The Project Gutenberg eBook of El doncel de don Enrique el doliente, Tomo II (de 4)

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Title : El doncel de don Enrique el doliente, Tomo II (de 4)

Author : Mariano José de Larra

Release date : November 25, 2016 [eBook #53588]

Language : Spanish

Credits : E-text prepared by Josep Cols Canals, Ramon Pajares Box, and the Online Distributed Proofreading Team (http://www.pgdp.net) from page images generously made available by Internet Archive (https://archive.org)

*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL DONCEL DE DON ENRIQUE EL DOLIENTE, TOMO II (DE 4) ***

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Nota de transcripción

Índice

El doncel de Don Enrique el Doliente


Cubierta del libro

[p. i]

EL DONCEL

DE

Don Enrique el Doliente:

HISTORIA CABALLERESCA

DEL SIGLO QUINCE

POR

D. MARIANO JOSÉ DE LARRA.

SEGUNDA EDICION.


TOMO II.


MADRID:
Imprenta de I. Sancha,
1838.


[p. 1]

El doncel de Don Enrique el Doliente

CAPITULO IX.


Ese caballero, amigo,

dime tú que señas trae.

Cancion. de Rom.

L a hora del alba seria cuando el famoso caballero don Enrique de Villena, cansado de esperar inútilmente á su juglar, á quien habia comprometido, como sabe el lector, en el misterioso y nocturno acontecimiento de la víspera, vacilando entre mil ideas confusas, habia entregado al descanso sus miembros fatigados. Ni el miedoso juglar habia vuelto, ni él, desde el punto en que le enviara á esplorar quién fuese el músico, habia tornado á oir mas que el confuso ruido de las armas de los desconocidos combatientes. No habiendo querido dar sospechas á nadie [p. 2] en el alcázar de que pudiera tener la menor parte en los sucesos que él se figuraba haber ocurrido, no se habia determinado ni á salir en persona á reconocer el estado de las cosas, ni á dispertar á ninguno de sus pacíficos sirvientes. Habíale entretanto sorprendido el sueño en medio de la encontrada lucha de sus opuestos pensamientos, y vestido como estaba se habia reclinado en su rico lecho, determinado á esperar al dia y con él la aclaracion de los acontecimientos de la noche. El sol sin embargo, que á mas andar se venia, amaneciendo por las doradas puertas del oriente, daba la señal á caballeros y escuderos de tornar á las obligaciones diarias, porque en la época de nuestra narracion no se habia introducido aun la moda regalona de perder las gentes principales las horas mas hermosas del dia en el mullido y caliente lecho.

La cámara principal del señor de Cangas y Tineo, inmediata á su gabinete alquimístico (cuya entrada no era á todos permitida), presentaba un aspecto imponente, tanto por el lujo y afectacion con que se hallaba alhajada, como por las diversas personas que en ella se veían reunidas esperando á que [p. 3] se dignase recibir su acostumbrado homenage el ilustre pariente de Enrique III. Gentiles-hombres, caballeros y escuderos de su casa, oficiales de su servicio, donceles y pages conversaban en diversos grupos, pendientes del menor ruido que pudiera anunciarles la deseada presencia de su señor. Notábase solo la falta de dos personas, y no se oían mas que preguntas misteriosas sobre su estraña ausencia.

—¿Qué era del primer escudero? ¿Qué del juglar?

—¿Qué puede causar la tardanza de Fernan Perez?

—Por el señor Santiago que es cosa dificil de comprender. Cuando volviamos anoche de la batida, él se adelantó con un solo montero y se separó de nosotros. Desde entonces no le volvimos á ver.

—Sí, reponia otro: apostára la mejor pieza de mi arnés á que fue á ver bajo las ventanas de su amada esposa si andaban moros en la costa.

—Bravo modo de decirnos que el escudero es zeloso.

—¡Dios me perdone! como un moro.

—¡Oh! entonces, decia un tercero, ya [p. 4] se esplica su ausencia. Habrá tardado en conciliar el sueño... al lado de su dama...

—¡Chiton! la puerta de la cámara se ha abierto.

—Es el camarero.

—El camarero, el camarero, repitieron varias voces por lo bajo. Fijáronse las miradas de todos en Rui Pero, quien con la mayor inquietud preguntó:

—¿No ha venido aun Ferrus? su señoría pregunta por su juglar.

—Estará haciendo alguna trova, ó pensando algun donaire, dijo el mas atrevido de los caballeretes.

—Cierto que comienza su tardanza á inquietarme, dijo Rui Pero. Y acercándose á los principales personages de aquella pequeña corte.—Su señoría no se ha desnudado esta noche; Fernan Perez no parece; Ferrus tarda, les dijo misteriosamente: temo grandes novedades. Voy á prevenir á su señoría, añadió en voz alta, y se entró.

Duraron otro rato las misteriosas conversaciones de la cámara; pero no tardó mucho en venir á interrumpirlas la presencia del primer escudero.

—Dios nos dé su bendicion, dijo en en [p. 5] trando, al comenzar este dia, y se santiguó devotamente.

—Dios nos la dé, repitieron los circunstantes, é imitaron, como en las cortes se usa, la accion del valido. Bien venido sea el escudero de su señoría, esclamaron despues.

—Bien venido, sí, y bien despierto; la trasnochada me ha hecho ser indolente. Vuestras mercedes me darán licencia que entre á tomar las órdenes de nuestro amo. Ya hace rato que debiera estar á su lado.

No le dió lugar sin embargo á entrar la salida del conde en persona, á quien acompañaba su fiel camarero. Hízose como los demas á un lado respetuosamente Fernan Perez, y el conde, que le habia visto antes que á otro alguno, disimulándolo sin embargo, como para castigarle de su tardanza, dirigió comedidamente la palabra á sus principales cortesanos. Despues de las ceremonias y fórmulas de uso.—Caballeros, dijo el conde, asuntos de alguna importancia me obligan á separarme de vuesas mercedes. Podreis esperarme en la antecámara de su alteza, adonde no tardaré en seguiros. Fernan Perez, quedaos.

[p. 6]

Inclinaron la cabeza los circunstantes, y hablando entre sí por lo bajo, dejaron la cámara desocupada, no muy contentos con el frio recibimiento del distraido conde de Cangas y Tineo.

—Y bien, Fernan Perez, dijo éste luego que quedaron solos, supongo que habeis encontrado en completa salud á la hermosa Elvira.

—Esa pregunta, señor...

—¡Oh! no: haceis bien: no se puede vacilar entre el servicio de una hermosa y el de un conde. Voy viendo que os debo de armar pronto caballero, porque ya sin serlo cumplís perfectamente con la orden de caballería. ¿A qué hora habeis entrado en Madrid?—Rui Pero, dispondreis que se busque dentro y fuera del alcázar á Ferrus. Su ausencia me inquieta.—Ya estamos solos, Vadillo. ¿A qué hora habeis entrado?

—Podrian ser las cuatro, si dicen las horas las estrellas.

—¿Las cuatro? A esa hora... ¿no habeis visto á la entrada á Ferrus?

—Ojalá, señor, que hubiera visto á Ferrus: algo peor es lo que be visto.

—¿Peor? esplicaos presto.

[p. 7]

—Y peor lo que he oido.

—¿Habeis oido?

—Volvia, señor, de la batida, como me dejastes mandado, á la cabeza de los caballeros y monteros de tu casa; al llegar al alcázar, habíame adelantado algun tanto para hacer la señal de que nos echaran el rastrillo, cuando creí oir hácia cierto punto del alcázar, pero de la otra parte del foso, un laud asaz bien templado.

—Seguid, Vadillo.

—Parecióme mal que á tales horas se diesen serenatas hácia la parte precisamente del alcázar que habita...

—Seguid.

—Apreté los hijares al caballo: cuando llegué, la música habia cesado, pero un hombre que rodeaba el muro esterior, y que á la sazon se hallaba debajo de las ventanas de mi señora la condesa...

—¡Vadillo!

—De Elvira, señor... perdonad si mi lengua... ¡maldita sospecha! ahora caigo en que... aquel hombre, pues, no me pareció bien, y le acometí.

—Por Santiago que acertaste. ¡Es mi hombre! ¿era el músico?

[p. 8]

—Sin duda, puesto que por alli otro alguno no se veía.

—¿Se defendió?

—Trató de defenderse, y trató de hablar pero mi venablo no le dió el espacio que él quisiera. Le disparé, y cayó.

—¿Cayó? adelante, Vadillo. Tu recompensa igualará tu servicio.

—Apeéme del caballo para reconocerle, pero fue imposible: habia llovido, y él cayó en el fango: mi venablo le habia pasado por la frente, y su cara estaba llena de lodo y de sangre: la oscuridad ademas y mi turbacion no me permitieron conocerle. Figuréme sin embargo que no debia de estar muerto aun, pues latía su corazon y se quejaba. Deseoso de saber quién fuese el músico que á aquellas horas osaba comprometer el honor de las dueñas del alcázar, atravesélo en mi caballo: sin embargo antes de entrar lo encomendé al cuidado del montero que se habia adelantado conmigo: respondióme de su seguridad. Fui á dar órdenes para hospedar á la gente de la batida, y ahora solo espero las tuyas, gran señor, para reconocer al insolente trovador.

—¡Ah! ¿No sabeis aun quien sea?

[p. 9]

—Solo sé que no está herido de muerte; pero el montero al anunciármelo añadió que el maestro á quien habia recurrido, al hacerle la cura, habia encargado que no se le viese ni hablase. Creí, pues, del caso esperar á la mañana. Parecióme sin embargo jóven y gallardo mancebo.

—Él es, no hay duda. Te tengo en mi poder, mal caballero. Vadillo, es preciso tenerle á buen recaudo.

—¿Conócesle tú entonces, gran señor?

—Sí: le conozco; tú le conocerás tambien. Necesito sin embargo á Ferrus. Á esa misma hora de las cuatro le envié á reconocer al músico; de entonces acá ha desaparecido. El villano cobarde ha tenido miedo sin duda; acaso luego se aparecerá y creerá desarmar mi enojo con alguna juglería. Entre tanto Rui Pero está en el encargo de encontrármele muerto ó vivo. Sus orejas servirán de pasto á mis lebreles si ha cometido villanía, por Santiago. Ahora, Vadillo, es preciso no perder tiempo: supuesto que está en nuestro poder quien pudiera únicamente desbaratar mis planes, dentro de una hora he de quedar servido. Hernan Perez, ¿teneis valor y resolucion?

[p. 10]

—Dispon, señor, de mi vida.

—Venid conmigo; prontitud y secreto.

Dicho esto, salieron don Enrique y su primer escudero, y atravesando apresuradamente las galerías del alcázar, se dirigieron á las caballerizas del conde: dieron alli varias órdenes, al parecer de la mayor importancia: separáronse en seguida. El primer escudero buscó y habló misteriosamente á algunos escuderos de la casa de su señoría. El movimiento y el sigilo con que ciertos preparativos se hacian pronosticaban algun proyecto de la mayor importancia. Reuniéronse de nuevo el conde y su primer escudero, y en otra secreta conferencia aquel pareció dar á éste instrucciones de grave peso, despues de las cuales se dirigieron entrambos seguidos de los escuderos y armados que para su plan habian escogido, y desaparecieron entrándose por la cámara de don Enrique. Nada se trasluce en las crónicas del objeto de aquellas ignoradas conferencias. El lector sin embargo, si presta un poco de paciencia, podrá tal vez adivinarle por sus prontos resultados.

Ilustración de adorno



[p. 11] CAPITULO X.


Mate el conde á la condesa,

que nadie no lo sabria,

y eche fama que ella es muerta

de un cierto mal que tenia.

Rom. del conde Alarcos.

C uando Fernan Perez de Vadillo hubo dejado su presa al cuidado del montero, se apresuró á desvanecer las sospechas que en su alma comenzaban á nacer acerca de la dueña á quien podria haber sido la serenata dedicada. Era evidente que el trovador se hallaba debajo de las rejas de doña María de Albornoz: ¿rondaba empero á la condesa, ó á alguna de sus dueñas y doncellas? ¿era acaso Elvira el objeto de tan intempestiva música? La conducta irreprensible de la condesa y de su esposa las ponian en cierto modo á cubierto de cualquier juicio temerario. Los maridos, sin embargo, que nos lean, no estrañarán que el zeloso escudero fabricase en el aire mil castillos fantásticos hasta la completa aclaracion por lo menos de sus terribles dudas.

[p. 12]

El taimado pagecillo entre tanto al oir saltar de su lecho á su hermosa prima, se habia levantado, y habia conseguido hacer que ella volviese en sí de su aturdimiento, golpeando á su cerrada puerta, y preguntándola si necesitaba algun ausilio, y cual era la causa de aquel ¡ay! doloroso y del estraordinario ruido que acababa de oir.

Repúsose Elvira lo mejor que pudo, y tranquilizando al page, mandóle que se retirase á su lecho, y aun le trató de visionario y de curioso impertinente. A lo de curioso nada tenia el pobre Jaime que responder, pero en cuanto á lo de visionario, él sabia muy bien que no habia soñado lo que realmente habia oido, y si obedeció por entonces, no fue sin reservarse el derecho de averiguar todo el caso en amaneciendo. Elvira, satisfecha con el silencio del page, tornó á escuchar, pero no oyendo ruido alguno que pudiese ponerla en camino de dar con la verdad de lo sucedido, volvióse al lecho tambien; de suerte que á la venida inesperada del zeloso escudero pudo disimular convenientemente la reciente turbacion. Despues de las primeras preguntas que entre los dos pasaron acerca de aquella imprevista llega [p. 13] da, en valde trató Fernan Perez de sondear mañosamente el alma de su avisada esposa. Nada habia oido, nada sabia de cuanto á Vadillo traía inquieto. Hubo éste, pues, de conformarse y remitir á otra ocasion mas favorable la satisfaccion de sus deseos. Concilió el sueño de que tanta falta tenia, y cuando se dispertó se vistió apresuradamente, y despidiéndose de su amada esposa se dirigió á la cámara de don Enrique, como arriba dejamos indicado.

No deseaba Elvira otra cosa: cada vez mas inquieta acerca del obscuro sentido de las trovas de la noche pasada, presagiaba ya mil próximas desventuras: determinó dar aviso á la condesa, quien habia oido muy confusamente los sucesos referidos. Antes empero de dar este importante paso, llamó al page y le dijo como era inútil que guardase por mas tiempo el secreto de la venida del caballero de Calatrava, puesto que ella lo habia reconocido: añadióle que importaba mucho á la seguridad de su señora la condesa saber cuál habia sido el desventurado lance de la noche, y hablar al caballero, si habia quedado de él con vida y libertad, para que le aclarase sus misteriosos avisos: [p. 14] prometió el page indagar cuanto hubiese en el asunto, tanto por dar contento á su querida prima, como por el interes que en las cosas del caballero trovador se tomaba. Salió, pues, en busca de él, resuelto á no volver mientras no diese con él y no le indicase el deseo de la condesa, de agradecerle su fina amistad, é implorar al mismo tiempo su proteccion y amparo, si algo sabia que fuese en contra de ella ó de los suyos.

Mas tranquila despues de esta primera diligencia, acudió la triste Elvira á la cámara de su señora, á quien encontró levantada, pero no repuesta de las terribles escenas de la víspera. No contribuyó á aquietarla lo que Elvira le refirió, y entrambas á dos determinaron vivir con cautela, no dudando que las palabras del trovador tuviesen alguna relacion con los proyectos que el irritado conde habia dejado traslucir la noche antes, en medio de su colérico arrebato contra su inocente esposa.

Bien quisiera la condesa penetrar el arcano que las nocturnas trovas encerraban, y aun mas quisiera traslucir quién podia ser el caballero generoso que tan bien informado se hallaba de las asechanzas que contra ella [p. 15] se prevenian, y que tan singular interes por su seguridad tomaba. No eran pequeñas por otra parte la zozobra y la duda que á entrambas nuestras heroinas agitaban acerca de los resultados de la desgracia que al caballero le habia acarreado su generosidad.

Era para Elvira evidente que poco despues de haber callado el desventurado cantor, le habia sobrevenido un trance de armas: la caida de un cuerpo habia resonado luego funestamente en sus oidos y en su corazon, y el silencio y la duda habian sucedido á la catástrofe. Era de presumir que el muerto ó herido fuese el músico; pero era imposible saber nada á punto fijo antes de la vuelta del page; corria entre tanto el tiempo, si bien no tan aprisa como al desgraciado que espera le suele comunmente convenir, y el page no daba noticias de su persona.

Si nuestros lectores han esperado alguna vez, podrán formar una idea aprocsimada de la penosa agonía de la de Albornoz y Elvira, porque idea exacta de ninguna manera la podrán concebir.

—¿Has oido? preguntaba en medio del mayor silencio la condesa.

—¡Es Jaime! respondia Elvira; mas no, [p. 16] no suena nada, añadia despues de un momento de inútil espectacion.

—Ahora... ahora sí, esclamaba de alli á un rato la condesa.

—Sí; ahora; pasos son, y pasos acelerados...

—De muchacho.

—Jaime, Jaime es... ahora sí... repetia Elvira atenta á la puerta, los ojos fijos en sus batientes hojas, y palpitándole el seno aceleradamente con el movimiento de las olas azotadas por la brisa; veíala abrirse ya, se medio-incorporaba en su asiento, entreabria los labios para hablar á Jaime... La puerta sin embargo cerrada, fija, inmóvil como una pared. Los pasos se alejaban, apenas se oían. Nada ya.

—Seria algun criado que pasaba.

Una vez, en fin, la puerta se movió al morir en ella el ruido de los pasos; todavia no se podia ver al que iba á entrar: parecia sacudirse por sí sola, y antes de que se abriese lo bastante para dar paso al page, que era sin duda el que iba á entrar, la condesa y Elvira unánimemente inspiradas de uno de estos raptos del primer momento, tan comunes é irreprimibles como inespli [p. 17] cables en las mugeres, habian gritado:—¡Jaime! entra, Jaime.

Abrióse por fin la puerta enteramente, y entró don Enrique de Villena. Hay una inclinacion natural en el que espera á creer que nadie puede venir sino el esperado; nada tienen, pues, de particular el asombro y la repentina frialdad de la condesa y su camarera al ver echado por tierra tan inesperadamente todo el aéreo castillo de sus fantásticas esperanzas. Miráronse una á otra en el primer momento de estupor; el lector hubiera adivinado en sus semblantes infinidad de ideas que bullian en sus imaginaciones, y que por la vista se cruzaban, se comunicaban, se hablaban, se refundian en un solo objeto de entrambas comprendido sin mas verbal esplicacion.

Examinó un momento don Enrique de Villena las cambiantes fisonomías de la señora y su camarera.

—Bien veo, dijo pausadamente despues de un momento, bien veo, doña María, que no esperais á vuestro esposo. ¿Pudiera yo merecer vuestra confianza hasta el punto de saber cuál interes os liga al imprudente page que ha abandonado de una manera tan im [p. 18] prevista mi envidiado servicio? ¿callais? ¿me conservais rencor aun por la escena de anoche?

Dijo estas últimas palabras con tal acento de dulzura y de reconvencion, que no pudo menos la ilustre víctima de manifestar á las claras en su semblante su singular asombro. Tenia efectivamente el de Villena gran facilidad para revestir la máscara que á sus fines mejor convenia. Nadie hubiera reconocido en sus modales y palabras al tirano esposo de la víspera.

—¿No quereis, señor, que estrañe tan singular mudanza en vuestras acciones? ¿debo creeros, ó prepararme para otra...?

—Basta, doña María: ¿es posible que no acabeis de conocer los sentimientos de don Enrique de Villena? No negaré que pudierais estar justamente ofendida, pero vengo á reclamar mi perdon. He pensado mejor mis verdaderos intereses, he reconocido mi error: vuestras virtudes me han hecho abrir los ojos: si sois la misma que habeis sido siempre, Elvira puede ser testigo de nuestra reconciliacion.

—¡Don Enrique! esclamó alborozada la de Albornoz. Miró sin embargo á Elvira co [p. 19] mo para preguntarla con los ojos si podria creer en la sinceridad de las palabras del conde: Elvira bajó los suyos, y dejó sin respuesta la muda interrogacion de su señora.

—Desechad las dudas, doña María. Vengo á daros una prueba positiva de mi afecto. Espero que esta noche os presentareis brillante de galas y preséas en la corte de Enrique III. Quisiera que vencieseis en esplendor á todas vuestras émulas, y que la corte toda, á quien hemos dado harto motivo de murmuracion con nuestras anteriores contiendas, presenciase los efectos de nuestra nueva alianza. ¿Dudais aun?

—Esta duda, señor, repuso la de Albornoz, puede seros garante del deseo que en mi alma abrigaba de veros por fin esposo algun dia. ¡Ah! si vuestro amor, si esta reconciliacion fuesen una nueva artería, si fuesen un lazo...

—¡María!

—Perdonadme: vos habeis dado lugar á mi desconfianza; si esta paz aparente fuese solo la calma precursora de nuevas borrascas, seriais bien cruel y bien pérfido caballero: ¿qué gloria podria prestarle al leon el jugar con la inocente y crédula oveja? [p. 20] Ved mi alma: yo os perdono, don Enrique perdonémonos entrambos. Oid empero. Si solo intentais divertiros á costa de mi loca credulidad, Dios confunda al malsin, abandone la Vírgen Madre al engañador de las damas, y el buen Santiago al mal caballero. Apodérese el ángel malo del alma del traidor, y no le sean bastante castigo las penas todas de los condenados al fuego eterno. Hé aqui mi mano y mi amor, don Enrique.

Las últimas palabras enérgicas que la de Albornoz habia pronunciado con toda la entereza de la virtud y el entusiasmo de la inspiracion, habian hecho bajar los ojos al imperturbable don Enrique: un estremecimiento involuntario le habia cogido desprevenido, y estrechó la mano de la de Albornoz diciendo balbuciente y confuso:

—Ved aqui la mia: el cielo sabe la verdad de mis palabras.

Abrazáronse los consortes en presencia de la asombrada Elvira, quien, acostumbrada á la táctica de don Enrique, no hacia sino examinar su semblante como buscando en sus facciones y en el mas insignificante de sus gestos pruebas contra sus palabras. La de Albornoz, deslumbrada por su mismo [p. 21] deseo y su amor al conde, se entregaba mas facilmente á la esperanza de ver por fin su suerte mejorada. ¿No era por otra parte muy posible que sus virtudes hubiesen hecho realmente en don Enrique el efecto que este acababa de suponer? Nada hay mas facil que hacernos creer lo que con vehemencia deseamos. La de Albornoz tragó, pues, el cebo y el anzuelo.

