The Project Gutenberg eBook of La pata de la raposa (Novela)

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Title : La pata de la raposa (Novela)

Author : Ramón Pérez de Ayala

Release date : July 15, 2019 [eBook #59925]

Language : Spanish

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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA PATA DE LA RAPOSA (NOVELA) ***

  

Nota de transcripción

Advertencia

Índice

Notas


Cubierta del libro

[p. 1]

LA PATA DE LA RAPOSA


[p. 3]

RAMÓN PÉREZ DE AYALA

LA PATA

DE LA RAPOSA

(NOVELA)

Dans le cas où personne n’y prendrait garde, j’aurai encore retiré ce fruit de mes paroles, de m’être mieux guéri moi-même, et, comme le renard pris au piège, j’aurai rongé mon pied captif.

Alfred de Musset.

Logotipo del editor

RENACIMIENTO

SOCIEDAD ANÓNIMA EDITORIAL

Calle de Pontejos, núm. 8, 1.º

MADRID


[p. 4]


Imprenta de Prudencio Pérez de Velasco, Campomanes, 4.


[p. 5]

Á Don Mariano de Cavia


[p. 7]

PARTE PRIMERA

LA NOCHE

L’homme n’est qu’un roseau, le plus faible de la nature; mais c’est un roseau pensant.

Mais quand l’univers l’écraserait, l’homme serait encore plus noble que ce qui le tue, parce qu’il sait qu’il meurt; et l’avantage que l’univers a sur lui, l’univers n’en sait rien.

Pascal.


[p. 9]

I

Una tarde de principios de Septiembre de 1905. Declinaba el estío mansamente. El inflamado crepúsculo hacía presentir el otoño y su melancolía de fruto conseguido.

Pilares, la decrépita ciudad, centenario asilo de monotonía y silencio, yacía al sol poniente, más callada y absorta que nunca. De vez en vez, la voz medioeval é imperecedera de las campanas, sacudía, como errante escalofrío, la modorra de aquel pétreo organismo. La ciudad parecía respirar un vaho rojizo y grave; sobre el monte Otero que le sirve de respaldar y la ampara contra los vientos del Norte, sobre las praderías y bosques en que está engastada, los ocres y amarillos otoñales imponían su nobleza al verde gayo y frívolo de primavera.

La calle de Jovellanos es una vía amplia, burguesa, flamante, presuntuosa. Está fuera de mano, lindando con la campiña, de manera que el esca [p. 10] so tráfico de Pilares no llega hasta allí. No hay en ella tiendas ó comercios. El habitual silencio de la población se profundiza por aquella parte. La mayoría de los vecinos están ausentes, veraneando en los puertos de mar. Las casas, con sus portales y balcones cerrados, tienen cierta tristeza impertinente. Tan sólo dos casas, contiguas, dan señales de existencia animada, en la ringla de huecos de los pisos principales. Los de una están entreabiertos; los de la otra, abiertos de par en par al aire puro, como sedientos de él. Á veces, flamea una cortina de damasco amarillo. Promediando los balcones hay columnas, y en lo alto del fuste, palmeras artificiales. Hasta la calle desciende activo rumor de hacendosidad doméstica; traqueteo de sillas, rasgueo de escobas, y provocadoras risas jóvenes. Una muchacha, con el pelo en desorden, el rostro encendido, la chambra entreabierta y los brazos desnudos, se asoma al último balcón, muy próximo á otro, entreabierto, de la casa vecina. Se encarama sobre los hierros, hasta sobresalir del barandal de caderas arriba, é inclinándose precavidamente, curiosea un momento el balcón de al lado.

—Manolo, Manolo —murmura, en voz baja é insinuante.

Como nadie le respondiera, se retiró y volvió á salir, un sacudidor de alfombras en la mano, con el cual dió discretos golpecitos en el balcón vecino. En esto, oyóse otra voz femenina:

[p. 11] —No pierdas el tiempo, Teresuca. De seguro está por la parte de atrás, en la galería.

Teresuca, saltando vivamente, se introdujo en la casa. Á su paso, una columna con su palmera simulada, comenzó á oscilar enérgicamente, dudando si caer á tierra ó recobrar el equilibrio erecto; al fin se decidió por la perpendicularidad decorativa.

Conforme á la tradición de la arquitectura pilarense, todas las casas tienen á la espalda una gran galería de vidrios. La de aquellas dos casas, daban á un gran espacio abierto; primero los jardines respectivos; luego, huertas, el trazado de algunas calles futuras, y al fondo la tupida hilera negruzca, envejecida, caprichosa, de las casas de la calle de la Madreselva, vistas por detrás.

Teresuca se asomó á la galería y llamó á Manolo, aplicando el procedimiento del sacudidor de alfombras, bien que hubiera sido ineficaz en el intento de la fachada. Ahora, el humilde artefacto manifestó virtudes de varita maravillosa en manos de un hada. Á su conjuro, levantóse pesadamente un ventanal de cristales, y del hueco emergió la faz monda y riente y el torso, en mangas de camisa, de un mozo que limpiaba unas botas de campo. Teresuca y Manolo se miraron largamente. Teresuca apretaba el hociquito. Manolo abría la bocaza; y la bota de monte, calzando su mano izquierda, adquiría un movimiento convulso. Pero ninguno de los dos rompía á hablar. Al fin, dijo Teresuca:

[p. 12] —Qué fato eres. Dame la mano.

Instintivamente, Manolo alargó una mano; con ella ofrecía un cepillo, embetunado y grasiento. Retiróla de pronto, al echar de ver su descuido, hijo de la emoción, y en su vez alargó la otra, oculta dentro de la bota. Y la volvió á retirar también sin saber cómo arreglárselas, en su aturdimiento é impaciencia, para desembarazarse de aquellos infamantes testimonios de su condición servil. Reíase Teresuca, y al mismo tiempo reía Manolo de su propia torpeza.

—Tíralos, hombre, tíralos.

Manolo sacudió, con desdeñosa brusquedad, los brazos: bota y cepillo cayeron al jardín. De ventana á ventana, se enlazaron de entrambas manos Manolo y Teresuca; se contemplaron deleitablemente y entablaron un coloquio entre amoroso é informativo. Eran novios desde hacía medio año. Teresuca, en unión de Camila, otra criada, había llegado por la tarde, adelantándose dos días á los señores, á fin de airear y adecentar la vivienda. Durante el verano se habían escrito, pero Teresuca se quejaba de que Manolo le contaba pocas cosas.

—Pocas cosas... Si te llenaba dos pliegos en cada carta, mujer...

—Sí, muchas filosofías que no entiendo. Como eres escritor... Pero á mí me gusta que me cuentes cosas, como en las novelas.

Porque, en efecto, Manolo era escritor. Había [p. 13] comenzado por tomar á hurtadillas libros de la biblioteca de su señorito; á solas los devoraba luego sin reposarse un segundo. Le atraían, de preferencia, los volúmenes doctrinales de filosofía, moral y sociología, porque los entendía menos, lo cual no era obstáculo para que los leyera de cabo á rabo varias veces y aprendiera de memoria las más laberínticas parrafadas. Una noche sintió revelársele su verdadera vocación; un ideal halagüeño y remoto se le ofreció en el espíritu como peldaño postrero de su vida. ¡Si llegara á ser concejal...!

Nunca en caletre de ayuda de cámara se habían albergado tan nobles ambiciones. Sus primeros ensayos literarios segregaban virus revolucionario. Quiso hacerse socialista; pero en el comité de Pilares le dijeron que ni los católicos ni los lacayos podían pertenecer al partido. Y luego, tendiéndole un cable: «Si usted quisiera abandonar su vida de servidumbre...» «Imposible», respondió Manolo. «Quiero mucho á mi señorito.» Cierto que profesaba afecto á su amo; pero más cierto aún que éste ponía en sus manos dinero abundante para los gastos de la casa, y que Manolo, administrándolo con una crecida comisión subrepticia, iba amasando rápidamente un caudal con que valerse por su cuenta y riesgo, lo cual no le impedía profesar ideas radicales, cultivar á su modo el intelecto, adquirir un vocabulario de palabras sesquipedales, como archisupercrematísticamente, asombrar á sus relaciones con el fárrago de su [p. 14] sabiduría, y enviar, bajo pseudónimo, á un periodicucho semanal de Pilares, artículos tremebundos, que comenzaban así, por ejemplo: «La contumelia de las circunstancias es la base más firme de la metempsícosis». Es decir, que era socialista frustrado y presunto capitalista. Misterios del humano sér, dentro del cual la lógica de los sentimientos y la de las ideas entablan con frecuencia abismáticos divorcios. La primera de estas dos lógicas hacía de Manolo un sér humilde con exceso, resignado y casi reptante, cuando se las había con un superior, sobre todo ante su señorito Alberto; y viceversa, una criatura olímpica y pomposa para con las personas que él consideraba en un rango inferior al suyo. Esta misma lógica le había arrastrado á una pasión voraz por Teresuca, la criada de los señores de Oliva. Teresuca era linda y pizpireta. Los señoritos de Pilares tenían puesto apretado cerco á su honestidad. No lo ignoraba Manolo, y por ello decía sufrir continuas inquietudes. Pero la muchacha le corroboraba de continuo su amor con tan dulces concesiones que el mancebo había llegado á rechazar toda hipótesis malévola sobre la conducta de su novia. Además, fuera porque los de Oliva la remunerasen abundantemente, fuera porque ella por sí misma se las industriase como Dios ó el diablo se lo diera á entender, es el hecho que la chica tenía amontonados unos miles de pesetas en la Caja de Ahorros. Esto enternecía á Manolo, porque le demos [p. 15] traba las dotes de previsión y modestia de Teresuca. Habían decidido casarse muy pronto. Físicamente, Manolo era un mozo de veinticinco años; rostro plano y sensual, y la frente muy angosta. Teresuca andaba por los veinte; sus ojos acerados, tan pronto suaves como hostiles, distraían la atención del resto de su cara y cuerpo: atraían y captaban como los de las serpientes. Excitaba una difusa sensación de agrado y de zozobra. Parecía ardiente y también fría, taimada.

Decía ahora á Manolo, suspirando y con un mohín duro de despego:

—Ay, Nolo; no sabes las ganas que tengo de dejar de servir... ¡Puaf, esta gentuza! ¡Qué aire, qué tono! No parece sino que los criados no somos hijos de madre. Te juro, Nolín, que cuando leo en los periódicos esos crímenes de una muchacha que mató al señorito, me lo explico perfectamente. ¿Qué dices?

Manolo, acaparado por la emoción, no atinaba á articular una de sus magnas sentencias. Oprimía, con viril tenacidad las manos de la novia, y sonreía embobado. De pronto, habló:

—Á propósito. Esta noche estáis solas en casa tú y Camila —y miraba la altura de la galería sobre el jardín.

—Calla, bobo, más que bobo; sinvergüenza —los ojos de la muchacha se entornaban, derritiéndose en una caricia. Después recobraron su expresión habitual. Preguntó:

[p. 16] —¿Y tu señorito?

—Durmiendo está una borrachera que trajo ayer.

—¡Arrea!

—Yo no lo sentí venir, pero esta mañana, cuando entré en su cuarto, estaba como un leño. En el suelo encontré una peineta, y paréceme que es de una cualquiera que la dejó olvidada. Además, la puerta de la calle estaba abierta. No sé lo que pasaría anoche.

Teresuca volvió á repetir:

—¡Arrea! Pues él parece bueno y simpático.

—Sí que lo es.

—¿Cuándo se casa?

—El diaño que lo acierte.

—Pues mira que así solo, siempre solo...

—Calla... —Manolo sumió la cabeza dentro de la casa. Sacóla á poco—. Suena el timbre. Adiós, vuelvo en seguida. Espérame.

Retiróse Manolo á recibir órdenes. Teresuca continuó recodada en la galería contemplando el crepúsculo. Sobre la tapia del jardín avanzaba, con pie insidioso y lomo elástico, un gato negro. En llegando frente á Teresuca, se detuvo y la miró.

—¡Calígula, Calígula! Bis, bis... —llamó la muchacha, chasqueando el dedo del corazón contra el pulgar.

El llamado Calígula no se dió por entendido. Tapia adelante continuó, moviéndose con elegante parsimonia.

[p. 17] Una vieja asomó junto á Teresuca.

—¿Con quién hablabas ahora?

—Con Calígula.

—¿Qué es eso?

—El gato del señorito Alberto: le puso este nombre.

—Me parece que ese señorito está algo tocao del queso —Camila hacía como si se barrenase una sien con el dedo índice.

Un perro setter , de rojas lanas, comenzó á ladrar y saltar en el jardín de Alberto.

—¡Sultán, bonito! —gritó Teresuca.

Y Camila:

—Vamos, ese es nombre de cristiano.


[p. 18]

II

Alberto abrió los ojos y los giró alrededor suyo. Fué un despertar lento y doloroso, como si en virtud de un avatar ó hechizo, su alma volviera á la conciencia en un cuerpo nuevo, desconocido, embotado.

Desde la techumbre, la luz eléctrica, guardada en un globo de cristal rosa, cuajado, efundía leve resplandor auroral. Á Alberto, sin saber por qué, le pareció un sol mozo é inexperto que hacía su primera salida, y el conjunto de muebles de la alcoba que, entre la luz, se erguían arbitrariamente, un universo de sombras sin sentido.

Tenía Alberto el paladar y la lengua desecados, la glotis apretada. El encéfalo se le figuraba una protuberancia suberosa, insensible. Sus extremidades permanecían ajenas al dominio de la voluntad, adormiladas, y en ocasiones así como transidas por muchedumbre de sutiles alfileres. Su cuerpo era un agregado de miembros ajenos á él, con [p. 19] el cual le unía una vaga relación de sensibilidad sorda. Estaba, en suma, sufriendo las reliquias postreras de una formidable embriaguez.

Encontrábase vestido. Se incorporó con esfuerzo y echó pie á tierra. Fué hasta el lavabo, en donde refrigeró la frente, y luego preparó un vaso con Eno’s Fruit Salt, que bebió ansiosamente. Se contempló en la luna del armario. Su demacración era grande, pero eran mayores la fatiga y torpor de su espíritu; y así, lo que en pleno equilibrio le hubiera amedrentado, en aquel punto casi le servía de alivio, como nebulosa promesa de próximo y definitivo descanso.

Apartando un grave y tupido cortinaje, salió al taller ó estudio contiguo á la alcoba. La estancia daba á un patio de luces y tenía un frente corrido de cristales. La luz era cenicienta.

Alberto, hundiéndose más que sentándose, en una muelle y profunda butaca, tapizada de áspera tela de alforjas, quiso hacer examen de conciencia.

Poco á poco iba adquiriendo noción de sí propio, situándose en el tiempo. Comenzó á caminar hacia el pasado, á recapitular el pretérito próximo partiendo del presente. ¿Cuántas horas ó días había estado durmiendo? Cuando había caído en el lecho, á su lado estaba una mujer, Rosina. ¿Qué había sido de ella? Antes, habían vuelto los dos del puerto de los Pinares, adonde había subido en compañía de unos amigos y unas mozas de partido por contemplar desde paraje á propósito un [p. 20] eclipse total de sol. Y antes aún, él, Alberto, era un mozo á quien el azacaneo de la vida había despojado, prematuramente, una por una, de todas las mentiras vitales, de todas las ilusiones normas, y para quien habían perdido el carácter de fuerza motriz todas esas palabras que se acostumbran escribir con mayúscula: religión, moral, ciencia, justicia, sabiduría, riqueza, etc., etc. Lo mismo que en la eternidad del firmamento van apagándose las estrellas, dentro de su alma habían ido muriendo todos los grandes luminares de la infancia. Sustentábase tan sólo, puro y sereno en el vacío, un astro, Belleza, cuyo satélite fiel era la Gloria, la inmortalidad en el recuerdo de los hombres. Pero, en el punto crítico del eclipse, cuando, fuera del curso regular de la naturaleza, las tinieblas se habían derramado sobre la tierra, alcanzáronle también el alma de lleno, de manera que aquel astro dejó de lucir, y entonces Alberto comprendió que la belleza era cosa tan humana, perecedera é inane como todo lo otro; correr en su seguimiento era no menos vano que procurar asir el huracán. Había llegado á ese estado que llamaron los santos de insensibilidad.

Hasta entonces, había buscado en el arte, además de un estímulo, una mitigación de sus cavilaciones, un abrigaño adonde acogerse olvidándose de la vida, como quiere Schopenhauer. Ahora, se le presentaba á los ojos del espíritu, con inconcusa certidumbre, la enorme ridiculez del [p. 21] arte, y se avergonzaba de haberse adscrito en serio á un juego tan pueril y vacuo.

Levantóse de la butaca, se acercó á un pequeño armario de libros y cogió algunos volúmenes de Schopenhauer.

—¡Viejo lúbrico y cínico; qué necio eres y cuánto mal me has hecho! —Y los arrojó al patio de luces.

Volvió junto al armario, y contempló con extravío el lomo de aquellos pequeños seres taciturnos, apretados en fila unos contra otros.

—He aquí la espina dorsal de la humanidad; inmenso vertebrado, y tan efímero como un piojo. ¿De qué os ha servido vuestro esfuerzo ó vuestra vanidad?

Cogiendo á montones los libros, los iba arrojando al patio. Unos ladridos fogosos, alegres, le hicieron detenerse.

—¡Es Sultán! —Y permaneció meditabundo unos instantes, considerando que su perro era feliz sin duda. Á poco, reanudó sus empresas demoledoras. Esta vez, les tocó el turno á los vaciados de esculturas clásicas y del renacimiento que ornamentaban el estudio. En un instante, quedó sembrado el pavimento de trozos de escayola, de formas mutiladas. Á seguida, la emprendió Alberto con los lienzos que él mismo había pintado; con una espátula, los rasgaba encarnizadamente. Luego, rasgó cuantas reproducciones de cuadros famosos halló á mano. Pero, al llegar á la Monna Lisa, [p. 22] de Leonardo, permaneció inmóvil. Como poseído de un terror supersticioso, con los ojos suspensos y colgados de aquel rostro que vivía una vida inquietante, sobrenatural. Era como si aquello que á Alberto se le antojaba negra brutalidad del universo se definiera en sonrisa animada, y el rostro de la Gioconda no fuera humano sino velado emblema del sentido y la expresión del orbe. Dejó de lado la reproducción, por huir de su encanto, y llamó al timbre.

Manolo se llevó las manos á la cabeza, al entrar:

—Tú obedece y calla. ¿Qué día es hoy?

—Hoy es jueves.

—¿Qué hora?

—Las seis de la tarde.

—Pide al teléfono comunicación con Cachán. Que envíe cuanto antes un coche para ir á Cenciella. Tú, prepara mi maleta. Que esté todo aviado en media hora.

—¿Qué libros va á llevar el señorito? —Manolo no pudo disimular su contrariedad.

—Ninguno. —Respondió Alberto sin mirar al criado.

—¿Y la caja de colores?

—Nada.

—¿Pongo papel para dibujar ó escribir?

—Te he dicho que nada.

—¿Y si luego se aburre?

—Eso es cuenta mía.

[p. 23]

—¿Comida para el camino?

—¿Acabarás? No quiero nada. Trae ahora té con leche. Y tú, comes antes de salir. ¡Ah! Que el coche sea una cesta.

En estando á solas, Alberto encendió su pipa de brezo y paseó por la estancia. Sentía ahora el corazón ligero, nutrido de ímpetu é impaciencia; quizás alegre. Era que había venido á posarse en él, con aleteo silencioso, como ellas suelen, una nueva ilusión; aquella ilusión cristiana y antigua que arrastró á los padres al yermo, á los misioneros camino adelante, y á las ardientes vírgenes al silencio aquietante del claustro. Pensaba olvidarse de sí propio. Su mentor sería Sultán.


[p. 24]

III

Fumaba aún Alberto de la pipa, cuando Manolo le anunció la visita del señor Hurtado. Pocas ganas tenía de conversación, pero hubo de resignarse.

Telesforo Hurtado era un hombre de treinta y dos años; gordo, cetrino, casi oliváceo. Sus ojos eran menudos y sobresaltados, como los del jabalí; la piel le rezumaba sudor denso, como sebo; lacio el bigote, á lo tártaro; vestía de negro. Adelantóse á saludar con mucha efusión á Alberto:

—Mi querido concuñado presunto... —Y, de pronto, echando de ver las señales del cataclismo—: Pero, ¿qué ha ocurrido aquí?

—He sido yo, Telesforo. ¿Qué quiere usted? De pronto he comprendido que el arte es una majadería más y...

—Ja, ja. Rarezas de artista.

Alberto se encogió de hombros. Continuó Hurtado.

—¿También la poesía? —Alberto respondió que [p. 25] sí con la cabeza.— Está usted de chanza. —Alberto volvió á encogerse de hombros.— Pues qué quiere usted que le diga: yo, mísero empleado de una casa de banca, me moriría de desconsuelo si no tuviera por sostén ciertas facultades poéticas. Por de contado, y sin el amor de Leonor. Pero, quien dice amor, dice poesía. Leonor es mi musa. Yo soy un sentimental; créamelo usted. ¡Ah! Si usted también ha hecho versos...

—También.

—Y muy bonitos. Yo, la verdad, no los entendía muy bien...

—De seguro, culpa mía.

—Ja, ja. No quiero decir tal. Usted tiene mucha erudición.

—Con su permiso, Telesforo, voy á bañarme y á mudarme de ropa. —Sacudió la pipa, recogió el cortinaje, y, dentro de la alcoba, preparó el tub , las toallas, la esponja.— Puede usted seguir hablando. Espero que no ofenderé su pudor.

—Vamos. Apuesto á que se acaba usted de levantar ahora. Estos artistas...

—Sí, somos bichos de naturaleza muy rara.

—¡Qué humor!

—Excelente.

—Bien; arréglese usted pronto, porque el tren sale á las ocho.

—¿Qué tren? —preguntó Alberto, desde dentro de la camisa de la cual en aquel momento se despojaba.

[p. 26] —El tren para Villaclara. Voy á pasar tres días allí, y como Leonor me escribe que irá usted conmigo... ¿No le ha escrito á usted nada Josefina?

—¡Josefina! —murmuró Alberto como si hablase consigo mismo. Permaneció pensativo, desnudo el torso, y los brazos cruzados—. Me es imposible ir, Telesforo. Tengo asuntos en la aldea, y el coche pedido para las ocho. Puesto que usted va á Villaclara, dígale á Josefina que no he podido escribirle estos últimos días; que no se alarme; que me ha visto usted y estoy bueno; que me acuerdo mucho de ella y que la quiero siempre.

—¡Pobre Fina!

—¿Eh?

—Soy un hombre sincero. La sinceridad es mi cualidad preponderante. Pues bien, á fuer de sincero le diré... le diré que se me figura que no está usted enamorado de Fina.

—¿Enamorado? —Alberto, sentado en una butaquita baja, se quitaba un zapato. Después lo arrojó lejos de sí, con desdén, como si fuera el vocablo enamorado lo que arrojaba.— No sé lo que significa ese adjetivo.

—¡Adjetivo!... Sí, en efecto, es adjetivo. Adelante.

—Lo único que puedo asegurarle es que Fina es la primera mujer que me produjo ciertas emociones, que su carácter se acomoda al mío y que no podré casarme con ninguna otra, como no sea con ella... si me caso alguna vez. Es una criatura [p. 27] ideal—. Y distraídamente dejó caer el otro zapato á sus pies.

—Pues hombre, cásese usted pronto. ¿Qué le parece, casarnos el mismo día? Para Diciembre, por ejemplo; gran mes. Y mire que don Medardo tiene bien cubierto el riñón. Sólo en nuestra banca yo sé que ha depositado valores hasta ciento veinte mil duros. No es una nuez hueca.

—Brrr... —gritó Alberto al sentir el agua sobre los lomos—. Supongo que me hará usted la merced de creer que la pecunia del indiano no es un señuelo que me haga incurrir en connubio. Brr... —Inflaba el pecho y exprimía la esponja sobre él.

—Usted perdone: no entiendo bien.

—Que no me caso por dinero, hombre.

—No digo yo tal. Yo no tengo un cuarto, y, sin embargo, tampoco me caso por dinero. Pero, donde no hay panchón todos riñen, y todos tienen razón. Claro que á usted le sobra el dinero por la punta de los dedos. Y á propósito... —Alberto, arrebujado en un ropón felpudo, con la capucha echada sobre el cráneo, vino á sentarse al lado de Telesforo. Le miraba con amabilidad desdeñosa.— Á propósito; si no estoy mal informado, usted tiene un depósito bastante considerable en casa de los Meumiret. En confianza le digo que no debe fiarse mucho de ellos. Yo sé cosas... Oiga, cuando yo me case con Leonor, mi principal me interesará en los negocios; me lo ha prometido. Entonces sería ocasión de trasladar á casa esos valores de us [p. 28] ted. Excuso decirle que yo me cuidaría de ellos como si fueran míos.

—No tengo inconveniente. Ya hablaremos.

Hurtado, muy gozoso, dió dos palmadas en el muslo de Alberto, y dijo:

—Pues hay que casarse, hombre, ¡qué diantre!

—Ha venido usted á hablarme de amor en unos momentos en que me absorben muy diferentes preocupaciones.

Se levantó y se desnudó el torso, dejando el ropón sujeto á la cintura, mediante el cíngulo de recias borlas. Tomó una botella de vidrio verde, cuyo contenido derramaba en la palma de la mano y extendía más tarde por el pecho y los brazos. Por la estancia se expandió una fragancia fresca y tenue, como de mañana campesina. En los ojos de Hurtado se adivinaba que, en casándose con Leonor, pensaba imitar á Alberto en punto á detalles del arte cosmético.

—Eso huele muy bien. ¿Qué es?

—Agua de colonia, simplemente.

—Á ver ¿qué marca? Atkinson. ¿Cuánto le cuesta?

—Catorce pesetas.

—No puede ser.

—En casa de Prado la compro.

—Valiente ladrón.

—No crea usted; en Londres no me costaba mucho menos.

Sonó el timbre rabiosamente.

—Ese no puede ser otro que Jiménez.

[p. 29] —Pues me voy. No me es nada simpático. Hasta la vista, Alberto.

En el pasillo se cruzaron Jiménez y Hurtado. Se oyó á Jiménez decir con voz burlona:

—Hola, Hurtado; cómo suda usted. ¿Cuándo contraemos á don Medardo?

Y á Hurtado, sombriamente:

—Pero qué chistoso es usted.

Jiménez penetró en el estudio sin conceder atención á las manifestaciones catastróficas que por dondequiera se hacían visibles. Traía un periódico en la mano, y, sin saludar, adoptando tonos de agitación melodramática, ordenó á Alberto:

—¡Lea usted!

Alberto leyó:

«Es objeto de todas las conversaciones en Pilares un hecho singular acaecido en la última noche. Según parece, hace unos días ciertos señoritos juerguistas, muy conocidos en la buena sociedad, salieron de excursión al puerto, acompañándose de unas palomas torcaces muy conocidas en la mala sociedad. Iban, por las trazas, á ver el eclipse; pero lo único que pudieron contemplar fué el eclipse de su propia razón, á causa de las excesivas libaciones. Dícese que cometieron todo género de excesos, turbando la paz patriarcal de nuestros campos, escandalizando á los aldeanos, y, sobre todo, á las aldeanas; y, según nos aseguran, las desdichadas que los acompañaban atentaron al pudor de unos reverendos Padres Escola [p. 30] pios que habían ido al puerto con el mismo objeto. Queremos decir, con objeto de observar científicamente el eclipse.

»Pero lo más grave viene ahora. Dícese que después de entregarse á la bacanal más frenética, digno de los tiempos paganos, llegaron, en el estado que se supone, á Pilares ayer anochecido. Pero, es el caso que una de las palomas torcaces ha desaparecido. Durante todo el día de hoy se han hecho tentativas por averiguar su paradero, y han resultado infructuosas. Se habla de un crimen; se tienen pistas bastante seguras, y hasta se murmura el nombre de un joven artista, célebre por sus extravagancias.

»Esperamos de las autoridades gubernativas y judiciales que no se dejen intervenir por influencias caciquiles. Impediremos que se eche tierra sobre este escandaloso asunto. ¿Estamos en Zululandia? ¿Se puede vivir?»

—¡Qué mastuerzos! —dijo Alberto por todo comentario.

Jiménez en tanto Alberto leía en voz baja la gacetilla de Pilares Futuro , había estado viendo, con infinito asombro, tanto destrozo como yacía por tierra. Sus ojos grises, en todo momento vibrantes de jocosidad, miraban de un lado y otro con grave suspicacia.

—¿Qué ha ocurrido aquí?

—Una crisis espiritual.

—Querrá usted decir una crisis báquica.

[p. 31] —No, no; una crisis espiritual. El alcohol no ha tenido nada que ver con esto que á usted tanto le asombra.

Jiménez se atrevió á preguntar:

—¿Y Rosina?

—Yo qué sé, amigo Jiménez —Y aun cuando no tenía deseo ninguno, no pudo menos de reir francamente, porque la fisonomía de Jiménez, de ordinario muy móvil y cómica, al ponerse seria era más grotesca aún—. Á ver si es usted quien ha redactado el suelto de Pilares Futuro ...

El rostro de Alberto estaba tan sereno, tan claro, que Jiménez desechó desde luego toda presunción condenatoria.

—No he tratado de ofenderle. ¿Eh? Ni mucho menos de juzgarle. Como al fin y al cabo cuando uno está borracho no sabe lo que hace, y sobre todo, cuando como usted ayer, tomaba una de sus primeras borracheras. Pero, la curiosidad... Usted, por lo pronto, se trajo á Rosina aquí.

—Creo que sí. Es decir, sí.

—¿Y luego?

—Déjeme recordar bien. Entramos; levanté el cortinón; entró ella primero, luego yo; me miré en el espejo, se me figuró que yo no existía ya, sino que era proyección, sombra ó espectro de mi existencia anterior; dije no sé qué majaderías y... creo que en aquel momento perdí el sentido.

—¿Y luego?

—Luego, ¿yo qué sé? Desperté hará cosa de dos [p. 32] horas, vestido y en la cama. Rosina debió de llevarme allí. Me pareció que despertaba dentro de un cuerpo distinto al mío de antes. Más tarde me di cuenta de que no sólo el cuerpo, que el espíritu también es distinto. He renunciado al arte, á todo por ahora. Quiero olvidarme de muchas cosas; necesito una temporada de reposo, y por eso estoy determinado en ir hoy mismo, dentro de unos minutos, á la aldea.

—Eso es; y figúrese usted que lo del periódico se toma por la tremenda, que se presenta el juez aquí, que ve esto, que usted se ha escapado; escapado , dirán.

—Vamos, hombre —Y Alberto sacudió de costado el brazo, como si rechazase una gran absurdidad—. ¿Cree usted que Rosina tardará en aparecer? Se conoce que asustada al verme desmayado, ó tomándome quizás por muerto, huyó de casa. Si al verse sola consideró lo más prudente no volver á la prisión odiosa en donde la tenían recluída, apruebo su resolución.

—¡Horror! ¿Llama usted prisión al amorosísimo nido de doña Mariquita? Veo que tiene usted un concepto de las prisiones tan caprichoso como los católicos, que llaman prisión al Vaticano. Pero, yo creo que no debía usted marcharse.

De la calle venía son de cascabeles.

—Ya está ahí Cachán. Voy á concluir de vestirme.

Alberto sonó el timbre. Apareció Manolo.

[p. 33]

—¿Están ya mis maletas?

—Sí, señorito.

—Pues ve bajándolas. Oye; Sultán y Telémaco van conmigo.

—¿Telémaco? ¿Quién es Telémaco? —interrogó Jiménez, abriendo bufamente las pupilas.

—Mi gato.

—Ah, el minino. Pero, á estas horas andará á gatas.

—Es eunuco —advirtió Alberto.

—¡Poverino! —profirió Jiménez, con voz y gesto lacrimosos.

—¿Por qué? Ya ve usted, Orígenes...

—Tiene razón el señorito —intervino Manolo.

Jiménez se volvió hacia el criado, haciéndole una mueca de estupefacción. Alberto, sin poder dominar una sonrisa, habló, mientras hacía el nudo de la corbata.

—Pero, hombre, ¿á ti quién te mete?

Manolo salió muy avergonzado por haber expuesto este rasgo de cultura á la burla del señorito.

Jiménez tomó del suelo un pedazo de escayola:

—Esto parece un seno.

—Y lo es; de la Venus de Milo.

—Infeliz señora. ¿Y esta obscenidad? —Mostraba un fragmento con la base del vientre y la coyuntura de unos muslos femeninos.

—De la de Médicis.

—Veo que no ha respetado usted nada —añadió [p. 34] Jiménez, revolviendo con el pie pedazos de fotografías y de lienzos—. ¡Ah, sí! Aquí hay una mujer que se ha salvado. ¿Quién es? —Y señalaba á la Gioconda.

—El velo de Isis.

—¿Eh?

—Lo que fué, lo que es, lo que será. Nunca mortal alguno levantará el velo de su inmortalidad.

Apercibíase Jiménez á comentar burlescamente las palabras cabalísticas de su amigo, cuando Telémaco, con sus desesperados maullidos, puso en turbación el reposo de la casa. Oíase también á Manolo, que inducía al gato á meterse en un cesto, dirigiéndole interjecciones enérgicas.

—Tendré que ir yo —dijo Alberto, y salió seguido de Jiménez.

Manolo había hecho presa en Telémaco, sirviéndose de una arpillera que le abroquelase contra las uñaradas de la fierecilla. Sin miramiento ninguno para con el animalucho, pretendía incluirlo en el cesto empujando á puñadas, como si se tratase de un rebujo de ropa sucia. Pero el gato se encrespaba, maullando rabioso, y tantas veces como se le metía, botaba fuera como por arte de encantamiento.

—Creo que mejor lo dejamos, señorito.

—Tiene razón Manolo —corroboró Jiménez.

—Imposible. He arrojado todos mis libros al patio y mis textos, de aquí en adelante serán Sultán y Telémaco.

[p. 35]

Jiménez enarcó los hombros.

—Está usted más loco que una cabra.

Cuando el gato estuvo alojado, hubo necesidad de atar el cesto con una cuerda; con tal fiereza se revolvía en su prisión.

—Andando. ¿Has metido en las maletas la mostaza Colman y la salsa Worcestershire?

—Sí, señorito.

Salieron á la calle. Alberto entró con Sultán en el coche. En el pescante iba Manolo con el cochero y las maletas; la cesta del gato sobre las piernas. Jiménez y Alberto se despidieron.

—¡Arrea! —gritó Alberto.

El coche comenzó á andar. Desde el balcón, Teresuca miraba á su ayuda de cámara con un mohín de tristeza en el hociquito.


[p. 36]

IV

El carruaje avanzaba por la parte alta de la ciudad, siguiendo la linde del parque público. Alberto recordó que la víspera, á la misma hora aproximadamente, cruzaba los jardines, del brazo con Rosina: una pareja de enamorados cuchicheaba en la sombra, y las estrellas latían entre el boscaje. ¿Qué será de Rosina? pensó. Hubiera sido tan placentero llevarla consigo á la aldea. El amor carnal sin comedimiento le ayudaría á ir abdicando poco á poco de la vida consciente y los restos del pasado. Pero, de pronto, se hizo presente en su memoria el verso de Mallarmé:

La chair est triste, hélas! et j’ai lu tous les livres.

Sí, la carne es algo terriblemente efímero y triste, y de otra parte, Alberto se juzgaba ya de vuelta de toda la vana ciencia de los hombres.

En el parque, comenzó á tocar la charanga mu [p. 37] nicipal; algarabía metálica que sacudía el aire nocharniego con una emoción de sentimentalismo.

El coche corría carretera adelante, á campo traviesa. La noche estaba lóbrega y tormentosa.

En el páramo de la Molleda, Alberto ordenó al cochero que hiciera alto. Descendió del coche. La tierra, hasta la línea del horizonte, se extendía en rasa planicie, de un negro de humo, á manera de lago bituminoso. Por el cielo, de la parte de Poniente, se levantaba un vapor cárdeno, translúcido.

Alberto amaba singularmente el yermo, hosco y huérfano de vegetación. Le parecía un estado de espíritu materializado; aquella sequedad y aridez de los místicos que hacía más vehemente el ansia de contemplar á Dios. Muchas veces iba á caballo hasta la Molleda, y discurría largas horas leyendo, sentado sobre una gran piedra calva y ebúrnea.

Retembló el trueno. Las nubes se agrietaron en estrías amoratadas.

—¡Buena se nos viene encima! —Gruñó el mayoral— Súbase, señorito, y vamos aína. Dudo que lleguemos á Cenciella con bien. Los caballos tienen miedo...

Á poco de reanudar la marcha, empezó á llover reciamente. Desatóse el viento; la voz de los truenos era horrísona.

En la Peña, á donde llegaron después de un cuarto de hora de carrera desenfrenada, guardaron el coche al cobijo de un tendejón. Telémaco, [p. 38] en su jaula, daba señales de iracundia funesta. Alberto, Manolo, el cochero y Sultán, entraron en un chigre , ó lagar de sidra. Un grupo de ennegrecidos mineros jugaban al tute y bebían; volviéronse á mirar á los recién llegados, con ojos que albeaban sobre el hollín del rostro.

Alberto tenía apetito. Su cuerpo, habiendo reaccionado de la embriaguez, se encontraba ágil, elástico y como saturado de fuerzas tumultuosas. Sentía deseos de correr, de saltar, de trepar montañas, de cabalgar potros cerriles. Pidió qué comer. Sirviéronle sardinas en aceite, pan, sidra. Andaba tan ensimismado que no echó de ver cómo los mineros le contemplaban con descaro, profiriendo groseras chanzas en voz que de él pudiera ser oída; daban puñadas sobre la mesa y reían, mostrando la blanca dentadura. Una carcajada más sonora obligó á Alberto á parar atención en el grupo. Su pensamiento llegaba de tan profundos y misteriosos limbos que, saliendo á la superficie, el mundo, de primera intención, se le aparecía á modo de espectáculo. Por eso su mirada fué clara y honda, una de esas miradas espiritualmente autoritarias ante el influjo de las cuales se recogen avergonzadas las fuerzas vacilantes del instinto.

Un minero se levantó, y echó á andar, tambaleándose, hacia Alberto. Éste le veía acercarse, con curiosidad desinteresada, artística. La lentitud, el movimiento del minero, su cráneo anguloso [p. 39] y su fortaleza torpe y bovina, hacían que Alberto imaginase tener ante sus ojos una escultura de Meunier, semoviente, viva. Sentía una emoción así como de reposo, y en sus labios apuntaba una sonrisa. El minero, en acercándose, se despojó de la boina, y dijo:

—¿Quiere aceptar el señorito un vaso de sidra?

—Ve usted que estoy bebiendo. Tome usted —Con calma escanció un vaso y se lo alargó al minero. Luego le dió una botella—. Para usted y sus amigos.

Volvió el minero á su grupo, y, á partir de este momento, se redujeron á jugar el tute con bastante circunspección.

Alberto se sentía en plena ingenuidad, frescura y barbarie de espíritu. Cuanto le rodeaba le producía el deleite de la emoción. Sus nervios estaban en una tensión musical y sutileza sensible que nunca había experimentado hasta entonces. Como claro espejo, ó quieto caudal de agua viva veíase colmado con las bellas virtudes pasivas de la mera y exquisita receptividad.

El cuadro de la taberna, en donde momentáneamente vivía Alberto, era Jordaens ó Teniers, pero con vida íntegra y acción gustosa sobre todos los sentidos. Por el abierto portón de la huerta, al fondo del lagar, entrábase olor á rosas, á malvas y á tierra húmeda. De vez en vez, á la luz de un relámpago, se encendía el paisaje con un resplandor azul intenso y violeta; y era la aparición subi [p. 40] tánea de esas creaciones de Patinir, con su diafanidad diamantina de paisajes contemplados en lo hondo de un lago de aguas durmientes y delgadísimas.

Desde una habitación vecina, llegaba la canturria humilde de un acordeón. Una voz moza cantaba. Era un aire de austera melancolía labriega, como las romanzas de Grieg y de Rimski-Korsakoff.

Alberto batió palmas. Por detrás de una cortina á rayas rojas y blancas, asomó el chigrero. Un gato atigrado salió al mismo tiempo, por debajo de la cortina; avanzó por el suelo, de tierra cenagosa; quedóse un instante con la cabecita ladeada y un brazo en alto, atento á los maullidos de Telémaco: continuó, indiferente, runruneando con mimo.

—¿No pueden venir á hacernos compañía el que toca y la que canta? —El gato topaba y se restregaba en las perneras de Alberto, el cual, en aquella ocasión estaba poseído de una ternura clarividente hacia todas las cosas. Gato, chigrero, mineros, muebles, toneles y, hasta los fenómenos físicos; la luz de los candiles, el lamento del acordeón, el olor á tierra y á rosas, todas las cosas se le presentaban como objetos de interés universal, amables y expresivos.

En esto Remedios, que tal era el nombre de la hija del chigrero, vino á sentarse al lado de Alberto. Era carillena, lechosa de color, pelo de cao [p. 41] ba, muy encendida de labios, ojos negros y rubias las pestañas. Sugería el recuerdo de esas hembras pingües y fáciles que en las kermeses de Rubens dejan sin asombro sus senos ser estrujados bajo la mano venosa y cetrina de un flamenco beodo. Su falda era añil muy vivo, casi glorioso, semejante á los añiles de Fra Angélico, que siempre habían conmovido inefablemente á Alberto, y el abundoso vuelo caía rígido en innumerables y menudos pliegues. Tales fueron las imágenes que resbalaron por la memoria sensible de Alberto.

—Cantas muy bien, mocina. —Habló, por hablar algo.

—Calle por Dios, señor. ¿Quier burlase? —Sesgaba la cabeza á la derecha, de manera que la trenza contraria le caía desde el hombro al seno. De soslayo miraba á Alberto. Tenía la mano derecha vuelta graciosamente y apenas apoyada en el pecho del mismo lado. Erguíase su tronco con dignidad campesina, como la Mnemosyne de Lysipo.

—Y ¿quién tocaba el acordeón?

—Mal diaño ¿qué ye acordeón?

El padre, que alongado de ella, contemplaba orondamente á su hija, interpuso:

—Por lo fino dícese acordeón á la finarmólica. Sábeslo de sobra y no sé por qué te haces la fata —Estaba cruzado de brazos, con el gesto entre socarrón y hierático del escriba egipcio que hay en el Museo de Louvre. En el rostro, recamado de eri [p. 42] sipela, revelaba gran orgullo genésico—. Ella misma toca la finarmólica, señorito.

—Pues no es floja habilidad. Venga de ahí.

Remedios dió aire al fuelle, y comenzó á tañer un monótono vals y á cantar:

Con tu partida me partiste el alma;

y aquel beso que me diste en la alameda

me mató.

¡Ay, sí, sí! que te lo digo yo...

Al cantar, descubría los dientes, pulcros y parejos; la roja lengüecilla jugaba entre ellos, á veces. Los mineros, haciendo alto en el tute, escuchaban recogidamente. Pero, la absurdidad de la letra y la música andaban á punto de quebrar la fruición espiritual de Alberto. Dijo:

—Es muy bonito, pero basta.

Casi todos sus sentidos habían tenido regalo. Las tersas y aterciopeladas mejillas de Remedios se le ofrecían á Alberto como sazonado fruto en donde hundir los dientes, ó materia preciosa para acariciar el tacto. Llevó la mano al rostro de la moza, y cerró los ojos, por recibir más intensamente la sensación. Por todo el cuerpo se le difundió al modo de una delicia penetrativa ó suavidad oleaginosa, como si su alma resbalase sobre sedas velludas ó yaciese en un musgo fragante.

—¡Vaya, vaya! —Rezongó roncamente un minero.

—¿Qué ocurre? —inquirió el chigrero, con pe [p. 43] tulancia despectiva— Paezme á mí que va á llegar un día en que no vos abra la puerta de mi casa. Pa la ganancia que dejáis.

Otro minero, el más corpulento y lóbrego, se puso en pie. Habló haciendo avanzar agresivamente el hombro izquierdo, como el Colleoni ecuestre del Verrochio, y como los gallos de pelea:

—Y yo digo que te voy á cortar el pico, Parrulo.

—Bueno, en mi casa mando yo —respondió el Parrulo, sin dar importancia á la amenaza y contando las monedas que Alberto le había dado—. Muchas gracias, señorito, y mandar.

El dueño del lagar y su hija se mantuvieron en la puerta hasta que el coche partió, cuesta abajo, cascabeleando alegremente.

El cochero y Manolo, en el pescante, reían á todo ruedo. Alberto les tocó en la espalda con el bastón, un makila de los Pirineos, rematado en tosca y larga contera.

—Á ver si podéis callar un momento.

Enojábale que la algazara matase una voz cauta y luminosa que en el pecho le comenzaba á manar.

Llegaron á Cenciella muy cerca de la media noche. Alberto, acompañado de Manolo, se encaminó por una calleja, al pie de las tapias de la finca, hasta la casa del casero. Con el bastón golpeó la puerta. Un perro ladró furiosamente.

—¡Azor! ¡Azor, calla! —gritó Alberto.

[p. 44] El perro ladraba, cada vez más enardecido.

Sultán se acurrucaba medroso á los pies de Alberto.

—Se ha olvidado de mí ese animal.

—¿Quién demonios llama? —preguntó Celedonio, el casero, desde el fondo de su habitación.

—Yo.

—El señorito. Voy, voy esnalando. ¿Quier que le abra la portalada de la casona?

—No; abre aquí. Entraré por el jardín.

Celedonio salió en mangas de camisa, con un farol en la mano.

—¿Cómo está el señorito? Asustome. Á estes hores... Buena tronada. ¿Dónde yos cogió? Por aquí, por aquí, con cudiao, que están les fesories...

En saliendo á la huerta, Azor acudió raudo, colérico.

—¡Azor! ¡Azor! —vociferó Celedonio, intentando ahuyentarlo.

Iba á lanzarse Azor, con los dientes arregañados, sobre Alberto, cuando éste, voleando el bastón con fuerza, le aplicó un palo en los brazos. Azor cayó á tierra aullando. Celedonio se acercó á examinarlo á la luz del farol. Sultán andaba también por allí, con el rabo entre piernas.

—Tiene una pata rota.

Alberto se inclinó sobre el can, y éste le miraba con ojos humedecidos y sin reproche. Con el temblequeo nervioso del rabo, la expresión de la pupila y otras muestras humildes, esforzábase [p. 45] Azor en expresar que, por último, reconocía al dueño y solicitaba su perdón, como si dijera: «olvida que he pretendido hacerte mal. Me has roto una pata: bien rota está. He aquí otras tres; de añadidura, el rabo, si así lo decides». De esta suerte tradujo Alberto mentalmente la disposición de espíritu del perro guardián. Le pasó la mano sobre la cabezota con amorosa insistencia. Azor parecía desleirse de agradecimiento.


[p. 46]

V

The more I see of people

The better I like dogs.

Azor quedó cojo. Obligado de la necesidad, aprendió muy prestamente á andar en tres patas, y lo hacía con una buena gracia grotesca que era una delicia verlo.

No estaba muy clara la estirpe canina de Azor. Era un perro de abolengo muy complicado y oscuro, como el de algunas dinastías reinantes, y de rasgos harto móviles é indefinidos. Las más varias y aun antitéticas castas perrunas, reclamaban su porción congrua en la sangre de Azor. Entre su ascendencia había nombres respetables, uniones lícitas y aristocracia genuina junto con adulterios, bastardías y generaciones á salto de mata. En suma, que era un individuo muy complejo como se suele decir. Dentro de su personalidad psíquica y aptitudes de su actividad, estaban latentes todas las perrerías. En cuanto á la expresión de sus ras [p. 47] gos, era indiscernible y cambiante; tan pronto parecía un lobo, desconfiado, cruel, como se aborregaba, dulcificándose hasta un extremo ridículo. Zanquilargo y desgarbadote, rabicorto, hundido de hijares, no muy lanudo y de un color castaño claro con visos de alazán.

El infortunio le trajo á una domesticidad impropia de su historial guerrero; lo propio les suele acontecer á los hombres. Pero dió pruebas de alta magnanimidad. Nunca exteriorizó rencor contra el que le había hecho perder una pata. Entabló amiganza con Sultán. Se pasaba el día y la noche al lado de Alberto, y dió á entender, con noble estoicismo, que hacía abdicación de sus antiguas funciones de centinela nocturno.

—Azor, hijo mío —le dijo una mañana Alberto. El can le escuchaba, mirándole de hito en hito—. La fortuna es el peor enemigo de hombres y perros. Mientras todo va bien, no sabemos de lo que somos capaces. Ha sido menester que perdieras una pata para que aprendieras á andar en tres. Y yo te digo: ¿por qué no has de intentar hacerlo en dos, sin que la desgracia á ello te obligue?

Y desde aquel punto se aplicó á convertir á Azor en un perro sabio y acróbata. El animal se prestaba á todo de buen grado, si bien el aprendizaje era prolijo y penoso. Con lo cual perro y amo ganaban; Azor, en habilidad; Alberto, en instinto; á tal punto, que los sentidos llegaron á ejercer una especie de tiranía sobre él.


[p. 48]

VI

El autor aconseja al lector que deje de lado este capítulo y vuelva sobre él, si así le place, en concluyendo la novela.

Alberto empleaba sus ocios en aproximarse, moralmente, á sus animales domésticos. Sultán, el perro setter , y Calígula, el gato negro, le hostigaban con misteriosa fuerza la curiosidad. Estudiábalos y pretendía desentrañar en ellos algo así como patrones morales que al pasar hereditariamente transmitidos al hombre hubieran perdido su genuina y originaria sobriedad.

Otro campo de observación fué el gallinero, y en particular el gallo que allí había, de color giro, como dicen los entendidos en animales de pelea; esto es, pardo, con caparazón ó gualdrapa aurina sobre el espinazo. Era una bestezuela estúpida, fanfarriosa, olímpica. Alberto le puso el nombre de Alectryon.

[p. 49] Por último, descubrió un hormiguero en la pomarada de su huerta, y en él un nuevo tema de indagaciones y manantial de fantasías.

Á la noche acostumbraba pasear dentro del salón, de largo en largo, hasta muy tarde. En ocasiones se paraba á escribir. Entreveía un sistema y le aguijaba la angustia de no lograr completarlo palmaria y armoniosamente. He aquí á continuación un traslado de sus papeles, no muy claros, en verdad; citas, notas, esbozos fragmentarios y versos:

«Was ist der Mensch,

Woher ist er kommen,

Wo geht er hin?» [1] .

Heine.

Sultán; moral cristiana. El perro y el semita son los únicos animales que creen en un sér superior á ellos. La ética judía, como la del perro, es de origen teológico; (ética judía = ética cristiana = ética canina). La moral es emanación de la voluntad divina. Dios es el legislador de la conducta del hombre, y éste de la del perro. Recuérdese la inscripción que Pope —creo que fué Pope— puso en el collar de su perro: «Yo soy vuestro perro, Señor; pero, ¿cuyo sois vos perro, Señor?»

« Á los antiguos, los judíos les parecían gentes soñadoras en un mundo laborioso. » — Hermann Lotze. « Microcosmos. »

[p. 50] Aprovechable en la moral canina; la parte concedida al ensueño, la reverencia ante el misterio. Hay que dejar abierta una puerta del alma, por si llegara el Esposo que se entrase presto. Y, sin embargo...

Los filósofos griegos llamaban á la muerte causa fundamental de toda filosofía.

Nuestra vida, en el momento de nacer, es como una caja vacía, cuyas paredes son de diamante negro. Las paredes son la muerte. Nuestra vida está limitada de muerte por todas partes. ¿Con qué hemos de llenar la caja? He aquí el verdadero problema moral. La moral canina no habla de llenar la caja, sino de adornarla por fuera, para después de la muerte. ¿Con qué hemos de llenarla? Alectryon = moral sexual; el Eclesiastés, Omar Kayam, «pero, los hombres no tenemos sus viriles medios de gobernar». Calígula = moral helénica; el hombre, ombligo del Universo. Sócrates, Platón, Epicuro y Epicteto, en rigor, profesan una moral semejante; son los cuatro biseles de una bruñida losa de alabastro, sobre la cual se lee esta palabra de oro: EUDAIMONIA (felicidad). Y, sin embargo...

Pero, es que los griegos ignoraban un terrible morbo de la moderna patología espiritual; la enfermedad de lo incognoscible. Y aquí sale á escena Madama Comino = moral del olvido, moral utilitaria. Y, sin embargo...

[p. 51] Sultán.

Late en tus ojos dulces la armonía

del que sabe de un Sér ordenador

sobre las cosas. Tu filosofía

no conoce la duda y su negror.

Hay calma en tu mirar de terciopelo:

y es que todos los días logras ver

en el repuesto asilo de tu cielo

la propia faz de tu Supremo Sér.

Conoces unos genios tutelares

que te juzgan y dan fallo diverso,

castigo ó premio, el palo ó los yantares...

Has hallado un sentido al universo.

¿Lo has hallado? ¿Ó es sólo cobardía

que te dobla del hombre á los antojos

y hacia él te arrastra, un día y otro día,

ágil la cola y húmedos los ojos?

No lo sé. Y así siendo, perro mío,

te otorgo la caricia de mi mano,

por humilde, por falto de albedrío,

por servil, por cobarde, por humano.

Alectryon.

Pretencioso, como de estirpe añeja;

prócer, cual fruto de alto vientre real;

con la barba temblándole, bermeja:

al cráneo, la corona de coral;

y, el manto de tisú carmín con oro,

en sus gratos dominios se pasea.

Las concubinas síguenle; es un coro

donde el deseo canta y aletea.

[p. 52] Innumerables son las concubinas

del Rey sabio y hermoso.

Todas piden las gracias peregrinas

de su empuje gustoso.

Ahora, viénele al Rey un ansia ardiente;

ésta acude, ¡oh, minuto deleitable!

Y luego todas, sucesivamente

durante el día entero. ¡Es admirable!

¿Qué concubina esquivará la furia

asidua de su gran virilidad?

En los Estados, siempre es la lujuria

fecunda ley de solidaridad.

