos llegaba la guarnicion á veinte mil hombres, mandados por tres capitanes principales; el uno Mohamed Ben Hazen, llamado el veterano, el otro Abu Halí, alcaide de la guarnicion primitiva, y el tercero Hubec Adalgar, que lo habia sido de la de Cujar. Pero sobre todos éstos ejercia la autoridad suprema el príncipe Cidi Yahye, por su nacimiento real, y porque gozaba la confianza particular del Rey. La ciudad de Baza está fundada en un valle espacioso, ocho leguas de largo y tres de ancho, que se llamaba la Hoya de Baza, y la rodea una sierra que es la de Habalcohol, de donde descienden las aguas de dos rios que riegan y fertilizan el pais. Por una parte protegian á la ciudad las ramblas y cuestas de la sierra inmediata, y un castillo poderoso; y por otra, la defendia un fuerte muro guarnecido de muchas y grandes torres: los arrabales eran grandes, pero mal fortificados con una cerca de tapia y casa-muro. Enfrente de los arrabales, habia una frondosa huerta con muchos árboles y frutales, que ocupaban casi una legua en circuito. Aqui tenian los vecinos pudientes sus torres ó casas de campo, aqui sus jardines y huertos llenos de flores y legumbres, y regados por las abundantes aguas de la sierra; sirviendo de proteccion á la ciudad esta multitud de árboles, torres y acequias, por los impedimentos que ofrecian al paso de un enemigo. No obstante que la prevencion hecha en Baza de armas, municiones y víveres, era mas que suficiente para un sitio de quince meses, continuaban todavia los preparativos cuando se presentó á vista de la ciudad el ejército de Fernando. Veíanse por una parte cuadrillas de á caballo y de á pié, dirigiéndose presurosas hácia las puertas, y arrieros con numerosas recuas, aguijando sus cansadas caballerías, todo con el afan de ponerse á cubierto de la tormenta que amenazaba: por otra, venia por el valle adelante á par de una nube preñada, el ejército cristiano con estruendo de cajas y trompetas, que hacian retumbar la sierra, y con armas resplandecientes, cuyo brillo reverberaba desde lejos. Sentó Fernando sus reales un poco desviados de aquella espesura de huertas, y envió á intimar la rendicion á la ciudad, ofreciendo las condiciones mas favorables en el caso de una sumision inmediata, y protestando del modo mas solemne no alzar mano del sitio hasta quedar dueño de la plaza. Recibida esta intimacion, tuvieron los caudillos moros un consejo de guerra. El príncipe Cidi Yahye, irritado por las amenazas del Rey, queria que se le contestase declarando que la guarnicion, lejos de entregarse, se batiria hasta quedar sepultada en las ruinas de sus muros. Pero á esto dijo el veterano Mohamed: “¿De qué sirve una declaracion que tal vez nuestros hechos desmentirán? las amenazas deben medirse por las fuerzas que se tiene para cumplirlas, y los hechos deben ser siempre mayores que los ofrecimientos.” Conforme á este consejo se envió al Monarca cristiano una respuesta lacónica, agradeciéndole la oferta de un partido ventajoso, pero diciéndole que ellos estaban en aquella ciudad, no para dársela sino para defenderla. [Ilustración] CAPÍTULO XVIII. _Batalla de las huertas delante de Baza._ Sabida por el Rey la resolucion de los caudillos moros, se dispuso á sitiar la plaza con vigor; y pareciéndole necesario adelantar el campo para que la artillería batiese con mas efecto las murallas, lo mandó poner en las huertas cerca de los arrabales. Mientras se verificaba esta operacion, y se fortificaban las estancias, avanzó un destacamento fuerte para ocupar las huertas y contener las salidas del enemigo. Entraron en ellas los capitanes por diferentes puntos con sus batallas ordenadas, mas no sin algun recelo de verse comprometidos en aquel verde laberinto. El maestre de Santiago, que iba delante, previno á sus soldados que se mantuviesen firmes y unidos, asegurándoles que si peleaban con osadía y duraban en el esfuerzo, saldrian triunfantes de cualquiera dificultad y peligro. Á poco de haber entrado en las huertas, oyeron desde los arrabales el sonido de cajas y trompetas, mezclado con alaridos, y en seguida vieron salir á su encuentro un cuerpo numeroso de infantería mora. Á su cabeza venia el príncipe Cidi Yahye, que los animaba diciéndoles, que iban á pelear por la vida y por la libertad, por sus bienes, por la pátria y por la religion[24]. “Para nosotros, decia, no hay mas recurso que la fuerza de nuestras manos, el valor de nuestros corazones, y la divina proteccion de Alá.” Á esta exhortacion respondieron los moros con aclamaciones, y se arrojaron animosos al combate. Juntáronse entonces las armas enemigas unas con otras en medio de las huertas, y empezaron á herirse con espadas, lanzas, arcabuces y ballestas. Pero las muchas torres y otros edificios, la espesura de los árboles, y las acequias, daban mayor ventaja á los moros que estaban á pié, que á los cristianos que iban á caballo. Visto este inconveniente, mandaron los capitanes cristianos que se apeasen los ginetes y se juntasen con los peones. Entonces se encendió de nuevo la pelea, y con tal furia, que cada uno parecia disponerse con voluntad á la muerte por dársela al enemigo. Á medida que se empeñaba el combate, las tropas de la una y de la otra parte iban separándose de sus banderas por la estrechez y dificultades del terreno, hasta llegar á batirse sueltos ó por pelotones, sin órden de batalla, y sordos asi á las señales de las trompetas como á la voz de los capitanes. Asi es que mientras en una parte vencian los moros, en otra triunfaban los cristianos. En esta confusion sucedia á veces que los combatientes, ciegos de temor, huian de los suyos mismos, y corrian á refugiarse entre los enemigos, no pudiendo distinguir los unos de los otros en aquella oscura frondosidad. Pero la contienda mas reñida fue la que se trabó al derredor de las torres, donde unos y otros se alojaban como en unas fortalezas pequeñas, y que ganaban y perdian alternativamente. Muchas de estas torres fueron incendiadas, aumentándose los horrores del combate con el humo y llamas que envolvian aquellas arboledas, y con los alaridos de los que morian en el fuego. [24] Illi Mauri pro fortunis, pro libertate, pro laribus patriciis, pro vita denique certabant. Petri Martir epist. 70. Algunos de los capitanes cristianos, en vista de aquel desórden y carnicería, quisieran retraerse de la huerta con sus gentes; pero perdido el tino de la salida no supieron efectuar su retirada. Estando asi las cosas, sucedió que una bala derribó el brazo al alférez de uno de los batallones del gran cardenal, y ya la bandera iba á caer en manos del enemigo, cuando Rodrigo de Mendoza, sobrino del cardenal, mozo de pocos años pero intrépido, se abalanzó á salvarla en medio de una lluvia de balas y saetas, y recobrándola, pasó delante contra los moros con sus soldados, que le siguieron con aclamaciones. Entretanto quedaba el Rey con la demas tropa á la entrada de la huerta, desde donde expedia sus órdenes, y enviaba socorros á los puntos donde parecia necesario. Pero estaba con mucha pena, porque con el impedimento de los árboles y torres, y del humo que todo lo envolvia, le era imposible descubrir lo que pasaba; y los que salian de la pelea, heridos ó desalentados, no le daban mas que noticias confusas ó contradictorias. De los que se le presentaron en este estado fue uno don Juan de Luna, jóven de un mérito particular, muy favorecido del Rey, y de todos bien quisto por sus buenas prendas. Estaba recien casado con doña Catalina de Urrea, dama de no menos hermosura que nobleza[25]. Poniéndole al pié de un árbol, procuraron estancar la sangre que le brotaba de una profunda herida; pero fue diligencia inútil; y el malogrado jóven espiró á los pies de su Soberano, que sintió vivamente esta desgracia. [25] Mariana. P. Martir. Zurita. Por otra parte Mohamed Ben Hazen, rodeado de sus capitanes, contemplaba ansiosamente desde los muros esta escena sanguinaria. Doce horas sin intermision habia durado la batalla, impidiendo los árboles y casas que los de la ciudad supiesen el estado en que se hallaba; pero al través de aquella espesura veian relumbrar las lanzas y cimitarras, y subir por diferentes partes de la huerta columnas de humo, al paso que el estrépito de las armas, el tronar de ribadoquines y espingardas, el clamor de los vencedores, y los gemidos de los moribundos, anunciaban el fatal conflicto de los combatientes. Á éstos se añadian los gritos y lamentos de las mugeres, cuando, traidos en hombros de sus compañeros, veian llegar á las puertas de la ciudad sus parientes mas caros, heridos y ensangrentados. Pero cuando vieron exánime á Reduan de Zalfarga, que era uno de sus capitanes mas valientes, fue general el sentimiento, y subió de todo punto la confusion y espanto de los moros. Poco á poco se fue acercando el rumor de la batalla, y al fin vieron á sus guerreros salir de la huerta peleando, y retraerse á un lugar junto á los arrabales, que habian fortificado con palizadas. Llegando aqui los cristianos, establecieron sus estancias junto á las de los moros, fortificándolas igualmente con palizadas, y mandó el Rey que se sentase el campo en la huerta, que con tanto trabajo se habia ganado. Mohamed Ben Hazen hizo una salida para socorrer al príncipe Cidi Yahye, é intentó desalojar á los cristianos de la importante posicion que ocupaban; pero iba ya entrando la noche, y la oscuridad hizo inútiles sus esfuerzos. Mas no por eso dejaron los moros de dar varios ataques y rebatos en el discurso de la noche; por manera que los cristianos, rendidos con las fatigas y trabajos de aquel dia, no pudieron disfrutar un momento de reposo[26]. [26] Pulgar, part. III, cap. 106, 107. Cura de los Palacios, cap. 92. Zurita, lib. XX. cap. 81. [Ilustración] CAPÍTULO XIX. _Sitio de Baza; compromiso del ejército cristiano, y disposiciones con que el Rey completó el cerco de la ciudad._ Al dia siguiente presentaba el campo delante de Baza una escena lastimosa. Los cristianos mostraban en la palidez de sus semblantes los trabajos que habian pasado, y los cadáveres que yacian á montones delante de los cuerpos de guardia, daban indicios de los fieros asaltos sostenidos en el discurso de la noche. Las acequias corrian tintas en sangre; las torres incendiadas humeaban todavia; y el suelo, hollado por las pisadas de hombres y caballos, manifestaba haber sido teatro de terribles conflictos entre sitiados y sitiadores. El Rey, con la experiencia de la noche pasada, se convenció del peligro y trabajo que habria en conservar la posicion que ocupaba, y despues de haber consultado con los cabos principales del ejército, determinó retirar el campo y abandonar las huertas. Este movimiento, á la vista de un enemigo activo y vigilante, era en extremo arriesgado. Para asegurar el éxito, mandó Fernando reforzar los cuerpos de guardia situados cerca de los arrabales, y colocó en órden de batalla en frente de la ciudad una division formidable para hacer rostro al enemigo. Aun no se habia desarmado tienda alguna, y las banderetas con que se distinguian ondeaban todavia sobre los árboles de la huerta; pero entretanto se trabajaba con calor para retirar todo el equipage del ejército á la posicion donde primero se formó el campo. Al caer de la tarde se dió la señal de abatir las tiendas, y desaparecieron todas de repente; se abandonaron los puestos avanzados, la demas tropa se puso en retirada, y todo aquel aparato militar empezó á desvanecerse de la vista de los moros. Entendiendo Cidi Yahye, aunque tarde, esta sútil maniobra, salió de la ciudad con mucha gente de á pié y á caballo, y atacó furiosamente á los cristianos; pero éstos, que conocian el modo de pelear de los moros, se retiraron en buen órden; y volviendo algunas veces el rostro al enemigo, para proseguir despues su marcha, lograron salir con poco daño de aquel peligroso laberinto. Puesto ahora el campo en parte mas segura, convocó el Rey un consejo de guerra, para determinar el modo de proceder, y fueron muy diversos los pareceres. Las dificultades que presentaba esta empresa por la fuerza y extension de las defensas de la plaza, por la muchedumbre de moros que la defendian y por la naturaleza del terreno, influyeron con el marqués de Cádiz para que votase contra la continuacion del sitio. Don Gutierre de Cárdenas, al contrario, aconsejó que se prosiguiese lo comenzado, porque si otra cosa se hiciese pareceria temor y flaqueza, cobraria nuevos brios el enemigo, y tomando incremento el partido del Zagal, quedaba Boabdil expuesto á que se le rebelase su inconstante pueblo. Esta opinion alhagaba el amor propio de Fernando; pero al reflexionar sobre los trabajos que el ejército habia pasado, los que aun tendria que padecer si se continuaba el sitio, y la dificultad que habria para proveer los mantenimientos necesarios, le pareció mas acertado el consejo del marqués de Cádiz, y determinó seguirlo. Los soldados, sabiendo que el Rey trataba de levantar el campo, tan solo por escusar los trabajos y peligros á que estaban expuestos, se llenaron de un entusiasmo generoso, y todos á una voz suplicaron que por ningun motivo se abandonase el sitio hasta la rendicion de la ciudad. En esta incertidumbre, envió Fernando sus mensageros á la Reina, que estaba en Jaen, para consultarla sobre el partido que convenia tomar. La respuesta de Isabel fue, que dejaba á la discrecion del Rey y de los capitanes el levantar ó continuar el sitio que se habia puesto sobre Baza; pero que si se resolvian á perseverar en aquella empresa, ella con la ayuda de Dios daria órden para que fuesen bien provistos de gente, víveres, dinero y todo lo que fuese necesario hasta la toma de la ciudad. Con esta seguridad se animó Fernando á continuar el sitio, y comunicada á los soldados la determinacion del Rey, la recibieron con tanto regocijo como la noticia de una victoria. Entretanto el príncipe moro, Cidi Yahye, que habia tenido noticia de estos debates, no dudaba que el ejército sitiador alzase luego el campo y se retirase. Un movimiento que notó en el real cristiano, parecia confirmar esta esperanza; pues vió abatirse tiendas y desfilar las tropas por el valle. Pero esta ilusion lisonjera fue de poca duracion: el Rey Católico no habia hecho mas que dividir su hueste en dos reales, para mas estrechar el sitio. El uno, que se componia de cuatro mil caballos y ocho mil infantes, con toda la artillería y los pertrechos de batir, se colocó á las faldas de la sierra, entre ésta y la ciudad; y en él se aposentaron el marqués de Cádiz, don Alonso de Aguilar, y don Luis Fernandez Portocarrero, con otros caballeros distinguidos. En el otro mandaba el Rey en persona con seis mil caballos, una infantería numerosa, y las gentes de las montañas de Vizcaya y Guipuzcoa, y las del reino de Galicia. Entre otros caballeros, estaban con el Rey el conde de Tendilla, don Rodrigo de Mendoza, y don Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago. Estaban estos dos campamentos situados á partes opuestas de la ciudad, y del uno al otro habria la distancia de media legua: el terreno de en medio estaba ocupado por las huertas; y por esto se tuvo cuidado de fortificar á entrambos con trincheras, palizadas y otras defensas. El veterano Mohamet, miraba cuidadoso estos dos campamentos tan formidables; pero todavia se consolaba pareciéndole que estando tan separados el uno del otro, y con aquella espesura de huertas en medio, no podrian socorrerse mútuamente en caso necesario. Mas no tardó en venir el desengaño para destruir esta confianza. Apenas acabaron de fortificar los reales, cuando se dejó sentir allá en las huertas el ruido de herramientas, y el hundimiento de árboles; y con sorpresa y dolor vieron los moros de la ciudad como iban desapareciendo aquellas deliciosas arboledas, postradas por los gastadores de Fernando. Animados de un celo ardoroso, salieron á proteger aquellos sitios, que eran su placer y su recreo; y por muchos dias fueron las huertas teatro de escaramuzas y refriegas muy sangrientas. Pero entretanto, seguia la devastacion, y los taladores protegidos por la tropa, continuaban su trabajo. Era una empresa que exigia infinita paciencia, y esfuerzos gigantescos, pues era tal la magnitud y espesura de los árboles, que aunque trabajaban para derribarlos cuatro mil hombres armados con destrales, apenas lograban escombrar cien pasos en cuadro cada dia; y por otra parte, ponian los moros tanto impedimento, que pasaron cuarenta dias primero que se acabase de arrasar las huertas. Asi quedó la ciudad de Baza despojada de aquel verdor lozano que la hermoseaba, y que constituia á un mismo tiempo su proteccion y sus delicias. Prosiguiendo los sitiadores su trabajo, lograron al fin cercar enteramente y aislar la plaza: abrieron en lo llano una zanja profunda, que llegaba del un real al otro, y por medio de ella hicieron correr las aguas de la sierra; fortificándola ademas con una gran palizada y con quince castillos que levantaron de trecho en trecho. Por la parte de la sierra se hizo otra zanja, fortificada con las mismas defensas que la primera; quedando asi los moros cercados por todas partes con fosos, palizadas y castillos, en términos que no les era posible en sus salidas exceder de esta gran línea de circunvalacion, ni recibir socorros de fuera. Finalmente, se deliberó quitarles el agua de una fuente que habia cerca de la ciudad. Á esta fuente tenian los moros un afecto particular, pues era casi indispensable á su subsistencia; y sabiendo por algunos desertores, que el Rey trataba de apoderarse de ella, salieron una noche y fortificaron sus alrededores tan eficazmente, que tuvieron los cristianos que abandonar el proyecto, y dejar á los moros este recurso. [Ilustración] CAPÍTULO XX. _Hazaña de Hernan Perez del Pulgar._ El sitio de Baza, mientras proporcionaba á los generales cristianos el lucir su ciencia y conocimientos militares, ofrecia muy pocas ocasiones á la fogosa juventud española para egercitar sus brios. El tedio de una vida tan monotona y tranquila como la que pasaban en el real, se les hacia insoportable, y suspiraban por acometer alguna empresa de dificultad y peligro. Entre otros caballeros á quienes animaba este deseo, se distinguian Francisco de Bazan, y don Antonio de la Cueva, hijo del duque de Alburquerque. Estando estos dos en conversacion un dia se quejaban de la inaccion á que estaban reducidos, cuando un adalid veterano que los habia escuchado, se les presentó ofreciendo llevarlos á tal parte, que les fuera fácil ganar honra y provecho, y hacer un servicio al Rey. “Cerca de Guadix, decia, hay unas aldeas que ofrecen rica y abundante presa. Conducidos por mí, podreis dar sobre ellas de improviso; y si sois discretos como sois valientes, os llevareis los despojos á la vista misma del Zagal.” La proposicion gustó en extremo á aquellos jóvenes ardorosos. Estas expediciones eran muy frecuentes por aquel tiempo; y los moros del Padul, de Alhendin y de otros lugares de las Alpujarras, habian hecho muchas cabalgadas y correrías por el territorio cristiano. Francisco de Bazan y don Antonio de la Cueva, fácilmente hallaron otros caballeros de su edad, que se reunieron á ellos para esta empresa; y muy pronto llegó su número á doscientos caballos y trescientos peones, todos bien equipados y mejor dispuestos. Guardando muy secreto el destino que llevaban, salieron del real una tarde entre dos luces, y guiados por el adalid, se dirigieron por caminos escusados al través de las montañas. Continuaron su marcha sin detenerse de dia ni de noche, hasta que una mañana al rayar del alba, llegaron cerca de Guadix, y entrando repentinamente en las aldeas, saquearon las casas, prendieron á sus moradores, y destruyeron cuanto no podian llevar consigo. Saliendo despues al campo, cogieron mucho ganado; y reunido todo el botin, se pusieron en retirada apresuradamente, para ganar las montañas antes que corriese la alarma, y la tierra se levantase. Pero habiéndose comunicado inmediatamente al Rey moro, por algunos pastores, la noticia de este arrojo, y del estrago cometido, mandó el Zagal salir á toda prisa seiscientos hombres escogidos á caballo y á pié para recobrar la presa, y traer á los agresores cautivos á Guadix. Los caballeros cristianos, caminando con la prisa que permitia su cansancio y una numerosa cabalgada, empezaban á internarse en las montañas, cuando volviendo el rostro, descubrieron una nube de polvo, y poco despues los turbantes de una fuerza enemiga que venia en su persecucion. Algunos de los ginetes cristianos, viendo que los moros eran en mayor número, y que salian de refresco, al paso que ellos y sus caballos estaban rendidos de fatiga, querian abandonar la cabalgada y salvarse con la fuga. Pero sus gefes, Francisco de Bazan, y don Antonio de la Cueva, lejos de consentir una accion tan cobarde, mandaron que se apercibiesen todos á la pelea, diciendo que seria cosa indigna soltar la presa sin tirar un golpe, y abandonar los peones á la furia del enemigo; que si el temor aconsejaba la fuga, la conservacion de sus vidas dependia de una resistencia vigorosa; y que seria menor peligro acometer como valientes, que huir como cobardes. En esto se acercaba el enemigo, y con la diversidad de voluntades iba creciendo la confusion. Unos, como buenos caballeros, querian batirse y esperar al enemigo: otros, que eran voluntarios y gente allegadiza, solo pensaban en asegurar sus personas huyendo. Para terminar la disputa, mandaron los capitanes al alférez que volviese la bandera, y fuese delante contra los moros. El alférez se mostró indeciso, y la tropa iba ya á entregarse á una fuga desordenada. Entonces un escudero de la guardia del Rey, que se llamaba Hernan Perez del Pulgar, y era alcaide de la fortaleza del Salar, se puso al frente de todos, y atando al extremo de su lanza un pañuelo por via de enseña, la levantó en alto, diciendo: “Caballeros ¿para qué tomamos armas en las manos, si hacemos consistir la salud en la ligereza de nuestros pies? hoy se ha de ver quien es el hombre esforzado, y quien es el cobarde: el que se hallare con ánimo de pelear, no carecerá de bandera, si quisiese seguir esta toca.” Dicho esto y ondeando aquella bandera sobre su cabeza, volvió su caballo y arremetió á los moros con denuedo. Este ejemplo animó á todos los caballeros; y movidos unos de su voluntad, y otros vencidos de la vergüenza, siguieron al valeroso Pulgar, y entraron con algazara en la pelea. Los moros apenas tuvieron esfuerzo para resistir el primer encuentro. Arrebatados de un terror pánico, se pusieron en huida, y fueron perseguidos por los cristianos con mucha pérdida hasta cerca de Guadix. Trescientos moros quedaron tendidos en el campo, y fueron despojados por los