Repuesto don Enrique de su primera turbacion, no perdonó medio alguno de inspirar confianza á su esposa: las palabras mas tiernas fueron por él prodigadas, y las mas vivas protestas de amor y fidelidad. Un amante no hubiera dicho mas que el hipócrita marido.

Poco tiempo podia hacer que esta escena duraba en la cámara de doña María de Albornoz, cuando la puerta misma que el dia antes habia proporcionado á don Enrique retirada se abrió con admiracion de los circunstantes, y se aparecieron seis figuras fantásticas, que un hombre del vulgo hubiera llamado entonces seis endriagos. Venian armados al parecer de pies á cabeza, pero unas especies de sayos que sobre la armadura traían, y cuya capucha cubria su cabeza [p. 22] y rostro, á manera de los que usaban los almogavares, no permitian ver quiénes ni qué especie de hombres fuesen.

Suspensas quedaron á tan estraña aparicion doña María y su camarera; mirábanse alternativamente, y miraban luego con atencion esploradora á don Enrique, deseosas de reconocer en su fisonomía si se presentaban los intrusos alli por su orden, ó si tendrian ellas motivo para temer algun nuevo peligro.

—¡Vive Dios! esclamó don Enrique levantándose: ¿quién es el osado que os envia? ¿quién se atreve á interrumpir de un modo tan incivil las conversaciones del conde de Cangas y Tineo? salid fuera y...

No le dieron tiempo á proseguir los encubiertos: el que parecia ser gefe de ellos desenvainó una espada, á cuya señal se acercaron los demas con sendos puñales á las aterradas damas, todo sin proferir una palabra.

—¡Don Enrique! esclamó la de Albornoz arrojándose á sus pies y estrechando sus rodillas, al paso que éste con el acero, fuera ya de la vaina, parecia protejerla de todo estraño acometimiento.

[p. 23]

—Traicion, señora, gritó Elvira, traicion: ¡nos han vendido! y quiso arrojarse hácia la puerta para demandar socorro. No se lo consintieron dos de las fantasmas, que arrojándose á su paso la sujetaron fuertemente y pusieron término á sus alaridos, cubriendo su boca con su fino cendal, y procediendo en seguida á sujetarla á una de las columnas de la cámara. Don Enrique entre tanto gritaba y maldecia.

—¡Por Santiago! he olvidado mi silbato de plata en mi cámara, y ningun criado me oirá aunque los llame. Pero venid, añadia al gefe de los invasores; llegad y arrancadme la vida antes que el honor.

En vano trató la de Albornoz de separar á su esposo del trance que le esperaba. Don Enrique la rechazó y cruzó su espada con la del desconocido, en tanto que los compañeros de éste, apoderándose de la casi desmayada doña María, vendaban su boca con su propio pañuelo, en cuyas puntas se veían ricamente recamadas en oro las armas reunidas de su casa y la de Aragon: cubriéronla toda con un largo manto negro, que de pies á cabeza la ocultaba, y comenzaron á sacarla fuera de la cámara por la puer [p. 24] ta secreta, sin que pudiese oponerles resistencia alguna la consternada y ya enteramente enajenada víctima.

Combatia entre tanto don Enrique con el desconocido, el cual, visto lo hecho por sus compañeros, se replegaba defendiéndose con destreza. Miraba Elvira con atencion el semblante de don Enrique, por ver si descubria en él alguna señal que manifestase estar mancomunado con los traidores. Ofendia y se defendia éste, empero, con bizarría; voceaba llamando á sus criados y persiguiendo siempre al fuerte caballero que protegia la retirada de los suyos con su presa, mas sin poder herirle: al llegar á la puerta secreta el desconocido hizo un último esfuerzo para desembarazarse de su molesto perseguidor, y tirándole un furibundo mandoble desarmó al conde. Bien trató el al parecer irritado Villena de recojer su acero en cuanto vió que el encubierto no se habia aprovechado de su ventaja para rematarle, pero la accion de don Enrique dió tiempo al fugitivo; lanzóse á la escalera cerrando tras sí la puerta con el oculto cerrojo, de modo que cuando el conde, apoderado ya de su arma, volvió á la carga, no halló mas que una pared ter [p. 25] sa é insuperable delante de sí, procurando en vano, tocar el resorte que la solia abrir.

Volvióse atras entonces el conde, y no parando mientes en Elvira, que atada y amordazada permanecia, salió por la puerta principal de la cámara, llamando socorro y armas contra los robadores, como los llamaba, y malandrines que acababan de arrebatar á su cara esposa de entre sus mismos brazos, allanando su propia habitacion por arte sin duda de Luzbel, y con ausilio de todas las potestades del abismo, contra su robusto y valeroso brazo.

—A la mina, mis escuderos, al campo, gritaba, al campo del moro, al Manzanares; alli los alcanzaremos: la escalera secreta no tiene otra salida.

No tardó mucho en esparcirse por el alcázar la noticia del estraordinario robo y desacato cometido en la persona de la condesa de Cangas y Tineo: caballeros y escuderos acudian todos á la voz del conde y en menos de media hora estuvo este en disposicion de traspasar el rastrillo en busca de los robadores; quien enlazaba este acontecimiento con la música oida la noche antes bajo la ventana de la condesa, quien suponia que [p. 26] el hecho era imposible, en vista de que solo don Enrique poseía las llaves de los candados que cerraban aquella salida al campo. Todos conjeturaban, todos hablaban, nadie veía clara la verdad.

No era sin embargo menos cierto que los robadores habian hallado el secreto de introducirse en la cámara de la de Albornoz por la puerta que la unia con la del conde, y que tenia salida á la escalera, y de alli á la larga mina no conocida de todos. Nada mas frecuente en los alcázares antiguos y de construccion morisca sobre todo que estas minas secretas: hacíanse prudentemente con la mayor reserva y secreto, y solian parar á una ó dos leguas á veces del alcázar á que pertenecian. Varias puertas y trampas de hierro, bien cerradas y puestas á trechos, impedian la entrada en ellas á los enemigos, aun en el caso de ser su boca descubierta, cosa de suyo poco menos que imposible; y podian ser de mucha utilidad á los poseedores del alcázar, tanto para hacer una salida imprevista como para introducir víveres, como tambien para salvarse por ellas en una noche la guarnicion del castillo, en el caso de verse reducida al último estremo [p. 27] por un ejército aguerrido y numeroso. Por una de estas minas, pues, escaparon los encubiertos; de suerte que ya se hallaban muy lejos de Madrid cuando pudieron llegar sus perseguidores á la boca de la mina, habiéndoles sido preciso reunirse, armarse, salir del alcázar, y dar un gran rodeo para su objeto, pues perseguirlos por la misma mina era caso imposible, puesto que habiendo sustraido y llevado las llaves de las diversas puertas los encubiertos, era claro que habrian ido cerrandolas todas sucesivamente tras sí, como con la primera de la cámara habia hecho el gefe de ellos, con el prudente objeto de asegurarse las espaldas.

Dejemos á don Enrique á la cabeza de los oficiales de su casa corriendo el campo del moro en busca de su robada Elena, y pidamos al lector un ligero descanso, que despues de la pasada refriega y aventura estraordinaria referida habernos en gran manera menester.

Ilustración de adorno



[p. 28] CAPITULO XI.


Cuando el conde aquesto vido

. . . . . . . . . . . . . .

fuérase para el palacio

donde el rey solia estar,

saludó á todos los grandes,

la mano al rey fue á besar.

Rom. del conde Grimaltos, Silva de varios rom.

L a pequeña corte de la antecámara de don Enrique, que dejamos en anteriores capítulos descrita, era un imperfecto y pálido remedo de la del muy alto y poderoso rey don Enrique III .

Veíanse lucir en esta á mas de los que tenian los primeros oficios de la real casa de su alteza las principales dignidades de Castilla. Hallábanse en derredor del trono á derecha é izquierda, y por el orden de su dignidad y favor, el buen condestable don Rui Lopez Dávalos, el almirante don Alfonso Enriquez, don Fadrique, duque de Benavente, don Gaston, conde de Medinaceli, el conde don Juan Alfonso de Niebla, los maestres de Santiago y Alcántara, el mariscal [p. 29] don Garci Gonzalez de Herrera, don Juan de Velasco, camarero mayor, Diego Lopez de Stúñiga, justicia mayor, Pero Lopez de Ayala, chanciller mayor y del sello de la puridad, el adelantado Pedro Manrique, donceles y caballeros principales, en fin, que á la corte asistian. En el momento de nuestra narracion llegaba su alteza á ocupar su regia silla: acompañábanle al lado don Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo, don Juan Hurtado de Mendoza, su mayordomo mayor, y sosteníanle del brazo fray Juan Enriquez, su confesor, y don Mosen Abenzarsal, su físico. Don Enrique III, en medio de su juventud, tenia el natural aspecto enfermizo que á su rostro prestaban sus habituales dolencias. Semblante pálido y prolongado por la enfermedad, noble con todo, grave y lleno de magestad: sus ojos eran hermosos: mezclábase en ellos cierta languidez y tristeza con la penetracion y la severidad: su andar era lento y su voz flaca.

Hasta el momento de la entrada de su alteza habíase tratado con raro interes entre los palaciegos del robo singular de doña María de Albornoz, y ninguno en consecuencia estrañaba la ausencia de don Enrique de Vi [p. 30] llena y de los caballeros de su casa. Succedió el mayor silencio á la entrada de su alteza, y éste recorrió con la vista apresuradamente el círculo de sus cortesanos, saludando á uno y otro lado con su natural sequedad.

—¿Y nuestro fiel pariente y vasallo don Enrique de Villena? preguntó su alteza: condestable, ¿creo que me habeis dicho que ha vuelto de la montería del Real de Manzanares?

—Señor, dijo el buen Lopez Dávalos inclinando su cabeza cana y despojada por el tiempo, cierto es lo que aseguré á tu alteza: don Enrique volvió ayer del Pardo.

—¡Por San Francisco! que no sabe sus intereses mi primo cuando olvida presentarse á su rey...

—¡Es una omision imperdonable...! pero, señor, hay causas á veces que...

—¿Causas? quiero saberlas.

—Seis enmascarados han robado á su esposa.

—¿Robado? ¿dónde?

—En su cámara misma.

—¿En mi palacio? no puede ser, condestable. Tal desacato costaria la cabeza... esplicaos.

[p. 31]

—Nada hay mas cierto, señor.

Aqui el condestable, amigo del conde de Cangas y Tineo, refirió al rey cuanto en el alcázar corria acerca de tan estraño acontecimiento.

—Diego Lopez de Stúñiga, dijo el rey levantándose cuando hubo oido la relacion del caso. El rey Enrique no desmentirá jamas la fama que tiene granjeada de justiciero. Como justicia mayor de mis reinos os cometo la averiguacion del suceso. Compadezco á nuestro fiel pariente y vasallo, y quiero vengar la felonía cometida en la persona de mi muy amada doña María de Albornoz. Antes de tres meses me habreis descubierto quién sea el reo, y habrá pagado con su cabeza su atrevimiento. Juro por las llagas de San Francisco que no le podré dar seguro aunque me le pida.

Inclinó respetuosamente la cabeza Diego Lopez de Stúñiga, y volvió á ocupar su lugar.

—Vos, Pero Lopez de Ayala, tendreis entendido que quiero que se estienda hoy mismo la cédula que os dije: es mi real voluntad que no paguen mis reinos mas monedas, á pesar de no haberse acabado aun la [p. 32] guerra con Granada. ¿Qué os parece almirante?

—Paréceme, señor, que pudieran recrecerse graves daños de la supresion del tributo de las monedas, repuso el almirante: si bien con eso contentais á los pecheros y hombres de afan, tambien si los moros vuelven á hacer la entrada...

—No me lo digais, repuso el rey; estad cierto de que tengo yo mayor miedo de las maldiciones de las viejas de mis reinos que de cuantos moros hay de esta parte y de la otra parte del mar.

Calló el almirante, y alto murmullo de aprobacion acogió el paternal dicho de Enrique el Doliente.

Otra media hora pasaria en que el rey de Castilla despachó en medio de su corte algunos negocios del gobierno de sus reinos; ya iba á dar la vuelta á la cámara cuando se sintió ruido como de muchas personas armadas que se acercan; volviendo todos las cabezas hácia el sitio por donde el rumor sonaba, un faraute de su alteza llegando hasta el medio de la sala hizo una reverencia, otra á poca distancia, y hecha la tercera á los pies casi del trono.

[p. 33]

—Poderoso rey, dijo en alta voz, y justo don Enrique, tu pariente y leal vasallo don Enrique de Aragon, conde de Cangas y Tineo, rico-hombre de estos reinos, y señor de Alcocer, Salmeron y Valdeolivas, viene á pedir á tus plantas justicia y reparacion.

—Decid que entre á mi pariente y leal vasallo.

Retiróse el faraute con las mismas cortesías sin volver jamas las espaldas, y llegado á la puerta, entrad , dijo con voz descomunal.

Dos farautes de don Enrique precedian. Don Enrique de Villena detras con rostro á la par airado y pesaroso. Seguia á su lado su primer escudero, y detras un caballero de su casa con el estandarte de sus armas, en que lucian sobremanera las barras paralelas de Aragon. El estandarte, pendiente de una asta á la manera de los que aun se usan en algunas procesiones, era ricamente recamado de oro y plata sobre campo azul. Venian despues armados como su señor los caballeros y escuderos vasallos del poderoso don Enrique.

Pedido y dado el permiso de hablar por su alteza, tres veces reclamaron los farautes [p. 34] de don Enrique la atencion y silencio de los demas señores y asistentes.

—Oid, oid, oid el desacato y felonía cometido en la persona de la muy noble é ilustre señora doña María de Albornoz, esposa del muy noble é ilustre señor don Enrique de Aragon, y de que en nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y de la Bienaventurada Vírgen gloriosa, viene á pedir justicia y reparacion.

Respondido hablad tres veces tambien por el faraute de su alteza, comenzó don Enrique, hincando en tierra una rodilla, á hacer relacion de como le habia sido en su misma cámara robada su muy amada esposa, y de como habia salido en persecucion de los robadores, entre los cuales contábanse criados de su casa, cuya falta habia notado al mismo tiempo.

—Alzad, le dijo el Doliente rey, conde de Cangas y Tineo, y decid cuál sea el fruto de vuestra espedicion.

—No me levantaré, señor escelso, mientras no acabe el cuento de mi cuita, y no esté seguro de que tu alteza me otorga lo que á pedirte vengo. Inútilmente he recorrido el campo en busca de los robadores; á [p. 35] haberlos encontrado, señor, no hubiera menester pedirte justicia, porque mi espada me la supiera dar muy suficiente. ¡Pero oh dolor! Gran rey, he hallado en vez de la esposa ó de la venganza que buscara, esos sangrientos despojos que solo una funesta catástrofe me pueden anunciar.

Adelantáronse al llegar á decir esto de entre el grupo de los caballeros dos escuderos, que tendieron á la vista del rey el manto y el velo de doña María de Albornoz todos ensangrentados.

—¡Cielo santo! esclamó horrorizado el piadoso rey: un movimiento de horror circuló por la corte, y todos apartaban la vista de los sangrientos restos.

—Hé aqui, señor, esclamó sollozando el desdichado esposo; ¡y ojalá no hubiera encontrado mas pruebas de mi desgracia!

—¿Qué decís? hablad, esclamó Enrique III.

—Un pastor, gran rey, que es el que ves y puede darte de ello testimonio, me ha asegurado que unas horas antes de encontrar con estas ropas, habia visto pasar á unos armados con un cadáver de una muger, á su parecer hermosa y jóven; mi esposa, señor. [p. 36] Receláronse de él, y quisieron echarle mano para impedir que su mal hecho se supiese; mas el conocimiento que tiene del pais, las quebradas de las peñas y sus buenos pies le salvaron por desdicha mia, para mi amargo desengaño.

—Pastor, llegad, dijo don Enrique; ¿vos habeis visto eso?

—Verdad dice su grandeza, repuso el pastor con visible turbacion, que achacaron todos al asombro de hallarse en tal parage. Llevábanla sin duda á enterrar en los sitios ocultos en donde los ví.

—Justicia, pues, señor, justicia. Otorgadme que me dé á buscar al alevoso, y que donde quiera que le encuentre pueda sin duelo ni formalidad alguna castigar al que como villano se portó.

—Yo os juro, don Enrique, justicia y reparacion. Alzad: ¿teneis vos indicios de quién pueda ser el robador?

—Ninguno, respondió Villena levantándose.

—¿Sospechais por ventura, si una venganza ó si una pasion...?

—¡Ay de quien osare ofender la memoria de mi esposa...!

[p. 37]

—Nadie en mi presencia la ofenderá, conde de Cangas y Tineo. Imposible me fuera concederos que os entregueis á buscar al delincuente; necesito vuestra asistencia en mi corte. Pero los oficiales de mi justicia apurarán la verdad, y le hallarán donde quiera que se esconda. Os otorgo, sin embargo, en nombre de Dios Trino y Uno, á quien en la tierra representan los reyes ejercitando su justicia, que matéis al villano, si lo hallais, adonde quiera que lo halleis, armado ó desnudo, solo ó acompañado, por vuestra mano ó por la de villanos vasallos vuestros. Otorgo otro sí, que quede privado de cualquier gracia que pudiere yo hacerle ó le hubiere hecho sin conocerle; mando á quien le encuentre, caballero, escudero, noble ó pechero, y le requiero que le castigue como su villanía merece, y al que le mate hágole de su muerte salvo y perdonado. Alzad ahora, don Enrique.

—No esperaba yo menos, gran rey, de tu recta justicia.

Adelantándose entonces don Enrique el espacio que del trono le separaba, llegó con rostro apenado, y doblando de nuevo la rodilla ante el rey Doliente, quitóse el yelmo, [p. 38] besóle la mano, y dióle repelidas gracias por el favor singular que acababa de otorgarle. Retiróse en seguida á desarmar con sus caballeros por el mismo orden que habian venido.

Quedaron los cortesanos estupefactos de cuanto acababan de oir. ¿Qué motivo racional se podia efectivamente dar á la estraordinaria muerte de doña María? Todos discurrian y se hablaban al oido; pero ninguno conjeturaba la verdad, si bien muchos dudaban del relato y forma de la muerte por don Enrique referida. Pero donde el rey habia creido públicamente, no era lícito, ni aun á los mayores enemigos de don Enrique, dudar del caso sino en secreto. Todos por lo tanto callaron, y el físico de su alteza, que vió, que la animada audiencia de la mañana, y lo mucho que su alteza habia hablado, habia alterado visiblemente su color, le advirtió respetuosamente, que le convenia tomar algun descanso. Oido esto por el rey bajó del regio sillon, y despidiendo á sus cortesanos, entróse en su cámara con aquellos mismos que le habian acompañado á su salida, menos don Pedro Tenorio el arzobispo de Toledo, que quedó en la sala de audien [p. 39] cia con los mas grandes, dando y tomando en la singular aventura del que entonces mas que nunca comenzó á parecer verdadero hechicero á los ojos de los suspicaces cortesanos de don Enrique el Doliente.

Ilustración de adorno



[p. 40] CAPITULO XII.


Por dar al dicho don Quadros

dado ha al emperador.

. . . . . . . . . . . .

—¿Por qué me tiraste, infante?

¿por qué me tiras, traidor?

—Perdóneme tu alteza,

que no tiraba á tí, no.

Rom. ant. del infante vengador.

N o bien hubo llegado don Enrique á su cámara despachó á sus caballeros, y solo quedó á su lado su predilecto escudero: depuesta alli la falsa máscara de la pena, cuando hubo quedado solo el intrigante conde con Fernan Perez de Vadillo trabó con él una breve conversacion.

—Fernan, nada tenemos que temer.

—Siempre tiene que temer quien no obra bien, señor.

—¡Fernan!

—Perdonadme, pero no apruebo lo hecho. Y ahora que he obedecido tus órdenes sin murmurar, tengo algun derecho á descargar mi conciencia.

[p. 41]

—Vadillo, díjole al oido el conde, de nada tiene que acusarme la mia.

—¿De nada?

—Bien: convengo en que el medio ha sido violento; pero era preciso ser maestre de Calatrava.

—Callo, señor, obedezco; pero no lo apruebo. Permíteme que te lo diga por última vez.

—En buena hora: vuestro silencio y vuestra obediencia es lo que necesito. Y vamos á lo que mas importa. Tiéneme inquieto el camino que habrán tomado los armados.

—En cuanto á los que llevaron á la condesa, yo te respondo de su silencio y de su fidelidad.

—Bien; ¿y Ferrus?

—¿Tanto sentís la pérdida del juglar?

—¡Si la siento, Hernan! aquel nunca desaprueba nada: su conciencia es la del estúpido: nada le dice nunca: yo soy harto débil y harto bueno todavia para no necesitar tener á mi lado en mis fines un hombre honrado como vos. Quiero un instrumento, no un amigo. ¿Y el trovador prisionero?

—Podemos verle.

[p. 42]

—¡Podemos!!! es indispensable. ¿No os dije yo que era él? Ved si ha estado detras del sillon del trono, como acostumbra, hallándose en la corte. El golpe nuestro será tanto mas seguro cuanto que nadie tiene noticia de su llegada. Habrá desaparecido del mundo, y quién sabe si alguien notará la coincidencia de su desaparicion y la de la condesa.

—Eso, señor, pudiera no convenirte.

—Conviéneme mucho ser maestre de Calatrava. Partamos. Guíame adonde esté.

Inquietos iban los dos acerca de la entrevista que con el nocturno músico los esperaba. Al odio que contra él por la denegacion referida abrigaba don Enrique, agregábase cierto recelo de que hubiese en su conducta algo mas que ley de caballería, y pura generosidad hácia la condesa: y aunque no amaba á su esposa, como bien á las claras lo acababa de probar, irritábale sin embargo la idea de que un simple caballero hubiese puesto los ojos en cosa suya y en tan alta persona. Con respecto á Vadillo no dejaba de tener alguna inquietud, pues no estaba muy claro para él si daba serenata á la condesa, ó si acaso su esposa... [p. 43] imposible y horrorosa le parecia tan descabellada sospecha de la virtud de Elvira... pero la duda se habia hecho lugar en su corazon, y es huésped por cierto que, una vez alojado, no se arroja del pecho á voluntad.

A entrambos parecia cosa indisputable que el músico era Macías, y nosotros, que desde la noche anterior nada sabemos de su existencia, no podemos menos de abundar en la opinion de los que tal pensaban.

Llegaron por fin á una puerta pequeña que en el estremo de una larguísima galería se encontraba.

—Alvar, dijo llamando Vadillo, y se abrió la puerta inmediatamente. Alvar era el montero á quien en la noche anterior habia confiado el escudero la importante presa. Entraron en una pequeña habitacion, cerrándose tras ellos la puerta.