Pero, ¡cuánto más orden y armonía

en estos muladares primitivos

que en la humana porfía

de los hombres conscientes y lascivos!

¡Oh, gallo; mucho abarca

la lección en acción que nos enseñas

en tu reinado firme de patriarca,

—prole y esclavas que á tu agrado adueñas!—

Pero, ¿de qué nos valen tus sutiles

enseñanzas, hermoso gallo, si

el hombre no disfruta tan viriles

medios de gobernar?

¡Quiquiriquí!

Calígula.

Eres negro y sutil. Tienes un modo

altivo de mirar la creación

como de aquel que lo desdeña todo

porque nada merece su atención.

[p. 53] Hace tiempo te tuvo fascinado

una beldad fosfórica y divina;

pero, ahora que el amor te está vedado

y puedes ser cantor de la Sixtina,

tu porte es displicente y ondulante.

Sólo amas la molicie, la quietud.

Eres un pirronista militante

que nada cree; ni en Dios, ni en la virtud.

Yo te paso la mano por el lomo;

y, de mi mano al caricioso influjo,

enarcándolo vas, airoso, como

arco latino de gentil dibujo.

Mas, no agradeces este gesto mío

que te llena de voluptuosidad.

No soy tu Dios. Dices, como el impío,

que todo se obra de casualidad.

Mírasme con pupila adormecida,

cargada de desdén y de fulgor.

Graciosamente enseñas que en la vida

comer, dormir, soñar es lo mejor.

Las cosas y los seres son lacayos

uncidos á tu propia bienandanza.

¡Si hasta piensas que el sol tiene sus rayos

tan sólo á fin de calentar tu panza!...

¡Oh, gato, aristocrático y divino!

¿Por qué no ha de existir en la razón

de tu sutil encéfalo felino

la clase de este mundo de ilusión?

Mas ¿no será tal vez tu escepticismo

engendro de tu espíritu amargado,

el sentirte, en el fondo de ti mismo,

un pobre tigre sin hacer, frustrado?

[p. 54] Madama Comino.

Esta es una interviú que celebré con la señora Comino cierta tarde que, por distraerme hasta la hora del tren para San Ramón, salí á la huerta, en donde la encontré.

—¿Cómo estás, Madama Comino?

Y perdona que te hable de tú.

Soy romero, que va de camino;

mas, ya que á mi vera te puso el destino,

celebremos una interviú.

Hormiga amiga,

hormiga hermana

(que, sumido en la paz aldeana

presumo que soy otra hormiga),

¿oyes las palabras ligeras,

que son como brisas terrales,

la canción lejana

de la mocina, hacia Riberas,

y entre los maizales,

al lado allá del río?

Yo me voy á casar.

Cásome con el dueño mío,

la más guapa neña de todo el lugar.

Non sabe sallar

nin aguadañar;

sabe se reir y sabe llorar

porque sabe amar.

¡Ay, mi amor!

Si no me das la tu flor

téngome de matar.

¿Has oído? Matar.

¿Quién lo había de presumir?

¡La mociquina del lugar

no sabe que se ha de morir!

[p. 55] ¿Qué dices de la muerte, hormiga?

¿Qué dices, Madama Comino?

—. . . . . . . . . . . . . . . .

—¿Antes yo? Á tus antojos me inclino,

pero, ¿qué quieres que te diga?

El sol ha huído hace un instante;

el río corre mansamente

al mar propincuo...

—. . . . . . . . . . . . . . . .

—¿Yo pedante

porque digo propincuo? Evidente.

Quiero decir, al mar cercano,

su natural acabamiento,

á libertarse del cauce tirano,

á ser Océano,

á ser un segundo firmamento.

Apágase el día en su luz postrera,

mas ve que, apagándose, atiza

una grande y purpúrea hoguera,

cuya es la ceniza,

una vez que muera,

tanto y tanto lucero,

tanta constelación.

Pasó el acto primero

de la diurna función.

Ahora viene el segundo

que es mucho más profundo

¡Todo emoción!

—. . . . . . . . . . . . . . . .

—Dices que no me entiendes... Claro.

Cominito ¿qué me has de entender?

El hombre es un bicho muy raro.

Pues, ¿y la mujer?

¿No tienes dudas ni teorías,

hormiga? ¿Temes el sordo abismo

del no ser?

—. . . . . . . . . . . . . . . .

—Sí, trabajas todos los días.

Lo sé. Mas, ¿no profesas el hormigocentrismo?

—. . . . . . . . . . . . . . . .

[p. 56] —Sí; sólo en la faena se agota tu desvelo.

—. . . . . . . . . . . . . . . .

—Ya; cuidas del mañana con mira terrenal.

Eres dichoso porque nunca miras al cielo.

No sabes del bien ni del mal.

No sientes melancolías

ni la horrible desolación

del que ve que se acaban sus días

y en su boca se hiela la canción.

Y esto no obstante...

Madama Comino;

hoy tiembla en el campo un austero

éxtasis. Hay trino

de verderón y de jilguero.

Entre la brisa salitrosa y cauta

la campanilla suena, al paso tardo

del buey. Suena la flauta

del sapo humilde y pardo.

Suena maravillosamente el río.

Y ya se acerca el huracán del tren.

Tú vas á tu hormiguero. Voy yo al mío.

Hermana hormiga, que te vaya bien.

Epílogo. En el cielo.

Esta es la gloria de los buenos, el paraíso

donde los animales viven vida inmortal.

Un ámbito entre muros de diamante, con friso

de cometas (porque estas son la pauta ideal

de los bichos, á causa de su cola divina).

Una pradera, como de plumas de papagayo,

tan blanda y verde es. Una colina

donde Alectryon se empina por fulminar el rayo

de su quiquiquí á las gloriosas huestes.

Corre, para Calígula, leche tibia en regatos,

y es que la leche otorga emociones celestes

á las bacantes dúctiles y á los dúctiles gatos.

Á trechos, de lo verde surge un hueso

mondo y suave como el marfil de Etiopía,

[p. 57] para que en él Sultán juegue el diente travieso,

y el meollo le extraiga, que es de miel y ambrosía.

Y la hormiguita tiene senderitos de plata

con simientes de oro que ella empuja, de espacio,

á la troje, escondida debajo de una mata

de rosas; hormiguero que parece un palacio.

Y todo es paz, y todo es dulzura y ventura

dentro del paraíso de las bestias sencillas.

Al seno de Dios ha retornado la criatura

y el agua de la nube á la mar sin orillas.

* * *

—Ven Francisco, hijo mío; tu dulce faz asoma

á este jardín dilecto de mi reino infinito.—

Dice Dios. Por encima revuela la paloma.

Á su diestra está el hombre, según estaba escrito.

Y Francisco se asoma sobre el fresco recato

inmarcesible, en donde los bichejos están,

y en amor derretido les dice: —¡Hermano gato,

hermano gallo, hermana hormiga, hermano can!—

Y Dios. —Más gratamente resuena en mis oídos

el murmullo que puebla este dulce jardín

que flauta y lira y cánticos de ángeles y elegidos,

ó la voz inflamada que vierte el querubín.

¡Oh, hijos míos, cuajadas de mi propia sustancia,

normas, sendas por donde el mezquino saber

pudo evadirse de la ciudad de la ignorancia!

Pero, los hombres no quisieron entender.


[p. 58]

VII

Los vecinos de Cenciella, sabiendo que el señorito de la casona alta estaba en el pueblo, se asombraban de la reclusión en que se escondía; él, otras veces tan amigo de holgorios y gente aldeana... Cuando Rufa, la vieja criada tradicional, usufructuante de por vida de la casona, salía á hacer la compra, le preguntaban por don Albertín:

—¿Qué queréis que vos diga? —contestaba la vieja— Nunca lo vi como ahora. Rompióle una pata á Azor, y ahora enséñale á hacer títeres. Y aluego, cuándo con los perros, cuándo con las gallinas, cuándo con el gato, pásase el día entre animales.

—Es que no sale ni á misa —replicaba alguno.

—Á misa ya sabéis que nunca fué. En eso tira al padre; Dios le haya perdonado.

—Visitáralo la viuda.

[p. 59] —¿La viuda? ¡Bah, bah! Entavía non la vió. Si non sal de casa... Ella sí, pásase el día asomada pel la tapia. Ya sabéis; como las huertas están xuntas, pared por medio, y la de la viuda más alta...


[p. 60]

VIII

La casa solariega de Alberto estaba desviada de Cenciella como cosa de medio kilómetro. Delante de la fachada, al estilo plateresco, se hacía un espacio en círculo, enarenado, con poyales de piedra en lo más extremo de él y todo en torno eminentes álamos reales. De un costado y otro del edificio, y siguiendo el plano del frente, arrancaba el alto tapial de la posesión, doblábase á poco en dos ángulos rectos, é iba ladera arriba, hacia el fondo, cuya pared era medianera entre la huerta de Alberto y la de la viuda de Ciorretti. La finca de la dama ocupaba lo más empinado del ribazo, de suerte que desde ella se podía otear, al pie, la del vecino.

Era la viuda una rozagante matrona, de oriundez piamontesa. Sus cabellos cobrizos; la piel de requesón, constelada de pecas; labios gordezuelos é impregnados de abundante humedad; las pupilas, entre grises y ambarinas, gatunas; las pestañas [p. 61] casi albinas, y en junto los ojos como los de las yeguas bayas; el cuello, amplio y abarrilado, que ella gustaba de exhibir siempre. Por disimular cierto exceso de carne usaba corsé hasta medio muslo, y lo ceñía de firme, con lo cual el tronco tomaba un aspecto de tiesura maciza y majestuosa. Andando, arregazaba la falda con mucha desenvoltura, descubriendo la pierna desde el gozne de la rodilla, unas medias de matices suaves —lila, fresa, musgo, tabaco—, y unas botas de color bronce y brillo metálico, hasta media pantorrilla. De la armonía total de sus perfecciones naturales y atavíos resultaba cierto encanto fofo ó incentivo deslabazado á propósito para satisfacer esa voluptuosidad perezosa, característica de las siestas estivales.

En Cenciella y Pilares se conocía de público la historia lamentable de su viudedad, el desconsuelo que esto le trajo, y la manera sencilla con que hubo de recobrarse del quebranto conyugal. Su esposo, Antonino Ciorretti había sido un hombre estupendo, tanto en las partes físicas como en las prendas del intelecto; ardiente, membrudo y vigoroso como un romano de los tiempos de Rómulo; y luego, astuto, emprendedor, perseverante. Estableció en Pilares una fábrica de sombreros, con tan buena fortuna que á los dos años arrastraba coche. Como buen mozo, y convencido de que lo era, gustábale lozanear, cabalgando á través de las tortuosas calles de Pilares. Las provincianitas, [p. 62] huesudas y anémicas, á causa de la vida recoleta y del abuso de las prácticas devotas, viéndole pasar, bien arzonado y jactancioso, muy cerca de los miradores tras de los cuales bordaban ó leían la Leyenda Dorada, envidiaban nebulosamente á Pía Octavia Ciorretti, la mujer del italiano. Los caballos eran dos, Dante y Petrarca, uno flor de romero y otro castaño rodado, entrambos de silla y tiro al propio tiempo. Cuando el matrimonio salía en coche, un mylord de gomas, llevaban de cochero á Joselín, el Chelu , muy conocido y celebrado de la plebe pilareña; un chicarrón de rostro agudo y apicarado.

Para los habitantes de Pilares la pareja Ciorretti constituía el arquetipo de la dicha epicúrea. Se les imaginaba siempre entregados á un sensualismo venturoso. Pero he aquí, que una mañana, sin ton ni son, se muere el fabricante de sombreros. Pía Octavia, igual que la matrona de Éfeso, quiso morir y ser enterrada á la vera de aquel cuerpo tan amado, y tan amante. Repelía todo consuelo de amigos y conocidos, exclamando, con bastante candor, no exento de malicia, que el muerto le había dejado un vacío difícil de llenar. Con esto, todos dieron por hecho que Pía Octavia no tardaría en seguir á Antonino al sepulcro. Buscando lenitivo ó consolación en su duelo, acostumbraba bajar á la cuadra, y allí, ante la presencia atónita é inflamada de Joselín, el Chelu , como en demencia ó extravío de pasión, iba á llorar, abrazar, besar, [p. 63] mimar, acariciar, hacer mil muestras de frenético agasajo, cuándo á Dante, cuándo á Petrarca, á los dos potros que él, su Ciorretti, había cabalgado tanto. Eran dos recuerdos vivos del esposo, prematuramente desaparecido, y Pía Octavia, por una de esas candorosas locuras hijas del amor cuando se ayunta con el dolor, suponía que los caballos experimentaban una nostalgia semejante á la de ella. El tiempo no corregía la amargura de la pobre mujer, sino que la acrecentaba. La efusión que dedicaba á los caballos era cada día más tempestuosa: dijérase una Pasiphae delirante que no entendiera mucho de zoología. Y Joselín, cuyos nervios se iban poniendo de punta y su mente ofuscándose, resolvió colocarse de por medio, prodigar consoladoras palabras á la viuda, y aliviarla de tanta pena, por los medios que buenamente se le ocurrieran. Joselín era avispado y de mucha labia. Industrióse con tanta cordura y sutileza que atinó á llevar al ánimo de Pía Octavia el néctar de la mitigación, lo cual la viuda agradeció tanto que eximió de la cuadra al caritativo mancebo y le ofreció dinero bastante con que estableciese una tienda de vinos, que era el ideal de Joselín. Los vecinos de Pilares dieron en interpretar aviesamente la liberalidad de la viuda, y á poco de abrirse la tienda de Joselín, le inventaron al dueño un remoquete ó apodo que cundió al punto hasta llegar á sustituir al anterior de el Chelu . Se le llamó, de allí en adelante, Joselín, Priapo de oro .

[p. 64] Á Priapo de oro , en viéndose propietario de un establecimiento lujoso —pintó la portada de vermellón—, se le subió el orgullo á los sesos, perturbándoselos no poco. Dióse á la francachela, á las costumbres licenciosas, y en compañía de hombres libertinos y mujeres alegres, fué endeudándose de fea manera y á tal extremo que, en vísperas de complicaciones judiciales, hubo de acudir á la viuda.

—Imposible, Joselín —respondió enojada la Ciorretti—. Fuiste leal y bueno conmigo... y para con la memoria de tu amo. Creo que te pagué razonablemente. Tú sabrás lo que has hecho con el dinero, que no era poco. Me pides más, de nuevo: imposible, hijo, imposible. Niente, niente.

Aquella misma noche se suicidaba Priapo de oro . Esto acontecía á los dos años de enviudar la italiana. Á los pocos días del suicidio, huyendo de lenguas ociosas, salió de Pilares y fué á refugiarse en Cenciella, á una casa que Antonino había comprado en excelentes condiciones á unas hidalgotas, vírgenes vetustas, venidas á menos. Habíase despojado ya del luto, y gustaba de vestir dentro de sus dominios unas batas ó peplos livianos, ondulantes y de célicas entonaciones. Alberto, en la huerta de al lado, pintaba con singular aplicación. La viuda acechaba al mozo, oculta entre los pomares, y como no le desagradase su pergeño, sencillez y buen aire, fué aficionándosele y discurriendo un arbitrio con que acercarse á él. Mandó le [p. 65] vantar un terradillo, en la tapia medianera, y á él subía en atardeciendo, vaporosamente, á tiempo que las estrellas asomaban en el cielo. Alberto, en un principio, no le concedió mucha importancia. La viuda estaba determinada en hablar al pintor, pero no se le deparaba coyuntura. Por fin, una tarde que lo tuvo cerca, á pretexto de unas plantas de rábanos, rompió á hablar así entre dengues y rubores:

—Joven. ¡Ay! Usted dispense. ¡Jesús, qué atrevimiento! Le he llamado á usted sin darme cuenta, distraídamente.

La viuda, envuelta en tules azul pálido, se recodaba en lo alto de la cerca, la cual, por la parte de Alberto, estaba recubierta de melocotoneros, en espaldera.

—Mándeme usted, señora —respondió Alberto, acercándose con naturalidad al sitio por donde asomaba la Ciorretti.

—Dirá usted que estoy loca —se ocultaba el rostro con las manos—. ¿De veras me dispensa usted?

—Pero ¿de qué? Si es por haberme dirigido la palabra, se lo debo agradecer...

—Muy amable. Su huerta es muy bonita, y está muy bien cuidada. Desde aquí se domina muy bien. El jardín, ya no tanto. Digo que no se domina tanto, por los árboles. Parece que tiene usted muchas flores.

—Todas á su disposición...

[p. 66] —No será tanto... Ya tendrá usted algunos compromisos...

—¡Qué tontería! —comentó Alberto, riéndose con ingenuidad—. Ahora es usted la que debe perdonar; una exclamación involuntaria.

—No, si me gusta que me trate con confianza: al fin y al cabo somos vecinos. Usted solo, según me han dicho, ¿verdad? Yo sola. ¡Ay! Y usted pensará: ¡Qué pesada se pone Pía Octavia!

—No, no; no pienso tal. Pero usted iba á decirme algo, al principio, Pía Octavia.

—Se va usted á reir. Pues... me gustan mucho los rábanos. Aquellas plantas, ¿son rábanos?

—Se lo preguntaré á Celedonio.

—Lo son; los conozco muy bien. Tire usted de una matita, verá como sale el rabanito. Así, no; que se rompe la mata. ¡Jesús, qué torpe! ¿Lo ve usted? Ya se ha roto. Voy yo á su huerta, es decir, si usted me lo consiente.

—No faltaba más. ¿Á salto?

—¡Qué horror! En dos minutos estoy ahí. Desapareció detrás de la tapia.

Á poco, estaba con Alberto extrayendo rábanos de la tierra. Había anochecido ya, y de ahí que la Ciorretti se tropezase á veces con el joven. Á partir de esta recolección vespertina comenzó la amistad, que llegó á hacerse íntima. Alberto, á la postre, claudicó, pero sin poner en sus relaciones con la viuda otro interés que la voluptuosidad leve á que el calor estivo le inducía. Concluído el verano, [p. 67] quebróse toda ligadura, y Alberto no volvió á acordarse de Pía Octavia, de sus peplos incitantes ni broncíneas botas.

Ahora, en aguda crisis espiritual, encerrado en sus cogitaciones, no echaba de ver que la Ciorretti le esperaba á diario sobre el terradillo. Una tarde salió Alberto á sentarse al pie del parral. La viuda, que lo vió, comenzó á dar grititos, y el joven hubo de acercarse.

—¡Ingratísimo! Así se trata á las amigas. Cerca de un año hace que nos separamos.

Quiso hablar Alberto, pero la Ciorretti se le adelantó.

—Si no necesito disculpas... Ya sé que se va usted á casar. ¿Cuándo, cuándo es el acontecimiento?

—¡Casarme...!

—¿Cómo casarse? Cualquiera diría que le toma de sorpresa...

Alberto se las arregló como pudo para cortar cuanto antes el palique y volvió á encerrarse en la casa. Llevaba el corazón colmado de un sentimiento de vergüenza. Las mejillas le abrasaban. Su novia... ¡Pobre Fina!

Hizo sonar el timbre, y en acudiendo Manolo, le ordenó que á la mañana siguiente le tuvieran apercibido un maletín y un caballo con que ir á Villaclara.

Al siguiente día, cuando montaba á caballo en la plazoleta orillada de álamos reales, oyó á ma [p. 68] nera de un lloro en los balcones. Azor y Sultán asomaban el hocico entre los hierros pugnando por arrojarse á tierra.

—¡Calla, Sultán; calla, Azor, que pronto vuelvo! Y se despidió afablemente con la mano.


[p. 69]

IX

Conforme hacía camino el caballo, á compás del trote cochinero y machacón, Alberto procuraba concentrarse, sentirse, conocerse. La conciencia se le evaporaba. Poníase á cantar distraídamente, acoplando el ritmo al trote del rocín, hasta que llegaba un punto en que volvía sobre sí, sorprendiéndose de cantar y vivir como por máquina. Comprendía difusamente, entre turbios vapores espirituales, que en su alma germinaban á lo sordo las ideas matrices y las normas morales de una vida renovada, toda serenidad y aplomo.

El día era encalmado, muelle, y el campo pulquérrimo, como si las lluvias recientes lo hubieran esmaltado. Un vasto olor á tierra húmeda abarcaba en su seno matices profusos de flores varias; la madreselva emitía la nota aguda.

Alberto descabalgó, tronchó unos piños de madreselva y los sujetó en un ojal de la chaqueta.

[p. 70] Las praderías verde-veronés, tachonadas por la mancha bermeja de las vacas pacientes, le obligaban á detenerse en ocasiones, henchido de sutil emoción de color, reposándose de toda inquietud, á la manera que un líquido, rota la redoma, se difunde por una superficie plana. Recobrábase luego, y entendía de pronto, aunque sin pararse á teorizar, el infinito deleite egoísta que macera la soledad del ermitaño.

Almorzó en una venta, en la raíz de la cuesta del Palomo, y pidió que le sirvieran solamente verduras y frutas para postre. El ventero le tomó por loco. Salió después de comido, cuesta arriba, entre pinos muy fragantes. Desde la cumbre del Palomo se atalaya un valle por donde corre, en meandros la ría de Villaclara; las márgenes, guarnecidas de casas de recreo, á modo de flores blancas y rojas, las cuales van espesándose y forman poblado; al fondo, el mar. En aquella sazón la ría estaba gris y refulgente, como de mercurio; terso y verdoso el mar. En la desembocadura flotaba un bergantín con el velamen marfileño desplegado.

—«¡Pobre Fina!» —se dijo Alberto colocándose de repente en circunstancias históricas. ¿Amaba ó no amaba á su novia? La imagen de aquella criatura, amasada con sustancia de mansedumbre y silencio en carne morena y casta, se le huía á temporadas del corazón y la memoria; mas de súbito acudía á poseerlo infundiéndosele dentro de las entrañas de tal suerte, que le provocaba la ilusión [p. 71] de estar animado de un vaho etéreo, de una fuerza ascendente. Y comenzaba la garganta á inundársele de sollozos, mitad de remordimiento y mitad de ternura.

—¡Pobre Fina!


[p. 72]

X

Don Medardo Tramontana estaba reputado en Pilares como uno de los capitalistas más fuertes. Emigrante á Cuba en los primeros años de su adolescencia, la fortuna le fué benigna. Á los treinta y cinco años de edad volvía á España con sus dos milloncejos de pesetas á cuestas, y en estado de inefable delgadez, la cual se hacía más notoria á causa de su aventajada estatura. En Santiago se había dejado el hígado y todas las sustancias adiposas del organismo, pero volvía cargado de ilusiones, sabiendo leer en voz alta con mala prosodia y hablar aforísticamente, y con la misma abundancia cordial con que se había ido. Lo primero, favoreció en una medida conveniente á su parentela, aldeanos del interior, extremadamente pobres. Luego se estableció en Pilares, y allí puso en cotización sentimental su cara huesuda, amarilla, aguileña, como una onza, muestra patente de las muchas [p. 73] que tenía. Entre los cuarenta y los quince, la mayoría de las vírgenes pilareñas aspiraron á la dulce posesión de la onza. Don Medardo seleccionó con buen tino, y en último término hizo suya á Lolita Muslera, dieciséis años más joven que él, no mal parecida y de generosas condiciones morales. La fecundidad del matrimonio fué somera; dos hijas ó vástagas , según don Medardo, dió por todo fruto. Leonor, la primera, fué desde muy niña vivaracha, desenvuelta, mimosa. Josefina, por el contrario, era taciturna, meditativa y poco afectuosa exteriormente. Los padres amaban más á Leonor, y se enorgullecían de su hermosura, que, en rigor, no era sino movilidad y gracia del rostro. Á Josefina la habían habituado á considerarse fea; pero, la serenidad clásica de sus líneas, el sosiego de sus grandes ojos, la sonrisa apenas esbozada y el decoro de su expresión, eran notas que se armonizaban en una belleza exquisita, difícil de ser gustada á no ser con reverencia y recogimiento. Sin embargo, Josefina tenía dentro de su hogar un adepto; la tía Anastasia, hermana de la madre de don Medardo, y mujer muy ingenua y llana. Leonor no gustaba de salir á la calle con la tía Anastasia, porque ésta no había logrado nunca adquirir el buen porte de las ciudades. Á Josefina, en cambio, le agradaba la compañía de la vieja, y no era raro que fueran las dos juntas á la plaza á hacer la compra.

Don Medardo había conocido á Alberto en el [p. 74] Círculo de la Alianza Industrial y Mercantil, en el cuarto del crimen , ó sea sala de juego. Don Medardo entraba por entretenerse. Á las diez monedas de peseta, que era todo su caudal diario de aventura, las hacía experimentar infinitas y emocionantes fluctuaciones, y así pasaba las horas, ajeno de todo cuidado. Delante del tapete verde hubiera sido cumplidamente feliz á no ser por las burlas de que le hacían objeto los señoritos de Pilares, burlas que él á su vez solía repetir con la tía Anastasia, moviendo la hilaridad de doña Dolores y de Leonor; y hasta se permitía corregir el vocablo á la vieja, sólo que daba la pícara casualidad que en tales casos era él quien se equivocaba. Desde la primera vez que don Medardo vió á Alberto, le consagró una gran simpatía y admiración respetuosa. Alberto no chanceaba con él, como los otros; indudablemente, era un señorito con educación é higiénico ; y para don Medardo estas palabras tenían mucha transcendencia. Un día, como aspirando á lo imposible, don Medardo osó invitar á Alberto á que almorzase en su casa, añadiendo que, tanto Dolores como las niñas, tendrían mucho gusto. Alberto aceptó. En la mesa se condujo con gentil donaire y sencilla afectuosidad. La familia quedó cautivada. Por la noche, estando doña Dolores en su alcoba haciéndose la trenza, á punto de insinuarse en el tálamo conyugal, ó que tal había sido, y que ella acaparaba en razón de su corpulencia, presentóse de improviso don Medardo en [p. 75] ropas muy menores y en tremenda manifestación de su estructura ósea.

—¡Qué susto, Medardo!

—Calla, mujer. No podré dormir si no te digo un secreto.

—¡Ay! ¿Qué ocurre?

—¿Qué te parece Alberto?...

—Me lo has preguntado cien veces en el día, y te he respondido lo mismo; muy simpático.

—¿Qué duda coge? Y con educación. Oye, ¿qué te parece si llegara á casarse con Leonor? Un joven tan higiénico.

—Calla, hombre, no digas tonterías. Y no es porque ella no se merezca eso y más.

—Ya lo creo; por eso lo digo. Mira que... Vaya, adiós mulata.

Claro está que doña Dolores no era mulata, pero tal era el loor más tierno de don Medardo, el cual, acercándose á su esposa, la besó en la frente, alta, rotunda, serena, donde no se habían albergado nunca ideas tormentosas.

La misma noche, la tía Anastasia preguntaba á Josefina:

—¿Qué te parece ese rapaz, neñina?

—¿Qué rapaz, tía?

—¿Quién ha de ser? El que comió hoy aquí.

—Pues... nada.

—¡Ay, palomina mía! —suspiró la vieja, abrazando fuertemente á su sobrina.

Alberto frecuentó desde entonces la casa. Sus [p. 76] visitas fueron tan asiduas y largas que don Medardo, destilando satisfacción por ojos y boca en forma de sonrisa, se creyó en el caso de preguntar á su hija Leonor, á tiempo que le prodigaba cariciosos golpecitos en la mejilla:

—¿Qué hay? Al papá no se le oculta nada. ¿Os entendéis ya? ¡Ah, picarona! Dímelo, ea.

—Pero, ¿quiénes, papá?

—¿Quiénes han de ser? Tú y Alberto.

—Anda, anda... Ni en sueños. ¿Cómo se te ha ocurrido una idea tan descabellada?

Don Medardo agachó la cabeza, anonadado:

—Pero, entonces... —se atrevió á objetar—, ¿á qué santo ese visiteo de todos los días?

—Yo qué sé, papá: vendrá por entretenerse.

—Además, si no me equivoco, os he oído trataros de tú.

—Sí; á los pocos días nos hablaba de tú á Josefina y á mi. No sé si también á la tía Anastasia. Milagro será que el mejor día no os tutee á mamá y á ti. Dices que es muy buen chico, y no lo dudo, y que tiene talento, y eso, permíteme que lo dude. No sabe bailar rigodón, ni recitar versos de Pérez Zúñiga, ni juegos de prendas..., y luego, hay tardes que apenas si despliega los labios.

Don Medardo intentó exculpar á su ídolo:

—Eso es sin duda culpa de Josefina, que parece una marmota; y, claro, el muchacho se encontrará prohibido.— Don Medardo pensó decir cohibido .

Sí, la marmota era la causa del silencio de Al [p. 77] berto, y también de las visitas diarias. Había comenzado por sentir un llamamiento recóndito desde el hogar del indiano. Á él acudía sin saber por qué, como si la mecánica de su espíritu le indujera á pensar que sólo allí encontraría equilibrio estable. En los preámbulos de sus relaciones, mostrábase locuaz y chispeante, perseguía la amenidad y aspiraba á hacerse querer de todos. Á Josefina la trataba como á una niña, porque si bien andaba por los veinte, á ello le autorizaban las trazas infantiles de la muchacha, su grande ingenuidad y la misma opinión del resto de la familia. Pero, poco á poco, Alberto fué comprendiendo que la supuesta niña guardaba un arcano interior, profundo y rico. Arrepintióse de las palabras frívolas, de las gracias de poco momento que hasta entonces le había dicho, y pensó, como en un ideal vislumbrado, en poseer el alma de Josefina. Soñaba con ella de continuo. Estando á solas, rebuscaba y componía las frases modestas y llenas de pasión que luego había de decirle; pero, en acercándose á ella, sentíase desesperanzado y como á infinita distancia de aquella pureza estelar que debía de ser el corazón de Josefina. Rehuía la conversación, considerando que tal vez el silencio era la única vereda que le condujera al afecto de la amada. Una tarde Alberto sorprendió á Josefina contemplándole de tan intensa manera que no cabía duda acerca de la naturaleza de sus sentimientos. Al verse sorprendida, no bajó los ojos, no se [p. 78] ruborizó, sino que siguió mirando, fijamente, tenazmente, amorosamente. Alberto estuvo á punto de abalanzarse á besarle los pies, á adorarla, sin miramiento de los que estaban presentes. Refrenó su frenesí hasta que pudo hablar un momento á solas con Josefina, y dijo, tembloroso, los ojos húmedos:

—Pero, ¿es verdad que me quieres?

—Sí —respondió Fina, con voz tersa.

—¿Desde cuándo?

—Desde siempre; y para siempre.

Y siguieron mirándose de hito en hito, como si el amor los hubiera inmortalizado, trocándolos en estatuas.

Los amores de Alberto y Fina se traslucieron muy pronto. La tía Anastasia los consideró como un triunfo personal suyo. Don Medardo no se resolvía á alegrarse; se encontraba vagamente vejado; le hería que Leonor hubiera sido postergada. De otra parte, no podía entender qué era lo que Alberto había visto en Fina, para enamorarse de ella, y llegó á dudar de la sinceridad del joven.

—¿No se querrá reir de ella, Dolores? —preguntaba á su esposa.

—Yo qué sé, Medardo. Los hombres sois tan particulares... ¿Qué tenía yo para que tú te hubieras fijado en mí?

—No acompares, mujer. Ya quisiera Fina parecerse á ti, cuando tenías su edad... —Luego inesperadamente encendido.— ¡Y aun ahora..., mu [p. 79] lata! —la oprimió con ímpetu el mantecoso brazo.

—¡Ay, Medardo; no seas bruto! Ellos parece que se quieren, de modo que mientras dura...

—Sí, pero hay otra cosa. ¿Te parece bien que la mayor, la más lista, la más guapa esté sin novio? Es una injusticia y no puede ser.

—Ya sabes que pretendientes no la faltan.

—Si tú llamas pretendiente á ese Hurtado... Un títere.

—Y ya ves; á ella no le disgusta.

Leonor se había encaprichado por Telesforo. Olióselo éste y se propuso cultivarle el capricho, hasta que alcanzase el máximo desarrollo. Para ello, había sobornado, con bastante tacañería, á una criada, la cual entregaba á diario á la señorita una carta y una composición poética. Los versos de Hurtado estaban cargados de vehemencia y detonantes ripios. Pero á Leonor la sacudían los nervios, haciéndola suspirar, con una mano sobre el corazón.

El emponzoñamiento poético llegó á manifestarse por medio de alarmantes perturbaciones. La infeliz enamorada perdió el apetito, la risa, el arte de bordar zapatillas de moqueta, y con periodicidad abusiva experimentaba soponcios y patatuses. La entereza de don Medardo sufrió con esto tan rudos golpes que en poco tiempo hubo de desmoronarse, dejando abierta á la voluntad de su hija amplia brecha por donde penetró triunfalmente Telesforo Hurtado.

[p. 80] Pero Telesforo se determinó en captar las simpatías de los papás y lo consiguió. Por el contrario, Alberto, según pasaba el tiempo, incurrió en tales arbitrariedades y ligerezas que don Medardo y su esposa llegaron á dudar del estado de su mente. Tan pronto desaparecía de la casa, haciendo suponer que había roto con Fina, como se presentaba sin previo anuncio, con grande aplomo y naturalidad, no de otra suerte que si fuese la muchacha una prenda sobre la cual él ostentara indiscutible derecho. Por eso no era raro que doña Dolores murmurase de vez en cuando:

—¡Quiera Dios que tu ligereza de haber traído á casa á ese hombre no nos cueste cara, Medardo!


[p. 81]

XI

Era por la mañana, pocos momentos antes del almuerzo. Estaban sentados en el jardín de la casa don Medardo y su mujer, Hurtado y su novia. Fina cortaba flores con que adornar la mesa, lejos del grupo y de manera que no podía alcanzar lo que hablaban. Don Medardo, con el tronco terriblemente tieso sobre un sillón de paja, exhaló un balbuceo:

—Pero, ¿usted cree, Hurtado, que ese... criminal? Vamos, quiero decir... ¿Cree usted que es él...?

El rostro de don Medardo era cadavérico.

—Por Dios, papá, no te pongas así.

—Calla, Leonor —ordenó el padre.

—Le diré á usted... Yo ya le he contado. Al día siguiente del suceso misterioso estuve en su casa. Aquello era una ruina; todo roto...

—«Señales evidentes de sangrienta lucha»; ya lo dice el periódico —intervino doña Dolores.

[p. 82] —Pero él —continuó Hurtado, estirándose verticalmente hacia abajo las guías del bigote— estaba muy fresco. Se bañó delante de mí, y se untó luego con un agua que le cuesta catorce pesetas el frasco.

—¡Qué monstruo! —exclamó don Medardo, elevando los brazos al cielo, y con un periódico nerviosamente estrujado en la diestra. Parecía un profeta demente, consumido por los ayunos y las maceraciones.

—Mira, papá; te excitas sin venir á cuento. Alberto será todo lo que se quiera, y ya veis que yo no he sido santa de su devoción, ni él de la mía; pero eso que decís, ¡vamos!, me parece tan extraño, tan imposible...

—Imposible, no —afirmó Hurtado.

—¿Es que tú quieres empeorarlo, Telesforo?

—¡Imposible...! —sollozó don Medardo, sacudiendo la cabeza cogitabundamente— ¿Sabes, hija mía, lo que es una borrachera, un lavabus , como le dicen esos señoritos, que mil veces se lo he oído en el Círculo?

—¿Cómo va á saber ella lo que es una borrachera, Medardo?

—Bueno, de oídas he querido decir, mujer. Pues sí, hija mía; cuando toman uno de esos terribles lavabus , se convierten en energúmenos. Una noche rompieron todos los espejos del Círculo, y cuidado que había algunas lunas de cuerpo presente —se refería á los espejos de cuerpo ente [p. 83] ro— que valían un dineral; luego arrojaron á la calle todos los muebles del salón amarillo, hasta los tudescos —chubesquis— ardiendo y todo como estaban, que no se produjo una confragación por milagro divino; luego, se desnudaron...

—Estarían preciosos —comentó Leonor, procurando tomar el lance á risa, y, desde luego, provocando una mirada colérica de su novio. Doña Dolores, que lo observó, acudió al pronto:

—¡Qué cosas dices, Leonor! Y tú, Medardo, estás tan nervioso que no reparas. Cambiemos de conversación, que se acerca Fina.

—Por si acaso —susurró don Medardo, en voz tenebrosa é insinuante, inclinándose sobre su mujer—, conviene que le digas á la niña durante el almuerzo que se le quite eso de la cabeza.

—Mira, díselo tú, que eres el jefe.

Josefina se acercó al grupo; se sentó en una silla baja.

—¿Has puesto ya las flores en la mesa? —preguntó Leonor.

Josefina afirmó con la cabeza.

Telesforo, sirviéndose de hábiles anfibologías, sugirió la idea de que era ya hora de comer, de lo cual todos se habían olvidado. Se encaminaron al comedor con aire lúgubre, como si por primera vez fueran á iniciarse en ritos de antropofagia.

El almuerzo se deslizaba en un ambiente de sopor funerario. Cuantas veces intentó Hurtado abocar un tema de palique fácil, vió fracasada su [p. 84] empresa. El escaso apetito de la familia Tramontana le cohibía de embaular tanta vitualla como su estómago solicitaba. Don Medardo había rechazado la tortilla con evidente despego; los demás apenas si la tocaron, de manera que llegó al turno de Telesforo casi en su íntegra y doncellil rotundidad. Hurtado la contemplaba con amorosa codicia, ansiando poseerla; pero, acometido del pudor deglutivo, hubo de conformarse con un segmento.

La tía Anastasia, que estaba en el secreto de todo, y á causa de su ingenua imaginación suponía ya á Alberto aherrojado en mefítica mazmorra, experimentaba en aquellos momentos agonías mortales, y se veía y se deseaba para no romper en un lamento desgarrador. Tenía el corazón como una alcaparra.

Josefina miraba á ratos en torno suyo serenamente. Veía aquel espectáculo extraño, pero no sentía curiosidad por conocer sus causas.

Un pato, con nabos, que apareció en el centro de la mesa, parece que transmitió á la voluntad de don Medardo cierta dosis de energía.

—Las situaciones difíciles hay que resolverlas pronto —habló. Su acento oscilaba y por momentos se hendía, ronco. Miraba al pato y á los nabos con la tenacidad de la desesperación.

Doña Dolores y Hurtado pusiéronse á contemplar tozudamente el mantel. La tía Anastasia se mordía los labios por dominar el sollozo. Leonor [p. 85] seguía los gestos de su padre. Josefina aguardaba los acontecimientos, sin sospechar que ella era la víctima.

—Josefina, hija mía.

Josefina volvió el rostro hacia su padre, un poco asombrada. Don Medardo bebió un buche de agua de Vichy.

—Tengo que decirte algo que me parte el corazón —la piel de Josefina, morena, suave y mate, como de cera, empalideció—. Tus relaciones con Alberto han terminado para siempre.

Josefina, callada, quieta, impasible, aguardaba nuevas palabras. Don Medardo no atinaba á continuar hablando. Se interpuso Leonor:

—No le alarmes, papá quiere decir...

Y don Medardo, cogiendo la frase:

—Quiero decir que han terminado para siempre. ¿Lo oyes? —silencio— ¿Lo oyes?

—Sí, ¿qué más? —con voz apacible y tranquila.

—¿Eh? —inquirió don Medardo, entre estupefacto y desfallecido.

Y Josefina, en la misma pauta de serenidad:

—Si se ha muerto ó... se ha casado.

—Peor, peor; no preguntes, hija de mi alma —y se ocultó el rostro entre las manos.

Entonces la tía Anastasia estalló en un alarido trágico; doña Dolores se abalanzó sobre su esposo creyéndole atacado de un mal repentino; Leonor acudió en auxilio de su madre; Hurtado se vió constreñido á abandonar el muslo del pato con el [p. 86] aditamento de media docena de nabos por acudir en ayuda de su novia, y Josefina entretanto, con su divino aplomo de estatua, aguardaba sin impaciencia.

Don Medardo se encontraba mal. Entre doña Dolores, Leonor y Hurtado lo condujeron á su alcoba. Quedaron solas en el comedor Josefina y la tía Anastasia.

Josefina interrogó con los ojos á su vieja amiga, y ésta le refirió todo lo que sabía; á lo cual, la niña no pudo menos de suspirar, de manera que parecía sonreir.

—¿Quién lo diría, verdá, paloma?

—Pero ¿está en la cárcel, tita? ¿Sabes algo?

—Nada sé de cierto; pero ¿dónde quieres que esté?

Josefina se recogió dentro de sí misma; sobre la cera de su rostro resbalaba una lágrima.

—¡Cuánto te hace sufrir, paloma! Es cosa de un momento. Lo olvidarás y lo aborrecerás como se merece.

—¿Qué dices, tita Anastasia? ¿Tú dices eso, tita Anastasia? Ahora lo quiero más que nunca, porque ahora estará sufriendo, quizá llorando. Estar separada de él... ¿No lo comprendes, tita Anastasia, tú que eres buena y entiendes estas cosas del querer?

La tía Anastasia permaneció perpleja unos instantes; luego, llorando, estrechó entre sus brazos á Josefina:

—Sí, dices bien, paloma. Jesús, Jesús, ¿cómo pude yo dudarlo? ¿Te hice mal, paloma?

[p. 87] Josefina, dejándose besar, negaba con la cabeza. Se desasió de los brazos de la tía.

—Voy á ver cómo sigue papá.

Desde la puerta de la alcoba siseó, llamando á Leonor.

—¿Está malo de veras?

—No es nada. ¡Ay! Gracias á Dios. ¿Por qué no entras?

—Si le disgusto...

—Vaya, no seas tonta. ¿Qué culpa tienes tú? Ah, ¿te ha dicho algo la tía?

—¿De qué?

—De lo de Alberto.

—Sí, todo.

—Por supuesto, á mí, aun cuando me lo juren frailes descalzos, no me entra en la cabeza. No puedo creer que sea cierto. Y tú, ¿qué dices?

—Que aun cuando fuera cierto...

Leonor abrió mucho los ojos; se adelantó á exclamar:

—¡Lo que ibas á soltar, niña! Se te ocurre cada disparate...

—¿Es que tú?...

—¿Yo, en un caso de esos?... Vaya, hombre; cruz y raya. Como si le dieran viruelas. Vamos con papá.

Don Medardo bebía una poción reconfortante, y Telesforo le sostenía el platillo de la taza. Al ver á Josefina la solicitó con el gesto, y cuando la tuvo á su lado la aprisionó por la cintura.

[p. 88] —Pobre hija mía, qué pena me das.

—Tranquilízate, papá, y no te inquietes por mí. Con la mano derecha alisaba, lenta y mimosa, unos cabellos ralos y crespos, sobre el cráneo picudo de su progenitor.

—Si saliéramos al jardín... El aire le hará mucho provecho —aconsejó Telesforo. Sus palabras no eran sino eco deforme de su pensamiento: «si salieran al jardín, yo podría terminar el almuerzo en paz y en gracia de Dios.»

—Sí, Medardo. Telesforo habla como un libro. Al jardín —y ayudó á incorporarse al esposo.

Sentóse la familia bajo el parral sombroso que corre á espaldas de la casa, y Hurtado, con escurridiza ingeniosidad se insinuó en el comedor.

Á las tres de la tarde, Telesforo hubo de bajar á Villaclara á ciertos menesteres. Don Medardo, doña Dolores, Leonor y la tía Anastasia fuéronse á dormir la siesta. Josefina permaneció en la huerta, repasando y adobando hortalizas y plantas de flor. Sacó á Sirena, la vaca familiar, á pacer de la apretada y sustantífica hierba de un pradezuelo, al borde de la cerca. Luego se acercó á las colmenas, adosadas en fila sobre la pared del palomar. Muy próximo corría un arroyo, atravesando de un lado á otro la huerta, y en sus márgenes se apretaban, á modo de giraldilla infantil, margaritas y narcisos, rosas y claveles. Josefina fué á acomodarse en el césped, en un redondel de sombra, á la vera de sus flores. Sus ojos se elevaban involuntaria [p. 89] mente hacia la cima de los grandes álamos negros, agudos como torres ojivales, que emboscaban la casa. Una bandada de jilgueros, uno en pos de otro, giraban en torno de la copa del álamo más alto, y era como una corona alada y melodiosa suspendida por gracia de milagro en el aire azul. Y Josefina, casi fascinada, adelantaba el rostro, alargando el cuello como para comulgar. La canción clara del arroyo le acariciaba los oídos, y el olor de tanta rosa la mantenía con los labios y los dientes entreabiertos, jadeando un poco. Las abejas venían á su vecindad; se posaban sobre sus brazos, sobre su cabello, sobre su seno; todas la conocían. Cuando los jilgueros rompieron el círculo encantado, Josefina se volvió á las abejas, y comenzó á recitar con suavidad cantarina:

Las abejitas de la Virgen,

y las abejitas de Dios;

haced de la flor que yo quiero

la miel para mi corazón.

Abejitas que hacéis la cera,

abejitas que hacéis la miel;

no es el narciso, ni es la azucena,

ni es la rosa, ni es el clavel,

ni es la flor del agua

de espuma y cristal,

ni la madreselva

que cubre el tapial...

Con vuestra cera haré á la Virgen

un cirio para le ofrecer.

Que ella os diga la flor que yo quiero.

Abejitas; traedme su miel.

[p. 90] Abejitas de Santa Ana

que en los higos de la su higuera

ibais siempre por la mañana

á chupar la miel y la cera.

Abejitas, por San Joaquín

y por la su hija galana;

tráeme la dulce miel que sana,

la miel de la flor de aquel jardín.

Y las abejitas, como si se embriagasen con la voz de la niña, comenzaban á danzar en el aire, zumbando armoniosamente.

Promediada la tarde, los sesteantes descendieron de nuevo al jardín. Telesforo había vuelto de Villaclara. Doña Dolores y Hurtado procuraban convencer al jefe de la casa de lo higiénico y salutífero que sería emprender una caminata hasta la playa de Salsero y los pinares que la aprisionan. Don Medardo rechazaba todo proyecto ambulatorio:

—No perdáis el tiempo. Mis piernas no están hoy para nada. Y señalaba algo que pudiera presumirse armadura de alambre dentro de unas perneras arrugadas y flotantes.

De repente se oyó un grito múltiple.

Alberto abría el portón, de recios barrotes pintados de rojo, y penetraba, muy serio, jardín adelante.


[p. 91]

XII

Como de costumbre, Alberto dejó el caballo en la venta del Pino, dos kilómetros antes de Villaclara. Desde allí siguió á pie, tomando atajos y callejas. Atravesó un bosque de robles, entre sombra húmeda en donde silbaban los mirlos. Desde la linde del bosque, bajaban los prados por las laderas. En los setos de zarzamoras los gorriones parloteaban bulliciosamente, antes de retirarse á dormir.

Alberto descendió por un sendero de tierra amarilla, abierto á través de los prados. En el fondo de la hondonada corría un riachuelo, de pedregoso lecho y aguas ambarinas, en cuyo seno se desparramaba la luz rosa de la tarde. El tronco carcomido de un castaño hacía de puente. Del otro lado arrancaba un otero, poblado de manzanos enfrutecidos. Alberto subió hasta la cumbre; á sus pies se veía el tejado rojipardo de la casa de Josefina, y el cono oro-viejo del henil, y la caperuza bermellón del palomar, y la man [p. 92] cha negra y fluctuante de los álamos viejos. Las sienes del mozo latían. Se detuvo indeciso. De pronto echó á correr, cuesta abajo. Junto á una paredilla ruinosa descansó; luego, por un boquete que en ella se hacía, pasó del otro lado, y bordeando la casa y la huerta se encaminó á la entrada principal. Por encima del muro se veía el jardín; las colmenas, alineadas sobre el palomar; narcisos y margaritas, rosas y claveles, encubriendo el arroyo, que salía fuera de la casa y pasaba por delante del lugar en donde Alberto se encontraba. Unas piedras, á flor de agua, servían de pasadera. Oíase el rumor de una conversación entre el follaje y de vez en vez se veía una mancha movible y clara.

Alberto se acercó al portón, de recios barrotes pintados de rojo, levantó el pestillo y penetró en el jardín. Un grito extraño, proferido por varias bocas á la vez, acogió su entrada. Vió en el fondo de la avenida principal á don Medardo, sentado en un sillón de paja verde, y cerca de él á doña Dolores, Leonor y Hurtado. Don Medardo agitaba los brazos y murmuraba algo ininteligible. Doña Dolores y Leonor se retiraron. Luego se oyó la voz de la señora: «¡Josefina, Josefina!; sube inmediatamente á casa.»

Alberto apresuró el paso.

—¿Qué es lo que ha ocurrido? —preguntó á don Medardo alargándole la mano, que el viejo rechazó.

[p. 93] —¿Me querrá usted explicar? —insistió Alberto, algo mohíno.

Hurtado, que se mantenía con la cabeza gacha, intentó explicar el caso.

—Verá usted, Guzmán. Es que aquí...

—Es que —habló don Medardo, asumiendo la soberanía de su hogar— no me explico cómo se atreve usted á venir á esta honesta mansión... —en vano intentó construir un párrafo patético, recriminatorio y de amplia estructura. Se atrancó.

Alberto se devanaba los sesos sin acertar con la causa del enojo, gravísimo al parecer, de don Medardo. «Como no sea —pensaba— por el abandono en que tengo á la pobre Josefina.»

—Entendámonos, don Medardo. Yo tampoco me explico este recibimiento. Reconozco mis culpas; es un crimen si usted quiere, moralmente. Pero, puesto que me ve usted aquí, es señal de que estoy arrepentido.

—¡Ah! —gritó don Medardo— ¿Qué dice usted ahora, Telesforo? —y sin dejar responder á Telesforo se encaró con Alberto— ¿Y aún pretende usted deshonrarnos, presentándose aquí, como quien dice con las manos frescas de sangre húmeda, digo, con las manos húmedas de sangre fresca?

Alberto rompió á reir descaradamente.

—¿De qué se ríe usted? ¿De mi equivocación? No todos podemos ser sabios. En este caso, lo principal es...

—Sí, que yo soy un asesino. Perdóneme si an [p. 94] tes no he caído en la cuenta. Como guasa de un minuto podía pasar; me refiero al que lanzó el rumor. Antes de salir de Pilares me lo comunicó un amigo. La suposición era tan insensata, que pensé que á todos haría reir, como á mí me hizo reir. No volví á acordarme de ella. Ahora veo que ha cundido, y no sé cómo asombrarme de que haya gentes tan... inocentes que acojan semejantes mamarrachadas.

—Pero ¿niega usted?

—Le ruego, don Medardo, que no sea contumaz en la tontería.

—¿Eh? Explíquese usted.

—Digo, que ha dicho usted una tontería ofensiva para mí, y al calificarla de tontería procedo muy benévolamente. Y añado, que ya que de ligero ha aceptado y repetido la tontería, es justo que no insista en ella.

Don Medardo se puso en pie é inclinó el torso sobre Alberto, de manera que le escrutaba en los ojos muy de cerca...

—Pero... ¿De veras no es cierto?

—¡Ea, se acabó! —gruñó Alberto, en los últimos límites de la paciencia y á punto de girar sobre los talones, dispuesto á marcharse.

—¡Hijo mío! —sollozó don Medardo, lanzándose á abrazar á Alberto y llorando á moco tendido—. Si ya decía yo que no podía ser, si ya lo decía yo...

—Recordará usted, que yo también sostuve que era inverosímil —observó Telesforo.

[p. 95] —Quien dijo desde un principio que no podía ser fué Leonor; la verdad es la verdad. Miren si es lista.

—¿Y Josefina?

—Mire usted, Alberto; esa no dijo nada. Ya conoce usted su costumbre. Y ahora, por las glorias se nos van las memorias. ¿Ha leído usted los periódicos de estos días? ¿No? Pues, según parece, el juez se presentó en casa de usted. Hay indicios que le perjudican mucho. Lo que debe usted hacer, se lo suplico yo, es ir mañana á primera hora á Pilares, presentarse al juez, y desvanecer todos los errores. De este modo probará usted su inocencia. ¿Irá usted?

—Claro que iré.

Don Medardo comenzó á gritar:

—¡Lola, Leonor, Fina, Anastasia! ¡Bajen ustedes! Deprisita, deprisa.

Acudieron acuciosas doña Dolores, Leonor y la vieja Anastasia. Josefina apareció un poco después, con su andar deslizado y dulce de siempre.

Don Medardo se enjugaba los ojos y repetía:

—Si ya decía yo que no podía ser; si ya decía yo que no podía ser...

—Quien lo dijo desde un principio fuí yo; que te conste —dijo Leonor.

—Y yo, Leonor —añadió Telesforo.

—Diciéndolo yo doy por hecho que lo dices tú.

—Buen disgusto nos ha dado usted; es decir, usted no. Bueno, buen disgusto nos hemos tomado —suspiró doña Dolores.

[p. 96] Tita Anastasia guardaba silencio y lagrimecía.

—Y tú ¿qué dices? —Alberto oprimió la mano de su novia— ¿Creías que te ibas á casar con Ravachol?

Josefina no decía nada; contentábase con humillar los ojos y devolver tímidamente á Alberto su apretón de manos.

—¡Qué sosa eres, hija! —habló doña Dolores.

Y don Medardo:

—Déjala, que también ella habrá pasado lo suyo hoy. Pero, en fin, ya la paz reina en Cracovia.

—Y ahora —propuso Telesforo— que la paz reina en Cracovia, como dice don Medardo...

—Ó en donde sea, Telesforo, que á mí me da lo mismo. ¿Es que me he equivocado?

—Claro que sí, hombre. Se dice en Varsovia— rectificó la tía Anastasia orondamente.

—Pues digo que ahora es buena ocasión para que demos aquel paseíto á los pinares y á la playa. ¿Qué hay de eso?

Don Medardo se hacía el remolón. Entre ruegos y mimos se dejó convencer. Salieron todos, menos la vieja Anastasia, que se quedó en casa haciendo mantequilla. Delante iban Josefina y Alberto, detrás Leonor con Hurtado; á la zaga don Medardo apoyándose en su consorte.

Alberto y Josefina hablaban de raro en raro.

