The Project Gutenberg eBook of Granada, Poema Oriental, precedido de la Leyenda de al-Hamar, Tomo 2

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Title : Granada, Poema Oriental, precedido de la Leyenda de al-Hamar, Tomo 2

Author : José Zorrilla

Release date : November 11, 2018 [eBook #58275]

Language : Spanish

Credits : Produced by Carlos Colón, Josep Cols Canals, University
of Toronto and the Online Distributed Proofreading Team
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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK GRANADA, POEMA ORIENTAL, PRECEDIDO DE LA LEYENDA DE AL-HAMAR, TOMO 2 ***

  

Nota del Transcriptor:

Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.

Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

Páginas en blanco han sido eliminadas.

La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público.


GRANADA
POEMA ORIENTAL

PRECEDIDO DE LA
LEYENDA DE AL-HAMAR

POR
DON JOSÉ ZORRILLA

TOMO SEGUNDO
NUEVA EDICIÓN

MADRID
IMPRENTA Y LITOGRAFÍA DE LOS HUÉRFANOS
Juan Bravo, 5.— Teléfono 2.198 .
1895


[5]

INVOCACIÓN

Dixit autem Dominus: si habueritis fidem, sicut granum sinapis, dicetis huic arbori moro: Eradicare, et transplantare in mare: et obediet vobis.

Evang. seg. Luc., cap. xvii

Fe, de toda virtud inspiradora,
Manantial del valor y el heroísmo,
Del tiempo y de la muerte vencedora,
Espanto de los genios del abismo,
El sér en quien tu fuego se atesora
Lleva el poder de Dios consigo mismo:
Los prodigios, las glorias, las hazañas,
Herencia son de los que tú acompañas.
[6] Nada en el mundo tu poder resiste;
Á la luz de tu antorcha luminosa
El Edén á los mártires abriste:
De Oriente á la región caliginosa
Las legiones de Cristo condujiste,
Y, á través de la mar tempestüosa
Alumbrando su espíritu profundo,
Descubriste á Colón un nuevo mundo.
Nada hay grande sin ti, nada completo;
Desde Nembrod á Napoleón, tu esencia
Del genio ha sido el talismán secreto:
Nadie logró sin ti grande existencia,
Ni fué grande sin ti ningún objeto:
Polvo fué cuanto fué sin tu asistencia:
De la fuerza de Dios tu fuerza viene
Y en tus hombros el orbe se sostiene.
Tu soplo es impetuoso torbellino
Que, al alma ardiente á quien su impulso lleva,
Hasta la eternidad abre camino
Y sobre el polvo terrenal la eleva.
Del fuego santo manantial divino
Que en el fuego de Dios sus fuentes ceba,
Tú das irresistible atrevimiento
Á sér á quien inflamas con tu aliento.
[7] Para ese son efímeras empresas
Las más peligrosísimas hazañas:
Disípanse á su voz como pavesas
Las torres, las ciudades, las montañas:
Las marcas de su pie conserva impresas
La tierra para siempre, y sus entrañas
Cobran fecundidad bajo su paso,
Y un reino brotan donde había un raso.
Alma del universo, cuanto existe
Con tu poder se crea y robustece:
Cuanto á tu influjo creador resiste,
Como leve vapor desaparece:
Á la nación do tu favor no asiste
Sorbe otra á quien tu mano favorece:
Y así es como del tiempo en los misterios
Pasan unos sobre otros los imperios.
¡Desdichada nación la que te olvida!
Su esencia mina la carcoma lenta,
Y no siente que se hunde carcomida
La débil base que su pie sustenta;
Otra nación que aguarda su caída
La empuja al fin y en su lugar se asienta:
Y así Castilla, por su fe amparada,
Pasó como un turbión sobre Granada.
[8] Dame ¡oh potente fe! tu auxilio santo:
Tú por quien pudo rescatar á España
La ilustre Reina cuya gloria canto,
Dame su fe para ensalzar su hazaña:
Y, el himno rudo que en su honor levanto
Al entonar, mi espíritu acompaña,
Porque me escuche en la celeste esfera
La augusta sombra de Isabel primera .

[9]

LIBRO CUARTO

AZAEL

I

Zahara cayó: sus tristes moradores
Víctimas van de tan fatal jornada
Esclavos de los Moros vencedores,
De ganado rüin como manada.
Muley envió delante corredores
De su victoria nuncios á Granada,
Y, con victoria tal alegre y fiera,
Al vencedor Hasán Granada espera.
[10] Preparan las familias principales,
Á los guerreros y sangrientos fines
Del anciano monarca más parciales,
Zambras, saraos, himnos y festines,
Unas en sus salones orientales,
Otras en sus balsámicos jardines:
Prodigando sin duelo sus tesoros
Para ensalzar el triunfo de los Moros.
Los cadís á su vez tienen dispuestas
De fuegos, de pandorgas y de cañas,
De sortija, de toros y de apuestas,
De bohordos, de gallos y cucañas,
Para la plebe revoltosa fiestas
Cual nunca alegres, como nunca extrañas:
Porque deje tal triunfo en su memoria
Largo recuerdo de placer y gloria.
Engalanan los altos miradores
Lujosas colgaduras y doseles,
Flotantes plumas, enredadas flores,
Lazos de palmas, arcos de laureles,
Damascos de vivísimos colores,
Tapices festonados de caireles,
Y ocupan ajimeces y ventanas
Nobles, jeques, walíes y sultanas.
[11] Viejos, mancebos, niños y mujeres
Abandonan curiosos sus hogares:
Dejan los artesanos sus talleres,
Olvidan los sederos sus telares,
Cierran su mostrador los mercaderes,
Los armeros sus fraguas: los lugares
Vecinos se despueblan, y doquiera
Bulle la muchedumbre novelera.
Corren plazas y calles tañedores
De sonajas, adufes y panderos,
Rawíes de romances narradores
Al compás de la guzla, cuadrilleros
De diversas comparsas conductores
Y parejas de enanos, y gaiteros
De Marruecos y Fez, cuyos cantares
Recuerdan del desierto los aduares.
Circulan por doquier profusamente
Roscones de Jaén, tortas de Alhama,
El alhajú de Ronda, largamente
Saturado de especias, á quien llama
El mostillo su hermano, y el caliente
Buñuelo hinchado que la sed inflama:
Y, pese al libro del Korán divino,
Templa la sed el malagueño vino.
[12] En la jornada de tan fausto día
De fiesta real y universal holganza,
La ley á la licencia da franquía
Y destierra el placer á la templanza:
Y la plebe, sin coto en su alegría,
Canta ruidosa, descompuesta danza:
Pues nada hay que desdore ó avergüence
Al celebrar sus triunfos á quien vence.
Es ley universal. ¡Ay del vencido!
Cantad, pues, ¡oh triunfantes Africanos!
¡Ignominia y baldón para el rendido!
¡Mengua y esclavitud á los Cristianos!
Mas no olvidéis que encomendada ha sido
De la venganza á las sangrientas manos
La ley de los vencidos inhumana.
¡Ay de vosotros si lo sois mañana!
¡Gloria á Muley! La multitud que llena
Las torres y alminares ve á lo lejos,
Á través de la atmósfera serena,
De las moriscas armas los reflejos.
Un grito inmenso de placer resuena
Con nueva tal: mujeres, niños, viejos,
Se agolpan á las puertas de la Vega
Á recibir al Rey que en triunfo llega.
[13] Ya avanzando en hileras ondulantes
Se ven los ordenados escuadrones:
Parecen con el sol cintas brillantes
Las filas de los árabes peones:
Sobre el blanco montón de sus turbantes
Tremolan sus enseñas y pendones,
Y desgarran la atmósfera sonoros
Los atabales y clarines moros.
He allí á Muley Abul-Hasán. Su frente
Sombrean los flotantes lambrequines
De su penacho real: cuelga esplendente
Su escudo del arzón: y, hasta las crines
Embarrado, el caballo bufa ardiente
Y piafa, conociendo los confines
De los cotos rëales y la dehesa
Donde, potro, pació la hierba espesa.
«¡Alahú akbar! ¡Loor al Rey valiente!»
Gritó la multitud al divisarle,
Y aglomeróse atropelladamente
Bajo su estribo mismo á vitorearle:
Mas la mano de Dios omnipotente
Que hasta este día se dignó ampararle
Le retiró su auxilio, y en su seno
Del infortunio derramó el veneno.
[14] Tornóse contra él cuanto en pro era:
Cambióse en vencimiento su victoria,
Su popularidad en pasajera
Fama de un día, y en baldón su gloria.
La muchedumbre, en su verdad entera
Al leer de Zahara la sangrienta historia,
Retrocedió, por Dios iluminada,
El porvenir leyendo de Granada.
Con repugnante ostentación impía,
Un gigantesco negro de Baeza,
Del pelo asida, junto al Rey traía
Del buen Arias la lívida cabeza.
Un escuadrón entero le seguía,
En cuyas lanzas con brutal fiereza
Se ostentaba sangriento igual trofeo,
Medroso al alma y á la vista feo.
En medio de los árabes soldados
Y los Gomeles negros, lastimeros
Suspiros arrancaban despechados
Los cautivos Cristianos, por sus fieros
Vencedores heridos y arrastrados
En confuso tropel como carneros:
Y á marchar ó morir les obligaban,
Y dichosos al fin los que expiraban.
[15] Las fuerzas de los viejos no bastando
Á soportar ultrajes tan crüeles,
Al Dios de las venganzas invocando
Caían á los pies de los corceles:
Sin compasión sobre ellos, espoleando
Sus caballos, pasaban los Gomeles,
Apresurando su postrer instante
La aguda lanza y yatagán cortante.
Traían muchas madres en los brazos
Los hijos muertos, y ocultar querían
Su fin bajo los sórdidos retazos
De los rotos harapos que vestían,
Pues sus tiernos cadáveres pedazos
Los guardias negros de Muley hacían,
Y con horror de los maternos ojos
Quedaban insepultos sus despojos.
La mora multitud, aunque villana
Civilizada, á compasión movida,
Del Rey maldijo la impiedad tirana y
En odio la alegría convertida.
Circundó á la feroz guardia africana
Con agresivo impulso, y, encendida
La furia popular, por un instante
El paso barreó del Rey triunfante.
[16] Arrebatando las mujeres moras
Sus hijos á los míseros cautivos,
«Dádnosles, los dijeron: sus señoras
Os les tendrán esclavos, pero vivos.»
Comenzaron cien manos vengadoras
De las bridas á asirse y los estribos,
Y á brillar comenzaron los puñales
Debajo de los jaiques y almaizales.
Á cundir comenzó la infausta nueva
Entre las turbas y á crecer la ira:
Doquier la multitud, que se renueva
Y que sus fuerzas acrecienta, gira
Del Rey en torno, quien sus olas prueba
Con su caballo á hender y torvo mira
Venir la tempestad y acrecentarse
El popular furor, pronto á inflamarse.
Sus feroces Gomeles, que le vieron
Afirmarse en la silla, adivinaron
Su resuelta intención: se rehicieron,
Y á sostenerle fieles se aprestaron.
«¡Adelante!» gritó: tras él vinieron
Á alinearse y las lanzas enristraron.
Se abrió la plebe: y, rota ya la valla,
Dijo Hasán: «Dispersad esa canalla.»
[17] La multitud, compuesta de artesanos
Inermes, de mujeres sin defensa,
De cobardes ociosos y de ancianos,
Tan débil é impotente como densa,
Se abrió ante los jinetes africanos,
Retrocediendo en oleada inmensa
Como el círculo que abre el haz del río
Ante la quilla corva del navío.
Turba que ceja un pie, fuerza vencida.
La hueste de Muley siguió adelante
Y en la ciudad entró; mas, convertida
La alegría en terror, fué con semblante
Sombrío y en silencio recibida
Por el vulgo, ó medroso ó inconstante:
Y Hasán, seguido de sus negros fieles,
Subió al trote la cuesta de Gomeles.
Deshízose del pueblo; mas siguióle
Hasta el recinto real su descontento,
Y á par con él su indignación mostróle
De modo asaz visible el firmamento.
Repentino nublado encapotóle,
Se negreció su azul, rebramó el viento,
Con la fortuna de Muley en guerra
Declarándose á un tiempo cielo y tierra.
[18] En la Alhambra rëal los cortesanos
Le vitorearon al llegar; empero
¡Ay del Rey á quien guardan los villanos
Odio ó temor! Apenas el postrero
De los temidos guardias africanos
Transpuso el Bib-Leujar, el pueblo entero
Rompió en inmenso sedicioso grito
Que en el espacio azul vibró infinito.
Aparecieron por doquier audaces
Cabezas de motín: gestos feroces
Que revelaban ánimos capaces
De realizar los planes más atroces.
Santones venerados y sagaces
Dervichs alzaron por doquier sus voces:
Y el populacho, en grupos dividido,
Dió á sus discursos por doquier oído.
Y he aquí que, en el centro de la plaza,
Se alzó sobre las turbas de repente
Viejo santón de venerable traza,
Famoso asaz entre la mora gente.
Era el severo Aly-Mazer, de raza
Noble, de vida austera y penitente,
Quien por causas recónditas y extrañas
Retirado vivía en las montañas.
[19] Hombre á quien solamente se veía
En los grandes peligros y ocasiones,
Y de quien siempre el pueblo recibía
Oportunos consejos y lecciones.
Siniestra aparición que precedía
Siempre á las populares convulsiones
Que, en su postrera edad desventurada,
Estremecerse hicieron á Granada.
Hombre doquier temido y respetado
Por su severidad y por su ciencia,
De la virtud muslímica dechado,
Sincero amparador de la indigencia,
Leal consolador del desdichado,
Prosternóse la plebe en su presencia:
Y callaron ante él respetüosos
Los demás oradores sediciosos.
Tomando entonces por mimbar la fuente
Que el centro de la plaza decoraba,
Paseó sus miradas tristemente
Sobre la multitud que le cercaba;
Y con lúgubre voz, cuyo doliente
Tono en el hondo corazón vibraba,
Profética, inspirada, lastimera,
El discurso rompió de esta manera:
[20] «¡Ay del pueblo muslim! ¡ay de Granada!
»Para escarnio y baldón de las edades
»Será no más su historia consignada.
»¡Regia ciudad; sultana de ciudades,
»Estás por tus cimientos horadada!
»¡Va sobre ti á llover calamidades
»El cielo sin piedad á quien provocas,
»Y contra ti se volverán las rocas!
»Musulmanes, Hasán está hechizado
»Por el nefando amor de una cristiana:
»Aixa, de fe cual de virtud dechado,
»Es esclava en su harén y no sultana;
»El Príncipe legítimo, encerrado
»Llora en los hierros de prisión lejana.
»¿Y en provecho de quién tal tiranía?
»De una extranjera, renegada impía.»
»Ya lo veis: impolítico atropella
»Cuantos derechos y principios fijos
»Hasta hoy se respetaron, y degüella
»Los rendidos y esclavos. Tan prolijos
»Crímenes ¿á qué fin? Sólo por ella:
»Por coronar á sus bastardos hijos,
»Que, lobeznos de raza castellana,
»Como ella al fin renegarán mañana.
[21] »¿Comprendéis? ¡oh muslimes!—Esa impía
»Que ni cree en Jesucristo ni en Mahoma,
»De nuestra desdichada monarquía
»Es con sus hijos la mortal carcoma.
»Ella al Cristiano os venderá algún día
»Si en sus proyectos incremento toma:
»Porque en el odio universal que encierra
»Incendiará, á poder, toda la tierra.
»Pero ¿creéis tal vez que los Cristianos
»La sangre olvidarán vertida en Zahara?
»Como Hasán en sus triunfos inhumanos,
»Vendrán con sed de vuestra sangre avara.
»La que hoy vertieron sus inicuas manos
»Del pueblo moro goteará en la cara:
»Y en todas ocasiones y parajes
»Nos considerarán como á salvajes.
»¿Oís ese huracán? Horrorizada
»De tan inútil y brutal fiereza,
»Truena contra nosotros indignada
»La madre universal Naturaleza.
»¡Ay del pueblo muslim! ¡ay de Granada!
»El rayo amaga su imperial cabeza,
»La ponzoña mortal hierve en su seno,
»Y Aláh se torna en pro del Nazareno!»
[22] Dijo así Aly Mazer. Como evocados
Al són de sus fatídicos acentos,
La tierra conmovieron desatados
En furioso huracán los elementos.
Torrentes de las nubes desgajados
Inundaron las calles, y los vientos
Arrebataron arcos y doseles,
Lazos, flores, damascos y caireles.
Huyó la población supersticiosa,
Siempre en agüeros á creer dispuesta,
Y encerróse en sus casas pavorosa,
La ira de Dios creyendo manifiesta.
Desierta la ciudad y silenciosa
Quedó en redor, se interrumpió la fiesta:
Y en vez de los aplausos y canciones,
Doquier se oyeron ayes y oraciones.
Duró la tempestad la tarde entera,
Y entre el rugido cóncavo del trueno
Y el estridor de la tormenta fiera,
De los obscuros barrios en el seno
Una voz incesante y lastimera
Exclamaba aterrando al agareno:
«Aláh torna á su grey la faz airada.
¡Ay del pueblo muslim! ¡ay de Granada!»
[23] Campo desierto de olvidadas ruinas,
Medroso despoblado cementerio
Parecían las calles granadinas
De tal desolación bajo el imperio:
Y cual si se efectuara en las divinas
legiones algún lóbrego misterio
Fatal para los Moros, agobiada
De pánico terror quedó Granada.

[24]

II

Era en verdad así: que en tal momento,
De la fortuna y la existencia mora
En la esfera inmortal del firmamento
Íbase á señalar la última hora:
Y el arcángel que rige el movimiento
De la aguja fatal, niveladora
De los tiempos, el fin del reino moro
Iba á marcar en su cuadrante de oro.
No en vano entre los cielos y Granada
Un velo de nublados se extendía:
Con la luz á sus ámbitos negada
Otra región feliz resplandecía.
Su cresta secular Sierra Nevada
Con una aureola de fulgor ceñía,
Y el misterio que Dios obra en la Sierra
Permitido sondar no es á la tierra.
[25] En el seno glacial de aquellas cumbres
Cuya paz no turbó la voz mundana,
Lloraba celestiales pesadumbres
Ser de divina estirpe soberana.
Lanzado de las cólicas techumbres
Siglos hacía á la región humana,
Para su habitación labró en la nieve
De su helado cristal palacio leve.
Lejos de su alma patria luminosa
Fué condenado, expiación de un yerro,
Su forma pura, celestial y hermosa
Á sepultar en terrenal encierro,
Dando cima á tarea misteriosa
Por Dios impuesta en su mortal destierro;
Mas ya á su fin la expiación tocaba
Y su tarea al concluir estaba.
Treinta afanosas décadas había
En preparar el ángel empleado
Su difícil labor, y ya veía
Su éxito misterioso asegurado:
Y, para darla fin, en este día
Iba por Jehováh purificado
Á recobrar su blanca sobreveste,
Su sér divino y su poder celeste.
[26] Tal es, en suma, el celestial portento
Que va el Señor á obrar sobre la Sierra,
Y cuya vista vela en tal momento
El nublado á los ojos de la tierra.
La tempestad que entolda el firmamento
Es un crespón que sus espacios cierra:
Y tras aquellas fulgurantes nubes
Cantan un himno santo los Querubes.
Sobre sus alas con rumor sonoro
Las cohortes angélicas descienden,
Y al dulce són de su celeste coro
Troncos y rocas de placer se hienden.
Los serafines en mecheros de oro
De la divina fe la luz encienden,
Sobre el alcázar místico de hielo
Rasgado el seno cóncavo del cielo.
Del zenit en el punto culminante,
En medio de una luz deslumbradora,
Del sumo Dios apareció el semblante
Y tronó la palabra creadora.
Al eco inmenso de su voz gigante
La celestial cohorte voladora,
Con las alas cubriéndose los ojos,
Para escuchar se prosternó de hinojos.
[27] «¡Azäel!»—dijo Dios, al sér divino
Desterrado en la tierra interpelando,
Y al umbral de su alcázar cristalino
El ángel bello pareció temblando;
Y el eco gigantesco y montesino
De las cóncavas peñas, despertando
Al acento de Dios, volvió medroso
El nombre del espíritu glorioso.
«¡Azäel!—repitió el Omnipotente;—
»Torna á tu antiguo sér y poderío,
»Cobra tu vestidura refulgente
»Y obra sobre la tierra en nombre mío.
»Toda á tu voluntad está obediente:
»Sus destinos gobierne tu albedrío:
»Completa mis designios soberanos:
»Yo bendigo la obra de tus manos.»
Dijo el Señor. El ángel desterrado,
Recobrando su gracia primitiva,
Levantóse á su voz transfigurado,
Revestido de gloria y de luz viva.
Orna su cuerpo ceñidor alado,
Ciñe su sien inmarcesible oliva,
Y de la fe la luminosa tea
En su diestra purísima flamea.
[28] Un séquito de espíritus potente,
Que deja sometidos á sus santas
Ordenes el Altísimo, obediente
Y á su voz pronto se ordenó á sus plantas;
Ante el Señor el ángel reverente
Se prosternó tres veces, y otras tantas
El eco del hosanna y los salterios
Conmovió con su són los hemisferios.
Tornó Dios á sumirse en su santuario:
Tornaron los arcángeles el vuelo
Á tender, el vacío solitario
Transponiendo y los límites del cielo:
Y de la eternidad en el horario
Brillando el fatal número, hacia el suelo
Moro, dijo, la mano nacarada
Extendiendo Azäel: «¡Ay de Granada!»
¡Ay! repitió en el cóncavo y profundo
Seno del monte aterrador el eco;
¡Ay! repitió siniestro el vagabundo
Viento que rueda en el vacío hueco;
¡Ay! repitió el nublado, en tremebundo
Trueno rompiendo desgarrado y seco;
¡Ay! repitió la voz desesperada
Que gemía fatídica en Granada.
[29] Á este medroso universal lamento,
De la voz del Señor eco en la tierra,
Desgarró con estrépito violento
Sus entrañas marmóreas la sierra,
Y abrióse el misterioso monumento
Que su cimiento colosal encierra;
Fábrica de materia indestructible,
Á los humanos ojos invisible.
Es el alcázar de Azäel: divino
Palacio transparente y encantado,
De nácar y de hielo cristalino
Entre nieves eternas fabricado.
En él oculta el ángel peregrino
Un sér, aunque mortal, predestinado
Á que con él su porvenir divida
En la terrena y la celeste vida.
En este alcázar níveo, modelo
De la oriental Alhambra granadina,
Bajo la eterna bóveda de hielo
Que corona la cumbre al sol vecina,
Envuelta yace en encantado velo
La regia sombra de Alhamar divina,
Á quien letargo místico y profundo
Encadena á este límite del mundo.
[30] No tienen á este sér bajo su imperio
La vida ni la muerte: su existencia
Fantástica protege hondo misterio
Que sondea no más la omnipotencia.
Su sér no pertenece á este hemisferio,
Y, ni celeste ni mortal, su esencia
Tiene el poder del ángel defendida
Del poder de la muerte y de la vida.
Misterio incomprensible para el hombre,
Á toda humana explicación resiste
Y á la ciencia mortal fuerza es que asombre;
Obra sabia de Dios, por Dios existe:
No tiene historia, explicación, ni nombre,
Ni mi pluma en buscárselos insiste:
La inspiración divina del poeta
No está á mortal explicación sujeta.
Yace bajo el poder de tal encanto
De Alhamar la fantástica existencia,
De aquel alcázar luminoso y santo
Debajo de la nítida apariencia.
Todavía le cubre el regio manto,
Humean todavía en su presencia
Pebetes de ámbar, y su real persona
Circunda el esplendor de la corona.
[31] En medio de un salón prolijamente
Decorado con cúficas labores,
Á estilo de los reyes del Oriente,
Sobre un tapiz de espléndidos colores
Y en trono de marfil, radia su frente
Bajo un dosel de plumas y de flores:
Y, símbolo del mando soberano,
El cetro abarca aún su augusta mano.
Su vista, empero, inmóvil, que no mira,
Su insensibilidad, que no percibe
Lo que en su rededor resuena ó gira,
Le delatan por sombra que no vive.
Un aura triste en su redor suspira;
Una aureola eléctrica describe
Círculos mil sobre su real cabeza,
Y aún ostenta su faz torva belleza.
Azäel, de sus ángeles cercado,
Llegando ante el Monarca Nazarita,
Sobre su pecho de calor privado
La antorcha puso de la fe bendita;
Al reflejo viviente derramado
Por esta llama que sobre él se agita,
Deshecho el hielo que su esencia pasma y
Movimiento á cobrar volvió el fantasma.
[32] Giraron en las órbitas sus ojos,
Llenó el aire su pecho, su garganta
Paso á un suspiro dió, y, otra vez rojos
Sus labios, sonrió é irguió la planta:
Mas juzgando tal vez del sueño antojos
De aquellos seres la presencia santa
Y del encanto aún preso en los lazos,
Tendió entre él y los ángeles sus brazos.
Entonces Azäel «torna á la vida»
Dijo: «del Cielo la sentencia sabes:
»Tu existencia mortal interrumpida
»En década inmortal fuerza es que acabes.
»Alma sin cuerpo, espectro sin guarida,
»Ve de tu Alhambra á recoger las llaves.
»¡En el nombre de Dios, he aquí tu hora!
»Prevén la tumba de la raza mora.»
Al mandato del ángel obediente,
El sér de los fantasmas adquiriendo,
Incoloro, impalpable, transparente,
Su esencia de la tierra desprendiendo
Elevóse Alhamar en el ambiente:
Y, cual vapor que en él se va meciendo,
Á través de la atmósfera nublada
Se dirigió siniestro hacia Granada.

[33]

III

Era la hora en que expirando el día,
Con la sombra al luchar breves momentos,
Entre la luz crepuscular envía
Al corazón mortal presentimientos
Funestos: esa hora misteriosa
Que al hombre pensador melancolía
Infunde; al criminal remordimientos.
Y al poeta solemne, religiosa
Inspiración y santa poesía;
Era la hora, en fin, de las historias
Tristes y de las lúgubres memorias.
Tendido en los bordados almohadones
Del rico camarín de Lindaraja,
Cediendo á las sombrías impresiones
De la luz del crepúsculo, que en vano
Por repeler su corazón trabaja,
Á solas con sus negras reflexiones
Yacía de Granada el soberano.
[34] La sombra, más espesa á cada instante,
Su manto de tinieblas desplegando
Por la arabesca estancia, condensando
Iba su obscuridad, y vacilante
La postrimera claridad del día
Al pintado cristal de las ventanas
Trémula se asomaba, y confundía
Cada momento más las africanas
Labores de oro que el cristal tenía.
Los plegados tapices de las puertas,
Los jarrones magníficos de flores,
Todos los muebles que la estancia ornaban,
Con extraña ilusión, formas inciertas
Movimiento y fantásticos colores
Á tomar en la sombra comenzaban;
Y empezaba á girar en el vacío
Recinto opaco de la estancia obscura
Ese turbión fascinador y umbrío
De objetos sin color, forma ni nombre,
Que en la superstición ó la pavura
Hacen en las tinieblas ver al hombre.
El rumor de los árboles vecinos
Y de las fuentes del jardín, los trinos
De las aves en ellos anidadas,
Y los lejanos sones campesinos
Que en revoltoso vuelo descarriadas
[35] Allí traían las nocturnas brisas,
De la cóncava bóveda los huecos,
Los arcos, las acústicas cornisas
Poblaban con las voces exhaladas
Por misteriosos y fugaces ecos.
Por su impresión fatídica evocados,
En su febril meditación sentía
Muley, que en sombra y soledad yacía,
Tumultuoso tropel de ya olvidados
Recuerdos asaltar su fantasía,
Donde por siempre los creyó enterrados.
¡Vaporosos recuerdos aflictivos,
Irritados espectros vengativos,
Que en luengos años por la vez primera
Veía con pesar que aun eran vivos,
Acíbar para ser de su postrera
Edad y de su suerte venidera!
Recordaba las penas ignoradas
Que turbaron los últimos momentos
De su padre Ismael, ocasionadas
Por las locas empresas empeñadas
Por su fogosa juventud: los cuentos
Y pronósticos tristes propagados
Al nacer Abdilá, de cuya madre
Los numerosos deudos, apartados
De su corte, tal vez en la montaña
En bien del hijo y para mal del padre
[36] Acopio hacían de razón y saña.
Recordaba á Abdilá que, cuando niño,
Hermoso como un ángel, le tendía
Sus tiernos brazos, con filial cariño
Su dulce abrazo paternal pidiendo,
Y que él con esquivez le repelía
En su fatal horóscopo creyendo;
Y el niño, su esquivez no comprendiendo,
Cobrándole temor de día en día,
Concluyó por llenar su sino horrendo
Y hoy su rencor nefasto le volvía.
¿Y quién sabe si, más que de su sino,
Efecto fué del paternal encono
El odio de Boabdil al Granadino
Rey? ¿Y quién sabe si el fatal destino
Que pesa sobre el Príncipe, es acaso
No más que el odio de Muley que al trono,
Fanático ó feroz, le cierra el paso?
Aún no se le ha borrado de la mente
Á Muley el amor sincero, ardiente,
De Aixa, su legítima sultana,
Altanera como él, como él prudente,
Venerada como él entre la gente
Por su pura real sangre africana:
Y aún se le acuerda el popular disgusto
Con que vió el Moro su desdén injusto
[37] Por ella y su pasión por la cristiana.
¿Y quién sabe si el astro que preside
Á los destinos de su raza y vierte
En ella su fatídica influencia,
Triste fanal de asolación y muerte,
De destrucción y deshonor sentencia,
Que con odios sacrílegos divide
De padres y de hijos la existencia,
No es más que la influencia derramada
Por su feroz política? ¿Quién sabe
Si este arcano de sangre y de rencores,
No tiene otro secreto ni otra llave
Que del Rey los políticos errores,
Que han dado luz ¡en hora bien menguada!
Á la estrella fatal de sus amores?
Por la primera vez lo advierte acaso
Y se espanta Muley, con ansia viendo
Imposible hacia atrás volver el paso,
Por la primera vez rugir oyendo
La tempestad del porvenir horrendo.
Acordósele el torvo y silencioso
Aspecto de la plebe, cuando entraba
Aquella misma tarde victorioso
Por las puertas de Elvira, ante la esclava
Muchedumbre de Zahara: y penetrando
Su vista el horizonte nebuloso,
Comprendió que á su vez el Africano
[38] Rehusaba, como él supersticioso,
Besar servil su ensangrentada mano.
Comprendió que las lívidas cabezas
De Saavedra y sus nobles Zahareños,
No fueron para el pueblo de proezas
Testimonios sin par, sino visiones
Que empañaron del triunfo las grandezas:
Fueron, en fin, proféticos ensueños
Que trocaron para él los corazones.
Y al fin el Moro comprendió, con pasmo
Mortal y con hondísima congoja,
Que aquella multitud, cuyo entusiasmo
Se extinguió ante su faz de sangre roja,
Y tornó sus miradas compasiva
Á la cristiana multitud cautiva,
No vió sobre el laurel de la victoria
El reflejo del astro de la gloria,
Sino el reflejo torvo y fugitivo
De la hoja de alfanje vengativo.
Comprendió que, en su ausencia, entre la plebe
Germen de rebelión vertido había
La callada traición con soplo aleve:
Y, si hasta entonces escondido y leve,
Cuanto más encubierto más seguro,
[39] Vió que el volcán de la discordia hervía
De su regia ciudad dentro del muro.
Por la primera vez de su existencia
Tembló mirando al tenebroso abismo
De la pasada edad: de su conciencia
El primer grito oyó, y, al fatalismo
Sometido de la árabe creencia,
Cuando á solas se vió consigo mismo,
Vió su regio poder en la agonía
Y que el rostro la suerte le volvía.
Rota la tregua con el Rey cristiano,
La plebe á la revuelta provocada,
Comprendió, aunque muy tarde, el Africano
Que estaba su política burlada,
Falseado su poder de soberano;
Y, su crueldad despótica exaltada,
Trocándose de bárbaro en villano,
Del generoso Rey soltó la espada
Y se armó del puñal del Rey tirano.
«Mueran, dijo: sería empresa vana
»Cejar un paso ya: ciña en redondo
»De mi trono los pies lago sin fondo
»De sangre mixta mora y castellana.
»Mueran cuantos me busquen enemigo
[40] »Y que avance el pendón de los cristianos:
»Los Árabes ante él se harán hermanos
»Y á la muerte ó al triunfo irán conmigo.
»Si no quiere Granada ser vasalla
»Respetuosa, intentando á cotos fijos
»Reducir mi querer: si bien no se halla
»Con mi amor á Zoraya y á sus hijos
»Y quiere de mi ley saltar la valla,
»Bajo la cimitarra vengadora,
»Nueva estirpe real, nueva señora
»Recibirá temblando la canalla.»
Dijo, y abandonando los cojines
Enderezó sus pasos á la puerta,
Que daba del salón á los jardines
Del patio de Leones; pero yerta
Sintió al umbral la planta y erizado
El cabello el Rey moro cuando, abierta
Al tenerla, miró del otro lado
Avanzar por la estrecha galería
Horrenda aparición que hacia él venía.
Pálida, lacrimosa, descompuesta,
La vaporosa imagen de un Rey moro
Era en su forma la visión funesta.
Su sien ceñía la corona de oro
Y en sus hombros traía el regio manto:
[41] Arrastrábale empero sin decoro
Y con sus orlas enjugaba el llanto.
Vaga aureola de azulada lumbre
Radiaban los contornos transparentes
Del fantasma real, y ayes dolientes
De mortal profundísima agonía
Mostraban la angustiosa pesadumbre
Del fatídico sér que así gemía.
Enclavados los pies al pavimento
Y sostenido en el pilar apenas,
Parado el corazón, roto el aliento,
Sintió Muley paralizar sus venas
El hielo del terror. Quiso un momento
Huir de la visión que así le espanta,
Mas sus miembros halló sin movimiento;
Quiso gritar, mas muda su garganta
No acertó á producir ni aun un lamento.
Poco á poco hacia él adelantando
Por la obscura y angosta galería,
Tristísimos suspiros exhalando,
La aparición en tanto se venía;
Paralizado en el umbral estrecho
El Moro y avanzando hacia adelante
La aparición, se hallaron un instante
El fantasma y Hasán pecho con pecho.
[42] Soplo glacial, emanación helada
Del pecho de aquel sér, penetró agudo
En el pecho de Hasán como una espada:
Y á su impresión, que soportar no pudo,
De pavura y dolor lanzó un gemido.
Entonces, acercándose á su oído,
Dijo aquella visión desconsolada
Con tristísimo acento dolorido:
«¡Escrito estaba! La postrera hora
»Llegó para la gente desdichada
»De mi gentil ciudad habitadora.
»¡Ay de la gloria de la gente Mora!
»¡Ay de los de Nazar! ¡Ay de Granada!»
Dijo la aparición y, suspirando,
El corredor tomó que al huerto guía,
Y el Rey hasta el balcón fuese arrastrando,
Tendiendo una mirada de agonía
Sobre el jardín.—Por él atravesando
Vió que la lenta aparición seguía:
Mas á través del murallón macizo
Sumida entre las piedras se deshizo.
El alma de Muley, amedrentada,
Abandonó un instante sus sentidos,
Derribando su cuerpo en la bordada
[43] Alfombra del balcón: mas sus oídos
Zumbaban con la voz de la angustiada
Visión, que repetía entre gemidos:
«¡Ay de los de Nazar! ¡Ay de Granada!»
Sus densas sombras espesado había
Lenta la noche y silenciosa en tanto,
Y cobijada la ciudad yacía
Bajo los pliegues de su negro manto.