—¿Y el preso? preguntó Vadillo.

—Descansa en la pieza inmediata; debia no haber dormido en un mes, segun ronca tranquilamente.

—¿Ronca? ¿No está, pues, herido de peligro?

—Mas daño debió de hacerle el miedo [p. 44] que vuestro venablo, señor escudero. Tiene algo arañada la cara de la caida, y un brazo vendado; pero el maestro que lo ha reconocido esta mañana asegura que podrá salir despues del medio dia.

—Despertad, pues, á ese caballero, interrumpió impaciente don Enrique.

—Despertad á ese caballero, repitió entre dientes Alvar.

—¿Qué respondeis en voz baja? Despachad, dijo Fernan. ¿Háse quejado de la violencia que con él se ha usado?

—Ayer noche todo era pedir que se le condujese á presencia de su amo el ilustre conde...

—¿Su amo? dijo el conde: el trovador ha perdido la cabeza.

—Voy á advertirle que vuestras señorías...

—Presto, Alvar, presto.

Entróse Alvar en la inmediata pieza, mientras que don Enrique y Hernan se preparaban á la estraña entrevista que iban á tener. No tardó mucho en volver á salir Alvar, asegurando que habia despertado al enfermo, quien sintiéndose completamente reparado de fuerzas con el pasado sueño, [p. 45] metia sus vestidos para salir á recibir á sus ilustres huéspedes.

—¿Es segura esa puerta, Alvar? preguntó el conde.

—Las fuerzas de diez hombres reunidos no bastarán, señor, á violentarla, respondió Alvar. Ademas, dos monteros le guardan conmigo y está indefenso: de aqui no saldrá sino para donde vuestras señorías determinen. Pero aqui está.

Salia en efecto el asombrado prisionero, el cual, no bien hubo visto al conde, cuando arrojándose hácia él, como quien ve á su libertador, se echó á sus pies, y con lágrimas de gozo y de temor, “Señor, esclamó besándoselos, ¿en qué ha podido ofenderte para merecer tan dura prision tu fiel Ferrus?”

Dos estátuas de mármol parecieron á tan inesperada vista el conde y su escudero. No seria mayor el asombro y la indignacion del rústico pastor que se viese torpemente cogido en el propio lazo que hubiera preparado para el raposo.

—¿Tú, Ferrus? esclamó despues de la primera sorpresa el furioso conde. ¿Tú, Ferrus?—Hernan, nos han vendido. Venid [p. 46] acá, don Villano, añadió derribando por tierra de un empellon al desesperado juglar, venid acá vos, Alvar, ¿es éste el preso que se os ha confiado? ¿Qué hicísteis, don Vellaco, del doncel de su alteza? Asíale de la garganta, y ahogárale sin remedio sino se le pusiera por medio Hernan, que mas sereno comenzaba á vislumbrar la verdad del caso.

—¿Qué doncel, señor? gritó cuanto pudo Alvar. Lleve mi alma el diablo si tuve yo jamas en mi poder mas preso que el que el señor escudero me entregó, y si no es ese el mismo de que me encargué.

—¿Qué es esto, Hernan? dijo don Enrique soltando la presa.

—¡Qué ha de ser, señor! que sin duda debió de ser Ferrus el músico que yo cogí.

—Negra fortuna mia, gritó don Enrique. ¡Qué músico habiais de coger, ni qué...! ¡Por Santiago! venid acá, Ferrus; ¿qué hicísteis vos de cuanto os encargué? ¿quién era el músico, juglar? acabad ó...

—Serénate, señor, respondió temblando el alterado Ferrus. Yo obedecí tus órdenes ciegamente: yo rodeaba el muro y me acercaba ya al que tañía, cuando él, echando de ver mi bulto, calló, y hundióse [p. 47] precipitadamente en la tierra; el diablo debia de ser sin duda, que tomó la forma de músico para perderme en tu estimacion...

—¿El diablo? malandrín... no pudo menos de sonreirse don Enrique al oir la simpleza de su juglar. ¿El diablo?

—Señor, lo jurára: lo cierto es que yo no le volví á ver mas: y cuando, todo ojos y orejas, me acercaba al sitio donde le habia visto, y buscaba el boqueron que habria dejado al hundirse, sin saber por dónde encontréme con un caballo encima y un caballero... Bien sabe Dios que en aquel trance me santigüé...

—Adelante; miserable, acaba.

—Por acabado, señor: desde aquel punto ni ví ni oí: cuando recobré el uso de mi razon halléme en ese camaranchon donde me curaban las heridas que el mal enemigo me habia hecho.

—Calle el necio, interrumpió, no pudiendo sufrir mas, don Enrique. ¡Vive Dios que nada comprendo, Hernan!

—Yo infiero, señor, dijo Hernan, que el músico debió ser si no diablo, muy ligero por lo menos, y yo debí tomar á Ferrus por el que tañía.

[p. 48]

—Eso debió de ser sin duda. Pero voto á Santiago que todos los deseos que de encontrar á Ferrus tenia no me pagan del pesado chasco. Alza, Ferrus, y vente con nosotros. ¡Necio de mí, que fui á escoger para tan delicada empresa al mándria mayor que vió la tierra! ¿Enviéte yo para que cogieras al músico, ó para que te dejaras coger por el primero que llegase?

—Perdóname, señor, contestó algo repuesto Ferrus; dijérasme lo que habia de hacer contra el diablo en viéndole...

—¿Vuelves á mentar al diablo, menguado? ¿Dónde está el diablo, mal servidor? Enséñamele, desalmado.

—¡Jesus! Líbreme Dios. ¡Jesus! esclamó Ferrus santiguándose á mas y mejor.

—Vamos de aqui, Hernan. Juro no abrir libro ni hacer trova, y júrolo por el apostol Santiago, hasta no tener en mi poder al insolente doncel que de tal manera ha burlado mi esperanza. Ahora está libre vive Dios, y puede hacernos mucho mal. Alvar tu fidelidad será recompensada.

Inclinóse Alvar, y nuestros tres predilectos personages salieron silenciosamente á la galería; regocijado Ferrus de verse libre, [p. 49] en poder de su señor legítimo, y disipado ya el nublado que sobre su cabeza tronaba desde la noche anterior; disimulando Hernan la risa que en el cuerpo le retozaba al recordar á sangre fria el chasco inesperado; y mohino por demas el desairado conde, á cuya imaginacion se agolpaba entre otros peligrosos recuerdos el del secreto que habia imprudentemente confiado al perseguido doncel, y dándole no poco cuidado la reflexion de no haberle visto en la corte, siendo asi que ya no era la causa que él habia pensado la que podia habérselo impedido.

Ilustración de adorno



[p. 50] CAPITULO XIII.


¿Qué es aquesto, mi señora?

¿quién es el que os hizo mal?

Cancion. de Rom.

L argo tiempo hacia que Elvira, atada á la columna y sin poder pedir á nadie ausilio á causa del pañuelo que la tapaba la boca, esperaba con insufrible impaciencia á que la casualidad ó el transcurso del dia le deparase un libertador que de tan crítica situacion la sacase. Por fin llegó el momento deseado, y el page que tanto habia tardado en la averiguacion de lo que se encomendara á su cuidado, abrió las puertas de la cámara que de prision servia á la afligida hermosa. Miró en derredor y á nadie veía, hasta que fijando los ojos en la columna, ofrecióse á su vista el espectáculo de su aprisionada prima. Asustóse primero y esclamó:

—¡Santo Dios! ¿qué ha ocurrido aqui...?

Mal podia responderle Elvira sino con los ojos; pero cuando vió el pagecillo que no parecia nadie, ni habia asomos de peligro [p. 51] alguno, soltó la carcajada, impertinente á la verdad en aquel momento, y comenzó á dar brincos.

—¿Quién os ha puesto asi, mi señora Elvira? ¿os ató el señor escudero por...?

Dióle lástima al llegar aqui el ver que su prima no parecia gustar de la prolongacion de tan pesada chanza: llegóse entonces el atolondrado á Elvira, y desató sus crueles ligaduras.

—¡Dios mio! ¡Dios mio! esclamó Elvira en viéndose libre, alguna gran desgracia está sucediendo á mi señora la condesa. Corramos...

—¿Adónde vais tan deprisa? repuso el page deteniéndola; ¿y quién me paga mi recado? ¿quién escucha las nuevas que traigo? ¿quién sobre todo me cuenta lo que os ha sucedido, y la razon de haberos encontrado asi mano á mano con esa columna negra?

—¿Traes nuevas? preguntó Elvira olvidando todo lo demas. ¿Traes nuevas?

—Y buenas, contestó el page. El caballero de las armas negras era el que tañía...

—Lo sé... y...

—Pero sabed que le esperé inútilmente [p. 52] dos largas horas, mas largas que las del arenero...

—¿Inútilmente?

—Si, pero por fin llegó.

—¿Llegó? ¿Con que no era él el...? ¡Yo os bendigo, Dios mio...! Sigue.

—¡Si le vierais qué agitado! descompuesto el cabello, espantados los ojos, entró en su cámara y no me vió:—Negra suerte, esclamó, y despedazó con sus manos el laud que traía cruzado sobre la espalda. ¿No me servireis, dijo rompiendo las cuerdas, sino de gemir eternamente? vióme en seguida: ¿qué haces aqui? me dijo con voz terrible; pero al reconocerme templóse toda su ira. Page me dijo entonces con voz mesurada, ¿tornas aun con nuevas demandas del hechicero?

—¡Ah! si supierais quién me envia, dije entonces, si supierais que una hermosa dama...

—Silencio, esclamó, no pronuncies su nombre... ¿Es posible?—Díjele entonces la comision que me dísteis en nombre de la señora condesa: largo rato suspiró y miró al cielo sin hablar.—Page, me dijo en fin, no nos veremos mas. He creido que mi brazo podia ser útil á una inocente; pero si es fuerte contra los hombres, es impotente contra los [p. 53] recursos de una ciencia misteriosa y... maldecida. El infierno me envia enemigos en medio de la soledad, y la Madre de Dios me abandona. Un acontecimiento estraordinario ha interrumpido mis avisos. He rondado la noche toda para volver á entrar en el alcázar; las órdenes mas rigurosas, dadas no sé por quién despues de mi salida, me han impedido verificarlo. He debido esperar á que entrase el dia para que no fuese mi entrada sospechosa. Pero mañana el alba me encontrará lejos, bien lejos de Madrid. Si alguna muger necesita mi amparo en cualquier ocasion, mal pudiera negársele un doncel de don Enrique. Dígame qué puedo hacer: por mí lo ignoro. A Dios.—Apretóme la mano de una manera, prima, que yo creí que le atormentaban otros recuerdos que los de nuestra amistad. Envolvióse entonces en su pardo gaban, y cubriéndose con él la cabeza, oíle sollozar y salí. Hé aqui, prima, las nuevas.

—Tristes, bien tristes, dijo pensativa Elvira. ¿Y de la condesa supiste...?

—¿La condesa? ¿Es su confidenta la que me pregunta...?

—Sí: ¿nada sabes?

[p. 54]

—Pero querida prima, ¿qué teneis? vuestra palidez, vuestra agitacion me asustan...

—¡Ah Jaime! la condesa es víctima en este momento de la mas espantosa villanía... volemos á su socorro: no sé adonde me dirija; la menor imprudencia mia puede comprometer su suerte y el éxito mismo de mis diligencias. Si supiera... pero la mas completa oscuridad reina en todas mis conjeturas.

Meditó un momento Elvira el partido que tomaria mientras que hacia nudos á uno de los cordones, que de su cintura pendia, el distraido page. De pronto pareció que habia iluminado su entendimiento un rayo de luz.

—No hay mas recurso, dijo: para los casos estremos son los remedios violentos Jaime... deja ese cordon, déjale te digo... vamos á buscar á mi esposo: averigüemos primero qué voces corren de lo ocurrido, y qué se cree en el alcázar... despues, si eres prudente, si has de ser callado, pero callado como la muerte, tú, que sabes el camino, me guiarás adonde pienso ir.

—Puede que algun dia pruebe Jaime á su hermosa prima que no es tan atolondrado como le llaman.

[p. 55]

Elvira apretó la mano del inteligente pagecillo con espresion de gratitud, y ambos salieron de la cámara que acababa de ser teatro de tan estraordinarias escenas.

Buscó Elvira á su esposo sin mas demora, por que si bien sospechaba que don Enrique hubiese tenido parte en la pérfida desaparicion de la condesa, ni veía claro en esto, ni menos lo podia asegurar. ¡Tan bien se habia representado por todos la farsa que dejamos descrita! Ni por otra parte, aunque á pies juntillas hubiera creido la traicion del conde, cabia en su imaginacion la menor sospecha acerca del estremado honor de su esposo: sabíale ligado á los intereses de su señor; pero que él hubiese tomado parte activa en el mal hecho, no le era lícito á Elvira imaginarlo siquiera.

Asi era la verdad: hidalga sangre corria por las venas del escudero, y hacia vanidad de honradez y de rectos sentimientos; no era uno de los pocos hombres ilustrados de la época; no hubiera sostenido una intrincada tésis con un teólogo; participaba de las preocupaciones de su siglo, pero era en sus acciones hidalgo, y esto es por lo menos tan recomendable como el talento. Alguna parte [p. 56] habia tenido en el criminal proyecto de don Enrique, pero solo aquella que no habia podido escusar en calidad de escudero suyo asi que, se habia opuesto constantemente á las miras de su señor, habíale afeado los medios, y le habia reconvenido despues, como arriba dejamos indicado; pero la misma probidad que le impulsaba á manifestar francamente sus sentimientos en tan delicado asunto, á riesgo de perder la gracia del conde, le impedia oponerse de hecho á sus deseos: era forzoso obedecer y callar por el propio honor del deslumbrado magnate: propúsose, pues, ser completamente pasivo y guardar el mas rigoroso silencio. Sospechando sin embargo que la primera que habia de poner á prueba su fidelidad habia de ser su esposa, no habia vuelto á desatar las crueles ligaduras en que habia quedado presa, y de que habia sido él la causa, pues desde luego habia manifestado al conde la imposibilidad de separarla de él, y la dificultad que hubiera encontrado para realizar su voluntad, mientras Elvira pudiese obrar libremente en los primeros momentos. Habia, pues, dejado á alguna casualidad que no podia tardar en sobrevenir el cuidado de [p. 57] su esposa, deseoso de retardar á cualquier costa el instante de una esplicacion con ella, para la cual no tenia todavia muy meditadas las respuestas.

Avínole mal no obstante, pues poco tardó Elvira en presentarse ante sus ojos con una agitacion tal, que no le pudo quedar duda al infeliz del objeto de su intempestiva venida. Hubiera él querido hallarse á cien leguas entonces de su consorte y del mundo entero, en cuyas miradas creía ver á cada paso otras tantas reconvenciones á su reservada y ambigua conducta. Repúsose con todo lo mejor que pudo, y ni las preguntas sencillas de Elvira, ni sus halagos, ni sus reconvenciones lograron recabar de él la menor noticia que pudiese dar luz sobre lo ocurrido á la desconsolada hermosa. Obstinóse en negar constantemente la menor participacion del conde en el robo de la condesa; en una palabra, manifestó con toda entereza hallarse en la misma ignorancia que la corte toda, y aun se indignó con notable aire de verdad á la menor idea de sospecha presentada por Elvira. Comenzaba ya ésta á dudar si serian sus juicios temerarios, pero nunca pudo convencerse á sí misma; vió [p. 58] ademas á don Enrique, y parecióle que brillaban al través de su aparente dolor sentimientos de otra especie. Dificil cosa es por cierto engañar la natural penetracion de una muger: la inutilidad de los esfuerzos del de Villena para dar con los robadores, y el horrible atentado cometido en una muger que á nadie habia hecho daño, reunidos á los antecedentes particulares que de aquel matrimonio desgraciado solo ella acaso tenia, la hacian ver mas claro en tan atroz intriga que todos los demas. Inesplicable fue su dolor cuando llegó á sus oidos la funesta nueva, que de boca en boca corria por el alcázar, de la desdichada muerte de su señora: afirmábanse al recordarla todas sus sospechas, ardia en deseo de venganza, y la idea de la impunidad la hacia padecer tormentos imponderables. Resolvióse, pues, á realizar el plan que tenia meditado, arriesgado en verdad, y delante del cual habia retrocedido muchas veces. El amor, en fin, que á la condesa habia tenido, una voz superior y celestial que creía oir continuamente, pidiéndole venganza y reparacion, la hicieron creer que el cielo mismo y su conciencia la obligaban á volver por la inocencia, y cons [p. 59] tituyóse entonces campeon de la ultrajada virtud. Seguida del inquieto page, que tan asombrado como ella lloraba tambien la desgracia de doña María de Albornoz, entróse en su aposento, donde la dejaremos poniendo los medios que mas propios creía para dar cima á la importante empresa que sobre sí tomaba, sin comprometer su honor por otra parte, su virtud y hasta su misma tranquilidad.

Ilustración de adorno



[p. 60] CAPITULO XIV.


Contadme vuestros enojos;

no tomeis melenconía,

que sabiendo la verdad

todo se remediaria.

Rom. del conde Alarcos.

E n la misma postura que el page referia haber dejado al melancólico doncel, envuelto en su gaban hasta los ojos, y roto á sus pies el laud, permanecia cuando se presentó delante de él Hernando diciéndole con su acostumbrada sequedad:

—¿Lloras, señor? Levanta la cabeza y mira que ó yo entiendo poco de rastro, ó se te viene la res por sí sola á tiro de tu venablo.

Alzó la frente el consternado mancebo, y vió á pocos pasos de él una figura envuelta en un ropon negro, y cubierta la cara con la mascarilla que usaban en aquel tiempo las damas cuando salian sobre todo de su casa, ó cuando habian de hablar con caballeros desconocidos.

[p. 61]

—¿De qué res hablas, Hernando? ¿Quién es esa dama? preguntó desembozándose con enfado el doncel.

Miróla entonces de alto abajo, y reparando que su silencio podia indicar que no venia á hablarle con testigos,—Retírate, Hernando, dijo: yo te llamaré cuando te haya menester. Cogiendo entonces de una mano á la dama, hízola entrar en su cámara. Luchaban en su fantasía mil encontradas ideas.

—Señora, le dijo con voz mesurada y tímida, sola estais: si alguna revelacion teneis que hacerme, si alguna ocasion teneis que proporcionarme en que pueda seros útil mi débil brazo, hablad: no en vano os habeis dirigido á un caballero de la corte del ínclito y poderoso rey de Castilla.

—Caballeros tiene la corte de don Enrique que pudieran desmentir la hidalguía de vuestras palabras, repuso la tapada con voz que desfiguraba enteramente la mascarilla que cubria su rostro.

—Nombradlos, señora; si algun caballero ha mancillado el nombre de una orden de caballería, el me dará razon y satisfaccion...

—No os altereis, y oidme. Sí, caballeros [p. 62] hay, y cerca de nosotros, que amancillan la clase á que pertenecen. Ni la sangre que corre por sus venas, ni el nombre ilustre que ostentan, ni la dorada cuna en que se mecieron son rémora bastante á sus desenfrenados deseos. ¿Conoceis á la condesa de Cangas y Tineo, á la ilustre doña María de Albornoz...?

—¿Seria posible? Seríais vos, señora...

—¡Pluguiese al cielo! Pero ni soy la condesa... ni...

—¿Quién sois, pues, vos la que en su nombre...?

—Templad vuestro ardor, noble caballero, y dadme palabra de oirme, y de no indagar quién yo soy...

Latía violentamente en el pecho el corazon de Macías: miraba una y otra vez á la desconocida: no osaba, sin embargo, afirmarse en sus sospechas.

—Con esa palabra proseguiré en mi demanda, dijo la dama. Contóle en seguida al caballero, que de todo estaba ignorante, cuanto de la condesa se decia...

—¡Muerta la condesa! esclamó Macías al llegar al funesto desenlace de tan triste historia... y vive el conde todavia... y...

[p. 63]

—¡Silencio! Hé ahí el objeto de mi venida. La tiranía, la injusticia piden reparacion. Mañana una amiga de la condesa se arrojará á los pies del rey, y denunciará la traicion. Acaso será preciso que un caballero salga fiador con su espada de su acusacion. ¿Estareis mañana en la corte de don Enrique...?

—¿Qué me pedís, señora? Cuando pensaba alejarme de esa funesta corte...

—¿Alejáros? dijo con un movimiento de sorpresa la dama: ¿alejáros? repitió lanzando un amargo suspiro.

—¡Ah! señora, ¿ignorais repuso el doncel con la mayor agitacion, que mi tranquilidad depende acaso de mi marcha precipitada...?

—¿Y dejareis la inocencia ser presa de la traicion...?

—Jamas; pero...

—¿Y sabeis vos, por ventura, poco generoso mancebo, lo que en este momento sacrifica la que teneis ante vuestros ojos, los respetos que atropella, los riesgos á que se espone...?

—Acabad, Santo Dios: ¿quién sois? vos, vos... no hay duda...

—Caballero, respetad mi silencio y mi [p. 64] dolor. Acabemos: he procedido de ligero cuando he creido que...

—No; no; mañana estaré en la corte de don Enrique. Una sola gracia os pido. Si he de ser vuestro caballero, dadme una prenda, señora, un color...

—¡Mi caballero! interrumpió la dama. El caballero sereis de la inocencia: el mio es imposible...

—¡Imposible!—Elvira, vos sois...

—Soltad, imprudente jóven, soltad. ¿Por dónde presumís que soy la esposa del escudero? Vuestra imaginacion os engaña, y acaso vuestro deseo...

—¡Me engaña...! Mi deseo, señora, es el de servir á esa dama, que conozco, como pudiera conocer...

—Vuestra turbacion os delata; pero esa imprudencia permanecerá oculta en mi pecho. Conozco á esa Elvira, y su honor me es harto caro...

—Nunca podia padecer su honor...

—Bien: ¿qué nos importa Elvira? La prenda que me pedís, si mañana ante la corte toda del rey decreta el duelo y el juicio de Dios, la tendreis; pero ni os podreis nombrar mi caballero, ni exigireis de mí [p. 65] que me descubra. Básteos saber que conozco demasiado la dama que nombrasteis, y que sé, doncel, que ella no viniera á vos.

—¿Eso sabeis?

—Lo sé.