—¡Qué feliz soy! —bisbiseaba Alberto.

Josefina volvía los ojos á mirarlo, y veía que era verdad. Añadía:

[p. 97] —¿Y tú, Fina?

—¿Á qué me lo preguntas?...

—Cierto, Fina.

Al cabo de un tiempo:

—¿Me perdonas, Fina?

—¿De qué?

—De que á veces no me porto bien contigo. Te escribo poco; no sabes de mí...

—Calla, no digas eso.

—Pero te quiero, te quiero... ¡Si supieras! —Y se sentía arrebatado de una emoción avasalladora. Josefina volvía los ojos á mirarlo y sonreía:

—¡Qué loco eres!

De unas matas de madreselva, Josefina arrancó un gajo, que ofreció á Alberto, á cambio de otro, mustio, que pendía en el ojal de su chaqueta.

—Toma; ponte este que está fresco y dame ese. ¿Ves? Este ya no huele —lo guardó dentro del cinturón.

El matrimonio buscó sitio donde sentarse en el lindero de los pinares. Desde allí podían ver á las dos parejas de novios paseándose en la playa.

Josefina y Alberto se acercaron á la orilla del agua. La marea crecía. Con actividad infatigable venían las olas tumultuosamente; se levantaban de pronto sobre el nivel del mar, se henchían, se enlomaban, avanzaban, y cuando era más gentil su orgullo se derrumbaban, convirtiéndose en tersura inerte que la arena absorbía.

—Cada trece olas viene una más grande, que [p. 98] avanza más. Vamos á contarlas —propuso Josefina.

Empezaron á contar. En ocasiones hubieron de retroceder ante el postrer avance furtivo de una ola, deshecha ya.

—Parece que no es una ley científica, Fina. Esta ola trece ha carecido de acometividad.

—Sin duda es que nos hemos equivocado.

Se aplicaron á experimentar nuevamente.

—Pues ahora ha salido cierto.

—¿Lo ves, bobo?

—Sentémonos, si te parece.

Se retiraron hasta la zona de arena seca. Josefina se sentó. Alberto se tendió boca abajo; los codos en la playa y la barba en las manos, mirando á Josefina.

—Vas á decirme la verdad.

—Siempre te he dicho la verdad, Alberto.

—Cuando te dijeron de mí esa tontería imposible, ¿qué pensaste?

Josefina habló después de unos minutos de recogimiento.

—Á mí me lo dijo tita Anastasia. Como es tan buena, todas las desgracias crecen dentro de su imaginación. Me dijo que estabas en la cárcel. Yo tuve muchos deseos de llorar, pero no me atreví. Pensaba que estarías solo, y eso de no poder estar á tu lado me hacía mucho daño.

—¿Pudiste creer semejante cosa de mí?

—No me paré á pensarlo. Yo no sé nada del mundo. Cuando oigo hablar de las cosas malas [p. 99] que hacen algunas personas, no creo que sean cosas malas. Si lo hacen, por algo será que puede más que ellos. ¿Puedes tú explicarte que haga nadie el mal por gusto? Me decían eso de ti como cosa cierta. Yo no iba á averiguar por qué lo habías hecho. Sólo pensaba que acaso estarías sufriendo. Porque, ya te digo, no sé nada de las cosas del mundo. Una sé, y es cosa mía; lo único —púdicamente inclinó la cabeza—. Dirás, ¡qué charlatana se ha vuelto Josefina!

Alberto no respondió. Miraba tenazmente á su novia. Su entrecejo se plegaba con esa cerrazón patética de la carátula trágica; algo á manera de requerimiento angustioso al llanto que no acude. Su pecho iba colmándose de un aflujo de sensaciones dulciamaras, de gozo y de tristeza.

—No me mires así, Alberto.

—¡Ay, Josefina, Josefina! ¿Por qué te habré conocido? Temo no merecerte; temo hacerte desgraciada.

—No digas eso. Sin ti ¿para qué quiero vivir? Mira, si no me hubieras querido, te juro que me hubiera hecho monja. Lo pensé muchas veces: tita Anastasia lo sabe. Ahora ya, desde que te quiero, todo es diferente. Quererte: esto es todo. ¿Por qué me vas á hacer desgraciada?

—¿Qué sé yo? Porque yo lo soy, porque estoy desolado siempre, y no me atrevo á confiarte mis ideas por miedo á contagiarte de ellas. Al lado tuyo me olvido de todo, de todo; pero, en cuanto [p. 100] me aparto, soy una cosa sin voluntad, á merced de fuerzas desconocidas.

El cielo era de púrpura. Erraban por el mar temblores amoratados y violeta. Sobre el rostro de los dos amantes se proyectaba la lumbre sideral.

En Alberto, la forma peculiar de sentirse era el lirismo. Su temperamento engrandecía desmesuradamente el presente y le inclinaba á derramarse en frases torrenciales, á infundir sus emociones en imágenes pintorescas. Pero, como al mismo tiempo le inspiraban recio desvío la palabrería y retórica ajenas, se esforzaba en poner de continuo por delante del flujo vehemente de su corazón un dique de palabras austeras, áridas. Cuando hablaba con amigos sobre tópicos livianos, construía adrede laboriosos párrafos de grandilocuencia irónica. Pero cuando el sentimentalismo hacía presa en el tuétano de su espíritu, procuraba hablar con la simplicidad de un labriego, que su estilo fuese desnudo como la mano, y apenas si se traslucía en sus ojos el desorden interior. Por eso, al hacer á Josefina promesas de amor empleaba el tono concienzudo, frío, y un poco dubitativo quizá, de un campesino que pronostica las cosechas del año. Sin embargo, en ocasiones no podía mantener el continente impasible, y entonces, los músculos de su rostro, poco adiestrados en la gesticulación, perseguían la contracción expresiva, hacía tentativas de elocuencia mímica, las cuales unas veces eran cómicas y otras simpáticas, dolientes.

[p. 101] —Yo estoy segura de mí misma, Alberto.

Alberto se incorporó hasta ponerse de rodillas, con las manos apoyadas en los muslos, y en esta guisa se absorbió, sumiéndose sediento en los ojos de su novia, la cual le devolvía la mirada íntegramente. Como en dos espejos enfrentados, la reciprocidad de las miradas se perdía en horizontes infinitos de éxtasis.

—¡Fina, Alberto, que ya es tarde! —gritó doña Dolores.

Tomaron la vuelta de la casa. Anochecía. Cantaban las mozas en la fuente. Los ganados volvían al establo al toque de queda de las esquilas.

Leonor y Hurtado hablaban sin tasa, tejiendo proyectos conyugales. Fina y Alberto, en la avanzada, vivían el deleite sumo de sentirse muy próximos, casi fundidos, sin verse ni hablarse. Habiendo doblado el recodo de una calleja que les ocultaba á la vista de los que les seguían, Alberto tomó á Josefina de la mano; su pecho desfallecía. Cerró los ojos.

—Llévame así, Ariadna, por el laberinto de la vida. Soy ciego, guíame.

—Abre los ojos, cieguecito, para mirar á las estrellas.

Cuando Alberto volvió el rostro al firmamento, sus ojos estaban mojados.

—¿Ves? Aquella es la estrella que más me gusta.

Alberto se orientó en la noche, por saber qué estrella fuese la predilecta de Fina.

[p. 102] —Es Sirio.

—Es azul. Y siempre está estremecida.

De vuelta en casa, don Medardo declaró que el paseo le había sentado de perilla . Todos parecían contentos. Alberto y Hurtado fueron invitados á comer. Telesforo agasajaba por todos los medios á su novia y deglutía con cauta voracidad. Leonor le correspondía prodigándole mimosos melindres. En las mejillas de Fina flameaba un rubor tenue, virginal. Alberto la contemplaba á ratos con adoración muda, dilatada. Don Medardo y doña Dolores se hacían á hurtadillas guiños de inteligencia, revelando que presentían el futuro bajo los mejores auspicios. De sobremesa, salieron al invernadero á tomar el café.

—Abrid una ventana —rogó don Medardo.

—No seas chiquillo Medardo, que hay humedad, y luego por la noche será ella.

—La noche está muy templada, Dolores, y ya os he dicho que el paseillo me ha sentado de perilla.

Quería oir á un gañán misterioso de la vecindad que todas las noches, sobre aquellas horas, tañía en la flauta dulces aires de la tierra. No tardó en sonar la flauta. Todos escuchaban gratamente entristecidos.

—Si apagásemos la luz; hay luna —observó Alberto.

Josefina apagó la luz. Por la abierta ventana se metía la melodía de la flauta, olor de flores y un [p. 103] arrullo de tórtolas. La luz de la luna infundía verdosa y vibrátil fosforescencia á los ámbitos del invernáculo.

—¡Oh, qué poético! —murmuró Hurtado. Después, en voz baja, á Leonor:— He de componer una poesía sobre estos momentos deliciosos.

Enmudeció la flauta. Don Medardo se levantó:

—Es ya tarde para mí, y me retiro. Me permito aconsejar á usted, Alberto, que se acueste temprano, y se levante mañana temprano, y se vaya corriendo á Pilares. Que nos quedemos tranquilos de una vez.

—Es verdad: ya no me acordaba.

—Entonces nos despediremos todos ahora —habló doña Dolores.

Alberto no encontraba su sombrero. Buscaron vanamente en diferentes habitaciones.

—Como no esté en la glorieta de jazmines... Al volver de la playa pasamos por allí. Quizás lo haya dejado, distraído.

Josefina salió corriendo. Alberto la siguió, gritando:

—Deja, Josefina, no te molestes. Yo iré.

Se encontraron en la glorieta; estaban solos.

Alberto cogió entrambas manos de Fina, las atrajo hacia su pecho y luego las llevó á los labios. Entre la fragancia de los jazmines resplandecían con luz propia los ojos de Fina. Alberto deslizó las manos por los brazos de su novia hasta asirla de los codos; la aproximó hacia sí lenta y [p. 104] ahincadamente. Se aproximaron los cuerpos, transmitiéndose enervante tibieza; la respiración se confundía. Por mutuo y tácito acuerdo, se besaron; fué un beso mudo, lento, suave. Alberto, además de la sensación espiritual de transporte y abandono, gozaba el deleite físico de los labios de Fina, duros, tersos, fríos, húmedos y castos.

—¿Tampoco estaba allí? —preguntó Leonor, viéndolos venir sin el sombrero.

—No se ve nada. Deme usted la caja de cerillas, Hurtado.

El sombrero estaba en la glorieta.

Salieron juntos Hurtado y Alberto á tomar el tranvía de vapor para Villaclara. Desde el camino despidieron á Leonor y Fina, cuyas sombras se recortaban por oscuro sobre el cuadro amarillo de una ventana.

Permanecieron en pie en la plataforma trasera del tranvía, el cual comenzó á resbalar bordeando la ría, quieta y fúlgida. Los barcos veleros parecían aprisionar las estrellas entre la red de ensueño de sus arboladuras.

—Le he visto á usted hoy como nunca, Alberto.

—¿Cómo?

—Más entusiasmado, más así... No sé cómo explicarme. Desengáñese usted; á nuestra edad, lo único es el amor, y su solución más racional, el matrimonio. ¿Qué piensa usted?

—No sé qué pensar. Ayúdeme usted á discurrir. Primero, yo ó usted, ó X, nos enamoramos de una [p. 105] mujer, de esa variedad de particularidades corporales (cara, cuerpo, aire, expresión, acento, etcétera, etc.), que hace que esta mujer se diferencie de todas las otras. Si la amamos intensamente, las demás mujeres nos son indiferentes ú odiosas. ¿No es así?

—Sí, sí, desde luego. Sin embargo, hay algunas muy divertidas, vamos, para pasar el rato.

—Perdón, hablo del Amor, con mayúscula. Como usted decía antes, el único amor... Me refiero á ese sentimiento exclusivo que nos hace concentrar toda nuestra vida afectiva en una mujer determinada, y sin el cual no puede haber matrimonio lícito, honrado. Pues bien: figúrese usted que mañana, al volver usted á casa de don Medardo, sale á recibirle una mujer consumida, lacia, canosa, de flácido seno y boca desdentada, y que le tiende los brazos amorosamente, exclamando: «Telesforo de mi vida, ven con tu Leonor». Y que fuese en efecto Leonor, así transfigurada en el curso de la noche, por cualesquiera circunstancias, por arte de encantamiento si usted quiere. Espiritualmente, continúa siendo la Leonor de hoy. ¿La amaría usted como hoy la ama?

—Eso es caprichoso, imposible. Sé que no puede ocurrir; por lo tanto, no sé lo que haría en ese caso.

—¿Que no puede ocurrir? Si ha de ocurrir fatalmente, hombre de Dios. Sólo que la obra de unos años, muy pocos, no vaya usted á creer, yo la condenso en una noche. Prescindo, pues, de [p. 106] toda suerte de consideraciones morales; por ejemplo, la decepción que sigue al deseo conseguido, las innumerables miserias, corrosivas del amor, resultado necesario de la íntima convivencia. Nada de esto existe para mí en este momento. Anoto sólo el hecho físico de que la mujer á quien usted ama deja de ser esa misma mujer, se trueca en una criatura enteramente distinta y nada amable; lo mismo me da que engorde ó que enflaquezca.

—Parece usted referirse á un amor material...

—¿Al incentivo carnal?

—Eso es; pero el amor es algo desligado de ese materialismo; es un sentimiento puro.

—¿De alma á alma?

—Indudablemente.

—Entonces el matrimonio huelga.

—Discurre usted de una manera... Esas son exageraciones.

—Ya le he dicho que quiero que usted me ayude á discurrir. Cuando Platón enfoca el sentimiento del amor, desde puntos de vista diferentes...

—¿Platón? Usted habla en chanza.

—Sí, Platón.

—Pero, ¿Platón no es un nombre inventado, un tipo inventado, como lo es ese animal Heliogábalo que tanto comía?

—¡Perdóneme, querido Telesforo! En efecto, hablaba en chanza y creí que usted me seguiría la corriente —y para su capote pensó: «¿Pues no iba yo á hablar en serio con este beduíno?»

[p. 107] —Otra cosa, Guzmán. He tenido noticias gravísimas de los Meumiret. Cuanto antes retire usted de allí sus valores, mejor. Si usted tiene el resguardo aquí, con que lo endose á nombre de mi principal, está todo hecho.

—Sí, sí; como usted quiera. Y gracias.

—De nada. Basta que sea usted amigo y novio de Fina.

Llegaron al final del viaje.


[p. 108]

XIII

La estación del tranvía ocupaba un ángulo de los jardines de San Agustín, parque público de Villaclara. Una banda de música, compuesta de doce individuos barbudos, llamados en el pueblo los doce apóstoles , cada cual con un instrumento abollado, bronco y apocalíptico, lanzaba desde un quiosco japonés incongruentes trompetazos. El órgano Limonaire , gigantesco, de un cinematógrafo mezclaba su gangueo á los baladros de la charanga.

En la avenida principal del parque, bajo la luz de los arcos voltaicos, paseaban en círculo las señoritas del pueblo y las veraneantes.

—Daremos una vuelta á ver las caras bonitas que hay. ¿No le parece, Alberto? Luego iremos al cinematógrafo. Le tengo preparada una sorpresa.

—Nada de vueltas.

—Pues al cinematógrafo.

Alberto se resignó. El frente del tendejón esta [p. 109] ba deslumbrante. Agrio era el berrear del órgano, y agria su estructura; columnas salomónicas que tornilleaban y mareaban; complicados adornos, dorados, rojos, azules, amarillos; figuras pastoriles, dando vueltas en un afectado paso de danza. Una mujer de enorme sombrero con enormes plumas, enormes solitarios en las orejas, cejas enormes y enorme bigote, despachaba los billetes, muy erguida detrás de una mesa cubierta de terciopelo rojo. Á la derecha de la fachada pendía un gran hule negro, y en él letras colosales, dibujadas con tiza que rezaban ¡LA BELLA TOÑITA! Primera estrella de los Music-Halls. Luego el programa de las películas.

Alberto se adelantó á tomar dos asientos de preferencia.

—De ninguna manera —rectificó Hurtado, hablando con la dama de los ricos pendientes y la rica vegetación capilar—. Dos entradas generales —y volviéndose hacia Alberto—. Hay que ver á Antoñita de cerca. Es una monada. Amiga mía: se la presentaré —entornaba los ojos, con orgullosa voluptuosidad.

Entraron y avanzaron hasta los primeros tablones, á manera de bancos, al pie de la pantalla blanca. De aquella parte había buen golpe de mozalbetes de la clase media, expectorando supuestas gracias y agudezas que les diesen, en opinión de las señoritas sentadas en preferencia, fama de libertinos. Así que el salón quedó á oscuras, simu [p. 110] laron detonantes besos, aplicados sobre el dorso de la mano, que acompañaban de fingidos gritos femeninos; y esto les hacía reventar de risa. Para cada lance de las películas tenían un comentario de segunda intención, una picardía, cuando no una obscenidad desvergonzada. Alberto estaba asqueado.

Un pianista ejecutó un pasadoble torero. Los jovencitos hicieron coro. Se levantó la pantalla, descubriendo un pequeño escenario, vacío. Se oyeron unas pataditas, seguidas de cerca por el rugido de los mozalbetes. Á seguida salió á escena una mujer. Se envolvía á lo torero en un mantón de Manila, verde gayo y amarillo cromo. Bajo los flecos desmayados, como ramas de sauce, asomaba, con la gracia rígida de un cáliz invertido de azucena, una falda de seda blanco-mate, adornada con vidrios. Las medias, de seda blanca, muy sutiles, dejaban transparecer la carne, coloreándose de tenue iris rosa. Los zapatos, de raso blanco. El brazo derecho, delicado ó infantil, lo llevaba en alto, y en la mano un sombrero calañés de beludillo azul turquí. Inclinaba la cabeza hacia delante, evitando el brillo crudo de la luz, de suerte que Alberto, en un principio, no pudo saber si era bonita ó fea. Acompasando el aire jacarero del pasacalle, piafaba, levantando con mucho donaire las piernas y sin moverse del sitio; de pronto arremetía á andar, con pasos menuditos, agitando el sombrero en el aire, sacudiendo la ca [p. 111] beza y guiñando un ojo. Su falta de soltura y desparpajo la delataba como novicia en las lides coreográficas. Una faz abotagada y obtusa asomaba por los bastidores de la derecha; después de examinar lo que alcanzaba del público, se volvió á la artista, jaleándola con acento desgarrado: ¡Anda niña! Era la madre de la bella Toñita.

Terminado el pasodoble, Toñita arrojó el sombrero y el mantón, en un rebujo, del lado donde asomaba el estulto y celestinesco cráneo de la madre; sacudió los hombros, para arreglar á su gusto los tirantes del vestido, y se adelantó hacia las candilejas, cohibida y sin saber qué hacerse de las manos. Parecía muy niña, de dieciséis años á lo sumo. La candidez del traje, y los reflejos acuosos de los avalorios de vidrios añadían inocencia á sus formas incipientes, apenas púberes. Intentaba sonreir, pero no pasaba de ese gesto delicioso y bobalicón que el niño, sorprendido á raíz de un pecadillo, compone por disimularlo. Cantó el cuplé del grillo. Los mozalbetes entraban á hacer coro en el estribillo:

Crí, crí,

Crí, crí, crí.

Las familias honestas salieron del salón. Toñita parecía perder por entero su serenidad viéndose desairada del público burgués. Pero la faz congestiva y canallesca de su madre emergía de los bastidores infundiéndole bríos: Anda y que les den [p. 112] morcilla. Duro, preciosa. Siguieron otros cuplés, tan necios y sucios como el del grillo. Luego los mozalbetes solicitaron un tango. Toñita se excusaba, pero sus admiradores insistieron, dando palmadas y lanzando vociferaciones semisalvajes. La niña hubo de acceder. Salió al sesgo, trenzando los pies y moviendo mucho las caderas; el vestido arregazado hacia los riñones y asido con la mano izquierda; en la cabeza un sombrero flexible que sostenía con la derecha, en actitud convencional, alta la muñeca y el dedo meñique erecto. Los mozalbetes sembraron el escenario de sombreros y flores: ¡Ay, mi vida! ¡Tu sangre! gritaban, con enardecimiento ficticio. Y la niña, embriagada por las aclamaciones y aturdida por haber perdido el compás, se descoyuntaba de un vértigo de movimientos incomprensibles, pataleaba furiosa, echaba á volar los brazos y á rodar el menudo vientre, virginal aún, daba volteretas y hacía cabriolas, hasta que un minuto después de terminar la música se arrodilló, levantando en alto el sombrero, como los tenores cuando cantan un brindis. Un éxito estentóreo coronó los esfuerzos musculares de Toñita.

Alberto, en tanto la niña se hacía la ilusión de bailar, contemplaba sus piernas, de una línea incomparable; el tobillo endeble, la pantorrilla moderada y prieta, el muslo fino y acerado sobre el cual se adherían las delgadas batistas blancas, algo humedecidas por la transpiración. En algunos giros raudos, volaba de debajo de las faldas de To [p. 113] ñita olor á heliotropo y un vaho cálido de cuerpo sudado.

—¿Qué le parece á usted?

—Un prodigio.

—Usted se burla. La pobrecita baila como una gata histérica.

—Digo las piernas. Nunca he visto nada tan clásicamente gracioso. ¿Nos vamos ya?

—Ahora entraremos á saludarla. Muy buena muchacha. Le advierto que es doncellita todavía. Parece que Alfonso del Mármol pretende... Por dinero no quedará, pero la madre es una lagarta... Ea; ya estamos en el camerino, llamémoslo así. ¿Se puede, doña Consuelo?

—Adelante. Siéntense ustedes aquí, encima de este baúl. Es tan estrecho esto, rediez.

La doña Consuelo, fluctuando como un álamo bajo el huracán, á causa de su cojera, retiró algunas ropas de encima del baúl mundo.

Hurtado hizo las presentaciones. Estaban en un departamento angostísimo delimitado por cortinas de percalina roja. En un ángulo, permanecía silenciosamente Alfonso del Mármol. Tenía las delgadas piernas y los brazos cruzados, los lomos ceñidos al respaldar de la silla, la cabeza echada hacia atrás y un gigantesco cigarro habano entre los dientes. Su cara era aguileña, larga y enjuta; saliente y cortante la nariz, y de leve arrebol en la extremidad; la barba, de un rubio de maíz; la tez de marfil blanquísimo; las cejas, sutiles y altas; [p. 114] los ojos, pequeñuelos y desdeñosos, el párpado, enorme y flaco, distribuído en innumerables pliegues, caía sobre los ojos en razón de la postura erguida de la cabeza. Daba la impresión de un águila enjaulada, consumida por el tedio, é infundía á las gentes una gran inquietud. Al ver á Alberto, se puso en pie y le estrechó la mano cordialmente.

—¿Ha venido usted á ver á su novia?

—Sí. ¿Y usted?

—Al concurso hípico —solemnemente extrajo del bolsillo interior de la chaqueta un tarjetero de oro y se lo alargó á Alberto—. El premio del Conde de Bongrado. No hay en el mundo un animal como mi yegua Nena —dijo con frialdad, vomitando humo, como si hablase consigo mismo y sin prestar la más leve atención á la niña á quien trataba de seducir, ni á la madre, con la cual andaba en tantos y cuantos de dinero, ni al oliváceo Hurtado. Tan sólo Alberto, al parecer, era digno de aquilatar la hazaña. Alberto celebraba siempre las simpáticas petulancias infantiles de Mármol.

—Á ver, á ver —exclamó Toñita. Estaba en pantalones y con una camisilla liviana; descubierta la parte alta de los pechos, de una carne mate, blanco-magnolia, que amenazaba ajarse al tacto—. ¡Para mí, para mí! —gritaba Antoñita, saltando delante de Alfonso. Éste se había vuelto á sentar, y, con la cara hacia la techumbre y expresión distraída, presentaba la mano á Antoñita aguardando la devolución de su presea.

[p. 115] —¿No me lo da usted?

Alfonso continuó fumando, con la mano extendida.

—¿Será de oro? —inquirió Antoñita.

—Oro es, y bueno —afirmó Hurtado.

—Vamos, don Alfonso; dé usted gusto á la pitusa, que ya verá usted cómo se lo merece —rogó doña Consuelo, apoyándose en la pierna sana y con la otra pendulando dentro del faldatorio, á manera de badajo de campana.

Intervino Alberto:

—Quédese usted con ello. Alfonso no desea otra cosa que regalárselo.

—Sí, se lo doy... —comenzó á decir Mármol. Antoñita se apresuró á esconderlo en el seno—. Se lo doy á condición de guardárselo yo mismo donde ella se lo quiere guardar.

—Vaya si es pelma el señorito —murmuró Antoñita, con un mohín de disgusto.

—La que eres pelma eres tú. Mira qué de particular tiene. Ande usted, don Alfonso, verá usted que la muchacha se merece cualquiera cosa.

Alfonso se puso en pie, y con solemnidad distraída de sacerdote que celebra por rutina sus oficios, introdujo en el seno de Antoñita el tarjetero de oro. Antoñita adelantaba por instinto los brazos, como apercibiéndose á la defensa si llegase el caso, y dejaba obrar á Alfonso, sin poder reprimir un fruncimiento angustioso de las cejas. Cuando Mármol concluyó, la niña dijo suspirando:

[p. 116] —No ha abusado usted. Es usted muy bueno —y le tiró con inocente alocamiento de las barbas.

—Basta ya, niña. Á terminar de vestirse.

En tanto duró esta operación, en la cual la madre sirvió de azafata, deleitábase Alberto en la contemplación de Antoñita.

Pensaba: «las adolescentes, aparte de su incentivo voluptuoso y de la sugestión artística, poseen un encanto particular, un algo zoológico, que es aquietante y grato para quienes vivimos exageradamente recogidos dentro de nosotros mismos. El perro que dormita y de improviso yergue la cabeza, da una dentellada al aire y sigue durmiendo, ó que, sin razón aparente y fuera de propósito, piruetea y late con júbilo, nos sorprende, nos hace sonreir, y al cabo nos distrae de nuestras cavilaciones. ¿Á qué motivos poderosos obedece su conducta incongruente? ¿Quién sabe? Quizás un pobre mosquito invisible que fué cazado al paso, ó un tenue aroma de canina feminidad que nuestro olfato no percibe». De la propia suerte, á Alberto se le figuraba que las ideas, ó lo que por tales podían pasar, no se albergaban dentro de la cabeza de Antonia, sino que andaban revoloteando en torno, como los mosquitos en derredor de la cabeza del perro. Comprendía que el primer móvil de las acciones de la niña, como de sus alados movimientos y palabras sin nexo, era algo misterioso y externo, sutilmente diluído en el aire. Y así, Antoñita, distrayéndole, le inspiraba un gran interés, [p. 117] el interés del juego, de las cosas arbitrarias y sin finalidad, y le aplacía muellemente, como el agua que canta y murmura.

Alberto continuaba pensando: «Y esta apacible y atractiva sensación zoológica de la adolescencia incipiente, ¿qué es?» Y se respondía, iluminado de pronto: «La expresión de castidad, de inocencia». En efecto, figurándose plásticamente en su imaginación de artista la expresión de diversos animales, observaba que podían servir como representación simbólica y satírica de diversos vicios del hombre: la soberbia, la gula, la astucia, la crueldad, la traición, hasta la envidia; pero no recordaba ningún animal de expresión lasciva. Se acordó de un caballo y de un toro que había visto en celo, á punto de lanzarse sobre la hembra; no eran lascivos, sino gallardos, poderosos, y pudiera decirse que honestos.

La boca, los ojos y la frente de Antoñita, á pesar del inmundo adoctrinamiento de su madre, eran aún castos é inocentes. De otra parte, los rasgos de su rostro eran también reminiscencias zoológicas. La vibratilidad de la sonrosada naricilla y lo cerca que salía de sobre la boca, la manera con que jugaba los labios, comprimiendo los hoyuelos de las comisuras, y la paridad minúscula de los dientes, todos ellos eran perfiles que daban á su cara sorprendente semejanza á la de un conejito blanco. Sus ojos, redondos y cristalinos, dulces y temerosos, parecían ojos de liebre.

[p. 118] —¿Cuándo se casa usted? —tartajeó Mármol, apretando el cigarro entre los dientes.

Alberto sabía que él era el interpelado. Respondió:

—¿Me aconseja usted que me case?

—Claro que sí.

—Miren el libertino...

—Si tocaran á descasarse —habló Mármol, con la cabeza derribada hacia la espinal dorsal, y como si hablase por rutina, tal era su frialdad— y luego á casarse otra vez, yo volvía á casarme al punto con mi mujer. Pocos maridos podrán decir eso. Pues bien, su novia es como mi Amparo; acuérdese de que se lo digo. Todas las mujeres juntas en un piño, no valen lo que ellas dos.

Antoñita miró asombrada á Mármol. Este insinuó una sonrisa cauta y aguda.

—¿Se ríe usted de la gracia? —inquirió doña Consuelo.

—Me río de otra cosa. ¿Cuándo lo meten á usted en la cárcel?

—¿En la cárcel? —exclamó Antoñita, dejando de limpiarse el minio de los labios.

—Sí, en la cárcel. Me refiero á Alberto —y dejó en libertad una risa continuada y uniforme, de carretilla.

—¡Vamos...! —doña Dolores se dejó caer sobre la pierna coja; revolvía los ojos dubitativamente.

—Sé por qué se ríe usted —dijo Alberto con naturalidad.

[p. 119] —¡Quiá!

—Que sí.

—Dígamelo al oído. Si acierta se lo digo —sonriéndose.

—Cuando le digo que lo sé... —se puso en pie y dijo en voz baja á Mármol—: Usted conoce el escondite de Rosina. Es más; usted mismo es quien la tiene escondida.

Mármol continuaba sonriendo fríamente, como si nada hubiera oído.

Levantóse la cortina de entrada y apareció un mancebo, como de dieciocho años, extremadamente afeminado, y vestido á lo señorito chulesco. Dió las buenas noches y fué á situarse entre Antoñita y doña Consuelo. Destapó un frasquito de perfume que la muchacha tenía en su tocador y se esenció las solapas de la chaqueta y el pañuelo de bolsillo. Después se apoderó de un polissoir y comenzó á sacarse lustre á las uñas.

—¿Pero te crees que mis cosas están para que te compongas, divinidad? —dijo malhumorada Antoñita, y arrebató el lustrador de manos del joven.

—Deja á Lirio, Toñita. ¿Qué más importa eso, rediez? No parecéis hermanos.

Mármol se inclinó á mirar, con gélido continente, á Lirio y Toñita.

—No parecen hermanos; parecen hermanas —dijo como si pensase en alta voz.

Antoñita rompió á reir. Lirio puso una cara suplicante y desolada. Luego se volvió á la coja:

[p. 120] —Dame dinero, mamá.

—No tengo suelto, hijo. ¿Tiene usted un duro, don Alfonso?

Mármol presentó un duro en la mano, sin dárselo á nadie determinadamente. Doña Consuelo se apoderó de él y lo trasladó al bolsillo de Lirio, el cual salió dando las buenas noches.

Antoñita estaba ya vestida; un traje, á la inglesa, de paño azul forrado de gros blanco y un sombrero descomunal, cargado de adornos. Doña Consuelo se arrebozó en una mantilla. Todos se pusieron en pie.

Á la puerta del cinematógrafo, esperaba el automóvil de Alfonso.

—¿Adónde van ustedes? —preguntó Hurtado á doña Consuelo.

—Adonde nos lleve Alfonso.

El coche partió raudamente. Telesforo y Alberto quedaron solos.

—¿Qué nos hacemos, Alberto?

—No sé —estaba nervioso y angustiado.

Los jardines de San Agustín yacían, silenciosos, en sombra. Después de cruzarlos, Telesforo y Alberto se encontraron en una plazoleta espaciosa é irregular. Dos hombres, sentados ante un velador, á la puerta de un café hablaban á gritos, acerca de las condiciones de la nueva dársena. Dentro del café, los mozos colocaban las sillas encima de las mesas.

—¿Quiere usted que bebamos una botella de cerveza?

[p. 121] —Pasearemos un momento por las calles y luego nos retiraremos, ¿no le parece, Telesforo?

Una de las calles afluentes á la plazoleta tenía porches á entrambos costados. Alberto se encaminó distraído hacia ella. En la oscuridad del atrio las pisadas repercutían con fúnebre sonoridad. Al pie de una columna se levantaba una pirámide de cestos. Un gato salió huído. Olía intensamente á pescado.

Á la memoria de Alberto volvían las palabras de Mármol: «Fina es como mi Amparo. Las demás mujeres, en un piño, no valen lo que ellas dos. Si tocaran á descasarse...»

En la techumbre del soportal, á plomo sobre Alberto, se oyó un ruido que provenía del interior de la vivienda. Y de pronto, la ciudad inerte y silenciosa se manifestó á la imaginación de Alberto en su arcana fecundidad. Las casas no eran moles negras y frías, sino cálida envoltura de infinitos hogares en donde se cumplían misteriosas actividades conyugales, en aquellos mismos momentos. ¡El hogar...! Alberto no había conocido un hogar.

Home, sweet home —suspiró en voz alta.

—¿Qué dice usted?

Alberto no oyó la pregunta de Telesforo. Al fondo de la calle, á través de un arco, se veían las estrellas. Dos de ellas, particularmente fúlgidas y temblorosas, atrajeron las miradas y los pensamientos de Alberto. Muchas veces se había derretido en la contemplación de la noche estrellada. [p. 122] Ahora, más sublime y conmovedor que el cielo espolvoreado de orbes muertos le parecía aquel hacinamiento de hogares, poblado de pequeños universos vivos. Los ángeles habían descendido de las altas regiones inmóviles á las oscuras moradas de los hombres. Y Alberto se imaginaba innumerables cabecitas de niño, reposando en su cuna. ¡Un hijo...! Pensó en la casa de don Medardo, en Josefina, virginal, confiada, sumisa, aguardando las palabras de la anunciación... En esto, Telesforo le tiró de la manga:

—Pero hombre; parece usted un sonámbulo.

Estaban junto á un portal abierto. En lo más profundo de él se recortaba un ventano iluminado; sobre él dos barrotes de hierro, en cruz.

—¿Subimos?

Alberto, sin saber lo que hacía, siguió á Telesforo. Al volver por entero en sus sentidos, encontróse hundido en un sillón de yute. Una mujer, sentada al sesgo sobre un brazo del sillón, se apoyaba sobre Alberto, enlazándole el cuello con un brazo, y acariciándole con la mano libre. Le acometió una gran repugnancia é intentó ponerse en pie, pero la mujer le retuvo, le acercó la boca al oído y cosquilleándole con el aliento caliente, suplicó:

—Quédate. No seas malo, neñín.

Por la manera de pronunciar la palabra neñín se advertía que no era de la tierra y que la empleaba creyendo añadir dulzura al ruego. Su cuer [p. 123] po era endeble, sus ojos negros y cansados, fresca la tez, sin adobos ni tintes. Llevaba el pelo cortado, cayendo en dos alborotadas porciones á los lados de la cabeza. Parecía triste, afectuosa y poco pervertida.

Telesforo, en otro sillón, ostentaba dos mujerzuelas, sentadas en sus muslos. Se le veía orgulloso y satisfecho; Alberto no podía presumir de qué.

Una mujer voluminosa, anquiboyuna y mal vestida, penetró en la habitación. Plantada entre Alberto y Telesforo, con las manos reposando sobre el vientre, preguntó:

—¿No tomáis nada?

—Que traigan cerveza —respondió Telesforo.

Alberto intentó nuevamente ponerse en pie.

—No, no, no te dejo.

—Si es para ver ese libro que hay sobre la mesa.

—Yo te lo daré —y sin soltar á Alberto, se estiró hasta alcanzar el libro—. Tómalo.

Alberto leyó la portada: Genio y Figura, por Juan Valera .

—¿Quién lee esto aquí?

—Yo.

Alberto sonrió de dientes afuera, desdeñosamente.

—Sí, yo lo leo, y me gusta mucho. —Y luego, al oído de Alberto—: Me llamo Magdalena: he sido institutriz. Sé tocar el piano y algo de francés. ¿Quieres que te diga un verso?

[p. 124] Laissons à la belle jeunesse

ses folâtres emportements;

nous ne vivons que deux moments;

qu’il en soit un pour la sagesse.

—Me parece que la cita no es muy oportuna...

—Habla bajo —se apresuró á decir la institutriz—. Luego se ríen de mí.

Alberto permaneció pensativo un lapso de tiempo. Magdalena le inspiraba repulsión y simpatía juntamente.

—Ea, me voy —decidió con violencia.

—No, no —y se abrazó á él, presentándole muy próximo el rostro, con las cejas angustiadas y la boca entreabierta.

—¡No sea usted ridículo! —Telesforo adoptó un tono inconcuso.

—Vete de una vez, piñones, y que te lleven á las Ursulinas —eyaculó una de las damas adheridas á los muslos de Hurtado.

Alberto se puso rojo.

—No la hagas caso —aconsejó por lo bajo Magdalena—. Es una ordinaria.

Alberto bebió dos vasos de cerveza seguidos. Se encontraba en ridículo, y avergonzado de su pusilanimidad. Quería salvarse de aquel trance grosero, pero no se atrevía. Se despreciaba interiormente.

Hurtado se retiró, acompañado de las dos mujerzuelas. Ambas fumaban sendos cigarrillos, con deleitación. Desde la puerta dijo:

[p. 125] —Buenas noches, Alberto. Hasta mañana, y si usted se marcha, buen viaje. Ya ve usted cómo si Mármol nos quita una, no falta dónde escoger dos. Y, á propósito; me revienta el señor Mármol.

Alberto no contestó. Hurtado se dió un golpe en la frente.

—¡Qué memoria la mía! ¿Tiene usted ahí el resguardo? En dos minutos hacemos el endoso.

Alberto hojeó la cartera:

—Me parece que es éste.

—Este mismo.

Hurtado escribió ágilmente, sobre la mesa donde estaban botellas y vasos.

—Ya está. Usted firma aquí —Alberto obedeció—. Ahora el recibo. Tome usted. Para lo demás, como cuando los valores estaban en casa de los Meumiret. Adiós.

En estando solos, Magdalena se agazapó sobre las piernas de Alberto y apoyó la cabeza sobre su pecho. Lánguidamente murmuraba palabras de seducción. Poco después, los dos desaparecían detrás de una puerta de cristales, con visillos de cretona amarilla. Á los diez minutos salía Alberto, desencajado, con el cabello en desorden y la pupila desvariada. Corrió escaleras abajo, sin atender á las voces de Magdalena: «espera que te vaya á despedir. Cómo eres...» Cerró la puerta, de un portazo furioso, haciendo gruñir á la encargada: «Demonio con el señorito. Ni una perra de propina.»

[p. 126] Se encontró en la calle, sin saber qué camino tomar. Miró estúpidamente á la luna, oronda é inexpresiva, y sintió un escalofrío, adivinando no sé qué tristes augurios en su luz refleja, pálida. Llamó á gritos al sereno, el cual surgió de los porches á poca distancia. Era un hombre locuaz y confianzudo. Se adelantó á decir con socarronería:

—Conque ¿de juerga, eh?

Alberto se enarcó en un movimiento de iracundia. Recobróse pronto, y habló:

—¿Por dónde se sale á la venta del Pino?

El sereno le informó menudamente. Gratificóle Alberto con unas monedas de cobre, y salió á buen paso. Su corazón estaba saturado de dolor.

El sereno profirió una especie de lamento, en altibajos quejumbrosos:

—La una... la una...


[p. 127]

XIV

Hallábase Alberto á campo abierto, en la carretera de Pilares. Sobre el polvo mate del camino brillaban dos rieles de acero, paralelamente. Atraído por ellos, Alberto comenzó á andar, siguiendo el centro de la vía. Aquellas dos rectas que se hundían en una penumbra cercana y que nunca se habían de unir le martirizaban, inculcándole desesperados presentimientos. «Estoy perdido» —se dijo—. Las ilusiones que durante el día se habían ido cuajando en su espíritu disipáronse inexorables y para siempre. Abarcaba con desolada clarividencia la amplitud de su desgracia; se habían hundido los cimientos de su vida; había perdido su dignidad; había infestado, por cobardía y torpeza, el agua de salud en donde debió abrevarse. Sus ojos volviéronse involuntariamente hacia la luna, que rodaba á la derecha sobre el lomo esquinado de unos oteros. La presencia de aquel astro insensible é inútil le causaba aversión. Veía en él y en [p. 128] sus revoluciones en torno á un mundo corrupto, algo de sí propio. Dióse á correr, fascinado por los dos rieles bruñidos, y ansiando embotar con la fatiga física sus torturas morales. Y la luna corría al lado suyo, botando sobre la cima de las montañuelas al compás de los pies de Alberto. Ahora, tropezaba en un risco y caía en del lado de allá de la colina; mas, á poco, aparecía otra vez en la boca de una barranca, á la par del fugitivo. Aquella persecución llegó á exasperarle. Anonadado é ijadeante, sentóse en un muro bajo, de espaldas á la luna, y le parecía sentir su pupila espectral pasándole el pecho de claro.

Llegó á la venta del Pino, un mesón á la antigua, desmantelado y esquivo, adonde solían acogerse de paso gentes andariegas. Por debajo de la puerta destacaba una estría de luz.

Detrás del mostrador alzábase el torso solemne del ventero. Ante él estaba en pie el señor Ramón de la Pradiña, viejo sabidor y sentencioso, admirado en la aldea á causa de sus filosofías. Apoyaba las manos en lo alto de una gran vara de avellano, y la barbeta sobre ellas. Distribuía sus palabras despaciosamente, y todo su cuerpo se movía en un ritmo de oscilación lateral.

—Á las buenas noches —dijo cuando entró Alberto, y reanudó su perorata—. Porque el hombre, ¿entiéndesme? domina todes les creatures; les creatures del aire; les creatures del fuego, les creatures del agua, les creatures de sobre y embajo de [p. 129] la tierra. Desde el sol, que ye lo más alto en el mundo, hasta los infiernos, que ye lo más prefundo, el hombre, ¿entiéndesme? reina como rey mismamente. Sólo hay una creatura que se rellambe á su modimanera, y que manda n’el hombre tanti cuanti quier.

Alberto encendió su brûle-gueule , de madera roja de brezo y boquilla de ámbar.

—¡Dios! —afirmó el ventero, fiando en su perspicacia—. ¿Á que resulta, señor Ramón, que también tú...?

—La muyer —dijo el viejo, haciendo alto en sus vaivenes...

—Quier decise —objetó el ventero— que según tú, el matrimonio... vamos al decir...

—Esa ye custión de muncho tríngulis. Paezte á ti, pongo por caso, que el hombre va á la muyer como el río va al mare, y que ye tan dispensable al hombre como el aire que respiria. Acuérdome haber oído dicir que una vieya en un desierto ye oro molido. Ba, ba, ba. Mira —sujetó la vara en el sobaco izquierdo y comenzó á liar un cigarrillo—. Este pituco ¿entiéndesme? val por todes les muyeres...

—Quier decise que contigo no se rellamben á su modimanera.

—¡Rellambieron! Eso vien con la Filosofía. Tu yes mozo entodavía y la tu Manuela está arrecachada y falaguera.

—Quier decise que tú, viejo, soltero, sin fíos, sin ná, solu...

[p. 130] —¿Solu? Mira —lanzó una gran bocanada de humo en el aire—. Los fíos... ¿Entiéndesme? La muyer... —expulsó otra gran bocanada.

—Yes el mismo diaño, señor Ramón —epilogó el ventero, riéndose.

Alberto subió á su acostumbrada habitación. Su mente se había posado, y las ideas, de un nuevo linaje, se articulaban en un tierno organismo naciente.


[p. 131]

XV

In tristitia hilaris, in hilaritate tristis.

Giordano Bruno.

Alberto comenzó á pasear por la estancia, desliendo en el aire el sahumerio melificado y denso del tabaco inglés. Cuando retiró la pipa de la boca sonreía de una manera tierna y dolorosa. Sentóse á la mesa, casi sobre los riñones; las manos en los bolsillos del pantalón, y las piernas rígidas y muy abiertas.

Su estado de espíritu era sentimental é irónico. Acariciaba y resolvía un concepto cómico-romántico de la vida y del mundo. El mundo... Había creído verlo brotar, convertido en humo pardo, de la boca del señor Ramón, aquel Sócrates loco, y luego desvanecerse. Le acometían deseos de reirse á borbotones de la absurdidad de todo lo creado, y en cierto modo, se consideraba creador, porque las cosas no tenían otro sentido ó transcendencia que los que él, humorísticamente, quisiera otorgarles.

[p. 132] En la estancia palpitaban dos rumores; uno vasto, enorme, del mar; otro, cauto, tenaz y estridente de la carcoma, en las vigas de la techumbre, pintadas de añil. Alberto se complacía en considerar el primero como símbolo de la necia garrulería humana; lo asociaba al recuerdo de los políticos de su país, de los poetas de su país, sonoros y espumantes, y de todo lo que reputaba ridículo en los hombres, como lo era el fluir y refluir á merced de un astro de luz prestada. Pero el estridor de la carcoma le era grato, y en la tarea perseverante del minúsculo bichejo reverenciaba, como en alegórica correspondencia, la función corrosiva de las ideas del mañana trocando en polvo las obras sucesivas de los días.

El curso acrobático de sus pensamientos le parecía muy divertido. Sin embargo, sentía abierta aún la herida por donde se le había volado el último aliento de su vida moral; y aun cuando su boca sonreía de una manera dolorosa y tierna, por dentro lloraba como un niño.

Encendió de nuevo la pipa; requirió pluma y papel y se aplicó á escribir. De tarde en tarde, se levantaba y recorría la estancia, á pasos cortos y lentos. Cuando concluyó, entraba la aurora por las ventanas, diluyéndose á través de las hojas de una higuera, y los gorriones venían en bandadas chachareras á comer de las brevas miguelinas, húmedas de rocío.

He aquí lo que escribió Alberto:

[p. 133] LA DULCE HELENA

I

«Si dos minutos la existencia

ha de durar, según Voltaire,

brindemos uno á la sapiencia

ya que dimos el otro al placer.

¡Bebe esta copa rebosante

de beso y lumbre, y de reir;

y colma este vaso tremante

donde se cuaja el porvenir!»

Así dijiste, dulce Helena,

juntando al verbo el ademán.

Yo vi tu boca de amor llena,

y vi la sagrada colmena,

(miel y una perla de Ceylán).

Y yo: «Pon de nuevo tus linos,

broquel del instinto viril;

recata en tus muslos divinos

la fuente de ocre y de sil.

Tu gracia lasciva de hetera

no inspira venusto furor,

ni tu cuerpo sutil de pantera.

Eso era en un tiempo mejor;

cuando, insaciable adolescente,

vi, la corona en el laurel,

una Aganipe en cada fuente

y un Pegaso en cada corcel.

Ahora, advierto en la frase horaciana

de la cicuta el amargor.

De las cosechas del mañana

yo mismo seré el sembrador.

[p. 134] No bogo en la barca festiva

que hacia Cíteres surca el mar.

Labro en mi huerto piedra viva

para sillares del hogar.

¿No has comprendido, dulce Helena

que tengo en el huerto una flor

una flor blanca, una azucena,

cáliz futuro de mi amor?

Y, si es tan breve la existencia

como dices, citando á Voltaire,

para mí es hora de sapiencia

ya que harto he vivido el placer.»

Dije. Pero Helena, capciosa

en su blanco desnudo fatal,

lloró, la pupila mimosa

como temblando en un fanal.

Sus brazos, marmórea guirnalda

tibia y sensual, me asieron, y

ardió en sus ojos de esmeralda

una infinita luz. Cedí.

Cerré mis ojos al encanto

y al pensar, para mí: «la última vez»,

vi una azucena tinta en llanto

de sangre, ¡Oh, siniestra rojez!

II

Lo que antecede es obra de un amigo

que es poeta sentimental.

Yo, por raro incidente, fuí testigo

de la escena narrada. La vestal

Helena es una daifa de estipendio

muy módico. El fondo fué un burdel

de provincias, esto es, suma y compendio

de la antigua Babel.

[p. 135] Mi amigo, que hace tiempo está en amores

con una virgen de la población

salió del antro lleno de temores,

lleno de confusión.

«¡Malditos» me decía

«estos labios inmundos! ¿Cómo ahora

he de acercarme hasta la amada mía

y su frente besar, que es luz y aurora?»

«¿Por qué no?» le repuse «inoportuno

es tu remordimiento. La prudencia

quiere que de dos seres tenga el uno

la candidez y el otro la experiencia.

¿Por ventura eres tú el primero

que lleve al tálamo nupcial

en los labios el zumo halaguero

de la reciente saturnal?

La casta doncella que al altar llega,

gusta, tenlo por cierto,

que el esposo elegido á quien se entrega

sea en lides de amor ducho y experto.

Y el licor que en el dulce sacrificio

se acostumbra beber

es insípido ó acre, sin que el vicio

mezcle allí sus especias de placer.»

Calladamente caminamos luego.

En el ciclo otoñal y cristalino

veíase palpitar el manso fuego

de estelar vellocino.

Y yo estaba anegado de ternura

y de dolor por mis palabras vanas

dichas en un minuto de locura;

pero ya las sentía tan lejanas...

Contemplando la luz azul de Sirio,

oprimí con la diestra el corazón.

Presa como de súbito delirio

gritó mi amigo: «¡No tienes razón!

¡Somos impuros, torpes, bajos, viles!

[p. 136] ¿Cómo osamos hacer contacto, di,

á nuestra piel viscosa de reptiles

con el cordero? ¿Tengo razón?»

«Sí.»

Y luego, viendo en la celeste copa

burbujear el eterno vino de oro.

«De la hostia santa, de la santa boca

somos indignos ya; ¿no ves que lloro?»

Desmesuraba su órbita la luna,

cual ojo de un fatídico ananké.

Un sereno bramó: ¡La una! ¡La una!

Y á poco, bajo, á mí: De juerga, ¿eh?

¿Por qué dividió el autor esta composición en dos partes, y la dramatizó, desdoblándose en dos personas? Quizá el propio Alberto no se dió cuenta, obedeciendo al instinto de bifurcación que en tales crisis escinde el corazón humano en dos porciones; llora la una y ríe la otra entre tanto.


[p. 137]

XVI

Á las once de la mañana, Alberto estaba en pie y apercibido á emprender la vuelta á Cenciella. Antes de marcharse, escribió á Fina un lacónico billete:

« Señorita Josefina Tramontana.

Fina: mi conciencia me exige renunciar á ti. Soy indigno de tu amor. Procura olvidarme. No intentes saber la causa de mi determinación. Te basta saber, de mi boca, que no te merezco. Adiós: quizá no volveremos á vernos nunca. Temo causarte dolor; ¡perdóname! Si no tuviera ahora la entereza de romper nuestras relaciones, tal vez te acarrease mayores amarguras andando el tiempo, y acaso llegaras á despreciarme. Sírvate esto de consuelo, ¡pobre consuelo, en verdad!

Adiós. Te quiero más que nunca. Te querré siempre ¡la más admirable y pura de las mujeres!

Alberto. »

[p. 138] Plegó cuidadosamente el billete, lo cerró y se lo entregó á Manuela, con orden de que aquella misma tarde lo enviaran á casa de don Medardo.

Llegó á Cenciella á las cinco de la tarde. Dió la vuelta á las afueras del pueblo y penetró en su finca entrando por la casa del casero.

Así que descabalgó, Manolo acudió á él con el rostro alterado y grandes señales de aturdimiento:

—¿Usted no sabe lo que pasa, señorito?

—Tú me lo dirás.

—Pues... Pero, si no puede ser... Aquí hay una confusión. Ea, que no puede ser... Pero ¡qué susto nos llevamos! Que le diga Rufa, la vieja, y Celedonio... Por supuesto, en el pueblo no se habla de otra cosa. Parece que no quieren muy bien al señorito.

En aquel momento llegaron Sultán, rebrincando y ladrando, y Azor, corriendo á su modo sobre las tres patas útiles.

—En resumen, Manolo —inquirió Alberto, aun cuando ya presumía de lo que se trataba.

—En resumen, que estuvo aquí la justicia reclamándole á usted. Decían ¡qué sé yo! Si el señorito quiere que le cuente...

—No me hace falta.

—Entonces el señorito sabrá lo que ha de hacer...

—Naturalmente que lo sé. ¿Ha ocurrido alguna otra cosa de particular?

—Nada.

[p. 139] —Puedes retirarte.

Oíase de la parte del pueblo un gran vocerío de muchedumbre.

—¿Oyes, Manolo?

—Sí, señorito; es en la plaza.

—Supongo que tratarán de lincharme...

Manolo sonrió estúpidamente.

—Creo que sí.

—¿Crees que sí? ¿Y estás tan fresco?

—No me he explicado bien... Quiero decir que... ¿Cómo era? —no conocía el verbo linchar, y estaba confuso.

Alberto, que comprendió sus apuros, lo despidió, reprimiendo la risa:

—Puedes retirarte.

Apenas había quedado solo cuando surgió Rufa, temblequeante y llorosa:

—¡Ay, señoritín de mío vida! ¿Ello qué ye? Mal diaño, mal diaño —y se santiguaba, repetidas veces.

—¡Es mucho moler! —rezongó Alberto, dando una patada en el suelo—. Hágame el favor de tranquilizarse, Rufa, y de no hacer más pamplinas, que estoy ya hasta la coronilla.

Rufa sorbió sus lágrimas y miró los ojos de Alberto, como investigando si eran sanguinarios y criminosos.

—¡Ay, qué gente condergada de Dios! Malhaya pa ellos. Y decíen... Con esos gueyinos azules de angelín —suspiró en elogio de los ojos de Alberto.

[p. 140] —Bien, bien, Rufa. Se acabó y no haga caso de cuentos —se acariciaba la cabeza, envuelta en un inmenso pañuelo de áspero hilo crudo—. ¿Qué ruido es ese que viene de la plaza?

—Pues esa sí que ye buena. ¡Hay títeres esta noche! Está el pueblo en rivolución. Esta mañana salieron los comediantes pel les calles. ¡Cuánta majencia! Y ¡qué modo de soplar en el trompón! atruenaben. Ya ve, señorito, que yo todes les noches á la nueve estoy ya en el xergón: pues hoy pienso dir á ver los títeres. Non quiero morime sin este gusto. Dicen que ye una preciosura.