[44]

IV

Astro de bendición para el Hispano,
Una ardiente mujer nació en su suelo,
Y avivada la fe del castellano
Brotó cuando á su faz la trajo el Cielo.
El fulgor de su genio al Africano
En el alma infundió siniestro duelo,
Y de su luz el misterioso influjo
La estrella mora á obscuridad redujo.
Por siete siglos alumbrado había
La estrella del Islam la gloria mora,
Y en el zenit aún resplandecía,
De la región ibérica señora.
Desesperada ya, lucir la vía
La raza de Jesús adoradora,
Condenada creyéndose en el Cielo
Á partir con el Árabe su suelo.
[45] Clara, constante, perceptible y bella,
Mostró el Señor al ánimo cristiano
Su refulgente y protectora estrella
Bajo la forma real de un sér humano;
Lábaro santo de victoria en ella
Recibió al recibirla el castellano,
Y, al ver la aureola que en su frente brilla,
Su estrella en Isabel miró Castilla.
Dios en la eternidad marcó su hora
De púrpura y de luz con caracteres,
Y esta estrella radió deslumbradora
Orgullo para ser de las mujeres.
De paz y de bonanza precursora,
Ajustó los opuestos pareceres
Y dió fin al rencor y enemistades
Que turbaban sus campos y ciudades.
Isabel, en cuya alma generosa
Puso Dios cuanto bien lo humano encierra,
Pura, modesta, noble y pïadosa,
Fué la Reina más grande de la tierra.
Dulce y tierna á la par que vigorosa,
Diligente en la paz, sabia en la guerra,
Dió al bueno premio, al infeliz consuelo,
Y de damas y Reinas fué modelo.
[46] Dió su aliento rëal valor á España,
Gloria á su sexo y á su edad decoro:
Para empresa de honor, propia ó extraña,
No rehusó jamás fatiga ni oro.
Cada memoria suya es una hazaña:
Del cristiano fué prez, terror del Moro:
Dios, en fin, á su aliento soberano
Abrió no más el mundo americano.
Dios á su corazón dió una fe ardiente
Con una voluntad dominadora,
Para que en uno y otro continente
Derramara su luz consoladora;
Y la adoró la americana gente,
Y se humilló á sus pies la gente mora,
Y de ambos mares en la opuesta orilla
Clavó los estandartes de Castilla.
Tuvo en su alma varonil asiento
La virtud inflexible y verdadera:
Nueva edad comenzó su nacimiento:
Fué su genio la antorcha de otra era:
Su victorioso nombre llenó el viento:
Su gloria vivirá imperecedera:
Con orgullo español mi voz la canta,
Mi fe venera su memoria santa.
[47] Tal fué Isabel. Su grande pensamiento
Concibiendo su espléndido destino,
Á su secreto y colosal intento
Con gran prudencia preparó el camino:
É invocando el favor del firmamento,
Con fe esperando en el favor divino,
Su escrutadora y perspicaz mirada
Tenía sin cesar fija en Granada.
Es ya la media noche: rasa y fría
La atmósfera ostentar al firmamento
Deja su manto azul, de pedrería
Salpicado, al fulgor amarillento
De la menguante luna; ya no pía
Ni susurra en el bosque ave ni viento;
Todo, desde el palacio hasta la choza,
Sueño reparador en calma goza.
Todo tranquilo yace en el recinto
De Medina del Campo, donde mora
Del Católico Rey Fernando quinto
La esposa ilustre, del país señora.
Doquier el fuego y el rumor extinto
Por la cristiana villa, que la adora,
Único de su alcázar centinela
El castellano honor su sueño vela.
[48] No por barreadas puertas defendida,
Ni cercada de guardia numerosa,
Duerme Isabel inquieta por su vida
En torreón con barbacana y fosa;
En cámara modesta, guarnecida
De tapiz sencillísimo, reposa
Á la luz de una mustia lamparilla
La virtuosa Reina de Castilla.
Su aposento y su lecho no decora
De genovés brocado, ni de encaje
Flamenco, ni de seda crujidora
De Francia, cairelado cortinaje;
Lino salubre y lana guardadora
Del natural calor, de su mueblaje,
Su lecho y su vestido son la tela:
Nada allí el lujo mundanal revela.
Isabel, aunque hermosa y soberana
Y con glorioso porvenir nacida,
Reconoció desde su edad temprana
La vanidad de la terrena vida:
Y su sincera educación cristiana
De la era turbulenta transcurrida
En el aciago y anterior reinado
La experiencia ha después fortificado.
[49] Y por eso no hay lujo en su aposento,
Y es común y modesto su vestido,
Y es frugal y sencillo su alimento,
Y su dispendio personal medido:
Y, el fausto de su alcázar opulento
Del orden de su casa dividido,
Es, digna al par de imitación y fama,
Reina opulenta y laboriosa dama.
Da á su suprema dignidad decoro
Con regia pompa y ostentoso porte,
Al extranjero al recibir y al Moro
En ceremonias y actos de su corte:
Vacía sin pena su rëal tesoro
En todo caso que al honor importe:
Mas desnuda en su cuarto su persona
Del pomposo esplendor de la corona.
Por eso su alma, que altivez no abriga.
Tiene franca y leal correspondencia
En la adhesión de sociedad amiga:
Dos afanes que agobian su existencia
De Reina amistad íntima mitiga:
Y tiene en los que admite á su presencia
Amigos fieles, defensores bravos,
No aduladores sórdidos y esclavos.
[50] Del amor de sus súbditos por eso
Segura, y más segura que entre lanzas,
De sus regios deberes lleva el peso
Libre de rebeliones y asechanzas;
Y del pueblo el honor guardando ileso,
Y en su honor con inmensas esperanzas
Abrigando una fe que no vacila,
En su lecho Isabel duerme tranquila.
De un Crucifijo santo la escultura
Pende sobre la augusta cabecera
De su lecho real, donde segura
Reclina la cerviz: su cabellera
Recoge casta toca, y la blancura
De su cuello y sus brazos con severa
Honestidad envuelve en blanca bata,
Que su pudor ni aun para el Rey desata.
Su postura modesta y recogida,
La serena expresión de su semblante,
Muestran que orando se quedó dormida
Y que al remordimiento vigilante
Su corazón leal no da guarida:
De sus virtudes el vapor fragante
En torno de su lecho se respira,
Y su casta beldad respeto inspira.
[51] ¡Su aposento rëal cuán diferente.
Cuán distinto su púdico reposo
Del sueño de las reinas del Oriente,
Inquieto en camarín voluptüoso!
De torpe desnudez el aliciente
Atrae allí no más al torpe esposo,
Y sobre el cieno del placer reposa
Sólo el cariño de la infiel esposa.
Allá, en torno del áurea alcazaba,
Rugen la rebelión y el descontento,
Y asalariada muchedumbre esclava
Contiene al pueblo, de respeto exento;
Aquí, del miedo sin la odiosa traba,
Las puertas sin cerrar de su aposento,
Duerme del pueblo la Señora hermosa,
Reina querida, respetada esposa.
Allá, las salas del alcázar moro
Pueblan las inquietudes y traiciones,
La voz de la discordia, el són del lloro,
El terror y las lúgubres visiones;
Aquí, de bien y de placer tesoro,
Sólo abrigan los regios artesones
El casto amor, la plácida esperanza,
Sueños de paz y días de bonanza.
[52] Allí, en la sombra, de la muerte huyendo,
Corre el hijo del padre fugitivo:
Allí medita parricidio horrendo
Supersticioso el Rey y vengativo.
Allí un espectro sin cesar gimiendo,
De tumba falto y al reposo esquivo,
Turba el sosiego de la real morada
Y augura el fin de la oriental Granada.
¡Cuán distinto el alcázar de Medina
En la nocturna sombra se levanta!
Vela sobre él la protección divina
Y orea su recinto un aura santa.
Aquí la paz benéfica domina,
La esperanza feliz el alma encanta,
Y de la religión bajo el imperio
Se efectúa en la noche un gran misterio.
Un ángel bello, del Señor enviado
De la Reina Isabel llegando al lecho,
Su aliento de los cielos emanado
Introduce en el fondo de su pecho:
Y con su álito puro y perfumado,
Cual del Edén con los aromas hecho,
Aleja los espíritus malignos
Y los delirios de su sueño indignos.
[53] Es Azaël: en su rosada mano
De la alma fe la antorcha centellea:
Su vivífico soplo soberano
La faz risueña de Isabel orea:
Un canto, en cuyo són nada hay humano,
Su oído no, su corazón recrea:
Luz celestial su espíritu ilumina,
Y su alma ve la aparición divina.
De pacíficos ángeles un coro
El casto lecho de Isabel circunda:
Un suavísimo albor de grana y oro,
Como una aurora boreal, inunda
El aire: rumor plácido y sonoro
De harpas lejanas la quietud profunda
De la noche harmoniza, y la fragancia
De la mirra trasciende por la estancia.
Un misterioso encanto indefinible
Por el Palacio y la ciudad se extiende,
Cuyo mágico efecto incomprensible
De su cámara regia se desprende,
Y en sueño delicioso y apacible
Sume la población, que no comprende
La celestial incógnita influencia
Que envuelve en tal deleite su existencia.
[54] Cuanto aliento vital goza en Medina,
Fecunda en germen y en raíz vegeta,
Esta influencia mágica y divina
Á su poder recóndito sujeta:
Y bajo este poder que la domina,
En calma universal, en paz completa,
La tierra de Isabel goza ignorante
Las dichas del Edén por un instante.
De Jehováh el espíritu en tal hora
Al alma de Isabel se comunica,
Y del Señor la fuerza triunfadora
En su valiente corazón radica.
En su pecho magnánimo atesora
Santo fuego Azäel, y centuplica
El humano vigor que en él encierra
Dios, que la trajo á dominar la tierra.
El Ángel á quien Él ha encomendado
La grande empresa que á Isabel destina,
Se la acerca, su término llegado,
Y sobre el pecho de Isabel se inclina:
Y del Señor con el poder armado,
Va de la antorcha de la fe divina
Á encerrar de su pecho en lo profundo
Chispa capaz de iluminar el mundo.
[55] Abrió Azäel sobre el augusto lecho
Sus dos nevadas alas, abarcando
De muro á muro el camarín estrecho
Y á Isabel bajo de ellas cobijando:
Y de su antorcha, que acercó á su pecho,
Una chispa con su índice arrancando
Que, al brotar, un relámpago produjo,
En el real corazón se la introdujo.
Á su contacto abrasador sintióse
Su corazón mortal regenerado,
Y su cuerpo de barro iluminóse,
Al fuego de la fe purificado.
El sér humano de Isabel cambióse
En más sublime sér divinizado,
Y comenzó á gozar con nueva esencia
Mejor que la mortal nueva existencia.
Al soplo de Azäel, que fecundiza
En su mortal naturaleza humana
Los gérmenes celestes, la ceniza
Voló de toda inclinación liviana;
Y de materia vil y quebradiza
Exenta ya su esencia soberana,
Dijo á Isabel el Ángel, con la palma
Sobre su corazón que late en calma:
[56] «¡En el nombre de Dios, de su fe santa
»Prenda en tu corazón esa centella!
»En su nombre inmortal la Cruz levanta,
»Y convoca á tu grey en torno de ella.
»Espanto del Islam, bajo tu planta
»La frente infame de Mahoma huella:
»Astro de los cristianos, aparece:
»Dios en tu luz sagrada resplandece.»
Al poder de este acento sobrehumano,
Levantóse Isabel transfigurada
Y al ígneo corazón llevó la mano,
Al fuego celestial no acostumbrada;
Mas de misterio tal en el arcano
Por Dios al punto penetró inspirada,
Cuando al tender en su redor los ojos
Vió á sus pies á los ángeles de hinojos.
Entonces en su mente, prevenida
Por celestial intuïción, brotaron
Los pensamientos mil que en su guarida
Hasta entonces ocultos fermentaron;
Á su vista, por Dios esclarecida,
Del porvenir las nieblas se rasgaron,
Y, al sentirse por Él predestinada
Para rendirla, dijo: «¡Ay de Granada!»
[57] Y al salir á las auras exteriores
Las harmónicas notas de su acento,
Se transformaron en fragantes flores,
Y en mariposas áureas sin cuento,
Y en pájaros de luz de mil colores
Los átomos vivientes de su aliento:
Los genios de Azäel los recogieron
Al brotar, y en el aire se perdieron.
«Partid,» dijo Isabel, sus transparentes
Formas perderse en el azul mirando:
«Partid, y al corazón de los creyentes
»Id con los ecos de mi fe llamando:
»Mis encendidos átomos vivientes
»Por mis ciudades id desparramando:
»Id en nombre de Dios, id por Castilla
»De mi fe derramando la semilla.
»¡Espíritu de Dios! ya en mí te siento:
»Ya señalarse en el cuadrante de oro
»De la honda eternidad veo el momento
»Propicio al Español, fatal al Moro.
»Heme pronta á tu santo llamamiento:
»Obedezco tu voz, tu ley adoro.
»¿Quién me resistirá de tu fe armada?
»Yo plantaré la Cruz sobre Granada.»
[58] Dijo Isabel. Los átomos divinos
De su aliento, por Dios purificado,
Mensajeros de su alma, peregrinos
Por la región del aire purpurado
Ya con los arreboles matutinos,
Al término que Dios les ha marcado
Partieron.—Dios, haciéndoles fecundos,
Transforma leves átomos en mundos.

[59]

V

Antes que el sol su esplendorosa hoguera,
De la luz de los astros alimento,
Mostrara en el Oriente, su carrera
Misteriosa acabando en un momento,
De Castilla hasta la última frontera
De su Señora se esparció el aliento:
Y doquier que sus átomos posaron,
Chispas de fe, las almas alumbraron.
Al influjo de este álito divino
Regeneróse la Cristiana tierra
Con nuevo sér y cambio repentino;
Los nobles turbulentos, que con guerra
Doméstica ensangrientan su destino,
Sintiendo el nuevo sér que su alma encierra,
Sintieron sus alientos belicosos
Bajo instintos brotar más generosos.
[60] El pueblo, por sus próceres armado
En pro de asoladoras banderías,
Contempló su valor desperdiciado
En contiendas inútiles ó impías;
Y, por la nueva fe iluminado,
Pensó en borrar de tan nefastos días
Con páginas espléndidas de gloria
Del libro de los tiempos la memoria.
El soplo de los ángeles fecundo
Inoculando la feraz semilla
De la fe de Isabel en lo profundo
Del alma de los hijos de Castilla,
La progenie evocó que, un nuevo mundo
Del mar buscando en la encontrada orilla,
Iba en sus carabelas viento en popa
Las llaves de otro mundo á traer á Europa.
Un vapor luminoso, perceptible
No más á los espíritus del viento,
Á la mirada de Satán terrible,
Y á las del Hacedor del firmamento,
Alfombra en punto tal la haz apacible
Del católico reino en tal momento,
Recibiendo sus pueblos, que en paz duermen,
De la celeste inspiración el germen.
[61] De los jefes católicos, en sueños,
El generoso corazón se agita
Á impulso de presagios halagüeños
Que el soplo en ellos de Azäel excita.
Temerarios y heroicos empeños
Ya delirando cada cual medita,
Y, á la voz de los cielos obediente,
Pronto al combate cada cual se siente.
Uno entre todos, héroe futuro
De la conquista en que la Cruz se empeña,
Con el asalto de agareno muro,
Por Azäel arrebatado, sueña,
Y el fondo ve del porvenir obscuro
Que con la fe alumbrándole le enseña.
Es Ponce de León, el caballero
Mejor, en fe, y en armas el primero.
Él, de la ira de Dios rayo inflamado,
De su divina cólera instrumento,
El primero en su mente inoculado
Percibe de Isabel el pensamiento;
Como ella, por el Ángel instigado,
Penetrar en su sér siente su aliento,
Y que en él á su soplo se levanta
De la cristiana fe la llama santa.
[62] Del corazón le advierten los latidos
Del invisible genio la presencia,
Y el placer con que gozan sus sentidos
El soberano bien de la existencia;
Y oye en su corazón, no en sus oídos,
Una voz que relata á su conciencia
De una era de fe, de honor y gloria
La venidera y encantada historia.
El ángel Azäel, ante sus ojos
Del negro porvenir el libro abriendo,
Con sangre escrito en caracteres rojos
Del Árabe le muestra el sino horrendo.
Mensajero se ve de los enojos
De Jehováh en Granada combatiendo,
Desplegado un momento ante su vista
El cuadro colosal de la conquista.
Él, de su panorama misterioso
Reconoce los sitios y figuras,
Y ve doquiera su pendón glorioso
Tremolando el primero en las alturas;
Siempre descubre su corcel fogoso
Recorriendo triunfante las llanuras
Que abandonan ante él los Africanos
Y que tras él ocupan los Cristianos.
[63] La fiebre de su espíritu guerrero
Á este ensueño de gloria se enardece,
Y al envidiado honor de ir el primero
En su noble ambición se desvanece:
Y soñando que blande el ancho acero,
Que tira el primer golpe le parece,
Y el rudo brazo al descargar exclama:
«En honor de mi Dios y de mi fama.»
Poniendo entonces Azäel su mano
Sobre su ardiente y generoso pecho,
Díjole, del honor y la fe arcano
Su noble corazón dejando hecho:
«El primero serás: Dios soberano
»Acuerda á tu valor ese derecho.
»Levanta el grito y el pendón de guerra:
»Tala, rayo de fe, la mora tierra.»
Dijo Azäel: y abriendo en el ambiente
Sus alas de vapor, por un momento
Dejando tras de sí fosforescente
Rastro, perdióse en el azul del viento.
Despertó el Castellano de repente
La puerta oyendo abrir de su aposento,
Y presentóse en ella á Don Rodrigo
De un cristiano adalid el rostro amigo.
[64] Es el valiente escalador Ortega,
De la guerra avezado al ejercicio,
Donde su vida cada día juega
De escucha haciendo el peligroso oficio.
Del territorio de los Moros llega,
Y su presencia siempre algún servicio
Promete al de León, quien en campaña
Siempre de él se aconseja y acompaña.
Reconoció de Dios al mensajero
En él el pïadoso Don Rodrigo,
Y el gaje espera que le trae primero
De las promesas de Azäel consigo.
Incorporóse, pues, el caballero
Diciendo alegre:—«¿Qué me traes, amigo?
—Traigo una prenda que os dará gran fama:
Traigo una villa mora.—¿Cuál?—Alhama.»
—«¡Alhama! Es la más rica del Rey moro.
—Sí, señor: de su reino está en el centro.
—¿Dicen que en ella guarda su tesoro?
—Sí, señor: y yo de ella os pondré dentro.
—¿Sabes lo que prometes?—Nada ignoro,
Señor; mas cuando ofrezco es que me encuentro
En posición de dar. Venid conmigo,
Y sois dueño de Alhama, Don Rodrigo.»
[65] —«Ortega, en una empresa tan osada
Es preciso que Dios guíe tu huella.»
—«La voluntad de Dios está marcada
Y nos la brinda á nuestra buena estrella.
Yo no me he contentado en mi emboscada
Con rondar por la noche en torno de ella;
Señor, yo he estado dentro de la villa:
Dios por mi mano se la da á Castilla.»
—«Yo veo la de Dios tras de tu mano.
Basta: aguarda mis órdenes afuera.»
Salió Ortega: el ilustre Castellano
Del lecho se arrojó, y, con fe sincera
Puesto de hinojos, con fervor cristiano
Dijo: «Mi fe, Dios mío, en Vos espera:
Si en Alhama, Señor, me dais entrada,
Yo llevaré la Cruz hasta Granada.»

[67]

LIBRO QUINTO

INTRODUCCIÓN

¡Escrito estaba así! Dios en su mano
Tiene los corazones de los Reyes,
Y sus profundos cálculos políticos
La voluntad de Dios acota siempre.
Esa nación, que poderosa nace
De las ruinas de aquella que perece,
Al mandato de Dios brota y se encumbra
Y en alas sólo de su aliento viene.
Los pueblos y las razas se renuevan,
Devorando el que nace al que fenece,
Como en la inundación bajo las aguas
Se renueva el país que se sumerge.
[68] La gloria y el poder de las naciones
Nace, se eleva y cae, cual se suceden
Las semillas y frutos de la tierra,
Hijas de la estación que les da germen.
El invierno corona las montañas
Con blancas tocas de apretada nieve,
Y el aire de sus copos infecundos
La lluvia extrae para regar las mieses.
Cuna y sepulcro al par de cuanto en ella
Vegeta y se consume, nace y muere,
Fúnebre ¡adiós! ó alegre bienvenida
Da la tierra á quien parte y á quien viene;
Y lo mismo que el manto se desciñe
De vida y flores en que Abril la envuelve,
Se despoja insensible de sus pueblos,
Y sus razas olvida indiferente.
Así han nacido y perecido todos
Bajo esta ley universal, y quieren
Explicar los políticos en vano
Los misterios del tiempo y de la muerte.
Mane , Tézel , Farés , escribió el dedo
De Dios de su palacio en las paredes,
Y se hundió Baltasar y Babilonia;
Y así se hunden los pueblos y los Reyes.
En vano achaca el sabio á su política
El viento que á su ruina les impele:
Al pueblo que á su fin mísero toca,
[69] Su propio peso hacia su fin le vence:
Y el Rey que nace de su raza el último,
Por mucho que afanoso se desvele
Por la prez y la gloria de sus pueblos,
Al fin sus pueblos y su gloria pierde.
Nínive así, Jerusalén y Roma
Fueron: y así las razas del Oriente
Que encantaron los valles de Granada
Fueron: sombra de sauce, inquieta y breve,
Aroma de jazmín que dura un día,
Humo de mirra que borró el ambiente,
Nube formada del vapor del alba
Que á los rayos del sol se desvanece.
Tal fué Granada: y al dejar sus muros,
Filósofa ó fanática su gente
«Escrito estaba así!—dijo partiendo,
¡Alahú-akbar!—¡Dios grande, Tú lo quieres!»
Y yo, que al relatar su última historia,
En empolvados libros y papeles
Roídos por el tiempo, voy sus hechos
Al olvido robando, siento á veces
Preñárseme los párpados de lágrimas,
Viendo la abnegación de aquellos seres
Que al África partieron resignados,
Más que á su patria á su crëencia fieles;
Y cuando leo los cristianos libros
Que les tratan de bárbaros y aleves,
[70] Digo en mi corazón: «Escrito estaba:
¡Alahú-akbar! ¡Dios grande, Tú lo quieres!»
Mas volviendo á tomar mi torpe pluma
Y tornando á elevar mi canto débil,
Torno al relato de su antigua historia
Y vuelvo de Granada á los verjeles.

[71]

NARRACIÓN

I

Más allá de la selva de avellanos,
Á cuya sombra misteriosa mana
Murmuradora fuente cuya historia
Cuento parece de orientales hadas:
Más allá de los cármenes que alegran
De los cerros del sol la verde falda,
Y más allá de las rojizas lomas
Que á Darro obligan á torcer sus aguas,
Hay un tajo que forman dos colinas
Donde la arcilla estéril, de las plantas
Secando las semillas, el arraigo
De hierbas, flores y árboles rechaza.
[72] De este tajo en la cóncava hendedura,
Del Moro y del Cristiano abandonada
Y objeto de pavor para ambos pueblos,
Hay una vieja torre solitaria.
Fábrica, según unos, de un mal Genio
Que, teniendo en las nubes su morada,
Robó audaz una Hurí del paraíso
Y al mundo la bajó sobre sus alas,
Encerrándola luego en esta torre
Que fabricó con piedras encantadas.
Obra de un parricida, según otros,
De quien no quiso Satanás el alma,
Y la enterró con el nefando cuerpo
Debajo de la arcilla emponzoñada,
Vuelta después en fuente pantanosa,
Turbia, insalubre, fétida y amarga.
Mas cualquiera que fuere el misterioso
Origen ignorado de su fábrica
Que en los siglos se pierde, es esta torre
Objeto del terror de la comarca.
Al amor de la lumbre los ancianos,
De las noches de invierno en las veladas,
Á sus vecinos y parientes, de ella
Mil leyendas quiméricas relatan.
Ni pastor llevó nunca su ganado
Por aquellos contornos, ni serrana
Por recia tempestad sobrecogida
[73] Se abrigó de sus bóvedas rajadas;
Ni nunca las doncellas campesinas
Se casaron con hombre que pasara
En la luna anterior al matrimonio
Por bajo de esta torre condenada;
Ni cazador alguno su ballesta
Disparó sobre el ave ó la alimaña
Que se acogió á las grietas de sus muros,
Ó en su cresta posó desalmenada.
El padre al revoltoso rapazuelo
Con la torre fatídica amenaza,
Y el muchacho, medroso, se guarece
Bajo el regazo maternal y calla.
Dicen que en las tinieblas de la noche
En torno de ella apariciones vagas
Se perciben tal vez, y se iluminan
Los huecos de sus lóbregas ventanas;
Dicen que un Moro, ó alquimista ó santo,
De triste voz y venerable barba
La torre habita, y que curó con filtros
Á una pobre mujer endemoniada;
Y cuentan, aunque nadie le designa,
Que un mancebo del pueblo, que idolatra
Á una Infanta rëal, clavó una noche,
Caprichos por cumplir de la que ama,
En el viejo postigo de la torre
El velo de la hermosa con su daga:
[74] Y la hermosa á otro día halló clavados
El velo y el puñal en su ventana.
Un mercader del Zacatín, muy rico,
Muy limosnero y de costumbres santas,
Consultó escrupuloso con un sabio
Santón el fundamento de estas fábulas,
Y el sabio Aly-Mazer, que penitente
En los montes habita una cabaña
Que nadie vió, y á quien el vulgo dice
Que cuida allí de alimentar un águila,
Su plática al oir sobre la torre
Dijo con vista torva y voz airada:
«¡Ay del que pise de su umbral la piedra
Allí afila la muerte su guadaña.»
Y esto el sabio santón diciendo á voces
Al mercader, atravesó la plaza,
Dejándole aterrado y circuído
De inmensa multitud estupefacta.
Dícese, sin embargo, aunque se dice
Entre amigos no más, y en voz muy baja,
Que algunos han llegado hasta esta torre
De consejos ó filtros en demanda,
Y que el viejo dervich que habita en ella
Satisfizo sus dudas ó sus ansias:
Y aun dicen que debajo de las piedras
De aquella torre vacilante se hallan
Camarines suntuosos, alumbrados
[75] Con candelabros de coral y de ámbar,
Y una fuente que aduerme los sentidos
Al dulce són de sus bullentes aguas.
Dios sabe la verdad; el vulgo siempre
Da formas temerosas y fantásticas
Á lo que no comprende, y esta torre
Le es en sus sueños pesadilla ingrata.
Era la última tarde de Febrero:
Ya el crepúsculo en sombra se cerraba,
De los vientos de Marzo comenzando
Á zumbar en los árboles las ráfagas.
Ya recogido el labrador su yunta
Cansado había y el pastor sus cabras,
Y el humo de las chozas y alquerías
Á su frugal banquete le llamaba.
Se hundían en sus cuevas los reptiles
Y acudían las aves á las ramas,
Llamando á la vecina primavera
Que más de lo que anhelan se retarda.
La tierra, en fin, en brazos de la noche,
Yerta, en silencio y soledad quedaba,
Y al lejos la ciudad se distinguía
Sólo ya por la luz de sus ventanas.
Era una noche fría y tenebrosa:
[76] Crecía el viento y, de la luna falta,
La bóveda del cielo parecía
Con fúnebres crespones enlutada.
Era una de esas noches en las cuales
La voz del miedo al corazón nos habla y
Y de infantil superstición al soplo
Quimeras mil en nuestra mente se alzan.
Noche agradable para oir historias
Junto á la lumbre del hogar contadas,
Ó para hacer castillos en el aire
Bajo el triple doblez de espesa manta.
Mas no siempre á su antojo goza el hombre
Plácida ocupación, cómoda estancia,
Y alguno hay siempre que afanoso vela
Mientras el mundo universal descansa.
He aquí por qué del arcilloso tajo
Donde la antigua torre está fundada,
Á pesar de la noche pavorosa,
La soledad un hombre atravesaba.
No se alcanzaba á ver en las tinieblas
Ni aun el contorno de su forma humana;
Mas se oía su aliento fatigoso
Y el compás desigual de sus pisadas.
Sonoro el rosetón de sus espuelas
Tal vez por caballero le acusaba,
Y por hombre de guerra el són metálico
Con que bajo el caftán crujen sus armas.
[77] Llegó á la cima del repecho, donde
La puerta da del torreón: ahogada
Tos de cansancio le saltó del pecho,
Mas sofocó su ruido en la garganta.
Breve silencio luego, hondo, absoluto,
Indicó que dudoso vacilaba,
Y que tal vez en el momento crítico
Le abandonaba el corazón su audacia
Con larga aspiración tomar aliento
Oyósele después, y de la daga
Con el pomo dos golpes dió en la puerta,
Secos, iguales, firmes: no temblaba.
El corazón que daba á aquella mano
Tan sereno vigor latía en calma,
Y el hombre que llamaba á aquella torre
Resuelto en ella á penetrar llegaba.
Si á su secreto huésped conocía,
Su relación con él era harto franca;
Si la creía habitación de espíritus,
Con temeraria fe les provocaba.
El doble són de su doblado golpe
Los ecos de la torre abandonada
Cóncavos repitieron, hasta ahogarles
En la desierta cavidad lejana,
Y un momento después otra voz ronca
Tras de la puerta preguntó:—«¿Quién llama?»
—«Un hombre solo», respondió el de fuera.
[78] EL DE DENTRO
¿Qué quiere?
EL DE FUERA
Quiere hacer una demanda
Al espíritu sabio que aquí mora.
EL DE DENTRO
¿Su ciencia sin saber de quién dimana?
EL DE FUERA
Del cielo ó del infierno: importa poco:
Con que me sepa responder me basta.
EL DE DENTRO
¿Resuelto traes el corazón?
EL DE FUERA
Á todo.
EL DE DENTRO
¿Tienes bien la pregunta meditada?
FUERA
Sí.
DENTRO
¿Sabes que la ciencia nunca miente,
Y que desnuda la verdad espanta?
FUERA
Favorable ó fatal, saberla quiero;
Pon precio á tu respuesta, pero dámela.
DENTRO
La ciencia no se vende: y quien el cáliz
Osa apurar de la verdad amarga,
[79] En el veneno que al saberla bebe
La compra por su mal bastante cara.
Entra.—Abrióse la puerta: pasó el hombre,
Y fué todo silencio, sombra, nada.
En medio de un morisco gabinete
Que, á juzgar por su bóveda cerrada,
Pertenece sin duda á alguna obra
Desconocida, oculta y subterránea,
Al suave resplandor con que la alumbran
De pulido alabastro cinco lámparas,
Hay una fuentecilla que se vierte
De mármol transparente en una taza.
El desborde del líquido impidiendo,
Un sumidero que su fondo orada
Le conserva en nivel constante siempre,
La que sume igualando á la que mana.
Su ancho tazón que sobresale apenas
Del pavimento, á la arabesca usanza,
Cercado está de blandos almohadones
Y tupidas alfombras toledanas;
Mas parece que sólo se destinan
Por el rico señor de aquella estancia
Á que gocen sus huéspedes la vista
Y el grato són de la corriente mansa:
[80] Y la luz de las lámparas, que recta
En su cristal á reflejarse baja,
Para alumbrar también parece sólo
La transparente linfa preparada.
Radia empero esta luz por todas partes
En rededor de la ostentosa cámara
Sobre mil preciosísimos objetos,
Que la opulencia del señor delatan.
Ricos jarrones del Japón que ostentan
Índicas flores que en su seno arraigan,
Plumas costosas de chinesco origen,
Y talismanes y amuletos y armas
Por su rara virtud ó precio enorme
De enriquecer capaces á un Monarca,
Decoran el fantástico aposento
Que aroma un ancho perfumero de ámbar:
Exquisitos damascos, cairelados
Con anchos flecos y tejidas randas,
Cubren los muros, cuyo friso adornan
Minuciosas labores africanas;
Y del techo estaláctico, de cedro
y olorosas maderas cinceladas,
Los huecos casetones laberínticos
Miniaturas espléndidas esmaltan.
El murmullo continuo de la fuente,
La suave luz en ella reflejada
Y el aroma oriental del perfumero
[81] Que harmoniza, ilumina y embalsama
El aire de este asilo misterioso,
Embebecen el ánimo y embargan
Los sentidos, y el alma á las delicias
De beáticos éxtasis preparan.
Al respirar su atmósfera vivífica
La cavidad del pecho se dilata
Con placer inefable: y, cual si en ella
Un bálsamo vital se inoculara,
Corre la sangre renovada, al cuerpo
Comunicando ligereza extraña,
Como si el soplo de benigno genio
Su peso terrenal aligerara.
Este deleite, empero, inexplicable,
Este placer magnético que embriaga
El ánimo y el cuerpo en este sitio,
Tanta delicia infunde, que aletarga.
Aura parece del Edén, divina
Fruición de la gloria que, arrastrada
Á la tierra de impuro sortilegio
Por la virtud, deleita pero daña.
Mansión es ésta singular: acaso
En ella con sacrílega amalgama
El ambiente vital del paraíso
Y el aliento satánico se hermanan.
Mansión que está sujeta á algún encanto,
Ó por algún espíritu habitada,
[82] Ó por un sabio mago está dispuesta
Para abusar de la razón humana.
Fantástica mansión, cuyo recinto
Se encierra oculto en la maciza fábrica
De los hondos cimientos que mantienen
La torre secular que al vulgo espanta.

