The Project Gutenberg eBook of Los Caudillos de 1830

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Title : Los Caudillos de 1830

Author : Pío Baroja

Release date : November 13, 2016 [eBook #53517]

Language : Spanish

Credits : Produced by Carlos Colón, University of Toronto and the
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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LOS CAUDILLOS DE 1830 ***

  

Nota del Transcriptor:

Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.

Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

Páginas en blanco han sido eliminadas.

La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público.

OBRAS PUBLICADAS

PÍO BAROJA

Paradox, Rey , 3,00 ptas. La feria de los discretos , 3,50. La Busca , 3,50. Nuevo tablado de Arlequín , 3,00. Juventud, egolatría , 3,50. El árbol de la ciencia , 3,50. La veleta de Gastizar , 4,00. Los caudillos de 1830 , 4,00.

JULIO VALLÉS

El Niño (vida de Jaime Vingtras), 4,00 ptas.

ENRIQUE BARBUSSE

El fuego en las trincheras , 4,00 ptas.

CARLOS RIVET

El último Romanof (historia del Tsar de Rusia y su corte), 3,50 ptas.

JUAN GUALBERTO NESSI

Aventuras del submarino alemán U... , 2,00 ptas.

JULIÁN SOREL

Los hombres del 98. Unamuno , 2,00 ptas.

LORENZO GALLEGO CARRANZA

Lecciones de Topografía. Obra adaptada al nuevo programa de esta asignatura en la Academia de Infantería y aprobada como texto definitivo para la misma por R. O. de 25 de Junio de 1917, 9,00 pesetas. Contiene 32 láminas en colores.

OBRAS DE PÍO BAROJA

Vidas sombrías (agotada). Idilios Vascos (agotada). El tablado de Arlequín , 1,00 pta. Nuevo tablado de Arlequín , 3,00. Juventud, egolatría , 3,50.

LAS TRILOGÍAS

TIERRA VASCA

La casa de Aizgorri , 1,00 pta. El Mayorazgo de Labraz , 3,00. Zalacain el Aventurero , 1,00.

LA VIDA FANTÁSTICA

Camino de perfección , 1,00. Inventos, aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox , 1,00. Paradox, Rey , 3,00.

LA RAZA

La dama errante , 3,00. La ciudad de la niebla , 3,00. El árbol de la ciencia , 3,50.

LA LUCHA POR LA VIDA

La Busca , 3,50. Mala hierba , 3,50. Aurora roja , 3,50.

EL PASADO

La feria de los discretos , 3,50. Los últimos románticos , 3,00. Las tragedias grotescas , 3,00.

LAS CIUDADES

César o nada , 4,00. El mundo es ansi , 3,50.

EL MAR

Las inquietudes de Shanti Andía , 3,50.

MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN

El aprendiz de conspirador , 3,50. El escuadrón del Brigante , 3,50. Los caminos del mundo , 3,50. Con la pluma y con el sable , 3,50. Los recursos de la astucia , 3,50. La ruta del aventurero , 3,50. La veleta de Gastizar , 4,00. Los caudillos de 1830, 4,00.


PÍO BAROJA

LOS CAUDILLOS DE 1830


Copyright by Rafael Caro Raggio-1918.
Es propiedad.
Prohibida la reproducción.

Imp. de Alrededor del Mundo , Martín de los Heros, 65.


PÍO BAROJA

LOS CAUDILLOS DE 1830

NOVELA

RAFAEL CARO RAGGIO: EDITOR
Calle de Ventura Rodríguez, 18
1918


LIBRO PRIMERO
EL ETERNO CONSPIRADOR


I.
DON EUGENIO

Un día, al anochecer, apareció en la fonda de Iturri un hombre que llamó la atención de Lacy y de Ochoa. Era un tipo seco, amojamado, con la cara y las manos curtidas por el sol. Tenía el aire de cansancio de los que vienen de países tropicales.

Vestía redingot negro, pantalón con trabillas, sombrero de copa de alas grandes y corbata de varias vueltas.

—¿Quién es este hombre?—preguntaron Lacy y Ochoa a Iturri.

—Es un vascongado que viene de la Habana. Ahí está su nombre.

[12]

Los dos jóvenes leyeron el nombre: Eugenio de Aviraneta.

—¿Es de los nuestros?—preguntó Ochoa.

—Yo le he conocido aquí en 1824—dijo Iturri—creo que es liberal.

El recién llegado escribió unas cuantas cartas y se metió en la cama.

Al día siguiente preguntaron por él dos o tres personas, entre ellas el auditor de guerra y amigo íntimo de Mina, don Canuto Aguado.

Por lo que dijo Iturri, Aviraneta traía pasaporte del capitán general de la isla de Cuba, para Madrid, por la vía de Francia, pero como no se había presentado al cónsul español de Burdeos, no podía pasar a España.

A la hora de almorzar Iturri sentó a la misma mesa donde comía su sobrino y Lacy al recién llegado y éste al saber que Eusebio era hijo del general Lacy estuvo muy amable con él y habló largamente con los dos jóvenes. Aviraneta les hizo alguna impresión. Tenía marcada tendencia por la frase amarga y el epigrama, lo que hacía creer que era tipo desengañado y sarcástico.

—¿Ha tenido usted larga conferencia con Aguado?—le preguntó Ochoa.

—Sí.

[13]

—¿Qué dice?

—Poca cosa.

—¿No está contento de la marcha de los acontecimientos?

—Eso parece.

—¿Y el general Mina no tiene confianza?

—Muy poca. Por lo que he podido traslucir no está contento de la organización de la empresa. Se me figura que va arrastrado por la fogosidad y la imprudencia de todos.

—Es que el general está viejo, enfermo y naturalmente es desconfiado. Ya verá usted como todo sale bien—dijo Ochoa.

—Mejor, mejor; ¡ojalá!

Aviraneta contó sus viajes, y estaba hablando de sobremesa cuando se presentó Iturri con el italiano de la subprefectura que había dado los informes de las dos damas del Chalet de las Hiedras.

El italiano era un hombrecito calvo, de unos cuarenta años, la nariz arqueada y roja, el pelo rubio y la mirada viva a través de los lentes. Vestía un traje raído y sin brillo y llevaba los pantalones con rodilleras.

El señor Pagani, así se llamaba, era al parecer, insustituíble en su oficina; sabía cuatro o cinco [14] idiomas a la perfección, trabajaba constantemente y ganaba poco.

—Me ha explicado mi amigo Iturri su situación—dijo hablando el castellano perfectamente.—¿Qué documentos tiene usted?

—Tengo el pasaporte del capitán general de la Habana para dirigirme a Madrid—dijo Aviraneta.

—¿Quiere usted enseñármelo?

—Ahora vengo con él.

Aviraneta entró en su cuarto y volvió poco después con unos papeles.

—He salido de la Habana con mi pasaporte pensando ir a Madrid, pero como me he encontrado con esta agitación revolucionaria, inesperada, no me he atrevido a entrar en mi país.

—¿Usted ha tenido que ver algo en política?—preguntó el italiano mirándole por encima de sus lentes.

—Sí, en parte—murmuró Aviraneta—yo fuí miliciano como otros muchos... obligado... y tuve que emigrar en 1823, pero no me he mezclado nunca activamente en política.

El italiano contempló con desconfianza a su interlocutor, después tomando el pasaporte comenzó a leerlo despacio.

[15]

—Está bien... en regla—fué diciendo mientras leía—visado por el cónsul general francés del puerto de la Habana... falta la presentación al consulado de España en Burdeos.

—Sí, ha sido un olvido—dijo Aviraneta.

—Esta falta—repuso el italiano—le imposibilita a usted para entrar en España porque se le considerará a usted como sospechoso y en el acto se le reducirá a prisión.

—Entonces no, no quiero entrar en España.

—Dígame usted. ¿Cuál es el plan de usted? ¿Qué es lo que usted desea?

—Yo, la verdad, soy un hombre pacífico—afirmó Aviraneta—si hay esos peligros de que usted habla, prefiero quedarme aquí. En vez de visitar a mis parientes de Irún y San Sebastián, a quienes no he visto hace años, les pediré que vengan a verme. Mi plan se reduce a estar en Bayona un par de meses.

—Lo bastante para hacer la expedición que proyectan los liberales españoles—dijo el italiano con ironía.

Lacy y Ochoa sonrieron.

—No, no—exclamó Aviraneta—eso la gente moza, yo ya soy viejo para esos trotes.

—¡Hum! Quizás yo me engañe, pero no me pa [16] rece usted menos peligroso que estos jóvenes; en tal caso más.

—Es usted muy amable, señor Pagani. No. Estoy cansado de verdad. ¿Y cómo arreglaremos el asunto para que yo me pueda quedar en Bayona?

—Yo lo arreglaré, y si quiere usted que no le molesten no concurra usted a los cafés, porque están muy vigilados por los agentes de los dos gobiernos y por los espías que tiene el señor de Calomarde entre los mismos liberales.

—No tenga usted cuidado. No iré a los cafés.

—Su pasaporte de usted con los de los demás españoles residentes aquí los colocaré en la subprefectura en carpeta separada de los emigrados políticos y mañana por la mañana traeré a usted la carta de seguridad con cuyo salvoconducto no le molestará la policía.

El señor Pagani se despidió de todos y al día siguiente por la mañana volvió trayendo la carta de seguridad. Aviraneta le dió un luis que al italiano debió parecer por los aspavientos que hizo al recibirlo un verdadero capital.

Recomendó de nuevo a Aviraneta que tuviese cuidado con quien hablaba y añadió que si alguna dificultad se le ofrecía no tenía más que avisarle a la subprefectura por mediación de Iturri.


II.
ENTREVISTA CON MINA

Una de las condiciones características de Aviraneta era el enterarse y darse cuenta rápidamente de una situación. Al tercer día de su estancia en Bayona don Eugenio había hablado con los más conspicuos constitucionales, sabía sus opiniones, lo que pensaban acerca de la expedición que se estaba preparando, las simpatías y las antipatías que tenían.

Con su prudencia habitual de zorro encanecido en la intriga, Aviraneta no se presentó en ningún sitio bullanguero ni paseó por las calles en grupo con otros españoles.

La tarde del tercer día de su estancia en Bayona, don Canuto Aguado le avisó para que acudiese a las nueve de la noche a su casa. Aguado [18] vivía en un tercer piso de la calle de Santa Catalina en el barrio de Saint Esprit, en un cuartucho barato, sórdido y sombrío.

Aviraneta al anochecer, cenó, se embozó en la capa y se marchó por el puente de barcas a Saint Esprit.

Al llegar a la calle de Santa Catalina buscó el número hasta dar con él. Aguado se encontraba esperándole en el portal.

—Aquí está Mina—le dijo.—Le he avisado para que hable con usted.

Aviraneta y Aguado subieron la estrecha escalera de la casa, iluminándose con un cabo de vela, y entraron en un cuarto diminuto, con un armario lleno de papeles. Sentado a la mesa, a la luz melancólica de un pequeño quinqué de petróleo estaba el general don Francisco Espoz y Mina.

El general se levantó con trabajo y estrechó la mano de Aviraneta. Aguado cerró la puerta del cuarto y los tres hombres se sentaron. Estaba el caudillo de la guerra de la Independencia avejentado y con aspecto de enfermo; tenía el pelo y las patillas blancas y las mejillas hundidas; llevaba una chaqueta de tela gruesa, un pañuelo de lana en el cuello y un capote sobre los hombros.

[19]

—Yo recuerdo haberle visto a usted...—dijo Mina dirigiéndose a Aviraneta con un hablar inseguro y algo vacilante—si... recuerdo, hará ya quince años... cuando la conspiración de Renovales creo que era ¿no?... sí cuando la conspiración de Renovales. Entonces debía usted ser muy joven.

—Tenía veintitrés años.

—¿Y qué ha hecho usted desde esa época?

—¡Oh, tantas cosas! que ya no me acuerdo.

Aviraneta contó rápidamente cómo había sido ayudante del Empecinado, su viaje a Egipto y a Grecia, y después su estancia en Méjico.

—Ultimamente he hecho la expedición a Tampico con el brigadier Barradas—terminó diciendo—y por la defensa de este pueblo el general Vives ha pedido al Gobierno la confirmación del empleo de Comisario ordenador de Guerra. En este momento, cuando iba a tomar posesión del cargo, llegó a la Habana la noticia de la Revolución de Julio de París, y a mí me avisaron por la Venta Carbonaria lo que se intentaba. Esto me movió a presentarme al capitán general y a manifestarle francamente mis deseos. Vives, que es amigo mío, intentó disuadirme, pero viendo que era imposible me dió el pasaporte para España.

[20]

Aviraneta lo mostró a Mina, quien lo leyó despacio y después dijo:

—¿Y ahora qué piensa usted hacer?

—Me uniré a ustedes.

—El caso es—murmuró Mina—que yo no voy a poder darle a usted cargo alguno en esta expedición... es tarde... cada cargo es una nueva fuente de riñas y de rivalidades... sí; es verdad...; no hablo por hablar, no... no sabe usted cómo están los míos, los que llaman ministas , con los valdesistas y los gurreistas... yo quisiera... pero no puedo... cada jefe quiere tener su partido y así no vamos a ninguna parte.

—Si no tengo cargo oficial trabajaré independientemente.

—¿Usted puede entrar en España, Aviraneta?

—Estoy pregonado por el corregidor de Roa en la causa del Empecinado, pero supongo que ese proceso estará ya sobreseído.

—¿Tiene usted parientes en España?

—Sí.

—¿En dónde?

—Aquí en el Norte, en San Sebastián y en Irún.

—Pues entonces podrá usted pasar. Si usted quiere, yo haré que le firmen el pasaporte.

—No; de ir, iré sin pasaporte. Conozco el país [21] y tengo amistades en la frontera. Diga usted, mi general, sus intenciones y sus planes; yo, conociéndolos, veré qué es lo que puedo hacer.

—Está bien. Habla usted con franqueza..., y a pesar de que yo tengo fama de zorro le hablaré a usted con la misma claridad. No tengo interés en engañarle.

—Ni yo tampoco a usted, general.

—Lo comprendo. Bien, no le diga usted esto a nadie... esto que le voy a decir... La gente lo sospecha... pero yo no quiero confesarlo...: voy arrastrado a una expedición en la que no creo... que me parece imposible pueda tener éxito...; usted me dirá ¿por qué he entrado en ella?... Por los amigos...; me decían que yo, como más viejo..., con más representación... quizás pudiera ordenar el movimiento... No se ha podido hacer nada...; mis informes me hacen creer que hay traidores en nuestro campo, que el Gobierno está advertido... y que vamos al fracaso.

—¿Y no se puede aplazar esto?—preguntó Aviraneta.

—No. Ya me echan la culpa a mí de las dilaciones...; el general Gerard me recomendó que esperase...; creí que haría algo por nosotros, y nada... ahora si no marcho todo el mundo dirá [22] que yo he entorpecido la expedición... que soy un traidor..., y voy a marchar... Si usted hubiese venido... antes... cuando organizábamos nuestras tropas... le hubiera nombrado jefe de una de ellas, pero esto está constituído... mal constituído... pero ¿qué se va a hacer?

-Ah. Nada. De eso no hay que hablar.

—Si usted hubiese venido antes, Aviraneta, yo le hubiese encomendado un trabajo comprometido... y peligroso.

—¿Cuál?

Mina se detuvo, palideció y murmuró llevándose la mano al costado.

—Estos días de otoño... las heridas... me duelen...; dígale usted, Aguado, cuál era nuestro proyecto.

—La idea del general—dijo Aguado—era no emprender esta expedición sin tener un apoyo en la península. Hubiésemos querido contar con San Sebastián y con Santoña antes de comenzar el movimiento en la frontera. Las dos plazas son fuertes e importantes. Con San Sebastián y Pasajes tendríamos la defensa de la costa y el paso abierto a la frontera; con Santoña podíamos defender la parte de Santander, tener abierto el camino de Burgos hacia Madrid y marchando mal [23] defendernos de las tropas que vinieran de Vizcaya en el portillo de Gibaja y en la barca de Treto, y de los que llegasen de Burgos o de Asturias en la línea de Torrelavega.

—¿Y por qué no han intentado ustedes eso?

—Amigo Aviraneta—dijo Mina, ya un tanto aliviado del dolor,—nadie ha estudiado con calma nuestros proyectos... Todo el mundo cree que basta presentarse en la frontera... echar un discurso... para que el pueblo venga con nosotros...

—¿Y no dieron ustedes, mi general, algunos pasos?—preguntó Aviraneta.

—Sí; yo había escrito a algunos amigos de San Sebastián... diciéndoles que esperaran órdenes.

—¿Tiene usted allí amigos de confianza?

—Sí. Legarda, Amilibia, Baroja... y sobre todo Lorenzo Alzate.

—Alzate es primo mío. ¿Y cree usted, mi general, que ya no se puede hacer tentativa alguna en ese sentido?

—Eso creo.

—Yo volveré de nuevo a estudiar la cuestión y hablaré con usted.

—¿Ah, bien... muy bien!... ¿Qué, nos vamos?

—Sí—dijo Aguado.—Encienda usted la vela, Aviraneta.

[24]

Den Eugenio encendió una pajuela y luego el cabo de vela, y Aguado apagó el quinqué.

Aviraneta tomó el candelero, y Mina, apoyado del brazo de Aguado, bajó las escaleras y montó en un cochecito que había en la calle esperándole. Aguado y Aviraneta marcharon a Bayona por el puente.


III.
CONVERSACIÓN CON AGUADO

Estaba lloviendo; ni Aguado ni Aviraneta tenían ganas de entrar en sus casas, y se metieron en los soportales del Puente Nuevo.

—¿Qué le ha parecido a usted, Mina?—le preguntó Aguado.

—Sencillo, atento. Me lo figuraba así—dijo Aviraneta.—¿La opinión íntima acerca de la expedición que se proyecta es la que ha expuesto?

—Sí.

—¿No hay alguna cosa que nos haya callado?

—No. Es decir, no ha insistido en las diferencias que hay entre nosotros.

—¿Y cómo no se ha zafado de esta empresa, en la que tiene tan poca confianza?

[26]

—Esta pregunta me demuestra que lleva usted lejos de nosotros mucho tiempo—dijo Aguado.—Usted le ha conocido a Mina cuando era un general liberal, uno de tantos; hoy es el mayor prestigio del liberalismo activo y no se puede zafar de una empresa así como en tiempo de Renovales. Mina viene arrastrado. A raíz de la Revolución de 1830, Mina se encontraba en los baños de Bath. Se le escribió contándole con detalles las jornadas de Julio. Los emigrados que habían acudido a París creían que aquella era la ocasión propicia para emprender un movimiento favorable, con la ayuda de los liberales franceses y del Gobierno de Luis Felipe.

—Y lo era, sin duda.

—Mina—siguió diciendo Aguado—se trasladó a París, conferenció con los emigrados españoles y quedó de acuerdo con ellos en hacer una intentona en la frontera, con ciertas condiciones. Decidido esto, Mina tuvo una conferencia secreta con el ministro de la Guerra, general Gerard.

—Y Gerard ¿qué dijo?

—Gerard recibió muy bien al guerrillero español, y le dijo que preparase su expedición a la chita callando. Mina fué también en compañía de Toreno a visitar al general Lafayette, pero no le [27] pudo ver. Mina quería formar una falanje con los prestigios del liberalismo internacional y lanzarla sobre la frontera española.

—Era una magnífica idea.

—Y era lo que habían prometido todos. Ya que los franceses habían acabado con la libertad en España en 1823, justo era que intentaran restablecerla cuando pudieran. Sin embargo, no han hecho nada.

—No me choca. El francés siempre ha sido egoísta y roñoso para los demás.

—Mina quería el mando único, y tenía razón, porque lo que se intenta no es una revolución, sino un movimiento militar. La revolución, en tal caso vendrá después. Al mismo tiempo que Mina hacía sus trabajos, un grupo de impacientes que querían obrar con independencia se puso de acuerdo con Calvo y con Ardouin el banquero, que tenían hechos empréstitos a España desde la primera época constitucional, y los banqueros ofrecieron su concurso. Llamaron a Mendizábal y le dieron fondos para los primeros trabajos, y decidieron entre todos nombrar la Junta sin consultar con Mina.

—Siempre la divergencia y los celos—murmuró Aviraneta.

[28]

—El Directorio provisional del levantamiento de España contra la tiranía se formó en París y se trasladó en seguida a Bayona. Desde aquí escribió a Mina preguntándole si se podría contar con él. Era en el fondo una impertinencia. Mina, un poco molesto, contestó que sí y en la segunda semana del mes de Septiembre se presentó en Bayona. El 22 de este mes se verificó la primera Junta del Directorio provisional, y al día siguiente Mina, violentándose un poco, manifestó públicamente su adhesión a ella. Desde el primer momento comenzaron las rencillas y las diferencias.

—¿Por qué?

—Los partidarios de Torrijos y los militares independientes veían que allí donde estuviera Mina naturalmente tenía que ser la figura principal, cosa que no les agradaba.

—¿Pero hay algún motivo nuevo de odio?

—Ninguno. Las causas de esto son muchas y antiguas; pero la más principal no es ideológica, sino de temperamento. Mina es un vasco como usted, maquiavélico, de palabra confusa y enmarañada, pero por dentro, claro, lucido y calculador. Sus enemigos Torrijos, Valdés, Alcalá Galiano, San Miguel, López Baños y otros mu [29] chos son castellanos, andaluces, asturianos, más fáciles de palabra, más conceptuosos, más retóricos...

—Por una cosa o por otra, los españoles siempre estamos así—dijo Aviraneta con amargura.—Empiezo a sentir el haber venido. Allí, al menos, en Cuba tenía asegurada mi existencia.

—Sí, será verdad; pero no se puede vivir más que en el propio país; lo demás es vegetar, llevar una vida mísera y disminuída.

—En eso tiene usted razón. Lo que yo no comprendo bien es por qué si Mina no tiene defectos no se le unen los demás.

—Es que los tiene. Uno de los defectos del general, que a veces es un medio de defensa, es la desconfianza excesiva; otro es su tendencia burocrática y reglamentaria. Mina, que ha conspirado desde la primera emigración, está siempre en guardia con cualquiera que se le acerque; en cambio, Torrijos y Valdés son más efusivos y, al parecer, más francos. Mina trata a sus enemigos por el silencio, no habla de ellos; cosa que irrita; en cambio sus enemigos le intentan desacreditar. Se ha llegado a decir que Mina tiene miedo. Los partidarios de Valdés y de los otros echaron a volar esta especie, y un señor Chevallon, un francés maja [30] dero que venía con unos miles de francos de la Junta de París, ha llegado a decírselo cara a cara a Mina.

—¿Y Mina no le contestó con un puntapié?

—No, porque el general es hombre que se lo guarda todo. Los enemigos han inventado otra porción de calumnias estúpidas.

—¿Y esto influye algo en la opinión?

—Nada. En España no se cree más que en el general.

—¿Y cómo no mandan ustedes agentes a España para saber qué hacen allí?

—Los mandamos. Ahora tenemos algunos italianos carbonarios esparcidos aquí por el Norte, gente activa; tenemos a José Monti, napolitano, comerciante que vive en Vitoria y va a veces a Pamplona; a Pedro Galloti en San Sebastián, que se sirve para sus informes de los quincalleros paisanos suyos; a un tal Arrigoni, que ha ido a Santander, y a un D. Juan Rumi en Gibraltar. Estábamos comenzando la organización. Este movimiento quizás eche a abajo lo que habíamos preparado y tengamos que comenzar de nuevo.

—De todo esto se deduce que hay muy pocas probabilidades de éxito—dijo Aviraneta.

—Sí; tal creo yo también.

[31]

—A pesar de esto—repuso Aviraneta—yo le voy a hablar a Campillo. Si él quiere intentar algo en Santander, donde debe tener amigos, yo iré a San Sebastián.

—Bueno—dijo Aguado;—ténganos usted al corriente de lo que haya.

—Descuide usted—contestó D. Eugenio.

Y los dos hombres, después de darse la mano, salieron de los arcos y se separaron.


IV.
LA TINTA SIMPÁTICA

Al día siguiente por la mañana Aviraneta contó a Eusebio de Lacy y a Ochoa lo que había hablado con Mina y con el intendente Aguado; expuso a los dos jóvenes su plan, que lo aceptaron con entusiasmo, y decidieron mandar un aviso a Campillo para hablar con él.

Le citaron para después de comer en el café del Comercio. Estuvieron Lacy, Aviraneta, Campillo, en mesas separadas como si no se conocieran, luego se levantaron uno tras otro, recorrieron el puente de Saint Esprit, cruzaron el barrio de los judíos y fueron al campo por la carretera de Burdeos.

[34]

Se sentaron en un ribazo al pie de un olmo, y Aviraneta contó su conversación con Mina y explicó su idea de tantear San Sebastián y Santoña, y las ventajas que tendría de poder realizarse su proyecto.

Campillo no era de los enemigos declarados de Mina, pero desconfiaba.

—¿Y cuál es el plan de usted?—preguntó Campillo.

—Mi plan sería contar con San Sebastián y con Santoña antes de la expedición. Teniendo estas ciudades y asegurado el paso de San Sebastián por la frontera, se podría hacer mucho.

—Ah, claro. ¿Y contaba usted conmigo para trabajar en Santoña?

—Sí.

—Pues, hombre, no puede ser. Yo soy demasiado conocido en mi tierra y me prenderían inmediatamente al llegar. ¿Usted piensa entrar en San Sebastián?

—Es posible; pero no diga usted a nadie nada.

—Descuide usted, nadie lo sabrá. ¿Usted cree que se podrá hacer algo?

—No sé; pero creo que vale la pena de verlo... hablar con los oficiales y soldados, ver lo que piensan.

[35]

—¿Usted está convencido de que en esta ocasión Mina obra de buena fe?

—¡Qué duda cabe!

Campillo quedó visiblemente preocupado. Dijo que el espíritu público no era del todo hostil a los liberales en Santander, donde la mayoría del comercio era liberal y de mucha influencia sobre la masa del pueblo; pero, según él, fuera de la ciudad, en la parte rural, el vecindario estaba sobrecogido por los voluntarios realistas fanatizados por el clero y dominados por los caciques.

—¿No hay por los pueblos gente de la nuestra?—preguntó Aviraneta.

—Cerca de Santander—contestó Campillo—vive un hermano mío, capitán ilimitado, relacionado con otros oficiales que están en la misma situación y cuentan con algunos soldados que sirvieron conmigo en la guerra de la Independencia y en 1823; mas esto no basta. ¿Cómo quiere Mina ganar la guarnición de Santoña?

—Si se llegara a este caso—contestó Aviraneta—se necesitaría dinero para sobornar a los sargentos y a la tropa.

—No sé si con los jefes y oficiales que hay en Santoña se podrá contar—dijo Campillo,—porque el batallón que ha reemplazado al que había es [36] nuevo en el país. Los jefes y oficiales de los Cuerpos facultativos son también nuevos y no conozco a ninguno.

—Para sondear los ánimos de la guarnición de la plaza ¿no encontraríamos algún agente sagaz que fuera de los nuestros?—preguntó Aviraneta.

—Mejor que nadie, mi hermano. No está significado por liberal—contestó Campillo.—¿Pero cómo entendernos con él, habiendo, como hay, tan gran vigilancia en los correos?

Aviraneta dijo que había tintas simpáticas; pero era indispensable que el corresponsal supiese emplearlas.

Después de hablar largo rato y de hacer cábalas acerca de lo que podía pasar, volvieron al pueblo los tres separados. Aviraneta escribió a su primo Lorenzo de Alzate diciéndole que estaba en Bayona, e hizo pasar la carta con una cascarota de Ciburu. Citaba a su primo para la semana próxima.

Los días siguientes Aviraneta fué con Lacy y Ochoa a casa de su antiguo amigo Juan Olavarría, donde acudían de tertulia Mancha, Peman, el coronel Núñez Arenas y algunos otros militares en su mayoría partidarios de Valdés.

[37]

Uno de los contertulios amigo de Mina era Ramón Corres. Corres parecía un hombre pacífico y grave aunque en realidad no lo fuese tanto.

Corres había tomado parte en la guerra de la Independencia y en las luchas del 20 al 23 en las que se batió con denuedo a las órdenes de Labisbal. Después emigró, fué a la isla de Jersey y allí se estableció de chocolatero, oficio que tenía en Marañón antes de la guerra de la Independencia. Corres estaba dispuesto a seguir a Mina. En la tertulia de Olavarría se celebraba su candidez y su simplicidad.

Una de estas noches al salir de casa de Olavarría se encontraron Aviraneta y Lacy con Campillo. Como llovía a chaparrón fueron a pasear a los arcos de la Galuperie, que en aquel momento estaban desiertos.

Campillo dijo que acababa de entrar en el Adour un quechemarin de Santoña; que el patrón, un convecino suyo, era un hombre honrado y de toda su confianza, y que había pasado la tarde y parte de la noche en su compañía.

—Le he esperado a usted para decirle que se presenta una buena ocasión para escribir a mi hermano; y como yo no sé poner las cosas en claro, quisiera que lo hiciera usted.

[38]

—Muy bien—dijo Aviraneta.—¿Cuánto tiempo va a estar aquí el quechemarin?

—Estará un par de días.

—Entonces hay que escribir en seguida.

—Sí.

—Bueno; ahora me pondré yo a redactar las instrucciones, mañana las consultaré con usted y con Mina, y si están ustedes conformes las escribiré con tinta simpática y le enseñaré al patrón del barco la manera de emplear el reactivo para que él, a su vez, se la enseñe a su hermano de usted y aparezca lo escrito.

—Muy bien.

Salieron de los arcos de la Galuperie y fueron a casa. Aviraneta y Lacy se encerraron en un cuarto de la fonda de Iturri y estuvieron escribiendo disposiciones durante toda la noche, buscando el modo de sintetizar y de poner las cosas claras.

Durmieron un poco por la madrugada, y a media mañana Aviraneta buscó a Aguado y en su compañía fué a leer su plan a Mina. El general estaba en la cama. Oyó atentamente lo escrito por Aviraneta, y dijo:

—Está bien, muy bien. Es usted un maestro.

[39]

Después le leyeron las clausulas a Campillo, que también dió su aprobación.

Aviraneta escribió entonces con tinta simpática y con letra muy apretada sus indicaciones. Encima redactó, de manera corriente, una carta de comercio.

Llegó el patrón del quechemarin, se le enseñó la carta y se le dijo la manera de descubrir lo escrito con tinta simpática empleando el frasquito del reactivo.

Al anochecer, Lacy, Campillo y Aviraneta vieron cómo el quechemarin salía hacia la boca del Adour remolcado por una lancha.


V.
PREPARATIVOS

Se aproximaba el momento de la acción, y por ninguna parte aparecía la unidad del plan necesario para una empresa de aquella índole. A las divergencias de los españoles iban añadiendo las suyas los franceses, los italianos y los polacos que se mezclaban entre ellos.

