Title : Novelas ejemplares
Author : Miguel de Cervantes Saavedra
Release date
: January 21, 2020 [eBook #61202]
Most recently updated: August 12, 2023
Language : Spanish
Credits : Ramon Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries)
p. i
COLECCION DE AUTORES ESPAÑOLES.
TOMO XXV.
p. iii
NOVELAS EJEMPLARES
DE
MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA.
LEIPZIG:
F. A. BROCKHAUS.
—
1883.
p. v
Á D. PEDRO FERNÁNDEZ DE CASTRO,
Conde de Lemos, de Andrade y de Villalba
, etc.
En dos errores casi de ordinario caen los que dedican sus obras á algun príncipe. El primero es que en la carta que llaman dedicatoria, que ha de ser breve y sucinta, muy de propósito y espacio, ya llevados de la verdad ó de la lisonja, se dilatan en ella en traerle á la memoria, no solo las hazañas de sus padres y abuelos, sino las de todos sus parientes, amigos y bienhechores. Es el segundo decirles que las ponen debajo de su proteccion y amparo, porque las lenguas maldicientes y murmuradoras no se atrevan á morderlas y lacerarlas. Yo, pues, huyendo destos dos inconvenientes, paso en silencio aquí las grandezas y títulos de la antigua y real casa de vuestra Escelencia, con sus infinitas virtudes, así naturales como adquiridas, dejándolas á que los nuevos Fidias y Lisipos busquen mármoles y bronces adonde grabarlas y esculpirlas, para que sean émulas á la duracion de los tiempos. Tampoco suplico á vuestra Escelencia reciba en su tutela este libro, porque sé que si él no es bueno, aunque le ponga debajo de las alas del hipógrifo de Astolfo, y á la sombra de la clava de Hércules, no dejarán los Zoilos, los Cínicos, los Aretinos y los Bernias de darse un filo en su vituperio, sin guardar respeto á nadie. Solo suplico p. vi que advierta vuestra Escelencia que le envío, como quien no dice nada, doce cuentos, que á no haberse labrado en la oficina de mi entendimiento, presumieran ponerse al lado de los mas pintados. Tales cuales son, allá van, y yo quedo aquí contentísimo por parecerme que voy mostrando en algo el deseo que tengo de servir á vuestra Escelencia, como á mi verdadero señor y bienhechor mio. Guarde nuestro Señor, etc.
De Madrid á 13 de julio de 1613.
Criado de vuestra Escelencia.
Miguel de Cervantes Saavedra.
p. vii
Quisiera yo, si fuera posible (lector amantísimo) escusarme de escribir este prólogo, porque no me fué tan bien con el que puse en mi Don Quijote , que quedase con gana de segundar con este. De esto tiene la culpa algun amigo de los muchos que en el discurso de mi vida he granjeado ántes con mi condicion que con mi ingenio: el cual amigo bien pudiera, como es uso y costumbre, grabarme y esculpirme en la primera hoja de este libro, pues le diera mi retrato el famoso D. Juan de Jauregui, y con esto quedara mi ambicion satisfecha, y el deseo de algunos que querrian saber qué rostro y talle tiene quien se atreve á salir con tantas invenciones en la plaza del mundo á los ojos de las gentes, poniendo debajo del retrato: Este que veis aquí de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos, y de nariz corva aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes no crecidos, porque no tiene sino seis y esos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos estremos, ni grande ni p. viii pequeño, la color viva, ántes blanca que morena, algo cargado de espaldas, y no muy lijero de piés: este digo, que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha , y del que hizo el Viaje del Parnaso á imitacion del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas, y quizá sin el nombre de su dueño; llámase comunmente Miguel de Cervantes Saavedra : fué soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió á tener paciencia en las adversidades: perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo; herida, que aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la mas memorable y alta ocasion que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Cárlos V, de felice memoria; y cuando á la de este amigo, de quien me quejo, no ocurrieran otras cosas de las dichas que decir de mí, yo me levantara á mí mismo dos docenas de testimonios, y se los dijera en secreto; con que estendiera mi nombre y acreditara mi ingenio; porque pensar que dicen puntualmente la verdad los tales elogios, es disparate, por no tener punto preciso ni determinado las alabanzas ni los vituperios.
En fin, pues ya esta ocasion se pasó, y yo he quedado en blanco y sin figura, será forzoso valerme por mi pico, que aunque tartamudo, no lo será para decir verdades, que dichas por señas suelen ser entendidas. Y así te digo (otra vez lector amable) que destas novelas que te ofrezco, en ningun modo podrás hacer pepitoria, porque no tienen piés ni cabeza, ni entrañas, ni cosa que les parezca: quiero decir, que los requiebros amorosos que en algunas hallarás, son tan honestos y tan medidos con la razon y discurso cristiano, que no podrán mover á mal pensamiento al descuidado ó cuidadoso que las leyere.
Héles dado el nombre de Ejemplares , y si bien lo miras, no hay ninguna de quien no se pueda sacar un ejemplo provechoso; y p. ix si no fuera por no alargar este sujeto, quizá te mostrara el sabroso y honesto fruto que se podria sacar, así de todas juntas, como de cada una de por sí. Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar á entretenerse sin daño de barras: digo, sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y agradables ántes aprovechan que dañan.
Sí; que no siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre se asiste á los negocios por calificados que sean: horas hay de recreacion, donde el afligido espíritu descanse: para este efeto se plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas, y se cultivan con curiosidad los jardines. Una cosa me atreveré á decirte: que si por algun modo alcanzara que la leccion de estas novelas pudiera inducir á quien las leyera á algun mal deseo ó pensamiento, ántes me cortara la mano con que las escribí, que sacarlas en público: mi edad no está ya para burlarse con la otra vida, que al cincuenta y cinco de los años gano por nueve mas, y por la mano.
Á esto se aplicó mi ingenio, por aquí me lleva mi inclinacion, y mas que me doy á entender (y es así) que yo soy el primero que he novelado en lengua castellana; que las muchas novelas que en ella andan impresas, todas son traducidas de lenguas estranjeras, y estas son mias propias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las engendró y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa. Tras ellas, si la vida no me deja, te ofrezco los Trabajos de Pérsiles , libro que se atreve á competir con Heliodoro, si ya por atrevido no sale con las manos en la cabeza: y primero verás, y con brevedad, dilatadas las hazañas de Don Quijote y donaires de Sancho Panza; y luego las Semanas del Jardin .
Mucho prometo con fuerzas tan pocas como las mias; pero ¿quién pondrá rienda á los deseos? Solo esto quiero que consideres: que pues yo he tenido osadía de dirigir estas novelas al gran conde de p. x Lemos, algun misterio tienen escondido, que las levanta.
No mas, sino que Dios te guarde, y á mí me dé paciencia para llevar bien el mal que han de decir de mí mas de cuatro sotiles y almidonados. Vale.
p. xi
p. 1
Parece que los jitanos y jitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones, y finalmente salen con ser ladrones corrientes y molientes á todo ruedo; y la gana de hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables que no se quitan sino con la muerte. Una pues de esta nacion, jitana vieja, que podia ser jubilada en la ciencia de Caco, crió una muchacha en nombre de nieta suya, á quien puso por nombre Preciosa, y á quien enseñó todas sus jitanerías y modos de embelecos y trazas de hurtar. Salió la tal Preciosa la mas única bailadora que se hallaba en todo el jitanismo, y la mas hermosa y discreta que pudiera hallarse, no entre los jitanos, sino entre cuantas hermosas y discretas pudiera pregonar la fama. Ni los soles, ni los aires, ni todas las inclemencias del cielo, á quien mas que otras gentes están sujetos los jitanos, pudieron deslustrar su rostro ni curtir sus manos; y lo que es mas, que la crianza tosca en que se criaba, no descubria en ella sino ser nacida de mayores prendas que de jitana, porque era en estremo cortés y bien razonada: y con todo esto era algo desenvuelta, pero no de modo que descubriese algun género de deshonestidad; ántes con ser aguda era tan honesta, que en su presencia no osaba alguna jitana vieja ni moza cantar cantares lascivos, ni decir palabras no buenas: y finalmente, la abuela conoció el tesoro que en la nieta tenia, y así determinó el águila vieja sacar á volar su aguilucho, y enseñarle á vivir por sus uñas.
Salió Preciosa rica de villancicos, de coplas, seguidillas y zarabandas y de otros versos, especialmente de p. 2 romances, que los cantaba con especial donaire; porque su taimada abuela echó de ver que tales juguetes y gracias en los pocos años y en la mucha hermosura de su nieta habian de ser felicísimos atractivos é incentivos para acrecentar su caudal; y ansí se los procuró y buscó por todas las vias que pudo; y no faltó poeta que se los diese; que tambien hay poetas que se acomodan con jitanos, y les venden sus obras, como los hay para ciegos, que les fingen milagros, y van á la parte de la ganancia: de todo hay en el mundo, y esto de la hambre tal vez hace arrojar los ingenios á cosas que no están en el mapa.
Crióse Preciosa en diversas partes de Castilla, y á los quince años de su edad su abuela putativa la volvió á la corte y á su antiguo rancho, que es donde ordinariamente le tienen los jitanos, en los campos de Santa Bárbara, pensando en la corte vender su mercadería, donde todo se compra y todo se vende. Y la primera entrada que hizo Preciosa en Madrid, fué un dia de Santa Ana, patrona y abogada de la villa, con una danza en que iban ocho jitanas, cuatro ancianas y cuatro muchachas, y un jitano, gran bailarin, que las guiaba; y aunque todas iban limpias y bien aderezadas, el aseo de Preciosa era tal que poco á poco fué enamorando los ojos de cuantos la miraban. De entre el son del tamboril y castañetas y fuga del baile salió un rumor que encarecia la belleza y donaire de la Jitanilla, y corrian los muchachos á verla, y los hombres á mirarla; pero cuando la oyeron cantar, por ser la danza cantada, allí fué ello, allí sí que cobró aliento la fama de la Jitanilla, y de comun consentimiento de los diputados de la fiesta desde luego le señalaron el premio y joya de la mejor danza; y cuando llegaron á hacerla en la iglesia de Santa María delante de la imágen de la gloriosa Sta. Ana, despues de haber bailado todas, tomó Preciosa unas sonajas, al son de las cuales, dando en redondo largas y lijerísimas vueltas, cantó el romance siguiente:
Árbol preciosísimo,
Que tardó en dar fruto
Años que pudieron
Cubrirle de luto,
Y hacer los deseos
Del consorte puros,
Contra su esperanza
No muy bien seguros:
De cuyo tardarse
Nació aquel disgusto,
Que lanzó del templo
Al varon mas justo:
Santa tierra estéril,
Que al cabo produjo
Toda la abundancia
Que sustenta el mundo:
Casa de moneda
Do se forjó el cuño
Que dió á Dios la forma,
Que como hombre tuvo:
Madre de una hija,
En quien quiso y pudo
Mostrar Dios grandezas
Sobre humano curso:
Por vos y por ella
Sois, Ana, el refugio,
Do van por remedio
Nuestros infortunios.
En cierta manera
Teneis, no lo dudo,
Sobre el nieto imperio
Piadoso y justo.
Á ser comunera
Del alcázar sumo,
Fueran mil parientes
Con vos de consuno.
p. 3 ¡Qué hija! ¡qué nieto!
Y ¡qué yerno! Al punto,
Á ser causa justa,
Cantárades triunfos.
Pero vos humilde
Fuisteis el estudio,
Donde vuestra Hija
Hizo humildes cursos.
Y ahora á su lado
Á Dios el mas junto
Gozais del alteza
Que apénas barrunto.
El cantar de Preciosa fué para admirar á cuantos la escuchaban. Unos decian: Dios te bendiga, la muchacha. Otros: Lástima es que esta mozuela sea jitana; en verdad, en verdad que merecia ser hija de un gran señor. Otros habia mas groseros que decian: Dejen crecer á la rapaza, que ella hará de las suyas; á fe que se va añudando en ella gentil barredera para pescar corazones. Otro mas humano, mas basto y mas modorro, viéndola andar tan lijera en el baile, le dijo: Á ello, hija, á ello, andad, amores, y pisad el polvito á tan menudito. Y ella respondió sin dejar el baile: Y pisarélo yo á tan menudó.
Acabáronse las vísperas y la fiesta de Sta. Ana, y quedó Preciosa algo cansada, pero tan celebrada de hermosa, de aguda y de discreta y bailadora, que á corrillos se hablaba della en toda la corte. De allí á quince dias volvió á Madrid, como tenia de costumbre, con otras tres muchachas con sonajas y con un baile nuevo, todas apercebidas de romances y de cantarcillos alegres, pero todos honestos; que no consentia Preciosa que las que fuesen en su compañía cantasen cantares descompuestos, ni ella los cantó jamas, y muchos miraron en ello, y la tuvieron en mucho. Nunca se apartaba della la jitana vieja, hecha su Argos, temerosa no se la despabilasen y traspusiesen; llamábala nieta, y ella la tenia por abuela. Pusiéronse á bailar á la sombra en la calle de Toledo por complacer á los que las miraban, y de los que las venian siguiendo se hizo luego un gran corro; y en tanto que bailaban, la vieja pedia limosna á los circunstantes, y llovian en ella ochavos y cuartos como piedras á tablado; que tambien la hermosura tiene fuerza de despertar la caridad dormida.
Acabado el baile, dijo Preciosa:
—Si me dan cuatro cuartos, les cantaré un romance yo sola, lindísimo en estremo, que trata de cuando la reina nuestra señora Doña Margarita salió á misa de parida en Valladolid, y fué á San Llorente: dígoles que es famoso, y compuesto por un poeta de los del número, como capitan del batallon.
Apénas hubo dicho esto cuando casi todos los que en la rueda estaban dijeron á voces:
—¡Cántale, Preciosa, y ves aquí mis cuatro cuartos!
Y así granizaron sobre ella cuartos, que la vieja no se daba manos á cogerlos. Hecho pues su agosto y su vendimia, repicó Preciosa sus sonajas, y al tono correntío y loquesco cantó el siguiente romance:
Salió á misa de parida
La mayor reina de Europa,
En el valor y en el nombre
Rica y admirable joya.
p. 4 Como los ojos se lleva,
Se lleva las almas todas
De cuantos miran y admiran
Su devocion y su pompa.
Y para mostrar que es parte
Del cielo en la tierra toda,
Á un lado lleva el sol de Austria,
Al otro la tierna aurora.
Á sus espaldas la sigue
Un lucero que á deshora
Salió la noche del dia
Que el cielo y la tierra lloran.
Y si en el cielo hay estrellas
Que lucientes carros forman,
En otros carros su cielo
Vivas estrellas adornan.
Aquí el anciano Saturno
La barba pule y remoza,
Y aunque tardo, va lijero;
Que el placer cura la gota.
El dios parlero va en lenguas
Lisonjeras y amorosas,
Y Cupido en cifras varias,
Que rubíes y perlas bordan.
Allí va el furioso Marte
En la persona curiosa
De mas de un gallardo jóven
Que de su sombra se asombra.
Junto á la casa del sol
Va Júpiter; que no hay cosa
Difícil á la privanza
Fundada en prudentes obras.
Va la luna en las mejillas
De una y otra humana diosa,
Vénus casta en la belleza
De las que este cielo forman.
Pequeñuelos Ganimédes
Cruzan, van, vuelven y tornan
Por el cinto tachonado
Desta esfera milagrosa.
Y para que todo admire
Y todo asombre, no hay cosa
Que de liberal no pase
Hasta el estremo de pródiga.
Milan con sus ricas telas
Allí va en vista curiosa,
Las Indias con sus diamantes,
Y Arabia con sus aromas.
Con los mal intencionados
Va la envidia mordedora,
Y la bondad en los pechos
De la lealtad española.
La alegría universal
Huyendo de la congoja,
Calles y plazas discurre,
Descompuesta y casi loca.
Á mil mudas bendiciones
Abre el silencio la boca,
Y repiten los muchachos
Lo que los hombres entonan.
Cuál dice:—Fecunda vid,
Crece, sube, abraza y toca
El olmo felice tuyo,
Que mil siglos te haga sombra.
Para gloria de tí misma,
Para bien de España y honra,
Para arrimo de la Iglesia,
Para asombro de Mahoma.—
Otra lengua clama y dice:
—Vivas, ó blanca paloma
Que nos has dado por crias
Águilas de dos coronas,
Para ahuyentar de los aires
Las de rapiña furiosas,
Para cubrir con sus alas
Á las virtudes medrosas.—
Otra mas discreta y grave,
Mas aguda y mas curiosa
Dice, vertiendo alegría
Por los ojos y la boca:
—Esta perla que nos diste,
Nácar de Austria, única y sola,
¡Qué de máquinas que rompe!
¡Qué de designios que corta!
¡Qué de esperanzas que infunde!
¡Qué de deseos malogra!
¡Qué de temores aumenta!
¡Qué de preñados aborta!—
En esto se llegó al templo
Del fénix santo que en Roma
Fué abrasado, y quedó vivo
En la fama y en la gloria.
Á la imágen de la vida,
Á la del cielo Señora,
Á la que por ser humilde,
Las estrellas pisa ahora:
Á la Madre y Vírgen junto,
Á la Hija y á la Esposa
De Dios, hincada de hinojos
Margarita así razona:
—Lo que me has dado te doy,
Mano siempre dadivosa;
Que á do falta el favor tuyo
Siempre la miseria sobra.
Las primicias de mis frutos
Te ofrezco, Vírgen hermosa:
Tales cuales son las mira,
Recibe, ampara y mejora.
Á su padre te encomiendo;
Que humano Atlante se encorva
Al peso de tantos reinos
Y de climas tan remotas.
Sé que el corazon del Rey
En las manos de Dios mora,
Y sé que puedes con Dios
Cuánto pidieres piadosa.—
Acabada esta oracion,
Otra semejante entonan
Himnos y voces que muestran
Que está en el suelo su gloria.
Acabados los oficios,
Con reales ceremonias
Volvió á su punto este cielo
Y esfera maravillosa.
Apénas acabó Preciosa su romance, cuando del ilustre auditorio y grave senado que la oia, de muchas se formó una p. 5 voz sola que dijo:
—Torna á cantar, Preciosa, que no faltarán cuartos como tierra.
Mas de doscientas personas estaban mirando el baile, y escuchando el canto de las jitanas, y en la mayor fuga dél acertó á pasar por allí uno de los tinientes de la villa, y viendo tanta gente junta, preguntó qué era: y fuéle respondido que estaban escuchando á la Jitanilla hermosa que cantaba. Llegóse el tiniente, que era curioso, y escuchó un rato, y por no ir contra su gravedad, no escuchó el romance hasta la fin: y habiéndole parecido por estremo bien la Jitanilla, mandó á un paje suyo dijese á la jitana vieja que al anochecer fuese á su casa con las jitanillas, que queria que las oyese Doña Clara su mujer. Hízolo así el paje, y la vieja dijo que sí iria.
Acabaron el baile y el canto, y mudaron lugar; y en esto llegó un paje muy bien aderezado á Preciosa, y dándole un papel doblado, le dijo:
—Preciosica, canta el romance que aquí va, porque es muy bueno, y yo te daré otros de cuando en cuando, con que cobres fama de la mejor romancera del mundo.
—Eso aprenderé yo de muy buena gana, respondió Preciosa; y mire, señor, que no me deje de dar los romances que dice, con tal condicion que sean honestos; y si quiere que se los pague, concertémonos por docenas, y docena cantada docena pagada; porque pensar que le tengo de pagar adelantado, es pensar lo imposible.
—Para papel siquiera que me dé la señora Preciosica, dijo el paje, estaré contento: y mas, que el romance que no saliere bueno y honesto, no ha de entrar en cuenta.
—Á la mia queda el escogerlos, respondió Preciosa.
Y con esto se fueron la calle adelante, y desde una reja llamaron unos caballeros á las jitanas. Asomó Preciosa á la reja, que era baja, y vió en una sala muy bien aderezada y muy fresca muchos caballeros que, unos paseándose, y otros jugando á diversos juegos, se entretenian.
—¿Quiérenme dar barato, zeñores? dijo Preciosa, que como jitana hablaba ceceoso, y esto es artificio en ellas que no naturaleza.
Á la voz de Preciosa y á su rostro dejaron los que jugaban el juego, y el paseo los paseantes: y los unos y los otros acudieron á la reja por verla, que ya tenian noticia della, y dijeron:
—Entren, entren las jitanillas, que aquí les daremos barato.
—Caro seria ello, respondió Preciosa, si nos pellizcasen.
—No, á fe de caballeros, respondió uno; bien puedes entrar, niña, segura que nadie te tocará á la vira de tu zapato; no, por el hábito que traigo en el pecho.
Y púsose la mano sobre uno de Calatrava.
—Si tú quieres entrar, Preciosa, dijo una de las tres jitanillas que iban con ella, entra enhorabuena, que yo no pienso entrar adonde hay tantos hombres.
—Mira, Cristina, respondió Preciosa: de lo que te has de guardar es de un hombre solo y á solas, y no de tantos juntos; porque ántes el ser muchos quita el miedo p. 6 y recelo de ser ofendidas. Advierte, Cristinica, y está cierta de una cosa: que la mujer que se determina á ser honrada, entre un ejército de soldados lo puede ser. Verdad es que es bueno huir de las ocasiones; pero han de ser de las secretas y no de las públicas.
—Entremos, Preciosa, dijo Cristina, que tú sabes mas que un sabio.
Animólas la jitana vieja, y entraron: y apénas hubo entrado Preciosa, cuando el caballero del hábito vió el papel que traia en el seno, y llegándose á ella, se le tomó, y dijo Preciosa:
—Y no me le tome, señor, que es un romance que me acaban de dar ahora, que aun no le he leido.
—Y ¿sabes tú leer, hija? dijo uno.
—Y escribir, respondió la vieja, que á mi nieta la he criado yo como si fuera hija de un letrado.
Abrió el caballero el papel, y vió que venia dentro dél un escudo de oro, y dijo:
—En verdad, Preciosa, que trae esta carta el porte dentro: toma este escudo que en el romance viene.
—Basta, dijo Preciosa, que me ha tratado de pobre el poeta; pues cierto que es mas milagro darme á mí un poeta un escudo, que yo recebirle: si con esta añadidura han de venir sus romances, traslade todo el Romancero general, y enviémelos uno á uno, que yo les tentaré el pulso, y si vinieren duros, seré yo blanda en recebillos.
Admirados quedaron los que oian á la jitanica, así de su discrecion como del donaire con que hablaba.
—Lea, señor, dijo ella, y lea alto, veremos si es tan discreto ese poeta, como es liberal.
Y el caballero leyó así:
Jitanica, que de hermosa
Te pueden dar parabienes,
Por lo que de piedra tienes
Te llama el mundo Preciosa.
De esta verdad me asegura
Esto, como en tí verás:
Que no se apartan jamas
La esquivez y la hermosura.
Si como en valor subido,
Vas creciendo en arrogancia,
No le arriendo la ganancia
Á la edad en que has nacido.
Que un basilisco se cria
En tí que mata mirando,
Y un imperio, que aunque blando,
Nos parezca tiranía.
Entre pobres y aduares
¿Cómo nació tal belleza?
¿Ó cómo crió tal pieza
El humilde Manzanares?
Por esto será famoso
Á par del Tajo dorado,
Y por Preciosa preciado
Mas que el Gánges caudaloso.
Dices la buenaventura,
Y dasla mala contino;
Que no van por un camino
Tu intencion y tu hermosura.
Porque en el peligro fuerte
De mirarte ó contemplarte,
Tu intencion va á desculparte,
Y tu hermosura á dar muerte.
Dicen que son hechiceras
Todas las de tu nacion;
Pero tus hechizos son
De mas fuerzas y mas veras;
Pues por llevar los despojos
De todos cuantos te ven,
Haces, ó niña, que estén
Los hechizos en tus ojos.
En sus fuerzas te adelantas,
Pues bailando nos admiras,
Y nos matas, si nos miras,
Y nos encantas, si cantas.
De cien mil modos hechizas,
Hables, calles, cantes, mires,
Ó te acerques ó retires,
El fuego de amor atizas.
Sobre el mas exento pecho
Tienes mando y señorío;
De lo que es testigo el mio,
De tu imperio satisfecho.
Preciosa joya de amor,
Esto humildemente escribe
El que por tí muere y vive
Pobre, aunque humilde amador.
p. 7 —En pobre acaba el último verso, dijo á esta sazon Preciosa, mala señal; nunca los enamorados han de decir que son pobres, porque á los principios á mi parecer la pobreza es muy enemiga del amor.
—¿Quién te enseña eso, rapaza? dijo uno.
—¿Quién me lo ha de enseñar? respondió Preciosa; ¿no tengo yo mi alma en mi cuerpo? ¿no tengo ya quince años? No soy manca, ni ronca, ni estropeada del entendimiento: los ingenios de las jitanas van por otro norte que los de las demas gentes; siempre se adelantan á sus años, no hay jitano necio, ni jitana lerda; que como el sustentar su vida consiste en ser agudos, astutos y embusteros, despabilan el ingenio á cada paso, y no dejan que crie moho en ninguna manera. ¿Ven estas muchachas mis compañeras, que están callando, y parecen bobas? pues éntrenles el dedo en la boca, y tiéntenlas las cordales, y verán lo que verán: no hay muchacha de doce que no sepa lo que de veinticinco, porque tienen por maestros y preceptores al diablo y al uso, que les enseña en una hora lo que habian de aprender en un año.
Con esto que la Jitanilla decia, tenia suspensos á los oyentes, y los que jugaban le dieron barato, y aun los que no jugaban. Cogió la hucha de la vieja treinta reales, y mas rica y mas alegre que una pascua de flores, antecogió sus corderas, y fuese en casa del señor tiniente, quedando que otro dia volveria con su manada á dar contento á aquellos tan liberales señores.
Ya tenia aviso la señora Doña Clara, mujer del señor tiniente, como habian de ir á su casa las jitanillas, y estábalas esperando como agua de mayo ella y sus doncellas y dueñas, con las de otra señora vecina suya, que todas se juntaron para ver á Preciosa; y apénas hubieron entrado las jitanas, cuando entre las demas resplandeció Preciosa, como la luz de una antorcha entre otras luces menores; y así corrieron todas á ella: unas la abrazaban, otras la miraban, estas la bendecian, aquellas la alababan. Doña Clara decia:
—Este sí que se puede decir cabello de oro, estos sí que son ojos de esmeraldas.