[83]

II

Como visión que se aparece muda
Á la voz del conjuro que la evoca,
Como la mancha que proyecta móvil
La nube que ante el sol cruza la atmósfera,
Así apartando la crujiente seda
Que el subterráneo camarín decora,
En su oriental recinto penetraron
En sombrío silencio dos personas;
Hombres las dos: el uno, revestido
De luengas, anchas y talares ropas,
Bajo el morisco capuchón plegado
La edad oculta y el semblante emboza;
Debajo el otro de caftán turquesco
Rica armadura y cimitarra corva
Deja admirar: mas el cerrado almete
Su faz resguarda de atención curiosa.
Ser el primero en su ademán revela
De esta mansión el dueño: indagadora
[84] Inquietud, mas no miedo, del segundo
Muestra la continencia cautelosa.
Busca el primero entre los mil objetos
Que allí se ven, de aplicación incógnita,
Algo que necesita, y el segundo
Sagaz espía sus acciones todas.
Un talismán y un libro, cuyos usos
Sólo tal vez su posesor no ignora,
Tomó por fin el sabio y puso el libro
En un atril de laboreada concha.
Era el libro un volumen con respeto
Guardado en un cajón de palo-rosa,
Y el talismán representaba un áspid,
El cuerpo de oro y de coral la cola.
De un candelero de oro salomónico
Encendió luego la bujía roja
El silencioso encapuchado, y dijo
Volviéndose al guerrero:—«Ya está pronta
El ara de la ciencia y arde en ella
La luz de la verdad. Ese áspid toma,
Pregúntale; divide de ese libro
Las páginas con él y, sobre la hoja
Que abras, lee la respuesta á tu pregunta,
Y..... espera todavía, si te importa
Tu secreto guardar, que por tu lengua
Hable tu alma: la palabra sobra.»
Obedeció en silencio el caballero:
[85] Y dejando en un mueble sus manoplas,
Con la desnuda mano asiendo el áspid
Se aprestó á la tremenda ceremonia.
Hizo en secreto su demanda, y luego,
Metiendo el talismán entre las hojas
Del libro, en el atril por ambos lados
Caer partidas al azar dejólas.
Á través de las barras del almete
Tendió á lo escrito la mirada ansiosa:
Leyó, y el estertor que hinchó su pecho
Mostró de su alma la mortal congoja;
Mas hombre á dominar acostumbrado
Sin duda al corazón, una tras otra
Leyó todas las líneas de la página,
Su acíbar apurando gota á gota.
Acabó de leer y cabizbajo
Permaneció un momento: escrutadora
Entretanto del sabio la mirada
Sobre él en vano pertinaz se posa;
Porque el tejido espeso de las barras
De la celada penetrar le estorba
Hasta su rostro que, indiscreto acaso,
Revelara su idea más recóndita.
Alzó al fin el armado la cabeza,
Con un suspiro desechando la honda
Fatídica impresión del sortilegio,
Rompiéndose el silencio en esta forma:
[86] EL SABIO
¿Has concluído?
EL CABALLERO
Sí.
EL SABIO
¿Que trae el libro?
EL CABALLERO
Una encantada y peregrina historia.
EL SABIO
La tuya.
EL CABALLERO
Puede de ser: pero la escrita
Tiene cierto sabor á fabulosa.
EL SABIO
En vano quieres con fingida calma
Ocultar á mis ojos tu zozobra;
Yo sé que la verdad de tus palabras
Está en tu corazón, y no en tu boca.
Yo sé que espanta el porvenir: que acíbar
Guarda no más de la verdad la copa,
Y que, por más sereno que la apures,
Te fermenta en el alma su ponzoña.
EL CABALLERO
Un alma varonil, con su destino
Lucha: una fe tenaz todo lo arrostra.
EL SABIO
La fe de quien á oráculos acude,
[87] Sólo es superstición que la fe ahoga.
Voy la historia á lëer con que ese libro
Respondió á tu demanda; y si aún dudosa
Tu alma desea explicación más clara,
Pídela y la tendrás, palpable y pronta.
Dijo: y fijando su mirada el sabio
Sobre el libro fatal, con pavorosa
Voz empezó á lëer, el caballero
Prestando á su pesar atención honda:
«Un celestial espíritu encantado
»Tiene al Rey Alhamar: su augusta sombra
»Sobre los leves rayos de la luna
»Baja á la Alhambra en las nocturnas horas.
»Mudo, invisible, su fantasma regio
»Se mostrará una vez y una vez sola
»Hablará: mas ¡ay! ¡triste del que entonces
»Vea su faz y sus palabras oiga!
»Él será engendrador del Rey postrero
»Que en la Alhambra rëal ciña corona:
»Y ¡ay de los de Nazar! ¡ay de Granada!
»Con ese Rey fenecerá su gloria.»
Leyó el sabio: y, quitándose del libro,
Dirigió así la voz conminadora
Al caballero, que encerrado le oye
Mudo é inmoble en su armadura cóncava:
—«¡Ay de los de Nazar! ¡ay de Granada!
»Su Rey ha visto la tremenda sombra;
[88] »Y ¡ay de ti, Rey Hasán! ¡ay de tu sangre,
»De raza tan fatal engendradora!»
Á estas palabras, el sombrío armado
Dando un paso hacia el sabio, con voz ronca
Pero resuelta, dijo, levantando
La celada que el rostro le encapota:
—«Yo soy Muley-Hasán: tú lo dijiste:
»Yo he visto esa fantasma aterradora,
»Cuya verdad de confirmarme acaba
»La virtud de tu ciencia misteriosa.
»Yo soy Hasán; pero desde este punto,
»Para que tal cual soy me reconozcas;
»Oye á tu vez la predicción que te hago
»En cambio de tu oráculo y tu historia.
»Yo soy el Rey Hasán; pero primero
»Que mi raza consume tal deshonra,
»Todos mis hijos, todos, uno á uno,
»Ahogará sin piedad mi mano propia.
»Ya lo sabes: adiós; y abre, pues creo
»Que el aire de este cuarto me sofoca.»
Dijo Muley-Hasán, y la salida
Buscó bajo el tapiz, ebrio de cólera:
Mas tomándole el sabio por la mano,
Le detuvo diciendo: Rey, tú ignoras
Lo que el cielo te guarda, y es preciso
[89] Desvanecer tus esperanzas locas,
Tu hijo Abú-Abdil.....
MULEY-HASÁN ( interrumpiéndole. )
Preso en la Alhambra
Yace, y cadáver le hallará la aurora.
EL SABIO
Te engañas: en Guadix contra su padre
Junta sus partidarios á estas horas.
MULEY-HASÁN
¡Mientes!
EL SABIO
¡Mísero Rey! tú ignoras sólo
La desventura inmensa que te agobia:
Mas yo te haré agotar hasta las heces
De la horrenda verdad la amarga copa.
MULEY-HASÁN
Déjame: basta ya: sé lo bastante;
Y siento que mi mente se trastorna,
Y de alegría imbécil ó satánica
Mi inmenso mal el corazón me colma.
¡Déjame!
EL SABIO
No, Muley: esa alegría
Insensata la bebes en la atmósfera;
Desde que en este camarín entraste,
En ti de un filtro la influencia obra:
Y esa febril exaltación que sientes
[90] Ya á llevarte, en las alas vagarosas
De una ilusión quimérica, á unos sitios
Cuyos sucesos conocer te importa.
—Déjame, exclamó Hasán como luchando
Con alguna impresión vertiginosa.
—Obedece, mortal, exclamó el sabio
Con elevada voz dominadora.
Magnetizado Hasán desde este punto,
Obedeció á su voz como un autómata:
—«Siéntate,» dijo, y se sentó: «contempla
El agua de esa fuente.» Y en sus ondas
Fijó la vista fascinada.—Entonces,
Cerrando el caño por do el agua brota
Y el sumidero que la taza orada,
Posarse el sabio encantador dejóla.
Deshízose en el mármol el postrero
Círculo que formó su última gota,
Y quedó el haz del agua tersa, inmóvil,
Reflejando en su fondo de la bóveda
Las múltiples labores que, alumbradas
Por las lámparas, fingen con sus combas,
Ángulos, radios, casetones y arcos,
Grupos de casas, árboles y rocas.
Sentóse el sabio junto al Rey, y asiendo
Su yerta mano y de su oído próxima
La boca colocando,—«duerme, díjole,
«Duerme Muley, á tu pesar, reposa:
[91] »Mas recibe los sueños que te envío
»Y dales un asilo en tu memoria,
»Para que cuando vuelvas de tu sueño
»Recuerdes sus visiones vaporosas.
»Sueña, feroz Muley, y mis palabras
»De ensueños vagos en quimeras torna:
»Sueña que ves debajo de esa fuente
»Lo que en tu sueño de mis labios oigas.»
Y aquí el encantador encapuchado
Comenzó á relatar con voz monótona
Una historia, confusa como un sueño,
En que un millar de imágenes se agolpa:
Vaga, como unos versos sin cadencia,
Que parece tal vez que nunca logran
En su harmonía dar con un sonido
Que con otro sonido corresponda;
Historia, en fin, cuyo relato hecho
En la inflexión y guturales notas
De árabe dialecto, semejaba
Al susurro del agua y de las hojas.

[92]

III

—«Mira, escucha y comprende lo que pasa
En torno tuyo ¡oh Rey!—¿Ves esas sombras
Que como en alas de los vientos cruzan
Esos llanos y montes con que sueñas,
De esa obscura ciudad saliendo todas?
Los corredores son, que el Rey cristiano
Envía á sus alcaides fronterizos.
Esa ciudad de donde parten, cuyo
Mudo recinto en las tinieblas yace
Al parecer pacífico y tranquilo,
Es Medina del Campo. Desde aquellas
Torres los Reyes de Castilla miran
Hacia Granada, el pensamiento fijo
En su desolación y la memoria
En el fatal horóscopo, que anuncia
Á Abú-Abdil como el postrer monarca
Que reinará en la Alhambra; sus jinetes
Por eso envían en secreto, y sólo
Caminando de noche, á sus mejores
Adalides. ¿Y sabes el mensaje
Que les llevan, Muley? Que pues rompiste
[93] Las treguas tú, cayendo sobre Zahara,
Den por abierto el campo de la guerra
Y metan por tus tierras sus pendones,
Talando sin piedad y destruyendo
Mieses, viñedos, torres y ciudades.
Vuelve ahora la vista hacia este lado:
¿Ves ese cerro sobre el cual blanquean
Las almenadas torres y los muros
De una morisca villa? Son las torres
Y las murallas de Guadix. ¿Ves ese
Pendón que en ellas vagarosa agita
El aura de la noche? No es ya el tuyo:
Es el de Abú-Abdil. ¿Ves esos hombres
Que, envueltos en sus blancos alquiceles
Y jaiques africanos, uno á uno
Entran en la segura fortaleza
Do se hospeda tu alcaide? Todos esos
Son los parciales de Abdilá, que acuden
Á ofrecerle su brazo y sus tesoros
Contra su mismo padre: y son los mismos
Que tus inicuas leyes desterraron
De Granada; los hijos y los nietos
De aquella ilustre raza degollada
Por el infame padre del que ahora
Es tu primer Wazir, tu consejero,
Del tirano tal vez que por ti reina:
De Abú'l-Kasín Ben-Egas, hijo digno
[94] Del renegado vil á quien llamaron
Moros y Castellanos con desprecio
El Tornadizo : y todos alimentan
Sed de venganza contra él, y el odio
Hierve en su corazón contra la impura
Cristiana á quien adoras, y detestan
Toda la estirpe vil de renegados
Que te cerca, Muley, y al pueblo impulsan
Hacia la rebelión, que ya fermenta
Hasta en tu misma corte, y cuyo fuego
Puede atajar tal vez Dios solamente,
¡Alahú-akbar! así está escrito. Vuelve
La vista hacia ese valle: es el de Dona.
¿Ves esa multitud de gente armada
Que por él atraviesa? Son Cristianos
Que á Alhama van. Á Alhama, donde tienes
Tus más ricos tesoros: donde acuden
Con tus anuales rentas tus alcaides:
Donde almacenas los inmensos víveres
Á tus tropas fronteras necesarios.
Á Alhama van: la llave de Granada,
Como los Granadinos la apellidan:
Á Alhama van. Repara cómo trepan
Por los peñascos en que está fundada,
Como astutos reptiles, los Cristianos
Escaladores; mira cómo llegan
De los muros al pie sin ser sentidos:
[95] Mira cómo aproximan las escalas:
Mira cómo en silencio en las almenas
Aseguran las manos, cómo tienden
Los cautelosos ojos al recinto
Del muro y del adarve abandonados:
Mira cómo el primero salta dentro
Y sesenta tras él. Ese maldito
Es Ortega del Prado, ese famoso
Escalador cuyas sorpresas tienen
En vela eterna á los Alcaides todos
De tus castillos fronterizos. Mira
Cómo asesina al centinela y corre
Á sorprender la guardia de las puertas:
Mira cómo un enjambre de Cristianos
Por las murallas entra. ¡Ay de tu Alhama!
¡Ay de los que no ven que están cercados
De lobos Nazarenos! Mira, mira.
Aquel jinete, que á su frente viene
Á emboscarse traidor junto al postigo,
Es Ponce de León, Marqués de Cádiz,
Maldecido de Aláh y azote nuestro.
Aquel otro de arnés empavonado,
Es el rico Asistente de Sevilla
Diego de Merlo: aquel que con el hacha
El barreado rastrillo hace pedazos
Con fuerzas de Titán, es Juan de Robles,
Alcaide de Jerez, que mató un toro
[96] Dándole en el testuz un puñetazo.
Y no creas que es gente allegadiza,
Poco diestra en la lid y mal armada;
No, Muley, son guerreros avezados
Á pelear: ilustres por sus hechos
Y por su sangre generosa: todo
Cuanto encierra mejor Andalucía
De Castellanos capitanes. Mira:
¿Ves aquel joven cuyo bozo apenas
Sobre su labio superior apunta?
Bien puedes con el alba que esclarece
Divisarle, jinete en un morcillo
Que piafa de impaciencia: ese es un hijo
De aquel Conde de Cabra cuyo brazo
Teme no más Aly-Athár de Loja;
Es su hijo Don Martín, prez de la raza
De Fernández de Córdova. Aquel otro
Que monta un potro negro y que tremola
Un pendoncillo cárdeno en la lanza,
Don Pedro Enríquez es, Adelantado
Mayor de Andalucía. Toda entera
La tienes ya sobre tu reino: toda
Tiene la voz de alarma y se dispone
Para vengar á Zahara. ¡Ay de tu Alhama,
Que tienen ya por suya! ¡Oh! mira, mira:
Aquel que gana el caracol estrecho
Del torreón y baja á dar entrada
[97] Á los que aguardan del postigo fuera,
Es el Comendador Martín Galindo,
Que ha jurado inmolar treinta Muslimes
Á la implacable sombra de un hermano
Muerto á sus pies por el Zegrí de Vélez.
Mira cómo ayudado de Estremera
Su escudero, y de Pedro de Valdivia,
Alcaide de Archidona, desatranca
Los pesados barrotes de la puerta
Y sube las cadenas del rastrillo.
Ya logró levantarle: ya una hoja
Franqueó del postigo: apresurados
Mira cómo por él se lanzan todos
Sedientos de oro y sangre ¡Aláh clemente,
Compadece á los Árabes! Escucha.
¿No oyes el repentino clamoreo
Que ensordece la villa? ¡Desdichada!
Su gente anoche se acostó tranquila,
Y en brazos de la muerte se despierta.
Mira aquel que en la torre de homenaje
De la alta ciudadela ha enarbolado
La bandera cristiana; oye cuál grita,
Agitando frenético los brazos,
¡Alhama por Castilla!... ya la tienen.
Mas no: mira los tuyos cómo acuden
Á la pelea: todavía es suya
La villa, y el castillo solamente
[98] De los Cristianos es. ¡Aláh bendito!
Mira cómo coronan las murallas,
Una nube de flechas arrojando
Sobre los siervos de Jesús. ¡Cuál caen
Entre los muros de ambos fuertes! Cejan,
Se encierran otra vez en el castillo
La tierra con su sangre enrojeciendo.
¡Ah, leales Muslimes, degollados
Primeros que rendidos! Viejos, niños,
Mujeres, cuantos ciñen el turbante
Africano, pelean por su patria.
Mira, van á intentar una salida:
Ya están acorralados los Cristianos
En el castillo, y á su vez ahora
Van á ser los sitiados. No hay tronera,
Ni lucerna, ni almena, ni resquicio
Por donde asome un ojo castellano,
Que cubierto de dardos no se vea
En el instante mismo. Ya los tuyos
Comienzan á salir: mas ¡Cielo santo!
En tumulto, sin orden y sin jefe,
Como muchachos de una escuela salen.
¡Oh! van á ser pasados á cuchillo
Si los Cristianos dan en ellos. ¡Pronto
Desdichados! ¡atrás! ¡atrás! Es tarde.
Un lienzo de muralla derribando
Los Cristianos se lanzan de repente
[99] Sobre su ciega multitud, y en ellos
Corno en ganados en redil se ceban.
Huyen: la puerta los de dentro quieren
Cerrar: mas se aproximan unos y otros
En confuso tropel: todo es en vano:
Todos al par se precipitan dentro.
Oye cómo á la avara soldadesca
Autorizan los jefes al saqueo,
Para animar sus bárbaros instintos.
¡Ira de Dios! La muerte por las calles,
Por las plazas, las casas y mezquitas,
Corre hambrienta de víctimas humanas
Y se harta de cadáveres. En vano
Unos pocos valientes, prefiriendo
La muerte al cautiverio, se resisten
Como leones del desierto. En vano
En tu regio mirab encastillándose,
Ante el ara sagrada del Profeta
Forman una muralla con sus pechos.
Un impío Cristiano, una embreada
Tea aplicando á la dorada puerta,
Sopla la llama arrodillado, en tanto
Que otros con sus escudos le protegen
De los árabes tiros. Ya la llama
Prendió en la puerta cincelada: el humo
En espirales pardas culebrea
Por cima de los cascos: ya las chispas
[100] Saltan á impulso del seguro soplo
De la adarga de cuero con que aventan
El incendio naciente, y ya rechina
La primorosa ensambladura hendiéndose.
Mira cómo abrasada se desploma
La mezquita y sepulta á los Muslimes:
Mira cómo el incendio se propaga
Por sus bazares y almacenes: mira
Las lagunas de sangre, en cuyo fondo
La voz de todo un pueblo degollado
Al justiciero Aláh contra ti clama:
Mira cómo el incendio, porque veas
Mejor, extiende en derredor su llama
Encendiendo á tu honor mortuorias teas:
Mira la cruz sobre el peñón de Alhama!....
Desventurado Rey, ¡maldito seas!....»
Dijo y calló la voz del nigromante;
De la frase final lúgubre el eco
En pavoroso són zumbó un instante
Bajo morisco artesonado hueco.
Un momento después la luz brillante
Se extinguió de las lámparas: un paso
Lento, más firme gravitó en la alfombra:
Sintióse en los tapices un escaso
Rumor.... y todo fué silencio y sombra.

[101]

IV

Despuntaba la luz de la mañana:
El sol, detrás aún del horizonte,
Tendía ya su resplandor de grana
Como un inmenso chal de monte en monte.
Alfombraba la escarcha las laderas
De los valles de Darro, y argentinas
Del árbol desprendíanse ligeras
Las perlas del rocío, á las primeras
Ráfagas de las auras matutinas.
Diáfana en fin la atmósfera, sereno
El cielo y quieto el aire, se anunciaba
Un día claro y de alegría lleno
Que al perezoso mundo despertaba.
En la loma del cerro abandonado,
Donde se eleva el torreón obscuro
Que al vulgo atemoriza, un hombre armado
Yacía al pie de solitario muro,
De espaldas en sus piedras apoyado.
Verde caftán de damasquina tela,
Cuyo valor y forma la elevada
Clase y poder del portador revela,
[102] Cubría su armadura cincelada,
El calado antifaz de su celada
No permitiendo ver si duerme ó vela.
Allá en el valle y á la torre vuelto
De espalda, un negro y colosal Nubiano
Dormía echado en su alquicel envuelto,
Á precaución habiéndose revuelto
Las bridas de dos yeguas á la mano.
La hermosa raza del desierto en ellas
Se dejaba admirar, y en sus mantillas
De seda tunecí, y en las hebillas
De plata de su arnés, bien claras huellas
Se veían del lujo de su dueño,
Cuya venida retardaba acaso
Dulce el placer, ó descuidado el sueño.
El sol, apareciendo de repente
Tras de las cumbres de la helada sierra,
Derramó su esplendor sobre la tierra,
Y un rayo de su luz hirió el luciente
Casco de la armadura en que se encierra
El hombre que en la torre al pie del muro
Yace, su oculta faz dando al Oriente.
Su calor ó su luz, si es que dormía,
Le desvelaron: si aguardaba su hora,
Le avisaron puntuales que era día.
Entonces el armado, la pereza
Ó el sueño desechando, en torno suyo
[103] Revolvió lentamente la cabeza:
Dió tensión á su cuerpo entumecido,
Y con señales claras de sorpresa
Reconoció el lugar: mas de la torre
Viéndose á los umbrales, como herido
De repentina idea, ó tal vez presa
De una locura, alzóse, y una gruesa
Piedra cogiendo entre sus brazos, corre,
Y con cuanto vigor halló en su pecho
Lanzándola en impulso bien medido
Contra el postigo de madera estrecho,
Le descuajó del quicio carcomido.
Cayó dentro la hoja levantando
Una nube de polvo, revocada
Por su hueco en espesa bocanada:
Al temeroso ruido, despertando
El negro que esperaba en la alhameda,
Volvióse con pavor: mas no vió nada
En medio de la densa polvareda.
Inmóvil el Nubiano contemplaba
Desvanecerse el polvo que impelido
Por el aura corría, y esperaba
Sin duda hallar detrás de su cortina
Aquel maldito torreón hundido
Y abrasada ó desierta la colina,
Cuando á manera de marmóreo busto
Que, abandonando su sepulcro, asoma
[104] Del panteón á la puerta, vió con susto
Bajar hacia él por la empinada loma
Una radiante y colosal figura,
Tras sí dejando el torreón vetusto
Del cual la vió salir con gran pavura.
Ya para huir despavorido acaso
Las manos á la crin y el pie al estribo
Iba á llevar, cuando atajó su paso
La voz de su señor (cuya armadura
Brillaba al Sol con resplandor tan vivo
Que deslumbraba), y dándole el nativo
Nombre gritóle:—«¡Zil, pronto, á caballo!»
Y montando de un salto, á toda brida
Lanzó su yegua. Zil, como él activo,
Sacó en escape volador tendida
La suya de él en pos, y esclavo y dueño
Se hundieron de su rápida corrida
Entre el polvo, cual sombras de un ensueño.

[105]

V

Media hora después caía muerta
De fatiga á los pies de su jinete
La yegua del fiel Zil, ante la puerta
De la Alhambra: tras él Muley llegando,
Á contener la suya no bastando
Desenfrenada y en carrera abierta,
Con ella por el pórtico se mete.
Sujetaron á un tiempo veinte manos
Al fogoso animal: á tierra echóse
El fatigado Amir, y en medio hallóse
De su guardia de negros africanos.
Como una torva y rencorosa hiena
Que olfatea con ansia en el desierto,
Buscando el tronco del viajero muerto
Que enterró el salteador bajo la arena:
Tal el fiero Muley el zurdo paso
Enderezó á la torre de Comares,
Con el designio de manchar acaso
Con un nefando crimen sus hogares.
En su rostro, de cólera amarillo,
La decisión horrenda se leía
[106] En su sangriento corazón forjada,
Y el infernal placer de su alma impía
En sus trémulos labios y en el brillo
Siniestro de su lúgubre mirada.
Los negros su furor adivinando
En su ademán y rostro descompuesto,
Paso le abrieron con temor callando:
Él, en vez de palabras, empleando
Un imperioso irresistible gesto,
Abrir mandó la cámara africana
Que sirve de prisión á la Sultana.
En sepulcral silencio, más terrible
Que la voz más furiosa, entró en la estancia,
De Comares Muley: con impasible,
Desdeñosa y sultánica arrogancia,
Serena faz y fulgurantes ojos,
Á Aixa halló que acercarse le veía
En pie y desafiando sus enojos,
Silenciosa como él, como él sombría.
Como audaz cazador que, asegurado
De la muerta leona, hallar espera
Sus cachorros sin riesgo, y confiado
Avanza hasta la oculta madriguera:
Mas en su boca lóbrega, imprudente
Los cachorros dormidos reclamando
Escarba, y con terror ve de repente,
Su ondulante espiral desarrollando,
[107] Salir con un silbido una serpiente:
Tal se encontró Muley bajo la altiva
É imperiosa mirada de la Mora,
Á quien débil juzgó como cautiva
É insolente encontró como señora.
Miráronse un momento frente á frente
Aixa y Muley-Hasán: mas no hay quien pueda
La mirada arrostrar resplandeciente
De esta mujer, cuyo ánimo valiente
Tanta virtud como valor hospeda.
Con los brazos cruzados sobre el pecho
Preguntó al Rey impávida:—«¿Qué quieres?»
—«Tu hijo,» exclamó Muley.—«¡Qué imbécil eres!»
Repuso con desprecio la Sultana,
Dominando á Muley á su despecho.
«¿Cuándo has supuesto que albergado viva
»En el pecho viril de una Africana
»El villano temor de una cautiva,
»Ni el corazón servil de una Cristiana?
»Tú te olvidas que Dios Reina me ha hecho.
»¿Mi hijo á pedirme vienes? ¡Insensato!
»Libre partió: mas si seguir su huella
»Deseas, de ocultártela no trato.
»Corre á tu villa de Guadix, y en ella,
»De Dios y de tus pueblos con la ayuda,
»Alzado Rey le encontrarás sin duda.»
—«¡En Guadix!—dijo el Rey,—¡no lo he soñado!»
[108] Y, de pavor mortal sobrecogido,
Ante la Mora en pie quedó aterrado,
Mudo é inmóvil, cual del rayo herido.
Ella le contempló por un instante
Sin comprender lo que por él pasaba:
Mas suponiendo que algo meditaba
Contra el fugado Príncipe, arrogante
Díjole, de él poniéndose delante:
«La bestia más feroz, jamás se encona
»Con sus hijos cual tú. ¿Qué esperar debo
»Del tigre que á sus hijos no perdona?
»Ya á todo yo por Abdilá me atrevo:
»Tigre, te encontrarás con la leona.
»De hoy, pues, no lograrás, feroz tirano,
»Ni tocar al menor de sus cabellos
»Sin que, cual tú feroz, mi regia mano
»Meta un puñal entre tu mano y ellos.»
Dijo, y una insolente carcajada
Soltó, la espalda con desdén volviendo:
No la volvió Muley ni una mirada
Ni la escuchó tal vez, sólo atendiendo
Á la duda fatal en que vacila:
Y la Sultana, hallándola entreabierta,
Con noble majestad pasó la puerta
Y á su cámara real fuese tranquila.
Vióla Muley el patio de la alberca
Cruzar, volviendo en sí: mas no dió un paso
[109] Contra ella, ni el gesto más escaso
Hizo, aunque la guardia el patio cerca.
En silencio, los brazos sobre el pecho
Cruzados é inclinada la cabeza,
Á solas con su mal ó su despecho,
Presa permaneció por largo trecho
De ruin superstición ú honda tristeza.
Mas notando el Monarca de repente
Que sus guardias le estaban contemplando,
Miró á su dignidad, irguió la frente,
Y, cobrando su indómita fiereza,
Al patio se lanzó, donde llegando
Tendió la vista en derredor, ansioso
De encontrar una víctima á su saña.
En pie, junto á un pilar del peristilo,
Vió un hombre cuya cara le era extraña,
Pálido, ensangrentado, silencioso,
Y de torvo ademán, pero tranquilo.
Sonrió al divisarle, satisfecho
De hallar en quien la cólera del pecho
Descargar, y con calma aterradora
Fuese Muley á él. De pie derecho,
Contemplándole audaz, con ojo fijo,
El hombre le aguardó, y hasta él llegando
El iracundo Rey así le dijo:
—«¿Quién eres?»—«Nadie ya,» repuso el hombre.
De la ira Muley sintió la llama
[110] Subirle al rostro, y de furor temblando:
«¿Tu raza, dijo, tu país, tu nombre?»
Y con acento de tristeza lleno
Al Rey el hombre contestó sereno:
«No tiene nombre ya, país no tiene,
»Ni familia ni tribu le reclama
»Por suyo aquel que, su país dejando
»Esclavo, huyendo de su patria viene
»Á contar el baldón con que se infama.
»Mi pueblo yace, Amir, muerto ó cautivo;
»Y él solo ves en mí que escapó vivo
»De la tremenda asolación de Alhama.»
Palideció el Monarca de pavura
Á esta nueva fatal: su mensajero
Sonrió con sardónica amargura
Así siguiendo:—«Amir, mi alma está pura
»De traición: combatí junto al primero:
»Mas cuando todo se perdió, mi escaso
»Aliento aproveché con la esperanza
»De poder, á tus pies llegando acaso,
«Pedirte, no favor, sino venganza;
»Pero no para mí: yo no la quiero:
»Sin honra y sin hogar morir prefiero.
»Alhama se perdió por tu abandono
»Y clamó contra ti su pueblo entero:
»Mas yo soy un creyente verdadero
»Y, en ti mirando á Aláh sobre tu trono
[111] »En nombre de mi raza te perdono.»
Dijo el lëal; y con sublime calma
En su pecho la daga sepultando,
Expiró, buen Muslim, encomendando
Su venganza á su Rey, á Dios su alma.
La guardia de los negros, torva y muda,
Ante el cuerpo del último Alhameño
Lloró tal vez su bárbaro heroísmo:
Sólo insensible y enarcado el ceño
Permaneció Muley con faz sañuda,
Víctima de un segundo parasismo
De su pavor recóndito sin duda.
Reinó un punto el silencio más solemne:
Luego, hablando Muley consigo mismo,
Dijo:—«Sí, la verdad está perenne:
»La aparición..... Alhama..... ¡todo es cierto¡
»¡ Y él libre ya!—¡Confúndale el abismo!
«¡Más valiera al nacer haberle muerto!»
Y aquí el Rey, humillando la cabeza,
Prosiguió con hondísima tristeza:
«¿Conque el cielo y la tierra se han unido
»En contra mía por tan varios modos?»
Mas irguiéndola al punto con fiereza,
Dijo:—«Mas no dirán que me he rendido:
»Mientras vive Muley, aún no han vencido:
»Todos, pues, contra mí, yo contra todos.»
[112] Y volviendo la espalda, á pasos lentos
Volvió Muley de su oriental palacio
Á entrar en los dorados aposentos
Donde Zil le siguió tras breve espacio.