Los entusiastas habían conseguido que el general Mina se reconciliase oficialmente con sus enemigos Valdés y Chapalangarra. La reconciliación era falsa, sobre todo por parte de Valdés.

Cada caudillo comenzó a ocupar su punto estratégico.

Don Gaspar de Jáuregui, que tenía su banderín de enganche en Bayona, había formado una com [42] pañía de oficiales vascongados de la guerra de la Independencia.

Chapalangarra reunía sus tropas en Cambó, Méndez Vigo en Mauleón.

En San Juan de Pie de Puerto se iban alistando algunos voluntarios bajo la dirección del coronel de la antigua División de Navarra del tiempo de la guerra de la Independencia, D. Pedro Antonio de Barrena y de D. Félix Sarasa, que estaba con su hijo llamado Cholin.

Por la parte de Oloron había también sus voluntarios navarros y aragoneses, que se iban reuniendo a las órdenes de D. Patricio Domínguez, del jefe de batallón Moncasi y del canónigo don Lorenzo Barber. Mina envió a Oloron al coronel D. Alejandro O'Donnell en calidad de jefe de la plana mayor, para resolver las dificultades técnicas.

Gurrea había recorrido el Alto Aragón con el nombre de Antonio Gabara, y había hablado a sus amigos. Después se estableció en Bagneres de Luchon, donde se le fueron reuniendo sus partidarios. Se decía que uno de los que le seguirían sería el antiguo cabecilla absolutista Seperes, alias Caragol.

A pesar de que los entusiastas e impacientes no [43] hablaban más que de éxitos y aseguraban que presentarse en la frontera y marchar triunfantes y sin obstáculo a Madrid sería todo uno, no se advertían más que dificultades y síntomas de discordia y de descomposición.

Cada grupo llevaba una política contraria.

La Junta masónica de Bayona hablaba en sus comunicaciones solapadamente contra Mina; los carbonarios hacían la guerra a los masones y mandaban proclamas confusas precedidas de estas iniciales:

U y L.

que quería decir Unión y Libertad, y terminaban con este grito:

¡Vivan los h. de S. T.!

lo que para los iniciados significaba: ¡Vivan los hijos de San Teobaldo!

Los partidarios de Valdés afirmaban en todas partes que Mina era un traidor vendido a Calomarde; los de Méndez Vigo decían que Valdés era tan reaccionario y tan pastelero como Mina.

La discusión iba en aumento; los ministas los valdesistas, los gurreistas, los masones, los comuneros, los carbonarios, los franceses, los italianos y los polacos no hacían más que intrigar y echar [44] se en cara unos a otros la culpa de lo que ocurría.

En primeros de Octubre, Valdés, Chapalangarra y Méndez Vigo volvieron a reñir con Mina y dijeron que desconfiaban de sus dilaciones.

El Gobierno de Calomarde mientras tanto estaba sobre aviso. No se permitía la entrada en España de ningún papel de carácter liberal. Se había establecido en la frontera una policía militar y el espionaje era perfecto. Se supo que entraron en España varios números del Representante del Pueblo , que se publicaba en Londres en francés, y del Precursor , que se imprimía en castellano en París, y se llegaron a coger, número por número, todos. Cierto que se abría la correspondencia con una perfecta impunidad.

Las precauciones del Gobierno eran tales y su presteza y actividad tan extremadas, que hacían imposible que una acción tan desperdigada, tan anárquica y tan mal dirigida como la de los emigrados pudiera tener éxito.


VI.
LAS IDEAS DE TILLY

Al día siguiente de enviar la carta a Santoña con el patrón del quechemarin se presentó Jorge Tilly en la fonda de Iturri.

Venía de San Sebastián, en compañía de un joven inglés alto, moreno, de cabeza pequeña y enérgica. Habían estado los dos en Madrid, en Sevilla y en Barcelona. Tilly traía mucho que contar; había tenido una serie de aventuras y de amores muy extraños.

Lacy presentó su amigo Tilly a Aviraneta, quien le hizo una porción de preguntas relativas a la situación política; todo parecía confirmar que el Gobierno español estaba admirablemente preparado.

—¿Enseñaste mi carta?—dijo Tilly a Lacy.

—Sí.

[46]

—¿Y qué dijeron?

—Muchos creyeron que era una fantasía. Respecto del comandante Oro se duda...

—¿Cómo que se duda? ¡Si ya está en España trabajando por Calomarde!

—¿De verdad?

—Sí, él, el francés Husson de Jour y un español, D. Manuel Ruiz, estaban en Vitoria cuando yo he pasado por allí.

Tilly venía con un gran caudal de impresiones nuevas de la península; su punto de vista general era creer que España era un país aparte de los otros.

En los días siguientes se estableció entre Tilly y Aviraneta una relación cortés y de suspicacia ambos se hablaban como para estudiarse; parecía que se habían adivinado los dos como intrigantes, y estaban en guardia.

—He conocido a un Tilly hace unos años—le dijo Aviraneta.—Venía de Jersey.

—Sí, probablemente algún pariente mío.

—¿No lo sabe usted?

—No; somos tantos los Tillys, que no hay manera de saberlo. Los hay franceses, los hay alemanes, los hay españoles...; unos son liberales, otros reaccionarios.

[47]

—El que yo conocía creo que era conde.

—Quizás; había un conde, tío de mi padre. No sé más. Como le digo a usted, no conozco la historia de estos Tillys. Respecto a mí, sólo sé que mi padre desapareció de casa hace años y que probablemente murió; mis hermanos están ahora con unos tíos, excepto una hermana que se encuentra en San Sebastián.

—¿Y tú pensarás sacar adelante a tu familia?—dijo Lacy.

—Yo pienso ver cómo salgo adelante yo. Cada cual que se las arregle como pueda.

Lacy no veía con agrado tan tranquilo egoísmo y afeó este sentimiento de su camarada; pero Tilly se rió; él creía que el ser egoísta era una condición necesaria para la vida.

—¿Y tu hermana?—le preguntó Lacy.

—Está en San Sebastián con unas señoras amigas, pero no quiere quedarse con ellas; me ha dicho que el mejor día se escapará.

—¿Sigue tan voluntariosa como antes?

—Igual; no ha variado nada.

A Tilly no le gustaba mucho hablar de la familia, y siguió exponiendo sus ideas. Era un producto de corrupción, de inmoralidad, y veía todo lo que fuera intriga con gran simpatía.

[48]

Aviraneta, a quien chocaba las ideas del joven, le preguntó:

—¿Dónde ha estudiado usted?

—En un colegio de frailes, en Rennes, donde, la verdad, creo que no aprendí nada de provecho. Lacy fué mi condiscípulo.

—Entonces era un tanto místico—dijo Lacy riendo.

—Luego he ido aprendiendo un poco—añadió Lacy—a fuerza de curiosidad y de algún ingenio. He leído en historias y en memorias la vida de Napoleón, de Fouché y de Talleyrand.

—¡Buena enseñanza!—exclamó Lacy.—Creo que hubiera sido mejor que hubieses leído Las Vidas Paralelas de Plutarco.

—Yo no lo creo así. De conocer, conozcamos la vida actual. Aprendamos un poco lo que es en una historia no falsificada y que puede comprobarse.

—Creo que en esos libros que has leído no se aprende más que a mentir.

—El que lucha para elevarse tiene que mentir—replicó Tilly,—por mucha suerte y por muy bien que le vayan las cosas tendrá que mentir. Ahí está el caso de Napoleón.

—¡Tipo repugnante este Napoleón!—exclamó [49] Lacy.—Yo antes tenía entusiasmo por él. Ahora que conozco su historia, no. Es de una falta de nobleza y de simpatía, de un egoísmo tan bajo que repugna. Su epopeya es en gran parte una novela, una historia falsa amañada, ¡Avanza de una manera tan vil! Se casa con una vieja intrigante que es la querida de su protector Barras y que ha sido una cortesana, y va avanzando con ella hasta que le da un puntapié. Las alocuciones no las escribe él, las batallas no las gana siempre él, pero él se aprovecha siempre de todo.

—Esa es la política—dijo Tilly.

—Yo veo en Napoleón la falta absoluta de gracia y de humanidad—siguió diciendo Lacy.—Carlos V, el gran Federico, Gustavo Adolfo, tienen gracia, son a veces humanos; Napoleón es la quintaesencia de la bestialidad y del egoísmo. Si yo hubiera nacido en su tiempo y hubiera sido francés, hubiera sido partidario de Babeuf.

—Yo también—dijo Aviraneta;—pero eso no importa. Yo estoy conforme con usted en que Napoleón no era simpático; pero aun así era una fuerza, y ¡qué fuerza!

—Una fuerza de egoísmo.

—Todos obramos por egoísmo—afirmó Tilly—y todos empleamos la mentira.

[50]

—Todos, no.

—Yo sí. Yo me siento el eje del universo. Respecto a la mentira, muchas veces cuando necesito un dato para completar un plan lo invento.

—Eso es absurdo.

—El señor Tilly nos va a dejar muy atrás a los discípulos de Maquiavelo—dijo Aviraneta con ironía;—le tendremos que decir como Talleyrand a Fouché, cuando éste hizo una de sus hábiles maniobras ante Luis XVIII: Je vous salue mon mâitre .

—Usted, señor Aviraneta, nunca será discípulo mío, sino mi maestro—replicó Tilly con su impasibilidad habitual.—Si entre los liberales españoles hubiera muchos hombres como usted, de otro modo irían los asuntos.

—¿Así que para ti los liberales españoles lo hacen mal?—preguntó Lacy.

—Muy mal.

—¿Por qué?

—No obran con rapidez y con energía. Su historia es una historia de vacilaciones. Cuando tuvieron al rey en sus manos, en 1823, debieron haber acabado con él.

—Hubiera quedado el hermano.

—Matar a toda la familia.

[51]

—¿Tú lo hubieras hecho?

—Yo, sí.

—Obrando de una manera violenta se hubieran precipitado los acontecimientos—dijo Aviraneta, que era de la misma manera de pensar.

Después de hablar de política, Lacy le preguntó a Tilly por su amiga lady Russell.

—La voy a dejar—dijo Tilly.

—Pues ¿por qué?

—Me estorba.

—La vas a dar un disgusto.

—Bah. Ya se consolará. Esa clase de mujeres necesitan hombres jóvenes. Cuando yo le deje le tomará otro.

—¡Esa clase de mujeres!—exclamó Lacy—ciertamente no demuestras con esa frase ni ser muy agradecido ni muy amable.

—Hablo de ella por lo que es—contestó Tilly, sencillez;—no tomo en cuenta sus beneficios como no tomaría sus perjuicios si me los hubiera hecho.

Tilly pasó algún tiempo en Bayona, haciendo nuevas conquistas y dando nuevos escándalos.

—El amigo de usted es un perdido—dijo Aviraneta a Lacy.

—Sí; es un muchacho que va alimentando la [52] parte mala de su alma con la sustancia de la buena; cada vez más cínico y más atrevido, va asesinando al buen muchacho que había en él y va a terminar siendo un canalla.


VII.
VIAJE A SAN SEBASTIÁN

Unos días después de esta conversación apareció en Bayona el primo de Aviraneta, don Lorenzo de Alzate, con el pretexto de encargar a un grabador de metales unos sellos para el Ayuntamiento de San Sebastián y comprar los útiles necesarios para hacer encuadernaciones, pues pensaba dedicarse a este trabajo por gusto.

Alzate se hospedó en la fonda de Iturri, habló largamente con D. Eugenio y visitó a Mina.

Era D. Lorenzo de Alzate hombre de mediana estatura, de ojos garzos y vivos y de expresión amable.

Aviraneta le preguntó a su pariente si era muy difícil entrar en España. Alzate dijo que sí, que [54] la frontera estaba muy vigilada y que la policía militar tenía orden de examinar detenidamente los pasaportes de los que entraban en España y de prender a los sospechosos.

Aviraneta se enteró bien de otros extremos y acompañó a su primo hasta el coche. Antes de salir preguntó al cochero:

—¿Tú conoces a Ganisch, a uno que tiene una taberna en Behobia?

—Sí.

—Dile al pasar que mañana su amigo Eugenio, que ha venido de Méjico, le esperará a las doce del día en el puente, del lado de Francia.

—Bueno; ya se lo diré.

Se marchó D. Lorenzo de Alzate, y por la noche dijo D. Eugenio en la fonda que iba a ir a San Sebastián.

Ochoa y Lacy pretendieron acompañarle.

—En tal caso prefiero que venga Ochoa.

—¿Por qué lo prefiere usted?—preguntó Lacy, picado.

—Porque usted no sabe vascuence y él sí.

—Ah, vamos.

Se decidió que fuera Ochoa. Este por la mañana pasó por casa de su paisano Beunza, que tenía un pequeño establecimiento de coches en la misma [55] calle de los Vascos, y le mandó aparejar un tílburi.

Montaron Aviraneta y Ochoa y vieron antes de partir a Tilly.

—¿Quiere usted algo para su hermana?—le preguntó Ochoa.

—¿Va usted a verla?

—Sí, probablemente.

—Vive en la calle Mayor, número seis u ocho.

—La saludaré de su parte.

Aviraneta había torcido el gesto al oir la conversación.

—Amigo Ochoa—murmuró;—cuando se toma una misión difícil hay que pensar solamente en ella y no ser imprudente.

—¿Por qué lo dice usted?

—Porque esta conversación, que probablemente no la habrá oído nadie, ha podido ser oída por alguien y sernos fatal.

—Tiene usted razón—murmuró Ochoa, compungido;—tendré más precaución otra vez.

Al medio día llegaron a Behobia y esperaron a Ganisch. Estaban comiendo en una posada, cuando apareció el antiguo amigo de Aviraneta.

¡Arrayua! —dijo Ganisch al ver a D. Eugenio. ¿De dónde vienes?

[56]

—De Méjico.

—¡De Méjico! ¡Qué! ¿Te has hecho rico?

—Poca cosa. ¿Y tú?

—¡Pse! Voy viviendo. ¿Qué queríais? ¿Entrar en España?

—Sí.

—¿Adónde vais a ir?

—A San Sebastián.

—Bueno. Tendréis que ir de boyerizos y llevar cada uno un carro de carbón. Así no os preguntará nadie nada.

—Iremos con los carros de carbón. Tú nos dirás las instrucciones, dónde hay que dejarlos y demás.

—Sí; todo se os dirá.

—¿Cuándo pasamos a la otra orilla?

—Por la noche. Yo saldré enfrente de Azquen Portu con una lancha y silbaré como en nuestros tiempos.

—Muy bien.

Comieron Aviraneta y Ochoa, pasaron la tarde en una taberna de Behobia de Francia, y al anochecer, después de cenar, fueron marchando por la orilla del Bidasoa hasta llegar frente a las casas de Azquen Portu.

Apareció al poco rato Ganisch en su barca, silbó [57] de la manara convenida, saltaron los dos y pasaron a la otra orilla y desembarcaron cerca de un caserío que se llamaba Chapartiena.

—Podéis dormir aquí hasta la una—dijo Ganisch.—A esa hora os despertaré.

Durmieron en Chapartiena y a media noche les despertó Ganisch, le dió a cada uno una ropa vieja y una elástica azul y les ayudó a uncir los bueyes. Luego les dijo lo que tenían que contestar a los guardias y centinelas del camino.

Uno delante de otro, Aviraneta y Ochoa comenzaron a marchar camino de Irún y después de San Sebastián. Mientras fué de noche no hubo miedo; a las preguntas de los guardias contestaban en vascuence, como les había dicho Ganisch.

Al hacerse de día tuvieron que tomar ciertas precauciones.

—¿Qué tal estoy yo?—preguntó Aviraneta.

—Muy bien. Todavía creo que se puede usted ensuciar la cara un poco más con carbón. ¿Y yo, estoy bien?

—Admirablemente. Parece que no ha hecho usted otra cosa en su vida.

Y los dos, dando de cuando en cuando con el aguijón en los cuernos de los bueyes y diciendo: ¡Aidá! ¡Aidá!, avanzaron hacia San Sebastián.

[58]

No les ocurrió ningún percance en el camino. Entraron en la ciudad por la puerta de Tierra y llevaron los carros, siguiendo las instrucciones de Ganisch, a la parte de la muralla que llamaban la Brecha, cerca del Cubo de Amezqueta, donde los descargaron. Comieron en una taberna, y al anochecer Aviraneta se presentó en casa de Alzate, quien al verle en aquellas trazas se quedó asombrado.

—¿Por qué no has venido conmigo?

—No quería comprometerte.

—¿Qué es lo que pretendes?

Aviraneta expuso su plan de trabajar la guarnición de San Sebastián para que secundase el movimiento de los liberales.

—¿Por qué no me has dicho esto en Bayona?—preguntó Alzate.

—Porque me hubieras intentado disuadir del proyecto.

—Es verdad. Puesto que tú crees en la posibilidad de ese plan, haremos juntos las gestiones, aunque de antemano te diré que la cosa me parece imposible. Lávate, ponte una ropa limpia y vamos.

Alzate y Aviraneta salieron de casa y fueron a la platería de D. Vicente Legarda.

[59]

—No está el principal—dijo el dependiente;—quizás esté en la imprenta de Baroja.

Fueron a la Plaza de la Constitución y entraron en los arcos. Alzate llamó con los nudillos en una puerta próxima al Ayuntamiento, y pasaron adentro. El olor acre de la tinta de los rodillos y del papel mojado denunciaba la imprenta. Pasaron la tienda y entraron en un taller bajo de techo. A la luz de dos lámparas colgadas de un alambre, colocado horizontalmente a cierta altura, se veían las cajas, las prensas, los tinteros y las resmas de papel. En el techo había hileras de cuerdas de las que colgaban papeles impresos.

Había varias personas en la imprenta. Al principio al entrar en ella no se las veía. Uno estaba como en una hamaca sostenido en las cuerdas del secadero de papeles, otro encaramado sobre las cajas y un tercero encima de un montón de papel.

Alzate presentó a Aviraneta al impresor y a su hermano y el impresor después presentó a don Eugenio a los que estaban allá que eran Legarda, Zuaznavar, Orbegozo y Arrillaga. Todos ellos liberales se reunían a comentar los sucesos del día en la imprenta de Baroja.

En esta imprenta se tiraba por entonces La Estafeta , periódico realista de don Sebastián Mi [60] ñano que había sucedido a la Gaceta de Bayona después de la Revolución de Julio.

La protección de Miñano hacía que aquella imprenta fuera un lugar seguro para los liberales. Aviraneta después de ser presentado habló de las entrevistas que había celebrado con Mina y de la necesidad que tenían de contar con una base de operaciones en San Sebastián. Cuando acabó de explicarse Aviraneta, tomó la palabra uno de aquellos señores, el que estaba sentado en las cuerdas del secadero, don Vicente Legarda.

Dijo que estaba bien pensado lo dicho por Aviraneta lo cual no era obstáculo para que la realización del proyecto fuera muy difícil o imposible. Respecto al espíritu público de San Sebastián en la mayoría del pueblo era liberal, pero no se podía contar ni con la guarnición ni con el elemento civil. El paisanaje no tenía contacto alguno con los soldados y a éstos les estaba prohibido expresamente hablar con la gente de la ciudad.

—¿Y qué se podría hacer para ganar a los oficiales?—preguntó Aviraneta.

—No sé—contestó Legarda.—Me parece una gran temeridad emprender la seducción de los oficiales no contando con mucho dinero.

—¿No hay liberales en el ejército?

[61]

—Sí, pero estamos actualmente dominados por los realistas. El capitán general D. Blas de Fournás es un francés realista, el segundo cabo don Juan de la Porte-Despierres también; el jefe político Gironella es indefinido, y el gobernador del Castillo de la Mota es como la mayoría de los jefes acérrimo realista. Entre las autoridades de Marina ocurre lo propio; D. Pedro Hurtado y D. Francisco Echezarreta son los dos absolutistas. Como usted ve el momento no es muy propicio. Sin embargo, si se cuenta con dinero intentaremos ganar a los cabos y a los sargentos, principalmente a los del Castillo de la Mota que es la llave de la ciudad. Ganados el castillo y la plaza se presentaría una nueva dificultad de mucho bulto—añadió Legarda;—el proveer la ciudad de víveres necesarios para sostener el sitio que nos pondrían por mar y tierra. El resultado inevitable sería sucumbir a los pocos días atrayendo un sin fin de desgracias a la población y a los que se comprometieran en la defensa. Por estas razones que me parecen de peso, creo que el plan limitado al alzamiento único de San Sebastián no es práctico. Si los emigrados contaran, como ha dicho Aviraneta, con la plaza de Santoña y con elementos en el interior de España entonces sí se podría [62] esperar el triunfo, y trabajaríamos con entusiasmo, pero repito que aun así no se puede hacer nada más que a fuerza de mucho dinero.

Las palabras de Legarda eran sensatas, lógicas y los que estaban en la imprenta las suscribieron. Alzate y Aviraneta se despidieron de todos y salieron a la plaza.

Alzate llevó a dormir a su primo a una casa de su confianza.

Al día siguiente Aviraneta quiso hacer nuevos intentos; por la mañana Ochoa y él salieron con sus carros de carbón y los llevaron a una venta del camino de Astigarraga. Al anochecer entraron de nuevo en San Sebastián, y Aviraneta fué a visitar solo al barón de Carondelet y a dos oficiales liberales. Después de su visita quedó convencido de que no se podía hacer nada.

Al otro día al abrirse la puerta de Tierra salió don Eugenio camino de Astigarraga. Una muchacha alta marchó casi al mismo tiempo que él y se detuvo en la misma casa, a cuya puerta estaba Ochoa.

—¿Qué? ¿vamos?—preguntó Aviraneta.

—Sí, ya están uncidos los bueyes. Esta señorita viene con nosotros.

[63]

—¿Esta señorita?

—Sí. Es la hermana de Tilly.

—¿Y qué extravagancia es esa de querer venir en un carro?

—Así si me buscan no me encontrarán—replicó ella.

Margarita Tilly guardó la mantilla y se ató un pañuelo a la cabeza a estilo de casera. Llevaba corpiño, delantal y alpargatas.

—Vamos—dijo y tomó una cesta al brazo, y comenzó a marchar.

Margarita Tilly era una muchacha de cara larga y expresiva, tenía los ojos azules, brillantes y oscuros, llenos de audacia, el mentón algo pronunciado y el pelo rubio. Había cierta asimetría en su rostro, aunque no tanta como en el de su hermano, asimetría que le daba gracia.

—No sé si le tomarán a usted por una aldeana—dijo Aviraneta—me parece usted demasiado bonita.

—Muchas gracias, don Eugenio—exclamó ella riendo.

—No es galantería. Es precaución. Si a usted la cogen la llevarán de nuevo a casa de sus parientes de San Sebastián, a nosotros por de pronto nos meterán en la cárcel.

[64]

—Bah, don Eugenio. Usted no tiene miedo a eso.

—Parece que me conoce usted.

—Sí, Ochoa me ha hablado de usted.

—Cuando pasemos por los pueblos apártese usted de nosotros y tome usted el aire más estúpido posible que pueda usted tomar—recomendó Aviraneta.

—Bueno, así lo haré.

Varias veces Margarita subió al carro que dirigía Aviraneta. Ochoa que iba detrás se le acercaba a echarla flores.

—¡Eh! ¡Eh!—decía Aviraneta.— ¡Atzera! ¡Atzera! (¡Atrás! ¡Atrás!)

No ocurrió nada en el camino, pero al acercarse a media tarde a Irún, Aviraneta se encontró con un viajero elegante que iba en un cabriolé y que se paró al verle.

—¡Eugenio!—exclamó.

Aviraneta estuvo a punto de soltar el palo y echar a correr.

El joven bajó del coche y exclamó:

—¿No me conoces?

—No.

—Joaquín Errazu, tu primo.

[65]

—¡Ah! Es verdad. Hace ya tanto tiempo que no te he visto.

—¿Qué es esto? ¿Qué pasa? ¿Por qué vas así vestido?

Aviraneta explicó a Errazu lo que habían hecho.

—Esta señorita es una amiga nuestra que va a reunirse con su hermano. Es la señorita de Tilly. ¿Tú no la podrías pasar a Behobia en tu coche?

—Sí, con mucho gusto. Si quiere le daremos de merendar en mi casa y luego la llevaremos a Behobia.

—Bueno. Ya sabe usted, Margarita.

Margarita se puso de nuevo la mantilla y montó en el cabriolé.

Aviraneta y Ochoa llegaron a Azquen Portu, se lavaron y cambiaron de ropa y poco después pasaron en lancha a la otra orilla del Bidasoa.

En Behobia estaba Margarita en compañía de Errazu, que se mostraba muy galante con ella. Montaron Margarita, Aviraneta y Ochoa en el cochecito de Beunza y se dirigieron hacia Bayona.

—¿Está usted contenta del viaje?—preguntó Aviraneta a Margarita.

—Contentísima.

—¿Le han tratado a usted bien mis parientes de Irún?

[66]

—Como a una reina. Me han sentado a la mesa, al lado del tío de usted, el cura, a tomar chocolate, y me han contado de usted una porción de diabluras que hizo usted cuando era chico.

—El primo joven de don Eugenio creo que le galanteaba a usted un poco—dijo Ochoa.

—¡Bah! De eso no hago caso.

Charlando los tres llegaron ya muy entrada la noche a Bayona, y fueron a parar a la fonda de Iturri.


VIII.
FRACASA EL PROYECTO

Al día siguiente el general Mina, enterado de la vuelta de Aviraneta, le invitó a comer a su casa. Don Eugenio fué obsequiado, tanto por el general como por su señora doña Juana Vega, a quien los íntimos llamaban doña Juanita.

—¿Qué impresiones trae usted de San Sebastián?—preguntó Mina.

—Malas.

Y Aviraneta contó con detalles lo que le habían dicho los militares y paisanos con quienes había hablado.

—¿Así no es posible que ellos hagan algo?

—Por ahora, nada. Si se pudiera retrasar el movimiento, ¿quién sabe?

[68]

—No, no, ya no puede ser. Ya sabe usted lo que es la gente... Ha habido quien se ha acercado a mí a decirme que no me fíe de usted... Si propongo el aplazamiento, van a creer que soy un traidor.

—¿Qué haremos?—preguntó Aviraneta.

—Esperaremos a ver si le contestan a Campillo... Avíseme usted en seguida que haya contestación... ¿Usted qué cree que se necesitaría para sobornar una guarnición como la de San Sebastián?

—Yo me figuro que para empezar se necesitarían unos cuarenta o cincuenta mil duros... quizás más.

—Es mucho dinero...; pero, en fin..., ¿quién sabe?... Mendizábal es un hombre listo... comprenderá los motivos...

—Y si no tiene usted medios, ¿qué va usted a hacer, general?

—Ya no tengo más remedio que lanzarme. Salga lo que saliere.

Aviraneta dejó la casa del general y se reunió con Lacy y con Ochoa, a quienes contó su entrevista.

Dos días después, por la mañana muy temprano se presentó Campillo en la fonda de Iturri.

[69]

—Coja usted el frasquito del reactivo—le dijo a Aviraneta;—creo que hay carta. Vamos a dar un paseo.

Campillo, Aviraneta y Lacy se dirigieron a Saint Pierre de Irube y se metieron en una venta muy solitaria que se llamaba Bidegañeche (la casa en lo alto del camino). Pidieron a la dueña de la venta un cuartito y que les diera de almorzar. La dueña los subió al primer piso de la casa, que tenía una gran ventana al campo. Cerraron la puerta, y Campillo dijo que el patrón del quechemarin de Santoña había traído un pliego en blanco, doblado, como si fuera papel para hacer cigarrillos y que suponía estuviera escrito con tinta simpática.

Sacó don Eugenio la botellita del reactivo, desdobló el pliego y lo untó con un pincel por sus cuatro caras. Campillo y Lacy miraban con atención por si aparecían las letras. Al secarse el papel se destacaron claramente.

La carta era del hermano de López Campillo; decía que después de haberse enterado de las instrucciones, había comenzado sus trabajos y comunicado sus planes a un comerciante amigo suyo, quien le dijo que hablaría a los militares y le daría una respuesta en el plazo de tres días.

[70]

Al cabo de este tiempo el amigo le había dicho que después de hablar con varias personas, entre ellas con el comandante de artillería de la plaza y con algunos oficiales de la misma Arma, estaba convencido de que todos se hallaban dispuestos a entrar en el movimiento siempre que se contase con los jefes que ocupaban altos cargos. Estos eran el gobernador de la plaza, brigadier Fleires; el teniente del rey, coronel D. Diego Rodríguez, y el sargento, capitán don Juan Bautista Viola. Respecto al gobernador militar de la provincia, D. Vicente González Moreno, se le tenía por realista acérrimo y afiliado al Ángel Exterminador.

Los oficiales subalternos estaban dispuestos a tomar parte en el alzamiento con ciertas condiciones. Estas eran: primera, que Mina asumiese la responsabilidad de lo que se hiciera; segunda, que el mismo general respondiera de que en el interior de la nación secundarían el pronunciamiento, y tercera, que se les enviara fondos para ganar a los sargentos y a los soldados.

Campillo quedó un poco extrañado de que en su país como en el resto de España no hubiese más prestigio entre los liberales que el de Mina. Se decidió leer la carta al auditor Aguado, y Lacy, Campillo y Aviraneta salieron de Bidegañeche y [71] volvieron hacia Bayona a buscar al auditor en su casa de Saint Esprit.

Aviraneta subió al piso, y dijo al auditor que sería conveniente marchase a ver al general y le preguntase cuándo podían leerle una carta importante.

Aguado tomó un coche de los que llamaban citadinas , invitó a subir a Campillo, a Lacy y a Aviraneta, y fueron los cuatro a casa del general. Este se hallaba en la cama.

Doña Juanita, la señora del guerrillero, pasó a los visitantes a la alcoba.

Mina estaba macilento, demacrado; tenía un montón de papeles sobre la cama. Oyó leer la carta del hermano de Campillo con atención; estuvo largo rato pensativo, y dijo:

—Voy a reunir a los jefes y a Mendizábal y a exponerles el asunto. Quisiera que comprendieran su importancia... Usted, Aguado, podría ir a visitar mientras tanto al banquero Silva y explicarle el caso.

—Bien. Iremos Aviraneta y yo.

—Para la noche tendrán ustedes la contestación.

Fueron Aviraneta y Aguado a la casa de Silva, un banquero judío de Saint Esprit.

La casa era una casa pequeña y estaba en una [72] callejuela oscura y triste. Tenía un escaparate reforzado por dentro con una alambrera.

Entraron en la oficina, que era un cuarto donde escribían dos empleados. Se veía en ella una caja de caudales grande, empotrada en la pared y una porción de legajos y de papeles.