La señora su vecina la desmenuzaba toda, y hacia pepitoria de todos sus miembros y coyunturas; y llegando á alabar un pequeño hoyo que Preciosa tenia en la barba, dijo:
—¡Ay qué hoyo! en este hoyo han de tropezar cuantos ojos le miraren.
Oyó esto un escudero de brazo de la señora Doña Clara, que allí estaba, de luenga barba y largos años, y dijo:
—¿Ese llama vuesa merced hoyo, señora mia? pues yo sé poco de hoyos, ó ese no es hoyo, sino sepultura de deseos vivos: por Dios tan linda es la Jitanilla, que hecha de plata ó de alcorza no podria ser mejor. ¿Sabes decir la buenaventura, niña?
—De tres ó cuatro maneras, respondió Preciosa.
p. 8
—Y ¿eso mas? dijo Doña Clara, por vida del tiniente mi señor, que me la has de decir, niña de oro, y niña de plata, y niña de perlas, y niña de carbunclos, y niña del cielo, que es lo mas que puedo decir.
—Denle, denle la palma de la mano á la niña, y con qué haga la cruz, dijo la vieja, y verán qué de cosas les dice; que sabe mas que un dotor de melecina.
Echó mano á la faldriquera la señora tinienta, y halló que no tenia blanca: pidió un cuarto á sus criadas, y ninguna le tuvo, ni la señora vecina tampoco. Lo cual, visto por Preciosa, dijo:
—Todas las cruces en cuanto cruces son buenas; pero las de plata ó de oro son mejores, y el señalar la cruz en la palma de la mano con moneda de cobre, sepan vuesas mercedes que menoscaba la buenaventura, por lo ménos la mia: y así tengo aficion á hacer la cruz primera con algun escudo de oro, ó con algun real de á ocho, ó á lo ménos de á cuatro; que soy como los sacristanes que cuando hay buena ofrenda se regocijan.
—Donaire tienes, niña, por tu vida, dijo la señora vecina.
Y volviéndose al escudero le dijo:
—Vos, señor Contreras, ¿tendréis á mano algun real de á cuatro? dádmele, que en viniendo el dotor mi marido os le volveré.
—Sí tengo, respondió Contreras, pero téngole empeñado en veinte y dos maravedís que cené anoche: dénmelos, que yo iré por él en volandas.
—No tenemos entre todas un cuarto, dijo Doña Clara, ¿y pedís veinte y dos maravedís? Andad, Contreras, que siempre fuisteis impertinente.
Una doncella de las presentes, viendo la esterilidad de la casa, dijo á Preciosa:
—Niña, ¿hará algo al caso que se haga la cruz con un dedal de plata? Antes, respondió Preciosa, se hacen las cruces mejores del mundo con dedales de plata, como sean muchos.
—Uno tengo yo, replicó la doncella; si este basta, héle aquí, con condicion que tambien se me ha de decir á mí la buenaventura.
—¡Por un dedal tantas buenasventuras! dijo la jitana vieja: nieta, acaba presto, que se hace noche.
Tomó Preciosa el dedal, y la mano de la señora tinienta, y dijo:
Hermosita, hermosita,
La de las manos de plata,
Mas te quiere tu marido
Que al rey de las Alpujarras.
Eres paloma sin hiel,
Pero á veces eres brava
Como leona de Oran,
Ó como tigre de Ocaña.
Pero en un tras, en un tris,
El enojo se te pasa,
Y quedas como alfeñique,
Ó como cordera mansa.
Riñes mucho, y comes poco;
Algo celosita andas;
Que es jugueton el tiniente,
Y quiere arrimar la vara.
Cuando doncella te quiso
Uno de una buena cara;
Que mal hayan los terceros
Que los gustos desbaratan.
Si á dicha tú fueras monja,
Hoy tu convento mandaras,
Porque tienes de abadesa
Mas de cuatrocientas rayas.
No te lo quiero decir,
Pero poco importa, vaya,
Enviudarás otra vez,
Y otras dos serás casada.
No llores, señora mia,
Que no siempre las jitanas
Decimos el Evangelio;
No llores, señora, acaba.
p. 9 Como te mueras primero
Que el señor tiniente, basta
Para remediar el daño
De la viudez que amenaza.
Has de heredar y muy presto
Hacienda en mucha abundancia;
Tendrás un hijo canónigo,
La iglesia no se señala,
De Toledo no es posible.
Una hija rubia y blanca
Tendrás, que si es religiosa,
Tambien vendrá á ser prelada.
Si tu esposo no se muere
Dentro de cuatro semanas,
Verásle corregidor
De Búrgos ó Salamanca.
Un lunar tienes: ¡qué lindo!,
¡Ay Jesus, qué luna clara!
¡Qué sol, que allá en los antipodas
Escuros valles aclara!
Mas de dos ciegos por verle
Dieran mas de cuatro blancas:
Agora si es la risica;
¡Ay, que bien haya esa gracia!
Guárdate de las caidas,
Principalmente de espaldas;
Que suelen ser peligrosas
En las principales damas.
Cosas hay mas que decirte:
Si para el viérnes me aguardas,
Las oirás, que son de gusto,
Y algunas hay de desgracias.
Acabó su buenaventura Preciosa, y con ella encendió el deseo de todas las circunstantes en querer saber la suya, y así se lo rogaron todas; pero ella las remitió para el viérnes venidero, prometiéndole que tendrian reales de plata para hacer las cruces.
En esto vino el señor tiniente, á quien contaron maravillas de la Jitanilla: él las hizo bailar un poco, y confirmó por verdaderas y bien dadas las alabanzas que á Preciosa habian dado: y poniendo la mano en la faldriquera, hizo señal de querer darle algo; y habiéndola espulgado y sacudido, y rascado muchas veces, al cabo sacó la mano vacía, y dijo:
—Por Dios que no tengo blanca, dadle vos, doña Clara, un real á Preciosica, que os le daré despues.
—Bueno es eso, señor, por cierto; sí, ahí está el real de manifiesto: no hemos tenido entre todas nosotras un cuarto para hacer la señal de la cruz, ¿y quiere que tengamos un real?
—Pues dadle alguna valoncica vuestra, ó alguna cosa, que otro dia nos volverá á ver Preciosa, y la regalaremos mejor.
Á lo cual dijo Doña Clara:
—Pues porque otra vez venga, no quiero dar nada ahora á Preciosa.
—Antes si no me dan nada, dijo Preciosa, nunca mas volveré acá: mas, sí, volveré á servir á tan principales señores; pero traeré tragado que no me han de dar nada, y ahorraréme la fatiga del esperarlo. Coheche vuesa merced, señor tiniente, coheche y tendrá dineros, y no haga usos nuevos, que morirá de hambre. Mire, señor; por ahí he oido decir (y aunque moza, entiendo que no son buenos dichos) que de los oficios se ha de sacar dineros para pagar las condiciones de las residencias, y para pretender otros cargos.
—Así lo dicen y lo hacen los desalmados, replicó el tiniente; pero el juez que da buena residencia, no tendrá que pagar condenacion alguna, y el haber usado bien su oficio, será el valedor para que le den otro.
—Habla vuesa merced muy á lo santo, señor tiniente, respondió Preciosa; ándese á eso, y cortarémosle de los harapos para reliquias.
—Mucho sabes, Preciosa, dijo el tiniente: calla, que yo daré traza que sus Majestades te vean, porque eres pieza de reyes.
—Querránme para p. 10 truhana, respondió Preciosa, y yo no lo sabré ser, y todo irá perdido; si me quisiesen para discreta, aun llevarmeian; pero en algunos palacios mas medran los truhanes que los discretos: yo me hallo bien con ser jitana y pobre, y corra la suerte por donde el cielo quisiere.
—Ea, niña, dijo la jitana vieja, no hables mas, que has hablado mucho, y sabes mas de lo que yo te he enseñado; no te asotiles tanto, que te despuntarás: habla de aquello que tus años permiten, y no te metas en altanerías, que no hay ninguna que no amenace caida.
—El diablo tienen estas jitanas en el cuerpo, dijo á esta sazon el tiniente.
Despidiéronse las jitanas, y al irse dijo la doncella del dedal:
—Preciosa, díme la buenaventura, ó vuélveme mi dedal, que no me queda con que hacer labor.
—Señora doncella, respondió Preciosa, haga cuenta que se la he dicho, y provéase de otro dedal, ó no haga vainillas hasta el viérnes, que yo volveré, y le diré mas venturas y aventuras que las que tiene un libro de caballerías.
Fuéronse, y juntáronse con las muchas labradoras que á la hora de las Avemarías suelen salir de Madrid, para volverse á sus aldeas, y entre otras vuelven muchas, con quien siempre se acompañaban las jitanas, y volvian seguras; porque la jitana vieja vivia en continuo temor no le salteasen á su Preciosa.
Sucedió pues que la mañana de un dia que volvian á Madrid á coger la garrama con las demas jitanillas, en un valle pequeño que está obra de quinientos pasos ántes que se llegue á la villa, vieron un mancebo gallardo y ricamente aderezado de camino: la espada y daga que traia eran, como decir se suele, un ascua de oro: sombrero con rico cintillo, y con plumas de diversas colores adornado. Repararon las jitanas en viéndole, y pusiéronsele á mirar muy despacio, admiradas de que á tales horas un tan hermoso mancebo estuviese en tal lugar á pié y solo. Él se llegó á ellas, y hablando con la jitana mayor, le dijo:
—Por vida vuestra, amiga, que me hagais placer que vos y Preciosa me oyais aquí aparte dos palabras, que serán de vuestro provecho.
—Como no nos desviemos mucho, ni nos tardemos mucho, sea en buen hora, respondió la vieja.
Y llamando á Preciosa, se desviaron de las otras obra de veinte pasos, y así en pié como estaban, el mancebo les dijo:
—Yo vengo de manera rendido á la discrecion y belleza de Preciosa, que despues de haberme hecho mucha fuerza para escusar llegar á este punto, al cabo he quedado mas rendido, y mas imposibilitado de escusallo. Yo, señoras mias (que siempre os he dar este nombre, si el cielo mi pretension favorece), soy caballero, como lo puede mostrar el hábito; y apartando el herreruelo, descubrió en el pecho uno de los mas calificados que hay en España: soy hijo de fulano (que por buenos respetos aquí no se declara su nombre), p. 11 estoy debajo de su tutela y amparo: soy hijo único, y el que espera un razonable mayorazgo: mi padre está aquí en la corte pretendiendo un cargo, y ya está consultado, y tiene casi ciertas esperanzas de salir con él; y con ser de la calidad y nobleza que os he referido, y de la que casi se os debe ya de ir trasluciendo, con todo eso quisiera ser un gran señor para levantar á mi grandeza la humildad de Preciosa, haciéndola mi igual y mi señora: yo no la pretendo para burlalla, ni en las veras del amor que la tengo puede caber género de burla alguna: solo quiero servirla del modo que ella mas gustare: su voluntad es la mia; pero con ella es de cera mi alma, donde podrá imprimir lo que quisiere, y para conservarlo y guardarlo, no será como impreso en cera, sino como esculpido en mármoles, cuya dureza se opone á la duracion de los tiempos: si creeis esta verdad, no admitirá ningun desmayo mi esperanza; pero si no me creeis, siempre me tendrá temeroso vuestra duda: mi nombre es este, y díjoselo: el de mi padre ya os le he dicho: la casa donde vive es en tal calle, y tiene tales y tales señas: vecinos tiene de quien podréis informaros, y aun de los que no son vecinos tambien; que no es tan escura la calidad y el nombre de mi padre, y el mio, que no le sepan en los patios de Palacio, y aun en toda la corte: cien escudos traigo aquí en oro para daros en arras y señal de lo que pienso daros; porque no ha de negar la hacienda el que da el alma.
En tanto que el caballero esto decia, le estaba mirando Preciosa atentamente, y sin duda que no le debieron de parecer mal ni sus razones ni su talle; y volviéndose á la vieja, le dijo:
—Perdóneme, abuela, de que me tome licencia para responder á este tan enamorado señor.
—Responde lo que quisieres, nieta, respondió la vieja, que yo sé que tienes discrecion para todo.
Y Preciosa dijo:
—Yo, señor caballero, aunque soy jitana, pobre y humildemente nacida, tengo un cierto espiritillo fantástico acá dentro, que á grandes cosas me lleva: á mí ni me mueven promesas, ni me desmoronan dádivas, ni me inclinan sumisiones, ni me espantan finezas enamoradas: y aunque de quince años (que segun la cuenta de mi abuela para este San Miguel los haré), soy ya vieja en los pensamientos, y alcanzo mas de aquello que mi edad promete, mas por mi buen natural que por la esperiencia; pero con lo uno ó con lo otro sé que las pasiones amorosas en los recien enamorados son como ímpetus indiscretos que hacen salir á la voluntad de sus quicios, la cual atropellando inconvenientes, desatinadamente se arroja tras su deseo, y pensando dar con la gloria de sus ojos, da con el infierno de sus pesadumbres: si alcanza lo que desea, mengua el deseo con la posesion de la cosa deseada, y quizá abriéndose entónces los ojos del entendimiento, se ve ser bien que se p. 12 aborrezca lo que ántes se adoraba: este temor engendra en mí un recato tal, que ningunas palabras creo, y de muchas obras dudo: una sola joya tengo, que la estimo en mas que á la vida, que es la de mi entereza y virginidad, y no la tengo de vender á precio de promesas ni dádivas, porque en fin será vendida, y si puede ser comprada, será de muy poca estima: ni me la han de llevar trazas ni embelecos, ántes pienso irme con ella á la sepultura, y quizá al cielo, que ponerla en peligro que quimeras y fantasías soñadas la embistan ó manoseen: flor es la de la virginidad que á ser posible aun con la imaginacion no habia de dejar ofenderse: cortada la rosa del rosal, ¡con qué brevedad y facilidad se marchita! Este la toca, aquel la huele, el otro la deshoja, y finalmente, entre las manos rústicas se deshace: si vos, señor, por sola esta prenda venís, no la habeis de llevar sino atada con las ligaduras y lazos del matrimonio; que si la virginidad se ha de inclinar, ha de ser á este santo yugo, que entónces no seria perderla, sino emplearla en ferias que felices ganancias prometen: si quisiéredes ser mi esposo, yo lo seré vuestra; pero han de proceder muchas condiciones y averiguaciones primero: primero tengo de saber si sois el que decís: luego, hallando esta verdad, habeis de dejar la casa de vuestros padres y la habeis de trocar con nuestros ranchos, y tomando el traje de jitano, habeis de cursar dos años en nuestras escuelas, en el cual tiempo me satisfaré yo de vuestra condicion, y vos de la mia: al cabo del cual, si vos os contentades de mí, y yo de vos, me entregaré por vuestra esposa; pero hasta entónces tengo de ser vuestra hermana en el trato, y vuestra esclava en serviros: y habeis de considerar que en el tiempo deste noviciado podria ser que cobrásedes la vista, que agora debeis de tener perdida, ó por lo ménos turbada, y viésedes que os convenia huir de lo que agora seguís con tanto ahinco; y cobrando la libertad perdida, con un buen arrepentimiento se perdona cualquier culpa: si con estas condiciones quereis entrar á ser soldado de nuestra milicia, en vuestra mano está, pues faltando alguna dellas, no habeis de tocar un dedo de la mia.
Pasmóse el mozo á las razones de Preciosa, y púsose como embelesado mirando al suelo, dando muestras que consideraba lo que de responder debia. Viendo lo cual Preciosa, tornó á decirle:
—No es este caso de tan poco momento, que en los que aquí nos ofrece el tiempo pueda ni deba resolverse: volvéos, señor, á la villa, y considerad despacio lo que viéredes que mas os convenga, y en este mismo lugar me podeis hablar todas las fiestas que quisiéredes, al ir ó venir de Madrid.
Á lo cual respondió el gentil hombre:
—Cuando p. 13 el cielo me dispuso para quererte, Preciosa mia, determiné de hacer por tí cuanto tu voluntad acertase á pedirme, aunque nunca cupo en mi pensamiento que me habias de pedir lo que me pides; pero pues es tu gusto, que el mio al tuyo se ajuste y acomode, cuéntame por jitano desde luego, y haz de mí todas las esperiencias que mas quisieres, que siempre me has de hallar el mismo que ahora te significo: mira cuándo quieres que mude el traje, que yo queria que fuese luego, que con ocasion de ir á Flándes engañaré á mis padres, y sacaré dineros para gastar algunos dias, y serán hasta ocho los que podré tardar en acomodar mi partida: á los que fueren conmigo, yo los sabré engañar de modo que salga con mi determinacion; lo que te pido es, si es que ya puedo tener atrevimiento de pedirte y suplicarte algo, que si no es hoy donde te puedes informar de mi calidad y de la de mis padres, que no vayas mas á Madrid, porque no querria que algunas de las demasiadas ocasiones que allí pueden ofrecerse, me salteasen la buena ventura que tanto me cuesta.
—Eso no, señor galan, respondió Preciosa: sepa que conmigo ha de andar siempre la libertad desenfadada, sin que la ahogue ni turbe la pesadumbre de los celos; y entienda que no la tomaré tan demasiada que no se eche de ver desde bien léjos, que llega mi honestidad á mi desenvoltura; y en el primero cargo en que quiero enteraros, es en el de la confianza que habeis de hacer de mí: y mirad que los amantes que entran pidiendo celos, ó son simples ó confiados.
—Satanas tienes en tu pecho, muchacha, dijo á esta sazon la jitana vieja: mira que dices cosas, que no las dirá un colegial de Salamanca: tú sabes de amor, tú sabes de celos, tú de confianzas: ¿cómo es esto? que me tienes loca, y te estoy escuchando como á una persona espiritada, que habla latin sin saberlo.
—Calle, abuela, respondió Preciosa, y sepa que todas las cosas que me oye son nonadas, y son de burlas para las muchas que de mas veras me quedan en el pecho.
Todo cuanto Preciosa decia, y toda la discrecion que mostraba, era añadir leña al fuego que ardia en el pecho del enamorado caballero. Finalmente, quedaron en que de allí á ocho dias se verian en aquel mismo lugar, donde él vendria á dar cuenta del término en que sus negocios estaban, y ellas habrian tenido tiempo de informarse de la verdad que les habia dicho. Sacó el mozo una bolsilla de brocado, donde dijo que iban cien escudos de oro, y dióselos á la vieja; pero no queria Preciosa que los tomase en ninguna manera, á quien la jitana dijo:
—Calla, niña, que la mejor señal que este señor ha dado de estar rendido, es haber entregado las armas en señal de rendimiento; y el dar, en cualquiera ocasion que sea, siempre fué indicio de generoso pecho; y acuérdate de aquel refran que dice: al p. 14 cielo rogando, y con el mazo dando; y mas, que no quiero yo que por mí pierdan las jitanas el nombre que por luengos siglos tienen adquirido de codiciosas y aprovechadas: ¿cien escudos quieres tú que deseche, Preciosa, que pueden andar cosidos en el alforza de una saya que no valga dos reales, y tenerlos allí como quien tiene un juro sobre las yerbas de Estremadura? Si alguno de nuestros hijos, nietos ó parientes cayere por alguna desgracia en manos de la justicia, ¿habrá favor tan bueno que llegue á la oreja del juez y del escribano, como estos escudos, si llegan á sus bolsas? Tres veces por tres delitos diferentes me he visto casi puesta en el asno, para ser azotada; y de la una me libró un jarro de plata, y de la otra una sarta de perlas, y de la otra cuarenta reales de á ocho, que habia trocado por cuartos, dando veinte reales mas por el cambio: mira, niña, que andamos en oficio muy peligroso y lleno de tropiezos y de ocasiones forzosas, y no hay defensas que mas presto nos amparen y socorran, como las armas invencibles del gran Filipo: no hay pasar adelante de su plus ultra : por un doblon de dos caras se nos muestra alegre la triste del procurador y de todos los ministros de la muerte, que son arpías de nosotras las pobres jitanas, y mas precian pelarnos y desollarnos á nosotras, que á un salteador de caminos: jamas por mas rotas y desastradas que nos vean, nos tienen por pobres, que dicen que somos como los jubones de los gabachos de Belmonte, rotos y grasientos, y llenos de doblones.
—Por vida suya, abuela, que no diga mas, que lleva término de alegar tantas leyes en favor de quedarse con el dinero, que agote las de los emperadores: quédese con ellos, y buen provecho le hagan, y plega á Dios que los entierre en sepultura donde jamas tornen á ver la claridad del sol, ni haya necesidad que le vean: á estas nuestras compañeras será forzoso darles algo, que ha mucho que nos esperan, y ya deben estar enfadadas.
—Así verán ellas, replicó la vieja, moneda destas, como ven al turco agora: ese buen señor verá si le ha quedado alguna moneda de plata, ó cuartos, y los repartirá entre ellas, que con poco quedarán contentas.
—Sí traigo, dijo el galan.
Y sacó de la faldriquera tres reales de á ocho, que repartió entre las tres jitanillas, con que quedaron mas alegres y mas satisfechas, que suele quedar un autor de comedias cuando en competencia de otro le suelen retular por las esquinas, victor, victor .
En resolucion concertaron, como se ha dicho, la venida de allí á ocho dias, y que se habia de llamar cuando fuese jitano Andres Caballero, porque tambien habia jitanos entre ellos deste apellido.
No tuvo atrevimiento Andres, que así le llamaremos de aquí adelante, de abrazar á Preciosa, ántes enviándole con la vista el alma, sin ella, si así decirse puede, p. 15 las dejó, y se entró en Madrid, y ellas contentísimas hicieron lo mismo. Preciosa, algo aficionada, mas con benevolencia que con amor, de la gallarda disposicion de Andres, ya deseaba informarse si era el que habia dicho: entró en Madrid, y á pocas calles andadas encontró con el paje poeta de las coplas y el escudo: y cuando él la vió, se llegó á ella diciendo:
—Vengas en buen hora, Preciosa; ¿leiste por ventura las coplas que te di el otro dia?
Á lo que Preciosa respondió:
—Primero que le responda palabra, me ha de decir una verdad, por vida de lo que mas quiere.
—Conjuro es ese, respondió el paje, que aunque el decirla me costase la vida, no la negaré en ninguna manera.
—Pues la verdad que quiero que me diga, dijo Preciosa, es, si por ventura es poeta.
—Á serlo, replicó el paje, forzosamente habia de ser por ventura; pero has de saber, Preciosa, que ese nombre de poeta muy pocos le merecen, y así yo no lo soy, sino un aficionado á la poesía: y para lo que he menester, no voy á pedir ni buscar versos ajenos: los que te di son mios, y estos que te doy agora tambien, mas no por esto soy poeta, ni Dios lo quiera.
—¿Tan malo es ser poeta? replicó Preciosa.
—No es malo, dijo el paje; pero el ser poeta á solas no lo tengo por muy bueno: hase de usar de la poesía, como de una joya preciosísima, cuyo dueño no la trae cada dia, ni la muestra á todas gentes, ni á cada paso, sino cuando convenga y sea razon que la muestre: la poesía es una bellísima doncella, casta, honesta, discreta, aguda, retirada, y que se contiene en los límites de la discrecion mas alta: es amiga de la soledad, las fuentes la entretienen, los prados la consuelan, los árboles la desenojan, las flores la alegran; y finalmente, deleita y enseña á cuantos con ella comunican.
—Con todo eso, respondió Preciosa, he oido decir que es pobrísima, y que tiene algo de mendiga.
—Antes es al reves, dijo el paje, porque no hay poeta que no sea rico, pues todos viven contentos con su estado: filosofía que alcanzan pocos. Pero ¿qué te ha movido, Preciosa, á hacer esta pregunta?
—Hame movido, respondió Preciosa, porque como yo tengo á todos, ó los mas poetas por pobres, causóme maravilla aquel escudo de oro, que me distes entre vuestros versos envuelto: mas agora que sé que no sois poeta, sino aficionado de la poesía, podria ser que fuésedes rico, aunque lo dudo, á causa de que por aquella parte que os toca de hacer coplas, se ha de desaguar cuanta hacienda tuviéredes; que no hay poeta, segun dicen, que sepa conservar la hacienda que tiene, ni granjear la que no tiene.
—Pues yo no soy desos, replicó el paje; versos hago, y no soy rico, ni pobre: y sin sentirlo ni descontarlo, como hacen los jinoveses sus convites, bien puedo dar un escudo, y dos á quien yo quisiere: tomad, Preciosa perla, este segundo papel, y este p. 16 escudo segundo que va en él, sin que os pongais á pensar si soy poeta, ó no: solo quiero que penseis y creais que quien os da esto, quisiera tener para daros las riquezas de Midas.
Y en esto le dió un papel, y tentándole Preciosa halló que dentro venia el escudo, y dijo:
—Este papel ha de vivir muchos años, porque trae dos almas consigo; una la del escudo, y otra la de los versos, que siempre vienen llenos de almas y de corazones; pero sepa el señor paje que no quiero tantas almas conmigo, y si no saca la una, no haya miedo que reciba la otra: por poeta le quiero, y no por dadivoso, y desta manera tendremos amistad que dure; pues mas aina puede faltar un escudo por fuerte que sea, que la hechura de un romance.
—Pues así es, replicó el paje, que quieres, Preciosa, que yo sea pobre por fuerza, no deseches el alma que en ese papel te envío, y vuélveme el escudo, que como le toques con la mano, le tendré por reliquia miéntras la vida me durare.
Sacó Preciosa el escudo del papel, y quedóse con el papel, y no le quiso leer en la calle. El paje se despidió y se fué contentísimo, creyendo que ya Preciosa quedaba rendida, pues con tanta afabilidad le habia hablado.
Y como ella llevaba puesta la mira en buscar la casa del padre de Andres, sin querer detenerse á bailar en ninguna parte, en poco espacio se puso en la calle do estaba, que ella muy bien sabia: y habiendo andado hasta la mitad, alzó los ojos á unos balcones de hierro dorados, que le habian dado por señas, y vió en ella á un caballero de hasta edad de cincuenta años, con un hábito de cruz colorada en los pechos, de venerable gravedad y presencia; el cual apénas tambien hubo visto la Jitanilla, cuando dijo:
—Subid, niñas, que aquí os darán limosna.
Á esta voz acudieron al balcon otros tres caballeros, y entre ellos vino el enamorado Andres, que cuando vió á Preciosa perdió la color, y estuvo á punto de perder los sentidos: tanto fué el sobresalto que recibió con su vista. Subieron las jitanillas todas, sino la grande que se quedó abajo para informarse de los criados de las verdades de Andres.