[113]

VI

«¡Ay de mi Alhama!» en su palacio dijo
Muley, que aun suya en su dolor la llama:
Y el eco triste, de sus techos hijo,
Suspiró: « ¡Alhama! »
Desde las torres del gentil palacio
Bajó en las brisas, y de rama en rama
Corrió los huertos y gimió el espacio:
« ¡Ay de mi Alhama! »
Llegó hasta el vulgo la terrible nueva.
¿Quién pára el vuelo de la errante fama?
Su voz diciendo en la ciudad se eleva:
« ¡Ay de mi Alhama! »
[114] La turba ociosa, de pavor transida,
La aciaga nueva por doquier derrama:
Doquier repiten por donde es oída:
« ¡Ay de mi Alhama! »
El ruin villano y el audaz guerrero,
El noble altivo y la orgullosa dama
Dicen, llorando con el pueblo entero:
« ¡Ay de mi Alhama! »
Y el pueblo entero del palacio augusto
Corre á las puertas, y furioso clama
Con voz que impone á sus vivientes susto:
« ¡Ay de mi Alhama! »
La guardia negra que á Muley defiende
«¡Atrás!» las picas enristrando exclama:
Se irrita el pueblo, y el clamor se extiende:
« ¡Ay de mi Alhama! »
Las regias salas el motín conturba
Que en torno de ellas cual tormenta brama.
Y al grito tiemblan de la airada turba:
« ¡Ay de mi Alhama! »
[115] Muley no duerme: cinco mil guerreros
En quienes arde del honor la llama,
De sus legiones manda delanteros
Ir sobre Alhama .
Y al caer la noche, jineteando al frente
De hueste inmensa que la lid reclama,
Partió gritando con su armada gente:
« ¡Venganza á Alhama! »
« ¡Venganza á Alhama! » Repitió la plebe
Que al Rey valiente y vengador aclama:
«¡Aláh, le dijo, la victoria lleve
Contigo á Alhama
Mas ¿quién penetra en el destino obscuro
De su ancho velo por la espesa trama?
Voz misteriosa suspiró en el muro:
« ¡Ay de mi Alhama! »
Eco siniestro, que la fe desmiente
De los Muslimes y á su Rey infama,
Toda la noche repitió doliente:
« ¡Ay de mi Alhama! »
[116] ¡Tal vez las almas de los muertos, cuyos
Miembros sin tumba el agua desparrama
De los nublados, piden á los suyos
Tierra en Alhama !

[117]

LIBRO SEXTO

LAS TORRES DE LA ALHAMBRA

Más allá de la torre de Comares,
De la Alhambra rëal siguiendo el muro,
Recuerdo de los blancos alminares
De Damasco y esbelto cual seguro,
Dominando alamedas seculares
De frescas sombras y de ambiente puro,
Se alza un torreoncillo de arabesco
Estilo, aéreo, blanco y pintoresco.
Su cabeza gentil no se levanta
Coronada de sólidas almenas,
Ni su robusta construcción espanta
Con aspilleras de espingardas llenas.
Defiéndenle no más soledad santa
Y quietud misteriosa, y bien ajenas
De apariencia marcial, siempre cerradas
Sus celosías con primor caladas.
[118] Tal vez despide al despuntar el día
En espirales mil humo de aromas
Cual pebete oriental su celosía:
Tal vez los ecos de las verdes lomas
Despierta por la noche la harmonía
De los cantos que exhala, y las palomas
Y aves, á quienes place su murmullo,
La aduermen con sus trinos y su arrullo.
Es esta torrecilla solitaria
Un sagrado alminar, y su clausura
Destinada no más á la plegaria
De la mañana, goza el aura pura
Del valle y la extensión y vista varia
De la vega feraz desde su altura.
Es el mirab del Rey do sólo él ora,
Y tal vez la mujer que le enamora.
Hoy, con escarnio de la Fe, le habita,
Transformando en harén de sus amores
El alminar de la oración bendita
Y en camarín de sueños tentadores,
Zoraya, la insolente favorita:
Destinando sus áureos miradores
De su ocioso mirar para recreo,
Para atalaya de su vil deseo.
[119] Alcánzase desde ellos la sombría
Torre que guarda á la rival Sultana,
Y ella afanosa sin cesar espía
Desde allí la prisión de la Africana.
Por eso ocupa el mirador que impía
Con su presencia criminal profana:
Mas Dios á su rival tendió la mano
Y ya, libre Boabdil, la espía en vano.
Sobre campo y ciudad el delicioso
Mirab descuella como erguida palma;
Y es en verdad lugar maravilloso
Para elevar al Criador el alma,
Ya del alba temprana en el reposo,
Ya de la noche en la apacible calma:
Y el Moro y el Judío y el Cristiano
Ten desde allí del Criador la mano.
¡Quién no te cree, Señor, quién no te adora
Cuando, á la luz del sol en que amaneces,
Ve esta rica ciudad de raza mora
Salir de entre los lóbregos dobleces
De la nocturna sombra, y á la aurora
Abriendo sus moriscos ajimeces
Ostentar á tus pies lozana y pura,
Perfumada y radiante su hermosura!
[120] Yo te adoro, Señor, cuando la admiro
Dormida en el tapiz de su ancha vega;
Yo te adoro, Señor, cuando respiro
Su aura salubre que entre flores juega:
Yo te adoro, Señor, desde el retiro
De esta torre oriental que el Dauro riega;
Y aquí tu omnipotencia revelada,
Yo te adoro, Señor, sobre Granada.
¡Bendita sea la potente mano
Que llenó sus colinas de verdura,
De agua los valles, de arboleda el llano,
De amantes ruiseñores la espesura,
De campesino aroma el aire sano,
De nieve su alta sierra, de frescura
Sus noches pardas, de placer sus días
Y todo su recinto de harmonías!
Yo te conozco ¡oh Dios! en los rumores
Que á este árabe balcón me trae el viento
Perfumado entre pámpanos y flores,
Y harmonizado con el grato acento
De las aves de Abril. Tantos primores
Producto son de tu divino aliento;
Porque á tu aliento creador se aliña
Con sus mejores galas la campiña.
[121] Tú soplas ¡oh Señor! desde la altura
Y saltan los collados de alegría,
Y se cubre de flores la llanura,
Y se llenan los bosques de harmonía,
Y se aduermen las aguas en la hondura,
Y sin nublados resplandece el día:
Que en tus ojos la vida reverbera
Y es tu aliento, Señor, la primavera.
Y no hay región recóndita en el mundo
En donde más tu majestad se ostente,
Donde sea tu aliento mas fecundo,
Ni la tierra en tu prez mas diligente.
Señor, tú estás aquí; tú en lo profundo
Brillas aquí del corazón creyente;
Tú estas aquí; tu trono y tu morada,
Tras este cielo azul, sobre Granada.
Dame ¡oh Señor! de querubín aliento,
Porque pueda esta vida transitoria
Emplear en cantar con digno acento
En medio de este edén tu inmensa gloria:
Y al lanzar desde aquí mi voz al viento
Dando á Granada su oriental historia,
Purifique, Señor, mi arpa cristiana
El impúdico harén de una Sultana.

[122]

NARRACIÓN

I

Iba á dejar en brazos de las sombras
Á la tierra el crepúsculo: la vega,
El monte y la ciudad entre sus turbios
Vapores comenzaban á sumirse,
Y el ocaso, alumbrado todavía
Con desgarradas ráfagas de fuego,
Ultima luz que el sol reverberaba,
Teñía los collados con purpúreos
Resplandores de incendio. Á la cabeza
De su hueste Muley había apenas
Traspasado las puertas de Granada
Con dirección á Alhama, y en las torres,
En las murallas y altas azoteas,
Para verle salir, la muchedumbre
Se aglomeraba silenciosa y triste.
[123] Sus alas ¡ay! sobre la gente mora
El genio del dolor tendido había;
Fatal presentimiento de amargura
Sus corazones lúgubre llenaba,
Y miraban tal vez indiferentes
De sus hermanos el socorro. Apenas
Algunos grupos de la plebe sórdida
Que al camino salieron vitoreaban
Pagados á Muley: ardid inútil
De política torpe que aumentaba
El desprecio del pueblo entristecido.
El rumor de los gritos desacordes
Confuso con las ráfagas llegaba
Hasta el alto mirab, en donde inquieta
Le escuchaba Zoraya tras las árabes
Labores de su espesa celosía.
Fijos los ojos, la mirada torva,
Presa de aquel fatal presentimiento
Que acaso con su atmósfera pesaba
Sobre la mora gente, la lectura
De su alméh favorita oía, empero
Sin escucharla. Á veces el oído
Hacia el rumor de la ciudad tendía,
Y la alméh se paraba, y en silencio
Quedaba el aposento hasta que vuelta
La favorita en sí decía «sigue»:
Mas desechados iban diez volúmenes
[124] De distraer su espíritu incapaces.
Los peregrinos viajes y aventuras,
Los inspirados y divinos libros
Del Korán, las leyendas orientales
De los poetas de Damasco y Córdoba,
Desarrugar su ceño no podían
Ni atraer su atención; guerras, encantos,
Sueños, amores, himnos de alabanza
Á su propia hermosura dirigidos,
Pasaban por su oído resbalando
Como agua por encima de las rocas:
Y sin embargo, sus lecturas eran
En los célebres libros escogidas
De los más sabios escritores, siendo
Leídas con las gratas inflexiones
De una voz melodiosa, amaestrada
En el arte divino de la música,
Y en la recitación que alas de fuego
Presta á la encantadora poesía.
Á la luz de una lámpara de plata
Colocada en un trípode de concha,
La alméh, tomando el séptimo volumen,
Comenzaba á leer los puros versos
De Abú-Taleb-Abdel-Gebar, de Júcar,
Que cantó las victorias y virtudes
De los almorávides:—«Pasa, dijo
La impaciente Zoraya interrumpiéndola;
[125] Otra leyenda busca;» y fué pasando
La alméh las hojas de su libro, en ellas
Sin posar su mirada la Zoraya
Diciendo distraída:—«¿Quién prosigue?
—Abí-Aly-Anás.—Pasa. ¿Quién otro?
—El faquí Zacaría.—¿De qué trata?
—Da consuelos al rey en la amargura
De sus pesares.—¿Cuáles eran?—Creo
Que él solo se salvó de una batalla.
—Lee: tal vez consolar logre los míos.
—Mas no me escuchas ¡oh Sultana!—Esclava,
Lee y obedece.» Prosiguió leyendo
La reprendida alméh y á su profunda
É inquieta distracción volvió Zoraya.
La deliciosa voz de la lectora
Resonaba en el cóncavo recinto
Del camarín, como el rumor continuo
De un arroyo que corre bajo el césped
Quebrando entre los guijos sus cristales:
Los harmoniosos versos del poeta
Árabe, recitados en su lengua
Riquísima, en los tonos é inflexiones
Dulces sin par del andaluz dialecto,
Resonaban en él inútilmente,
Y en su vacío espacio se perdían
Como el canto de un pájaro extraviado
En el llano infecundo del desierto.
[126] Zoraya no escuchaba tiempo hacía
De la alméh la lectura: á los cristales
Del calado ajimez pegado el rostro,
Penetrar del crepúsculo anhelaba
La obscuridad creciente: pero en vano.
La ciudad se sumía en las tinieblas,
Y el rumor que llegaba hasta su oído
Era tan sordo, tan confuso y vago,
Que era imposible comprender su origen.
La humana voz asemejaba á veces
Ronco, amenazador, cual si en tumulto
Se agitara la plebe descontenta;
Otras, el triste é íntimo lamento
En que prorrumpe á un tiempo la familia
Que en derredor del padre moribundo
Su último aliento aguarda, y al lanzarle
En llanto universal rompe afligida.
Otras, gemido largo y misterioso,
Como si algún espíritu que, errante
Huyendo por la atmósfera, espantado
En sus vacíos senos le lanzara:
Mas siempre, siempre al comprender la Mora
Del rumor el origen verdadero,
Le encontraba con rabia producido
Por alguna bandada de palomas,
Ó por el són del aire en la arboleda,
Ó por la voz de algún pastor tardío
[127] Que guiaba en los cerros su rebaño.
Y volvía á tenderse despechada
En los cojines blandos, y volvía
Á mandar continuar una lectura
Que no escuchaba, mas que el tiempo largo
De su impaciencia entretenía.—«Sigue,»
Decía á la lectora: mas un libro
Y otro libro hojeado uno por uno
Inútilmente había, y con tristeza
En silencio la alméh la contemplaba.
—«Sigue,» dijo con ímpetu la altiva
Favorita: y la alméh, postrada en tierra,
Dijo:—«Imposible continuar, Sultana.
—¿Por qué?—Porque tus libros uno á uno
Has ido desechando, y en sus hojas
No hay ya más que leer.—Busca otros nuevos.
—No poseemos más.—Pues toma un arpa
Y cántame..... distráeme..... entretenme.....
Si no, ¿de qué me sirves? ¿Qué te valen
Los talentos que encomian los imbéciles
Que te enviaron á mí?» La desdichada
Alméh, sus gracias y talento viendo
Denostados así, dobló la frente
Sobre su pecho, y abrasado llanto
Comenzó á derramar. Zoraya un punto
Permaneció en silencio contemplándola:
Empero en la impaciencia que la agita,
[128] En la rabia tal vez que la devora
El vengativo corazón, ajena
Á toda compasión, díjola:—«Vete:
Para nada me sirves. Dí al primero
Que halles en esa cámara que venga
Á divertirme: un guardia, algún esclavo
Cuya cabeza al menos me responda
De su talento, si le falta. Vete.»
Salió la alméh: volvió á la celosía
Zoraya. Era ya noche: por doquiera
Extendida la sombra encapotaba
La tierra. Alguna luz pálida y trémula
Brillaba en los postigos entreabiertos
De las casas fronteras á la Alhambra,
Del ajeriz en el tranquilo barrio.
Más allá, por las calles angulosas
Del Albaycín, se oía sordamente
La voz de sus inquietos moradores
Elevarse en murmullo misterioso,
Como si sus vecinos, sus moradas
Dejando, por las calles reunidos
Con tumultuosa plática turbasen
La solitaria calma de la noche.
Zoraya en vano sondear quisiera
Lo que en el Albaycín pasa á estas horas.
Es el barrio que habitan los parciales
De Aixa y de su hijo, y en la torre
[129] De Comares están de él fronteriza.
¿Quién sabe si el rumor que en su absoluta
Obscuridad del Albaycín se alza
Será efecto ó señal de inteligencia
Entre el barrio y la torre? ¡Oh! Tarda mucho
El Wazir en volver. ¿Si por desdicha
La partida del Rey infunde aliento
Á los conspiradores, y en las calles,
Tomadas ya, al Wazir han sorprendido?
Todo lo teme ya la favorita:
Pero todo lo ignora abandonada
En el mirab donde impaciente espera:
Y he aquí que, al volverse, de la entrada
Bajo el dintel y del tapiz delante
Ve un esclavo que aguarda silencioso.
ZORAYA
¿Qué quieres?
EL ESCLAVO
¡Oh Sultana! á ti me envía
La alméh que acaba de partir llorando
Despedida por ti.
ZORAYA
¿De dónde vienes?
[130] ESCLAVO
De la ciudad.
ZORAYA
¿De la ciudad? ¿qué pasa
Allí?
ESCLAVO
Ya nada: de los muros lejos
Va ya Muley: el pueblo se retira
Después de haberle visto.
ZORAYA
¿Á despedirle
Mucha gente acudió?
ESCLAVO
Salió, Sultana,
Toda cuanta hay en la ciudad.
ZORAYA
¿Y viste
Á los del Albaycín?
ESCLAVO
Todos estaban
De la puerta Monaita en las alturas
Como bandada de águilas.
ZORAYA
¿Inquietos
Se mostraban sus grupos?
ESCLAVO
Al contrario:
[131] Al Rey desde los altos despedían
Diciéndole: ¡buen viaje! y saludábanle
Con las manos de lejos.
ZORAYA
¿Y en qué sitio
Viste al Wazir?
ESCLAVO
Tras de las huestes queda
Hablando con el Rey.
ZORAYA
¿Tú estabas próximo
Á ellos?
ESCLAVO
Sí: mas en torno defendidos
Por centinelas platicaban ambos
En calma.
ZORAYA
Ea, pues, mientras espero
La vuelta del Wazir, ve cómo puedes
Distraer mi impaciencia; me fastidio.
¿Qué harás para alegrar á tu señora?
ESCLAVO
Manda, y veré si obedecerte puedo.
[132] ZORAYA
¡Si puedes!
ESCLAVO
Sí, Sultana, soy Cristiano:
Me cautivaron en Jerez los Moros,
Y conservo mi fe. Si contra ella
Me mandaras obrar, perdona, pero
No te obedecería. Dios es antes
Para mí que la vida.—La Zoraya
Le oía de hito en hito contemplándole,
Y recordando que en sus venas corre
Sangre cristiana, chispeante y roja,
Con ardiente rubor la faz sentía:
Su niñez con vergüenza recordaba
Tímida ante el esclavo la señora:
Pronto, empero, repuesta y su sonrisa
Habitual en sus labios ver dejando,
Más terrible mil veces que su ceño,
Díjole:—«Eres cristiano..... enhorabuena.
Veamos lo que saben los cristianos
Para abreviar el tiempo á sus señores
Cuando pesa sobre ellos el fastidio,
Ó esperan, y esperar les importuna.
Dime: ¿En qué te ocupabas en tu patria?
—Era paje de un noble caballero
De Calatrava.—¿Cuál era tu oficio
Con él?—Le preparaba sus arneses,
[133] Salía detrás de él á la campaña,
Me batía á su lado. Si vencíamos,
Dábamos gracias al Señor á un tiempo;
Si nos vencían y salía herido,
Le curaba, velándole constante
Junto á su lecho: y en salud completa
Ó en grave enfermedad, todas las noches
Devotas oraciones le leía,
Ó leyendas sagradas de la Biblia
Le recitaba. Así creí, Sultana,
Mi existencia pasar en su servicio
Mientras durara su existencia, y luego,
Admitido en la Orden, como noble
Pelear y morir en la defensa
De mi fe; Dios, empero, de otro modo
Lo dispuso, Sultana. Un día aciago,
Caminando la vuelta de Antequera,
Dió en nosotros un árabe algarada.
Viajábamos diez y ocho caballeros
Con otros tantos pajes, y los Moros
Eran un escuadrón; nos aprestamos
Á combatir: cayeron uno á uno
Los más valientes, mi señor entre ellos.
Yo, con intento de salvar su cuerpo
Ó perecer sobre él, lidié con ira,
Y Dios me castigó: caí cautivo,
Y pasto de los cuervos fué el cadáver
[134] Del último Solís, hijo de Martos;
Su familia y la gloria de su casa
Acabaron en él. Tal es mi historia,
Sultana. Tuyo soy, manda á tu esclavo.»
La favorita de Muley sus ojos
Encendidos de cólera fijaba
Sobre los ojos del cautivo, en vano
De sus palabras la intención oculta
Profundizar queriendo. Ella, cristiana
Y de la raza de Solís nacida,
Era el último sér que se animaba
Con sangre de Solís. Aquel esclavo,
Servidor de su casa en otro tiempo,
La vió niña tal vez en el castillo
De la encomienda de su padre; ahora,
En Granada cautivo, ¿conocía
De su señor á la hija renegada?
Su presencia en la Alhambra, ¿era un agüero
Favorable ó funesto? ¿Era un amigo
Que velaba por ella? ¿Era un espía
Que traidor la acechaba? Los recuerdos
De su infancia dichosa y sus dormidos
Remordimientos, á la par alzándose
Como horribles espectros á su vista,
La helaron de terror. La sombra airada
De su ultrajado padre parecía
Que tras aquel cristiano á levantarse
[135] Iba, y en el pavor supersticioso
De su alma criminal y en la nerviosa
Exaltación del miedo, sus miradas
Fijó en la puerta de la estancia. Ante ella,
Pálido como el mármol que sostiene
Su cincelada bóveda, sombrío
Cual fantasma del féretro evocado,
El viejo Aly-Mazer la contemplaba
En lúgubre silencio. Sus pupilas
Radiaban con fulgor siniestro y trémulo,
Y los hilos brillantes de sus rayos,
Como los de la baba poderosa
De la culebra, al estrellarse ardientes
En las pupilas de Zoraya, á ellas
Se adherían tenaces, é invisible
Extendiendo una red en torno suyo,
En sus mágicos nudos la envolvía,
Y el vigor de su sér paralizaba,
Aunque en su helado cuerpo arder sentía
La inquieta sangre como hirviente lava.
Subyugada, incapaz de movimiento,
Víctima de poder incomprensible,
Vió Zoraya cruzando el aposento
Llegar á Aly-Mazer con paso lento,
Su mágica influencia indefinible
Dominando su sér, y en su semblante
Su fulgente mirar teniendo fijo,
[136] Con desdeñosa voz así la dijo:
—«¿Te fastidias, Sultana? ¿Te impacientas?
¿De tu infeliz alméh con las historias
Vacías de interés no te contentas?
¿Por qué no lees las íntimas memorias
Que en el fondo de tu ánima aposentas?
¿Por qué en vez de leyendas ilusorias
No lees sobre tu faz tu historia horrenda?
¿Crees que no hay interés en su leyenda?
Iguales son los fallos soberanos
Para todos: delira y entretente
Tu porvenir meciendo en sueños vanos:
Mas escrito tu horóscopo en tu frente
Llevas: sobre las rayas de tus manos
Tus ojos pon y le verás patente.
Naciste y morirás entre cristianos:
Y, más fatal que el de Abdilá, tu sino
La obscuridad te anuncia solamente;
Su estrella real apagará tu estrella:
Su destino anonada tu destino;
Extranjera á Granada, no hay en ella
Para tu raza impura
Ni trono, ni mansión, ni sepultura.
Esclava sin pudor, tu cuello doma
Al yugo de tu dueño; renegada
Sin fe y sin patria, el fugitivo aroma
De tu poder pasó: sobre Granada
[137] De otro poder real el alba asoma;
Tú no posees sobre su tierra nada:
La estrella de Bu-Abdil, contraria tuya,
Es fuerza que al brillar tu luz destruya.»
Dijo el severo Aly, y con el cristiano
Partió, y á la Sultana fascinada
Un escrito al partir dejó en la mano.

[138]

II

Su vida y su vigor recobró al punto
Libre de Aly-Mazer ya la presencia,
Y al misterioso escrito echó Zoraya
Una mirada de pavura llena.
Criada desde niña entre los Árabes,
De la superstición de su creencia
Es víctima su espíritu, y con miedo
De él contempló las misteriosas letras.
El escrito es su horóscopo: los datos
De la consultación que le encabeza,
De su país, su raza y nacimiento
Son los nombres exactos y las fechas.
Un confuso dibujo cabalístico
Marca la conjunción de los planetas
Que, desde el punto en que nació, su vida
Dominan con su mágica influencia;
Y bajo el doble nombre entrelazado
Que entre Cristianos y Árabes conserva,
[139] Explicando sus cálculos y signos
Se leía en arábigo esta letra:
«Cinco años será Cristiana,
Veinticinco será Mora,
Diez esclava y diez Sultana:
Mas su estrella protectora
Va á apagar antes de un hora
Otra estrella soberana.—
Ni Española ni Africana,
Ni de raza engendradora,
Morirá en tierra cristiana
Ni cautiva ni señora;
Odiada como tirana,
Oculta como traidora.»
Fijos aún los espantados ojos
En el fatal pronóstico, y apenas
Con tiempo de ocultarle, en la otra cámara
Oyó los pasos del Wazir Ben-Egas.
Dominó su emoción, dió á su semblante
Su expresión ordinaria, y de la puerta
Al dintel el Wazir apareciendo,
Diálogo se entabló de esta manera:
ZORAYA
¡Por Aláh, que impaciente te aguardaba!
[140] EL WAZIR
Detúvome Muley más que quisiera
Mi impaciencia también.
ZORAYA
¿Partió?
EL WAZIR
Va lejos,
Sultana.
ZORAYA
¿Y la ciudad?
EL WAZIR
Tranquila queda.
ZORAYA
Del callado Albaycín la misteriosa
Obscuridad algún secreto encierra.
EL WAZIR
El que todos los barrios: por Alhama
Lloran con profundísima tristeza,
Y la ciudad por la perdida villa
Yace de luto universal cubierta.
ZORAYA
¿Y la Sultana? ¿Y Abdilá? ¿Qué órdenes
Con respecto á los dos Muley te deja?
EL WAZIR
¡El infierno sin duda les protege!
[141] ZORAYA
Acaba de una vez: habla.
EL WAZIR
Funestas
Nuevas de ellos te traigo. El Rey no quiso
Que por su propia boca lo supieras.
Abdilá, descolgado por su madre,
Por un balcón huyó.
ZORAYA
¡Maldita sea
Mi confianza en ti! Siempre he temido
Que te burlara su infernal destreza.
Pero explícame en fin.....
EL WAZIR
Es imposible:
Todo se ignora aún.
ZORAYA
Pero ¿y la fuerza
De tu ley? ¿No eres tú juez de la Alhambra?
EL WAZIR
Muley prohibe que se emplee en ella
Mi autoridad, y manda que en su alcázar
No obedecida pero libre sea.
[142] ZORAYA
¿Aixa libre en la Alhambra?
EL WAZIR
Sí.
ZORAYA
¿Acotada
Tu autoridad?
EL WAZIR
Prohibe que la ejerza
Contra ella.
ZORAYA
Wazir, te estás mofando.
EL WAZIR
No lo permita Aláh. Del Rey la letra
Conoces: lee sus órdenes escritas
Por él: esta es su ley mientras su ausencia:
«Sin potestad, mas libre, viva Aixa
Mi esposa, Abú-l'Kasín: la más pequeña
Ofensa ó vejación que sufrir la hagas,
La consideraré contra mí hecha.
La razón yo la sé: de la Sultana
Me respondes, Wazir, con la cabeza.»
ZORAYA
¡Oh! la mía se pierde en tal misterio.
EL WAZIR
Pero tal vez la mía le penetra.
He interrogado á Zil, á los esclavos
[143] Que le sirvieron, á su guardia negra,
Y á la torre maldita sé que ha ido,
Que en Comares furioso entró á su vuelta,
Que estuvo allí con la Sultana á solas,
Que ella salió después altiva y fiera,
Y que Muley, sombrío y aterrado,
Libre la dejó ir, cielos y tierra
Diciendo que contra él se conjuraban,
De una impresión supersticiosa presa.
Pues bien, Zoraya, en esa torre creo
Que encontraré la explicación entera
De su superstición y de sus órdenes
Incomprensibles de hoy.
ZORAYA
Bien dices: vuela,
Wazir Abú-l'Kasín, vuela á esa torre,
Demuele sus murallas, y sus piedras
Registra una por una, y aprisiona
Sin piedad, interroga y atormenta
Al sér aciago que en la torre encuentres,
Hasta que des con la verdad.
EL WAZIR
Modera
Tu cólera, Sultana: todavía
Algo que hacer en la ciudad me resta.
En sus barrios acaso entre las sombras
Ya criminal conspiración fermenta,
[144] Y es mi primer obligación á salvo
Ponerte á ti de su furor. Te esperan
Al postigo del Agua tus esclavos
Y una guardia leal que te defienda.
Vas á habitar los Alijares: este,
Más que regio palacio, es fortaleza,
Y en ausencia del Rey todo lo temo
De la Sultana audaz.
ZORAYA
Me desesperas,
Abú-l'Kasín con tu prudencia imbécil.
Cuando torne Muley, que la baile muerta,
Y nos dará las gracias.
EL WAZIR
Tú deliras,
Zoraya: eso sería en ancha hoguera
Tornar el fuego que debajo duerme
De la ceniza aún: mientras alienta
El Príncipe Abdilá, siempre los suyos
Tienen un capitán y una bandera:
Y en tanto que la madre está segura,
Rehén tenemos para el hijo en ella.
Vamos, y fía en mí; partamos antes
Que la luna en los cielos aparezca,
Porque importa que nadie se aperciba
De que el palacio de la Alhambra dejas
[145] La Zoraya, cediendo á las razones
Del prudente Wazir, aunque la pesa,
Dejó el mirab y, en el espeso velo
Embozada la faz, siguió sus huellas.
De la torre del Agua en el postigo
Una escolta leal halló dispuesta,
Y al fuerte de los regios Alixares
La condujo el Wazir en las tinieblas.
Mas en el punto de partir, del muro
Donde la torre apoya á las almenas.
Una mujer que se asomó espiaba
La ruta por do van. Era la Reina.