Aguado dijo lo que quería y el empleado llamó en una puerta, que se abrió chirriando y se volvió a cerrar.

El banquero era un hombre pálido de perfil judío, muy fino, muy atento.

Escuchó sonriendo lo que le decían, y dijo que hablaría a Mendizábal y que intentaría influir y hacer todo lo que estuviera de su parte.

Al salir a la calle Aviraneta y Aguado oyeron risas en un balcón, volvieron la cabeza y vieron dos muchachas de perfil aguileño y de ojos negros, las dos muy bonitas, las hijas del banquero.

Salieron de casa de Silva. Aguado se quedó en Saint Esprit, y dijo que por la noche al terminar la reunión de los caudillos en casa de Mina iría a decirles el resultado a la fonda de Iturri...

Después de cenar se reunieron en el cuarto de Aviraneta, Lacy, Ochoa y Campillo. La impaciencia hizo a Lacy abrir la ventana, y para que no se viese la luz en la calle se apagó el quinqué. A [73] las once de la noche llegó Aguado. Ochoa fué a abrirle la puerta; Lacy cerró la ventana y encendió la luz.

—¿Qué hay?—preguntaron con ansiedad al auditor.

—El proyecto está rechazado. Los demás jefes, a quien ha expuesto Mina los propósitos de ustedes, han dicho que son inútiles. Están tan obcecados, que creen que les ha de bastar presentarse en la frontera para que toda España se les una.

—¡Qué idiotismo! Qué imbecilidad!—exclamó Aviraneta.—¡Y tener que formar partido con esta gente! Es triste.

—¿Y no han dicho más?—preguntó Ochoa con sorna.

—Algunos han asegurado que hay agentes de Calomarde que quieren desviar el movimiento.

—Puesto que los liberales españoles son tan bestias—murmuró Aviraneta con ironía,—¡qué le vamos a hacer!

—Respecto a usted, amigo Aviraneta—siguió diciendo Aguado,—se afirma que quiere usted recoger el fruto sin haber trabajado como los demás.

—¡Qué asco de gente!

—Al salir de la reunión—terminó diciendo el [74] auditor—he visto a Jáuregui, que me ha indicado que le diga a usted, Aviraneta, que hay siempre un puesto para usted en la Compañía Sagrada que ha formado con antiguos oficiales.

—Bueno. Dele usted las gracias si le ve.

Se marchó Aguado y después Campillo; Lacy y Ochoa se fueron a su cuarto.


IX.
AVIRANETA, DESPECHADO

Al día siguiente, a la hora del almuerzo, se reunieron en la fonda de Iturri, Campillo, Lacy, Ochoa y Aviraneta.

—No le parece usted, don Eugenio—preguntó Lacy,—que sería conveniente que todos siguiéramos el mismo camino y marcháramos con el mismo jefe. Nosotros vamos con Valdés.

—Yo estoy comprometido con él hace tiempo—dijo Campillo.

—Yo no pienso ir con nadie—repuso Aviraneta.—No quiero ir dirigido por imbéciles.

—¡Pero don Eugenio!

—No, no. Ir con gente así, que no tiene medios, ni un golpe de vista genial para marchar al fin, es [76] ir a un fracaso, y a un fracaso ridículo. No, no, no voy. Sé cómo son estos militares españoles, de una inutilidad, de una suficiencia y de una majadería imponderables. Cuando hayan conducido la empresa al desastre se refugiarán en las chinchorrerías, en los detalles... No, no.

Campillo se encogió de hombros y no dijo nada. Lacy quiso convencer a Aviraneta.

—¿Pero de verdad no va usted a ir, don Eugenio?—le preguntó.

—De verdad. Conozco la guerra. Es la cosa más estúpida, más desordenada y sin objeto que pueda hacerse. Todo lo que no se realice en política por la inteligencia y por el cálculo, es perfectamente inútil. ¡La guerra! Unos hombres que van, otros que vienen, la mayoría sin saber porqué; aquí que se corre, allí que se persigue, en este otro lado que se fusila... plan, ninguno...; la casualidad...; no, no; me parece demasiado imbécil.

—¿Pero va usted a negar hasta la táctica, el arte?

—No creo en tal arte. Me parece una mixtificación de los militares. Yo no he visto en la guerra más que desorden, brutalidad y estupidez. Casualidad, casualidad y casualidad.

[77]

—Pero hay una ciencia por encima de la casualidad y de la barbarie—exclamó Lacy.

—Yo lo dudo mucho. Todo esto que hacen los militares no se diferencia gran cosa de las pedreas de chicos.

—No, don Eugenio, no.

—Yo creo que sí. Nunca verá usted que un patán pueda sustituir a un mecánico o a un matemático; en cambio, a un general lo sustituye un cura, un campesino, cualquiera, y lo hace tan bien como él y a veces mejor. Parece que cuando se ponen frente a frente dos bandos tiene que haber un vencedor y un vencido. ¿Pero lo hay siempre? ¿Y cuando lo hay depende de la ciencia? Esto es muy dudoso. No creo que se pueda hacer mucho caso de las afirmaciones de estos pedantes de uniforme, porque en ellos la petulancia es moneda corriente. En fin, querido Lacy, si usted toma parte en la intentona lo verá.

—¿Así que usted está decidido a no ir?

—Completamente decidido.

—¿Y qué va usted a hacer?

—Me quedaré aquí, o quizás vaya a Ustariz con Tilly. Aquí, en Bayona, parece que va a haber una vigilancia molesta.

[78]

Por más que Lacy intentó nuevamente convencerle, Aviraneta se aferró a decir que no iba.

Ochoa y Lacy marcharían los dos con Valdés; pocos días más tarde se presentó Malpica a tomar el mando de su gente. Venía en compañía del tío Juan el guardabosque, y de Alí, el asistente de Víctor Darracq.


X.
ORDEN DE MARCHA

El 9 de Octubre, después de largas diligencias, los jefes liberales firmaron un acuerdo de acatar las órdenes de Mina. Unicamente no quisieron aceptar su jefatura Valdés, Méndez Vigo y Chapalangarra.

Estaba ya dispuesto el plan general de la invasión.

Por Vera entraría Mina con todo su Estado Mayor, formado por los generales Butrón, López Baños, Jáuregui, Iriarte, etc.

Por Urdax, a tomar el camino de Elizondo y apoderarse del valle del Baztán, pasaría el coronel Valdés, nombrado por la Junta revolucionaria mariscal de campo.

[80]

Por Valcarlos, a seguir el camino de Pamplona, iría Chapalangarra con un ciento de voluntarios parisienses y algunos aventureros españoles, entre ellos el poeta Espronceda.

Por los Alduides cruzaría el general Espinosa, que se encargaría del mando de Navarra. Parte de sus tropas, al mando de Barrena, Sarasa y León Iriarte, avanzarían al oeste en dirección del Baztán.

Con esto, las tropas destacadas hacia la parte occidental de los Pirineos por el Gobierno de Fernando tendrían que dividirse. Algunas de ellas, comprometidas, se esperaba que hicieran causa común con los liberales.

Mientras Sarasa y Barrena levantaban el Baztán, Espinosa, marchando al Este, provocaría el alzamiento de los valles más liberales de las Aezcoas y del Roncal, que se darían luego la mano con los valles del Pirineo aragonés en donde operaría el general Plasencia.

Mina, dejando partidas que recorrieran los puntos desde Urdax hasta Irún para conservar las comunicaciones con Francia, y obrando en combinación con las fuerzas de la columna de Espinosa debía llamar sobre sí la atención del grueso del ejército español.

[81]

El general Plasencia se correría por Oloron, llevando a sus órdenes al coronel Domínguez, al canónigo Barber y algunos otros conocedores del país.

Méndez Vigo, con sus doscientos hombres, la mayoría carbonarios italianos y polacos, le secundaría avanzando hacia el Roncal. Se le reuniría después Vázquez Roselló que se encontraba en Orthez.

Gurrea, que estaba en Bagneres de Bigorre, operaría en el Alto Aragón.

En Cataluña, la mayoría de los militares que pensaban tomar parte en la empresa era poco adicta a Mina, pero casi todos ellos se habían comprometido a cooperar en el movimiento.

Don Evaristo San Miguel, nada afecto al caudillo navarro, había recibido un mando de la Junta de Bayona, que llamaban minista, y fué a Perpiñán a reunirse con el ex diputado D. José Grases, amigo de Torrijos, para preparar la entrada en Cataluña.

Una de las columnas la mandaría Milans del Bosch llevando a Baiges como segundo; otra Miranda, y pasarían ambas por la Junquera. La tercera columna, al mando de San Miguel, entraría por Andorra.

[82]

En combinación con los movimientos en la frontera francesa, se esperaba la salida de Torrijos, Manzanares y Palarea, que partirían de Gibraltar y marcharían por la carretera hacia Madrid. La tropa de Marina y la guarnición de Cádiz estaba, según se decía, ganada por los liberales.


XI.
LOS REALISTAS

El Gobierno de Calomarde no se dormía mientras tanto. Se dieron órdenes rigurosísimas para vigilar la frontera, y se pusieron a precio las cabezas de Mina, Jáuregui y otros jefes.

Calomarde excitó el celo y prometió recompensas a los militares. Toda la plana mayor del realismo se preparó con entusiasmo para rechazar la anunciada invasión de los constitucionales.

El general D. Manuel Llauder, virrey de Navarra, con el segundo cabo de la plaza de Pamplona, D. Santos Ladrón, comenzó a pasar revista a sus fuerzas; el capitán general de Guipúzcoa, don Blas de Fournás, preparó las suyas.

Al mismo tiempo los tercios realistas, mandados por Verástegui, Eraso, Juanito el de la Rochapea (Juan Villanueva), Uranga y Sáinz de Pedro, se acercaron a la frontera.

[84]

El tercer batallón del regimiento del Príncipe se trasladó de Zaragoza a Jaca y de aquí al valle del Baztán avanzando hacia el Bidasoa. Se acercaron a Vera dos batallones de Cazadores y el regimiento de Mallorca. El primer batallón de la Guardia de Honor de Bilbao se estableció en Hernani.

Las instrucciones que había recibido Llauder eran terribles. Por los decretos del 16 de Septiembre y de 1.º de Octubre, todos cuantos cayeran en sus manos debían ser inmediatamente pasados por las armas.

El 11 de Octubre se le previno a Llauder para que no diera cuartel.

Llauder era un cuco, que no creía que el absolutismo fuera eterno, y mandó a su ayudante a Madrid para que se presentara a Fernando VII y le intentara convencer de que una severidad excesiva sería perjudicial. En el momento de la lucha, Llauder dejó escapar algunos grupos de liberales que hubiera apresado con facilidad de proponérselo.

Los tercios realistas, de los cuales tenían que salir cuatro años después los partidarios de don Carlos, se movieron con entusiasmo fanático. A ellos no había necesidad de recomendarles que no [85] dieran cuartel. Estaban dispuestos a matar con una fe digna de buenos cristianos.

De estos tercios, Alava dió un gran contingente. De Vitoria salieron cuarenta compañías formando tres columnas. Una la mandaba D. Valentín de Verástegui; fué a Tolosa y de aquí se acercó a Oyarzun y a la peña de Aya; otra salió a las órdenes del coronel D. José Uranga y se dirigió por Salvatierra a Cegama y a Segura y de aquí a la frontera; la tercera, mandada por D. Casimiro Sáinz de Pedro, avanzó por Santa Cruz de Campezu a tomar el camino de Estella y después el de la alta Navarra.

Guipúzcoa tenía ya de antemano algunas compañías de voluntarios realistas en Irún; más tarde, a instancias del general realista Villalobos, la Diputación envió dos batallones completos de refuerzo, quedando los seis restantes en San Sebastián dispuestos para acudir al primer aviso al sitio indicado.

En Navarra, D. Juan Villanueva (Juanito) con el teniente D. Miguel de Sagastibelza se acercó al valle del Baztán, y D. Francisco Benito Eraso se presentó en la frontera por el lado de Burguete a vigilar sus inmediaciones.

LIBRO SEGUNDO
EN USTARIZ


I.
AVIRANETA Y TILLY

Aviraneta y Tilly se pusieron de acuerdo para ir a pasar unos días a Ustariz, y alquilaron cuartos en la Veleta. A Tilly le acompañó su hermana Margarita.

Aviraneta llevaba la idea de matar el tiempo leyendo. La primera semana estuvo encerrado en su cuarto; salía únicamente los días buenos a tomar el sol por las tardes.

Don Eugenio se había suscrito a un gabinete de lectura de Bayona, y se llevó los quince volúmenes de la obra de Jomini, la Historia crítica y militar de las campañas de la Revolución de 1792 a 1801, y las Historias de la Revolución francesa, de Mignet y de Thiers, que acababan de salir por [90] entonces. Alternaba estas lecturas con novelas de Paul de Kock y de Pigault-Lebrun.

Aviraneta no era un refinado en literatura. Leía a Jomini con gran atención, siguiendo las operaciones en el mapa, queriendo explicarse con claridad aquellas famosas batallas de tanta resonancia universal. Después leyó los "Principios de la estrategia", del mismo Jomini.

Le hacía simpatizar con el autor la idea de que él también era un rechazado.

Jomini, a pesar de su talento no pudo llegar a mandar fuerzas, a dirigir batallas, lo que tanto imbécil pudo hacer.

Aviraneta sentía la tristeza del táctico, de verse desperdiciado, sin empleo.

Se sentía él también una rueda de un reloj de otra clase o de otro tamaño, rueda inútil y que, sin embargo, era perfecta en su género.

La rabia de pensar que sólo en una esfera alta de actividad hubiese podido desarrollar sus condiciones, y que la suerte y el ambiente le impedían escalar este puesto, empujándole automáticamente hacia abajo, a un medio para el cual no tenía condición alguna, le irritaba y le conducía a una profunda desesperación.

Mientras Aviraneta leía y se desesperaba, Tilly [91] frecuentaba la sociedad de Ustariz; visitaba a la familia de Aristy, a quien se había presentado con una carta de Lacy; iba al Bazar de París a hablar con las dos hermanas, Martina y Delfina; se había hecho amigo de Choribide y de su sobrino Rontignon, y visitaba a las damas del Chalet de las Hiedras.

Margarita los primeros días de Ustariz hizo algunas extravagancias y tomó fama de loca en el pueblo. Alquiló un caballo y pasó varias veces al galope por la carretera, vestida de amazona y con un látigo en la mano y una boina roja en la cabeza; otro día anduvo en lancha e hizo después varias inocentes travesuras.

Al tercer día de estancia en la aldea conoció a Dolores, la hija del coronel Malpica, y se hizo amiga íntima de ella.

Al cabo de poco tiempo de conocerla, Dolores era para Margarita la criatura más sabia y más perfecta de la tierra.

Aviraneta leyendo en su rincón, Tilly dedicado a la vida social y Margarita en Chimista; así pasaron el tiempo en el pueblo mientras Lacy y los suyos se batían en España.


II.
MALOS VIENTOS

Corrían malos vientos, al decir de los inteligentes, por los alrededores de Ustariz. La veleta de Gastizar parecía alarmada, y andaba nerviosa de la derecha a la izquierda con marcada intranquilidad.

En Gastizar se sentía cierta desazón. Había tenido la familia varios disgustos, y todos, excepto Miguel que conservaba su calma, estaban alarmados. El primer acontecimiento desagradable de la serie había sido la noticia de quiénes eran las dos damas del Chalet de las Hiedras. Madama Aristy había recomendado a Miguel que no dijera nada ni hablara a nadie de esta cuestión.

El segundo golpe había sido la llegada de León, el pintor, el marido de Dolores Malpica.

[94]

León dijo a su madre que volvía dejando en París una deuda de quince mil francos.

Madama de Aristy habló con Miguel y quedaron de acuerdo en que pagarían la deuda. Como compensación exigieron a León que se quedara a vivir en Ustariz constantemente.

Otro disgusto que vino después de este, fué que madama Luxe dejó de aparecer por Gastizar sin dar ninguna explicación.

Por último, una mañana en que madama de Aristy pasaba por la galería del piso principal sonó un tiro y cayeron los cristales rotos a sus pies. Madama de Aristy dió un grito y acudieron las criadas. Miguel y Darracq bajaron a ver lo que pasaba, y al enterarse de lo ocurrido corrieron a la huerta, pero no encontraron a nadie.

Con todo esto, la familia estaba amedrentada.

Madama Aristy y Miguel suponían que tan repetidos golpes procedían de las damas del Chalet de las Hiedras.

—¿Cuándo se van esas mujeres?—preguntaba Miguel.

—Ya dentro de poco—decía su madre.—Esperemos sin escándalo.

En Chimista tampoco se sentía gran contento.

A Dolores se le había marchado su padre y le [95] había vuelto el marido. Muchas veces Margarita la veía llorando.

León al llegar a su casa pareció satisfecho y entusiasmado, pero pronto comenzó a aburrirse.

León era un hombre petulante, tipo de vanidoso y de descontento. Tenía los tópicos de la época y barajaba siempre en su conversación el Arte, la Naturaleza, Shakespeare, Calderón, las pasiones, la unión de lo maravilloso y lo grotesco... Hablaba mal de todos los artistas, que creía que le estaban usurpando la gloria. Se resistía a encontrar bien las obras de los contemporáneos y hasta las de los antiguos maestros.

Al oirle se sospechaba si se trataría de un hombre de genio. Al ver su obra se comprendía que no era más que un descontento sencillo.

Margarita sintió por León al conocerle un profundo odio. El verle tan frío, tan egoísta, tan indiferente a todo lo que no fuera su vanidad le exasperaba, y muchas veces estaba a punto de insultarle.

Había otras casas en Ustariz que se hallaban en un estado de intranquilidad semejante; madama Luxe desde hacía tiempo no quería recibir a nadie, y en el Chalet de las Hiedras todas eran idas y venidas y misteriosas conferencias.


III.
LAS MANIOBRAS DE CHORIBIDE

Desde hacía algún tiempo Choribide en complicidad con las damas del Chalet de las Hiedras intrigaba en el pueblo. Sus maniobras principales tendían unas a enriquecer el legajo que las dos mujeres de la policía hacían para Calomarde, las otras a acercar su sobrino Rontignon a madama Luxe.

Madama Luxe tenía varios galanteadores en Ustariz. Uno de ellos era un tal Iragaray, hombre caballeresco, aunque un poco perturbado. Iragaray había pasado por una porción de chifladuras que le duraban una temporada más o menos larga. La última era la preocupación por las botas. En esta época, todo el calzado que compraba [98] o le hacían le venía mal, lo que a Iragaray le entristecía profundamente.

Esta preocupación la compartía con el amor de madama Luxe, amor tímido y respetuoso que guardaba en el fondo de su alma. El comprendía que sólo madama Luxe le hubiese podido curar de esta cavilación transcendental del calzado.

Iragaray, cuando veía a una persona que estaba a gusto sobre sus zapatos la envidiaba y le tenía por un ser superior.

Si llegaba a ganarse su confianza, la primera pregunta que le hacía era ésta:

—Perdone usted, caballero; ¿quiere usted hacerme el gran favor de decirme dónde se ha hecho usted esos zapatos?

El preguntado, que no comprendía que contestar a esta pregunta fuera ningún gran favor, decía en qué pueblo y en qué zapatería se hacía las botas. Iragaray se preparaba para hacer un viaje, se encargaba un par de zapatos y volvía radiante; pero a los cuatro o cinco días se le veía haciendo muecas de descontento, y tenía que coger los zapatos nuevos y llevarlos a un rincón, spoliarium de sus ilusiones.

Durante algún tiempo Iragaray veía todo negro, como si el mundo entero estuviera recubierto [99] de betún, hasta que encontraba una persona con unos zapatos, que le llegaban al alma. Si esta persona le era desconocida, Iragaray sufría hasta poder hacerla la pregunta de dónde se hacía los zapatos.

Iragaray se había enamorado de madama Luxe, y abandonaba la zapatería por el amor. Le había contado sus cuitas a Miguel, quien le había recomendado mucha prudencia.

—Todo esto va a acabar con unos cuantos zapatos más en el guardarropa de Iragaray—decía madama de Aristy.

—Lo malo es que para el pobre hombre cada par de botas es un desengaño—añadía Miguel.

Choribide, que sabía muy bien las chifladuras de Iragaray, no lo temía como rival de su sobrino, sino todo lo contrario; hubiera querido que el pobre chiflado fuera el único de los rivales de Rontignon.

Choribide, al mismo tiempo, trabajaba para las mujeres del Chalet de las Hiedras.

Los documentos que él facilitaba a madama Carolina, aparecían oficialmente como procedentes de Rontignon. Se había escrito a España y Calomarde se manifestaba dispuesto a dar una gran cruz o a aceptar al ex teniente en el ejército español.

[100]

Respecto a la cuestión amorosa, Choribide la dirigió con gran cuidado. Choribide hizo que su sobrino se hiciera un traje a la moda en la mejor sastrería de Bayona, alquilara un caballo y pasara todos los días cuatro o cinco veces por delante de casa de madama Luxe.

Al cabo de una semana escribió una carta, la pensó mucho, comprendiendo que el estilo de 1830 no era el de su época; y después de varios ensayos creyó encontrar lo que deseaba. El teniente Rontignon copió la carta y la dió, con una moneda de cinco francos, a la criada de madama Luxe. La carta no tuvo contestación. A los pocos días, Choribide escribió otra muy respetuosa y romántica y madame Luxe contestó. Decía que no pensaba casarse, que estaba dedicada a la educación de su hija, y aunque agradecía los homenajes del teniente Rontignon, le suplicaba que cesase en hacerle la corte.

Choribide estudió la carta detenidamente y decidió primero hacer que la hija de madama Luxe, Fernanda, tuviera un novio, después se le ocurrió indisponer a madama Luxe con la gente de Gastizar.

Como novio de Fernanda, ninguno mejor que el joven Larralde Mauleón. Larralde había cor [101] tejado sin gran éxito a Alicia de Belsunce, y luego para consolarse se dedicaba a galantear a una de las señoritas del Bazar de París, a la menor, Delfina, creyendo, y con razón, que le llegaría su turno.

De las dos señoritas de La Bastide, la mayor, Martina, se le suponía enredada con el ingeniero de Montes; la pequeña, Delfina, era una histérica. Esta muchacha había andado con todos los hombres del pueblo. Siempre había tenido un amante o dos al mismo tiempo.

Era una mujer lasciva. Le habían cantado varias veces una copla popular, que decía:

Dama orrec emenditu
Bederatzi noviyo
Apenas joan dan ari
Bayetz esandiyo.

(Esa dama tiene lo menos nueve novios, y a cualquiera que se acerca a ella le dice que sí.)

En toda la familia de las muchachas del Bazar había la misma herencia erótica. Por entonces, la Delfina estaba enredada con un mozo, a quien llamaban Marcos el del molino o Marcos el gascón.

Marcos era un hombre de una osamenta fuerte, corpulento, la cara ancha, los pómulos salientes, la [102] mandíbula acusada y los ojos claros. Tenía la frente pequeña y arrugada, el pelo rubio, crespo y duro que le entraba como un pico en el entrecejo, las manos velludas y los brazos largos. Era mozo petulante, vestía grandes y anchos pantalones, faja encarnada y boina azul.

El bello Marcos sacaba el dinero a Delfina, la pegaba, la pateaba, lo cual no era obstáculo para que ella estuviese enamorada de él y al mismo tiempo le engañase. La madre de Marcos era una mujer valiente, que había venido de la parte del Bearn. Al saber los sucesos de la Revolución de Julio, esta mujer cogió un fusil y fué al Ayuntamiento a pedir que se quitara a los concejales y se les sustituyera por otros revolucionarios.

El bello Marcos no compartía las ideas de su madre y era realista. Sacaba algún dinero con esto y no le importaba otra cosa. Marcos era un conquistador y un sátiro; había tenido un proceso por robo y otro por violentar a una chiquilla, medio idiota, en el campo.

Choribide pensó que debía apartar al joven Larralde de Delfina, y llamándole con gran reserva le dijo que no le convenía hacer la corte a aquella muchacha. Era esta una mujer depravada, una cosa perdida. Le aseguró que estaba embarazada de [103] Marcos, y que no tendría nada de particular que si se entregaba a él fuera únicamente por tener un editor responsable del desaguisado.

Después de pintarle tan fea la situación al joven Larralde le puso delante la perspectiva de Fernanda Luxe, una muchacha encantadora llena de juventud y de gracia. Larralde Mauleón mordió en el anzuelo y comenzó a dejar de acudir al Bazar de París. Al mismo tiempo Choribide habló a la Delfina, y le dijo que Larralde era un fatuo que había asegurado en público que tendría como querida a la Delfina cuando le diera la gana. La muchacha, que era poco inteligente, creyó en lo que le decía el viejo y comenzó a tratar con desdén a Larralde, que determinó no volver al Bazar.

Entonces Choribide hizo que su sobrino Rontignon buscara a Larralde y se hiciera amigo suyo.

Pronto pudo notar el astuto viejo que tenía en Gastizar enemigos de sus planes. Madama Luxe iba todos los días a Gastizar, hablaba allí, había quien suponía que miraba con buenos ojos a Miguel Aristy.

Entonces a Choribide se le ocurrió escribir un anónimo, cogió un papel igual al que se empleaba en Gastizar y mandó a madama Luxe una carta [104] en la que se ponía por los suelos al teniente Rontignon y al joven Larralde.

Madama Luxe no tuvo el valor de pedir explicaciones a Madama Aristy; dejó un día de ir a Gastizar, luego al siguiente hizo lo mismo y acabó por romper las relaciones con la familia de Aristy.

Madama Aristy era demasiado orgullosa para pedir ni para dar explicaciones. La ruptura se verificó. Era lo que quería Choribide.

Este al mismo tiempo trabajaba con las dos intrigantes del Chalet de las Hiedras.

Las cartas iban a Madrid y venían de allá constantemente.

Carolina Michu estaba entregada a Choribide y dispuesta a seguir sus indicaciones.

Madama Carolina no tenía un gran interés personal puesto en la vida de Ustariz; estaba deseando que pasaran aquellas circunstancias para salir de la aldea y marcharse a otra parte. No le pasaba lo mismo a Simona. Simona no se ocupaba más que de Ustariz y de los que vivían en el pueblo.

Al saber que madama Aristy quería echarlas del Chalet de las Hiedras, le tomó un odio intenso. Antes había coqueteado con Miguel, porque [105] le era simpático; después coqueteó con León, por ver si podía dar un disgusto a la vieja orgullosa de Gastizar, como llamaba ella a madama Aristy.

Simona, que no tenía inclinación ninguna por León, llegó a dominarle; le sacó dinero, produjo un gran disgusto en Gastizar y otro en Chimista.

Simona sintió tanto odio por Dolores Malpica como por madama Aristy; a la vieja, como ella la llamaba, la odiaba por su orgullo; a la española, por su aire de candidez y de bondad.

León, que se creía amado por una gran dama, no sólo no se recataba, sino que hacía alarde de visitar el Chalet de las Hiedras. Dolores se determinó a pedirle explicaciones, y marido y mujer riñeron.

Miguel Aristy tuvo que terciar en el asunto, y como mal menor se decidió que León volviera a París.

Mientras tanto Tilly, enterado por Aviraneta de que las damas del Chalet de las Hiedras eran dos aventureras, las trataba así, y era muy bien acogido en la casa. El y Choribide solían pasar la tertulia en el chalet y en el Bazar de París.

Madama Carolina comenzaba a asustarse de la violencia y del fuego que ponía en sus empresas Simona.

[106]

—Esa loca me va a comprometer—decía, y suplicaba a Choribide que la vigilara para que no hiciese alguna tontería.

Simona tenía su centro de operaciones en el Bazar de París; allí solía estar intrigando con las dos señoritas de la Bastide, con Choribide y con Marcos el gascón, de quien se había hecho gran amiga.


IV.
MARGARITA

Todos los días y a todas horas estaba Margarita Tilly en Chimista con su amiga Dolores. Margarita había tomado gran cariño a Dolores, para quien tenía todas sus amabilidades.

Dolores, que pasaba en aquel momento por la amargura de tener a su padre expuesto a ser muerto y a su marido separado de ella, estaba llorando a cada instante. Dolores tenía un carácter resignado y dulce y encontraba la calma en la mayor contrariedad.

Margarita se había constituído en protectora de Dolores. Cogía a los dos chicos, a Miguelito y a Dolorcitas, y se marchaba con ellos para dejar a la madre desahogar su pena.

[108]

Si Miguelito era travieso y valiente, Dolorcitas prometía ser como su madre, dulce y tranquila.

El chico era fanfarrón y charlatán; jugaba con un gato que se llamaba Chipi. Chipi era un poco payaso, gran cazador de pájaros, ladrón y fantástico. Chipi, la pequeña pantera doméstica, corría con Miguelito, se afilaba las uñas en los muebles y rasgaba la tela de los sillones; subía a los árboles, perseguía a las lagartijas y a las mariposas; hacía bufonadas y parecía incomodarse cuando la gente se reía. Solía divertirse mucho cazando musarañas, a las que martirizaba.

Miguelito era gran ingeniero; hacía fortalezas con arena y las coronaba con banderas.

Mientras él se dedicaba a la ingeniería, Dolores tenía a la niña en brazos y quedaba embebida.

—No te duermas, mamá—le decía el chico.

Margarita se sentaba en la escalera de piedra, adornada con tiestos, un escalón más bajo que Dolores, como en adoración, y solía estar hablándole y jugando con los chicos.

Contaba a su amiga su vida y explicaba sus ideas. Dolores daba su opinión mientras hacía algún trabajo de costura o de media.

Cuando Dolores tenía que trabajar, Margarita con los chicos salía fuera por los campos. Se ha [109] bía ganado la amistad de Grashi Erua, la loca, y de un chiquillo de diez o doce años, atrevido, a quien llamaban Chistu.

Grashi Erua llevaba flores a Chimista y jugaba con Miguelito, por quien tenía gran cariño.

Grashi Erua vivía en la miseria; los aldeanos que se habían hecho cargo de ella se habían enriquecido despojándola. Luego, viendo que nadie se presentaba a reclamarla, la quisieron obligar a trabajar en el campo y a servirles de criada, pero ella no obedecía. Era un ser montaraz e indomable. A veces se la veía en medio del bosque o a la orilla de un arroyo con una guirnalda de yedras o de muérdago en la cabeza, cantando una canción triste. Al principio los chicos le tiraban piedras, pero llegaron a tener por ella cierto temor.

Grashi Erua solía entrar en Chimista cuando le parecía, ayudaba a alguna cosa a Dolores; pero en general no hacía más que jugar. En invierno se metía en la cocina cerca del fuego, y allí charlaba de una manera confusa e incoherente.

Chistu, el chico vagabundo, era un pillastre a quien le gustaba la libertad y el aire libre. Estaba negro por el sol y tenía una cara viva de granuja. Aquí pescaba o se bañaba, allí se subía a los [110] árboles y venía con una ardilla o con una lechuza viva que había cogido.