Dejó caer Macías al oir estas dos palabras, pronunciadas con funesta tranquilidad, la mano con que tenia asida una punta de la ropa de la tapada, como para detenerla. Inclinando en seguida la cabeza, declaró que al dia siguiente se hallaria en la corte de don Enrique, y ofreció su mano á la desconocida: aceptóla ésta para salir, pero un notable temblor la agitaba: oprimióla suavemente el doncel como si quisiese tentar este último y desesperado recurso para salir de su terrible duda: un movimiento involuntario y convulsivo correspondió á su indicacion, y en el mismo momento la tapada, volviendo en sí, arrancó su mano de la del doncel y se lanzó fuera de la estancia. Arrojóse en pos Macías: iba á prosternarse á sus pies, iba á hablar, pero un ademan imperioso de la negra fantasma le mandó apartarse, y mas rápida en seguida que esas rojas exhalaciones que surcan el espacio en una oscura noche del estío, desapa [p. 66] reció á sus ojos la aérea vision. Macías creyó ver un ser sobrenatural, la sombra acaso de la misma condesa; permaneció con los brazos cruzados, y la vista fija, como si quisiese ver mas allá de la oscuridad y de la distancia. Entonces oyó un suspiro lanzado á lo lejos, y parecióle que al desaparecer de sus ojos en el confin del corredor se habia reunido la dama á otra figura mas pequeña que alli la estaba sin duda alguna esperando.

Sé doncel, que ella no viniera á vos , repitió un momento despues Macías con doloroso acento. Yo tambien lo sé: nunca me amó. ¿Ni cómo pudiera amarme? ¿no amaba á ese feliz escudero cuando se unió á él en indisolubles lazos? ¡Loco, insensato de mí! Ah, quien quiera que seas la que vienes á implorar mi espada, ¡cuán poco conoces el corazon del hombre! ¡un amante correspondido, un mortal feliz es invencible; á un miserable despechado y aborrecido un niño le vence!!!

Ilustración de adorno



[p. 67] CAPITULO XV.


¿De dónde vino este diablo?

Rom. del Cid.

D e vuelta don Enrique en su cámara con su primer escudero y con su favorito juglar, revolvia en su cabeza los medios de dar á su intriga la feliz conclusion que por tanto tiempo habia deseado. Estorbábale la idea de Macías, pero dejó al tiempo el cuidado de iluminarle acerca de lo que de él podia temer. Despidió, pues, á Hernan, cuya probidad le incomodaba no poco para sus fines, y solo el juglar, de cuya aparente estupidez nada recelaba, entró con él al secreto laboratorio.

—Libres estamos ya de la condesa, Ferrus, dijo; pero merced á tu singular valor, quédanos en campaña otro enemigo no menos terrible...

—¿Eres ya maestre, señor...?

—Lo seré, Ferrus, ó poco ha de poder don Enrique de Aragon: acabo de re [p. 68] cibir un aviso secreto de que ha sido elegido papa en Aviñon don Pedro de Luna, bajo el nombre de Benedicto XIV. Esperaba este favorable acaecimiento de un momento á otro. Luna es aragonés, como yo, y vínculos antiguos de amistad nos unen: la lucha que habrá de sostener ademas con Urbano en este cisma de la iglesia, y la necesidad que tiene de Castilla y Aragon, unida á la influencia que él sabe que ejerzo en estos reinos, me aseguran su provision para el maestrazgo, la piedad por otra parte de don Enrique III no podrá menos de pesar en la balanza en favor mio cuando éste sepa que mi allegado, el rico-hombre de Luna, ha ceñido á sus sienes la triple corona. Ahora necesito sacar partido de la ignorancia en que de esta nueva está la corte, y de la feliz tardanza de la noticia de la muerte del maestre de Calatrava...

—Tu antecesor.

—Asi lo espero, Ferrus. Tira el cordon que corresponde al cuarto del astrólogo, y retírate á esa cámara inmediata.

Hízolo Ferrus como se le mandaba. Apenas habia doblado tras sí las batientes hojas de la puerta, oyéronse los vacilantes pasos de [p. 69] una persona de edad que bajaba escalones con toda la prisa que sus cansados años le permitian.

—Entrad, dijo don Enrique, y se presentó en la habitacion el físico de su alteza Mosen Abrahem Abenzarsal, el mismo que en la corte de la mañana habia acompañado constantemente al Doliente rey. Su estatura era pequeña, su tez pálida y macilenta: brillaban sus ojos en su oscuro semblante como dos carbuncos en medio de las tinieblas de la noche; y era la espresion de toda su persona, malignidad y avaricia. Su mano descarnada y su barba larga le daban cierto aire de adusta gravedad. Su trage era un largo y ámplio balandran negro cogido con una larga correa: ayudábale á andar un nudoso y retorcido báculo semejante al baston pastoral, y una toquilla con dos plumas malamente colocadas encubertaba su calva zolloa.

—¿En qué puedo servir al ilustre y eminente...?

—Tregua á las lisonjas; nos conocemos, y entre nosotros no son necesarias.

—Sea en buen hora, conde, repuso con humildad el físico. ¿Habeis menester de mi ciencia y de las relaciones que con el espíri [p. 70] tu del ser conservo? ¿quereis consultar el curso de las estrellas...?

—En cuanto á las estrellas, Abrahem, no creo saber menos que vos. Dejemos á los astros del cielo recorrer tranquilamente su carrera, y no nos acordemos mas de ellos que ellos se acuerdan de nosotros. Otros astros mas humildes que cruzan sombriamente por esta esfera terrestre, haciendo sombra á mis vastos planes, son los que os será preciso desviar y no consultar.

—¿Quereis que amolde una semejanza de cera...? Señaladme la víctima: antes que la noche haya tendido sus densas sombras sobre el alcázar de Madrid veréisla concluída y atravesado el pecho con punzante almarada: una lámpara arderá delante de ella; cuando gusteis, una vez pronunciado el funesto conjuro, vos mismo apagareis el resplander mortecino, y el que os haya ofendido, bien pudiera estar en el apartado polo, caerá herido de invisible mano...

—Tregua, viejo miserable, tregua al torpe manejo de vuestra pérfida ciencia. ¿Creeis, por ventura, que tengo yo mi tiempo libre para oir vuestras impertinencias? ¿creeis que hablais con el imbécil don Enrique el [p. 71] Doliente, á quien su débil contestura arroja como una víctima inerme en vuestros groseros lazos? ¿creeis que he pasado años enteros sobre los triángulos y los crisoles, llamando inútilmente á ese espíritu de las tinieblas, para dejarme deslumbrar de vuestra impudente charlatanería? Guardad para el vulgo esa necia ostentacion, y acordaos de que es mas facil oir que adivinar.

Temblaba el viejo de mal reprimido corage, pero no osaba arrostrar la indignacion del impaciente Villena.

—Ea, Abrahem, dijo entonces don Enrique, mas sosegado con el terrible efecto que en el réprobo habian hecho sus tonantes espresiones, ¿cuánto oro habeis fabricado esta mañana?

—¿Oro? ¡Pluguiera al cielo! en vano he intentado encerrar en el crisol un rayo de ese sol que nos alumbra: él contiene la apetecida esencia del oro; pero el medio, el medio...

—¿No sabeis, pues, hacer oro con toda vuestra ciencia?

—Si supiera hacer oro, señor, ¿imaginais que fraguara, para ganarle, mentiras que algun tiempo yo mismo creí, pero que [p. 72] la esperiencia me obliga, en fin, á desechar tristemente?

—Bien, Abrahem: ahora os poneis en la razon: ahora hablais con el conde de Cangas. Ved: yo soy mejor alquimista. Sin andar á caza de la esencia del oro encerrada en un rayo del sol, yo hago ese precioso metal con los terrones de mis estados. Tomad esas doblas, añadió alargando al viejo, cuyos ojos brillaban ya de alegría, un repleto bolson de cuero, tomadlas: ese es el mejor conjuro: á la voz de ese no hay espíritu en el orbe que no responda.

—¿Y en qué puede serviros vuestro criado?

—Oid: ¿sabeis que os he elevado al alto favor que en la corte de don Enrique gozais?

—Con tu licencia, señor; mi padre Abrahem Abenzarsal era ya físico del rey don Pedro el Cruel...

—¿Y os sostendriais, Abenzarsal, en ese lugar, que creeis arrogantemente haber heredado, si el nieto del célebre y primer marques de Villena quisiese patentizar á la corte entera que vuestra existencia toda, vuestras palabras, vuestra misma persona, no son mas que una prolongada impostura [p. 73] ...?

—¿Pero esas preguntas...?

—Quiero asegurarme vuestra fidelidad. Conozco á los hombres. Son fieles cuando tienen interes en serlo. Escuchad ahora. Quiero ser maestre de Calatrava.

—¡Por Israel! Comprendo: un rayo de luz acaba de iluminarme, y la muerte de la condesa no es ya un enigma para...

—Pues os advierto precisamente que debe serlo hasta para vos...

—En buen hora, señor; no digas mas; confieso que no la entiendo. Pero hay ya un maestre, y no suele haber dos en ninguna orden...

—Precisamente eso es lo que todas las figuras cabalísticas no os hubieran revelado nunca á vos antes que á los demas. No hay ninguno.

—¡Dios de Abraham! Dos muertes en menos de...

—Con respecto al maestre Guzman, ese mismo Dios de Abraham que invocais tuvo á bien llevarle á mejor vida.

—¿Qué dices, señor?

—Ahora lo sabemos dos en Madrid. Vos y yo.

—¿Y creeis que Clemente VII [p. 74] ...?

—Clemente VII estará probablemente ahora donde el maestre...

—¡Qué de importantes noticias!!

—Don Pedro de Luna ocupa la santa silla de Aviñon. Ahora bien, ¿á qué hora vereis á su alteza?

—Debo asistir á su refaccion de la noche.

—¿Qué mas pudierais pretender? Deslumbrad á la corte. Alli podeis hacer uso de vuestra recóndita ciencia. Adivinad delante de su alteza las noticias que acabo de daros, y adivinidad tambien que el maestre de Calatrava ha de ser...

—Don Enrique de Villena.

—Justo. Mañana me ha de saludar el rey en la corte con ese pomposo título. Para el logro de nuestro fin es preciso que le conste al rey que no nos hemos visto.

—Nada mas facil. Ya sabes, señor, que la quebrantada salud del jóven rey me obliga á habitar, ciñéndome á sus mismas órdenes, una habitacion inmediata á la suya, y que todos ignoran que tengo una comunicacion abierta con vuestro laboratorio. Su alteza juzga que encanezco ahora sobre los crisoles, que consulto las estrellas sobre el éxito de la guerra de Granada, y que revuelvo [p. 75] á Dioscórides buscando remedios á su dolencia.

—Perfectamente. Esperad. Dos personas mas me estorban para mis fines...

—Ya sabeis que he recibido no ha mucho de Italia un pomo de aquella agua clara, mas cristalina que la que envian las sierras vecinas á esta villa, y que el que la llega una vez á sus labios no vuelve en sus dias á tener sed.

—Basta, Abenzarsal, basta. Si el estudio endurece de esa suerte el corazon del hombre, quemaré mis libros; viejo empedernido en el pecado, soy ambicioso; pero creo que hay un Dios, y juzgo que ya he hecho lo bastante hoy para haberle de dar cuentas largas y terribles el dia que se digne llamarme á su juicio,

—En ese caso...

—Oid. La una persona es un doncel de Enrique Doliente, un mancebo valeroso: las armas no pueden nada con él... pero es mozo de pasiones vivas; acaso manejándolas y volviéndolas contra él mismo...

—¿Se llama?

—Macías.

—¿Está en Calatrava?

[p. 76]

—En el alcázar, por mi desgracia.

—Prosigue, señor; la otra...

—Elvira, la muger de...

—Tranquilizaos. Vos ignorais acaso algunas circunstancias que derraman gran luz sobre mis ideas. Mañana os he de decir...

—No: hablad ahora.

—Bien: sabed que ese mancebo ha estado fuera de la corte por una pasion que le domina...

—¿Qué decís? Yo creí que mis servicios solo...

—Os equivocais.

—¡Ah! ¡de esa ignorancia nació mi error! Proseguid.

—Es bizarro, pero preocupado, supersticioso como los jóvenes todos de esa corte ciega y atrasada...

—Proseguid.

—En una ocasion halléle en mi habitacion: iba á consultarme sobre su horóscopo: examiné su temperamento, ardiente, arrebatado; hícele varias preguntas al parecer indiferentes; pero un jóven de veinte años mal hubiera pretendido encubrir su flaco á un hombre de mi esperiencia.

—Díjome sin creer decirlo que amaba, y [p. 77] de sus respuestas, que yo aparentaba despreciar, inferí que amaba á una dama casada...

—¿Casada?

—Mi prediccion fue vaga. Deseoso de informarme mejor, tomé tiempo para responderle mas claramente. Observéle entre tanto: de alli á pocos dias un ramillete cayó del pecho de una dama desde el corredor al patio de los leones de su alteza, recordareis que un caballero incógnito, armado y calada la visera, se precipitó á recoger el ramillete á riesgo de su vida...

—Adelante, Abrahem.

—El ramillete era de Elvira, el caballero Macías. En la corte, y entre los que no tenian antecedente ni interes alguno en observarlos, esta anécdota sonó dos dias, y se olvidó despues. De alli á poco anuncié al mancebo que un astro fatal le perseguia en la corte...

—¡Santo Dios!

—El crédulo mancebo me creyó y desapareció. No me cabe duda: ama á Elvira, y la ama como un frenético. Mas; debe de ser correspondido: la dama no pensó en recoger su ramillete. Creedme, le he examinado atentamente; es de aquellos hom [p. 78] bres en quienes el amor es siempre precursor de la muerte.

—¡Qué descubrimiento! ¿Y pensais que...?

—Pienso que si logramos poner en juego esa pasion, pienso que si el doncel no ha olvidado su amor, vuestros enemigos se destruirán por sí solos, sin que necesitéis cargar vuestra conciencia con un crímen.

—Hacedlo, Abenzarsal, hacedlo, gritó don Enrique fuera de sí: quitáisme un peso horrible.

—Un medio para reunirlos: una ocasion, y son perdidos.

—Un medio, una ocasion... es mas facil decirlo que...

—No importa. Una ocasion.

—Y que Hernan Perez...

—Sí: una vez impuesto Hernan Perez, su ruina es cierta; el escudero es osado, pundonoroso, valiente...

—¡Ah! pero me haceis recordar... si ha de envolver su desgracia la de mi escudero... mirad que me ha prestado servicios...

—Tranquilizaos, ilustre conde. ¿Qué mal le podrá avenir? ¿haber de encerrar á su muger en una reclusion para toda su vida? [p. 79] Supongo que sabeis que un esposo de tres años no se morirá de tristeza por tan terrible golpe... Vos erais tambien esposo y...

—Abrahem, Abrahem, ya os he dicho que no consiento alusiones en esa materia: dejadme tiempo á lo menos para reconciliarme conmigo mismo.

—Señor...

—En buen hora, concluyamos en ese asunto; pues vos me respondeis de mi inocencia y de la vida de mi escudero, de consuno buscaremos un medio para reunirlos, y acaso la Vírgen Santísima de Atocha, de quien soy devoto, nos le proporcione presto. Si lo consigo, ofrezco edificarle un santuario en la mejor villa del maestrazgo...

—Besad este escapulario, señor, que representa su efigie, dijo entonces el redomado físico, alargando el que del cuello traía pendiente, y ella y su Hijo nos ayuden.

—Amen, dijo levantándose don Enrique con aquella incomprensible mezcla de devocion y de impudencia, de religion y de vicios que distinguia asi á los hombres vulgares como á los mas ilustrados de la época, sin que dejemos de inclinarnos á creer que en hombres como nuestros dos inter [p. 80] locutores eran aquellas prácticas esteriores hijas solo de la costumbre. Amen, repitió, y apretando la mano del físico, separáronse con una afectuosa mirada de inteligencia; volvió á subir el astrólogo la escalera escondida, por donde habia bajado, para meditar en los medios de cooperar á los planes ambiciosos de don Enrique, y éste cruzó su laboratorio alquimístico en busca de Ferrus, que en la cámara impaciente le esperaba.

Ilustración de adorno



[p. 81] CAPITULO XVI.


Viendo aquesto un moro viejo

que solia adivinar...

suspirando con gran pena,

aquesto fue á razonar.

Canc. de Rom.

I nútil es decir á nuestros lectores que el físico Abrahem Abenzarsal contó en cuanto llegó á su aposento las relucientes doblas del de Villena, y que animado con su sonido vivificador, y con la esperanza fundada de merecer nuevas confianzas de la misma especie, coordinó sus ideas y estudió preventivamente el dificil papel que ante el rey de Castilla habia de representar de alli á poco. Llegada la hora, asistió como tenia de costumbre á la mesa frugal de su alteza, ora previniéndole los platos que debia comer y los que solo debia gustar, ora dando pábulo con sus bien estudiadas respuestas á la conversacion naturalmente seca y desabrida de Enrique III. Hubieron empero de chocarle tanto á su alteza las misteriosas pa [p. 82] labras con que salpicó la cena su médico, que no pudo menos de hacerle entrar en su cámara, y á presencia solo del buen condestable Rui Lopez Dávalos, que gozaba con él de la mayor privanza, y era no poco afecto á superticiones y hechicerías,—Abrahem, le dijo, tus palabras encierran esta noche un sentido que no acierto á comprender. Dime por tu vida si algun fausto acontecimiento se prepara para estos reinos, ó si alguna calamidad nos amaga, que podamos evitar con el favor de nuestro padre San Francisco, á quien venero particularmente.

—Vana es ya la intercesion de los santos, señor, cuando es pasada la hora del hombre.

Paróse aqui el inspirado varon, arqueó las cejas con siniestro mirar, dió un golpe en el pavimento con su nudoso báculo, y permaneció suspenso largo espacio, insensible á las reiteradas instancias del asustado monarca, que puesto en pie y descubierta la cabeza, pendia de su boca, ni mas ni menos que el reo que espera oir de la de su juez la temida sentencia. Llegándose entonces el astrólogo judiciario á una rasgada y gótica ventana, y examinado el cielo detenidamente,—No [p. 83] me engañaron, esclamó con voz hueca y sonora, que salia como un trueno de lo mas hondo de su agitado pecho, no me engañaron los infalibles cálculos de mi cábala. El astro, que ha presidido tan infausto dia, velado entre cenicientas y rojas nubes, acabó su diurna revolucion, y corrió á lanzarse en la inmensidad de los mundos, dejando tras sí sangrientas huellas de su funesto paso. ¡Oh rey! humilla tu frente soberbia: la iglesia de tu Dios, dividida y presa de un cisma prolongado, ve caer su columna principal; el sublime vicario de su ungido inclina la frente pálida, soltando sus sienes la triple corona que dignamente llevó, y sus débiles manos las llaves de Pedro y el anillo del Pescador.

—¡Dios mio! esclamaron á un tiempo el piadoso rey y el asombrado condestable; ¡Clemente VII!

—Sí; Clemente VII, continuó el energúmeno, ha pagado á la tierra el tributo de que solo un profeta de Israel, arrebatado por el fuego del cielo, pudo eximirse. Pero, esperad: veo levantarse sobre su asiento y calzar la sagrada sandalia á un ilustre aragonés: un rico-hombre de los de Luna [p. 84] es el elegido del Señor, á quien confia el timon de su nave zozobrante... Oh Benedicto, catorce de este nombre; á alta mision has sido llamado por el cielo. ¡Qué de lágrimas costará tu aragonesa condicion, tu invencible tenacidad, á los fieles divididos! En tí habrán de estrellarse los esfuerzos conciliadores de Urbano y del Sacro Colegio Romano.

—¡Don Pedro de Luna! esclamó vuelto hácia el condestable el sorprendido rey: ¡don Pedro de Luna! y arrodillándose ante una venerada estampa de las llagas de San Francisco, ¡oh portento! continuó; libradme, señor, de todo mal, y purificad mi alma si estas predicciones son hechas por arte de vos reprobado...

—Rey, interrumpió al oir este escrúpulo religioso el solapado Abrahem, el Dios del cielo y de la tierra no reprobó nunca la ciencia, si bien quiso descubrir á pocos sus recónditos arcanos. Los hechos que te refiero, ademas, no son predicciones de incierto porvenir, en cuya oscuridad no es dado siempre á los míseros mortales penetrar; á la hora esta, si es cierto que hablan los astros á los que poseen el don de [p. 85] entender su lenguaje sublime, Aviñon ha sido testigo ya de los grandes acontecimientos que te anuncio. ¿Ves aquella estrella, cuyo incierto resplandor parece querer apagarse con vacilantes oscilaciones, á la derecha de la osa menor, siguiendo la direccion de mi báculo? Parece lanzar sus mortecinos reflejos á la parte de Calatrava...

—Abrahem, ¿qué nueva desdicha...?

—Una columna de la cristiandad española yace derribada; el rayo contra el moro de Granada se estinguió. Acaba de entregar su espíritu al Señor...

—¿Guzman? preguntó con precipitacion el buen Lopez Dávalos.

—Sí: ¿veis aquella parda y manchada nubecilla que el viento del norte impele violentamente hácia el mediodia? miradla reunirse á los demas vapores que un resto del calor del dia levanta de la húmeda superficie de la tierra. El astro del virtuoso maestre se ha eclipsado para no volver á lucir jamas.

Al llegar aqui, un profundo silencio succedió á la tonante voz de Abenzarsal, y don Enrique y el condestable oraron fervorosamente por el alma del difunto maestre.

[p. 86]

—Si las señales de mi ciencia, continuó el físico, no han dejado de ser infalibles, sangre mas ilustre ha de reemplazar la del piadoso maestre, y el estandarte de Calatrava verá agregarse á su cruz roja las barras de Aragon. Otro aragonés llevará á la victoria á los valientes caballeros de Calatrava. El cielo ensalza á los hijos de don Jaime y un nieto del primer condestable de Castilla...

—Basta, interrumpió don Enrique III con voz desfallecida, basta Abrahem: los altos juicios de Dios son incomprehensibles, pero el tiempo viene á justificarlos. Ayer el voto de la orden de Calatrava hubiera apartado á ese nieto del primer marques de Villena del alto puesto á que está destinado. Un acontecimiento desgraciado, pero cuya causa, escondida hasta ahora, revelan tus palabras, ha llevado á mejor vida á mi muy amada doña María de Albornoz, y su afligido esposo ha quedado desatado de los lazos que le alejaban del maestrazgo. Dios la tenga en su santa gloria. Adoro tus fines, ó Providencia. Abrahem, decid, ¿habeis visto hoy al conde de Cangas?

—Señor, respondió con afectada sorpresa el hipócrita charlatan, tu alteza sabe que [p. 87] el estudio absorbe las horas todas de mi vida, y desde esta mañana no he cesado de consultar mis pergaminos en mi cámara inmediata á la tuya. Don Enrique por otra parte no se apartará de su estancia en estos momentos de luto para su corazon. No he visto, pues, al conde...