vencedores; algunos cayeron prisioneros; y los caballeros cristianos, con su cabalgada y muchas acémilas cargadas de despojos, regresaron al real, donde entraron en triunfo, llevando delante la bandera singular que los habia conducido á la victoria. El Rey, instruido de esta hazaña de Hernan Perez del Pulgar, le armó caballero, y en memoria de tan bizarro hecho, le dió licencia para traer por armas una lanza con una toca, juntamente con un castillo y doce leones. Por esta y otras proezas semejantes, fue muy distinguido el esforzado Pulgar en las guerras de Granada, y ganó tanta nombradía que vino á ser llamado, el de las hazañas[27]. [27] Hernando del Pulgar, historiador y secretario de la Reina doña Isabel, suele ser confundido con este caballero. Aquel tambien estuvo en el sitio de Baza, y refiere este hecho en su Crónica de los Reyes Católicos. [Ilustración] CAPÍTULO XXI. _Continuacion del sitio de Baza, y embajada que recibió el Rey._ Los quebrantos y reveses de la guerra, tenian abatido el ánimo del anciano Monarca el Zagal, y las noticias que todos los dias le venian de los sufrimientos de la guarnicion y vecinos de Baza, le afligian tanto mas, cuanto no podia ir en persona á socorrerlos, por ser necesaria su presencia en Guadix para contener á su sobrino. Empero su situacion, bajo algunos aspectos, se aventajaba á la del jóven Rey de Granada; pues mientras éste en clase de vasallo pensionado disfrutaba tranquilo del blando reposo de la Alhambra, el veterano Zagal mantenia la guerra con honor, defendiéndose hasta en el último escalon del trono. Los caballeros de Granada hacian comparaciones entre la generosa resistencia de los defensores de Baza, y la indecorosa sumision que prestaban ellos al dominio de un extrangero. Cuando se les referia alguna desgracia acaecida á sus compatriotas, se llenaban de angustia sus corazones; cuando se les participaba alguna brillante empresa felizmente acabada por los mismos, se quedaban sonrojados y confusos. Muchos salieron ocultamente de la ciudad con sus armas, y fueron á reunirse con los guerreros de Baza; los demas, conmovidos por los partidarios del Zagal, entraron en una conspiracion cuyo objeto era sorprender la Alhambra, matar á Boabdil, y reuniendo todas las tropas, marchar á Guadix, donde reforzados por la guarnicion de esta plaza, y capitaneados por el belicoso Rey viejo, podrian caer con fuerza irresistible sobre el ejército cristiano delante de Baza. Felizmente para Boabdil se le dió con tiempo noticia de esta conspiracion; y haciendo prender á los autores de ella, mandó cortar á cuatro de los principales las cabezas, las cuales fueron colocadas en las puertas de la Alhambra. Con este castigo se atemorizaron los desafectos, cesó el alboroto, y se estableció una tranquilidad aparente en toda la capital. Fernando, con la noticia que tuvo de estos movimientos, tomó oportunamente sus medidas para impedir que se socorriese á Baza; colocó en los caminos partidas de caballería para interceptar los convoyes, y prender á los voluntarios que salian de Granada; y mandó erigir atalayas en las alturas, para guardar el campo, y dar aviso al momento que se presentase un enemigo. Con estas medidas, y con aquella línea de torres y almenas erizadas de tropas que ceñia la ciudad, quedaron el príncipe Cidi Yahye y sus valientes compañeros de armas excluidos, en cierto modo del resto del mundo. Las semanas y los meses se pasaban, esperando el Rey que el temor ó la necesidad obligase á los moros á mover partidos de rendicion; pero ellos en medio de sus apuros, aparentaban cada dia mayor esfuerzo; hacian salidas frecuentes, disponian emboscadas, y daban asaltos vigorosos al real cristiano. Este, por la grande extension de sus defensas, era débil en algunas partes; y los moros dirigiéndo por alli sus ataques, entraban de rebato en el real, hiriendo y robando, para volverse en seguida á la ciudad con los despojos que cogian. Estas salidas acarreaban á veces encuentros y escaramuzas muy sangrientas. En ellas se distinguieron don Alonso de Cárdenas, el alcaide de los Donceles, y otros caballeros. En cierta accion que se empeñó una tarde al pié de la sierra, un capitan valiente, llamado Martin Galindo, viendo á un poderoso moro á caballo, que hacia tanto estrago en los cristianos, que parecia no haber resistencia contra la fuerza de su brazo, se fue para él, y lo desafió á combate singular. El moro, que era de la valerosa tribu de los Abencerrajes, apenas oyó el reto, manifestó que lo admitia: tomaron los dos carrera, y arremetiendo el uno contra el otro, se encontraron de las lanzas con ímpetu furioso. En el primer encuentro el caballero cristiano derribó de la silla á su contrario; pero antes que Galindo pudiese volver su caballo, se levantó el moro, cobró su lanza, y embistiéndole le hirió en el brazo y en la cara. Aunque Galindo estaba á caballo y el moro á pié, era tal la destreza y valentía de este último, que Galindo se hallaba en el mayor peligro, cuando felizmente fue socorrido por algunos de sus compañeros. Á la llegada de éstos se retiró el valiente moro con serenidad, teniéndolos á raya hasta reunirse con los suyos. Algunos de los jóvenes caballeros españoles, envidiosos del triunfo de este guerrero infiel, quisieron asimismo hacer armas con otros caballeros del ejército enemigo; pero el Rey prohibió semejantes encuentros por inútiles, y aun mandó que se evitasen las escaramuzas; porque ademas de la destreza que tenian los moros en este género de peleas, se aventajaban á los cristianos en el conocimiento práctico que tenian del pais. Estándose asi prosiguiendo el sitio de la ciudad de Baza, llamó la atencion de todos la venida al real de un religioso que acababa de llegar de la tierra santa: llamábase Fray Antonio Millan, y era prior del monasterio del santo Sepulcro en Jerusalen. Venia este religioso como embajador del Soldan de Egipto, para tratar con el Rey Católico de materias concernientes á la guerra de Granada. La confederacion formada entre aquel potentado y el gran señor Bayaceto II para socorrer unidos á los moros de Granada, (como se dijo en otro capítulo de esta crónica) se habia disuelto, y estos príncipes volviendo á su antigua enemistad, se habian declarado la guerra. Pero el Soldan, como acérrimo musulman, creyó de su deber salvar al reino de Granada del poder de los cristianos. Con este objeto, despachó al referido religioso con cartas para los Soberanos de Castilla, como igualmente para el Papa y el Rey de Nápoles, representando contra los daños que se hacia á los de su nacion y ley, en la guerra con los moros de Granada; siendo asi que él en sus dominios, protegia muchos cristianos en la posesion de sus bienes, y en el egercicio de su religion. Por lo tanto exigia que cesase la guerra contra los moros, y que se les restituyese el territorio de que habian sido despojados; y de lo contrario amenazaba dar la muerte á todos los cristianos que estaban bajo su señorío, arrasar sus templos y monasterios, y destruir el Sepulcro santo. Recibida esta embajada, tuvo el Rey algunas conferencias con el religioso, y en ellas se trató del estado de la iglesia en los dominios del Soldan, y de la conducta y política de este príncipe para con ella. Y contestando á las quejas del Soldan, entró Fernando en una relacion detallada de las causas que justificaban aquella guerra, cuyo objeto, decia, era recobrar el territorio usurpado antiguamente por los moros, y satisfacer los muchos agravios y ofensas que de éstos habian recibido los cristianos. Al mismo tiempo encargó que se informase al Soldan del buen tratamiento que daba á los moros que se reducian á su obediencia. Con esta respuesta, y despues de recibir del Rey las atenciones mas lisongeras, se despidió Fray Antonio Millan, y partió para Jaen, para visitar á la Reina. Doña Isabel le recibió con todo honor y cortesía, y haciéndole venir á menudo á su presencia, escuchaba con interés la relacion que le hacia de las cosas de Palestina. Compadecida de los sufrimientos de los cristianos en aquellas partes, dió al monasterio del santo Sepulcro una renta de mil ducados cada año; y al despedirse Fray Antonio para Jerusalen, le dió un velo bordado por sus propias manos para poner encima de la santa sepultura del Señor[28]. [28] Conviene manifestar el resultado de la mision de este religioso. Algunos años adelante, enviaron los Soberanos Católicos por embajador cerca del Soldan de Egipto al célebre historiador Pedro Martir de Anglería. Las representaciones de este sábio, no solo dejaron enteramente satisfecho al potentado oriental, sino que le movieron á conceder la remision de muchas extorsiones que se practicaban contra los peregrinos cristianos que visitaban el santo Sepulcro. Pedro Martir escribió una relacion de su embajada al gran Soldan; obra muy apreciada de los eruditos, y que contiene noticias muy curiosas: se intitula _De Legatione Babilonica_. [Ilustración] CAPÍTULO XXII. _De las disposiciones que tomó la Reina para proveer de bastimentos al ejército._ En tanto que don Fernando, con la nobleza del reino, se mantenia constante en su real de Baza, esperando dar nuevos blasones á las armas de Castilla; la Reina doña Isabel, que realmente era el alma de esta grande empresa, discurria con sus consejeros en el palacio de Jaen, los medios de proveer á la subsistencia del ejército y del Rey. Los suministros de víveres y dinero no cesaban, y eran continuos los reemplazos que exigia la pérdida de la gente de guerra. Pero de las obligaciones de Isabel, era esta última la menos difícil de cumplir; pues era tanto el amor que se le tenia en todo el reino, que á su llamamiento no quedó grande ni caballero de los que habian permanecido en sus casas, que no acudiese á servirla, ya en persona, ó ya enviándole sus gentes. Las casas antiguas de Castilla pusieron sobre las armas hasta el último vasallo; y los moros de Baza veian llegar todos los dias nuevas tropas al campo de los sitiadores, y ondear en él nuevas enseñas con armas y divisas bien conocidas en la guerra. La mayor dificultad era el suministro de provisiones; pues no solo habia que abastecer al ejército, sino tambien á las guarniciones de los pueblos conquistados. La conduccion de lo que diariamente exigia el consumo de tan gran número de gentes, era un trabajo inmenso, en un pais donde apenas habia caminos de rueda, ni menos comunicaciones por agua. Todo se tenia que llevar á lomo, y por caminos escabrosos, ó por sendas al través de las montañas, donde no habia seguridad contra la rapiña y continuos asaltos de los moros. Los mercaderes que tenian costumbre de abastecer al ejército por contrata, suspendieron las remesas de mantenimientos en vista de las dificultades y pérdidas que habia para conducirlos. Para suplir esta falta, alquiló la Reina catorce mil bestias, mandó comprar todo el trigo y cebada que habia en Andalucía y en las tierras de los maestrazgos de Santiago y de Calatrava. La administracion de estos recursos se confió á personas de probidad; que los unos se hacian cargo del grano que se compraba, otros cuidaban de su elaboracion en los molinos, y otros de su conduccion al campo. Para cada doscientas bestias habia un oficial que dirigia á los conductores de las recuas, á fin de que no hubiese entorpecimiento en las remesas. Los convoyes estaban en continuo movimiento, y las acémilas no cesaban de ir y venir, guardadas por escoltas competentes, para evitar que fuesen interceptados por los moros; y en estas operaciones no hubo un solo dia de intermision, porque de ellas dependia la subsistencia del ejército. Cuando llegaban al campo las provisiones, se vendian á la tropa á un precio tasado, que ni subia ni bajaba. Para ocurrir á estas atenciones fue menester un gasto enorme; pero con los subsidios del clero, y los préstamos de los pueblos y particulares, se vencieron todas las dificultades. Muchos comerciantes ricos, caballeros, y aun señoras, anticiparon de su voluntad cuantiosas sumas sin exigir garantías: tanta era la confianza que tenian en la palabra de la Reina. Asimismo se enagenaron ciertas rentas de la corona, para que las tuviesen por juro de heredad los compradores. Y no bastando todo esto para tan grandes gastos, envió doña Isabel su vajilla de oro y plata, con todas sus joyas y pedrería, á Valencia y Barcelona, donde se empeñaron por una cantidad crecida, que luego se destinó á cubrir las necesidades de la guerra. Asi pues con su talento, actividad y espíritu emprendedor, consiguió esta muger heróica mantener aquella numerosa hueste, y abastecerla de todo lo necesario, en el centro de un pais enemigo, donde no se podia llegar sino por montañas ásperas, y caminos escabrosos. Ni eran solamente las cosas necesarias á la vida las que abundaban en el real, sino las de comodidad y lujo. Bajo la proteccion de las escoltas, y atraidos por su interés, los comerciantes y artífices acudieron de todas partes á este gran mercado militar, donde en breve se establecieron almacenes de toda clase de géneros, y talleres en diversos ramos: armeros que labraban aquellos suntuosos cascos y ricas corazas, que eran la gala de los caballeros cristianos: silleros y guarnicioneros, con arreos de montar relucientes de oro y plata; y mercaderes, en cuyas tiendas habia abundancia de preciosas sedas, brocados, lienzos finos y tapicería; en fin, cuanto podia alhagar el gusto de una juventud afecta á la magnificencia. Asi es que en el adorno de sus tiendas, y el esplendor de sus vestidos y jaeces, rivalizaban entre sí los grandes y caballeros, sin que el ejemplo ni las insinuaciones del Rey, bastasen para contenerlos. [Ilustración] CAPÍTULO XXIII. _De los desastres que ocurrieron en el real._ A proporcion de la abundancia que habia en el real cristiano de todas las cosas de necesidad, y aun de lujo, conducidas por una multitud de acémilas que dia y noche no cesaban de bajar de las montañas, era la escasez que se padecia ya en la guarnicion de Baza, donde la falta de mantenimientos y la mengua de los recursos, amenazaba los horrores de la hambre. El príncipe Cidi Yahye se habia conducido con mucho valor y espíritu, en la defensa de la ciudad, mientras hubo esperanzas de triunfar de los sitiadores; mas ahora empezaba á declinar de la constancia que solia animarle, y se le veia pasear con aire pensativo los adarves de Baza, volviendo muchas veces los ojos ansiosamente hácia el campo cristiano, y quedando luego absorto en una meditacion profunda. El veterano alcaide Mohamed Ben Hazen, á cuya penetracion no se ocultaban los pensamientos del jóven príncipe, procuraba reanimarle y le decia: “La estacion de invierno se acerca; con las lluvias crecerán los arroyos, y las avenidas de la sierra inundarán la vega. El Rey cristiano ya vacila, y no podrá detenerse mucho mas en estos sitios. Un solo temporal que sobrevenga, arrebatará con ímpetu irresistible ese conjunto de alegres pabellones, y los desparramará de la misma suerte que el viento esparce el polvo de las eras.” Con estas razones se animó el príncipe Cidi Yahye, y no veia llegar la hora de que empezase la estacion lluviosa. Estando un dia observando el real cristiano, notó en él un movimiento general, y oyó el ruido de muchas herramientas, como si se estuviera construyendo algunas nuevas máquinas de guerra. Poco despues vió con asombro levantarse sobre las cercas del real unos edificios cubiertos de madera y tejas; luego mas de mil casas construidas de tapia, aparecieron coronadas con los pendones de diversos capitanes; por último, las frágiles tiendas y blancos pabellones que cubrian las llanuras, desaparecieron como nubes ligeras, y vióse al campo cristiano convertido en una especie de ciudad, con sus calles y plazas; pues hasta los soldados habian hecho sus enramadas ó chozas, para su comodidad. En medio de todas ellas se habia erigido un edificio capaz, donde tremolaban los estandartes de Castilla y de Aragon, indicando la mansion del Soberano[29]. [29] Cura de los Palacios. Pulgar, &c. Fernando habia tomado la resolucion de substituir á las tiendas de campaña estas casas provisionales, asi para defensa contra los rigores de la estacion próxima, como para convencer á los moros que su ánimo era continuar el sitio. Pero al construir estas nuevas habitaciones, no se habia tenido presente la naturaleza del clima en aquel pais, ni se tomaron las precauciones convenientes contra los estragos que suelen causar en Andalucía las aguas otoñales despues de una larga sequedad. Apenas se acabaron de construir aquellos endebles edificios, sobrevino un temporal tan recio, que en pocos momentos vinieron la mayor parte al suelo, sepultando en sus ruinas hombres y bestias; el campamento se inundó todo, se perdieron muchas vidas, y fue grande la pena y trabajo que se padeció en el real. Para mayor confusion de los sitiadores, cesaron repentinamente las remesas de víveres; porque con la gran lluvia reciente, ni los caminos eran transitables, ni se podian vadear los rios. Con solo haber faltado un dia la provision ordinaria, se hizo tan sensible la escasez de pan y cebada, que la consternacion se apoderó de todo el ejército. Afortunadamente fue pasagero el temporal; cesó la lluvia, pasaron los torrentes, y los convoyes detenidos en las orillas de los arroyos, llegaron con felicidad al campo. Apenas la Reina doña Isabel tuvo noticia de este contratiempo, tomó providencias activas para precaver efectos tan desastrosos. Despachó seis mil peones, con ingenieros experimentados, para reparar los caminos, y hacer puentes y calzadas, como lo verificaron por espacio de siete leguas de tierra. Las gentes de armas que por órden del Rey estaban distribuidas por los cerros para guardar los pasos de las montañas, hicieron dos sendas; una para las caballerías que venian al real con los bastimentos, otra para las que volvian á fin de que no se encontrasen en el camino, ni se estorbasen el paso las unas á las otras: las casas destruidas por el temporal reciente, se construyeron de nuevo con mayor solidez, y se tomaron medidas de precaucion para proteger el campo contra las inundaciones que podrian sobrevenir en adelante. [Ilustración] CAPÍTULO XXIV. _Escaramuzas entre moros y cristianos delante de Baza; y decision de los sitiados en defensa de la ciudad._ En vista del estrago y confusion que habia causado en el campo un solo temporal, y con la experiencia de los males á que está expuesto un ejército sitiador, deseaba el Rey hacer algun partido á los moros de Baza, y terminar aquella empresa. Con este objeto envió mensageros á Mohamed Ben Hazen, ofreciendo libertad personal y seguridad de bienes á los habitantes, y á él mercedes ilimitadas, si luego se le entregaba la ciudad. Pero los brillantes ofrecimientos de Fernando, lejos de deslumbrar al veterano alcaide, sirvieron para inspirarle mayor confianza, pareciéndole síntomas de temor ó debilidad. Las noticias exageradas que habia recibido de los daños ocasionados en el real por la inundacion reciente, y del descontento de la tropa por la falta de víveres, le confirmaron en esta opinion. Asi pues, dió á las proposiciones del Rey una negativa cortés pero terminante; y queriendo entretanto animar la guarnicion, les aseguraba que en breve las fortunas del invierno y la hambre, pondrian á los cristianos en la inevitable necesidad de abandonar el sitio; por lo que les exhortaba á ser constantes en la defensa de la ciudad, y que saliesen con espíritu y ardimiento á pelear con el enemigo. Asi, en efecto, lo hicieron; y animados por su alcaide, casi todos los dias daban batalla á los sitiadores, atacaban las guardias avanzadas, y movian escaramuzas muy reñidas, en que perecian de la una y de la otra parte muchos de los caballeros y soldados mas valientes. En una de estas salidas subieron á lo alto de la sierra hasta trescientos de á caballo y dos mil peones, para sorprender á los cristianos que estaban ocupados en los trabajos. Su venida fue tan repentina, que las tropas que estaban de guardia para proteger las obras, no tuvieron lugar de apercibirse: muchos de ellos, escuderos del conde de Ureña, fueron muertos; los demas huyeron la sierra abajo, perseguidos por los moros, hasta encontrar con las gentes del conde de Tendilla y de Gonzalo de Córdoba. El valeroso Conde, abrazado con su rodela y sostenido por Gonzalo, se puso al frente de sus tropas, detuvo á los fugitivos, é hizo rostro al enemigo. La carga de los moros fue terrible; y turbados los cristianos empezaban á remolinarse, cuando sobrevino don Alonso de Aguilar con algunas compañías, y se renovó la pelea en las asperezas al pié de la sierra. Los moros eran inferiores en el número, pero se aventajaban á los cristianos en ligereza, y en la costumbre que tenian de pelear en lugares fragosos. Con todo esto fueron al fin batidos, y huyeron perseguidos por don Alonso hasta los arrabales de la ciudad, dejando gran número de muertos en el campo. Tal fue uno entre infinitos encuentros ásperos que ocurrian cada dia, con pérdida de muchos buenos caballeros, sin beneficio conocido de una ni de otra parte. Los moros, sin embargo de tantas pérdidas y reveses, continuaban haciendo salidas diariamente con admirable vigor y esfuerzo, y la pertinacia de su resistencia parecia crecer á proporcion de sus apuros. Éstos se hacian de hora en hora mas sensibles; la caja militar estaba ya agotada, y no habia dinero con que pagar el sueldo de la tropa. Para suplir esta falta, fue menester discurrir nuevos recursos; y el veterano Mohamed apelando á la generosidad del pueblo, le manifestó las necesidades de la guarnicion. Con esto los ciudadanos consultaron entre sí, y recogiendo toda la vajilla de oro y plata que tenian, la entregaron al alcaide. “Tomad esto, le dijeron, y haced moneda, ya sea vendiéndolo, ó ya empeñándolo, porque no falte con que pagar á nuestros defensores.” Las mugeres de Baza, tambien, animadas de una noble emulacion, se desprendieron de sus brazaletes, manillas y zarzillos, y todo lo pusieron en manos del alcaide, diciendo: “He aqui los despojos de nuestra vanidad; dispon de ellos de modo que contribuyan á la defensa de nuestras casas y familias. Si Baza se salva, no serán menester joyas para celebrar tan alegre evento; si Baza se pierde, ¿para qué quieren adornos los cautivos?” Con estas contribuciones pudo Mohamed pagar el sueldo de las tropas, y proseguir en la defensa de la ciudad. El generoso desprendimiento y decision del pueblo de Baza, no tardó en llegar á noticia de Fernando; y sabiendo el político Monarca la persuasion en que estaban los caudillos moros de que el ejército cristiano tendria que retirarse de sus muros, determinó darles una prueba convincente de la falacia de sus