Margarita era la capitana de aquella tropa menuda. Grashi Erua, Chistu y los pequeños le obedecían sin réplica.

Todo el día se pasaba Margarita en Chimista. En cambio a Gastizar iba poco, y aunque pasaba por delante no se detenía nunca.

Margarita no quería nada con los de Gastizar; sentía gran antipatía por madama Aristy y se manifestaba desdeñosa con Alicia. El egoísmo y la discreción de ésta le producían el mayor desprecio.

—Es un taco—solía decir.

Al lado de Alicia, Margarita Tilly era como un torbellino. No podía tener prudencia; pero se le perdonaba todo por su espontaneidad y por su gracia.

Era lo contrario de la señorita de Belsunce. En Margarita no había cálculo ni disimulo. Las simpatías y antipatías se desarrollaban en ella de una manera rápida y esporádica y no se tomaba el trabajo de disimularlas.

Alicia, en cambio, era de una discreción y de una prudencia monjiles. Sabía guardar los pequeños secretos como nadie. No había miedo de que [111] dijera una inconveniencia. Medía las palabras con cuidado exquisito.

Madama de Aristy, que creía éste uno de los mayores méritos que podía tener una persona, le otorgaba su benevolencia.

Alicia era defensora de las prerrogativas aristocráticas de su familia. No le gustaba que se dijese que entre los vascos no había habido feudalismo. Le hubiera gustado ser feudal.

Margarita no se preocupaba de estas cosas. Quería ser libre, hacer su capricho, y tenía para las personas y para las ideas una mirada atrevida y de frente.

A Miguel le gustaba la gracia rebelde de Margarita.

De toda la gente de Gastizar únicamente por Miguel tenía Margarita simpatía, y eso que Miguel se burlaba un poco de ella y de su insociabilidad.

Charlaban los dos amistosamente largo tiempo.

—Usted también habrá sido un conquistador, Miguel—le decía ella.

—Yo, no. Las mujeres me han hecho poco caso, Margarita; lo mismo de joven que de viejo.

—¡Bah! No le creo a usted.

—Pues es cierto. Sin duda yo no he tenido nunca grandes atractivos para las damas.

[112]

Margarita no se convencía. Un día creyó que Miguel era un corruptor.

En el piso bajo de Chimista vivía un matrimonio joven que trabajaba en los campos. El era un muchacho nacido en un caserío próximo; ella, la hija de un jardinero de Gastizar. Este jardinero, un normando alto y rubio, había venido de guardia de Aduanas y se había quedado en Gastizar. Fanchon, su hija, había nacido allá. Era Fanchon una mujer con un aire selvático; la sangre normanda de su padre mezclada con la vasca de su madre había dado un hermoso producto. Era rubia, blanca, con los ojos azules.

El día que la vió Margarita hablando con Miguel estaba dando de comer a los cerdos y a las gallinas, riñendo a toda la tropa con los pies metidos en los zuecos y un pañuelo en la cabeza.

En el corral, una vieja flaca y acartonada, la boca sin dientes, la cara llena de arrugas, tenía un niño rollizo en brazos.

—Estás guapa, Fanchon—le decía Miguel con cierta tristeza cómica.—Yo me debía haber casado contigo y esa criatura sería mía.

—A buena hora se acuerda usted—replicó ella con desgarro.—¿Por qué no lo pensó usted antes?

[113]

—¿No podríamos empezar todavía, Fanchonette?

—No.

—De manera que Praschcu, ese imbécil de tu marido, exige fidelidad.

—Como la exigiría usted.

—¡Qué pena!—exclamó Miguel con melancolía burlona.—¡Yo! ¡Que te he tenido en brazos cuando eras niña! ¿No podría tener un poco de derecho?...

—Ninguno.

—Eres muy cruel, Fanchon.

—¡Ah! Siempre está usted así. ¿Por qué no se casa usted de una vez?

—No me hacen caso, chica, ya. No me hacen caso.

Margarita que oyó la conversación se la contó a Dolores con gran misterio, y ella, riendo, volvió a contársela a Miguel.


V.
EL NIÑO

Una tarde en que D. Eugenio y Tilly charlaban en el comedor de la Veleta comentando a Maquiavelo, se presentó Margarita que venía corriendo, sofocada y sin aliento.

—¿Qué pasa?—le preguntó su hermano.

—El niño... el niño de Dolores... lo han robado.

A Tilly no le preocupaba tanto como a su hermana el niño de Dolores, y se encogió de hombros.

Aviraneta preguntó cómo había ocurrido el caso.

—Estaba, como todos los días, jugando a la puerta de la casa, cuando ha pasado un rebaño de ovejas por delante. Vamos, Miguelito, le ha dicho la chica que iba con el rebaño. El niño le ha [116] seguido y ha desaparecido. Se ha mirado por todos los alrededores y no se le ha encontrado.

—¿Y cuánto tiempo hace que falta?—preguntó Aviraneta.

—Ya cerca de diez horas.

—¿Qué edad tiene el chico?

—Cuatro años y medio.

—Sí; entonces es muy posible que lo hayan robado.

—¿Qué haremos?—exclamó Margarita.—La pobre madre figúrese usted cómo está. Vengan ustedes conmigo.

—Bueno, vamos—dijo Aviraneta.

Salieron los tres, y al pasar por Gastizar, Margarita dijo a su hermano:

—Llámale a Miguel Aristy y dile lo que pasa.

Tilly entró en Gastizar y volvió al poco rato solo.

—¿No está?—le preguntó Margarita.

—Debe estar en Chimista.

Efectivamente, al llegar a Chimista se lo encontraron. Empezaba a oscurecer y el niño no venía. La madre estaba en la mayor desesperación. Miguel y Dolores habían salido por los alrededores llamando al niño, pero no aparecía.

—Bueno, señor Aristy—dijo Aviraneta;—si [117] andan ustedes así a la casualidad, como locos, no encontrarán ustedes ninguna pista. Vamos a hablar los dos serenamente a ver si encontramos algún indicio.

—Tiene usted razón. El dolor de la madre le perturba a uno, contagia su intranquilidad.

—Vamos a un sitio donde estemos solos.

—Entremos aquí. Sentémonos.

Entraron en el cuarto del coronel Malpica.

—Veamos el hecho escueto primeramente—dijo Aviraneta.—¿Cómo ha sucedido?

—¿Quiere usted que le llame a Fanchon, la mujer que vive aquí?

—Sí.

Entró Fanchon en el cuarto, con la cara llena de lágrimas.

—Cuéntanos lo que ha pasado con detalles—le dijo Aviraneta en vascuence.

—Pues nada—dijo Fanchon;—el niño estaba jugando, como casi todos los días, por aquí, por delante de la casa. Ha pasado un rebaño, y el chico que iba detrás le ha dicho: "¿Miguelito, vienes?" Miguelito ha salido detrás del rebaño y no ha vuelto. Eso ha sido todo.

—¿Tú has visto al chico que le ha llamado?—preguntó Aviraneta.

[118]

—No, no le he visto. No sé si mi marido le habrá visto.

—Llámalo; y si no sabe nada, pregunta por ahí a ver si hay alguno que haya visto al chico que ha llamado a Miguelito al pasar.

Salió Fanchon corriendo del cuarto y volvió al poco rato, sofocada, con Praschcu, su marido.

—Mi marido le ha visto.

—¿Usted le ha visto al chico que ha llamado a Miguelito?

—Sí.

—¿Quién era?

—Era un chico que llaman Mandharra, del caserío de Gros Jean, el tramposo—dijo Praschcu hablando muy despacio.

—¿Es pastor?

—No; es un chico pobre que suele andar a veces pidiendo limosna y que ahora está en un caserío.

—¿Y cómo llevaba hoy ese rebaño?

—Mandharra iba al lado de la zagala que suele andar siempre con el rebaño.

—¿Ese Mandharra suele tener punto fijo donde dormir?

—Sí; en el caserío de Gros Jean, el tramposo, que se llama Beletchea (la casa del Cuervo).

[119]

—¿Y quién es ese caballero?

—Ese caballero, como usted dice, no vive—contestó Aristy.—Viven sus hijas, que yo creo que están un poco locas.

—Pues ¿qué les ocurre?

—Son tres solteronas solitarias, que no salen nunca de casa. Yo las llamo las Tres Lamias. No quieren ver a nadie. Trabajan en el campo de noche, a la luz de la luna, para que no las vean. Y de día se asoman a mirar por entre las parras.

—¿Viven cerca?

—Sí; a un cuarto de hora de aquí. ¿Sospecha usted de ellas?

—Por ahora no. Primeramente dígame usted qué enemigos tiene su cuñada.

Miguel habló de las damas del Chalet de las Hiedras y de sus antecedentes.

Como no especificaba nada, Aviraneta dijo:

—Vamos a interrogar a la madre del niño. ¿Quiere usted llamarla?

Aristy llamó a su cuñada, que entró llorando a lágrima viva.

—Una pregunta nada más—le dijo Aviraneta.—¿Tiene usted algún motivo para suponer que una de las mujeres que vive en el Chalet de las Hiedras le odia a usted?

[120]

—Sí, algún motivo tengo, porque hace unos días me envió las cartas que le había escrito mi marido a ella.

—¿Las tiene usted ahí?

—No, las rompí.

—¿Usted supone que se las envió la más joven de las dos, Simona?

—Sí.

—Al enviarle las cartas a usted ¿no decía nada?

—Sí; me escribía un papel lleno de mala intención para mí.

—Está bien. Tranquilícese usted. Encontraremos al chico—dijo Aviraneta.—El chico no está perdido, está robado, y una de las mujeres del Chalet de las Hiedras lo ha mandado robar.

La opinión de Aviraneta era también la de Aristy.

—Ahora vamos a ver qué hay que hacer—dijo Aristy.

Aviraneta llamó a Tilly y los tres deliberaron. Era indudable que Simona, si era ella la que había preparado el robo del chico, no se había entendido con Mandharra, porque ella no sabía el vascuence ni el chico el francés. Simona se había valido de algún intermediario, probablemente de Marcos.

[121]

Aviraneta, Aristy y Tilly decidieron volver al pueblo y apoderarse de Simona y de Marcos, y obligarles a decir dónde estaba el niño.

Antes de salir de Chimista, Aviraneta preguntó al marido de Fanchon:

—¿Por este camino hacia el monte, en una legua o en dos, hay alguna cueva?

—Sí. Hay una que llaman Lecebeltz (la sima negra).

—Pues id a registrarla. Praschu, Fanchon y Grashi Erua salieron en aquella dirección, mientras Aviraneta, Aristy y Tilly se encaminaron hacia Gastizar. Entraron por la huerta, y andando a oscuras se dirigieron hacia el Chalet de las Hiedras.

—Voy a llamar más gente—dijo Aristy.

Miguel marchó despacio hacia Gastizar y volvió a la media hora con Víctor Darracq y con Ichteben. Al acercarse Aristy a Aviraneta éste le dijo:

—Chit.

—¿Qué pasa?

—Está aquí Marcos.

—¿Tendrán ahí el niño?

—No creo.

—Vamos a ver si cazamos al bello gascón.

[122]

Esperaron más de una hora.

—Yo conozco la casa—dijo Tilly;—si tuviera una escalera para subir podría arreglármelas para oir la conversación.

—Yo la traeré—saltó Ichteben y desapareció en la oscuridad.

Al poco rato volvió con una escalera larga. La aplicaron al balcón del chalet y Tilly subió con grandes precauciones.

Al cuarto de hora bajó de prisa.

—Sale Marcos—dijo;—no detenerle. Parece que es un mendigo viejo a quien llaman Pachi Zarra y también Ontza (el Buho) el que se ha llevado al niño. Marcos no sabe dónde lo guarda. Mañana les dirá dónde está.

Salió Marcos del chalet, y cruzando la huerta saltó la tapia y desapareció.

Tilly volvió a subir al balcón.

—¿Adónde va usted?—le dijeron.

—Voy a coger algo que he dejado ahí.

Efectivamente; subió y bajó con un gran legajo en la mano.

—Esto, que lo guarden—dijo a Aristy.

—Lo guardarán. Yo voy a tranquilizar un poco a la madre. Mañana buscaremos a Pachi Zarra, el Buho.

[123]

—Bueno, vamos—dijo Aviraneta.

Aviraneta, Tilly y Aristy volvieron a Chimista.

Al llegar al caserío vieron al chiquillo que venía medio riendo, medio llorando, en brazos de Grashi Erua. Lo habían encontrado en la cueva de Lecebeltz, como había indicado Aviraneta.

El marido de Fanchon traía preso a Pachi Zarra (el Buho), un viejo con una anguarina parda, con el pelo y la barba blancos, que habían encontrado en la cueva guardando al niño.

Dolores comenzó a sollozar de alegría al ver a su hijo salvo, y Margarita le acompañó en su contento.

Aristy apostrofó a Pachi Zarra y le dijo que se fuera, que no volviera al pueblo, porque le metería en la cárcel.

El Buho se marchó refunfuñando.

Dolores dió las gracias a Aviraneta con la mayor efusión, y los tres hombres volvieron al pueblo. Al llegar a Gastizar, Tilly pidió el grueso legajo que había sacado del Chalet de las Hiedras. Se lo entregó Ichteben y fué con él a la fonda.

Al día siguiente, antes de levantarse Aviraneta, Tilly entró en su cuarto.

—Don Eugenio—dijo.

[124]

—¿Qué hay?

—Me voy. He encontrado un pequeño filón, y voy a ver si lo exploto. Adiós.

Cuando Aviraneta se levantó Tilly había desaparecido.


VI.
CHORIBIDE Y AVIRANETA

La noticia del robo del niño se extendió por el pueblo, y todos los vecinos del barrio y de Ustariz creyeron unánimemente que eran las damas del Chalet de las Hiedras las que habían dirigido esta mala acción. Las simpatías por los Aristys, que estaban apagadas en la aldea, se despertaron y fueron muchas personas las que estuvieron en Gastizar a felicitar a madama Aristy por la salvación de su nietecillo. Madama Luxe escribió una carta de felicitación y Miguel fué a visitarla por encargo de su madre.

Madama Luxe, interrogada acerca del motivo que tenía para haber roto sus relaciones con Gas [126] tizar, habló del anónimo que ella creía que le habían enviado los Aristy.

Miguel lo leyó fríamente; después sintió tal indignación al pensar que la viuda se lo había atribuído a él, que estuvo con ella tan severo que la dejó bañada en lágrimas. Al día siguiente, madama Luxe acompañada de Fernanda fué a Gastizar a explicarse con madama Aristy y a pedirle perdón. Se quedó de acuerdo en que eran las mujeres del Chalet de las Hiedras las que habían escrito el anónimo. Estas no salieron de casa durante algunos días. Marcos el del molino se ocultó también, e iba de noche a ver a la Delfina, del Bazar de París, por la huerta.

Aviraneta supo estas noticias por Esteban Irisarri, el posadero de la Veleta, que se las contó con profusión de detalles.

Una mañana leía don Eugenio en el libro de Jomini la batalla de Valmy, cuando entró Esteban a decirle que estaba el señor Choribide preguntando por él.

—¡El señor Choribide! ¡el jefe de los enemigos!—dijo Esteban Irisarri con voz hueca.

—No le conozco—contestó don Eugenio.

—¡Choribide! El amigo de esas viejas intrigantes del Chalet de las Hiedras.

[127]

—¿Pregunta por mí?—dijo Aviraneta.

—Sí.

—Que pase.

El posadero debió quedar asombrado de la serenidad de Aviraneta. Abrió la puerta y se presentó el viejo muscadin elegante y currutaco.

—¿El señor de Aviraneta?—preguntó sonriendo.

—Soy yo. Pase usted y siéntese usted.

Choribide entró, se sentó en el borde de la silla, puso el sombrero metido en el bastón y el bastón entre las piernas.

—Yo, señor—dijo,—me llamo Choribide, Gastón de Choribide. Soy vasco, como usted. He llevado en mi juventud una vida un tanto irregular. Yo no sé si usted tendrá ideas religiosas...

—Creo que no—repuso Aviraneta.

—Es usted de mi escuela. Si yo tuviera ideas religiosas diría que he sido un gran pecador. No teniéndolas, suelo decir que he sido un hombre crapuloso y de vida poco honorable.

—¿No será usted un tanto severo consigo mismo, señor Choribide?—preguntó Aviraneta.

—No, no. Muchas gracias por su opinión. Me hago justicia. Verá usted... Yo vivo bien dentro de mi modestia. No trabajo; no he trabajado nunca.

[128]

—Se aburrirá usted.

—No, no me aburro. Yo tengo un sobrino ex oficial de la Guardia Real, Aquiles Rontignon. Rontignon tiene condiciones para agradar a una mujer; es guapo y es tonto.

—¿Usted cree que la tontería...?

—Es indispensable. Yo había pensado casar a Rontignon con una viuda rica de aquí, madama Luxe. Como un teniente retirado no es bastante para producir entusiasmos en una mujer rica por sólo su posición, yo había pensado adornar el pecho de Rontignon con una gran cruz o buscarle un empleo. Aprovechando la estancia aquí de una señora española, la condesa de Vejer...

—Que no es española ni condesa... saltó Aviraneta.

—Cierto; pero hay que darla un nombre para señalarla.

—En Madrid se llamaba madama Carolina.

—Bien; me es igual; aprovechando la estancia aquí de madama Carolina, me acerqué a ella y le dije que puesto que ella trabajaba para el Gobierno español, yo le ayudaría a cambio de que ella concediera a mi sobrino un empleo, un cargo honorífico...

—¿Y ha trabajado usted para ella?

[129]

—Sí, habíamos hecho un legajo con todos los datos necesarios para remitirlo a Madrid, cuando las cosas se han torcido. Primeramente Rontignon no ha sabido aprovechar su tontería ni tampoco su arrogancia de hombre guapo, y madama Luxe lo ha rechazado; después Tilly, ese muchacho amigo de usted, un muchacho encantador, se apoderó del legajo formado por nosotros, y por último, la sobrina de madama Carolina...

—Que no es su sobrina...

—Cierto. Simona Busquet ha intervenido en esta cuestión, y con sus odios y su genio vengativo ha hecho que roben al nieto de madama de Aristy. Esta barbaridad ahora me la atribuyen a mí, y me molesta. Ese no es mi género. No me ha gustado nunca el melodrama. La alta comedia, quizás; el melodrama, nunca. Por estas razones voy a dejar la partida.

—¿Va usted a dejarla?

—Sí.

—Yo no puedo vivir aquí ya. El pobre Garat no se encuentra en estado de recibir a los amigos. Madama Aristy está indignada, porque cree que yo he indicado que roben a su nieto, cosa absurda. Voy a ir a Bayona, pero antes le voy a pedir a usted un favor.

[130]

—Usted dirá.

—Yo he venido a verle a usted, porque he comprendido que es usted un hombre fuerte. Me ha recordado usted a su excelencia el duque de Otranto.

Aviraneta sintió un movimiento de alegría.

—¿Ha conocido usted a Fouché?—preguntó.

—Sí; he estado a su servicio. Tiene usted el mismo aire de penetración que él. Ahora, que quizás usted no pueda poner sus facultades al servicio del Estado. Hay países que desperdician su gente.

Choribide había dado dos golpes buenos en la coraza de indiferencia de Aviraneta, uno comparándole con Fouché, el otro suponiendo que no se le comprendía.

—¿Y qué servicio quería usted de mi, señor Choribide?—preguntó.

—Le diré a usted. Actualmente mi sobrino Rontignon sencillamente me estorba. Si lo hubiera casado con madama Luxe, yo hubiera sido su administrador; pero no ha sido bastante hábil para enamorar a la viuda. Ahora quiero desprenderme de él, y como ha aparecido como un realista que ha mandado informes al Gobierno español por intermedio de esas damas del Chalet de las [131] Hiedras, he pensado hacer valer esos servicios y su calidad de ex teniente de la Guardia Real para pedir para él un destino en España. ¿Usted, que seguramente sabrá cómo se hace esto, no podría escribirme una solicitud en español?

—Sí; lo haré.

—¿Ahora mismo?

—Sí; ahora mismo.

Aviraneta escribió un borrador de solicitud y lo entregó para que lo copiase Choribide.

Al terminar, Choribide dió las gracias a Aviraneta y murmuró efusivamente:

—¡Cómo nos desperdician, mi querido señor!

Y haciendo una reverencia llena de respeto y de gracia, completamente siglo XVIII, Choribide se retiró y salió de la Veleta.

LIBRO TERCERO
EL DIARIO DE LACY


I.
EL SOÑADOR

Eusebio de Lacy escribió con detalles su vida en los días que duró la expedición de los liberales en la frontera. Lacy esperaba una lucha más brillante, más intensa. En su diario se le ve, a pesar suyo, desencantado y triste. Su espíritu de soñador y de poeta se representaba la realidad como algo más fuerte, más noble, más extraordinario.

Lacy tenía un entusiasmo todavía latente por los militares y por la guerra. Concebido en época de grandes batallas, su infancia se había arrullado con la música estridente de las trompetas y de los tambores. Más tarde había sido educado en colegios con hijos de militares franceses del Im [136] perio, todos estremecidos y pasmados de asombro ante las glorias más o menos inventadas de Napoleón y de su ejército.

Eusebio pensaba en su padre, y se lo figuraba como le había visto en los retratos y en las estampas, vestido de general, con el pecho lleno de cruces ganadas en los campos de batalla, el rostro fiero, la mirada relampagueante y la mano en la empuñadura de la espada.

Después de los años de colegio en Francia y en España, Eusebio había vivido en Quimper, en casa de su madre, en un ambiente pesado, lánguido, de un pueblo bretón oscuro, en una sociedad levítica de comerciantes y de armadores, dirigida por realistas y por curas.

Era aquella época de la Restauración, una época de luchas ardientes en que el monarquismo y el jesuitismo se aprestaban al combate contra las ideas revolucionarias con todas las armas; las misiones religiosas se esparcían por las ciudades y por los campos, Francia entera estaba llena de oradores elocuentes que predicaban el arrepentimiento de las locuras pasadas. Los misioneros quemaban en las plazas públicas los libros de Voltaire y los tomos de la Enciclopedia, las familias enviaban sus hijos a los colegios de jesuítas, las autoridades [137] obedecían servilmente a las Congregaciones y todo se conseguía con intrigas. Por entonces se hablaba de los monstruos del 93 y del ogro de Córcega.

Durante este tiempo, Eusebio había adorado la gloria y el ejército, sólo por la gloria y por contraposición a las ideas y prácticas clericales que trataban de imbuirle. Después fué llegando hasta él, cada vez con más intensidad, la influencia liberal, y reaccionando contra sus sueños militares, llegó a mirar a Napoleón como un ambicioso, antihumano y repugnante, y a sus mariscales como una tropa de brutos miserables dedicados únicamente a la petulancia y al robo.

Lacy creyó haber matado su entusiasmo de gloria y haberlo sustituído por el ideal más severo de la libertad; pero por debajo de éste se transparentaban sus sueños de ambición militar.

En su diario se ve que estos sueños pierden su brillo y decaen las ilusiones de Lacy.


II.
LA ENTRADA EN ESPAÑA

Añoa, 15 de Octubre de 1830.

El 14 de Octubre por la mañana salí de Bayona, camino de la frontera, con la tropa mandada por Valdés. Al atravesar la ciudad estuvo a punto de ocurrir un encuentro entre nuestra gente y la de Mina.

Cualquiera al oir a los nuestros hubiera dicho que iban a ser unos héroes; pero no se han portado heroicamente, sino todo lo contrario.

La fuerza de Valdés venía dividida en cuatro compañías: una de extranjeros, mandada por don Francisco Mancha; otra de vascos, semi-independiente, la partida de Leguía; otra de navarros y [140] aragoneses, a las órdenes de Malpica, y un grupo de oficiales al frente del cual va López Campillo.

Estas compañías se han formado con ochenta o cien hombres y cada una tiene sus oficiales y sus sargentos. Los soldados ganan treinta y cinco suses, o sean siete reales diarios.

Yo voy de ayudante del coronel Valdés, y Ochoa, con el mismo cargo, a las órdenes de Campillo.

Llevamos algunos soldados muy buenos y otros muy malos. Las tropas vascas y las navarras son las mejores, conocen el país y se encuentran entre los suyos; las extranjeras son las peores; están, naturalmente, formadas por lo más perdido de cada casa.

No se ha podido contar con los oficiales franceses liberales, porque el Gobierno de Julio los ha aceptado a todos en las filas del ejército.

Descontados éstos que hubieran sido útiles, los que han quedado en nuestras filas son aventureros, gente de presidio más que militares.

Ya a primera vista salta la poca unidad espiritual de esta tropa. Entre los extranjeros hay la más completa diversidad de tipos y de actitudes, se ven hombres que tienen el aire nórtico de un noruego, gentes rubias de cabeza pequeña y [141] ojos azules, al lado de otros que parecen italianos del mediodía con el pelo crespo, los ojos negros y la mirada viva. Hay una gran variedad en la expresión de los unos y de los otros; éste tiene rasgos de energía, el otro de astucia, el de más allá de cobardía y de cinismo.

En cambio, entre los vascos de Leguía hay tal unidad en la expresión, que parecen todos de la misma familia, y sólo fijándose en ellos, uno a uno, se advierte que no se parecen en los rasgos de la fisonomía. En todos ellos se ve una mezcla de audacia y de atención; más que soldados parecen cazadores que van a un ojeo.

Entre los extranjeros hay algunos muy curiosos. Uno de ellos es el guardabosque de Ustariz, amigo de Malpica.

Este hombre, a quien todos llamamos el tío Juan, no se queja de nada, todo le parece bien. Es un estoico. Le suele acompañar un asistente del intendente Darracq, que vive en Ustariz y que se llama Alí.

El tío Juan y Alí van siempre juntos, animando a los demás.

Otro tipo extraño es un muchacho inglés que vino a Bayona de San Sebastián con Tilly. Como no conocemos su nombre y por lo que parece no [142] quiere decirlo, le llamamos el Inglesito. El Inglesito se ha incorporado a nuestra pequeña legión extranjera de una manera aristocrática e individualista; lleva dos criados a su servicio y una tienda de campaña. Siempre le vemos correctamente vestido, recién afeitado. El inglés éste parece una estatua griega por su expresión fría y académica. Tiene el aire de un hombre rico, su traje es irreprochable y sus cuellos y sus puños están siempre limpios y sus zapatos recién barnizados, como si fuera a pasear a Hyde Park.

El Inglesito ha hablado con Mancha, el jefe de nuestra legión extranjera; no parece que quiere tener relación con nosotros y ha debido poner sus condiciones; nosotros, yo por mi parte, estamos dispuestos a respetar su reserva y a no ocuparnos de él.

Urdax, 16 Octubre.

La salida de Bayona fué para mí completamente inesperada. El día 13 me llamó Valdés, y me dijo que había sabido que los dos Gobiernos, el de Luis Felipe y el de Fernando, habían hecho un convenio, y que no teníamos otra solución que adelantarnos o abandonar la empresa. El se lanzaba dispuesto a todo, y al día siguiente al amanecer [143] saldríamos camino de la frontera. Se dieron las órdenes necesarias para la marcha, y salimos de Bayona.

Iban con nosotros Chapalangarra y Méndez Vigo. El 14 llegamos a Saint Pee. Yo dormí en el Castillo de los Brujos de este pueblo. Salimos de allá y al llegar a la frontera entre Añoa y Dancharinea, Chapalangarra y el general Méndez Vigo se despidieron de nosotros el uno para ir a San Juan del Pie del Puerto, el otro a Mauleón.

Hoy por la mañana hemos llegado a Urdax. Nos hemos apoderado del punto avanzado que abandonaron los tercios y de las armas que había aquí guardadas. Llevábamos una proclama, suscrita por varios jefes, dirigida al ejército español, invitándole a imitar al francés, pasándose a nuestra bandera y a librar a la patria del yugo que la oprime. Se han dado vivas a la libertad y a la Constitución, y se han montado dos piezas pequeñas de campaña que encontramos en el puesto avanzado.

Como nos preocupa la cuestión de la alimentación, se han mandado agentes a comprar víveres a los pueblos de alrededor.

Estoy deseando entrar en fuego.

[144]

Zugarramurdi, 17 Octubre.

Esta mañana hemos dejado en Urdax a Campillo y a Malpica y hemos salido con las dos compañías, la de Leguía y la de Mancha, camino de Zugarramurdi.

La razón principal de la marcha es la cuestión de las subsistencias, que no hay modo de resolverla en un pueblo pequeño en donde escasea todo.

Zugarramurdi está muy cerca de Urdax, a una media legua próximamente. Es una aldea que se encuentra en la falda de Peñaplata en la vertiente de Francia.

Al acercarnos al pueblo han ido nuestras dos columnas separadas, flanqueando el monte.

En las lomas había unos grupos de tercios realistas que nos han recibido a tiros.

En este pequeño encuentro nuestros extranjeros mandados por Mancha se han portado de una manera vergonzosa. Muchos a las primeras descargas tiraban el fusil y corrían a internarse en territorio francés.

Algunos, por lo que nos han dicho, han entrado en Sara, y la gente, indignada por su cobardía, les ha recibido a pedradas. Ha habido quien ha llegado corriendo hasta Bayona.

[145]

Unicamente el tío Juan, Alí, el Inglesito y algunos otros han dejado bien puesto el pabellón.

Afortunadamente, la partida de Leguía al oir los primeros tiros corrió hacia el pueblo y se apoderó de él. Yo creí que los realistas se defenderían en las calles; pero no; han abandonado la aldea sin pelear.

Ahora es de noche. A la luz de la luna veo la torre de la iglesia de Zugarramurdi, blanca, y unos cipreses del pequeño cementerio que la rodea.

Vera, 18 Octubre.

Ayer en Zugarramurdi. Valdés, Leguía, Mancha, Campillo y Malpica, discutieron lo que había que hacer. De todos ellos el menos culto, pero el más inteligente, es Leguía.

Valdés es un castellano de cabeza dura, de continente altivo y soberbio; no tiene flexibilidad, discurre por frases. A pesar de su cerrazón es simpático; tiene una cara noble, un poco alargada, y los ojos claros.

Si a mí me preguntaran quién debía mandar nuestras fuerzas, diría que Leguía.

Valdés y Leguía discuten sobre el mapa de Navarra. Leguía es partidario de ocupar Vera; Valdés no quiere.

[146]

Los informes de los caseros son que Juanito el de la Rochapea va a entrar en Vera con sus tercios realistas y los carabineros. Leguía opina que sería conveniente ocupar Vera y avisar a Mina para que pasase en seguida a España. A Valdés no le agrada la colaboración con Mina.

Después de discutir largo rato se ha resuelto que Leguía con su partida vaya a Vera.