—Yo también iré y le pagaré á usté la entrada, Rufa, si hay entradas. Quizá, al final, pasen un guante.

—Yo qué sé de eso, señoritín. Diz que un guante; en mi vida oí eso de pasar un guante como no sea pa los doraos. Eso, ustedes que anden pel mundo.

—Hasta luego. Que me suban un vaso de leche. Voy á dormir hasta la hora de los títeres.

Tumbóse en la cama vestido como estaba. Dió vueltas y más vueltas, sin conciliar el sueño. Se le había ocurrido un proyecto inmediato, y á él se aferraba con tanto ahinco é ilusión, que le produjo desequilibrio físico. Las sienes le latían sordamente sobre la almohada y los nervios le daban sacudidas. El cansancio le rindió á la postre. Despertáronlo los alaridos de un cornetín. Comenzaba la función de títeres.

[p. 141] Alberto saltó de la cama y descendió apresurado las escaleras. En el portal tropezó con Rufa, que iba ataviada con sus prendas más ricas; mitones, un mantón que parecía manteleta, mantilla, un abanico con un gato de tamaño natural sobre fondo verde que le había regalado Alberto, y un grueso libro de misa.

—¿Qué es eso, Rufa? —preguntó Alberto señalando el devocionario.

Rufa permaneció perpleja unos minutos. Dióse luego en la frente con el gato, y dijo:

—Estoy toña. Ye la edad. Como nunca me pongo estes gales más que pa dir á misa... ¡Señor, señor, qué cabeza! Pues nada, que iba tan riscantimplada con el libro de misa. ¿Usté ve? Y á lo mejor ye pecao.

Alberto la dió dos pesetas por si la entrada fuese de pago, y salió á escape.

En la plaza pública había un barracón circular, cubierto de lona. Los cencielleses hormigueaban en derredor del improvisado circo. De vez en vez sobresalía del mosconeo general un llanto de niño.

Á la entrada, debajo de seis grandes candiles de aceite, estaba una muchacha huesuda y de avinagrado rostro, vestida de mallas. Á su lado un hombre cincuentón, arrebolado de nariz y mejillas, panzudo. Vestía de frac, cuyos faldones, á causa de las grandes asentaderas del individuo, se entreabrían y levantaban como las alas del grillo puesto á estridular. Alberto pidió una localidad [p. 142] de primera fila. Un jovenzuelo, con un gabancillo pelado y cochambroso, á través del cual se descubría el traje de acróbata, y las mejillas untadas de bermellón, condujo á Alberto hasta su localidad. Hubo de sentarse sobre un tablón, no desbastado y sin respaldar; ante él una maroma que, suspendida de trecho en trecho por medio de estacas, trazaba el círculo quebrado de la pista, espolvoreada de aserrín. Apenas se había sentado, diéronle unos golpecitos en la espalda. Era un rapaz del pueblo.

—Señorito; ahí fuera le llaman.

—¿Quién?

—El Morciello . Dice que salga aína, que le ha de hablar.

El Morciello era el juez de Cenciella. Salió Alberto sin disimular su contrariedad. Conjeturaba el objeto de la conversación. El niño guió á Alberto, señalándole el lugar en donde el Morciello aguardaba. Puesta la mano sobre la boca, el juez tosía con tos breve y hueca de tuberculoso. Llevaba un gabán claro echado sobre los hombros á modo de esclavina; debajo de sus pómulos se abrían fosos profundos, y sus ojos estaban bañados de un humor denso y brillante. Aprovechándose de la tos del juez, Alberto se adelantó á hablar:

—Ya sé para qué me llama usted. Pues bien, yo le digo que parece mentira que esa majadería tan sin pies ni cabeza se prolongue tanto tiempo. Así, [p. 143] me creo excusado de añadir una palabra más, y vuelvo á mi sitio.

—Un momento, le suplico. No puedo meterme en si se trata de una majadería ó no. Basta que usted me lo diga. El asunto concretamente es que he recibido un exhorto del Juzgado de Pilares y debo detenerle á usted, á lo cual no estoy dispuesto porque no olvido los favores que debo á su difunto padre, comenzando por el juzgado, que, gracias á él, me concedieron... Supongo que se trata de una locura de jóvenes y que se arreglará sin pasar á mayores. Por eso he determinado hacer la vista gorda. Pero comprenderá usted que no puedo entrar en el circo, tenerle á usted cerca de mí toda la noche, y mañana asegurar que no he dado con usted. La responsabilidad... Retírese á su casa, márchese mañana de Cenciella y todo se arreglará.

—Usted perdone que no le dé gusto; pero hoy estoy particularmente determinado en hacer mi capricho. Buenas noches.

—Entonces me obligará usted á privarme de ver la función.

—Haga usted lo que le plazca. Buenas noches —giró secamente sobre sus talones y se apartó del Morciello .

Durante toda la noche, Alberto se mantuvo con los codos apoyados en las rodillas, y la mandíbula inferior hundida entre las manos, siguiendo con porfiada fijeza los ejercicios de los titiriteros. En [p. 144] tretanto, su espíritu se conservaba en ebullición continua. La viuda de Ciorretti, no lejos de él, le miraba á hurtadillas, suponiéndole presa de remordimientos atroces, y, movida de compasiva ternura, meditaba la manera de atraerlo en terminando la función, y hacer por endulzarle la sombría soledad de la noche.

Marchaba ya la gente, celebrando la destreza y gracejo de saltimbanquis y payasos. Alberto aguardó inmóvil, la barba metida tozudamente en el ángulo que hacían las dos manos. La viuda de Ciorretti hubo de renunciar á su obra de misericordia. Alejóse el hervor del público. Alberto levantó la cabeza y miró á todos lados; estaba solo. Saltó, por encima de la maroma, y, atravesando la pista, fuese al lugar adonde se habían acogido los titiriteros. Batió palmas. Salió el Pichichi , uno de los clowns , eliminando el albayalde con que se había embadurnado, merced á las virtudes corrosivas de una arpillera.

—¿Qué se le ocurría?

—¿El Director?

—Está mudándose de ropa.

—Deseo hablar con él.

—¿No lo puede usted dejar para mejor ocasión?

—No.

—¿Y si él no pudiera hoy hablar con usted?

—Podrá.

—¿Es usted un carabinero?

—Basta de payasadas, amigo, que ha termina [p. 145] do el espectáculo —y le tendió una moneda de cinco pesetas.

—¡Oh! Egsto egstar un aggumento podegoso —dijo, remedando la macarrónica prosodia francesa que afectaba en sus farsas. Hizo una reverencia bufa y desapareció.

—Pase usted —se oyó desde la oscuridad.

Alberto se adelantó, tanteando con los pies. Había una tienda de lona, cerrada, y en la raíz líneas de luz, lindando con la hierba; una masa negra, rectangular, al fondo, sobre la cual se abría un cuadro de resplandor débil, cernido por una cortina de tela verde. Levantóse la cortina y se recortó en lo claro el perfil del hombre cuyos faldones se enhiestaban sobre las posaderas. Ahora estaba en mangas de camisa.

—Subir usted á la caravana . Tener cuidado, cuatro escalones —hablaba con los dientes apretados y la lengua proyectada sobre la bóveda palatina, imitando el acento inglés convencional de las obras cómicas.

Alberto se dió cuenta al punto de que el individuo que le recibía era un sajón nacido en solar ibérico, quizás en tierras de Pontevedra ó Lugo.

One, two, three, four —dijo, según subía los escalones. Y en estando arriba—. Oh, thanks, many thanks. I am so glad to meet you. You are Mister Levitón I suppose? are you not?

Mister Levitón quedó corrido y fulminado de afasia repentina. Alberto hallaba muy amena la [p. 146] situación, y se dispuso á prolongarla. Examinó el lugar de la acción. Estaba dentro de la carreta de los saltimbanquis. Veíase la armadura interior del vehículo, de maderas ensambladas, como un vagón de ferrocarril. De la techumbre pendía una lámpara de aceite. Había dos ventanillas á los lados y prendas de vestir, mugrientas y mal olientes, colgadas de los tabiques. Frontera á la puertuca de entrada, corría una cortina, de color ecléctico y remiendos profusos, detrás de la cual se adivinaba algo á manera de alcoba y se oía rebullir de gente. Del lado de acá de la cortina, además de Alberto y de Mister Levitón, que así se anunciaba sobre el frontis del circo, estaba una mujer, sentada sobre un tamboril estrecho y alto, semejante á una columna. Arrebujábase en astroso mantón, mostrando los vuelos inferiores de un tonelete amarillo y las piernas, de papandujos molledos. Su cara era excesivamente marsupial; bolsas debajo de los ojos, bolsas en las comisuras de los labios, bolsas en las mejillas, bolsas en las mandíbulas, bolsas en la barba, y bolsas en sus tres papadas: amén de otras bolsas que no hay para qué mencionar. La carne la caía á pedazos. Se comprendía que había sido obesa en increíble medida y que un morbo tenaz y diligente la iba consumiendo. Su mirar era alelado y doloroso.

Alberto preguntó en inglés á Mister Levitón si aquella dama era su esposa. Mister Levitón permanecía herido de mudez. Continuó hablando Al [p. 147] berto, siempre en el dulce idioma de Shakespeare; la risa le retozaba en el cuerpo.

La mujer dijo, con voz cansada que dejaba traslucir un sentimiento de rencor.

—Te está bien empleado, por acémila, Víctor —y elevando los ojos hacia Alberto—. Es de Calahorra, calagurritano. Si usted habla español, diga lo que se le ocurra, caballero. Y perdónele, que no sabe lo que hace.

—¿Pues no he de saber castellano? Usted es quien debe perdonarme la broma, Víctor. ¿No ha dicho Víctor la señora? Quiero que seamos buenos amigos.

—Es que... la costumbre de hablar así ante el público... —balbució Víctor. Miró por encima del hombro á su mujer, y refunfuñó cruelmente—. Tú también ya podías meterte la lengua donde te cupiera, y no decir mamarrachadas. Tanto suspirar... Muérete de una vez.

—Ya te encargarás tú de matarme. ¡Ay! —y se estremeció dentro del mantón.

—Papá... mamá... —suplicó una voz femenina y joven, detrás de la cortina.

—Tengamos paz —aconsejó Alberto, riéndose—. Vuelvo á repetirles que quiero que seamos muy buenos amigos.

Y á continuación les explicó sus propósitos. Pretendía formar parte de la compañía, y seguir con ella, mundo adelante. Víctor y Ramona le escudriñaban de pies á cabeza, sin determinarse á responder. Rosita asomó la nariz y los ojos por [p. 148] un desgarrón de la cortina. En el silencio, se oía á un caballo que arrancaba acompasadamente la hierba de la tierra. Víctor se atrevió á preguntar.

—¿Qué cosas sabe usted hacer?

—Haré payasadas.

—¿Y sueldo?

—De eso no hay que hablar.

—Es que nuestra vida es muy dura...

Ramona suspiró.

—Ya la haremos blanda. Elevaremos nuestro circo á la altura de los mejores.

Víctor, oyendo á Alberto decir nuestro , experimentó una sacudida de los nervios.

—Ha dicho usted que... ¿nuestro?

—Sí, yo seré el empresario; un empresario que renuncia desde luego á todos los beneficios. Por lo pronto, están á su disposición diez mil pesetas. ¿Hace?

—¡Piñones! —murmuró Ramona.

Rosita extendió con la nariz el desgarrón de la cortina.

—¿Pues no ha de hacer? Venga esa mano.

—¿Cuándo partimos?

—Mañana á eso de las ocho de la mañana.

—Pues voy á recoger mi ropa. En media hora estoy de vuelta. ¿Puedo dormir aquí?

—En el carretón, no. Dormirá usted en la tienda, con mi hijo, con Fernando y con los otros. Algo recio, para usted...

—¡Quiá! Entretanto ahí van cinco duros para [p. 149] que preparen un refresco á mi salud. ¡Ah! Traeré conmigo un perro que estoy amaestrando.

—De pistón de mico —afirmó Víctor, quizás algo misteriosamente.

De vuelta en su casa conferenció con Manolo y le preguntó si quería seguir sirviéndole y vagamundear á la ventura. Manolo mostrábase remiso en contestar, de donde Alberto dedujo que no lo deseaba ni se atrevía á negarse, por temor de enojar al señorito.

—Bueno, pues te quedas, que á nada te obligo. Pero, yo no sé cuándo volveré.

—Es el caso, señorito, que yo va para tiempo que ando cavila que te cavilarás... —y se arrascaba el occipucio—. Porque... quiero casarme.

—Arrea.

—Tengo novia formal. Es Teresuca, la criada de los de Oliva.

—Sí, la conozco. Muy guapa y que sea enhorabuena.

—Pero es el caso que como soy tan pobre. Si usted me ayudase...

—Qué piensas hacer después de casado...

—¿Que qué pienso hacer? Ju, ju.

—¿Á qué te piensas dedicar?

—Ahí le duele. Yo quisiera venir á vivir en Cenciella, y poner un negocio de embutidos. Algo prosaico es, ¿verdad, señorito?

—Anda, anda... ¿También tú te preocupas de lo prosaico y lo poético?

[p. 150] Manolo sonrió cazurramente.

—He leído muchos libros del señorito, cuando ya había terminado mis obligaciones.

—En suma, ¿qué necesitas?

—Yo creo que con unas ocho ó diez mil pesetas...

Alberto se sentó á escribir.

—Mientras escribo, prepárame una maleta con alguna ropa interior.

Escribió á Telesforo ordenándole que entregara diez mil pesetas al ayuda de cámara, y colocara urgentemente otras diez mil en Meredo, un pueblo próximo á Cenciella, en una casa de comercio conocida, de donde Alberto pudiera recogerlas.

—Toma, Manolo. Mañana vas á Pilares, y allí, en la banca de don Celso Robles, preguntas por el señor Hurtado. Te entregarán diez mil pesetas.

—¡Ah, señorito! Cómo le agradeceré —lloriqueaba y besaba las manos á su dueño.

—Ea, basta. No seas niño —repuso Alberto enternecido.

—¿Quiere que le haga un recibo?

—No hace falta. Eres bueno y trabajador; irás arriba en tus empresas. Cuando te sea fácil me devuelves nueve mil quinientas. Las otras quinientas son mi regalo de boda. Dónde está Azor. ¡Azor! ¡Azor! —apareció al punto el cojo—. Vamos, hijo mío, á correr mundo. Dame la maleta, Manolo.

—Yo se la llevaré.

—Que no. Yo la llevo. Adiós, Manolo; que ten [p. 151] gas suerte. ¡Ah! Y que nadie entienda adónde ni á qué me he ido.

Manolo, entre suspirar y contemplar apasionadamente la carta que Alberto le había entregado, no atinó á decir palabra.


[p. 152]

XVII

Al señor don Juan Halconete :

Querido Juan; sobre un prado verde y cencido,

de un olmedo á la vera, muy sombroso y tupido,

do las aves organan con un manso ruïdo,

esta epístola quiero hilvanar de corrido.

La belleza apacible del lugar desde donde la escribo parece haberme movido, casi maquinalmente, á comenzar con el tetrástrofo monorrimo de nuestro amado Berceo.

Estoy, como le digo, escribiéndole al aire libre, en un prado y cerca de un bosque de olmos, lleno de pájaros. Todo esto es natural. Pero ahora viene lo extraordinario. Mi pupitre es... un tamboril. Sí, señor, un tamboril. Mi asiento una albarda con panneau para ecuyère . ¿Qué tal?

La temperatura es templada, antes caliente que fría, de manera que me permite permanecer en elástica; una elástica tosca de algodón, semejante á un jersey , á rayas horizontales, rojas y negras, [p. 153] como las que usan los menestrales por estas tierras. Me costó una peseta. En cuanto á mis calzones ¡Ah!... Una prenda very fashionable, the smartest and most exquisite in the world . De pana labrada, pero de la pana más burda; y el corte sublime, digno de haber sido perpetrado en un obrador de Bond Street , á no ser por el derroche de capacidad que ostenta en la culera. Debo de causar asombro hasta al propio Sol, que no me quita la vista de encima, á juzgar por el calor que siento en la espalda.

Estoy quemando y humeando, en mi vieja pipa de brezo, las últimas reservas de tabaco inglés. ¡Qué dolor! Pronto habré de apencar con el tabaco rizado y hediondo de la Tabacalera; ese tabaco de aspecto repulsivo que hace pensar en clandestinas madejas capilares.

La nébula de humo que me envuelve se ha filtrado por mis narices y llegado hasta los sesos, evocando un recuerdo que ajusta muy al caso para explicarle á usted por qué me ha venido en ganas escribirle.

El recuerdo es de una marca de tabaco que ha tiempo fumé. Se llamaba tabaco Carlyle. En la tapa de los botes de lata donde se guardaba había un grabado: Carlyle y Emerson, frente á frente, separados por una mesa, sendas pipas en la boca y sobre sus cabezas densa nube de humo. Debajo del grabado una inscripción que decía sobre poco más ó menos: «Cuenta Emerson que, habiendo [p. 154] llegado á Inglaterra, quiso lo primero visitar á Carlyle, el cual fué una de sus más fervientes admiraciones. Carlyle ofrecióle una silla y luego tabaco. Sentáronse cara á cara, aplicáronse á fumar silenciosamente, y así, sin desplegar los labios, dejaron pasar varias horas hasta media noche. Levantóse entonces Emerson, tendiendo la mano al maestro, y éste, á guisa de despedida le dijo: Hemos tenido excelente tiempo. Gracias, me ha hecho usted pasar una de las tardes más felices de mi vida».

De la propia suerte, yo no puedo olvidar las horas que he pasado en compañía de usted, cuándo sentados en el Ateneo, cuándo paseando por Madrid, cuándo recorriendo las aldeas, y siempre en silencio. No hago memoria de ninguna conversación transcedental ó polémica que hayamos sustentado. Es más: ateniéndome á los últimos escritos de usted parece que sus puntos de vista sobre la vida son errados y caprichosos, que vale tanto como decir que no concuerdan con los míos, ó con los que hasta hace muy poco tiempo eran los míos. Á pesar de esto, ó quizás por esto mismo, creo que mi espíritu anda muy cerca del de usted, y que nadie como usted sabrá comprenderme. Por eso me aventuro á escribirle.

No pido que usted me conteste por largo, ni concisamente siquiera. Sé que usted no gusta de preparar para las generaciones venideras un epistolario aparentemente íntimo y descuidado, pero [p. 155] con vistas á la inmortalidad. Sólo le pido que me diga con toda lealtad si le enoja seguir recibiendo cartas mías. Si no me responde, entenderé que no debo continuar esta correspondencia.

La presente sólo tiene un objeto, y ya es hora de abocarlo. Le participo á usted que me he hecho titiritero.

Le abraza,

Alberto .

Querido Juan: muchas gracias. Ya sabía yo que usted se prestaría con noble afecto á ser el sujeto paciente de mi furor epistolar.

Me dice usted que la profesión de titiritero le parece muy digna y conveniente para el buen gobierno de la república, así como, en opinión de Cervantes, lo es la de alcahuete. De acuerdo con usted, y también con Cervantes.

Permítame usted unos toques de erudición, y disculpe los errores en que incurra, porque, como usted se hará cargo, no tengo un solo libro conmigo y cito de memoria. Quinto Curcio, historiador de Alejandro Magno, cuenta que cuando este conquistador recorría la India se le presentó un juglar, el cual poseía la más peregrina maña para arrojar á gran distancia guisantes sobre una aguja, y los espetaba todas las veces sin errar golpe. Alejandro, que era un borracho y se paraba poco á inquirir la verdadera importancia de las cosas, [p. 156] como lo atestigua la solución que dió al nudo gordiano, pensó que la del juglar era habilidad superflua, y por mofa ordenó que se le diese por toda recompensa una mata de guisantes; y luego, con ironía fácil, le alentó á que continuase cultivando su arte. Si no recuerdo mal, Juan de Timoneda, en su Patrañuelo, modifica algo el cuento y lo atribuye á Carlos V. En lugar de una aguja pone un cántaro de angosta boca; y lo que allí eran guisantes son ahora garbanzos. El emperador dice desdeñosamente: «dénsele dos hanegas de garbanzos.»

Me parece que tanto Alejandro como Carlos pecaron de estolidez supina. Á la larga (una larga que siempre será muy corta) la propia importancia tiene conquistar el mundo antiguo, como hizo Alejandro, ó imponer el papismo al antiguo y al nuevo, como pretendió Carlos, que clavar guisantes en una aguja ó meter garbanzos en un cántaro. Con una diferencia en disfavor de entrambos soberanos, y es, que sus empresas fueron ridículas; porque el ridículo no es otra cosa que un desacuerdo entre el esfuerzo y el resultado, entre lo que se piensa que se va á hacer ó se cree que se está haciendo y lo que realmente se hace. Alejandro y Carlos, persiguiendo una finalidad transcendente dentro de un mundo perecedero, se ponían en un ridículo cósmico. El de los guisantes y el de los garbanzos, no; no perseguían finalidad alguna, sino que cultivaban la destreza por la des [p. 157] treza, desdeñando usarla en altos empleos. Alejandro y Carlos creyeron triunfar de la muerte, pasando á la historia. ¡Menguada historia la que tiene por fuerza limitado y fatal cómputo de páginas! Pero el de los guisantes y el de los garbanzos sí que triunfaron de la muerte porque triunfaron en la vida misma, comprendiendo muy cuerdamente que no morir es ignorar el mañana, es exaltar todas las facultades y ponerlas en el presente eterno de un esparcimiento arbitrario y sin propósito final. Dentro de un universo infinito compuesto de seres y cosas finitos, la única forma de inteligencia activa es el obrar conscientemente sin finalidad. Si no me equivoco, esta es la esencia del humorismo; discernir y sentir la sublimidad invertida de un mundo tonto, como quería Juan Pablo. Hace cosa de pocos días yo pude discernirla y sentirla con intensidad casi dolorosa. Por eso, ya que no me era dado realizar humorismo artístico (la pintura no es vehículo á propósito), aproveché la ocasión de pasar por mi pueblo una pandilla de saltimbanquis, para, uniéndome á ellos, vivir el humorismo.

Otro día le explicaré cómo vine á dar en este flaco. Temo haber escrito hoy demasiadamente, y, lo que es peor aún, con bastante desconcierto.

Le abraza,

Alberto .

[p. 158]

Querido Juan: Colmado me tiene usted de bondades. No le pedía sino que tuviera la resignación de leer mis cartas. Nunca esperé tener la honra de que me contestase, parándose á discurrir sobre mis espontáneas y caprichosas ideologías. Me asegura usted que el humorismo no es el postrer estadio del espíritu. No lo sé aún. Allá veremos.

¿Qué es de Fina? Su pregunta ha venido á redoblar ciertos reconcomios que me escarban y roen de continuo el corazón.

¿Recuerda usted aquellos ocho días de Agosto que el verano antepasado tuvo á bien dedicarlos á acompañarme en Villaclara? Comenzaba yo mis amores con Fina. Un día le pregunté á usted: «¿qué le parece mi novia?» Usted se ruborizó un poco, se sonrió un poco, y dijo: «no sabe andar y lleva siempre los brazos como atados al cuerpo.» Esto fué todo. ¿Pensaba usted descubrirme dos defectos, ó dos cualidades de cierto orden de belleza? Aun cuando no volvimos á hablar de Fina, presumo lo segundo, á pesar de su rubor de usted. Sí: el movimiento general de la figura de Fina, y la laciedad, tal vez rigidez de sus brazos, son dos cualidades de belleza gótica, ó sea de belleza cristiana, de belleza moral, sugerida por formas plásticas. La estatuaria griega tiene el movimiento hacia adelante y á ras de tierra, y la gracia dinámica de los caballos y de los ríos. En la estatuaria gótica el éxtasis anula al movimiento, y en vez de la gracia helénica, de naturaleza activa, pasa [p. 159] jera y musical, aparece en aurora, como cernida por las nubes de la materia, la gracia divina á modo de una luz inmarcesible. ¿Y en qué vidrio se ha de espejar esta luz mejor que en el vidrio de los ojos, umbral por donde el cielo entra al alma y el alma sale al cielo? Los antiguos acostumbraban cegar sus estatuas. Las esculturas góticas son contrariamente todo ojos, y el resto de la figura no es sino sustentáculo de ellos, como el incensario lo es de la brasa fragante y votiva.

Habrá observado usted que las mujeres en mármol que los griegos nos han dejado no son vírgenes ni madres. No nos conmueven con la inocencia frágil de la doncellez ni con la serenidad noble de la maternidad. Pero el arquetipo de la mujer cristiana es la virgen madre; sublime paradoja. Y tal es el linaje de belleza de Fina. Con ser sutil é infantil, como usted sabe, sugiere no sé qué densa impresión de apta maternidad presunta; y estoy cierto que, en siendo madre, envolverá á quienes al lado suyo vivan en fresco aliento de virginidad incólume.

Esta era mi novia y debió ser mi esposa. Ahora comprendo, más claramente que nunca, lo que representaba en mi vida. Y la he perdido. El mismo día que santificó mis labios con un beso tan puro y diamantino que debió haberlos sellado á todo contacto torpe, como á toda palabra agria, fútil ó mentirosa, aquel mismo día y á las contadas horas, yo, depositaba el tesoro confiado á mi [p. 160] boca sobre una boca mercenaria y lasciva. Comprenderá usted que no soy tan miserable que volviese á Fina, con la podre infestando mis palabras de simulación, ni tan cruel que confesase descubiertamente mi abominación. Le escribí una carta. ¡Pobre Fina! ¡Pobre Fina! No quiero pensar...

Es la hora de anunciar los títeres para la noche. Voy á tiznarme el rostro, vestirme la botarga y salir por las callejuelas de este pueblo, tañendo el tamboril. Los vecinos se maravillarán del denuedo con que he de golpear el parche, y se preguntarán: ¿estará loco el tamboritero?

Rataplán, plan, plan. ¡Duro; amigo mío! ¡Qué sólo se oiga tu voz! (Hablo con el tamboril.)

Suyo,

Alberto .

Querido Halconete: me convida usted, en su última carta, á que le refiera lances de mi vida actual, y á que por el momento deje de lado mis filosofías espontáneas. Veo que lo primero no es sino pretexto ó arbitrio para lograr lo segundo. No gusta usted de verme filosofar, llamémoslo así. ¿Por qué? Dos motivos descubro: ó bien, que mis disquisiciones le parecen caprichosas y de poco momento; ó bien, porque adivinando que me traen dolor, intenta usted distraerme hacia el tumulto de las cosas externas. ¿Qué importa el motivo? Usted me aconseja y yo voy á seguir el con [p. 161] sejo con toda docilidad. Sea, pues, esta carta un mero documento narrativo.

La comunidad nómada, á la cual pertenezco desde hace quince días, se compone de trece miembros de diferentes sexos y especies.

El preboste ó superior se llama Víctor. Es la cabeza de este cuerpo andariego; una cabeza bastante gorda. Aparentemente una cabeza es algo á modo de callosidad ó protuberancia que suele surgir sobre los hombros, sin utilidad conocida. En la mayoría de las personas, tanto individuales como colectivas, la cabeza tiene todo el aspecto de no servir para nada. Así ocurre con nuestro director. Sin embargo; ¿qué sería de todos nosotros sin él? Él es la teoría, la idea; los demás, el instrumento. Él no tiene fuerza para saltar, ni gracia con que payasear, ni intrepidez para colgarse de un trapecio, ni sutilidad para hacer equilibrios. Pero conoce el secreto eficaz de todas estas habilidades, ó cuando menos cree conocerlo, de manera que el músculo, el donaire, la braveza y la agilidad ajenas alcanzan, adoctrinados por él, su máxima potencia. Fachendea mucho, lo cual le sienta al dedillo cuando recorre la pista con una fusta en la mano, y es tremendamente alardoso de su ciencia gimnástica. Por él me voy enterando de varias y curiosas particularidades, concernientes al acrobatismo. Mister Levitón, que tal es el sobrenombre que ha adoptado, pertenece á la segunda de las dos categorías en que se dividen los artistas de [p. 162] circo. ( Les artistes de rencontre , son sus palabras). Siendo niño, ingresó en la compañía de monsieur Grignon, y muy presto demostró excelentes aptitudes para lo que los ingleses llaman hand-balancer , y los alemanes hands-toender , ó sea para ponerse cabeza abajo, apoyado tan sólo sobre las manos.

—Yo, amigo Alberto —me asegura con aire catedrático—, he llegado á hacer la montée en planche y la montée par groupement , con la misma frescura con que ahora me bebo un vaso de aguardiente ó le doy un revés á mi señora. Y he saltado; sí, señor. ¡Que si he saltado! Hasta he realizado el twist . Pues yo le pregunto á usted. Seamos claros; si se tiene en cuenta que ingresé en mi profesión hacia los diez ó doce años ¿puede decirse que pertenezco á les artistes de rencontre ? ¿No será más justo sostener que pertenezco á les enfants de la balle ?

Pero, ¿qué es uno y qué es otro? se preguntará usted, querido Juan. Que Mister Levitón satisfaga su curiosidad. Atención.

—¡Ah! Es bien fácil. Seamos claros. Les enfants de la balle , ello mismo lo dice, son... pues, en pocas palabras, la aristocracia del arte. ¿Qué se necesita para ser conde, por ejemplo? Pues haber nacido de otro conde y de una condesa. Les enfants de la balle son los que tienen pureza de sangre de artista, por herencia, quiere decirse. Mi esposa, madama Ramona, es aristócrata; mis hijos, Ma [p. 163] merto y Rosita, son aristócratas. ¿Es mucho pretender de mi parte ser aristócrata, teniendo en cuenta... bien, lo que le he dicho? Los otros, les artistes de rencontre , son, verá usted...; seamos claros, son los intrusos. ¿Intrusos? No, claro que no. Son los que no tienen sangre antigua. ¿Me explico? Entre estos artistas los puede haber muy estimables, ilustres también; pero, ¿no es como la luz del sol que faltándoles los primeros años de la vida, que son los más blandos, digo, faltándoles el aprendizaje de aquellos años, los resultados serán muy deficientes? Estos artistas que empiezan un poco tarde no pueden dedicarse más que á la gimnástica de aparatos: anillas, barras-fijas, trapecios volantes... Uno de los del trío Júpiter, que acaso usted haya oído nombrar, era sastre. ¿Qué tal? Pero la gimnasia verdad, la gimnasia... aristócrata es la de alfombra, sobre todo los juegos icarios. Este es el rey de los ejercicios —y al final con gesto de absoluta convicción—: Seamos claros; ¡no se improvisa un artista de alfombra!

Usted, querido Halconete, pensará, como yo, que debe ser difícil, en efecto, improvisar un artista de alfombra.

En cuanto á cualidades morales, Víctor es un bárbaro, como marido; como padre, un semi-bárbaro.

Tiene, según me aseguran, una amante, entre cuyas garras se le queda buena porción del dinero que gana. Esta mujer sigue nuestro itinerario, [p. 164] pero no viaja con nosotros. No la he visto aún. Lo cierto es que Víctor pasa la mayoría de sus noches fuera del carretón.

Y vamos ahora con madama Ramona. Adelantaré un dato que es muy significativo. Esta señora, el año pasado pesaba ciento treinta kilogramos. Sí, señor; ciento treinta, ni uno más ni uno menos. En la actualidad está entre los ochenta y los noventa. El período de vertiginosa eliminación carnal comenzó en el punto de recibir la nueva de que Víctor le era infiel. Es decir, que madama Ramona era hace un año una especie de mastodonte sentimental. Me aseguran que su número era siempre el de mayor éxito, y consistía en ejercicios de equitación, á lo Franconi, sobre un desmedrado é interesante pollinejo que responde por Pionono . Con el bajón de los cuarenta y tantos kilos, su aspecto es imponente y repugnante. La piel, que en otro tiempo ciertamente hubo de ser túrgida y tensa como la del vientre de un abad, se ha replegado, y en consecuencia oscurecido, adoptando las pardas tonalidades del caucho. Además le pende en lamentosa flacidez por todas partes. Parece un gigantesco murciélago alicaído. Varias veces he tenido ocasión de sorprenderla llorando silenciosamente.

El hijo Mamerto es un adolescente taciturno y ojeroso. Sus ojos se caracterizan por cierta hondura ígnea é inquietante. Es perezoso; no habla casi nunca. En las horas de descanso, que son muchas, [p. 165] se entretiene en arrancar verdascas cimbreantes de los árboles; luego las monda de hojas, muy despaciosamente, silbando sin cesar melodías tenebrosas. Él es el encargado de conducir las caballerías á pacer de los prados en abertal. Una tarde pude descubrir que se entretenía en atormentar á los pobres animales, asestándoles agudos verdascazos en los belfos y en la coyuntura de las ancas. Pionono era la víctima predilecta de su ensañamiento. Y el rapaz reía de una manera aviesa y extraña. Su número es el trapecio. Víctor dice que llegará á eclipsar la gloria del querubín Léotard.

Rosita es una mozuela retrasada, dócil y afectuosa. Para llegar á guapa no le falta más que dejar de ser fea. Su piel es albariza, exangüe, como la panza de la rana. Yo creo que padece de amenorrea. Me ha dicho que le gustaría mucho saber leer; yo la estoy enseñando. También me pide que la diga versos. Le gusta cantar y canta como un cerrojo tomado de orín. Es una especialidad para el crochet (herencia materna) y otras labores propias de su sexo. Su número es las anillas; sabe hacer la sirena y dar el salto del mico. (Y observe usted que estos dos enfants de la balle no son artistas de alfombra.) Víctor dice de ella que llegará á sobrepasar el renombre de la celeste Nathalie Foucart. Se me ha figurado que el buen Levitón quiere colocarme la niña. Ya me ha hecho algunas indicaciones. Opina al revés que Teresa [p. 166] Cascajo. Para él, mejor parece la hija bien abarraganada que mal casada. Yo, ça va sans dire , no acepto el envite.

Descontados los miembros de la familia Levitón, el que les sigue en jerarquía dentro de la troupe es un joven, bien parecido, muy discreto y simpático, llamado Fernando, al cual estaba destinada Rosita antes de mi advenimiento. Como á él maldita la gracia que le hacía la niña dice que el mío ha sido el santo advenimiento. Físicamente, es un hermoso ejemplar de la raza humana. Moralmente, le reputo un individuo normal, inteligente y honesto. Artísticamente, es fuerte, elástico, ágil y hábil.

Viene luego el Pichichi . Largo y flaco, fibroso, activo. Su cara, á ratos es de sonriente idiotez, á ratos de puntiaguda malicia. Su obsesión es la pintura. En cuanto halla vagar se absorbe en una obra gigantesca que ha tiempo comenzó: la historia sagrada que siendo niño le enseñaron, puesta en láminas. La mayor parte de los personajes bíblicos van vestidos de saltimbanquis. Sus dibujos son de perturbadora simplicidad primitiva; no sólo los seres, que también las cosas parecen estar dotados de pupilas que le miran á uno tenazmente. Los colores, minerales y vegetales, él mismo se los compone. Una circunstancia curiosa de este clown es que sus sentencias y proverbios son italianos. Por ejemplo, cuando yo intenté acabildar y unir las voluntades de Víctor y Ramona, porque [p. 167] sus querellas continuas me hacían daño, el Pichichi vino á decirme misteriosamente al oído: Tra moglie e marito non bisogna mettere il dito .

The last but not the least , el último pero no el más bajo es el otro clown , Maimón. ¿Por qué le llaman Maimón? Lo ignoro. Presumo que es una onomatopeya, sugeridora de su traza y de sus hechos. Es lo que llaman los ingleses un tumbler , es decir, de esos payasos que conocen el arte de caer pesadamente al suelo, levantando el mayor estruendo posible. Declaro que Maimón es un especialista; cuando se precipita con la barriga contra el aserrín que cubre la pista, por la superficie terráquea corre así como un movimiento sísmico. Otro don conspicuo de Maimón es su voz, voz digna de un tribuno de la plebe.

Como esto se va haciendo largo, hago punto. Hasta otro día. Le abraza,

Alberto .

Querido Juan: celebro que mi carta le haya distraído. Al enviársela sentí ciertos escrúpulos, porque ¡caracoles! su latitud la hacía digna de haber nacido de la pluma de Don Alonso de Madrigal, alias el Tostado.

Me advierte usted que se me ha quedado en el tintero la descripción del resto de los individuos que integran nuestra nómada comunidad, hasta trece. Añádame usted á mí, de quien usted conoce todo lo que se puede conocer, y á mi zaga ima [p. 168] gine usted varios irracionales; los caballos que arrastran de una á otra aldehuela nuestro bagaje, Pionono y Azor. Este último es un perro cojo, de mi exclusiva propiedad; lo destino á artista de alfombra y estoy muy satisfecho del provecho con que recibe mis enseñanzas y las de Mister Levitón.

Desde que profesé en esta orden andante, el circo de Mister Levitón ha ganado desapoderadamente en decoro estético y en categoría artística. Á este paso pronto llegaremos á codearnos con los célebres circos Gillaume, Rancy ó Pinder. No atribuya mis palabras á un sentimiento de orgullo, que las mejoras no son hijas de mi inteligencia é inventiva, antes hijastras de mi dinero. Hemos adquirido una deliciosa techumbre cónica de lona encerada que nos permite piruetear y gansear aun en las más inclementes y procelosas noches. El fétido y costoso alumbrado de aceite ha sido sustituído por el de carburo. Tenemos una muelle y enflorada alcalifa circular para cubrir la pista. Tenemos arambeles, obra de la falsificación catalana, con que adornar los palcos. Hemos comprado sillas de Viena, y sirven para las localidades preferentes. He ideado un frontal del circo, pintado. Yo lo hice y Pichichi me ayudó á embadurnar, de colores lisos, entrepaños y fondos. Simula un atrio de columnas dóricas, en mármol; en los intercolumnios destacan sobre paños de púrpura mitológicas divinidades en guisas y posturas fantásticas. He aquí dos ejemplos; Palas Atenea, ves [p. 169] tida de mallas azules y con el casco de oro, hace la neurabates , que dijeron los griegos, ó la funámbula , que decían los romanos, con la cabeza hacia abajo y sobre un hilo de araña; al extremo derecho de la pintura, apoyada en uno de los caballetes que sostienen el hilo, se posa como sobre una alcándara el buho simbólico, emblema de estudiosas vigilias, fumando estúpidamente una pipa de opio. Otro asunto; Zeus olímpico, tumbado de lomos sobre livianas nubecillas, eleva al aire las zancas, al modo de un pilarius , con las cuales ejecuta juglerías despidiendo y amparando en los pies buen número de muñecos, reyes, emperadores, pontífices, artistas y filósofos, según aquel dicho de Platón: los hombres somos juguete de los dioses. ¿Qué dice usted á esto? Ahora resulta que he realizado pintura humorística. De factura, esta es mi obra más suelta, más entonada y expresiva. Si se acordase por consenso unánime de las gentes elevar un gran templo á la Sandez Humana, creo que podría decorarlo con hermosas pinturas murales.

En lo alto de la fachada campea un letrero con caracteres lombardos: Gran circo acrobático de Mister Levitón . Debajo, una hilera de serafines que tañen largas trompetas heroicas, y otra inscripción: Vox et praeterea nihil . Por algo me eduqué en los jesuítas y conservo algunas reliquias del latín.

Me parece que basta por hoy.

Su leal,

Alberto .

[p. 170] Querido Juan: Copio de su carta: «Todo lo que usted me refiere es interesante y divertido.» Merci bien. «Pero ¿qué hace usted para el público? ¿Salta usted? ¿Trabaja usted en el trapecio? ¿Quizá en las anillas? ¿Juegos de manos tal vez? Sáqueme de dudas.» Le sacaré de dudas.

Por lo pronto, me gasto mi dinero; esto ya es algo. Después de haberle escrito mi última carta hemos recibido un órgano enorme y admirable: parece una orquesta. La mayor parte de las cintas he querido que fuesen Cake-Walks , y de esos valsecitos de circo que suscitan en los nervios no sé qué misterioso impulso y ansias de movimiento furioso, de saltar, de gritar, de lanzar objetos á lo alto, de correr sin punto final. Cuando los oigo, comprendo aquello que los griegos llamaban feamente Kalocagathia , y es, si no me equivoco, un ideal de vida física perfecta. ¡Qué delicia, qué fruición, hacer piruetas, flinflanes, dar saltos mortales elásticamente, en tanto suena esa música! ¡Y qué tristeza sentirse artiste de rencontre , acordarse de que es ya tarde para la cultura del cuerpo!

Pero, aparte de la prodigalidad de bolsa, yo tengo en el programa mi número correspondiente, y puedo asegurarle que es recibido con gran aplauso. La idea no es original mía, sino fusilada de un artista que vi en un Music Hall de Londres. Se trata de modelar rápidamente á la vista del público carátulas groseras en arcilla. Yo nunca había modelado, pero me doy muy buena maña para [p. 171] hacer en un periquete uno de estos esbozos rudimentarios. El inglés trabajaba exclusivamente con arcilla gris. Yo he introducido una modificación. Tengo varios calderos de barro que he coloreado con anilinas, y así, el muñeco que hago resulta muy pintoresco. Una boca, por ejemplo, con poner dos choricitos de barro rojo ya la tiene usted á punto de prorrumpir en una exclamación. Unas cuantas plastas de barro ocre ó tierra sombra componen la cabellera rubia ó morena. Luego, la distancia y la buena voluntad de los espectadores completan la obra. Mi repertorio se compone de la vieja , el cura , el cacique , el buzón de correos , el guardia civil y la vaca . No son bustos, que esto llevaría bastante tiempo, sino altos relieves sobre un caballete con tablero.

En tanto yo modelo á toda máquina, el órgano deja oir el más exquisito florilegio de Cake-Walks , y Rosita, vestida con traje de lentejuelas, se retuerce y canta algunos cuplés ingleses, que yo le he enseñado, con pronunciación figurada: The Honney Suckle and the Bee ; Teasing ; Hullo, Hullo, my Baby .

Pero mis planes son más vastos. Estoy madurando una serie de pantomimas transcendentales. Pienso efectuar de pueblo en pueblo activa propaganda moral, sirviéndome de esto que califico de anarquismo acrobático. Claro está que usted entiende la concomitancia que hay entre la moral y el anarquismo; huelga, pues, toda disquisición.

[p. 172] Hoy se va haciendo tarde. Quédese la explicación de mis planes para otro día.

Un abrazo de

Alberto .

Querido Juan: he probado á representar algunas pantomimas, satirizando conceptos é ideas comunmente recibidos como verdades inconcusas. Mi sistema de demostración es ad adsurdum ; esto es, desarrollar uno de aquellos nocivos conceptos hasta sus últimas y más bufas consecuencias. La gente se ríe que se desternilla. Pero una noche tuve la intuición súbita, flagrante, evidente de la inutilidad de la sátira sacramental. Ya le veo á usted arrugando los labios, si sonríe ó no sonríe, preguntándose in mente : «¿qué será esto de la sátira sacramental?» Así es; se me ha venido el adjetivo á los puntos de la pluma, y ahí queda. La sátira, noblemente ejercida, me parece participar de la dignidad de un sacramento, y desde luego concuerda con el de la penitencia en el sigilo personal: se dice el pecado, pero no el pecador. La sátira fustiga genéricamente vicios y necedades, pero no al vicioso López ó al necio Rodríguez.

Pues bien; usted sabe que esta provincia es quizá la que con mayor acerbidad padece el yugo del caciquismo. Estábamos en Pumareda. Fué un día de elecciones. De aquí y de acullá recibía yo noticias, y en resolución llegué á conocer cabalmen [p. 173] te que lo que el delegado del cacique había urdido, y los electores consentido, constituía un hecho bochornoso para la dignidad humana. No es mi propósito ahora distraerle narrándole por lo menudo las elecciones. Voy á lo mío. Precisamente entre mis pantomimas, quizá la más hábilmente desarrollada, es la de El cacique y el aldeano . (Las llamo pantomimas, y no lo son propiamente, sino farsas dialogadas.) Venía el caso como anillo al dedo. Se anunció para la noche. No quiera usted saber la algazara, los alaridos, las risotadas, el honesto y bestial regocijo que originó. Entonces me sentí un poco triste y me acordé de las palabras de Swift: «La sátira es á la manera de un espejo, en donde cada cual cree generalmente descubrir el rostro de todo el mundo, menos el suyo propio. Por esta razón la sátira siempre es acogida alegremente.»

No sé si es cosa de mis sesos, ó de mi mano derecha. Ello es que hoy me cuesta mucho trabajo escribir. Hasta otro día.

Suyo,

Alberto .

Querido Juan: ¿No se le ha ocurrido á usted pensar algunas veces que los teólogos que inventaron el cielo y el infierno eran hombres de escasísima chapeta? Mire usted que al mismo demonio no se le hubiera ocurrido imaginar como asilo de la eterna bienaventuranza un lugar en donde [p. 174] toda tediosidad y hastío tiene su asiento. Es un empíreo para los papanatas. Y en cuanto al infierno... Los fieles cristianos se han parado poco á considerar si es temible ó en puridad más amable que el cielo. Yo he observado que el hombre, según su naturaleza, aun cuando á lo primero haga grandes muestras de desesperación, se aviene y acomoda muy luego á las mayores desgracias y á las más precarias situaciones. Recuerdo algunos enfermos de males crueles y asquerosos que se aferraban á ellos como á una ventura, prolongándolos por todos los medios, á causa del temor á la muerte. Y es que no hay otro mal que la muerte. Algunos fingen desearla; alardes retóricos. ¡Cuán pocos la buscan! Ahora, supongamos á un hombre zambullido en el fuego infernal. Á la vuelta de unos cuantos días, ó meses, ó años, es seguro que estará sabrosamente adaptado al medio, como la salamandra; es una ley biológica. Es de creer que la policía de las costumbres será en el infierno bastante laxa. Pues ya tenemos á unos cuantos millones de seres, la mayoría de buen humor y de inclinaciones voluptuosas, con un seguro de eternidad sobre la vida, perfectamente adaptados al ambiente y con tiempo y otras cosas por delante para juerguear cuanto les venga en gana. ¡Delicioso! Entretanto, en el piso de arriba, los bienaventurados sentirán la pesadumbre del tedio irremisible, oyendo, á lo más, zampoñas etéreas.

La religión, según el punto de vista conserva [p. 175] dor, si se la mira del revés es un freno, si del derecho un estímulo, y de entrambos lado una fantasmagoría á propósito para mantener el orden estatuído en las muchedumbres ignaras; una mentira necesaria. Pues, señor; si es así, nuestra religión es una tramoya muy mal montada. Tomemos el ejemplo de un niño. Por que se muestre dócil á la bárbara educación que se le intenta dar empléanse como promesas las delicias celestiales y como amenazas las torturas infernales. Lo primero es una sandez; lo segundo, una brutalidad. Y yo digo, ¿no sería más eficaz, más artístico, crear imaginativamente un cielo de payasos, amazonas, barristas, micos amaestrados, etc., etc., y un reposte que ofrezca satisfacción á la lengua más golosa y antojadiza, y representarlo así, con vivos colores, en las estampas? Para mí, ello es indudable. Fundándome en estas consideraciones he ideado una farsa teológica-lógica y empíreo-acrobática. Anoche la hemos puesto por primera vez, aquí, en Limio de Pravia. (Estamos en Limio de Pravia.)

Perdón; un momento. Interrumpo la carta, porque oigo voces y á Mister Levitón que me llama apresuradamente.

Reanudo la carta, para decirle en cuatro palabras lo que ocurre. Al parecer el cura de Limio, que es un bárbaro, ha hecho que el Juzgado incoe contra nosotros un proceso, por ataques públicos á la religión. Vea si ha tenido éxito la pantomima. [p. 176] Víctor, su mujer, los hijos y Maimón , están que no les llega la camisa al cuerpo. Yo les aseguro que no ocurrirá nada, pero no se convencen. De seguro me maldicen en lo interior. Fernando no ha dicho nada, y Pichichi , el pintor bíblico ha exclamado heroicamente: A me ne importa proprio un fico secco .

Si me llaman á declarar me parten, porque habré de dar mi nombre y, en publicándose, mi aventura carece ya para mí de incentivo. ¡Yo que me había ocultado hasta ahora con tanta diligencia y buen arte...! Allá veremos en qué queda todo.

Adiós. Le abrazo,

Alberto .


[p. 177]

XVIII

Alberto penetró en la sala del Juzgado, como autor de la farsa. El juez se puso en pie de un salto:

—¡Alberto!

—Sí, yo, ¿qué quieres? Me divertía tanto...

El cura, que estaba presente, se refregó la barriga, por encima de la sotana, como si su inteligencia radicase en aquella víscera y con el frote se activasen sus operaciones.

—Alberto ¿qué? —preguntó el cura ansiosamente.

Alberto se volvió á mirarle un momento y á seguida, olvidándose de él, dijo al juez:

—La verdad, siento que se haya roto mi incógnito.

—Si es que parecía que te había tragado la tierra.

Los alguaciles estaban asombrados. El cura repitió:

[p. 178] —Alberto ¿qué? —y como nadie le respondiera— Señor juez, que estamos en funciones de justicia y no en el casino.

—Precisamente por eso, señor cura, hágame el favor de callarse.

¿Callarse don Ataulfo, uña y carne del cacique?

—He dicho que ¿Alberto, qué?

Y Alberto:

—Alberto Díaz de Guzmán, para lo que se le ofrezca. ¡Caray con el interés que le inspiro!

—¡Bendito sea Dios! —suspiró el cura—. Luego dirán que no hay Providencia... ¿No ve usted su dedo claramente, señor juez?

—Clarísimamente —respondió el juez, mirándose uno después de otro los diez dedos de las manos.

—Digo el de la Providencia.

—Ah, ese lo presumo.

—¿De qué se trata? —indagó Alberto comenzando á sentirse intranquilo.

—Trátase... —continuó el juez—, trátase... Estamos en funciones de justicia. ¿Confiesa usted llamarse Alberto Díaz de Guzmán?

—Pero, hombre, ¿tú me lo preguntas? ¿No hemos estudiado juntos cinco años de carrera? ¿No hemos hecho diabluras de común acuerdo en clase del Chorizo , y del Llimiagón y de la Gocha jurídica ?

—Señor Guzmán —prosiguió el juez. Su cara descubría la intención de echar el trance á broma—; yo no soy Enrique Llamedo y Pando, condiscípulo de usted, sino una entidad abstracta, un [p. 179] principio sustantivo y eterno, la Justicia. Yo no he estudiado una patochada de derecho, ni con usted ni con nadie.

—Eso ya lo sé yo. Á buena parte vas.

—Acusado; le llamo á usted al orden.

—Pero que muy bien; de perlas —jaleó don Ataulfo.

—Y así le comunico que ha tiempo se le sigue una causa por violación y homicidio subsiguiente...

—Por violación, no, señor juez —atravesó el cura—. Era una ramera.

—No importa. Digo que por violación y etcétera. Otrosí, añado que ha tiempo se le persigue, y habiendo este Juzgado tenido la buena fortuna de topar con usted, ayudado por el insustituible dedo de la Providencia, á la cual pienso enviar de oficio un voto de gracias, decreto que sea usted puesto en brazos de la Guardia civil, la cual le conducirá á usted á Pilares en el primer tren que salga para la capital. Alguacil, requiera usted á la pareja de servicio.

—Pues, hijo... —tomó Alberto la palabra, con mucho desabrimiento—, no me hacen ni pizca de gracia tus discursos irónicos. Si veo que tú no crees nada de esto, ¿á qué sigues la pamema?

—Señor acusado; emplee usted exclusivamente palabras que estén en el Diccionario de la Academia.

—La verdad es que yo no pude pensar que durase tanto tiempo el intríngulis.

[p. 180] —Repito que se atenga usted al Diccionario...

—¡Qué c...! —murmuró Alberto saliéndose de su natural apacible.

—Al Diccionario, al Diccionario —sentenció el juez á punto de reir.

Entonces Víctor, que se mantenía acoquinado en un rincón, junto con sus subordinados, adelantóse á murmurar lleno de incertidumbre:

—Quisiera decir al señor juez, que nosotros... no sabíamos...

—¡Ah! Esa es otra. Todos ustedes son encubridores —é hizo un guiño á Alberto, como induciéndole á que pusiera en un aprieto á los titiriteros. Pero Alberto atajó, amoscado.

—¡Qué encubridores ni qué calabazas!

—Bien; una vez declarado por el reo que ustedes nada tienen que ver, quedan ustedes en libertad.

—Eso no —afirmó el cura—. ¿Y la causa por desacato á nuestra sacrosanta religión?

—Estas gentes han sido instrumento inconsciente de Guzmán. Así resulta de la prueba. Guzmán es un...

—¡Sacrílego! —completó don Ataulfo.

—Usted perdone, señor cura —habló Alberto—. Creí hacer un bien á la humanidad, como monsieur Rignon, el de los aparatos ortopédicos.

—¡Qué cínico! —rezongó el cura.

—Sí. Y ¡qué cirenaico! —añadió el juez.

En esto penetró en el recinto la pareja de la [p. 181] Guardia civil. Uno era flaco, largo y bigotudo; el otro, rechoncho, gordezuelo y glabro. Entre los dos descendió Alberto á la estación. De camino iba dándose á todos los diablos.

Estando en el andén, poco antes de llegar el ferrocarril, Llamedo se acercó á Guzmán, lo tomó aparte y le comunicó con sigilo:

—Chico, yo no podía hacer otra cosa. No te apures, que yo sé el paradero de la niña, pero no puedo declararlo. Luego te me has venido á las manos, y en presencia de ese animal de don Ataulfo... El que guarda á la niña; sí, no abras la boca. Ya veo que sabes quién es. Pues bueno, se divertía mucho con el tole tole y las barbaridades que habían inventado, y no quería decir palabra. Pero en cuanto se entere que te han echado el guante, enviará á la propia Rosina, que está en Madrid, á que se presente en el Juzgado instructor. La niña supongo que esté á oscuras de lo que ocurre. Probablemente no sabrá ni leer, y él no la dice nada de seguro. Conque, Bertuco; una broma pesada, pero que ya sólo tiene unas horas de vida. Resignación. ¿Quieres un pitillo?