esperanzas. Escribió, pues, á la Reina doña Isabel, rogándola que con los caballeros de su corte y toda su servidumbre, se pusiese en camino para el real, y fijase alli su residencia durante el invierno. Por este medio se convencerian los moros de la inalterable resolucion tomada por los Soberanos, de perseverar en el sitio hasta la rendicion de la ciudad, y vendrian en partido de entregarla. [Ilustración] CAPÍTULO XXV. _Llega la Reina doña Isabel al campo, y efectos que produjo su venida._ Mohamet Ben Hazen animaba todavia á sus compañeros con la esperanza de que el ejército real abandonase el sitio, cuando una tarde oyeron en el campo cristiano una salva general, y mucha algazara entre la gente. Los centinelas en las atalayas, avisaron al mismo tiempo que un ejército cristiano bajaba de las montañas; y subiendo Mohamed con los demas caudillos á una de las torres mas altas, vió en efecto una fuerza numerosa y suntuosamente equipada que, con sonido de trompetas y otros instrumentos militares, venia ya marchando por el valle adelante con direccion al real. Estando mas cerca aquella hueste, descubrieron una dama primorosamente ataviada; y en su aire magestuoso reconocieron luego á la Reina. Venia montada en una mula con paramentos magníficos, y resplandecientes de oro, que llegaban hasta el suelo. Acompañaban á la Reina la Infanta doña Isabel, su hija, que iba á la mano derecha, y el cardenal de España que estaba á la izquierda, con un séquito lucido de damas y caballeros: despues venian los pages y escuderos, y últimamente una numerosa guardia de hidalgos, cubiertos de una armadura espléndida. El veterano Mohamed, como viese venir la Reina en persona al campo sitiador, perdió de todo punto el ánimo, y volviéndose tristemente á sus capitanes, dijo: “Caballeros, la suerte de Baza está ya decidida.” Los caudillos moros contemplaron un rato, entre pesarosos y admirados, esta brillante procesion que anunciaba la pérdida de la ciudad; y algunos de ellos, en un rapto de desesperacion, quisieran salir para atacar la escolta real. Pero el príncipe Cidi Yahye, lejos de consentirlo, prohibió que se disparase la artillería, ni se ofreciese á la Reina el menor insulto; pues aun entre los moros era respetado el carácter de Isabel, y los mas de los capitanes de Baza poseian aquella cortesía caballeresca que distingue á los ánimos heróicos; como que en efecto, eran de los caballeros mas valientes de su nacion. Cuando los habitantes de la ciudad supieron que la Reina se acercaba al campo cristiano, corrieron á apoderarse de todos los puntos elevados que dominaban la vega; y en breve no quedó azotea, torre ni mezquita, que no estuviese coronada de turbantes, por el ansia que tenian todos de ver tan grande espectáculo. Primero vieron salir al Rey, el cual con mucha pompa, y acompañado del marqués de Cádiz, del maestre de Santiago, del almirante de Castilla, y de otros grandes, se adelantó á recibir la Reina: despues venian todos los demas caballeros del Real, magníficamente arreados, y en seguimiento de ellos un gran concurso de gentes, que en obsequio de su amada Reina prodigaban los vivas y aclamaciones. Habiéndose encontrado los Soberanos, se abrazaron; y reunidas las dos comitivas, entraron con pompa marcial en el campo. Entretanto los espectadores de la ciudad, contemplaban maravillados el lujo y esplendor de los vestidos y caparazones, el brillo de las armas, las ricas sedas y brocados, los plumages de diversos colores, y las banderas que ondeaban al viento; al paso que fijaba su atencion una música festiva de cajas, clarines, chirimías y dulzainas, cuyos armoniosos sonidos parecian elevarse al cielo[30]. [30] Cura de los Palacios. Caso fue digno de admiracion (dice el coronista Hernando del Pulgar que se halló presente) ver la mutacion repentina que causó en los ánimos de los moros la llegada de la Reina: cesaron las escaramuzas; los rigores de la guerra se mitigaron; y á la turbulencia de los espíritus sucedió una dulce calma: desde alli adelante no disparó la artillería un solo tiro, ni se tomaron armas, como antes, para salir á las peleas; y aunque de la una y de la otra parte se mantenia una vigilante guarda, no se dieron mas combates, ni hubo mas muertes ni violencias. Con la venida de la Reina, se persuadió el príncipe Cidi Yahye que los cristianos habian hecho propósito firme de proseguir el sitio: veia que al fin tendria que capitular la plaza; y aunque habia prodigado las vidas de sus soldados, mientras le animaba la esperanza de un resultado feliz, no queria verter sangre en una causa desesperada, ni exasperar al enemigo con una resistencia inútil. Habiendo pues, manifestado sus deseos de parlamentar, nombró el Rey al comendador de Leon, don Gutierre de Cárdenas, para que conferenciase con el alcaide Mohamed. Juntándose los dos caudillos en el lugar convenido, con acompañamiento de caballeros de la una y de la otra parte, y saludándose ambos cortesmente, habló primero el comendador de Leon, manifestando al alcaide en un discurso enérgico, cuán vano y peligroso era continuar en su defensa, y recordándole los males que habia padecido la ciudad de Málaga por su pertinacia. “De parte de mis Soberanos, dijo el comendador, os ofrezco, si luego entregais la ciudad, que todos los moradores de ella serán tratados como subditos, y protegidos en su religion, en su libertad, y en la posesion de sus bienes. Si vos que tanta fama teneis de capitan juicioso y experimentado, rehusais admitir este partido, entonces serán cargo vuestro las muertes, cautiverios y estragos que padecerá la ciudad de Baza.” Esto dijo el comendador, y Mohamed volvió á la ciudad para consultar á sus cólegas. Era evidente que la rendicion de Baza no se podia escusar; pero la entrega de una plaza tan importante, sin haber sostenido un asalto, pareció á los caudillos moros que seria mengua de su reputacion. Asi pues, pidió el príncipe Cidi Yahye licencia para enviar un mensagero á Guadix, con una carta para el anciano Rey el Zagal, tratando de la entrega. Concedióse la licencia, juntamente con un salvo conducto para el enviado, y partió Mohamed Ben Hazen para desempeñar tan delicado encargo. [Ilustración] CAPÍTULO XXVI. _Rendicion de Baza._ Encerrado en un aposento en el castillo de Guadix, y solo con su tristeza, estaba el anciano Rey el Zagal, reflexionando sobre el estado deplorable de sus intereses, cuando le fue anunciado el enviado de Baza, y entró en su presencia el alcaide Mohamed Ben Hazen, que le entregó la carta del príncipe Cidi Yahye. En ella se le participaba la crítica situacion de Baza, la imposibilidad de resistir por mas tiempo, faltando los socorros, y el partido favorable que ofrecian los Soberanos de Castilla. El contenido de esta carta se imprimió altamente en el corazon del Monarca, el cual, acabando de leerla, dió un profundo suspiro, y quedó como pensativo y pesaroso. Reuniendo luego á los ancianos y alfaquís, les comunicó las noticias que acababa de recibir, y pidió que le aconsejasen. El consejo, dividido por una variedad de votos y opiniones, no hizo mas que aumentar la perplejidad del Rey; pues sin socorrer á Baza, era inevitable la pérdida de esta ciudad, y cuantas tentativas se habian hecho al efecto habian sido infructuosas. Despidiendo, pues, el Zagal á su consejo, mandó venir á su presencia al veterano Mohamed. “¡Alá achbar! ¡Dios es grande!, exclamó, volved á mi primo Cidi Yahye: decidle que no está en mi poder el socorrerle, y que haga lo que juzgue mas acertado; pues no es mi voluntad exponer á mayores trabajos á los que con hazañas dignas de memoria los han sufrido ya tan grandes.” La contestacion del Zagal decidió de la suerte de la ciudad. Cidi Yahye de acuerdo con los demas capitanes capituló inmediatamente, y obtuvo condiciones muy favorables. Á los caballeros y demas que habian venido de fuera para defender la ciudad, se les permitió salir libremente con sus armas, caballos y efectos; á los habitantes se concedió la facultad de retirarse con todos sus bienes, ó de establecer su morada en los arrabales, sin ser molestados en sus ritos ni costumbres, haciendo en este caso juramento de ser fieles á los Soberanos, y de contribuir con el mismo tributo que antes pagaban á los Reyes moros. La ciudad con todas sus fortalezas, se habia de entregar al Rey en el término de seis dias, concediéndose este tiempo á los moradores de ella para retirar sus efectos; y entretanto, para garantía de este asiento, se pondrian en poder del comendador de Leon quince moros hijos de casas principales. Cuando se presentaron Cidi Yahye y Mohamed para entregar los rehenes, entre los cuales habia un hijo de este último, hicieron reverencia al Rey y la Reina, de quienes fueron recibidos con el mayor agrado y cortesía, y obsequiados ellos y otros caballeros moros con mercedes que se les hicieron de dineros, ropas, caballos, y otros objetos de valor. El príncipe Cidi Yahye quedó tan prendado de la gracia, dignidad y generosidad de la Reina, y del noble proceder de Fernando, que juró nunca sacar la espada contra tan magnánimos príncipes; y la Reina, muy pagada de su gentileza, le dijo que teniéndole á él en su partido creia ya felizmente concluida la guerra de Granada. ¡Cuán poderosas son las alabanzas en boca de los príncipes! el discurso lisonjero de la ilustre Isabel subyugó enteramente á Cidi Yahye; y animado este príncipe de una lealtad repentina, pidió á los Reyes le contasen en el número de sus vasallos mas adictos, ofreció en el fervor de su celo no solo dedicar su espada á su servicio, sino emplear todo su influjo, que era grande, para persuadir á su primo Muley Audalla el Zagal, que les entregase las ciudades de Guadix y Almería; y lo que es mas, abjuró (segun consta en las historias,) los errores de la secta, y se convirtió á la fé cristiana. El veterano Mohamed, movido tambien de la magnanimidad y noble condicion de los Reyes, solicitó que le recibiesen en su servicio; y á ejemplo hicieron otro tanto muchos caballeros moros, cuyos servicios fueron admitidos benignamente y premiados con magnificencia. Asi, pues, la ciudad de Baza, despues de un sitio de seis meses y veinte dias, se entregó el 4 de diciembre de 1489. Al otro dia verificaron los Reyes su entrada del modo mas solemne, y el júbilo de los vencedores se aumentó á la vista de mas de quinientos cautivos cristianos que fueron sacados de las mazmorras de la ciudad. La pérdida de los cristianos en este sitio subió á veinte mil hombres, de los que la mayor parte perecieron de frio y de enfermedades. Á la entrega de Baza se siguió la de Tabernas, Almuñecar, y de casi todos los pueblos y fortalezas de las Alpujarras; concediéndoles el Rey los mismos privilegios que á la ciudad de Baza: sus moradores fueron recibidos como vasallos mudejares, y se premió á los alcaides con dinero, y otras mercedes, á proporcion de la importancia de las plazas que entregaban. En los principios de la guerra debió Fernando sus conquistas á la espada; pero en esta campaña halló que el oro no era menos poderoso que el acero. Entre los alcaides moros que vinieron á hacer entrega de las fortalezas de su mando, habia uno llamado Alí Abenfahar, guerrero veterano, que siempre habia gozado de la confianza de su monarca. Era un moro de noble presencia y de aspecto sério; y mientras sus compañeros hacian la entrega de sus respectivas fortalezas, él, triste y silencioso, se mantenia aparte de los demas. Cuando le tocó hablar, se dirigió á los Soberanos con la franqueza de un soldado; pero con el tono que correspondia á la adversidad en que se hallaba, y dijo: “Yo señores soy moro, y de linage de moros, y soy alcaide de las villas y castillos de Purchena y de Paterna, donde fui destinado para guardarlas; pero me faltaron los que debieran ayudarme, posponiendo al honor su seguridad. Estas villas, pues, muy poderosos Reyes, son vuestras, y podeis tomar posesion de ellas cuando fuere vuestra voluntad.” Al punto mandó el Rey que se le diese una cuantiosa suma, en pago de tan importante entrega; pero el moro, con ademan altivo y firme, apartó de sí el dinero, y añadió: “no vengo ante VV. AA. para vender lo que no es mio, sino para entregar lo que la fortuna ha hecho vuestro; y creed que á no fallecer el esfuerzo de los míos, la muerte me seria el premio que recibiera defendiendo mis fortalezas, y no el oro que me ofreceis.” Prendados los Reyes del noble orgullo y lealtad de este alcaide, quisieron atraerle á su servicio, y con este objeto le hicieron las ofertas mas lisongeras; pero sin ningun efecto. “¿Y no se os ofrece cosa alguna, dijo la Reina, en que os podamos complacer y manifestar nuestro aprecio?” “Lo que suplico á VV. AA., dijo el moro, es que hayan en su encomienda á los que moran en aquellas villas y en su valle, y los manden conservar en su ley y en sus bienes.” “De hacerlo asi os damos nuestra real palabra, dijo el Rey; ¿y para vos qué pedís?” “Nada, respondió Alí, sino que me deis seguro para pasar con mis caballeros y efectos á las partes de África.” Estando provisto de un pasaporte del Rey, reunió Alí Abenfahar sus criados, armas y demas efectos, se despidió de sus compañeros, y con el corazon lleno de dolor, pero sin derramar una lágrima, montó su caballo berberisco, volvió la espalda á los deliciosos valles de su conquistada pátria, y partió á buscar fortuna en las ardientes arenas del África[31]. [31] Pulgar. Garibay, lib. XL. cap. 40. Cura de los Palacios. [Ilustración] CAPÍTULO XXVII. _Sumision del Zagal á los Reyes de Castilla._ No parece sino que las malas nuevas se comunican mas presto que las buenas, y que las desgracias se eslabonan, y llaman unas á otras. Despues de la rendicion de Baza, apenas pasaba dia que no tuviese el Rey anciano aviso de alguna nueva pérdida; ya era una fortaleza formidable que entregaba sus llaves al Rey cristiano, ya un pueblo floreciente que le abria sus puertas, ó ya un valle risueño que pasaba bajo su dominio; por manera, que los estados del Zagal quedaban ahora reducidos á una pequeña parte de las Alpujarras, y á las ciudades de Guadix y Almería. La contrariedad de su fortuna, y la mengua de su gloria, tenian abatido y cuidadoso al triste Monarca, cuando se le presentó su primo el príncipe Cidi Yahye, que conforme á la obligacion contraída con los Soberanos, venia á persuadir al Zagal que se sometiese á los vencedores. Pasando desde luego al objeto de su mision, le representó Cidi la triste situacion de las cosas, y la imposibilidad de restablecer el imperio sarraceno en España. “La suerte, decia, se ha declarado contra nosotros; nuestra ruina está ordenada de arriba. Acordaos de la prediccion de los astrólogos cuando nació Boabdil; ésta que creimos cumplida cuando se perdió la batalla de Lucena, es ya evidente que se refiere á la perdicion total del reino: asi lo van manifestando los sucesos, y asi es la voluntad del cielo.” El Zagal, que le oia con mucha atencion y sin mover pestaña, despues de haber estado un rato pensativo y sin responder, dijo, lanzando un triste y profundo suspiro: “¡Alá huma su bahana hu! ¡hágase la voluntad de Dios! Ya veo que asi lo quiere Alá, y que cuanto le place se cumple. Si él no hubiera decretado la caida del reino de Granada, esta espada y este brazo le hubieran defendido”[32]. [32] Conde, tomo III. cap. 40. “¿Qué resta, pues, añadió Cidi Yahye, sino sacar el mejor partido que permitan las circunstancias, y salvar de la ruina general alguna pequeña parte de vuestros dominios? Concertaos con los Reyes de Castilla, confiad en su justicia y generosidad, y no dudeis en cederles como á amigos lo que al fin os habian de quitar como enemigos.” Vencido por estas razones, y humillándose al rigor de su fortuna, accedió el altivo Zagal á las proposiciones de su primo; y aquella rica porcion del imperio que poseia, con tantas villas y fortalezas, y con las montañas que se extienden desde Granada hasta el mediterráneo, con sus fértiles valles semejantes á esmeraldas engastadas en una cadena de oro, pasaron al dominio del cristiano, juntamente con las populosas ciudades de Guadix y Almería, las dos mas preciosas joyas de su corona. Los Soberanos para compensar esta cesion, recibieron al Zagal por amigo y aliado, y le concedieron en herencia perpetua el territorio de Alhamin en las Alpujarras, con las sabinas de Malaha; se le dió el título de Rey de Andarax, con dos mil mudejares por vasallos, y una renta de cuatro millones de maravedises al año[33]; todo lo cual habia de poseer como vasallo de la corona de Castilla. [33] Cura de los Palacios, cap. 94. Dadas estas disposiciones, partió de Baza el Rey don Fernando y pasó á Almería, para tomar posesion de las tierras y villas nuevamente adquiridas, pues estaba concertado que se le hiciese alli la entrega formal de todas ellas. Al llegar cerca de esta ciudad, salió el Rey moro con el príncipe Cidi Yahye y otros caballeros á recibirle. Para cumplir esta ceremonia se revistió el Zagal de una humildad violenta; pero se descubrieron en su semblante señales de impaciencia; y era evidente que al humillarse ante Fernando, no creia hacer mas que someterse á la voluntad del cielo; no obstante, cuando llegó cerca del Rey, se apeó de su caballo, y le pidió la mano para besarla; pero aquel, guardando la consideracion debida al título real que el moro habia tomado, no consintió este homenage, y abrazándole benignamente, le dijo que volviese á cabalgar[34]. [34] Cura de los Palacios, cap. 93. Formalizado el concierto acordado entre los dos príncipes, quedó Fernando dueño de Almería y de todas las demas posesiones del Zagal; y este anciano guerrero, despidiéndose del vencedor, partió con algunos pocos partidarios en busca de su pequeño territorio de Andarax, para ocultar alli á los ojos del mundo su humillacion, y consolarse con una sombra de Soberanía. [Ilustración] CAPÍTULO XXVIII. _Acontecimientos en Granada posteriores á la sumision del Zagal._ Tal es la instabilidad de las cosas humanas, que cuando está mas en su punto el placer, entonces está mas cerca el pesar. Las olas de la prosperidad tienen su reflujo como las del mar; y el mismo viento que parece conducirnos al puerto de nuestras esperanzas, suele sumergirnos en un abismo de desgracias. Cuando Jusef Aben Connixa, visir de Boabdil, anunció á su Soberano las capitulaciones del Zagal, el corazon del jóven príncipe se llenó de un gozo excesivo; y felicitándose por tan feliz acontecimiento, dijo “¡al fin el hado se cansó de perseguirme! ¡de hoy mas nadie me llame el Zogoibi!” En el primer arrebato de su alegría, mandó Boabdil ensillar un caballo; y con una comitiva brillante salió de la Alhambra para recibir en la ciudad los parabienes y aclamaciones de su pueblo. Entrando en la plaza de Vivarrambla, halló un gentío inmenso muy conmovido; pero estando ya mas cerca ¡cuál seria su sorpresa al oir murmullos, reconvenciones, vituperios! La noticia de haberse obligado á Muley Audalla el Zagal á capitular, habia llegado á la capital, y llenado todos los ánimos de dolor é indignacion. En aquellos primeros momentos ensalzó el pueblo al anciano Muley como príncipe virtuoso, y como espejo de Monarcas, que se habia batido hasta el último extremo en defensa de la pátria, sin comprometer jamas la dignidad de su corona con ningun acto de vasallage. Boabdil, por el contrario, contemplando sin moverse la heróica pero desgraciada lucha de su tio, se regocijaba por el vencimiento de los fieles y el triunfo de los cristianos. Viendo, pues, que se presentaba al público con tanta pompa en un dia que, segun ellos, era de humillacion para todo buen musulman, no supieron contener su furor; y entre los clamores que prevalecian, oyó Boabdil que se le aplicaban los epítetos de apóstata y traidor. Pesaroso y confuso volvió el jóven príncipe á la Alhambra, donde se encerró como en una prision voluntaria, mientras pasase aquella borrasca popular. Confiaba que el pueblo, conociendo al fin las ventajas de la paz en que vivia, no renunciaria ligeramente un bien tamaño, por consideracion al precio con que se le habia procurado; y cuando no, la poderosa amistad de los Reyes Católicos le parecia mas que suficiente, para asegurarse contra las asechanzas de los partidos. Pero muy pronto recibió cartas de Fernando que le sacaron de esta ilusion, recordándole las condiciones con que habia comprado la proteccion que disfrutaba. Despues de la toma de Loja, estipuló Boabdil en un tratado con los Soberanos que, ganada por ellos la ciudad de Guadix, les entregaria la de Granada dentro de un término señalado, quedándose él con ciertas villas y rentas para su sustento. Ahora le notificaba Fernando que no solo Guadix, sino Baza y Almería, habian sucumbido á su poder; y le exigia el cumplimiento del tratado. Aun cuando el desgraciado Boabdil quisiera, no podia ya satisfacer esta reclamacion. Encerrado en la Alhambra, donde apenas se creia seguro contra el furor de un pueblo exasperado, llena la capital de gente forastera y de soldados con licencia, á quienes la necesidad y la desesperacion habian hecho feroces ¿qué autoridad tenia para mandar, qué medios para hacerse obedecer, ni cómo en tal tempestad osaria intimar á los granadinos la entrega de la ciudad? Todo esto hizo Boabdil presente al Rey cristiano en contestacion á las reclamaciones que éste le hacia; y suplicándole quedase por ahora satisfecho con sus conquistas recientes, le aseguró que si lograba restablecer su autoridad en la capital, seria para gobernar como vasallo de la corona de Castilla. Ya se deja discurrir que Fernando no quedaria muy satisfecho con esta excusa; y pues las circunstancias favorecian sus designios, determinó dar la última mano á la gran de obra de la conquista, sentándose en el trono de la Alhambra. Tratando á Boabdil como un aliado infiel que habia faltado á su palabra, le excluyó de su amistad, y escribió una carta al consejo y caudillos de Granada, pidiendo la entrega de la ciudad y de todas sus fuerzas, juntamente con las armas asi de los naturales como de los que estaban alli refugiados. Si los moradores accedian á esta demanda, prometia tratarlos benignamente, y concederles el mismo partido que á Baza, Guadix y Almería; si por el contrario se resistian, les amenazaba con la suerte de Málaga[35]. [35] Cura de los Palacios, cap. 96. La intimacion del Católico Monarca, alteró sobremanera los ánimos de los granadinos. Algunos, que en la tregua reciente habian hecho un comercio lucrativo con el territorio cristiano, quisieran asegurar estas ventajas mediante una sumision voluntaria: otros, que tenian familia y obligaciones, y las miraban con solicitud y ternura, temian atraerse con la resistencia los horrores de la esclavitud. Pero la gente de guerra, que