[146]

III

Sobre el muro que el recinto
De la Alhambra real circunda,
Si en fortaleza segunda
Primera en esplendidez,
Hay una torre morisca
Frontera al Generalife,
Que sobre angosto arrecife
Abre un dorado ajimez.
Este arrecife tortuoso,
Que extiende sus líneas combas
Entre yedras y gayombas,
Madreselvas y jazmín,
Solitario, áspero, umbrío,
Parece el lecho de un río
Que dividió en otro tiempo
El alcázar del jardín.
[147] Fresco, umbroso en el verano,
Abrigado en el invierno,
Gozando el verdor eterno
De la yedra y el laurel,
Es este oculto arrecife,
Lleno de sombra y misterio,
Huella oriental del imperio
De la raza de Ismael.
Á un lado, Generalife
De sus floridos verjeles
Le entolda con los laureles,
Le impregna de aromas mil;
Al otro, la Alhambra espléndida
Le fía por sus ventanas
De cautivas y sultanas
Toda su historia gentil.
De una parte le armonizan,
Por el lado de las flores,
Los canoros ruiseñores
Que anidan en el verjel:
De otra, por el del alcázar,
Opuesto al de los jardines,
Las zambras y los festines
Que se celebran en él.
[148] Por un lado le engalana
La rica naturaleza,
Por otro le dan grandeza
Las cien torres de Alhamar;
Por allí muestra patente
Dios su creadora mano,
Por aquí del soberano
Se hace el poder acatar.
Tal vez en noche de estío,
Al són de un arpa morisca,
Desde el muro una odalisca
Entona amante canción,
Y algún colorín celoso,
Desde la verde floresta,
Con trino amante contesta
Del arpa amorosa al són.
En la ciudad empezando
Y abriendo paso á la sierra,
¿Quién sabe cuántos encierra
Secretos de honra y amor
Este encantado camino,
Bajo flores encubierto
Y sobre peñas abierto
De un palacio en derredor?
[149] ¡Cuánta hermosa enamorada
Intentó el arduo descenso
Del vacío espacio extenso
Que hay desde él á su balcón!
¡Y cuánto noble Africano
Cayó en su arenosa loma,
Muerto por oculta mano
Y por oculta razón!
No hay un pie de este camino
Que una tradición no hechice,
Que un nombre no poetice,
Ó dé un recuerdo valor.
La torre allí de los Picos
Se eleva, cuyos cimientos
Defienden encantamientos
De un sabio conjurador.
Allá la de la Cautiva ,
Donde entre són de cadenas
Viene á lamentar sus penas
El alma de una mujer:
Allá la puerta de Hierro ,
Por do su vida salvaron
Los Reyes á quien lanzaron
Sus vasallos del poder.
[150] Y allí, en fin, el pie cercado
De adelfa y silvestres plantas,
La torre de las Infantas
Se alza con regia altivez,
Abriendo en su grueso muro,
Frontero á Generalife,
Encima del arrecife
Un misterioso ajimez.
Una graciosa ventana
De arabescos y labores
Orlada, cuyos colores
Minió maestro pincel:
Una ventana morisca
Que, en dibujos de oro envuelto,
Parte un pilarcillo esbelto
De mármol de Macaël:
Un mirador delicioso,
Cuyo arco filigranado
Está en redor festonado
Con leyendas del Korán;
Cuyos dos graciosos huecos
Ornados de medallones,
Hojas, nichos y agallones,
Contento á los ojos dan.
[151] Mas ¿quién mora en esa torre
Donde jamás se percibe
Ni el rostro de quien la vive,
Ni ruido de humana voz?
Jamás de aquella ventana
Se abre al sol la celosía,
Ni de un cantar la armonía
Da nunca al aura veloz.
Muestra, empero, que se habita
Allá en las nocturnas horas
La luz de las tembladoras
Lámparas de su interior,
Que á pesar de su cerrada
Celosía y su vidriera
De colores, lanza fuera
Su trémulo resplandor.
Y á veces apunta el alba
Ya, y tras esta celosía
Se percibe todavía
De la lámpara el fulgor,
Y una sombra que va y viene
Por dentro del aposento,
Da ó quita á cada momento
Luz ó sombra al mirador.
[152] Su movimiento incesante,
Sus paradas repentinas,
Recogiendo las cortinas
Para ver ó para oir,
Demuestran que el desvelado
De aquel ajimez espera
Algo que dél por afuera
Debe sin duda venir.
Mas pasa una noche y otra,
Y la luz del sol se traga
Su luz, y con ella apaga
El que allí esperando está
Su esperanza, hasta otra noche
Que vuelve á arder la bujía,
Y él vuelve á la celosía
Y tras ella viene y va.
Es alta noche: en el sueño
Yace el mundo sumergido:
El aire se ha recogido
Bajo del césped feraz:
Tiéndense inmobles las ramas
De los troncos, no se mueve
Ni la ráfaga más leve,
Ni el murmullo más fugaz.
[153] ¡Silencio!—He aquí que, en medio
Del universal reposo,
El mirador misterioso
Se abre por primera vez.
La celosía dorada
Se levanta: la cortina
Se descorre, y se ilumina
Por adentro el ajimez.
Y al pilar que en dos divide
El arco de su ventana
Llega una figura humana
Lentamente: una mujer,
Sultana, esclava, cautiva,
Joven, ó hermosa..... ¿qué ojos
Á altura tan excesiva
La podrán reconocer?
Apartó de ante su rostro
Su blanco y flotante velo:
Una mirada del cielo
Por la cavidad tendió,
Y, vuelta hacia el Occidente
Do ya tocando la luna
Está, en la lengua moruna
Y con voz triste exclamó:
[154] «¡Un día más!—La menguante
»Luna hacia la mar declina,
»Y su lumbrera argentina
»Toca al horizonte ya.
»¡Casto fanal de la noche,
»De los creyentes lumbrera,
»Que tu brillante carrera
»Guíe protector Aláh!
»Ve en paz ¡oh de las tinieblas
»Sultana dominadora,
»Pendón de la gente mora,
»Lámpara de la oración!
»¡Y plegue á Aláh que mañana,
»Cuando vuelvas por Oriente,
»Vuelva con tu luz naciente
»La luz de mi corazón!
»Ve en paz: y si sobre Loja
»Al verter tu lumbre pura,
»Hallas vivos por ventura
»Á mi buen padre Aly-Athár
»Con el Príncipe mi esposo,
»Que es la luz del alma mía,
»Diles ¡ay! que noche y día
»Les aguardo sin cesar.»
[155] Dijo, y la frente apoyando
En el pilar arabesco,
Dentro el marco pintoresco
Del morisco mirador
Quedó, como una escultura
Para su cuadro labrada
La Mora desconsolada,
Á solas con su dolor.
Resalta, á la luz de espalda,
Su contorno destacado
Sobre el fondo iluminado
Del aposento oriental:
Y parece desde lejos
Al genio de la pureza,
Que va á partir con tristeza
De una cámara nupcial.
Mas aquel busto tan noble
De suave y rubio cabello,
Aquel nacarino cuello
Pálido como el marfil,
Aquel brazo modelado
Por una ática escultura,
Aquella frágil cintura,
Y aquel todo tan gentil;
[156] Asomado á tales horas
Á una torre destinada
Sólo á las Princesas moras,
Al ojo menos sutil
Delatan á la que ocupa
Su misteriosa ventana,
Por la infelice Sultana
Esposa de Abú-Abdil.
Es ella, sí: allí apacenta
El dolor que la acongoja
Moraima, la flor de Loja,
La azucena de Aly-Athár:
La gacela de ojos garzos,
Cuyas niñas de azul cielo
Eran fuentes de consuelo
Para el viejo militar.
Hoy son ya fuentes de lágrimas:
Sus abrasadas pupilas
No reflejan hoy tranquilas
La pura luz del placer;
Hoy la dulce paz del niño
Su sonrisa no revela,
Porque en sus labios la hiela
El dolor de la mujer.
[157] Moraima, sí, la más triste,
La más pura de las Moras,
Pasa allí sus largas horas
En silencio y soledad.
Moraima, que de su esposo
Encadenada á la huella,
Con él de su mala estrella
Parte la fatalidad.
Triste es su historia. Su padre,
La mejor lanza africana,
La otorgó como Sultana
Al sucesor de su Rey;
Temiendo al viejo soldado
En rebelión harto crítica,
Con su torcida política
Pensó en tal boda Muley.
El bravo Aly-Athár, más hombre
De pelea que de Estado,
Se dió en ello por honrado
Y á Granada la llevó.
La boda hizo el Rey al punto,
Pero á sí mismo se dijo:
«¡Imbécil! le doy el hijo,
Pero la corona no.»
[158] Dos niños eran entrambos,
Rubios, alegres, gentiles:
Apenas sus quince abriles
Cumplido habrían los dos;
Hermosos como inocentes,
Les unieron y se amaron:
Mas en su amor no contaron
Con la voluntad de Dios.
Sosegados ya los pueblos,
No fué Aly-Athár peligroso:
Y en su aislamiento amoroso
Afeminado Abdilá,
Los hijos de la Zoraya,
Merced al fatal destino
De Abdilá, libre el camino
Tendrían del trono ya.
Tal pensó el Rey; los dos niños,
Sin cálculo y sin encono,
De sus derechos á un trono
Ni aun se acordaron tal vez:
Pero otro sér mas activo
Á quien amor no adormía,
En lugar de ellos abría
Sus ojos con avidez.
[159] Aixa, la altiva Sultana,
Celosa de su derecho,
Fué una mañana á su lecho
Como un ensueño fatal.
Abrieron sobresaltados
Los dos Príncipes los ojos,
Y ella, respirando enojos,
Dijo con voz sepulcral:
«Aquel á quien Dios destina
»Á ceñir una corona,
»Sus derechos no abandona
»Sino por orden de Dios.
»Hijo de Reyes, despierta:
»Rompe tus amantes lazos
»Y tiende el alma y los brazos
»De tu real corona en pos.
»Y á ti, flor silvestre y pálida
»De los peñascos de Loja,
»¿Por ventura te se antoja
»Que no hay más ley que el placer?
»¿Crees que tus ojos de cielo,
»Tu alma y tu tez de nieve,
»El dote son que traer debe
»Á un Príncipe una mujer?
[160] »Pues te engañas: la que espera
»Dominar como Sultana,
»Necesita un alma entera,
»Con más altivez que amor.
»Despertad pues; los lobeznos
»De la torpe renegada
»Giran con planta callada
»De vuestro trono en redor.»
Abú-Abdilá, de su madre
Hecho á la exacta obediencia,
Tras ella sin resistencia
Del aposento salió:
Moraima, sobrecogida
Por la plática severa
De aquella Reina altanera,
Quedóse sola y lloró.
«¿Qué me importan á mí, dijo,
»Su poder y su corona?
»Lo que mi amor ambiciona
»Es no más su corazón;
»Y si éste me lo arrebatan
»Por el gobierno y la guerra,
»¿Qué me dejan en la tierra
»Á mí, sin regia ambición?»
[161] ¡Pobre niña! el joven Príncipe
Empezó desde aquel día
Á dejar su compañía
Y su cámara á dejar:
Venía por él su madre
Apenas el sol rayaba,
Y hasta que el sol se ocultaba
No le veía tornar.
Entonces, aunque volvía
Alegre y enamorado,
Volvía tan fatigado,
Tan hambriento y sin vigor,
Que en la mesa devoraba
Y se dormía en el lecho,
Cual si no hubiera en su pecho
Ni corazón ni calor.
Moraima, en su seno amante
Colocando su cabeza,
Contemplaba con tristeza
Su rostro franco y leal,
Que empezaba en el reposo
De su fatigado sueño
Á adquirir un torvo ceño
Que no le era natural.
[162] «¿Qué hará? ¿Dónde irá? (decía
»La pobre niña) ¿Qué afanes
»Más propios para gañanes
»Me le cansarán así?
»Si tanto cuesta á los Príncipes
»Guardar su trono, ¡pluguiera
»Á Aláh que pastor naciera,
»Sin esperar más que en mí!»
Y una mañana, Moraima,
Un sueño tenaz fingiendo,
Fué desde lejos siguiendo
Á la Reina y á Abdilá,
Y vió que, cruzando apriesa
De los muros el espacio,
Se salieron del palacio
Al bosque que al río da.
Corrió al oratorio regio
Que domina su enramada,
Y vióles á una esplanada
Tras una loma llegar.
Allí esperaban tres hombres
Hasta los dientes armados,
Con caballos ensillados
Y en guisa de pelear.
[163] Ciñóse una jacerina,
Embrazó una recia adarga,
Asió de una lanza larga
Y cabalgó Abú-Abdil.
Salió el caballo botando:
Moraima tembló de gozo
Y miedo al verle tan mozo,
Tan armado y tan gentil.
Cabalgaron uno á uno
Los otros tres: apartóse
La Sultana, y preparóse
La escaramuza. Abdilá,
En medio de la esplanada
Y de los tres circundado,
Á la suerte preparado
Inmóvil y atento está.
Dió la señal la Sultana,
Y empezaron los guerreros
En torno de Abdil mañeros
En círculo á galopar,
Á cada vuelta estrechándole;
Mas, como un chacal atento,
Espiando él un momento
Su línea para salvar.
[164] Sereno sobre su silla,
Con mirada centelleante
Espía un propicio instante
En liza tan desigual,
En tanto que en torno suyo
Van los tres caracoleando,
Á cada vuelta cerrando
La peligrosa espiral.
Giraba él en ellos puesta
La vista: por todas partes
Hallaba un arma funesta
Dirigida contra él.
Vió al fin que un potro rebelde
Se mostraba, y contra él hizo
Un amago: espantadizo
Encabritóse el corcel.
Hirió y arrancó, del círculo
Dentro, á escape jineteando,
Y á alguno siempre amagando
Con incierta rapidez;
Desigualó las distancias
Ciando, hiriendo y salvándose,
Y fué el círculo ensanchándose
Más y más de cada vez.
[165] Ya sobre un lado fingía
Caer y sobre otro daba:
Ya al escape se tendía:
Ya diestro en firme paraba:
Ya de todos tres huía,
Y á todos tres amagaba
Y á salvo doquier hería
Con certera agilidad:
Hasta que romper logrando
La línea que manteniendo
Iban los tres, trabajando
Sobre el círculo y abriendo
Más sus distancias, girando
De repente, salió huyendo,
Un breve espacio ganando
Con extraña habilidad.
Cubierto entonces, tendido
Sobre su silla de pechos,
Comenzó á alargar los trechos
De unos á otros, y fué
Cargándoles uno á uno:
Con lo cual, hecha la suerte
De aquel combate moruno,
Echaron á tierra pie.
[166] Moraima, que de lo alto
Miraba la escaramuza,
Á cada embestida y salto
Temblando por Abdilá,
Solamente sostenida
Por su ansiedad, en el mármol
Se sentó desvanecida
Al verla acabada ya.
Volvióse luego á su cámara.
¡Ay! todo lo comprendía:
Abdilá pasaba el día
Lección de armas en tomar.
Al fin lograba la madre
Hacer de su hijo un guerrero,
Tornándole áspero y fiero,
De su cariño á pesar.
Dos lunas después, por fruto
De este acendrado cariño
Dió Moraima á luz un niño
Que el porvenir la doró:
Y el Rey, un año más tarde,
Al prender á la briosa
Aixa, de Abdilá la esposa
En su torre encarceló.
[167] Tal es su historia. Moraima,
La más triste de las moras,
Pasa allí sus largas horas
En silencio y soledad.
Moraima, que de su esposo
Encadenada á la huella,
Con él de su mala estrella
Parte la fatalidad.
La hermosa Sultana, pálida
De tez, mas de alma encendida,
Es la que está distraída
En su ajimez oriental.
Sabe que Abdilá está en salvo,
Mas pronto que vuelva espera
Á buscar la compañera
De su destino fatal.
Y vendrá: también lo sabe
Cuando al ajimez se asoma;
Lo sabe, sí: una paloma,
Mensajero fiel de amor,
Por mano desconocida
Enviada hasta su ventana,
Trajo un día á la Sultana
Un papel consolador.
[168] Un Africano, jinete
Sobre mi corcel del desierto,
Llegó al camino encubierto
Sobre el que la torre da
Con temeraria osadía,
Y atada á un cordón de seda
La alzó hasta la celosía
Diciendo: «Abrid á Abdilá.»
Al ruido que en ella hicieron
Las alas de la paloma,
Abre Moraima y se asoma,
Y, asiéndola con placer,
Mira al audaz que esto osara:
Mas él huyendo, por única
Despedida, en voz muy clara,
Dijo: «Dios y Aly-Mazer.»
Su pronta vuelta anunciaba
Del Príncipe la misiva:
Desde entonces la cautiva
Cada noche le aguardó:
Y aislada en aquella torre
Y sin amigos por fuera,
Á Aly-Athár y á Abdil espera
Como el papel prometió.
[169] El modo, el día... lo ignora:
Espera que se los traiga
La fortuna protectora,
Y espéralos con afán.
Mas no está sola Moraima
En su torre: hay otros seres
Que distracción y placeres
Y pruebas de amor la dan.
Consigo (sin los que aguarda)
Tiene entera su fortuna:
Su hijo que duerme en la cuna,
Su nodriza, esclava fiel,
Y un negrito enano y mudo,
Que inteligencia destella,
Distracción única de ella
Y ocupación sólo de él.
Ligero como una corza,
Sagaz como una serpiente
Y audaz como diligente,
Todo lo escucha y lo ve.
Leal como un falderillo,
Pero con bríos de alano,
Doquier se tiende el enano
De su hermosa dueña al pie.
[170] Mudo, jamás incomoda
Con plática inoportuna,
Pero no hay idea alguna
Que no sepa él expresar.
Los guardas le dejan libre
Teniéndole por salvaje,
Y no hay más astuto paje
En el reino de Alhamar.
Ni su forma es repugnante
Por sus defectos nativos,
Ni sus gestos expresivos
Mohines ingratos son:
La gracia de su sonrisa
De modo su rostro alegra,
Que se lee tras su faz negra
El placer del corazón.
Nada hay en él que amedrente,
Nada en su exterior que extrañe;
Nada en su interior que dañe;
Ni expresa su negra faz
La envidia, el pesar ó el odio
Que otros seres imperfectos
Abrigan con sus defectos
En su alma uraña y falaz.
[171] No al ver la ajena hermosura
Su deformidad deplora;
Ve la hermosura y la adora
Con sincera admiración;
Sér mezquino en proporciones
Le formó naturaleza,
Mas bajo negra corteza
Le dió blanco el corazón.
Ve en Moraima el infortunio
Y leal la compadece;
Ve la hermosura, y se ofrece
Del débil y hermoso sér
En servicio: y admirando
La beldad sin pesadumbre,
Acepta su servidumbre
Como justa y con placer.
Amigo, juglar y esclavo,
Empléase en todo oficio
Y abarca todo servicio
De interior utilidad.
Entretiene la tristeza
Con sus juegos de destreza,
Y penetra con su instinto
La exterior seguridad.
[172] Tal es la real servidumbre
Que asiste á la hermosa Mora
En la prisión en que llora,
Corta y débil, pero fiel.
Tal es el mejor amigo
De Moraima, el Nubio enano
Que de su amparo al abrigo
Vive, y se llama Kaël.
Ahora, y mientras Moraima
De tristes memorias presa
En recuerdos se embelesa
Asomada al mirador,
Duerme el negrillo á la sombra
Del lecho de la nodriza
Sobre el paño que tapiza
El alhamí en derredor.
Todo calla: permanece
Inmoble al balcón Moraima:
La noche se lobreguece,
Ausente la luna ya.
Ni una estrella en el espacio:
Todo es silencio y tinieblas
Dentro y fuera del palacio;
Mudo el universo está.
[173] He aquí que, como avisado
Por algún sér misterioso,
El negrillo desvelado
La cabeza enderezó,
Y con la boca entreabierta,
Sin alentar, y clavados
Los ojos sobre la puerta,
Por un instante quedó.
Nada se oía: el instinto
De su raza le advertía
Un riesgo que todavía
Se escapaba del poder
De los sentidos: sólo era
Voz de su presentimiento,
No voz, rumor ni lamento
Que oirse pudiera hacer.
Él, empero, á deslizarse
Comenzó sobre la alfombra,
Llegando como una sombra
Hasta la puerta exterior:
Mas al pegar al encaje
De sus hojas el oído,
Le hirió otro distinto ruido
Que entró por el mirador.
[174] Volvió un punto á su absoluta
Inmovilidad, tendiendo
La cabeza y conteniendo
La respiración Kaël.
Alumbró luego un relámpago
Su mirada inteligente,
Y al lejos confusamente
Se oyó trotar un corcel.
Sacó de su arrobamiento
Su rumor á la Sultana,
Que intentó con ansia vana
Las tinieblas penetrar.
Kaël, por las colgaduras
Trepando á la celosía,
Se puso el són que traía
El aire libre á escuchar.
Tal vez era algún viajero
Que á ver venía á Granada,
Tal vez algún mensajero,
Acaso algún mercader
Que, deseando temprano
Ganar la alcaicería,
Llegaba á la Alhambra ufano
Aun antes de amanecer.
[175] Todavía no pisaba
El camino que circunda
De la Alhambra la alcazaba
Sombría, cuando Kaël,
De la ventana saltando
Con agilidad salvaje,
Corrió á la puerta, aplicando
El oído á su cancel.
Moraima, á sus pantomimas
Y señas acostumbrada,
Con impaciente mirada
Explicación le pidió.
Kaël, pasando una mano
Alrededor de su frente
É irguiéndose altivamente,
Á Aixa por allí anunció.
¿Y el caballo? preguntóle
La bella Mora temblando;
Y al mirador señalando
Y con los brazos Kaël
De un ave imitando el vuelo
Y leer ansiosamente
Fingiendo, trajo á su mente
La paloma y el papel.
[176] Moraima, aún no asegurada
De comprenderle, le hizo
Su pregunta reiterada,
Y él sus señas repitió.
Lanzóse ella á la ventana,
Mas detúvola él á punto
Que á la misma puerta junto
La voz de Aixa resonó.
—«Abre»—en su imperioso tono
Dijo con alguno hablando:
Y ante ella el portón girando,
Pareció bajo el dintel.
Ante su rostro severo
Calló Moraima, inclinándose,
Y fué á hacerla, prosternándose,
Larga zalema Kaël.
Con una antorcha un esclavo
Seguía de Aixa la huella;
Cerró la puerta, y en ella
Quedóse el esclavo en pie:
Sin fijar la vista apenas
En Moraima, la Africana
En silencio á la ventana
Con paso altanero fué.
[177] Mas no bien á su antepecho
Tocó, cuando al pie del muro,
Sobre el arrecife obscuro
Trotar al corcel se oyó.
Asomóse Aixa: el caballo
Paró en firme: cesó el ruido,
Y un ruiseñor, sorprendido
Tal vez al huir, silbó.
Sacando entonces del seno
Aixa un torzal muy delgado
Que tiene un plomillo atado
Á una punta, dijo:— va ,—
Y por el balcón lanzóle
Prestando el oído atento.
Después de un breve momento,
Dijeron abajo:— ya .
Recogió el torzal la Mora,
Y de la bujía al brillo
Fué á examinar un anillo
Que volvía atado á él.
Él es—dijo—y una llave
En vez del anillo atando,
Tornó á arrojarle, tornando
Á oirse trotar el corcel.
[178] Reinó un silencio completo
Por un instante. Moraima,
Con el corazón inquieto
Miraba á Aixa, sin osar
Interrumpirle: la esclava
Con el infante dormía,
Y el enanillo escuchaba,
Como Aixa, sin respirar.
Quietos, atentos, callados,
Parecían esculturas
Ó seres que allí encantados
Un Genio paralizó.
Confuso luego y lejano
Comenzó un rumor á oirse,
Que cada vez más cercano
Por grados se acrecentó.
Al principio fué un susurro
Suave, como el soñoliento
Rumor que produce el viento
Entre las hojas: después
Pareció que muchas voces
Hablaban en el camino
Por lo bajo, y al fin vino
El són claro tal cual es.
[179] Ruido de pasos unidos,
Iguales y acompasados,
Pasos de muchos soldados
que avanzan con rapidez:
Y Moraima, no pudiendo
Contenerse, adelantóse
Á par de Aixa y asomóse
En silencio al ajimez.
Quitó la antorcha al esclavo
Y, asiéndose al cortinaje,
Al labrado barandaje
Trepó con ella Kaël.
Sacóla sobre el camino,
Y su roja llamarada
Reflejó en la gente armada
Que descendía por él.
Como una inmensa serpiente
Que se arrastra en la pradera,
Así su movible hilera
En torno ciñendo va
Del regio alcázar el muro,
Hasta sumirse en lo obscuro
De la bóveda excusada
Que sobre el camino da.
[180] Subterráneos pasadizos
Que en los cimientos macizos
Labrar mandó de la Torre
De los picos Alhamar,
Dan á una puerta de hierro,
Cuya boca honda y callada
No se cansa aquella armada
Muchedumbre de tragar.
Tal vez la traición ó el oro
Franquean aquella puerta,
Puesto que en silencio abierta
Da paso al largo cordón
De armados, que en ella se hunde
Cual procesión de fantasmas
Que unas en otras confunde
Febril imaginación.
Con fiebre á su vez las veía
Deslizarse una tras otra
Moraima, y no se atrevía
Á la Reina á interrogar,
Quien con altanera calma
Y semblante satisfecho,
Desde el calado antepecho
Las contemplaba pasar.
[181] Como vagas creaciones
De un sueño, en el subterráneo
Jinetes tras de peones
Se hundieron: volvió el cancel
De la poterna á cerrarse,
Y tras él, desde la altura,
Del arrecife á la hondura
Lanzó su antorcha Kaël.
Entonces Aixa, volviéndose
Á Moraima, por la mano
Asiéndola y con ufano
Semblante detrás de sí
Llevándola, el aposento
Cruzó con ella callada
Hasta ponerla á la entrada
De su oriental alhamí.
Allí, del lecho que parte
Con su nodriza el dormido
Hijo de Abdilá, corrido
Teniendo ante ella el tapiz,
La dijo:—«Ahora, hija enteca
»De un árabe, débil planta
»De savia fría, levanta
»Con orgullo la cerviz.
[182] »El sol que tras de la sierra
»Se elevará esta mañana,
»Te saludará Sultana,
»Pese el sangriento Muley.
»Encrespa, pues, tu flotante
»Melena rubia, leona
»Real, porque tu tierno infante
»Es desde hoy hijo de un Rey.»
Dijo, y comprendiólo todo
Moraima en aquel momento:
Mas aunque libre y contento
Dentro su pecho saltó
Su corazón, ante el vano
Orgullo de soberano
Ni aun el latido más leve
En holocausto ofreció.
Abrazó, con sus caricias
Despertándole, á su hijo:
Mas únicamente dijo,
Con inquietud juvenil,
Volviéndose á la Africana:
—«¿Pero supongo, Sultana,
»Qué me ha traído esa gente
»Á mi esposo Abú-Abdil?»
[183] Miróla Aixa como un águila
Mira, dejándola ir viva,
Á una alondra fugitiva
Que encuentra por su región,
Con esa mirada propia
De los seres colosales
Que á los débiles mortales
Sólo otorgan compasión.
Criaturas fuertes, y almas
Todas vigor, que calculan
Por el que ellas acumulan
El vigor de las demás:
Almas en quien arde virgen
La luz de su fe divina,
Mas para quien no ilumina
Su luz la tierra jamás.
Seres dueños de los ímpetus
De las terrenas pasiones,
Que juzgan los corazones
Del suyo por la virtud,
Y que siguen inflexibles
El carril de sus deberes,
Creyendo á todos los seres
Con su firme rectitud.
[184] Seres que nacen en tiempos
Indignos de ellos; de gente
Que arrastra cobardemente
Su existencia terrenal:
Seres que bajo su siglo
Se sepultan con fiereza,
Sin humillar la cabeza
Ante su siglo fatal.
Tal fué Aixa y tal la fría
Mirada que echó á Moraima
Que trémula la sentía
Sobre su frente pesar:
Tales estas dos mujeres
Iguales sólo en fortuna:
Débil cual las flores una,
Otra fiera como el mar.
El silencio de un momento
Que produjo esta mirada
Kaël con un movimiento
De alegría interrumpió.
Corrió á la puerta, el oído
Á sus hojas aplicando,
Y ufano á los pies saltando
De su señora volvió.
[185] Pasos presurosos, rápidos
Por los jardines se oían,
Y luces se percibían
De los vidrios á través:
Aixa exclamó:—«Ahí le tienes:
»Por suerte no es tan villano
»Que como un perro cristiano
»Venga á tenderse á tus pies.»
Dijo: mas ya no la oía
Moraima, que entrelazados
Sus bellos brazos tenía
Al cuello de Abú-Abdil:
Y el viejo Aly-Athár, que entraba
Detrás del Rey, de su hija
Embebido contemplaba
El arrebato infantil.
Ella, soltando al esposo,
Corrió á los brazos del padre,
Que los abrió cariñoso,
Y olvidando la ocasión
En que se encontraba, en ellos
La levantó como á un niño
De su paternal cariño
En la expansiva efusión.
[186] Hasta los negros esclavos
Que alumbraron tal escena
Su emoción con harta pena
Pudieron disimular.
Aixa tan sólo inactiva
Y silenciosa á sus brazos
Con circunspección altiva
Dejó á Abú-Abdil llegar.
Y le abrazó: más diciéndole:
«Abdil, ya estás en el trono:
»Tuyo es, y el cielo en tu abono
»Contra la injusticia está:
»Piensa, empero, que Aláh es justo
»Y que con airada mano
»Quita el trono al Rey villano
»Lo mismo que se le da.
»No olvides que á la fortuna,
»De los valientes amiga,
»Sólo el valiente la obliga
»Y huye del cobarde vil.
»Como hombre, pues, sube al trono;
»Mas si Aláh al fin te abandona,
»No bajes de él sin corona,
»Sino sin cabeza, Abdil.»
[187] Diciendo así, la Africana
Abandonó el aposento,
Y ocupáronse al momento
Los fuertes por Abdilá,
En el silencio nocturno
Sorprendiendo á los soldados
Á quien los dejó fiados
Muley, que hacia Alhama va.

[188]

IV

El sol, al asomar por el Oriente,
Del Rey Abú-Abdil vió la bandera
Flotar sobre la Alhambra y por su gente
Guarnecida á Granada. Nueva era
Comenzaba á correr, y alegremente
Corrió la muchedumbre novelera,
Al vencido Muley abandonando,
Del nuevo Rey á acrecentar el bando.
¡Clemente Aláh, cuya potente mano
Los imperios del polvo creadora
Engendra y los reduce á polvo vano,
Según tu santa ley niveladora
De la humildad y del orgullo humano:
Tiéndela pío hacia la gente mora!
¿Qué va á ser de ella en guerra fratricida
Entre el padre y el hijo dividida?