Al entrar las jitanillas en la sala, estaba diciendo el caballero anciano á los demas:
—Esta debe de ser sin duda la Jitanilla hermosa, que dicen que anda por Madrid.
—Ella es, replicó Andres, y sin duda es la mas hermosa criatura que se ha visto.
—Así lo dicen, dijo Preciosa (que lo oyó todo en entrando); pero en verdad que se deben de engañar en la mitad del justo precio: bonita, bien creo que lo soy, pero tan hermosa como dicen, ni por pienso.
—Por vida de D. Juanico mi hijo, dijo el anciano, que aun sois mas hermosa de lo que dicen, linda jitana.
—Y ¿quién es D. Juanico su hijo? preguntó Preciosa.
—Ese galan que está á vuestro lado, respondió el caballero.
—En verdad que pensé, dijo Preciosa, que juraba vuesa merced p. 17 por algun niño de dos años: mirad qué D. Juanico, y qué brinco. Á mi verdad que pudiera ya estar casado, y que segun tiene unas rayas en la frente, no pasarán tres años sin que lo esté, y muy á su gusto, si es que desde aquí allá no se le pierde, ó se le trueca.
—Basta, dijo uno de los presentes: ¿qué sabe la Jitanilla de rayas?
En esto las jitanillas que iban con Preciosa, todas tres se arrimaron á un rincon de la sala, y cosiéndose las bocas unas con otras, se juntaron por no ser oidas.
Dijo la Cristina:
—Muchachas, este es el caballero que nos dió esta mañana los tres reales de á ocho.
—Así es la verdad, respondieron ellas; pero no se lo mentemos, ni le digamos nada si él no nos lo mienta: ¿qué sabemos si quiere encubrirse?
En tanto que esto entre las tres pasaba, respondió Preciosa á lo de las rayas:
—Lo que veo con los ojos, con el dedo lo adevino: yo sé del señor D. Juanico, sin rayas, que es algo enamoradizo, impetuoso y acelerado, y gran prometedor de cosas que parecen imposibles; y plegue á Dios que no sea mentirosito, que seria lo peor de todo: un viaje ha de hacer agora muy léjos de aquí, y uno piensa el bayo, y otro el que le ensilla: el hombre pone, y Dios dispone: quizá pensará que va á Oñez, y dará en Gamboa.
Á esto respondió D. Juan:
—En verdad, jitanica, que has acertado en muchas cosas de mi condicion; pero en lo de ser mentiroso vas muy fuera de la verdad, porque me precio de decirla en todo acontecimiento: en lo del viaje largo has acertado, pues sin duda siendo Dios servido, dentro de cuatro ó cinco dias me partiré á Flándes, aunque tú me amenazas que he de torcer el camino y no querria que en él me sucediese algun desman que lo estorbase.
—Calle, señorito, respondió Preciosa, y encomiéndese á Dios, que todo se hará bien; y sepa que yo no sé nada de lo que digo; y no es maravilla, que como hablo mucho y á bulto, acierte en alguna cosa, y yo querria acertar en persuadirte á que no te partieses, sino que sosegases el pecho, y te estuvieses con tus padres para darles buena vejez, porque no estoy bien con estas idas y venidas á Flándes, principalmente los mozos de tan tierna edad como la tuya: déjate crecer un poco para que puedas llevar los trabajos de la guerra, cuanto mas que harta guerra tienes en tu casa, hartos combates amorosos te sobresaltan el pecho: sosiega, sosiega, alborotadito, y mira lo que haces primero que te cases, y dános una limosnita por Dios, y por quien tú eres; que en verdad que creo que eres bien nacido; y si á esto se junta el ser verdadero, yo cantaré la gala al vencimiento de haber acertado en cuanto te he dicho.
—Otra vez te he dicho, niña, respondió el D. Juan, que habia de ser Andres Caballero, que en todo aciertas, sino en el temor que tienes, que no debo de ser muy verdadero, que en esto te p. 18 engañas sin alguna duda: la palabra que yo doy en el campo, la cumpliré en la ciudad, y adonde quiera, sin serme pedida; pues no se puede preciar de caballero quien toca en el vicio de mentiroso: mi padre te dará limosna por Dios y por mí, que en verdad que esta mañana di cuanto tenia á unas damas, que á ser tan lisonjeras como hermosas, especialmente una dellas, no me arriendo la ganancia.
Oyendo esto Cristina, con el recato de la otra vez, dijo á las demas jitanas:
—¡Ay, niñas! que me maten si no lo dice por los tres reales de á ocho que nos dió esta mañana.
—No es así, respondió una de las dos, porque dijo que eran damas, y nosotras no lo somos: y siendo él tan verdadero como dice, no habia de mentir en esto.
—No es mentira de tanta consideracion, respondió Cristina, la que se dice sin perjuicio de nadie y en provecho y crédito del que la dice; pero con todo esto, veo no nos da nada, ni nos manda bailar.
Subió en esto la jitana vieja, y dijo:
—Nieta, acaba, que es tarde, y hay mucho que hacer y mas que decir.
—Y ¿qué hay, abuela, preguntó Preciosa, hay hijo ó hija?
—Hijo, y muy lindo, respondió la vieja: ven, Preciosa, y oirás verdaderas maravillas.
—Plega á Dios que no muera de sobreparto, dijo Preciosa.
—Todo se mirará muy bien, replicó la vieja, cuanto mas que hasta aquí todo ha sido parto derecho, y el infante es como un oro.
—¿Ha parido alguna señora? preguntó el padre de Andres Caballero:
—Sí, señor, respondió la jitana; pero ha sido el parto tan secreto, que le sabe sino Preciosa, y yo, y otra persona; y así no podemos decir quién es.
—Ni aquí queremos saber, dijo uno de los presentes; pero desdichada de aquella que en vuestras lenguas deposita su secreto y en vuestra ayuda pone su honra.
—No todas somos malas, respondió Preciosa: quizá hay alguna entre nosotras que se precia de secreta, y de verdadera, tanto cuanto el hombre mas estirado que hay en esta sala: y vámonos, abuela, que aquí nos tienen en poco; pues en verdad que no somos ladronas, ni rogamos á nadie.
—No os enojeis, Preciosa, dijo el padre, que á lo ménos de vos imagino que no se puede presumir cosa mala; que vuestro buen rostro os acredita y sale por fiador de vuestras buenas obras: por vida de Preciosita, que baileis un poco con vuestras compañeras, que aquí tengo un doblon de oro de á dos caras, que ninguna es como la vuestra, aunque son de dos reyes.
Apénas hubo oido esto la vieja, cuando dijo:
—Ea, niñas, haldas en cinta, y dad contento á estos señores.
Tomó las sonajas Preciosa, y dieron sus vueltas, hicieron y deshicieron todos sus lazos con tanto donaire y desenvoltura, que tras los piés se llevaban los ojos de cuantos las miraban, especialmente los de Andres, que así se iban entre los piés de Preciosa, como si allí tuvieran el centro de su gloria; pero p. 19 turbósela la suerte de manera que se la volvió en infierno; y fué el caso que en la fuga del baile se le cayó á Preciosa el papel que le habia dado el paje, y apénas hubo caido cuando le alzó el que no tenia buen concepto de las jitanas, y abriéndole al punto dijo:
—Bueno, sonetico tenemos, cese el baile, y escúchenle, que segun el primer verso, en verdad que no es nada necio.
Pesóle á Preciosa, por no saber lo que en él venia, y rogó que no le leyesen y que se le volviesen, y todo el ahinco que en esto ponia, eran espuelas que apremiaban el deseo de Andres para oirle. Finalmente, el caballero le leyó en alta voz, y era este:
Cuando Preciosa el panderete toca,
Y hiere el dulce son los aires vanos,
Perlas son que derrama con las manos,
Flores son que despide de la boca:
Suspensa el alma, y la cordura loca
Queda á los dulces actos sobrehumanos,
Que de limpios, de honestos y de sanos
Su fama al cielo levantado toca.
Colgadas del menor de sus cabellos
Mil almas lleva, y á sus plantas tiene
Amor rendidas una y otra flecha:
Ciega, y alumbra con sus soles bellos,
Su imperio amor por ellos le mantiene,
Y aun mas grandezas de su ser sospecha.
—Por Dios, dijo el que leyó el soneto, que tiene donaire el poeta que le escribió.
—No es poeta, señor, sino un paje muy galan y muy hombre de bien, dijo Preciosa.
Mirad lo que habeis dicho, Preciosa, y lo que vais á decir, que esas no son alabanzas del paje, sino lanzas que traspasan el corazon de Andres que las escucha: ¿quereislo ver, niña? pues volved los ojos y veréisle desmayado encima de la silla con un trasudor de muerte; no penseis, doncella, que os ama tan de burlas Andres, que no le hiera y sobresalte el menor de vuestros descuidos: llegáos á él enhorabuena, y decilde algunas palabras al oido que vayan derechas al corazon, y le vuelvan de su desmayo: no, sino andáos á traer sonetos cada dia en vuestra alabanza, y veréis cuál os le ponen.
Todo esto pasó así como se ha dicho, que Andres en oyendo el soneto, mil celosas imaginaciones le sobresaltaron; no se desmayó, pero perdió la color de manera que viéndole su padre, le dijo:
—¿Qué tienes, D. Juan, que parece que te vas á desmayar, segun se te ha mudado el color?
—Espérense, dijo á esta sazon Preciosa, déjenmele decir unas ciertas palabras al oido, y verán cómo no se desmaya.
Y llegándose á él le dijo casi sin mover los labios:
—¡Gentil ánimo para jitano! ¿cómo podréis, Andres, sufrir el tormento de toca, pues no podeis llevar el de un papel?
Y haciéndole media docena de cruces sobre el corazon, se apartó dél; y entónces Andres respiró un poco, y dió á entender que las palabras de Preciosa le p. 20 habian aprovechado.
Finalmente, el doblon de dos caras se le dieron á Preciosa; y ella dijo á sus compañeras que le trocaria y repartiria con ellas hidalgamente. El padre de Andres le dijo que le dejase por escrito las palabras que habia dicho á D. Juan, que las queria saber en todo caso. Ella dijo que las diria de muy buena gana, y que entendiesen que aunque parecian cosa de burla, tenian gracia especial para preservar del mal el corazon y los vaguidos de cabeza, y que las palabras eran:
Cabecita, cabecita,
Tente en tí, no te resbales,
Y apareja dos puntales
De la paciencia bendita.
Solicita
La bonita
Confiancita,
No te inclines
Á pensamientos ruïnes,
Verás cosas
Que toquen en milagrosas,
Dios delante
Y San Cristóbal gigante.
—Con la mitad destas palabras que le digan, y con seis cruces que le hagan sobre el corazon á la persona que tuviere vaguidos de cabeza, dijo Preciosa, quedará como una manzana.
Cuando la jitana vieja oyó el ensalmo y el embuste, quedó pasmada, y mas lo quedó Andres que vió que todo era invencion de su agudo ingenio. Quedáronse con el soneto, porque no quiso pedirle Preciosa, por no dar otro tártago á Andres que ya sabia ella sin ser enseñada lo que era dar sustos, martelos y sobresaltos celosos á los rendidos amantes.
Despidiéronse las jitanas, y al irse dijo Preciosa á D. Juan:
—Mire, señor, cualquiera dia de esta semana es próspero para partidas, y ninguno es aciago; apresure el irse lo mas presto que pudiere, que le aguarda una vida ancha, libre y muy gustosa, si quiere acomodarse á ella.
—No es tan libre la del soldado, á mi parecer, respondió D. Juan, que no tenga mas de sujecion que de libertad; pero con todo esto haré como viere.
—Mas veréis de lo que pensais, respondió Preciosa, y Dios os lleve y traiga con bien como vuestra buena presencia merece.
Con estas últimas palabras quedó contento Andres, y las jitanas se fueron contentísimas: trocaron el doblon, repartiéronle entre todas igualmente, aunque la vieja guardiana llevaba siempre parte y media de lo que se juntaba, así por la mayoridad, como por ser ella el aguja por quien se guiaban en el maremagno de sus bailes, donaires, y aun de sus embustes.
Llegóse en fin el dia que Andres Caballero se apareció una mañana en el primer lugar de su aparecimiento sobre una mula de alquiler, sin criado alguno; halló en él á Preciosa y á su abuela, de las cuales conocido, le recibieron con mucho gusto. Él les dijo que le guiasen al rancho ántes que entrase el dia, y con él se descubriesen las señas que llevaba, si acaso le buscasen: ellas, que como advertidas vi p. 21 nieron solas, dieron la vuelta, y de allí á poco rato llegaron á sus barracas.
Entró Andres en una, que era la mayor del rancho, y luego acudieron á verle diez ó doce jitanos, todos mozos y todos gallardos y bien hechos, á quien ya la vieja habia dado cuenta del nuevo compañero que les habia de venir, sin tener necesidad de encomendarles el secreto, que como ya se ha dicho, ellos le guardan con sagacidad y puntualidad nunca vista: echaron luego ojo á la mula, y dijo uno dellos:
—Esta se podrá vender el juéves en Toledo.
—Eso no, dijo Andres, porque no hay mula de alquiler que no sea conocida de todos los mozos de mulas que trajinan por España.
—Par Dios, señor Andres, dijo uno de los jitanos, que aunque la mula tuviera mas señales que las que han de preceder al dia tremendo, aquí la transformarémos de manera que no la conociera la madre que la parió, ni el dueño que la ha criado.
—Con todo eso, respondió Andres, por esta vez se ha de seguir y tomar el parecer mio: á esta mula se le ha de dar muerte, y ha de ser enterrada donde aun los huesos no parezcan.
—Pecado grande, dijo otro jitano: ¿á una inocente se ha de quitar la vida? no diga tal el buen Andres, sino haga una cosa: mírela bien agora, de manera que se le queden estampadas todas sus señales en la memoria, y déjenmela llevar á mí, y si de aquí á dos horas la conociera, que me lardeen como á negro fugitivo.
—En ninguna manera consentiré, dijo Andres, que la mula no muera, aunque mas me aseguren su transformacion; yo temo ser descubierto, si á ella no la cubre la tierra: y si se hace por el provecho que de venderla puede seguirse, no vengo tan desnudo á esta cofradía que no pueda pagar de entrada mas de lo que valen cuatro mulas.
—Pues así lo quiere el señor Andres Caballero, dijo otro jitano, muera la sin culpa, y Dios sabe si me pesa así por su mocedad, pues aun no ha cerrado, cosa no usada entre mulas de alquiler, como porque debe ser andariega, pues no tiene costras en las ijadas, ni llagas de la espuela.
Dilatóse su muerte hasta la noche, y en lo que quedaba de aquel dia se hicieron las ceremonias de la entrada de Andres á ser jitano, que fueron: desembarazaron luego un rancho de los mejores del aduar, y adornáronle de ramos y juncia, y sentándose Andres sobre un medio alcornoque, pusiéronle en las manos un martillo y unas tenazas, y al son de dos guitarras que dos jitanos tañian, le hicieron dar dos cabriolas: luego le desnudaron un brazo, y con una cinta de seda nueva y un garrote le dieron dos vueltas blandamente.
Á todo se halló presente Preciosa y otras muchas jitanas viejas y mozas, que las unas con maravilla, otras con amor le miraban: tal era la gallarda disposicion de Andres que hasta los jitanos le quedaron aficionadísimos.
Hechas pues las referidas cere p. 22 monias, un jitano viejo tomó por la mano á Preciosa, y puesto delante de Andres, dijo:
—Esta muchacha, que es la flor y la nata de toda la hermosura de las jitanas que sabemos que viven en España, te la entregamos, ya por esposa, ó ya por amiga, que en esto puedes hacer lo que fuere mas de tu gusto, porque la libre y ancha vida nuestra no está sujeta á melindres ni á muchas ceremonias: mírala bien, y mira si te agrada, ó si ves en ella alguna cosa que te descontente, y si la ves, escoge entre las doncellas que aquí están la que mas te contentare, que la que escogieres te daremos; pero has de saber que una vez escogida, no la has de dejar por otra, ni te has de empachar ni entremeter ni con las casadas, ni con las doncellas: nosotros guardamos inviolablemente la ley de la amistad: ninguno solicita la prenda del otro; libres y ecsentos vivimos de la amarga pestilencia de los celos: entre nosotros, aunque hay muchos incestos, no hay ningun adulterio; y cuando le hay en la mujer propia, ó alguna bellaquería en la amiga, no vamos á la justicia á pedir castigo; nosotros somos los jueces y los verdugos de nuestras esposas ó amigas: con la misma facilidad las matamos y las enterramos por las montañas y desiertos, como si fueran animales nocivos: no hay pariente que las vengue, ni padres que nos pidan su muerte: con este temor y miedo ellas procuran ser castas, y nosotros, como ya he dicho, vivimos seguros: pocas cosas tenemos que no sean comunes á todos, excepto la mujer ó la amiga, que queremos que cada una sea del que le cupo en suerte: entre nosotros así hace divorcio la vejez como la muerte: el que quisiere puede dejar la mujer vieja como él sea mozo, y escoger otra que corresponda al gusto de sus años: con estas y con otras leyes y estatutos nos conservamos y vivimos alegres: somos señores de los campos, de los sembrados, de las selvas, de los montes, de las fuentes y de los rios: los montes nos ofrecen leña de balde, los árboles frutas, las viñas uvas, las huertas hortaliza, las fuentes agua, los rios peces, y los vedados caza, sombras las peñas, aire fresco las quiebras, y casas las cuevas: para nosotros las inclemencias del cielo son oreos, refrigerio las nieves, baños la lluvia, músicas los truenos y hachas los relámpagos: para nosotros son los duros terrenos colchones de blandas plumas: el cuero curtido de nuestros cuerpos nos sirve de arnes impenetrable que nos defiende: á nuestra lijereza no la impiden grillos, ni la detienen barrancos, ni la contrastan paredes: á nuestro ánimo no le tuercen cordeles, ni le menoscaban garruchas, ni le ahogan tocas, ni le doman potros: del sí al no, no hacemos diferencia cuando nos conviene; siempre nos preciamos mas de mártires que de confesores: para nosotros se crian las bestias de carga en los campos, y se cortan las p. 23 faldriqueras en las ciudades: no hay águila, ni ninguna otra ave de rapiña que mas presto se abalance á la presa que se le ofrece, que nosotros nos abalanzamos á las ocasiones que algun interes nos señalen: y finalmente, tenemos muchas habilidades que felice fin nos prometen; porque en la cárcel cantamos, en el potro callamos, de dia trabajamos, y de noche hurtamos, y por mejor decir avisamos que nadie viva descuidado de mirar donde pone su hacienda: no nos fatiga el temor de perder la honra, ni nos desvela la ambicion del acrecentarla: ni sustentamos bandos, ni madrugamos á dar memoriales, ni á acompañar magnates, ni á solicitar favores: por dorados techos y suntuosos palacios estimamos estas barracas y movibles ranchos: por cuadros y países de Flándes los que nos da la naturaleza en esos levantados riscos y nevadas peñas, tendidos prados y espesos bosques que á cada paso á los ojos se nos muestran: somos astrólogos rústicos, porque como casi siempre dormimos al cielo descubierto, á todas horas sabemos las que son del dia y las que son de la noche: vemos cómo arrincona y barre la aurora las estrellas del cielo, y cómo ella sale con su compañera el alba, alegrando el aire, enfriando el agua y humedeciendo la tierra, y luego tras ella el sol, dorando cumbres (como dijo el otro poeta) y rizando montes : ni tememos quedar helados por su ausencia cuando nos hiere á soslayo con sus rayos, ni quedar abrasados cuando con ellos perpendicularmente nos toca: un mismo rostro hacemos al sol que al hielo, á la esterilidad que á la abundancia: en conclusion, somos gente que vivimos por nuestra industria y pico, y sin entremeternos con el antiguo refran: iglesia, ó mar, ó casa real, tenemos lo que queremos, pues nos contentamos con lo que tenemos: todo esto os he dicho, generoso mancebo, porque no ignoreis la vida á que habeis venido, y el trato que habeis de profesar, el cual os he pintado aquí en borron; que otras muchas é infinitas cosas iréis descubriendo en él con el tiempo, no ménos dignas de consideracion, que la que habeis oido.
Calló en diciendo esto el elocuente viejo jitano, y el novicio dijo, que se holgaba mucho de haber sabido tan loables estatutos, y que él pensaba hacer profesion en aquella órden tan puesta en razon y en políticos fundamentos, y que solo le pesaba no haber venido mas presto en conocimiento de tan alegre vida, y que desde aquel punto renunciaba la profesion de caballero y la vanagloria de su ilustre linaje, y lo ponia todo debajo del yugo, ó por mejor decir, debajo de las leyes con que ellos vivian, pues con tan alta recompensa le satisfacian el deseo de servirlos, entregándole á la divina Preciosa, por quien él dejaria coronas é imperios, y solo los desearia para servirla.
Á lo cual respondió Preciosa:
—Puesto que estos señores legisladores han hallado p. 24 por sus leyes que soy tuya, y que por tuya te me han entregado, yo he hallado por la ley de mi voluntad, que es la mas fuerte de todas, que no quiero serlo sino es con las condiciones que ántes que aquí vinieses entre los dos concertamos: dos años has de vivir en nuestra compañía primero que de la mia goces, porque tú no te arrepientas por lijero, ni yo quede engañada por presurosa: condiciones rompen leyes; las que te he puesto sabes, si las quisieres guardar, podrá ser que sea tuya y tú seas mio; y donde no, aun no es muerta la mula, tus vestidos están enteros, y de tu dinero no te falta un ardite: la ausencia que has hecho no ha sido aun de un dia, que de lo que dél falta te puedes servir y dar lugar que consideres lo que mas te conviene: estos señores bien pueden entregarte mi cuerpo, pero no mi alma, que es libre, y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiere: si te quedas, te estimaré en mucho; si te vuelves, no te tendré en ménos, porque á mi parecer los ímpetus amorosos corren á rienda suelta hasta que encuentran con la razon ó con el desengaño: y no querria yo que fueses tú para conmigo como es el cazador, que en alcanzando la liebre que sigue, la coge, y la deja por correr tras otra que le huye: ojos hay engañados que á la primera vista tan bien les parece el oropel como el oro, pero á poco rato bien conocen la diferencia que hay de lo fino á lo falso: esta mi hermosura, que tú dices que tengo, que la estimas sobre el sol y la encareces sobre el oro, ¿qué sé yo si de cerca te parecerá sombra, y tocada caerás en que es de alquimia? Dos años te doy de tiempo para que tantees y ponderes lo que será bien que escojas, ó que será justo que deseches: que la prenda que una vez comprada, nadie se puede deshacer de ella sino con la muerte, bien es que haya tiempo y mucho para miralla, y miralla, y ver en ella las faltas ó las virtudes que tiene; que yo no me rijo por la bárbara é insolente licencia que estos mis parientes se han tomado de dejar las mujeres, ó castigarlas cuando se les antoja: y como yo no pienso hacer cosa que llame al castigo, no quiero tomar compañía que por su gusto me deseche.
—Tienes razon, ó Preciosa, dijo á este punto Andres; y así si quieres que asegure tus temores, y menoscabe tus sospechas jurándote que no saldré un punto de las órdenes que me pusieres, mira qué juramento quieres que haga, ó qué otra seguridad puedo darte; que á todo me hallarás dispuesto.
—Los juramentos y promesas que hace el cautivo porque le den libertad, pocas veces se cumplen con ella, dijo Preciosa; y así son segun pienso los del amante, que por conseguir su deseo prometerá las alas de Mercurio, y los rayos de Júpiter, como me prometió á mí un cierto poeta, y juraba por la laguna Estigia: no quiero jura p. 25 mentos, señor Andres, ni quiero promesas; solo quiero remitirlo todo á la esperiencia deste noviciado, y á mí se me quedará el cargo de guardarme, cuando vos le tuviéredes de ofenderme.
—Sea así, respondió Andres: sola una cosa pido á estos señores y compañeros mios, y es que no me fuercen á que hurte ninguna cosa por tiempo de un mes siquiera, porque me parece que no he de acertar á ser ladron, si ántes no preceden muchas liciones.
—Calla, hijo, dijo el jitano viejo, que aquí te industriaremos de manera que salgas un águila en el oficio, y cuando le sepas has de gustar dél, de modo que te comas las manos tras él: ¿ya es cosa de burla salir de vacío por la mañana, y volver cargado á la noche al rancho?
—De azotes he visto yo volver algunos desos vacíos, dijo Andres.
—No se toman truchas, etc., replicó el viejo: todas las cosas desta vida están sujetas á diversos peligros; y las acciones del ladron al de las galeras, azotes y horca; pero no porque corra un navío tormenta ó se anegue, han de dejar los otros de navegar: bueno seria que porque la guerra come los hombres y los caballos, dejase de haber soldados: cuanto mas, que el ser azotado por justicia, entre nosotros es tener un hábito en las espaldas, que le parece mejor que si le trujese en los pechos, y de los buenos: el toque está no acabar acoceando el aire en la flor de nuestra juventud, y á los primeros delitos; que el mosqueo de las espaldas, ni el apalear el agua en las galeras, no lo estimamos en un cacao. Hijo Andres, reposad ahora en el nido debajo de nuestras alas, que á su tiempo os sacaremos á volar, y en parte donde no volvais sin presa: y lo dicho dicho, que os habeis de lamer los dedos tras cada hurto.
—Pues para recompensar, dijo Andres, lo que yo podia hurtar en este tiempo que se me da de vénia, quiero repartir docientos escudos de oro entre todos los del rancho.
Apénas hubo dicho esto, cuando arremetieron á él muchos jitanos, y levantándole en los brazos y sobre los hombros, le cantaban el victor, victor, el grande Andres, añadiendo: Y viva, viva Preciosa, amada prenda suya. Las jitanas hicieron lo mismo con Preciosa, no sin envidia de Cristina y de otras jitanillas que se hallaron presentes; que la envidia tambien se aloja en los aduares de los bárbaros y en las chozas de los pastores, como en palacios de príncipes; y esto de ver medrar al vecino, que me parece que no tiene mas merecimiento que yo, fatiga.
Hecho esto, comieron lautamente, repartióse el dinero prometido con equidad y justicia, renováronse las alabanzas de Andres, y subieron al cielo la hermosura de Preciosa.
Llegó la noche, acocotaron la mula, y enterráronla de modo que quedó seguro Andres de ser por ella descubierto: y tambien enterraron con ella sus alhajas, como fueron silla, freno y cinchas, á uso de los indios que p. 26 sepultan con ellos sus mas ricas preseas.