—No sabes en ese caso, repuso el rey, si está dispuesto á admitir el alto cargo á que el cielo le destina.

—No creo que haya pensado en ello siquiera; ni menos que pueda saber nadie en el alcázar todavia la triste muerte de don Gonzalo...

—Dices bien, Abrahem. Por otra parte, el nombre ilustre de mi pariente no puede menos de dar realce á la orden de Calatrava, y sus caballeros no opondrian obstáculo á tan acertada eleccion.

—¡Hágase la voluntad del Señor! respondió el taimado físico con solemne entonacion; é inclinando la cabeza, el recojimienio en que quedó pareció anunciar el fin de sus predicciones.

—Condestable, dijo el rey despues de una ligera pausa, mañana dispondreis que la corte se reuna. Quiero recibir á los emba [p. 88] jadores del Tamorlan y del rey de Francia. Abenzarsal, ayudadme á entrar en mi cámara: mis fuerzas se debilitan, y despues de la agitacion de esta noche necesito que las restaure un sueño reparador.

Llamó el condestable á los camareros de su alteza, y abriéndose las puertas de la estancia en que dormía, despidióse de él el primero: el rey de alli á poco, apoyado en el brazo de su físico favorito, desapareció, volviéndose á cerrar las hojas de la puerta, y quedando aquella parte del regio alcázar sumida en el mas profundo silencio.

Ilustración de adorno



[p. 89] CAPITULO XVII.


Yo os repto los zamoranos,

por traidores fementidos,

repto á todos los muertos,

y con ellos á los vivos,

repto hombres y mugeres,

los por nacer y nacidos,

repto á todos los grandes,

á los grandes y á los chicos,

á las carnes y pescados,

y á las aguas de los rios.

Canc. de Rom.

A un no habia conciliado el sueño el poderoso rey de Castilla, cuando ya el impaciente conde de Cangas y Tineo sabia palabra por palabra el coloquio que en el anterior capítulo dejamos descrito. A la mañana siguiente creyó ya del caso la llegada de la noticia de la muerte del maestre de Calatrava; tomó en consecuencia sus disposiciones para que el enviado, que precisamente habia llegado la víspera, y que él habia sabido entretener, se presentase en la corte de aquel dia, y esperó tranquilo el resultado de su artificio.

[p. 90]

El salon principal del alcázar donde tenia corte su alteza se hallaba ya ocupado en la mañana del dia, que tan fecundo prometia ser en notables acontecimientos, por algunos caballeros jóvenes donceles del rey, por varios pages de lanza y de estribo, y por los ballesteros que guardaban las puertas como prevenia la etiqueta del tiempo. Algunos caballeros cortesanos de los que no acompañaban al rey á la misa, que á la sazon oía: discurrian sobre las noticias del dia.

—¿Qué novedades, dijo un jóven de gallarda apostura y de pulido arreo á otro caballero que paseaba con él á lo largo del salon, qué novedades habeis recogido para vuestra corónica, señor coronista Pedro Lopez de Ayala?

—La principal, señor don Luis de Guzman, es la que de Sevilla me escribe el ginovés Micer Francisco Imperial.

—¿El de las trovas que comienzan Gran sosiego é mansedumbre á doña Angelina de Grecia, la princesa que ha regalado á Castilla el gran Tamorlan, del botin que cogió al turco Bayaceto?

—El mismo. Buen ingenio.

—¿Y qué os dice?

[p. 91]

—Díceme que el ginebrino que envió á buscar su alteza á París para componer el reloj de la torre de Sevilla, hálo compuesto á las mil maravillas, y que da todas las horas como antes de haberle caido el rayo hace un año.

—Cierto que es importante, porque no habia otro reloj tan maravilloso en Castilla, ni quien supiera componer aquella enredada máquina. Premiaránlo bien.

—Merece mas de diez mil maravedís. ¿Habeis oido, señor comendador, que acaba de llegar un demandadero de Calatrava?

—Por la Vírgen de Atocha que eso me interesaria, porque mi tio el maestre estaba malo...

—Sabeis que si muriese, lo que Dios no quiera, podriais pretender...

—Acaso. Pues nada oí: estuve jugando á las tablas...

—¡Ah! vos bohordais bien.

—Sí, ahora que no está aqui el doncel Macías: cuando está, nadie lanza con mas tino el bohordo, ni derriba mas veces el tablero. Cobróle aficion el rey solo por eso.

—¿Y qué es de Macías? ¡Bravo trovador y buen caballero!

[p. 92]

—Desde que está en comision del hechicero no se sabe de él. ¿Sabeis que ese hombre es el diablo, y que todo el que se le llega desaparece? Mirad ahora la condesa...

—¡Bah! como dice Rodriguez del Padron, el trovador gallego, amigo de Macías, ya se le podria hechizar á él con una buena lanza, porque, sea dicho sin ofenderle, se le entiende mas de lais , y virolais , que de achaque de encuentros. Ahora anda enseñando la gaya ciencia al marques de Santillana.

—Ese sí que es mancebo de sutil ingenio. El jóven don Íñigo Mendoza gusta mucho de letras, y ha de hacer con el tiempo mejores trovas que el mismo Alfonso Alvarez de Villasandino, y que el judío Baena... A propósito, ¿cómo lleváis vos vuestro rimado?

—Téngolo suspendido porque digo grandes verdades en él, y ya sabeis que en palacio...

—Oh, la verdad nunca gusta á...

—¡El rey...! dijo una voz que salia de las piezas inmediatas.

—¡El rey! repitieron dos farautes que entraban ya vestidos de ceremonia por las [p. 93] puertas del salon. Apartáronse los caballeros, y don Enrique subió á su trono, rodeado de los principales señores de Castilla, á cada uno de los cuales seguian los caballeros y escuderos de sus casas.

Ocupaba don Enrique de Villena, como tio segundo que era de su alteza, el lugar preeminente, si se esceptúa el del físico y el del condestable Dávalos, que á uno y otro lado pisaban el primer escalon del trono. Tenia el conde á su izquierda á su primer escudero y detras al juglar, y rodeábanle varios caballeros, en cuyos pechos lucian las cruces de Calatrava, en lo cual echará de ver el lector que no se habia descuidado aquella mañana en atraérselos con mercedes y distinciones para tenerlos favorables á sus miras. Vestía luto, pero su semblante mas anunciaba alegría que dolor, por mas que procuraba él disimularla,

—Chanciller, dijo don Enrique cuando se hubo sentado y saludado en derredor á sus cortesanos, ¿qué letras teneis?

—Acábanse, señor, de recibir estas.

—¡Ah! de Otordesillas, de mi esposa. Díceme doña Catalina que está próxima á su alumbramiento. ¿Paréceos, Abenzarsal, que [p. 94] tendrá Castilla que jurar un príncipe de Asturias, despues de haber jurado solemnemente á la infanta doña María mi muy amada hija?

—Pudiera ser, señor. ¿Qué mal habria en eso?

—Haced, condestable, que se dispongan tiros, y avisad á los pueblos de aqui á Otordesillas que se hagan grandes fogadas y ahumadas en las eminencias luego que las vean hacer en el pueblo inmediato, empezando Otordesillas mismo en cuanto su alteza dé á luz un príncipe. De esta suerte sabremos ese fausto acontecimiento pocas horas despues: dispondreis que no falten atalayas. ¿Hay mas?

—Señor, desea besar los pies de tu alteza el sublime Mahomad Alcagí, embajador del llamado gran Tamorlan.

—Que entre, dijo su alteza; y los cortesanos todos volvieron las cabezas con ansiosa curiosidad hácia la puerta, como quien iba á ver una cosa que no todos los dias se veía.

Entró efectivamente el tártaro con áspero continente al aviso de un page de antecámara. Acompañábanle al lado Payo Gomez de Sotomayor y Hernan Sanchez de Palazuelos, [p. 95] embajadores del rey de Castilla al Tamorlan, que habian vuelto con él despues de haber recorrido vastas regiones, climas apartados y diversas costumbres de paises.

Hablaba el bárbaro, y Sotomayor que en dos años que su larga embajada habia durado, habia tenido ocasion de aprender algun tanto su lengua, le sirvió de truchiman.

—El rey Tamurbec el honrado, Tabor Bermacian, mi señor, me envia á tí, rey de las ciudades y lugares de Castilla y de Leon é España. Dure tu tiempo y buena fama en noblezas generales y en gracias cumplidas. El rey mi amo, noticioso de la grandeza de tu reino, acepta la amistad y buena correspondencia que con tus embajadores le enviaste á ofrecer. El Profeta te sea en ayuda, y te dé sus saludaciones. En muestra de buena amistad, envíate el rey mi señor el presente de joyas y las dos hermosas damas, que te trage, para tu harem, que al hijo de Osmin ha cogido en la gran victoria que le ha ganado. El Rey de los reyes ha humillado la soberbia condicion del hijo de Osmin, y hoy en una jaula de hierro sirve de estribo al poderoso Tamurbec, rayo de Dios.

[p. 96]

—Recibo vuestra embajada, valiente Mahomad Alcagí, y no os doy respuesta, dijo don Enrique, porque quiero que tornen embajadores mios á vuestro amo y señor el muy honrado Tamurbec con mis cartas y presentes. Rui Gonzalez de Clavijo, añadió vuelto á este su camarero que entre la turba de cortesanos andaba oscurecido, quiero que vos y fray Alonso Paez de Santa María, maestro en santa teología, y Gomez de Salazar mi guarda, hagais este viage como embajadores mios.

Adelantóse entonces Rui Perez de Clavijo, y poniendo en tierra una rodilla,—Beso á tu alteza los pies, dijo, por la lisonjera distincion con que honras á tu vasallo.

Retiróse el embajador del Tamorlan, y salieron con él algunos caballeros, curiosos de preguntarle y saber las varias noticias que de tan luengas tierras y afamadas hazañas podia darles.

Entraron en seguida los embajadores del rey Cárlos de Francia, sexto de este nombre, los cuales digeron á su alteza despues de las primeras fórmulas de etiqueta, como se hallaba bastante malo el rey su amo de resultas de habérsele prendido fuego en un [p. 97] baile de máscaras á una piel de salvage de que iba vestido. Aseguraron despues á los cortesanos en confianza, que lo que en Francia mas se temia no eran las resultas de este accidente, sino que corria el rumor de que el buen rey Cárlos VI estaba á punto de perder la razon, que se habia observado ya muchas veces tal cual desatino en su conducta, que pasaba los dias enteros sin hablar, y otras estravagancias de esta especie. Estos embajadores trajeron en presente dos truenos grandes, como entonces se llamaban, que fueron la admiracion de los cortesanos, por haberse reducido ya á tan cortos límites una arma que habia empezado por no poderse usar sino en las murallas de una plaza sitiada, que se habia podido trasladar de un punto á otro despues por medio de una máquina convenientemente montada, y que ya podia manejar, y disparar casi un hombre solo, si bien con trabajo. Apreció mucho este regalo el rey Enrique, y despachó á los embajadores, los cuales volvieron para su tierra, no sin dejar alguna moda de las de su trage en la corte del rey de Castilla, pues eran muy galanos, y venian lindamente ataviados. Al [p. 98] dia siguiente salieron ya varios jóvenes donceles con el pantalon muy ajustado, y dos mangas perdidas recortadas como las habian visto en los embajadores: moderaron la barba que antes se dejaban crecer en derredor de la cara, porque los embajadores no la traían, y hubo quien sacó el zapato retorcido y puntiagudo, que entonces se llevaba, con mas de seis pulgadas de punta, ni mas ni menos que el asta de un toro.

Presentóse en seguida de los embajadores franceses un demandadero de Calatrava, el cual anunció á su alteza la infausta noticia de la muerte del maestre.

—La sabíamos, dijo el rey, y hoy mismo le nombraré sucesor.

—Hernan Perez, dijo el de Villena dándole con el codo.

—Entiendo, señor, contestó el taimado escudero.

Apenas se habia retirado el demandadero, cuando se dejó ver en las puertas del salon, precedida de dos dueñas vestidas de negro, una dama enlutada y con antifaz que le tapaba completamente el rostro. Grande fue la sorpresa de los cortesanos todos: examinaban detenidamente sus contornos, por [p. 99] ver si descubrian quién fuese la que de aquella manera se presentaba. Llegóse la tapada lentamente hasta los pies del trono, y prosternóse en actitud de esperar á que su alteza le diese licencia para hablar.

—Condestable, dijo curioso y admirado don Enrique, ¿por qué no me habeis prevenido que hoy nos las habiamos de haber con fantasmas? Vive Dios que hubiera preparado mi alma á recibirlas dignamente: ¿sabeis quién sea esta dolorida?

—Ha burlado sin duda la vigilancia de los ballesteros; si su presencia te incomoda, señor, harásela salir.

—Es muger, condestable, y su manera de presentarse encierra algun misterio que es fuerza aclarar. Alzad, señora, prosiguió don Enrique, alzad, y declarad qué causa estraordinaria os fuerza á venir de esta manera.

—¡Justicia, señor, justicia! esclamó con doliente voz la arrodillada dama.

—Alzad y contad vuestras cuitas, repuso su alteza: nunca el rey de Castilla negó justicia á nadie.

—Señor, prosiguió la dama levantándose y mirando en derredor con notable in [p. 100] quietud, como si buscase á alguien que apoyase la demanda que iba á hacer, señor, un crímen se ha cometido en tus dominios, en tu villa de Madrid, en tu propio palacio.

—¿Un crímen?

—Un crímen, y crímen destinado á quedar impune. Los poderosos que rodean insolentemente tu trono, validos de tu favor, son, señor los que infringen tu justicia, y los que la arrostran. Doña María de Albornoz, la ilustre condesa de Cangas y Tineo, ha sido asesinada...

—Lo sabemos, dueña, dijo don Enrique, y ya hemos dado nuestras órdenes para que se descubran los autores de tan horrible atentado.

—¿Los autores, señor? Uno hay no mas, y ese no corre los campos fugitivo á esconder como debiera debajo de la tierra su insolente rostro; ese se ampara en tu misma corte. Ese nos oye.

—¿En mi corte? dijo don Enrique mirando dudoso á todas partes. Agolpáronse al oir estas palabras los cortesanos para escuchar mas de cerca á la atrevida acusadora. Don Enrique de Villena, de cuyo semblante habia desaparecido su natural serenidad desde el mo [p. 101] mento en que habia columbrado el sentido de las palabras de la dama, la miraba con ojos indagadores, y afectando una curiosidad hija del interes que le convenia aparentar por el descubrimiento del perpetrador del asesinato de su esposa.

—Hernan, dijo en voz baja á su escudero durante la pausa que siguió á las últimas palabras de la tapada, Hernan Perez, ¿qué quiere decir esto?

Hernan Perez estaba tan inquieto como el conde; por una parte creía que la tapada no podia ser otra que una persona que muy de cerca le tocaba. Su voz aunque disfrazada, le habia hecho un efecto singular: por otra parte no podia concebir que se diese tal paso sin su noticia.—Señor, contestó al conde, sea lo que fuere, tu escudero no desmiente nunca su fidelidad.

—En tu corte, prosiguió la dama: él nos oye, y él recibe tus beneficios...

—Nombradle, dijo el rey, nombradle.

—Sí, añadió con voz trémula el de Villena echando el resto á su mal sostenido disimulo, ¿quién es?

—¡Vos! respondió una voz tonante, vos.

—¿Yo? preguntó don Enrique: ¿yo?

[p. 102]

—¡Don Enrique! esclamó el rey mirando alternativamente al de Villena y á la tapada.

—¡Don Enrique! repitieron en voz confusa casi á un mismo tiempo los señores todos que rodeaban el trono.

—¡Santo cielo! esclamó el agitado conde volviéndose al rey con ademan y gesto hipócrita. ¿No me bastaba, señor, que una fatal estrella me privase de mi esposa; era preciso que la calumnia se uniese á la alevosía, y que Don Enrique de Villena se viese asi ultrajado en tu misma corte y en tu presencia misma? Toma, señor, los honores que me has dado, recoge las distinciones con que me has honrado, toma esta espada, acepta esa banda que mal pudiera llevar con honor quien vió de esa manera el suyo atropellado...

—Serenaos, don Enrique, dijo tranquilamente despues de un breve rato de meditacion el rey justiciero, serenaos: conservad esas distinciones que tan bien os estan, y tened presente que la calumnia se embota en el inocente como la punta de la lanza en el bruñido peto.

—¿La calumnia? repitió mirando de nuevo en derredor la dueña desconsolada.

[p. 103]

—Dueña, dijo don Enrique entonces con entereza, ¿sabeis el nombre que habeis tomado en boca, y la persona á quien ultrajais...?

—La verdad nunca puede ser ultraje.

—¿Sabeis á ciencia cierta lo que dijísteis...?

—Juráralo si fuera menester.

—¿Qué caucion dais de vuestras palabras? ¿quién sois? ¿por qué venis tapada á acusar al delincuente? La verdad trae la cara descubierta á la faz del sol. La mentira es la que se esconde.

—¿Quién yo soy, señor? si pudiera decirlo no viniera de este modo. ¿No es posible que circunstancias personales me impidan descubrirme en público? Tomad, señor dijo entonces la tapada presentando á su alteza un anillo que en el dedo traía. Ese anillo puede decir quién soy algun dia.

Tomó su alteza el anillo y examinóle detenidamente.—¿Conoceis ese anillo, Abenzarsal, ó la seña que dice esa dama?

—Señor, dijo Abenzarsal al oido de su alteza, las piedras forman un nombre.

—Guardadle, pues.

—Ademas, señor, no trato de huir; pón [p. 104] gome bajo tu salvaguardia; sé que desde el punto en que tomo sobre mí esta acusacion mil peligros me rodean.

—¿Y sabeis, incauta dueña, que la pena del Talion espera al impostor...?

—Solo sé que el crímen debe denunciarse y desenmascararse al criminal.

—¿Sabeis que si os faltan pruebas, ó un caballero que sostenga vuestra acusacion, sereis puesta en tormento y...?

—¡En tormento! dijo espantada la dama volviendo á mirar en derredor con inquietud. ¡En tormento!

—A tiempo estais de desdeciros...

—Desdecirme... esclamó la dama enlutada clavando en don Enrique los ojos, que aparecian en medio de su antifaz como los relámpagos que rasgan la negra nube en medio de una noche tempestuosa, Jamas.

—En ese caso es forzosa la muerte del delincuente ó la vuestra.

—¡Nadie, nadie! dijo entre dientes la demandante mirando á las puertas, y escuchando con la mayor ansiedad. ¿No hay un caballero, esclamó entonces con despecho volviéndose á los cortesanos todos, no hay un cortesano siquiera del poderoso rey [p. 105] de Castilla que sepa empuñar una lanza por la inocencia, que salga por una muger?

Leve y susurrante murmullo corrió por la asamblea á esta invitacion desesperada. Pero lucian en los pechos y en los brazos de los mas caballeros jóvenes prendas del amor de sus damas: un caballero que tenia la suya no podia adoptar otra. No era ademas seguro que la acusadora no hubiese perdido el juicio, cuando con tan poco apoyo y favor osaba habérselas con el mas poderoso señor de Castilla. ¿Quién la conocia? nadie: ¿quién estaba seguro de no ser víctima del rencor del de Villena si tomaba la defensa de la advenediza?—¡Oh oprobio! ¡oh mengua! ¡oh caballeros! esclamó sollozando la desairada hermosa. ¡Hé aqui la corte de don Enrique III! Lo veo, aunque tarde: la inocencia no encuentra defensa entre los hombres. No importa. Insisto en la acusacion.

—Faraute, dijo entonces su alteza, haced vuestro deber.

Adelantóse un faraute, y en la fórmula del tiempo anunció tres veces en alta voz la acusacion hecha á don Enrique de Villena; preguntó si algun caballero tomaba la [p. 106] demanda de la acusadora, y succediendo á sus voces sepulcral silencio, intimó á aquella que en el plazo preciso de tres dias habia de presentar un defensor ó las pruebas de su acusacion, y que cumplido el plazo sin presentarle seria puesta en tormento y llevada al suplicio, donde le seria la lengua cortada y arrojada á los canes, despues de ella ajusticiada por calumniadora.

No pudo oir esta última parte de la intimacion la desolada dama sin exhalar un gemido de terror, y abandonándola sus fuerzas, dejóse caer en brazos de una de las dueñas que la habian acompañado.

Movido á lástima el rey al ver su situacion, alzóse en el trono, y puesto en pie,—Don Enrique, dijo, estoy seguro de vuestra inocencia, y el cielo en todo caso saldrá por ella. Aflíjeme sin embargo el estado de esa desgraciada, y la administracion de la justicia exige que yo satisfaga la vindicta pública. Dadme, Abenzarsal, ese anillo. Quiero yo mismo requerir por última vez un defensor, Ricos-hombres, caballeros, ¿quién de vosotros toma esta demanda? El caballero que se proclame su defensor recibirá este anillo como prenda de la dama que va á [p. 107] defender, y si sale con victoria de la prueba á hierro y demuestra en el palenque, con el favor de Dios, la verdad de la acusacion, que no creemos, este anillo le servirá de seguro para los dias de su vida: la persona que me lo presente logrará la gracia que pida, y su dueño será libre de toda pena en el momento de presentarlo. ¿Quién de vosotros toma la demanda de la acusadora?

—¡Yo! esclamó una voz estentórea que resonó fuera de la cámara todavia.

—¡Él es! gritó con penetrante alarido la enlutada, y el esceso de la alegría, pudiendo mas en su alma que el pasado dolor, la derribó sin sentido en brazos de sus dos dueñas.

Volvieron los ojos los cortesanos á mirar quién fuese el temerario que en tan arriesgada demanda se entrometia, y don Enrique de Villena, cuya alegría se habia manifiestamente conocido por algunos instantes, dirigió miradas de fuego y de incertidumbre hácia el advenedizo defensor de su acusadora.

Entraba éste ya por la cámara con ademan resuelto y pasos precipitados. Venia ar [p. 108] mado de pies á cabeza, y su sobreveste negra y su penacho del mismo color, que ondeaba funestamente sobre su capacete, parecian anunciar la muerte á todo el que se opusiese á su bizarro valor.

—Yo, repitió con voz fuerte entrando. Dirigiéndose en seguida hácia el trono, arrodillóse y pidió licencia á su alteza para tomar la demanda de la desconocida, fuese la que fuese.

Mirábanse unos á otros los circunstantes, y no sabian qué pensar de las aventuras de la mañana.—Condestable, dijo el rey volviéndose á Rui Lopez Dávalos, ¿será que hoy no hayamos de conocer á ninguno de nuestros vasallos? ¿qué decís, conde de Cangas, de este defensor? ¿le conoceis?

—No responderé nunca, señor, á la acusacion de dos enmascarados.