era el mayor número, los que no tenian mas patrimonio que la espada, ni mas oficio que las armas, y los refugiados que habiéndolo perdido todo solo respiraban venganza, se negaban á otorgar el partido que se les proponia. Á esta clase se añadia otra de condicion no menos belicosa, pero animada de un espíritu mas noble y caballeresco: estos eran los caballeros de alta gerarquía, y de claros y antiguos linages, que habian heredado un odio mortal á los cristianos, y para quienes era peor que la muerte la idea de que Granada, Granada ilustre, por tantos siglos centro de la grandeza y poderío de los moros, viniese á ser mansion de infieles. Entre estos guerreros sobresalia Muza Ben Abul Gazan, descendiente de Reyes, y tan noble por su condicion como por su estado. La gracia y robustez se veian reunidas en su persona: la habilidad con que regia un caballo, y manejaba todo género de armas, era la envidia de sus compañeros; y la destreza que desplegaba en los torneos, la admiracion de las damas moras; al paso que sus proezas en la guerra le habian hecho el terror del enemigo. Cuando Muza llegó á saber que Fernando exigia la entrega de las armas, se vió centellear la cólera en sus ojos. “¿Piensa el Rey cristiano, dijo, que somos mugeres, y que para nuestras manos bastan ruecas? si tal piensa, sepa que el moro nació para vibrar la lanza, y para blandir la espada: quitarle éstas es quitarle su naturaleza. Si tanto apetece el Rey de Castilla nuestras armas, venga y ganelas. Por mi, quiero mas bien una humilde sepultura al pié de los muros que muriera defendiendo, que el mas soberbio palacio de Granada habido á costa de sumision á los cristianos.” Las palabras de Muza merecieron á la mayoría de sus oyentes aplausos y aclamaciones. Granada despertó de nuevo como un guerrero que sale de un letargo ignominioso: los caudillos y el consejo participaron del entusiasmo general, y de comun acuerdo despacharon un mensagero á los Soberanos con una contestacion, en que declaraban, que primero sufririan la muerte que entregarles la ciudad. [Ilustración] CAPÍTULO XXIX. _El Rey don Fernando vuelve las armas contra la ciudad de Granada; suerte del castillo de Roman._ [Nota al margen: Año 1490.] Recibida por el Rey la declaracion hostil de los moros de Granada, hizo prevenciones para llevar allá la guerra tan pronto como pasase la estacion del invierno. Habiendo reforzado las guarniciones de todas las fortalezas que tenia en las inmediaciones de aquella capital, dió la capitanía mayor de todas á don Iñigo Lopez de Mendoza, conde de Tendilla; y este veterano caudillo estableció su cuartel general en Alcalá la Real, distante ocho leguas de Granada. Entretanto bullia esta ciudad con nuevos preparativos de guerra; y asi el pueblo como los caballeros, animados por Muza Ben Abul Gazan, que era el alma de sus movimientos, se disponian con ardor á acometer nuevas empresas. Ya se habian hecho diversas salidas, y Muza que mandaba la caballería habia corrido la tierra hasta las mismas puertas de las fortalezas cristianas, arrebatando los ganados, sorprendiendo al enemigo en los pasos angostos de las montañas, y poniendo espanto en toda la frontera. Era ya pasado el invierno, la primavera estaba muy adelante, y Fernando aun no habia salido á campaña. Sabia el prudente Monarca que la ciudad de Granada era demasiado fuerte y populosa para que se pudiese tomar por asalto, y que con la abundancia de víveres que habia en ella, seria menester un sitio muy largo para rendirla. Por estos motivos determinó ceñir sus operaciones á asolar la vega este año, para producir una escasez en el siguiente, y emprender entonces con mejor efecto el cerco de la ciudad. Un intervalo de paz habia restituido á la vega toda su lozanía y hermosura; los verdes pastos que bordaban las márgenes del Jenil, estaban cubiertos de numerosos rebaños; las floridas huertas prometian cosechas abundantes, y las doradas mieses ondeaban en la llanura. Se aproximaba el tiempo en que el labrador debia meter la hoz, y recoger los preciosos frutos de su industria; cuando descendió de las montañas el torrente de la guerra, y Fernando, con cinco mil caballos y veinte mil infantes, se presentó delante de Granada. Venian con él el duque de Medinasidonia, el marqués de Cádiz, el de Villena, los condes de Ureña y de Cabra, y don Alonso de Aguilar. En esta ocasion sacó Fernando el príncipe su hijo al campo del honor, y le armó caballero; cuya ceremonia, como para animarle á grandes hazañas, se verificó junto á la acequia principal, casi debajo de las almenas de aquella ciudad guerrera, objeto de tantas empresas. No tardó el Rey en poner en egecucion el plan que habia formado; y destacando partidas en todas las direcciones, les mandó correr la tierra, como en efecto lo hicieron, quemando y saqueando pueblos, y llevando la desolacion por toda aquella hermosa campiña. Llegó el estrago tan cerca de Granada, que el humo de las aldeas y huertas incendiadas envolvia la ciudad, y oscurecia las torres de la Alhambra, donde el desventurado Boabdil, temiendo la indignacion pública, permanecia encerrado sin osar presentarse á sus vasallos, que le maldecian como autor de los nuevos males que padecian. Mas no por eso dejaron los moros de hacer grandes esfuerzos para estorbar la tala de sus campos. Incitados por Muza, hacian salidas sin cesar; y dirigidos por él, rondaban el real cristiano en cuadrillas de á caballo, salteando los convoyes, los forrageros y los destacamentos cortos, y practicando, por la facilidad que para esto daba la disposicion del terreno, mil estratagemas y sorpresas. En un encuentro que tuvieron los cristianos con el enemigo, cayeron las tropas del marqués de Villena en una emboscada que les estaba prevenida. La caballería mora, con la rapidez de sus movimientos y la ventaja que le daba el terreno, hizo desde luego un estrago enorme en las filas del Marqués, cuyo hermano, don Alonso Pacheco, fue derribado de su caballo y muerto en la primera carga. Igual suerte tuvo Esteban de Luzon, capitan bizarro, que pereció combatiendo al lado de su gefe. El Marqués, sostenido por su camarero Soler y algunos pocos caballeros, hacia una resistencia animosa á los asaltos del enemigo que le cercaba por todas partes, cuando un socorro enviado por el Rey le sacó de este apuro. Irritado el Marqués por la muerte de su hermano, quisiera volver contra el enemigo; pero en esto hizo Fernando señal de recoger la gente, y le fue forzoso obedecer. Puesto ya en retirada, echó de menos á Soler, y volviendo el rostro le vió acometido de seis moros, y á punto de sucumbir á su furor. Al instante se arroja el Marqués á defenderle, enviste á los moros, y matando á dos por su mano, pone en huida á los demas. Empero uno de ellos, antes de huir, le tiró con una lanza, y atravesándole el brazo derecho, le dejó manco para el resto de su vida. Admirando la Reina esta hazaña, preguntó un dia al marqués de Villena por qué habia arriesgado su vida en defensa de un criado. “Señora, respondió el Marqués ¿qué mucho que aventurase yo una vida en defensa de quien, si tuviera tres, las perdiera por mí todas?” Tal fue uno entre muchos ardides practicados por los moros. Pero como en los diversos encuentros que tuvieron con ellos los cristianos, veia Fernando que el enemigo rara vez presentaba batalla sino cuando tenia todas las ventajas, mandó á sus capitanes que evitasen las escaramuzas, y atendiesen solo á la devastacion de la tierra, que era el objeto de esta campaña. Estándose practicando la tala de la vega ocurrió el suceso del castillo de Roman. Esta fortaleza distante dos leguas de Granada, y situada sobre una eminencia, solia servir de asilo á los moros del contorno en las entradas de los cristianos por la vega: alli depositaba el paisanage sus efectos mas preciosos; y aun las partidas que salian de Granada para molestar al enemigo, se ponian alli en seguro cuando amagaba algun peligro. Los estragos del ejército invasor, tenian con gran cuidado á la guarnicion del castillo, y los centinelas hacian la guardia con la mayor vigilancia, cuando una mañana se descubrió desde las almenas una nube de polvo, que crecia y se acercaba por momentos. Muy pronto se ofrecieron á la vista turbantes y armas moras, y poco despues una manada de ganado, á la cual venian aguijando con gran prisa ciento y cuarenta ginetes moros, que conducian asimismo dos cautivos cristianos cargados de hierros. Llegando la cabalgada cerca del castillo, se presentó á la puerta un caballero moro de noble presencia y ricamente ataviado, pidiendo se le diese entrada. Dijo que venia con su gente de vuelta de una incursion por tierras de cristianos, donde habia cogido un botin cuantioso; pero que el enemigo habia salido en su persecucion, y estaba ya tan cerca, que temia ser alcanzado antes de llegar á Granada. El alcaide se decidió al punto, y abriendo las puertas de su fortaleza, admitió en ella toda aquella gente y la cabalgada. Llenóse el patio del castillo de ganado y de caballos; y mientras los soldados de la guarnicion se ocupaban en distribuirlos y colocarlos, el caballero moro, que era el gefe de la partida, iba repartiendo su gente por las almenas y cuerpos de guardia. En esto se levantó un clamor espantoso en todo el castillo, y la tropa de la guarnicion queriendo acudir á las armas, se halló, con no poca sorpresa é indignacion, sin los medios de resistir; y completamente en poder de un enemigo. La supuesta partida de guerrilleros se componia de mudejares, moros tributarios de los cristianos, y su capitan era el príncipe Cidi Yahye, que con esta pequeña fuerza habia salido de las montañas, para ayudar al Rey Fernando en sus operaciones delante de Granada, y habia concertado la sorpresa de este castillo para presentarlo á los Soberanos como prenda de su fidelidad, y primicias de su devocion. En cuanto á los moros de la guarnicion, Cidi Yahye, no pudiendo desentenderse de la consideracion que le merecian como compatriotas, los puso en libertad, y les permitió pasar á Granada. Esta indulgencia ningun efecto favorable produjo en la opinion de sus amigos y deudos en la capital; porque indignados estos al saber el ardid con que se habia tomado el castillo de Roman, se unieron con el público para maldecirle como traidor. Pero la indignacion del pueblo de Granada subió de punto con la noticia de otro suceso todavia mas sensible. El anciano guerrero Muley Audalla el Zagal, mal hallado con el sosiego é inaccion de su pequeño reino, y no pudiendo contener su fogoso espíritu dentro de los estrechos límites á que estaba reducido, determinó volver á las armas, y acudir al servicio del Rey de Castilla, que sabia estaba haciendo la tala de la vega. Reuniendo, pues, toda su fuerza disponible, que no pasaba de doscientos hombres, se presentó en el real cristiano, dispuesto á servir á su enemigo natural; por el anhelo de arrancar la ciudad de Granada del poder de su sobrino. La ceguedad del colérico Monarca perjudicó su causa, al mismo tiempo que fortaleció la de su contrario. Los moros de Granada le habian prodigado las alabanzas mientras le consideraban víctima de su patriotismo; pero cuando le vieron armado contra su misma nacion, y alistado bajo las banderas del cristiano, le colmaron de baldones y vituperios. La opinion pública, tomando, como era consiguiente, una direccion inversa, corria ahora en favor de Boabdil; y agolpado el pueblo delante de la Alhambra, le saludaba como su única esperanza, y como el apoyo de la pátria. Boabdil, animado por esta inesperada expresion de favor popular, salió de su retiro, y fue recibido con vivas y aclamaciones: sus pasados yerros le fueron todos perdonados, los males padecidos se atribuyeron á su tio, y en aquella efervescencia de los ánimos, si alguno dejaba de victorear á Boabdil, era para fulminar execraciones contra el Zagal. [Ilustración] CAPÍTULO XXX. _El Rey de Granada sale á campaña; expedicion contra Alhendin; hazaña del conde de Tendilla._ Concluida la tala de la vega, que duró por espacio de treinta dias, y hecha ahora un desierto aquella vasta campiña poco ha tan florida, se retiró el ejército devastador, y pasando el puente de Pinos, marchó al través de las montañas con direccion á Córdoba. Boabdil, rotos los lazos que le unian al Rey cristiano, y viendo que no le quedaba mas recurso que el de sus propias fuerzas, se apresuró á prevenir los efectos del estrago reciente, abriendo con la espada un conducto por donde la capital recibiese socorros de fuera. Apenas el último escuadron de la hueste de Fernando desapareció entre las montañas, se armó Boabdil, y se dispuso á salir al campo. Sus vasallos, animados con este ejemplo, acudieron con celo á su estandarte, las parcialidades se unieron para seguirle, y los naturales de Sierra nevada, abandonando las asperezas donde moraban, vinieron á ofrecer al jóven Rey sus servicios, en prueba de su devocion. La plaza de Vivarrambla volvió á resplandecer con lucidos escuadrones de caballería, con armas, pendones y divisas, y bajo la conducta del bizarro Muza, se reunió una hueste numerosa que solo pedia la presencia del Rey para marchar contra el enemigo. El dia 15 de junio salió Boabdil de Granada para acometer nuevas empresas. Á pocas leguas de la ciudad, y á la entrada de las Alpujarras, estaba el castillo de Alhendin, que dominaba el camino que conduce á la capital y una gran parte de la vega. Su alcaide era un caballero llamado Mendo de Quesada, y su guarnicion se componia de unos doscientos y cincuenta hombres aguerridos y resueltos, los cuales, con sus salidas y rebatos, se habian hecho tan temibles, que el labrador no osaba salir á las labores del campo; el traficante no podia caminar seguro, ni los convoyes transitar sino guardados por una fuerte escolta. Contra esta fortaleza dirigió Boabdil sus armas, y por espacio de seis dias no cesó de combatirla. Los cristianos se defendieron con vigor; pero los asaltos continuos del enemigo, que dos veces forzó la barbacana del castillo, y la falta de sueño, los puso en tanto aprieto, que tuvieron que retirarse á la torre principal, y abandonar las demas defensas. Los moros entonces se acercaron á la torre, y protegidos con manteletes cavaron sus cimientos, y la pusieron sobre puntales, para derribarla, quemando los maderos, si los cristianos persistian en su defensa. Con la esperanza de ver llegar en su socorro alguna fuerza cristiana, tendia Mendo la vista ansiosamente por la vega; pero ni una lanza ni un casco se descubria. Sus mejores soldados yacian muertos ó heridos, los demas, rendidos por la fatiga y las vigilias, apenas podian manejar las armas. En tal situacion, y amenazado ademas con el hundimiento de la torre, hizo la señal de rendirse, y entregó su fortaleza. El alcaide con los soldados que le quedaban, fueron hechos prisioneros; y el Rey moro, temiendo que los cristianos volviesen á cobrar aquel castillo, lo mandó arrasar: al punto se arrimó el fuego á los puntales, hundióse la torre con estruendo, y quedó reducida á un monton de escombros la soberbia fortaleza de Alhendin. Animado por este triunfo, pasó Boabdil adelante, y tomó las fortalezas de Marchena y Buluduy; envió alfaquís en diferentes direcciones para anunciar la guerra comenzada, y llamó á su estandarte á todo el que se tenia por verdadero musulman. Muchos caballeros y pueblos que se habian sometido al Rey de Castilla, deslumbrados por este triunfo pasagero de las armas moras, se declararon en favor de Boabdil, y ya se lisongeaba el jóven Monarca que todo el reino iba á volver á su obediencia. La fogosa juventud de Granada participó del entusiasmo general, y anhelando volver á aquellas correrías que otro tiempo habian sido sus delicias, concertó una entrada por el territorio de Jaen para correr á Quesada, y apoderarse de un convoy que segun noticias que se tenian caminaba para Baeza. Armados á la ligera y bien montados, se reunieron hasta cien ginetes, con otros tantos peones, y saliendo de Granada en el silencio de la noche, marcharon rápidamente para la frontera, la pasaron sin oposicion y como caidos de las nubes, comparecieron de improviso en el centro del territorio cristiano. La frontera de Jaen estaba á la sazon á cargo del conde de Tendilla, que estaba alojado en Alcalá la Real. Esta fortaleza, por su proximidad á Granada, solia ser el refugio de los cautivos cristianos que lograban escaparse de las mazmorras de la capital. Pero como estos desgraciados muchas veces erraban el camino, y se extraviaban en la oscuridad de la noche, el Conde habia mandado construir á sus expensas una torre en un alto cerca de Alcalá, y en ella ardia siempre de noche una luz muy viva, que servia de norte á los fugitivos, y guiaba sus pasos á un lugar seguro. Por uno de estos fugitivos tuvo el Conde aviso de la salida de los caballeros de Granada; y conociendo que era ya tarde para impedirles el paso, determinó esperar y atacarlos á la vuelta. Una mañana, pues, antes de amanecer salió al camino con ciento y cincuenta lanzas escogidas, y se puso en emboscada en un barranco cerca de Barcina, distante tres leguas de Granada, por donde sabia que debian pasar los moros. Todo aquel dia y su noche permanecieron ocultos esperando la venida de los moros; pero ni lanza ni turbante pudieron descubrir. Serian dos horas antes del alba, y ya los caballeros que iban con el Conde le aconsejaban que abandonase aquella empresa y volviese á Alcalá, cuando vinieron los adalides anunciando que los moros estaban cerca, y que venian en número de unos doscientos, con muchos prisioneros y despojos. Al punto cabalgaron los cristianos, embrazaron sus adargas, y con las lanzas en ristre, se pusieron á la entrada del barranco. Alegres por el buen éxito de su empresa, y por la captura del convoy, venian los moros conduciendo, sin órden ni precaucion, gran número de cautivos de ambos sexos, y muchas acémilas cargadas de géneros, alhajas, y otros efectos preciosos. Dejó el Conde que pasase una parte de la escolta, y haciendo entonces la señal de acometer, se arrojan sus caballeros contra el enemigo dando alaridos, y con ímpetu vigoroso. Los moros, sobresaltados y confusos, no aciertan á defenderse; arrollados en breves momentos, muerden la tierra treinta y seis, dánse á prision cincuenta y cinco, y huyendo los demas, se salvan entre las peñas y matorrales. El bizarro Conde puso luego en libertad á los prisioneros cristianos, y volvió á sus corazones la alegría con la restitucion de sus alhajas y efectos. Los despojos ganados á los moros fueron cuarenta y cinco caballos ensillados, con muchas armas y algunos otros objetos de valor. Reunido el botin y puesta en órden la cabalgada, marchó el Conde con su gente la vuelta de Alcalá la Real, donde llegó felizmente, y fue recibido con grandes regocijos. Á esta satisfaccion se le añadió la de ver á su esposa, señora de mucho mérito, é hija del marqués de Villena, que salió á recibirle á las puertas de la ciudad, despues de una separacion de dos años, ocasionada por los deberes de esta prolongada guerra que tan ocupado traia al Conde su marido. [Ilustración] CAPÍTULO XXXI. _Expedicion del Rey chico contra Salobreña, y hazaña de Hernan Perez del Pulgar._ Dominada la capital de los moros por tantas y tan fuertes plazas como tenian los cristianos en sus inmediaciones, y privada de los medios de subsistir, hacíase cada dia mas urgente la necesidad de abrir una comunicacion por donde se recibiesen socorros y refuerzos de Ultramar. Todos los puertos marítimos estaban en poder de los cristianos, y Granada, con el corto remanente de su territorio, habia quedado aislada y sin salida. En tales circunstancias dirigió Boabdil su atencion al puerto de Salobreña. De la situacion y fuerzas de esta plaza, tenida entre los moros por inexpugnable, ya se ha hecho mencion en esta Crónica. En ella mandaba por el Rey Católico el general de artillería Francisco Ramirez de Madrid; pero este caudillo se hallaba á la sazon ausente en Córdoba, y en su lugar estaba por alcaide otro capitan muy ejercitado en la guerra. Boabdil con la noticia que tuvo del estado de la guarnicion, y de la ausencia del alcaide, se dirigió allá apresuradamente con su ejército, esperando por medio de un movimiento rápido apoderarse de Salobreña, antes que el Rey Fernando pudiese venir á su socorro. Los moradores de la villa eran mudejares, que habian hecho juramento de fidelidad á los cristianos; pero la vista del estandarte de su nacion, y el sonido de las cajas y trompetas moras, despertó el amor pátrio en sus corazones, alborotose el pueblo, aclamaron á Boabdil, y dieron entrada libre á sus tropas en la plaza. La guarnicion cristiana, demasiado débil para resistir á tanta fuerza, se retiró á la ciudadela, donde hizo una defensa porfiada, esperando recibir socorros de una fortaleza vecina. La nueva de haber ido el Rey moro sobre Salobreña, cundió por la costa inspirando mil temores á los cristianos. Don Francisco Enriquez, tio del Rey, que mandaba en Velez-málaga, convocó á los alcaides y caballeros de su jurisdiccion para que fuesen con él en socorro de aquella importante fortaleza. De los que acudieron á su llamamiento fue uno Hernan Perez del Pulgar, llamado el de las hazañas, el mismo que en una correría que hicieron los caballeros del real de Baza, se distinguió acaudillando á sus compañeros con un pañuelo por bandera. Habiendo reunido un corto número de gentes, se puso don Francisco en movimiento para Salobreña. La marcha no podia ser mas áspera y trabajosa, pues todo era subir y bajar cuestas, algunas de ellas muy agras y precipitosas; y á veces guiaba el camino por la orilla de un precipicio, al pié del cual se veia espumear y agitarse con impotente furia el mar embravecido. Cuando llegó don Francisco con su gente al elevado promontorio que se extiende por un lado del valle de Salobreña, quedó confuso y triste al ver acampado en derredor de la fortaleza un ejército moro de mucha fuerza. El pendon de la medialuna ondeaba sobre las casas de la poblacion, y solo en la torre principal del castillo se veia una bandera cristiana. Viendo que no era posible, con la poca fuerza que traia, hacer impresion alguna en el campamento moro, ni menos socorrer el castillo, se colocó don Francisco con su tropa en una peña cercana al mar, donde no podia hacerles daño el enemigo; y elevando alli su estandarte, esforzaba á los cercados animándoles con la seguridad de ser en breve socorridos por el Rey. Entretanto Hernan Perez del Pulgar, rondando un dia el campamento moro, observó en el castillo un postigo que daba al campo; y como siempre ardia en deseos de distinguirse con algun hecho brillante, determinó meterse por aquella entrada, y propuso á sus camaradas