[p. 182]

XIX

Oscurecido ya, Alberto ingresó en la fortaleza de Pilares. Era una noche lluviosa de invierno.

El alcaide, un hombre descolorido y fatigado, con chaquet de esterillas deshiladas y pantuflas de orillo, le recibió cortésmente. Le preguntó si deseaba celda especial, á lo cual Alberto respondió que quería estar como todos.

Los presos no habían sido retirados aún á sus apartijos. Era hora de recreación.

Alberto fué conducido á una sala angosta y alongada, penumbrosa. De un lado había ventanas con barrotes de hierro que daban á la calle de Adosinda, y en cada una de ellas encaramado un hombre como una araña en su tela, y hablaban á gritos hacia el exterior. La estancia estaba desguarnecida de muebles. Los reclusos hacían ruedas de conversación, encuclillados. Algunos canturreaban solitariamente apoyando la espalda en las paredes denegridas y tatuadas de prolijas ins [p. 183] cripciones y dibujos. Un joven trajeado de limpio, en pie bajo una de las mortecinas bombillas, esforzábase en aprovechar la mezquina luz leyendo un libro.

Uno de los hombres encaramados en los barrotes, profirió un grito desgarrador, en falsete, al cual respondió otro grito semejante, femenino, á lo lejos.

—¡Eh, Ñeru ! —amonestó el alcaide.

Un celador que estaba cerca aplicó dos zurriagazos en las nalgas del Ñeru .

—¿Cuántas veces te he de decir que te guardes el xiblato en el c..., cacho de cabra? —le preguntó encolerizado el celador.

El alcaide le explicó á Alberto:

—Es un ratero que hace sus robos en combinación con una golfa. No hay vez que esté uno preso que no lo esté la otra también. Y como la galera de mujeres está aquí al lado se entienden por ese procedimiento de los gritos, que parece que cantan tirolesas.

Alberto pudo advertir que, evidentemente, en uno de los dos grupos, el más nutrido, todos los que á la redonda estaban sentados reconocían y reverenciaban, como de superior linaje ó condición, á un hombre membrudo, cetrino y muy barbado, con barbas que le brotaban impetuosamente desde lo alto de las mandíbulas y las sustentaban la base del rostro, á la manera de una valona tallada en ébano. Daba á entender con la [p. 184] solemnidad de los ademanes y la avaricia en el hablar que estaba poseído de su importancia. Sobre sus muslos reposaba, apoyándose lánguidamente, un mozo endeble, alombrizado y amarillo.

—¿Qué mira usted? —inquirió de Alberto el alcaide—. Es curioso, ¿verdad? Es el Morillo . Ya habrá usted oído hablar de él. Es quien mató al cura de Celorio, á tiros de carabina, cuando estaba celebrando misa. Dos meses escasos le quedan de vida, porque el que viene lo ahorcarán. Y para éste no hay remisión; bueno es el clero para consentir que se le indulte.

—¿Y el jovencito?

—Es la Fresa . Le pusieron ese mote porque, al parecer, antes era muy coloradito. Es un ratero. Vive constantemente en la cárcel. El mismo día que cumple vuelve á reincidir, porque lo aprisionen de nuevo. Algunos lo llaman la novia . No necesito enterarle de que se trata de un marica pasivo. Los presos se lo disputan, casi siempre á golpes. Ha habido verdaderas batallas campales á causa de él.

—Vamos, es la Helena de esta Troya.

—Algo de lo que usted dice —prosiguió el alcaide, que no sabía de mitologías—. El más fuerte se lo acapara, como en el mundo de los animales; sólo que los animales no acostumbran cometer infidelidad, y este desgraciado se goza en sentirse disputado y anda siempre encelando al amante de turno y encendiendo á los demás. Mire usted bien [p. 185] y verá que tiene un ojo casi pocho; de un puñetazo del Morillo. Todo esto es asqueroso y está prohibido severamente, pero es imposible de evitar. Por lo que á mí toca, parece natural que con el tiempo, y no viviendo sino entre estas gentes, se haga uno duro é insensible, y no es así. Cada día soy más tolerante, y hasta llego á creer que la responsabilidad es algo confuso que comienza de rejas afuera.

Las frases del alcaide iban inscribiéndose en la mente de Alberto como sentencias religiosas sobre tablas de bronce. Después de una pausa, añadió el alcaide:

—Puede usted quedarse aquí, si quiere. No se lo aconsejo. Mejor es que se venga usted á mi despacho; el reglamento lo consiente.

—Me gustaría hablar con ellos, preguntarles, saber...

—No sacará nada en limpio por ahora.

—¿Y si los convidase á algo?

—Pss. Pronto es la hora de la cena.

—Un rancho extraordinario quizá...

—Es ya tarde. Lo que puede hacerse es traer sidra.

—Sí, y cigarros para todos.

El alcaide anunció en voz alta que aquel señorito, compañero circunstancial de los presos, les brindaba con sidra y cigarros. Se oyó un rumor sordo, indefinido. Una voz dijo: ¡Olé! y otra: Calla tú cabrito. Se lo puede ofrecer á su señora madre.

[p. 186] Y el alcaide:

—Si á ti no te parece bien, Mellao , puedes dejar de beber y de fumar.

—Y aun cuando le parezca bien, también se quedará para que aprenda —afirmó el celador.

—Eso no —dijo Alberto—. Yo lo ofrezco con buena voluntad. Si alguno me desaira nada puedo hacer. Pero que sea siempre por su gusto, no por imposición.

Después de haber entregado dinero al celador, el alcaide y Alberto descendieron al despacho, de muebles desvencijados y mugrientos. Alberto se sentó en un diván al estilo Luis Felipe, de armadura de caoba y muelles vencidos del uso. Frente á él colgaba del muro un mapa con las cárceles y presidios, señalados en tinta roja.

—Supongo que esta sea la única noche que le tengamos en nuestra compañía.

—¿Por qué?

—Porque mañana depositará usted su fianza, le pondrán en libertad provisional, y luego, lo del juicio oral no será difícil arreglarlo con las relaciones que usted tiene. Según mis noticias, hay en contra suya indicios graves; pero á pocos se les condena por indicios.

Alberto sonrió tristemente.

—No se preocupe usted. Figúrese si yo sabré lo que son estas cosas... —explicó el alcaide, pretendiendo paliar supuestas amarguras de Alberto.

—No me preocupo por lo que usted supone. Ya [p. 187] se enterará usted pronto de que eso del juicio oral me tiene sin cuidado.

—Lo creo. La justicia... sobre todo en este país. Pero además, ¿quién es un hombre para juzgar á otro?

En esto, entró al despacho, saltando, una niña, un arrapiezo de siete años, aseada y pobremente vestida, paliducha, negros y vivos los ojos, y una melenilla corta de lacios cabellos oscuros. Corrió á besar al alcaide, el cual la acarició lentamente.

—Dale un beso á ese señor.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Alberto reteniéndola entre sus rodillas.

—María de la Luz Arizona y González, para servir á Dios y á usted.

—Luz; muy bonito nombre. Toma, para que compres un juguete, y te acuerdes de este señor que te lo da.

—De ninguna manera. Luz, almita, devuélvele ese duro.

—No faltaba más. Consiéntame usted, señor alcaide. Guárdatelo, nenita guapa —la besó repetidas veces, transido de una extraña ternura.

—Pero si es un disparate. Con una perra gorda tiene bastante.

Alberto había colocado la moneda en la palma de la niña; luego le había cerrado la manecita, y con la suya se la oprimía dulcemente.

—Así; porque yo quiero que Luz se acuerde de mí.

[p. 188] —Sea —manifestó el alcaide con muestras evidentes de reconocimiento—. Para todos los hermanos, ¿lo oyes, almita?

La niña salió, y asomó otra vez al poco tiempo.

—Se me había olvidado. Que ya está la cena.

—Dile á mamá que ceno en el despacho; que traigan dos cubiertos —Alberto se resistía—. Ahora soy yo quien dice: Consiéntame usted —y en saliendo la niña—: La de en medio; tres, delante; tres, detrás; los siete Dolores; y siete mil reales de sueldo —apoyó un codo sobre la mesa y la cabeza en el puño.

Entreveraron la comida con escasas palabras. El alcaide se esforzaba en distraer al comensal de su ensimismamiento, pero renunció pronto, considerando imposible la empresa.

La cena terminada, el alcaide asegundó la pregunta que al recibir á Alberto le hizo:

—Entonces ¿ordeno que dispongan una celda de pago?

—No, no; como todos. Es un antojo.

—Repare que son imposibles.

—Estoy ya hecho á dormir de mala manera.

—No lo dudo, pero por gusto; en cacerías, tal vez. Una cosa es hacer las cosas enojosas por gusto, y otra muy distinta hacer, aun las halagüeñas, por obligación.

Alberto repitió maquinalmente:

—¡Por obligación!... En este caso también es por gusto —añadió:

[p. 189] —La elección de celda, sí; pero la celda es obligatoria, al menos esta noche.

Sonaron unas campanadas. Luego un violín.

—Con su permiso. Vuelvo al instante.

El alcaide se ausentó por unos instantes.

—¿Ese violín? —interrogó Alberto, así que retornó el alcaide.

—Es mi Aurora, la mayor. Ella hubiera querido tocar el piano. Ya, ya... No nos podemos permitir esos gustos ni esos gastos.

—Desde las celdas de los presos, ¿se oye el violín?

—Ya lo creo, como lo oímos nosotros.

—Debe de ser triste para ellos.

Pausa. Y el alcaide:

—Nunca había pensado en ello.

Guardaron silencio. Alberto comenzó á pasear por la habitación. Oyóse el rodar de un coche, los muebles retemblaron.

—Un coche —murmuró Alberto.

—Sí, un coche —repitió el alcaide.

Tornaron las cosas al reposo. Y Alberto:

—¡Cuánta paz!

—Sí, cuánta paz —hizo eco el alcaide.

—¿Me consiente usted que me retire? Estoy fatigado.

—Usted me ordena. Le acompañaré hasta la celda. ¿Quiere usted algo para la noche: leche, agua azucarada...?

—Gracias. Agua simplemente.

[p. 190]

—Ya tiene usted un cacharro allí.

Llegaron á la celda. El alcaide encendió un velón. Era un zaquizamí pardusco; un ventanillo enrejado, muy cerca de la techumbre. El ajuar: una mesuca, un taburete de madera y un catre con ropa limpia.

—Veo que viola usted el reglamento en honor mío —manifestó Alberto, sonriendo.

—No; de ninguna manera. Esto es lícito. Ea, adiós y que descanse. Y usted perdone que le encierre, para que vea que me atengo al reglamento.

Las paredes estaban surcadas de rasguños epigráficos. Alberto leyó:

Josefa, mi Josefa

mi tesoro.

Eres una cenefa

de oro.

Yo te adoro.

Luego obscenidades, blasfemias, toscos dibujos semejantes á los del arte cavernario.

Desnudóse Alberto, y en apagando el velón fuese á tientas al catre. Josefa, mi Josefa , se decía interiormente sin saber por qué. No acertaba á pensar con orden. Andaba á punto de adormecerse y se incorporó sobresaltado. Había creído oir una voz que susurraba: Anda; haz ahora humorismo.


[p. 191]

XX

Despertóle el tañido de una campana. Era noche aún. Asomó un celador y le dijo que podía continuar durmiendo hasta las diez. Alberto respondió que deseaba levantarse, mezclarse y hablar con los demás presos, á lo cual el celador repuso que no estaba consentido hasta las horas de recreación.

Á las diez se presentó el Juzgado de instrucción. Venía á tomar declaración á Alberto. Este respondió secamente:

—Den ustedes por declarado cuanto apetezcan, porque no me da la gana responder á nada de lo que me pregunten y es inútil que intenten sacarme una sola palabra del cuerpo. ¡Ah! Y cuantos menos pliegos gasten, mejor: han de ser papeles mojados.

Muy presto pudo convencerse el juez de que Alberto cumplía lo prometido. Bajando las escaleras, expresó así sus impresiones, al actuario:

[p. 192] —Es una causa preciosa. Una de las más interesantes y emocionantes que me han caído entre manos. ¿Ha observado usted bien á ese tal Guzmán? —el actuario asintió con la cabeza—. ¿Y qué? ¿No cree usted advertir en su cráneo un alarmante índice de braquicefalia? Sí, sí, es un braquicéfalo.

—Lo que yo creo es que es un grosero, y estoy por decir que un guasón. Se gastaba á veces una sonrisita...

—Imbecilidad, pura imbecilidad.

Poco después de haber partido el Juzgado, un celador llegó á anunciar á Alberto que varios señores deseaban verlo.

—¿Han dicho los nombres?

—No puedo contestarle; por lo pronto sé que está el señor Renglón, el abogado. Usted habrá oído hablar de él. Es un pico de oro. Vaya, que no hay acusado que no saque libre.

Otro celador que pasaba, se detuvo en seco:

—No haga usted caso á ese lengüeta. Que los saca libre á todos... ¡Home, paez mentira que se diga eso! ¿Y la Pujola ? ¿Y Tanón , de la Peñera? Abogado bueno, pero de verdad, y éste es el que debe usted nombrar, es don Rufino Valle. Además cobra menos que Renglón, pero mucho menos.

Iba á replicar el primer celador cuando acudió un tercero, atraído por lo que se disputaba:

—¿Queréis callar, que todo se os va por la boca? Ni Renglón ni Valle valen pizca junto á don León [p. 193] Berrueco. ¿Dejará éste de llevar veinte años de ejercicio más que los otros? No parece sino que os pagan por hacer el gancho —concluyó cínicamente.

—¿Y tú; de qué estás haciendo tú, sino de condón?

Alberto cortó la sucia disputa:

—Ni Berrueco, ni el don Rufino, ni Reglón ó Renglón. No se molesten ustedes. No necesito abogado. Lo soy yo, y me basto y me sobro. En cuanto al resto de las visitas, que no sean abogados, les suplico que les den un pretexto cualquiera; que estoy algo mal y no salgo de la celda. Cualquiera cosa; en resolución que no quiero hablar con gente de fuera—. En su entrecejo resaltaba una dureza agresiva.

Un celador pensó: «Demonio con el señorito. Ahora comprendo que haya desollado una zorra».

Durante todo el día Alberto hizo vida común con los presos. En un principio se le mostraban recelosos ú hostiles. Pero fué venciéndolos poco á poco, en fuerza de mansedumbre y sencillez. Cordial y mentalmente clasificó á los delincuentes en tres tipos, y á todos tres los consideraba irresponsables. Eran: Morillo , el deficiente moral; Ñeru , corrompido por la misma sociedad, y Fausto Peneda, pasional.

Fausto era quien leía, bajo la luz eléctrica, cuando Alberto entró por vez primera, acompañado del alcaide en la sala de recreación. Lindaba [p. 194] con los veinticinco años; hermoso y fuerte, la faz abierta y sanguínea, los ojos pardos, envedijado el cabello. De primera intención refirió á Alberto su desgracia y su vida toda. Había nacido en un pueblo llamado Liñán, de padres labradores en buen acomodo de fortuna. Había seguido el oficio de carpintero y prosperaba en él. Estaba enamorado y ya para casarse con una mocina, Telva la Palomba , que era blanca y nidia como la manteca. Pero el mal diaño quiso meter de por medio al mayorazgo de la Aceña. Figurósele («¡Era una feguración, señor; por el Cristo del Rosario!») que á Telva le caía en gracia el ricachón; ofuscóse y:

—Con un formón, mismamente aquí, hasta aquí —señalaba desde el cuello, cerca de la oreja, hasta el ojo izquierdo—. Con toda mi alma. ¡Ay, ay, la sangre que de allí salió...! Llenóme de enrriba á embajo. Cayó ella, y no sé como no caí yo. Anduvo á la muerte. Encausáronme. Ocho años me salieron. Ella curó. Aluego... Seguimos de novios. Cuando esté libre, que tendré treinta y tres años, casarémosnos.

—¿Y la cicatriz?

—Allí está, en aquella carina de rosa, que cuando la veo, en el locutorio, detrás de las rejas, quisiera morir. Del ojo izquierdo perdió la vista, pero está tan guapo como endenantes. Daba yo los dos míos porque ella viera. ¿Pa qué me sirven y pa qué me sirvieron? Pa ver feguraciones —y escondía el rostro entre las manos.

[p. 195] —Ánimo, Fausto —Alberto le dió amistosas palmaditas en la espalda—. Como usted observa buena conducta le indultarán pronto.

—Eso dicen, pero el mi indulto no puede llegar nunca. Si á mí no me condenó el jurao. La mi condena está escrita en aquella cara y no podré borrarla nunca.

—Pero ella le habrá perdonado ya, por lo que me dice.

—Eso sí. Si no... no quiero pensarlo. Pero falta que me perdone yo —calló. Luego hizo una transición—. ¿Y lo de usté?

—Lo mío, nada.

—Decían...

—Nada. Es un error.

—Pues alégrome. Pero nada de particular tendría. Los señoritos también son hombres. Ya ve usted yo... ¿quién me dijera...?

—No es que me envanezca, por no haber caído, ni que me atreva á condenar nada ni á nadie; es simplemente que estoy aquí por un error que se ha de desvanecer muy pronto. Y créame que no me arrepiento de haber venido.

Yendo de retirada pasaron por la celda de Fausto.

—Esta es mi celda; una casona majísima —y empujó la puerta.

Lo primero que vió Alberto fué una gran jaula de mimbres colgada del muro al lado de la ventanuca. Estaba vacía.

[p. 196] —¿Tenía usted algún pájaro en ella?

—Un mirlo. Trajéronmelo mis padres. Yo siempre tuve una gran cencia, ó si se quier pacencia pa enseñar á que siblasen los mirlos. En Liñán la mi carpintería era una rivolución. Seis mirlos llegué á juntar; uno siblaba la Bendita Madalena ; otro, el Señor San Pedro . Pues ¿y uno que llegó á deprender la Praviana ? —y sus ojos se empañaron de bruma. Volvió á coger el hilo del discurso—. Pues como le digo. Trajéronme mis padres un mirlo nuevo, pa que me entretuviera enseñándole cantares. Deprendía bien el condenao. Pero ¿querrá usté creer que cuando siblaba parecíame que hablaba? La de cosas que me decía, y todas tristes. Sobre todo quejábase de que lo tuviera preso. Y era verdad. Dábame miedo y soltélo. Marchóse esnalando y riéndose de mí.

Se separaron. Alberto fué á guardarse en su celda. No aceptó el convite del alcaide para la cena, alegando dolor de cabeza. Pero el dolor lo tenía en el alma, lacerándosela. Á veces, el pecho se le enfervorizaba, con un ansia de apostolado. Y se decía: «Pero ¿adónde voy yo, flojo, desmayado, corrompido?» De pronto, pensaba diluirse en aquietante y suave blandura. Y era el recuerdo de Fina, del cual estaba saturado misteriosamente.

Á la mañana siguiente, á punto que un celador entró á despertarle, dormía hondamente. El sol, alto ya, metíase á fisgar por el ventanuco.

—Debe de ser tarde.

[p. 197] —Cerca de las once. El señor director dice que se vista pronto y que baje. La señora que creían —hizo un alto— asesinada por usted se ha presentado en el Juzgado, tan fresca. Está usted en libertad.

Aseado y vestido, Alberto descendió al despacho del alcaide, por despedirse de él y darle las gracias. Una dama elegante, con traje sastre de recio género á cuadros, estaba sentada de espaldas á la puerta. Una mantilla de blonda delicada la envolvía al desgaire la cabeza, cuyo rubio de bronce bruñido se traslucía entre las mallas de seda. Púsose en pie oyendo los pasos.

—¡Rosina!

La muchacha escondía el rostro, inflamado de rubor. Se decidió á balbucear:

—Yo no sabía... Te lo juro. He sido la causa, pero no tengo culpa. ¿Me perdonas? ¿Me perdona usted?

—Sí, mujer. Me perdonas; estaba bien como estaba. ¿No te he de perdonar? Vamos andando.

Antes de marchar, Alberto se apartó un trecho con el alcaide:

—Cuando entré, convencido que no debía estar aquí, me pareció el caso injusto, pero sobre todo ridículo. Pues, anteayer yo no sabía aún lo que era injusticia. Ahora que salgo, creo firmemente que merezco permanecer dentro. No sólo yo...

El alcaide se encogió de hombros sonriendo:

—No le entiendo á usted. Desde que le vi por [p. 198] primera vez me ha causado usted inquietud. De todas suertes cuente usted que soy su amigo.

Se estrecharon calurosamente la mano y se despidieron.

Un sol enfermizo y apocado oreaba las encharcadas calles. Alberto y Rosina marchaban á la par, sin mirarse y hablando de raro en raro.

—Llegué esta mañana en el rápido de las seis y media. En la fonda estuve hasta las diez y á esa hora fuí al Juzgado. Del Juzgado á la cárcel. Yo no sabía nada, hasta que ayer mañana me lo dijo él; había recibido un telegrama. ¿Sabes quién es él?

—Sí.

—Como él no quiere que nadie sospeche nada, por eso la gente me daba por muerta. Tiene gracia. ¡Y yo que te creí muerto á ti...! Ya te contaré.

Alberto se dió cuenta de que inadvertidamente iban á pasar por delante de casa de Fina.

—Demos la vuelta, demos la vuelta —suplicó azorado.

Torcieron por una calle solitaria y salieron al parque. Las hojas secas, amarillas y rojizas, tapaban senderos y veredas. Sentáronse en un banco. Alberto volvía sobre el tiempo que había corrido desde que en aquel mismo paraje había estado por primera y única vez con Rosina, caída ya la noche. Repasaba rápidamente los acontecimientos; el estropicio de las obras de arte, las normas [p. 199] morales sugeridas por los animales domésticos, el beso de Fina, la noche en Villaclara, el Pichichi , el juez zumbón y el juez solemne, el olor á humedad de la fortaleza, el Morillo , Fausto... Creía hallarse á punto de despertar de un sueño. Y aquel sol apagadizo y tembloroso como que desmaterializaba las cosas. Se pasó la mano por la frente. Entre tanto, Rosina hablaba, imaginando ser oída con suma atención, y con el paraguas empujaba de un lado á otro las hojas secas:

—Pero, calla. Si se me pasaba lo principal. Mariquita y la Luqui estuvieron esta mañana en la fonda. No puedo comprender por dónde se enteraron. Mira que para madrugar esa gente ya se necesita... Mariquita me pidió veinte duros que le debía. La Luqui , me miraba, me miraba, me miraba...

Alberto, que alcanzó las últimas palabras, preguntó distraído, por decir algo:

—¿Y qué te dijo?

—Dijo: ¡Ay, qué leche!


[p. 201]

PARTE SEGUNDA

A noi venìa la creatura bella,

Bianco vestita, e nella faccia quale

Par tremolando mattutina stella.

Dante.


[p. 203]

I

Una mañana de Febrero; 1907. En Londres.

Era muy cerca de las diez, pero la luz de Dios no se había hecho aún sobre la ciudad. El comedor estaba iluminado eléctricamente. Del lado de fuera de los ventanales, de emplomados vidrios, resbalaban vedijas de niebla parda y amarilla, á modo de vellones de despeinada estopa.

Alberto fué el último en abandonar la mesa. Concluído el recio desayuno británico, levantóse y salió con perezoso paso, apercibiendo la pipa con que borrar un gustillo epiceno á arenques, jamón, té de Ceylán y mermelada de frambuesas que se le estacionaba en el paladar.

Entró en el hall , y, como por máquina, acercóse al casillero de caoba en donde se distribuía la correspondencia de los huéspedes. Repasó las cartas de la casilla A, de Alberto; luego las de la D, de Díaz, y las de la G, de Guzmán. Y se alejó, sonriendo y pensando: «Pero, ¿de quién voy á te [p. 204] ner yo carta?» No se atrevía á confesarse á sí propio que siempre estaba aguardando una carta, cierta carta.

Penetró en el smoking-room , y fué á sentarse, ó, por mejor decir, hundirse en una poltrona de cuero granate, de esas que se acostumbran llamar Rostchild . Se colocó de espaldas á una ventana y á la vera de la chimenea, que en aquel momento bramaba con toda actividad. Levantó los pies hasta apoyar los talones á la altura de su cabeza, sobre un friso de azulejos verde-cinabrio y amarillo-ámbar que cerraba el hogar. Alargó la mano, sin mirar, con voluptuosa lentitud hasta una mesa que á su izquierda tenía, de caoba y el tablero de rojo cobre batido; buscó á tientas hasta dar con el cerillero, de cobre también; encendió, con un golpe hábil y violento, la gran cerilla de palo, y luego la pipa; hojeó un periódico, que dejó caer luego sobre la alfombra; entornó los ojos. Dulces escalofríos le sacudían el cuerpo. Se sentía en satisfactoria plenitud animal.

Se le acercó Mister Marshall, dándole un golpecito en el hombro.

—¿Sueño?

Alberto abrió los ojos.

—No, nada de eso. He dormido muy bien.

—Niebla —añadió Mister Marshall señalando con mano temblona uno de los ventanales.

Mister Marshall hablaba siempre en estilo telegráfico. Su avaricia alcanzaba hasta á los vocablos [p. 205] que había de emplear. Tenía invencible inclinación á rascarse mimosamente las plantas de los pies, y estando en zapatillas se despojaba de ellas, sin consideración alguna para con las gentes que en torno suyo se hallaran. Aunque casi octogenario, se conservaba rozagante y activo, sin otra preocupación que la de bañarse subrepticiamente, de suerte que en la cuenta semanal del hotel no le cargasen los baños; en este linaje de defraudaciones era un maestro, y no era raro que, aunque lacónicamente, se jactase de su pericia. Por ejemplo; extraía la nota semanal de un bolsillo, la golpeaba con un dedo, decía, «cuatro baños», y luego soplaba. Esto quería decir que había birlado seis chelines en la agencia del hotel, á chelín y medio por cada baño. Su rostro era maravillosamente inexpresivo. Los ojos estaban soterrados por la carne, y allá en lo hondo de una especie de arruga se adivinaba una aprensión de brillo acuoso é incierto, no una mirada, sino el espectro de una mirada. Su piel era tersa y á manera de musgo de sutiles filamentos sanguíneos; su nariz corva, bigote y patillas blanquiahuesados; gran panza. Provocaba el antojo de imaginarlo ataviado á lo John Bull, con chistera de colgajos, blanco pantalón ceñido y medias botas de charol con vuelta de cuero naranja.

Á Alberto le solazaba en extraordinaria medida aquel viejo egoísta. Un día le había preguntado:

—¿Es usted soltero ó viudo?

[p. 206] Mister Marshall asintió á lo de viudo.

—¿Tiene usted familia?

Mister Marshall levantó el dedo índice y el del corazón de la mano derecha, y dijo:

—Hijas.

—¿Casadas?

Mister Marshall asintió.

—¿Y cómo se le ocurre á usted vivir en un hotel, tan solo?...

Mister Marshall pegó los brazos á las costillas, abrió hacia los dos lados los antebrazos paralelamente á tierra, y comenzó á balancearse de cintura arriba como si remedase la andadura de los palmípedos. Á lo último, se acarició el rotundo vientre. Todo lo cual quería decir: primero, que no era fácil decidirse entre una y otra hija; segundo, que su verdadera hija, y aun su verdadero padre, ó mejor, su espíritu santo, era aquel vientre ó cupulino mecanismo que en la vida se le había descompuesto.

En concluyendo de fumar, Alberto colocó la pipa sobre la mesa, junto con la lata del tabaco inglés. Á seguida sacó un cigarro de Murias y lo encendió.

—¡Hombre extravagante! —que quiere decir hombre despilfarrador, murmuró Mister Marshall poco después—. ¿Camarera?

—Pues es verdad... Le contaré. Es muy guapa. ¿Eh?

—Bella.

[p. 207] —Ya lo creo. Pues... me parece que la voy á sacar del restaurant, ponerla un flat , un pisito.

—¿Matrimonio?

—Ni por pienso.

—Estupidez.

En esto entraron en el smoking-room la señorita Svenson, la señorita Jansen y la señorita Brandes, suecas las tres. Á la zaga de ellas venía el joven Rajnaj, hermano de la Svenson. La señorita Svenson era una adolescente adorable, de fornida y elástica muchachez, á propósito para llegar á esposa y madre de héroes. El pelo, rubio-fieltro, ceñido al cráneo, como un capacete; los ojos acaramelados y con esa atención asustadiza de las alimañas rústicas; la piel melosa, mate, y así como con un reflejo luminoso de las nieves natales. No adelgazaba la cintura con justillo ó corsé. Á través de los vestidos se descubría el suave curso de la carne curva y la empinada independencia de los nacientes senos. Uno de sus más dulces incentivos, que inducía á ser tratado con besos y mimo, era la blanca nuca, y el modo simétrico de nacer los dorados cabellos, como por obra de un orífice. En junto, la señorita Svenson ofrecía un armonioso regalo de miel, y como la miel, con un no sé qué postrero de asperezas. En aquella ocasión llevaba, como Rajnaj y la señorita Brandes, la gorra de veludillo blanco y azul con visera de charol de los estudiantes suecos.

La señorita Jansen era hermosa y majestuosa, [p. 208] mucho más talluda que la Svenson y maestra superior en Estocolmo. Era también bella, lo cual no se echaba de ver hasta tanto que se despojaba de unas poderosas antiparras de miope. Por el aire y el gesto entendíase que se arrogaba ciertas funciones directivas sobre sus compañeras.

La señorita Brandes era acaballada y ciclópea; los ojos, gris muerto y con estrabismo divergente, como las ranas. Mister Coleman, un viejo verde canadiense que habitaba en el mismo hotel, andaba al parecer todo rijoso á la zaga de la Brandes, á pesar de su consorte, gordinflona y escamona. Algunas noches, en el salón, inducía á la señorita á que tocase el violín, agudo expediente mediante el cual todos los que allí se encontraban iban huyendo furtivamente, por librarse de la endiablada música, y á la postre quedaban solos el viejo y la Brandes, que Missis Coleman á tales horas se había retirado á dormir. El canadiense, en los corrillos de chismorreo del smoking-room , aseguraba que la Brandes era de conducta liviana y que por enardecerle le había mostrado en repetidas ocasiones y como al descuido sus piernas. Y ¡qué piernas! Nadie se lo creía.

Rajnaj era un jovenzuelo encogido, muy largo y colorado. La expresión de alimaña inocente que animaba los ojos de su hermana, en él era más intensa.

Los cuatro, en pelotón, se acercaron á donde estaba Alberto. La Svenson hacía muequecitas y [p. 209] cerraba los ojos, protestando de esta manera del mucho humo que había. Según pasaban, Mister Spofford, un gorila gigantesco que inspiraba poca confianza por susurrarse de él que era corredor de apuestas en las carreras de caballos y no muy limpio en los negocios, se quedó mirando á la señorita Jansen con lujurioso cinismo.

—¿Estamos listos ya, señor Guzmán? —preguntó la Jansen.

—Listos ¿para qué?

—Para ir á la galería Tate.

—¡Qué contrariedad! Hoy me es imposible —Y acarició con los ojos á la Svenson, la cual, con leve rubor y mohín de disgusto, dijo:

—No quiere usted venir con nosotras... Prefiere usted hablar con el loro —empleó el francés, que Mister Marshall no entendía, porque él en persona era el aludido loro, que en aquel momento se rascaba el piojillo de la patita con perfecta desenvoltura.

—Elín, Elín... No seas cruel —reconvino la Jansen.

—No es eso, Miss Svenson. ¿Habrá para mí nada más agradable que ir con ustedes? —Con los ojos le estaba diciendo: con usted solamente—. Pero, me es imposible.

—¡Qué lástima! Su compañía siempre nos es provechosa —aseguró la señorita Jansen.

En este punto apareció Mister Coleman, vestido con Norfolk jacket y breeches de recia estofa, me [p. 210] dias de lana, y pumps ó escarpines de baile. Fumaba en su desmesurada pipa de cuello de calabaza, y fué aproximándose, como sin pretenderlo, al grupo de las muchachas. Cuando ya estaba cerca, surgió su consorte, que tenía algo del hipopótamo, en el continente mayestático. El viejo canadiense hubo de huir, algo corrido.

—Pero ¿de veras no viene usted con nosotras? —decía suplicante la Svenson—. Á mí que me gusta tanto oirle hablar de arte... Verá usted; visitamos la galería, luego hacemos el lunch todos juntos, luego vamos á un parque ¿eh? —y daba discretos saltitos infantiles.

Alberto hubiera estado toda la vida ante ella, oyéndola hablar y viéndola hacer gestecillos con aquella gracia severa, en rudimento, tan distinta de la latina.

El gran gorila vino hasta la mesa en donde estaba el tabaco de Alberto, y, con encantador desahogo, se aplicó á cargar su pipa, como si se tratase de un bien mostrenco, y entretanto lanzaba dardos de concupiscencia al rostro de la solemne Jansen, la cual, sin poderse reprimir, se despidió:

—Otro día será, señor Guzmán. Adiós. Vamos.

Alberto apretó y retuvo la mano de la señorita Svenson. La niña, con la otra mano hacía ademán de dar azotitos, exclamando:

—¡Qué malo! ¡Qué malo! Estoy enfadada con usted.

Alejóse. En perdiéndola de vista, Alberto en [p. 211] tornó los ojos, por acariciar algunos momentos más el recuerdo de su figura. Oyó que Mister Marshall murmuraba, algo misteriosamente:

—Tipi, tipi —decía el anciano.

Abrió los ojos Alberto y vióle golpearse con una mano sobre el corazón.

—¿Cuál de los dos? —preguntó—. ¿Yo ó ella?

Mister Marshall levantó dos dedos.

—Tiene gracia. Quizás; un poco —sonrió, cerró nuevamente los ojos. Sentíase en un estado que se parecía á la tristeza, como la niebla se parece á la lluvia, según la frase de Longfellow. La Svenson le recordaba otras mujeres, estrellas errantes de su vida sentimental, que habían nacido y muerto en la sombra, pasando sobre su corazón efímeramente, á quienes había amado un poco y que le habían amado un poco, y hubiera llegado á amarlas mucho y á ser muy amado quizás. Era la danza de las posibilidades y como el girar de la ruleta. Acaso su número había pasado para siempre. Pensó también en Fina, á quien creía no amar ya, pero cuyo recuerdo le asaltaba inopinadamente y con alguna frecuencia.

—La camarera, ¿qué? —preguntó Mister Marshall.

Cuando Alberto se volvió á contestar al viejo, éste había ganado algunos grados de ignición en la epidermis, tal vez á causa del esfuerzo de pronunciar tres palabras seguidas, tal vez avergonzado del despilfarro.

[p. 212] —Pues nada, querido Mister Marshall, que hoy al medio día espero noticias concretas. Yo la he propuesto que deje el restaurant. Hoy á las doce recibiré carta de ella, diciéndome su decisión y punto de cita en donde esta tarde hemos de vernos.

—Estupidez.

—Ya me lo ha dicho usted dos veces.

—Estupidez —repitió el viejo, más rojo que nunca.

Alberto rompió á reir.


[p. 213]

II

Sonó una bocina de automóvil. Á que es Bob, se dijo Alberto. Era Bob. Penetró en el smoking-room pisando recio, abriendo el gabán de pieles y sin conceder atención á ninguno de los presentes, como no fuera á Alberto.

—¡Ea, deprisa, deprisita, mi amigo! —ordenó festivamente, con el acento cantarín y muelle de los chilenos.

—Pero, hombre, ¿cuándo? ¿adónde? ¿por qué?

—¿Cuándo? Ahora mismito nos arrancamos. ¿Adónde? Á mi casa. ¿Por qué? Porque todos le están esperando allá para almorzar.

—Es el caso que, lo siento mucho, pero no puedo, Bob.

—¿Cómo que no puede? —y tomando á Alberto por un brazo le obligó á ponerse en pie. Alberto se resistía.

—Es usted un tirano. Voy á explicarle y se convencerá.

[p. 214] —No quiero explicaciones. Nancy, Meg y Ben le están esperando á usted. Vamos á la habitación y póngase listo.

Se encaminaron al ascensor.

—Á eso del medio día espero una carta importantísima.

—Pues que se la envíen inmediatamente á mi casa. ¡Portero! —gritó—. Si viene alguna carta ó recado urgente para el señor Guzmán, lo envían en seguida á estas señas —le entregó una tarjeta.

—Y en esa carta probablemente me dirán que á prima tarde he de estar por necesidad en determinado lugar.

—Tiene usted el auto á su disposición.

—No hay modo de negarse.

—Claro que no.

En el pasillo alto se cruzaron con Marietta la camarera, una napolitana muy dengosa, insinuante é intempestiva. Cogió una punta del almidonado delantal, inclinó la cabeza con su corona ó toca de lino escarolado, abatió los párpados, y como si se hallase en trance violento de rechazar ó aplazar una solicitación amorosa, suspiró:

Bruta giornata!

Whisky and Apollinaris —dijo Bob por toda respuesta—. Al cuarenta y cinco. Subito.

Subito —hizo eco Marietta, con voz doliente y lejana.

Penetraron en la alcoba de Alberto.

—Yo tengo que afeitarme, Bob.

[p. 215] —Bueno, pero deprisa —Bob echaba un vistazo á los libros alineados sobre una mesa—. Estos libros que pudiéramos llamar de alcoba dan la expresión espiritual de un hombre.

—Pues el mío, como verá, digo mi espíritu, es bastante inexpresivo.

Bob fué recorriéndolos: uno de filosofía titulado El pensamiento humano, sus formas y sus problemas , de autor danés; una estética, de Croce, y una historia de las ideas estéticas, por Knight; el Quijote , la Celestina y el Cortesano ; un tratado de Astrología y otro de Alquimia, luego catálogos críticos de algunas pinacotecas célebres y un pequeño cuaderno con reproducciones de Sandro Botticelli. En la mesa de noche yacían algunos números de Sol y Sombra , junto á un despertador encerrado en estuche de cuero, y David Copperfield , de Dickens.

—¿Qué saca usted en limpio? —inquirió Alberto, la cabeza en violentísimo escorzo, á fin de aplicar la Gillette á la pelambre de las mandíbulas.

Bob no respondió. Estaba absorbido en contemplarse al espejo. Se atusó la puntiaguda barba pajiza; abrió la boca y se miró la dentadura, haciendo sonar sobre ella los dedos, á modo de rasgueo; se colocó de perfil, estiró el chaleco y echando hacia atrás gabán y chaqueta examinó, fruncidas las cejas, el perfil anterior del cuerpo.

—Tengo miedo al vientre. Es lo que nos inclina á la tierra, á la nada.

Tenía cuarenta y cinco años; el aspecto cabal [p. 216] mente juvenil y viripotente. El labio inferior harto carnoso y lacio, daba al rostro expresión de bobería, corregida por lo afilado de los ojos grises.

Sobrevino Marietta con el whisky y el agua mineral.

—Bebe usted demasiado, Bob.

—Si bebiera demasiado no estaría como estoy. Bebo lo que me pide mi naturaleza. Nancy, ya ve usted, bebe más que yo...

—De todas suertes —añadió Alberto riendo—, bebe usted demasiado.

—Vaya, ¿no dice usted siempre que todo lo que es está bien, porque es?

—Moralmente, sí. Quiero decir que no se deben condenar ni juzgar los actos ajenos. Yo no le juzgo á usted, sino que intento moverle á pensar si acaso, por propio egoísmo, le convenga beber menos é intentar conseguirlo.

—Bravo whisky. No sé cómo no le gusta á usted el whisky.

—El brandy viejo, sí.

—También es bueno. Pediremos una copa.

—No bebo á estas horas. Ya estoy á su disposición.

Alberto bajaba la escalera á saltos, gozándose en hundir los pies en la felpuda alfombra de terciopelo de lana. Bob se apoyaba en el pasamano. Alberto le aguardó en un rellano.

—¿Ve usted? El whisky. Sin él bajaría usted tan ágilmente como yo. Y eso es el comienzo.

[p. 217] —Calle usted, no me diga eso —el labio inferior se le contrajo nerviosamente.

Montaron en el automóvil, un Daimler de cuarenta caballos. En Piccadilly Circus, la niebla se hizo tan compacta que el coche hubo de detenerse. Estaban como hundidos en el seno de un río de leche. El mecánico tocaba de continuo la bocina. Oíanse otras bocinas, gorgoritos de silbatos y voces inarticuladas, temblando inciertamente entre la bruma blanca. Contigua al vidrio de una ventanilla, surgió una masa informe, difusa en sus límites. Luego sonó un golpe metálico sobre el cristal y un relincho de caballo.

—Sólo falta que nos partan de un topetazo —masculló Bob, y oprimiendo un botón encendió la luz eléctrica. Alberto estaba riéndose—. Ya sé que es difícil que pierda usted su serenidad.

La cerrazón se deshizo en pocos instantes. Dentro del blanquinoso vapor nacían inconsistentes sombras que se iban intensificando poco á poco, coagulando, definiéndose en seres y cosas. El automóvil había quedado preso entre un desconcertado pelotón de ómnibus, camiones, cabs y otros carruajes, cada cual en dirección diferente. Los policemen andaban de un lado á otro, enarbolando el autoritario bastoncillo á fin de restablecer la circulación.

—Se nos va á hacer tarde; Nancy estará impaciente —habló Bob—. He de comprar todavía golosinas para Meg y un juguete para Ben. ¡Ese chi [p. 218] co...! No acierto con nada que le distraiga. Se comprende, pobrecito... Es la única sombra de mi vida.

—Sí; pobre Ben.

Detuviéronse á comprar un rifle de salón, en un bazar, y un paquete de bombones que Alberto quiso pagar para ofrecérselos personalmente á Meg. Luego el automóvil tomó la ruta de Richmond vertiginosamente.


[p. 219]

III

Roberto Mackenzie y Alberto eran amigos de muy poco tiempo. Se habían conocido en un hotel de Biarritz el verano anterior, y desde el primer momento, el escocés había consagrado al español un afecto rayano en la adoración, al cual correspondía Alberto en buena moneda de lealtad. Bob pretendía descubrir en su amigo extraordinarias dotes de talento y aun de genialidad que al propio interesado comenzaron por dejarle perplejo y aturullado, luego le hacían reir, y en toda ocasión le halagaban, muy en lo hondo, sin que se diera cuenta. Bob no tenía secretos para Alberto; le abría con efusiva confianza las arquetas de sus amores más caros y los archivos de su vida; una vida trepidante, rauda y en cierto modo gloriosa. Siendo un mozuelo aún, había emigrado á la Argentina. Á los treinta años se había enriquecido y arruinado por tres veces; había buscado oro en tierra de California, y perlas en sus aguas, caucho [p. 220] en los Andes, diamantes en Kimberley, y explotado el negocio de pieles de león y tigre cazándolos en el Sudán y en la India. Como le dieran pocos rendimientos sus últimas empresas, hallábase en Smirna, de vuelta del Oriente, con muy flaco caudal en la cartera pero nutrido lote de proyectos entre ceja y ceja. Allí hubo de prendarse de una muchacha griega, casi una niña, danzarina ambulante y vendedora de naranjas, á quien su madre solía ofrecer á los hombres mediante un precio de diez dracmas, así como las dos hermanas mayores se entregaban por cinco y aun por tres en días apurados. La danzarina se llamaba Anita Pyrgos. Según ella andando el tiempo declaró á Bob, por habérselo oído á su madre, era hija de un francés cuyo nombre y paradero ignoraba.

Bob y Anita, á la cual el amante aplicó á seguida el diminutivo inglés, Nancy, huyeron de Smirna. Comenzó una etapa de amor ardoroso, mutuamente participado. Á los nueve meses les nacía un hijo. Le impusieron el nombre de Benjamín. Vino al mundo en ocasión que su padre había consumido las últimas migajas de su fortuna. Á Bob, el hijo le sirvió de estímulo para determinarle á rapiñar dinero como quiera que fuese. Por el contrario, Nancy reputó por grave contrariedad y rémora á la criatura, y sobre todo, obligada de la necesidad á amamantarlo, temía perder su belleza corporal y con ella el amor de Bob; de manera [p. 221] que, antes de pasado un mes, había renunciado á criarlo á sus pechos. Sometióse Bob á la voluntad de Anita, arrastrado del gran amor que le tenía. El niño vivía de milagro. Un año después de Ben, apareció á la luz Margarita. Bob y Nancy estaban ya establecidos en Chile, y el porvenir se les anunciaba como una aurora de oro.

Después de diez años de especulaciones y trabajo en las salinas de Chile, Bob era por cuarta vez millonario, y ahora en mayor medida que nunca. Él y Nancy eran jóvenes; se amaban como el primer día. Legalizaron su situación y se establecieron en Europa, comprando una casa en Richmond y una villa junto al lago de Lugano, en la raíz de Mont-Brè.

Meg era una niña de irreprochable belleza. Pero Ben se había quedado raquítico y jiboso.

En el punto en que Alberto había conocido al matrimonio Mackenzie, en Biarritz, Miss Meg y Master Ben estaban recluídos en sendos colegios ingleses.


[p. 222]

IV

Meg echó á correr por la avenida central del jardín, al encuentro de su padre y de Alberto. Nancy, en el umbral del invernadero, se mantenía quieta, en pie, sonriendo delicadamente al esposo. Era una mujer aventajada de estatura; rubio el pelo. Andaba por los treinta y dos años, en perfecta sazón de su feminidad y hermosura, y tenía un continente patricio y aplomado que hacía recordar las estatuas que los romanos esculpieron en representación de la virtud de la Fortaleza.

Meg, después de besar á Bob y á Alberto, se colgó del brazo de entrambos y encogió las piernas en el aire, porque la llevasen suspendida. Tenía quince años ya, pero su desarrollo físico iba retrasado, y se conducía como si tuviera diez, si bien en ocasiones caía en una acritud de tono desconcertante, ó se las daba de persona mayor, sobre todo con doña Laura, su aya. Vestía un mandilón azul, cuyo corte era una reminiscencia [p. 223] de las dalmáticas bizantinas, y un traje blanco, muy corto, de fina batista y ricas tiras bordadas; medias de seda y zapatos de muñeca. El pelo, de oro claro, copioso y como si fuese líquido y manase continuamente en densos borbollones. Verdes los ojos, como los de su madre, y angélico el color de la piel.

—Meg, alma mía, que molestarás á Alberto... —amonestó el padre, blandamente.

—No, no —cantaba Meg—. ¿Verdad que no le molesto, señor de Guzmán?

—No, rica, no. Pero quiero que me llames Alberto.

—¡Ay, usted me perdone; pero siempre se me va!

—Y que me trates de tú.

—Tiene razón Alberto —dijo Bob.

—Sí, ya lo sé, papaíto; pero como es un señor formal. ¡Ay! —suspiró profundísimamente—. Me va á costar un trabajo...

Alberto y Bob rieron de la desolación y resignación cómicas que mostraba la niña.

Nancy saludó á Alberto con afectuosidad fácil y de buen tono, y se volvió á Bob presentándole la boca á que se la besase. Fundieron los labios glotonamente, gozándose en prolongar la sensual caricia. Meg los observaba atenta, como siempre que se besaban.

—¿Y Ben? Le traigo un rifle.

—No sé, Bobby; andará agazapado en los rin [p. 224] cones, como siempre. ¡Qué vergüenza de hijo! —exclamó Nancy con gesto agrio.

—Meg, mi alma, anda á buscarlo —rogó el padre.

—Que lo busquen las criadas —respondió con desparpajo Meg—. Es un bruto y un antipático.

—Meg, vidita, que es tu hermano...

—Pues no lo parece —dijo la niña, rematando en seco la conversación.

Alberto miró á Meg con angustia; se estremecía pensando que un cuerpo tan fino y hermoso pudiera albergar un día un alma mala.

—Meg, sube á que doña Laura te alise un poco el pelo, que vamos á almorzar.

—Doña Laura no, que es muy torpe; yo misma me lo alisaré.

Se marchó cantando, casi alada, que no parecía tocar la tierra. Nancy murmuró en tono confidencial:

—Bobby, ese hijo va á ser nuestro tormento. Después de haber marchado tú, doña Laura vino á quejárseme, porque la había acometido.

—Le habrá dicho alguna cosa ofensiva, algo de la joroba.

—No, no; que la acometió como un hombre ¿entiendes? Ya tiene dieciséis años.

—Calla, calla, Nancy; es imposible. Una alucinación de esa pobre mujer...

—Sabes que las amigas de colegio de Meg no pueden venir á esta casa.

[p. 225] Los ojos de Bob se enternecieron. Murmuró:

—¡Pobre Ben! ¡Pobre niño mío!

—¡Pobre Ben! —repitió Alberto.

—Sí —continuó Nancy con impasible sinceridad—; á ustedes les da lástima de él. Pero ¿y nosotros, Bobby? ¿Me quieres decir para qué queremos un hijo así? Si hasta da vergüenza sacarlo á la calle, presentarlo al lado de una...

—¿Qué culpa tiene él, mi Nancy?

—Y nosotros, Bobby ¿qué culpa tenemos?

Bob no se atrevió á responder. Miraba con angustia entre los árboles del invernadero, por si estuviera allí escondido el jorobado.

Subieron al comedor, una gran estancia con muebles de nogal tallado al estilo del Renacimiento italiano. Habíanse acomodado ya todos á la mesa cuando apareció Ben. Iba derechamente á sentarse en su silla, de altas patas y de cojines, á causa de la exigüidad del torso del muchacho; el padre le llamó.

—Acércate, que te dé un beso. Te he traído un rifle; en el invernadero está. ¿Quieres verlo antes de almorzar?

—Luego lo veré —respondió Ben; no manifestaba ningún interés por el juguete. Su voz era ahilada y chillona.

Se sentó entre doña Laura y Alberto. Doña Laura apartó su asiento con horror y estrépito, precaviéndose de una verosímil violación pública. Ben revolvió sobre ella los ojos, colérico. Tenía [p. 226] el cráneo aplastado por los costados; el perfil de su rostro era una proa; las orejas, retrasadas, altas, despegadas y puntiagudas; brazos y manos larguísimos, á modo de tentáculos; el color, de palo seco; los ojos, penetrativos y llenos de funestos presagios. Contrastaba dolorosamente en aquella junta familiar de seres hermosos y saludables. No era difícil echar de ver que le herían por igual el odio descubierto de su madre y hermana, y la compasión excesiva y poco disimulada de su padre. Alberto procuraba tratarle con perfecta naturalidad, así como si le diese á entender que su deformación era un accidente muy frecuente entre los hombres, á tal punto, que nadie pára mientes en ella. Se esforzaba porque no se traicionase la lástima que sentía. Ben adivinaba por instinto un buen amigo en Alberto y le tenía mucha adhesión, pero no se atrevía á mostrarla enteramente en presencia de los suyos. Si él hubiera sabido que Alberto le amaba más á él que al resto de la familia, hubiera sido feliz. Cuando acontecía que miraba á su hermana ó á su madre, ó á su padre, de sus pupilas parecía fluir un volátil corrosivo, como si hubiera deseado descomponer y destruir la hermosura de aquellos rostros.

—Usted no dudará de que yo le quiero bien, ¿verdad Alberto? —dijo Bob.

—No dudo.

—Pues, por este cariño que le tengo, ¿á que no sabe usted lo mejor que le deseo?

[p. 227] —Á ver.

—Que se quedase usted de pronto sin un cuarto.

—¡Qué extravagancias dices, Bobby! —comentó Nancy.

—No son extravagancias.

—Explíquese usted.

—Para que de este modo se viera usted obligado á trabajar.

—Á escribir, quiere usted decir.

—Es su canción —habló Nancy—. Dice que usted debía escribir.

—Y como sé que no escribirá, á no ser por fuerza...

—Eso es; me arruina usted y á ganarme la vida escribiendo, y en España, donde nadie ha logrado ganársela por este procedimiento, desde Cervantes hasta nuestros días.

—¿Cómo no, mi amigo? Pues...

—No cite usted nombres. Uno por uno, todos los que usted me cite, es seguro que dirían lo que yo he dicho.

—Pues yo insisto...

—Bobby, no insistas...

El rostro de Nancy se ensombreció levemente.

Bob volvió á hablar después de una pausa:

—Nancy es supersticiosa —quiso sonreirse; quedó pensativo. Luego—: Y yo también. Quizás he dicho una tontería...

Alberto intervino alegremente:

—Supongamos que me quedo sin un cuarto, [p. 228] que ya estoy sin un cuarto... Bueno, ¿qué es lo que ocurre?

—Que cuando se quiera usted casar, las muchachas le darán á usted calabazas, señor Guzmán —respondió Meg.

—¿Por qué? —preguntó el jorobado con voz arisca.

Meg, se quejó zalameramente á su madre:

—Siempre se anda metiendo conmigo...

—¿Es que —prosiguió Ben en la misma tensión exaltada— las muchachas sólo van á querer á los ricos... y á los guapos?

—Sí, hijo, que á ti te van á querer muchas...

La lívida cabeza de Ben pareció hundirse más en la caja torácica.

—¿Por qué no, Meg? —Alberto habló con tierna amargura, dando unas palmaditas en la huesuda mano de Ben, el cual estaba ahora como radiante.

Bob y Nancy comían y bebían copiosamente. Según avanzaba el almuerzo, las mejillas se les congestionaban poco á poco, y con los ojos se buscaban uno á otro y se deseaban.

Salieron todos á tomar café á un saloncito Luis XV. Había una botella de very old Brandy , para Alberto. Los dos esposos se entregaron al whisky . Intentaban hablar, mostrarse sociables, forzar la risa, pero la seriedad terrible de la concupiscencia podía más que ellos. Bob iba como fascinado á apechugar á Nancy, hacía resbalar la [p. 229] mano sobre sus brazos desnudos; la atraía hacia sí, y Nancy le rechazaba débilmente, no por pudor, antes por coquetería y refinamiento. Esta escena postmeridiana era la misma de siempre, y Alberto la había presenciado desde que los conocía, pero, delante de los niños, sentíase desasosegado y algo confuso. Como siempre, Bob y Nancy terminaron por salir de la estancia. Alberto respiró, á solas con Meg y Ben. Descendieron al invernadero y probaron el rifle. El jorobado no atinaba á dar en el blanco. En cambio, la niña acreditó raro tino. En haciendo varias punterías afortunadas, se cansó del juego.