De todo lo que habia visto y oido, y de los ingenios de los jitanos quedó admirado Andres, y con propósito de seguir y conseguir su empresa, sin entremeterse nada en sus costumbres, ó á lo ménos escusarlo por todas las vias que pudiese, pensando exentarse de la jurisdiccion de obedecerlos en las cosas injustas que le mandasen, á costa de su dinero.
Otro dia les rogó Andres que mudasen de sitio, y se alejasen de Madrid, porque temia ser conocido si allí estaba: ellos dijeron que ya tenian determinado irse á los montes de Toledo, y desde allí correr y garramar toda la tierra circunvecina.
Levantaron pues el rancho, y diéronle á Andres una pollina en que fuese; pero él no la quiso, sino irse á pié, sirviendo de lacayo á Preciosa que sobre otra iba: ella contentísima de ver cómo triunfaba de su gallardo escudero, y él ni mas ni ménos de ver junto á sí á la que habia hecho señora de su albedrío.
¡Oh poderosa fuerza deste que llaman dulce dios de la amargura (título que le ha dado la ociosidad y el descuido nuestro), y con qué veras nos avasallas! ¡y cuán sin respeto nos tratas! Caballero es Andres, y mozo, y de muy buen entendimiento, criado casi toda su vida en la corte, y con el regalo de sus ricos padres: y desde ayer acá ha hecho tal mudanza, que engañó á sus criados y sus amigos, defraudó las esperanzas que sus padres en él tenian, dejó el camino de Flándes donde habia de ejercitar el valor de su persona y acrecentar la honra de su linaje, y se vino á postrar á los piés de una muchacha y á ser su lacayo, que puesto que hermosísima, en fin era jitana: privilegio de la hermosura, que trae al redopelo y por la melena á sus piés á la voluntad mas exenta.
De allí á cuatro dias llegaron á una aldea dos leguas de Toledo, donde asentaron su aduar, dando primero algunas prendas de plata al alcalde del pueblo en fianzas de que en él ni en todo su término no hurtarian ninguna cosa. Hecho esto, todas las jitanas viejas, algunas mozas, y los jitanos se esparcieron por todos los lugares, ó á lo ménos apartados por cuatro ó cinco leguas de aquel donde habian asentado su real. Fué con ellos Andres á tomar la primera licion de ladron; pero aunque le dieron muchas en aquella salida, ninguna se le asentó, ántes correspondiendo á su buena sangre, con cada hurto que sus maestros hacian se le arrancaba el alma, y tal vez hubo que pagó de su dinero los hurtos que sus compañeros habian hecho, conmovido de las lágrimas de sus dueños: de lo cual los jitanos se desesperaban, diciendo que era contravenir á sus estatutos y ordenanzas, que prohibian la entrada á la caridad en sus pechos, la cual en teniéndola, habian de dejar de ser ladrones, cosa que no les estaba p. 27 bien en ninguna manera. Viendo pues esto Andres, dijo que él queria hurtar por sí solo, sin ir en compañía de nadie; porque para huir del peligro tenia lijereza, y para acometelle no le faltaba el ánimo: así que el premio, ó el castigo de lo que hurtase, queria que fuese solo suyo.
Procuraron los jitanos disuadirle deste propósito, diciéndole que le podrian suceder ocasiones, donde fuese necesaria la compañía, así para acometer como para defenderse; y que una persona sola no podia hacer grandes presas. Pero por mas que dijeron, Andres quiso ser ladron solo y señero, con intencion de apartarse de la cuadrilla y comprar por su dinero alguna cosa que pudiese decir que la habia hurtado, y deste modo cargar lo ménos que pudiese sobre su conciencia.
Usando pues de esta industria, en ménos de un mes trujo mas provecho á la compañía que trujeron cuatro de los mas estirados ladrones della, de que no poco se holgaba Preciosa viendo á su tierno amante tan lindo y tan despejado ladron; pero con todo eso estaba temerosa de alguna desgracia, que no quisiera ella verle en afrenta por todo el tesoro de Venecia, obligada á tenerle aquella buena voluntad por los muchos servicios y regalos que su Andres le hacia.
Poco mas de un mes se estuvieron en los términos de Toledo, donde hicieron su agosto, aunque era por el mes de setiembre, y desde allí se entraron en Estremadura por ser tierra rica y caliente. Pasaba Andres con Preciosa honestos, discretos y enamorados coloquios, y ella poco á poco se iba enamorando de la discrecion y buen trato de su amante, y él del mismo modo; si pudiera crecer su amor, fuera creciendo: tal era la honestidad, discrecion y belleza de su Preciosa. Á do quiera que llegaban, él se llevaba el precio y las apuestas de corredor, y de saltar mas que ninguno: jugaba á los bolos y á la pelota estremadamente, tiraba la barra con mucha fuerza y singular destreza: finalmente, en poco tiempo voló su fama por toda Estremadura, y no habia lugar donde no se hablase de la gallarda disposicion del jitano Andres Caballero, y de sus gracias y habilidades, y al par desta fama corria la de la hermosura de la Jitanilla, y no habia villa, lugar ni aldea donde no los llamasen para regocijar las fiestas votivas suyas, ó para otros particulares regocijos: desta manera iba el aduar rico, próspero y contento, y los amantes gozosos con solo mirarse.
Sucedió pues que teniendo el aduar entre unas encinas algo apartado del camino real, oyeron una noche casi á la mitad della ladrar sus perros con mucho ahinco y mas de lo que acostumbraban: salieron algunos jitanos, y con ellos Andres á ver á quién ladraban, y vieron que se defendia dellos un hombre vestido de blanco, á quien tenian dos perros asido p. 28 de una pierna: llegaron, y quitáronle, y uno de los jitanos le dijo:
—¿Quién diablos os trujo por aquí, hombre, á tales horas y tan fuera de camino? ¿venís á hurtar por ventura? porque en verdad que habeis llegado á buen puerto.
—No vengo á hurtar, respondió el mordido, ni sé si vengo ó no fuera de camino, aunque bien veo que vengo descaminado: pero decidme, señores, ¿está por aquí alguna venta ó lugar donde pueda recogerme esta noche, y curarme de las heridas que vuestros perros me han hecho?
—No hay lugar ni venta donde podamos encaminaros, respondió Andres; mas para curar vuestras heridas y alojaros esta noche no os faltará comodidad en nuestros ranchos; veníos con nosotros, que aunque somos jitanos, no lo parecemos en la caridad.
—Dios la use con vosotros, respondió el hombre, y llevadme donde quisiéredes, que el dolor desta pierna me fatiga mucho.
Llegóse á él Andres y otro jitano caritativo (que aun entre los demonios hay unos peores que otros, y entre muchos malos hombres suele haber alguno bueno), y entre los dos le llevaron.
Hacia la noche clara con luna, de manera que pudieron ver que el hombre era mozo, de gentil rostro y talle: venia vestido todo de lienzo blanco, y atravesada por las espaldas y ceñida á los pechos una como camisa ó talega de lienzo. Llegaron á la barraca ó toldo de Andres, y con presteza encendieron lumbre y luz, y acudió luego la abuela de Preciosa á curar el herido, de quien ya le habian dado cuenta; tomó algunos pelos de los perros, friólos en aceite y lavando primero con vino dos mordeduras que tenia en la pierna izquierda, le puso los pelos con el aceite en ellas, y encima un poco de romero verde mascado: lióselo muy bien con paños limpios, y santiguóle las heridas, y díjole:
—Dormid, amigo, que con el ayuda de Dios no será nada.
En tanto que curaban al herido, estaba Preciosa delante, y estúvole mirando ahincadamente, y lo mismo hacia él á ella, de modo que Andres echó de ver en la atencion con que el mozo la miraba; pero echólo á que la mucha hermosura de Preciosa se llevaba tras sí los ojos. En resolucion, despues de curado el mozo, le dejaron solo sobre un lecho hecho de heno seco, y por entónces no quisieron preguntarle nada de su camino ni de otra cosa.
Apénas se apartaron dél cuando Preciosa llamó á Andres aparte, y le dijo:
—¿Acuérdaste, Andres, de un papel que se me cayó en tu casa cuando bailaba con mis compañeras, que segun creo te dió un mal rato?
—Sí acuerdo, respondió Andres, y era un soneto en tu alabanza, y no malo.
—Pues has de saber, Andres, replicó Preciosa, que el que hizo aquel soneto es ese mozo mordido que dejamos en la choza, y en ninguna manera me engaño, porque me habló en Madrid dos p. 29 ó tres veces, y aun me dió un romance muy bueno: allí andaba á mi parecer como paje, mas no de los ordinarios, sino de los favorecidos de algun príncipe: y en verdad te digo, Andres, que el mozo es discreto y bien razonado, y sobremanera honesto, y no sé qué pueda imaginar desta su venida y en tal traje.
—¿Qué puedes imaginar, Preciosa? respondió Andres; ninguna otra cosa, sino que la misma fuerza que á mí me ha hecho jitano, le ha hecho á él parecer molinero, y venir á buscarte. ¡Ah, Preciosa, Preciosa, y cómo se va descubriendo que te quieres preciar de tener mas de un rendido! y si esto es así, acábame á mí primero, y luego matarás á ese otro, y no quieras sacrificarnos juntos en las aras de tu engaño, por no decir de tu belleza.
—¡Válame Dios! respondió Preciosa, Andres, y ¡cuán delicado andas, y cuán de un sotil cabello tienes colgadas tus esperanzas y mi crédito, pues con tanta facilidad te ha penetrado el alma la dura espada de los celos! Díme, Andres, si en esto hubiera artificio ó engaño alguno, ¿no supiera yo callar y encubrir quién era este mozo? ¿Soy tan necia por ventura que te habia de dar ocasion de poner en duda mi bondad y buen término? Calla, Andres, por tu vida, y mañana procura sacar del pecho deste tu asombro, adónde va, ó á lo que viene; podria ser que estuviese engañada tu sospecha, como yo no lo estoy de que sea el que he dicho: y para mas satisfaccion tuya, pues ya he llegado á términos de satisfacerte, de cualquiera manera y con cualquiera intencion que ese mozo venga, despídele luego, y haz que se vaya, pues todos los de nuestra parcialidad te obedecen, y no habrá ninguno que contra tu voluntad le quiera dar acogida en su rancho; y cuando esto así no suceda, yo te doy mi palabra de no salir del mio, ni dejarme ver de sus ojos, ni de todos aquellos que tú quisieres que no me vean; y prosiguiendo adelante dijo: Mira, Andres, no me pesa á mi de verte celoso, pero pesarme ha mucho si te veo indiscreto.
—Como no me veas loco, Preciosa, respondió Andres, cualquiera otra demostracion será poca ó ninguna para dar á entender adónde llega y cuánto fatiga la amarga y dura presuncion de los celos; pero con todo eso, yo haré lo que me mandas, y sabré, si es que es posible, qué es lo que este señor paje poeta quiere, dónde va, ó qué es lo que busca; que podria ser que por algun hilo que sin cuidado muestre, sacase yo todo el ovillo con que temo viene á enredarme.
—Nunca los celos, á lo que imagino, dijo Preciosa, dejan el entendimiento libre para que pueda juzgar las cosas como ellas son: siempre miran los celosos con antojos de allende, que hacen las cosas pequeñas grandes, los enanos gigantes, y las sospechas verdades: por vida tuya y por la mia, Andres, que procedas en esto y en todo lo que tocare á p. 30 nuestros conciertos cuerda y discretamente; que si así lo hicieres, sé que me has de conceder la palma de honesta y recatada, y de verdadera en todo estremo.
Con esto se despidió de Andres, y él se quedó esperando el dia para tomar la confesion al herido, llena de turbacion el alma y de mil contrarias imaginaciones: no podia creer sino que aquel paje habia venido allí atraido de la hermosura de Preciosa; porque piensa el ladron que todos son de su condicion: por otra parte la satisfaccion que Preciosa le habia dado, le parecia ser de tanta fuerza, que le obligaba á vivir seguro y á dejar en las manos de su bondad toda su ventura.
Llegóse el dia (que á él le pareció haberse tardado mas que otras veces), visitó al mordido, preguntóle cómo se llamaba, y adónde iba, y cómo caminaba tan tarde y tan fuera de camino; aunque primero le preguntó cómo estaba, y si se sentia sin dolor de las mordeduras. Á lo cual respondió el mozo, que se hallaba mejor y sin dolor alguno, y de manera que podria ponerse en camino: á lo de decir su nombre, y adónde iba, no dijo otra cosa sino que se llamaba Alonso Hurtado, y que iba á Nuestra Señora de la Peña de Francia á un cierto negocio, y que por llegar con brevedad caminaba de noche, y que la pasada habia perdido el camino, y acaso habia dado con aquel aduar, donde los perros que le guardaban le habian puesto del modo que habia visto.
No le pareció á Andres legítima esta declaracion, sino muy bastarda, y de nuevo volvieron á hacerle cosquillas en el alma sus sospechas, y así le dijo:
—Hermano, si yo fuera juez, y vos hubiérades caido debajo de mi jurisdicion por algun delito, el cual pidiera que se os hicieran las preguntas que yo os he hecho, la respuesta que me habeis dado obligara á que os apretara los cordeles: yo no quiero saber quién sois, cómo os llamais, ó adónde vais; pero adviértoos que si os conviene mentir en este vuestro viaje, mintais con mas apariencia de verdad: decís que vais á la Peña de Francia, y dejaisla á la mano derecha, mas atras deste lugar donde estamos bien treinta leguas: caminais de noche por llegar presto, y vais fuera de camino por entre bosques y encinares que no tienen sendas apénas, cuanto mas caminos: amigo, levantáos y aprended á mentir, y andad enhorabuena; pero por este buen aviso que os doy, ¿no me diréis una verdad? que sí diréis pues tan mal sabeis mentir: decidme, ¿sois por ventura uno que yo he visto muchas veces en la corte entre paje y caballero, que tenia fama de ser gran poeta, uno que hizo un romance y un soneto á una Jitanilla que los dias pasados andaba por Madrid, que era tenida por singular en la belleza? decídmelo, que yo os prometo por la fe de caballero jitano de guardaros todo el secreto que vos viéredes que os conviene; p. 31 mirad que el negarme la verdad de que no sois el que yo digo, no llevaria camino, porque este rostro que yo veo aquí es el propio que vide en Madrid: sin duda alguna, que la gran fama de vuestro entendimiento me hizo muchas veces que os mirase como á hombre raro é insigne: y así se me quedó tan estampada en la memoria vuestra figura, que os he venido á conocer por ella, aun puesto en el diferente traje en que estais agora del en que yo os vi entónces: no os turbeis, animáos, y no penseis que habeis llegado á un pueblo de ladrones, sino á un asilo que os sabrá guardar y defender de todo el mundo: mirad, yo imagino una cosa, y si es así como lo imagino, vos habeis topado con vuestra buena suerte en haber encontrado conmigo: lo que imagino es que enamorado de Preciosa (aquella hermosa jitanica á quien hicisteis los versos) habeis venido á buscarla, por lo que yo no os tendré en ménos, sino en mucho mas; que aunque jitano, la esperiencia me ha mostrado adónde se estiende la poderosa fuerza de amor y las transformaciones que hace hacer á los que coge debajo de su jurisdicion y mando: si esto es así, como creo que sin duda lo es, aquí está la jitanica.
—Sí, aquí está, que yo la vi anoche, dijo el mordido: razon con que Andres quedó como difunto, pareciéndole que habia salido al cabo con la confirmacion de sus sospechas: Anoche la vi, tornó á referir el mozo; pero no me atrevia á decirle quién era, porque no me convenia.
—Desta manera, dijo Andres, ¿vos sois el poeta que yo he dicho?
—Sí soy, replicó el mancebo, que no lo puedo ni lo quiero negar: quizá podria ser que donde he pensado perderme, hubiese venido á ganarme, si es que hay fidelidad en las selvas y buen acogimiento en los montes.
—Hayle sin duda, respondió Andres, y entre nosotros los jitanos el mayor secreto del mundo: con esta confianza podeis, señor, descubrirme vuestro pecho, porque hallaréis en el mio lo que veréis sin doblez alguna: la Jitanilla es parienta mia y está sujeta á lo que yo quisiere hacer della: si la quisiéredes por esposa, yo y todos sus parientes gustaremos dello, y lo tendremos por bien: y si por amiga, no usarémos de ningun melindre con tal que tengais dineros, porque la codicia por jamas sale de nuestros ranchos.
—Dineros traigo, respondió el mozo; en estas mangas de camisa, que traigo ceñida por el cuerpo, vienen cuatrocientos escudos de oro.
Este fué otro susto mortal que recibió Andres, viendo que el traer tanto dinero no era sino para conquistar ó comprar su prenda; y con lengua ya turbada dijo:
—Buena cantidad es esa, no hay sino descubriros, y manos á la labor, que la muchacha que no es nada boba, verá cuán bien le está ser vuestra.
—¡Ay, amigo! dijo á esta sazon el mozo: quiero que sepais que la fuerza que me ha hecho mudar de traje p. 32 no es la de amor que vos decís, ni de desear á Preciosa; que hermosas tiene Madrid que pueden y saben robar los corazones y rendir las almas tan bien y mejor que las mas hermosas jitanas; puesto que confieso que la hermosura de vuestra parienta á todas las que yo he visto se aventaja: quien me tiene en este traje, á pié y mordido de perros, no es amor, sino desgracia mia.
Con estas razones que el mozo iba diciendo, iba Andres cobrando los espíritus perdidos, pareciéndole que se encaminaban á otro paradero del que se imaginaba, y deseoso de salir de aquella confusion, volvió á reforzarle la seguridad con que podia descubrirse, y así él prosiguió diciendo:
—Yo estaba en Madrid en casa de un título á quien servia, no como á señor, sino como á pariente; este tenia un hijo único heredero suyo, el cual así por el parentesco, como por ser ambos de una edad y de una condicion misma, me trataba con familiaridad y amistad grande: sucedió que este caballero se enamoró de una doncella principal, á quien él escogiera de bonísima gana para su esposa, si no tuviera la voluntad sujeta como buen hijo á la de sus padres, que aspiraban á casarle mas altamente; pero con todo eso la servia á hurto de todos los ojos que pudieran con las lenguas sacar á la plaza sus deseos; solos los mios eran testigos de sus intentos: y una noche que debia de haber escogido la desgracia para el caso que ahora os diré, pasando los dos por la puerta y calle desta señora, vimos arrimados á ella dos hombres al parecer de buen talle: quiso reconocerlos mi pariente, y apénas se encaminó hácia ellos, cuando echaron con mucha lijereza mano á las espadas y á dos broqueles, y se vinieron á nosotros, que hicimos lo mismo, y con iguales armas nos acometimos: duró poco la pendencia, porque no duró mucho la vida de los dos contrarios, que de dos estocadas que guiaron los celos de mi pariente y la defensa que yo le hacia, las perdieron (caso estraño, y pocas veces visto): triunfando pues de lo que aquí no quisiéramos, volvimos á casa, y secretamente tomando todos los dineros que podimos, nos fuimos á San Jerónimo, esperando el dia que descubriese lo sucedido y las presunciones que se tenian de los matadores: supimos que de nosotros no habia indicio alguno, y aconsejáronnos los prudentes religiosos que nos volviésemos á casa, y que no diésemos ni despertásemos con nuestra ausencia alguna sospecha contra nosotros: y ya que estábamos determinados de seguir su parecer, nos avisaron que los señores alcaldes de corte habian preso en su casa á los padres de la doncella y á la misma doncella, y que entre otros criados á quien tomaron la confesion, una criada de la señora dijo como mi pariente paseaba á su señora de noche y de dia, y que con este indicio habian acudido á buscarnos, y no p. 33 hallándonos, sino muchas señales de nuestra fuga, se confirmó en toda la corte ser nosotros los matadores de aquellos dos caballeros (que lo eran, y muy principales). Finalmente, con parecer del conde mi pariente, y del de los religiosos, despues de quince dias que estuvimos escondidos en el monesterio, mi camarada en hábito de fraile con otro fraile se fué la vuelta de Aragon, con intencion de pasarse á Italia, y desde allí á Flándes, hasta ver en qué paraba el caso: yo quise dividir y apartar nuestra fortuna, y que no corriese nuestra suerte por una misma derrota: seguí otro camino diferente del suyo, y en hábito de mozo de fraile, á pié salí con un religioso que me dejó en Talavera; desde allí á aquí he venido solo y fuera de camino, hasta que anoche llegué á este encinar, donde me ha sucedido lo que habeis visto: y si pregunté por el camino de la Peña de Francia, fué por responder algo á lo que se me preguntaba, que en verdad que no sé dónde cae la Peña de Francia, puesto que sé que está mas arriba de Salamanca.
—Así es verdad, respondió Andres, y ya la dejais á mano derecha casi veinte leguas de aquí, porque veais cuán derecho camino llevábades, si allá fuérades.
—El que yo pensaba llevar, replicó el mozo, no es sino á Sevilla, que allí tengo un caballero jinoves, grande amigo del conde mi pariente, que suele enviar á Jénova gran cantidad de plata, y llevo designio que me acomode con los que la suelen llevar como uno dellos, y con esta estratagema seguramente podré pasar hasta Cartagena, y de allí á Italia, porque han de venir dos galeras muy presto á embarcar esta plata. Esta es, buen amigo, mi historia: mirad si puedo decir que nace mas de desgracia pura, que de amores aguados; pero si estos señores jitanos quisiesen llevarme en su compañía hasta Sevilla, si es que van allá, yo se lo pagaria muy bien, que me doy á entender que en su compañía iria mas seguro, y no con el temor que llevo.
—Sí llevarán, respondió Andres; y si no fuéredes en nuestro aduar, porque hasta ahora no sé si va al Andalucía, iréis en otro que creo que habemos de topar dentro de dos ó tres dias, y con darles algo de lo que llevais, facilitaréis con ellos otros imposibles mayores.
Dejóle Andres, y vino á dar cuenta á los demas jitanos de lo que el mozo le habia contado y de lo que pretendia, con el ofrecimiento que hacia de la buena paga y recompensa. Todos fueron de parecer que se quedase en el aduar; solo Preciosa tuvo el contrario: y la abuela dijo que ella no podia ir á Sevilla ni á sus contornos, á causa que los años pasados habia hecho una burla en Sevilla á un gorrero llamado Triguillos, muy conocido en ella, al cual le habia hecho meter en una tinaja de agua hasta el cuello, p. 34 desnudo en carnes, y en la cabeza puesta una corona de cipres esperando el filo de la media noche, para salir de la tinaja á cavar y sacar un gran tesoro que ella le habia hecho creer que estaba en cierta parte de su casa: dijo que como oyó el buen gorrero tocar á maitines, por no perder la coyuntura se dió tanta priesa á salir de la tinaja, que dió con ella y con él en el suelo, y con el golpe y con los cascos se magulló las carnes, derramándose el agua, y él quedó nadando en ella y dando voces, que se anegaba: acudieron al momento su mujer y sus vecinos con luces, y halláronle haciendo efectos de nadador, soplando y arrastrando la barriga por el suelo, y meneando los brazos y las piernas con mucha priesa, y diciendo á grandes voces: Socorro, señores, que me ahogo; tal le tenia el miedo, que verdaderamente pensó que se ahogaba: abrazáronse con él, sacáronle de aquel peligro, volvió en sí, contó la burla de la jitana, y con todo eso cavó en la parte señalada mas de un estado en hondo, á pesar de todos cuantos le decian que era embuste mio; y si no se lo estorbara un vecino suyo, que tocaba ya en los cimientos de su casa, él diera con entrambas en el suelo, si le dejaran cavar todo cuanto él quisiera: súpose este cuento por toda la ciudad, y hasta los muchachos le señalaban con el dedo, y contaban su credulidad y mi embuste.
Esto contó la jitana vieja, y esto dió por escusa para no ir á Sevilla. Los jitanos, que ya sabian de Andres Caballero que el mozo traia dineros en cantidad, con facilidad le acogieron en su compañía y se ofrecieron de guardarle y encubrirle todo el tiempo que él quisiese, y determinaron de torcer el camino á mano izquierda, y entrarse en la Mancha, y en el reino de Murcia.
Llamaron al mozo y diéronle cuenta de lo que pensaban hacer por él; él se lo agradeció, y dió cien escudos de oro para que los repartiesen entre todos. Con esta dádiva quedaron mas blandos que unas martas: solo á Preciosa no contentó mucho la quedada de D. Sancho (que así dijo el mozo que se llamaba), pero los jitanos se lo mudaron en el de Clemente, y así le llamaron desde allí adelante: tambien quedó un poco torcido Andres, y no bien satisfecho de haberse quedado Clemente, por parecerle que con poco fundamento habia dejado sus primeros designios; mas Clemente como si le leyera la intencion, entre otras cosas le dijo se holgaba de ir al reino de Murcia por estar cerca de Cartagena, adonde si viniesen galeras, como él pensaba que habian de venir, pudiese con facilidad pasar á Italia. Finalmente, por traerle mas ante los ojos, y mirar sus acciones, y escudriñar sus pensamientos, quiso Andres que fuese Clemente su camarada, y Clemente tuvo esta amistad por gran favor que se le hacia: p. 35 andaban siempre juntos, gastaban largo, llovian escudos, corrian, saltaban, bailaban y tiraban la barra mejor que ninguno de los jitanos, y eran de las jitanas mas que medianamente queridos, y de los jitanos en todo estremo respetados.
Dejaron pues á Estremadura, y entráronse en la Mancha, y poco á poco fueron caminando al reino de Murcia: en todas las aldeas y lugares que pasaban habia desafíos de pelota, de esgrima, de correr, de saltar, de tirar la barra, y de otros ejercicios de fuerza, maña y lijereza, y de todos salian vencedores Andres y Clemente, como de solo Andres queda dicho; y en todo este tiempo, que fué mas de mes y medio, nunca tuvo Clemente ocasion, ni él la procuró, de hablar á Preciosa, hasta que un dia estando juntos Andres y ella, llegó él á la conversacion porque le llamaron, y Preciosa le dijo:
—Desde la vez primera que llegaste á nuestro aduar te conocí, Clemente, y se me vinieron á la memoria los versos que en Madrid me diste; pero no quise decir nada por no saber con qué intencion venias á nuestras estancias, y cuando supe tu desgracia me pesó en el alma, y se aseguró mi pecho que estaba sobresaltado, pensando que como habia D. Juanes en el mundo que se mudaban en Andreses, así podia haber D. Sanchos que se mudasen en otros nombres: háblote desta manera, porque Andres me ha dicho que te ha dado cuenta de quién es, y de la intencion con que se ha vuelto jitano (y así era la verdad, que Andres le habia hecho sabidor de toda su historia por poder comunicar con él sus pensamientos): y no pienses que te fué de poco provecho el conocerte, pues por mi respeto y por lo que yo de tí dije, se facilitó el acogerte y admitirte en nuestra compañía, donde plega á Dios te suceda todo el bien que acertares á desearte: este buen deseo quiero que me pagues en que no afees á Andres la bajeza de su intento, ni le pintes cuán mal le está perseverar en este estado: que puesto que yo imagino que debajo de los candados de mi voluntad está la suya, todavía me pesaria de verle dar muestras, por mínimas que fuesen, de algun arrepentimiento.