—Usted no ataque—le ha encargado Valdés delante de mí.—La cuestión es ver qué disposiciones tienen las tropas realistas para nosotros. Si ataca usted va a decir Mina que somos unos locos, y si fracasa la expedición asegurará que es nuestra la culpa.

—¿Quiere usted que vaya con él, mi general?—le he dicho a Valdés.

—Sí; vaya usted.

—Quizás quiera venir conmigo Ochoa.

—Que vaya.

El Inglesito al enterarse ha pedido también venir con nosotros.

Leguía ha llamado a sus sargentos y ha dado la orden de que para las dos de la mañana esté la partida formada en la plaza. Leguía, Ochoa, el Inglesito y yo vamos a caballo. Llevamos una pieza de artillería montada en un mulo.

[147]

A las dos y media la columna se ha puesto en movimiento. La noche estaba oscura; hemos pasado por una calle con casas hermosas, grandes, hemos salido del pueblo y cruzado por delante de la cueva de las brujas y por el Arroyo del Infierno, después hemos seguido a campo traviesa hasta descansar, al amanecer, en unos caseríos de Sara.

A nuestra espalda dejábamos Zugarramurdi sobre el promontorio de Peñaplata, que entra en la tierra llana de Francia. Bajo el cielo gris se veía un pueblecillo, Sara, y más lejos, vagamente el mar.

Después de tomar el almuerzo hemos seguido adelante, bordeando el monte Labiaga, por unos robledales que el otoño ha dejado rojizos. El suelo está cubierto de hojas doradas. Es época de pasa, y por el cielo cruzan pájaros de todos colores...


En esto, una de las lomas lejanas se llena de siluetas de hombres que comienzan a hacer fuego sobre nuestra partida.

Por lo que hemos sabido después, el teniente realista D. Miguel de Sagastibelza, comandante del puesto avanzado, ha destacado contra nosotros una columna formada por doscientos veinte [148] hombres del 13 de línea, ciento cincuenta voluntarios realistas procedentes de Burguete, y trescientos soldados del batallón de tercios del Baztán.

Leguía manda desplegar en guerrilla a su gente y se contesta al fuego. Después de una ligera escaramuza las fuerzas enemigas se han retirado.

¿Es que están, como dicen algunos, por nosotros y no esperan más que una ocasión favorable para pronunciarse en nuestro favor?

No lo sé; pero así lo parece.

Con la fuerza de que disponen podían, sin duda alguna, habernos hecho retroceder y obligarnos a meternos en Francia.


A las doce de la mañana llegamos a una cañada, desde donde divisamos Vera en el fondo de un valle. Vamos avanzando a caballo Leguía, Ochoa, el Inglesito y yo.

De pronto Leguía se detiene.

—¿Ve usted—me dice—ese monte que está a un lado del pueblo con varios caseríos?

—Sí.

—Se llama Santa Bárbara. En la falda, en un repecho hacia el río que está allí—y señala un barranco,—hay una casa fuerte, la Casherna, y en la misma falda, al acercarse al valle por el lado [149] más próximo a nosotros, hay un convento, el convento de Eztegara. La Casherna y el convento probablemente estarán ocupados por los carabineros.

—¿Y qué tenemos que hacer?—he preguntado yo.

—Dividiremos la fuerza. Usted con Antula, que es mi segundo, y con cincuenta hombres, se presentará delante de la Casherna e intentará parlamentar con la pequeña guarnición. ¿Que se rinden?, entonces mandará usted un hombre al caserío aquel que se llama Lecueder y agitará un pañuelo blanco. ¿Que no se rinden?, el hombre agitará un pañuelo rojo y yo me acercaré a Casherna.

—Está bien. Vamos a la segunda parte. Si se rinden los del fuerte ¿qué hacemos?—he preguntado yo.

—Si se rinden, deja usted diez o doce hombres en la Casherna y se van ustedes acercando al convento de Eztegara. Yo estaré al comienzo de este barrio, que es el barrio de Alzate, y esperaré subido sobre uno de estos montes a ver lo que ustedes hacen y cuándo llegan. Si veo que ha tenido usted éxito, me presentaré delante del convento e intimaré la rendición. Usted entonces se acercará con su gente.

[150]

—Creo que estamos entendidos.

Leguía habla en vascuence con Antula, le hace algunas recomendaciones y nos separamos los dos grupos. Leguía toma por la derecha a coger el camino de San Juan de Luz a Vera; yo, acompañado de el Inglesito, de Antula y de unos cincuenta hombres, cruzo un barranco y avanzo por la falda de Santa Bárbara.

Antula, el segundo de Leguía, es un hombre rojo, con las pupilas azules brillantes, las cejas y las pestañas doradas y la melena hasta los hombros. Viste un capisayo corto atado con unas cuerdas y tiene un aire salvaje y fiero. Detrás de él marcha un perro, tan parecido al amo en el aspecto sombrío, que se ve que está identificado con él. Mientras vamos andando por el monte, Antula no me dice nada; pero al divisar la casa fuerte me grita, hablándome de tú:

—¡Baja!

—No, no—exclamo yo, y sigo a caballo.

El Inglesito hace lo mismo.

Nos aproximamos a una casa vieja, aspillerada, que en el pueblo llaman la Casherna. Antula vuelve a decirme:

—¡Baja!—pero yo sigo adelante a caballo y el Inglesito también.

[151]

Al acercarnos a la casa fuerte nos encontramos con un piquete de realistas formado por unos treinta hombres. Yo, poniendo en prensa mi cerebro, les dirijo una arenga hablándoles de la libertad.

Los soldados de la Casherna se consultan, vacilan y dicen que se rendirán a condición de que les dejen marcharse cada cual adonde quiera.

Acepto su proposición y los soldados se van.

El Inglesito me da la mano gravemente. Ocupado el viejo cuartel, llamado la Casherna, y un pequeño fortín que hay más abajo, hacemos la seña desde Lecueder a Leguía y nos dirigimos hacia el convento de capuchinos de Eztegara.

Este convento es un edificio no muy grande, con capilla, cementerio adosado a ella, vivienda para los frailes y algunos almacenes y corrales de ganado.

Por las reglas de la Orden el tal convento debía ser un eremitorio de forma humilde y pobre, la iglesia pequeña y estrecha, la vivienda mísera y sólo capaz para ocho a doce frailes con el superior; pero actualmente los frailes no llevan una vida humilde, ni mucho menos. Está fundado el convento de Vera en 1741. Tiene exteriormente una muralla de ronda que rodea el rectángulo de [152] sus campos, que por dos de sus lados está limitado por los arroyos Lamiocingo-Erreca y Convetuco-Erreca.

Antula, el Inglesito y yo nos acercamos al convento y entramos en un caserío que se llama Botinea. Desde los agujeros del pajar veo la huerta del convento, sus campos de maíz, sus filas de perales y de manzanos, el pozo y dos grandes nísperos que hay delante de la capilla.

El convento tiene todas sus puertas y ventanas cerradas.

Los carabineros, en número de trescientos, se han encerrado ahí con su jefe D. Claudio Ichazo. Con ellos están los capuchinos armados y algunos voluntarios realistas. Deben hallarse todos emboscados o parapetados, porque no se les ve.

Al acercarse Fermín Leguía al convento ha comenzado desde las ventanas el fuego graneado. Antula y yo hemos distribuído la gente en Botinea para contestar al fuego desde los agujeros del pajar.

En esto en una ventana del convento ha aparecido una bandera blanca.

Leguía ha mandado a Ochoa a los carabineros como parlamentario, y en vista de que no ha habido acuerdo se han reanudado las hostilidades.

[153]

Leguía ha mandado preparar y cargar el cañón; dos artilleros lo han colocado delante del portillo de la huerta del convento, a una distancia de treinta o cuarenta varas y han hecho fuego suprimiendo el obstáculo.

No se ha podido pasar, porque detrás había una barricada formada con maderas y con carros, que se ha deshecho de nuevo a cañonazos.

Hemos entrado en la huerta del convento y en la parte de vivienda de los frailes. Los carabineros se han encerrado en la iglesia. Parece que no tienen municiones, pero no quieren rendirse.

Al poco rato, nueva bandera de parlamento aparece en el tejado de la iglesia.

¿Qué hacemos? Un guerrillero de los que se han quedado en la Casherna viene diciendo que en el camino de Echalar han aparecido fuerzas del batallón de realistas número 10. Son dos compañías que manda el capitán D. Teodoro Carmona.

¿Qué hacemos?, nos hemos vuelto a preguntar. No hay más remedio que retirarse.

Se manda aviso a los de la Casherna para que vengan al convento a emprender la vuelta a Zugarramurdi.

—¿Por dónde vamos?—pregunta Antula a Leguía,—¿hacia Oleta?

[154]

—No, no; a Zugarramurdi.

Quedamos de acuerdo en fingir que no nos retiramos, y vamos por el barrio de Illecueta a coger el camino de Zugarramurdi. En el alto de Lizuñaga se prepara la comida. Se enciende fuego y se hierve en cuatro calderos grandes habas secas con tocino. Yo como con gusto y el Inglesito mismo no hace melindres.

El postre nos lo da un pelotón de voluntarios realistas mandados por Carmona, que empieza a hacernos fuego.

Antula con algunos de sus hombres se lanza sobre ellos y los dispersa y los persigue de risco en risco.

—¡Qué tipo este Antula!—le digo a Leguía.

—Sí, es un gran tipo.

—¿Lo conoce usted desde hace mucho tiempo?

—Sí; desde hace mucho tiempo. ¿Que, le interesa a usted?

—Sí.

—Ya le contaré a usted su vida más tarde.

Por la noche entramos de nuevo en Zugarramurdi, y Leguía explica a Valdés los detalles de la expedición, que no ha tenido ningún resultado.


III.
EL LEÑADOR DE ANTULA

Zugarramurdi, 19 Octubre; por la mañana.

Escribo en la cocina de la posada, a la luz de un candil. Está apuntando el día, un día turbio, húmedo y triste. Hemos estado largo tiempo después de cenar, fumando, bebiendo y contando historias a la luz de la lumbre.

El Inglesito se nos ha reunido. Campillo, Malpica, Mancha y Leguía han contado las suyas; la que más me ha interesado, porque se refiere a un tipo como Antula que acabo de conocer, ha sido la de Leguía. Voy a transcribir su narración, no exactamente, porque el guerrillero navarro ha hecho una porción de divagaciones al contarla:

[156]

—La vida de Antula—ha dicho D. Fermín—está unida con la mía. Yo he nacido en Vera del Bidasoa, en Febrero de 1787, en el caserío que se llama Landaburuchipia. Esta casa era de mis abuelos maternos, Norberto de Fagoaga y Mariana de Alzate. Tenía veintiún años cuando los franceses entraron en España: no sabía escribir y apenas sabía leer. El oir los desmanes que hacían los franceses en nuestro país me impulsó a echarme al monte, y con Antula, que era un muchacho salvaje, leñador de un caserío del monte Larrun y cazador de jabalíes, me reuní al cabecilla Belza que operaba en las orillas del Bidasoa... No llegamos más que a intranquilizar al enemigo con alguna que otra correría de poca importancia. En un viaje que hicimos a Guipúzcoa, Antula y yo a recoger caballos, los franceses nos cortaron la comunicación con Belza y tuvimos que pasarnos a Vizcaya y a Santander. Allí tomamos parte con unos estudiantes en la acción de Santoña. Los estudiantes se batían sin orden ni táctica. En un encuentro que tuvimos en Santander el 17 de Julio de 1808 a Antula y a mí nos cogieron prisioneros y nos llevaron al Castillo Viejo de Bayona. Estuvimos presos setenta y cinco días, y el 2 de Octubre nos escabullimos él y yo, entramos en Es [157] paña y nos presentamos a la partida de Mina el Estudiante, que se llamaba el Corso terrestre. Mina había preparado el levantamiento de Navarra; en esta época varios generales franceses a las órdenes de Suchet, entre ellos el navarro Harispe, le perseguían. Javier Mina tuvo que esconderse; y como era hombre de muchos arrestos solía meterse en los pueblos ocupados por el enemigo, y presenció, vestido de aldeano entre un grupo de campesinos, el paso del general Suchet que iba de Zaragoza a Pamplona. En un pueblo que llaman Labiano, del valle de Aranguren, se nos echó encima una columna de tres mil hombres, e hirieron y cogieron prisionero a Javier Mina. La prisión de Mina produjo un desorden grande en sus fuerzas. Había por entonces tres partidas más en Navarra: la de Echeverría, el carnicero de Corella; la de Sádaba, y la del Pelado. Ni a Antula ni a mí nos gustaba reunirnos con esta gente de la Ribera, con quien no podíamos entendernos bien.

Estábamos vacilando, cuando apareció el tío de Mina, D. Francisco Espoz, mandando una partida con los restos de la de Javier Mina. Iban con él Mal Alma, el Chiquito de Tafalla, Tomasito el de Azcárate y otros.

Don Francisco tuvo diferencias con los demás [158] jefes, y cuando logró afirmar su autoridad, una de las cosas que exigió de sus soldados fué que se cortaran el pelo al rape, quedando el sólo con el pelo largo en señal de superioridad y de mando.

Antula era hombre orgulloso, y dijo:

—No me da la gana. Si se corta él el pelo me lo cortaré yo también, si no, no.

Y dejó la partida y se marchó con su perro. Yo quedé con Mina. Al dividir éste su fuerza en tres batallones me hicieron a mí sargento del tercer batallón de Voluntarios de Navarra que mandaba D. Lucas Gorriz y del que era oficial Laquidain.

En este batallón tomé parte en la acción de Monreal, donde me hirieron en la pierna derecha, y en las de Tafalla, Lerín, valle de Ulzama y otras muchas.

Estábamos en Villarreal de Guipúzcoa, me había yo apoderado de varios caballos de los franceses, y el general Mina, en vista de la maña que me daba, me dijo en vascuence:

—Leguía.

—¿Qué?

—Tú preferirías andar suelto por tu país, ¿verdad?

—Sí.

[159]

—Bueno; pues escoge quince hombres y vete a la frontera de Francia, a la parte de las Cinco Villas, y te quedas allí de observación. Todos los caballos que cojas nos vendrán muy bien.

Escogí mis hombres y me vine aquí. Estaba entonces incorporado al cuarto batallón ligero de Navarra. Al poco tiempo se me presentaron varios jóvenes, amigos, de los caseríos inmediatos, que algunos todavía están conmigo: Martín Belarra, Erauste, Mendigorri y el leñador de Antula con su hermano.

Antula seguía tan salvaje, con sus pelos largos, su capucha, un hacha en el cinto y su perro al lado.

—Antula guizon fierra da—se decía.

(Antula es hombre orgulloso.)

Nuestra partida daba que hacer. Nos dedicábamos principalmente a quitar caballos a los franceses. En poco tiempo les cogimos en la orilla del Bidasoa más de cien caballos y les hicimos muchos prisioneros. Luego nos apoderamos del castillo de Fuenterrabía...; pero esto es capítulo aparte—dijo el guerrillero.

Con nuestras gatadas, el jefe de la Policía francesa de San Sebastián y el inspector de Irún estaban ojo avizor. Se pusieron de acuerdo con un [160] capitán de la gendarmería para acabar con mi partida. Emplearon todos los medios de seducción. Habían puesto mi cabeza a precio y al mismo tiempo me mandaban recados para que me pasara a su bando. Una de las cosas que hicieron fué mandar a dos muchachas, que engatusaron al hermano de Antula y a otro mozo de mi partida y les citaron en un caserío de Sara. Cuando fueron los mozos los gendarmes los rodearon y los fusilaron.

Antula, que quería a su hermano, se hizo más fiero y más vengativo.

Un día el superior de este convento, en donde hemos estado hoy, el padre Romualdo, nos citó a Antula, a Martín Belarra y a mí; dijo que tenía que hablarnos.

La suerte hizo que confundiéramos la hora de la cita, y en vez de llegar al convento a las doce de la noche en punto nos presentáramos a las once. El portero nos abrió y pasamos. Entramos en el campo de delante de la iglesia, nos asomamos al claustro y vimos al prior hablando con diez o doce gendarmes.

—Son los gendarmes—me dijo Antula.—Estamos perdidos.

Retrocedimos rápidamente y salimos al patio.

[161]

Los gendarmes se dieron cuenta y avanzaron contra nosotros en la oscuridad; Martín Belarra llevaba el fusil, yo tenía pistolas. ¡Fuego!, le dije.

Disparamos los dos. Ellos nos contestaron con una descarga. Mientras tanto, Antula rompía la puerta de unos cuantos hachazos y nos escapábamos.

Sabíamos a qué atenernos respecto a los capuchinos de Vera. Estaban en relación con los franceses. Entre los frailes y los curas de entonces había unos muy patriotas que se habían lanzado al campo; otros, afrancesados, decían que lo mismo daba Bonaparte que Borbón.

Esta gente no se preocupaba, como nosotros, principalmente del interés patriótico, sino del interés de la religión. Sobre todo los frailes que habían quedado en las zonas ocupadas por los imperiales eran en su mayoría afrancesados.

Después de la emboscada que nos prepararon los capuchinos de Vera, temiendo las represalias el padre Romualdo reforzó la guardia del convento y llevó un retén de gendarmería.

El superior, ya desenmascarado, se puso claramente contra nosotros, e hizo que el dueño del caserío donde vivía Antula echara de casa a la familia.

[162]

Mi partida fué a protegerla con la intención de llevarla a un caserío de aquí, de Zugarramurdi; pero al pasar por Peñaplata, por la parte que llaman de las Tres Mugas, nos atacaron los gendarmes, y una bala perdida fué a dar en el hijo de Antula, que tendría dos o tres años, y lo mató en los brazos de su madre. Después los gendarmes entraron en el caserío de Antula, sacaron los pobres trastos al campo y les pegaron fuego.

La desesperación volvió loco al leñador, que se hizo más sombrío que nunca. La gente le tenía espanto. Todo el mundo se echaba a temblar cuando le veía, seguido de su perro, con sus ojos claros y brillantes, sus cejas rojas, su capisayo pardo y el hacha al cinto.

Tenía tal odio a los frailes, que si encontraba alguno en el camino sin más explicaciones le daba una paliza terrible. Al perro le pasaba lo mismo: siempre que veía un fraile se echaba sobre él y Antula le azuzaba.

Un día, después de la batalla de San Marcial, siendo yo teniente y Antula sargento, nos encontramos al padre Romualdo en una venta de Echalar en compañía de un oficial inglés y de un militar del Cuerpo del general Longa.

El padre Romualdo cantó la palinodia, y como [163] tenía una mala idea de nosotros nos ofreció dinero.

—Ya sé que te perjudicaron los gendarmes quemándote los trastos de la casa—le dijo a Antula;—pues bien, para que no te quejes te voy a dar dos mil pesetas. ¿Estamos de acuerdo? Y tú me firmarás un recibo diciéndome que no te debo nada.

Antula callaba.

—¿Será tan vil para aceptar?—pensaba yo.

El padre Romualdo escribió un recibo.

—Firma—indicó;—te daré dos mil pesetas por la casa y quinientas por tu hijo.

Oir esto Antula y sacar el hacha del cinto, todo fué uno. Rápidamente levantó el arma en el aire y se oyó un grito terrible. Había cortado al fraile el brazo derecho por la muñeca.

Se asistió al mutilado y se buscó a Antula, que había desaparecido con su perro.

Al terminar su narración, Leguía bebió de un trago el vaso de aguardiente y murmuró:

—Bueno, señores; vamos a dormir un rato.

Y yo me tendí en un jergón con los pies hacia el fuego, pensando en aquel terrible Antula de los ojos brillantes y de las cejas rojas.


IV.
ATAQUE DE JUANITO

Zugarramurdi, 20 Octubre.

Juanito el de Rochapea conociendo nuestra posición en esta aldea de Zugarramurdi, se ha presentado por la mañana a atacarnos con unos mil quinientos a dos mil hombres.

Juanito ha formado tres columnas: una al mando de Carmona, otra al de Sagastibelza y otra al suyo inmediato.

Nosotros no llegamos a cuatrocientos hombres. Parte de nuestra gente ha salido del pueblo a ocupar los altos, asegurándonos de antemano la retirada a Francia.

En el casco del pueblo y en la iglesia hemos quedado Valdés, Mancha, Malpica y yo con ellos, con [166] cien hombres, la mayoría extranjeros, a los cuales al parecer no se les considera muy seguros: la gente de Campillo ha ocupado un robledal inmediato, y la partida de Leguía, en la que se tiene completa confianza, ha evolucionado por los alrededores.

A las diez de la mañana han roto el fuego las guerrillas enemigas. Su objeto era rodearnos, pero no lo han podido conseguir. A pesar de la superioridad de las fuerzas realistas no han realizado sus planes.

Los tres grupos de nuestra gente han rechazado al enemigo en todas sus acometidas. Campillo ha maniobrado alrededor de un robledal con gran pericia de guerrillero.

Entre los nuestros ha habido un francés prisionero, ocho hombres muertos y varios desaparecidos. Entre los realistas supongo yo que habrán tenido las mismas bajas, quizás algunas más.

Este pequeño éxito no ha servido para animar a nuestra gente. No se nos une nadie; no tenemos víveres ni municiones. Si sigue así, no cabe duda, la expedición va a ser un fracaso...


V.
CHAPALANGARRA

Zugarramurdi, 21 Octubre.

Hoy hemos sabido el final desastroso de Chapalangarra en Valcarlos. Fiado en su gloria de guerrillero y en el influjo que creía tener entre sus paisanos, supuso, como muchos de los nuestros, que bastaba su presencia para arrastrar a los amigos y hasta a los enemigos.

Al despedirse de nosotros, cerca de Dancharinea, Chapalangarra con algunos de los suyos fué a San Juan del Pie del Puerto. Llevaba a sus órdenes, según me han dicho, ciento cincuenta hombres. De éstos, unos cien eran aventureros franceses, casi todos parisienses, gente levantisca y poco disciplinada. Entre los españoles iba una partida que [168] había reclutado D. Joaquín Cayuela con elementos heterogéneos, y algunos curiosos como el poeta Espronceda.

De Pablo abandonó San Juan del Pie del Puerto de noche y avanzó con toda su gente hasta Arnegui, aldea que tiene una parte española y otra francesa divididas por un riachuelo.

En Arnegui dejó los cien parisienses en un grupo de casas próximo a la carretera llamado Ventaberri, para tener, en caso de necesidad, la salida libre a Francia.

Hecho esto, él con un grupo de quince hombres a caballo avanzó hacía Valcarlos. Valcarlos, en vasco Luzaide, se encuentra en un valle estrecho al descender el Pirineo a la llanura de Francia.

El valle de Valcarlos es el final del Barranco de Roncesvalles, que comienza en su parte más alta cerca del santuario de este nombre y termina en Arnegui. Por esta garganta pasa el camino real que va de Burguete a San Juan del Pie del Puerto, y por su parte baja corre un riachuelo que contribuye a formar el Nive.

Chapalangarra al llegar a Valcarlos se instaló en la posada y comenzó a dar disposiciones para defender el pueblo.

Cuando llegaron los hombres de la partida de [169] Cayuela y los demás españoles, tenían ya preparado el alojamiento en las casas cerca de la iglesia.

Mandó Chapalangarra traer materiales para cerrar la entrada de la aldea por el lado de Roncesvalles; pero como no había útiles ni herramientas no se pudo hacer nada.

Al día siguiente por la mañana al levantarse el caudillo supo que acababa de llegar un leñador con la noticia al pueblo de que por la carretera iban acercándose grupos numerosos de tropas realistas.

Estas tropas, salidas de Burguete, se hallaban formadas por el regimiento de Infantería 6.º de ligeros, por el batallón de Voluntarios realistas número 10 al mando del oficial D. Francisco Benito Eraso, comandante del cantón de Roncesvalles, y por una compañía de Voluntarios de Navarra.

No había tiempo de fortificar la villa. Eran, además, muchas fuerzas las que llegaban para que Chapalangarra intentara oponerse a ellas con un puñado de hombres.

No había más remedio que retirarse y volver a Francia, y esa fué la opinión de los liberales que acompañaban al jefe; pero Chapalangarra exaltado por su patriotismo y por su orgullo, creyó que una retirada tan inmediata era una vergüenza y un oprobio.

[170]

—Dejadme a mí hablarles primero—exclamó.—Son españoles y me oirán.

Y sin hacer caso de observaciones montó a caballo y avanzó al encuentro de la primera patrulla de realistas.

Estos, al verle y al oirle, quedaron inmóviles, sorprendidos y admirados.

—Navarros—gritó el caudillo con voz sonora.—Yo soy de Pablo, Chapalangarra; vuestro amigo, vuestro paisano. Vengo a sacar a la patria de la ignominia en que se encuentra. Gritad conmigo: ¡Viva España! ¡Viva la libertad!

Los realistas verdaderamente absortos no salían de su admiración al ver a aquel loco que se les presentaba indefenso, cuando el teniente del sexto de Ligeros, D. Pedro Roca, volviéndose a sus soldados dijo:

—Voluntarios... Apunten... ¡Fuego!

Los soldados dispararon una descarga cerrada, y Chapalangarra cayó al suelo atravesado de balazos.

Algunos de los suyos que se habían detenido esperando un resultado de la decisión del caudillo, al oir los tiros escaparon por la carretera de Valcarlos a Francia dejando en poder de las tropas de Eraso una bandera, doce mil cartuchos y una porción de fusiles y de bayonetas.

[171]

Los tercios realistas, viendo la fuga de los liberales echaron a correr tras ellos con tal ímpetu, que los liberales no intentaron resistir en ninguna parte. Unicamente los parisienses de Ventaberri soltaron algunos tiros, pero abandonando pronto las casas de Arnegui entraron en Francia. Todos hubieran sido sacrificados en territorio francés a no ser por un oficial de la gendarmería, que mandó aviso a los jefes de los tercios de que habían pasado la frontera. No hubo necesidad de desarmar a los fugitivos, porque habían tirado los fusiles en la huída.

El cadáver de Chapalangarra, abandonado en Valcarlos en medio del camino, fué mutilado por los realistas de una manera bárbara y cruel.

Este final ha tenido la empresa de Chapalangarra, final que ha llevado el desaliento a nuestra gente.

¡Pobre Chapalangarra! ¡Desdichado! ¡Iluso!—dicen todos.

Ahora me parece estar oyéndole hablar en Cambó, con su voz áspera y su mirada sombría y brillante. ¡Pobre hombre!


Quizás mañana hablen también de nosotros con lástima.


VI.
NOTICIAS DE MINA

Errota-sarreco-borda, 23 Octubre.

Estoy con veinte hombres en un caserío de este pequeño nombre: Errota-sarreco-borda. El tal nombre quiere decir, en vasco, la Borda del molino viejo. Cerca tengo Errota-berri (el molino nuevo) y Errota-echezubi (el puente de la casa del molino).

Errota-sarreco-borda es un caserío pequeño del término de Zugarramurdi, hacia Vera. Vive aquí una viuda con tres chicos y un viejo. No hablan una palabra de castellano ni de francés, el leñador de Antula me sirve de intérprete.

Estamos impacientes por saber lo que ha hecho [174] Mina. Los partidarios acérrimos de Valdés desean que no se presente para poder acusarle. ¡Qué mezquinas pasiones!

Hace dos días recibí un emisario que venía de Vera a darnos cuenta de la entrada de Mina en este pueblo.

Por lo que nos dijo, el 18 se reunió por la noche toda la gente disponible que había en Bayona, y Mina la hizo formar fuera de la puerta de España y la pasó revista. Se contaron escasamente 350 hombres, incluídos los 51 de la Compañía Sagrada, compuesta por oficiales algunos ya muy viejos que van como soldados.

A la luz de las hachas se saludaron todos como amigos y juraron fidelidad.

A Mina le acompañaban el jefe de Estado Mayor, O'Donnell, los generales Butrón y López Baños y el coronel Iriarte.

Don Gaspar de Jáuregui, el Pastor, dió la voz de marcha a sus voluntarios que iban de vanguardia, y comenzó la columna a alejarse de Bayona.

Mina iba acompañado por Sanz de Mendiondo y por el capellán D. Agustín de Apezteguía.

Después de caminar toda la noche del 18, al amanecer del día 19 hizo alto con sus tropas en el bosque de Saint Pee; allí permanecieron duran [175] te el día y al hacerse de noche rompieron la marcha amaneciendo cerca de Vera.

Estuvieron en las alturas de Vera dando descanso a la tropa y repartieron varias proclamas en los caseríos próximos.

Al amanecer del día 21, Mina con la columna en orden de combate entró en el pueblo. Al acercarse al convento de capuchinos de Eztegara envió como parlamentario al comandante D. Felipe Tolosana; pero los carabineros que lo ocupaban y su jefe D. Claudio Ichazo al oir la corneta de parlamento se retiraron, saltando la tapia que da al arroyo Convetucoerreca y abandonaron el pueblo.

Mina parece que acusa a Leguía de falta de diplomacia con los carabineros en nuestra expedición anterior.

Creo que le han informado mal.

Vera, 24 Octubre: mañana.

De Errota-sarreco-borda he vuelto a Zugarramurdi. Hemos quedado reducidos a unos ciento cincuenta hombres. La gente se va a la desbandada, sobre todo los aventureros extranjeros que venían principalmente en espera de botín. El Cuerpo que manda Leguía es el que no ha disminuí [176] do; los de Campillo y Malpica se han quedado en cuadro, y a Mancha no le resta más que el Inglesito, el tío Juan, Alí y otros tres o cuatro.

Nuestra pequeña fuerza está formada por oficiales. El viejo coronel Malpica se desespera pensando en las deserciones; de rabia quisiera fusilar a medio mundo.

Anteayer se recibió un oficio de Mina dirigido a Valdés. En él Mina nombra a Valdés gobernador del fuerte de Vera, y le dice que se traslade a este pueblo.

Valdés ha creído ver en tal nombramiento una humillación, y me ha dictado un oficio lleno de violencia, afirmando que no reconoce en Mina mando alguno. Pasado algún rato me ha dicho:

—¿Qué le parece a usted?

—En estos momentos sería conveniente que olvidasen ustedes toda cuestión de amor propio.

—Bueno. Rompa usted ese oficio, y escriba usted otro diciendo que me trasladaré a Vera.

Salimos el mismo día de recibir el oficio, por la noche, y llegamos ayer por la mañana. El gobernador del fuerte de Vera nombrado por Mina es D. Joaquín Sanz de Mendiondo. Envía parte de nuestra tropa al viejo cuartel (la Casherna), parte al pequeño fortín derruído que está debajo, y par [177] te al campamento del Bidasoa instalado por Mina en la otra orilla del río en el término de Lesaca.

Al entrar nosotros Mina ha dejado Vera, y siguiendo el curso del río ha llegado a Irún y ha ocupado el alto de San Marcial con dos compañías de guipuzcoanos, doce lanceros y veinte hombres de la Compañía Sagrada al mando del Pastor. Los voluntarios realistas de Irún han huído a Francia.