que le siguiesen. La proposicion era temeraria; pero tambien era temerario el valor de aquellos españoles. Guiados por Pulgar rompieron estos valientes por una parte del real enemigo donde habia poca vigilancia, y llegaron peleando, hasta el postigo de la fortaleza: al instante se les abrió la puerta, y antes que el ejército moro tuviese entera noticia de este arrojo, ya estaban dentro del castillo. Con este refuerzo cobró ánimo la guarnicion, y fue mas vigorosa su resistencia. Pero los moros, sabiendo que habia escasez de agua en el castillo, se lisonjeaban que la necesidad pondria muy pronto á los sitiados en términos de rendirse. Para que perdiesen esta esperanza, mandó Pulgar que se les arrojase desde los adarves un cántaro de agua, y con él una taza de plata, como en efecto se verificó. Con todo esto no dejaba de ser muy crítica la situacion de los cercados; la sed que padecian era excesiva, y ya temian no poderse sostener hasta que llegasen los socorros, cuando un dia vieron á lo lejos en el mar una flotilla con bandera española, que venia con direccion á tierra. Surtas las embarcaciones en el puerto, supieron luego los cristianos que venia en ellas Francisco Ramirez de Madrid, con los socorros que se esperaban. En una isleta pedregosa, que habia no muy lejos de tierra, desembarcó Ramirez sus soldados, hallándose alli tan fortificado como pudiera estarlo en un castillo. La fuerza que traia era muy poca para presentar batalla al enemigo; pero no perdia ocasion de molestarlo y distraer su intencion. Asi es que cuando Boabdil daba algun asalto al castillo, luego desamparaba él la isla, y acometia el campamento moro por el un lado, mientras Enriquez, dejando su peña, lo combatia por el otro. Estando todavia Boabdil ocupado con el sitio de la ciudadela de Salobreña, recibió aviso de que el Rey Fernando, con una hueste poderosa, venia á marchas forzadas en su socorro. No habiendo ya momento que perder, hizo el último esfuerzo contra el castillo, y le dió un asalto furioso, pero inútil, pues fue rechazado como otras veces; y forzado á abandonar el sitio, se puso aceleradamente en marcha para la capital, no sin algun recelo de que le interceptase su contrario. De camino que volvia á Granada, se consoló de su poca suerte, corriendo y asolando las posesiones concedidas últimamente al Zagal y á Cidi Yahye; y despues de haber hecho cuanto mal podia, y dejando en la tierra señales tristes de su venganza, se restituyó á su capital y al reposo de la Alhambra. [Ilustración] CAPÍTULO XXXII. _Conspiracion de Guadix, y su castigo: fin de la carrera del Zagal._ Apenas se halló Boabdil de vuelta en su capital, cuando apareció Fernando en la vega con siete mil caballos y veinte mil infantes. Habia salido de Córdoba para socorrer á Salobreña; pero teniendo en su marcha aviso de haberse levantado el sitio, habia vuelto camino de Granada, para completar la desolacion de esta infeliz ciudad con nuevos estragos. En esta entrada, que duró quince dias, se acabó de destruir lo poco que habia quedado de la primera tala, y fue tan general la ruina, que no quedó cosa verde ni animal con vida en la superficie de la tierra. Hecha esta nueva tala, partió el Rey con su ejército para contener una conspiracion que acababa de manifestarse en las ciudades de Baza, Almería y Guadix, cuyos naturales trataban secretamente con el Rey moro para sacudir el yugo cristiano, y volver á su obediencia. El marqués de Villena, instruido de estos movimientos, se presentó repentinamente en Guadix con una fuerza competente, y sacando la poblacion fuera de los muros, con pretesto de hacer alarde de los habitantes que eran aptos para llevar las armas, los excluyó de la ciudad, cerrándoles las puertas. Cuando llegó á Guadix el Rey, le rodearon estos infieles suplicándole que los restituyese á sus casas y familias. Fernando, sin dejar de oir sus quejas, les hizo la proposicion siguiente. “De dos cosas una; que os vais con vuestras mujeres é hijos donde querais, y yo os mandaré poner en salvo, ó me entregareis á todos los que tuvieron parte en esta traicion, para que haga justicia de ellos; y sabed que no se me ha de escapar ninguno”[36]. La resolucion del Rey no dejaba á los moros otra alternativa sino irse, pues los mas eran cómplices en la conspiracion que se habia descubierto; por lo que partieron con sus familias y bienes para morar en otras partes. Igual partido ofreció el Rey á los moros de Baza y Almería, los cuales, la mayor parte, pasaron al África; los demas, no queriendo dejar la tierra, fueron distribuidos en varias aldeas y lugares indefensos[37]. [36] Cura de los Palacios. [37] Garibay, lib. 13, cap. 39. Pulgar, lib. III, cap. 132. Estando la atencion del Rey Católico ocupada con Guadix, se le presentó alli el Rey anciano Muley Audalla, llamado el Zagal. Con tanto revés, con tantos y tan amargos desengaños, estaba el triste Monarca disgustado é impaciente. En el gobierno de su pequeño territorio de Andarax y de sus dos mil subditos, habia experimentado mas trabajos, que en el gobierno de todo el reino de Granada. Aquel prestigio que le hacia estimar de su nacion, se habia desvanecido desde el punto que los moros vieron su estandarte unido al de Fernando. Volviendo de aquella indecorosa campaña que habia hecho con sus doscientos hombres, llegó á Andarax para sufrir el último golpe de la fortuna. Sus vasallos, instruidos de los triunfos de Boabdil, corrieron á las armas, se juntaron tumultuariamente, y declarándose en favor del jóven Rey, amenazaron con la muerte al Zagal[38]. El desventurado Monarca, habiéndose con bastante trabajo substraido á su furor, y no quedándole ya deseos de reinar, venia á suplicar al Rey tomase sus posesiones, y le diese el equivalente que fuese de su voluntad, pues queria irse con los suyos al África. Accedió Fernando á sus deseos, y quedándose con veinte y tres poblaciones entre villas y aldeas, le entregó la cantidad de cinco millones de maravedis, y un salvo conducto para su viage. Habiendo asi enagenado su pequeño reino, juntó el Zagal sus tesoros y efectos, que valian mucho, y embarcándose con su familia y otras muchas que le siguieron, pasó á Berbería[39]. [38] Cura de los Palacios, cap. 97. [39] Conde, part. IV. cap. 41. Y ahora, extendiendo la vista mas allá de la época en que termina esta Crónica, sigamos los pasos del Zagal hasta el fin de su carrera. Su corto y turbulento reinado y su desastroso fin pudieran servir de aviso á la ambicion desenfrenada, sino fuera cierto que contra este género de ambicion son inútiles asi el ejemplo como el precepto. Cuando llegó al África, el Rey de Fetz, sin tener con él piedad ni consideracion alguna, lo hizo prender y arrojar en una prision como si fuera su vasallo. Acusado de haber sido la causa de las disensiones y acabamiento del reino de Granada, y probada esta acusacion á satisfaccion del Rey de Fetz, se le condenó á oscuridad perpetua; y por medio de una plancha de cobre caldeado que se le pasó por delante de los ojos, se le privó enteramente de la vista. Sus riquezas, que acaso habian sido la causa secreta de un tratamiento tan cruel, fueron confiscadas por su opresor, que se apoderó de ellas, dejando en el mundo al Zagal ciego, destituido y sin recursos. En este infeliz estado fue el desgraciado Monarca explorando su camino por las regiones de Tingitania, hasta llegar á la ciudad de Velez de Gomera. El Rey de Velez, que en algun tiempo habia sido su aliado, mostró compadecerse de su suerte, le dió alimento y ropas, y le permitió permanecer tranquilo en sus dominios. La muerte, que tan á menudo arrebata al próspero y dichoso, cuando empieza á probar los gustos que le dispensa su fortuna, suele por el contrario reservar al miserable, para que apure hasta las heces la copa de la amargura. El Zagal arrastró por muchos años una existencia triste en la ciudad de Velez, vagando por ella ciego y desconsolado, compadecido de algunos, despreciado por los demas, y llevando sobre el vestido un pergamino con un letrero en arábigo que decia: Este es el desventurado Rey de Andalucía[40]. [40] Mármol, de Rebelione Maur. lib. I. cap. 16. Pedraza, hist. Granat. p. 3. c. 4. Suarez, hist. de los obispados de Guadix y Baza, c. 40. [Ilustración] CAPÍTULO XXXIII. _Preparativos en Granada para una defensa vigorosa._ [Nota al margen: Año 1491.] ¡Granada, Granada hermosa, reina de jardines, cuán quebrantadas veo tus fuerzas!, ¡cuán ajada y marchita tu hermosura! El comercio que otro tiempo derramaba la abundancia en tu recinto, desapareció del todo; y el traficante ya no acude á tus puertas con los ricos productos de los mas remotos climas. Las ciudades que te solian pagar tributo, ya no reconocen tu dominio; y la bizarra caballería que llenaba la Vivarrambla, pereció en muchas batallas. Sobre las frondosas arboledas de tus generalifes, veo descollar todavia las rojas torres de la Alhambra; pero en sus marmóreos salones solo reina la melancolía; y tu Monarca, mirando desde tus elevados miradores, no descubre sino un yermo, donde antes florecian las verdes glorias de la vega. Tal es la lamentacion de los escritores moros por el estado deplorable de Granada, á la que no quedaba ya sino la sombra de su anterior grandeza. Las dos últimas talas, sucediéndose rápidamente la una á la otra, habian arrebatado todo el producto del año; y el agricultor, viendo que su industria no servia mas que de atraer nuevos estragos, habia abandonado enteramente el cultivo de la tierra. En el discurso del invierno hizo Fernando las prevenciones mas diligentes para esta última campaña, en que debia decidirse la suerte de Granada; y en 11 de abril partió para la frontera del enemigo, con propósito firme de poner sitio á la ciudad y de perseverar en él hasta plantar el estandarte de Castilla en las torres de la Alhambra. De los grandes del reino, algunos acudieron con sus personas; pero muchos, cansados por las pasadas fatigas de la guerra, y porque preveian una empresa larga, se contentaron con enviar sus vasallos, equipados á su costa: las ciudades enviaron tambien sus contingentes; y pudo el Rey abrir la campaña con un ejército de diez mil caballos y cuarenta mil infantes. Los capitanes de mas nota que acompañaron á Fernando, fueron don Rodrigo Ponce de Leon, marqués de Cádiz, el maestre de Santiago, el marqués de Villena, los condes de Tendilla, Cifuentes, Cabra, y Ureña, y don Alonso de Aguilar. La Reina, con el Príncipe don Juan y las Infantas, doña María y doña Catalina, quedó en Alcalá para cuidar de la subsistencia del ejército, y estar en disposicion de acudir al campo cristiano, siempre que fuese necesaria su presencia. Entró el ejército en la vega por diferentes puntos; y en 23 de abril sentó Fernando su real en una aldea llamada los Ojos de Guetar, distante como media legua de Granada. Á la vista de tan formidable hueste, se apoderó la consternacion de los habitantes de Granada; y aun muchos de los guerreros se turbaron al considerar el terrible conflicto que les esperaba. Boabdil reunió su consejo en la Alhambra, desde cuyos miradores veia por entre nubes de polvo relucir los escuadrones de Castilla que se enseñoreaban de la vega. Intimidados y confusos, no sabian los consejeros que partido proponerle; pero los mas, temiendo por sus familias, le aconsejaban que se aviniese con el Rey cristiano, y fiase de su generosidad, para obtener términos honrosos. Fue llamado el Wazir ó intendente de la ciudad, Abul Casim Abdelmelec, para que informase sobre los medios con que podia contar el público para subsistir y defenderse; y presentando este ministro el estado de las provisiones, y las listas de los ciudadanos que eran aptos para las armas, dijo, que para algunos meses habia víveres suficientes; “pero ¿de qué sirve, añadió, este recurso provisional, si son interminables los sitios del Rey cristiano? ¿y qué confianza se puede tener de soldados ciudadanos, que bravean y amenazan en la paz, y se esconden en la guerra?” Oyendo Muza estas palabras, se levantó, y con generoso ardor, dijo: “No hay que desconfiar de nuestras fuerzas. La sangre de aquellos sarracenos que conquistaron á España aun corre por nuestras venas. Ademas de la gente de armas, muy aguerrida, tenemos veinte mil mancebos en el fuego de la juventud. ¿Carecemos de mantenimientos? caballos tenemos veloces, y campeadores atrevidos; dejadlos que vayan á correr las tierras de aquellos infieles musulmanes que se sometieron al cristiano, y pronto los vereis volver con abundantes cabalgadas. Sean ellos nuestros proveedores; que para el soldado no hay vianda mas sabrosa que la que se arrebata al enemigo.” El entusiasmo de Muza se comunicó á Boabdil. “Haced, dijo á sus capitanes, lo que convenga en esta guerra; que en vuestras manos y valor está la salud comun y la seguridad de todos: vosotros sois los protectores del reino, y á vosotros toca la venganza de tantos agravios, muertes y asolamientos como ha padecido la pátria”.[41] [41] Conde. Procedióse entonces á señalar á cada uno su deber. Al Wazir se dió el encargo de las armas, provisiones y alistamientos: á Muza el mando de la caballería, la guarda de las puertas y la direccion de todas las salidas y escaramuzas: Naim Reduan y Mohamed Aben Zayde fueron nombrados sus ayudantes. Abdul Kerin Zegrí, y otros capitanes, defenderian las murallas, y los alcaides mandarian en los baluartes. Estas medidas, y la confianza que inspiraba el nombre de Muza, inflamaron el espíritu guerrero de los granadinos, y en toda la ciudad no se veia sino preparativos para una vigorosa resistencia. Al presentarse el ejército cristiano, se habia cerrado las puertas, y para mas asegurarlas se les habia echado, ademas de los cerrojos, gruesas cadenas. Pero Muza mandó abrirlas de par en par. “Á mi y á mis caballeros, dijo, se ha confiado la guarda de estas puertas: nuestros pechos serán la barrera que las defienda.” En cada una puso una guardia numerosa de soldados escogidos: la caballería estaba siempre á punto de servir, armados los ginetes, y ensillados los caballos. ¿Se acercaba un enemigo? ya habia en la puerta un fuerte escuadron, pronto á lanzarse fuera como rayo que se desprende de la nube. Muza, lejos de ser jactancioso, era mas temible por sus hechos que por sus palabras; y tales hazañas ejecutaba, que la misma vanagloria no podia pretenderlas mayores. Era el campeon de los moros, y era tal, que si Granada tuviera muchos guerreros como él, acaso se hubiera dilatado la conquista de este reino, y el sarraceno por mucho tiempo se hubiera conservado sobre el trono de la Alhambra. [Ilustración] CAPÍTULO XXXIV. _Llega la Reina doña Isabel al campo cristiano; desafio del moro Tarfe, y notable hazaña de Hernan Perez del Pulgar._ Aunque despojada de sus glorias, y sin esperanzas de ser socorrida, todavia la ciudad de Granada, por la extension y fuerza de sus baluartes y castillos, parecia desafiar todas las tentativas que se hiciesen para tomarla por asalto: habia una guarnicion numerosa, habia valor y patriotismo; y el pueblo, aletargado hasta ahora por las blanduras de la paz, habia tomado en este peligroso trance una actitud imponente. Conoció Fernando que no se podia tomar á viva fuerza esta ciudad sin mucho trabajo y sangre; y por tanto determinó rendirla con la hambre. Al efecto envió sus tropas á correr los pueblos y valles de las Alpujarras, y fueron saqueados y destruidos muchos de los lugares que proveian de mantenimientos á la capital, en cuyos alrededores discurrian tambien partidas sueltas que sorprendian casi todos los convoyes que se dirigian al enemigo. La osadía de los moros crecia á par de su desesperacion; sus salidas eran frecuentes y vigorosas, y los rebatos que daba Muza con su caballería, introducian á veces el terror y la muerte hasta el centro del real cristiano. Para proteger el campo contra estos asaltos, lo mandó el Rey fortificar con fosos y parapetos, le dió una forma cuadrangular, y puso las tiendas y barracas de los soldados por hileras, figurando las calles de una ciudad. Acabado de fortificar el campo, vino á él la Reina, con el Príncipe don Juan y las Infantas. El dia despues de su venida, salió con mucho acompañamiento para ver el real y sus alrededores, y donde quiera llegaba, era recibida con aplausos y aclamaciones. Pero la fogosidad de la juventud granadina de ningun modo se disminuyó con la llegada de la Reina; y Muza, viendo que el Rey cristiano se abstenia de dar un asalto, procuraba empeñar escaramuzas, y promover combates singulares entre sus caballeros y los del ejército enemigo. Asi es que apenas pasaba dia en que no hubiese algun encuentro de este género: los combatientes rivalizaban entre sí en el lujo de sus armas y arreos, asi como en las proezas; y sus contiendas mas parecian ejercicios caballerescos ó justas, que combates verdaderos. Pero Fernando, viendo que estos desafios, al paso que costaban la vida á muchos de sus caballeros mas valientes, alimentaban el valor y ardoroso celo de los moros, los prohibió absolutamente; y por entonces cesaron con sentimiento de ambas partes. Mas no por eso dejaron los moros de hacer los mayores esfuerzos para renovarlos. Á veces una cuadrilla de ellos, bien montados, llegaban gineteando hasta las mismas barreras del real, y arrojaban dentro sus lanzas lo mas que podian, dejando en ellas algun rótulo con sus nombres para provocar á los cristianos; pero estos, contenidos por las terminantes órdenes del Rey disimulaban su irritacion. Habia entre los caballeros moros uno que se llamaba Tarfe, á quien todos respetaban por su temerario valor y grandes fuerzas. Este arrogante moro, en una salida contra el real cristiano, se separó de sus compañeros, saltó con su caballo las barreras del real, y corriendo hácia el alojamiento de los Reyes, tiró su lanza tan adentro, que la dejó clavada en el suelo junto á la puerta del pabellon real. Los guardias salieron en su persecucion; pero ya Tarfe se habia reunido con los suyos, y envueltos en una nube de polvo corrian todos á rienda suelta hácia Granada. Al sacar del suelo la lanza, se halló en ella un rótulo manifestando que iba dirigida contra la Reina. Grande fue la indignacion de los caballeros cristianos cuando supieron el temerario arrojo de Tarfe, y el insulto que se habia ofrecido á su Reina. Hallóse presente Hernan Perez del Pulgar, el de las hazañas; y resuelto á no ser excedido en valor por un bárbaro, propuso á sus camaradas una empresa de no menos dificultad y peligro. Muchos se ofrecieron á seguirle; pero él escogió solamente quince, que todos eran de gran corazon y de muchas fuerzas. En el silencio de la noche los sacó fuera del campo, y se acercó cautelosamente á la ciudad, hasta llegar á un postigo que daba sobre el Darro, y estaba guardado por algunos soldados de infantería, los cuales, no esperando un ataque semejante, estaban casi todos durmiendo. Acometieron los cristianos, forzaron la puerta, y siguióse una pelea confusa entre ellos y la guardia. Pulgar, sin detenerse á tomar parte en la refriega, hincó las espuelas á su caballo, y se entró por la calle adelante, corriendo furiosamente y sacando centellas de las piedras, hasta que llegó enfrente de la mezquita principal. Apeándose entonces de su caballo, se arrodilla delante de la puerta, toma posesion del edificio como templo cristiano, y lo consagra á Nuestra Señora. En testimonio de esta ceremonia, saca una tablilla que traia, en que estaban escritas en letras grandes las palabras, AVE MARÍA, y con el pomo del puñal la clava en la puerta. Hecho esto, monta su caballo, y á carrera tendida vuelve sobre sus pasos. Entretanto se habia alborotado la ciudad, y los soldados iban acudiendo de todas partes; pero Pulgar, atropellando á unos, derribando á otros, y asombrando á todos, volvió á ganar el postigo, y reuniéndose con sus compañeros que aun estaban peleando en la puerta, se retiró con ellos, y regresaron todos felizmente al real. Los moros, que no sabian el objeto de un atentado al parecer tan infructuoso, hacian mil discursos para comprenderlo; pero ¡cuál seria su exasperacion cuando á la mañana siguiente se ofreció á su vista aquel trofeo de valor, aquel Ave María que el intrépido Pulgar habia elevado en el centro de la ciudad! La mezquita que con tan nuevo modo santificó este héroe, se convirtió, despues de la conquista, en catedral[42]. [42] En conmemoracion de este insigne hecho, concedió posteriormente el Emperador Cárlos V. á Pulgar y á sus descendientes, el privilegio de sepultura en aquella iglesia, y el de sentarse en el coro cuando se celebrase misa mayor. Este Pulgar se distinguió en la carrera literaria no menos que en la militar, y dedicó á Cárlos V. una sumaria de los hechos de Gonzalo de Córdoba, el gran capitan, su compañero de armas; pero no fue el historiador y secretario de la Reina doña Isabel. Véase la Crónica de los Reyes Católicos de Pulgar, part. III, cap. 3, edicion de Valencia, 1780. [Ilustración] CAPÍTULO XXXV. _Combate que se dió á consecuencia de haber salido la Reina á mirar la ciudad de Granada; y hazaña de Garcilaso de la Vega._ Habiendo manifestado la Reina sus deseos de ver de mas cerca la ciudad de Granada, tan célebre en todo el mundo por su hermosura, previno el marqués de Cádiz una escolta poderosa, para protegerla, y á las damas de su corte, mientras disfrutase esta peligrosa satisfaccion. Todo lo mejor y mas lucido del real salió para acompañar á la Reina: la pompa de la corte se juntó en esta expedicion con el aparato de la guerra, y veíase relucir las armas del guerrero por entre las plumas, sedas y brocados de las damas. Llegando la escolta á una aldea llamada Zubia, que está en un cerro á la izquierda de Granada, donde se descubre la Alhambra y lo mejor de la ciudad, se colocaron el marqués de Villena, el conde de Ureña, y don Alonso de Aguilar, con sus batallones, en la ladera del cerro; y el marqués de Cádiz, con otros caballeros, se puso en órden de batalla en el llano, al rostro de la ciudad. Con estas precauciones pudo la Reina disfrutar cumplidamente la vista de la ciudad desde la azotea de una casa que le estaba prevenida en el lugar. Igual satisfaccion tuvieron las damas de su comitiva, las cuales, contemplando las rojas torres de la Alhambra que descollaba sobre frondosas alamedas, anticipaban la gloria de ver entronizados en aquel recinto á los Soberanos Católicos, y brillando en aquellos salones la caballería de Castilla. Los moros cuando vieron á los cristianos ordenados en la llanura, creyeron que se les queria presentar batalla, y se apresuraron á admitirla. Salió de la ciudad un escuadron de caballería muy lucida, cuyos ginetes regian con maravillosa destreza sus ligeros y briosos caballos. Iban los moros