—¿Y respondereis á la mia? preguntó alzándose la visera el denodado mancebo.

—¡Macías! esclamó el rey. ¡Macías! repitieron asombrados los mas de los que presentes estaban. Don Enrique fue el único que sobrecogido de la ira y del terror, ni acertaba á pronunciar palabra, ni osaba le [p. 109] vantar los ojos del suelo, al cual se los habian hecho bajar mal su grado la seguridad y la audacia de las miradas de Macías.

—Perdóneme tu alteza, prosiguió éste vuelto á don Enrique el Doliente, si me hallo en tu palacio sin haberme presentado antes á recibir tus órdenes: tu alteza conoce mi lealtad, y solo poderosísimas causas pueden habérmelo impedido.

—Sensible es á mi corazon, doncel, que cuando os veo despues de tan larga ausencia sea para declararos contrario de mi muy amado pariente el conde de Cangas y Tineo, y para defender contra él una acusacion que estimo calumniosa.

—El cielo, señor, puede solo decidir esta querella.

—Aqui, pues, teneis dijo el rey presentando á Macías el anillo de la tapada, que ya habia vuelto en sí de su desmayo, la prenda de la dama que elegís.

—Perdóneme tu alteza, esclamó la dama arrojándose en medio del rey y de Macías: permite que no reciba de mi mano ese anillo hasta el dia en que haya de verificarse el combate. Yo informaré á la persona de tu confianza que elijas de mis circunstancias, y [p. 110] quedaré hasta que las sepas en tu poder, si necesario fuese. Como prenda de que os admito por mi campeon, aceptad este lazo, noble caballero.

Arrodillóse el mancebo, á quien palpitaba violentamente el corazon dentro del pecho, y mientras que su dama rodeaba su cuello con una banda negra que tenia por lema estas dos palabras bordadas: imposible , venganza :—¿Será posible, le dijo en voz baja, que insistais en ocultaros de quien ha de ser vuestro caballero, no solo acaso en la lid...?

Imposible , repuso por lo bajo tambien la tapada.

—¿Qué teneis, pues, derecho á exigir de mí...? repuso Macías.

Venganza , volvió á contestar la dama concluyendo de anudarle el lazo.

—Y bien, Macías, ¿teneis que pedirme alguna gracia? dijo el rey.

—Ninguna, respondió el doncel, sino que oiga tu alteza y apruebe mi desafio. Oid, ricos-hombres, caballeros y escuderos. Yo, Macías, doncel del poderoso rey de Castilla don Enrique III, á tí don Enrique de Aragon y Villena, conde de Cangas y Tineo, to [p. 111] mamos por testigos á todos los aqui presentes, te desafiamos de mal caballero, descortés y aleve, y te retamos á muerte como matador de tu esposa la muy ilustre doña María de Albornoz, á tí y á todos los caballeros de tu casa, á lanza ó á espada, á pie ó á caballo, mientras corra la sangre en las venas, renunciando á tu merced, como tu debes renunciar á la mia, y sobre esto Dios y la Vírgen de Atocha me ayuden. Á tí solo, ó á varios.

Al decir estas palabras arrojó Macías su guante. Gran suspension y silencio siguió á esta accion determinada.

—Conde de Cangas y Tineo, dijo el rey volviéndose á alzar en el trono y comenzando á bajar los escalones, Macías, mi doncel, ricos-hombres, caballeros, escuderos aqui presentes. Yo don Enrique, rey de Castilla, concedo el juicio de Dios á mi doncel Macías y á don Enrique de Villena para que en combate singular riñan cuerpo á cuerpo, y declaro traidor y aleve y digno de muerte al que fuere en la lid vencido si saliere del vencimiento con vida. Dios sea en favor de la inocencia y de la justicia. Conde, ¿qué haceis? añadió viendo que don Enrique inmóvil [p. 112] no recogia el guante que le habia arrojado su contrario.

—Espero, señor, que no permitirás que yo descienda de la clase en que el parentesco que nos une y los honores con que me has distinguido me han colocado para rebatir cuerpo á cuerpo con un simple doncel de tu alteza una calumnia que desprecio y...

—Si os empeñais, contestó el rey, picado, igualaré al doncel Macías...

—No es necesario, señor, replicó Hernan Perez adelantándose á recoger la prenda abandonada; no es necesario: yo la alzaré por mi señor...

—Teneos... gritó Macías poniendo un pie en el guante: sois escudero.

—Le armaré, dijo el conde, y será vuestro igual; y en tanto, Hernan, alzad el guante por mí. Ó yo ó vos. Bastamos cualquiera de los dos para castigar la insolencia del campeon de las damas desconocidas.

Iba á responder Macías á este sarcasmo, pero el rey, volviéndose á entrambos,—Conde, dijo, espero que vos, ó un caballero en vuestro lugar, sostendreis vuestra buena fama. Os hago maestre de Calatrava; espero que ni los caballeros de la orden ni [p. 113] su santidad desaprobarán esta eleccion que recae en mi misma sangre.

—Señor, dijo inclinándose con mal rebozada alegría el conde, estoy pronto á aceptar esta nueva honra si los caballeros de la orden...

—¡Viva el maestre don Enrique! clamaron tumultuariamente varios de los presentes.

—Bien, señores, bien, dijo el rey, no esperaba menos de mis leales caballeros de Calatrava, Á vos, Macías, os doy un hábito de Santiago, y os cubriré yo mismo. Habeis manifestado hoy valor y cortesanía. Espero que entrareis á mi cámara en cuanto os desarmeis.

Inclinóse Macías en señal de gratitud, y el rey se retiró diciendo al condestable:—Rui, me recordareis que debo fijar el dia del combate.—Vos, Abrahem Abenzarsal, encargaos de esa dueña en vuestra cámara hasta que órdenes posteriores mias os indiquen dónde puede permanecer durante el plazo que falte para el combate.

El físico en consecuencia intimó la orden á la dama enlutada, y la encaminó con un page á su cámara. Retiróse el rey, y con su [p. 114] marcha desaparecieron en pocos momentos los mas de los cortesanos.—No ha sido del todo feliz el dia, dijo Abenzarsal á don Enrique, que se retiraba con su escudero; pero no importa, son nuestros: haced por dirigir á la noche á Hernan Perez á mi cámara.—¿Habeis hecho algo? preguntó don Enrique.—Espero hacer.—Dicho esto se separaron por no dar sospechas. Don Enrique y su escudero se fueron, departieron acerca de los muchos sucesos buenos y malos que habian pasado aquel dia, y acerca de quién podia ser la dama, si bien muy pocas dudas les quedaban, y ya se proponia salir de ellas al momento el escudero.

Entre tanto rodeaban á Macías varios caballeros, quién á darle la bien venida, quién á preguntarle nuevas de Calatrava. Entre los muchos que se le acercaban, tocóle uno en el hombro con misteriosa familiaridad.

—¡Ah! sois vos, padre mio, buen Abrahem, le dijo Macías con un estremecimiento involuntario, y una nube de tristeza envolvió su frente.—Bien venido á la corte .—¡Á la corte!—Sí: á Dios, jóven osado.—Escuchad; esas palabras... me dijísteis, es [p. 115] verdad... ¡ corte , corte funesta! Á Dios.—¿No podeis esplicaros?—Ahora imposible: si quereis verme, al anochecer os esperaré en mi cámara.—¿Cierto, Abrahem? Esperadme.—Á Dios.—Á Dios.

Siguió el astrólogo con su aparente prisa la direccion de su cámara, y Macías, distraido, revolviendo mil confusas ideas en su imaginacion, quedó entre sus curiosos amigos, á quienes ni contestaba ya acorde, ni podia apenas atender. ¡Tal era la impresion que la palabra corte , pronunciada por el físico, habia hecho en su imaginacion!—Macías ha perdido la cabeza, iban diciendo sus amigos al despedirse de él: ese maldito hechicero, en cuyas comisiones ha andado, le ha turbado el juicio. ¡Habeis visto qué desconcierto! ¡qué distraccion! ó está enamorado, ó ha perdido el seso.

Ilustración de adorno



[p. 116] CAPITULO XVIII.


Melisendra está en Sunsueña,

vos en París descuidado,

vos ausente, ella muger.

Harto os he dicho; miraldo.

Rom. de Gaiferos.

E n cuanto habia llegado á su habitacion don Enrique de Villena, se habia despedido de él el escudero, ansioso de saber definitivamente si era su esposa la que por obsequio á la memoria de la condesa se habia presentado con tanta osadía en la corte del rey de Castilla. Pesábale en gran manera que hubiese cabido en la imaginacion de su consorte tan heróica determinacion, pero lo que con mas cuidado le traía, era la circunstancia de haber llegado tan á punto el doncel para tomar sobre sí su demanda, y la esclamacion de la tapada al oir la voz de su defensor, circunstancias entrambas que ligaba mal que bien con el músico de la noche anterior á la desaparicion de la condesa. Podia ser casual esta coincidencia; podian muy bien, su con [p. 117] sorte por amistad á doña María de Albornoz, y Macías por amor á esa misma, ó por cortesanía de caballero ocioso, encontrarse en el mismo camino. Esta reflexion sin embargo, no bastaba á declarar sus dudas, y pensó en el partido que deberia tomar si no encontraba á Elvira en su cuarto.

Sucedióle sin embargo lo que no pensaba. Llamó el escudero á su habitacion, y la primera persona con quien dió fue con el listo page, el cual con aire sumamente alegre,

—Buenos dias, le dijo, señor Hernan Perez; bien haceis en venir, porque desde que la señora condesa ha desaparecido no hay medio de alegrar á mi prima. Venid, venid á consolarla; mis esfuerzos todos son inútiles.

—¡Vuestra prima, señor page! dijo con asombro y gravedad el escudero. ¿Supongo que no os quereis burlar de mí?

—¿Yo burlarme, señor escudero: pésia mi alma? Para burlas estamos por cierto, y no se cesa de llorar hoy en esta habitacion. Entrad vos mismo y lo vereis.

Abrió Hernan Perez la mampara inmediata, y quedóse como de piedra cuando contra todas sus esperanzas vió levantarse al pre [p. 118] sentarse él á Elvira, que con afectuosas palabras

—Esposo, le dijo, cuán mal lo haceis conmigo; vos teneis secretos para mí, vos pasais los dias enteros lejos de mí: hoy, sobre todo, me habeis dejado sola, y sabeis que no tenia ya la compañía de la condesa...

—Perdonad, Elvira, si... yo... ya sabeis que... Pero nunca pudo decir mas el asombrado escudero. Su esposa estaba vestida de negro, sí, pero su ropa no manifestaba haber salido aquella mañana; por otra parte la dama enlutada habia quedado en palacio.

—¿Qué teneis? ¿Traeis alguna mala nueva?

—Sí por cierto, contestó mas repuesto Hernan Perez: os traigo la de que me he vuelto loco.

—Muy cuerdo lo decís.

—Jurára que os habia visto en otra parte...

—Puede...

—¿Cómo? ¿puede...?

—Tantas veces me habeis dicho que no me separo un punto de vuestra imaginacion, que me veis en todas partes tal cual soy... que... ¿no es cierto?

[p. 119]

—Sí, replicó mordiéndose los labios el desairado esposo. Pero esta mañana no os creí yo ver de ese modo. En fin, parece que estais aqui...

—¿Os estorbo, Vadillo? habladme con el corazon en la mano... ¿Quereis que salga efectivamente...?

—No, no es eso; es, es que me he vuelto loco, ya lo he dicho.

—Lindo humor traeis, esposo. Si hubiérais perdido una amiga, si os persiguiese una voz que os gritase continuamente en vuestro pecho: un crímen se ha cometido, y el criminal está impune ...

—¿Qué decís? ¿oís vos esa voz?

—Os digo que no puedo desechar de mi imaginacion que esa pobre condesa ha sido malamente muerta, y que una persona...

—¡Silencio! gritó con terror Vadillo.

—¡Silencio! ¿por qué? Esta noche lo he soñado.

—¿Qué habeis soñado?

—Tonterías; pero cuando está una afligida y prevenida por una idea... no sé qué efecto...

—Contad.

—Nada: soñé que habia estado en la cor [p. 120] te no sé por qué accidente, y que una dueña enlutada se habia aparecido á pedir justicia...

—Proseguid, dijo temblando Vadillo.

—Sus facciones eran las de la condesa, su voz la misma: arrojéme á abrazarla y...

—¿Vos?

—Yo, y me rechazó: “Aparta, dijo; estoy manchada de sangre: ¿no la ves correr aun?” Un chorro entonces pareció salpicarme toda y temblé... Pero ¡Dios mio! vos temblais tambien.

—No.

—Sí.

—Bien; sí... Estoy mortal, añadió para sí levantándose Vadillo: si habrá muerto efectivamente la condesa: ¿seria capaz conde...? ¡Que horror! Por otra parte conociéndome, si lo hubiera hecho, me lo hubiera ocultado... yo le afeé... ¡Dios mio! ¡Dios mio! ¿Yo he sido cómplice de un asesinato? La dueña enlutada no podia ser sino la sombra misma de la condesa. ¡Jesus! ¡Jesus! ¡Vírgen Santísima! gritó Vadillo fuera de sí.

—Esposo, ¿qué es eso? ¿Sabeis que empiezo á temer que sea cierta la pérdida de vuestra razon...? Contadme por Dios...

[p. 121]

—Nada; imposible: en dos palabras: ¿vos no habeis salido?

—¡Qué pregunta!

—¿No saldreis?

—¡Qué aire!

—A Dios, Elvira, á Dios. No me espereis hasta la noche. Asuntos de importancia me llaman al lado de don Enrique...

—¿Os vais? ¿Para eso habeis venido? Mirad...

—Bien sé que me quereis, que me sois fiel; soy un loco... pero... la condesa... ya sabeis... ahora dejadme por Dios, dejadme, vuestra presencia me hace mal.

Separóse al decir esto casi por fuerza de los brazos de su esposa, la cual quedó sollozando en un sillon con el page al lado.

—Esto es mejor, dijo el page. ¿Llorais de veras?

—Jaime, sí. Hace una tantas cosas contra su voluntad; las consideraciones del mundo...

—¿Cómo? ¿Lo decís porque teneis que agasajar y poner buen semblante á vuestro esposo?

—¿Qué dices, Jaime? preguntó lanzando un suspiro Elvira: ¿quién te ha dicho eso? [p. 122] es mentira, mentira. Yo amo á mi esposo; ni pudiera amar sino á él; ¡es tan bueno!

—Pues entonces, dijo el page, no os entiendo: yo por mí, si no os viera llorar, ahora me reiria, soltaria la carcajada.

—¿Por qué? ¿Por que una circunstancia desgraciada le ha puesto en el caso bien triste de no poder distinguir la verdad del engaño? ¿Por que una muger tenga mil veces que parecer artificiosa con su esposo, se habrá de deducir que éste es risible? Ah, Jaime, en todo engaño ten lástima siempre al engañador, que en realidad ese es el mas risible, y ese es acaso realmente el engañado.

Despues de esta pequeña reprimenda no osó hablar el pagecillo.

—Mira, Jaime, si va lejos ya Hernan Perez.

—Tan lejos que no le alcanzaria el mismo Hernando, que no hay corza que no alcance.

—Vamos, pues, page; no hay tiempo que perder: ya tienes tus instrucciones. Prudencia y silencio... Como la muerte, ¿estás?

—Como la muerte, respondió el page. Dichas estas palabras, Elvira y el page pasaron á otra pieza, donde no nos es lícito penetrar con ellos.

[p. 123]

Hernan Perez entre tanto recorria con mas terror que zelos las inmensas galerías del alcázar: cada pisada suya le parecia las de la condesa. Hay muchos hombres valientes, temerarios contra un millar de enemigos armados en un dia de batalla, y que perecen de terror ante la idea de un muerto y el recuerdo de una fantasma; que treparian los primeros á la brecha, y no subirian nunca solos una escalera oscura. En aquel momento Hernan Perez era de estos: el menor ruido que hubiera oido realmente, la menor sombra que se hubiera puesto delante de sus ojos, le hubiera derribado por tierra sin sentido. Tal traía él la imaginacion llena de ideas de muertes y apariciones, de sombras y emplazamientos. Llegó por fin á la cámara de don Enrique. Abrióla de golpe, y precipitóse dentro con los cabellos erizados y los ojos casi fuera del cráneo.

—¿Qué traeis, Vadillo? dijo levantándose don Enrique al ver el desorden de su escudero.

—Es su sombra, señor, es su sombra, repuso Vadillo mirando atras todavia, y procurando componer su semblante.

—¿Qué sombra? replicó don Enrique. [p. 124] Será la que hace vuestro cuerpo al pasar por delante de la lámpara de la galería.

—No es eso, señor, no es eso.

—¿Qué es, pues? esplicaos.

—Mi esposa...

—¿Vuestra esposa es sombra? ¿Qué decís?

Temblaba ya Ferrus de pies á cabeza con la esplicacion del escudero, y no sabia don Enrique qué creer de semejante asombro.

—Digo, señor, concluyó Vadillo reponiéndose, que la dueña enlutada no es mi esposa, porque mi esposa está en su habitacion, y mi esposa no ha salido ni saldrá...

—¿Estais seguro?

—Como estoy vivo.

—¿Quién puede entonces...?

—No puede ser, dijo Ferrus, sino...

—La sombra de la condesa, concluyó Vadillo.

—¿La sombra de la condesa? ¡Esa es buena! esclamó soltando una estrepitosa carcajada don Enrique de Villena.

—¿Te ries, señor?

—¿No he de reirme si habeis perdido entrambos la cabeza?

[p. 125]

—Ah, señor, repuso Vadillo, veo que si yo contara un sueño... En fin, quiero que me hayais referido de la condesa la pura verdad. ¿Estais seguro de que el encargado de...?

—Delirais, Vadillo, delirais. Verdad es que ahora pierdo yo el hilo de mis observaciones, y no sé... Puesto que decís que estais seguro de haber visto á vuestra esposa, confieso que no entiendo... De todos modos es necesario que vayais á buscar al astrólogo: os aguarda para darme una razon que espero con ansia. ¿Os atreveríais, ya que vais, Vadillo, á averiguar quién sea la tapada? ¿Tendríais resolucion...?

—Manda, señor, á tu escudero.

—Bien, pues yo confio á vuestro talento esa intriga: si el nigromántico lo sabe, os lo dirá; sino ved de tocar siquiera esa sombra, que como la toqueis, y como ella ofrezca cuerpo y resistencia, añadió riéndose don Enrique, podeis estar seguro, no quiero yo decir de que sea vuestra esposa, pero á lo menos, sí de que es persona; y á ser hombre como parece muger...

—Entonces, señor, yo os prometo que mi espada hiciera pronto la esperiencia. Perdona si el sobrecogimiento de una escena que [p. 126] he tenido tan rara, tan estraordinaria, me ha hecho parecer á tus ojos, señor...

—Vadillo, os he visto pelear; sé que teneis valor. Conozco por otra parte á los hombres: son débiles y miserables en todo. Una preocupacion es mas fuerte que cien ballesteros.

Iba á despedirse el escudero para la cámara del astrólogo; donde le esperaban acontecimientos mas estraordinarios cien veces que los pasados; pero don Enrique le detuvo para dar lugar, lo uno á las intrigas que debia preparar el nigromante, y lo otro porque entonces que en realidad le engañaba, una voz interior le gritaba que debia tratarle con mas amistad y consideracion que nunca. No debia faltarles tampoco que hablar desde que don Enrique era maestre, desde que iba á ser Hernan Perez caballero, y desde que el singular duelo de la mañana habia venido á complicar tan estraordinariamente los negocios y los intereses de los principales personages de nuestra verídica historia.

Ilustración de adorno



[p. 127] CAPITULO XIX.


Y despues de haber propuesto

su intento y sus pretensiones

á los de guerra y estado

que atento le escuchan y oyen,

en confuso conferir

se oye un susurro discorde,

que sala y palacio asorda

la diversidad de voces.

Rom. de Bernardo del Carpio.

C osa indudable es que don Enrique de Villena, una vez adoptadas sus ambiciosas ideas de elevacion, no perdonaba medio alguno de llevarlas á cabo, ni daba un punto reposo á su imaginacion, buscando trazas para asegurarlas. El alto puesto que anhelaba era sin embargo bastante apetecible para que se le ofreciesen naturalmente en el camino de sus intrigas temibles maquinaciones de sus enemigos y poderosos contendedores. No habrá olvidado el lector tan pronto, si es que ha llegado á tomar alguna aficion á los sucesos que le vamos con desaliñada pluma enarrando, aquel don Luis de Guzman, que paseaba [p. 128] el salon de la corte en la mañana de este mismo dia hablando con el famoso coronista Pero Lopez de Ayala. Si no ha olvidado á aquel caballero, y si recuerda el diálogo en que se le presentamos por primera vez, tendrá presente tambien que el coronista le habia designado como sucesor probable de su tio don Gonzalo de Guzman, último maestre de Calatrava. Llamábanle efectivamente á este alto puesto, en primer lugar su parentesco con el difunto, su vida egemplar é irreprensible conducta, el título de comendador de la orden, y la confianza que inspiraba á los mas de los caballeros. Era generalmente querido, y en realidad mas digno del maestrazgo que don Enrique de Villena, en aquella época, sobre todo, en que el valor solia suplir todas las demas calidades: teníale don Luis en alto grado, y habia dado de él repetidísimas y brillantes pruebas en las guerras de Portugal y de Granada, al paso que de don Enrique se podia sospechar fundadamente que no era su virtud favorita, pues nadie recordaba haberlo visto jamas en ningun trance de armas. Habia probado ademas don Luis que conocia los deberes todos de buen caballero en las diversas justas y [p. 129] torneos en que habia sido mantenedor ó aventurero; sabia manejar en todas ocasiones con singular gracia un caballo, rompia una lanza con bizarría, acometia con denuedo en la carrera, corria parejas con estrema donosura, cogia sortijas con destreza, y disparaba cañas con notable inteligencia. Don Enrique, por el contrario, empleaba todo su fuego en semejantes circunstancias en hacer una trova muy pulida y altisonante, en que cantaba las hazañas agenas, á falta de las propias. Pero era el mal que en la corte de don Enrique no habian obtenido todavia las trovas aquel grado de estima que en reinados posteriores llegaron á alcanzar; cosa en verdad que no dejaba de ser justa, si se atiende á que las trovas servian solo para matar el fastidio momentáneamente en un banquete de damas y cortesanos, al paso que una lanza bien manejada derribaba á un enemigo; y en aquellos tiempos belicosos eran mas de temer los enemigos que el fastidio.