Vera, 24 Octubre: noche.

Por lo que parece, Mina ha tenido el temor de que nos ataquen en Vera con fuerzas superiores, y ha dispuesto que Butrón, López Baños y O'Donnell, que iban siguiéndole, vuelvan a ocupar el campamento del Bidasoa en término de Lesaca con sus fuerzas. Hoy por la tarde han llegado, según nos han dicho.

El tiempo está muy malo. El invierno se nos echa encima.

Valdés quiere que me cuide, y me ha enviado de alojado al pueblo, al barrio de Alzate. Estoy en casa de una hermana de Leguía, una señora ya anciana, que vive sola, con pobreza, y tiene una tiendecita.

La hermana de D. Fermín me ha recibido muy [178] amablemente. Es alta, fuerte, muy guapa. A mí me mira con lástima por verme demacrado y débil.

¡Gashúa! —me dice a cada momento. Esto parece que quiere decir en vascuence: Pobrecillo. Desdichado.

Por la tarde ha venido D. Fermín a visitar a su hermana y han hablado largamente. En el curso de la conversación se han ocupado de mí; ella le preguntaba al guerrillero:

—¿Para qué traeis chicos como éste? No os puede servir para nada. ¡Tan pequeño! ¡Tan charrico !

Leguía contestaba:

—No, no. Este muchacho tiene nervio.

Yo estoy un poco febril. Este constante llover, esta constante humedad me ponen muy triste. Desde la ventana de la cocina de la casa veo el paisaje nebuloso y la niebla amarilla y triste que forma como un telón en el aire. Todo está convertido en un charco.

De noche, la hermana de Leguía ha encendido una gran fogata en la cocina y hemos estado al calor de la lumbre charlando. El Inglesito ha venido a visitarme. La gente dice que es muy raro que en Octubre haga tan mal tiempo.

Sin duda tenemos poca suerte. Seremos unos gashúas , como dice la hermana de Leguía.


VII.
EN EL FORTÍN DE VERA

25 Octubre: mañana.

Me han dejado en el fortín de Vera con quince hombres, mientras los jefes hacen reconocimientos. Tengo como asesor a Antula; él sabe el vascuence y conoce el terreno. Han supuesto que el leñador y yo nos completamos.

Me pongo a escribir en este cuaderno para entretenerme. La noche pasada ha nevado y hay todavía nieve en las cumbres. Son las doce del día. Hace un momento de buen tiempo. Ha salido un poco el sol. Hay grandes espacios de cielo azul del que tratan de apoderarse las nubes plomizas.

Pasan bandadas de palomas y cruzan pájaros de todas clases, que sin duda vienen del Norte huyendo hacia los países del sol.

[180]

Voy a describir el sitio en donde me encuentro.

Hay frente a Vera, hacia el sudoeste, un monte de unos mil pies de alto que se llama Santa Bárbara. Este monte tiene en la cumbre una ermita y restos de trincheras y de otras obras de fortificación que hicieron los españoles cuando la guerra con la República francesa en 1794 y en tiempo de la Independencia.

Este monte, en su falda que mira al pueblo tiene una loma que se llama Casherna-gaña (Alto de Casherna). La razón de tal nombre es que hay en la cumbre de la loma un viejo edificio que sirvió durante las dos invasiones francesas de cuartel, al que los franceses llamaban, naturalmente, la Caserne, y los naturales del pueblo castellanizando y vasconizando la palabra francesa, lo llamaron la Casherna .

La Casherna está en medio de campos fértiles y su fachada mira hacia el pueblo. A su lado izquierdo y abajo, como avanzando a dominar el camino próximo al río, hay un fortín construído por cuatro paredes ruinosas y una tejavana provisional. A este fortín, en donde me encuentro yo, se sube por la estrada que comunica el barrio de Alzate con Vera, por una escalera tortuosa que pasa hundida por entre dos muros de piedra.

[181]

Desde el fortín, donde estamos de guardia, se ve enfrente el pueblo, la iglesia con su torre cuadrada por una de cuyas aristas va trepando una hiedra y su escalera exterior. Detrás del pueblo cierran el horizonte dos montes puntiagudos, uno de ellos con una fila de cruces que sube hasta lo alto, que es el Calvario, el otro con varios caseríos.

A mi izquierda hay un valle por donde pasa el Bidasoa. Desde mi observatorio no se le ve. Se divisa únicamente el puente y sobre él una barriada de casas: Alcayaga, y un poco más abajo otra barriada que se llama Zalain. Por encima de los montes próximos se ve una cresta nevada como una sierra. Antula me dice que es de la Peña de Aya, del lado de Oyarzun.

Hacia mi derecha se destaca el monte Larrun con grandes manchas de nieve.

Todos los montes de alrededor se ven ahora en las alturas blancos, en las faldas rojizos por los helechos que se han agostado. Las heredades de los valles están cubiertas por las cañas blanquecinas de los maíces secos; los tejados brillan por la humedad. Los chopos, los álamos, los castaños, tienen el follaje amarillo; los robles todavía están hojosos, aunque empiezan a enrojecer. En medio [182] de esta superficie amarilla y cobriza que presentan los montes, se ven algunas manchas rectangulares de un verdor profundo de los prados.

25 Octubre: al medio día.

La posición que defendemos en este momento, la Casherna, con su fortín, sería buena si contáramos con gente; pero la gente nos falta.

Desde la Casherna se pueden vigilar las veredas y caminos de Echalar y de Zugarramurdi; desde el fortín avanzado se divisa si viene alguien por el lado de Navarra, por Lesaca; por el lado de Guipúzcoa, por Endarlaza, o cruzando el Bidasoa, por el puente de San Miguel...

Estoy mirando el pueblo iluminado por este pálido sol; a pesar de ser pálido y sin brillo me parece muy hermoso. Es el sol de mi patria.

25 Octubre: tarde.

He tenido una larga conversación con Antula, que me ha hablado de sus hombres. ¿Qué hacen estos vascos, a los cuales no entiendo? ¿Qué piensan? ¿Qué proyectan?

Antula me ha hablado de ellos y de sus deseos y aspiraciones. Hay dos de cara alegre que siempre están hablando.

[183]

Por lo que me ha dicho Antula, se entretienen en pensar proyectos de comidas.

El uno hace un menú y el otro le pone objeciones, y al contrario. Discuten si empezarán su supuesto banquete con sopa de fideos o con sopa de pan, si son mejor las judías blancas o las rojas, y si un cochinillo asado es más propio para tercer plato que un cordero. Cada salsa, cada vino merece una discusión. Los demás les escuchan con gran interés y se ríen.

Otros hablan de brujas constantemente y se ponen a mirarse con los ojos alucinados, y hay uno de los nuestros que canta y sobre todo silba admirablemente. Le llaman Sosua (el mirlo). Sosua suele estar asomado a la muralla. Generalmente canta la primera voz y luego canta el acompañamiento; y no se contenta con cantar una vez, sino que canta muchas veces hasta aburrirse. Hoy le ha dado por una tonada triste.

—¿Qué dice, qué significa lo que canta?—le he preguntado a Antula.

—Es una canción del país del Sul que se llama Uso churia—me ha dicho el leñador.

—¿Qué significa?

—Esto que ha cantado dice: "¿Paloma blanca, adónde vas? Los montes de España están blancos [184] de nieve. Si esta noche necesitas albergue, lo tienes en mi casa."

Ahora que sé el significado de la canción me parece más triste aún. Los montes están blancos y aparecen como bloques de hielo en el horizonte gris.

Sosua sigue con la canción. ¡Qué tristeza! Me parece que me van a enterrar.

He aprendido yo la canción de Sosua, y la repito también hasta aburrirme.

25 Octubre: noche.

Al oscurecer me han mandado un aviso para subir a la Casherna. Estaban reunidos allí Valdés, Leguía, Campillo, Malpica y Mancha.

No se saben los proyectos del enemigo.

Leguía es partidario de dejar la Casherna y el fortín y ocupar el convento de Eztegara, proveerse de víveres para un mes y defenderse allí. Valdés no acepta el plan; teme que el pueblo se ponga contra nosotros, y supone que Leguía quiere vengarse de los frailes.

Veremos mañana si mejora o empeora nuestra situación.


VIII.
LOS REALISTAS

Fortín de Vera, día 26.

Hemos pasado una malísima noche en el fortín sin poder dormir. Se nos ha echado encima un temporal de agua y nieve que parece que va a durar.

Las tropas del campamento del Bidasoa, próximo a Lesaca, han tenido que trasladarse a Vera. Son unos doscientos cincuenta hombres. Vienen mandados por el general Butrón y López Baños, y marchan como oficiales el brigadier Sancho y los coroneles O'Donnell, Iriarte, D. Agustín Jáuregui y D. Epifanio Mancha.

Esta columna llegó ayer al medio día a ocupar la posición que dejaron los nuestros en la orilla [186] del Bidasoa y se encontraron a campo raso, sin techo, sin comida y sin ropa; pasaron la noche a la intemperie resistiendo a pie firme la lluvia y la nieve y por la mañana entraron en el pueblo.

Hemos fraternizado los unos y los otros, y les hemos dado lo que teníamos.

27 Octubre: al amanecer.

Esta noche he dormido un poco en el barrio de Alzate, en casa de la hermana de Leguía. Le he indicado que me despierte a las cuatro, y a esta hora me he vestido y he marchado al fortín.

Hay calma absoluta.

No se ha recibido durante toda la noche ningún aviso de los confidentes acerca de los movimientos del enemigo, lo cual hace suponer que no se ha presentado todavía.

A las cinco de la mañana han tenido una conferencia Butrón y López Baños con Valdés. Butrón ha dicho que en vista de que no hay peligro de ataque en Vera, saldrá cuando se haga de día hacia las alturas de Oyarzun, para reunirse a Mina que debe estar en los caseríos de Arichulegui.

[187]

27, seis de la mañana.

A las cinco de la mañana se hallaban listos y formados los hombres de Butrón y López Baños.

Estaba completamente a oscuras. Butrón no ha querido salir mientras no amaneciese, porque, a pesar de que no había noticias de aproximación de fuerzas enemigas, no tenía confianza.

A las cinco y media comienza a clarear y aparece el pueblo chorreando agua por entre la bruma, en un cielo de nubes de plomo. La campana de la iglesia anuncia la primera misa. Siento una profunda tristeza. Me gustaría ser el último de los campesinos y vivir esa vida oscura del campo...

27, ocho de la mañana.

Iba Butrón a dar la orden de marcha, cuando viene corriendo un centinela que estaba en el puente de San Miguel, sobre el Bidasoa, a decir que un campesino al pasar por el puente le ha dicho que por los altos del término de Lesaca: Baldrun, Pompollegui y Escolamendi, por donde pensaba marchar Butrón camino de Oyarzun, hay apostada mucha tropa.

Inmediatamente se han dado órdenes de defender el puente de San Miguel, y Campillo, Peman [188] y Malpica han salido con tropas y se han colocado en el extremo del puente. Valdés distribuye sus hombres por la orilla del río.

López Baños y Butrón marchan al pueblo para asegurar la retirada a Francia. Leguía va a Santa Bárbara por si por la espalda aparece el enemigo. Yo me quedo en el fortín con mis quince hombres.

El día está frío, húmedo y triste. Comienzan a verse grupos de tropas realistas en los altos y en una barriada próxima al río que se llama Alcayaga.

Hemos tenido aviso de la distribución de las fuerzas enemigas.

Las columnas realistas han maniobrado de noche sin que lo hayan advertido nuestros centinelas.

Viene contra nosotros el general Llauder, con más de cuatro mil infantes, ochocientos caballos y dos piezas de artillería.

La dirección de estas tropas es la siguiente:

El ala derecha, al mando del brigadier Villanueva, con mil quinientos soldados de tropa y quinientos voluntarios navarros, avanza hacia Yanci y Echalar; el ala izquierda, dirigida por el general González Villalobos, con mil hombres entre Cazadores, Guardia Real y Provincial de Burgos, más cien caballos, viene hacia Oyarzun; el centro, [189] con dos mil hombres va a las órdenes del capitán general Llauder. Lleva éste el regimiento de Mallorca, los Cazadores, el 13 de línea y Voluntarios realistas. Van además con él el primer batallón de Milicias bilbaínas, al mando de D. Ignacio Unceta; el 4.º de Vizcaya y la 1.ª columna alavesa mandada por Verástegui.

Llauder lleva de segundo al coronel Benedicto.

Entre nosotros se dice que algunas compañías del 13 de línea se pasarán a nuestro campo.

Antula me pregunta si se nos reunirá Mina.

Creo que no. Mina debe estar acampado en este momento en los altos de Pago-gaña y de Erlaiz, altos que dominan la orilla española del Bidasoa y están frente al monte de Biriatu.

Antula cree que si Mina viniera sería otra cosa. Yo dudo que venga; probablemente él estará en disposición de pedir ayuda, porque será atacado por las tropas de Villalobos o por las milicias de Sáinz de Pedro.

Como para darnos esperanza, los realistas han estado en los altos y en la otra orilla del río, en observación, sin atacarnos. En esto, entre los nuestros suena un tiro. (¿Será el sino de los liberales la torpeza?) Y comienza el ataque. Ya no se puede retroceder.


IX.
EN EL PUEBLO

Desde la torre de la iglesia.

Escribo estas notas desde la torre de la iglesia de Vera en un momento de tregua. Llevamos cuatro horas de fuego.

La primera embestida de los realistas ha sido para ellos infructuosa. Al querer pasar el puente, nuestros tiradores, escondidos entre los maizales, han hecho un fuego nutrido sobre ellos y han tenido que retirarse.

En un recodo del Bidasoa, enfrente de un molino, los realistas han querido utilizar una lancha para cruzar el río; pero el fuego de un grupo de soldados de Butrón se lo ha impedido.

Estando en el fuerte de Casherna, uno de la [192] partida de Leguía ha venido a decirme, de parte de su jefe, que ha aparecido un grueso núcleo de fuerzas por el lado de Santa Bárbara. La han visto avanzar por encima de un caserío que llaman Premosa.

Estas fuerzas son, indudablemente, de las que manda Juanito y vienen de Echalar, adonde han debido ir desde Zugarramurdi en persecución de Valdés.

Leguía marcha hacia Premosa para contenerlas y dar tiempo a la retirada.

He enviado uno de mis soldados a comunicar la noticia a Valdés. Este ha contestado que se le avise en seguida a Leguía para que vuelva y se reuna al grueso de las fuerzas. He mandado a uno de los guerrilleros a caballo con el aviso.

Como las tropas realistas son mucho más numerosas de lo que se figuraban los nuestros, han conferenciado Butrón, López Baños y Valdés, y han decidido que se desaloje la Casherna y el fortín y que toda nuestra fuerza se refugie en el pueblo.

Antula dice que de retirarse sería mejor marchar por el barrio de Alzate a coger el camino de Inzola; pero los jefes tienen dos conocedores del terreno de la partida de Leguía y saben lo que hacen.

[193]

Se ha decidido la retirada hacia el pueblo; primero han marchado los soldados de Butrón, que han ido ocupando las casas; después los de Valdés, que quedaron un momento escalonados en el camino, y por último Campillo, Malpica y Leguía.

Los tres marchaban con sus hombres a cual más valientes. Malpica y Campillo iban atentos a la perfección de la maniobra. Llevaban a sus órdenes veteranos, entre ellos los dos franceses Alí y el tío Juan.

Malpica, con el bastón en la mano, descubriéndose siempre, parecía querer demostrar su invulnerabilidad; Leguía, por el contrario, llevaba un fusil, disparaba, gritaba e insultaba.

El Inglesito ha estado magnífico de serenidad y de elegancia.

Antula y yo, con nuestra gente, bajamos desde el fortín a unas heredades que llaman de Aguerra y contribuímos a detener al enemigo.

Al mismo tiempo engrosaban los tiradores realistas en el puente y en el barrio de Alcayaga, y cuando vieron que no había obstáculos en el camino comenzaron a pasar.

Mi pelotón ha sido el último que ha entrado en el pueblo.

[194]

El gran peligro para nosotros era que mientras nos defendíamos de los que llegaban por el río, nos cogieran la delantera los del monte y nos cerraran el paso al pueblo.

Afortunadamente no ha sido así y hemos podido llegar sin dificultad hasta la plaza de la iglesia, que se encuentra en un alto.

Ahora nuestros hombres se están parapetando en las casas próximas. Tenemos ocupado el casco del pueblo. Los realistas se han apoderado de la Casherna y el fortín. Esperamos el nuevo ataque.


X.
POR LA TARDE

Caserío Achulecheco-borda.

Estoy en este caserío descansando un momento. Por ahora, para la pequeñez de nuestra fuerza se va verificando la retirada con algún orden.

A las diez en punto de la mañana ha comenzado el ataque a Vera. El primer empuje ha sido violento, tanto que nos ha hecho creer que los realistas tomaban el pueblo al asalto.

Ha habido que batirse a la bayoneta, a la entrada de las dos calles en cuesta que suben a la plaza.

Los nuestros no cejaban, y los jefes iban de [196] aquí para allá, a los sitios de peligro, animando a la gente. Leguía no era un hombre, sino un terremoto; se agitaba, vociferaba, salía a las ventanas a insultar al enemigo. Hace un momento les gritaba:

—Yo soy D. Fermín Leguía, hijo de este pueblo.

Y los realistas le decían:

—Te conocemos. ¡Vendido! ¡Judío! ¡Traidor!

—¡Sois unas canallas!—vociferaba él, y disparaba su fusil.

En vista del número de enemigos y de su empuje, Butrón, López Baños y Valdés deciden la retirada.

Algunos oficiales han recorrido el camino que va a Francia, por encima del pueblo, y salen grupos a guardarlo.

Los oficiales, como los soldados, sabemos que no hay cuartel y que nuestro único recurso es la retirada, y la retirada lenta con serenidad y orden.

Los tres jefes principales son, además de valientes y de serenos, hombres de arranque.

Valdés tiene ante el enemigo una actitud soberbia y orgullosa; Butrón es animador y tranquilo; López Baños, pequeño, calvo, con una cara [197] arrugada y agria, de vieja, parece que quiere demostrar que no es más peligroso recibir las balas que la lluvia.

Mientras se pelea en las calles de Vera, Valdés con las fuerzas que más han luchado en el puente sube a los altos que dominan el pueblo y toma posiciones con Peman, Campillo y Malpica.

Los soldados de Butrón y de López Baños siguen ocupando las casas, las salidas de la plaza a la carretera y la torre de la iglesia.

Antula me dice que hay varios senderos para llegar al camino que va a Francia: uno que termina en el Calvario, el otro que serpentea por un robledal y sale a un caserío llamado Lasamborda, y el tercero que parte por cerca del caserío Cigastea. Todavía hay otro que va escalando la altura desde la calle de Alzate.

El capitán D. Pedro Vidarte, de la columna de Butrón, se sitúa en los bordes del camino al Calvario entre los árboles y los peñascos.

Una de las compañías guipuzcoanas compuesta de veintiséis hombres a las órdenes del capitán D. Juan Croward, se coloca en el sendero del robledal que pasa por el caserío Lasamborda.

Don Agustín Jáuregui con otros quince o veinte hombres se dispone a defender el camino de [198] Cigastea, y a mí me envían al que baja a la calle de Alzate.

El fuego se generaliza con violencia por todas partes. El enemigo tantea los sitios más débiles de la defensa para atacar allí. Los tres o cuatro mil realistas van avanzando contra nosotros.

En esto vemos que una columna baja de Santa Bárbara y cruza el barrio de Alzate.

Leguía se acerca a mí.

—¿Ve usted aquella tropa?—me pregunta.

—Sí.

—Si pasan nos cortan la retirada y nos cogen a todos. Voy con mi gente a detenerlos. Cuando no podamos más nos dispersaremos. Conocemos el país. Encontraremos sitio donde escondernos. Tienen ustedes que apresurar la retirada. Dígaselo usted a Valdés.

No tengo yo autoridad para hacer desistir a Leguía de su intento. Don Fermín reune su gente, y uno detrás de otro, a la deshilada, corriendo por entre maizales secos, marchan de prisa hacia donde vienen los realistas y comienzan el fuego.

Yo recibo la orden de dejar el camino y subir adonde está Valdés.

En las fuerzas que mandan Butrón y López [199] Baños hay más de treinta bajas entre muertos y heridos.

Comunico a Valdés lo dicho por Leguía.

No dice nada y da órdenes para que se apresure la retirada.

Los realistas no se dan cuenta del abandono completo del pueblo hasta media hora después de hecho. Han supuesto, quizás, que queríamos ahorrar las municiones.

La partida de Leguía sigue sosteniendo el fuego y cerrando el paso a los realistas. Su objeto es apoderarse de las primeras casas del barrio de Alzate y defenderse allí.

Al ver los realistas que hemos desalojado la villa entran en la plaza, y se apoderan de las casas y de la torre de la iglesia. Viendo que estamos en los altos marchan a nuestro encuentro.

Un pelotón de Cazadores entra por el sendero de Lasamborda a forzar el paso defendido por los guipuzcoanos mandados por Croward; pero éstos a tiros y a bayonetazos les impiden avanzar, y tienen los Cazadores que retirarse y dispersarse en el robledal.

Por el camino del pueblo al Calvario avanza una compañía de tercios con ímpetu, al grito de: [200] ¡Viva el Rey! ¡Viva la Religión! ¡Mueran los masones!

El capitán Vidarte los detiene más de media hora haciéndoles bajas, y cuando queda sin municiones y sin gente abandona la posición.

Estamos ahora en una explanada del monte que llaman Bidepartieta, donde se dividen dos caminos, esperando.

Leguía sigue batiéndose en el fondo del valle. Al acercarse con su partida al convento de capuchinos, los frailes se asoman a las ventanas y le hacen varias descargas.

—¡Canalla!—grita Leguía.

—Ven, ven a asaltar el convento—le dicen los frailes.

Leguía tiene que retroceder hacia la izquierda y entra en el barrio de Illecueta. Ya allí no le vemos, pero seguimos oyendo el tiroteo de su partida durante largo tiempo.

—Este hombre nos salva—murmura Valdés.

Estamos sosteniéndonos en nuestras posiciones; cuando los tercios que han forzado el camino del Calvario se lanzan al asalto.

Al retirarse los que defienden el sendero, los tercios dan una acometida fuerte a la bayoneta; las tropas de Butrón creen que van a ser prote [201] gidas, y viendo que los tercios avanzan sin obstáculo se consideran cogidos y comienzan a huir.

Un contratiempo inesperado contribuye a ello. Dos compañías mandadas por O'Donnell, emboscadas entre las matas y las piedras, con quienes se contaba para aquel momento, no pueden entrar en acción, se encuentran con la mayoría de los fusiles inservibles y con que los cartuchos son desproporcionados.

Los de Butrón, al verse desamparados comienzan a huir a la desbandada, y los tercios corren tras ellos hiriendo y matando a los caídos.

Los soldados de Butrón se han salvado, gracias a un pelotón de Infantería de la Compañía Sagrada, formada por viejos de la guerra de la Independencia, que se arroja a la bayoneta intrépidamente contra los realistas.

—No dan cuartel. ¡Libertad o muerte!—gritan los viejos con furia, acometiendo ciegos de coraje.

En esta encrucijada, unos cuantos hombres decididos bastan para contener a una columna, y los viejos liberales la contienen.

Retroceden un momento los tercios, los soldados de Butrón avanzan, y mientras tanto nosotros entramos en fuego.

Pasado este mal momento la retirada comienza [202] bajo la protección de los grupos escalonados en el camino. Así vamos, haciendo una marcha lenta, con un gran orden, dominando las alturas y los senderos de través. Un grupo se defiende entre las matas, las piedras y los árboles, hasta que no le quedan municiones. Cuando llega este momento se dispersa; los realistas avanzan y se encuentran con otro grupo que les cierra el paso.

Constantemente vamos relevando las tropas de retaguardia.

El primer avance por Bidepartieta ha costado a los realistas más de una hora. Dominando el camino que hemos seguido, hay por la izquierda un monte bastante alto llamado Cigorriaga. Luego ya el terreno se despeja, y se va por estribaciones de poca altura pobladas de robles, de castaños y de carrascas.

Cada árbol, cada peña, nos sirve de punto de resistencia. Ochoa y yo nos lucimos. Nos hemos batido con un gran orden, sin estorbarnos el uno al otro. Valdés nos ha felicitado efusivamente. Para soldados bisoños parece que lo hemos hecho bien. El Inglesito demuestra una serenidad y un valor extraordinarios.

Hace unos minutos, después de estar defen [203] diendo nuestra posición durante un cuarto de hora, nos retiramos Ochoa y yo a descansar.

Encontramos al paso un caserío.

—¿Cómo se llama este caserío?

—Achulecheco-borda—nos dice un hombre.

—¿Nos falta mucho para Francia?

—Sí; todavía cerca de una hora.

—¿Habrá algo que beber? Lo pagaremos.

Una mujer nos trae una jarra de sidra y la bebemos con ansia. Ochoa pide pan.

En este momento, a pesar del frío, siento que mi cuerpo arde.

El sol ilumina el panorama lleno de nieve. Por el lado de Guipúzcoa se ve la peña de Aya, con sus cabezos en forma de sierra; Larrun hacia Francia, y hacia el interior de Navarra, Peñaplata y luego otros montes lejanos y vagos...

—¡Cómo me quedaría aquí, aunque fuera tirado en el suelo!

Ochoa grita:

—Ya están ahí. Vamos de nuevo.

El Inglesito me agarra del brazo.


XI.
FIN DEL DIARIO DE LACY

28 Octubre. En Frixu-baita: Urruña.

Ya ha terminado nuestra empresa guerrera. Estoy ahora en la cama; la excitación no me deja dormir. Voy a continuar mi diario. A la salida de Achulecheco-borda, Ochoa, el Inglesito y yo tomamos posiciones con nuestra gente y las defendimos el tiempo necesario. Tuvimos un muerto, que abandonamos, y nos retiramos en formación sin dispersarnos.

Marchábamos todos con un orden verdaderamente admirable, cuando cerca de una cantera, a un cuarto de hora lo más de la raya de Francia, por un camino que sube de un barranco, apareció a nuestra retaguardia la cabeza de una columna [206] de doscientos hombres pertenecientes al regimiento de Mallorca.

Por fortuna el camino era estrecho y los realistas venían en grupos poco compactos.

—¡Viva el Rey! ¡Viva la Religión! ¡Mueran los masones!—gritaron ellos con entusiasmo al ver que rodeaban parte de nuestra gente.

Valdés, que venía muy atrás, estuvo a punto de quedar copado con cuarenta o cincuenta hombres que le rodeaban, cuando el coronel D. Francisco Cía y Azanza, que llevaba a sus órdenes diez y seis lanceros de la columna de Butrón, algunos oficiales de la Compañía Sagrada y dos o tres paisanos, entre ellos D. José María Trueba, en total unos veinticinco jinetes, dió la orden de cargar.

El terreno era malo, lleno de sinuosidades, de agujeros, de matorrales altos y espesos y de troncos de árboles tendidos en la tierra.

El pelotón de Caballería se lanzó contra los grupos del regimiento de Mallorca, que lo recibieron con una descarga cerrada casi a quemarropa. Cuatro jinetes cayeron muertos del caballo, entre ellos el ayudante de Caballería D. Mariano Amorós.

Pasado un momento de vacilación, los jinetes cargaron de nuevo.

[207]

—Libertad o muerte. ¡Viva la libertad!

Los sables brillaban como rayos, pinchando, golpeando y rajando. Ochoa, Malpica y el Inglesito con veinte hombres se metieron por entre los helechos y atacaron a los realistas del regimiento de Mallorca a la bayoneta, por el flanco y por la espalda.

Los realistas tuvieron que huir a la desbandada.

Las dos cargas nuestras hicieron que quedasen prisioneros diez soldados realistas, dos oficiales, los hacheros y la banda de tambores.

Valdés decidió quitar las armas a los enemigos y dejarles volver a sus banderas.

Ochoa, satisfecho, se pavoneaba y había adquirido tal confianza, que se creía invulnerable.

Subía a los altos para ver el avance de los realistas y permanecía quieto desafiando sus balas mirando con sus gemelos.

Al comenzar la tarde aparecieron en las cimas nuevos batallones, entre ellos uno de la Guardia Real que parecía querer cortarnos la entrada en Francia.

En este momento vi a Ochoa subido sobre unas peñas, tan cerca del enemigo, que quedé aterrado.

—Baja de ahí—le grité.

—¡Ca!—exclamó él.—No saben tirar.

[208]

—Loca criatura—murmuró el Inglesito.

—¡Baja!—volví a gritar yo.

—Si no saben apuntar.

Acababa de decir esto, cuando una bala le dió en la cabeza y cayó rondando por entre las peñas.

Nos acercamos a él. Estaba muerto. Tenía la cabeza abierta. Era un horror. Quise ver si respiraba, pero el Inglesito me agarró del brazo y me impulsó a seguir.

—No hay nada que hacer con él—me dijo.—Vamos.

—Sálvese usted—le dije yo.—Yo no puedo correr más... no puedo...

—Un esfuerzo...; ya nos falta poco. Apóyese usted en mí.

Iba corriendo, cuando metí un pie entre unas matas y caí de bruces. Cuando quise levantarme sentí que tenía el pie dislocado y que me era imposible andar.

—Yo no puedo más—exclamé.—Escápese usted.

El Inglesito me cogió por la cintura, me echó al hombro y siguió marchando. Yo iba llevado como por el viento.

Al tocar el territorio francés, el Inglesito vió que tenía que apresurarse si no quería quedar prisionero. Corrió llevándome a mí al hombro, sal [209] tando obstáculos por encima de las piedras y de los helechos.

Tras de esta carrera desenfrenada llegó al camino real, entró en un caserío de la carretera, cerca de Urruña, en donde salió una mujer apurada y me dejó tendido en un montón de helechos.

—Quédese usted aquí—me dijo.

—¿Y usted?

—Yo me voy—exclamó.—No quiero que me cojan los franceses—y sin más palabras desapareció.

Yo hubiese querido darle las gracias, decirle que si me necesitaba estaba dispuesto a pagarle su servicio; pero no tuve tiempo... Me incorporé sobre los helechos, me quité la bota del pie dislocado, que me dolía mucho, cortando los cordones y esperé con resignación.

Sonaban todavía tiros, cosa que no me explicaba yo estando, como estábamos, en territorio francés.

La mujer del caserío, que parecía más tranquila, me dijo que algunos de mis compañeros, muertos de fatiga y confiando en que estaban ya en Francia, se habían echado en el suelo a descansar. Su confianza les perdió, porque fueron fusilados por los realistas.