[189]

LIBRO SÉPTIMO

I

¿Quién acota los fallos del destino
Ni el pie sujeta de la errante fama,
En medio del incógnito camino
Por do rauda sus nuevas desparrama?
Su voz por el cristiano y granadino
Reino la historia pregonó de Alhama,
Y á par en su defensa como buenos
Se arrojaron Cristianos y Agarenos.
Por recobrarla Hasán, desde Granada
Corrió con su veloz caballería,
Y á defenderla en masa levantada
Acudió la cristiana Andalucía.
Salió al campo Fernando: su morada
Abandonó Isabel, y lució el día
En que á mortal y decisiva guerra
Se aprestó de una vez la Hispana tierra.
[190] Juntó Muley cincuenta mil guerreros
De Alhama al avanzar por el camino,
Á cinco mil valientes caballeros
Que trae del territorio granadino;
Y en el valle á la vez por cien senderos
Lanzando de su gente el torbellino,
En alas de la rabia que le inflama
Llegó el viejo feroz al pie de Alhama.
La voz de la morisca muchedumbre
La roca estremeció donde se asienta;
Mas Ponce de León, desde la cumbre
La voz oyendo de la grey sedienta
De su sangre leal, la pesadumbre
Para aumentar del árabe y la afrenta,
Elevó las banderas Alhameñas
Al par de sus católicas enseñas.
Al verlas de los muros en la cima
Ondear Muley, con la encendida saña
De quien su honor manchado en nada estima
El asalto emprendió de la montaña;
Mas era el jefe que velaba encima
El más ilustre capitán de España,
Y á la amenaza de Muley rabiosa
Contestó con sonrisa desdeñosa.
[191] Vió el árabe Monarca esta sonrisa,
Y al punto comprendió con pesadumbre
Que su impotencia el de León le avisa
Para asaltar la inaccesible cumbre.
De venganza la sed dióle más prisa
Que discurso, y fió en la muchedumbre,
Y vió que sin inmensa artillería
Jamás á los cristianos rendiría.
Tarde lo vió; mas viendo con despecho
Que arriesgaba el honor y el tiempo urgía,
Él mismo por el áspero repecho
Sus gentes al asalto conducía:
Y en impaciencia y en furor deshecho,
Contemplaba que sólo conseguía
Abrir á sus valientes sepultura
De aquellos precipicios en la hondura.
La encanecida barba se mesaba
El iracundo Rey, y de la empresa
No desistir en su furor juraba
Hasta cobrar la codiciada presa:
Correos tras correos despachaba
Máquinas de batir á toda priesa
Demandando, y tenaz en tal intento
Ante Alhama plantó su campamento.
[192] Los peñascos minó, los manantiales
Cegó que daban agua á los sitiados,
Y de la villa en derrededor sus reales
Circunvalando, les dejó bloqueados.
Pronto de su constancia las fatales
Consecuencias sintieron los cercados,
Viendo que, sin socorro pronto y fuerte,
Su esperanza mejor era la muerte.
El valeroso capitán cristiano,
Que el apellido de León tenía,
Sin dar tregua al discurso ni á la mano,
Su valor de León no desmentía:
Y viéndole al peligro el más cercano,
Siempre y doquier en vela noche y día,
No hubo ni un solo cristiano que cejara
Ni que matar por él no se dejara.
Infatigable, impávido, tranquilo,
Con el valor del héroe sereno,
Salió seis veces por oculto silo
El campo á sorprender del Agareno;
De agua otras cien por conservar un hilo
Que de un peñasco les quedó en el seno,
Peleó con el fango á la rodilla
Mientras bebían de él los de la villa.
[193] En vano gran refuerzo poderoso
De hondas, ribadoquines y lombardas
Llegó por fin al Árabe orgulloso;
Él con sus arcabuces y espingardas
Continuo fuego sustentó animoso;
Y aunque ya asaz por el cansancio tardas
Las manos, de tronar sobre las rocas
Jamás cesaron sus ardientes bocas.
Asombrado Muley de tanto arrojo,
Pactos amigos al Marqués propuso;
Mas Ponce de León, con grande enojo,
Á sus mensajes sin dudar repuso:
—«Cuando en Alhama mi estandarte rojo
»Roja de sangre infiel mi mano puso,
»No fué para quitarle á tu venida,
»Sino bajo él para dejar la vida.»
—«Pues bien, dijo Muley, serás mi esclavo,
Ya que no te contenta ser mi amigo.»
—«Mejor me está la esclavitud al cabo.»
Replicó fieramente D. Rodrigo.
—«Muere, pues,» dijo al irse el viejo bravo.
—«Dios de mi honrado fin será testigo.»
Dijo el Marqués; y el Moro y el Cristiano
Volvieron á sus armas á echar mano.
[194] Ensordeció otra vez la artillería
Los precipicios cóncavos de Alhama,
Y el cristiano valor vió en su agonía
De su esperanza vacilar la llama.
Habían hecho ya cuanto podía
Hacerse por la patria y por la fama
Los Castellanos, mas al fin, mortales
Se agotaban sus fuerzas corporales.
Rayaba ya la postrimera aurora
Que podía alumbrar su resistencia:
Postrer asalto de la hueste mora
Iba fin á poner á su existencia,
Y, viendo sin pavor su última hora,
De su muerte aguardaban la sentencia;
Mas Dios, que no abandona al buen cristiano,
Entre Alhama y Muley tendió su mano.
La luz de las hogueras con que invoca
Socorro el pueblo á la invasión expuesto,
De ciudad en ciudad, de roca en roca,
Se difundió por el país bien presto;
Y al resplandor que á pelear convoca,
El peligro de Alhama manifiesto,
De Cristo por los campos andaluces
Avanzaron las lanzas y las cruces.
[195] Alonso de Aguilar, el compañero
De armas de Ponce de León, la gente
De sus estados allegó el primero;
Y cruzando los montes diligente,
Como una estatua de bruñido acero
Asomó sobre un cerro del Oriente.
Y el sol, como un fantasma de luz y oro
La presentó á la vista del Rey moro.
Los hermanos Girón, de Calatrava
Con la legión ecuestre aparecieron
Por un valle de sauces: con su brava
Infantería por el Sur salieron
Los Córdobas de Cabra, y por la caba
De un monte que al cruzarle descubrieron,
Asomaron, los dos bajo una enseña,
El Conde de Alcaudete y el de Ureña.
Mirábalos Muley considerando
Su fuerza escasa para serios fines,
Y se aprestaba á cometerlos, cuando
Del montuoso horizonte á los confines
Vió de peones numeroso bando,
Y en el agudo són de sus clarines
Conoció y en sus cárdenos pendones
De Enrique de Guzmán los escuadrones.
[196] Con ira entonces comprendió que junto
Un ejército entero en su mal era,
É impío blasfemó, viendo en un punto
Venir sobre él la Cristiandad entera;
Y mirando avanzar en buen conjunto
Los jinetes cristianos por doquiera,
Cual jabalí acosado por los perros
Alzó su campo y se acogió á los cerros.
Desde ellos vió con cólera impotente
Sus postigos abrir á los de Alhama;
Y echando al corazón la mano ardiente,
Á contener la hiel que se derrama
En sus hinchados vasos, y la frente
Al peso del baldón que se la infama
Doblando, con ahogado y ronco grito
Exclamó: «¡Alahú akbar! estaba escrito.»
Entonces silencioso y cabizbajo
De sus gentes cubrió la retirada,
Rechazando por sí, no sin trabajo,
De las huestes de Ureña una avanzada.
Cuando en salvo la vió, por un atajo
Se encaminó otra vez hacia Granada,
Seguido de unos pocos caballeros
De su aciaga fortuna compañeros.
[197] Mas ¡ay! su estrella en la gentil Granada
Para siempre su luz obscurecía,
Y era ya aquella la postrer jornada
Que hacer por ella como Rey debía.
Ya en la Alhambra, de rayos coronada,
Estrella más feliz resplandecía,
Y á otro pendón que al de Muley su gloria
Otorgaba versátil la victoria.
En la vega al entrar, de una colina
Al revolver el áspero sendero,
De la luna á la lumbre mortecina
Vió correr hacia él un caballero.
Era un doncel de raza granadina
Que, ante él parando el fatigado overo,
Dijo con voz por la carrera ahogada:
—«Tente, Señor: no vuelvas á Granada.»
—«¿Por qué?»—dijo Muley.—«Porque ya llegas
Tarde: de ella Abdilá se ha apoderado.»
—«¿Y mi Wazir Abú-l'Kasín-Ben-Egas?»
—«Está en los Alixares encerrado.»
—«¿Y mi Zoraya?»—«De las turbas ciegas
Por milagro no más se ha libertado:
Los pocos fieles que te quedan vivos,
Te buscan por la sierra fugitivos.»
[198] —«¿Todo pues lo perdí?—La honra te queda.
—Te engañas, infeliz; sin ella vengo.
—La puedes recobrar mientras que leda
Se conserve tu fe.—Ya no la tengo
Tampoco: es fuerza que al destino ceda;
Su ley fatal á obedecer me avengo.
—Aún te resta, señor, una esperanza.
—¿Cuál?—La mejor de todas: la venganza.
—Tienes razón. ¿Podemos todavía
En el alcázar penetrar?—Acaso:
Si te ayuda tu intrépida osadía,
Yo puedo abrirte hasta la Alhambra paso
En las tinieblas de la noche.—Guía:
Y si á ella subo, como frágil vaso
Quebrantaré de Aixa y de su hijo
La existencia fatal que Aláh maldijo.»
Y el Rey, á la venganza decidido,
Á los que son con él la faz volviendo
Les dijo: «Á este mancebo habéis oído;
Uniros á mi suerte no pretendo;
Abandonad, si os place, al Rey vencido.»
Mas la mano los Árabes poniendo
De los corvos alfanjes en los pomos,
Respondieron resueltos: «Tuyos somos.»
[199] Metió Muley á su corcel la espuela,
Y echando por delante al Granadino,
Pensando en sorprender su ciudadela
Hacia Granada continuó el camino.
Mas ¡ay! en vano el hombre se rebela
Contra la ley de su fatal destino,
En vano avasallar quiere á la suerte:
La voluntad de Dios siempre es más fuerte.
Era la hora en que entregado al sueño
Abú-Abdil, en la Alhambra aposentado,
Soñaba con el bien de que era dueño,
Con el cetro que á Hasán había robado.
Aixa también, desarrugado el ceño,
Su saña habiendo y su ambición saciado,
Al fin vengada de su infiel esposo,
Entregábase en brazos del reposo.
Era todo silencio en el recinto
Del regio alcázar de la corte mora:
Reinaba en su dorado laberinto
Del descanso la paz reparadora,
Cuando el eco de un ¡ay! claro y distinto
De sala en sala retumbó á deshora,
Y el joven Rey, de sus estancias dueño,
Al eco de aquel ¡ay! rompió su sueño.
[200] Oyólo al par la varonil Sultana
Su madre, y fuera del suntuoso lecho
Lanzándose veloz, á la ventana
Escuchó atentamente largo trecho.
Sus sentidos sutiles de Africana
Y el velador instinto de su pecho
La revelaron el terrible arcano
De aquel ¡ay! eco del dolor humano.
Escuchaba el Rey moro todavía
El eco de aquel lúgubre gemido,
Cuando su madre con vigor le asía
Por el brazo en que estaba sostenido.
—«Levántate, hijo mío, le decía,
Levántate, Abdilá: ¡Nos han vendido!
—¿Qué pasa, madre? preguntó el mancebo.
—Tu padre busca á la venganza cebo.»
Su alfanje Abú-Abdil blandió desnudo,
Y asiendo de un clarín con gran coraje,
En los senos lanzó del aire mudo
Una sonata de África salvaje.
De aquel bárbaro són al eco agudo
Se estremeció su guardia Abencerraje,
Y de su riesgo próximo avisada
Acudió junto al Rey precipitada.
[201] Y á tiempo fué. Su yatagán sangriento
Muley blandiendo apareció á sus ojos
Por la puerta del próximo aposento,
Rebosando sacrílegos enojos.
Feroz vampiro, de su carne hambriento,
Sus brazos muestra con su sangre rojos,
Y con los ojos en su sangre fijos
La sangre anhela de sus propios hijos.
Helóse de terror á su presencia
Toda la guarnición de la alcazaba:
Aixa, empero, abrasada de impaciencia,
Empuñó un arcabuz gritando brava:
«¡Muera el tirano!» Al punto con violencia
Lid fratricida sin cuartel se traba:
En el mismo aposento en que nacieron
Los hijos con los padres se batieron.
Peleaba Muley como un demente,
Y á Aixa los suyos de la lid sacaron:
Hallarse no lograron frente á frente
Los dos Reyes por más que se buscaron.
Llamaba á Abdil con cólera estridente
El viejo Rey, cuando sobre él cargaron
Tantos al par, que sin lograr su objeto
Cejó y huyó por corredor secreto.
[202] En el versátil vulgo confiando
Descendió á la ciudad por una cueva,
Juntar creyendo poderoso bando
Con que arruinar la monarquía nueva.
Metióse, pues, por la ciudad, llevando
Audaz á cabo tan osada prueba,
Y en un momento la ciudad entera
Campo sangriento de batalla era.
Doquier, se escuchan con pavor lamentos,
Ayes de muerte y gritos de pelea:
Á salvarse no más todos atentos,
Sólo en salvarse cada cual se emplea:
No hay nadie que en tan críticos momentos
Presa de los cristianos no se crea:
Nadie á juzgar la realidad se para,
Nadie ve dónde ni de quién se ampara.
En tanta confusión, en duelo tanto,
Abandonando Hasán la lid confusa,
Va á los umbrales á llamar de cuanto
Moro por su parcial la fama acusa;
Mas, al reconocerle, con espanto
Seguirle todo musulmán rehusa,
Porque se hundieron su prestigio y fama
Bajo su triste expedición de Alhama.
[203] Su nombre con horror de boca en boca
Rápidamente en las tinieblas pasa,
Y por doquiera contra él evoca
Ira sin compasión, rencor sin tasa:
Cobra valor la muchedumbre loca,
Y al correr la verdad de casa en casa,
Por rejas, ajimeces y balcones,
Comienzan á asomar luces y hachones.
Comiénzase á ordenar la gente fiera
Del Albaycín: tremólanse estandartes
Que atraen á sí la juventud guerrera,
Y conócense al fin por ambas partes.
¡Aláh por Bu-Abdil! gritan doquiera;
Y descubriendo las traidoras artes
Á que echa Hasán para vengarse mano,
Gritan dando sobre él: ¡muera el tirano!
Desengañado el viejo vengativo
Abandonó su despechada empresa,
Dándose por feliz en salir vivo
Favorecido por la sombra espesa:
Y con veinte jinetes fugitivo
Que aún le seguían, caminó con priesa
Muley hacia los altos alijares
Donde aún tiene Zoraya sus hogares.
[204] Allí la favorita con Ben-Egas
Le aguardaba á caballo: á marchar prestos,
Sus guardias negros como estatuas ciegas
Por él se hallaban á morir dispuestos.
—«Vamos, dijo Muley.—Á tiempo llegas,
Repuso Abú-l'Kasín: Aixa mis puestos
Descubrió ya, y á su merced estamos.
—¡Maldita sea! dijo el Rey: huyamos.»
Y entrando por las lóbregas laderas
De la sierra fragosa y escarpada,
Aprovecharon cautos las postreras
Sombras para alejarse de Granada:
Y del alba siguiente á las primeras
Luces, el que fué Rey ya no era nada:
El reino se le huyó de entre los brazos
Y su cetro al caer se hizo pedazos.
¡Clemente Aláh, que como aristas secas
Las más robustas fábricas quebrantas,
Los pueblos hundes, y las razas truecas
Bajo el polvo que en pos dejan tus plantas!
Del hombre vil las vanidades huecas
¿Cómo han de interrumpir tus leyes santas?
De Hasán tocó tu soplo en la corona,
Y fué... ¡Dios bueno, lo que fué perdona!

[205]

II

Llena al fin de su enojo la medida,
Abrió el Señor la urna en que atesora
De las naciones la acotada vida:
De ella arrojó la de la estirpe mora,
Y al caer en la nada desprendida
De su mano, con voz imperadora
Dijo Dios á Isabel: «He aquí tu día:
Parte, rayo de fe: tu empresa es mía.»
Y por el fuego de la fe abrasada,
Por la celeste mano compelida,
Los brazos Isabel tendió á Granada,
Que por sus brazos se sintió ceñida
Con angustia mortal: y al punto armada
Y con el sayo de la cruz vestida,
Aparición marcial salió á campaña
La fe invocando y el honor de España.
[206] Á su inspirado y vigoroso acento,
La nobleza leal de Andalucía
Pareció ante Isabel en un momento,
Rebosando valor y bizarría.
Llenas de emulación con su ardimiento
Cuantas provincias en su reino había,
Su gente enviaron de pelea en planta
En derredor de su bandera santa.
Encendida en sus bélicos deseos,
Desde Córdoba envió con gran premura
Numerosos y rápidos correos
Á Toledo, León y Extremadura.
Cuantos gozaban en su nombre empleos
Ó de su autoridad investidura,
Su intimación de guerra recibieron
Y en campaña obedientes se pusieron.
Cartas atentas escribió á sus damas
Para que á sus amantes y maridos,
De los troncos más nobles y sus ramas
La enviasen á la lid apercibidos;
Y por los pueblos esparció proclamas,
Llamando á los mancebos atrevidos
Á romper una lanza en la campaña
Por el honor y libertad de España.
[207] De su entusiasmo el religioso influjo
Derramó el entusiasmo por doquiera,
Y cuanto noble su nación produjo
En redor acudió de su bandera.
Sus vasallos á Córdoba condujo
Todo varón que diez tuvo siquiera,
Y en cada hora nueva que sonaba
Un valiente á Isabel se presentaba.
Ella entretanto en vastos almacenes
Depositó profusas provisiones
De granos, vinos y cecinas, bienes
De que abundan sus fértiles regiones:
Acopió ropas y armas: montó trenes
De batir, con lombardas y cañones:
Soldados instruyó que los sirvieran,
Y acémilas compró que los movieran.
No se excusó ni un noble castellano
De acudir de Isabel á la cruzada,
Y no quedó un solar en monte ó llano
De que no hubiese en Córdoba una espada.
Todas las joyas del valor hispano
Fueron parte á tomar en la jornada,
Sombreando sus bizarros escuadrones
De sus casas más ricas los pendones.
[208] Vino el primero el Cardenal de España
Con escolta lucida y numerosa:
Desde el campo feraz que el Ebro baña,
El buen Duque llegó de Villa-hermosa.
Trajo el Conde de Cabra de montaña
Ballestería diestra y vigorosa;
Y á los suyos el Conde de Cifuentes
Trajo armados de hierro hasta los dientes.
Vinieron los del pródigo Infantado
Armados de broquel, puñal y clava,
Con rico arnés azul empavonado:
Vino la gente de Alburquerque brava
Con ancho escudo y espadón pesado,
Y la Orden militar de Calatrava
Llegó, con su Maestre á la cabeza,
En caballos de indómita fiereza.
Trajo Medinaceli sevillanos
Sobre pintadas yeguas caballeros,
Y el de Ureña jinetes jerezanos
En potros como el céfiro ligeros;
Vinuesa de leales castellanos
Trajo gran pelotón de espingarderos,
Y leoneses con enormes mazas
Que hendían los broqueles y corazas.
[209] Trajo Fernando de Aragón sus huestes,
Y con ellas vinieron de Navarra
Los montañeses ásperos y agrestes,
Al tiro afectos del balón y barra;
Los de Aza y Urgel, jamás contextes,
Armados de morisca cimitarra,
Y los deudos de Pedro de Velasco
De abigarrado y penachudo casco.
Desde el muro hasta la árabe alcazaba,
De los Kalifas oriental palacio,
Córdoba un campamento semejaba,
De sus plazas y calles el espacio
El aparato militar llenaba,
Y de lejos brillar como un topacio
La veían los vecinos montañeses
Alfombrada de auríferos arnases.
Y he aquí que de un balcón que la domina,
Contemplaba Isabel la roja hoguera
Del sol arder tras la postrer colina,
Cuando dobló tendido á la carrera
La falda de la loma más vecina
Un corredor cristiano de Antequera,
Que en nombre de los héroes de Alhama
Bastimentos y víveres reclama.
[210] Su mensaje al oir Fernando, al punto
Convocando en su estancia su Consejo,
Pidió opinión sobre tan grave asunto.
Pedro de Vargas, Capitán ya viejo,
Frontero en territorio á Alhama junto
Y del país conocedor, espejo
De los cristianos jefes fronterizos,
Dijo, mostrando al Rey sus blancos rizos:
«Mi existencia, Señor, pasé en la guerra.
Y aún no esquivo por débil la batalla,
Ni el viejo corazón que aquí se encierra
Late aún con temor bajo la malla;
Pero conozco bien aquella tierra:
Alhama es un peñasco que se halla
Cercado por doquier de plazas moras
Que le tendrán en riesgo á todas horas.
«Mantenerla no pudo vuestro abuelo
San Fernando, Señor, y es necesario
Que para conservar su inútil suelo
Empleéis la mitad de vuestro erario.
Con cinco mil jinetes aún recelo
Que será su destino bien precario,
Porque cada convoy que hasta allí llegue
Fuerza es con sangre que el camino riegue.
[211] «Sólo quien tenga guarnición en Loja
La podrá conservar, y aun así un día
Puede que el Moro por traición la coja:
Si yo fuera que vos, la quemaría,
Y de su incendio con la lumbre roja
Á Granada una noche alumbraría,
Dejando en su ceniza al Rey pagano
Un testimonio del furor cristiano.»
Dijo el anciano Vargas. Los prudentes
Y graves consejeros que le oyeron,
Sus razones hallando suficientes,
Á su opinión unánimes se unieron:
«De Alhama retirad á vuestras gentes
Y quemadla, Señor,» al Rey dijeron:
Mas Isabel, que los escucha y mira,
Llena exclamó de generosa ira:
«No permita el Señor que se abandone
Prenda de tal valor de esa manera,
Ni que vileza tal nos ocasione
Escarnio ser de la morisma entera.
No quiera Dios que entre ellos se pregone
Que, del peligro en la ocasión primera,
Ni en Dios ni en nuestro brío fe tenemos.
Ni lo nuestro á guardar nos atrevemos.
[212] »No se hable, pues, de abandonar á Alhama:
Cuando á lidiar mis gentes he traído,
No para empresas sin peligro y fama,
Para las dignas de renombre ha sido:
Auxilio Alhama de su Rey reclama,
Y yo se le daré, que á eso he venido;
No ha de cejar ni descansar mi gente
Sino cuando en la Alhambra se aposente.»
Dijo Isabel: y á la ciudad bajando,
Cabalgando en su rápida hacanea
«¡Á Alhama!... dijo al castellano bando,
¡Conmigo á Alhama quien valiente sea!»
¡Á Alhama! las banderas desplegando
Clamó toda la gente de pelea;
Y tras la Reina, que su ardor inflama,
Se encaminó el ejército hacia Alhama.
¡Mísero Abú-Abdil! con luz incierta
Ya tu estrella fatal sobre ti brilla:
Recuerda tus horóscopos: despierta.
¡Apresta tu corcel y tu cuchilla!
Ya de la Alhambra á la dorada puerta
Va á llamar con ejércitos Castilla,
Y á echar van sobre ti los españoles
De siete siglos los sangrientos soles.

[213]

III

Dejó Isabel á Alhama guarnecida,
Sus muros y baluartes la repuso,
Y, en templo su mezquita convertida,
Segura guarnición en ella puso.
Á Luis Portocarrero á su salida
Por su alcaide nombró, quien, según uso
De los fronteros jefes castellanos,
Conservarla ó morir juró en sus manos.
El Católico Rey, dejar queriendo
Á los moros señal de aquella entrada,
En sus fronteras con estrago horrendo
Se corrió por su tierra amedrentada,
Y su bizarro ejército metiendo
Por la fecunda vega de Granada,
Incendió mieses, arrasó olivares,
Robó ganados y asoló lugares.
[214] Los moros que estos daños achacaron
Del furioso Muley á la imprudencia,
Partido al punto por Abdil tomaron
Y Rey le proclamaron en su ausencia.
Las tropas de Muley le abandonaron,
El vulgo le mofó con insolencia,
Y á Málaga, frustrada su esperanza,
Huyó por fin sin alcanzar venganza.
Aixa, empero, temiendo la inconstancia
Del pueblo, y conociendo que en el trono
No tendría Abdilá segura estancia
Sino haciendo venir de él en abono
Alguna empresa ó triunfo de importancia
Que al vulgo deslumbrara, y que su encono
Contra Hasán aumentara, con secreto
Se preparó para lograr su objeto.
Congregó los más diestros capitanes
De todas las opuestas banderías,
Y desechando y rehaciendo planes,
Oyendo escuchas y escuchando espías,
Realizó sus solícitos afanes
Aprontando por fin en breves días
Numerosa y segura cabalgada,
De espléndido botín esperanzada.
[215] «Probemos á los Reyes castellanos
Que aprovechar sabemos sus lecciones,
(Dijo á su hijo Abdilá). Pues nuestros llanos
Talan, sal á talar sus posesiones.
En nuestras tierras por llenar sus manos,
Sus castillos están sin guarniciones;
Lo que hallan, pues, en nuestra vega amena
Busca tú por sus campos de Lucena.»
Comprendió el joven Rey á la Sultana;
Y ganoso de gloria, y con deseos
De probar en la tierra castellana
El valor que ha ostentado en los torneos,
Con gallardía juvenil y ufana
Resolución, sus bélicos arreos
Vistiendo, mostró el joven Soberano
Su alma de Rey y origen africano.

[216]

IV

¡Qué hermosas son las noches de Granada!
¡Cuánto placer la atmósfera respira!
¡Con qué rumor tan grato perfumada
Susurra el aura que en sus huertos gira!
Su misteriosa soledad, poblada
De árabes genios, languidez inspira,
Y no encierran los senos de su sombra
El vago miedo que en la noche asombra.
El canto de los pájaros canoros
Que anidan en sus bosques embebece;
El ruido de sus árboles sonoros
Y de sus frescas aguas adormece;
De la brisa en los pliegues incoloros
Extasiado el espíritu se mece:
Todo reposa allí bajo el imperio
De un oriental incógnito misterio.
[217] Encantada ciudad, cuyas historias
Piden del Rey profeta el arpa de oro;
Sultana del Genil, cuyas memorias
Evoco á solas y en silencio adoro;
Alcázar oriental, de cuyas glorias
Envidioso está el mundo: bien el Moro
Dijo al decir que la mansión divina
Está sobre tu tierra peregrina.
Tras el cendal da tu estrellado cielo
Se ve la faz de Dios que centellea;
No hay quien detrás de tu flotante velo
La omnipotencia de su Sér no vea;
No hay quien escrita en tu fecundo suelo
La realidad de su poder no lea;
No hay quien contemple tu nocturna calma
Sin alzarte un altar dentro del alma.
¡Tierra de bendición! ¿Quién no te adora?
¡Tierra de amor, en que el placer se anida,
En tus dulces recuerdos se atesora
Toda la gloria de mi inquieta vida!
¿Quién de ti, si te ve, no se enamora?
¿Quién tus noches espléndidas olvida?
Bien hizo el que á tus pies por no perderte
Peleando tenaz buscó la muerte.
[218] Es una noche azul de primavera:
Millones de lucientes luminares
Dan tibia luz á la terrestre esfera;
De flores aromáticas millares
Alfombran ya la tierra, y la ligera
Brisa en la regia estancia de Comares
Introduce sus vírgenes olores
Á través de los áureos miradores.
Sobre cojín morisco reclinada,
Los pies doblados sobre escasa alfombra,
Yace la que de la árabe Granada
Al fin Sultana sin rival se nombra.
Rico dosel de seda cairelada
Da á su lánguida faz templada sombra,
Y pantalla chinesca en su penumbra
Guarda el mechero que el salón alumbra.
Es la azucena pálida de Loja;
Es de Aly-Athár la tímida gacela;
Es la mujer, que trémula cual hoja
De triste sauce, duda, ama y recela:
Moraima es, cuyo ánimo acongoja
Pesar secreto que la tiene en vela.
Es la Sultana de cabellos de oro,
Que el alma hechiza del Monarca moro.
[219] Käel, su negro y perspicaz Nubiano,
Yace á sus pies con languidez tendido;
La frente apoya sobre la ancha mano
Fatigado tal vez, tal vez dormido;
Mas la mirada fija del enano
Y la abierta nariz y atento oído,
Al que su instinto y lealtad comprende
Advierten que sagaz á todo atiende.
En el obscuro camarín, formado
Por la maciza fábrica del muro,
Y en donde se abre el ajimez dorado
Que da aire y luz al aposento obscuro
Al estilo de Oriente fabricado,
Contempla el cielo otra mujer; su duro
Contorno sobre el cielo se destaca,
Pues fuera del balcón el cuerpo saca.
Es Aixa, la despótica Sultana,
El genio protector del Islamismo,
Que desde aquella arábiga ventana
Mide del porvenir el hondo abismo.
Genio tenaz, encarnación humana
De la fe, del valor y el heroísmo,
Genio que, á aparecer en otra era,
Mentir á los horóscopos hiciera.
[220] Con el rumor del bosque confundidos
Que sombrea la torre de Comares,
Trae el aura fugaz á sus oídos
Del bullicioso pueblo los cantares.
Á sus vasallos quiere entretenidos
Tener el nuevo Rey en sus hogares,
Y el mal que sus horóscopos predicen
Cantando olvidan y á su Rey bendicen.
Pero Aixa, que jamás en ilusiones
Se adormeció y á quien la edad avisa
De que las populares ovaciones
Tan efímeras son como la brisa
Que su murmullo trae á sus balcones,
Con desdeñosa y lúgubre sonrisa
Su són escucha, que al rayar el día
Ser puede amotinada vocería.
Todo en la regia cámara reposa:
Ajenos al turbión de los placeres
De la morisca corte voluptuosa,
Aquellos tres tan diferentes seres
Tristes meditan. Á la fin la esposa,
La más inquieta de las dos mujeres,
Dando sin duda al pensamiento giro
Distinto, débil exhaló un suspiro.
[221] Llamó de Aixa la atención el eco
De aquella exhalación enamorada,
Y del balcón dejando el fondo hueco
Fijó en Moraima su glacial mirada;
Y con el tono desabrido y seco
De su voz, á mandar acostumbrada,
La dijo: «Afrenta de las Reinas moras,
Espíritu cobarde, ¿por qué lloras?»
No lloraba Moraima todavía,
Mas tan duras palabras la preñaron
De lágrimas los ojos. Muda, fría,
Aixa las vió cuando á la faz brotaron
De la débil mujer que las vertía.
Las vió, mas conmoverla no lograron,
Y con regio desdén, á paso lento
Comenzó á atravesar el aposento.
Mas al llegar del arco á los umbrales,
De la alberca en el patio embaldosado
Anunciaron los roncos atabales
Al Rey por las Sultanas esperado.
Seguido de sus deudos más leales
Llegó Abdilá para el combate armado:
Sonrió al verle con su arnés más bello
Aixa, y Moraima se abrazó á su cuello.
[222] —«¡Tan pronto! dijo la afligida esposa.
—Ya tarda, dijo la valiente madre.
—¡Aláh te vuelva!... murmuró la hermosa:
—Mas si no vences: volverá tu padre,
Añadió la Africana vigorosa.
—¡Antes cristiana lanza me taladre!»
Dijo el mancebo rebosando enojos,
Y un rayo de rencor brilló en sus ojos.
Entonces la Sultana:—«En paz os dejo:
(Añadió con voz grave) despedíos
Á solas, pero ved que no me alejo;
No me le quites con tu amor los bríos
Que necesita.» Y, torvo el entrecejo,
Se sumió en los tortuosos y sombríos
Corredores, dejándoles á solas
Del mar de su aflicción entre las olas.
En silencio abrazados los esposos
Largo espacio quedaron: el exceso
De su dolor en ayes angustiosos
Exhalaba Moraima, mientras preso
Mantenía en sus brazos cariñosos
Á Abú-Abdil: dióla él un tierno beso
De su cariño en la efusión sincera,
Diciéndose los dos de esta manera:
[223] BU-ABDIL.
No llores, alma mía: cobra aliento:
Llevo todo mi ejército conmigo.
MORAIMA.
Abdil, tengo el fatal presentimiento
De que no has de volver: yo te lo digo.
He soñado, mi bien, tu vencimiento,
Y mi sueño es lëal. Mi dulce amigo,
Manda tus capitanes á la guerra:
Tú eres el Rey; no salgas de tu tierra.
BU-ABDIL.
Moraima de mi vida, ¿no comprendes
Que tu congoja mi valor me quita?
Esta salida que evitar pretendes
Es nuestra salvación. Se necesita
Que el pueblo crea en mi valor ¿entiendes?
El Rey ha de ser Rey. Ve á la mezquita
Á orar; mas oye ¡oh flor de mis amores!
Delante de mi madre nunca llores.
Mi madre es una Reina verdadera,
Cuyo orgullo jamás ha concebido
Que un Rey pueda llorar. Tu amor modera
Ante ella y muestra del dolor olvido:
Porque ella, aunque á sus pies morir nos viera,
No exhalara, Moraima, ni un gemido;
[224] Matar sobre nosotros se dejara,
Mas creyera infamarse si llorara.
MORAIMA.
¿Qué culpa tengo yo de que Aláh Santo
Débil mujer me hiciera y no Sultana
Feroz como ella? Contener mi llanto
No sabré yo ni tarde ni mañana,
Y soñaré de noche con espanto
Que muerto yaces ó en prisión cristiana,
Sin mí llorando ó demandando á voces
El fin de tus horóscopos atroces.
BU-ABDIL.
¡Calla, Moraima calla: me estremeces!
Creo que tu exaltada fantasía
En la locura te despeña á veces.
Déjale al vulgo que la suerte mía
Juzgue fatal al Árabe, y tus preces
Dirige á Aláh, para que llegue un día
En que contra ellos la victoria arguya
Y el triunfo mis horóscopos destruya.
¡Adiós! yo parto á pelear ahora;
Mas cálmate, bien mío, porque creo
Que en esta correría asoladora
Voy sólo á dar un militar paseo
Y á recoger botín. ¡Adiós! que es hora
Ya de partir y á la Sultana veo.
[225] MORAIMA.
¡Aláh te guíe!
BU-ABDIL.
Hasta volver contigo.
MORAIMA.
¡Ay! que no volverás, yo te lo digo.
Esta fué la siniestra despedida
De Moraima y Abdil. Muda y serena
Aixa del corredor á la salida
Se presentó, y á impulso de su pena
Mortal se desplomó desvanecida
Moraima. Partió el Rey para Lucena
Y fué su madre á despedirle al muro,
Fiando á Dios el porvenir obscuro.