Á esto respondió Clemente:
—No pienses, Preciosa única, que D. Juan con lijereza de ánimo me descubrió quién era: primero le conocí yo, y primero me descubrieron sus ojos sus intentos: primero le dije yo quién era, y primero le adiviné la prision de su voluntad que tú señalas, y él dándome el crédito que era razon que me diese, fió de mi secreto el suyo, y él es buen testigo si alabé su determinacion y escogido empleo; que no soy, ó Preciosa, de tan corto ingenio que no alcance hasta dónde se estienden las fuerzas de la hermosura; y la tuya, por pasar de los límites de los mayores estremos de belleza, es disculpa bastante de mayores p. 36 yerros, si es que deben llamarse yerros los que se hacen con tan forzosas causas: agradézcote, señora, lo que en mi crédito dijiste, y yo pienso pagártelo en desear que estos enredos amorosos salgan á fines felices, y que tú goces de tu Andres, y Andres de su Preciosa en conformidad y gusto de sus padres, porque de tan hermosa junta veamos en el mundo los mas bellos renuevos que pueda formar la bien intencionada naturaleza: esto desearé yo, Preciosa, y esto le diré siempre á tu Andres, y no cosa alguna que le divierta de sus bien colocados pensamientos.
Con tales afectos dijo las razones pasadas Clemente, que estuvo en duda Andres si las habia dicho como enamorado ó como comedido; que la infernal enfermedad celosa es tan delicada y de tal manera, que en los átomos del sol se pega, y de los que tocan á la cosa amada se fatiga el amante y se desespera; pero con todo esto no tuvo celos confirmados, mas fiado de la bondad de Preciosa, que de la ventura suya; que siempre los enamorados se tienen por infelices en tanto que no alcanzan lo que desean. En fin, Andres y Clemente eran camaradas y grandes amigos, asegurándolo todo la buena intencion de Clemente, y el recato y prudencia de Preciosa, que jamas dió ocasion á que Andres tuviese della celos.
Tenia Clemente sus puntas de poeta, como lo mostró en los versos que dió á Preciosa, y Andres se picaba un poco, y entrambos eran aficionados á la música. Sucedió pues que estando el aduar alojado en un valle cuatro leguas de Murcia, una noche por entretenerse, sentados los dos, Andres al pié de un alcornoque, Clemente al de una encina, cada uno con una guitarra, convidados del silencio de la noche comenzando Andres y respondiendo Clemente, cantaron estos versos:
A. Mira, Clemente, el estrellado velo
Con que esta noche fria
Compite con el dia,
De luces bellas adornado el cielo:
Y en esta semejanza,
Si tanto tu divino ingenio alcanza,
Aquel rostro figura
Donde asiste el estremo de hermosura.
C. Donde asiste el estremo de hermosura,
Y adonde la preciosa
Honestidad hermosa
Con todo estremo de bondad se apura:
En un sujeto cabe,
Que no hay humano ingenio que le alabe,
Si no toca en divino,
En alto, en raro, en grave y peregrino.
A. En alto, en raro, en grave y peregrino
Estilo nunca usado,
Al cielo levantado,
Por dulce al mundo y sin igual camino.
p. 37Tu nombre, ¡oh Jitanilla!
Causando asombro, espanto y maravilla,
La fama yo quisiera
Que le llevara hasta la octava esfera.
C. Que le llevara hasta la octava esfera
Fuera decente y justo,
Dando á los cielos gusto
Cuando el son de su nombre allá se oyera;
Y en la tierra causara
Por donde el dulce nombre resonara
Música en los oidos,
Paz en las almas, gloria en los sentidos.
A. Paz en las almas, gloria en los sentidos
Se siente cuando canta
La sirena que encanta,
Y adormece á los mas apercebidos:
Y tal es mi Preciosa,
Que es lo ménos que tiene ser hermosa:
Dulce regalo mio,
Corona del donaire, honor del brio.
C. Corona del donaire, honor del brio
Eres, bella Jitana,
Frescor de la mañana,
Céfiro blando en el ardiente estío:
Rayo con que amor ciego
Convierte el pecho mas de nieve en fuego:
Fuerza que ansí la hace
Que blandamente mata y satisface.
Señales iban dando de no acabar tan presto el libre y el cautivo, si no sonara á sus espaldas la voz de Preciosa que las suyas habia escuchado: suspendiólos el oirla, y sin moverse, prestándola maravillosa atencion, la escucharan: ella (no sé si de improviso, ó si en algun tiempo los versos que cantaba le compusieron) con estremada gracia, como si para responderles fueran hechos, cantó los siguientes.
En esta empresa amorosa
Donde el amor entretengo,
Por mayor ventura tengo
Ser honesta que hermosa.
La que es mas humilde planta,
Si la subida endereza
Por gracia ó naturaleza,
Á los cielos se levanta.
En este mi bajo cobre
Siendo honestidad su esmalte,
No hay buen deseo que falte,
Ni riqueza que no sobre.
No me causa alguna pena
No quererme ó no estimarme;
Que yo pienso fabricarme
Mi suerte y ventura buena.
Haga yo lo que en mí es
Que á ser buena me encamine,
Y haga el cielo y determine
Lo que quisiere despues.
Quiero ver si la belleza
Tiene tal prerogativa,
Que me encumbre tan arriba
Que aspire á mayor alteza.
Si las almas son iguales,
Podrá la de un labrador
Igualarse por valor
Con las que son imperiales.
De la mia lo que siento
Me sube al grado mayor,
Porque majestad y amor
No tienen un mismo asiento.
Aquí dió fin Preciosa á su canto, y Andres y Clemente se levantaron á recebilla: pasaron entre los tres discretas razones, y Preciosa descubrió en las suyas su discrecion, su honestidad y su agudeza, de tal manera que en Clemente halló p. 38 disculpa la intencion de Andres, que aun hasta entónces no la habia hallado, juzgando mas á mocedad que á cordura su arrojada determinacion.
Aquella mañana se levantó el aduar, y se fueron á alojar en un lugar de la jurisdicion de Murcia, tres leguas de la ciudad, donde le sucedió á Andres una desgracia que le puso en punto de perder la vida; y fué que despues de haber dado en aquel lugar algunos vasos y prendas de plata en fianzas como tenian de costumbre, Preciosa y su abuela, y Cristina con otras dos jitanillas, y los dos, Clemente y Andres, se alojaron en un meson de una viuda rica, la cual tenia una hija de edad de diez y siete ó diez y ocho años, algo mas desenvuelta que hermosa, y por mas señas se llamaba Juana Carducha: esta habiendo visto bailar á las jitanas y jitanos, la tomó el diablo, y se enamoró de Andres tan fuertemente que propuso de decírselo y tomarle por marido, si él quisiese, aunque á todos sus parientes les pesase; y así buscó coyuntura para decírselo, y hallóla en un corral donde Andres habia entrado á requerir dos pollinos: llegóse á él, y con priesa por no ser vista le dijo:
—Andres (que ya sabia su nombre), yo soy doncella y rica, que mi madre no tiene otro hijo sino á mí, y este meson es suyo, y amen desto tiene muchos majuelos, y otros dos pares de casas; hasme parecido bien; si me quieres por esposa, á tí te está bien, respóndeme presto, y si eres discreto quédate, y verás qué vida nos damos.
Admirado quedó Andres de la resolucion de la Carducha, y con la presteza que ella pedia, le respondió:
—Señora doncella, yo estoy apalabrado para casarme, y los jitanos no nos casamos sino con jitanas: guárdela Dios por la merced que me queria hacer, de que yo no soy digno.
No estuvo en dos dedos de caerse muerta la Carducha con la aceda respuesta de Andres, á quien replicara, si no viera que entraban en el corral otras jitanas: salióse corrida y asendereada, y de buena gana se vengara si pudiera. Andres como discreto determinó de poner tierra en medio, y desviarse de aquella ocasion que el diablo le ofrecia; que bien leyó en los ojos de la Carducha que sin los lazos matrimoniales se le entregara á toda su voluntad, y no quiso verse pié á pié y solo en aquella estacada; y así pidió á todos los jitanos que aquella noche se partiesen de aquel lugar. Ellos, que siempre le obedecian, lo pusieron luego por obra, y cobrando sus fianzas aquella tarde, se fueron.
La Carducha, que vió que en irse Andres se le iba la mitad de su alma, y que no le quedaba tiempo para solicitar el cumplimiento de sus deseos, ordenó de hacer quedar á Andres por fuerza, ya que de grado no podia: y así con la industria, sagacidad y p. 39 secreto que su mal intento le enseñó, puso entre las alhajas de Andres, que ella conoció por suyas, unos ricos corales, y dos patenas de plata con otros brincos suyos; y apénas habian salido del meson, cuando dió voces diciendo que aquellos jitanos le llevaban robadas sus joyas, á cuyas voces acudió la justicia y toda la gente del pueblo.
Los jitanos hicieron alto, y todos juraban que ninguna cosa llevaban hurtada, y que ellos harian patentes todos los sacos y repuestos de su aduar: desto se congojó mucho la jitana vieja, temiendo en aquel escrutinio no se manifestasen los dijes de la Preciosa y los vestidos de Andres, que ella con gran cuidado y recato guardaba; pero la buena de la Carducha lo remedió con mucha brevedad todo, porque al segundo envoltorio que miraron, dijo que preguntasen cuál era el de aquel jitano gran bailador que ella habia visto entrar en su aposento dos veces, y que podria ser que aquel las llevase. Entendió Andres que por él lo decia, y riéndose, dijo:
—Señora doncella, esta es mi recámara, y este es mi pollino; si vos halláredes en ella ni en él lo que os falta, yo os lo pagaré con las setenas, fuera de sujetarme al castigo que la ley da á los ladrones.
Acudieron luego los ministros de la justicia á desbalijar el pollino, y á pocas vueltas dieron con el hurto, de que quedó tan espantado Andres y tan absorto, que no pareció sino estatua sin voz, de piedra dura.
—¿No sospeché yo bien? dijo á esta sazon la Carducha: mirad con qué buena cara se encubre un ladron tan grande.
El alcalde, que estaba presente, comenzó á decir mil injurias á Andres y á todos los jitanos, llamándolos de públicos ladrones y salteadores de caminos. Á todo callaba Andres, suspenso é imaginativo, y no acababa de caer en la traicion de la Carducha. En esto se llegó á él un soldado bizarro, sobrino del alcalde, diciendo:
—¿No veis cuál se ha quedado el jitanico podrido de hurtar? apostaré yo que hace melindres, y que niega el hurto con habérsele cogido en las manos: que bien haya quien no os echa en galeras á todos; mirad si estuviera mejor este bellaco en ellas, sirviendo á su Majestad, que no andarse bailando de lugar en lugar, y hurtando de venta en monte: á fe de soldado, que estoy por darle una bofetada que le derribe á mis piés.
Y diciendo esto, sin mas ni mas alzó la mano, y le dió un bofeton tal que le hizo volver de su embelesamiento, y le hizo acordar que no era Andres Caballero, sino D. Juan y caballero; y arremetiendo al soldado con mucha presteza y mas cólera le arrancó su misma espada de la vaina, y se la envainó en el cuerpo, dando con él muerto en tierra.
Aquí fué el gritar del pueblo: aquí el amohinarse el tio alcalde: aquí el desmayarse Preciosa, y el turbarse Andres de verla p. 40 desmayada: aquí el acudir todos á las armas, y dar tras el homicida; creció la confusion, creció la grita, y por acudir Andres al desmayo de Preciosa, dejó de acudir á su defensa; y quiso la suerte que Clemente no se hallase al desastrado suceso, que con los bagajes habia ya salido del pueblo: finalmente, tantos cargaron sobre Andres, que le prendieron y le aherrojaron con dos muy gruesas cadenas: bien quisiera el alcalde ahorcarle luego, si estuviera en su mano; pero hubo de remitirle á Murcia, por ser de su jurisdicion: no le llevaron hasta otro dia, y en el que allí estuvo pasó Andres muchos martirios y vituperios, que el indignado alcalde y sus ministros, y todos los del lugar le hicieron. Prendió el alcalde todos los mas jitanos y jitanas que pudo, porque los mas huyeron, y entre ellos Clemente, que temió ser cogido y descubierto.
Finalmente, con la sumaria del caso, y con una gran cáfila de jitanos entraron el alcalde y sus ministros, con otra mucha gente armada, en Murcia, entre los cuales iba Preciosa, y el pobre Andres ceñido de cadenas sobre un macho y con esposas y piedeamigo. Salió toda Murcia á ver los presos, que ya se tenia noticia de la muerte del soldado. Pero la hermosura de Preciosa aquel dia fué tanta, que ninguno la miraba que no la bendecia, y llegó la nueva de su belleza á los oidos de la señora corregidora, que por curiosidad de verla hizo que el corregidor su marido mandase que aquella jitanica no entrase en la cárcel, y todos los demas sí, y á Andres le pusieron en un estrecho calabozo, cuya escuridad y la falta de la luz de Preciosa le trataron de manera, que bien pensó no salir de allí sino para la sepultura. Llevaron á Preciosa con su abuela á que la corregidora la viese, y así como la vió, dijo:
—Con razon la alaban de hermosa.
Y llegándola á sí la abrazó tiernamente, y no se hartaba de mirarla; y preguntó á su abuela que qué edad tendria aquella niña.
—Quince años, respondió la jitana, dos meses mas ó ménos.
—Esos tuviera agora la desdichada de mi Costanza: ¡ay, amigas! que esta niña me ha renovado mi desventura, dijo la corregidora.
Tomó en esto Preciosa las manos de la corregidora, y besándoselas muchas veces se las bañaba con lágrimas, y le decia:
—Señora mia, el jitano que está preso no tiene culpa, porque fué provocado: llamáronle ladron, y no lo es: diéronle un bofeton en su rostro, que es tal que en él se descubre la bondad de su ánimo: por Dios y por quien vos sois, señora, que le hagais guardar su justicia, y que el señor corregidor no se dé priesa á ejecutar en él el castigo con que las leyes le amenazan: y si algun agrado os ha dado mi hermosura, entretenedla con entretener el preso, porque en el fin de su vida está el de la mia: él ha p. 41 de ser mi esposo, y justos y honestos impedimentos han estorbado que aun hasta ahora no nos habemos dado las manos: si dineros fueren menester para alcanzar perdon de la parte, todo nuestro aduar se venderá en pública almoneda, y se dará aun mas de lo que pidieren: señora mia, si sabeis qué es amor, y algun tiempo le tuvisteis, y ahora le teneis á vuestro esposo, doléos de mí, que amo tierna y honestamente al mio.
En todo el tiempo que esto decia, nunca la dejó las manos ni apartó los ojos de mirarla atentísimamente, derramando amargas y piadosas lágrimas en mucha abundancia: asimismo la corregidora la tenia á ella asida de las suyas, mirándola ni mas ni ménos con no menor ahinco, y con no mas pocas lágrimas. Estando en esto entró el corregidor, y hallando á su mujer y á Preciosa tan llorosas y tan encadenadas, quedó suspenso así de su llanto como de su hermosura: preguntó la causa de aquel sentimiento, y la respuesta que dió Preciosa fué soltar las manos de la corregidora, y asirse de los piés del corregidor, diciéndole:
—Señor, misericordia: si mi esposo muere, yo soy muerta: él no tiene culpa, pero si la tiene, déseme á mí la pena: y si esto no puede ser, á lo ménos entreténgase el pleito en tanto que se procuran y buscan los medios posibles para su libertad; que podrá ser que al que no pecó de malicia le enviase el cielo la salud de gracia.
Con nueva suspension quedó el corregidor de oir las discretas razones de la jitanilla, y que ya, si no fuera por no dar indicios de flaqueza, le acompañara en sus lágrimas. En tanto que esto pasaba, estaba la jitana vieja considerando grandes, muchas y diversas cosas, y al cabo de toda esta suspension é imaginacion, dijo:
—Espérenme vuesas mercedes, señores mios, un poco, que yo haré que estos llantos se conviertan en risa, aunque á mí cueste la vida.
Y así con lijero paso se salió de donde estaba, dejando á los presentes confusos con lo que dicho habia.
En tanto pues que ella volvia, nunca dejó Preciosa las lágrimas ni los ruegos de que se entretuviese la causa de su esposo, con intencion de avisar á su padre que viniese á entender en ella. Volvió la jitana con un pequeño cofre debajo del brazo, y dijo al corregidor que con su mujer y ella se entrasen en un aposento, que tenia grandes cosas que decirles en secreto. El corregidor, creyendo que algunos hurtos de los jitanos queria descubrirle por tenerle propicio en el pleito del preso, al momento se retiró con ella y con su mujer en su recámara, adonde la jitana, hincándose de rodillas ante los dos, les dijo:
—Si las buenas nuevas que os quiero dar, señores, no merecieren alcanzar en albricias el perdon de un gran pecado mio, aquí estoy para recebir el castigo que quisiéredes darme; p. 42 pero ántes que lo confiese, quiero que me digais, señores, primero, si conoceis estas joyas.
Y descubriendo un cofrecito donde venian las de Preciosa, se le puso en las manos al corregidor, y en abriéndole vió aquellos dijes pueriles; pero no cayó en lo que podian significar: mirólos tambien la corregidora, pero tampoco dió en la cuenta; solo dijo:
—Estos son adornos de alguna pequeña criatura.
—Así es la verdad, dijo la jitana, y de qué criatura sean lo dice ese escrito que está en ese papel doblado.
Abrióle con priesa el corregidor, y leyó que decia:
Llamábase la niña Doña Costanza de Acevedo y de Menéses, su madre Doña Guiomar de Menéses, y su padre D. Fernando de Acevedo, caballero del hábito de Calatrava: desparecíla dia de la Ascension del Señor, á las ocho de la mañana, del año de mil y quinientos y noventa y cinco: traia la niña puestos estos brincos que en este cofre están guardados.
Apénas hubo oido la corregidora las razones del papel, cuando reconoció los brincos, se los puso á la boca, y dándoles infinitos besos, se cayó desmayada; acudió el corregidor á ella ántes que á preguntar á la jitana por su hija, y habiendo vuelto en sí, dijo:
—Mujer buena, ántes ángel que jitana, ¿adónde está el dueño, digo, la criatura cuyos eran estos dijes?
—¿Adónde, señora? respondió la jitana: en vuestra casa la teneis, aquella jitanica que os sacó las lágrimas de los ojos es su dueño, y es sin duda alguna vuestra hija, que yo la hurté en Madrid de vuestra casa el dia y hora que ese papel dice.
Oyendo esto la turbada señora, soltó los chapines, y desalada y corriendo salió á la sala, adonde habia dejado á Preciosa, y hallóla rodeada de sus doncellas y criadas, todavía llorando; arremetió á ella, y sin decirle nada, con gran priesa le desabrochó el pecho, y miró si tenia debajo de la teta izquierda una señal pequeña á modo de lunar blanco con que habia nacido, y hallóle ya grande, que con el tiempo se habia dilatado: luego con la misma celeridad la descalzó, y descubrió un pié de nieve y de marfil hecho á torno, y vió en él lo que buscaba, que era que los dos dedos últimos del pié derecho se trababan el uno con el otro por medio con un poquito de carne, la cual cuando niña nunca se la habian querido cortar por no darle pesadumbre. El pecho, los dedos, los brincos, el dia señalado del hurto, la confesion de la jitana, y el sobresalto y alegría que habian recebido sus padres cuando la vieron, con toda la verdad confirmaron en el alma de la corregidora ser Preciosa su hija; y así cogiéndola en sus brazos se volvió con ella adonde el corregidor y la jitana estaban.
Iba Preciosa confusa, que no sabia á qué efecto se habian hecho con ella aquellas diligen p. 43 cias, y mas viéndose llevar en brazos de la corregidora, y que le daba de un beso hasta ciento. Llegó en fin con la preciosa carga Doña Guiomar á la presencia de su marido, y trasladándola de sus brazos á los del corregidor, le dijo:
—Recebid, señor, á vuestra hija Costanza, que esta es sin duda; no lo dudeis, señor, en ningun modo, que la señal de los dedos juntos y la del pecho he visto; y mas que á mí me lo está diciendo el alma desde el instante que mis ojos la vieron.
—No lo dudo, respondió el corregidor teniendo en sus brazos á Preciosa, que los mismos efectos han pasado por la mia que por la vuestra; y mas que tantas particularidades juntas ¿cómo podian suceder si no fuera por milagro?
Toda la gente de casa andaba absorta, preguntando unos á otros qué seria aquello, y todos daban bien léjos del blanco; que ¿quién habia de imaginar que la Jitanilla era hija de sus señores?
El corregidor dijo á su mujer, y á su hija, y á la jitana vieja, que aquel caso estuviese secreto hasta que él le descubriese: y asimismo dijo á la vieja que él perdonaba el agravio que le habia hecho en hurtarle la mitad de su alma, pues la recompensa de habérsela vuelto mayores albricias merecia; y que solo le pesaba que sabiendo ella la calidad de Preciosa, la hubiese desposado con un jitano, y mas con un ladron y homicida.
—¡Ay! dijo á esto Preciosa, señor mio, que ni es jitano ni ladron, puesto que es matador; pero fué del que le quitó la honra, y no pudo hacer ménos de mostrar quién era, y matarle.
—¿Cómo que no es jitano, hija mia? dijo Doña Guiomar.
Entónces la jitana vieja contó brevemente la historia de Andres Caballero, y que era hijo de D. Francisco de Cárcamo, caballero del hábito de Santiago, y que se llamaba D. Juan de Cárcamo, asimismo del mismo hábito, cuyos vestidos ella tenia cuando los mudó en los de jitano. Contó tambien el concierto que entre Preciosa y D. Juan estaba hecho de guardar dos años de aprobacion para desposarse ó no: puso en su punto la honestidad de entrambos, y la agradable condicion de D. Juan. Tanto se admiraron desto como del hallazgo de su hija, y mandó el corregidor á la jitana que fuese por los vestidos de D. Juan: ella lo hizo ansí, y volvió con otro jitano que los trujo.
En tanto que ella iba y volvia, hicieron sus padres á Preciosa cien mil preguntas, á que respondió con tanta discrecion y gracia, que aunque no la hubieran reconocido por hija, los enamorara: preguntáronla si tenia alguna aficion á D. Juan: respondió que no mas de aquella que le obligaba á ser agradecida á quien se habia querido humillar á ser jitano por ella; pero que ya no se estenderia á mas el agradecimiento de aquello que sus señores padres quisiesen.
—Calla, hija Preciosa, dijo p. 44 su padre, que este nombre de Preciosa quiero que se te quede en memoria de tu pérdida y de tu hallazgo, que yo como tu padre tomo á cargo el ponerte en estado que no desdiga de quien eres.
Suspiró oyendo esto Preciosa, y su madre como discreta entendió que suspiraba de enamorada de D. Juan, y dijo á su marido:
—Señor, siendo tan principal D. Juan de Cárcamo como lo es, y queriendo tanto á nuestra hija, no nos estaria mal dársela por esposa.
Y él respondió:
—Aun apénas hoy la habemos hallado, ¿y ya quereis que la perdamos? Gocémosla algun tiempo, que en casándola no será nuestra, sino de su marido.
—Razon teneis, señor, respondió ella; pero dad órden de sacar á D. Juan, que debe de estar en algun calabozo metido, pasando las penalidades que se pueden considerar de sus prisiones, las humedades y sabandijas inmundas, que inquietan á los pobres pacientes, que están esperando salga el dia para gozarle, y verse libres de tanta opresion y mala vecindad como padecen.
—Sí, estará, dijo Preciosa, que á un ladron matador, y sobre todo jitano, no le habrán dado mejor estancia.
—Yo quiero ir á verle, como que le voy á tomar la confesion, respondió el corregidor, y de nuevo os encargo, señora, que nadie sepa esta historia hasta que yo lo quiera.
Y abrazando á Preciosa, fué luego á la cárcel y entró en el calabozo donde D. Juan estaba, y no quiso que nadie entrase con él: hallóle con entrambos piés en un cepo, y con las esposas á las manos, y que aun no le habian quitado el piedeamigo: era la estancia escura, pero hizo que por arriba abriesen una lumbrera, por donde entraba luz, aunque muy escasa; y así como le vió, le dijo:
—¿Cómo está la buena pieza? que así tuviera yo atraillados cuantos jitanos hay en España para acabar con ellos en un dia, como Neron quisiera en otro con Roma, sin dar mas de un golpe: sabed, ladron puntoso, que yo soy el corregidor desta ciudad, y vengo á saber de mí á vos, si es verdad que es vuestra esposa una Jitanilla que viene con vosotros.
Oyendo esto Andres imaginó que el corregidor se debia haber enamorado de Preciosa; que los celos son de cuerpos sutiles y se entran por otros cuerpos sin romperlos, apartarlos ni dividirlos; pero con todo esto respondió:
—Si ella ha dicho que yo soy su esposo, es mucha verdad: y si ha dicho que no lo soy, tambien ha dicho verdad, porque no es posible que Preciosa diga mentira.
—¿Tan verdadera es? respondió el corregidor; no es poco serlo para ser jitana: ahora bien, mancebo, ella ha dicho que es vuestra esposa, pero que nunca os ha dado la mano; ha sabido que segun es vuestra culpa habeis de morir por ella, y hame pedido que ántes de vuestra muerte la despose con vos, porque se quiere honrar con quedar viuda de p. 45 un tan gran ladron como vos.
—Pues hágalo vuesa merced, señor corregidor, como ella lo suplica, que como yo me despose con ella, iré contento á la otra vida como parta desta con nombre de ser suyo.
—Mucho la debeis de querer, dijo el corregidor.