[210]

Añadió que la persecución en territorio francés duraba; pero que en aquel momento la Guardia Nacional de Urruña y un pelotón del 63 regimiento de línea había intimado la detención a los realistas y la rendición y la entrega de armas a los liberales.

Llevaba una hora en el caserío, cuando aparecieron Alí y el tío Juan. Este venía desencajado apoyado en el otro, sin poder respirar.

—¿Está usted herido?—le pregunté.

—No; el pecho, la fatiga... Me muero.

Se tendió en el montón de helechos en donde yo estaba, tenía una disnea que no le dejaba alentar.

En esto Alí me dijo que Aviraneta y Miguel Aristy se hallaban en un cochecito a la puerta. Era cierto.

—Suba usted—dijo Aristy.

—Aquí hay otro amigo—exclamé.

—¿Un español?—preguntó Aristy.

—No; es el guardabosque de Ustariz.

Aviraneta y Miguel me ayudaron a subir a mí y después al tío Juan.

Nos acomodamos los tres, y al comenzar a marchar hacia el pueblo tropezamos con Malpica, que venía cojeando, sucio, harapiento.

[211]

—Suba usted—dijo Aristy.—Nosotros iremos a pie.

Aristy nos dirigió a esta casa de Urruña, llamada Frixu-baita, donde había alquilado dos cuartos pensando que vendríamos nosotros.

Ahora estoy en la cama, febril y sin poder dormir. Aviraneta nos va a traer un médico.


XII.
LOS HÉROES DE LA AVENTURA

De los cuatro recogidos por Miguel Aristy y Aviraneta, Alí, que no tenía nada, se lavó, se afeitó, se puso unos pantalones azules, una blusa negra y una boina, y salió para Gastizar con el encargo de traer un carro con un colchón para transportar al tío Juan.

Por la noche al salir el médico de Frixu-baita, Aviraneta le preguntó:

—¿Cómo están estos enfermos?

—Medianos. No sé cómo han podido llegar hasta aquí. El viejo francés está muy mal, con una bronquitis aguda muy grave.

—¿El joven español?

—Ese también mal. Me figuro que tiene, desde [214] hace tiempo, focos tuberculosos en el pulmón y ha debido de tomar un golpe en el pecho.

—¿Y el coronel Malpica?

—Ese es el que ha salido mejor librado. Tiene una herida de bala en la pierna; pero como no ha perdido sangre y está muy animado, se curará en seguida.

—Hemos pensado transportar a los tres a sus casas.

—Si no es muy lejos está bien.

Al día siguiente, por la mañana, Miguel Aristy aparejó su coche y llevó en él hasta Ustariz a Malpica y a Lacy. Al ponerse en camino, Lacy se encontró con un oficial español que conferenciaba con un francés.

—¡Lacy!—gritó.

—¿Eres tú Sampau?—dijo Lacy.

—¿De dónde vienes? ¿Qué te pasa?—exclamó Sampau.

—¿Y tú?

—Yo he venido con las tropas de Llauder persiguiendo a los liberales.

—Pues yo he estado con los liberales.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Has estado en Vera?

[215]

—Sí.

—¡Pensar que podía haberte matado!

—Y yo a ti.

—¿Adónde vas ahora?

—Voy a Ustariz, un pueblo de por aquí cerca, a descansar.

—¿Vives en ese pueblo?

—Por ahora sí.

—¿Estarás allá dentro de quince días?

—Seguramente.

—Pues iré a verte.

Se despidió Lacy de Sampau y Aristy siguió adelante en su tílburi.

Malpica y Lacy presenciaron, desde el fondo del carricoche, la división en grupos de los liberales españoles que hacían los oficiales franceses para enviarlos a los depósitos de Bourges, Perigueux y Limoges.

En los jefes liberales españoles se veía la cólera y la vergüenza de la derrota; los soldados se manifestaban indiferentes.

Ni para unos ni para otros el porvenir era muy halagüeño. El Gobierno francés les daría treinta céntimos de sueldo y una ración de pan a cada soldado y dos francos diarios a los jefes.

Malpica y Lacy cruzaron por entre sus compa [216] triotas sin ser reconocidos y se dirigieron a Ustariz.

Por la tarde Alí se presentó en Frixu-baita con un carrito y un colchón a llevar al tío Juan a su casa.

Pusieron al guardabosque dentro del carro arropado con mantas, y Aviraneta y Alí se dirigieron por Saint Pee a entrar en los robledales del cantón de Ustariz.

Llegaron a la cabaña del tío Juan al amanecer.

Esta cabaña, Aldasoro de nombre, estaba rodeada de otras cuatro o cinco. En el interior esperaba el intendente Darracq.

—¿Usted va a Ustariz?—le preguntó a Aviraneta.

—Sí.

—¿Quiere usted llevar una carta a madama de Aristy?

—No tengo inconveniente.

Darracq se sentó a la mesa, cogió un lápiz y papel y vaciló.

—Es difícil decir esto—murmuró.—Casi será mejor darle el recado de palabra. Dígale usted a madama de Aristy que el tío Juan, el guardabosque, está muy grave. El tío Juan es pariente muy próximo de madama Aristy.

[217]

—Está bien; se lo diré.

Aviraneta marchó a pie a Ustariz.

El tiempo estaba claro. El viento soplaba con fuerza. La veleta de Gastizar rechinaba, y el dragón seguía amenazando a todo el mundo con la flecha de su lengua.


XIII.
LOS RESULTADOS DE LA EMPRESA

Unos días después se supo el resultado de la empresa liberal. De los quinientos hombres de Valdés y Butrón que habían luchado en Vera, más de cien habían quedado en España entre muertos, heridos y prisioneros. De estos últimos se aseguraba que algunos habían sido fusilados en Irún y que otros lo iban a ser al llegar a Pamplona.

Mina y Jáuregui se habían salvado haciendo prodigios de valor. Mina anduvo por los montes, desorientado, perseguido y ojeado por perros de caza, que echaron los realistas tras él. Después de fatigas enormes, rendido y con las viejas heridas echando sangre, llegó a tocar Francia.

En la parte de Aragón y Cataluña la invasión no se efectuó. Méndez Vigo quedó inmóvil en [220] Mauleón, no habiendo podido reunir armas ni organizar sus tropas.

Gurrea, Milans del Bosch y San Miguel no hicieron cosa eficaz en la frontera.

En Gibraltar la salida proyectada por Torrijos, Palarea, Escalante y sus amigos fué impedida por el gobernador inglés de la plaza.

Respecto a Fermín Leguía, a quien se creía perdido, apareció días después en Bayona.

Algunos que llegaron de Vera contaron su persecución y trajeron unos versos en vascuence que había escrito el versolari Martín Coplari contra Leguía. Este versolari era conocido en el país por su canción sobre Buenaparte .

Los versos contra Leguía empezaban así:

Armada eder bat ecarridigu
Verara, Fermín Leguiac.

(Un hermoso ejército nos ha traído a Vera Fermín Leguía.)

Y concluía explicando el fracaso:

Comisanyura goician zuten
Viserregueren trampiya
Iruñiaco videa libre
Eben ustez valentiya
Zacu videan lertu eta
Isuritzayo cantiya.

[221]

Lo que traducido libremente quiere decir:

El día de todos los santos por la mañana tenían la trampa preparada para el virrey. El camino de Irún libre. Ellos se creían valientes, pero el saco se les ha reventado en el camino y se les ha derramado el grano.

Aviraneta, que tenía carta de seguridad y no había tomado parte en el movimiento, volvió a Bayona días después.

Allí por mediación de Iturri se le comisionó para que secretamente fuera vendiendo los caballos que se habían salvado de la expedición.

Aviraneta hizo el encargo y fué vendiendo los caballos guardados en el bosque de Saint Pee a los tratantes españoles y franceses.


LIBRO CUARTO
BAJO LA INFLUENCIA NEFASTA DEL DRAGÓN DE GASTIZAR


I.
EL TÍO JUAN

Al llegar Aviraneta a Ustariz se encontró a Choribide que marchaba en un cochecito camino de Bayona. Choribide se detuvo a pedir noticias.

—Me voy de Ustariz, señor Aviraneta—dijo después.

—Lo siento mucho, si esto le molesta.

—Sí, algo me molesta. ¿Qué noticias hay? ¿Cómo ha terminado la expedición de los liberales españoles?

Aviraneta contó lo ocurrido y la enfermedad del tío Juan el guardabosque.

—¿Y está grave?

[226]

—Sí, muy grave.

—¿No ha sospechado usted quién es este tío Juan?

—No.

—Es el marido de madama de Aristy.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Estaban separados?

—Sí. Más que por nada por motivos políticos y religiosos. Es absurdo. ¿Verdad? El tío Juan ha sido siempre un ateo y un jacobino. Ella creía que daba un mal ejemplo a los hijos.

—¿Usted lo ha conocido en otro tiempo?

—Sí. Ya lo creo... Voy a aplazar mi viaje y voy a visitarle por si acaso me necesita. Le he hecho algunos favores.

Choribide se dirigió hacia el bosque y Aviraneta a Gastizar. Preguntó por madama de Aristy, dijo a la criada que tenía que hablar a su ama con urgencia y pasó al salón.

—Señora—dijo,—vengo a traerle a usted una mala noticia. El señor Darracq me ha encargado que le diga a usted que el guardabosque a quien llaman el tío Juan, está gravemente enfermo.

Madama de Aristy quedó alterada.

—¿Qué le ha ocurrido?—preguntó.

[227]

Aviraneta contó cómo le había encontrado en Urruña de vuelta de la fracasada expedición liberal.

—¿Estaba allí Miguel, mi hijo?

—Sí.

—¿Le han dicho a usted que el tío Juan es pariente mío?

—Lo he adivinado—contestó Aviraneta.

Madama de Aristy contempló en silencio a don Eugenio.

—¿Usted qué cree que debía hacer?

—Yo, señora, no sé la clase de resentimientos que ha habido entre usted y su esposo, pero supongo que éste se encuentra en el actual momento gravísimo, quizás moribundo. Creo que lo mejor que podría usted hacer sería decir a su hijo lo que ocurre, contarle los motivos de diferencias con su marido e ir con Miguel a Aldasoro, a la cabaña del tío Juan.

—Sí, tiene usted razón. Eso haré. ¿Quiere usted esperar un momento?

—Con mucho gusto.

Madama de Aristy hizo que llamaran a Miguel y al caballero de Larresore, y tuvo una explicación con ellos. Al terminarla apareció Miguel, intranquilo e inquieto.

[228]

—¿Está mal, de veras?—preguntó a Aviraneta.

—Sí.

—Hay que ir de prisa. ¿Usted no querrá volver?

—No tengo inconveniente.

—Le agradeceré a usted que venga, porque estoy un poco trastornado con una noticia así.

Madama de Aristy había mandado por un coche, en donde iban a ir ella, el caballero de Larresore, el médico y el vicario Dostabat. Miguel y Aviraneta tomarían el tílburi.

Los dos coches partieron de Gastizar, produciendo la expectación del pueblo.

Al llegar a Aldasoro bajaron y entraron a ver al enfermo. El médico dijo que estaba agónico y que le quedaban solamente horas de vida.

Madama de Aristy habló a su marido a solas, y tras larga conversación le indicó que debía confesarse.

—No—dijo enérgicamente el tío Juan, y volvió la cabeza hacia la pared.

—Yo, como usted, le encargaría de esa misión a su hijo—propuso Aviraneta;—yo trataré también de convencerle.

Aviraneta y Miguel Aristy se quedaron en el cuarto del enfermo. Este, sin duda, se hallaba in [229] tranquilo y receloso. De pronto se irguió en la cama y se quedó mirando fijamente a Aviraneta.

—Señor—exclamó,—que me dejen morir en paz.

—¿No quiere usted que venga ningún cura?

—No.

—No vendrá.

—¡Gracias! ¡Muchas gracias!

Miguel se acercó a la cama.

—¿Qué hace usted aquí?—le preguntó el tío Juan de repente.—¿Qué está usted espiando?

—Soy yo Miguel... el de Gastizar.

No se atrevió a decir su hijo.

El tío Juan le contempló con una mirada curiosa y de anhelo.

—¡Ah... sí... sí!—murmuró, y se tendió de nuevo en la cama.

Miguel le arregló la cubierta de la cama, y el viejo le agarró la mano y la besó.

Miguel quedó conmovido y se le saltaron las lágrimas.

Durante todo el día el enfermo estuvo desvariando. Al anochecer comenzó a palidecer y a ponerse lívido, y murió.

Alí marchó a Ustariz por un ataúd.

De noche estuvieron en la cabaña, velando al [230] muerto. Aviraneta, Larresore, Choribide, el intendente Darracq y Miguel.

El intendente contó la vida de su primo Aristy, que acababa de morir, una vida íntegra, de fanático por sus ideas.

—La verdad es—dijo burlonamente Choribide a Aviraneta—que ha tenido que venir un gascón para dar un ejemplo de consecuencia en el pueblo, porque lo que es Garat y yo no hemos quedado como hombres muy consecuentes en política.

—Parece que la influencia de la veleta de Gastizar es muy grande—replicó D. Eugenio con sorna.

—¡Pse! Hay que cambiar—replicó Choribide.—La vida es cambiar. Yo no creo que ser esclavo de sus prejuicios sea una superioridad.

—No; es más bien el resto de la gente quien cree eso—dijo burlonamente Aviraneta.

Por la mañana se verificó el entierro en el mismo bosque. Los aldeanos de los caseríos vecinos se reunieron en Aldasoro, los hombres formaron un corro y las mujeres otro. Hacía una mañana hermosa y tibia, el sol amarillo se esparcía por el campo.

Sacaron al ataúd de Aldasoro y lo colocaron en [231] un carro de bueyes y lo llevaron hasta el pequeño cementerio que tenía la barriada del bosque.

Allí cogieron el féretro Miguel, Ichteben el criado de Gastizar, Alí y Darracq, y lo dejaron sobre un montón de tierra próximo a la fosa.

Bajaron la caja al fondo del hoyo que no era profundo, y fueron cubriéndola de tierra. Al medio día todos volvieron a Ustariz.

Al día siguiente madama de Aristy hizo que se celebrara un funeral solemne en la iglesia por su marido.


II.
EL VERANILLO DE SAN MARTÍN

Lacy se había curado de la dislocación del pie, pero la estancia en la cama le había debilitado y agravado su enfermedad crónica del pecho. Por lo que decía el doctor Elissalde, el mejor médico de Ustariz, tenía ya muy pocas probabilidades de curarse. Habían mandado venir a un especialista de Bayona en consulta, y los dos doctores, después de auscultar y percutir al enfermo, habían asegurado que sólo una casualidad podría salvarlo.

—Lo más tarde en la primavera, cuando la hoja de la higuera tenga el tamaño del ala del murciélago, como dice el padre Hipócrates, morirá—dijo el doctor Elissalde, sonriendo.

[234]

El doctor era de estos hombres pulidos y emperifollados y un tanto empalagoso. Los ¡Oh! ¡Oh!, los ¡Ah! ¡Ah!, los ¡Tiens! ¡Tiens! y las frases más almibaradas estaban siempre en sus labios. Tenía una sonrisa de satisfacción para todo. Cuando a Miguel le decía que su amigo Lacy estaba desahuciado, lo decía de una manera tan jovial, tan alegre, que indignaba a Aristy.

Aristy había tomado afecto a Lacy y hubiese querido saber un medio de posible curación para emplearlo.

El doctor Elissalde aseguraba que era imposible. Lo único que se podría conseguir era que el pobre muchacho tirara un poco más.

—Lo más tarde en la primavera, cuando la hoja de la higuera tenga el tamaño del ala del murciélago...—repetía el doctor sonriendo.


El tiempo que hacía invitaba a salir de casa y a pasear. Después de las grandes lluvias otoñales había comenzado el veranillo de San Martín, que parecía un verano de verdad.

—Hay que aprovechar el buen tiempo—decía Miguel a Lacy;—hay que tomar el sol. Esta es la mejor época en nuestro país...

Y era cierto. El otoño es, sin duda, la estación [235] más agradable en el país vasco. El campo, que en verano tiene un manto verde, uniforme, adquiere en otoño una variedad extraordinaria de colores; la hierba, los helechos rojizos, los árboles con hojas amarillas, todo toma unos tonos fogosos, ardientes. Hay además en el país vasco francés una serenidad, un reposo, que no hay en el español; el paisaje es más abierto, más tranquilo, más soleado, las gentes son más dulces, las campanas que tocan las oraciones desde lo alto de las torres son más melancólicas y menos imperiosas, más sentimentales y menos dogmáticas.

Lacy disfrutaba de esta calma, de esta serenidad.

Por la mañana al levantarse veía desde la ventana la niebla inmóvil que llenaba el valle de Ustariz, las casas musgosas que echaban humo por las chimeneas y escuchaba las campanas que retumbaban sonoras y acompasadas en el aire silencioso. Luego, a medida que se levantaba el sol, la bruma se deshacía en jirones y se desvanecía dejando el cielo azul. Por la tarde el calor apretaba y al anochecer comenzaba el frío y venían las nieblas en pelotones blancos rasando el suelo y la superficie de los arroyos a apoderarse de los bosques y de los barrancos.

[236]

Miguel Aristy solía llevar a Lacy a pasear en su cochecito al sol, a los montes inmediatos.

Los árboles estaban amarillentos y rojizos, las hojas secas jugueteaban por los senderos.

Miguel tenía que quedarse muchas veces en su casa.

Era época de grandes preparativos en el campo. Aristy dirigía las labores de abonar las tierras, de podar los árboles y hacía grandes hogueras con los hierbajos arrancados, a los que pegaba fuego al anochecer.

Lacy, con esta atención de los enfermos, lo contemplaba todo con una gran curiosidad.

Parecía que quería fijar en la retina por última vez las cosas del mundo.

Lacy no se alarmaba pensando en su porvenir. Se creía muy grave, y, sin embargo, hacía proyectos.

Lacy tenía una gran preocupación por Dolores Malpica; sentía por ella un entusiasmo muy próximo al amor.

Hablaba constantemente de ella y de todo cuanto tuviera relación con ella. A Miguel le hubiese molestado, quizás en otro, este entusiasmo por la mujer de su hermano; pero en Lacy no le molestaba.

[237]

El enfermo alternaba con este tema de conversación, los recuerdos de la última etapa de la fuga por los montes de Vera.

Le preocupaba el pensar qué habrían hecho del cadáver de su amigo Ochoa. La idea que se lo hubiesen comido los perros o los cuervos le trastornaba.

También le mortificaba la actitud del Inglesito, que le había salvado y había desaparecido sin dejarle ni siquiera su nombre.

¿Es que le despreciaría aquel inglés? ¿Es que quizás pensaba que no le iban a saber agradecer su heroísmo?

La idea de no poder expresarle su gratitud le entristecía.


Lacy paseaba durante las horas de sol por el campo y por la huerta de Gastizar. Subía con Miguel a un manzanal en un alto, y se sentaba sobre algún montón de hierba seca.

Desde allá, la antigua casa solariega parecía rejuvenecerse, galvanizarse por arte mágica, cuando le daban los rayos del sol. Las viejas piedras de Gastizar se doraban, las vidrieras centelleaban y lanzaban dardos, el dragón de la veleta se agitaba en el aire azul...

[238]

Al caer de la tarde el caserón parecía desde arriba un inmenso dado de oro; luego al inclinarse más los rayos solares, adquiría un tono de púrpura y parecía algo irreal y fantástico... De pronto el sol se ponía detrás de un robledal, y en un instante desaparecía la llamarada; la casa entonces era como un cadáver electrizado a quien se le acababa la corriente y quedaba en seguida tenebrosa, siniestra... Al momento en el valle todo era oscuridad, frialdad, melancolía.

Lacy suspiraba y volvía a Gastizar.

Casi constantemente estaba con los Aristy.

Acompañaba a Miguel y miraba cómo disponía éste las labores campestres; solía ir con frecuencia a la biblioteca en donde Darracq le mostraba sus libros y las mil cosas recogidas en sus viajes.

Darracq había domesticado a los gorriones, que entraban en la biblioteca y se acercaban a comer a su mano, Lacy se divertía dando a los pájaros migas de pan.

Las señoras de Gastizar tenían también grandes atenciones para Lacy. Le guardaban el mejor sitio delante de la chimenea, le hacían postres delicados y le traían flores.

En la sala de Gastizar había siempre por aquella época jarrones con inmensos ramos de crisan [239] temos. Era uno de los lujos que madama de Aristy gustaba tener en su casa.

Mezclados con los crisantemos, madama de Aristy ponía matas de heliotropo que perfumaban la estancia.

Muchas noches Alicia y Miguel tocaban alguna sonata, de violín y piano, de Beethoven, y se le veía a Lacy escuchar muy conmovido con la cara llena de lágrimas.


III.
LA FAMILIA DE CHIMISTA

Don Valentín Malpica al llegar a su casa abrazó a su hija y a sus nietos.

—¿Qué ha pasado?—le preguntó Dolores varias veces.

—Nada. Un fracaso más.

Don Valentín creía que estas cosas de la guerra eran sólo para hombres, y que con las mujeres no se debía hablar de ellas.

Al día siguiente Dolores averiguó que su padre estaba herido. Malpica dijo que no era nada. El pensaba que sabía más que los médicos y que con algunas hierbas se curaría. Efectivamente, gra [242] cias a su constitución se curó pronto, aunque él creyó que era gracias a su ciencia.

Don Valentín estaba acostumbrado a mandar en su casa despóticamente. Pronto notó con asombro la oposición que le hacía Margarita Tilly, defendiendo a Dolores. A D. Valentín le sorprendió tanto, que casi le hizo gracia. Malpica desarrollaba una gran cantidad de trabajo al día, aunque no siempre útil, pues el tiempo se le pasaba en hacer y deshacer, en ir y venir.

El viejo coronel no podía aguantar el aire embebido y absorto que había tomado su hija desde que le había abandonado su marido.

—¡Muévete, dormilona!—le decía.—Te vas a quedar tonta.

Margarita se indignaba.

—¡Bruto, más que bruto!—solía murmurar por lo bajo.

—Déjale—decía Dolores,—él me quiere así, a su modo.

Era la manera de ser cariñoso de D. Valentín. Si tenía que recomendar silencio, decía: Silencio en las filas; y cuando había que prepararse para algo, gritaba: ¡Escuadrones!

El chico Miguelito le imitaba y se reía.

Margarita, convertida en amiga íntima de Do [243] lores, se quedaba muchos días en Chimista. Solían ir a veces a la cocina del piso bajo, donde vivía Fanchon, y hacían grandes fogatas y asaban castañas en el rescoldo.

Los días buenos, Margarita y los chicos, Grashi Erua y Chistu corrían por los campos.


IV.
SIMONA BUSQUET

Pocos días después de la muerte del tío Juan, madama Aristy se presentó en el Chalet de las Hiedras acompañada de Ichteben, y dijo a madama Carolina y a Simona que hicieran el favor sin pretexto alguno de abandonar la casa.

Madama Carolina había amenazado anteriormente a la señora de Aristy con divulgar en el pueblo que era la mujer de un revolucionario y regicida como el tío Juan. Ya no tenía arma ninguna que emplear contra la propietaria de Gastizar y se resignó a dejar la casa sin protesta.

No así la Simona. Esta, más violenta y agresiva, puso a la señora de Aristy como un trapo. La insultó en su marido, en sus hijos y en sus amigos. Madama de Aristy, pálida y con los ojos bri [246] llantes, no contestó, pero al marcharse dijo con voz iracunda:

—Saldrá usted de aquí inmediatamente, si no la mandaré echar por los gendarmes.

Efectivamente, salieron las dos mujeres y fueron a parar a la posada del Caballo Blanco.

Madama Carolina a los pocos días se marchó para no volver; Simona quedó en Ustariz, animada por el ardor de la venganza.

Manejaba a las muchachas del Bazar de París y a Marcos el del molino.

Poseía por instinto esa táctica de los intrigantes que consiste en unir y desunir voluntades moviendo el resorte de los caracteres. Sabía sembrar una sospecha, cultivarla si existía, y alimentar un resquemor o una mala pasión con cariño. Era la única para indisponer a dos personas amigas.

Tanta confianza llegó a tener con las dos señoritas de la Bastide y con su abuela, la Diosa Razón, que dejando la posada del Caballo Blanco fué a vivir con ellas. Intrigante y mentirosa como era Simona, llegó a convencer a todos de la verdad de sus embustes.

Desde que se instaló en casa de las señoritas de La Bastide se la veía muchas veces en el mostrador despachando.

[247]

Simona era una mujer bonita, con la cara muy cuadrada, la frente ancha, la nariz corta, los ojos muy negros, muy vivos, un poco juntos y muy rasgados, y el pelo castaño. Tenía una palidez mate, una expresión de intranquilidad y de suspicacia, unos tics nerviosos que agitaban su rostro y una sonrisa de dolor, de ironía y de maldad.

Parecía que estaba siempre dispuesta al ataque, como un cínife o una avispa.

Simona tenía una conversación más picante y más amena que las señoritas de La Bastide, e hizo que la tertulia del Bazar aumentase y tomara más crédito.

Dejó al mismo tiempo en el ambiente un semillero de rivalidades, de suspicacias y de complicaciones.

Simona aduló y lisonjeó a Larresore y lo llevó a su campo, con la intención de sacarle noticias de lo que pasaba en Gastizar; pero el viejo caballero era maestro en malicias y en marrullerías y supo defenderse sin decir nunca nada en concreto.


V.
EL PRÍNCIPE QUIROMÁNTICO

Dos o tres comisionistas solían presentarse en Ustariz todos los meses. Recorrían los principales comercios y hacían una parada larga en el Bazar de París, que era el principal establecimiento de la villa.

Uno de los más asiduos de estos viajantes era el señor Pardies d'Espelunque, accionista y dependiente de un almacén de Burdeos.

Monsieur Pardies d'Espelunques era un señor de más de cuarenta años, fuerte, rechoncho, moreno, de bigote largo, negro y engomado. Pardies era gascón, pasaba por ser de origen español y sus íntimos no le llamaban Joseph sino Pepito, que ellos decían Pepitó .

[250]

Pardies tenía la cabeza grande con la melena negra y encrespada y la cara mefistofélica. A pesar de la hermosa cabellera que lucía mientras iba cubierto, en lo alto del cráneo estaba calvo, y para disimular su calvicie tenía el sistema de llevar los pelos de un parietal a otro, así que su cabeza mirada a vista de pájaro tenía un enrejado que parecía un dibujo topográfico hecho con tiralíneas.

Pardies d'Espelunques era un hombre hablador, turbulento y exasperado, cínico y burlón. Solía vender sus géneros mareando a los compradores con su verbosidad.

Pardies era elocuente, revolucionario, dantoniano, y pronunciaba las erres a la española. Su exclamación favorita era decir: ¡Pardies!—y luego añadía:—Así me llamo.

Un día Pardies se presentó en Ustariz con un señor de pobre aspecto. Aquel señor podía ser todo menos comisionista. El comisionista en algunos pueblos es el representante más brillante de la civilización y de la elegancia. Aquel señor, a pesar de su aspecto, era comisionista.

Vendía medallas, rosarios, escapularios y otras chucherías místico-religiosas bendecidas por el Papa y traídas de Jerusalén. Pardies llevó a [251] su compañero a los distintos comercios del pueblo y estuvo un momento con él en el Bazar de París.

La Diosa Razón del Bazar, como sus nietas, recibían siempre muy amablemente a Pardies y reían sus gracias.

—¿Cómo se llama su compañero de usted?—preguntó Martina, una de las señoritas de La Bastide, a Pardies.

—Se va usted a reir—dijo el comisionista.

—¿Por qué? ¿Es un nombre tan raro?

—Es un nombre raro para él. Se llama Rohan. Luis de Rohan. Es descendiente del príncipe de Rohan.

—¿De verdad?—preguntó, extrañada, Simona.

—Sí, sí.

El señor de Rohan era alto, cano, afeitado, muy humilde, muy místico. Tendría unos cincuenta años, el pelo blanco, la cara roja, con un sarpullido blanquecino. Solía andar con un gabancito raído, una bufanda de lana y un sombrero de copa, metido hasta las orejas. Cuando marchaba de prisa, cortando el viento con su nariz afilada y roja y sus brazos largos, cojeando un poco, parecía un galgo a quien le hubiesen pegado una pedrada en una pata.

[252]

Simona dijo que debía llevarle a Rohan a la tertulia del Bazar, y Pardies prometió ir con él al anochecer.

Efectivamente, después de cenar en la Veleta fueron los dos al Bazar de París. Rohan habló con una gran unción y con un acento francés muy puro. Cuando su amigo Pardies cometía alguna falta gramatical le corregía sonriendo.

—¡La gramática! ¡Bastante me importa a mí la gramática!—dijo Pardies.—Todo eso no es más que reaccionarismo. ¡Si viniera la nuestra! Lo primero que haría es pedir la cabeza de todos los gramáticos de Francia. Ya lo creo. ¡Pardies! No asustarse, señoras. Así me llamo.

—No le hagan ustedes caso—replicó riendo Rohan y dirigiéndose a Simona y a las señoritas de La Bastide.—Es un embustero.

—Yo, embustero. Y la cabeza de usted pediría también, señor Rohan.

—Me haría usted un favor—replicó Rohan—frotándose las manos con su aire meloso y llorón.—¡La vida! ¡Pse! Para mí no tiene valor. Tengo fe.

—¡Bah! ¡Bah! Usted es un impostor príncipe. Todos esos escapularios y medallitas los fabrica usted en su casa y ni han estado en Jerusalén ni [253] mucho menos. La impostura le viene a usted de familia.

—¡Qué bárbaro!—exclamó Rohan sonriendo y corrigiendo con su sonrisa amable el dicterio.

—Sí, bárbaro porque uno dice la verdad. En cambio yo tengo sangre de jacobino ¡Pardies! Así me llamo. ¿Usted sabe cómo me confirmé yo, señor de Rohan?

—No, ¿cómo quiere usted que yo sepa eso, mi querido amigo?

—Pues cuando yo era chico mi padre era del Comité de Salvación Pública de Bayona nombrado por Monestier del Puy-de-Donce. Un día mi padre me dijo: Vamos a comer con el ciudadano Monestier. El ciudadano Monestier era un ci devant cura. Entramos en su casa y fuímos al comedor. En la mesa en vez de manteles había paños de los altares y las copas eran cálices.—¿Qué harías tú pequeño ciudadano—me preguntó Monestier—si yo te dijera que este vino es sangre de aristócratas? Lo bebería—contesté yo. ¡Ya lo creo! ¡Pardies! —no asustarse, señoritas. Es mi nombre.

—¡Qué farsante!—exclamó riendo Rohan.

La diosa Razón del Bazar de París sacó una tabaquera y ofreció un polvo de rapé al príncipe. [254] Los dos se atiborraron las narices de tabaco y estornudaron con gran satisfacción. Simona, a quien no divertían las frases de Pardies tanto como a las señoritas de La Bastide, se puso a hablar con Rohan.