—¡Bah! —exclamó, con mohín de desdén—. No tiene chiste. No sé cómo los hombres se divierten con esto...

Y se precipitó á tomar en sus brazos á Pussy , un gatito de Angora, color ceniza, que dormitaba sobre el asiento de un butacón. Le besó, le hizo arrumacos, le dijo ternezas, suspirando y poniendo los ojos en blanco, estremecida por todo el cuerpo. Estúvose un buen tiempo entregada á su pasión, hasta que el animal expresó algún cansancio y mal humor.

—Ingrato, infame; no te quiero. Que no te quiero, no. Ya puedes pedirme besitos, que se acabó todo.

Lo colocó en el suelo y le volvió las espaldas, pero se arrepintió al punto, y poniéndose en cuclillas, con los brazos cruzados sobre los muslos, [p. 230] y á alguna distancia de Pussy , le dijo, cariciosamente:

—No, monín; no me hagas caso, que te quiero, te quiero... Ven al regazo de tu Meg; puss, puss...

El gato echó á andar paso á paso, tambaleándose con presunción, el rabo perpendicular á la tierra. Avanzaba el gato, y Meg retrocedía, siempre en cuclillas y castañueleando los dedos. Pussy , que no estaba para burlas, hizo alto, precisamente entre Ben y el blanco del tiro.

—Hazme el favor de retirar ese bicho, Meg —rogó secamente el contrahecho.

Y Meg, continuó como si no le hubiera oído. Y el gato, con toda insolencia, permanecía en el sitio, desoyendo los requerimientos burlones de su amita y diciendo con el rabo tieso que nones. Cuando más embebecido estaba en sus tanteos de elocuencia rabuna, un pie del jorobado le lanzó á los espacios, con tanta violencia, que hubo de chocar en la cristalera del hall . Salió huído Pussy , y entonces la gata fué Meg. Crispada y rabiosa, saltó sobre su hermano, el cual de su parte se apercibió más que á la defensa al ataque, requiriendo en guisa amenazadora el rifle de flecha, á la sazón cargado. Alberto llegó en coyuntura de interponerse. Con una mano sujetó á Ben, con la otra á la niña, que, sin intimidarse del arma, luchaba por desasirse y por alcanzar á patadas los tobillos frágiles del muchacho.

Estando en esto, llegaron Bob y Nancy, arre [p. 231] bolados y sonrientes. La madre, por natural impulso y sin más averiguaciones, se dirigió á Ben, con evidente propósito de golpearlo, lo cual logró impedir Alberto. Bob aupó en brazos á la niña, que hipaba y lloraba de coraje. Empezaban las explicaciones, cuando apareció un criado con una bandeja, y en ella un telegrama y una carta para el Sr. Guzmán.

—Un telegrama... —murmuró Alberto hablando consigo mismo—. ¿Quién puede tener interés en telegrafiarme? Y urgente...

Hubo un minuto de ansiedad. Los niños se aplacaron de pronto. Miraban á Alberto como si aguardasen algo misterioso. Alberto leyó el telegrama por dos veces. Examinó el sobre de la carta y la hizo añicos sin abrirla.

—¿Pero no lee usted la carta? —preguntó Bob asombrado.

—Ya ¿para qué?

—Sáquenos de esta zozobra —rogó Nancy.

Alberto sonreía. Al fin habló:

—Si el telegrama no viniera de España creería que era una chanza de Bob.

—¿Cómo una chanza mía?

—Dice: «Hurtado huído. Depósitos desaparecidos. Quiebra terrible. Urge venga primer tren. Jiménez» —después de una pausa—. Hurtado es mi banquero.

Bob y Nancy no supieron qué decir.

—Cualquiera pensaría que son ustedes los cul [p. 232] pables... —prosiguió Alberto sin perder su sonrisa—. La cosa no es para tanto, ni probablemente tan grave como mi amigo me lo pinta en el telegrama. Y si fuese, alégrese usted hombre de Dios, que quizás se salga con la suya: escribiré.

—Desde luego... —dijo Nancy vacilante— usted no creerá que porque Bob haya dicho... Y aunque lo haya dicho, que lo deseara. ¡Qué coincidencias!

—¿Cómo lo iba á desear yo? Era pura broma. Y al fin de cuentas, Guzmán sabe que mi dinero es suyo —dijo con vehemencia cordial.

—No perdamos el tiempo en tonterías. Bob hablaba á las doce y media y el telegrama es de las diez, conque... Como coincidencia no deja de tener gracia. Y ahora me despido de ustedes, hasta... hasta cuando sea.

Bob se ofreció á acompañarle en el automóvil.

De camino Bob preguntó:

—¿Tenía usted toda su fortuna en casa de ese banquero?

—Sí, toda mi pequeñísima fortuna, pero en fin, de lo que hasta ahora he vivido. Tenía casa puesta en Pilares, cuyos muebles vendí, porque no pensaba volver en algunos años. Y una finca que también vendí hace poco, y cosa curiosa, ¿sabe usted quién me la ha comprado? Uno que hasta hace dos años fué criado mío. Le di dinero con que se estableciera. Se ve que ha prosperado deprisa. ¡Ah! Pues, ahora echo de ver que aun cuando el [p. 233] banquero me haya birlado todo lo que le confié en custodia me quedan unas diez mil pesetas, las que presté á Manolo, que este es el nombre del criado. Vaya, que no soy pobre de solemnidad.

—Claro que no; yo he estado sin plata, lo que se dice sin plata, varias veces. Pero, hombre; ¡mire usted qué demonio! ¿Cómo no escogió usted un banquero de más confianza?

—Este era cuñado de una muchacha que fué novia mía. Parecía muy honrado y muy entendido en esos toma y daca de los negocios... Allá veremos lo que ha ocurrido.

—No deje de escribirme.

—Calla; pues me parece que no tengo dinero para el viaje... Á ver... Diez libras.

—¿Qué necesita usted?

—Nada; con diez libras puedo hacer el viaje en tercera.

—¿Y pagar el hotel?

—Cierto. Luego veré lo que necesito.

Bob no se separó de Alberto hasta que éste hubo embarcado en el tren. Poco antes de la partida se abrazaron.

—No se olvide de nosotros, Guzmán —murmuró el escocés con acento conmovido.


[p. 234]

V

Á las seis y media de la mañana, hora de la llegada del rápido, paseaban por el andén de la estación de Pilares, Jiménez y Alfonso del Mármol, par á par. No había amanecido aún. Los dos amigos iban en silencio, haciendo chascar con fuerza las botas contra el enlosado pavimento; movimiento instintivo que realizaban por no llegar á olvidarse de que los respectivos pies les pertenecían y por obligarlos á que se sumasen á la comunidad del resto del cuerpo á cambio de una parte alícuota de calor animal. Jiménez llevaba la gorrilla inglesa calada hasta las orejas; Mármol, el cuello del gabán de pieles subido hasta el ala de la bimba, de manera que por delante sólo dejaba fuera lo más avanzado de su tajante nariz y un larguísimo y delgado cigarro Henry Clay, de los llamados lirios . Aparte de los empleados de la línea, eran los únicos seres vivientes que había en el andén, porque no se cuenta una vaca, ominosa [p. 235] mente prisionera en un vagón establo, la cual mugía con nostalgia y aplicando el hocico á los barrotes de un tragaluz vahaba periódicas nubecillas blancas. Fuera de la marquesina de vidrios, perforando la sombra, brillaban dos luces, una roja y otra verdiclara. Sonó una corneta á lo lejos, y á poco el tráfago del tren, creciendo afanosamente, acercándose hasta que se entró por el andén, comunicando su temblor á los cristales, y se detuvo en seco. Traía tres coches de viajeros, con plataforma y barandilla en los topes.

Jiménez y Mármol aguardaban ver asomarse á Alberto, pero ninguna ventanilla se abría.

—¡Alberto! ¡Guzmán! —vociferó Jiménez con aquella voz de ilimitado desarrollo con que acostumbraba sembrar la consternación en algunas mansiones de alegres hembras—. Será capaz de venir durmiendo.

Las ventanillas permanecieron sombrías y cerradas. Mármol y Jiménez subieron al tren, y empezaron á revisar coche por coche, para lo cual habían de encender las luces y recibir miradas iracundas, ademanes depresivos y gruñidos condenatorios de cuantos viajeros se veían arrancados de pronto, por aquellos dos fantasmas impertinentes, á la amable idiotez del sueño.

—Aquí está —dijo con aire triunfal Mármol, zarandeando á Alberto, el cual se desperezó con el dorso de las manos, como los niños.

—¿Eh? —inquirió Guzmán, medio inconsciente. [p. 236] Y avivándose—. ¿Mármol? ¡Jiménez! Pero ¿estamos en Pilares?

—No, en Babia —respondió Mármol con el cigarro entre los dientes—. Y usted en zapatillas, y el lío de mantas deshecho, y el tren no para sino seis minutos. Ea, abajo tal como está. En el andén lo arreglaremos todo.

Alberto se vistió un gabán holgado de espeso tejido esponjoso. Entre los tres cogieron en rebujo las cosas que andaban diseminadas por las rejillas y las bajaron al andén á tiempo que el tren partía.

Jiménez, el jocoso y festivo Jiménez, para quien no había trance, por solemne que fuera, que rebajase su frenesí humorístico y propensión acrobática, estaba en aquellos momentos inmóvil y casi funerario. Mármol, á quien sus amigos llamaban Marmolillo, en razón de su frigidez inalterable y de no habérsele visto reir nunca por fuera, porque había aprendido á reir por dentro, exhibía en tales circunstancias un buen humor y un prurito de andar de aquí para allá y hacerlo todo, evidentemente contradictorios con su naturaleza boreal. Quiso conducir á Alberto en su automóvil hasta el hotel. Alberto se negó; prefería estirar las piernas, andar. Salieron de la estación. Clareaba el cielo. Un hombre iba apagando los faroles públicos. Sobre la línea superior del caserío, como perfil quebrado de un muro ruinoso, ascendía la sombra gótica de la catedral, y era al modo de un ciprés.

[p. 237] Alberto no tenía deseos de preguntar nada; tal vez zozobra de saber al fin y del todo lo que temía. Jiménez no osaba hablar. Mármol sostenía la conversación, refiriendo casos acaecidos en Pilares durante la ausencia de Alberto, pero no se aventuraba á abordar el asunto principal.

Cuando llegaron al hotel era de día. Alberto intentó despedirse. Los otros dos subieron con ánimo de informarle, en conclusión, de lo ocurrido.

Sentáronse los tres. Alberto en el borde de la cama, y Mármol tomó la palabra, á fin de hacer historia.

Telesforo Hurtado, á poco de casarse con Leonor Tramontana, había tomado posesión de la casa de banca por cesión del fundador y con ayuda de medio millón de pesetas que don Medardo había puesto en sus manos. De cómo iban los negocios nadie sabía nada, de seguro. Unos decían, que bien; otros, que mal. Lo cierto es que Hurtado hacía vida libertina y pródiga, mudando de queridas, de automóviles, de alhajas y de costumbres con tan frecuente periodicidad, que todo Pilares se hacía cruces. Sucedió que, en uno de los cafés cantantes de la capital, sobrevino cierta cupletista francesa, Nanon Orette . Aquí interrumpió Jiménez:

—¡Ay, y qué Orette! Las marranerías que sabía hacer... —Y sorbió con ansiedad un gran volumen de elementos atmosféricos. Iba recobrando el régimen y libre arbitrio de sus dotes festivas.

[p. 238] Al sobrevenir la Nanon Orette , Hurtado mudó de criterio acerca de las queridas; de lo temporal pasó á lo permanente. En cuanto á los otros cambios, se redujo á realizar aquéllos y sólo aquéllos que Nanon ordenaba. Estas abominables relaciones de la danzante y el banquero se mantuvieron durante dos meses, con gran escándalo de los corazones castos y... Nueva interrupción de Jiménez:

—Con conocimiento público de las más íntimas particularidades —con el índice de la mano derecha hizo descender el párpado inferior del mismo lado. Añadió, con acento de irritada austeridad—: ¡Contra natura! —é inmediatamente, formó con la boca algo á manera de culo de pollo y emitió por dos veces un sonido desgarrante y escatológico; todo ello, sin perder la gravedad del gesto.

El contraste era tan cómico, que Alberto se echó á reir. Mármol, á su vez, en terminando de reirse por dentro, continuó la historia.

Un día, marchó Hurtado á Madrid á especular en Bolsa, como hacía quincenalmente, según de público se aseguraba. Á los cinco días, el tenedor de libros de la casa recibió una carta de Hurtado, desde el Havre, diciéndole que tuviese la amabilidad de participar á sus numerosos favorecedores y clientes que les estaba muy agradecido por la simplicidad y sandez que con él habían mostrado, y que agur. En Pilares no se registraba catástrofe alguna de mayor monta desde hacía varios decenios. De las primeras informaciones se sacó en [p. 239] claro que Hurtado, con todos los valores que tenía en depósito y custodia, iba abriendo cuentas en el Banco de España, pignorándolos, las cuales, cuatro millones de pesetas en junto, estaban agotadas, y las garantías en poder del Banco. Es decir, que no había dejado un maravedí sin rebañar. Y del dinero ¿qué había hecho? ¿Lo había gastado? ¿Se lo llevaba consigo? Probablemente lo uno y lo otro.

Alberto escuchó hasta el fin, sin mostrarse contrariado ó abatido.

—Yo tenía todo mi dinero en casa de Hurtado. Concretamente, ¿qué sacaré en limpio?

—Mi opinión sincera... Creo que nada, absolutamente nada —afirmó Mármol.

—Sin embargo... —dijo Jiménez—. Hay quien cree...

—Sí, hay quien cree que se podrá obtener el diez por ciento de los créditos, y eso después de una tramitación judicial, que lo mismo puede durar cuatro que cuarenta años. Me parece que Alberto no debe pensar en ello más.

Alberto hizo una cruz en el aire, como expresando que era asunto concluído. Quiso sonreir, afectar perfecta naturalidad y descuido en presencia de sus amigos; darles á entender que era hombre de hilaza demasiado prieta para que le penetrasen las punzadas del infortunio; pero su corazón palpitaba azorado y su cerebro se embrollaba sin atinar á discurrir con arte.

[p. 240] —¿Quién lo dijera? Parecía inteligente en sus cosas, y honrado... —Alberto masculló esta consideración, á media voz, y la cabeza inclinada sobre el pecho.

—Inteligente... Pss. Se pasaba de listo, listo de conveniencia, pero ¿honrado? Siempre dije que era un pillete, y que acabaría mal —dijo Mármol, contemplando con estoica filosofía las proporciones minúsculas á que había quedado reducido su cigarro y como si en él descifrara un emblema transcendente de las grandezas humanas.

Hubo un silencio penoso, que rompió Mármol.

—¿Qué piensa usted hacer?

—Yo qué sé, Alfonso.

—No es para preocuparse —opinó Jiménez—. Á Guzmán no le faltará una colocación de unos cuantos miles de pesetas al año, aquí, en cualquier empresa.

Harto sabía Jiménez que esas colocaciones eran asequibles como el vellocino de oro ó la trasmutación de los metales. Después de una pausa, preguntó Mármol:

—¿Cuántos años tiene usted?

—Treinta y dos.

—¿Por qué no se casa usted?

Mármol quería decir evidentemente, ¿por qué no se casa usted con Fina?

—Es la mejor ocasión. Ahora que soy un excelente partido... —contestó Alberto sin disimular su amargura.

[p. 241] —Ahora, sí. ¿Cuándo mejor que ahora para que usted contraste si el cariño que le tienen vale ó no vale?

—Eso sería, supuesto que yo no tuviera sentimiento de mi dignidad. Además, usted ha comenzado por afirmar, implícitamente, que no hay sino presentarme, decir: aquí estoy yo, y todo hecho.

—Exactamente —corroboró Mármol—. Ni más ni menos. No hay nadie en el mundo que conozca mejor á la gente que yo. Y cuidado que yo no he hablado una palabra en mi vida con ella... Si no hay más que verla. Le ha estado esperando y le seguirá esperando siempre.

Guzmán no quiso replicar; sabía que su voz sería temblorosa.

Propuso Jiménez:

—Dejémosle ahora que descanse. Volveremos después de comer.

—No vuelvan ustedes. Desde luego me voy derechamente á Cenciella. Necesito hacer examen de conciencia y un plan de vida, y nada como la aldea para estos casos.

—Á Cenciella; está bien. Pero, ¿á qué parte, á qué sitio? —interrogó Mármol, sutilizando la pupila bajo los entornados párpados.

—Á qué parte... ¿Á dónde ha de ser? Á mi casa, es decir, á casa de Manolo, que para el caso es lo mismo.

—Á casa de don Manuel Carruéjano, alias Ta [p. 242] ragañón , orador famoso, columna del orden social y teniente alcalde conservador en Cenciella.

—¿Es posible? —Alberto exteriorizó placentero asombro—. Miren si ha medrado. ¡Cuánto me alegro!

Despidiéronse. Á solas, Alberto se tumbó boca abajo sobre el lecho. Con las manos se apretaba la frente. No hubiera querido pensar en nada.


[p. 243]

VI

Era don Celso Robles un célibe sexagenario, enconado enemigo de la más bella mitad de la especie humana, y particularmente fanático de la deglución, de la potación y de las beatíficas sobremesas consagradas al juego del hombre, que también se suele llamar tresillo. El estilo de la arquitectura corporal de don Celso pertenecía al período ciclópeo; sus piernas, dos bárbaras columnas monolíticas; su vientre, un templo primitivo habitado por una divinidad cruel y turbulenta en cuyo propiciamiento se inmolaban á diario innumerables víctimas arrancadas á la libertad de sus naturales elementos —el aire, la tierra, las aguas—, solemnizándose el sacrificio con derrame copioso de brebajes báquicos y confortativos. La cúpula de este templo, que siempre se mantenía en actividad religiosa, era una cúpula tricolor, decorada con franjas paralelas; primero, el cuello blanco de la camisa; más arriba, un gracioso lóbulo ó abom [p. 244] bamiento, que, al fundirse, formaban la papada y el pertorejo, de un color rojo flamígero y esponjoso como la cresta y barbas del gallo; más arriba, el blanco impecable de la boca, ostentando sonoras señales de que el dios se hallaba satisfecho de su culto, reía tan dilatadamente que las comisuras de los labios escapaban por entrambos lados del rostro, como si fuesen á juntarse por detrás del occipucio; la próxima franja en altitud la formaban la nariz, las mejillas, las orejas y el colodrillo, todos ellos tan arrebatados de entonación que del rojo habían pasado al azul índigo; y, por último, la sesera, de bruñido bermellón con irisaciones metálicas, como el vidriado de los azulejos moriscos. Patológicamente, el señor Robles era un temperamento apoplético y congestivo. Su médico le había sugerido la posibilidad de que reventase un día, y aconsejado que rompiera con sus hábitos vegetativos, que dejara los negocios y se fuera á vivir al campo. La idea de que aquel dios insaciable que se alojaba en su bandullo pudiera ver el ocaso y extinción de su culto, torturaba las más delicadas fibras del corazón de don Celso. Intentó traspasar la casa, pero no halló quien aceptara la sucesión en buenas condiciones. Hasta que un día, Telesforo Hurtado, le confesó sus planes, que don Celso escuchó con gran regocijo, alentándole á que se casase cuanto antes, á pesar de su enemiga á las hijas de Eva. En casándose, la banca pasó á ser Telesforo Hurtado y Com [p. 245] pañía . El señor Robles no tenía inconveniente en dejar una buena parte de su capital, á la sazón circulante, que le había de ser satisfecho por anualidades de cincuenta mil pesetas. Compró una casa de campo, reclutó tres amigos viejos y mal parados de fortuna que le hicieran el tresillo, é, introduciendo alguna novedad en el dogma, se fué á convertir en rústico el culto urbano de su vientre. Al despedirse de Hurtado no pudo abstenerse de destilar algunas gotas de pesimismo acerca del sexo débil:

—Has hecho un buen matrimonio, evidentemente, Telesforo; pero mi experiencia del mundo me obliga á amonestarte á que te pongas en guardia. Con las mujeres, hijo mío, hay que estar siempre en guardia, siempre centinela alerta y con el arma en la mano, porque si no el diablo se las carga —quiso decir, sin duda, el diablo las carga—. Y ahora, que te vaya bien en tus negocios, por la cuenta que me tiene, y además porque deseo verte prosperar.

Comenzó la casa á regir bajo los auspicios de Hurtado, y éste á darse aires y vida de gran señor. La ostentación chalanesca de piedras preciosas y la adquisición del primer automóvil inquietaron no poco á don Medardo, el cual, cogiendo confidencialmente á su yerno, hubo de hacerle algunas observaciones. Á esto respondió Hurtado:

—El pez grande se traga al chico, y peces grandes ó chicos no se pescan sino con cebo en el an [p. 246] zuelo. Una casa de banca no vive, ó por lo menos vive principalmente, de tener en circulación el dinero que se pone bajo su confianza. No vale ser rico tanto como aparentarlo. ¿Cree usted que puede inspirar confianza á sus clientes, ó atraer otros nuevos un banquero que viva como un pordiosero?

—Á mi modo de ver, sí; más confianza que uno que gaste con exceso.

—¡Bah! Esa es la manera de entender los negocios en España, y así van las cosas. Antiguallas, don Medardo, antiguallas —y diciendo así, conducía al viejo hepático hasta la garita del tenedor de libros—. Muéstrele usted á don Medardo el aumento en depósitos y cuentas corrientes desde que la casa lleva mi nombre.

El aumento había sido considerable. Don Medardo se daba por vencido.

—Tienes razón; yo estoy muy á la antigua.

—El automóvil, los brillantes... ¿Cree usted que lo hago por gusto? No. El cebo, querido don Medardo, el cebo. Poco á poco, los clientes de las otras casas se van pasando á esta. Ahí tiene usted á ese Meumiret, el de ahí enfrente, el gocho de mar , como le dicen sus empleados, que está que echa... sustancia láctea.

Á pesar del eufemismo, á don Medardo no le hizo gracia la frase. Repitió Hurtado:

—El cebo, el cebo.

—No me gusta oirte hablar así, Telesforo. Em [p. 247] pleas unas palabras... El cebo...; parece que se trata de engañar á la gente.

—Otra antigualla; pues ¿qué son los negocios sino á ver quién engaña á quién? Usted mismo, en su almacén de la Habana, ¿qué hacía sino engañar á la gente?

—Me dejas aturdido. Según lo que se llame engaño... —don Medardo meditó unos momentos—. Bueno, yo pienso; esa misma confianza que te demuestra la gente ¿no te añade responsabilidades y te obliga á pensar si acaso, vaya, si tal vez comprometerías lo ajeno con sorbitancias?

Telesforo se irguió:

—¿Es que usted teme por su dinero?

—Por Dios, Telesforo; no hablo de lo mío. Yo confío en ti.

—Pues de lo ajeno, deje usted que entre á porradas. Dinero pare dinero.

Cuando Telesforo mudó por primera vez de automóvil, don Medardo no se atrevió á abrir el pico. Pero al cuarto cambalache no pudo contenerse. Las risotadas con que le recibió Telesforo desconcertaron al viejo.

—¿Sabe usted cuánto he ganado en cada una de estas operaciones de compra y venta? Tres mil pesetas. Sí, señor. Venga usted á ver los libros y se convencerá.

No había tal cosa en los libros, pero Telesforo estaba seguro de que Tramontana había de responder, como respondió:

[p. 248] —Me basta lo que me dices —y luego, asombrado—. Verdaderamente, eres un lince.

Otra cosa que á don Medardo le metía doloroso terror en los huesos era el tráfico de valores que Telesforo hacía en Bolsa. El viejo tenía el concepto arcaico de que la riqueza es algo sólido y permanente: monedas, casas, tierras. La idea de la permanencia era lo fundamental. Un capital se construía como un edificio, colocando piedra sobre piedra. Siempre se había reído de esas fortunas aéreas y fabulosas que surgen como por encanto, y como por encanto se disipan. El agio le causaba pavor; era, á las fortunas verdad, lo que el rayo á las casas, que en un punto las reduce á escombros. Pero á todo acudía el despierto Hurtado, envolviendo al suegro en tan enmarañados argumentos y deslumbrándolo con hechos tan flagrantes, que al cabo de un año el hombre estaba convencido de que Hurtado era el más grande genio financiero que habían visto los siglos.

Y así, como en cierta velada familiar la tía Anastasia, componiendo una sonrisa ácida que había inventado la primera vez que vió á Telesforo, hubiera tenido el cinismo de insinuar traidoramente que Hurtado le daba mala espina, don Medardo quiso abatir su osadía arrojando á la faz de su tía materna este apóstrofe crítico: Anastasia ¡tienes la mollera herpéticamente cerrada á canto y lodo! La tía Anastasia, aunque humilde, fué contumaz y añadió que Hurtado sería un querubín [p. 249] descendido del empíreo, pero que á ella, sin poderlo remediar, le daba muy mala espina; y manifestó la sonrisa ácida. Anastasia —repitió don Medardo, indicando que daba por cerrado el ciclo de las controversias—, tienes la mollera herpéticamente cerrada con mampostería . Y de esta suerte Telesforo quedó ungido inviolable en el hogar del piso primero de la casa. Él y Leonor vivían en el segundo. Leonor era feliz, adoraba á su marido, el cual le había fecundado las entrañas poniéndola á parir un fruto de bendición, una aceitunilla con todos los caracteres étnicos de los calmucos, un genio endiablado y una noción tan rudimentaria de la regularidad en las eliminaciones digestivas que no había pañales para él. Con todo, la familia Tramontana lo reputaba como dechado y arquetipo de la belleza infantil, veían no se qué gracia exquisita en sus berrinches, un desparpajo encantador en su afán de vaciar las tripas en todo momento, y una lumbre inquietante de precocidad en su estulta expresión de calmuco. Hasta la tía Anastasia, á pesar de la mala espina que le daba el padre, sentía por el talento del hijo admiración sin límite.

—Este rapacín mete miedo —no quería decir que la fealdad del chico espantase, como era la verdad, sino que su inteligencia amenazaba no dejarle vivir, expresando á su modo la frase de Menandro: los elegidos de los dioses mueren jóvenes. Añadía la vieja—. ¡Si él pudiera hablar...!

[p. 250] Cosa que verosímilmente no acontecería nunca, porque los micos carecen de la facultad del lenguaje.

La noticia de las aventuras galantes de Telesforo llegaron hasta el hogar Tramontana y poco después treparon con insidia hasta el piso segundo. En el hogar Tramontana se le juzgó con bastante lenidad; hallaban disculpas á sus extravíos amorosos en su juventud, en el hecho de encontrarse Leonor amamantando al pequeño Telín, y según autorizada opinión de don Medardo que sorprendió mucho á su cónyuge, en cierta incontinencia ó ideal de perpetuación que va siempre poderosamente adscripta al sexo masculino. Todo esto lo decía don Medardo con muchos circunloquios, y, por supuesto, no estando Fina presente. Pero doña Dolores en cuanto entendió lo que su esposo quería decir, revolvió unos cuantos años en su memoria, y sacó en consecuencia que don Medardo había emitido una afirmación falaz. Á pesar suyo y con nostalgia muy retrospectiva, como el que dijese: si yo hubiera tratado á Sardanápalo, murmuró:

—No digas, Medardo.

También don Medardo entendió. Sintiéndose herido en el centro más delicado de su personalidad viril, contestó con dignidad:

—El hombre es flaco —como demostración puso una pierna sobre la otra haciendo sonar los huesos—. Yo hombre, al fin y al cabo, hombre como cualquiera, cuando era joven y estaba sano fuí [p. 251] víctima, como ahora lo es Telesforo, de esa ligera enfermedad, ó si se quiere incontinencia y aun furor. Pero unos lo hacen de solteros y otros de casados.

—Y otros de solteros y de casados —agregó la tía Anastasia.

—Anastasia —expostuló don Medardo—. Hay que ser tolerante con la flaqueza de la carne. Tú no sabes de eso.

En el piso segundo las noticias produjeron diferentes efectos. El Mercurio portador de las infaustas nuevas fué un mensajero femenino, la peinadora de Leonor. En tanto quitaba los bigudís á la señorita, esponjaba su cabellera y le añadía como aditamento un moño enorme perteneciente á un cadáver anónimo, iba la proterva mujer depositando arteramente en el corazón de Leonor la ponzoña de sus revelaciones. Al llegar al punto culminante, la infeliz casada expelió un grito ahogado, que hizo pensar á la peinadora si le habría dado distraídamente un tirón en una mecha de pelos del occipucio. No; el dolor era más hondo. La peinadora dió por terminado su menester aquel día y dejó á Leonor abandonada al infortunio, caída en actitud desolada sobre un diván y de manera que el artificioso tocado no sufriera detrimento. Al volver Telesforo á casa hubo una escena de dramática intensidad. La esposa mártir se colocó en situación cristiana de sojuzgamiento y resignada aceptación de los designios de la Providencia. [p. 252] Nada de reproches, ni dicterios, ni cóleras. Pero confesó el presentimiento que tenía de que se le retirase la leche, con lo cual el calmuco de cría había de verse obligado de allí en adelante á ingerir alimento mercenario y quizás adulterado. Telesforo acudió con toda ternura á desmentir las noticias, y dijo que sería horrible que se cumpliesen tan sombríos vaticinios, respecto á la escasez de lacticinios. Confesó muy avergonzado y de modo que inspiraba compasión, que era cierto que algunas veces se había presentado en público con mujeres, y mujeres hermosas. Pero, añadía justificándose, siempre había sido obligado de las circunstancias, cuándo por tratarse de negocios, cuándo porque ellas materialmente le perseguían, aunque sin haber logrado — su palabra de caballero — que hasta entonces él hubiera cometido una infidelidad conyugal. El pecho de Leonor vióse nuevamente asistido del torrente lácteo, á sus ojos acudieron lágrimas sedantes y á sus labios sonrisas angélicas. ¡Era tan natural que todas las mujeres ambicionasen á su Telesforo, á causa de su expresiva cara tártara y de la riqueza en glándulas sebáceas de su epidermis! Á partir de este punto ya podían irle con cuentos á Leonor. Ella sonreía misteriosamente; estaba en el secreto. Su padre le decía algunas veces.

—No hagas caso nunca, hija mía, de lenguas vituperinas.

—Á buena parte vas, papá.

[p. 253] Como Hurtado era muy meloso y simulador en sus relaciones domésticas, Leonor vivía confiada en él, segura de aquel tesoro que todas le envidiaban. Y estando así, Telesforo tomó la ruta de Ultramar sin dejar una palabra de despedida para su mujer ni para el pequeño calmuco.


[p. 254]

VII

La evasión de Hurtado fué conocida en el hogar de don Medardo á la media hora de recibir el tenedor de libros la carta fatídica. Nadie se consideraba con bastante valor para poner en conocimiento del viejo Tramontana lo ocurrido, pero, casualmente en los primeros momentos de turbación llegó, al despacho de la banca, Carriles, el corredor de comercio, hombre desenvuelto é imperturbable que se pintaba como él solo para estos lances. Era, sin duda, entusiasta observador del corazón humano y se gozaba en ver la cara que ponían las gentes al oir aquello que más les perjudicaba. Tenía una mirada tan fría, que cuando miraba á una persona le convertía la sangre en un sorbete de fresa. Prestóse al punto á ser el emisario, y tomó un coche, cuidando con mucho escrúpulo de que don Medardo saliera cuanto antes del error é ignorancia en que vivía sumido. Contaba con que había de desarrollarse una escena patética, [p. 255] pero su corazón impertérrito estaba determinado á afrontarla.

Don Medardo se calentaba al lado de una chimenea, aproximando los pies, en calcetines, á la lumbre.

Las zapatillas, de terciopelo negro bordadas de miosotis, obra de la industria filial de Leonor, yacían junto á la butaca.

—Siéntese usted, Carriles, y veamos qué le trae por esta su casa. Usted me consentirá que siga sin zapatillas. Estos pies no se me calientan nunca.

Carriles desarrolló un hábil exordio, lleno de incisos y de catastróficos presagios.

—Al grano, amigo Carriles.

Carriles pensó ¡allá vá!, y soltó no el grano sino la bomba, con los ojos pegados sobre la cara de don Medardo, cuya amarillez hepática desaparecía bajo la reflexión del fuego. Don Medardo no pestañeó, no abrió la boca ni movió un músculo. Continuaba con perfecta ecuanimidad rehogando el pie izquierdo, particularmente refractario á las ondas calóricas. Carriles se veía defraudado. Añadió en tono cavernoso:

—¡Una gran catástrofe!

—¿Eso es todo, amigo Carriles?

Carriles compuso un gesto y un ademán desolados, como dando á entender: ¿le parece á usted poco? Se despidió. Don Medardo se excusó de salir á la puerta, alegando la frigidez de sus extremi [p. 256] dades abdominales, y el observador entusiasta del corazón humano salió de la casa pensando que don Medardo no tenía corazón. En estando á solas, el viejo llamó á su mujer. Quería consultar con ella la forma más dulce y cauta de enterar á Leonor. Era lo único que preocupaba á don Medardo. Allá en el fondo, muy en el fondo de su alma sencilla, sentía algo así como satisfacción orgullosa, una especie de vanidad intelectual; su sistema financiero no era una antigualla, bien decía él. En realidad, le costaba trabajo creer que Telesforo hubiera huído criminalmente, después de haber robado. Pensaba que se había arruinado de buena fe y que la vergüenza le había obligado á escapar. Ni él ni doña Dolores se acordaron para nada de los cien mil duros cercenados al patrimonio familiar. Inquietábales tan sólo el dolor que del suceso había de recibir Leonor y las consecuencias que pudiera traer á su salud y á la del pequeño calmuco. Platicando, llegaron á convenir en que Fina era la indicada para preparar y revelar á su hermana la triste verdad. Requirieron á la niña, la cual acudió acompañada de tita Anastasia. Don Medardo contó todo lo que sabía, en breves palabras. Tita Anastasia sintió también, en aquella coyuntura, lo primero de todo, satisfacción intelectual, pero en proporción centuplicada á la de su sobrino, y la inutilidad subsiguiente de aquella sonrisa ácida de su particular invención. Elevó las manos al cielo y murmuró:

[p. 257] —¿No decía yo que me daba mala, muy mala espina? —parecía un grito de triunfo. Su rostro mostraba tal contento, que don Medardo dijo pasmado:

—Cualquiera creería que te alegras, Anastasia.

—Tienes razón, Medardo. ¡Dios me perdone! —suspiró, arrepentida y abochornada de haberse dejado arrastrar por aquel movimiento espontáneo, del mismo linaje que el que hace prorrumpir á los espectadores de galería en un gruñido de emoción viendo descubiertas las perfidias del traidor de un melodrama—. ¿Cómo me he de alegrar? La pobre Leonor... ¡Dios me perdone!

—¡Dios nos perdone! —alentó, con tenue bisbiseo Fina. Porque, á pesar de todo, estaba contenta con la desgracia, y adivinaba en ella el germen activo de próximas venturas. Alberto volvería á Pilares á emprender nueva vida.

Fina subió á cumplir su ingrata misión. En aquellos instantes, la madre bañaba al calmuco, el cual había llegado á tal punto de cólera, que de verde aceituna se había puesto de color berenjena, y no se daba reposo á berrear, patalear y expresar á su modo rabia y odio felinos al agua y á las artes cosméticas. Lo enjutaron, lo fajaron, lo aplacaron y vieron que el calmuco retornaba á su verdor nativo y se acogía, siempre con gesto enfurruñado, á los asilos del sueño.

Fina procedió con tan buen tino y serena dulzura, que cuando concluyó de hablar, Leonor [p. 258] permanecía sin inmutarse, recogida en sus pensamientos. Á poco comenzó á derramar abundantes lágrimas tranquilas. Fina la abrazaba y acariciaba en silencio. Al cabo de un tiempo, Leonor se serenaba. Había adquirido noción cabal de lo ocurrido y había formado su génesis y explicación conforme á las ilusiones de su alma. Telesforo la amaba siempre, y esta era la causa de que, habiendo ido á mal en sus negocios, huyera sin atreverse á confesarla sus tormentos, quizás su desesperación.

—¿No crees tú, Josefina?

Josefina veía lo absurdo de tales suposiciones; pero, respondía que sí.

—Telesforo siempre fué un niño. Los últimos tiempos andaba muy preocupado y me dijo, muy en secreto, que era por los negocios. ¡Ay, mi Teles! ¿Por qué no habrá acudido á papá? Le hubiera ayudado de seguro, ¿verdad? Lo que sufrirá, pensando en mí y en su pequeñín, en su nenín, que le tenía loco.

Leonor se levantó á besar al pequeño calmuco.

—Tranquilízate, Leonor. Lo vas á despertar.

Leonor volvió á sentarse en una butaca baja. Apoyó los codos en las rodillas y la cara en las manos. Cuando irguió la cabeza, sus ojos lucían radiosos.

—Fina, te aseguro que en muy poco tiempo Teles hará fortuna en América, volverá y resolverá todas las cosas. ¡Niño mío, bobo, que sufres [p. 259] por tu Leonor sin atreverte á escribirla! Pero verás, Fina, cómo no pasan muchos días sin que yo reciba carta de él. No podrá más. ¡Oh, aturdido, inocente; haber huído del consuelo y de la ayuda! No se lo voy á perdonar —quiso sonreir, pero rompió á llorar—. De todos modos, Fina, ¡soy muy desgraciada!

Luego, convirtió su memoria hacia el padre viejo.

—Dile, Fina, que no quiero que se entristezca ni preocupe. Yo soy la más interesada, y ya ves, estoy tranquila. Confío en Dios y en el mañana. No quiero que el pobre viejecito sufra por mi causa. Yo misma bajaría, pero me parece demasiado pronto. Cuando nos veamos, yo prometo estar serena; ya verás. Y á mamá también; que no llore. Estarán angustiados. Baja, baja, Fina.


[p. 260]

VIII

Desde la estación de Cenciella al pueblo hay un kilómetro de distancia. De ordinario, los viajeros suelen hacer el camino siguiendo la vía férrea carbonera, que cruza en la misma estación con la línea de viajeros y pasa contigua al caserío; es una avenida lóbrega, tapizada de carbonilla y enhebrada entre dos muros de centenarios álamos negros. Alberto prefirió echarse á campo traviesa, por prados, bosquetes y hazas de tierra roja. Era el posmeridio de un día asoleado y dulce.

Así como cuando la finca fué suya acostumbraba penetrar en ella furtivamente por la casa del casero, ahora quiso hacerlo por la puerta grande, que de par en par estaba abierta. Gozábase imponiendo con esto un nuevo linaje de dominio, de imperio sentimental. Aquella casa siempre sería suya, únicamente suya, que él sólo poseía la virtud de evocar su latente vida añeja y descifrar su expresión de poética ternura.

[p. 261] Detúvose en la plazoleta que se hace delante de la fachada. El edificio parecía recibirle asombrado de verle volver, con los ojos de los balcones muy enarcados, y la boca del portón como alelada. Los rosales del tapial temblaron de emoción.

Alberto atravesó corriendo la portalada, subió los escalones de tres en tres, gritando:

—¡Manolo! ¡Manolo!

En la meseta alta de la escalera aparecieron por diferentes puertas Teresuca y Manolo, en mangas de camisa y con una chaqueta en la mano. Esta circunstancia determinó que Alberto ensamblara naturalmente la vida del momento con la pretérita. Diríase que Manolo había sido sorprendido en el punto de cepillar la ropa del señorito.

—¡El señorito!... —exclamó Teresuca espontáneamente.

—¡Don Alberto!... —añadió Manolo como si rectificara y la recriminase.

Alberto abrazó á Manolo con mucha efusión y afecto. Dábale á entender que se enorgullecía de su prosperidad y en ascenderle desde ayuda de cámara á amigo, en la consideración. Volvióse en seguida á sacudir cordialmente la mano de Teresuca.

—¿Cómo estás, Teresuca?

—No sabía que se tuteaban ustedes —observó con seca malignidad Manolo, vistiéndose la chaqueta. Prosiguió—. Ya nos hemos enterado de la desgracia. ¿Quiere usted pasar?

Alberto se ruborizó. Después de unos minutos [p. 262] de vacilación creyó expresar y aclarar sus sensaciones, diciendo á Teresuca:

—¿Es celoso Manolo?

—Qué ha de ser celoso...

Por el tono de la respuesta, Alberto coligió que una aridez desolada se interponía entre los dos esposos. Triste y cohibido, echó á andar hacia el interior de la casa. Manolo le atajó el paso:

—Por ahí, no; es mi despacho. Pase usted á la sala. Siéntese usted. ¿Quiere usted tomar algo?

—Gracias. No tengo gana de nada.

—Y ¿adónde iba usted?

—No iba, Manolo, sino que venía á mi casa... No pongas ese gesto; á tu casa, si quieres. Venía á pasar una temporada en vuestra compañía, en tanto determino qué camino tomar. No hables, no —Manolo bajó los ojos—. Si sé lo que vas á decirme... ¡Nunca pude imaginar tanta ingratitud!

—No me hable de ingratitud, que no viene al caso.

—Ingratitud te digo. Eres un hombre despreciable —recalcó Alberto, en pie, exaltándose.

—Teresa, hazme el favor de irte de aquí con viento fresco.

Teresa salió, con lentitud de desafío, volviéndose de vez en vez á mirar, afable, á Alberto.

—Supongo que no vendrá usted al sagrado de mi hogar á lanzarme injurias en el rostro —Alberto no sabía si reirse de la grandilocuencia idiota de su criado, ó escupirle y dejarlo á solas. Con [p. 263] tinuó—. Todo en el mundo se rige por la ley de la oferta y la demanda; toma y daca, do ut des , como dice el Evangelio: quiero decir que esto es el Evangelio. Si yo...

Alberto tuvo una idea súbita. Decía Manolo:

—Si yo fuí algún día criado y supe elevarme á la cúspide de la escala social como Rousseau; si desde el piélago humilde de la escasez navegué hasta la tierra, no diré que de la abundancia, pero sí del modesto bienestar que creo que otros le dicen parsimonia; si de los libros que usted despreciaba supe construir coturnos para mi alma; en suma, si de crisálida me convertí en mariposa que surca los espacios, nada tiene que ver eso con la gratitud. Nada le debo á usted...

Aquí Alberto se precipitó á cortarle el chorro.

—Me debes nueve mil y quinientas pesetas; eso sin contar intereses.

Manolo vaciló un momento.

—Si usted suprimiera el tuteo, que corresponde á un período infausto de mi vida, nos entenderíamos mejor.

—Me debes nueve mil y quinientas pesetas, las cuales me devolverás dentro del plazo de un día, si no quieres que apele á la vía judicial.

—Esa suma que usted menciona tuve la satisfacción de satisfacerla en la casa de banca de don Telesforo Hurtado, de execrable memoria, precisamente poco después de habérmela prestado usted. Ítem más, con sus intereses.

[p. 264]

Alberto leía la falsedad en los ojos de Manolo.

—¡Mientes! ¿Dónde está el recibo que lo acredite?

Manolo titubeaba. Recobróse y devolvió la pregunta con insolencia.

—Y ¿dónde está el recibo que acredite haberlas yo recibido de sus manos?

—¡Ah! —gritó Alberto triunfalmente—. Al menos tienes el valor de confesar tu canallería...

—No confieso tal.

—Sí, hombre, sí. ¿Que yo no te exigí recibo al prestártelas? Haces bien en no devolverlas. Justa sanción á mi candidez por haber fiado en tu tontería que no en tu honradez. Porque tonto siempre lo has sido á no poder más; y me asombro de ver que en esto has ganado en quinto y tercio.

Este severísimo juicio acerca de su vigor mental desconcertó á Manolo. Resolvió dar fin á la plática.

—Al fin de cuentas es agua pasada. Yo tengo que irme ahora mismo á Sotiello, á casa de mi amigo el señor marqués de Espinilla... Con que...

—Mira, hijo —concluyó Alberto, calándose el sombrero—. Te he llamado canalla varias veces: pero no es el calificativo adecuado. Helo aquí: ¡Ma... ma... rra... cho!

Desde el umbral de la puerta aun vomitó por dos ó tres veces la palabra: mamarracho.


[p. 265]

IX

Alberto estaba en la taberna de Librada, bebiendo sidra, y escuchando á la dueña condolerse de la desgracia del señorito, maldecir la petulancia y rapacidad de Manolo, alias Taragañón , recordar la memoria de su antigua amiga Rufa, muerta á poco de venderse la casona, y poner en duda la sapiencia y providencia del Supremo Hacedor, repitiendo á cada paso: esti mundo non tien atadero, don Albertín . Faltaba una hora para el tren de Pilares.

En la puerta del tabernucho apareció una lugareña; sus mejillas de una rubicundez impropia de la epidermis humana, y el pelo negro rezumante, como la hulla, de manera que el rostro parecía un fragmento del cabello, en ignición.

—Es Pepona, la Arrecachada —explicó Librada.

La lugareña se encaró con Alberto y le hizo muecas extravagantes, como si se burlase de él.

[p. 266] —¿Está loca? —preguntó á Librada—. No es de mi tiempo, porque yo no la recuerdo.

—Es la criada de Taragañón .

La lugareña continuaba haciendo muecas, retorciéndose. Agitaba la cabeza con tanto denuedo que la brasa del rostro amenazaba propagarse al resto de la hulla.

—¿Qué diaños te ocurre, Arrecachada ? —preguntó ásperamente Librada.

—Nada m’ocurre. ¿Ye que no puedo mirar endientro de la taberna? —poseía un bárbaro vozarrón masculino.

—Pero non ofender á los perroquianos.

—Ye que miraba á aquel señoritu. ¿Non ye un que vino de Mingalaterra, fai pocos días, y que yera amo de la casona?

—¿Qué te importa á ti, muyer?

—Quisiera preguntai por un hermano que tengo allí.

—Difícil es que yo sepa nada. Entre usted.

—¡Líbreme Dios! Buena la tenía luego con el señorito... ¿Quier usté salir p’acá?

—Non la faga caso, señorito. ¡Qué descaradona! —Librada se santiguó.

Alberto se acercó á la Arrecachada , la cual, tomándole aparte y sigilosamente le comunicó que su señorita tenía cosas muy importantes que decirle; que en oscureciendo se fuera de aquella parte, como al descuido, y que penetrase por lo alto de la huerta que ella, la Arrecachada , estaría allí.

[p. 267] Alberto se alejó de la taberna de Librada, con ánimo de distraer sus pensamientos paseando hasta la hora de la cita. Descendió por la calle del Doctor Otero. Al final de ella, que son los confines del pueblo, se eleva la iglesia parroquial, vuelto el ábside de la parte de Cenciella y la espadaña del frente mirando al campo, por encima de un viejo bosque de castaños. Por el costado derecho de la nave, corre un atrio de columnas graníticas; adosado al otro muro, está el cementerio.

Sentóse Alberto en el atrio y estuvo allí en silencio media hora. La calle, la iglesia, el bosque estaban solitarios. Oíase un ruido como de azada abriendo la tierra.

Levantóse y dió la vuelta en torno de la iglesia. El cementerio tenía la puerta abierta. Penetró. Un hombre aliñaba un cuadro de hortalizas. Encorvado como estaba miró al recién llegado y siguió trabajando. En un ángulo vió Alberto el panteón de la familia Díaz de Guzmán; nunca hasta entonces lo había visto. Una frase se formuló en su frente: esto me queda . La humedad del atardecer y lo sombrío del paraje le hicieron temblar. Preguntó al de las hortalizas:

—Buen hombre ¿sabe usted de sepulturas?

El hombre se puso en pie, arreglándose á puñadas los riñones.

—Que si sé de sepolturas... —enseñó sus dientes amarillos—. Como que soy sepolturero.

—¿Sabe usted dónde está enterrada una tal Rufa?

[p. 268] —¿Rufa qué? Verá usted, hay... —elevando los ojos al cielo— Rufa, la del Carmín; de aquella parte está. Rufa, la de Nolo; allí. Rufa, la Pendona ¡Dios la haya perdonao! ¡Les veces que anduvo metiendo la boroña n’el forno, pe los maizales...! Allí. La penúltima ama de don Pedruco, el coadjutor, tamién se llamaba Rufa. ¡Dios los perdone! Allí. Y entavía...

—Ninguna de esas es. Era la criada en la casona.

—¡Ah! Allí está.

Alberto siguió la dirección que con el dedo le señalaba el sepulturero.

—Ahí, ahí mismo.

—Es que... —balbució Alberto— aquí no hay nada.

El sepulturero enseñó otra vez sus dientes amarillos.

—Escarbe y verá si hay podre, que federá que de gusto. ¿No hay una piedra con el número 114?

—Sí, señor.

—La misma.

Alberto se arrodilló sobre la hierba, enmarañada, verdiagria, jugosa. Dos palmos delante de él crecía un cardo, florecido de amarillo oro. Sentóse sobre los talones, cruzó los brazos y dióse á cavilar. Su madre, muerta al nacer él, estaba allí, en el musgoso panteón de traza corintia; allí su padre, á quien nunca había amado, ni de él había recibido sino crueldad y desdenes. Retrotraíase á la tenebrosidad de la infancia, guiada [p. 269] tan sólo por dos caducas sombras familiares; la vieja Teodora y la vieja Rufa, de la casona, á quien ahora reveía con sus añejos atavíos, el abanico verde, con un gato, y el libro de misa, apercibida á presenciar los títeres; y también de tarde en tarde la sombra furtiva y amorosa de su tío Alberto, mortalmente enemistado con su padre. Aquella su ternura enfermiza por los seres y las cosas, aquel inquirir sin plan y con fiebre, aquel soñar sin asidero y aquel flotar de toda su vida ¿qué otra cosa era sino ausencia de niñez? Nunca había sido niño. Faltábale la tradición; tronco y raíces que agarrasen en tierra firme; todo él era ramazón, hojarasca, garrulería y esterilidad. Desfallecía. Hubiera querido tener á Rufa á su lado, y reclinando la cabeza en el muelle y haldudo regazo dormirse, como en el antaño remoto. De pronto, como bajo un influjo misterioso, de su propia flaqueza se levantó arrogante y decidido. En los treinta y dos años estaba, y estaba por obra de la adversidad, con las manos vacías é inactivas. Hasta entonces, había soñado; era hora de hacer, de hacer muy deprisa, que iba con retraso por el mundo. ¿Hacer qué? Cualquiera cosa ¿qué importa? Hacer, hacer... «Hay que apresurarse», murmuró en voz alta. En torno suyo yacía la eternidad de donde había nacido. La otra eternidad, á donde había de volver se anunciaba como una aurora negra. ¿Había de ir de una á otra sin rastro y sin ruido como una nube en la noche?

[p. 270] —¡Eh, señor! —gritó el sepulturero—. Que voy á cerrar.

En la puerta Alberto preguntó al hombre de los dientes amarillos:

—¿Tiene usted miedo á la muerte?

—Si tuviera miedo no sería sepolturero.

—No digo á los muertos, sino á la muerte; al más allá.

—No sé lo que es eso.

—Después de morir.

—¡Ah! Después de morir... ya ve usted —mostrando los dientes y señalando las hortalizas— se dan muy buenas berzas.

Tañeron el ángelus las campanas. Anochecía. Alberto dió una propina al sepulturero y se encaminó á la casona. La Arrecachada le aguardaba en la casa del casero y le condujo hasta el gabinete en donde estaba Teresuca, la cual se levantó á recibirle, muy agitada.

—¡Qué asqueroso de hombre! —se refería á su marido—. Lo he oído todo desde detrás de la puerta. ¡Qué asqueroso! No le digo que le perdone porque maldito lo que lo deseo. Al contrario; hágale cuanto mal pueda. —Sus ojos revelaban crueldad insaciable. Viéndolos, Alberto se sintió sobrecogido.

—¿Tanto mal le ha hecho á usted, Teresa? —su pregunta tenía aire de reproche.

Los ojos de Teresuca se melificaron instantáneamente. De grises, se trocaron en ambarinos.

[p. 271] —¿Por qué no me tutea usted como antes?

—Después de lo ocurrido con Manolo, no podría aunque quisiera.

—Sí, sí —rogó Teresuca, ladeando la cabeza.

Alberto calló. Teresuca se puso seria.

—Aquel niño ¿es de ustedes?, claro —se levantó á mirarlo de cerca. Dormía sobre un sofá, con los puños cerrados. Lo besó.

—Siéntese, don Alberto. Tenemos que hablar.

Alberto obedeció.

—Á eso vengo.

—Yo no quiero ser cómplice de una infamia. Lo que le dijo Manolo de las nueve mil pesetas, es mentira. No las pagó.

—Lo vi muy claro.

—Cuando tenía confianza conmigo me lo confesaba. Él creyó que nunca se acordaría usted de ellas.

—Nunca me hubiera acordado, á no hacerme falta.

—La carta que le dió usted á Manolo, ¡asqueroso!, para que se las entregaran, por la banca debe de andar, y saldrá con otros papeles. Con eso le basta á usted —Alberto escuchaba sin replicar. Continuó Teresuca—. Pero hay más. Los alquileres de la casa, desde que vivimos aquí, hasta que la compró él, están sin pagar. También me lo confesó él. Esos se los puede usted sacar desde luego. ¡Es un asqueroso! ¡Es un criminal! —en los ojos de Teresuca asomaba nuevamente un [p. 272] odio funesto y delirante—. Pues hay más. Los cinco años que fué su criado le robó, así, le robó; me lo confesó él, riéndose y diciendo que usted era... un babayu ; le robó más de cinco mil duros —Alberto callaba—. Pues hay más. La casa no la compró con los muebles; en la escritura puede verse. ¡Cuidado que había plata...! Toda la vendió. Estos muebles son de usted. Cuando usted quiera puede levantarse con ellos...

Callaban los dos. Teresuca bebía con sus ojos los de Alberto.

—Teresa; todo eso que usted dice haría yo, si se me hubiera ocurrido á mí. Pero, habiéndolo oído de labios de la mujer del propio Manolo, no puedo hacer nada. Agradezco la honrada solicitud que usted me demuestra, pero, no haré nada.