—Tanto, respondió el preso, que á poderlo decir no fuera nada: en efecto, señor corregidor, mi causa se concluya: yo maté al que me quiso quitar la honra: yo adoro á esa jitana, moriré contento si muero en su gracia, y sé que no nos ha de faltar la de Dios, pues entrambos habemos guardado honestamente y con puntualidad lo que nos prometimos.
—Pues esta noche enviaré por vos, dijo el corregidor, y en mi casa os desposaréis con Preciosica, y mañana á mediodía estaréis en la horca, con lo que yo habré cumplido con lo que pide la justicia y con el deseo de entrambos.
Agradecióselo Andres; y el corregidor volvió á su casa y dió cuenta á su mujer de lo que con D. Juan habia pasado, y de otras cosas que pensaba hacer.
En el tiempo que él faltó de su casa, dió cuenta Preciosa á su madre de todo el discurso de su vida, y de cómo siempre habia creido ser jitana y ser nieta de aquella vieja; pero que siempre se habia estimado en mucho mas de lo que de ser jitana se esperaba. Preguntóle su madre que le dijese la verdad, si queria bien á D. Juan de Cárcamo. Ella con vergüenza y con los ojos en el suelo le dijo que por haberse considerado jitana, y que mejoraba su suerte con casarse con un caballero de hábito y tan principal como D. Juan de Cárcamo, y por haber visto por esperiencia su buena condicion y honesto trato, alguna vez le habia mirado con ojos aficionados; pero que en resolucion ya habia dicho que no tenia otra voluntad de aquella que ellos quisiesen.
Llegóse la noche, y siendo casi las diez sacaron á Andres de la cárcel sin las esposas y el piedeamigo, pero no sin una gran cadena que desde los piés todo el cuerpo le ceñia. Llegó deste modo sin ser visto de nadie sino de los que le traian en casa del corregidor, y con silencio y recato le entraron en un aposento donde le dejaron solo: de allí á un rato entró un clérigo, y le dijo que se confesase, porque habia de morir otro dia. Á lo cual respondió Andres:
—De muy buena gana me confesaré; pero ¿cómo no me desposan primero? Y si me han de desposar, por cierto que es muy malo el tálamo que me espera.
Doña Guiomar, que todo esto sabia, dijo á su marido que eran demasiados los sustos que á D. Juan daba, que los moderase, porque podria ser perdiese la vida con ellos. Parecióle buen consejo al corregidor y así entró á llamar al que le confesaba, y díjole que primero habian de desposar al jitano con Preciosa la jitana, y p. 46 que despues se confesaria, y que se encomendase á Dios de todo corazon, que muchas veces suele llover sus misericordias en el tiempo que están mas secas las esperanzas.
En efecto, Andres salió á una sala donde estaban solamente Doña Guiomar, el corregidor, Preciosa y otros dos criados de casa. Pero cuando Preciosa vió á D. Juan ceñido y aherrojado con tan gran cadena, descolorido el rostro y los ojos con muestra de haber llorado, se le cubrió el corazon, y se arrimó al brazo de su madre que junto á ella estaba, la cual abrazándola consigo, le dijo:
—Vuelve en tí, niña, que todo lo que ves ha de redundar en tu gusto y provecho.
Ella, que estaba ignorante de aquello, no sabia cómo consolarse, y la jitana vieja estaba turbada, y los circunstantes colgados del fin de aquel caso.
El corregidor dijo:
—Señor tiniente-cura, este jitano y esta jitana son los que vuesa merced ha de desposar.
—Eso no podré yo hacer, si no preceden primero las circunstancias que para tal caso se requieren: ¿dónde se han hecho las amonestaciones? ¿adónde está la licencia de mi superior para que con ellas se haga el desposorio?
—Inadvertencia ha sido mia, respondió el corregidor; pero yo haré que el vicario la dé.
—Pues hasta que la vea, respondió el tiniente-cura, estos señores perdonen.
Y sin replicar mas palabra, porque no sucediese algun escándalo, se salió de casa, y los dejó á todos confusos.
—El padre ha hecho muy bien, dijo á esta sazon el corregidor, y podria ser fuese providencia del cielo esta para que el suplicio de Andres se dilate, porque en efecto él se ha de desposar con Preciosa, y han de preceder primero las amonestaciones, donde se dará tiempo al tiempo, que suele dar dulce salida á muchas amargas dificultades: y con todo esto querria saber de Andres, si la suerte encaminase sus sucesos de manera que sin estos sustos y sobresaltos se hallase esposo de Preciosa, ¿si se tendria por dichoso ya siendo Andres Caballero, ó ya D. Juan de Cárcamo?
Así como oyó Andres nombrarse por su nombre, dijo:
—Pues Preciosa no ha querido contenerse en los límites del silencio, y ha descubierto quién soy, aunque esa buena dicha me hallara hecho monarca del mundo, la tuviera en tanto que pusiera término á mis deseos, sin osar desear otro bien sino el del cielo.
—Pues por ese buen ánimo que habeis mostrado, señor D. Juan de Cárcamo, á su tiempo haré que Preciosa sea vuestra legítima consorte, y agora os la doy y entrego en esperanza por la mas rica joya de mi casa, y de mi vida, y de mi alma, y estimadla en lo que decís, porque en ella os doy á Doña Costanza de Acevedo y Menéses, mi única hija, la cual si os iguala en el amor, no os desdice nada en el linaje.
Atónito quedó Andres viendo p. 47 el amor que le mostraban, y en breves razones Doña Guiomar contó la pérdida de su hija y su hallazgo con las certísimas señas que la jitana vieja habia dado de su hurto, con que acabó D. Juan de quedar atónito y suspenso, pero alegre sobre todo encarecimiento abrazó á sus suegros, llamólos padres y señores suyos, besó las manos á Preciosa, que con lágrimas le pedia las suyas.
Rompióse el secreto, salió la nueva del caso con la salida de los criados que habian estado presentes: el cual sabido por el alcalde, tio del muerto, vió tomados los caminos de su venganza, pues no habia de tener lugar el rigor de la justicia para ejecutarla en el yerno del corregidor.
Vistióse D. Juan los vestidos de camino que allí habia traido la jitana; volviéronse las prisiones y cadenas de hierro en libertad y cadenas de oro: la tristeza de los jitanos presos en alegría, pues otro dia los dieron en fiado: recibió el tio del muerto la promesa de dos mil ducados que le hicieron porque bajase de la querella y perdonase á D. Juan, el cual no olvidándose de su camarada Clemente, le hizo buscar; pero no le hallaron ni supieron dél hasta que desde allí á cuatro dias tuvo nuevas ciertas que se habia embarcado en una de dos galeras de Génova que estaban en el puerto de Cartagena y ya se habian partido.
Dijo el corregidor á D. Juan que tenia por nueva cierta que su padre D. Francisco de Cárcamo estaba proveido por corregidor de aquella ciudad, y que seria bien esperalle para que con su beneplácito y consentimiento se hiciesen las bodas. D. Juan dijo que no saldria de lo que él ordenase; pero que ante todas cosas se habia de desposar con Preciosa.
Concedió licencia el arzobispo para que con sola una amonestacion se hiciese. Hizo fiestas la ciudad, por ser muy bienquisto el corregidor, con luminarias, toros y cañas el dia del desposorio: quedóse la jitana vieja en casa, que no se quiso apartar de su nieta Preciosa: llegaron las nuevas á la corte del caso y casamiento de la Jitanilla: supo D. Francisco de Cárcamo ser su hijo el jitano, y ser la Preciosa la Jitanilla que él habia visto, cuya hermosura disculpó con él la liviandad de su hijo, que ya le tenia por perdido, por saber que no habia ido á Flándes; y mas porque vió cuán bien le estaba el casarse con hija de tan gran caballero y tan rico como era D. Fernando de Acevedo: dió priesa á su partida por llegar presto á ver á sus hijos, y dentro de veinte dias ya estaba en Murcia, con cuya llegada se renovaron los gustos, se hicieron las bodas, se contaron las vidas, y los poetas de la ciudad, que hay algunos y muy buenos, tomaron á cargo celebrar el extraño caso, juntamente con la sin p. 48 igual belleza de la Jitanilla; y de tal manera escribió el famoso licenciado Pozo, que en sus versos durará la fama de la Preciosa miéntras los siglos duraren.
Olvidábaseme de decir cómo la enamorada mesonera descubrió á la justicia no ser verdad lo del hurto de Andres el jitano, y confesó su amor y su culpa, á quien no respondió pena alguna, porque en la alegría del hallazgo de los desposados se enterró la venganza y resucitó la clemencia.
p. 49
—¡Oh lamentables ruinas de la desdichada Nicosia, apénas enjutas de la sangre de vuestros valerosos y mal afortunados defensores! Si como careceis de sentido, le tuviérades ahora, en esta soledad donde estamos, pudiéramos lamentar juntamente nuestras desgracias, y quizá el haber hallado compañía en ellas aliviaria nuestro tormento: esta esperanza os puede haber quedado, mal derribados torreones, que otra vez, aunque no para tan justa defensa como la en que os derribaron, os podeis ver levantados; mas yo desdichado ¿qué bien podré esperar en la miserable estrecheza en que me hallo, aunque vuelva al estado en que estaba ántes deste en que me veo? tal es mi desdicha, que en la libertad fuí sin ventura, y en el cautiverio ni la tengo ni la espero.
Estas razones decia un cautivo cristiano, mirando desde un recuesto las murallas derribadas de la ya perdida Nicosia, y así hablaba con ellas, y hacia comparacion de sus miserias á las suyas, como si ellas fueran capaces de entenderle (propia condicion de afligidos, que llevados de sus imaginaciones hacen y dicen cosas ajenas de toda razon y buen discurso).
En esto salió de un pabellon ó tienda, de cuatro que estaban en aquella campaña puestas, un turco mancebo de muy buena disposicion y gallardía, y llegándose al cristiano le dijo:
—Apostaria yo, Ricardo amigo, que te traen por estos lugares tus continuos pensamientos.
—Sí traen, respondió Ricardo (que este era el nombre del cautivo); mas ¿qué aprovecha si en ninguna parte á do voy hallo tregua ni descanso en ellos, ántes me los han acrecentado estas ruinas que desde aquí se descubren?
—Por las de Nicosia dirás, dijo el turco.
—Pues p. 50 ¿por cuáles quieres que lo diga, repitió Ricardo, si no hay otras que á los ojos por aquí se ofrezcan?
—Bien tendrás que llorar, replicó el turco, si en esas contemplaciones entras; porque los que vieron habrá dos años á esta nombrada y rica isla de Chipre en su tranquilidad y sosiego, gozando sus moradores en ella de todo aquello que la felicidad humana puede conceder á los hombres, y ahora los ven, ó contemplan ó desterrados della, ó en ella cautivos y miserables, ¿cómo podrán dejar de no dolerse de su calamidad y desventura? Pero dejemos estas cosas, pues no llevan remedio, y vengamos á las tuyas, que quiero ver si le tienen; y así te ruego por lo que debes á la buena voluntad que te he mostrado y por lo que te obliga el ser entrambos de una misma patria, y habernos criado en nuestra niñez juntos, que me digas ¿qué es la causa que te trae tan demasiadamente triste? que puesto caso que sola la del cautiverio es bastante para entristecer el corazon mas alegre del mundo, todavía imagino que de mas atras traen la corriente tus desgracias; porque los generosos ánimos como el tuyo no suelen rendirse á las comunes desdichas tanto que den muestras de estraordinarios sentimientos: y háceme creer esto, el saber yo que no eres tan pobre que te falte para dar cuanto pidieren para tu rescate; ni estás en las torres del mar Negro, como cautivo de consideracion que tarde ó nunca alcanza la deseada libertad: así que no habiéndote quitado la mala suerte las esperanzas de verte libre, y con todo esto verte rendido á dar miserables muestras de tu desventura, no es mucho que imagine que tu pena procede de otra causa que de la libertad que perdiste, la cual causa te suplico me digas, ofreciéndote cuanto puedo y valgo; quizá para que yo te sirva ha traido la fortuna este rodeo de haberme hecho vestir deste hábito, que aborrezco. Ya sabes, Ricardo, que es mi amo el cadí desta ciudad (que es lo mismo que ser su obispo); sabes tambien lo mucho que vale y lo mucho que con él puedo: juntamente con esto no ignoras el deseo encendido que tengo de no morir en este estado que parece que profeso, pues cuando mas no pueda tengo de confesar y publicar á voces la fe de Jesucristo, de quien me apartó mi poca edad y ménos entendimiento, puesto que sé que tal confesion me ha de costar la vida, que á trueco de no perder la del alma, daré por bien empleado perder la del cuerpo: de todo lo dicho quiero que infieras y que consideres que te puede ser de algun provecho mi amistad, y que para saber qué remedios ó alivios puede tener tu desdicha, es menester que me la cuentes como ha menester el médico la relacion del enfermo, asegurándote que la depositaré en lo mas escondido del silencio.
Á todas p. 51 estas razones estuvo callando Ricardo, y viéndose obligado dellas y de la necesidad le respondió con estas:
—Si así como has acertado, oh amigo Mahamut (que así se llamaba el turco), en lo que de mi desdicha imaginas, acertaras en su remedio, tuviera por bien perdida mi libertad, y no trocara mi desgracia con la mayor ventura que imaginarse pudiera; mas yo sé que ella es tal que todo el mundo podrá saber bien la causa de donde procede, mas no habrá en él persona que se atreva no solo á hallarle remedio, pero ni aun alivio: y para que quedes satisfecho desta verdad, te la contaré en las ménos razones que pudiere; pero ántes que entre en el confuso laberinto de mis males, quiero que me digas ¿qué es la causa que Azam bajá mi amo ha hecho plantar en esta campaña estas tiendas y pabellones ántes de entrar en Nicosia, adonde viene proveido por virey, ó por bajá como los turcos llaman á los vireyes?
—Yo te satisfaré brevemente, respondió Mahamut; y así has de saber que es costumbre entre los turcos, que los que van por vireyes de alguna provincia no entran en la ciudad donde su antecesor habita hasta que él salga della y deje hacer libremente al que viene la residencia; y en tanto que el bajá nuevo la hace, el antiguo se está en la campaña esperando lo que resulta de sus cargos, los cuales se hacen sin que él pueda intervenir á valerse de sobornos y amistades, si ya primero no lo ha hecho: hecha pues la residencia se la dan al que deja el cargo en un pergamino cerrado y sellado, y con ella se presenta á la Puerta del Gran Señor, que es como decir en la corte ante el gran consejo del turco: la cual vista por el visir bajá, y por los otros cuatro bajáes menores (como si dijésemos ante el presidente del real consejo y oidores), ó le premian ó le castigan segun la relacion de la residencia; puesto que si viene culpado, con dineros rescata y escusa el castigo; si no viene culpado y no le premian, como sucede de ordinario, con dádivas y presentes alcanza el cargo que mas se le antoja, porque no se dan allí los cargos y oficios por merecimientos, sino por dineros: todo se vende y todo se compra: los proveedores de los cargos roban á los proveidos en ellos y los desuellan: deste oficio comprado sale la sustancia para comprar otro que mas ganancia promete: todo va como digo, todo este imperio es violento, señal que prometia no ser durable; pero á lo que yo creo, y así debe de ser verdad, le tienen sobre sus hombros nuestros pecados: quiero decir, los de aquellos que descaradamente y á rienda suelta ofenden á Dios como yo hago: él se acuerde de mí por quien es él. Por la causa que he dicho pues, tu amo Hazan bajá ha estado en esta campaña cuatro dias, y si el de Nicosia no ha salido como debia, ha sido por haber estado muy malo; pero ya está p. 52 mejor y saldrá hoy ó mañana sin duda alguna, y se ha de alojar en unas tiendas que están detras deste recuesto que tú no has visto, y tu amo entrará luego en la ciudad: y esto es lo que hay que saber de lo que me preguntaste.
—Escucha pues, dijo Ricardo; mas no sé si podré cumplir lo que ántes dije, que en breves razones te contaria mi desventura, por ser ella tan larga y desmedida, que no se puede medir con razon alguna; con todo eso haré lo que pudiere y lo que el tiempo diere lugar: y así te pregunto primero, si conoces en nuestro lugar de Trápana una doncella á quien la fama daba nombre de la mas hermosa mujer que habia en toda Sicilia: una doncella, digo, por quien decian todas las curiosas lenguas y afirmaban los mas raros entendimientos, que era la de mas perfecta hermosura que tuvo la edad pasada, tiene la presente y espera tener la que está por venir: una por quien los poetas cantaban que tenia los cabellos de oro, y que eran sus ojos dos resplandecientes soles, y sus mejillas purpúreas rosas, sus dientes perlas, sus labios rubíes, su garganta alabastro: y que sus partes con el todo, y el todo con sus partes hacian una maravillosa y concertada armonía, esparciendo naturaleza sobre todo una suavidad de colores tan natural y perfecta, que jamas pudo la envidia hallar cosa en que ponerle tacha. Que, ¿es posible, Mahamut, que ya no me has dicho quién es y cómo se llama? Sin duda creo, ó que no me oyes, ó que cuando en Trápana estabas carecias de sentido.
—En verdad, Ricardo, respondió Mahamut, que si la que has pintado con tantos estremos de hermosura no es Leonisa, la hija de Rodolfo Florencio, no sé quién sea, que esta sola tenia la fama que dices.
—Esa es, oh Mahamut, respondió Ricardo, esa es, amigo, la causa principal de todo mi bien y de toda mi desventura: esa es, que no la perdida libertad, por quien mis ojos han derramado, derraman y derramarán lágrimas sin cuento, y la por quien mis suspiros encienden el aire cerca y léjos, y la por quien mis razones causan al cielo que las escucha, y á los oidos que las oyen: esa es por quien tú me has juzgado por loco, ó por lo ménos por de poco valor y ménos ánimo: esta Leonisa, para mí leona, y mansa cordera para otro, es la que me tiene en este miserable estado; porque has de saber que desde mis tiernos años, ó á lo ménos desde que tuve uso de razon no solo la amé, mas la adoré y serví con tanta solicitud como si no tuviera en la tierra ni en el cielo otra deidad á quien sirviese ni adorase: sabian sus deudos y sus padres mis deseos, y jamas dieron muestras de que les pesase, considerando que iban encaminados á fin honesto y virtuoso; y así muchas veces sé yo que se lo dijeron á Leonisa, para disponerle la voluntad á que por su esposo me recebiese, p. 53 conociendo mi calidad y nobleza: mas ella, que tenia puestos los ojos en Cornelio, el hijo de Ascanio Rótulo, que tú bien conoces (mancebo galan, atildado, de blancas manos y rizos cabellos, de voz melíflua y de amorosas palabras, y finalmente todo hecho de ámbar y de alfeñique, guarnecido de telas y adornado de brocados), no quiso ponerlos en mi rostro no tan delicado como el de Cornelio, ni quiso agradecer siquiera mis muchos y continuos servicios, pagando mi voluntad con desdeñarme y aborrecerme; y á tanto llegó el estremo de amarla, que tomara por partido dichoso que me acabara á pura fuerza de desdenes y desagradecimientos, con que no diera descubiertos aunque honestos favores á Cornelio: mira pues si llegándose á la angustia del desden y aborrecimiento la mayor y mas cruel rabia de los celos, cuál estaria mi alma de dos tan mortales pestes combatida: disimulaban los padres de Leonisa los favores que á Cornelio hacia, creyendo, como estaba en razon que creyesen, que atraido el mozo de su incomparable y bellísima hermosura, la escogeria por su esposa, y en ello granjearian yerno mas rico que conmigo: y bien pudiera ser, si así fuera; pero no le alcanzarán, sin arrogancia sea dicho, de mejor condicion que la mia, ni de mas altos pensamientos, ni de mas conocido valor que el mio. Sucedió pues que en el discurso de mi pretension alcancé á saber que un dia del mes pasado de mayo, que este de hoy hace un año, tres dias, y cinco horas, Leonisa y sus padres, y Cornelio y los suyos se iban á solazar con toda su parentela y criados al jardin de Ascanio, que está cercano á la marina en el camino de las salinas.
—Bien lo sé, dijo Mahamut, pasa adelante, Ricardo, que mas de cuatro dias tuve en él, cuando Dios quiso, mas de cuatro buenos ratos.
—Súpelo, replicó Ricardo, y al mismo instante que lo supe me ocupó el alma una furia, una rabia y un infierno de celos con tanta vehemencia y rigor, que me sacó de mis sentidos, como lo verás por lo que luego hice, que fué irme al jardin donde me dijeron que estaban, y hallé á la mas de la gente solazándose, y debajo de un nogal sentados á Cornelio y á Leonisa, aunque desviados un poco: cuál ellos quedaron de mi vista no lo sé; de mí sé decir que quedé tal con la suya que perdí la de mis ojos, y me quedé como estatua sin voz ni movimiento alguno; pero no tardó mucho en despertar el enojo á la cólera, y la cólera á la sangre del corazon, y la sangre á la ira, y la ira á las manos y la lengua: puesto que las manos se ataron con el respeto á mi parecer debido al hermoso rostro que tenia delante; pero la lengua rompió el silencio con estas razones:
—Contenta estarás, oh enemiga mortal de mi descanso, en tener con tanto sosiego delante de tus ojos la causa que hará que p. 54 los mios vivan en perpetuo y doloroso llanto: llégate, llégate, cruel, un poco mas, y enrede tu yedra á ese inútil tronco que te busca: peina ó ensortija aquesos cabellos de ese tu nuevo Ganimédes, que tibiamente te solicita: acaba ya de entregarte á los banderizos años dese mozo en quien contemplas; porque perdiendo yo la esperanza de alcanzarte, acabe con ella la vida que aborrezco: ¿piensas por ventura, soberbia y mal considerada doncella, que contigo sola se han de romper y faltar las leyes y fueros que en semejantes casos en el mundo se usan? ¿Piensas, quiero decir, que ese mozo altivo por su riqueza, arrogante por su gallardía, inesperto por su edad poca, confiado por su linaje, ha de querer, ni poder, ni saber guardar firmeza en sus amores, ni estimar lo inestimable, ni conocer lo que conocen los maduros y esperimentados años? No lo pienses, si lo piensas, porque no tiene otra cosa buena el mundo, sino hacer sus acciones siempre de una misma manera, porque no se engañe nadie sino por su propia ignorancia: en los pocos años está la inconstancia mucha, en los ricos la soberbia, la vanidad en los arrogantes, y en los hermosos el desden, y en los que todo esto tienen la necedad, que es madre de todo mal suceso: y tú, ó mozo, que tan á salvo piensas llevar el premio mas debido á mis buenos deseos que á los ociosos tuyos, ¿por qué no te levantas dese estrado de flores donde yaces, y vienes á sacarme el alma que tanto la tuya aborrece? y no porque me ofendas en lo que haces, sino porque no sabes estimar el bien que la ventura te concede: y vese claro que le tienes en poco, en que no quieres moverte á defenderle por no ponerte á riesgo de descomponer la afeitada compostura de tu galan vestido: si esa tu reposada condicion tuviera Aquíles, bien seguro estuviera Ulíses de no salir con su empresa, aunque mas le mostrara resplandecientes armas y acerados alfanjes: véte, véte, y recréate entre las doncellas de tu madre, y allí ten cuidado de tus cabellos y de tus manos, mas dispuestas á devanar blando sirgo, que á empuñar la dura espada.
Á todas estas razones jamas se levantó Cornelio del lugar donde le hallé sentado; ántes se estuvo quedo, mirándome como embelesado sin moverse: y á las levantadas voces con que le dije lo que has oido, se fué llegando la gente que por la huerta andaba, y se pusieron á escuchar otros mas improperios que á Cornelio le dije, el cual tomando ánimo con la gente que acudió, porque todos ó los mas eran sus parientes, criados ó allegados, dió muestras de levantarse; mas ántes que se pusiese en pié puse mano á mi espada y acometíle no solo á él, sino á todos cuantos allí estaban; pero apénas vió Leonisa relucir mi espada cuando le tomó un recio desmayo, cosa que me puso en mayor coraje y mayor p. 55 despecho; y no te sabré decir, si los muchos que me acometieron atendian no mas de á defenderse, como quien se defiende de un loco furioso, ó si fué mi buena suerte y diligencia, ó el cielo que para mayores males queria guardarme, porque en efecto herí siete ú ocho de los que hallé mas á mano: á Cornelio le valió su buena diligencia, pues fué tanta la que puso en los piés huyendo, que se escapó de mis manos.
Estando en este tan manifiesto peligro, cercado de mis enemigos, que ya como ofendidos procuraban vengarse, me socorrió la ventura con un remedio, que fuera mejor haber dejado allí la vida, que no restaurándola por tan no pensado camino venir á perderla cada hora mil y mil veces: y fué que de improviso dieron en el jardin mucha cantidad de turcos de dos galeotas de cosarios de Viserta, que en una cala que allí cerca estaba habian desembarcado sin ser sentidos de las centinelas de las torres de la marina, ni descubiertos de los corredores ó atajadores de la costa: cuando mis contrarios los vieron, dejándome solo, con presta celeridad se pusieron en cobro: de cuantos en el jardin estaban, no pudieron los turcos cautivar mas de á tres personas, y á Leonisa que aun se estaba desmayada: á mí me cogieron con cuatro disformes heridas, vengadas ántes por mi mano con cuatro turcos que de otras cuatro dejé sin vida tendidos en el suelo.
Este asalto hicieron los turcos con su acostumbrada diligencia, y no muy contentos del suceso se fueron á embarcar, y luego se hicieron á la mar, y á vela y remo en breve espacio se pusieron en la Fabiana: hicieron reseña por ver qué gente les faltaba, y viendo que los muertos eran cuatro soldados de aquellos que ellos llaman levantes, y de los mejores y mas estimados que traian, quisieron tomar en mí la venganza, y así mandó el arraez de la capitana bajar la entena para ahorcarme.
Todo esto estaba mirando Leonisa, que ya habia vuelto en sí, y viéndose en poder de los cosarios derramaba abundancia de hermosas lágrimas, y torciendo sus manos delicadas, sin hablar palabra estaba atenta á ver si entendia lo que los turcos decian: mas uno de los cristianos del remo le dijo en italiano cómo el arraez mandaba ahorcar aquel cristiano, señalándome á mí, porque habia muerto en su defensa á cuatro de los mejores soldados de las galeotas: lo cual oido y entendido por Leonisa, la vez primera que se mostró para mí piadosa, dijo al cautivo que dijese á los turcos que no me ahorcasen, porque perderian un gran rescate, y que les rogaba volviesen á Trápana, que luego me rescatarian: esta, digo, fué la primera, y aun será la última caridad que usó conmigo Leonisa, y todo para mayor mal mio. Oyendo pues los turcos las razones que el cautivo italiano les decia, le creyeron fácilmente, y mudóles el p. 56 interes la cólera. Otro dia por la mañana, alzando bandera de paz volvieron á Trápana: aquella noche la pasé con el dolor que imaginarse puede, no tanto por el que mis heridas me causaban, cuanto por imaginar el peligro en que la cruel enemiga mia entre aquellos bárbaros estaba.