Las intrigas de don Enrique habian impedido que este mancebo generoso supiese á debido tiempo la infausta nueva de la muerte de su tio. La primera noticia que de ella tuvo fue la que en pública corte recibió, y [p. 130] en el primer momento la sorpresa de no haber sido de ella avisado, circunstancia que no acertaba á esplicarse á sí mismo facilmente, y el dolor le embargaron toda facultad de pensar y abrazar un partido prontamente. Sacóle empero de su letargo la eleccion que hizo el rey de su pariente para succeder en el maestrazgo, é indignóle aun mas que semejante nombramiento la bajeza con que se adelantaron varios caballeros de su orden á proclamar casi tumultuosamente al conde. Mal podia sin embargo en aquella circunstancia manifestar su agravio, ni menos oponerse á la dicha de su competidor. Aunque lo hubiera intentado, hubiérale sido muy dificil pronunciar una sola palabra, porque debemos añadir á lo que de su carácter llevamos manifestado, que tenia tanto don Luis de cortesano, como don Enrique de valiente. Todos sus conocimientos estaban reducidos á los de un caballero de aquellos tiempos: habíanle enseñado en verdad á leer y escribir, merced á la clase elevada á que pertenecia; pero cuando no tenia olvidado él mismo que poseía tan peregrinas habilidades, que era la mayor parte del tiempo, no comprendia por qué se habrian empeñado sus [p. 131] padres en hacerle perder algunos años en aquellos profundísimos estudios, que no le podian ayudar, decia, á rescatar una espuela ni el guante de su dama en un paso honroso. ¿Qué cota por débil que fuera, que almete por mal templado habia cedido nunca á la lectura de un pergamino por bien dictado que estuviese, ó al rimado de una trova por armoniosa que sonase? Despreciaba asimismo las galas del decir, y el elegante artificio de la oratoria, porque solia repetir que él llevaba la persuasion en la punta de su lanza, y efectivamente habia convencido con ella á mas moros que los misioneros que iban continuamente á Granada; éstos no solian sacar otro fruto de su peregrinacion cristiana que la palma del martirio, la cual podia ser muy santa y buena para su alma; pero no daba un solo súbdito á la corona de Castilla, sino antes se lo quitaba. Bien se ve por este ligero bosquejo que era don Luis hombre positivo, y que no hubiera hecho mal papel en el siglo XIX . En esta candorosa ignorancia, y en la fuerza de su brazo, consistia su popularidad, porque entonces como ahora se pagaba y paga la multitud de las cualidades que le son mas análogas, y que le [p. 132] es mas facil tener: en ellas tomaba su orígen el carácter impetuoso y poco ó nada flexible de don Luis; cuando oyó la eleccion que habia hecho el rey Doliente, miró á una y otra parte todo asombrado, como si no pudiese ser cierta una cosa que no le agradaba, enrojecióse su rostro, cerró los puños con notable cólera é indignacion, miró en seguida al rey, miró al conde de Cangas, miró á los caballeros calatravos que le proclamaban, encogióse de hombros, y sin proferir una sola palabra salióse determinadamente de la corte, accion que en otras circunstancias menos interesantes hubiera llamado estraordinariamente la atencion de los circunstantes. Nadie sin embargo la notó, y el ofendido caballero pudo entregarse libremente al desahogo de su mal reprimida indignacion. Hubiera él dado su mejor arnés y su mejor caballo por haber sabido el golpe que le esperaba en el momento aquel en que la acusadora de su rival habia apostrofado á los caballeros presentes en favor de su demanda. No hubiera sido Macías entonces el que se hubiera llevado el honor de salir por la belleza; porque es de advertir que la acusacion, que, como á todos, le habia pareci [p. 133] do inverosímil en el instante de oirla, comenzó á tomar en su fantasía todos los visos no solo de verosímil, sino de probable, y hasta de cierta desde el punto en que se vió suplantado por el que era objeto de la querella. Es evidente, dijo para sí, que don Enrique es un fementido: mientras mas lo pienso, mas me convenzo de su iniquidad. ¡Felonía! ¡matar á una muger!!! Desde que hizo este raciocinio hasta el dia de su muerte, don Luis de Guzman no pudo admitir jamas suposicion alguna que no fuese en apoyo de esta opinion: era evidente para él que don Enrique habia matado á su esposa, y aunque la hubiera vuelto á ver de nuevo buena y sana, cosa que no sabremos decir si era facil ya que sucediese, hubiera dudado primero de sus propios ojos que del delito de don Enrique. Asi juzgan los hombres, y los hombres exaltados sobre todo.

Llegado don Luis á su casa, llamó á su escudero, y le dió el encargo de convocar á los caballeros de Calatrava en quien mas confianza tenia, y que no habian asistido á la corte de aquel dia. Mientras que el escudero partió á desempeñar su delicada comision, quedó don Luis paseando á lo largo su habi [p. 134] tacion, y maquinando cómo podria asir la dignidad que acababa de deslizársele entre las manos.

De alli á poco comenzaron á ir llegando los caballeros de Calatrava, llamados unos, de su propia voluntad otros, al saber la escandalosa novedad que en la orden ocurria. Varios entre ellos tenian el mismo motivo de agravio que don Luis, es decir, que no podian alegar mas causa de su enemistad á don Enrique que el haber éste conseguido lo que ellos para sí deseaban: estos tales se hubieran reunido igualmente con Villena contra don Luis si hubiera sido éste el afortunado. El amor propio ofendido y el deseo de derribar al poseedor eran su único objeto al reunirse, cosa que sucede comunmente en los mas de los conspiradores y descontentos. No sucedió, pues, en esta ocasion sino lo que suele siempre suceder en casos semejantes; pero habia una circunstancia favorable para ellos esta vez: á saber; que Villena prestaba mucho campo á la oposicion, de suerte que en realidad no eran sus enemigos los que tenian ventaja, sino él el desventajado.

No tardaron mucho tiempo en hallarse reunidos en la casa posada de don Luis Guz [p. 135] man mas de veinte entre caballeros y comendadores de Calatrava. Seguia paseándose en silencio el desairado candidato, y solamente una seca inclinacion de cabeza, y un ademan mas seco todavia, con que hacia seña de ofrecer asiento, marcaban de cuando en cuando la entrada de un nuevo concurrente. Al ver tan distraido y preocupado al dueño de la casa, sentábase cada cual, y esperaba con humilde resignacion á que tuviese por conveniente romper tan incómodo silencio: lo mas á que se estendia el atrevimiento en tan solemne reunion, era á preguntar en voz imperceptible alguno á su compañero y adlátere el objeto de aquella misteriosa asamblea. Luego que le pareció á don Luis suficiente el número de sus oyentes, soltó la rienda á su desnuda elocuencia con toda la seguridad de un hombre que está muy lejos de imaginar que puedan reprochársele las frases que usa, ó vituperársele los vocablos que para espresar sus ideas adopta.

—¡Por Santiago, caballeros de Calatrava! esclamó: que hoy luce un dia bien triste para nuestra orden. Dia de oprobio, dia que no saldrá facilmente de vuestra memoria. Un rey débil, un rey enfermo, un rey en cuya [p. 136] mano estaria mejor la rueca de una dueña que la lanza de un caballero, osa atropellar vuestros fueros y privilegios, y ¡voto va! que no luce bien la cruz roja en un pecho dispuesto á sufrir humillaciones. ¿Sabeis lo que es honor, caballeros de Calatrava? se interrumpió bruscamente á sí mismo el comendador, parándose de pronto en su paseo, como hombre que ha perdido el hilo de un largo discurso que trae mal estudiado, y que se decide por fin á reasumir en una sola frase enérgica y terminante todos sus cargos y argumentaciones: ¿sabeis lo que es honor, caballeros de Calatrava?

A la primera enunciacion de este inesperado apóstrofe, dejóse percibir sordo murmullo de desaprobacion en el auditorio, y poniéndose en pie uno de sus principales oyentes,

—Duda es esa, señor don Luis de Guzman, que cada uno de los que mirais aqui reunidos á vuestro llamamiento sabria desvanecer bien presto, á no ser vos el que la anunciais. Ignoro los motivos que podeis tener para haber llegado á darle entrada en vuestro corazon, pero yo en mi nombre, y en el de todos los presentes, os ruego que os sirvais esponernos brevemente la causa que á [p. 137] esta convocacion os mueve, y á declarar qué habeis visto en los caballeros de la orden que provoque tan alta indignacion. Espada tenemos todos, y en cuanto al valor, no será esta la primera ocasion en que probemos que no estamos acostumbrados á sufrir ultrajes impunemente.

—Nunca dudé, contestó don Luis con la satisfaccion de un hombre que ve abundar á sus oyentes en sus mismas opiniones, nunca dudé de vuestro valor. Como comendador mas antiguo, como pariente de nuestro buen maestre, que acaba de fallecer en Calatrava, he creido tener derecho á convocaros cuando se trata de los altos intereses de la orden, y de evitar acaso su ruina.

—¿Su ruina? esclamaron á una todos los caballeros.

—Su ruina, sí, repitió Guzman, su ruina. Hoy ha llevado un golpe que tarde ó nunca se reparará. Varios de vosotros lo habeis oido. Escuchadlo los demas con espanto y con indignacion. No se espera ya á que los caballeros de la orden, reunidos en su capítulo, pongan á su cabeza, movidos de justas razones, al caballero mas perfecto, mas esperimentado en las lides, mas prudente en los [p. 138] consejos. No: un rey por sí y ante sí, atropellando nuestros mas sagrados derechos, eleva á la dignidad que mil hechos heróicos, que una larga vida de virtudes bastan apenas á merecer, ¿á quién? á un hombre cuyo penacho no sirvió nunca de guia á los valientes en una batalla, á un hombre que nunca dió el primero ni oyó resonar en torno suyo el grito de ¡Santiago cierra España! Á un hombre que ha trocado la lanza por la pluma cuyo campo de batalla es una mesa cubierta de inútiles pergaminos; que no ha vencido nunca sino las necias dificultades de lo que llama él rimas. Á un hombre, caballeros, de quien con fundada razon se dice que tiene inteligencia con los espíritus, y que...

—¡Qué horror!

—Oidlo, sí, con escándalo, nobles compañeros. Ese es el hombre que nos destinan por maestre: un afeminado cortesano, un intrigante ambicioso, un rimador, un nigromante en fin...

—¡Fuera, fuera! gritaron á una los caballeros, cuyos ánimos iba templando ya el calor comunicativo y la natural elocuencia de la pasion que dominaba en el comendador.

—¿Lo sufriremos? continuó don Luis, [p. 139] como una piedra que caida de una altura desmesurada sigue rodando largo espacio despues de llegada al llano, ¿lo sufriremos? Yo por mí, nobles caballeros, juro á Santiago de no dormir desnudo y de no comer pan á la mesa mientras que vea la orden á su cabeza al... al... ¿para qué callarlo en fin? al asesino de su esposa.

No necesitaban ni tanto ya los caballeros reunidos en casa del comendador para acabar de perder la poca sangre fria que les quedaba. La última frase del orador produjo el efecto de una chispa lanzada en medio de un monton de estopa seca. Veíase lucir en todos los semblantes la misma animacion que en el de Guzman; todos provocaban y escitaban mútuamente su cólera con la relacion de las ofensas que en aquel momento se figuraba cada cual haber recibido ó del rey Doliente ó del intruso maestre. Inútil es decir si se recapitularon largamente las calidades del conde de Cangas. Habia quien lo habia visto horas enteras evocando los manes de los difuntos en un cementerio en compañía del judío Abenzarsal; habia quien le habia visto sepultarse en una larga redoma y desaparecer á los ojos de los circunstantes; y hasta se llegaba á [p. 140] probar que habia estado en mas de una ocasion en dos partes opuestas á un mismo tiempo: lo cual, como convinieron todos, no podia obrarse sino por arte del demonio, si se atiende á que cada uno no suele tener en el mundo mas que un cuerpo; ahora bien, era cosa sabida que el demonio no hace nada de valde, circunstancia que podria hacerle pasar perfectamente por escribano ó agente de negocios; de lo cual era forzoso inferir que don Enrique le habria vendido su alma, si bien no habia entre tanto ilustre caballero quien osase descifrar las ventajas que al demonio le podian resultar de poseer el alma de don Enrique de Villena, tanto mas cuanto que á todo tirar no era realmente de las mejores.

Quedó sin embargo establecido por punto general; primero, que don Enrique habia sido, era y seria eternamente nigromante por pacto con el demonio: segundo, que habia sido asimismo, era y seria eternamente el asesino de su esposa, lo cual habia de ser irremisiblemente cierto, mas que no hubiese tal demonio, ni tal esposa muerta, cosas para nosotros, si hemos de decir verdad, igualmente dudosas.

[p. 141]

Resueltos estos dos puntos principales, era consecuencia forzosa el resolver la deposicion del maestre: esto en verdad ofrecia mas dificultades, pero la imaginacion las superó; convínose primeramente en que don Luis de Guzman quedaria en la corte para esponer reverentemente á su alteza que los estatutos de la orden de Calatrava determinaban que solo pudiese ser nombrado el maestre por eleccion de los caballeros y comendadores reunidos en capítulo; y que para ganar tiempo mientras se recababa de su alteza la revocacion del nombramiento ilegal, saldrian varios de los caballeros presentes en calidad de emisarios á los diversos puntos donde habia fortalezas y castillos de la orden para evitar que se reconociese y prestase juramento de pleito homenage al conde de Cangas. Uno sobre todo debia ir y declarar al clavero de la orden residente en Calatrava que era la voluntad del mayor número de los caballeros que siguiese desempeñando las funciones de maestre, lo cual ademas le suplicaban rendidamente por el bien de todos, mientras que se procedia á la eleccion del que hubiese de ser válida y legalmente nombrado.

No perdieron, pues, instantes preciosos, [p. 142] y antes de anochecer los caballeros habian hecho voto solemne de llevar adelante su empresa, mientras que estuviese pegado el puño de la espada á la hoja, y mientras que corriese una gota de sangre por las venas: todos habian ofrecido al santo de su devocion el don que les parecia mas grato á sus ojos, y se habian separado, despues de conferidos poderes á cada uno de los emisarios en nombre de aquella junta, que llamaron capítulo estraordinario , y al cual supusieron igual poder que al capítulo general, en vista de la urgencia y apuro de las circunstancias en que se habia celebrado.

Verdad es que tampoco se habia dormido don Enrique de Villena, á quien no se le ocultaba que podria encontrar una enérgica oposicion en los caballeros; antes disponiendo de varios de los que se habian pronunciado en su favor en la corte de aquella mañana, tomó igual providencia enviando á Calatrava á Alhama, y á otros puntos emisarios que le dieran á reconocer, que animasen á los tibios con promesas de adelantamiento, ganasen á los descontentos con plazas efectivas de comendadores, y enardeciesen á los amigos para que no pudiese en ningun [p. 143] caso ser contraria á la eleccion de su alteza la eleccion del capítulo, que bien sabia él que se necesitaba para la tranquila é indisputable posesion del apetecido maestrazgo.

Dejemos empero á los emisarios de uno y otro corriendo los campos de Castilla, y llevando de una parte á otra órdenes contradictorias, y volvamos á seguir el hilo de las maquinaciones, de que era teatro la parte del alcázar destinada á las habitaciones de su alteza y de sus mas allegados servidores.

Ilustración de adorno



[p. 144] CAPITULO XX.


Quien esto vos aconseja

vuestra honra no queria.

Rom. de don García.

E mpezaba á anochecer cuando el astrólogo Abrahem Abenzarsal, paseándose en su laboratorio con notable inquietud, parecia esperar á alguna persona, ó el éxito por lo menos de alguna de las muchas intrigas en que le tenia embarcado á la sazon su desmedida avaricia.

—¿Si habré cometido una imprudencia? decia. ¡Oh! á mi edad seria imperdonable. ¡Los motivos que me espuso fueron tan poderosos y tantas sus lágrimas, tan eficaces sus ruegos!! No sé qué principio de condescendencia hay en el corazon del hombre, el mas duro, el mas empedernido, el mas viejo, para con una muger, y una muger hermosa y jóven que suplica... pero... alguien viene... ¡Ah! No cometí imprudencia alguna.—Señora, me hallais en la mayor inquietud... estaba anocheciendo ya...

[p. 145]

—Os dí mi palabra, respondió la dama, que entraba, é hicísteis mal en estar con cuidado. Pero os advierto lo mismo que esta mañana os advertí: bien conoceis cuán dificil es que en mi posicion pueda continuar semejante enredo. Os he dicho ya que las razones que á ocultarme me obligaron nada tenian de comun con su alteza; muchas veces no se puede hacer una obra buena á cara descubierta; las posiciones de la vida... En fin ya me habeis comprendido. Espero, pues, que si no habeis hablado á su alteza, le hableis cuanto antes os sea posible.

—Esta misma noche, señora, podreis retiraros. Una vez que sepa su alteza quién sois, ¿qué inconveniente podrá haber...?

—¡Qué agradecida debo estaros, sabio Abrahem!

—Vuestra estancia aqui es ahora indispensable. Su alteza pudiera querer veros, y sus órdenes han sido tan terminantes... Por otra parte no es de estrañar que quiera tomar con la acusadora de su querido pariente todas las medidas que la prudencia indica, sobre todo cuando no presenta acusacion tan atrevida vislumbre alguna de verosimilitud.

[p. 146]

—¿Vos tambien, Abenzarsal, vos que conoceis á don Enrique de Villena...?

—Porque le conozco, señora, no le creí nunca capaz de un...

—De todo, Abrahem, de todo.

—Veo que os hace obrar, señora, algun resentimiento particular... ¡Oh! sabido es que el conde fue siempre aficionado en demasía á las bellas...

—De nada le hubiera servido esa aficion para conmigo...

—Conozco vuestra virtud... pero pudiera muy bien...

—¿Sí? ¿y qué? ¿para qué negarlo? largo tiempo duró su persecucion; pero si alguno de los dos puede aborrecer al otro por ese recuerdo, él es y no yo...

—Lo sé, señora...

—Por lo que á mí hace, me ha movido la amistad que á la condesa, mi señora, siempre he profesado, y el cielo; no otras consideraciones. Las que puedan moverle á él contra mí me interesan poco, Abenzarsal. Hállome bajo la proteccion de las leyes, bajo la salvaguardia de mi estado, bajo la custodia ahora de su alteza mismo.

—Decís bien, hermosa dama. Perdonad [p. 147] me si no entro ahora mismo á hablar por vos á su alteza; pero tengo para mí que ha de estar en su cámara todavia su doncel favorito, cuya larga ausencia no podia menos de dar lugar ahora á largas entrevistas. ¿Conoceis supongo al doncel Macías? ¡pero qué distraccion! es vuestro defensor.

—Sin embargo, respondió la dueña cubriéndose el rostro con su abanico morisco, nunca le hablé...

—¿No?

—Ya visteis que su presencia en la corte no tenia indicio de cosa premeditada de consuno. La casualidad sin duda le trajo... á tiempo que ningun caballero de la corte de don Enrique queria arrostrar por una débil muger el poder del insolente Villena.

—Y su bizarro valor fue en ese caso y su cortesanía lo que le obligó á...

—¡Oh! eso no es nada. Mas es de admirar la cobardía de los demas caballeros que su valor. Ese es deber...

—No sereis vos sin embargo, prosiguió el astuto astrólogo, la que negareis al único caballero que os ha librado del riesgo en que estabais las brillantes y peregrinas dotes que Castilla toda le concede...

[p. 148]

—Ciertamente, no. ¿Sabeis qué hora es?

—Aqui teneis el arenero... Un solo defecto suelen encontrarle...

—¿A quién?

—Al doncel.

—¿Y cuál? repuso la dama afectando una indiferencia que por cierto no sentia.

—Nada; dícese que nunca se le ha conocido dama alguna: sin embargo tiene edad ya de enamorarse.

—¿Quién sabe si lo estará realmente? ¿Es forzoso decir á gritos...?

—No; pero sabeis que á su edad es raro el caballero que no puede llevar un mal lazo, una banda, prenda del amor de su dama. Hasta es desdoro. Como no sea que adore en secreto á alguna belleza cuyo mote no pueda llevar...

—¿Qué decís?

—Ó es eso, señora, ó es que el doncel no es sensible sino al aguijon de la gloria. En ese caso su galantería seria pura caballerosidad...

—¿Estará ya solo su alteza? interrumpió la agitada dama.

—Paréceme, señora, que teneis interes en interrumpir la conversacion del doncel... [p. 149] ¿Seria yo indiscreto al hablar delante de vos...?

—Oh, no, no, nada de eso; hablad de él como pudierais de cualquiera otro. Solo me relaciona con él el vínculo de la gratitud que recientemente me ha merecido.

—Solo una cosa tenia que añadir, en el supuesto de que esta conversacion no os incomode... ¿Estais inquieta?

—No, os he dicho que no: estoy tranquila. ¿Por qué no habria de estarlo?

—Digo, pues, que acaso ahora con ser vuestro caballero...

—¡Mi caballero!

—Forzosamente ha de serlo.

—Sí; mi campeon; repuso la enlutada con un suspiro escapado del pecho á su pesar.

—Como querais. La posicion en que está para con vos, ese misterio que os empeñais en guardar, la compasion que inspirais, y el entusiasmo al mismo tiempo á que inclina el hermoso rasgo de amistad que habeis...

—No me lisonjeeis, y acabad.

—Todo eso, pues, hará nacer acaso en su imaginacion ideas que no habrá tenido nunca tal vez, y en su corazon una aficion...

—Perdonad, Abrahem, si os interrumpo [p. 150] pero admiro vuestra penetracion. ¿Habeis conocido antes en mi rostro que me sentia incomodada...?

—¿Será cierto? esta conversacion...

—No, la conversacion no, repuso la dama reclinándose; pero la agitacion del dia, la precipitacion ademas con que he tenido que andar no me ha permitido tomar alimento y siento una debilidad...

—¿No os decia yo? la palidez de vuestro rostro me lo anunciaba. Ved qué necio, y yo creía que era la conversacion... ¡Qué tontería! Ya veo que el dia que habeis traido hoy es mas que suficiente motivo...

—Decís bien.

—Ya sabeis que mi primera ciencia es la de curar, si quereis seguir mis consejos...

—¡Ah! ¿Creeis que esta debilidad...?

—¿Quereis tomar algun alimento?

—Me será imposible...

—Verdad es... Si quisierais una bebida cordial que os diese fuerzas...

—¿Teneis...?

—Yo mismo os la prepararia... Os daria descanso y fuerzas.

—Como gusteis, Abrahem.

—La tomareis, dijo el físico, preparan [p. 151] do unas yerbas, y podreis descansar un rato aqui mientras que paso á hablar á su alteza.

—Pero en vuestra ausencia...