En los ojos de Teresuca asomó un anuncio de desdén, algo á modo de dureza que se derritió en seguida en una mirada ardiente y seductora.

—¿Dónde se ha arrodillado usted, que trae el pantalón todo manchado de verdín? Voy á limpiárselo.

Con agilidad ondulante saltó á los pies de Alberto, y allí quedó agazapada, pasándole las manos por las rodillas y elevando hacia él los ojos, mimosa y elocuentemente.

—Levántese, hágame el favor, Teresa —habló Alberto, con voz opaca y repeliendo discretamente á la mujer. La torpe perfidia de Teresuca le inspiraba tumultuosos sentimientos de aversión y [p. 273] repugnancia. Temía ser violento, brutal con ella.

—¡Cómo lo aborrezco! —bisbiseó Teresuca, con la cabeza baja, reclinándose sobre las piernas de Alberto—. ¡Asqueroso! Liado con esa viuda marrana de la casa vecina... ¡Asqueroso, sinvergüenza! ¿Lo querrá usted creer? —escorzó el cuerpo y apoyó los brazos sobre los muslos de Alberto, levantando el rostro hacia él—. Pues voy á decirle lo último. Es un cabrito, sí, un cabrito. Cuando se casó conmigo sabía que yo había hecho hombres, pero como era por dinero, hasta casi me animaba. ¡Ah! Si en lugar de vivir en Cenciella estamos ahora en Pilares... ya le diría yo...

Teresuca, con ductilidad serpentina, iba enroscándose y ciñéndose á los miembros del joven. Sus ojos brillaban, lubrificados de fascinación ponzoñosa. Sacó la lengüecilla y se relamió, humedeciendo los encendidos labios. Era toda astucia y crueldad.

Había una cosa entre los dos que Alberto quería olvidar, imaginando que ella lo había olvidado, á causa de la frecuencia de sus deshonestidades mercenarias. Alberto había poseído á Teresuca hacía algunos años.

Teresuca se incorporó, entretejió los dedos de entrambas manos detrás de la nuca de Alberto, y dejóse colgar sobre su pecho, simuladamente desvanecida y suplicante. Con soplo apenas audible suspiró:

—¿Te acuerdas? —y luego, anticipándose una [p. 274] fruición maligna—. Hoy voy á gozar por primera vez.

Dos sacudidas de Alberto, y Teresuca hubiera dado en tierra, á no buscar soporte instintivo en el brazo izquierdo. Estando así, con ojos dilatados de asombro é iracundia, Alberto levantó la mano sobre ella y la abofeteó. Luego salió huyendo. Por las escaleras oyó llantear al niño y la voz quebrada de la madre que bramaba á lo sordo:

—Me las has de pagar, cochino, hijo de perra.


[p. 275]

X

El horror y vergüenza de haber abofeteado á Teresuca se hundieron muy pronto en el olvido, empujados por las graves preocupaciones que acaparaban el espíritu de Alberto. Durante unos días le retiñía de continuo dentro del cráneo la voz de las campanas que había oído estando en el cementerio de Cenciella; un sonido grave, magistral, emotivo que se propagaba por los ámbitos del cielo sin extinguirse nunca, y luego un golpe agudo, atiplado, efímero, agrio, que fenecía al punto, absorbido por el temblor perdurable de la primera campana. La campana grande parecía cantar, ars longa ; la otra apenas si concluía á sugerir, vita brevis . Era lo mismo que Alberto se había dicho espontáneamente: hay que hacer, hay que apresurarse .

Encerrado en la habitación de la fonda, se pasaba los días melancólicamente, con las manos tendidas hacia lo porvenir y sin saber con qué [p. 276] llenarlas. Se propuso examinar en frío su capacidad social: ¿para qué sirvo yo? Respondíase: no sirves para nada . Entonces se miraba al espejo, lleno de compasión hacia sí mismo. Y le decía la conciencia: no sirves para nada, porque estás podrido de molicie, porque el solitario deleite de soñar y pensar como por juego te ha corroído hasta los huesos, porque en tu pereza miserable crees que la vida no vale nada en sí, sino en sus ornamentos . Maquinalmente murmuraba en voz alta:

—Y es verdad; no vale nada en sí, sino en sus ornamentos.

Pensaba en todas las vidas oscuras y sórdidas, huérfanas de goces físicos y de placeres intelectuales; en las existencias de inopia, en los seres que habitan casas oscuras, feas ó miserables, rodeados de objetos feos, sucios ó miserables, y en las frentes abatidas por cavilaciones feas, pobres ó miserables. Y articulaba de nuevo con los labios, sangrando así la congestión de sus pensamientos: Nunca. Antes la muerte.

Sentábase en una butaca y continuaba hilando soliloquios mentales. Se veía como un sér correspondiente á futuras y más perfectas civilizaciones, cuando todos los hombres tuvieran aquella facultad de destilar el mundo en conceptos é imágenes, y aquella aguda y bien templada sensibilidad que hacía eco á la más leve palpitación del Universo, determinando necesidades ineludibles.

Por no flaquear, como á un seguro se acogía al [p. 277] orgullo, esforzándose en convencerse de que por comprender más y sentir mejor que la mayoría de sus semejantes, esto es, por ser superior, tenía derecho á exigir la satisfacción de sus necesidades en la equivalente medida en que él la había cultivado, y en pago devolvería á la sociedad obras serenas y sazonadas según sus particulares aptitudes. Sobre esta base, atraído por el incentivo de poner ideas en reata, se metía por lo venidero, y construía una sociedad futura, poniendo á contribución la mayor parte de las teorías socialistas. En aquel momento, por extraña comezón paradójica, hubiera querido hallarse en posesión de su desvanecida fortuna, solamente por dedicarse á la política y hacer propaganda socialista, á su modo. Recordó un consejo de Jiménez: Hágase usted político. En esta tierra no medran más que los políticos. Jiménez entendía, con esto, afiliarse á uno de los partidos turnantes; pero, precisamente una de las necesidades del espíritu de Guzmán, la cual había sido alimentada con particular empeño y satisfecha en toda ocasión, era la sinceridad para consigo mismo como para con los demás, porque Alberto no ignoraba que hay almas meridionales y sofísticas que, movidas quizás del egoísmo, pasando de un partido radical á uno conservador, se determinan en justificarse á sí propias y concluyen por convencerse de que han obrado de buena fe y acertadamente.

Pasaron dos semanas. Alberto se encontraba sin [p. 278] dinero y con una deuda de quince libras esterlinas á Roberto Mackenzie. Á pesar de la fórmula hay que apresurarse que se había impuesto como norma de conducta, no lograba romper la red de cogitaciones y musarañas que le envolvía, antes al contrario, parecía entretenerse en complicarla.

Llegó á tener miedo. Le asaltaban sombríos presentimientos. Si ahora me pusiera enfermo me llevarían al hospital ; pensó un momento. Á continuación se arrepentía de su flaqueza y pusilanimidad, considerando que de haberse puesto enfermo en Inglaterra también le hubieran llevado á un hospital. Aun cuando pretendía evitarlo, se acordaba de Fina, y como á veces sentía terrores, sin saber por qué, terminaba amparándose en el amor de Fina y suscitando ilusiones en torno de él.

Una mañana se levantó dispuesto á apresurarse. Por lo pronto había que buscar dinero. Se encaminó á casa de Castillo, el abogado, hombre muy puntilloso en achaques de moralidad. Le refirió aquello que de su escena con Teresuca podía referirse, y preguntó al fin:

—¿Usted qué haría con ese dinero?

—Querido Guzmán: esos son escrúpulos del Padre Gargajo. ¿Qué iba á hacer? Lo mismo que voy á hacer en nombre de usted; exigírselo á ese pillo, y si se negase sentarle las costuras. Pues hombre, ¡bueno fuera!

—Pero ¿de veras no cree usted feo de mi parte [p. 279] aprovecharme de las manifestaciones de aquella mujer, inspiradas en sentimientos tan bajos?

—Vaya, vaya. ¿Le voy yo á aconsejar algo que no juzgue absolutamente correcto y puro? Además cobrará usted la renta de la casa y muebles y plata, según tasación aproximada. Si es claro como la luz. Unas veinte mil pesetas calculo.

—Quizá no tanto...

Alberto salió muy animado de casa de Castillo. Aquella noche escribió á Mackenzie.

«Querido Bob: muy pronto le podré pagar las quince libras que usted tuvo la amabilidad de prestarme.

Quiero saber por qué me ha dicho usted tantas veces que debía escribir. Su opinión de hombre muy vivido y muy culto me interesa más que la de un literato profesional. Le ruego que me exponga concretamente los sentimientos y razones que le inspiraban tan reiterado consejo.

Todo mi afecto á Nancy, Ben y Meg.

Le abrazo,

Guzmán


[p. 280]

XI

—¡Del mal el menos!

El proverbio fué formulado por el labio doctoral de Mármol. Tenía en aquel momento algo de sacerdote antiguo, con la túnica de seda amarilla y talar amplitud, que no era sino un guardapolvo y la tiara, ó dígase rotunda gorra inglesa, sobre la cual las gafas de automovilista destacaban como las masas oculares en la frente de un batracio.

—Quince mil pesetas... —murmuró Alberto—. Tres años de vida modesta y á trabajar. ¿De qué se ríe usted?

—De la modestia —y luego sentenciosamente—. Antes de ese plazo será usted rico... y feliz.

—Casándome, ¿verdad?

Mármol inclinó la cabeza de manera que Alberto no sabía quiénes le miraban; si los ojos de rana de la gorra ó los vivos y entornadizos de Mármol.

[p. 281]

—Y ahora; soy buen catador de personas, ¿sí ó no? Manolo siempre me pareció un pillete.

—Yo nunca lo hubiera creído.

—Es usted un infeliz. Tampoco cree usted que se va á casar muy pronto con...

—Sí, con quien sea. No hablemos de eso.

Mármol sonreía de un modo celado y malicioso.

—¿Qué le ocurre á usted hoy? Yo diría que interiormente está usted burlándose de mí.

—Un poco. Andando, que hay que aprovechar este sol rico y esta tarde buena.

—Andando.

En la portería le entregaron una postal á Alberto. La leyó, en arrancando á rodar el automóvil. Decía: «Me habló usted siempre de las cosas más extraordinarias con tanta naturalidad, que yo me veía obligado á aceptarlas como cosas naturales, y de las cosas naturales con tanta intensidad, que yo descubría en ellas nuevos sentidos. Me habló usted de los problemas más difíciles con tanta lógica y sencillez, que yo me admiraba de mí mismo y de ver tan claro, y de las ideas fáciles y habituales, de las opiniones admitidas con tanta agudeza y precisión, que yo me quedaba perplejo descubriendo que no eran tan claras como yo creía. Me parecía que usted había dado conciencia á mis ojos, á mis oídos, á mi corazón y á mi cerebro. Y ¿qué otra cosa es un escritor sino la conciencia de la humanidad? No sé explicarme mejor. Le abraza, Bob.» Alberto releyó [p. 282] estas líneas por tres veces. Se dijo interiormente: y sin embargo, yo no sé á qué atenerme en nada.

El automóvil subía por la carretera de la Virgen del Castaño. Pasó bordeando la tapia baja del campo de instrucción. Mármol lo detuvo. El campo es una gran sábana de pradería, colocada en el manso declive de una ladera. Sobre el verde cantante y afelpado, las filas de soldados subían y bajaban alisando la hierba como peines de rojas púas. Oíase el vasto golpe de voz con que acompasaban la marcha, á manera de vaivén de un gran péndulo. Las manchas claras de los niños, que en gran número se agolpaban á ver los soldados, eran como una floración y sus gritos como un perfume. El cielo estaba desnudo, el aire vibraba y la tierra ansiaba desgarrarse en un suspiro glorioso. Y entonces fué cuando las cornetas cantaron, sacudiendo el azul infinito con la enérgica y reprimida palpitación de sus cobres.

—Miraba á ver si están mis chicos por ahí —dijo Mármol, en pie sobre el asiento—. Cualquiera los ve.

Alberto no le escuchaba. Mármol descendió á sentarse y apoyó una mano en el hombro de su taciturno amigo.

—Escúchame, querido Guzmán. La tarde, más que para volar en automóvil, está para pasear á pie. Quiere que vayamos al monte cerrado , á tumbarnos al pie de los carbayos.

—Muy bien. Esta tarde es usted árbitro de mi vida.

[p. 283] —Ya lo sé —afirmó Mármol, con un tono enigmático que en otras circunstancias hubiera despertado la inquietud de Alberto.

Descendieron en la linde del monte cerrado , un espeso y centenario robledo. Mármol ordenó á su mecánico:

—Lleva el coche al chigre de Julia; allí iremos á buscarte.

Alberto buscó un rincón quieto y penumbroso; se tumbó en tierra. Mármol parecía escudriñar entre los troncos.

—Ha elegido usted mal sitio, Alberto. Levántese y venga conmigo.

Alberto obedeció dócilmente y siguió á Mármol, hasta que éste halló paraje á su gusto. Entonces, dijo:

—Aguárdeme aquí. Voy hasta el chigre y traeré algo que comer y beber.

Y se perdió en la espesura del bosque, con la túnica talar flotando á su espalda, como un druida. Alberto se dejaba arrastrar por un flujo de pensamientos inconexos y raudos. El taf taf del automóvil le hizo incorporarse. Á través de un claro del bosque lo vió pasar; Mármol lo conducía y un momento volvióse á decir adiós á Alberto con la mano.

—¡Mejor! —se dijo Alberto en voz alta. Y se tumbó de nuevo á pensar, á decidirse ; ésta era la palabra que le escarbaba en la mente.

Absorto en sus meditaciones, púsose de rodillas [p. 284] sin saber lo que hacía. Un jilguero cantó sobre su cabeza. Iba á levantar los ojos hacia el pajarillo, cuando una mano suave le tomó la suya.

—¡Fina! Pensaba en ti.

—Ya lo sé.

—¡Bendito sea Dios! —sollozó la tía Anastasia.


[p. 285]

XII

Don Medardo se encerró á solas con Fina. El viejo estaba sentado, con una manta de pelo de camello sobre las piernas. La muchacha en pie, frente al padre.

—Siéntate, Fina.

—Permíteme que esté en pie, papá.

—Como quieras —no sabía cómo comenzar—. Hace algunos días que pienso hablarte, desde que supimos la... bueno, la gandulería de Telesforo. Voy á hacerte una proposición, pero conste que no te obligo á nada. Á tu conciencia dejo lo que hayas de resolver. Yo aconsejo, fundándome en el amor de hermana á hermana; tú determinas —por la voz se le derritió una sombra y se le apretó la garganta. Carraspeó, remondándose el gañote—. Tú no te casarás nunca.

No se atrevió á mirar á su hija. Aguardaba, con los ojos bajos, una respuesta. Pero Fina no rompió el silencio.

[p. 286] —¿Es que piensas casarte? Porque entonces nada tengo que decir.

—Á eso no puedo responderte, papá.

Don Medardo levantó los ojos y exploró el rostro de Fina, y lo vió inmóvil, impenetrable en su finura extática y como modelado en cera.

—¿Es que al fin te decides por Andújar? Creí que ya se había cansado de pretenderte y que tú habías resuelto no casarte. Veo que me he equivocado y me alegro. Es un hombre formal y tiene una carrera muy higiénica.

Andújar era ingeniero de minas. En opinión de las niñas pilarenses era adorable, á causa de sus rasgos virginales, de sus ojos balsámicos y adormecidos, del rubí de sus labios, el rosicler de sus mejillas y el violeta cerúleo de las rasuradas mandíbulas; parecía una imagen de cartón piedra. Á don Medardo le hubiera gustado para yerno, sobre todo por lo higiénico de su carrera. Para don Medardo higiénico era sinónimo de aristócrata. Lo que primeramente le había inducido á semejante confusión fué el haber oído decir repetidas veces del marqués de Espinilla que era un hombre muy higiénico. Decíanlo, no sin ribetes de malicia, porque siendo septuagenario, conservábase, merced al régimen de vida, con alguna rozagancia y humor excelente para vestir á lo mequetrefe, cuellos hasta las orejas, pantalones remangados hasta la pantorrilla y corbatas pomposas que eran una verdadera dilapidación de las rayas del espectro [p. 287] solar. Don Medardo hubiera deseado preguntar á algún docto el valor exacto de la voz higiénico, pero temía que se burlasen de él. Durante unos cuantos meses anduvo con el oído alerta, estudiando en qué sentido empleaban la palabra, cuantas veces aparecía en la conversación. Se decía que era higiénico del montar á caballo, comer ciertos alimentos caros, pensar poco, vestir ropa de hilo, pasear á las horas de sol, que son las horas de oficina y holgar constantemente, todas ellas particularidades que convienen con la aristocracia. Y así don Medardo llegó á la convicción de que tanto montaba decir aristócrata como higiénico, si bien la segunda palabra le parecía más elegante y elevada.

Andújar había seguido asiduamente á Fina y solicitado su amor repetidas veces.

Fina contestó á su padre.

—Andújar ya ha renunciado á que le corresponda.

—¿Entonces? —interrogó don Medardo boquiabierto—. ¿Tienes novio, sin que yo lo sepa?

—No, papá.

—¿Entonces? ¡Ah! —el viejo se dió una palmada en la frente—. Hablas en pótesis . ¿Entiendes la palabreja?

—Sí, papá.

—Fina, hija mía —la garganta volvió á apretársele—. No dudarás de mi cariño...

—No, papá.

[p. 288] —Pues bueno, voy á hablarte también en pótesis . Yo creo que no te casarás nunca, y por eso voy á hacerte una proposición. Con la mano sobre el pecho te digo que los cien mil duros que Telesforo se llevó eran de Leonor. Cuando yo se los di se lo dije muy claro: sepa usted que este dinero es un anticipo de lo que á su mujer le había de corresponder por herencia. Es decir, que ahora Leonor tiene cien mil duros menos que tú. Á tu conciencia dejo decidir si esto es justo entre hermanas, porque ¿qué culpa tiene la pobre Leonor? Además, ella es casada, mejor diré viuda, y tiene un hijo...

Don Medardo había agotado todas sus fuerzas: no podía continuar.

—¿Qué quieres que haga yo, papá?

—¿Qué te dice la conciencia? —agregó con esfuerzo—. ¿No te dice que lo justo es que todo el dinero que me queda se reparta entre las dos equidistantemente , como si la pérdida no la hubiera sufrido ella, sino yo? ¿No te lo dice la conciencia?

—La conciencia no me dice nada, papá.

—¡Ay, Fina! —suspiró don Medardo dejando caer las manos pesadamente fuera de la butaca.

—Pero me lo dice el corazón. No sé para qué me consultas esas cosas. Yo no necesito nada, y si algún día como dices tengo algo, ya sabe Leonor que será suyo también. Luego, lo del matrimonio ¿qué tiene que ver con esto, papá? Si alguno pretendiera casarse conmigo por dinero, ¿me había [p. 289] yo de casar con él? ¿No había de conocer sus intenciones?

—Acércate á mí, Fina, que te bese. Eres un ángel —la besó, humedeciéndola de lágrimas.

—No seas niño, papá. Cualquiera diría que acabo de hacer una heroicidad.

—Heroicidad, hija mía, y grande. Tanto que yo no quiero apresarte tan pronto por la palabra. Piénsalo bien y otro día hablaremos.

—Por pensado, papá. Te lo he dicho una vez y basta.

—Dios te bendiga, y puedes retirarte.

Salió Josefina del despacho de don Medardo, y apenas había avanzado tres pasos por el pasillo, cuando una sombra vacilante y silenciosa vino á adherírsele. Era tita Anastasia, á quien la misteriosa conferencia entre padre é hija traía á mal traer y con el espíritu de curiosidad y suspicacia multiplicado hasta la fiebre. Sospechaba que le tendiesen una asechanza á su palombina de Dios , á su santina inocente. No ignoraba lo buenazo y alma de cántaro que era su sobrino, pero lo consideraba capaz de todo, cegado de indecoroso favoritismo por la hija mayor. De manera que capturó por un brazo á Fina y allí mismo, sin perder minuto, exigió ser enterada de todo. Cuando Fina terminó de hablar, tita Anastasia temió ahogarse en iracundia.

—Lo que yo me temía. Si tengo un olfato... ¡Mal padre; sin entrañas! —increpó despidiendo mira [p. 290] das flamígeras contra la puerta del despacho—. ¿Y tú renunciaste del todo, palombina?

—Vamos á mi gabinete. Allí hablaremos.

En el gabinete, tita Anastasia se retorcía las sarmentosas manos por dominar su sacrosanta indignación. Fina habló, y la sonrisa pululaba sobre su dulce cara trigueña.

—Tita Anastasia, tan enfadada como estás, y tú hubieras hecho lo mismo que yo he hecho. No me digas que no tita Anastasia, porque sé que lo hubieras hecho. Si no lo hicieras serías mala, y tú no lo eres.

Tita Anastasia se enternecía en tan acelerada progresión que apenas podía represar las lágrimas.

—Sí, palombina, tienes razón. Pero ¿y lo de tu padre? Eso está muy mal hecho.

—Si yo he hecho bien, tita Anastasia, es que lo que me propuso estaba bien, porque nunca está bien aceptar una cosa que está mal.

Esta lógica confundía y anonadaba á la vieja. Prosiguió Fina.

—Si el dinero que tiene papá fuera tuyo, tita Anastasia, ¿qué harías de él al morir?

—Dejártelo á ti todo, todo.

—Eso sí que no está bien —la sonrisa de Fina fluyó más amorosamente aún, de manera que suavizara la frase.

—Tú eres la que más me quieres, acaso la única que me quiere —expresó la anciana justificándose.

—Es decir que para ti, tita Anastasia, las per [p. 291] sonas valen aquello que tú crees que vales para ellas; tanto me quieres, tanto te pago. Pero como yo te conozco, tita Anastasia, sé que no es verdad; que los quieres á ellos mucho, y que te haces la ilusión de no quererlos porque se te figura que ellos no te quieren; y que si aquel dinero fuera tuyo lo dejarías á todos por igual.

Aquí tita Anastasia fué impotente á retener enjutos los lagrimales.

—Cristo del Rosario ¡qué neña! Talmente como que lee dentro de una —habló tartajosamente—. Pero á ti te quiero más que á nadie, palombina.

—También lo sé, tita Anastasia.

—Sábeslo, sí, y sabes que todo lo que me dices tiene que ser como tú lo dices. Tú eres bruja, mi alma. Las veces que me dijiste de Alberto que volvería. Volverá, volverá. Yo no podía creerte. Pero tenías tanta confianza...

—Y volvió.

—Sí. Dicen que está en Pilares, pero nosotras no lo hemos visto entodavía.

—Ya lo veremos. Por lo pronto —dijo, cambiando de tono— tratemos de convencer á Leonor á salir de paseo á la aldea, á que se distraiga.

Subieron á casa de Leonor, la cual no se dejó convencer. Fina comprendió que le avergonzaba salir y verse objeto de la curiosidad pública.

—Leonor; salimos por detrás de casa y en dos minutos estamos en el campo. Si hasta podemos ir en traje de casa...

[p. 292] —No, Fina; déjame aquí.

Se llevaron á Telín, sumido entre níveos encajes y batistas, que exasperaban el verde oliváceo de su coloración. Estando en la calle, Fina propuso como fin del paseo el monte cerrado . Cruzaron el campo de instrucción por la parte alta. Cuatro niños ascendieron corriendo por la ladera, á saludar y besar á Fina. Eran los hijos de Alfonso del Mármol, robustos y endemoniados mancebos, regocijo de los parques y terror de la prole infantil. Desde la primera infancia habían hecho muy buenas migas con Fina.

—Estaba papá con nosotros —dijo Pepito, el menor. Jadeaba; el rubio pelo le caía en vedijas sobre la frente, empapándose del sudor de la piel y pegándose á ella; las curtidas piernas, como las de sus hermanos, ostentaban caprichosa red de erosiones; era el blasón de la familia.

—Enséñanos ese niño —ordenó Rafael, el segundo, que traía el pantalón desgarrado y la visera de la gorra caída sobre el cogote.

La niñera ostentó el pequeño calmuco, colocándolo de manera que los niños lo pudieran admirar.

—¡Qué feo es! —exclamó Felipe, el tercero, volviendo la cara con despego.

—¿Es tuyo? —preguntó Pepito.

—Calla, mazcayo; si es soltera... —dijo Alfonso, el mayor, inflando los carrillos, volviendo el brazo derecho en señal de desprecio, y mirando á Pepito por encima del hombro.

[p. 293]

—Eso ¿qué tiene que ver? —añadió Pepito.

—¿Tú no conoces á papá, Fina? —preguntó Alfonso.

Y como Fina respondiera que no, los cuatro á un tiempo se pusieron á vociferar, llamando á su padre, con alaridos tan penetrantes, que tita Anastasia se llevó las manos á las orejas y el calmuco se despertó furioso.

Alfonso del Mármol acercóse á saludar á Fina, sombrero en mano.

—Tengo mucho gusto... Estos mocosos siempre me dicen que son muy amigos de usted.

—Como que lo es —afirmó Felipe.

—Y además decimos que es muy guapa —puso de su parte Pepito.

—Eso no tenéis necesidad de decírmelo vosotros.

Fina le dió las gracias, inclinando la cabeza, sin afectación.

—Oye, papá —habló Alfonsín, echando los brazos sobre el pecho del padre—, ese fato de Pepe le preguntó á Fina que si ese niño...

—Ese niño tan feo —la interrupción fué de Felipe. Quería dejar bien sentadas sus opiniones.

—... que si ese niño era de Fina.

Alfonso y Fina se rieron animadamente. Tita Anastasia estaba un poco escandalizada.

—Van ustedes de paseo.

—Sí, señor.

—Están estas tardes tan hermosas...

[p. 294] —Sí, señor —repitió Fina.

Mármol quería saber adónde, pero sin preguntarlo.

—Y es muy entretenido ver á los soldados, y á la chiquillería.

—Nosotras no nos quedamos aquí.

Providencialmente acudió Pepito.

—¿Adónde vas, Fina?

—Al monte cerrado .

—Nosotros vamos contigo —clamaron á una, los cuatro chicos.

—Vosotros os quedáis aquí.

Fina intercedió. Mármol consintió que fueran.

—Adiós, y que sea enhorabuena —dijo Fina despidiéndose.

—¿Por qué?

—Por estos chicos tan hermosos que tiene usted.

—Adiós, y que sea también enhorabuena —Mármol sonreía de un modo bondadosamente maligno.

—¿Por qué? —dijo á su vez Fina.

—Por ahora no hago más que darle la enhorabuena de nuevo, y dármela á mí por haber tenido el honor de conocerla y estrechar su mano.

Se inclinó, rendida y ceremoniosamente, y se apartaron. Los cuatro niños fueron al principio en torno de Fina, guardándola como una corte de pajecillos, pero muy pronto se dieron á correr y á afrontar mil temerosas aventuras, que metían en un puño el corazón de tita Anastasia. Esguilaban [p. 295] los árboles, vadeaban los arroyos metiéndose en el agua hasta media pierna, hostigaban á las vacas con propósito resuelto de enfurecerlas, desafiaban el encono gruñón de los canes rústicos, se mofaban de las campesinas y apedreaban á los gañanes.

—Estaivos quietos, rapacinos, por amor de Dios —suplicaba tita Anastasia, pensando que de un momento á otro iba á ser víctima de una vaca, un perro ó un aldeano frenéticos—. Pero ¿tú ves, Fina? Son los mesmísimos diaños.

Fina se divertía en grande con las diabluras de los muchachos.

—Claro —agregaba tita Anastasia sentenciosa—, de tal palo, tal astiella.

—Ea, tita Anastasia, que no quiero que hagas suposiciones á costa de ese señor.

La anciana recogió velas.

—Él, parecer parece muy simpático. Y te miraba de una manera... Dicen que es un calaverón.

—Dicen, dicen... Tita Anastasia, ¿tú te guías por lo que dicen?

—Líbreme Dios, palombina. Tú siempre tienes razón.

Terminado el paseo, Fina emplazó á sus jóvenes é indómitos amigos para el día siguiente, en el campo de instrucción.

Al día siguiente salieron solas Fina y tita Anastasia, porque al pequeño calmuco no le había sentado muy bien el sol. En el sitio convenido encontró á los cuatro muchachos, muy cariacontecidos [p. 296] y amurriados. Alfonsín, que era la persona de confianza del padre, explicó la causa.

—Papá nos prohibió terminantemente que fuéramos hoy contigo. Y tan guapa que vas hoy, vestida de blanco.

Los tres pequeños pretendían incurrir en rebeldía filial, pero el mayorazgo, con grandes aires de hombre poderoso sofocó los primeros síntomas de sedición.

—Ya sabéis que nos dijo que pasaría por aquí á ver si habíamos obedecido. ¿Por qué será, Fina?

Eso preguntó Fina en apartándose de los abatidos mancebos.

—Sea por lo que sea, palombina, yo alégrome de que vayamos solas. ¿Ves qué tarde bendita, neña mía?

Fina sentía henchido el pecho de una exaltación maravillosa y sin causa.

Tita Anastasia rememoraba los años de su vida labriega.

—Yo prefiero la aldea á la ciudad, neñina. Mira, por este tiempo, y en la luna creciente, se siembra el cáñamo y el lino regadío; siémbranse también las legumbres; injértanse perales y pomares y trasplántanse naranjos y álamos. Con el menguante es bueno cortar blimales y cañas para cestos, enrodrigónanse las parras, pódanse los árboles tardíos y se reconocen las colmenas. Si en este mes se oyen los primeros truenos, señala muertes de hombres ricos y poderosos, enferme [p. 297] dades de cabeza y dolores de orejas. Por todo este mes es peligroso el mal de los pies. Veo que no me escuchas.

Llegadas al monte cerrado , sentáronse al pie de un roble. Sonó la trepidación de un automóvil que pasaba cercano, mas no pudieron ver quiénes iban en él. Detúvose al punto, y luego de unos minutos volvió á sonar, alejándose. Fina se levantó.

—¿Adónde vas, Fina?

—No sé. Siento una impaciencia... Deseos de pasear... de moverme. No sé.

Trabajosamente, tita Anastasia se puso en pie y siguió á su sobrina. Avanzaban poco á poco por la espesura. Fina aprisionó con nerviosa vehemencia el brazo de la anciana; con la otra mano señalaba un hombre que se incorporaba y permanecía de rodillas sobre la hierba, de espaldas á ellas. Tita Anastasia iba á gritar. Josefina la impuso silencio con el gesto. Adelantóse y tomó de la mano al hombre.

—¡Fina! Pensaba en ti.

—Ya lo sé.

—¡Bendito sea Dios!

Fina y Alberto ligaron una conversación, que parecía haberse suspendido pocas horas antes. Y tita Anastasia no salía de su espasmo místico.


[p. 298]

XIII

La pata de la raposa.

Rehízose tita Anastasia de su espasmo místico. Vió que Fina y Alberto platicaban en estrecha concordia. ¡Oh, grande y generoso corazón el de su sobrina, que tan presto perdonaba y olvidaba agravios, ingratitudes, desdenes! Acercóse á la feliz pareja. Su ancianidad le autorizaba á moralizar sobre el caso. Y tita Anastasia:

—Cuando la raposa cae en el cepo, dicen que se roe la pata hasta que se la troncha, y huye con las tres sanas. El granizo de antaño no daña á la flor de hogaño.

Aderezado con el velo de la alegoría, tita Anastasia pretendía decir que no se debe volver el rostro al pasado, y si por ventura lo arrastramos á la zaga, fuerza es desasirse de su pesadumbre.

Por la noche, á solas en su estancia, Alberto rumiaba la frase de tita Anastasia. La idea de la [p. 299] muerte es el cepo; el espíritu, la raposa, ó sea virtud astuta con que burlar las celadas de la fatalidad. Cogidos en el cepo, hombres débiles y pueblos débiles yacen por tierra; imaginando cobardemente que una mano bondadosa y providente lo ha puesto allí por retenerlos y conducirlos á nueva y más venturosa existencia. Los espíritus recios y los pueblos fuertes reciben en el peligro clarividente estupor, desentrañan de pronto la desmesurada belleza de la vida y renunciando para siempre á la agilidad y locura primeras, salen del cepo con los músculos tensos para la acción, y con las fuerzas motrices del alma centuplicadas en ímpetu, potencia y eficacia.

El óleo del atleta.

Don Medardo y su consorte conocieron la renovación de los antiguos amores de su hija, así que ésta, con la tita Anastasia, retornaron del paseo. La vieja quiso tener la honra de anunciarlo solemnemente. Don Medardo acogió la noticia con resignada tristeza. Tita Anastasia se irguió, ofendida y solemne:

—Ahora va de veras. Medardo, yo conozco el mundo mejor que tú, que siempre has vivido con los ojos cerrados. Fina será dichosa, tan dichosa como ella se merece.

Las primeras entrevistas de los novios tuvieron [p. 300] el fondo rústico y sacro de aquel monte de robles á modo de basílica. Evitaban la casa porque Leonor no contrastase en el pensamiento su felicidad pasada con la ventura actual de la hermana, y de ello extrajera recóndito dolor.

Tita Anastasia se alongaba un trecho de la pareja y hacía labor de aguja, aderezando fantásticas prendas indumentarias para el pequeño calmuco.

De los labios de Alberto brotaba sin reposo el amor, diluído en una facundia melodiosa y trémula, como arroyo invisible que resbalaba en el aire, derramábase sobre el rostro de Fina é iba sumiéndose en la sombra translúcida y profunda de sus ojos.

—Es, Fina, como si mi alma hubiera andado muchos años difusa, evaporada y embebida en el universo, desde la raíz última de la tierra hasta la estrella más hundida en los senos de la noche; y en un punto asombroso volvió á concentrarse dentro de mi pecho, trayendo mezclada con su sustancia innumerables virtudes de sustancias innumerables, y cada una de esas virtudes aspira hacia ti, como á una correspondencia musical, y por ti vibra maravillosamente y muere en cuanto nota solitaria para renacer acoplada con las demás en armonía. Siento el alma dentro de mí como un sér desnudo y virgen, hijo del milagro y padre seguro de prodigios. Y lo siento enorme, arrebatado de humilde frenesí, como si anhelase huírseme de entre los labios en una elocuencia caudal é ir á templarse en tu alma, penetrando por las puertas diamanti [p. 301] nas y misteriosas de tus ojos, para luego salir al mundo hasta coronar su obra y decir su palabra de revelación. Y es que veo y siento tu alma á semejanza de una suavidad magna, densa y fragante, como un lago de óleo perfumado. Cuando sonríes, la sonrisa me parece algo aéreo, denso y aromoso que de tu dulce piel morena por todos los poros se destila. Y antes de ir á confundirme con los hombres y participar de sus luchas enarbolando mi divisa, quiero hacer invulnerable mi alma bañándola hasta el éxtasis en la tuya. Fina, Fina...

Cuando la palabra desmayaba, sin fuerza para conducir sobre sus alas la magnitud del sentimiento, acudía á los labios de los dos novios el eterno y divino intérprete de lo inefable, el beso. En este punto tita Anastasia miraba por encima de las gafas, y dejando caer la labor sobre el enfaldo, unía las manos y reincidía en sus espasmos místicos.

Tita Anastasia hace un descubrimiento.

Tita Anastasia había profesado desde su adolescencia un fanático horror al beso, imbuída de las furibundas execraciones que el cura de la parroquia profería al referirse en sus sermones á este acto tan placentero. Según las ideas de tita Anastasia el beso era invención del propio Satanás, y la más abominable de las deshonestidades, porque [p. 302] era la puerta falsa por donde todas ellas se colaban con silenciosa perfidia. Para ella el beso no era un acto de amor único y simple, sino que lo imaginaba inexcusablemente ligado á vergonzosas concomitancias prolíficas, y hasta le parecía haber leído en algún libro docto y de piedad que en las remotas edades gentílicas, cuando el demonio imperaba en la tierra como señor absoluto, la generación se verificaba á flor de labio. Acerca de estos misterios tita Anastasia no tenía claras nociones, sino presunciones muy vagas que nunca había querido ampliar ni definir. El beso, entre personas á quienes Dios, por ministerio de un sacerdote, no había unido en matrimonio, constituía torpeza y pecado gravísimo; entre esposos el beso conyugal era uno de tantos males necesarios como Dios consiente en sus ocultos designios, pero siempre algo vergonzoso. Cuando tita Anastasia, por accidente, había sorprendido á Hurtado depositando y recibiendo besos golosos de su mujer, había experimentado gran turbación y un movimiento de malestar en el estómago.

¿Cuál no sería su sorpresa ahora al presenciar cómo Fina y Alberto se besaban con apasionada castidad, y en el rumor transparente de sus besos creer oir ella remansado eco de celestiales orquestas? Sabía que el cielo era mansión eterna del amor, pero, hasta las tardes del bosque, amor era algo innoble ó una palabra sin sentido. Sintió por primera vez en su vida la melancolía de no haber [p. 303] amado nunca. Hasta sus familiares y netas imágenes teológicas hubieron de resentirse un poco. Ángeles y querubines, bienaventurados en suma, no era posible que fueran de un solo sexo y por entero espíritus puros, porque entonces no podrían besarse. Así tita Anastasia, sin despojarlos de su condición de espíritus puros, acordó favorecerlos con sexualidad diversa y un par de labios encendidos y traslucidos, á modo de rubíes.

Una mañana que estaban solas tita Anastasia y Fina, dijo la vieja:

—Todos tenemos voz, pero hay voces que nacieron para cantar. Si yo fuera menistro prohibía, pero así, del todo —con la mano simulaba rubricar en el espacio—, que cantasen los que tienen voz fea. ¿Y tú?

—Si con ello alivian su tristeza ó su ansiedad... ¿Por qué lo preguntas?

—¿Á ti te gusta oir cantar recio al que tiene voz fea? Ni á ti ni á nadie. Pues ya ves, tan vieja y hasta ahora no he averiguado que hay bocas; mejor dicho almas que han nacido para besar...

Fina bajó los ojos. La cera de sus mejillas se alumbraba de purpúreo resplandor interno.

Y tita Anastasia, por las noches, á solas en su lecho, después de haber rezado una padrenuestro para que no la picasen las pulgas —piadosa costumbre de toda su vida— fantaseaba sobre el ars amandi .

[p. 304] Cacoethes scribendi.

—Escucha una página de la leyenda dorada de mi alma Fina, y reverénciame como á uno de aquellos santos juveniles, gloriosos y esforzados que mataban dragones y vestiglos.

La lluvia cenicienta lagrimecía á lo largo de los vidrios. Fina y Alberto platicaban en un rinconcito penumbroso de la sala de don Medardo. Tita Anastasia, al pie de un balcón, enmarañaba un hilo de estambre y un hilo de recuerdo, oscilando la atención alternativamente de uno á otro. Alberto, presentándose como un santo vencedor de dragones, rió muchachilmente; una risa, nueva en su cara, que transía de placer á Fina.

—Vamos á ver qué dragón has matado.

—Pues he matado al más fiero de los dragones, cuyo aliento me envenenaba, cuyos mil ojos me paralizaban y cuyas cien bocas se abrían, no para devorarme, peor aún, para burlarse de mí. Este dragón se llamaba el Ridículo. Convencido de que está muerto y bien muerto, ya no tengo miedo de él.

Alberto se irguió en un alarde de petulancia fingida.

—Pero ¿de veras tenías tanto miedo á la opinión ajena?

—Á la opinión ajena jamás. Á la mía propia —Alberto convirtió el tono de elocuencia cómica en un registro lento y espaciado de disquisición confidencial—. Ya ves si ahora hablo por los codos, y [p. 305] en ocasiones con tanta fogosidad é incoherencia que tú misma quedarás asombrada y confusa. No soy el mismo de hace dos años.

—No. Y yo, si esto es posible, te quiero más ahora, es decir, me gusta más que seas como eres ahora.

—Y es que antes, para todos mis actos, para todos mis sentimientos, para todas mis ideas, había un aduanero ó cancerbero inexorable aquí —colocó el dedo índice entre ceja y ceja—. Era el dragón.

—Ya, ya. No diré que un dragón, pero que tenías ahí un bichito muy molesto, te lo conocía yo en que no dejabas quieta la frente un minuto. Como que te han salido arrugas.

—El verdadero ridículo, el temible, es el ridículo para con uno mismo. El ridículo es la desproporción entre el propósito y el acto. ¿Te aburro?

—¿Qué? ¿Aún colea el bichito? No me aburres, hombre.

—Entonces, ¿te pongo un ejemplo?

—Te he entendido. El ejemplo voy á ponerlo yo. Ese Carriles de quien tanto te han hablado se proponía casarse conmigo, y se proponía que yo no sospechase que lo hacía por dinero...

—Justo; se puso en ridículo. Pero como los propósitos son la porción secreta de cada cual y los demás sólo los conjeturan ó presumen, para los espíritus delicados el verdadero y temible ridículo es para consigo mismo. Consecuencia...

[p. 306] —Que se tumba uno á la bartola y no hace nada, porque como las cosas nunca resultan á la medida del deseo, resulta que siempre se pone uno en ridículo para consigo mismo. Por ahora todo es bastante claro.

—Me encanta oirte discurrir y hablar, Fina.

—Lisonjero y adulador no te quiero. ¿Qué más ibas á decir?

—Otra clase de ridículo: el de las cosas sin propósito. Por ejemplo... —Alberto paseaba los ojos por la estancia, en tanto con la imaginación perseguía un ejemplo expresivo.

—Por ejemplo, los madroños de ese velador.

Alberto rompió á reir jovialmente.

—No me atrevería yo á decir tanto.

—Yo sí. Es gusto de papá. Y á mamá y tita Anastasia les parecen preciosos. De manera que, en último término, ¿qué importan los madroños? Á lo tuyo. Á ti te parecía que todas las cosas del mundo y todos los actos de la vida eran madroños.

—Sí, Fina —murmuró Alberto humildemente.

—¿Y ahora?

—Ahora...

El divino y eterno mensajero de lo inefable cruzó entre ellos con vuelo furtivo. Asumieron de nuevo el tono confidencial.

—Lo que me asombra, Alberto, es que te costara tanto tiempo y trabajo matar ese bichito.

—Cuando se ha estado seis años entre jesuítas, esa es la hazaña más grande de la vida.

[p. 307] —Los quieres tanto, que los enviarías á todos de una vez al cielo por la línea directa del martirio.

—No los quiero mal ni bien, Fina, aun cuando me han hecho mucho daño. Seis años, Fina, día por día, ligándome el alma y apretando fuerte con la soga del temor al ridículo, embotándola con la idea de la inutilidad del esfuerzo. Cuando se cree, después de estos seis años se hace uno fraile ó se entrega uno á ellos como un cadáver. Cuando no se cree...

La voz de Alberto latía con amargura. Fina le acarició las manos, sin hablar, por no descubrir que estaba enternecida. Y ya serena, dijo:

—Comprendo lo que has sufrido y he sufrido yo también adivinándolo. Pero, tú me ibas á hablar de otras cosas con motivo del dragón. ¿Eh?

—Sí. Pensaba aclarar algo que hasta ahora te parecerá un poco oscuro. Me has oído varias veces que estoy determinado en construir mi vida en un plazo que no excederá, creo yo, de dos años, de manera que al cabo de ellos pueda dignamente decir á tu padre: Señor mío, me voy á casar en seguida con Fina. Me has oído que estoy resuelto á trabajar, conforme á los tres versículos del Evangelio de San Francisco: trabajar sin dinero, siendo pobre; trabajar sin sensualidad, siendo casto; trabajar con humildad, siendo obediente.

La simplicidad seráfica del santo de Asís hacía eco transparente en los ojos de Fina. Alberto continuó:

[p. 308] —Una especie de labor religiosa. Y tú preguntarás, ¿en qué?

Una pausa. Alberto adelantó la cabeza, á mirar muy de cerca el rostro de su novia y de esta suerte percibir hasta el más huidero matiz de emoción suscitado por sus palabras. Dijo con voz lenta y firme:

—Voy á escribir para el público.

La sonrisa delicada y profusa, en este punto de fervorosa aquiescencia, irradiaba de todos los rasgos de Fina, de manera que Alberto se sintió ungido y fortificado en su vocación. Un ímpetu expansivo le embriagaba.

—Ya sabes que he matado al ridículo. Aficiones á escribir siempre las he sentido, y he cultivado este arte secretamente. Pero por nada del mundo me hubiera aventurado á lanzar mis ensayos al juicio de las gentes. ¿Por qué? Por temor al ridículo, á que me preguntasen: ¿imagina usted, de buena fe, señor Guzmán, que el sistema cósmico ó la especie humana no cumplirían cabalmente sus destinos si usted no sacara el pecho fuera á comunicarnos sus particulares ideas y sentimientos? Y tendrían harta razón; porque la mayor parte de los literatos y artistas que por ahí andan exigiendo nuestra admiración me parecen tan enojosos, impertinentes y ridículos como esas floristas viejas que en los vestíbulos de los teatros se obstinan en colocarnos en el ojal una flor mustia. La intromisión social que supone colocar un nombre [p. 309] propio al pie de una obra ha de justificarse, por lo pronto, con una vocación de linaje religioso. Esto, puede acarrear al principio mofa y escarnio, ¿qué importa? Además, es necesario haberse encontrado en trances vividos, muchas veces insignificantes en apariencia, de los cuales se ha podido extraer, como si se creasen por vez primera en la historia, los valores y conceptos fundamentales de la conducta y del universo. Tengo la certidumbre de que este es mi caso. Hasta hace muy poco tiempo, mi espíritu estaba como una noche con lluvia de estrellas; era una zarabanda de resplandores en demencia, que aparecían, se cruzaban, huían caóticamente. Y de pronto, todos esos orbes fugaces y arbitrarios, que en ocasiones llegaban á ocasionarme verdadero vértigo, se armonizaron sistemáticamente como obedeciendo á las leyes de una mecánica celeste, y aquellos resplandores volubles, que no eran sino aliento angustioso de todos los actos de mi vida pasada, se aquietaron, se cristalizaron, se hicieron elocuentes y transparentes. Y como, por nefasta influencia de la educación jesuítica, yo había llegado á aniquilar el mundo antiguo, puede decirse que he creado un mundo de la nada.

Y Fina, sonriendo:

—Eso tienes que agradecer á los jesuítas.

Y Alberto, sonriendo:

—Pues, es verdad.

[p. 310] Lo bello, lo bueno, lo verdadero y la misa.

Tita Anastasia interroga:

—Con sinceridad, Alberto: ¿usté encuentra al pequeñín tan feo como algunos dicen?

—Nada hay que sea feo, tita Anastasia.

—¿Cómo? Por lo menos hay cosas que son más guapas que otras.

—Nada hay que sea más guapo que otra cosa, tita Anastasia.

—Entonces, ¿por qué se ha enamorado usted de Fina, y no de mí?

Fina se adelanta á decir:

—Aún está á tiempo, tita Anastasia.

—Calla, zalamera.

El señor Robles había movido un escándalo mayúsculo en casa de don Medardo, mostrando singular empeño en informar á Leonor de que su marido era un ladrón y un gorrino, que había huído con un indecente plumero ; esto es, con una dama galante. Á la tarde, comentando el suceso, tita Anastasia interroga:

—¿No cree usted, Alberto, que eso es una acción muy mala?

—Nada hay que sea una mala acción, tita Anastasia.

—¿Ni el robar?

—Ni el robar.

[p. 311] —¿Ni el matar?

—Ni el matar.

Tita Anastasia se santiguó.

Discutiendo familiarmente un asunto de poca monta, tita Anastasia se encara con Alberto y le pregunta:

—¿Qué es la verdad?

—Tita Anastasia, una vez se lo preguntaron á Pilatos, y él se lavó las manos.

—¿Y qué quiere decir eso? Que es verdad lo que se toca con las manos. ¿Eh?

—También puede querer decir que se debe tener muy limpia la piel, de manera que no ocurra que cuando creemos tocar una cosa, estemos tocando tan sólo nuestra propia inmundicia.

—¿Usted va á misa, Alberto?

—No, tita Anastasia.

Tita Anastasia permanece meditabunda. Dice luego:

—Usted dice que todo es guapo, que es lo mismo que decir que todo es feo. Usted dice que todo está bien, que es lo mismo que decir que todo está mal. Usted dice que para conocer la verdad hay que lavarse las manos, y esto se me figura que es lo mismo que decir que no se puede conocer la verdad. Y usted no va á misa, que es lo mismo que no creer en Dios. Y, sin embargo, me parece usted un santín... ¡No me lo explico!

[p. 312] Y cae en profunda confusión de pensamientos. Alberto no dice nada. Fina acude:

—Dale las gracias por lo menos, hombre.

—Gracias, tita Anastasia.

Pero la vieja no le oye. Está absorta en sus cavilaciones; dentro de su espíritu hay el malestar de una contradicción que nunca atinará á resolver.

Figuras elegíacas. El ideal.

Así que Alberto se apartaba de su novia, acudía á retirarse en el cuarto de la fonda y allí gozar largamente de un sabroso embebecimiento, del cual venían á sacarle á modo de impulsos delicados y sutiles de lo inefable, que le exigían con urgente emoción, ser expresados de manera plástica y rítmica. Y así comenzó á esbozar una serie de cortos poemas elegiacos, de técnica sobria, de suerte que lo conciso del artificio literario provocase gran suma de sugestiones emotivas. La ebullición elevada de su espíritu le proporcionaba dadivosamente imágenes vírgenes de corrupción retórica y remotas similitudes cuya trayectoria estaba repleta de vibrante cúmulo de evocaciones. La inefable sensación de acatamiento y estremecimiento deleitoso que recibía con sólo oir la voz de Fina, era:

... el trigal cargado de maduras

espigas bajo los pies del viento.

[p. 313]

La inefable intuición de eximirse de las leyes de lo temporal y vivir en las linfas remansadas de lo eterno, que estando al lado de su novia le poseía, la expresaba comparando la prodigiosa suspensión del tiempo, con la cuchilla de Abraham en alto, porque

la voz de Dios moraba entre la zarza ardiente.

La inefable certidumbre de haberse liberado de sombras y rémoras pretéritas se definía imaginando el alma de Fina, á semejanza de vasta y profunda foresta intacta, dentro de la cual él se emboscaba, é iba despojándose

de miserias añejas

como muda la víbora de piel

frotándose en las madreselvas.

Gustaba, estando al lado de su novia, de asirle á veces de la mano, cerrar los ojos, é ir asimilándola, por decirlo así, en sentimientos, sin pensar. Era un linaje de casta voluptuosidad que tradujo en un poema:

Cerrar los ojos. Luego, con la mano,

—aunque ciega, sagaz y cauta— asirte

la tuya breve. Luego, por el brazo

deslizarla, tan tenue y tan humilde

como llovizna que del musgo empapa

la tersura sedosa. Aspirar luego

tu aroma sin aroma, que dimana

de infantil pulcritud, como del heno

en la noche estival. Luego, con honda

[p. 314] emoción, ir sintiendo cómo, poco

á poco, transfundiéndote vas toda

tú dentro de mi cuerpo, como el oro

del poniente en el mar, y cómo cada

fibra mía de ti se ha saturado,

al modo de la tela que se baña

en la púrpura. Luego, el sobrehumano

goce de no mirar y ver, prodigio

de tenerte cual bálsamo en redoma,

discernir, como el ojo alejandrino,

más claramente dentro de la sombra.

Prefería, con sensitiva dilección, los metros impares, según aquel dicho de los antiguos: numero Deus impari gaudet , percibiendo en ellos más refinada armonía que en los pares, y una gracia incierta y flotante de inestabilidad que es adecuada correspondencia de ese último vaho ó comezón en el ápice del espíritu, en cuyo seno vibran los requerimientos líricos. Procuraba también que los versos vivieran en un curso ondulante, fundiéndose unos en otros y todos ellos en una atmósfera tónica común; y para ello apelaba sin reparo al recurso que los retóricos llaman encabalgamiento, que es al metro lírico lo que las notas ligadas al violín, ó lo que el modelado aéreo á las pinturas leonardescas.

Cuando aun participaban del trémulo ardor de su pecho, Alberto leía á Fina los poemas que había rimado. Fina los escuchaba, contagiada de la emoción del poeta, de suerte que, en terminando la lectura, el divino intérprete de las altas tensiones amorosas no era raro que sobreviniese á se [p. 315] llarles en silencio los labios. Pero á solas, Fina reasumía la serenidad clarividente, que era la característica de su espíritu, y cierta zozobra se apoderaba de ella. Temía que la exaltación de Alberto se alimentase á costa de la constancia. Conforme pasaban los días, Fina vió, con gran contento, que su novio humanizaba cada vez más sus sentimientos, trocando y concretando lo que era ocasión de éxtasis y arrobo en bienes deseables y asequibles. Las figuras elegíacas adquirieron nuevo carácter. Eran:

Sobre la almohada, el lóbrego

caudal de tus cabellos,

para que, reposando

en su fluir sedeño,

beba yo el dulce olvido

de todo mal pretérito,

como si me abrevase

en el suave Leteo.

El arco de tu frente

de marfil y pureza,

sea arsenal en donde

se guarden las ideas

nobles que armen el brazo

frágil de mi flaqueza.

Tus ojos, dos cristales

caídos del misterio

del elevado muro

que cerca el firmamento.

Sean, para mi espíritu

caprichoso y enfermo,

ventanales por donde

se asome hacia lo eterno.

[p. 316] Tu boca, sea la lumbre

de perdurable brasa

que convierte en recóndito

templo nuestra morada,

y tu risa, la firme

columna de mi casa.

Que tus brazos desnudos,

redondos y morenos,

cuando en amor me ciñan

se eleven á mi cuello,

como si los alzases

dando gracias al cielo.

Tus pies —leves y alados

con la virtud gloriosa

de deslizarse al modo

del canto y del aroma—

para que los halague

el beso de mi boca,

como besando el ala

tibia de una paloma.

Los deleites contemplativos se habían transformado en estímulos de la voluntad. Alberto comenzaba á construir un ideal, á desear. Cuando determinó su plan de trabajo, según el evangelio de San Francisco (no trabajar por amor al dinero; destilar la sensualidad en sensibilidad; ser obediente, ó sea, ser sincero consigo mismo), Fina comprendió que su ventura por venir, aunque en esperanza, mostraba el fruto cierto. Y por último Alberto se encontró un día cara á cara con:

[p. 317] EL IDEAL

Un ángulo me basta entre mis lares,

un libro y un amigo, un sueño breve,

que no perturben deudas ni pesares.