[227]

LIBRO OCTAVO

DELIRIOS

I

¡Alahuakbar! ¡Dios grande! No sin causa
Llamaron á Bu-Abdil desventurado,
Ni sin razón Moraima el fatalismo
Lloró de sus horóscopos infaustos.
Desdichado en su hogar desavenido,
En sus empresas de armas desdichado
Y en su amor infeliz, siempre implacable
Faltóle Dios en cuanto puso mano.
La casa en que nació, la madre que hubo,
El siglo en que á luz vino, todo aciago
Le fué, y á todo cuanto en torno suyo
Vivió sus desventuras alcanzaron.
Dios le puso al nacer dentro del pecho
Un corazón del infortunio blanco,
Y el ambiente fatal de la desgracia
Por doquiera que fué le fué cercando.
[228] Odio de su nación supersticiosa
Por el temor de sus siniestros hados,
Y por instinto de creencia y raza
Odio á la par del vencedor cristiano,
Vió el mundo sus virtudes sin aprecio
Y su valor inútil sin aplauso,
Y Árabes y Cristianos, por vencido,
Á un tiempo sin piedad le calumniaron.
Los Moros olvidándole con ira,
Mirándole con mofa los Cristianos,
Unos y otros infiel en sus historias
Legaron á los siglos su retrato.
Los unos con lo negro de la saña,
Los otros con la tinta del escarnio,
En el cuadro inmortal de la conquista
Su figura real emborronaron.
La poesía, empero, cuyos ojos
Escudriñan sagaces lo pasado,
Y en dondequiera que lo encuentra admira
Lo bello y lo infeliz, con entusiasmo
Alumbra su semblante obscurecido,
Y, sus forzadas formas restaurando,
Su noble y melancólica figura
Dibuja con contornos más exactos.
No es la de un grande Rey que el fatalismo
De su sino provoca temerario,
Con el valor del héroe que queda
[229] Por él vencido, pero no humillado:
Es la figura triste de un Monarca
Que obedece al impulso de los astros,
Y, sin poderse defender, sucumbe
De su destino bajo el peso abogado.
No es la robusta encina que se troncha
Del huracán gigante entre los brazos,
Sino la flor que, abriéndose tardía,
Muere marchita por el cierzo helado.
¡Mísero Abú-Abdil! La historia austera
No halla luz en tu rostro soberano,
Pero la poesía te le alumbra
Con el fulgor del infortunio santo.
La historia te ve Rey y sin corona,
Enamorado y sin favor, soldado
Y sin victoria, muerto y sin sepulcro...
¿Dónde hallará su luz para ti un rayo?
Alahuakbar ¡Dios grande! No sin causa.
Llamaron á Bu-Abdil desventurado,
Y con razón Moraima el fatalismo
Lloró de sus horóscopos infaustos.

[230]

II

Rico de juventud y de hermosura
Cual de esperanza y de valor sobrado,
Jinete sobre un tordo berberisco
Salió el Rey moro Abú-Abdil al campo.
Reverberan al sol de la mañana
Sus arneses con oro claveteados,
Y se ciernen sobre él como palomas
Las plumas de su espléndido penacho.
En lugar del lanzón que en Bib-Elvira
Se hizo al salir en el quicial pedazos,
Despreciando pronósticos siniestros,
Corvo alfanje de Fez empuña osado.
Piafa el brioso bruto en que cabalga,
Fuerza, vapor y espuma respirando,
Mosqueando inquieto con la blanca cola
Sus ricos paramentos africanos;
Y Abú-Abdil sobre la silla diestro
Cabalgador caracolea ufano,
Tan lleno de bravura y gentileza
Como de gloria y de fortuna falto.
[231] Detrás de su pendón tranquilos marchan
Seis mil peones y dos mil caballos,
La flor de la nobleza granadina,
Los campeones del Islam más bravos.
Por honra del Rey mozo, de Granada
Los quinientos mancebos más gallardos
Para salir con él á esta campaña
Como para un torneo se equiparon.
Vense tan sólo rostros juveniles
En derredor de Abú-Abdil, y el fausto
De los trajes, las armas y jaeces
Turba los ojos y suspende el ánimo.
Quién con el velo de su dama lleva
Hecho el turbante al rededor del casco;
Quién de la suya en el crestón prendido
El ceñidor de virgen en un lazo.
Quién una trenza de cabellos negros
Ata en el hierro del lanzón dorado,
Habiendo prometido devolverla
Empapada en la sangre del cristiano.
¡Qué de garzotas desordena el viento!
¡Qué de colores y reflejos varios
Ostentan los brillantes escuadrones
En sus móviles grupos ordenados!
Desde las torres de Granada al verlos
Ya de la vega en el confín lejano,
Cintas de oro parecen sus hileras
[232] Del sol heridas por los limpios rayos.
Aquella tarde Abdil de las murallas
De la empinada Loja al pie llegando,
Vió lanzarse cien árabes jinetes
Del su enhiesto peñón como milanos.
Sobre caballo indócil del desierto
Que avanza á modo de león á saltos,
Bajaba á la cabeza de los ciento
El alcaide Aly-Athár, de fe relámpago.
Al ver los Granadinos campeadores
Llegar al fiero triunfador anciano,
Con un ¡lelí! de admiración unánimes
Su anhelada presencia saludaron.
«De Aláh llevamos el favor, dijeron,
Si con nosotros á Aly-Athár llevamos.»
Y lo creen: hace ya setenta lunas
Que es su bandera de Castilla espanto.
El fuerte viejo, que indomable arrastra
El peso colosal de sus cien años,
De ellos el brío y la experiencia abriga
Bajo el cendal de sus cabellos blancos.
Hijo feroz del África, en la guerra
Endurecido, su nervioso brazo
Con un bote de lanza todavía
Al caballero arranca del caballo.
Árabe verdadero en genio y raza
Y del Korán indómito sectario,
[233] Quiere para subir al paraíso
Una escala de cuerpos de cristianos.
Su existencia Aly-Athár pasó con ellos
En lid no interrumpida peleando,
Sin que de amigos ni enemigos Reyes
Respetara jamás treguas ni pactos.
Tal es el viejo capitán de Loja:
Tal es el padre de Moraima; amparo
De los Muslimes, vencedor doquiera,
Jamás vencido y por doquier temblado.
Mas ¡ay! ¿Quién fía en su feliz estrella,
Ciego imprudente junto á sí llevando
La fortuna de un Rey de quien los cielos
Abrieron un abismo entre los pasos?
¿Para quién resplandece estrella alguna
Á través de los lóbregos nublados?
Alahuakbar ¡Dios grande! Hacia Lucena
Marcha Aly-Athár de Abú-Abdil al lado.
Va la saña de Dios delante de ellos:
De Santaella y de Aguilar los pastos
Quedan sin hoja verde, y como lluvia
Corre á sus pies el oro y el ganado.
De Montilla y la Rambla las moradas
Son humo nada más, y el viento vano
Se lleva sus cenizas, de sus dueños
Sin tumba los cadáveres dejando.
¡Allí van! ¡allí van! Como un torrente
[234] Bajan de las montañas, y su rastro
Siguen manadas de voraces lobos,
Y los buitres sobre ellos van volando.
Allí van: ya las torres de Lucena
Blanquean á lo lejos: espantados
Huyeron los fronteros, ó dormidos
Yacen sin verlos descender al llano.
Todo reposa en la extensión desierta:
Las sombras de la noche condensando
Se van, y de los Árabes protegen
La marcha lenta con que avanzan cautos.
De un silencioso valle en la espesura
Donde abrieron las lluvias un barranco,
Siguiendo de Aly-Athár un buen consejo
El rey Abú-Abdil mandó hacer alto.
Alzáronse las tiendas: en el centro
Metieron el botín, reses y esclavos,
Y esperando la luz del nuevo día
Se dieron unas horas al descanso.
«Nadie se mueve, dijo el Bey: sin duda
Aláh por nuestro bien les ha cegado:
Mañana somos dueños de Lucena,
Cuando no por sorpresa, por asalto.
—Así lo espero, Amir; pero reposa
Para lidiar mejor, dijo el anciano
Aly-Athár á Bu-Abdil: duerme tranquilo
Y deja lo demás á mi cuidado.»
[235] Entró Abdilá en su tienda, y apagadas
Las luces que pudieran delatarlos,
Sumidos en silencio y en tinieblas
Los emboscados Árabes quedaron.
Del valle á la salida, en una altura,
Un hombre se apostó tras un peñasco,
Mudo y quieto como él permaneciendo:
Era Aly-Athár que vigilaba el campo.
Mas ¿cuyos son los ojos que penetran
De la mente de Dios el denso cäos?
¿Cuya la inteligencia que sorprende
De sus hondos designios el arcano?
Mientras el viejo vigilante guarda
El campamento moro, confiando
En la tranquilidad del enemigo
Su empresa audaz para llevar á cabo,
En el confín del horizonte obscuro,
En una torre que cual punto blanco
Vió Aly-Athár con el día, una luz roja
Brilló toda la noche. El africano
La vió, mas sola y sin aumento viéndola,
La contempló brillar sin sobresalto,
Pues vió que no era seña ni atalaya,
En avisos de guerra ejercitado.
Á la lejana luz continuamente
Volvíanse sus ojos sin embargo,
No por fundado y racional recelo,
[236] Mas por tenaz presentimiento vago.
«¿Quién allí velará?» Se preguntaba
Á sí mismo Aly-Athár. «Si no me engaño,
Aquel es el castillo de Baena,
Pero ausente está de él su castellano.
Si aquella luz fuera señal, seguía
Consigo propio el Musulmán hablando,
Ya hubieran las cristianas atalayas
Con otros á su fuego contestado.
¿Quién velará en Baena?» Así pensaba
El viejo Moro al resplandor lejano
Mirando; pero Dios solo pudiera
Ver en tiniebla tal, y á tal espacio.
Y á poder ver el Moro, hubiera visto
Á un castellano capitán que armado
Se asomaba al balcón del aposento
Donde brillaba aquella luz. Debajo
De aquel balcón y tras los gruesos muros
De aquel castillo y en su extenso patio,
Hubiera visto á combatir dispuestos
Trescientos caballeros: y, apoyados
Los arcabuces en el muro, hubiera
Visto hasta mil peones castellanos,
Que aguardaban las órdenes del hombre
Que estaba en el balcón iluminado.
Hubiera visto luego que otro jefe
Con otros cien jinetes de su bando
[237] Llegaba, y abrazando al que esperaba
Tocaron bota-silla sus soldados.
Todo esto, á poder ver, hubiera visto
Aly-Athár, ó lo hubiera imaginado,
Si su clara y sagaz inteligencia
No obscureciera Dios para estorbárselo:
Mas no vió más que lo que ver podía;
Y viendo el día á clarëar cercano,
Dejó su puesto y de Abdilá en la tienda
Entró, diciendo respetuoso: «Vamos:
Levántate, Señor: ya está la aurora
Próxima, está el camino solitario,
Y es fuerza que á las puertas de Lucena
Á un tiempo con el sol amanezcamos.»
Cabalgó Abú-Abdil: en breve tiempo
Los escuadrones moros se aprestaron
Á partir y partieron, á Lucena
En su poder el Rey imaginando.
Alahuakbar ¡Dios grande! No sin causa
Llaman á Abú-Abdil desventurado;
Ni sin razón Moraima el fatalismo
Lloró de sus horóscopos infaustos.

[238]

III

Llora, esposa infeliz: tu amor es ido
Para más no volver; preso en Lucena
Se dejará su corazón tu esposo,
Y volverá sin alma cuando vuelva.
Sultana de las flores de Granada,
Llora; porque en verdad ya no te queda
Más consuelo que el llanto que derrames
En los amargos días que te esperan.
Arranca, pues, tristísima Moraima,
Tus rizos de oro y sin piedad cercena,
Para hacerte un dogal, de tus cabellos
La rica y aromática madeja.
¡Llora, madre sin par desventurada!
Ese hijo hermoso á quien con ansia besas
Nació cautivo para ser: su cuello
Tiene ya la señal de la cadena.
¿Por qué uniste tu amor y tu fortuna
De Abú-Abdil á la fortuna adversa?
[239] ¿Por qué tu padre te arrancó de Loja,
Blanca y olorosísima azucena?
¡Feliz de ti si nunca le dejaras!
¡Feliz si nunca, de amistad en prenda,
Tu padre del Monarca granadino
Al oriental alcázar te trajera!
Tal vez entonces Aly-Athár, contrario
Al hijo de Muley, sólo á la guerra
Le dejara partir, y no quedaras,
Cuando su amparo necesitas, huérfana.
¿Qué has hecho tú, paloma enamorada,
Víctima para ser de tales penas?
¿Qué has hecho á Dios para atraer los rayos
De su furor á tu gentil cabeza?
¡Ay! harto has hecho respirando el aire
Que de tu Rey el hálito envenena.
Nada esperes del Cielo que maldijo
La raza de Bu-Abdil: nada te resta.

[240]

IV

¡Pálida sombra de Moraima! escucha:
Oye mi voz que te habla en las tinieblas,
Y verás con placer que todavía
Hay quien contigo de tu mal se duela.
Ven, triste sombra, ven: Dios, compasivo,
Alas me ha dado como á ti, y la lengua
Me ha permitido hablar que hablan las sombras
Para ir á su región y hablar con ellas.
Ven ¡oh Moraima! El universo duerme:
Desciende en una ráfaga á la tierra:
Yo sé que está tu espíritu en la Alhambra
Y vengo á consolártele: no temas.
¡Gracias, hermosa sombra! Ya te veo
Que sobre un rayo de la luna llegas
Á estos escombros que la Alhambra fueron.
¡Ay! ¡sombras sólo en su recinto quedan!
[241] Ven; yo te haré de mi ignorada vida
La misteriosa relación secreta,
Y tú se la dirás á tus hermanas
Cuando al imperio de las sombras vuelvas.
Yo más tarde que tú nací tres siglos:
Mas no que vivo en mi centuria creas,
No: enamorado de las sombras, vivo
Como tú en el país de las quimeras.
He venido esta noche á estas mansiones
De soledad y de silencio llenas
Y, aunque tú te creías invisible
Para mí, yo vagar te vi por ellas.
¿Sabes, dulce y quimérica Moraima,
Cuál es la ocupación de mi existencia?
Pues es no más la de contar al mundo
De los pasados tiempos las leyendas.
Yo he venido á Granada á demandaros
No más que á solas me contéis las vuestras,
Para que yo en mis versos harmoniosos
Á mi egoísta edad contarlas pueda.
Y ahora escucha, Moraima, otro secreto,
Que mi callado corazón encierra
Desde el instante en que pisé la Alhambra;
Pero que tus hermanas no lo sepan.
Oye: de todas las hermosas sombras
Que los recintos de Granada pueblan,
Tú eres la más gentil, la mas simpática,
[242] Y la de que mi edad menos se acuerda.
Pues bien, Sultana de las sombras, oye:
Yo adoro tu fantástica belleza;
Yo, que he puesto en las sombras mis amores,
Te amo, y mi tierno amor quiero que sepas.
Cuando, mujer, en la región vivías
De los mortales, en mortal tristeza
De los pesares víctima viviste,
Calumniada te viste con afrenta
De tu estirpe y virtud, vendida esposa,
Madre apartada de tus hijos, sierva
Más que reina en tu casa, y del más noble
Y más valiente de los padres huérfana;
Pues bien, Moraima, ahora que, fantasma,
Vives con otro sér otra existencia,
En tu vida de sombra, yo, que te amo,
Una vida mejor quiero que tengas.
Tú serás la Sultana de mis cuentos,
Yo en mi laúd lamentaré tus penas,
Enjugaré tus lágrimas con flores
Y regaré tu lecho con esencias;
Te llevaré conmigo á los alcázares
En donde tiene su morada regia
La noble, omnipotente poesía,
Que sobre el mundo soberana impera.
Entonces tomarás, como las auras
De la montaña, transparente aérea
[243] Y luminosa forma, y será obscura
Á par de ti la nieve de la sierra,
La claridad del alma menos limpia
Que de tu vaga faz la transparencia,
Y la del sol poniente menos rica
Que tu rubia y flotante cabellera.
Y entonces con desdén verás que el mundo
Te reconoce de las sombras reina,
Tu pavorosa aparición adora
Y de tu velo azul las orlas besa.
Mas ya comienza á amanecer: al cielo,
Sombra gentil de mis amores, vuela:
¡Adiós, Sultana de las sombras! huye:
Yo me quedo cantándote en la tierra.

[244]

V

Ya por el horizonte blanquecino
Comienza á despuntar la luz primera
Del sexto día en que con hueste brava
El Rey Abú-Abdil partió á Lucena;
Y ya, envuelta en un schal de cachemira
Desde la parda torre de la Vela
Tiende su madre los avaros ojos
Por la extensión de la tranquila Vega.
Todo es silencio, el campo todavía
Iluminado por el alba apenas;
Duermen aún las aves en las ramas
Y cerradas están todas las puertas.
Ningún viviente sér en lontananza
Comienza el punto de su sombra negra
Á acrecentar, sobre el sendero blanco
Por donde de Abdilá se aguardan nuevas.
Fría, impasible al parecer la Mora,
Pero de angustia inexplicable presa,
Silenciosa y sombría se mantiene,
[245] Inmóvil, apoyada en una almena.
Dentro del triste corazón materno
Fiera aunque oculta tempestad fermenta,
Y á sus ojos las lágrimas no suben
Porque en el hondo corazón gotean.
Alguna vez su pie, que el suelo hiere
Con ímpetu, delata su impaciencia,
Y algún suspiro, que fugaz exhala,
La realidad de su aflicción revela.
Nadie parece aún: el sol brillante
De un día de temprana primavera
Extiende ya sus purpurinos rayos
Por el verde tapiz de las laderas.
Las cristalinas gotas del rocío,
Que se columpian en la móvil hierba
Mecidas por el aura matutina,
Del sol á los reflejos reverberan.
Ya abandonando su caliente nido
Bulliciosos los pájaros gorjean,
Y estremeciendo de placer sus plumas,
Á Dios bendicen y su luz celebran.
¡Cuán hermosa en los campos de Granada
Se ostenta la feraz naturaleza,
Cuando del seno de las sombras sale
Virgen, florida, perfumada y fresca!
Aixa desde la torre su hermosura
Callada y melancólica contempla,
[246] Sin ver en la extensión de la campiña
Más que de Loja la torcida senda.
«¡Alahuakbar! clamó, sola creyéndose;
¡Ya la tardanza de Abdilá me aterra!»
Y á sus palabras contestó un gemido
Hondo, angustioso: de Moraima era.
Tornó los ojos la Sultana madre
Hacia la esposa pálida, y al verla
Con la vista y la faz desencajadas,
Siguió de su visual la línea recta.
¡Presentimiento de su amor sin duda!
Un punto negro y móvil va con lenta
Vacilación su forma acrecentando
Sobre el camino que hacia Loja lleva.
Käel, que á los pretiles no alcanzando,
Por la hendidura ve de una aspillera,
Fué el primero que un árabe jinete
Reconoció en el punto que negrea,
Y á Moraima con muda pantomima
Explicó la verdad, que aun no penetra
La vista de las Moras, menos clara
Por la edad y las lágrimas en ellas.
«Tiene razón Käel, es un jinete,»
Dijo la madre al fin, sobre las cejas
Formando una pantalla con la mano
Para ver más sin que la luz la ofenda.
«Es un guerrero, sí», dijo Moraima
[247] Á su enano Käel que la hace señas:
«Es un guerrero de Granada, dijo
Aixa á Moraima, tus colores lleva.»
Es, en efecto, un caballero moro,
Que á escape las campiñas atraviesa
Sobre un caballo del desierto, y rápido
Como una nube á la ciudad se acerca.
Dos ó tres veces se perdió cubierto
Por los árboles altos de las huertas,
Y apareció otras tantas, más distinto
Cada vez y más próximo. Las cercas
Dobló de los jardines exteriores,
Cruzó las intrincadas callejuelas
Del arrabal y entró por Bib-Elvira,
Por el vigía al conocerle abierta.
«Vamos á recibirle»,—exclamó Aixa.
«Vamos», dijo Moraima: y, la escalera
Tomando de la torre, las Sultanas
Bajaron de la Alhambra hasta la puerta.
Un momento después, bajo del arco
De la justicia, la rendida yegua
Del caballero moro desplomóse
Ante los pies de su jinete muerta.
Era el bizarro Cid-Kaleb, amigo
De Abú-Abdil, quien respirando apenas
Dobló ante las Sultanas la rodilla,
Mas sin poder hablar. En su impaciencia
[248] Hirió Aixa el suelo con la planta y dijo:
«Habla: ¿qué es de Bu-Abdil?—Hacia la tierra
Cristiana con la mano señalando,
Respondió Cid-Kaleb:—¡Allá se queda!
—¿Muerto?—Cautivo.—¿Y Aly-Athár?—Sin vida,
Su cuerpo el agua del Genil se lleva.
¡Cayó sobre los Árabes el cielo
Y yacen sin sepulcro en tierra ajena!»
Lanzó un grito Moraima, íntimo, agudo,
Honda expresión de su profunda pena,
Y cayó sin aliento entre los brazos
De Aixa, que la abrazó por vez primera.
Lívida, silenciosa, sosteniendo
Á la infeliz Moraima con la fuerza
Nerviosa del dolor, quedó Aixa un punto
Los ojos con horror fijos en tierra.
«¡Alahuakbar! ¡Dios grande!» exclamó al cabo:
Y de su rostro por la tez morena
Resbalaron dos lágrimas, dos solas:
¡Mas de lava y de hiel dos gotas eran!

[249]

VI

Tórtola blanca de azulados ojos,
Perla robada del peñón de Loja,
Flor de la Alhambra, de su bosque ameno
Cándida corza:
Bella Sultana, creación aérea
De mi alma triste que en los aires mora:
¿Dónde me ocultas tus celestes ojos,
Garza paloma?
Pálida estrella cuya luz no veo,
Flor de quien busco el delicioso aroma
¿Dónde eres ida, mi gentil Moraima?
¿Quién te me roba?
¿Qué nube opaca tus estancias ciñe?
¿Qué genio infausto en su mansión se posa?
¿Por qué es hoy luto y soledad lo que antes
Fué luz y gloria?
[250] ¿Qué maleficio de silencio y duelo
De tus estancias el recinto colma,
Que hasta la fuente que corría en ellas
Seca está ahora?
Tus frescos patios de arrayanes llenos,
Tus ricos techos de marfil y concha,
Tus camarines de labor morisca
Yacen en sombra.
¿Dónde tus ojos que alumbrar solían
Tus regias salas, imperial señora?
¿Dónde los sones de tus ya olvidadas
Cántigas moras?
¡Ay! muda oprimes en letargo yerto
Los almohadones de tu umbría alcoba:
Sólo tu esclavo te sostiene, sólo
Käel te llora.
Duerme, Moraima, en tu letargo, duerme;
No vuelvas nunca á las amargas horas
Que las vigilias de tu vida aguardan
Tempestüosas.
Duerme y no vayas al salón sombrío,
Donde Aixa escucha de Kaleb á solas
Las de tu padre y de tu esposo aciagas
Negras historias.
[251] Duerme y no vayas: á Kaleb no escuches,
Hija sin padre, sin esposo esposa;
Su voz aterra, su relato eriza:
Duerme: no le oigas.
Sér vaporoso, creación de un alma
Que en sombras leves su pasión coloca,
Hada que hechizas de mi amor poético
La fe recóndita:
Ven á mis brazos, de mis sueños hija;
Ven: dame tu alma que el pesar desola,
Y yo del sueño la hundiré en la sima
Lóbrega y honda.
Yo, que comprendo de las sombras vagas
La lengua pura y la mortal congoja,
Traeré á tu alma aletargada menos
Fieras memorias.
Ven: yo no quiero que tu sér errante
Vague esta noche por las frías bóvedas
De este palacio, que sangrientos sueños
Sólo atesora.
Sé que en la angustia de tu afán doliente
Hasta el consuelo de mi amor te enoja;
Mas ven al campo de las almas tristes
Y melancólicas.
[252] Allí dormida soñarás quimeras
Tristes y vagas, pero no angustiosas,
Mientras relatan la fatal leyenda...
Ven: no la oigas.
Mas ¡ay! ¿quién puede interrumpir los daños
De los pesares que al mortal acosan?
Sufre y delira, vagarosa hija
De mi alma loca.
Tórtola triste que en el sauce umbrío
Tu amor perdido solitaria lloras:
Ráfaga helada que el ciprés gimiendo
Lúgubre azotas:
Són temeroso con que el mar airado
Fiero amedrenta la desierta costa:
Eco del viento que las huecas ruinas
Cóncavo asordas,
Dadme de vuestros funerales ruidos
Las más siniestras y dolientes notas,
Para que en torno de la Alhambra eleve
Fúnebre trova.

[253]

VII
ORIENTAL

Sultana de la alegre Andalucía,
Alcázar de la luz y de las flores,
¿Qué fué de la alegría
De tus Señores?
Encanto de los ojos,
¿Quién causa tus enojos?
Espejo de la luz del medio día,
Kiosko oriental de excelsos alminares,
¿Qué fué de la harmonía
De tus cantares?
Bellísima Granada,
Tu luz está apagada,
Los ojos celestiales
Están bajo sus schales
Su pecho dolorido
Su voz es un gemido
del cielo favorita,
tu gloria está marchita:
de tus doncellas moras
llorando largas horas:
suspira sin amores;
su lecho ayer de flores
[254] Es lecho de agonía...
Encanto de los ojos,
¿Quién causa tus enojos?
Rosal del medio día,
Nidal de ruiseñores,
¿Qué fué de la alegría
De tus Señores?
La Alhambra está desierta
Cerrada está su puerta,
Su fábrica altanera
Y en ella la bandera
No anuncian la victoria
Los cánticos de gloria,
y obscuros sus salones:
cerrados sus balcones:
la tempestad azota
de Abú-Abdil no flota:
sus áureos alminares:
placer de sus hogares,
Son ayes de agonía...
Encanto de mis ojos,
¿Quién causa tus enojos?
Rosal de Alejandría,
Remedio de pesares,
¿Qué fué de la harmonía
De tus cantares?
¡Oh mísera Granada!
¡Oh madre desolada!
Tus hijos los más bravos,
Ó muertos son, ó esclavos
Abdil, flor de tus flores,
Y están tus defensores
¡oh triste reina mora!
¡llora sin tregua, llora!
amor de tus entrañas,
detrás de tus montañas;
no habita ya en Comares,
sin tumba ó sin hogares.
[255] ¡Lamenta tu agonía,
Sultana de la hermosa Andalucía!
Mirab sin alminares,
¿Quién te dará harmonía
Sin tus cantares?
Espejo de la luz del medio día,
Alcázar de las flores,
¿Quién te dará alegría
Sin tus Señores?

[256]

VIII

Es alta noche ya: muda y desierta
Yace en tinieblas la oriental Alhambra;
Ni una luz en sus altos ajimeces,
Ni un paso, ni una voz en sus murallas.
Granada está á sus pies, como ella obscura,
Muda como ella, triste y solitaria:
Ni una voz en el fondo de sus calles,
Ni una luz en sus lóbregas ventanas.
El peso del dolor y de la afrenta
Y el ambiente letal de la desgracia
La tienen, más que en sueño sumergida,
En profundo sopor aletargada.
El duelo universal que la circunda
Los lamentos inútiles apaga,
Y se oyen los gemidos solamente
En la profunda soledad del alma.
Todo es silencio la morisca Corte:
Mas ¿quién no vierte en el silencio lágrimas?
Allí llora la madre por el hijo,
Por el hermano allí gime la hermana:
La esposa llora su perdido esposo,
[257] Su cautivo galán llora la dama,
El amigo la suerte del amigo...
¡Noche horrenda y fatal para Granada!
Todos conocen la sangrienta historia,
Y á su vez la magnánima Sultana
Aixa, después de lamentarla, quiso
Con pormenores amplios escucharla.
La Madre de Abú-Abdil es una altiva
Matrona, digna de la edad romana,
Que en el momento de sentir las penas
Reflexiona que debe dominarlas.
Entregada á un dolor íntimo y mudo,
Todo el día pasó sola en su estancia;
Pero se dijo al fin: «Si está cautivo,
Pensar debemos en que libre salga.»
Y avisado Kaleb por un esclavo,
Subió de noche al silencioso alcázar,
Donde de oir la desastrosa historia
Le esperaba impaciente la Sultana.
«Habla, Kaleb, le dijo cuando á solas
Se hallaron: cuenta la fatal jornada:
Todo quiero saberlo en esta noche,
Y Aláh, Kaleb, me alumbrará mañana.»
Y he aquí que en el silencio de la noche,
Relatando Kaleb y oyendo Aixa,
En un salón del patio de Leones
En este punto de la historia estaban.