—No temais: nadie viene á mi cámara: el estudio y el retiro en que vivo alejan de mí las visitas que pudieran turbar vuestro reposo. Ningun sitio del palacio mas seguro que este: su inmediacion á la cámara del rey, las muchas guardias que custodian las próximas galerías...

—No, no es que tema ningun peligro; pero...

—Perder el miedo; por otra parte teneis vuestro antifaz, que puede en todo caso guardaros de la indiscrecion, y vuestras dos dueñas esperan vuestras órdenes en mi antecámara. A la menor voz, ellas y los ballesteros...

—Decís bien.

—Perdonad si vuestros mismos intereses me obligan á dejaros sola en mi habitacion; mi ausencia será corta.

—Eso deseo.

—Tomad, pues, señora, esa bebida.

—¿Pero me respondeis de su eficacia...?

—Estoy seguro de ella: apuradla.

—Ya veis si tengo confianza en el físi [p. 152] co de su alteza; ni una sola gota he dejado.

—Obrásteis como prudente, repuso el empírico con una alegría que disimulaban mal sus ojos llenos de fuego y de esperanza. Reclinaos ahora un momento.

—No, no hay necesidad.

—Presto conoceréis sus efectos; es maravillosa la virtud de la bebida; al principio parecerá quitaros las fuerzas; pero despues... Y obra con una rapidez...

—Sí; paréceme que siento como pesadez...

—¿No os dije? acaso os hará dormir...

—¡Dormir, Dios mio! y aqui...¡Abrahem!!

—¡Señora!

—¡Santo Dios! ¿por qué no me lo habeis dicho?

—¡Oh! será un momento... una hora...

—¡Una hora, Abrahem! Quiero marcharme... Me pondré el antifaz...

—¿Qué decís? si quereis mi lecho...

—¡Dios mio! ¡Dios mio...!¡Qué sueño, Abrahem, qué pesadez! es de plomo mi cabeza... Abrahem, Abrah... ah... Bien.

Apenas tuvo fuerza para pronunciar esta última palabra, á la cual no podia ya dar la enlutada sentido alguno. Inclinóse su cabeza, [p. 153] dejó caer su brazo lánguidamente, abrióse su mano, y desprendióse de ella sobre su sitial el hermoso pañuelo que bordado de su propia mano traía, y en que lucia su nombre con gruesos caractéres góticos de oro y seda artificiosamente mezclados. El mas profundo letargo habia sobrecogido á la enlutada, y el astrólogo conocia efectivamente muy bien el maravilloso efecto de la narcótica bebida.

—¡Es mia! dijo, despues de un momento de silencio, el físico: ¡es mia! añadió levantando el antifaz con que se habia cubierto la dueña la cara antes de dormirse, y volviendo á dejarle caer sobre sus hermosas facciones luego que la vió profundamente dormida. Téngola segura aqui para mas de dos horas. Una hora tengo para hablar con su alteza; otra para el desenlace de esta intriga infernal. Infernal, sí, pero pagada. Esta es la circunstancia que han de tener las intrigas. Dichas estas palabras, reconoció el astrólogo su habitacion y las puertas de ella; cerró la comunicacion con la escalera secreta, y salió con direccion sin duda á la cámara de su alteza.

Ilustración de adorno



[p. 154] CAPITULO XXI.


¿Cuyo es aquel caballo

que allá bajo relinchó?

. . . . . . . . . .

¿Cuyas son aquellas armas

que estan en el corredor?

. . . . . . . . . .

¿Cuya es aquella lanza

que desde aqui la veo yo?

Canc. de Rom. Anón.

M as de una hora habia pasado desde que el intrigante viejo habia sepultado en letargo profundo á la incauta enlutada, y no habia alterado en aquel espacio el mas mínimo ruido la tranquilidad que en el laboratorio reinaba.

Por fin dos hombres, vestido el uno de rica y vistosa seda, de tosco buriel el otro, armado aquel simplemente con una espada, balanceando éste en su diestra mano un aguzado venablo, entraron en la pieza inmediata á la del astrólogo.

—¿Con que está decidido, dijo Hernando, que vais á ver á ese astrólogo?

[p. 155]

—Citóme esta mañana, Hernando, repuso Macías, y no ha mucho que le he visto en la cámara de su alteza. “Dentro de una hora, me dijo, estaré en mi aposento: esperadme, si tardare un momento.”

—¡Plegue á Dios que no acabe el judío de volverte el juicio, señor!

—¿Por qué, Hernando?

—Por el soto de Manzanares, señor, que otra vez le viniste á ver y nos ha costado andar meses perdiendo alcones en los montes de Calatrava, que asi sirven para los de Madrid como sirven los mas de los perros del rey Enrique para mi leal Bravonel.

—Asi estaba escrito, Hernando; mi negra estrella lo dispuso de esa suerte.

—Voto ya, señor, que yo no tuve nunca mas constelacion que mi mano derecha, y lo que sé decirte es que siempre está escrito que muera el venado contra el cual disparo mi venablo.

—¿Niegas tú, pues, la influencia de las constelaciones?

—No niego nada, pésiamí: pero si tienes enemigos, señor, y si quieres conjurarlos, ¿por qué no me dices: Hernando, escatima el rastro de aquel oso que me incomoda? Mal [p. 156] año para Hernando si antes de la luna nueva no habias de poderle hacer una buena zamarra con la piel de la bestia.

—Muchas veces, Hernando, conviene cazar de otra manera. Puede mas el ingenio que la fuerza.

—¿Y qué, no tiene ingenio un montero? No todo ha de ser tampoco dar lanzada; pero maneras hay de cazar, si bien no se hicieron todas para monteros de corazon. No gusto yo de ardides; pero por tí, válame Dios, que monteara yo presto de todos modos. Tambien yo estuve en tu tierra; alli en Galicia aprendí la montería á buitron, y mas de un lobo he cogido al alzapie.

—Bien se trasluce, Hernando, que se te alcanza mas de ardides de montería que de intrigas de corte. Mira si puedes esperar á mi salida, y dejemos para mejor coyuntura tus toscos lazos.

—Toscos, señor, pero seguros. Aqui te espero, y á la buena de Dios. Quiera éste que no caigas tú en la hoya del adivino, y salgas cazado pudiendo cazar.

—No temas, Hernando, que en último apuro no ha de faltarme nunca una buena lanza, y eso es todo lo que necesita un ca [p. 157] ballero. Entre tanto no tengo que temer del astrólogo, á quien nunca hice mal, sino de mí mismo, y este peligro es el que vengo á prevenir, que aquel prevenido se está.

—Como de esas veces sale la fiera de donde no se espera. El oso era enemigo del hombre antes de que el hombre supiera cazarle. Anda con Dios, señor, mientras yo le quedo rogando que sea mas feliz esta prediccion del astrólogo que la pasada.

Sentóse á un lado Hernando dichas estas últimas palabras, y el dudoso doncel entró en el laboratorio del judío, inquieto por sus propios presentimientos, reforzados con las palabras del montero, y por el objeto de su supersticiosa visita.

La luz que alumbraba la habitacion era una lámpara de que solo ardia un mechero, y ese con pálido resplandor, porque el adivino no ignoraba cuán favorable es á la osadía en el amor un débil reflejo que sirve de velo al pudor y de capa al enamorado deseo. El doncel por lo tanto dirigió la vista á la mesa á que solia estar sentado trabajando el judío, y no vió á nadie. El sitial, donde estaba la dama reclinada, caia del otro lado de la mesa, y el aburrido caballero se creyó [p. 158] solo por consiguiente.—No está, dijo para sí; le esperaré. No habia mucho que se habia abandonado en un asiento á sus melancólicas imaginaciones, cuando le sacó de su distraccion un ruido acompasado semejante al que produce el desigual aliento de una persona que duerme agitadamente. Miró á todos lados, y creyó que su oido le engañaba, cuando un profundísimo suspiro vino á confirmarle en su primera sospecha.

—¿Quién hay aqui, dijo levantándose: quién? Alguien duerme en esta habitacion, ¿será que el judío, rendido al poder del sueño...? pero Santo Dios, ¿qué veo? añadió reparando en la dormida, cuyo vestido se confundia en color con el fondo oscuro de los muebles y de la habitacion. Una persona... ella... ella es... la dama que esta mañana... no hay duda. Yo te doy gracias, Santo Dios, por esta ocasion que me deparas propicio para averiguar lo que tanto anhelaba saber. ¡Oh! añadió acercándose con blando paso, temeroso de despertarla; ¡haced, Dios mio, que no venga nadie ahora, nadie!

La postura que el abandono de su letargo habia hecho adoptar á la dormida era tan elegante como puede serlo la de una hermosa [p. 159] dormida: su ropa la cubria enteramente; uno de sus pies adelantado indolentemente, y levantando el estremo de su vestido, dejaba ver el torneado y escelente contorno de una pierna modelada por el deseo: no la hubiera hecho mas perfecta la imaginacion. Reclinábase sobre la una mano su cabeza, y la otra, naturalmente caida, parecia destinada á ser el objeto de la osadía de un amante arrodillado. Su estremada blancura, que se destacaba del fondo negro del vestido sobre que descansaba, la hacia semejante á esas pequeñas manchas de nieve que suelen verse todavia á fines de la primavera, desde larga distancia, resaltando entre las quebradas de una escarpada y oscura montaña. La agitacion de su descanso marcaba á cada sobrealiento la delicada forma de su seno, que se alzaba y deprimia como suelen alzarse y deprimirse las leves ondas al blando impulso de la brisa azotadora. Su aliento desigual solevantaba de cuando en cuando el ligero antifaz de seda, y dejaba descubierta un instante la estremidad de su rostro, por la cual parecia poderse deducir fundadamente la hermosura del resto que no se llegaba á ver: levantándose alguna vez un poco mas el antifaz llegaba á descubrirse cer [p. 160] ca de la boca la huella de una fugitiva y vaga sonrisa; bien como un relámpago mas prolongado suele en una noche tenebrosa ofrecer por un instante á la vista del ansioso espectador una porcion del cielo que dejan á descubierto los intervalos de las nubes, ó la lejana y suave superficie de un arroyo plateado.

El doncel, cruzado de brazos á su lado, y sin atreverse á respirar ni acercarse por no terminar él mismo con el mas leve ruido la dicha de su contemplacion, esperaba el inmediato movimiento del antifaz, como si hubiese de ir viendo cada vez mas porcion de aquel tan deseado rostro, que la importuna tela robaba á sus ansiosas miradas.

No era, sin embargo el descanso del tierno objeto de su espectacion aquel que en la inmediacion de la mañana tiñe en alegres imágenes la fantasía de una bella: era el sueño fatídico de una horrible pesadilla producida por la pena ó por una bebida ponzoñosa y antinatural. Algun gemido se escapaba de cuando en cuando del pecho oprimido: un ay oscuramente pronunciado moria al nacer en sus trémulos labios, y la mano que pendia, moviéndose con dificultad parecia que [p. 161] rer desviar de su dueño la fantástica figura que atormentaba sin duda su intranquilo sueño.

—Padece la infeliz, padece, dijo entre dientes Macías. ¡Ah! ¿quién puede ser sino ella? ¿quién sino ella podria atar de esta manera mis acciones? ¿quién producir este respeto y esta agitacion que á un mismo tiempo me dominan?

Un movimiento, en fin, mas marcado pareció anunciar que iba á despertarse.—Dejadme, dejadme, dijo confusamente; huid. La muerte, la muerte...

—No, dijo Macías sin poderse contener por mas tiempo, no; la vida, la vida á tu lado eternamente. ¿Quién se atreverá á ofenderte estando Macías á tu lado?

Arrojóse entonces á sus pies, é iba á levantar con mano atrevida el antifaz.

—Salgamos de una vez, esclamó, de esta penosa situacion. Recordó entonces que en la mañana del mismo dia habia manifestado la enlutada su deseo de no ser conocida, y que él la habia empeñado su palabra de no descubrirla.

—¡Horrible tormento! esclamó; pero respetaré tu voluntad, muger cruel. Atrevióse [p. 162] entonces á llegar su mano á la de la tapada, y un fuego desconocido corrió por sus venas.

—¡Dios mio! gritó despertándose la dama al sentir su mano oprimida por la del doncel. ¿Dónde estoy? ¡ah! ¿qué haceis? ¡Abrahem! Pero, cielos, ¿qué veo? ¿pierdo la cabeza? ¿quién sois? soltad... Guiomar, Guiomar, añadió levantándose y llamando con voz apenas inteligible á una de sus dueñas que en la antecámara la esperaban.

—Callad por Dios, callad, esclamó Macías mirando á la puerta. No llameis á nadie: señora, ¿qué temeis?

—¿Quién sois? ¡ah! ¡sois vos! ¿Me engaña mi deseo?

—¿Tu deseo? has dicho ¿tu deseo? repítelo otra vez, repítelo.

—No; no, caballero; no he dicho mi deseo. Perdonad si... no sé lo que pronuncio; el sueño, la... pero decidme, ¿por qué estais aqui? ¿qué haceis? Huid, huid ahora que os conozco.

—¡Cruel! ¿por qué?

—Soltad mi mano; soltadla, que no es vuestra...

—¡No es mia! ¡Mil rayos me confundan! Perdonad si mi dolor... ¿pero qué veo? este [p. 163] anillo... ¡Santo Dios! ¡ella es! ¡ella es! ¿quién sino ella pudiera tener este anillo? Es el mismo, le conozco, es el mismo.

—¡Imprudente! esclamó la dama retirando y escondiendo precipitadamente su mano.

—¡Elvira!

—¡Silencio!

—Vos sois, vos sois: no me lo oculteis por mas tiempo, si no quereis que muera á vuestros pies.

—Y bien, yo soy, respondió la dama abalanzándose hácia atras para poner todo el espacio posible entre ella y el doncel; yo soy, puesto que fuera inútil negároslo por mas tiempo. ¿Y qué quereis? ¿qué exigís de mí?

—¿Qué exijo, señora, qué exijo? preguntó el doncel arrebatado de su loco frenesí: ¿tengo derecho á exigir algo de vos?

—Huid, pues, y no turbeis por mas tiempo mi tranquilidad.

—¿Vuestra tranquilidad? y la mia, señora, ¿quién la turbó sino vos? ¿ó no es nada por ventura mi tranquilidad?

—¿Yo?

—¿Quién sino vos emponzoñó mi exis [p. 164] tencia, antes feliz y descuidada? ¿quién sino vos me dijo: Macías, mírame y ama?

—¿Yo?

—Vuestros ojos, vuestros ojos se clavaron cien veces en los mios, y bien claro lo dijeron. ¡Ah! Elvira, yo he aprendido bien á mi costa á leer en ellos.

—Santo Dios, ¿qué decís?

—¿Juzgais, señora, por ventura, que es lícito mirar á un hombre y elegirle con los ojos entre la multitud para abrasarle impunemente? ¿Creeis que no vale tanto un hombre como una muger? ¿Imaginásteis que su vida no es nada, que su existencia es vuestra? Vuestra, sí, si la comprais; pero con una sola moneda, con la sola moneda que la paga; ¡con amor!

—¿Pero Macías, delirais?

—Sí, deliro, porque te veo, porque te hablo, porque esta era la felicidad que anhelaba y que huia hace tres años. ¡Tres años, Elvira! Tú sabes los dias, los larguísimos dias que encierran, cuando se pasan sin esperanza. He huido yo tambien, pero no hay un hombre mas fuerte que su destino. Te amo, Elvira, te adoro. Amame, ó mátame.

—Elegid, caballero, lo que gusteis, es [p. 165] clamó Elvira fuera de sí, y haciendo un esfuerzo sobrenatural. ¡Vos osais ofenderme, vos abusais de esa manera de mi loca confianza! ¿Quién os ha dicho que os amé? ¿Olvidais que no puedo ser vuestra nunca jamas?

—¡Yo olvidarlo, señora! ¡Pluguiera al cielo que me fuera dado olvidarlo! ¿Quién mas dichoso entonces? pues nunca creí que vos misma os complaceriais en repetírmelo. Añadidme ahora que le amáis á ese hidalgo.

—¿Y si os lo digera mentiria? Le amo...

—¡Silencio! El infierno, el infierno se abre en este momento ante mis ojos... necio de mí, que consumí una vida entera de amor en conquistar este desengaño... ¿Pero qué veo? ¿Llorais? Elvira, ¿llorais? Nos entendemos, ¡ah! nos entendemos: se hablan nuestras almas, á pesar de nosotros y de los obstáculos: confesadlo; es imposible que no me ameis. No se ama nunca con este amor que me abrasa para no ser correspondido. Os comprendo. ¿Temeis? ¿mirais á todas partes? Bien, callaré, señora, callaré. Pero decidme os amo , y nada mas.

—Basta ya: ¡es imposible! ¿Paréceos que la supercheria que conmigo usais, y que este [p. 166] encuentro, casual sin duda, en la habitacion del astrólogo, merece de mi parte premio y galardon? Creedme, jóven imprudente, un mundo entero existe entre vos y entre mí: jamas le traspasareis.

—¡Jamas! ¡Dios mio!

—Y escuchad: si quereis evitar mi odio, si mi aprecio os interesa, jamas me hableis de amor: os prohibo que os presenteis delante de mí; os prohibo que me dirijais trova ni cancion alguna; os prohibo...

—Prohibidme el vivir, cruel, y acabareis mas pronto, contestó el doncel con toda la amargura de la desesperacion.

—Juradlo, Macías, juradlo si sois caballero.

—¿Que jure yo no amarte? Jurad vos no ser hermosa, jurad que vuestra voz no será dulce y penetrante, jurad que vuestros ojos no me abrasarán en lo sucesivo, y yo juraré entonces...

—¡Silencio! Soy perdida. ¿No sentís pasos? ¿No oís? ¡Abrahem, Abrahem!

—Si; pero esa puerta se cerrará...

—¿Qué haceis? Teneos. ¿Quereis hacerme delincuente cuando soy solo desgraciada?

—Señor Hernan Perez, dijo á este tiem [p. 167] po la conocida voz del astrólogo en la antecámara, entrad en mi habitacion, y daré satisfaccion á vuestras preguntas.

—Él es, señora, él es, esclamó Macías apretando por última vez la mano de Elvira, que se desasió de él: y lanzando un ¡ay! agudo y penetrante, se dejó caer sobre el sitial que detras de si tenia.

El lejano y repentino ruido de la conocida tormenta no pone mas pavor en el corazon del asustado marinero que el que produjo en el pecho del hidalgo la voz acongojada que en valde intentaba desconocer.

—¡Santo cielo! gritó: ¡esta voz es la suya! Lanzóse en seguida en la habitacion como se abalanza el tigre al redil, llamado por el tímido balído de la inocente oveja.

Detúvole empero y acabó de confundir todas sus ideas la presencia del doncel, que ya en pie, y echada la visera, parecia el ángel tutelar de la enlutada, puesto alli delante de ella para defenderla de todo riesgo.—Abrahem, dijo entonces vuelto hácia el astrólogo, ¿quién es esta enlutada?

Fingía el judío hallarse en la mayor agitacion.—Señor, le respondió por último, permitid que no descubra á nadie este secreto [p. 168] que se me ha encargado y menos á vos...

—¿A mí...? Yo he de saberlo... Acercóse entonces, resuelto, á la tapada con ánimo al parecer de descubrirla.

—¿Qué haceis, hidalgo...? preguntó una voz de trueno, deteniéndole al mismo tiempo el brazo del doncel.

Llegándose entonces el astrólogo á la dama, que se habia arrojado de rodillas como á implorar piedad ante el zeloso marido, asióla de una mano, y aprovechando el momento en que forcejeaba Hernan Perez con el doncel, sacóla de la cámara, diciéndola al oido precipitadamente,

—Me ha sido imposible evitarlo; pero salvaos.

—La he de seguir, esclamó el hidalgo.

—No, mientras esté yo aqui, repuso el doncel. Id, señora...

—¿Y con qué derecho...?

—Con el de la fuerza.

—¡Ah! os conozco: mis dudas se desvanecen: ¿sois vos el doncel...?

—Yo mismo.

—Sacad la espada...

—¿Osado y descortés?

—Sacadla.

[p. 169]

—No en el alcázar, gritó el astrólogo arrojándose entre los dos. Imprudentes, respetad mis canas. Macías, no teneis razon sino para envainar vuestro acero. Hidalgo, os deslumbra tal vez...

—¡Basta, pérfido astrólogo! gritó fuera de sí el irritado hidalgo: ¡basta! Doncel, respetemos este lugar; pero en otra parte tengo que hablaros: salgamos.

—Salgamos, repuso Macías echando á andar tras el escudero. ¡Tiempo hace que lo deseaba! añadió en lo mas profundo de su corazon.

—¡Oidme! gritaba el astrólogo ¡Teneos!

Pero de alli á poco dejó de oir sus pasos precipitados; mirando entonces hácia la puerta por donde habian salido,—¡Miserables, dijo cerrándola, os preciais de fuertes y de entendidos, y un torpe anciano juega con vosotros como con sus maniquíes! Abriendo en seguida la comunicacion que daba á la cámara de don Enrique, asió de una lámpara, y bajó silenciosa, pero precipitadamente, la escalera retorcida. Daba la luz en parte solo de su rostro, merced á su mano derecha, que interpuesta le defendia los ojos del resplandor. Sonaban sus sandalias de escalon en escalon, y [p. 170] su larga ropa crugía barriendo el pavimento. Parecia el genio del mal de aquel oscuro alcázar, que recorria sus mas recónditos rincones buscando víctimas nuevas que sacrificar el dia siguiente á su insaciable furor.

Fin del tomo segundo.

Ilustración de adorno



ÍNDICE

DEL TOMO SEGUNDO


CAPITULO IX 1
CAPITULO X 11
CAPITULO XI 28
CAPITULO XII 40
CAPITULO XIII 50
CAPITULO XIV 60
CAPITULO XV 67
CAPITULO XVI 81
CAPITULO XVII 89
CAPITULO XVIII 116
CAPITULO XIX 127
CAPITULO XX 144
CAPITULO XXI 154

Nota de transcripción

  • Se ha respetado la ortografía original, que difiere de la utilizada actualmente. Las inconsistencias ortográficas se han normalizado a la grafía de mayor frecuencia.
  • Se ha completado el emparejamiento de los puntos de admiración y de interrogación. Los puntos suspensivos se han normalizado a tres puntos.
  • Los errores obvios de imprenta han sido corregidos sin avisar.
  • Las páginas en blanco han sido eliminadas.
  • Se han añadido ilustraciones de adorno al final de los capítulos que, en el original impreso, carecen de ellas.
  • Se ha añadido al final un índice de capítulos que no existe en el original impreso.
  • El transcriptor ha creado la imagen de la cubierta y la sitúa en el dominio público.