primorosamente armados; sus vestidos eran de diversos colores y muy vistosos, y en los jaeces de los caballos resplandecian el oro y los bordados. Este era el escuadron favorito de Muza, que se componia de la flor de la juventud granadina: siguieron otros escuadrones, unos armados de todas piezas, otros á la gineta, con solo lanza y adarga; y últimamente salieron los batallones de infantería con sus arcabuces, ballestas, lanzas y cimitarras. Al ver las tropas que salian de la ciudad, envió la Reina al marqués de Cádiz prohibiéndole que atacase al enemigo, ni admitiese desafios ó escaramuzas, porque no queria que su curiosidad costase la vida á ningun viviente. Prometió el Marqués obedecer, aunque con poco gusto suyo, y muy corta voluntad de sus caballeros. Los moros, no sabiendo á qué atribuir la inaccion del enemigo, que al parecer los habia llamado á la pelea, se salian de sus filas, retaban á los cristianos, y llegaban bastante cerca para tirar sus lanzas dentro de las batallas enemigas. Mas no por eso se descompuso la formacion de los cristianos, que no osaban contravenir las terminantes órdenes de la Reina. Mientras prevalecia esta tranquilidad violenta en toda la línea cristiana, salió de la ciudad un caballero moro de gran cuerpo y estatura, y armado de todas piezas; rodela espaciosa, enorme lanza, alfange damasquino, y una daga primorosamente guarnecida. Venia con la visera calada; pero en su divisa se echó de ver que era Tarfe, el mas insolente, pero tambien el mas intrépido, de los guerreros de Granada, y el mismo que habia arrojado su lanza contra el pabellon de la Reina. Sugetando un fogoso caballo que parecia participar de la fiereza de su dueño, se acercó el moro, y pasó sosegadamente por delante de la línea cristiana. Pero ¡cuál seria la sorpresa de los caballeros españoles, cuando vieron atada á la cola del caballo, y arrastrada en el polvo, la misma tablilla con el Ave María que Pulgar habia fijado en la puerta de la mezquita! El horror y la indignacion se difundieron por todo el ejército. Pulgar no se hallaba presente; pero Garcilaso de la Vega determinó substituirle, y partiendo á toda prisa á Zubia, se echó á los pies de la Reina, é impetró su permiso para vengar este insulto. Volviendo entonces á cabalgar, embrazó su broquel flamenco, empuñó su fuerte lanza, y calada la visera, salió al encuentro del moro, y lo desafió al combate. Trabóse la pelea á la vista de ambos ejércitos, y en presencia de la Reina y de su comitiva. El choque fue terrible; las lanzas, hechas astillas, saltaron en el aire, y Garcilaso, derribado sobre el arzon de la silla, se vió en el mayor peligro; pero felizmente pudo cobrar las riendas, y poniéndose bien en su caballo, revolvió contra su enemigo. Acometiéronse entonces con las espadas. Las grandes fuerzas del moro, y la ligereza de su caballo, que le obedecia con maravillosa prontitud, le daban la superioridad sobre Garcilaso; pero éste se le aventajaba en la destreza, y en la facilidad con que paraba los golpes del alfange, que relumbraba en derredor de su cabeza. Empezaba á correr la sangre y á desfallecer el esfuerzo de uno y otro combatiente, cuando el moro, confiando en su mucha fuerza, se arrojó sobre su contrario, y se asió con él á brazos para arrancarle de la silla. En esta lucha vinieron los dos al suelo: cayendo el moro encima, paso una rodilla en el pecho de su víctima, y levantó en alto un puñal en ademan de clavárselo por la garganta. Los guerreros cristianos prorumpieron en un grito de desesperacion; pero en el mismo instante vieron al moro caer exánime en la arena. Garcilaso habia aprovechado la ocasion en que su contrario alzó el brazo para herirle, y acortando su espada, se la clavó hasta el corazon. Asi terminó este combate en que se observaron cumplidamente las leyes del duelo, pues nadie intervino en favor del uno ni del otro. Garcilaso despojó á su contrario, cobró la tablilla, y poniéndola en la punta de su espada, volvió en triunfo al ejército, que le recibió con gritos de alegría. En esto habia llegado el sol al meridiano, y los capitanes moros irritados por el vencimiento de su campeon, determinaron atacar al enemigo. Empezaron á hacerles fuego con dos tiros de artillería, que muy pronto produjeron alguna confusion en las filas cristianas. Notándolo Muza, mandó avanzar á la carga, y dieron sus tropas con tal furia en los cuerpos avanzados de los cristianos, que los hicieron retroceder hasta las batallas del marqués de Cádiz. No pudiendo ya evitar la batalla, se adelantó el Marqués con mil y doscientas lanzas que mandaba, y dióse principio á un combate general. La suerte se declaró muy brevemente contra los moros, que batidos y atemorizados se entregaron á la fuga, huyendo unos á la ciudad, otros á los montes. Los cristianos siguieron el alcance hasta las mismas puertas de Granada, causando al enemigo una pérdida de mas de dos mil hombres: ganaron asimismo los dos tiros de artillería, y no hubo en aquella jornada lanza cristiana que no se bañase en sangre mora[43]. [43] Cura de los Palacios. Tal fue esta corta pero sangrienta accion, denominada por los vencedores la escaramuza de la Reina. En conmemoracion de esta victoria, fundó doña Isabel en la aldea de Zubia un monasterio de Franciscanos, en que se ve un laurel que dicen fue plantado por ella misma[44]. [44] Tambien se ve en el dia la casa desde la cual miró la Reina esta batalla. Está en la primera calle á la derecha, entrando en el lugar por el lado de la vega, y tiene las armas reales pintadas en los techos. Habita en ella un honrado labrador, llamado Francisco García, que enseña su casa á los que quieren verla, y que rehusa con noble orgullo tomar recompensa alguna, ofreciendo al contrario la hospitalidad al forastero. Sus hijos están muy versados en los antiguos romances, relativos á las hazañas de Hernan Pulgar y de Garcilaso de la Vega. [Ilustración] CAPÍTULO XXXVI. _Incendio del real, y última tala de la vega._ Era una tarde calurosa del mes de julio, y á la roja luz del sol que se ponia, presentaba el real cristiano un aspecto magestuoso. Las tiendas de los capitanes con sus gayadas telas, sus colgaduras y caireles, formaban al parecer una ciudad de brocado y seda; y elevándose en el centro de esta pequeña metrópoli el suntuoso pabellon de la Reina, coronado de banderas y divisas, parecia querer competir con los palacios de Granada. Este precioso pabellon era del marqués de Cádiz, que lo habia cedido á la Reina, y era el mas completo y magnífico que se conocia en la cristiandad. Levantábase en el centro de él un alfaneque al gusto oriental, cuyas ricas colgaduras estaban sostenidas por columnas de lanzas, adornadas con emblemas militares. En derredor de este alfaneque habia otros aposentos, unos de lienzo pintado, otros forrados de seda, y todos separados unos de otros con cortinas: era en fin un palacio de campaña, que se podia erigir y deshacer en un momento. Iba entrando la noche, y disminuyéndose el bullicio de los preparativos que se hacian en el campo para la última tala que debia darse en la vega al dia siguiente, cuando se retiró la Reina á un gabinete para rezar sus horas antes de recogerse al lecho. Estando asi ocupada en sus oraciones, se vió de improviso rodeada de una luz muy viva, y de un humo denso que iba llenando toda la tienda; un momento despues ardia el pabellon en vivas llamas. La Reina, en tan gran peligro, se salvó apenas con una fuga precipitada, y temiendo por el Rey, corrió á su tienda. Pero el vigilante Fernando estaba ya en pié: saltando de su cama á la primera alarma, y creyendo fuese un rebato del enemigo, se habia salido á medio vestir, y sin mas armas que una lanza y una adarga. Impelido por el aire que corria aquella noche, fue cundiendo el fuego y comunicándose de tienda en tienda, hasta envolver el campo en un incendio general. Al triste resplandor de las llamas se veia esparcidos por el suelo ricos muebles, armas diferentes, y vasos preciosos, que cediendo al rigor del fuego, empezaban á correr en arroyos de oro y plata. Todo era confusion y espanto; las cajas y trompetas tocaban al arma, las damas medio desnudas se salian despavoridas de sus tiendas, y los soldados, sin armas ni gefes, corrian desafinados por el real sin saber á que parte acudir. La sospecha de que todo fuese una estratagema del enemigo, se desvaneció muy pronto; pero quedando el recelo de que aprovechasen los moros esta ocasion para intentar un asalto, salió el marqués de Cádiz con tres mil caballos para contenerlos. Cuando salieron del real, vieron iluminado todo el firmamento por el resplandor de las llamas, que parecia querian subirse al cielo, y llenaban el aire de centellas y cenizas. Caia sobre la ciudad una claridad tan grande, que toda ella se descubria patentemente con sus torres, almenas y baluartes: los turbantes de infinitos espectadores coronaban las azoteas de las casas, y las armas de los soldados relumbraban á lo largo de la muralla; pero ni un solo guerrero se veia salir por las puertas, porque los moros recelando tambien algun ardid por parte de los cristianos, no osaron apartarse de sus muros. Poco á poco fueron extinguiéndose las llamas, volvieron á prevalecer el silencio y la oscuridad, y el marqués de Cádiz regresó con su gente al campo. Cuando al otro dia salió el sol sobre el real cristiano, no quedaba ya de aquel hermoso conjunto de tiendas y pabellones, sino montones de escombros y cenizas, cascos, coseletes, y arreos militares abrasados, y masas de oro y plata derretida. La recámara de la Reina fue destruida enteramente; y la pérdida de los grandes y caballeros en vajilla, joyas, y otros efectos preciosos, fue incalculable. Al principio se atribuyó el fuego á una traicion; pero despues se averiguó haber sido puramente efecto de una casualidad. La Reina, al retirarse á sus oraciones, habia mandado á una moza de cámara que apartase una vela que ardia en su gabinete, porque no le estorbase el dormir. Colocada la luz en otra parte de la tienda, se puso por un descuido muy cerca de unas colgaduras, á las cuales prendió el fuego, y se siguió el desastre referido. Conociendo el ardoroso temperamento de los moros, se apresuró el Rey á destruir la confianza que les hubiese inspirado el suceso de la noche anterior. Aquella misma mañana se puso en movimiento el ejército cristiano, y saliendo de entre las ruinas del real, se adelantó hácia la ciudad con banderas tendidas, y sonido de cajas y trompetas, como si nada hubiese ocurrido. Los moros habian mirado el incendio con asombro y perplejidad: al dia siguiente vieron el campo cristiano hecho una masa negra que humeaba todavia, y llegando sus espías, supieron en toda su extension la desgracia acaecida á los sitiadores. No bien habia corrido por la ciudad esta noticia, cuando vieron al ejército cristiano que marchaba hácia ellos. Creyeron los moros que era un ardid con que los cristianos querian encubrir su desesperada situacion, y facilitar su retirada; y Boabdil, movido de un impulso de valor, determinó salir en persona al campo para segundar el golpe que Alá parecia haber descargado sobre los cristianos. Habia llegado el ejército enemigo hasta debajo de los muros de Granada, y estaba dando la tala á los jardines de los ciudadanos, cuando salió Boabdil con todo lo que quedaba de la flor y caballería de su capital. Pelearon los moros aquel dia con increible esfuerzo; ¿y qué mucho, si peleaban en los umbrales de sus casas, donde el mas cobarde se hace valiente, y en defensa de aquellos amados lugares que eran teatro de sus amores y placeres, y á la vista de sus esposas é hijas, de sus ancianos y doncellas, y de todo lo que el corazon del hombre estima y ama? No era esta una batalla sola, sino muchas reunidas en una; pues cada jardin era la escena de una contienda mortal; cada palmo de terreno era defendido con agonías de desesperacion, y cada paso que adelantaban los cristianos, les costaba su sangre y prodigios de valor. La caballería de Muza aparecia en todas partes, y donde quiera que llegaba daba nuevo ardor al combate; pero la infantería, cuya falta de firmeza habia sido fatal á los moros en tantas ocasiones, se dejó apoderar en esta de un terror pánico, y huyó en desórden, dejando al Soberano, con un puñado de caballeros, expuesto á una fuerza irresistible. Estuvo Boabdil á punto de caer en manos del enemigo, y á no haber sido tanta la velocidad de su caballo, no escapára de aquel peligro[45]. Hizo Muza los mayores esfuerzos para detener á los fugitivos, y ordenar las hazes; pero fueron inútiles: creció el tumulto, y llegó á ser general la derrota de los moros. Muza, pesaroso y desesperado, hubo de retirarse con los demas, pues con la caballería sola no podia mantener el campo. Entrando en la ciudad, mandó cerrar las puertas, y asegurarlas con cerrojos y cadenas, por la poca confianza que tenia en los archeros y arcabuceros encargados de defenderlas. Entretanto tronaba la artillería desde los baluartes de la ciudad, y Fernando, detenido en sus progresos por el vivo fuego que se le hacia, recogió sus tropas, y volvió en triunfo á las ruinas de su campo. [45] Zurita, lib. XX. cap. 88. Tal fue la última salida que hicieron los moros en defensa de su amada capital. El embajador francés, que se halló presente, quedó maravillado del modo de pelear y del esfuerzo y osadía de los moros. Verdaderamente la resolucion y constancia que manifestaron en todo el discurso de esta guerra, tiene pocos ejemplos en los anales de la historia. Despues de una lucha de diez años, y de una larga série de batallas en que la fortuna casi siempre se mostró contraria á las armas moras, despues de haber perdido sucesivamente casi todas sus plazas y fortalezas, y de haber muerto ó quedado cautivos tantos de sus hermanos, todavia perseveraban defendiendo cada castillo que les quedaba, cada peñon, cada palmo de terreno, con una tenacidad sin igual; y ahora que la metrópoli se hallaba sin apoyo y sin socorro, y que toda una nacion se habia agolpado bajo sus muros, tambien querian resistir, como si esperasen que la providencia intercediese en su favor con algun milagro. En su obstinada resistencia (dice un antiguo historiador) mostraban bien el dolor con que se despedian de aquella tierra y vega, que eran su cielo y paraiso, porque valiéndose de toda la fortaleza de sus brazos, parece que se abrazaban de aquella su carísima pátria, de la cual ningunas caídas, ningunas heridas ó muertes, los podian apartar; antes estuvieron firmes peleando por ella con las fuerzas juntas del amor y dolor, que merecia tan gran causa, mientras hubo manos y fortuna[46]. [46] Abarca, Reyes de Aragon, rey XXX. c. 3. [Ilustración] CAPÍTULO XXXVII. _De la construccion de la ciudad santa Fé, y de la capitulacion de Granada._ Los moros, aunque desanimados por el descalabro que acababan de sufrir, todavia se lisonjeaban que el incendio del real y las próximas lluvias del otoño, pondrian al Rey Católico en la necesidad de levantar el campo y de retirar sus tropas. Pero las medidas que tomó Fernando, destruyeron muy pronto esta esperanza. Para convencer á los moros que su resolucion era perseverar en el asedio de la plaza hasta rendirla, mandó construir una ciudad formal en el mismo sitio que ocupaba el campo. La ejecucion de tan árdua empresa se encargó á nueve ciudades principales que rivalizaron entre sí con un celo digno de tan justa causa. En muy poco tiempo se vieron subir fuertes muros, poderosas torres y sólidos edificios, donde antes no habia mas que ligeras tiendas y humildes chozas. Cuatro calles principales atravesaban la ciudad en forma de cruz, terminando en cuatro puertas que miraban á los cuatro vientos. En el centro habia una plaza espaciosa, donde cabia un ejército entero. Á esta ciudad se habia determinado dar el nombre de Isabel, nombre tan amado del ejército y de la nacion; pero esta piadosa princesa no quiso sino que se llamase santa Fé, que es como se denomina al dia presente. Hecha la ciudad, acudieron á ella los comerciantes con todo género de mercancías, establecieron sus almacenes con abundancia de efectos muy preciosos, y dieron á aquella poblacion un aire de prosperidad que contrastaba singularmente con el silencio y soledad que reinaban en la capital vecina. Entretanto, los rigores de la hambre empezaban á estrechar á los sitiados. Un convoy de víveres y dinero que venia para Granada desde las Alpujarras, cayó en manos del marqués de Cádiz, y fue conducido por él al campo sin que los moros, que lo veian, se lo pudiesen estorbar. Llegó el otoño, pero no habia cosechas; se acercaba el invierno, y ya la escasez de provisiones iba haciéndose muy sensible en la ciudad. Empezaron á desmayar los ánimos, y á desfallecer las fuerzas, y el pueblo, en sus recelos, recordaba los vaticinios de los astrólogos cuando nació su malhadado Monarca, con todo lo que se habia pronosticado de la suerte de Granada cuando la toma de Zahara. Alarmado Boabdil por los peligros que le amagaban de fuera, y por los clamores de su pueblo, convocó un consejo compuesto de los capitanes principales del ejército, de los alcaides de las fortalezas, de los xeques ó sábios de la ciudad, y de los alfaquís ó doctores de la fé. Reunidos en la Alhambra, les requirió Boabdil que le propusiesen medidas para ocurrir á la necesidad extrema en que se hallaban. La desesperacion estaba retratada en los semblantes de los consejeros, y respondieron todos: la rendicion. El intendente, Abul Casim Abdelmelec, representó el estado deplorable de las cosas: “Nuestros graneros, dijo, están exhaustos; la comida de los caballos la toman los soldados para sí, y los mismos caballos los matan para su sustento; por manera que de siete mil que habia, no quedan sino trescientos: tenemos en fin, un vecindario de doscientas mil almas, que son otras tantas bocas que claman lastimosamente por los medios de subsistir.” Los xeques y ciudadanos principales confirmaron la relacion de Abul Casim, diciendo que no habia mas alternativa que entregarse ó morir. Boabdil permaneció un rato silencioso y triste, y se mostró profundamente conmovido. Los consejeros, conociendo que vacilaba la resolucion del Rey, unieron sus votos, y le instaron de nuevo que otorgase la rendicion. Solo Muza se manifestó opuesto, diciendo que aun era temprano para tratar de la entrega, y que no estaban aun apurados los recursos. “Uno resta, añadió, terrible en sus efectos, y que en las ocasiones vale las mas cumplidas victorias; es la desesperacion. Animemos al pueblo, hagamos el último esfuerzo, y muramos si es preciso. ¡Por mí mas quiero que me cuenten en el número de los que perecieron en defensa de la pátria, que en el de los que presenciaron su estrago!” Las palabras de Muza no produjeron efecto alguno: la experiencia de tantas calamidades tenia postrados los ánimos de sus oyentes, y el abatimiento público habia llegado á aquel grado en que el mas entusiasta se torna discreto, y en que se desatiende á los héroes para escuchar los consejos de los ancianos. Cedió Boabdil al voto general, se acordó la capitulacion, y se despachó al intendente Abul Casim Abdelmelec para tratar de las condiciones con los Soberanos. Habiéndose presentado Abul Casim con este objeto en el real cristiano, fue recibido con mucho agasajo por los Reyes, que nombraron para tratar con él á Gonzalo de Córdoba y al secretario Fernando de Zafra; y despues de algunas conferencias se pusieron por escrito las capitulaciones siguientes: Habria suspension de armas por espacio de setenta dias y si en este tiempo no venian socorros al Rey moro, se entregaria la ciudad de Granada. Á todos los cautivos cristianos se pondria en libertad sin rescate. El Monarca moro y sus caballeros principales, harian pleito homenage á los Soberanos de obedecerles y guardarles fidelidad; concediendo éstos á Boabdil ciertas tierras en las Alpujarras para su mantenimiento. Los moros de Granada quedarian por vasallos de la corona de Castilla, conservarian sus bienes, caballos y armas, (menos la artillería) serian protegidos en el egercicio de su ley, y gobernados por sus cadis, con sujecion á las autoridades puestas por el Rey: estarian exentos de tributos por espacio de tres años, y los que despues se les exigiese, no serian mayores de los que habian pagado siempre á sus Reyes. Los que quisiesen pasar al África, podrian verificarlo, con sus efectos, en embarcaciones que se les daria sin coste alguno. Entretanto que se cumplian estas condiciones, se darian en rehenes cuatrocientos hijos de los ciudadanos moros mas principales, debiéndose al mismo tiempo restituir al Rey de Granada su hijo, y entregar todos los demas rehenes que habian quedado en poder de los Soberanos. Volviendo á Granada el Wazir Abul Casim con estas capitulaciones, las presentó al Divan como únicas que se concedian. Cuando los consejeros vieron llegar el terrible momento en que debian firmar y sellar la perdicion de su imperio, y en que Granada iba á ser borrada del número de las naciones, faltó en todos ellos la firmeza, y en algunos pudo tanto el sentimiento que derramaron lágrimas. No asi Muza, que conservando su serenidad, dijo: “Señores, dejad el llanto á los niños y mugeres, y tengamos corazon, no para derramar lágrimas, sino hasta la última gota de sangre. Veo tan caidos los ánimos que parece ya imposible salvar la pátria. Pero queda un recurso á los nobles pechos, que es la muerte. La madre tierra recibirá lo que produjo, y al que faltare sepultura que le esconda, no fallará cielo que le cubra. No quiera Alá que se diga que los granadinos nobles no osaron morir por la pátria.” Acabó Muza de hablar, y un alto silencio prevaleció en toda la asamblea. Volvió Boabdil los ojos en derredor, y en todos los semblantes no vió sino el abatimiento y la resignacion. “¡Alá achbar!, exclamó, ¡Dios es grande! en vano es el oponerse á la voluntad del cielo: demasiado cierto es que nací para ser en todo infortunado, y que el reino de Granada debe espirar bajo mi dominio.” “¡Alá achbar!, respondieron los visires y alfaquís, hágase la voluntad de Dios.” Ya se disponia el consejo á firmar las capitulaciones, cuando Muza, lleno de indignacion, volvió á levantarse, y dijo. “No os engañeis pensando que los cristianos serán fieles á sus promesas, ni creáis que su Rey será tan generoso vencedor, como venturoso enemigo. La muerte es lo menos que debemos temer: el saqueo de la ciudad, la profanacion de los templos, los ultrajes, las afrentas, la violacion de nuestras mugeres, calabozos, cadenas y esclavitud; he aqui las miserias que verán las almas viles: yo, por Alá, no las veré.” Diciendo estas palabras se salió muy airado, y habiendo tomado armas y caballo, partió de