[258]

IX
KALEB

«No era de día aún cuando empezamos
Á salir del barranco, donde á obscuras
Habíamos pasado aquella noche
En profundo silencio. Las hileras
De guerreros, cautivos y ganados
Que cruzaban el valle, parecían
Sobre las sendas cóncavas, movibles
Serpientes gigantescas, á la escasa
Claridad de los astros. Los enormes
Peñascos dibujaban sobre un cielo
Apenas azulado los contornos
Deformes de sus crestas, en las cuales,
Toda la noche oímos el siniestro
Graznido de los buitres, y el aullido
Temeroso del lobo, cuyos ojos
Veíamos brillar entre las matas.
[259] Todos éramos hombres avezados
Á las escenas de la guerra; pero
Un no sé qué de pavoroso y triste
Nos encogía el ánimo en aquella
Melancólica noche, y caminábamos
En lúgubre silencio: parecía
Que iban á desplomarse los peñascos
Sobre nuestras cabezas, y queríamos
Salir cuanto antes del medroso valle.
Dimos por fin en la llanura: el alba
Comenzaba á clarear y distinguimos
Los almenados muros de Lucena.
Con los cautivos y la presa entonces
Mil peones dejando y cien jinetes,
Avanzamos, creyendo sorprenderla,
Sobre la villa. Abú-Abdil, seguido
De un escuadrón de jóvenes valientes
Y ansiosos de renombre, se metieron
Á escape por las huertas y arrabales.
Ni un sér viviente se encontraba en ellos,
Ni se abrió una ventana ni una puerta.
Prevenidos sus cautos moradores,
Se habían encerrado en el castillo.
¡Mas Aláh estaba allí!... Su faz airada
Brilló tras de los muros y, en el punto
En que tiñó la luz el horizonte,
Se cubrieron de cascos de cristianos,
[260] Y una lluvia de dardos y de piedras
Cayó sobre nosotros: los clarines
Y tambores cristianos atronaron
El viento, y la bandera de Castilla
Se desplegó con insolente orgullo.
«¡Al asalto!» gritó con voz de trueno
El Rey Abú-Abdil, con una trompa
Haciendo la señal. En el instante
Se cubrieron de escalas las murallas,
Y los turbantes moros blanquearon
Envueltos con los cascos de Castilla
Encima de los cóncavos adarves.
¡Ay! Aláh estaba allí contra nosotros,
Sultana: era un león cada cristiano,
Y los genios impuros del abismo
Peleaban por ellos aquel día:
Sus hachas y sus mazas con horrible
Martilleo caían en las frentes
De los escaladores, y rodaban
Al foso con estruendo los cadáveres.
«Señor, dijo Aly-Athár á vuestro hijo
Que rugía de saña: es necesario
Retirar nuestra gente: prevenidos
Estaban, mas la tierra está tranquila
Y no han hecho señal las atalayas.
No tienen, pues, socorro, y con un sitio
De un solo día se darán.» Oyóse
[261] Tocar á recoger, y comenzamos
Á cejar. Una niebla blanquecina
Traída por un viento de Occidente
Enlutaba la atmósfera, impidiendo
Ver á largas distancias. Los peones
Que custodiaban el botín, mirándonos
Volver, picaron las revueltas reses
Y comenzaron á marchar, creyendo
Ya abandonada nuestra empresa. Ahora
Dispénsame, Sultana, si el desorden
De mi dolor confunde mis palabras,
Porque de mis ideas el tumulto
No las deja mejor brotar del labio.
¡Ay! ¿cómo te diré lo que quisiera
Olvidar para siempre?»—Sofocada
Aquí la voz del Árabe, tomaron
Una expresión siniestra sus miradas;
Sus músculos temblaron sacudidos
Por interior agitación, su cara
Palideció, y al fin con hondo acento
Y en el dialecto gutural del África,
El lento é inharmónico relato
Continuó así de la fatal jornada,
Ora bajando el tono, ora elevándole
Conforme la pasión que le agitaba.
¡Y era espantoso de escuchar su cuento,
Y espantosas de ver sus exaltadas
[262] Actitudes y gestos, inspirados
Por el rencor, la afrenta y la venganza!
«En medio de la niebla, como turba
De maléficos genios, los cristianos
Salieron á nosotros: no les vimos
Hasta que atravesados por sus flechas
Cayeron los Muslimes. Su caballo
Revolvió el Rey al punto, y todos dimos
La cara á aquellos perros, que salían
Por detrás á mordernos. Ya en desorden
Les teníamos puestos, cuando, el aire
Rasgando una trompeta castellana,
Nos sentimos cargar por la derecha
Por una tropa de jinetes: íbamos
Á volvernos allí cuando, en el monte
Que á nuestra izquierda se elevaba, oímos
Un clarín italiano, y cada encina
Brotó un cristiano caballero. Entonces,
Con tan distintas señas confundido,
Dijo Aly-Athár al Rey: «Esa trompeta,
Señor, es Italiana: el estandarte
Que traen aquellos otros no le he visto
En batalla jamás: el mundo entero
Creo que viene aquí sobre nosotros.»
¡Alahuakbar! ¡Sultana, estaba escrito!
Cejábamos lidiando, en la esperanza
De unirnos á los nuestros: mas al punto
[263] De mirar hacia atrás, vimos que todos
Huían por los montes, torpemente
El inmenso botín abandonando.
«¡Volved, gritaba el Rey corriendo á ellos,
Volved, desventurados, y á lo menos
Sabed de quién huís.» ¡Voces inútiles!
Otro tambor, doblando en la angostura
Por donde huían, aumentó su miedo
Y dieron como ciervos espantados
Á correr por el valle. ¡Aláh potente!
Obligados á huir los que quedábamos
En rededor del Rey, le circuimos
Y volvimos la espalda, descendiendo
Hasta un angosto paso de la sierra:
Un pelotón de nobles Granadinos,
Caballeros leales que volvían
Á buscar á su Rey, en él hallamos
Protegiendo á los últimos peones
De nuestro bando. El Rey volvió la cara
Al llegar á la cóncava angostura,
Y en un estrecho llano deteniéndose
Nos dijo: «Retirémonos como hombres
Que ceden á la suerte, mas no huyamos
Como cobardes que la muerte temen.»
Y metiendo al caballo las espuelas,
Cargó sobre los perros Nazarenos
Que nos seguían: á ampararle todos
[264] Nos lanzamos tras él, y los cristianos,
Desordenados al tremendo empuje
De los caballos árabes, nos dieron
Tiempo para ganar las angosturas
Donde en estrechas sendas imposible
Les era acometernos; y emprendimos
La peligrosa retirada á Loja.
Los enemigos, pronto rehaciéndose,
Entraron tras nosotros en la hondura
Pisándonos las huellas; cinco leguas
Combatiendo y marchando recorrimos
Hasta el valle fatal de Algarinejo.
Aquí el Genil, con las crecidas ancho,
Segunda vez detuvo nuestra marcha:
Nos arrojamos á vadearle y salvos
Nuestros caballos á sacarnos iban
Nadando vigorosos, cuando vimos
Con ira y con terror que, á la ribera
Bajando en rigurosa disciplina,
Salía á recibirnos en sus lanzas
Otro escuadrón cristiano, como un muro
De hierro levantado en el camino.
Su jefe, el gigantesco Don Alonso
De Aguilar, á su frente sonreía
Mirándonos salir de entre las aguas
Con placer infernal; yo le había visto
En mi cautividad y le tenía
[265] Bien presente. Dió el grito de ¡Santiago!
Y aquel muro de hierro se nos vino
Como un témpano encima. La pelea
Fué horrenda. Con el agua á la cintura
Los más, mucha la ira, el suelo escaso,
Vinimos á las manos arrojando
Las inútiles lanzas y acudimos
Á los alfanjes y puñales; rojas
Iban á poco del Genil las aguas.
Yo peleaba junto al Rey: su brazo
Era un rayo: sus ojos chispeaban
Como carbones encendidos: sangre
Le brotaban los labios, que rabioso
Se mordía, y hendiendo, atropellando,
No con la voz, con el esfuerzo heroico,
Nos animaba á combatir sin tregua,
Para morir con honra ante su vista.
Mas he aquí que un cristiano que caído
Se halló bajo de mí, tal vez creyendo
Que era yo el Rey por mi caballo blanco,
Le cortó los jarretes; dió un bramido
El generoso bruto, y desplomándose
Cayó sobre mi cuerpo, en torno mío
Una laguna con la sangre haciendo
Que sus arterias rotas derramaban.
Pasaron sobre mí cien y cien veces
Amigos y enemigos, sin que fuera
[266] Posible levantarme. Entonces, Aixa,
¡Aláh lo olvide! blasfemé, escupiendo
Al cielo sin piedad para los Árabes:
Y allí tendido, ahogado bajo el peso
De los que sobre mí cayendo iban,
Y recibiendo en mi lugar la muerte,
Á quien en vano á veces invocaba,
Vi caer á Aly-Athár, bajo el mandoble
De Don Alonso. Con la frente hendida
Á un tajo de su brazo formidable
Cayó, más sin soltar la cimitarra,
Aly-Athár en el río, y su cadáver
Las turbias ondas del Genil sorbieron.
¡En el Edén los justos le reciban!
Los que lidiar y perecer le vieron
Su muerte llorarán mientras que vivan.
Con él se hundió el valor de los Muslimes;
Cuarenta caballeros que lidiaban
Con el Rey, le dijeron á mi lado
Defendiéndole: «Sálvate: nosotros
Moriremos por ti. » Yo vi el semblante
De tu hijo, surcado por dos lágrimas,
Volverse á aquellos fieles caballeros
Y lanzarse otra vez en la pelea
Para morir con ellos. ¡Oh Sultana!
Tu hijo es un Rey valiente que combate
En la primera fila: es un Rey noble
[267] Que defiende á los suyos; pero temo
Que sus tristes horóscopos se cumplan:
Dios le abandona á su fatal estrella,
Y por más que su aliento soberano
Prodigios hace de valor humano,
La fuerza de su sino le atropella.
Persuadido por fin de que era inútil
Ya su obstinada resistencia, tu hijo
Arrojándose al agua, á su corriente
Se abandonó: mis ojos le siguieron
Con indecible afán: le vi alejarse:
Le vi tocar en la ribera opuesta,
Vi caer su caballo moribundo,
Y le vi vacilante de fatiga
Meterse en un jaral: le creí salvo.
Mas ¡ay! á poco junto á mí sin armas
Le vi pasar, á la merced de un jefe
De quien iba cautivo. En su cimera
No había ya una pluma, ni una hebilla
Que encajara en su arnés, roto en cien partes.
Lleno de sangre y de sudor el rostro,
Reconocíle apenas: como un sueño
Le vi alejarse, y el pesar, la ira,
La vergüenza, el cansancio, me prensaron
De angustia el corazón... pasó una nube
De sangre ante mis ojos y, en la arena
Caer dejando la cabeza inerte,
[268] Que para verle alcé, me eché sin pena
En los brazos del ángel de la muerte.»
Calló Kaleb y, el rostro con las manos
Cubriéndose, lloró. Torva, sombría,
La Sultana clavó sus negros ojos
En el suelo, las lágrimas apenas
Pudiendo contener que en las pupilas
Sentía aglomerársela, y gran trecho
Sin pestañear inmóvil se mantuvo,
Porque no se la huyeran de los párpados.
Tragóselas al fin, y sobre el hombro
Poniendo de Kaleb su mano ardiente,
Dijo: «Bien. ¿Y qué más?» El Moro alzando
La cabeza y mostrando su semblante,
Que surcaban las lágrimas, repuso:
«¿Qué más he de decirte? Anochecía
Ya cuando en mí torné. Tendí los ojos
En rededor: cubierta la ribera
Estaba de cadáveres: los buitres
Aguardaban la ausencia de la vida
De algunos que aun luchaban con la muerte
Para cebarse en ellos, y en las breñas
Aullaban ya los lobos. Mi caballo,
Con las postreras ansias revolcándose,
Se separó de mí, y á sus esfuerzos
Desesperados, de los cuerpos libre
[269] Que pesaban sobre él, me había dejado
Libre también á mí. Tendí mis miembros
Entumecidos y probé mis fuerzas.
Al movimiento que hice, vi los ojos
De un Árabe tendido en mí fijarse.
Era el valiente Ben-Osmín; el pecho
Tenía atravesado por un dardo
Que no pudo sacarse, y expiraba
Con el valor sereno de los héroes.
Me conoció, y al verme en pie llamóme:
«Toma (me dijo el infeliz), si vives
»Y vuelves á Granada, da esa trenza
»De sus cabellos á Jarifa, y dila
»Que es mi sangre la sangre en que empapada
»Se la envío, y que ya no espere verme
»Sino en el Paraíso;» y alargándome
La trenza con la mano ensangrentada,
«Toma,» me dijo, y se tendió, cerrando
Los ojos para siempre. Apoderarme
Logró al fin de un caballo sin jinete,
Y echando por lo espeso de la sierra,
Corrí en un día lo que anduve en siete,
Hasta salir de tan infausta tierra.»
«¡Alahuakbar! Dios es de los destinos
Señor, exclamó Aixa. Ven mañana
Al trasponer el sol á este aposento:
[270] Temo á los inconstantes Granadinos,
Y necesito meditar mi intento:
Mañana le sabrás.—Adiós, Sultana.»
Dijo Kaleb, y hacia la puerta un paso
Dió: mas al levantar de su cortina
El cairelado azul pérsico raso,
Permaneció Kaleb sin movimiento,
Cual si viera en la cámara vecina
Alguna aparición. Su macilento
Rostro volviendo á él, dijo la Mora:
«¿Qué es lo que tal admiración te inspira?»
Kaleb, ante su vista indagadora,
Descorriendo el tapiz, la dijo: «Mira.»

[271]

X

Más pálida que el mármol de la fuente
Donde apoya su brazo nacarino,
Más triste que la voz con que doliente
Gime en la costa el pájaro marino
Cuando cercano el temporal presiente,
En la ancha pila del jardín vecino
Contemplaba Moraima silenciosa
La triste imagen de su faz llorosa.
Suelto el cabello, que á merced del viento
Por los desnudos hombros ondulaba,
En el agua, al reflejo amarillento
De una lámpara de oro, se miraba.
Su cuerpo sin acción, sin movimiento
Sus enclavados ojos, semejaba
Su blanca y melancólica figura
Añadida á la fuente una escultura.
[272] Á la luz que su lámpara destella,
Su rostro con asombro contemplaron
Aixa y Kaleb, y con callada huella
Á la infeliz Moraima se acercaron
Solícitos: mas ¡ay! inmóvil ella,
Ni les vió ni sintió cuando llegaron:
«Duerme, dijo Aixa que tenaz la mira:
—No duerme, dijo el Árabe: delira.»
Delirando, Moraima el ojo atento
De la taza de mármol no quitaba,
La imagen de su rostro macilento
Contemplando que el agua reflejaba;
Y al fin, con un suspiro y con acento
Cuya tristeza el alma traspasaba,
Con el mirar en ella siempre fijo,
Así á su imagen transparente dijo:
«¿Quién eres tú que pálida me miras
»Debajo de la trémula corriente?
»¿Quién eres tú que como yo suspiras
»Con triste faz y en ademán doliente?
»¿Eres algún espíritu que giras
»Por los senos del agua transparente,
»En pos del bien á quien perdido lloras,
»Y en el lugar en que se oculta ignoras?
[273] »¡Ay! no le busques, sombra enamorada:
»No te fatigues más, alma perdida.
»Vete, sombra: ya amor no hay en Granada:
»Alma, vete: en Granada ya no hay vida.
»Mira: yo estoy también abandonada
»Como tú, y en el alma estoy herida:
»¡Ay! yo busco también á los que adoro
»Y el sitio en donde están como tú ignoro.
»Mas ¿por ventura buscas á tu esposo?
»¿Á tu padre tal vez? Los dos se han ido.
»El Cielo estaba obscuro y tempestuoso,
»Rugía el huracán cuando han partido.
»Iban á pelear: era forzoso:
»La tempestad allá les ha cogido...
»¿Padres y esposos buscas? ¡insensata!
»Míralos... el Genil les arrebata.
»Vete, pues: aún no han vuelto de Lucena.
»Mas ¿por qué así me miras, sombra vana?
»No me mires así: me causas pena.
»¿Quién eres?... mas ¿te ríes? ¡Ah villana!
»¡Tú eres alguna esclava nazarena!
»Sí, sí: ¡Tú eres la pérfida cristiana!
»Que me le hechiza el corazón ahora
»¡Con su infernal amor!... toma, traidora.»
[274] Dijo y tiró la lámpara á la fuente:
Con hueco són al sumergirse en ella,
El agua helada salpicó su frente.
Quedó en tinieblas el jardín: la bella
Y enamorada aparición doliente
Se disipó, sintiéndose su huella
Primero del jardín entre las flores,
Y luego en los sombríos corredores.

[275]

LIBRO NOVENO

PRIMERA PARTE

Yo era ayer como luna llena y esplendorosa
y hoy soy como estrella que desaparece.
Azz-Eddin Elmocaddessi.

INTRODUCCIÓN

¿Qué sabe el corazón lo que desea?
¿Qué sabe de su mal ni su ventura?
Nada le satisface que posea:
Cuando no tiene, poseer procura;
No hay fealdad que, como ajena sea,
No tenga para si por hermosura:
No tiene bien que mal no le parezca,
Imposible no ve que no apetezca.
[276] Tal anhela respetos y se infama:
Tal blasona de honor y se envilece;
Aquél cree que aborrece lo que ama,
Cree que repugna aquél lo que apetece;
Éste recoge lo que aquél derrama,
Consigue el otro lo que no merece;
¡Oh miserable corazón humano,
Como de polvo vil mísero y vano!
¡Mísero corazón que juzga eterno
Todo lo deleznable y quebradizo,
Y sumiso lo adora y lo ama tierno;
Que ciego, pertinaz, antojadizo,
Equivoca el Edén con el Averno
Y el milagro real con el hechizo!
¡Mísero corazón que diviniza
Todo lo que es como él polvo y ceniza!
¿Quién dijo: «no lo haré» que no lo hiciera,
Ni quién «no lo amaré» que no lo amara?
¿Quién hubo que por ver no se perdiera,
Ni quién que por burlar no se burlara?
¿Qué afición no empezó débil quimera
Y no acabó pasión que avasallara?
¡Mísero corazón que nada sabe,
Y de quien solo Dios tiene la llave!
[277] Una carta, un recuerdo ó un suspiro
Hacen en sus instintos y aficiones
Tomar al corazón diverso giro,
Distinta fe, distintas opiniones.
Unas horas de ausencia ó de retiro
Cambian las simpatías en pasiones,
Y un dulce y solitario pensamiento
Da á una pasión volcánica alimento.
Una pasión que cambia nuestra esencia,
Una pasión que va con nuestra vida,
Que corroe voraz nuestra existencia:
Por cuyo ardiente amor todo se olvida,
El deber, el honor y la conciencia,
El padre tierno y la mujer querida:
Una pasión que forma nuestra suerte,
Nuestra fe, nuestra vida, nuestra muerte.
Y esa pasión preñada de misterios,
De crímenes tal vez é infamias llena,
Que pierde las familias, los imperios,
Que las almas sacrílega condena,
Es la historia de entrambos hemisferios:
Oña, Clorinda, Deyanira, Elena,
Cleopatra, Raquel, Dido y Lucrecia,
Son las de España, Italia, Egipto y Grecia.
[278] ¿Qué cosa empero es el amor? Se ignora.
Es un grande placer ó un dolor grave,
Que dicha ó mal eternos atesora.
¿Cómo viene ó se va? Nadie lo sabe,
Aparece y se extingue en una hora:
En ningún sér está y en todos cabe;
Los poetas le cantan y le cuentan:
Los pueblos le maldicen y lamentan.
Dios, sin embargo, dámosle no pudo
Como pasión desoladora y fiera,
Sino de la tristeza para escudo,
De esperanza y de fe como bandera.
Dios no creó el amor torpe y sañudo
Que desola, emponzoña y desespera,
Sino el amor feliz, íntimo y tierno,
Memoria y prenda de su amor eterno.
El hombre imbécil, cuya torpe mano
Mancha é impurifica cuanto toca,
Fué el que hizo de un instinto soberano
Una pasión desaforada y loca.
Del hombre ha sido el corazón villano,
Del hombre ha sido la profana boca,
Los que del dón mejor del alto cielo
Han hecho un germen de miseria y duelo.
[279] De ella luego el infierno apoderado,
Contra el hombre volvió sus beneficios:
Hechizó al corazón enamorado
De su amor con los torpes maleficios:
Le arrastró con su amor desesperado
Á los más insensatos sacrificios,
Y le inmoló su honor, su fe, su calma,
Y, renunciando á Dios, vendió su alma.
Misteriosa pasión devastadora,
Inexplicable, incomprensible, insana,
Voy á lanzarme en tu región ahora.
Yo, en el templo de amor alma profana,
Yo, cuya inspiración amó hasta ahora
Las bellas sombras de la edad lejana,
Voy á hundirme en la sima en que se encierra
El infierno á que amor llama la tierra.
Pasión irresistible, cuya esencia
Se compone de hiel y fuego y lava,
Cuyo instinto feroz con complacencia
Al alma ve del corazón esclava,
Cuyo aliento letal de la existencia
Consume el germen y el vigor acaba;
Vil pasión de la fe competidora,
Tú sola puedes inspirarme ahora.
[280] Ven, pues, á germinar en mi garganta
El secreto poder de los hechizos
Con que tu magia al universo encanta:
En mis palabras pon los bebedizos
Con que al amor tu espíritu amamanta,
Con que hace á los creyentes tornadizos;
Para cantarte, en fin, pon en mi seno
De tu esencia infernal todo el veneno.
Corazón de Boabdil, ante mis ojos
El libro pon de tu secreta historia;
Dame á leer los sueños, los antojos
Que te hicieron perder imperio y gloria,
Que de Dios te atrajeron los enojos,
Que mancharon tu vida y tu memoria,
Que te dieron al fin fatal y obscura
Muerte sin funeral ni sepultura.
¡Venid á mis conjuros!, yo os evoco,
Sombras enamoradas de Baena;
Almas á quienes dió por su amor loco
Lecho la eternidad, la vida pena;
Tú, hermosa, á cuyo amor faltó bien poco
Para abrazar traidor la fe agarena,
Y tú, africano Rey, cuya alma insana
Vendió su corazón á una cristiana.
[281] Á la vida volved por un momento:
Recobrad vuestro sér á mi conjuro,
Vuestra faz, vuestra voz y movimiento:
Mas sólo lo poético y lo puro
De vuestro sér tomad, y al pensamiento
Mostraos á través del tiempo obscuro
Como fantasmas blancos y halagüeños,
Cual sombras puras de encantados sueños.

[282]

I

Descuella del castillo de Baena
La torre superior del homenaje
Sobre las otras torres de su fábrica,
Cual pino erguido sobre humildes sauces.
Compónese esta antigua fortaleza
De un vasto cuadrilátero que, iguales,
Flanquean cuatro torres, que en sus ángulos
Colocadas se ven y equidistantes,
Y á las que unen de robustos muros
Cuatro sólidos lienzos, según arte
Militar de aquel tiempo, coronados
De almenas, aspilleras y baluartes.
De cada lienzo en la extensión, esbeltos,
Cuatro torreoncillos sobresalen,
Que á la par que duplican la defensa,
Dan adorno á su fábrica elegante.
Estos lindos y aéreos torreones
Del muro en la mitad toman arranque,
Y en él apoyan sus ligeros cubos
Rematando en graciosas espirales,
[283] Y, en el muro colgados, asemejan
Borlones de arabesco cortinaje,
Y sus cabezas almenadas, nidos
De cigüeñas y de águilas rëales.
En medio de esta fábrica se eleva
La torre principal, de la que parten
Cuatro arcadas que, uniéndola á los muros,
Su comunicación mantienen fácil.
Dividida en dos cuerpos esta torre,
Concluye el inferior en un adarve
Sobre el que cuatro puentes levadizos
Dejan aislada la maciza base:
De modo que si en caso de un asalto
Los muros exteriores se ganasen,
Aun quedarán sus bravos defensores
Señores de su centro inexpugnable.
Del cuerpo superior se alza orgullosa
La cabeza magnífica y gigante,
Ceñida de almenados torreones
En que ondea de Cabra el estandarte:
Y le cerca, partido por los puentes,
Hermoseando los sólidos adarves,
Un cinturón de huertos y jardines,
Copia gentil de los pensiles árabes.
Recreo de sus nobles Castellanos,
Cuando tiempo les dejan sus afanes
Guerreros ó políticos, en ellos
[284] Se entregan á domésticos solaces.
La Condensa de Cabra al fin del día
Á sus floridos cenadores sale,
Y sus hijas en ellos de preciosas
Plantas cultivan tiestos á millares.
Y desde lejos á las dos hermanas
Viendo vagar entre sus flores y árboles,
Tal vez las cree el patán supersticioso
Del castillo los genios tutelares.
Tal es la fortaleza de Baena
Cuya historia es famosa en los romances,
Y á cuya antigua fábrica del mío
La descosida narración nos trae.

[285]

II

Es una noche clara en que ilumina
El firmamento azul la luna llena,
Con esa luz templada y argentina
Que extiende por la atmósfera serena
Un velo de fantástica neblina.
Las torres del castillo de Baena
Vense á su tibia claridad distintas,
Tomando en ella nacaradas tintas.
En paz reposa el señorial castillo;
Todo tranquilo en su recinto calla:
Del vigía que vela en el rastrillo
Y el centinela puesto en la muralla,
De las móviles armas radia el brillo:
Todo cerrado y barreado se halla;
No hay más que una ventana que no encaje
En la torre feudal del homenaje.
[286] De ella asomado á la robusta reja
Contempla la campiña un prisionero,
Y á su ánima vagar por ella deja,
Dando un solaz mezquino y pasajero
Al rudo afán que el corazón le aqueja,
Y al pie de su ventana un ballestero
Vigila en el adarve, murmurando
La estrofa de un cantar de cuando en cuando.
Mas no es tan sólo al campo á lo que mira,
Sin duda, el melancólico cautivo;
Ni es para la aflicción con que suspira
La libertad el solo lenitivo.
Lo que espera no es, ni á lo que aspira,
Seña exterior, ni á verse fugitivo:
Su esperanza tal vez está pendiente
En un balcón del torreón de Oriente.
De él su mirada pertinaz no quita,
De su reja teniéndole frontero:
Mas que sorprenda cuidadoso evita
Su mirada el sombrío ballestero,
Cuya curiosidad acaso excita
La vigilia tenaz del prisionero;
Es ya empero la noche bien entrada
Y nada justifica su mirada.
[287] La media noche al fin cantó el vigía,
Cuando he aquí que del balcón del muro
Lentamente se abrió la celosía;
Hundióse de su cárcel en lo obscuro
Al ver el prisionero que se abría,
Y á poco en la región del aire puro,
De una guzla morisca acompañada,
Se derramó una voz á ella acordada.
Y bien fuera por seña convenida,
Ó por acaso inmeditado fuera,
La guzla tras la reja fué tañida,
Del balcón al abrirse la vidriera:
Mas entonada por azar ú oída
Desde el balcón por alguien que la espera,
El cautivo esta cántiga entonaba,
Y hasta el balcón el viento la llevaba.

SERENATA MORISCA

ESTRIBILLO
Azucena—de Baena,
Abre tus hojas al sol del día:
Desdeñosa—Nazarena,
Abre á mi canto tu celosía:
Abre, Sultana del alma mía.
[288] 1.ª
Sultana hermosa de los jardines,
Ramo de mirra, tazón de flores,
Bajo la huella de tus chapines
Nacen rosales, mirto y jazmines:
En cuyas ramas llenas de olores
Hacen su nido los colorines,
Duermen los genios de los amores,
Y buscan sombra los serafines.
¿Dónde hay belleza de criatura
Que se compare con tu hermosura?
Tienes el cuello airoso
De la paloma,
Y el aliento oloroso
Como el aroma;
Tus ojos puros
Son ojos de gazela,
Dulces y obscuros.
Cristiana bella,
Por ver un rayo de tu mirada,
Sentir tu aliento, seguir tu huella,
Yo te daría
El mejor carmen de mi Granada,
Mi mejor torre de Andalucía.
[289] ESTRIBILLO
Azucena—de Baena,
Abre tus hojas al sol del día:
Desdeñosa—Nazarena,
Abre á mi canto tu celosía:
Abre, Sultana del alma mía.
2.ª
Sultana, hermana de las huríes,
Que los jardines del cielo moran,
Tus dos mejillas son carmesíes
Como granadas que se coloran;
Tus labios rojos como rubíes,
Y me parecen cuando sonríes
Los dientes puros que en sí atesoran,
Corderos blancos entre alhelíes.
¿Quién es el hombre que te merece?
¿Quién la que hermosa te se parece?
Tu cintura es esbelta
Como las palmas;
Tu cabellera suelta,
Red de las almas;
Suave tu acento
Como el rumor del agua
Y el són del viento.
[290] Cristiana hermosa,
De tus cabellos por solo un rizo,
Por tu sonrisa más desdeñosa,
Yo te daría
Mi castillejo más fronterizo,
Mi mejor puerto de Andalucía.
ESTRIBILLO
Azucena—de Baena,
Abre tus hojas al sol del día:
Desdeñosa—Nazarena,
Abre á mi canto tu celosía:
Abre, Sultana del alma mía.
3.ª
Si tú admitieras, linda cristiana,
Las verdaderas creencias mías,
Á mi suntuosa corte africana
Como mi esposa me seguirías.
Tendrías fiestas todos los días,
Sortija y toros cada semana,
Y en mis palacios habitarías
De mis vasallos como Sultana.
[291] ¿Quién no te hablara puesto de hinojos?
¿Quién en ti osara poner los ojos?
Garza sobre una peña
Mal anidada,
Ven conmigo á ser dueña
De mi Granada.
Vuela sin ruido,
Las torres del Alhambra
Serán tu nido.
Bella cristiana,
Si te vinieras á ser mi esposa,
Para que fueras sola y Sultana
Yo te daría
Para tu esclava mi alma amorosa,
Para tu alcázar mi Andalucía.
ESTRIBILLO
Azucena—de Baena,
Abre tus hojas al sol del día:
Desdeñosa—Nazarena,
Ven á ser Reina de Andalucía.
Ven ¡oh Sultana del alma mía!
[292] Así dando la voz y el instrumento
El amante cantar por concluído,
Calló la guzla y expiró el acento:
De sus últimas notas el sonido
Fugaz el eco remedó en el viento
Con un suave y dulcísimo gemido.
Y al perderse en el aire la harmonía,
Se cerró del balcón la celosía.

Fin de los versos contenidos en el tomo segundo.


[293]

Zorrilla no pasó de aquí en su composición del Poema á Granada . Durante los cuarenta años transcurridos desde que imprimió esos últimos versos hasta su muerte, ofrecía continuar la obra, á veces dando á entender que iba á constar de varios tomos, á veces de sólo un tercero, que dejó anunciado en este segundo como próximo á publicarse. Sin embargo, ni en las lecturas privadas que hacía constantemente de sus composiciones, ni en los apuntes ó fragmentos de ellas que se han encontrado entre sus papeles, figuraron nunca trozos inéditos del Poema ó proyectos alusivos á su desarrollo y terminación. Últimamente, cuando en 1889 el poeta fué coronado en Granada, dijo que si se le alojaba un año en la Alhambra escribiría ese tomo tercero, [294] sobre el cual fundaba muchas ilusiones, aunque no se detuvo á explicarlas, ni menos á indicar los resortes artísticos de que iba á valerse.

Es, pues, de presumir que Zorrilla llevaba en su cerebro el Poema , y en disposición á toda hora de vaciarlo sobre el papel sin grandes preparaciones, como sin ellas había vaciado tantos miles de versos en leyendas, odas, dramas y romances, más pronto quizá compuestos que concebidos. Todo puede creerse de su oriental fantasía, que esta vez se cansó, por desgracia, antes de concluir una obra guardada para sí sola en los anales del Parnaso español.


[295]

ÍNDICE

DE LOS TÍTULOS CORRESPONDIENTES Á LAS DIVERSAS PARTES DEL POEMA

TOMO PRIMERO
DEDICATORIA Á DON BARTOLOMÉ MURIEL
PÁGINAS
Fantasía 17
Las dos luces 31
Inspiración 44
LEYENDA DE AL-HAMAR
Libro de los sueños 49
Libro de las Perlas 69
Libro de los Alcázares 95
Alhambra 100
Generalife 103
Al-Hamar en sus Alcázares 109
Libro de los espíritus
Recuerdos 117
La carrera 127
Libro de las Nieves [296]
Inspiración 147
La carrera 151
Alcázar de Azäel 162
GRANADA.—POEMA
Libro primero.—Exposición
Invocación 191
Narración 205
Libro segundo.—Las Sultanas
El camarín de Lindaraja 223
El salón de Comares 251
Libro tercero.—Zahara
Gonzalo Arias de Saavedra 263
TOMO SEGUNDO
PÁGINAS
Invocación 5
Libro cuarto.—Azäel 9
Libro quinto
Introducción 67
Narración 71
Libro sexto
Las torres de la Alhambra 117
Narración 122
Libro séptimo 189
Libro octavo.—Delirios 227 [297]
Oriental 253
Kaleb 258
Libro noveno
Introducción 275
Serenata morisca 287

FIN DEL TOMO SEGUNDO