Andrada.

Una casa, y no más; blanca y sencilla,

lejos del mundo y de los hombres vanos.

Un huerto en que frutezca la semilla

por la virtud humilde de mis manos

y del sudor labriego de mi frente.

Una vida sin odios cortesanos,

incertidumbre del placer presente,

angustia mensajera del mañana,

y envidias, donde el mal abre su fuente.

Una vivienda pobre y aldeana,

cerca del bosque, y que del mar, amigo

de mi risa infantil, no esté lejana.

En su quietud, á solas, sin testigo,

he de labrar el alma como el huerto,

del vendaval poniéndome al abrigo.

Mi brazo en la labranza se hará experto,

y aguzaré del alma las pupilas

cuando en negrura el orbe esté cubierto

y las obras de Dios yazgan tranquilas.

Morderé de la amada biblioteca,

la fruta idónea, entre apretadas filas,

cuyo zumo no se agria ni se seca.

Vestiré el alma con el recio lino

que la historia hubo hilado con su rueca.

Y acaso, cuando el gallo matutino

á media noche el aquelarre ahuyente,

iré á besar con amoroso tino

el rostro sonrosado y sonriente

del infante gentil que hayamos hecho

en minutos de amor, puro y ardiente.

[p. 318] Después reclinaré sobre tu pecho

mi cabeza cansada y cavilosa:

y será un paraíso nuestro lecho.

Al otro día, entre la luz brumosa,

veremos en las flores el rocío,

y la tierra estará como una rosa

recién nacida. Yo diré: Dios mío

que no nos huya nunca tanto bien.

Y al besarte, responderás tú: Amén.

Exit.

De esta vez Alberto había subyugado á la familia Tramontana. Todos habían puesto en él fe ciega, y de antemano se enorgullecían de que con el tiempo el sordo apellido familiar corriera el mundo ensamblado á un nombre rimbombante y glorioso. Don Medardo aseveraba que, á la vuelta de un año, Alberto habría llegado á la cúspide de la gloria; siempre había pensado que su futuro yerno no había nacido para llevar una vida oscura y antihigiénica , sino para brillar sobre el común de las gentes. Como Alberto declarase que el carácter particularísimo de sus empresas exigía de él que fuera á establecerse de asiento en Madrid, durante una larga temporada, todos mostraron reconocer esta necesidad; pero don Medardo, atacado de noble impaciencia, le hostigó á que se fuese cuanto antes.

—El tiempo es oro, hijo mío —dijo—. El artillero siempre al pie del cañón. El corazón no me engaña, y como veo que ahora vas de veras, y que [p. 319] no te has de olvidar de Fina, te digo: márchate cuanto antes, y duro, duro, duro. El mundo es para ti. Y luego, nada de viajecitos de Madrid acá, á cada tres por cuatro. Ya no sois chiquillos, y las relaciones son serias. Á subir, á subir á la cúspide.

Cuando Alberto se despidió de Fina, el uno y la otra estaban seguros de que el porvenir les reservaba para un corto plazo la casa blanca y sencilla, entre el bosque y el mar. Don Medardo acompañó á Alberto á la estación. En el momento de arrancar el tren pensó decir: Dios te ayude, hijo mío; pero una extraña afonía le apretó la garganta.


[p. 321]

PARTE TERCERA

LA TARDE

Οὐκ ἔστιν οὐδὲν κρεῖσσον ἢ φίλος σαφής.

Eurípides.

Non si può avere maggior né minore signoria, che quella di sé medesimo.

Leonardo da Vinci.


[p. 323]

I

Una mañana de Septiembre. 1910. En Lugano.

Muy cerca de las once, Alberto abandonó su habitación. El jardín de la villa , tupido y voluptuoso, se embebía en la profusa luz del sol. La ventana de Meg, encuadrada por una enredadera de rosas, perfumaba el silencio con las ráfagas de una melancólica cantilena italiana que desde ella se desgajaban temblando en el aire quieto.

Alberto caminó siguiendo la línea más avanzada del jardín, junto á la cerca, sobre la cual se empina la ramazón de una ringla de sauces, y va á caer de la otra parte, dentro del lago, con graciosa enlomadura que parece una cascada de sutiles aguas verde-gayo. Descendió al embarcadero, saltó á la canoa, que á entrambos lados de la proa llevaba el nombre Margherita , y salió remando lentamente. En el centro del lago, abandonó los remos, se despojó de la chaqueta y se recostó en los cojines de popa. Desde allí se veía la coyuntura de [p. 324] los dos brazos de agua, abocinándose en la raíz de las montañas; uno hacia el lago de Como, por detrás de Mont-Brè, otro hacia el lago Mayor, á espaldas del San Salvatore. En circunferencia y contra el cielo límpido, destacaban los berruecos de las cimas, de color violeta y rotundo contorno. Por los flancos asoleados, velluda vegetación, de un verde cálido y esponjoso, tendíase con la oblicuidad de un manto que resbalase sobre un pavimento de lustrosa ágata lechosa, venada de verde-ajenjo, que tal era el lago. Los flancos ensombrecidos, con sus hendeduras y quebradas bermejizas, exhalaban un vapor argentado y tenue; al pie de ellos, el agua parecía compacta como un bloque de malaquita pulimentada.

Alberto se abandonaba al hechizo del momento, á la fruición de la naturaleza, conforme á un ritmo de tres tiempos, compás de su vida presente. Primero volvíase á mirar las cosas; la pupila vaga y los labios entreabiertos, de suerte que el espíritu se le huía volando al mundo externo, como la paloma del arca ó el gerifalte de la mano del halconero. Después fruncía cejas y boca, entornaba los párpados, y aplicábase á mirar con el ahinco penetrante del pintor que se pone á interpretar una melodía de colores, ó del enamorado que con los ojos se abreva en la hermosura deseada. Por último, se recogía dentro de sí propio, con los párpados cerrados, á gozarse en los deleites intelectuales y estéticos de sentir destilada en su [p. 325] espíritu la realidad, y no la realidad hermética é inerte de la materia, sino una realidad templada, traslúcida y expresiva.

En tres años, la vida de relación de Alberto había sufrido muchas sacudidas y vaivenes. Literariamente había logrado la estimación de los doctos y la benevolencia del público, pero los rendimientos que sus obras le dejaban no le hubieran bastado para vivir con decoro. Quiso su buena fortuna que la justicia hubiera echado el guante sobre Hurtado, sorprendiéndolo en la isla de Cuba y repatriándolo juntamente con una pingüe cantidad de dinero, parte que había levantado de Pilares, y otra parte, más considerable aún, que había ganado en América por medio de especulaciones atrevidas y hábiles, de manera que los acreedores, cuando ya habían renunciado á todo, se encontraron nuevamente en posesión de los perdidos bienes.

Á través de laborioso proceso sentimental, Alberto había llegado á lo que él juzgaba como última y acendrada concentración del egoísmo, al desasimiento de las pasiones y mutilación de todo deseo desordenado; al soberano bien, al equilibrio, al imperio de sí propio, á la unidad. Su actividad científica y su autodidactismo estético no tenían otro fin que el de intensificar la sensación de la vida, como placer supremo. Y así, á [p. 326] pesar de haberse erigido en centro de todo lo creado, su moral era triste, severa para consigo mismo y tolerante para con los demás; su estética, á pesar de haber nacido por obra de una aristocrática selección de las ideas, era democrática y elevaba á la dignidad de la belleza todas las cosas naturales; y en suma, así como su existencia era una llama entre dos sombras, su sistema lindaba de una parte con la escéptica oquedad inicial de donde había surgido, y de la otra con una oquedad en donde su voz perecedera advertía lejanos ecos místicos. Diferenciando los dos linajes de conocimiento, del sentir y del pensar, sabía que entrambos se engendran en el amor, y equiparando el placer de vivir á la certidumbre de conocer, había llegado á proyectar una simpatía universal sobre todo lo creado, á amar á todo por igual. En este punto, la mujer no podía ofrecerle otra cosa que el placer sensual y efímero de la degustación, como el manjar que en las fondas pasa de un huésped al otro, ó el goce desinteresado de la contemplación, en la propia medida que todo lo existente. No podía consagrar su vida á una mujer, doblar la perpendicularidad de su vida ligándola á otra vida ajena. Y había escrito, rompiendo con Fina. Al recibir la carta Fina había dicho, con voz resuelta: Ya no volverá . Como no respondiera nada, Alberto, después de unos días pensó que Fina se había doblegado con resignación á la fatalidad de los hechos.

[p. 327] La canoa comenzó á danzar, zarandeada por la vasta ondulación que un barco de vapor movió á su paso. Eran las doce y media. Alberto requirió los remos y aprestóse á remar recio. Llegó á Villa-Anita sudoroso, encendido y sin resuello. Bob, Nancy y Meg le aguardaban para almorzar. Disculpó su tardanza y luego de asearse un poco, en el mismo surtidor del jardín, subieron los cuatro al comedor.

Los tres años transcurridos habían mudado el aspecto de la familia Mackenzie. Faltaba el jorobadito. El verano anterior se le había hallado flotando en las aguas del lago. Se atribuyó el hecho á un accidente casual, pero lo cierto es que, aunque la familia Mackenzie evitara pensar en ello, Ben se había suicidado. Bob había envejecido vertiginosamente; su boca befa se desmayaba, con mueca idiota; la puntiaguda barba había perdido su oro trigueño y era blanquinosa; las manos fofas, ebúrneas y azulinas temblequeaban de continuo; en sus ojos acerados se confundían dos lenguas de fuego, la lascivia y la desesperación de no poder satisfacerla. Anita, conservaba aún su continente prestancioso de Virgo Vestalis Maxima , pero su carne rubia estaba agostada, marchita, deformada lamentablemente por prominentes venas negruzcas, y su rostro traicionaba un anonadamiento definitivo. Meg había subido á un grado excelso de belleza, espiritualizada por cierta demacración del rostro, el livor de los ojos, la tenuidad de los [p. 328] labios y la frágil esbeltez del torso. De vez en vez tosía, con sacudidas débiles y quejumbrosas, como el sollozo de un niño. Bob, con su sentido sensual y rudo de la vida, había dicho á Alberto:

—Meg se nos muere si no da pronto con un hombre. Al fin de cuentas, es lo mejor que puede ocurrirle.

Alberto pensaba también que acaso el amor salvase á Margarita.

Durante el almuerzo, Alberto procuró hablar de continuo, porque sabía que Bob tenía miedo al silencio y á la soledad. Bob y Nancy evitaban mirarse, y si por fuerza el deseo los arrastraba á buscarse los ojos, veíaseles caer de pronto bajo una lobreguez plúmbea. Bebían sin tasa, hostigados de malsana ilusión. Meg aquel día estaba triste y callada. Solía oscilar, radical é inesperadamente, del abatimiento á la alegría desbordada. Por dos ó tres veces Alberto tropezó con sus cándidos ojos verdes, que parecían implorar la salud y el contento.

De sobremesa, apareció en el comedor un joven de la misma edad de Meg; el perfil apolíneo, rasgados é insolentes los ojos, la boca carnal, el cabello rubio y abundosamente ensortijado, fuerte y desenvuelto de cuerpo. Se llamaba Ettore Ségneri, y era de familia italiana trasplantada á la Argentina. Habitaba en una villa al lado de Villa-Anita , con sus padres. Bob lo recibió descortésmente. No podía disimular que el espectáculo de [p. 329] aquella juventud espléndida le hería é inspiraba sentimientos de odio.

—Meg, hija mía; mejor acompañas á Ettore al jardín. Alberto y yo tenemos que hablar.

Se veía que el mozo no deseaba otra cosa. Alberto, que le espiaba con disimulo y leía en su pensamiento, sintió gran contrariedad y una angustia extraña, algo semejante al malestar de los celos que hacía años, en su adolescencia, había experimentado.

En saliendo Meg y Ettore, Nancy se levantó:

—Puesto que tenéis que hablar... —Y se retiró majestuosamente.

—¿Quería usted decirme algo, Bob?

—Nada. Quería quedarme á solas con usted. ¿Vamos al sitting-room ?

—Como usted guste, Bob.

La estancia daba al jardín por unos ventanales corridos, en aquel momento ocultos por las persianas. Alberto paseaba de un lado á otro, y á pesar suyo, buscaba algún resquicio á través del cual curiosear en el jardín. Bob se había dejado caer en una butaca.

—Querido Bob; estoy pensando que quizá se le haya presentado á usted la ocasión de casar á Meg.

Bob levantó la cabeza. Escuchaba á Alberto, sin interesarse en lo que decía; prosiguió Alberto.

—Ó mucho me equivoco, ó á ese joven le gusta bastante su hija de usted.

[p. 330] Bob no se daba por enterado. Alberto continuó con algún desconcierto:

—Es un guapo chico.

—¿Quién es guapo?

—Ettore, el vecino.

—No me hable usted de ese botarate.

Un goce astuto se posesionaba del corazón de Alberto.

—Botarate... No sea usted cruel, Bob.

—Y decía usted... que Meg, con ese... Pero ¿es que hay derecho á ser tan joven cuando no se conoce el valor de la vida? —Se quedó meditabundo—. Al fin de cuentas... con alguno ha de ser, y cuanto antes sea, mejor. Pero le ruego que no me hable de estas cosas.

Bob dejó caer la cabeza sobre el pecho. Alberto ahora estaba apenado, inquieto. Á los pocos minutos Bob dormía, roncando discretamente. Alberto tomó un libro de una mesa, á la ventura, é hizo como que se imaginaba que si salía al jardín era por leer al aire libre y á la sombra de los árboles. Recorrió algunas veredas y exploró diversos escondrijos; pero no hallaba sitio agradable en donde acomodarse. Iba de un lado á otro, agitado é impaciente. Dió la vuelta á la vivienda, encaminándose hacia un pequeño bosque de araucarias, á la entrada de la villa. El calor era tenaz y denso. Dentro del bosque se respiraba fragante frescura. Alberto dilató sus retinas é inquirió en la penumbra. En una hamaca, suspendida de tronco á tron [p. 331] co, Meg dormía. La cabeza se doblaba en leve escorzo sobre el hombro derecho, y el brazo del mismo lado pendía al aire. Alberto se aproximó, andando de puntillas; luego acercó su cara á la de la niña, hasta recibir la tibia tenuidad de su aliento. En aquel ambiente de cauta luz el color de Meg no era humano, sino sustancia diáfana, amasada de resplandores nacientes, con oriente, como las perlas. Entre los labios, de rosa pálido, palpitaba el eco de una sierpecilla profunda que silbaba. Y Alberto, desfallecido de compasión, de ternura, quizá de amor, se inclinó á besar con delicado tiento la boca de Meg. Creyó que las fuerzas le iban á faltar; temió caer sobre la niña, despertarla. Incorporóse, demudado de color y la respiración suspendida. Por segunda vez se inclinó, y ahora, alargando el beso con infinita delectación, se encontraba como ebrio. Quería apartarse de aquella dulce y divina boca, pero no se determinaba á renunciar á ella. Intentó quebrantar bruscamente el encanto, pero, al levantarse, los brazos de Meg le aprisionaron por el cuello, y entonces fué ella quien besó, con besos rápidos, prietos y sonoros, mezclados con risas y lágrimas.

Alberto sólo atinaba á murmurar:

Meg, my Meg, my sweet Meg.

Meg se sentó en la hamaca.

—¿Crees que estaba dormida, tonto? Me hacía la dormida para que te atrevieses. Desde el mismo momento de tu llegada no pensé en otra cosa [p. 332] que en enamorarte. Y ya lo había conseguido, pero tú no querías enterarte, tonto, tontito. Si hasta llegué á pensar que yo tenía que declararme...

Alberto se sumía con dolorosa ansiedad en los ojos verdes de Meg, temiendo ver aparecer de nuevo aquella expresión maligna que, siendo niña aún, adoptaba para martirizar y ofender á su hermano.

—¿Qué me miras así, que parece que has perdido el seso? ¿Te gusto mucho, eh? ¿Me quieres mucho, verdad?

—Meg, Meg mía, no me hables así.

—Pues ¿cómo quieres que te hable? No sé hacerlo de otra manera. ¿No ves que estoy loca, loca de felicidad? Dime cómo he de hablarte para que también lo estés tú.

Alberto callaba. Un ligero temblor le sacudía, y como que se avergonzaba de sí propio.

—¿Pero qué te pasa, monín?

—Meg, por lo que más quieras, te ruego que no me llames monín.

—¡Ay, cómo eres! Me haces sufrir. Quiero llorar —se ocultó el rostro con las manos.

—No quiero que llores; no quiero que llores... —y apartándole las manos le besaba los párpados, sedeños y ardorosos.

—Llévame en brazos hasta aquel banco —reía, y sus ojos estaban húmedos aún. Vestía un traje de fina seda azul, lacia y flotante. Á través de la tela transparecía el descote de la camisa, con sus [p. 333] festones y lazos; el rosa de la piel, en la parte alta del pecho y en los brazos, tomaba visos color violeta.

Alberto tomó á Meg en el aire, sustentándola con un brazo por las corvas y el otro por media espalda, á la altura de las axilas, y de esta parte la mano en el nacimiento de un seno. Con el amoroso bagaje, tierno y casi ingrávido como un gran brazado de flores, Alberto condujo sus pasos hacia el banco rústico, y de camino besuqueba á la niña. Iba á dejarla suavemente en el asiento, pero Meg dijo:

—No; siéntate tú, y yo sobre tus piernas.

—No hagamos desatinos, mi vida, que nos pueden ver.

—Y á mí ¿qué me importa?

Alberto no quiso mirarla á los ojos; estaba seguro de que la expresión maligna alentaba dentro de ellos. Cuando estuvieron sentados, tal como quería Meg, ésta envolvió y aturdió á Alberto con una muchedumbre de caricias y besos, complicados y sapientes. Alberto recordó entonces la agudeza y atención con que Meg, siendo niña, observaba las expansiones voluptuosas de sus padres. Sintió cierto malestar, y, sin darse cuenta, rechazó débilmente los mimos de Meg.

—¿Qué haces, Alberto? ¿No quieres que te bese? —su voz temblaba—. ¡Ingrato, infame! No te quiero, se acabó todo... —intentó levantarse, pero Alberto la retuvo.

[p. 334] —¿No ves, Meg, que no sé lo que hago; que estoy todavía sin saber lo que me pasa, como estúpido? No te apartes de mí; que yo te sienta unida á mi cuerpo, queriéndome...

—No me hagas caso, que te quiero, que te quiero...

Meg terminó así su frase, pero en la frente de Alberto resonó prolongada; que te quiero, puss... puss ... Era lo mismo que le decía á Pussy , el gatito, tres años antes; y los arrumacos, ternezas y suspiros con que ahora mareaba á Alberto parecían de igual naturaleza que aquellos otros con que, hacía tres años, atosigaba sin tregua al gato.

—Mira, Albertino; soy feliz. Ya no podía más; no hay quien pueda vivir en mi casa, ya lo habrás visto. Es un infierno; peor que un infierno. Si tú no me sacas de aquí yo creo que me muero en muy poco tiempo. Papá y mamá no son personas; son dos energúmenos. Siempre están furiosos, rabiosos por dentro, aunque quieran ocultarlo. Yo no podía ya más. Bien dice el proverbio; Bacco, tabacco e Venere, riducon l’uomo in cenere .

—Por lo que más quieras, Meg; vuelvo á decirte que me lastima oirte hablar de cierta manera.

—¿Cómo quieres que hable, Albertino? —suspiró Meg, apoyándose sobre el pecho de Alberto—. ¿Quién me enseñó á hablar de otra manera? ¿Qué cosas he visto yo desde que era niña? —su voz, á cada palabra, se hacía más árida y hostil. De pronto se enterneció y derrumbó en vocablos trému [p. 335] los, entrecortados—. ¡Sácame de aquí! Yo quiero vivir, ser feliz y ser buena. Quiero escaparme contigo.

Durante un instante, Alberto permaneció anonadado. Después, con resolución desesperada y suprema de abandonarse á la fatalidad, afirmó:

—Nos casaremos en seguida.

—¡Oh, Albertino, te adoro! No me atrevía á decírtelo... ¿De veras quieres casarte conmigo?

—Sí, Meg.

—¿En seguida?

—Hoy mismo si quieres, se lo digo á tu padre.

—No, espera. Yo te avisaré cuando sea buena ocasión.

Callaron unos minutos. Dijo Alberto:

—¡Y yo que pensaba que estabas enamorada de Ettore...!

—¿Yo de ese...? Vamos.

Alberto no se atrevió á mirar en los ojos verdes, por miedo á la expresión maligna. Su impasibilidad filosófica había huído como un sombrero que arrebata de la cabeza el viento y sintió que toda su vida anterior, tan artificiosamente elaborada, estaba sujeta como sobre palillos.


[p. 336]

II

Meg, durante la comida de la noche, se mostró tan expansiva y risueña que sus padres, aun cuando no acostumbraban parar atención en los acontecimientos externos, hubieron de advertirlo.

—¿Qué te ocurre hoy, Meg? —interrogó Nancy, con un timbre triste que daba á entender que en aquella casa la alegría inocente era cosa indelicada y mortificante.

—Pero ¿es que aquí nadie puede estar contento, ó si lo está ha de disimularlo? —preguntó á su vez Meg, modulando las palabras con entonaciones halagüeñas, aterciopeladas.

—Meg, tus padres no desean otra cosa sino que estés contenta y seas feliz, ¿verdad? —habló Alberto. Bob y Nancy asintieron, con amarga sonrisa. Prosiguió—: Yo no veo que haya razón para que nadie esté triste en esta casa, y si acaso existe al [p. 337] guna ligera nube de tristeza hay que aventarla en seguida, en seguida. Es preciso que todos estemos alegres, y lo estaremos —afirmó con ardoroso optimismo.

Bob se dejó ganar por la cálida vehemencia del joven.

—Alberto dice bien —murmuró.

Nancy absorbió con ansia una colmada copa de Burdeos.

Alberto y Meg estaban fronteros, en la mesa. La muchacha vestía un corpiño de áspera seda ahuesada, ligeramente descotado, con recamos de oro muerto y torzales desvaídos. El relieve de las clavículas determinaba dos imprecisas sombras violáceas en la base del cuello, el cual, elástico y dúctil, se curvaba ó se contraía con caprichosa nerviosidad mostrando, á intervalos, tensos los músculos. Era un cuello de una gracia y de una vida maravillosas, que Alberto no se hartaba de admirar. El pelo, copioso y como líquido, se fusionaba en un tocado sin artificio, al desgaire, y era como una masa de oro fluido, en ebullición. Los bruñidos labios dijérase que habían sido cristalizados por la virtud de su diafanidad y que la luz de las lámparas los pasaba de claro. Alberto sufría, viéndolos, atropellados impulsos de acudir á mordisquearlos, con la certidumbre de que sus dientes resbalarían sobre ellos, como sobre una piedra preciosa.

—Apostaría que adivino lo que deseas, Alber [p. 338] to —susurró Meg. Alberto hizo un movimiento, como apresurándose á hablar, y Meg se llevó el dedo á la boca, con ademán equívoco que podía significar que le imponía silencio.

Como al medio día, de sobremesa, se presentó Ettore. Sobre el corazón de Alberto cayó una pesadumbre infinita. Involuntariamente, comenzó á trazar un parangón entre sí propio y el mozo, y dedujo que era absurdo que Meg se inclinase de su parte y no de la de Ettore.

—Vamos al Kursaal —dijo Bob malhumorado, poniéndose en pie.

—¿No toman ustedes café? —preguntó Nancy.

—Lo tomaremos allí.

—Pues si os marcháis yo me retiro á mi cuarto; anoche he dormido mal —declaró Meg con enorme desdén hacia el joven apolíneo, el cual estaba visiblemente azorado y dolido.

Alberto pensó: Está enamorado de Meg. Y luego: Meg quiere darle celos conmigo. La niña había venido del lado de Alberto y se apoyaba en su brazo.

—Eres muy egoísta, papá —dijo, con triste mohín—. Siempre te llevas á Alberto; lo quieres para ti solo.

—Ea, déjanos niña.

—Voy á despediros.

Salió con los dos hombres. Desde la puerta habló sin mirar:

—Hasta mañana, Ettore.

[p. 339] En el jardín retuvo á Alberto unos momentos, y cuando Bob se hubo adelantado, bisbiseó:

—Veo que eres celoso, y eso es ofenderme.

—Si no te amase tanto no lo sería.

—Más te amo yo y no soy celosa.

—¿Más? Te prometo no ser celoso, Meg.

—Pero ¿te vas sin darme un beso?

—Tu padre...

—Bah...; papá no ve, ni oye, ni entiende.

Se ocultaron detrás de una gran mata florida de rododendros y Meg aplicó á los labios de su amante uno de aquellos besos profundos y prolijos que había aprendido en sus padres. En Cassarate, Bob y Alberto tomaron un coche.

Los jardines y el café del Kursaal estaban desiertos. Alberto inquirió, de un mozo. Había función de variedades, en el teatro. Tomaron butacas de las primeras filas, y allí, ordenaron que les sirvieran el café. En el escenario, dos gimnastas, varón y hembra, con mallas color de lila, hacían ostentación de su animalidad. Á continuación aparecieron en el palco escénico tres acróbatas grotescos, vestidos, como ahora es uso, de manera desastrada y cochambrosa. Bob seguía el espectáculo con algún interés, olvidándose de sí propio y riéndose á veces. Por el contrario, Alberto estaba ensimismado, ebrio de una exaltación que no sabía si era venturosa ó aceda. Una sacudida de Bob le obligó á volver á la realidad.

—Vamos, vamos fuera de aquí. Esto es idiota.

[p. 340] —Pero ¿qué ocurre?

—Es un espectáculo idiota. No puedo aguantarlo —y salió tan deprisa como pudo.

Alberto le siguió y de pasada pudo ver que en escena había una cupletista, y oir el estribillo del cuplé repetido machaconamente: La gioventù non ritorna mai .

Subieron al gran salón de juego. Estaba vacío. Sentados frente á las dos concavidades de la enorme mesa verde, en forma de violón, cuatro croupiers hablaban lánguidamente, con aire de agotamiento y exangües rostros inexpresivos. En ocasiones, uno de ellos golpeaba distraído la pelota de caucho, la cual empezaba á rodar arbitrariamente sobre el mosaico de madera lustrada en donde están los números dentro de una circunferencia de caballitos que galopan en fila.

Los dos amigos penetraron en la sala de lectura. Bob pidió whisky . Hojeaba los periódicos y los arrojaba con despego, sin haberlos leído.

—¿Qué le ocurre á usted hoy, Alberto, que no habla nada?

—¿Eh? —Alberto tenía diluída sobre el rostro una sonrisa que era reflejo de una idea.

—¿Por qué se ríe usted?

—Me río de un recuerdo.

—¿Se puede saber?

—No, querido Bob, no se puede saber.

Se acordaba de los vaticinios de cierto crítico de teatros, el cual había asegurado que Alberto nun [p. 341] ca sería un autor dramático, porque era un hombre incapaz de sentir ó comprender una pasión.

Alberto tenía un periódico alemán entre las manos. Huyendo la mirada interrogante de Bob, leyó lo primero que le cayó bajo los ojos. Decía: «Weissbach es el lugar favorito de todos aquellos que gustan de la soledad. Millares de personas amigas de la soledad acuden aquí constantemente desde las cuatro partes del mundo».

—Y ahora, ¿se puede saber de qué se ríe usted?

Alberto le pasó el periódico.

Sonaron los timbres, anunciando la hora del juego. Nutrido golpe de gente, de toda edad, nación y catadura, penetró en la gran sala y fué á poner cerco á la mesa verde. Resonaron las voces sacramentales:

Marquez vos jeux, messieurs.

À vos jeux.

Les jeux sont faits?

Rien ne va plus.

Bob se paseaba alrededor de la mesa. De vez en vez se detenía á mirar insolentemente á un viejo ó á una vieja cara á cara y con mueca de fruición sarcástica. Alberto estaba esperando que de un momento á otro ocurriera un incidente enojoso. Bob volvíase hacia su amigo, y decía, riendo con agrura:

That skull had a tongue in it, and could sing once. ¡Ja, ja! Vaya, que al más grande hombre se le escapa una majadería: esta calavera tuvo dentro [p. 342] una lengua con que podía cantar. Bah; después de muerto, ¿qué hace haber ó no haber tenido? No, no es eso. Esa cara asquerosa y acartonada tuvo en un tiempo boca con que enardecer y ojos con que acariciar, y quizás fué hermosa y deseable. That is the question, sweet Shakespeare.

Su irritabilidad aquella noche era mayor que nunca.

Á un extremo de la mesa estaba sentado un joven alemán entre dos prostitutas de alto copete, alemanas también. El hombre ostentaba un cráneo pelirrojo y muy rapado, como una naranja gigantesca. Las mujeres eran dos bellezas atocinadas y bovinas, á la tudesca, de cuello chato y rollizo y terribles hombros desnudos, color de sebo. El joven las manoseaba con lujuria lenta y grave. Bob se les quedó mirando enconadamente.

—¡Ah, imbécil! ¿Qué haces? ¿No ves que estás sembrando el dolor del mañana? Mira al lado tuyo todas estas caras repugnantes que tuvieron labios y lengua y ojos... ¡Ah, imbécil!

Continuaba profiriendo desatinos y desvergüenzas, hasta que Alberto le atajó:

—Que pueden entender castellano...

—¿Y á mí qué me importa?

—Bueno; basta ya. Es demasiado. Se pone usted imposible.

Bob hizo un gesto de niño medroso á quien maltratan; parecía que iba á romper en llanto.

—No me riña, Alberto. No sé lo que digo, á [p. 343] veces. Tiene usted razón. Volvamos á casa. No puedo estar entre gente; me hace daño.

Antes de salir del salón, Bob se detuvo ante un espejo á mirarse con expresión lacrimosa y desolada. En el café ingurgitó otro whisky , y volvieron á la villa en coche. Á mitad de camino, dijo Bob:

—Una de las cosas que más grabadas se me han quedado aquí dentro —se golpeó la frente—, es algo que hace años le oí á usted, acerca de la amistad. Decía usted que la amistad es la virtud fundamental y necesaria para la vida, y que el hombre será tanto más feliz cuanto acierte á convertir sus afectos en amistad; que se puede vivir sin padres, sin hijos, sin amantes, pero no sin amigos; que el amor paternal, filial ó sexual no es duradero, ni satisfactorio, ni aquietante, á no ser que se le haya hecho derivar hacia un sentimiento de amistad estrecha; que hasta la misma afición á los seres irracionales y á las cosas inorgánicas ha de ennoblecerse con un carácter amistoso; que la amistad es el único género de afecto en el cual, el que ama, no abdica de su personalidad, ni tiende por ella á anularse, entregarse, destruirse; y que desgraciado de aquel que cuando ama á una mujer cae del lado de la pasión en lugar de orientarse á la amistad.

Bob hablaba con lentitud y esfuerzo, titubeando, cazando á sacudidas las palabras que se le escapaban; concluyó:

—¿Cree usted que la pasión es demasiado fuer [p. 344] te, ó está demasiado arraigada? ¿Que ese género de estrecha amistad es ya imposible? ¿Cree usted que es ya demasiado tarde?

Bob temblaba. Alberto, pensando en lo suyo, respondió sombriamente:

—Es ya tarde.


[p. 345]

III

Alberto se había tendido sobre la cama. Acababa de llegar, después de haber remado durante dos horas, en compañía de Bob. Era un atardecer caluroso, pesado. De pronto se incorporó. Le había parecido oir la voz de Meg y de Ettore, entremezcladas, en el jardín.

Por detrás de las cortinas espió, oyendo á hurtadillas las venas de la habla divina de Meg. Á lo largo de la avenida última, al borde del lago, paseaban cogidos del brazo los dos jóvenes; cuchicheaban, y Meg reía con alborozo. «Parece que lo hace para que yo lo vea», rezongó Alberto. No daba crédito á sus ojos. Aquel mismo día, después del almuerzo, Meg le había prodigado las mismas apasionadas muestras del día anterior. Pretendió satisfacerse á sí propio con una explicación natural del hecho. «Eso ¿qué tiene de particular? Se conocen desde niños...» Pero sentía un dolor tan acerbo como nunca lo había sentido. Se propuso hacer [p. 346] una escena á Meg en la primera ocasión, mostrarse severo, hasta cruel, y declararle de una vez para siempre que no admitía tales libertades. La ocasión se presentó después de la comida. Bob se había retirado, rendido por el ejercicio de la tarde. Alberto y Meg quedaron solos. Alberto sentía borbotear dentro de su pecho impulsos coléricos, pero como Meg se bruñese distraídamente las uñas, con afectado despego, sin dignarse darse por enterada de que él estaba presente, el joven comenzó á vacilar, y su entereza se derrumbó en un punto. En actitud de encogimiento y súplica se acercó á la niña, mendigando una mirada ó una palabra de amor.

—¡Meg...! —rogó temblando.

—¿Qué te ocurre?

—Meg, no me atormentes.

Meg saltó nerviosamente del asiento y se puso en pie, mirando á Alberto con ojos ariscos y labios burlescos.

—Explícate.

—Si me quieres, como dices...

—¿Que yo digo que te quiero? Tú te has vuelto loco.

Alberto se aterró. Sus pupilas se distendieron, con horror pánico. No podía hablar. Giró sobre sus talones y, con paso torpe, tomó el camino de la puerta.

—No te vayas. Tengo que decirte una cosa —Alberto se detuvo á escuchar, sin mirarla—. Si [p. 347] has tomado en serio lo que sólo era capricho de divertirme, haz por olvidarlo cuanto antes. Yo te ayudaré lo mejor que pueda.

Subió á encerrarse en su cuarto y se dejó caer sobre el lecho. Su espíritu era un hacinamiento confuso de escombros. Permaneció largo tiempo como alelado. Un ruido cauto que sonaba en la puerta le obligó á incorporarse, con sobresalto. Vió penetrar un papel color rosa, por la rendija, que luego cayó al suelo. Durante un rato le dejó yacer allí, abandonado. Por fin, lo cogió y lo leyó:

«No tengo paciencia para hacerte sufrir toda la noche. Yo sufriría más que tú. No hagas caso de lo que te he dicho hace dos horas. Era por probarte. Ahora ya sé que me quieres de veras. ¿Yo? Te adoro, te adoro, te adoro. Kisses, Kisses, Kisses. Tuyísima y para siempre,

Margarita

Con esta ardiente epístola Alberto recibió una punzante y nebulosa contrariedad que no podía explicarse.


[p. 348]

IV

Al día siguiente, Meg lloró con increíble abundancia hasta que Alberto le dijo por vigésima vez que la había perdonado y que había dado por entero al olvido su chiquillada.

—Pues aún no estoy tranquila. No eres sincero conmigo. Algo hay que no me dices. Te lo conozco en la cara. Si hasta parece que no te gusta besarme.

Estaban en el bosquete de araucarias. Alberto tenía vergüenza de confesar que sentía celos horribles.

—No te oculto nada, Meg. Y en cuanto á que no me gusta besarte... —la besó delirantemente, estrujándola contra su pecho.

—Así, así —suspiraba Meg, casi ahogada y tosiqueando á veces.

En el resto del día no volvieron á encontrarse á solas. Minuto por minuto, el sentimiento de los celos labraba el corazón del joven. No pudo dormir. Se levantó muy de mañana y salió á pasear junto á los sauces. Á las diez, Nancy y su hija ba [p. 349] jaron al jardín. Venían con trajes de calle y pensaban ir á la ciudad, á hacer compras. Alberto se ofreció á conducirlas, como barquero hasta el atracadero central. Las mujeres aceptaron. De vuelta, Alberto remó con prisa, por llegar cuanto antes. Una idea tenaz le hostigaba.

Subió las escaleras de la casa, mirando desconfiado á todas partes; llegó hasta el cuarto de Meg; penetró y cerró por dentro: «Soy un miserable», se dijo. Era una habitación Luis XVI, delicada y fresca como un rosal. Alberto fué derechamente á un escritorio. Estaba cerrado. «Claro está que no lo iba á dejar abierto», pensó. Padeció la tentación de forzarlo. Se acercó al armario de espejo; también estaba cerrado. Llegóse á la mesa de noche y abrió el cajoncito superior. Había en él dos cajitas de piel, para alhajas, un pañolillo de batista arrugado, cintas, un libro de devoción y una novela francesa, con estampas lascivas; todo ello saturado de frágil olor á rosa. Antes de abrir la portezuela inferior, dudó un momento. Estaba abochornado de aquel escrutinio desleal. Tiró de la portezuela, temiendo encontrar algún púdico detalle íntimo del cuerpo de Meg. Las mejillas le abrasaban. Había un par de zapatillas, de piel roja y el forro de seda acolchada; una cajita de cuero labrado, remedando una arqueta gótica; dentro de la cajita unas llaves, y una de ellas, la del escritorio. Y en el escritorio, muy á la vista, unas cartas. Decían:

[p. 350] «Margot, mi bebé: ya que te empeñas en que nos entendamos por carta, para no despertar las sospechas de tu papá, á quien de sobra veo que no le soy nada simpático, te obedezco. Pero quiero decirte todo lo que pienso. Yo pienso que la verdadera razón no es la que me das. No te entiendo, me pareces una mujer extraña, como no hay otra, y quizás por eso me tienes loco, loquito del todo. Yo creo que me obligas á estar un poco distante de ti para que, no pudiendo tolerarlo por mucho tiempo, me anime á realizar lo que me has pedido».

Alberto pensó: quería escaparse también con él. Continuaba la carta:

«Bebé, mon âme , ¿no comprendes que eso es una locura? Figúrate que mis padres lo toman á mal, y los tuyos también ¿qué iba á ser de nosotros? Estoy viendo que al leer esta carta haces uno de esos gestos de desprecio que tanto hieren. No, no, Margot idolatrada; piensa bien lo que te digo, que es por nuestro bien. Las cosas se pueden arreglar de otra manera más natural, y espero que pronto. Me faltan dos años de carrera. Pero en último extremo yo no haré más que lo que tú quieras. Todo antes de sentirme despreciado, sin causa, como esta noche me has despreciado, cuando saliste á despedir á tu papá y al señor de Guzmán.

»Soy todo tuyo y sueño con que seas toda mía,

Ettore

[p. 351] «Querubín: Si supieras cuánto padezco. No me he atrevido á ir esta noche á tu casa y te envío esta carta por el jardinero. Espero que te la entregarán hoy mismo. Cuando te dejé, después de haber paseado por vuestro jardín y ¡qué feliz he sido aquellos minutos! venía resuelto á prepararlo todo y darte gusto. Pero al encontrarme en casa y ver á mamá y á papá, tan ajenos á lo que yo tramaba (porque necesariamente había de robarles el dinero necesario) me faltaron las fuerzas. ¡Por Dios no te enfades! Ten piedad de mí y sobre todo confianza en mí. Seremos felices, bamboletta mía ,

Ettore ».

Por la fecha y el contenido de la carta, Alberto dedujo que Meg la había recibido después de haberle rechazado, achacando las escenas de amor á capricho cruel, y antes de haber insinuado por la rendija de la puerta la esquelita rosa. No quiso leer más cartas. Colocó los papeles como estaban, la llave en su arqueta y salió á pasear, fuera de Villa-Anita .

Había reasumido instantáneamente su estado de aplomo espiritual. Sus ideas y sentimientos adoptaban de nuevo la impasible serenidad estética. De actor de la tragedia, azotado por furias fatales, se había convertido en espectador que recibe deleite en seguir el encadenamiento de los [p. 352] hechos, y con el pathos de los personajes depura sus pasiones. Se había librado milagrosamente del desorden vertiginoso, del torrente que le había arrastrado, y ahora estaba en la margen, tranquilo y sonriente, no contemplando en aquel raudo torbellino otra cosa que el juego de bellas fuerzas naturales. Meg era para él un accidente del mundo, como las cañadas nebulosas de los montes, como las nubes transitorias, como el lago con sus escalofríos pasajeros y sus coloraciones cambiantes; era materia para sentir, comprender y expresar, acrecentando de esta suerte la densidad de la propia vida, mas no para ofrecer en sacrificio ante ella la divina libertad del espíritu y con la libertad la suma fecunda de los días venideros. Meg ya no era sino un objeto curioso de observación y un interesante tema artístico; había descendido desde la tiranía á la esclavitud, porque así como la forma domina al mal artífice y engendra la desarmonía de las obras, el buen artífice domina la forma y rige apaciblemente las leyes de la armonía; Alberto consideraba la vida como una obra de arte, como un proceso del hacer reflexivo sobre materiales del sentir sincero, imparcial.

Volvió, pues, á la villa con tanta fortaleza de ánimo como si las puertas de su corazón girasen sobre goznes de diamante.


[p. 353]

V

Durante el almuerzo, Meg se mantuvo en silencio, melancólica y como fatigada. Sus ojos, verde-remanso, yacían misteriosamente en la sombra violácea de las ojeras, y miraban, sin parpadear, con larga caricia á Alberto, el cual, aun cuando estaba muy determinado en hacerse el indiferente y muy seguro de sí propio, concluyó por entregarse á la fascinación de las acuosas pupilas, respondiendo á la asiduidad de sus miradas con otras, de su parte, no menos amorosas, y un sí es no es acarneradas. Entre tanto se decía: «¿acaso los pensamientos de esta mañana no eran sino sofismas sentimentales, provocados por la certidumbre de que Meg amaba á Ettore? ¿Es posible que no fueran sino ridículos y engañosos lenitivos que á mí mismo me aplicaba?» Bajo el hechizo de los ojos verdes Alberto no sabía qué pensar, pero estaba resuelto á romper con Meg, en la primera conversación que tuvieran.

[p. 354] Después de almorzar, así que Bob se adormeció en su acostumbrado butacón, Alberto descendió al bosquecillo de araucarias. Meg, tendida en la hamaca, leía. Alberto se adelantó con pie lento; su espíritu temblaba en un filo de enorme incertidumbre, como si la balanza de su porvenir estuviera en el fiel y en inminencia de doblarse para siempre: en un platillo, la liberación; en el otro, el amor delirante, fatídico, eterno por aquella mujer. De ella —un gesto, un ademán, una sonrisa, una palabra— quizá dependiese todo. Aquellos instantes ligeros, volando entre la penumbra perfumada del bosque, eran la conjunción suprema del pasado y el futuro.

—¿Por qué no te acercas á besarme? —preguntó Meg, con voz lenta y suplicante.

—Porque no he venido á besarte, sino á hablar contigo de asuntos serios —respondió Alberto severamente. Meg compuso una muequecita tan desolada, tan zalamera, tan inocente, que Alberto perdió la serenidad. Adelantóse un paso, y mordiendo las palabras, murmuró—: ¡No tienes vergüenza!

Meg no respondió; pero sus ojos se iluminaron de sutil alegría; por dominar la sonrisa, sus mejillas temblaban. Alberto, que lo advertía claramente, repitió:

—¡No tienes vergüenza! ¿Lo has oído?

Meg inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Una lengüecilla de oro bajó desde la frente á be [p. 355] sarle, trémula, los ojos. Con la mano blanquísima, que azuleaba en la penumbra, redujo el rizo á su lugar correspondiente, y como éste se obstinara en insubordinarse, Meg hizo un gesto de contrariedad como si el tocado fuera lo único que le preocupase en tales circunstancias. Domeñado el díscolo mechón, Meg se puso á mirar á Alberto con infantil insolencia. El hombre, cada vez con mayor desvarío, continuó:

—Pero ¿tú creías que á mí se me engañaba como á un pipi ?

Meg sacó lindamente el hociquito, como diciendo: ¡Jesús, qué palabra!

Alberto, exasperándose progresivamente, no apartaba los ojos del rostro de la niña, descifrando su lenguaje mímico. Pero la respiración de Meg, rápida y anhelante, y el agitado movimiento del frágil torso eran cosas que no existían para él. El gesto de reprobación irónica con que Meg recibió la palabra pipi , aprendida por Alberto en las noches orgiásticas de la vida libertina madrileña, y pronunciada ahora involuntariamente, le enfureció más aún en su interior. Sin freno ya, refirió descaradamente su espionaje y el hallazgo de las cartas. En este punto de su discurso, hubiera sido un gran alivio para él, y así lo deseaba con toda vehemencia, que Meg replicara ofendida, echándole en cara la bajeza de su conducta. Pero Meg no desplegó los labios; sus ojos seguían bañados de alegría misteriosa y la piel de los pómulos estre [p. 356] mecida. Entonces Alberto la oprimió un brazo, con bárbara violencia, á tiempo que, acuñando las sílabas, pronunciaba una palabra soez. Retrocedió, espantado de sí mismo, llevándose las manos al rostro. Meg rompió á llorar. Y lloraba de alegría. Entre las lágrimas suspiraba:

—¡Cómo me quieres! ¡Cómo te quiero!

—¿Eh? —interrogó Alberto, atónito, dejando caer las manos á los lados del cuerpo.

—¡Cómo me quieres! ¡Cómo te quiero!

Arrebatadamente, Alberto fué sobre Meg, la tomó por las sienes y aproximándose hasta casi unir las frentes, buceó en los ojos verdiclaros hasta desentrañar los últimos limbos de aquella profunda alma femenina.

—¿Te quiero? —preguntó Meg con desmayado soplo.

—Sí.

Oyóse la voz de Nancy:

—Meg; ven un momento.

Alberto quedó á solas. Su sér, convulso y descompuesto poco antes, había sufrido nueva trasmutación. Disipáronse, como por arte de encantamiento, la lumbrarada y humareda que le habían abrasado y desvanecido los últimos días. La balanza se había rendido del lado de la liberación. Había llegado prematuramente á una convicción, cuando su ímpetu sensual y su desconcierto espiritual no habían cuajado aún en sentimiento de raíces duraderas. Muerta la incertidumbre, muer [p. 357] ta la zozobra, muerta la ansiedad, muerta la esperanza, muertas todas las potencias misteriosas que presiden al nacimiento del genuino amor. Ahora, sólo sentía por Meg un á manera de interés ético ó afecto maternal. La alegría de sentirse otra vez en imperio de sí propio, se acibaraba con la compasión que le inspiraba Meg. Accidentalmente, tomó el libro que la niña había dejado sobre la hamaca y lo hojeó al azar. Era una antología de poetas norteamericanos. Sus ojos fueron á posarse en un poema de J. G. Whittier [2] ; Telling the Bees .

Here is the place; right over the hill

Runs the path I took;

You can see the gap in the old wall still,

And the stepping-stones in the shallow brook.

There is the house, with the gate red-barred,

And the poplars tall;

And the barn’s brown length, and the cattle-yard,

And the white horns tossing above the wall.

[p. 358] There are the beehives ranged in the sun;

And down by the brink

Of the brook are her poor flowers, weed —o’errun—,

Pansy and daffodil, rose and pink.

¿No era la casa de Fina en Villaclara? En aquellos mismos instantes ¿no estaría Fina esperándole, cantando, por alimentar la confianza, á la vera de la ringla de colmenas? ¿No era Fina el escudo contra el peligro de toda loca pasión futura, y corona de rosas para una frente serena? ¿No le unía aún á Fina un amor hecho amistad estrecha, incorruptible como un diamante?

Formulaba Alberto en su pensamiento estas que no eran preguntas sino en la forma retórica, que en sustancia eran afirmaciones, cuando retornó Meg. Se agazapó al flanco de Alberto, como buscando protección para su alma quebradiza y caprichosa. Era en aquel punto una criatura toda humildad, solicitud y renunciamiento. Dijo:

—Lo que tú sabes mejor que yo, no tengo para qué contártelo. Yo me hubiera alegrado de que nunca lo hubieras sabido, pero me doy por satisfecha al ver que de un mal puede venir un bien tan grande como el que ahora siento. Es verdad que fuí una loca, que fuí muy mala, muy mala. Yo quiero ser siempre buena, pero no sé cómo, á veces hay una fuerza extraña que no sé de dónde viene, y me obliga á hacer maldades. ¡Si supieras cuánto he llorado, desesperada de no ser nunca dueña de mí misma! Llegué á atribuirlo á la in [p. 359] fluencia de mi casa, á esa desesperación sorda y continua que hay siempre en mi casa; á esa tristeza que no es una tristeza tranquila como otras tristezas, sino una tristeza agria que le envenena á una. Y entonces, fuera como fuera, aun cometiendo una falta para toda la vida, decidí escaparme de casa, y estaba segura de que en huyendo iba á llegar á ser buena. Yo no sé si me explico, ó si tú me entiendes. Te juro que digo la verdad. Lo de Ettore... ¡Yo qué sé! Quiero llorar... ¿Ves? Una de tantas cosas como hago sin saber cómo, arrastrada, sufriendo. Pero ahora me parece que comienza una nueva vida. Nunca me he sentido tan buena como hoy, ni tan segura, y es que me parece que me apoyo en tu corazón. ( Una pausa. ) Ahora te digo; puedes pedir mi mano á papá.

—Meg, niñita mía, ¿eres realmente buena?

Meg levantó sus ojos con dulce desolación infantil, como preguntando: ¿es posible que lo dudes?

—Vamos á probarlo ahora. Si estás segura de ti misma como dices, y sientes que comienza una nueva vida, prepárate á oirme con entereza. No puedo pedir tu mano á tu padre, porque sería una locura. Olvida todo lo pasado. Yo no puedo ser tu novio, menos aún tu marido. Te quiero, sí, como un hermano mayor, quizá como un padre.

Meg atribuyó estas frases á un deseo de chancear, pero al ver el rostro de Alberto y su severidad noble, comprendió que todo se había perdido para ella.

[p. 360] —¿Por qué me has engañado?

—No te he engañado, Meg. Yo era el engañado, no porque tú me engañases, que yo á mí mismo me engañaba.

—Sí, sí, lo comprendo. He llegado á quererte demasiado, y demasiado pronto. Lo comprendo.

—Quizá sí.

—¿Y qué piensas hacer?

—Marcharme mañana mismo en el vapor de las siete.

—¿Y sabes que tu marcha puede ser la muerte de papá... y la mía?

—La muerte, para tu padre, será una solución. ¿La tuya? ¿No me acabas de asegurar que te consideras fuerte y tranquila?

—Creo que te he escuchado y respondido con perfecta tranquilidad.

—Pues yo te digo que la vida es buena, siempre que sepamos nosotros conducirla bien. Y yo te digo, además, que debes ser feliz y que serás feliz.

—¡Feliz...! No sé cómo.

—Meg, niñita mía —la besó en la frente—; espera y confía.

—¿Qué vas á decir á papá?

—Nada. Marcharé sin que él lo sospeche.

—¿Quieres que baje á despedirte al jardín, mañana?

—Lo quisiera, pero creo que es mejor que no bajes. Adiós.

[p. 361] —¿No me das otro beso?

Alberto quiso besarla en la frente, pero Meg echó la cabeza hacia atrás y recibió el beso en la boca.

—Adiós, Alberto, y mira si soy fuerte que no lloro —pero cada palabra se desprendía de sus labios temblando como una lágrima.


[p. 362]

VI

Aún hay sol en las bardas.

Don Quijote.

He aquí la casa, y el sendero que desciende de la colina, y la pasadera de piedras sobre el arroyo, y los altos álamos emboscando la vivienda, y el portón de rojos barrotes, y el muro, bajo y viejo.

Alberto, en tres días de viaje había olvidado tres años de vida y soldado el instante presente con aquel otro de la despedida de la estación de Pilares, cuando su ideal era la casita modesta, entre el bosque y el mar. Camino de Villaclara se decía: aún hay sol en las bardas.

Apoyándose sobre la tapia y con el pulso agitado, tendió una ojeada sobre el jardín. El arroyo lo atravesaba, y siguiendo el compás danzarín del agua, margaritas y narcisos, rosas y claveles, corrían á lo largo de las márgenes. Allí estaban [p. 363] las colmenas de Fina, y yaciendo en lo verde una masa negra que se enderezó de pronto. Un rostro consumido, atormentado é iracundo, como el de una sibila decrépita, se encaró con Alberto, y unas manos, de dedos epilépticos y luengas uñas, comenzaron á conjurar maleficios sobre él. De la lóbrega y desdentada boca volaron roncas palabras.

—¡Que el mexo del sapo te emponzoñe la lengua; esa lengua de falsedad. Que las anxiguas fediondas te coman la cara; esa cara traidora en el afalagar. Que las llocas aviésporas te saquen los ojos; esos ojos de criminal. Que en el cucho de tu corazón maldito haga su nido el alacrán. Que en por los siglos de los siglos te queme el alma Satanás! [3] .

Era tita Anastasia. Alberto apenas tuvo fuerzas para interrogar:

—¿Fina?

—Pregúntaslo y tú la mataste. ¡Arreniego!

Florencia-Noviembre-1911.


Los antecedentes de algunos personajes de esta novela han sido narrados en dos novelas anteriores, Tinieblas en las cumbres y A. M. D. G.

La Pata de la Raposa está estrechamente ligada, y de ellas recibirá luz en ciertos puntos oscuros, con otras dos novelas, Las Mellizas y Troteras y Danzaderas , que aparecerán muy pronto.


[p. 367]

ÍNDICE

Páginas.
Parte primera . —La noche. 7
Parte segunda . 201
Parte tercera . —La tarde. 321

NOTAS

[1] ¿Qué es el hombre? ¿De dónde viene? ¿Adónde va?

[2] Lo que dicen las abejas.

Aquí es. Colina arriba, va el sendero que yo tomé. Aún está aquí el trozo derrumbado de la vieja tapia, y la pasadera de piedra en el agua.

He allí la casa, con el portón de barrotes rojos, y los altos álamos, y la caperuza parda del henil, y el establo. Y los blancos cuernos que balanceándose asoman por el muro.

He allí las colmenas, alineadas al sol. Y en las márgenes del arroyo, las flores humildes, pródigas de simiente, margaritas y narcisos, rosas y claveles.

[3] Mexo = orina. Anxiguas = viruelas. Fediondas = hediondas. Afalagar = halagar. Aviésporas = avispas. Cucho = estiércol.


Nota de transcripción