El príncipe era un hombre un tanto misterioso, creía o aparentaba creer en sortilegios, en hechicerías y en amuletos.

Simona era también supersticiosa y se dejó llevar por el camino a que le arrastraba Rohan.

—¿Podría usted averiguar mi sino?—le preguntó ella.

—Sí.

—¿Y decirme después qué tengo que hacer para corregirlo?

—También.

—¿Por las líneas de la mano?

—Sí, por las líneas de la mano.

—¿Ahora mismo?

—Será mejor mañana—contestó Rohan con su acento llorón—tengo que recogerme mucho, concentrar mi atención y convendría que estuviéramos solos.

—Bueno, venga usted mañana por la tarde a mi cuarto.

Al día siguiente el príncipe se presentó en la [255] habitación de Simona con dos libros debajo del brazo. Uno era las "Disquisiciones de magia" del padre Martín del Río, y el otro el tratado de "Arte magnética" del padre Kircher.

El príncipe dejó los libros en un velador y se sentó frente a Simona con el sombrero de copa sobre las rodillas. Hablaron la aventurera y el príncipe largo rato, él siempre muy humilde, muy quejumbroso y con gran unción.

—¿Quiere usted que empecemos?—preguntó Simona.

—Lo que a usted le parezca.

Simona mostró su mano. El señor de Rohan sacó unas grandes antiparras, se las colocó gravemente, cogió la mano y la estudió con meticulosidad abriendo y cerrando los dedos.

—¿Qué le dice a usted mi mano?—preguntó Simona.

—¡Oh, dice tanto!—exclamó Rohan con un aire elegíaco y al mismo tiempo de inspirado.—Aquí se ve todo su pasado. En su comienzo su vida es difícil. Venus y Mercurio la presiden. No tiene usted cuidados paternos.

—Sí, soy hija natural—dijo Simona—no he conocido a mi padre.

—La mano lo dice—replicó el príncipe.—Y sin [256] embargo usted es de raza aristocrática. Quizás su madre era una mujer del pueblo, pero su padre era un gran señor. En su infancia hay abandono, miserias, enfermedades. En los primeros años de su juventud hay un disgusto grande... una fuga de casa... después viajes por el extranjero, amores... vigilancia... una amistad con una mujer rubia.

—Cierto, todo eso es cierto—murmuró Simona.—¿Y ahora?

—¿Ya quiere usted pasar al presente? ¿No quiere usted saber siquiera lo que me dice la mano de usted de su temperamento?

—Sí, sí.

—Es usted tímida y atrevida, sensible y dura, de pasiones fogosas y al mismo tiempo sencilla y humilde. No le han querido a usted nunca como usted ha querido.

—Es cierto, es cierto.

—Está usted hoy en un momento de crisis; hay un hombre rubio que la quiere y dos mujeres que la odian, una ya vieja y la otra joven... extranjera. En este momento está usted en lucha con ellas. Las dos intentarán perseguirla y humillarla, pero usted podrá librarse de su presencia.

—¿Cómo?—exclamó Simona.

[257]

—La manera más segura sería hacer un largo viaje.

—No, no, no quiero eso. ¿No hay otra solución?

—Veré.

Rohan tomó el libro del padre Kircher, lo abrió, leyó enfáticamente trozos en latín hasta que se detuvo en un párrafo marcándolo con el dedo.

—Será conveniente que se quite usted todas las alhajas que lleva y no use usted de hoy en adelante más que una mano de coral y un rubí en el dedo del corazón.

—¿Y venceré al fin a mis enemigas?

—Sí. El agua acabará con una de ellas y el fuego con la otra.

Simona preguntó al príncipe lo que le debía.

—Lo que usted quiera—contestó el señor de Rohan volviendo de pronto a su aspecto humilde y a su aire quejumbroso.

Simona alargó un luis que el príncipe lo cogió con cuidado y se lo metió en el bolsillo. Después el hombre largo tomó sus libros debajo del brazo y se retiró haciendo una reverencia. Al llegar a la calle en su boca había un rictus irónico y en ojos una gran alegría que se tradujo ostensiblemente en que de pronto el mago se frotó las manos con gran satisfacción.

[258]

Simona se puso a pensar acerca de lo que le había dicho el príncipe quiromántico y quedó convencida de que era verdad. Ella era atrevida y tímida, humilde y orgullosa, dura y de corazón blando, ¿quién no se cree un producto excepcional y extraordinario de la naturaleza con todas las más nobles facultades y todas las más extrañas contradicciones? El príncipe quiromántico le había dicho la verdad. Nadie le había querido, existían dos mujeres que la odiaban. Todo esto le pareció axiomático.

Las palabras del misterioso Rohan fueron produciendo en ella una gran agitación y llegaron a traducirse en hechos.


VI.
LA VENGANZA DE SIMONA

Simona Busquet vivió durante algún tiempo anhelante pensando en las predicciones de Rohan. Un día el cartero le llevó un pliego que le puso en un estado de intranquilidad y de nerviosidad grande.

A la mañana siguiente Simona se presentó en Gastizar, llamó y dijo a Ichteben a voz en grito que comunicara a la señora de Aristy que León, su hijo, acababa de ahorcarse en París. La noticia era cierta y llevó la desolación a Gastizar. Simona la había sabido por una carta de Carolina.

La resignación y el recogimiento de las dos familias, la de Gastizar y la de Chimista, irritaron a Simona, que pensó en llevar más lejos su venganza.

[260]

Simona, que era tan vengativa como envidiosa, había comenzado a odiar a una de las señoritas del Bazar y llegó a quitarle su amante Marcos, el gascón.

Marcos se dejaba querer por las dos mujeres; la Simona le daba dinero, y el mozo, en vez de trabajar, se pasaba el día en la taberna bebiendo y jugando.

Como la sed de venganza era en Simona inextinguible, pidió a Marcos que, como una prueba de cariño a ella, incendiase Chimista, la casa donde vivía Dolores Malpica. El fuego acabará con una de ellas le había dicho Rohan. Simona pintó a su amante una serie de ultrajes supuestos que le había inferido a ella la española.

Marcos sabía que el negocio era grave, pero dijo que lo estudiaría.

Había en la parte de atrás de Chimista dos almiares grandes de heno y otros dos de helecho. Un día de viento sur uno de los montones comenzó a arder con violencia; el fuego se comunicó a los otros tres y el viento llevó las llamas hacia la casa.

Afortunadamente, Fanchon y Praschcu se dieron cuenta del siniestro, llamaron a otros vecinos y entre todos a palos apagaron el fuego.

[261]

Se sospechó, sin pruebas, que había sido Marcos el gascón. Ichteben, el criado de Gastizar, le había visto pasar a Marcos por el puente hacia el pueblo dos horas antes del siniestro. Naturalmente, el autor material del crimen no podía ser él.

Marcos fué detenido, negó toda participación en el hecho y fué puesto en libertad. Marcos siguió llevando su vida de holgazanería y de crápula, sacando siempre dinero a la Simona cada vez en mayores cantidades.

En esto un día Mandharra, el chico del caserío de Gros Jean, el tramposo, vino con Praschcu, el marido de Fanchon, al pueblo y se dirigió al Juzgado.

Praschcu contó al juez que el chico aquel había sido el que había pegado fuego a los montones de hierba seca de Chimista, instigado por Marcos el gascón.

Mandharra declaró que era verdad que Marcos le había impulsado a que encendiera la hierba, y para darle ánimo le había emborrachado con aguardiente.

Marcos volvió a ser preso y negó todo lo que decía el muchacho; pero los indicios se acumulaban contra él.

[262]

Simona, pensando sin duda que la venganza la había llevado demasiado lejos y que las predicciones de Rohan no se cumplían al pie de la letra, huyó del pueblo.

Marcos el gascón preguntó en la cárcel varias veces por ella, y al saber que se había escapado, contó al juez lo ocurrido y denunció a Simona como instigadora del crimen.

La Simona fué presa, y Marcos y ella fueron poco después condenados a presidio.


VII.
NAVIDAD TRISTE

Es el día de Navidad. Llueve; el tiempo está negro, la niebla espesa da una opacidad gris al ambiente. El campo encharcado, lleno de cañas secas de maíz, se va convirtiendo en lago turbio, que burbujea al caer las gruesas gotas de agua.

El cielo de plomo se aclara a veces, toma otras un color de tinta, brilla el resplandor del sol en un monte y con tono claro y con tono oscuro llueve con idéntica furia.

En el salón de Gastizar, al anochecer, hay un aire de pesadez y de tristeza. Las dos señoritas de Belsunce se aburren más que nunca; la una lee, la otra hace una labor; madama de Aristy dice a las muchachas cada cuarto de hora:

—Id a la guardilla y ved si hay goteras.

Las muchachas suben, riendo, al desván. Las [264] goteras cantan suavemente en los barreños como si fueran martillos que golpearan un tímpano. El desván de Gastizar muestra su armazón de vigas fuertes como el esqueleto de un animal gigantesco.

En el suelo de madera, carcomido y combado, se ven montones de maíz; calabazas largas, redondas, surcadas, rugosas, unas rosadas de un color de carne, otras verdes como la piel de un cocodrilo; ajos muy blancos, cebollas irisadas y montones de heno que exhalan un olor exquisito. Por la claraboya abierta entra el aire húmedo y templado de la tarde, y se ve cruzar la lluvia en líneas brillantes que parecen varillas de acero. El viento se divierte en jugar por entre los pilares de madera que sostienen el tejado, hace por los rincones hu... hu... como un buen gnomo que soplara en un caracol, y arrastra por el suelo briznas de hierba y de helecho seco.

En el salón, en la chimenea, al lado del fuego están Miguel Aristy, Darracq y el caballero de Larresore.

Aristy está melancólico y mira ensimismado las llamas. Larresore se exalta en frío contra un enemigo al que, desde hace algún tiempo, tiene como blanco de sus tiros: el Romanticismo.

[265]

Larresore se considera adversario personal de Hernani, de Víctor Hugo, queriendo convencerse de que este drama está muy mal, aunque se entusiasma con sus versos. Llama a los románticos Erostratos, iconoclastas, bárbaros enemigos de la tradición latina.

La señorita vieja de Belsunce, otras veces le lleva la corriente y habla con sorna de las mujeres pálidas, lánguidas y tristes.

Esta noche tradicional hay como un ambiente de frío y de tristeza en la casa. El señor de Aviraneta, que otras veces va de visita a Gastizar, hoy no ha aparecido. Se dice que el joven Lacy está tan grave, que no pasará del día.

El caballero de Larresore, a quien molesta este aire glacial, ha hecho esfuerzos inútiles para animar la conversación; ha hablado durante largo tiempo del camino de hierro entre Liverpool y Manchester, de la inauguración de esta vía y del accidente ocurrido al duque de Wellington.

En vista de que el asunto no templa los ánimos, se ha decidido a bromear sobre los sansimonianos. Tampoco ha tenido éxito.

La criada anuncia que la cena está en la mesa, y van todos al comedor.

Madama de Aristy pálida, se acuerda de su [266] hijo León y no prueba bocado. Miguel está ensimismado y triste, las señoritas de Belsunce de mal humor, Darracq indiferente. Larresore hace esfuerzos para conservar su indiferencia jovial.

Después de cenar, Larresore y Miguel se sientan cerca de la lumbre. Se oye el agua que golpea en los cristales y que entra por la chimenea a caer chirriando en las brasas.

Y luego a lo lejos, en el campo, se escuchan voces roncas que cantan un villancico.

—¿Usted no se pregunta a veces—dice Miguel a Larresore—si la vida no será una estupidez?

El caballero se queda mirando al fuego, y murmura:

—¿Y para qué hacerse esa pregunta?

—Sí; es la verdad, tiene usted razón. ¿Para qué?

Y los dos hombres callan y sigue oyéndose el azotar de la lluvia en los cristales y el murmullo del viento en los árboles.


LIBRO QUINTO
LA DECADENCIA
DEL
DRAGÓN DE GASTIZAR


I.
LA CAZA DEL DRAGÓN

Otra porción de desdichas tan grandes como las anteriores presidió el dragón de la veleta de Gastizar por aquel tiempo; las luchas de unas elecciones donde hubo heridos, los estragos del cólera, la muerte de Lacy, el suicidio de Grashi Erua, la loca, que un día se la encontró flotando sobre un estanque de agua clara.

La gente del pueblo, y sobre todo la gente de Gastizar, llegó a mirar a la veleta con cierta preocupación mal disimulada.

Ciertamente no era fácil que un artefacto de hierro influyera en la existencia de los hombres. Pero ¿quién sabe?

Al llegar el otoño la veleta de Gastizar adqui [270] rió nueva vida con los vientos fuertes del equinoccio.

Los habitantes de Gastizar, que antes no se fijaban en si chirriaba o no, comenzaron a intranquilizarse con su ruido. Madama Aristy no podía dormir; la señorita de Belsunce, tampoco.

Entonces se decidieron a quitar la veleta. Fueron Miguel, Darracq e Ichteben, como quien va a una caza peligrosa, una mañana antes de que nadie se hubiese levantado. Alicia les sintió en el desván y se unió a la expedición. ¿No era ella la descendiente de Gastón de Belsunce, que había matado al dragón de la cueva de San Pedro de Irube en el siglo XV?

Miguel tomó toda clase de precauciones al salir por el tragaluz; se ató una cuerda a la cintura y se dispuso a salir al tejado.

—A ver si nos hace una herejía este viejo dragón—dijo Miguel riendo.

Al arrancar la veleta, Miguel se desolló una mano y estuvo a punto de resbalarse. Darracq le ayudó, y entre los tres hombres y Alicia metieron el artefacto en la guardilla. Estuvieron contemplando el dragón largo tiempo.

—Pobre viejo.—Ya no podrás amenazar con tus garras al cielo—dijo Miguel como quien pro [271] nuncia una oración fúnebre;—ya no podrás comunicarte con aquella vieja lechuza parda que se acercaba a ti durante el crepúsculo. Ya no sonará tu áspero chirrido por las noches. ¡Condenado a prisión perpetua entre unas botellas vacías y unas sombrereras, has perdido tu virulencia, pobre dragón de la veleta de Gastizar! ¡Adiós! ¡Adiós!


II.
LOS AMORES DE MARGARITA

A la primera noticia buena se respiró en Gastizar.

Esta fué la boda de Margarita Tilly y Sampau. Sampau había ido con mucha asiduidad a visitar a su amigo Lacy durante el invierno.

Sampau estaba de guarnición en San Sebastián y le daban a menudo permiso para pasar la frontera.

Sampau visitaba a Lacy e iba con frecuencia a Gastizar a ver a Margarita, a quien había conocido de chico.

Sampau era un muchacho guapo que estaba muy convencido de su guapeza.

[274]

Era alto, moreno; llevaba bigote y patillas cortas.

La primera vez que se volvieron a ver en Chimista, Margarita y Sampau, no tuvieron una entrevista afectuosa.

No se habían encontrado desde la infancia.

Margarita había decidido no presentarse a él. Sampau quería verla y se lo dijo a Dolores Malpica.

—Está bien; iremos nosotros a verla—dijo Dolores, y en compañía del militar fué al piso bajo de Chimista, a casa de Fanchon, donde apareció Margarita, un poco pálida y con un aire desdeñoso.

—Margarita, ya no quieres ni verme—le dijo Sampau.

—No sabía que estuvieras aquí—replicó ella con marcada frialdad.

---He venido a ver a este pobre Lacy, que está tan enfermo.

Habló Sampau de la enfermedad de Lacy y de las pocas probabilidades que tenía de curación.

Al despedirle Sampau dijo a Dolores con cierta petulancia:

—Celebro que Margarita tenga la amistad de usted. Le conviene; porque yo creo que esta cabecita rubia está un poco destornillada.

[275]

Margarita hizo un gesto de desdén.

—No, no—replicó Dolores.—Todos dicen ustedes lo mismo, y no es cierto. Aquí yo sólo sé lo que trabaja, y lo bien que lo lleva todo, y lo tranquila y lo juiciosa que es. Ha de ser una ama de casa excelente.

Margarita se ruborizó.

—¿Usted lo cree así? Pues así será. Yo me figuro a Margarita montada a caballo, con un látigo en la mano, pero no cosiendo ni zurciendo.

—Pues no es así. Es una muchacha hacendosa, sencilla...

—Sí, será cierto—dijo Sampau;—pero no se puede negar que es una desagradecida. Ya ve usted cómo me ha recibido a mí. Pues sepa usted que yo la he llevado en brazos cuando era niña.

—¿De verdad?

—Sí. Cuando ella nació yo tendría ocho años. La recuerdo en la cuna, que parecía una muñeca. Luego más tarde solíamos jugar con ella su hermano, Lacy y yo, y como yo era el mayor y el más alto y la llevaba en hombros, era el preferido. Entonces creo que estaba algo enamorada de mí.

—Yo de ti—exclamó Margarita.—¡Majadero! ¡Fatuo! Eso es lo que debes creer tú, que todas las mujeres se enamoran de ti.

[276]

Sampau hizo la observación de que Margarita estaba más guapa cuando se incomodaba, y ella cambió de aspecto y tomó una actitud desdeñosa.

Las visitas de Sampau menudearon.

Cuando el médico dijo que la enfermedad de Lacy se acercaba al desenlace, Sampau pidió una licencia de un mes y se estableció en la Veleta de Ustariz. Allí asistió en su enfermedad a su amigo, hasta que éste un anochecer murió dulcemente sin darse cuenta.

El dolor de ver morir a Lacy acercó más a Margarita y a Sampau.

A medida que Sampau y Margarita se entendían, él se hacía menos fatuo y ella menos desdeñosa.

Sampau tomó como protectora a Dolores.

—Yo quisiera—le dijo un día—saber los sentimientos de Margarita por mí.

—Yo creo que le tiene a usted afecto.

—¿Usted cree que no me rechazará?

—Yo creo que no. Se lo preguntaremos a ella.

Dolores llamó a Margarita y se sentaron los tres en el cenador de la huerta. Hacía un día de Abril de sol hermoso y de cielo claro.

Dolores contó a Margarita lo que habían hablado ella y Sampau.

[277]

—Sí, Margarita—dijo Sampau;—yo te quiero.

—Yo también te quiero—repuso ella.

—Entonces ¿estás dispuesta a seguirme, a ser mi mujer?

—No quisiera marcharme de aquí. ¡Aquí he vivido tan feliz! Tengo tanto cariño a todos los de esta casa—y Margarita cogió la mano de Dolores y la miró con ansiedad.

—Ya vendrás alguna vez—dijo Dolores;—tu marido te traerá aquí.

—Cuando ella quiera. Ahora no falta más que una cosa: fijar el día de la boda.

Al despedirse Sampau abrió los brazos, Margarita vaciló un momento, pero se echó en ellos y se desasió después palpitante y enamorada.


III.
UNA SOMBRA DE OTRA ÉPOCA

Al proyectarse la boda de Sampau con Margarita se pensó en comunicárselo a las respectivas familias y a los amigos.

Margarita, por lo que dijo, estaba reñida con sus tíos; sus hermanos, que vivían en Jersey, eran pequeños, y únicamente tenía la abuela paterna en un pueblecito cerca de París. Esta señora se titulaba la condesa de Tilly. Margarita le dió parte de su boda suponiendo que ya estaba bastante vieja y que no vendría; pero un día le avisaron que fuera a la posada de la Veleta porque acababa de llegar su abuela. Efectivamente, esta señora bajó de la diligencia en compañía de una criada vieja con una cofia blanca.

[280]

La condesa de Tilly era una señora pequeña de estatura, sonrosada, con el pelo blanco y los ojos muy azules, que debía haber sido muy bonita.

La condesa se quejó a su nieta de las pocas comodidades de la posada.

Margarita quiso llevarla a Chimista; pero la abuela se opuso a ir a una casa de campo lejana.

Miguel Aristy supo la perplejidad en que se encontraba Margarita, y ofreció una habitación en Gastizar para la anciana señora.

—Que venga a casa—dijo;—la trataremos lo mejor que podamos.

—¡Oh, muchas gracias!... No sé si ella querrá.

—Se lo propondremos.

Aristy fué a visitar a la condesa y quedaron los dos muy amigos. La abuela coqueteó con Miguel como si tuviera veinte años.

Miguel se mostró con ella galante y un poco libertino. Fingió, sin esfuerzo, que era de la misma edad que la condesa, lo que a ella le divirtió muchísimo.

Después de un largo rato de conversación se decidió que la anciana señora y su criada marcharan inmediatamente a Gastizar. La condesa se instaló sin escrúpulos ni ceremonias.

[281]

Tenía una gracia para aceptar completamente del antiguo régimen.

La criada de la condesa era el polo contrario de su ama. Era difícil encontrar una vieja más agria, más malhumorada, más suspicaz, más tacaña que la de la cofia blanca. Al día siguiente de llegar, todos los criados de Gastizar la odiaban fervorosamente. A pesar de esto, ella les dominaba porque era astuta y sagaz.

Madama de Aristy y las señoritas de Belsunce quedaron entusiasmadas con la condesa. El caballero de Larresore le dedicó unas sonrisas y unas galanterías del más auténtico Versalles.

—Condesa—le decía el caballero de Larresore con un aire inspirado y sentimental;—¡en qué época nos encontramos! Nosotros, que hemos conocido a María Antonieta en Versalles.

—Yo no, yo no—decía la condesa,—yo no soy tan vieja; entonces era muy pequeña. Yo recuerdo que me puse de largo cuando guillotinaron a Luis XVI.

—Y lo sentiría usted, condesa, como algo atroz.

—Sí; pero teníamos otras muchas cosas en que pensar.

La vieja señora no tenía ninguna simpatía por [282] el caballero de Larresore, porque éste siempre le estaba hablando, según ella, de su edad.

—No sé para qué me recuerda este caballero tiempos pasados—decía la condesa.—Es una impertinencia. Otros también tienen años.

Miguel le daba la razón, y le decía:

—Usted siempre parecerá joven, condesa.

Y ella al oirle sonreía entre burlona y satisfecha.

La condesa había llevado una vida accidentada; había conocido el tiempo de Luis XVI y los horrores de la Revolución, el Directorio, el Imperio y la Restauración. Al parecer había sido una mujer muy solicitada por los hombres, y le quedaba la facultad de seducir a la gente sin proponérselo.

A Miguel Aristy le tomó como confidente y le contaba su vida y hasta sus amores.

—Pensar que me han perseguido Mirabeau, Barras, Talleyrand. ¡Uf! ¡Qué cosas ha visto una! ¡Qué horrores! ¡Qué disparates!

Y unía las manos y cerraba los ojos como si sintiera el vértigo con los recuerdos.

Otras veces preguntaba:

—¿Quién fué el que decretó el culto del Ser Supremo? ¿Napoleón? No. Fué el señor de Robespierre. ¿Verdad? Sí, fué el señor de Robespierre. Recuerdo que aquel día tuvimos que vender [283] un traje mío y otro de mi madre para comer. Esto fué cuando la batalla de Waterloo. No... Después... No, no.

La condesa de Tilly no era capaz de detenerse en una cosa o en una idea.

—Perdonadme si digo alguna vez tonterías—decía.—¡La vida me parece tan larga! Estoy deseando morir. ¿Usted cree que habrá alma, Miguel?

—Sí; supongo que sí.

—¿Pero alma inmortal?

—No sé, eso no sé; ni creo que lo sepa con certeza nadie.

—Sabe usted que yo he sido atea en otra época y que leí libros de Voltaire y de Holbach. ¡Qué horror, verdad!

—Sí, un completo horror.

—Ahora soy completamente creyente, como un niño. ¿Habrá cielo, Miguel? ¿Eh? ¡Si no, qué vamos a hacer en la tierra, en un sitio tan frío, tan húmedo!

—No sé qué podremos hacer. La tierra es cosa poco cómoda, indudablemente.

Margarita iba con frecuencia a Gastizar y trataba a su abuela como a una niña; le acostaba y le reñía.

[284]

Se fijó el día de la boda de Margarita para Mayo. La ceremonia se verificó con gran rumbo. La condesa de Tilly se presentó ante el altar vestida de color de rosa y llena de joyas, y estaba tan bien con sus cabellos blancos y sus ojos azules, que produjo el entusiasmo de todos.

Al salir de la iglesia había dos coches en la carretera; en uno entraron Sampau y Margarita, en el otro, la condesa de Tilly con su criada vieja de la cofia blanca.

Larresore y Miguel besaron la mano de la condesa.

—¡Qué lástima que sea tan vieja, Miguel!—exclamó ella, con los ojos azules llenos de lágrimas.

—Siempre será usted encantadora—contestó él, besándole la mano.

Y los dos coches tomaron el camino de Bayona, llevando uno la juventud y el amor, el otro la vejez y los desengaños.


IV.
EN CHALANTA

La víspera del día de San Juan, Sampau y Margarita, ya casados, se presentaron en Ustariz.

Miguel les convidó a ir a Cambó, donde había fiesta, y fueron en un coche grande todos los de Chimista y algunos de Gastizar. Fernanda Luxe llevaba como caballero al joven Larralde-Mauleón, que la galanteaba, y Alicia Belsunce a un vizconde gascón, el vizconde de Florac que le había empezado a hacer la corte.

Había feria en Cambó. Se habían reunido una porción de vendedores ambulantes con coches y puestos con cuchillos, azadas, objetos de cocina y ferretería, y los aldeanos llevaban vacas y cerdos al mercado.

Hubo por la mañana gran partido de pelota, por la tarde vísperas y después baile.

[286]

En el quiosco de la música, hecho con unos toneles y adornado con ramas, se tocó la música hasta las doce de la noche.

A esta hora los bailarines se fueron a beber agua de la fuente de San Juan y se vió todo el monte iluminado con hogueras.

Al día siguiente se decidió volver, por la tarde, a Ustariz. Miguel propuso tomar dos lanchas grandes y embarcarse en ellas.

El día era caluroso, de viento Sur; no corría una ráfaga de aire y las hojas parecían petrificadas en la calma del ambiente.

Bajaron a la orilla del río.

En la proa de la primera lancha se puso Manich, un virtuoso del acordeón; luego se fueron instalando los demás.

El acordeonista fué trenzando y destrenzando sus melodías banales y extrayéndolas del pulmón de su instrumento.

Las dos chalantas comenzaron a deslizarse despacio por el río claro.

La tarde era espléndida, de una tranquilidad admirable; el cielo, azul puro y tranquilo.

Margarita y Sampau hablaban, ella llevaba una rama por la superficie del agua; Alicia y el vizconde de Florac, Fernanda Luxe y el joven La [287] rralde parecían dispuestos a cantar el eterno dúo de amor, tan viejo siempre y siempre tan nuevo. Dolores cuidaba de sus hijos.

—¿Y tú?—preguntó Larresore a Miguel—¿No te sientes tentado a imitar a esos enamorados?

—Ya no me quieren—contestó Miguel, y recitó estos versos de Voltaire a madama du Chatelet:

Si vous voulez que j'aime encore
Rendez-mois l'age des amours;
Au crépuscule de mes jours
Rejoignez, s'il se peut, l'aurore
Des beaux lieux ou le dieu du vin
Avec l'Amour tient son empire
Le Temps qui me prend par la main
M'avertit que je me retire
De son inflexible rigueur
Tirons au moins quelque avantage
Qui n'a pas l'esprit de son age
De son age a tout le malheur.

Al anochecer llegaron las chalantas frente a Gastizar, atracaron al lado del árbol que salía sobre el río y fueron saltando todos a tierra.


Un día de primavera en que estaban en el manzanal de Gastizar madama Aristy, las señoritas de Belsunce, madama Luxe, Larresore y Darracq, Miguel dijo:

—La verdad es que falta algo a nuestra torre de Gastizar sin la veleta. Yo siento la nostalgia de verla. Si pusiéramos de nuevo el dragón ¿qué les parecería a ustedes?

—¿Al dragón?—dijo con asombro la señorita de Belsunce.

—¡Poner la veleta!—exclamó madama Aristy casi colérica.—¡Qué disparate! ¡Jamás!

—¡Ah! ¿pero tú crees...?

—Yo no creo nada; pero lo que te digo es que no se pone la veleta.

Todos afirmaron que era una imprudencia, una provocación instalar la veleta, y madama de Aris [290] ty llegó a asegurar que si se hablaba más de esto cogería el artefacto de hierro y lo echaría al río.

La gente del pueblo estuvo también de acuerdo. Era una imprudencia el poner el malvado y nefasto dragón en la torre.

Aquel viejo basilisco de la veleta de Gastizar les parecía a todos un auxiliar del destino adverso, una de aquellas esfinges de una fauna desaparecida que no anunciaban más que calamidades.

En Gastizar y en Ustariz estaban contentos después de la caza del dragón. Ya no pasaba nada en el pueblo. La rueda de la existencia oscura seguía girando constantemente: Nacer, vivir, morir. Nacer, vivir, morir...

A veces algún romántico se preguntaba si mejor que la inmovilidad, que la vida monótona e igual, no sería tener una veleta inquietante y perturbadora como la de Gastizar en el torreón de su casa.

Madrid, Febrero 1918.

FIN DE LOS CAUDILLOS DE 1830


ÍNDICE

Páginas.
Libro primero.—El eterno conspirador
I. Don Eugenio 11
II. Entrevista con Mina 17
III. Conversación con Aguado 25
IV. La tinta simpática 33
V. Preparativos 41
VI. Las ideas de Tilly 45
VII. Viaje a San Sebastián 53
VIII. Fracasa el proyecto 67
IX. Aviraneta despechado 75
X. Orden de marcha 79
XI. Los realistas 83
Libro segundo.—En Ustariz
I. Aviraneta y Tilly 90
II. Malos vientos 93
III. Las maniobras de Choribide 97
IV. Margarita 107
V. El niño 115
VI. Choribide y Aviraneta 125
Libro tercero.—El diario de Lacy
I. El soñador 135
II. La entrada en España 139
III. El leñador de Antula 155
IV. Ataque de Juanito 165 [292]
V. Chapalangarra 167
VI. Noticias de Mina 173
VII. En el fortín de Vera 179
VIII. Los realistas 185
IX. En el pueblo 191
X. Por la tarde 195
XI. Fin del diario de Lacy 205
XII. Los héroes de la aventura 213
XIII. Los resultados de la empresa 219
Libro cuarto.—Bajo la influencia nefasta del
dragón de Gastizar
I. El tío Juan 225
II. El veranillo de San Martín 233
III. La familia de Chimista 241
IV. Simona Busquet 245
V. El príncipe quiromántico 249
VI. La venganza de Simona 259
VII. Navidad triste 263
Libro quinto.—La decadencia del dragón de
Gastizar
I. La caza del dragón 269
II. Los amores de Margarita 273
III. Una sombra de otra época 279
IV. La chalanta 285
Epílogo 289