Llegados pues como digo á la ciudad, entró en el puerto la una galeota, y la otra se quedó fuera: coronóse luego todo el puerto y la ribera toda de cristianos, y el lindo de Cornelio desde léjos estaba mirando lo que en la galeota pasaba: acudió luego un mayordomo mio á tratar de mi rescate, al cual dije que en ninguna manera tratase de mi libertad sino de la de Leonisa, y que diese por ella todo cuanto valia mi hacienda, y mas le ordené que volviese á tierra, y dijese á los padres de Leonisa, que le dejasen á él tratar de la libertad de su hija, y que no se pusiesen en trabajo por ella. Hecho esto, el arraez principal, que era un renegado griego llamado Yzuf, pidió por Leonisa seis mil escudos, y por mí cuatro mil, añadiendo que no daria el uno sin el otro: pidió esta gran suma, segun despues supe, porque estaba enamorado de Leonisa, y no quisiera él rescatarla sino darla al arraez de la otra galeota, con quien habia de partir las presas que se hiciesen por mitad, á mí en precio de cuatro mil escudos, y mil en dinero que hacian cinco mil, y quedarse con Leonisa por otros cinco mil: y esta fué la causa porque nos apreció á los dos en diez mil escudos.
Los padres de Leonisa no ofrecieron de su parte nada, atenidos á la promesa que de mi parte mi mayordomo les habia hecho: ni Cornelio movió los labios en su provecho; y así despues de muchas demandas y respuestas, concluyó mi mayordomo en dar por Leonisa cinco mil, y por mí tres mil escudos. Aceptó Yzuf este partido forzado de las persuasiones de su compañero y de lo que todos sus soldados le decian; mas como mi mayordomo no tenia junta tanta cantidad de dineros, pidió tres dias de término para juntarlos, con intencion de malbaratar mi hacienda hasta cumplir el rescate. Holgóse desto Yzuf, pensando hallar en este tiempo ocasion para que el concierto no pasase adelante, y volviéndose á la isla de la Fabiana, dijo que llegado el término de los tres dias volveria por el dinero. Pero la ingrata fortuna, no cansada de maltratarme, ordenó que estando desde lo mas alto de la isla puesta á la guarda una centinela de los turcos, bien dentro á la mar descubrió seis velas latinas, y entendió, como fué verdad, que debian ser ó la escuadra de Malta, ó algunas de las de Sicilia: bajó corriendo á dar la nueva, y en un pensamiento se embarcaron los turcos que estaban en tierra, cuál guisando de comer, cuál lavando su ropa, y zarpando con no vista presteza dieron al agua los remos y al viento las velas, y puestas las p. 57 proas en Berbería, en ménos de dos horas perdieron de vista las galeras; y así cubiertos con la isla y con la noche que venia cerca, se aseguraron del miedo que habian cobrado.
Á tu buena consideracion dejo, oh Mahamut amigo, que consideres cuál iria mi ánimo en aquel viaje tan contrario del que yo esperaba; y mas cuando otro dia habiendo llegado las dos galeotas á la isla de la Pantanalea por la parte del mediodía, los turcos saltaron en tierra á hacer leña y carne, como ellos dicen, y mas cuando vi que los arraeces saltaron en tierra, y se pusieron á hacer las partes de todas las presas que habian hecho; cada accion destas fué para mí una dilatada muerte: viniendo pues á la particion mia y de Leonisa, Yzuf dió á Fetala (que así se llamaba el arraez de la otra galeota) seis cristianos, los cuatro para el remo, y dos muchachos hermosísimos, de nacion corsos, y á mí con ellos, por quedarse con Leonisa, de lo cual se contentó Fetala; y aunque estuve presente á todo esto, nunca pude entender lo que decian, aunque sabia lo que hacian, ni entendiera por entónces el modo de la particion, si Fetala no se llegara á mí y me dijera en italiano:
—Cristiano, ya eres mio, en dos mil escudos de oro te me han dado; si quieres libertad, has de dar cuatro mil, si no acá morir.
Preguntéle, si era tambien suya la cristiana: díjome que no, sino que Yzuf se quedaba con ella con intencion de volverla mora y casarse con ella: y así era la verdad, porque me lo dijo uno de los cautivos del remo que entendia bien el turquesco, y se lo habia oido tratar á Yzuf y á Fetala. Díjele á mi amo que hiciese de modo como se quedase con la cristiana, y que le daria por su rescate solo diez mil escudos de oro en oro. Respondióme no ser posible; pero que haria que Yzuf supiese la gran suma que le ofrecia por la cristiana, que quizá llevado del interese, mudaria de intencion y la rescataria.
Hízolo así, y mandó que todos los de su galeota se embarcasen luego, porque se queria ir á Tripol de Berbería, de donde él era. Yzuf asimismo determinó irse á Viserta: y así se embarcaron con la misma priesa que suelen cuando descubren ó galeras de quien temer, ó bajeles á quien robar: movióles á darse priesa, por parecerles que el tiempo mudaba con muestras de borrasca. Estaba Leonisa en tierra, pero no en parte que yo la pudiese ver, sino fué que al tiempo del embarcarnos llegámos juntos á la marina: llevábala de la mano su nuevo amo y su mas nuevo amante, y al entrar por la escala que estaba puesta desde tierra á la galeota, volvió los ojos á mirarme, y los mios, que no se quitaban della, la miraron con tan tierno sentimiento y dolor, que sin saber cómo, se me puso una nube ante ellos que me quitó la vista, y sin ella y sin sentido alguno di conmigo en el suelo: lo mismo me dijeron p. 58 despues que habia sucedido á Leonisa, porque la vieron caer de la escala á la mar, y que Yzuf se habia echado tras ella y la sacó en brazos.
Esto me contaron dentro de la galeota de mi amo, donde me habian puesto sin que yo lo sintiese; mas cuando volví de mi desmayo, y me vi solo en la galeota, y que la otra tomando otra derrota, se apartaba de nosotros, llevándose consigo la mitad de mi alma, ó por mejor decir toda ella, cubrióseme el corazon de nuevo, y de nuevo maldije mi ventura, y llamé á la muerte á voces; y eran tales los sentimientos que hacia, que mi amo enfadado de oirme, con un grueso palo me amenazó que si no callaba me maltrataria: reprimí las lágrimas, recogí los suspiros, creyendo que con la fuerza que les hacia reventarian por parte que abriesen puerta al alma, que tanto deseaba desamparar este miserable cuerpo; mas la suerte, aun no contenta de haberme puesto en tan encogido estrecho, ordenó de acabar con todo, quitándome las esperanzas de todo mi remedio, y fué que en un instante se declaró la borrasca que ya se temia, y el viento que de la parte de mediodía soplaba y nos embestia por la proa comenzó á reforzar con tanto brio, que fué forzoso volverle la popa y dejar correr el bajel por donde el viento queria llevarle, con harto riesgo de los que en él llevaban puesta la confianza de sus vidas.
Llevaba designio el arraez de despuntar la isla, y tomar abrigo en ella por la banda del norte; mas sucedióle al reves su pensamiento, porque el viento cargó con tanta furia, que todo lo que habíamos navegado en dos dias, en poco mas de catorce horas nos vimos á seis millas ó siete de la propia isla de donde habíamos partido, y sin remedio alguno íbamos á embestir en ella, y no en alguna playa, sino en unas muy levantadas peñas que á la vista se nos ofrecian, amenazando de inevitable muerte nuestras vidas: vimos á nuestro lado la galeota de nuestra conserva, donde estaba Leonisa, y todos sus turcos y cautivos remeros haciendo fuerza con los remos para entretenerse y no dar en las peñas: lo mismo hicieron los de la nuestra con mas ventaja y esfuerzo á lo que pareció, que los de la otra, los cuales cansados del trabajo, y vencidos del teson del viento y de la tormenta, soltando los remos se abandonaron y se dejaron ir á vista de nuestros ojos á embestir en las peñas, donde dió la galeota tan grande golpe, que toda se hizo pedazos: comenzaba á cerrar la noche, y fué tamaña la grita de los que se perdian y el sobresalto de los que en nuestro bajel temian perderse, que ninguna cosa de las que nuestro arraez mandaba se entendia ni se hacia; solo se atendia á no dejar los remos de las manos, tomando por remedio volver la proa al viento y echar dos áncoras á la mar para entretener con esto algun tiempo la muerte que p. 59 por cierta tenian; y aunque el miedo de morir era general en todos, en mí era muy al contrario, porque con la esperanza engañosa de ver en el otro mundo á la que habia tan poco que deste se habia apartado, cada punto que la galeota tardaba en anegarse ó en embestir en las peñas, era para mí un siglo de mas penosa muerte: las levantadas olas que por encima del bajel y de mi cabeza pasaban, me hacian estar atento á ver si en ellas venia el cuerpo de la desdichada Leonisa.
No quiero detenerme ahora, oh Mahamut, en contarte por menudo los sobresaltos, los temores, las ansias, los pensamientos que en aquella luenga y amarga noche tuve y pasé, por no ir contra lo que primero propuse de contarte brevemente mi desventura; basta decirte que fueron tantos y tales que si la muerte viniera en aquel tiempo, tuviera bien poco que hacer en quitarme la vida.
Vino el dia con muestras de mayor tormenta que la pasada, y hallámos que el bajel habia virado un gran trecho, habiéndose desviado de las peñas un buen espacio, y llegádose á una punta de la isla; viéndose tan á pique de doblarla turcos y cristianos con nueva esperanza y fuerzas nuevas, al cabo de seis horas doblámos la punta, y hallámos mas blando el mar y mas sosegado, de modo que mas fácilmente nos aprovechámos de los remos, y abrigados con la isla tuvieron lugar los turcos de saltar en tierra para ir á ver si habia quedado alguna reliquia de la galeota que la noche ántes dió en las peñas; mas aun no quiso el cielo concederme el alivio que esperaba tener de ver en mis brazos el cuerpo de Leonisa, que aunque muerto y despedazado holgara de verle, por romper aquel imposible que mi estrella me puso de juntarme con él como mis buenos deseos merecian; y así rogué á un renegado que queria desembarcarse, que le buscase y viese si la mar lo habia arrojado á la orilla; pero, como ya he dicho, todo esto me negó el cielo, pues al mismo instante tornó á embravecerse el viento de manera que el amparo de la isla no fué de algun provecho: viendo esto Fetala, no quiso contrastar contra la fortuna que tanto le perseguia; y así mandó poner el trinquete al árbol y hacer un poco de vela, volvió la proa á la mar y la popa al viento; y tomando él mismo el cargo del timon, se dejó correr por el ancho mar, seguro que ningun impedimento le estorbaria su camino: iban los remos igualados en la crujía, y toda la gente sentada por los bancos y ballesteras, sin que en toda la galeota se descubriese otra persona que la del cómitre, que por mas seguridad suya se hizo atar fuertemente al estanterol: volaba el bajel con tanta ligereza que en tres dias y tres noches, pasando á la vista de Trápana, de Melazo y de Palermo, embocó por el Faro de Mesina, con maravilloso espanto de los que iban dentro y de aquellos que desde la p. 60 tierra los miraban.
En fin, por no ser tan prolijo en contar la tormenta como ella lo fué en su porfía, digo que cansados, hambrientos y fatigados con tan largo rodeo, como fué bojar casi toda la isla de Sicilia, llegámos á Tripol de Berbería, donde á mi amo (ántes de haber hecho con sus levantes la cuenta del despojo, y dádoles lo que les tocaba, y su quinto al rey, como es costumbre), le dió un dolor de costado tal, que dentro de tres dias dió con él en el infierno: púsose luego el rey de Tripol en toda su hacienda, y el alcaide de los muertos que allí tiene el Gran Turco (que como sabes es heredero de los que no le dejan en su muerte), estos dos tomaron toda la hacienda de Fetala mi amo, y yo cupe á este que entónces era virey de Tripol; y de allí á quince dias le vino la patente de virey de Chipre, con el cual he venido hasta aquí sin intento de rescatarme, porque aunque él me ha dicho muchas veces que me rescate, pues soy hombre principal, como se lo dijeron los soldados de Fetala, jamas he acudido á ello, ántes le he dicho que le engañaron los que le dijeron grandezas de mi posibilidad: y si quieres, Mahamut, que te diga todo mi pensamiento, has de saber que no quiero volver á parte donde por alguna via pueda tener cosa que me consuele, y quiero que juntándose á la vida del cautiverio los pensamientos y memorias que jamas me dejan de la muerte de Leonisa, vengan á ser parte para que yo no la tenga jamas de gusto alguno: y si es verdad que los continuos dolores forzosamente se han de acabar ó acabar á quien los padece, los mios no podrán dejar de hacerlo, porque pienso darles rienda de manera que á pocos dias den alcance á la miserable vida que tan contra mi voluntad sostengo.
Este es, oh Mahamut hermano, el triste suceso mio: esta es la causa de mis suspiros y de mis lágrimas, mira tú ahora y considera si es bastante para sacarlos de lo profundo de mis entrañas, y para engendrarlos en la sequedad de mi lastimado pecho. Leonisa murió, y con ella mi esperanza; que puesto que la que tenia ella viviendo, se sustentaba de un delgado cabello, todavía, todavía...
Y en este todavía se le pegó la lengua al paladar, de manera que no pudo hablar mas palabra ni detener las lágrimas que, como suele decirse, hilo á hilo le corrian por el rostro en tanta abundancia que llegaron á humedecer el suelo. Acompañóle en ellas Mahamut; pero pasándose aquel parasismo causado de la memoria renovada en el amargo cuento, quiso Mahamut consolar á Ricardo con las mejores razones que supo; mas él las atajó diciéndole:
—Lo que has de hacer, amigo, es aconsejarme qué haré yo para caer en desgracia de mi amo y de todos aquellos con quien yo comunicare, para que siendo aborrecido dél y dellos, los unos y los otros me maltraten y persigan de p. 61 suerte, que añadiendo dolor á dolor y pena á pena, alcance con brevedad lo que deseo, que es acabar la vida.
—Ahora he hallado ser verdadero, dijo Mahamut, lo que suele decirse, que lo que se sabe sentir se sabe decir, puesto que algunas veces el sentimiento enmudece la lengua; pero como quiera que ello sea, Ricardo (ora llegue tu dolor á tus palabras, ora ellas se le aventajen), siempre has de hallar en mí un verdadero amigo ó para ayuda ó para consejo; que aunque mis pocos años y el desatino que he hecho en vestirme este hábito, están dando voces que de ninguna destas dos cosas que te ofrezco se puede fiar ni esperar cosa alguna, yo procuraré que no salga verdadera esta sospecha, ni pueda tenerse por cierta tal opinion; y puesto que tú no quieras ni ser aconsejado ni favorecido, no por eso dejaré de hacer lo que te conviniere, como suele hacerse con el enfermo que pide lo que no le dan y le dan lo que le conviene: no hay en toda esta ciudad quien pueda ni valga como el cadí mi amo, ni aun el tuyo, que viene por visorey della, ha de poder tanto: y siendo esto así, como lo es, yo puedo decir que soy el que mas puedo en la ciudad, pues puedo con mi patron todo lo que quiero: digo esto, porque podria ser dar traza con él para que vinieses á ser suyo, y estando en mi compañía, el tiempo nos dirá lo que habemos de hacer, á tí para consolarte si quieres ó pudieres tener consuelo, y á mí para salir desta á mejor vida ó á lo ménos á parte donde la tenga mas segura cuando la deje.
—Yo te agradezco, contestó Ricardo, Mahamut, la amistad que me ofreces, aunque estoy cierto que con cuanto hicieres no has de poder cosa que en mi provecho resulte; pero dejemos ahora esto, y vamos á las tiendas, porque á lo que veo, sale de la ciudad mucha gente, y sin duda es el antiguo virey que sale á estarse en la campaña por dar lugar á mi amo que entre en la ciudad á hacer la residencia.
—Así es, dijo Mahamut; ven pues, Ricardo, y verás las ceremonias con que se reciben, que sé que gustarás de verlas.
—Vamos en buen hora, dijo Ricardo, quizá te habré menester, si acaso el guardian de cautivos de mi amo me ha echado ménos, que es un renegado corso de nacion, y de no muy piadosas entrañas.
Con esto dejaron la plática, y llegaron á las tiendas á tiempo que llegaba el antiguo bajá, y el nuevo le salia á recibir á la puerta de la tienda.
Venia acompañado Alí bajá (que así se llamaba el que dejaba el gobierno) de todos los genízaros que de ordinario están de presidio en Nicosia despues que los turcos la ganaron, que serian hasta quinientos: venian en dos alas ó hileras, los unos con escopetas, y los otros con alfanjes desnudos; llegaron á la puerta del nuevo bajá Hazan, la rodearon todos, y Alí bajá inclinando el cuerpo, hizo reverencia á Hazan, y p. 62 él con ménos inclinacion le saludó: luego se entró Alí en el pabellon de Hazan, y los turcos le subieron sobre un poderoso caballo ricamente aderezado, y trayéndole á la redonda de las tiendas y por todo un buen espacio de la campaña, daban voces y gritos, diciendo en su lengua:
—Viva, viva Soliman sultan, y Hazan bajá en su nombre.
Repitieron esto muchas veces, reforzando las voces y los alaridos, y luego le volvieron á la tienda, donde habia quedado Alí bajá, el cual con el cadí y Hazan se encerraron en ella por espacio de una hora solos.
Dijo Mahamut á Ricardo, que se habia encerrado á tratar de lo que convenia hacer en la ciudad acerca de las obras que allí dejaba comenzadas.
De allí á poco tiempo salió el cadí á la puerta de la tienda, y dijo á voces en lengua turquesca, arábiga y griega, que todos los que quisiesen entrar á pedir justicia, ó otra cosa contra Alí bajá, podrian entrar libremente, que allí estaba Hazan bajá, á quien el Gran Señor enviaba por virey de Chipre, que les guardaria toda razon y justicia. Con esta licencia los genízaros dejaron desocupada la puerta de la tienda, y dieron lugar á que entrasen los que quisiesen. Mahamut hizo que entrase con él Ricardo, que por ser esclavo de Hazan no se le impidió la entrada.
Entraron á pedir justicia, así griegos cristianos como algunos turcos, y todos de cosas de tan poca importancia, que las mas despachó el cadí sin dar traslado á la parte, sin autos, demandas ni respuestas, que todas las causas (si no son las matrimoniales) se despachan en pié y en un punto, mas á juicio de buen varon que por ley alguna: y entre aquellos bárbaros, si lo son en esto, el cadí es el juez competente de todas las causas, que las abrevia en la uña, y las sentencia en un soplo, sin que haya apelacion de su sentencia para otro tribunal.
En esto entró un chauz, que es como alguacil, y dijo que estaba á la puerta de la tienda un judío, que traia á vender una hermosísima cristiana: mandó el cadí que le hiciese entrar: salió el chauz, y volvió á entrar luego, y con él un venerable judío que traia de la mano á una mujer vestida en hábito berberisco, tan bien aderezada y compuesta, que no lo pudiera estar tan bien la mas rica mora de Fez ni de Marruecos, que en aderezarse llevan la ventaja á todas las africanas, aunque entren las de Argel con sus perlas tantas: venia cubierto el rostro con un tafetan carmesí; por las gargantas de los piés que se descubrian, parecian dos carcajes (que así se llaman las manillas en arábigo), al parecer de puro oro; y en los brazos, que asimismo por una camisa de cendal delgado se descubrian ó traslucian, traia otros carcajes de oro sembrados de muchas perlas: en resolucion, en cuanto al traje, ella venia rica y gallardamente aderezada.
Admirados desta primera vista el p. 63 cadí y los demas bajáes, ántes que otra cosa dijesen ni preguntasen, mandaron al judío que hiciese que se quitase el antifaz la cristiana: hízolo así, y descubrió un rostro que así deslumbró los ojos y alegró los corazones de los circunstantes, como el sol que por entre cerradas nubes despues de mucha escuridad se ofrece á los ojos de los que le desean: tal era la belleza de la cautiva cristiana, y tal su brio y su gallardía; pero en quien con mas efecto hizo impresion la maravillosa luz que habia descubierto, fué en el lastimado Ricardo, como en aquel que mejor que otro la conocia, pues era su cruel y amada Leonisa, que tantas veces y con tantas lágrimas por él habia sido tenida y llorada por muerta. Quedó á la improvisa vista de la singular belleza de la cristiana, traspasado el corazon de Alí, y en el mismo grado y con la misma herida se halló el de Hazan, sin quedarse exento de la amorosa llaga el del cadí, que mas suspenso que todos, no sabia quitar los ojos de los hermosos de Leonisa. Y para encarecer las poderosas fuerzas de amor, se ha de saber que en aquel mismo punto nació en los corazones de los tres, una á su parecer firme esperanza de alcanzarla y de gozarla: y así, sin querer saber el cómo, ni el dónde, ni cuándo habia venido á poder del judío, le preguntaron el precio que por ella queria.
El codicioso judío respondió que cuatro mil doblas, que vienen á ser dos mil escudos; mas apénas hubo declarado el precio, cuando Alí bajá dijo que él los daba por ella, y que fuese luego á contar el dinero á su tienda: empero Hazan bajá, que estaba de parecer de no dejarla, aunque aventurase en ello la vida, dijo:
—Yo asimismo doy por ella las cuatro mil doblas que el judío pide, y no las diera ni me pusiera á ser contrario de lo que Alí ha dicho, si no me forzara lo que él mismo dirá que es razon que me obligue y fuerce, y es que esta gentil esclava no pertenece para ninguno de nosotros, sino para el Gran Señor solamente; y así digo que en su nombre la compro: veamos agora quién será el atrevido que me la quite. Yo seré, replicó Alí, porque para el mismo efeto la compro, y estáme á mí mas á cuento hacer al Gran Señor este presente por la comodidad de llevarla luego á Constantinopla, granjeando con él la voluntad del Gran Señor; que como hombre que quedo (Hazan, como tú ves) sin cargo alguno, he de buscar medios de tenerle, de lo que tú estás seguro por tres años, pues hoy comienzas á mandar y á gobernar este riquísimo reino de Chipre: así que por estas razones y por haber sido yo el primero que ofrecí el precio por la cautiva, está puesto en razon, oh Hazan, que me la dejes.
—Tanto mas es de agradecerme á mí, respondió Hazan, el procurarla y enviarla al Gran Señor, cuanto lo hago sin moverme á ello interes al p. 64 guno; y en lo de la comodidad de llevarla, una galeota armaré con sola mi chusma y mis esclavos, que la lleve.
Azoróse con estas razones Alí, y levantándose en pié, empuñó el alfanje, diciendo:
—Siendo, oh Hazan, nuestros intentos unos, que es presentar y llevar esta cristiana al Gran Señor, y habiendo sido yo el comprador primero, está puesto en razon y en justicia que me la dejes á mí, y cuando otra cosa pensares, este alfanje que empuño defenderá mi derecho y castigará tu atrevimiento.
El cadí, que á todo estaba atento, y que no ménos que los dos ardia, temeroso de quedar sin la cristiana, imaginó cómo poder atajar el gran fuego que se habia encendido, y juntamente quedarse con la cautiva sin dar alguna sospecha de su dañosa intencion y traidoras entrañas; y así, levantándose en pié, se puso entre los dos, que tambien lo estaban, y dijo:
—Sosiégate, Hazan, y tú, Alí, estáte quedo, que yo estoy aquí, que sabré y podré componer vuestras diferencias de manera que los dos consigais vuestros intentos, y el Gran Señor, como deseais, sea servido, y quede juntamente agradecido y obligado á ambos.
Á las palabras del cadí obedecieron luego; y aun si otra cosa mas dificultosa les mandara, hicieran lo mismo (tanto es el respeto que tienen á sus canas los de aquella dañada secta); prosiguió pues el cadí, diciendo:
—Tú dices, Alí, que quieres esta cristiana para el Gran Señor, y Hazan dice lo mismo: tú alegas que por ser el primero en ofrecer el precio, ha de ser tuya: Hazan te lo contradice, y aunque él no sabe fundar su razon, yo hallo que tiene la misma que tú tienes, y es la intencion que sin duda debió de nacer á un mismo tiempo que la tuya, en querer comprar la esclava para el mismo efeto; solo le llevaste tú la ventaja en haberte declarado primero, y esto no ha de ser parte para que de todo en todo quede defraudado su buen deseo; y así me parece será bien concertaros en esta forma: que la esclava sea de entrambos, y pues el uso della ha de quedar á la voluntad del Gran Señor, para quien se compró, á él toca disponer della; y en tanto pagarás tú, Hazan, dos mil doblas, y Alí otras dos mil, y quédese la cautiva en poder mio para que en nombre de entrambos yo la envíe á Constantinopla, porque no quede sin algun premio, siquiera por haberme hallado presente: y así me ofrezco de enviarla á mi costa, con la autoridad y decencia que se debe á quien se envía, escribiendo al Gran Señor todo lo que aquí ha pasado, y la voluntad que los dos habeis mostrado á su servicio.
No supieron, ni pudieron, ni quisieron contradecirle los dos enamorados turcos; y aunque vieron que por aquel camino no conseguian su deseo, hubieron de pasar por el parecer del cadí, formando y criando cada uno allá en su ánimo una esperanza que, aunque dudosa, les prometia poder p. 65 llegar al fin de sus encendidos deseos. Hazan, que se quedaba por virey de Chipre, pensaba dar tantas dádivas al cadí, que vencido y obligado, le diese la cautiva. Alí imaginó de hacer un hecho que le aseguró salir con lo que deseaba, y teniendo por cierto cada cual su designio, vinieron con facilidad en lo que el cadí quiso, y de consentimiento y voluntad de los dos, se la entregaron luego, y pagaron al judío cada uno dos mil doblas.