la ciudad por la puerta de Elvira, y nunca mas pareció[47]. [47] Conde, part. IV. Asi refieren los historiadores árabes el suceso de Muza Ben Abul Gazan; pero posteriormente parece haberse adquirido alguna luz sobre su suerte. Dice un coronista antiguo que la tarde de aquel dia, una partida de caballeros cristianos que discurria por las márgenes del Jenil, en número poco mas ó menos de veinte lanzas, vieron venir por el mismo camino un guerrero moro armado de punta en blanco, que traia calada la visera, la lanza en ristre, y su caballo cubierto asimismo de una armadura completa. Los cristianos iban armados á la ligera, con adarga, lanza y casco, pues habiéndose establecido la tregua, no pensaban ser acometidos; pero como viesen venir hácia ellos á este guerrero desconocido con aire tan hostil, le gritaron que se tuviese, y que declarase quien era. El moro, sin responder palabra, arremetió por medio de ellos, y atravesando á uno con la lanza, lo derribó de su caballo. Revolviendo entonces, acometió á los demas con el alfange: sus golpes eran furiosos y mortales, y parecia pelear no por la gloria sino por la venganza, no por conservar su vida sino por dar la muerte; pues todo su afan era herir en los cristianos sin cuidar de su defensa. Casi la mitad de los caballeros yacian muertos ó heridos por el suelo, sin que el furibundo moro hubiese recibido aun ninguna herida grave; tal era la finura y fuerza de las armas que llevaba; pero al fin cayó su caballo atravesado de una lanza, y él mismo, herido malamente, vino tambien al suelo. Los cristianos, admirando su valor, quisieron perdonarle la vida; pero el moro siguió defendiéndose de rodillas con un puñal agudo hasta quedar enteramente exhausto y sin fuerzas para combatir. Entonces, haciendo el último esfuerzo, se arrojó desesperado al rio, y se fue al fondo con el peso de las armas. Este guerrero desconocido era Muza Ben Abul Gazan; su caballo fue reconocido por algunos moros que habia en el real cristiano; pero la verdad del hecho nunca se ha podido averiguar de todo punto, por las dudas que le rodean. [Ilustración] CAPÍTULO XXXVIII. _Conmociones en Granada: entrega de la ciudad._ Las capitulaciones para la entrega de Granada se firmaron el dia 25 de noviembre, y desde aquel punto dejaron de hostilizarse dos naciones por tanto tiempo enemigas una de otra. El cauto Fernando no por eso permitió que entrasen provisiones en la ciudad, ni se descuidó en tomar las medidas convenientes para impedir que arribasen á las costas del reino socorros del extranjero; pues siendo los moros de su condicion tan ligeros y mudables, bastaria la ocasion mas pequeña para alterarlos, é inducirlos á tomar de nuevo las armas. Pero estas precauciones no eran necesarias: ni el Soldan de Egipto, ni las potencias berberiscas, se hallaban en estado de intervenir en esta guerra: sus propias contiendas les ocupaban demasiado para que pensasen en la defensa de Granada, ó bien repugnaban medir sus débiles fuerzas con las poderosas de Fernando. Aun no habia espirado el mes de diciembre, y ya era excesiva la hambre que se padecia en la ciudad. Boabdil, viendo cuán poca esperanza habia de que en el término señalado por la capitulacion ocurriese algun evento favorable, y no queriendo prolongar las miserias de su pueblo, determinó, de acuerdo con el consejo, hacer la entrega de la ciudad el dia 6 de enero. El 30 de diciembre manifestó su intencion al Rey Fernando, por medio de Jusef Aben Connixa, quien le entregó los rehenes, como asimismo un presente de dos caballos castizos suntuosamente enjaezados, y una magnífica cimitarra. Parecia estar decretado que las desgracias persiguiesen á Boabdil hasta el fin de su carrera. Al dia siguiente se presentó de nuevo en Granada aquel santon ó Dervís, Hamet Aben Zarrax, que ya en otra ocasion habia sido causa de alborotos. Corriendo por las calles y plazas con ojos encendidos y rostro espantable, daba voces como frenético, vituperando la capitulacion, denunciando al Rey y á los nobles como musulmanes solo en el nombre, é instigando el pueblo á tomar las armas. Á consecuencia, se alborotaron y armaron mas de veinte mil hombres, que anduvieron por la ciudad dando gritos é inspirando tal temor, que las tiendas y casas se cerraron, y tuvo Boabdil que refugiarse en la Alhambra. Duró este tumulto todo aquel dia y noche; pero á la mañana siguiente el entusiasta que lo habia excitado ya no parecia, ni se pudo saber qué se habia hecho, y asi volvió á tranquilizarse aquella turbulenta multitud[48]. Saliendo entonces de la Alhambra el Monarca moro acompañado de sus principales caballeros, arengó al pueblo para persuadirles que cumpliesen la capitulacion acordada, pues estaban ya entregados los rehenes. Sin disimular sus yerros, y atribuyendo á sí mismo las calamidades de la pátria, dijo el desconsolado Monarca: “Bien sé que mis culpas, y el haberme alzado con el reino contra mi padre, son la causa de los males que padecemos, y que tan amargamente lloro. Por vuestro respeto, no por el mio, he hecho este asiento con los cristianos, deseando protegeros á vosotros, y á vuestras mugeres é hijos contra los horrores de la hambre que nos aqueja, y por aseguraros el ejercicio de vuestra religion, y la posesion de vuestros bienes, libertad y leyes, bajo el dominio de otro Soberano mas venturoso que vuestro desgraciado Boabdil.” [48] Mariana. El tono patético con que el Monarca pronunció este discurso, conmovió los ánimos de sus oyentes, quedó determinado guardar la capitulacion, y aun hubo alguna voz que dijo: ¡viva Boabdil el Zogoibi! En seguida envió el Rey sus mensageros á Fernando avisándole que el dia siguiente le entregaria la ciudad. Entretanto se hicieron en la Alhambra los preparativos necesarios para que al otro dia evacuase la familia real esta mansion deliciosa; se empaquetaron los tesoros y efectos mas preciosos, y se despojó de sus adornos aquellos soberbios salones de que sus moradores iban á despedirse para siempre. En esta ocupacion, y no sin lágrimas y lamentos, se pasó aquella triste noche. Al primer albor de la madrugada, salió la familia de Boabdil por una puerta escusada de palacio; y dirigiéndose por las calles mas retiradas, partieron silenciosamente la sultana Aixa, y Zorayma esposa del Rey, con sus damas y servidumbre, y una escolta pequeña pero leal de moros veteranos. Los soldados que estaban en las puertas, al abrirlas para que saliesen, derramaron lágrimas. La comitiva real, volviendo los ojos por la vez postrera sobre las sombrías torres de aquella régia morada que dejaba, prosiguió su camino por las márgenes del Jenil con direccion á las Alpujarras, hasta llegar á una aldea distante algunas leguas de la ciudad, donde se detuvo para esperar que se les reuniese el Rey. Apenas el nuevo sol empezó á herir con sus rayos de oro las altas cumbres de Sierra nevada, se puso en movimiento el real cristiano. El obispo de Ávila, Fray don Hernando de Talavera, acompañado de un fuerte destacamento de infantería y caballería, se dirigió á la ciudad para tomar posesion de la Alhambra y sus torres, y pasando por delante de la puerta de los molinos, llegó al cerro de los Mártires, cerca de un postigo de la Alhambra. Aqui le salió al encuentro, acompañado de algunos pocos caballeros, el Rey moro, que habia dejado á su visir Jusef Aben Connixa, con el encargo de hacer la entrega del Alcázar. “Id, señor, dijo Boabdil á don Hernando, y ocupad esa fortaleza por los Reyes poderosos á quien Dios la quiere dar, en castigo de los pecados de los moros;” y sin decir otra palabra, siguió Boabdil su camino para recibir á los Soberanos Católicos. Don Hernando, pasando adelante, entró con sus tropas en la Alhambra, cuyas puertas estaban abiertas de par en par, y desiertos y solitarios sus magníficos aposentos. Entretanto, salió del Real el ejército cristiano en rigurosa ordenanza, y se adelantó hácia Granada. Salieron asimismo el Rey y la Reina con los príncipes sus hijos, y los prelados, grandes y caballeros de su corte, adornados todos con suntuosos atavíos. Con esta pompa y grandeza, procedieron los Soberanos al lugar de Armilla, que está á media legua de la ciudad, donde se detuvieron, por no haberse hecho todavia la señal de estar tomada la posesion. Mirando ansiosamente las torres de la Alhambra, estuvieron aqui un rato esperando la señal convenida. Al fin vieron brillar á los rayos del sol la Cruz de plata, y tremolar el pendon sagrado en la torre de la vela. Al lado de éste se enarboló el estandarte de Santiago, y á su vista prorumpió el ejército todo en voces de alegría, gritando, ¡Santiago! ¡Santiago! Por último, se elevaron las armas reales, y dijo en alta voz el rey de armas: “Castilla, Castilla por el Rey don Fernando y la Reina doña Isabel.” Á estas palabras respondió el ejército con vivas y aclamaciones, cuyo eco resonó largo rato por la vega. Los Soberanos entonces se hincaron de rodillas, y dieron gracias á Dios por tan gran triunfo: otro tanto hicieron todos los de su acompañamiento, entonando al mismo tiempo los coristas de la capilla real el solemne canto de _Te Deum laudamus_. Prosiguiendo su camino, llegó la procesion á una mezquita pequeña, que hoy es la ermita de san Sebastian. Aqui salió á recibir á los Reyes el desgraciado Boabdil, acompañado de unos cincuenta caballeros y criados. Estando cerca, hizo muestra de apearse del caballo, para besar la mano al vencedor. Pero Fernando le hizo la honra de no consentirlo, por lo que Boabdil, inclinándose hácia él, le besó en el brazo derecho. La Reina tampoco admitió el acatamiento del Rey moro; y para consolarle en su adversidad le entregó alli el príncipe su hijo, que hasta entonces habia quedado en tercería[49]. Boabdil entonces, con rostro poco alegre y puestos los ojos en tierra, entregó á Fernando las llaves de la ciudad, diciendo: “Estas llaves son las últimas reliquias del imperio árabe en España. Tuyos son nuestros reinos, trofeos y personas: ¡tal es la voluntad de Dios! Recíbenos con la clemencia prometida de tí y esperada de nosotros”[50]. Tomó el Rey las llaves con dignidad, y dijo á Boabdil: “No dudes de nuestras promesas, ni te falte el ánimo en la adversidad; pues lo que la fortuna de la guerra te ha quitado, lo resarcirá nuestra amistad.” Dicho esto, entregó Fernando las llaves á la Reina, que las dió al príncipe don Juan, de cuyas manos las recibió el conde de Tendilla, que estaba nombrado gobernador de la ciudad, y capitan general del reino de Granada. [49] Zurita, Anales de Aragon. [50] Abarca, Anales de Aragon, rey XXX. c. 33. Habiendo entregado el último símbolo de su poder, pasó Boabdil adelante la via de las Alpujarras, acompañado de algunos de sus caballeros mas leales. Llegando á donde su familia le esperaba, se reunió con ella, y todos juntos se dirigieron triste y silenciosamente al valle de Purchena, que era la morada que se les habia señalado. Despues de andar dos leguas, y cuando empezaban á internarse en las montañas, llegaron á una altura desde la cual se descubre últimamente la ciudad. Aqui se detuvo involuntariamente toda la comitiva, para contemplar por la vez postrera esta ciudad amada, que despues de algunos pocos pasos se ocultaria á sus ojos para siempre. Jamas les habia parecido tan hermosa: á los rayos de un sol resplandeciente, relumbraban los dorados chapiteles de sus alcázares y mezquitas; las erguidas almenas y torres de la Alhambra presentaban una majestuosa perspectiva; y en derredor, desplegaba la vega su verde seno, por donde corria engastada la líquida plata del cristalino Jenil. Mirando estaban los caballeros moros con el mas profundo dolor y sentimiento esta mansion deliciosa, teatro de sus amores y placeres, cuando salió de la ciudadela un remolino de humo, al que siguió inmediatamente el ruido confuso de una salva de artillería, anunciando la toma de posesion de la ciudad, y el fin del dominio de los árabes en España. El desconsolado Monarca no pudo ya contener el dolor que rebosaba en su corazon. “¡Alá achbar!, exclamó, ¡Dios es grande!” pero aqui le faltaron á un mismo tiempo la voz y la resignacion, y prorumpió en un torrente de lágrimas. Su madre, la magnánima sultana Aixa, notando esta debilidad, le dijo indignada: “Bien haces de llorar como muger, lo que no fuiste para defender como hombre.” El visir Aben Connixa, procurando consolar á su amo, le decia: “Considera, señor, que los grandes infortunios, si se toleran con magnanimidad, hacen célebres á los hombres tanto como las grandes hazañas.” Pero para Boabdil no habia consuelo, y entre lágrimas y suspiros dijo: “¡Qué infortunios jamas igualaron á los míos!” De aqui vino el llamarse Fez Alá achbar un cerro que está cerca del Padul; pero el punto desde el cual miró el Rey á Granada por la vez postrera, se denomina aun hoy dia, el último suspiro del moro. [Ilustración] CAPÍTULO XXXIX. _Los Soberanos Católicos entran en Granada y toman posesion de la ciudad._ Habiendo recibido de manos de Boabdil las llaves de Granada, pasaron adelante los Reyes Católicos con todo el ejército; y estando muy cerca de la ciudad, vieron salir á su encuentro los cautivos cristianos, que tantos años habian llorado la pérdida de su libertad. Éstos, en número de quinientos, se presentaron á los Soberanos, descoloridos y macilentos, sacudiendo sus cadenas, y llorando alegrías. Recibiólos el Rey con la mayor ternura, llamándolos buenos españoles, vasallos leales y valientes, y mártires de aquella gran causa. La Reina les prodigó los consuelos, y les suministró por su mano cuantos socorros habian menester. No pareció á los Soberanos entrar aquel dia en la ciudad, por no estar aun ocupada enteramente por sus tropas, ni asegurada de todo punto la tranquilidad pública[51]. Pero entraron el marqués de Villena y el conde de Tendilla, con seis mil hombres, y se apoderaron de todas las fortalezas. Con ellos entraron el príncipe Cidi Yahye, llamado ahora don Pedro de Granada, que estaba nombrado alguacil mayor de la ciudad, y su hijo don Alonso, á quien se habia dado el cargo de almirante de la armada. Despues de un breve rato se vió relumbrar en todas las almenas los yelmos y lanzas de los cristianos, y tremolar en cada torre el estandarte de Castilla, y oyóse á las baterías anunciar con una estrepitosa salva, la subyugacion de la ciudad y la consumacion de la conquista. [51] Abarca, ubi supra. Zurita, &c. Llegaron entonces los grandes y caballeros á besar la mano á los Soberanos como Reyes de Granada, y les dieron el parabien de su nuevo reino. Concluida esta ceremonia, regresaron todos en procesion al real de santa Fé. La entrada solemne de Fernando é Isabel en Granada, se verificó el dia 6 de enero. Salieron del real por la mañana con mucho acompañamiento de prelados, grandes y caballeros, adornados todos con sus respectivas insignias y condecoraciones. Á tan brillante comitiva daba mayor lucimiento una poderosa escolta de guerreros resplandecientes de armas, con plumeros que azotaban el viento, y caballos arrogantes. Con esta solemnidad y fausto entraron los Reyes en la ciudad, y llegando á la mezquita mayor, consagrada ya como catedral, hicieron oracion, dando gracias al Todopoderoso por haberles concedido acabar felizmente la empresa de Granada, fin de tantas esperanzas y fatigas. Concluido este acto religioso, pasó la procesion á la Alhambra; y este régio Alcázar, que poco antes habia sido centro de la grandeza de los Reyes moros, recibió en su recinto á la lucida corte de Castilla. Las damas y caballeros discurrian embelesados por los soberbios salones de este palacio tan celebrado en todo el mundo, y contemplaban con admiracion los primorosos arabescos é inscripciones que adornaban sus paredes, las claras fuentes de sus frondosos patios, y la curiosa labor de sus dorados techos. La última solicitud de Boabdil, y la que manifiesta cuanto sentia él la mudanza de su fortuna, fue que no se permitiese á nadie salir ni entrar por la puerta por donde habia salido á hacer la entrega de la ciudad. Esta súplica le fue concedida, y se mandó tapiar la puerta, en cuyo estado queda todavia como monumento mudo de este suceso[52]. [52] Garibay, Compend. Hist. l. 40, c. 42. NOTA. Como no todos tendrán noticia de esta puerta, y del suceso que se refiere de ella, ha parecido apropósito manifestar aqui las investigaciones que se hicieron sobre el particular por el autor de esta historia. La puerta de que se trata se halla al pié de una gran torre algo distante del cuerpo principal de la Alhambra, cuya torre está casi arruinada por haberla volado los franceses con pólvora cuando evacuaron esta fortaleza. Entre las ruinas que yacen enderredor, cubiertas de parras é higueras, tiene su casita un tal Mateo Jimenez, cuya familia ha vivido alli por muchas generaciones. Este fue quien enseñó al autor la referida puerta, cerrada todavia de piedra y yeso, asegurando haber oido decir á su padre y á su abuelo que siempre habia estado tapiada, y que por ella salió Boabdil cuando entregó la ciudad de Granada. El camino por donde se retiró el desgraciado Monarca, pasa por el huerto del convento de los Mártires, luego por un barranco inmediato y por una calle de chozas miserables, y desde alli, por la puerta de los molinos, á la ermita de san Sebastian. Pero para descubrir esta ruta, el anticuario mas exquisito se hallará perplejo si el humilde historiador de aquellos sitios, Mateo Jimenez, no le ayuda con sus conocimientos. [Nota al margen: Año 1492.] Habiendo los Soberanos tomado asiento en el trono que les estaba prevenido en el salon de audiencia de este palacio, que por tanto tiempo habia sido mansion de Monarcas sarracenos, acudieron á hacerles el debido acatamiento, y á besarles la mano, los habitantes principales de Granada, y á su ejemplo hicieron lo mismo los diputados de los pueblos y fortalezas de las Alpujarras que aun no se habian sometido. Y asi terminó esta famosa guerra, despues de una sangrienta lucha de diez años de duracion; asi terminó tambien el dominio de los sarracenos en España, y se extinguió un imperio que habia subsistido setecientos setenta y ocho años, contando desde la memorable derrota de don Rodrigo, último Rey de los Godos, hasta la toma de Granada en el año 1492 de la Era de N. S. [Ilustración] APÉNDICE. _Suerte del Rey chico Boabdil._ La Crónica de la Conquista de Granada está ya concluida; pero acaso será interesante al Lector saber la suerte que posteriormente tuvieron algunos de los personajes principales. El desventurado Boabdil se retiró al valle de Purchena, donde se le habia concedido un territorio corto, pero fértil, con el señorío y rentas de varios pueblos. Al visir Jusef Aben Connixa se habia señalado igualmente muchas tierras; y asi él como Jusef Vanegas acompañaron al Rey en su retiro. Si cupiese en el corazon del hombre vivir contento con la posesion del bien presente, sin acordarse de grandezas pasadas, Boabdil hubiera podido al fin disfrutar algunos dias serenos. Viviendo en un valle delicioso y en el seno de su familia, rodeado de vasallos obedientes, y de leales amigos, hubiera podido volver atrás la vista, y contemplar su pasada carrera como quien recuerda las especies de un confuso y espantoso sueño; y debiera bendecir el cielo por haber despertado en el goce de tan dulce y tranquila seguridad. Pero Boabdil no podia olvidar que habia sido Monarca, y la memoria de la pompa régia en que se habia visto, le hacian mirar con desprecio todas las comodidades que disfrutaba. En este estado de cosas el visir Aben Connixa, creyendo complacer á su amo, ó acaso inducido por los ministros de Fernando, se concertó con el Rey Católico para la venta de las posesiones de Boabdil, y sin la aprobacion ni consentimiento de éste, la efectuó por la cantidad de ochenta mil ducados de oro, que le fueron pagados en el acto. Aben Connixa, cargando el dinero en acémilas, partió alegre la vuelta de las Alpujarras, y llegando á presencia de Boabdil, le puso delante el oro, diciendo: “Señor vuestra hacienda traigo vendida; ved aqui el precio de ella. He querido apartaros del peligro en que vivís, permaneciendo en esta tierra. Los moros son una gente veleidosa y temeraria, y con el pretexto de serviros no dejarán de intentar cosas que acarreen la ruina de todos nosotros, y pongan en riesgo vuestra persona. He notado tambien la tristeza que os consume en este pais, donde todo os recuerda que fuisteis Rey, sin dejaros la menor esperanza de volverlo á ser. Vamos, señor, al África, que con este dinero compraremos alli mejor hacienda, y viviremos con mas honor y mas seguridad.” Al oir estas palabras fue tal la cólera de Boabdil, que sacó el alfange, y si no le quitáran tan presto de delante á su oficioso visir, lo sacrificára en el acto á la rabia que le dominaba. Pero Boabdil no era vengativo; aquella llamarada de ira se apagó muy pronto, y viendo que el mal no tenia remedio, juntó sus tesoros y efectos preciosos, y partió con su familia y criados para un puerto de mar donde le esperaba un navío prevenido por órden del Rey cristiano. Cuando llegó al puerto, acudieron muchos de los que habian sido sus vasallos para verle antes que partiese. Embarcóse Boabdil, y los espectadores viendo desplegadas al viento las velas del navío, ya libre de sus amarras, quisieran con una despedida afectuosa, mostrar á su desgraciado príncipe el interés que tomaban en su suerte; pero la consideracion del estado humilde á que habia llegado, trajo irresistiblemente á su memoria el apellido ominoso de su juventud: “¡Adios, Boabdil!, dijeron, ¡Alá te guarde, el Zogoibi!” Esta denominacion fatal se imprimió altamente en el corazon del expatriado Monarca, y de nuevo se le humedecieron los ojos al perder de vista las nevadas cumbres de la serranía de Granada. Llegando á Fetz, fue bien recibido del Rey Muley Acmed, deudo suyo, y vivió muchos años en sus dominios. Su manera de vida en todo este tiempo, y si la pasó con resignacion ó disgusto, no lo dicen las historias. La última noticia que se tiene de él es del año 1526, treinta y cuatro años despues de la pérdida de Granada, cuando acompañó al Rey de Fetz á la guerra, para suprimir una insurreccion de dos hermanos llamados Xerifes. Los ejércitos se dieron vista en las orillas del Guatisved, junto al vado de Bacuba. El rio era profundo, las orillas altas; y por espacio de tres dias estuvieron los dos ejércitos haciéndose fuego de la una á la otra parte, sin atreverse ni unos ni otros á pasar aquel vado peligroso. Al fin, habiendo el Rey de Fetz dividido su ejército en tres trozos, dió el mando del primero á su hijo, en union con Boabdil, encargándoles que pasasen el vado y ocupasen al enemigo, mientras él llegaba con el resto de las tropas. Boabdil acometió la empresa con denuedo; pero cuando llegó á la orilla opuesta, fue tan vigorosamente atacado por el enemigo, que el hijo del Rey de Fetz y muchos de los capitanes mas valientes murieron en el primer encuentro. Retrocediendo estas tropas, se mezclaron con las demas que empezaban á pasar el vado, y se siguió la mayor confusion y desórden: la caballería atropellaba á los peones, y éstos, atosigados por la matanza que hacia en ellos el enemigo, no sabian á que parte volverse; por manera, que los que escapaban de morir á hierro perecian en el agua. En esta horrible carnicería sucumbió Boabdil, verdaderamente llamado el Zogoibi: triste ejemplo de los caprichos de la fortuna; pues tuvo este príncipe valor para morir en defensa de un reino ageno, no habiéndolo tenido para morir defendiendo el suyo[53]. [53] Mármol, Descrip. de África, p. I. lib. 2, c. 40. Idem, Hist. de la Reb. de los moros, l. I. c. 21. NOTA. En la galería de pinturas del Generalife, puede verse un retrato del Rey chico Boabdil, que está representado con semblante apacible, rostro hermoso y de buen color, y cabello rubio. Su vestido es de brocado amarillo con relieves de terciopelo negro, una gorra de la misma estofa y color, y sobre ésta una corona. En la armería de Madrid existen dos armaduras que se cree fueron suyas, una de ellas de acero sólido con muy pocas labores; y segun sus dimensiones, puede presumirse que Boabdil seria de buena estatura y de robusto cuerpo. _Muerte del marqués de Cádiz._ El célebre Rodrigo Ponce de Leon, marqués de Cádiz, fue sin duda el mas señalado entre los caballeros españoles por su valor, esfuerzo y grandes servicios en la guerra de Granada. Él fue quien dió principio á esta famosa empresa con la captura de Alhama; y él, despues de participar en casi todos los trances y sucesos de ella, presenció su fin; pues se halló en la toma de Granada que fue el sello de la conquista. Á la edad de cuarenta y ocho años, y cuando empezaba á disfrutar la gloria de tantos triunfos, vino la muerte y le arrebató cubierto de laureles. Murió este esforzado caballero el dia 27 de agosto de 1492, muy pocos meses despues de la conquista, habiendo sido ocasion de tan temprana muerte los achaques que le acarrearon los trabajos y fatigas de la guerra. El Cura de los Palacios, que le conocia, dice que se le citaba como el modelo mas perfecto de la virtud caballeresca de su tiempo: era moderado, casto, y muy piadoso; amante de los soldados, gran defensor de sus vasallos, justiciero, pero benigno, y enemigo de aduladores, cobardes y embusteros. Su ambicion era tan noble como grande, sus pasatiempos todos de un género guerrero. Amaba la geometría aplicada á la ciencia de la fortificacion, y gustaba de la música, esto es, de la música militar, y del sonido de cajas, clarines y trompetas. Como buen caballero, era protector del bello sexo, y no tenia menos acreditado su valor personal que su cortesía para las damas. Su muerte causó un sentimiento general, por lo mucho que todos le honraban y querian. Sus parientes, criados y amigos, se cubrieron por él de luto, y éstos eran en tanto número, que la mitad de Sevilla se vistió de negro. Pero el que mas vivamente sintió su pérdida, fue su fiel amigo don Alonso de Aguilar. Las honras fúnebres que se le hicieron, no podian ser mas suntuosas y solemnes. Su cuerpo, (dice el referido Cura de los Palacios) fue colocado en un atahud forrado de terciopelo negro, con una cruz de damasco blanco en la cubierta. Vistiéronle una rica camisa, un jubon de brocado, un sayo de terciopelo, y una marlota de brocado que le llegaba hasta los pies: al lado le pusieron su espada ceñida como él la traia siempre. Ataviado con esta magnificencia, y puesto el atahud en unas primorosas andas, lo colocaron en una sala baja de la casa de los Ponces. Los hermanos y parientes del difunto, la Duquesa su muger, y otras muchas dueñas, hicieron sobre él grandes lloros y sentimientos, y lo mismo hicieron sus criados, escuderos y toda la gente de su casa. Al caer de la noche vinieron mas de ochenta clérigos, y tres órdenes de frailes, y lo encomendaron, y lo sacaron de las andas, acompañándole ellos y todos los canónigos y dignidades de la santa Iglesia mayor, y los obispos que se hallaban en la ciudad; y de los seglares, el conde de Cifuentes, los regidores, veinte y cuatros, y alcaldes mayores. Lleváronle con mucha solemnidad, haciendo á trechos sus paradas, y la clerecía sus responsos; y daban tan grandes gritos las mugeres como si fuera su padre ó hermano. Salieron con él desde su casa doscientas y cuarenta hachas de cera, que parecia por donde pasaba que era la mitad del dia. Acompañáronle asimismo de su casa hasta la sepultura diez banderas que habia ganado en batallas de moros, las cuales alli iban cerca de él, y las pusieron sobre su tumba. Saliéronle á recibir los frailes de san Agustin con su cruz y cirios, y ocho incensarios vestidos de dalmáticas negras: y metiéndole en la iglesia, pusieron las andas en una muy alta cama, donde estuvo hasta que le dijeron cuatro vigilias, y dichas, lo depositaron en su tumba. Su sepulcro, con aquellas antiguas banderas suspendidas sobre él, subsistió por siglos, excitando la admiracion y reverencia de cuantos tenian noticia de los hechos y virtudes de este héroe. Pero en el año de 1810 saquearon los franceses la capilla en que está situado, derribaron el altar, y destrozaron los sepulcros de los Ponces. La actual duquesa de Benavente, digna descendiente de esta ilustre y heróica casa, hizo despues recoger piadosamente las cenizas de sus abuelos, restableció el altar, y reparó la capilla. Pero los sepulcros han quedado enteramente arruinados, y en el dia una inscripcion en letras de oro, que se ha puesto en la capilla, es lo único que indica el lugar de sepultura del valeroso Rodrigo Ponce de Leon. _Suceso de don Alonso de Aguilar._ A los que toman algun interés en la suerte de don Alonso de Aguilar, uno de los capitanes mas celebrados que tuvo España, y amigo íntimo del marqués de Cádiz, acaso no será indiferente la relacion que sigue de las circunstancias particulares en que halló la muerte. Inmediatamente despues de la conquista de Granada, empezaron los moros á manifestar en el desasosiego de sus ánimos la impaciencia con que sufrian el yugo de los cristianos. Las medidas que se tomaron para convertirlos, y el excesivo celo de los misioneros, les sirvió posteriormente de pretexto para alborotarse; y cundiendo en ellos el fuego de la sedicion, corrieron á las armas, levantaron el estandarte de la rebelion en las Alpujarras, y se hicieron fuertes en las asperezas de sierra Bermeja. El Rey Católico, instruido de estos tumultos, mandó pregonar perdon general á los que, deponiendo luego las armas, volviesen á su obediencia y á la profesion de la fé cristiana; si bien al mismo tiempo dió órden de marchar contra ellos á don Alonso de Aguilar, y á los condes de Ureña y de Cifuentes. Hallábase don Alonso á la sazon en Córdoba; y aunque el número de tropas que se le dió para esta expedicion, no guardaba proporcion alguna con las dificultades de la empresa, no vaciló en acometerla. Tenia entonces este caudillo cincuenta y un años, habiéndolos pasado casi todos en la guerra; de suerte que los peligros eran ya su elemento natural. Á la experiencia que da el tiempo, unia todo el ardor de la juventud: su cuerpo, con el ejercicio y las fatigas, habia adquirido la consistencia del hierro: sus armas y arreos habian llegado á ser parte de su naturaleza, y puesto á caballo parecia un hombre de acero. En esta ocasion llevó don Alonso consigo á su hijo don Pedro de Córdoba, que empezaba á entrar en la edad viril, y daba ya muestras de un espíritu osado y generoso. El pueblo de Córdoba, viendo como el veterano padre, vencedor en mil batallas, llevaba á su hijo á la guerra, se acordó del apellido de esta familia, y dijeron: “Ved el águila enseñando su hijo á volar; viva el valeroso linage de los Aguilares.” La salida de don Alonso, y el temor que su nombre inspiraba á los moros, hizo que muchos de los rebeldes arrojasen las armas, y volviesen de paz á sus hogares. Pero andaba entre ellos la feroz tribu de los Gandules, moros africanos, que de ninguna manera querian rendir vasallage á los cristianos. Éstos tenian por caudillo un moro muy valiente y diestro, que llamaban el Ferí de Benastepar. Á instancias suyas reunieron los moros rebelados sus familias y efectos mas preciosos, abandonaron las llanuras, y llevando delante sus ganados, se recogieron á los lugares mas ásperos de sierra Bermeja. En la cumbre de la sierra habia un llano rodeado de peñas y precipicios, que formaban una fortaleza natural. Aqui, por disposicion del Ferí, se colocó á las mugeres, niños y todo el equipage; y en los puntos que dominaban las entradas de la sierra, se juntaron montones de piedras, para hacer mas peligrosa la subida, y dar mayor seguridad á este asilo. Llegando los cristianos, sentaron su real cerca de Monarda, lugar fuerte, situado al pié de la sierra. Los moros, bajando de la montaña, se colocaron en la ladera, orillas de un arroyo que los separaba de los cristianos, y se dispusieron á defender á estos la subida. En este estado habian permanecido algunos dias, sin emprender unos ni otros cosa alguna, cuando una tarde ciertos soldados de don Alonso, tomando una bandera pasaron el arroyo, y sin órden ni concierto se arrojaron á subir la sierra: otros, estimulados por este ejemplo, se fueron en pos de ellos, y en breve se trabó en la ladera una pelea muy reñida. Los condes de Ureña y de Cifuentes, en vista de lo que pasaba, pidieron consejo á don Alonso de Aguilar. “Mi consejo, dijo don Alonso, en Córdoba lo dí, y allá se ha quedado: la empresa es temeraria; pero pues tenemos á los moros delante, salgamos á ellos, que si en nosotros conocen flaqueza, crecerá su ánimo y será mayor nuestro peligro: adelante, pues, y confiemos en Dios que será nuestra la victoria”[54]. [54] Bleda, l. V. c. 26. Los cristianos entonces acometieron con denuedo, y empezaron á subir peleando la sierra arriba. Los moros se defendieron vigorosamente, hiriendo á sus contrarios con una lluvia de piedras y saetas, y recogiéndose, cuando se veian apretados, á unos parages llanos que habia á trechos en la ladera. Pero forzados á abandonar sucesivamente todas estas posiciones, se fueron contrayendo al llano mas alto, donde tenian sus mugeres y haciendas. Aqui hicieron el último esfuerzo, cediendo, al fin, al valor de don Alonso y de su hijo, que cargándolos á la cabeza de trescientos hombres, los obligaron á huir y á desamparar el puesto. La demas tropa, mirando la dispersion de los moros, dieron por ganada la batalla, se desmandaron á robar, y arrojaron las armas para cargarse de botin. Era ya tarde, y empezaba á oscurecerse el dia. El Ferí, despues de grandes esfuerzos, logró atajar la fuga de los suyos. “Soldados, amigos, les decia, ¿dónde vais? ¿dónde huireis que no os alcance el enemigo? ¿Asi abandonais vuestras mugeres é hijos? volved á defenderlas, y no pongais la esperanza en los pies, teniendo armas en las manos.” El discurso del Ferí y los gritos y lamentos de las mugeres, que se oian á lo lejos, alentó á los moros, y les dió ánimo para volver á la pelea, cuando ya era de noche. Por desgracia se pegó fuego, y voló en aquel punto, un barril de pólvora, y su resplandor momentáneo, bastó para descubrir á los moros el desórden de los nuestros, su poco número, y el afan con que se ocupaban en la coleccion de los despojos. “Ahora es la ocasion, exclamó el Ferí, cerraos y herid en ellos, que están derramados y cargados de vuestra hacienda; yo iré delante de todos, y os abriré el camino.” Con esto avanzaron los moros al ataque, y dando espantosos alaridos, cargaron al enemigo con furia irresistible. Los cristianos, esparcidos y embarazados con la presa, se abandonaron á un terror pánico, arrojaron los despojos, y huyeron en desórden. En este peligroso trance, solo se mantuvieron firmes don Alonso de Aguilar y algunos pocos de sus valientes; los demas, perseguidos por el enemigo, caen muertos, heridos ó derrumbados. Al fin los caballeros cristianos viéndose acometidos de frente y por espaldas, y hostigados por todo género de armas arrojadizas, propusieron á don Alonso abandonar la cumbre, y reparar en la ladera. “No, dijo don Alonso, que la casa de los Aguilares nunca volvió las espaldas en batallas de moros.” Apenas pronunció estas palabras, cayó á sus pies su hijo don Pedro, herido de una piedra que le derribó dos dientes, y atravesado el muslo de una flecha. El animoso jóven, apoyándose en una rodilla, quisiera todavia pelear al lado de su padre; pero éste lo entregó á don Francisco Alvarez de Córdoba, que lo sacó de la pelea. En vano hizo prodigios de valor este pequeño escuadron de héroes: uno despues de otro fueron todos sacrificados. El último fue don Alonso, que hallándose solo y sin caballo, y casi sin armas, desenlazado el coselete, y el pecho lleno de heridas, se defendia entre dos peñas contra la muchedumbre que le acosaba. Alli le fue á buscar un poderoso moro, que se separó de sus compañeros; y asiéndose á brazos los dos, comenzó una terrible lucha. “¡Yo soy don Alonso!, dijo nuestro héroe.” “¡Yo soy el Ferí de Benastepar!” replico el bárbaro, y clavándole al mismo tiempo un puñal, dió con él muerto en el campo. Asi acabó don Alonso de Aguilar, el mas cabal de los caballeros de Andalucía, el mas poderoso de los grandes de Castilla, y el mas distinguido por su estado, por su condicion, y por sus hechos. Habia sido general de varios ejércitos, virey, autor de grandes empresas, y vencedor en muchas batallas: habia muerto por su mano muchos capitanes moros, entre otros Aliatar, el alcaide de Loja, combatiendo con él cuerpo á cuerpo en las orillas del Jenil: era discreto, magnánimo, justo á par de valiente, y era el quinto señor de su casa que habia perecido en batalla de moros. El conde de Ureña entretanto, habia logrado con mucha dificultad reunir algunos de los fugitivos, y contener el ímpetu de los moros con el apoyo del conde de Cifuentes, que habia quedado al pié de la sierra con la retaguardia. Todavia dió el enemigo algunos ataques en el discurso de la noche; pero á la mañana siguiente cesó el combate, y volvieron los moros á ocupar el llano que tenian en la cumbre. La noticia de este desastre alcanzó al Rey en Granada, y le determinó á pasar en persona á castigar á los rebeldes. Su presencia con una fuerza competente desconcertó á los moros, y en breve restableció la paz en las Alpujarras. De los prisioneros que se tomaron se supo el trágico fin de don Alonso, á quien hallaron entre montones de muertos, y tan desfigurado por sus heridas, que apenas se le pudo reconocer. Toda Córdoba lloró su pérdida, y acompañó su cadáver con lágrimas á la iglesia de san Hipólito, donde fue depositado. Algunos años despues, su hija doña Catalina de Aguilar, hizo componer su tumba; y habiéndose examinado el cuerpo, se halló entre los huesos un gran hierro de lanza. El nombre de este esforzado y cumplido caballero ha sido muy celebrado por coronistas y poetas; su desastre ha servido de asunto á muchos romances y cantares, y aun hoy se conserva afectuosamente su memoria en Córdoba, donde es muy comun una letrilla que expresa el sentimiento del público por su muerte, y el resentimiento que tenian con el conde de Ureña, á quien acusaban de haberle abandonado, y dice: Decid, conde de Ureña, ¿Don Alonso dónde queda?[55] [55] Bleda, l. V. c. 26. [Ilustración] ÍNDICE de los capítulos contenidos en este tomo segundo. CAPÍTULO PRIMERO. _El Rey don Fernando, con una hueste poderosa, se pone sobre Velez-málaga._ Pág. 5 CAP. II. _Sale el Rey de Granada para levantar el sitio de Velez-málaga; intenta sorprender á los cristianos: resultado de esta empresa._ 16 CAP. III. _Ingratitud de los Granadinos para con el valiente Muley Audalla, el Zagal: rendicion de Velez-málaga y otras plazas._ 26 CAP. IV. _De la ciudad de Málaga, y de sus habitantes._ 32 CAP. V. _Marcha del ejército real contra la ciudad de Málaga._ 39 CAP. VI. _Sitio de Málaga, y obstinacion de Hamet el Zegrí._ 45 CAP. VII. _Combate del castillo de Gibralfaro por el marqués de Cádiz._ 52 CAP. VIII. _Continuacion del sitio: descontento de los habitantes._ 56 CAP. IX. _De los padecimientos del pueblo de Málaga._ 61 CAP. X. _Atentado que cometió un Santon de los moros._ 65 CAP. XI. _Hamet el Zegrí animado por un Dervís, persevera en su defensa; destruccion de una torre por el ingeniero Francisco Ramirez._ 70 CAP. XII. _Crece la hambre en la ciudad; quejas del pueblo, y salida de Hamet el Zegrí con el pendon sagrado para atacar á los cristianos._ 75 CAP. XIII. _Rendicion de la ciudad de Málaga; cumplimiento del pronóstico del Dervís, y suerte de Hamet el Zegrí._ 83 CAP. XIV. _Entrada de los Reyes Católicos en la ciudad de Málaga, y distribucion de los cautivos._ 89 CAP. XV. _De la situacion en que se hallaban respectivamente el Rey Católico, Boabdil y el Zagal, y de la incursion de éste en tierra de cristianos._ 95 CAP. XVI. _Disposiciones del Rey Fernando para continuar la guerra; sale á campaña; varias empresas de moros contra cristianos._ 100 CAP. XVII. _De las disposiciones del Rey Católico para sitiar la ciudad de Baza, y de las medidas que tomaron los moros para defenderse._ 107 CAP. XVIII. _Batalla de las huertas delante de Baza._ 113 CAP. XIX. _Sitio de Baza; compromiso del ejército cristiano, y disposiciones con que el Rey completó el cerco de la ciudad._ 119 CAP. XX. _Hazaña de Hernan Perez del Pulgar._ 126 CAP. XXI. _Continuacion del sitio de Baza, y embajada que recibió el Rey._ 131 CAP. XXII. _De las disposiciones que tomó la Reina para proveer de bastimentos al ejército._ 137 CAP. XXIII. _De los desastres que ocurrieron en el real._ 141 CAP. XXIV. _Escaramuzas entre moros y cristianos delante de Baza; y decision de los sitiados en defensa de la ciudad._ 145 CAP. XXV. _Llega la Reina doña Isabel al campo, y efectos que produjo su venida._ 149 CAP. XXVI. _Rendicion de Baza._ 154 CAP. XXVII. _Sumision del Zagal á los Reyes de Castilla._ 160 CAP. XXVIII. _Acontecimientos en Granada posteriores á la sumision del Zagal._ 164 CAP. XXIX. _El Rey don Fernando vuelve las armas contra la ciudad de Granada; suerte del castillo de Roman._ 170 CAP. XXX. _El Rey de Granada sale á campaña; expedicion contra Alhendin; hazaña del conde de Tendilla._ 178 CAP. XXXI. _Expedicion del Rey chico contra Salobreña, y hazaña de Hernan Perez del Pulgar._ 184 CAP. XXXII. _Conspiracion de Guadix, y su castigo: fin de la carrera del Zagal._ 189 CAP. XXXIII. _Preparativos en Granada para una defensa vigorosa._ 194 CAP. XXXIV. _Llega la Reina doña Isabel al campo cristiano; desafio del moro Tarfe, y notable hazaña de Hernan Perez del Pulgar._ 200 CAP. XXXV. _Combate que se dió á consecuencia de haber salido la Reina á mirar la ciudad de Granada; y hazaña de Garcilaso de la Vega._ 205 CAP. XXXVI. _Incendio del real, y última tala de la vega._ 211 CAP. XXXVII. _De la construccion de la ciudad santa Fé, y de la capitulacion de Granada._ 218 CAP. XXXVIII. _Conmociones en Granada: entrega de la ciudad._ 227 CAP. XXXIX. _Los Soberanos Católicos entran en Granada y toman posesion de la ciudad._ 236 APÉNDICE. _Suerte del Rey chico Boabdil._ 241 _Muerte del marqués de Cádiz._ 246 _Suceso de don Alonso de Aguilar._ 249 [Ilustración] LISTA DE LOS SEÑORES SUSCRIPTORES. D. Mariano de la Roca. D. Pedro Madrid. D. Antonio Valdivieso. D. J. Irribarren. D. Francisco de Paula Albert. D. Lorenzo Catalan. D. Tomás Jordan. D. Juan Perez. El Excmo. Sr. Duque del Infantado. D. Juan José Delicado. El Teniente Coronel de Lanceros D. José Luis María de Cella. D. Francisco Lallave. D. Manuel Perez Dávila. D. Juan de la Roca Sancti-Petri. El Sr. Marqués de Silva. D. Luis de Zarate. D. Martin García, del comercio de libros de Bilbao, _por dos ejemplares_. D. Juan Sertinez. El Comisario ordenador del ejército de Navarra, D. Domingo de Zavala. D. Antonio de la Revilla, Oficial de la Ordenacion. D. Javier Reija de San Juan, secretario de la Ordenacion. D. Vicente Gomez Alfaro. D. Ramon Larrua. D. Manuel Sanz, del comercio de libros de Granada, _por doce ejemplares_. D. Crisanto López. D. Cárlos Narbon. D. Elias Avrial. D. José Bueno, del comercio de libros de Jerez de la Frontera, _por cuatro ejemplares_. El Sr. Conde de la Estrella. D. Felipe Arraez. D. Ramon Calvete, del comercio de libros en la Coruña, _por seis ejemplares_. Doña Antonia de Sojo. El Sr. Marqués de Espinardo. D. Raimundo Ruiz. Fr. José de San Bruno. D. Julian Pastor, del comercio de libros de Valladolid, _por dos ejemplares_. La Sra. Marquesa de la Bondad Real. D. Victor Gordó. D. Jorge T. Westrynthius. D. José de Cereceda, del comercio de libros de Jaen, _por dos ejemplares_. Fr. José Lourido. D. Cárlos Autarriba. D. Nicolás Collado. D. José Ramon Sampayo. D. Andrés Cardenal. D. Joaquin Ariño. D. Manuel Ripa. D. Luis Portillo. [Ilustración] NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * En el texto las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas como MAYÚSCULAS. * Se ha respetado la ortografía original, normalizándola a la grafía de mayor frecuencia. * La puntuación ha sufrido reparaciones, añadiéndose signos de apertura de interrogación y de admiración donde faltaban. * Los errores obvios de imprenta han sido corregidos sin avisar. * Se han añadido ilustraciones de adorno al final de todos los capítulos, pese a que en el original sólo existían donde quedaba suficiente espacio libre. * Se han realizado, además, los siguientes cambios: p. 84: sino → si no (“pero que si no se les daba seguro”) p. 187: ella → él (“un cántaro de agua, y con él”) p. 231: está → está á (“que está á media legua”) * La llamada a la nota 51, en la p. 236, aparece en una ubicación conjeturada, pues no figura en el original. *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK CRÓNICA DE LA CONQUISTA DE GRANADA (2 DE 2) *** Updated editions will replace the previous one—the old editions will be renamed. 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It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg™ and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org. Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state’s laws. The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation’s website and official page at www.gutenberg.org/contact Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg™ depends upon and cannot survive without widespread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine-readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. 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