Dijo el judío que no la habia de dar con los vestidos que tenia, porque valian otras dos mil doblas; y así era la verdad, á causa que en los cabellos (que parte por las espaldas sueltos traia, y parte atados y enlazados por la frente) se parecian algunas hileras de perlas que con estremada gracia se enredaban con ellos: las manillas de los piés y manos asimismo venian llenas de gruesas perlas: el vestido era una almalafa de raso verde, toda bordada y llena de trencillas de oro: en fin, les pareció á todos que el judío anduvo corto en el precio que pidió por el vestido, y el cadí, por no mostrarse ménos liberal que los dos bajáes, dijo que él queria pagarle, porque de aquella manera se presentase al Gran Señor la cristiana: tuviéronlo por bien los dos competidores, creyendo cada uno que todo habia de venir á su poder.
Falta ahora por decir lo que sintió Ricardo de ver andar en almoneda su alma, y los pensamientos que en aquel punto le vinieron, y los temores que le sobresaltaron viendo que el haber hallado á su querida prenda era para mas perderla: no sabia darse á entender si estaba dormido ó despierto, no dando crédito á sus mismos ojos de lo que veian; porque le parecia cosa imposible ver tan impensadamente delante dellos á la que pensaba que para siempre los habia cerrado: llegóse en esto á su amigo Mahamut, y díjole:
—¿No la conoces, amigo?
—No la conozco, dijo Mahamut.
—Pues has de saber, replicó Ricardo, que es Leonisa.
—¿Qué es lo que dices, Ricardo? dijo Mahamut.
—Lo que has oido, dijo Ricardo.
—Pues calla, y no la descubras, dijo Mahamut; que la ventura va ordenando que la tengas buena y próspera, porque ella va á poder de mi amo.
—¿Parécete, dijo Ricardo, que será bien ponerme en parte donde pueda ser visto?
—No, dijo Mahamut, porque no la sobresaltes ó te sobresaltes, y no vengas á dar indicio de que la conoces ni que la has visto; que podria ser que redundase en perjuicio de mi designio.
—Seguiré tu parecer, respondió Ricardo.
Y así anduvo huyendo de que sus ojos se encontrasen con los de Leonisa, la cual tenia los suyos en tanto que esto pasaba clavados en el suelo, derramando algunas lágrimas, cuyo valor podria competir con las orientales perlas. Llegóse el cadí á ella, y asiéndola de la mano, se la entregó á Mahamut; mandóle que la llevase á la ciudad y se la entregase á su señora Halima, y le dijese p. 66 la tratase como esclava del Gran Señor: hízolo así Mahamut, y dejó solo á Ricardo, que con los ojos fué siguiendo á su estrella hasta que se le encubrió con la nube de los muros de Nicosia. Llegóse al judío, y preguntóle que adónde habia comprado, ó en qué modo habia venido á su poder aquella cautiva cristiana. El judío le respondió que en la isla de Pantanalea la habia comprado á unos turcos que allí habian dado al traves; y queriendo proseguir adelante, lo estorbó el venirle á llamar de parte de los bajaés que querian preguntarle lo que Ricardo deseaba saber; y con esto se despidió dél.
En el camino que habia desde las tiendas á la ciudad tuvo lugar Mahamut de preguntar á Leonisa en lengua italiana que de qué lugar era. La cual le respondió que de la ciudad de Trápana; preguntóle asimismo Mahamut, si conocia en aquella ciudad á un caballero rico y noble que se llamaba Ricardo. Oyendo lo cual Leonisa, dió un gran suspiro, y dijo:
—Sí conozco por mi mal.
—¿Cómo por vuestro mal? dijo Mahamut.
—Porque él me conoció á mí por el suyo y por mi desventura, respondió Leonisa.
—¿Y por ventura, preguntó Mahamut, conocisteis tambien en la misma ciudad á otro caballero de gentil disposicion, hijo de padres muy ricos, y él por su persona muy valiente, muy liberal y muy discreto, que se llamaba Cornelio?
—Tambien lo conozco, respondió Leonisa, y podré decir mas por mi mal que no á Ricardo; mas ¿quién sois vos, señor, que los conoceis y por ellos me preguntais? que sin duda el cielo, condolido de cuantos trabajos y fortunas hasta aquí he pasado, me ha echado á parte donde, ya que no se acaben, halle con quien me consuele en ellos.
—Soy, dijo Mahamut, natural de Palermo, que por varios accidentes estoy en este traje y vestido diferente del que yo solia traer, y conózcolos porque no ha muchos dias que entrambos estuvieron en mi poder, que á Cornelio le cautivaron unos moros de Tripol de Berbería, y le vendieron á un turco que le trujo á esta isla, donde vino con mercancías, porque es mercader de Ródas, el cual fiaba de Cornelio toda su hacienda.
—Bien se la sabrá guardar, dijo Leonisa, porque sabe guardar muy bien la suya; pero decidme, señor, ¿cómo ó con quién vino Ricardo á esta isla?
—Vino, respondió Mahamut, con un cosario que le cautivó estando en un jardin de la marina de Trápana, y con él dijo que habia cautivado una doncella que nunca me quiso decir su nombre: estuvo aquí algunos dias con su amo, que iba á visitar el sepulcro de Mahoma, que está en la ciudad de Almedina, y al tiempo de la partida cayó Ricardo tan enfermo é indispuesto, que su amo me lo dejó por ser de mi tierra, para que le curase y tuviese cargo dél hasta su vuelta, ó que si por aquí no volviese, se le enviase á Constantinopla, que p. 67 él me avisaria cuando allá estuviese; pero el cielo lo ordenó de otra manera, pues al sin ventura Ricardo, sin tener accidente alguno, en pocos dias se acabaron los de su vida, que tanto aborrecia, siempre llamando entre sí á una Leonisa, á quien él me habia dicho que queria mas que á su vida y á su alma; la cual Leonisa, me dijo que en una galeota que habia dado al traves en la isla de Pantanalea se habia ahogado, cuya muerte siempre lloraba y siempre plañia, hasta que le trujo á término de perder la vida, que yo no le sentí enfermedad en el cuerpo, sino muestras de dolor en el alma.
—Decidme, señor, replicó Leonisa, ese mozo que decís, en las pláticas que trató con vos (que, como de una patria, debieron ser muchas) ¿nombró alguna vez á esa Leonisa, contó el modo con que á ella y á Ricardo cautivaron?
—Sí nombró, dijo Mahamut, y me preguntó si habia aportado por esta isla una cristiana dese nombre, de tales y tales señas, á la cual holgaria de hallar para rescatarla, si es que su amo se habia ya desengañado de que no era tan rica como él pensaba, aunque podria ser que por haberla gozado la tuviese en ménos; que como no pasasen de trescientos ó cuatrocientos escudos, él los daria de muy buena gana por ella, porque un tiempo la habia tenido alguna aficion.
—Bien poca debia de ser, dijo Leonisa, pues no pasaba de cuatrocientos escudos: mas liberal era Ricardo, y mas valiente y comedido: Dios perdone á quien fué causa de su muerte, que fuí yo, que yo soy la sin ventura que él lloró por muerta: y sabe Dios si holgara de que él fuera vivo para pagarle con el sentimiento que viera que tenia de su desgracia el que él mostró de la mia; yo, señor, como ya os he dicho, soy la poco querida de Cornelio, y la bien llorada de Ricardo, que por muy muchos y varios casos he venido á este miserable estado en que me veo; y aunque es tan peligroso, siempre por favor del cielo he conservado en él la entereza de mi honor, con la cual vivo contenta en mi miseria: ahora ni sé dónde estoy, ni quién es mi dueño, ni adónde han de dar conmigo mis contrarios hados, por lo cual os ruego, señor, siquiera por la sangre que de cristiano teneis, me aconsejeis en mis trabajos; que puesto que el ser muchos me ha hecho algo advertida, sobrevienen cada momento tantos y tales, que no sé cómo me he de avenir con ellos.
Á lo cual respondió Mahamut que él haria lo que pudiese en servirla, aconsejando y ayudándola con su ingenio y con sus fuerzas; advirtiéndola de la diferencia que por su causa habian tenido los dos bajáes, y cómo quedaba en poder del cadí su amo para llevarla presentada al gran turco Selin, á Constantinopla; pero que ántes que esto tuviese efeto, tenia esperanza en el verdadero Dios, en quien él creia, aunque mal cristiano, que p. 68 lo habia de disponer de otra manera, y que la aconsejaba se hubiese bien con Halima, la mujer del cadí su amo, en cuyo poder habia de estar hasta que la enviasen á Constantinopla, advirtiéndola de la condicion de Halima; y con estas le dijo otras cosas de su provecho, hasta que la dejó en su casa y en poder de Halima, á quien dijo el recado de su amo.
Recibióla bien la mora por verla tan bien aderezada y tan hermosa. Mahamut se volvió á las tiendas á contar á Ricardo lo que con Leonisa le habia pasado; y hallándole, se lo contó todo punto por punto, y cuando llegó al del sentimiento que Leonisa habia hecho cuando le dijo que era muerto, casi se le vinieron las lágrimas á los ojos: díjole cómo habia fingido el cuento del cautiverio de Cornelio por ver lo que ella sentia: advirtióle la tibieza y malicia con que Cornelio habia hablado: todo lo cual fué píctima para el afligido corazon de Ricardo, el cual dijo á Mahamut:
—Acuérdome, amigo Mahamut, de un cuento que me contó mi padre, que ya sabes cuán curioso fué, y oiste cuánta honra le hizo el Emperador Cárlos V, á quien siempre sirvió en honrosos cargos de la guerra. Digo que me contó que cuando el emperador estuvo sobre Túnez, y la tomó con la fuerza de la Goleta, estando un dia en la campaña y en su tienda, le trujeron á presentar una mora por cosa singular en belleza, y que al tiempo que se la presentaron entraban algunos rayos del sol por unas partes de la tienda y daban en los cabellos de la mora, que con los mismos del sol en ser rubios competian: cosa nueva en las moras, que siempre se precian de tenerlos negros; contaba que en aquella ocasion se hallaron en la tienda, entre otros muchos, dos caballeros españoles; el uno era andaluz, y el otro era catalan, ambos muy discretos, y ambos poetas; y habiéndola visto el andaluz, comenzó con admiracion á decir unos versos que ellos llaman coplas, con unas consonancias ó consonantes dificultosos, y parando en los cinco versos de la copla, se detuvo sin darle fin ni á la copla ni á la sentencia, por no ofrecérsele tan de improviso los consonantes necesarios para acabarla; mas el otro caballero que estaba á su lado y habia oido los versos, viéndole suspenso, como si le hurtara la media copla de la boca, la prosiguió y acabó con las mismas consonancias, de que el Emperador recibió particular contento; y esto mismo se me vino á la memoria cuando vi entrar á la hermosísima Leonisa por la tienda del bajá, no solamente escureciendo los rayos del sol si la tocaran, sino á todo el cielo con sus luces y estrellas.
—Paso, no mas, dijo Mahamut, detente, amigo Ricardo, que á cada paso temo que has de pasar tanto la raya en las alabanzas de tu bella y hermosa Leonisa, que dejando de parecer cristiano, parezcas gentil: díme, si quieres, p. 69 esos versos ó coplas, ó como tú los llamas, que despues de oirlos hablaremos en otras cosas que sean de mas gusto, y aun quizá de mas provecho.
—En buen hora, dijo Ricardo, y vuélvote á advertir que los cinco versos dijo el uno, y los otros cinco el otro, todos de improviso, y son estos:
Como cuando el sol asoma
Por una montaña baja,
Y de súbito nos toma
Y con su vista nos doma
Nuestra vista y la relaja:
Como la piedra balaja
Que no consiente carcoma,
Tal es el tu rostro, Aja,
Dura lanza de Mahoma,
Que las mis entrañas raja.
—Bien me suenan al oido, dijo Mahamut, y mejor me suena y me parece que estés para decir versos, Ricardo, porque el decirlos ó el hacerlos requiere ánimos desapasionados.
—Tambien se suelen, respondió Ricardo, llorar endechas, como cantar himnos, y todo es decir versos; pero dejando esto aparte, díme qué piensas hacer en nuestro negocio, que puesto que no entendí lo que los bajáes trataron en la tienda, en tanto que tú llevaste á Leonisa, me lo contó un renegado de mi amo, veneciano, que se halló presente, y entiende bien la lengua turquesca: y lo que es menester ante todas cosas es buscar traza cómo Leonisa no vaya á mano del Gran Señor.
—Lo primero que se ha de hacer, respondió Mahamut, es que tú vengas á poder de mi amo, que esto hecho, despues nos aconsejaremos en lo que mas nos conviniere.
En esto vino el guardian de los cautivos cristianos de Hazan, y llevó consigo á Ricardo: el cadí volvió á la ciudad con Hazan, que en breves dias hizo la residencia de Alí, y se la dió cerrada y sellada, para que se fuese á Constantinopla: él se fué luego, dejando muy encargado al cadí, que con brevedad enviase la cautiva, escribiendo al Gran Señor de modo que le aprovechase para sus pretensiones. Prometióselo el cadí con traidoras entrañas, porque las tenia hechas ceniza por la cautiva: ido Alí lleno de falsas esperanzas, y quedando Hazan no vacío dellas, Mahamut hizo de modo que Ricardo vino á poder de su amo: íbanse los dias, y el deseo de ver á Leonisa apretaba tanto á Ricardo, que no alcanzaba un punto de sosiego; mudóse Ricardo el nombre en el de Mario, porque no llegase el suyo á oidos de Leonisa ántes que él la viese, y el verla era muy dificultoso á causa que los moros son en estremo celosos, y encubren de todos los hombres los rostros de sus mujeres, puesto que en mostrarse ellas á los cristianos no se les hace de mal, quizá debe de ser que por ser cautivos no los tienen por hombres cabales.
Avino pues que un dia la señora Halima vió á su esclavo Mario, y tan visto y tan mirado fué, que se le quedó grabado en el corazon y fijo en la memoria: y quizá poco contenta de los p. 70 abrazos flojos de su anciano marido, con facilidad dió lugar á un mal deseo, y con la misma dió cuenta dél á Leonisa, á quien ya queria mucho por su agradable condicion y proceder discreto, y tratábala con mucho respeto, por ser prenda del Gran Señor: díjole cómo el cadí habia traido á casa un cautivo cristiano de tan gentil donaire y parecer, que á sus ojos no habia visto mas lindo hombre en toda su vida, y que decian que era chilibí, que quiere decir caballero, y de la misma tierra de Mahamut su renegado, y que no sabia cómo darle á entender su voluntad, sin que el cristiano la tuviese en poco por habérsela declarado: preguntóle Leonisa cómo se llamaba el cautivo, y díjole Halima que se llamaba Mario; á lo cual replicó Leonisa:
—Si él fuera caballero y del lugar que dicen, yo le conociera; mas dese nombre Mario no hay ninguno en Trápana; pero haz, señora, que yo le vea y hable, que te diré quién es y lo que dél se puede esperar.
Así será, dijo Halima, porque el viérnes, cuando esté el cadí haciendo la zala en la mezquita, le haré entrar acá dentro, donde le podrás hablar á solas, y si te pareciere darle indicios de mi deseo, haráslo por el mejor modo que pudieres.
Esto dijo Halima á Leonisa, y no habian pasado dos horas cuando el cadí llamó á Mahamut y á Mario, y con no ménos eficacia que Halima habia descubierto su pecho á Leonisa, descubrió el enamorado viejo el suyo á sus dos esclavos, pidiéndoles consejos en lo que haria para gozar de la cristiana, y cumplir con el Gran Señor, cuya ella era, diciéndoles que ántes pensaba morir mil veces que entregarla al Gran Turco. Con tales afectos decia su pasion el religioso moro, que la puso en los corazones de sus dos esclavos, que todo lo contrario de lo que él pensaba, pensaban. Quedó puesto entre ellos que Mario, como hombre de su tierra, aunque habia dicho que no la conocia, tomase la mano en solicitarla y en declararle la voluntad suya, y cuando por este modo no se pudiese alcanzar, que usaria él de la fuerza, pues estaba en su poder; y esto hecho, con decir que era muerta se escusarian de enviarla á Constantinopla.
Contentísimo quedó el cadí con el parecer de sus esclavos, y con la imaginada alegría ofreció desde luego libertad á Mahamut, mandándole la mitad de su hacienda despues de sus dias: asimismo prometió á Mario, si alcanzaba lo que queria, libertad y dineros con que volviese á su tierras rico, honrado y contento: si él fué liberal en prometer, sus cautivos fueron pródigos, ofreciéndole de alcanzar la luna del cielo, cuanto mas á Leonisa, como él diese comodidad de hablarla.
—Esa daré yo á Mario cuanta él quisiere, respondió el cadí, porque haré que Halima se vaya en casa de sus padres, que son griegos cristianos, por algunos dias, y estando fuera, mandaré al portero que deje entrar á p. 71 Mario dentro de casa todas las veces que él quisiere, y diré á Leonisa que bien podrá hablar con su paisano cuando le diere gusto.
Desta manera comenzó á volver el viento de la ventura de Ricardo, soplando en su favor, sin saber lo que hacian sus mismos amos.
Tomando pues entre los tres este apuntamiento, quien primero le puso en plática fué Halima, bien así como mujer, cuya naturaleza es fácil y arrojadiza para todo aquello que es de su gusto. Aquel mismo dia dijo el cadí á Halima que cuando quisiese podria irse á casa de sus padres á holgarse con ellos los dias que gustase; pero como ella estaba alborozada con las esperanzas que Leonisa le habia dado, no solo no se fuera á casa de sus padres, sino al fingido paraíso de Mahoma no quisiera irse; y así le respondió que por entónces no tenia tal voluntad, y que cuando ella la tuviese lo diria, mas que habia de llevar consigo á la cautiva cristiana.
—Eso no, replicó el cadí, que no es bien que la prenda del Gran Señor sea vista de nadie, y mas que se le ha de quitar que converse con cristianos, pues sabeis que en llegando á poder del Gran Señor la han de encerrar en el serrallo y volverla turca, quiera ó no quiera.
—Como ella ande conmigo, replicó Halima, no importa que esté en casa de mis padres, ni que comunique con ellos, que mas comunico yo, y no dejo por eso de ser buena turca; y mas que lo mas que pienso estar en su casa serán hasta cuatro ó cinco dias, porque el amor que os tengo no me dará licencia para estar tanto ausente y sin veros.
No la quiso replicar el cadí por no darle ocasion de engendrar alguna sospecha de su intencion.
Llegóse en esto el viérnes, y él se fué á la mezquita, de la cual no podia salir en casi cuatro horas; y apénas le vió Halima apartado de los umbrales de casa, cuando mandó llamar á Mario; mas no le dejara entrar un cristiano corso que servia de portero en la puerta del patio, si Halima no le diera voces que le dejase, y así entró confuso y temblando como si fuera á pelear con un ejército de enemigos.
Estaba Leonisa del mismo modo y traje que cuando entró en la tienda del bajá, sentada al pié de una escalera grande de mármol, que á los corredores subia: tenia la cabeza inclinada sobre la palma de la mano derecha y el brazo sobre las rodillas, los ojos á la parte contraria de la puerta por donde entró Mario, de manera que aunque él iba hácia la parte donde ella estaba, ella no le veia. Así como entró Ricardo, paseó toda la casa con los ojos, y no vió en toda ella sino un mudo y sosegado silencio, hasta que paró la vista donde Leonisa estaba: en un instante al enamorado Ricardo le sobrevinieron tantos pensamientos, que le suspendieron y alegraron, considerándose veinte pasos á su parecer, p. 72 ó poco mas, desviado de su felicidad y contento; considerábase cautivo, y á su gloria en poder ajeno: estas cosas revolviendo entre sí mismo, se movia poco á poco, y con temor y sobresalto, alegre y triste, temoroso y esforzado se iba llegando al centro en donde estaba el de su alegría, cuando á deshora volvió el rostro Leonisa, y puso los ojos en los de Ricardo que atentamente la miraba: mas cuando las vistas de los dos se encontraron, con diferentes efectos dieron señal de lo que sus almas habian sentido. Ricardo se paró, y no pudo echar pié adelante. Leonisa, que por la relacion de Mahamut tenia á Ricardo por muerto, y el verle vivo tan no esperadamente la llenó de temor y espanto, sin quitar dél los ojos ni volver las espaldas volvió atras cuatro ó cinco escalones, y sacando una pequeña cruz del seno, la besaba muchas veces, y se santiguó infinitas, como si alguna fantasma ú otra cosa del otro mundo estuviera mirando. Volvió Ricardo de su embelesamiento, y conoció por lo que Leonisa hacia la verdadera causa de su temor, y así la dijo:
—Á mí me pesa, oh hermosa Leonisa, que no hayan sido verdad las nuevas que de mi muerte te dió Mahamut, porque con ella escusara los temores que ahora tengo de pensar si todavía está en su ser y entereza el rigor que continuo has usado conmigo. Sosiégate, señora, y baja, y si te atreves á hacer lo que nunca hiciste, que es llegarte á mí, llega y verás que no soy cuerpo fantástico: Ricardo soy, Leonisa, Ricardo, el de tanta ventura cuanta tú quisieres que tenga.
Púsose Leonisa en esto el dedo en la boca, por lo cual entendió Ricardo que era señal de que callase ó hablase mas quedo; y tomando algun poco de ánimo, se fué llegando á ella en distancia que pudo oir estas razones:
—Habla paso, Mario, que así me parece que te llamas ahora, y no trates de otra cosa de la que yo te tratare: y advierte que podria ser que el habernos oido fuese parte para que nunca nos volviésemos á ver: Halima nuestra ama creo que nos escucha, la cual me ha dicho que te adora: hame puesto por intercesora de su deseo: si á él quisieres corresponder, aprovecharte ha mas para el cuerpo que para el alma: y cuando no quieras, es forzoso que lo finjas, siquiera porque yo te lo ruego y por lo que merecen deseos de mujer declarados.
Á esto respondió Ricardo:
—Jamas pensé ni pude imaginar, hermosa Leonisa, que cosa que me pidieras trujera consigo imposible de cumplirla; pero la que me pides me ha desengañado: ¿es por ventura la voluntad tan lijera que se pueda mover y llevar donde quisieren llevarla? ¿ó estarle ha bien al varon honrado y verdadero fingir en cosas de tanto peso? Si á tí te parece que alguna destas cosas se debe ó puede hacer, haz lo que mas gustares, pues eres señora de mi voluntad; mas ya sé p. 73 que tambien me engañas en esto, pues jamas la has conocido, y así no sabes lo que has de hacer della; pero á trueco que no digas que en la primera cosa que me mandaste dejaste de ser obedecida, yo perderé del derecho que debo á ser quien soy, y satisfaré tu deseo y el de Halima fingidamente como dices, si es que se ha de granjear con esto el bien de verte; y así finge tú las respuestas á tu gusto, que desde aquí las firma y confirma mi fingida voluntad: y en pago desto que por tí hago, que es lo mas que á mi parecer podré hacer aunque de nuevo te dé el alma que tantas veces te he dado, te ruego que brevemente me digas cómo escapaste de las manos de los cosarios, y cómo veniste á las del judío que te vendió.
—Mas espacio, respondió Leonisa, pide el cuento de mis desgracias; pero con todo eso te quiero satisfacer en algo: sabrás pues que á cabo de un dia que nos apartamos, volvió el bajel de Yzuf con un recio viento á la misma isla de la Pantanalea, donde tambien vimos á vuestra galeota; pero la nuestra sin poderlo remediar embistió en las peñas: viendo pues mi amo tan á los ojos su perdicion, vació con gran presteza dos barriles que estaban llenos de agua, tapólos muy bien, y atólos con cuerdas el uno con el otro, púsome á mí entre ellos, desnudóse luego, y tomando otro barril entre los brazos, se ató con un cordel el cuerpo, y con el mismo cordel dió cabo á mis barriles, y con grande ánimo se arrojó á la mar, llevándome tras sí: yo no tuve ánimo para arrojarme, que otro turco me impelió y me arrojó tras Yzuf, donde caí sin ningun sentido, ni volví en mí hasta que me hallé en tierra en brazos de dos turcos, que vuelta la boca al suelo me tenian, derramando gran cantidad de agua que habia bebido: abrí los ojos atónita y espantada, y vi á Yzuf junto á mí, hecha la cabeza pedazos, que segun despues supe, al llegar á tierra dió con ella en las peñas, donde acabó la vida: los turcos asimismo me dijeron que tirando de la cuerda me sacaron á tierra casi ahogada: solas ocho personas se escaparon de la desdichada galeota.
Ocho dias estuvimos en la isla, guardándome los turcos el mismo respeto que si fuera su hermana, y aun mas: estábamos escondidos en una cueva, temerosos ellos que no bajasen de una fuerza de cristianos que está en la isla, y los cautivasen: sustentáronse con el bizcocho mojado que la mar echó á la orilla, de lo que llevaban en la galeota, lo cual salian á coger de noche: ordenó la suerte para mayor mal mio, que la fuerza estuviese sin capitan, que pocos dias habia que era muerto, y en la fuerza no habia sino veinte soldados: esto se supo de un muchacho que los turcos cautivaron, que bajó de la fuerza á coger conchas á la marina: á los ocho dias llegó á aquella costa un bajel de moros que ellos llaman p. 74 caramuzales; viéronle los turcos, y salieron de donde estaban, haciendo señas al bajel que estaba cerca de tierra, tanto que conoció ser turcos los que los llamaban: ellos contaron sus desgracias, y los moros los recibieron en su bajel, en el cual venia un judío, riquísimo mercader, que toda la mercancía del bajel ó la mas era suya; era de barraganes y alquiceles, y de otras cosas que de Berbería se llevan á Levante, en que ordinariamente tratan los judíos: en el mismo bajel los turcos se fueron á Tripol, y en el camino me vendieron al judío que dió por mí dos mil doblas, precio escesivo, si no le hiciera liberal el amor que el judío me descubrió.
Dejando pues los turcos en Tripol, tornó el bajel á hacer su viaje, y el judío dió en solicitarme descaradamente: yo le hice la cara que merecian sus torpes deseos: viéndose pues desesperado de alcanzarlos, determinó de deshacerse de mí en la primera ocasion que se le ofreciese; y sabiendo que los dos bajáes Alí y Hazan, estaban en aquella isla, donde podia vender su mercaduría tan bien como en Xio, en quien pensaba venderla, se vino aquí con intencion de venderme á alguno de los bajáes, y por eso me vistió de la manera que ahora me ves, por aficionarles la voluntad á que me comprasen: he sabido que me ha comprado este cadí para llevarme á presentar al Gran Turco, de que estoy no poco temerosa: aquí he sabido de tu fingida muerte, y séte decir, si lo quieres creer, que me pesó en el alma, y que te tuve mas envidia que lástima, y no por quererte mal, que ya que soy desamorada, no soy ingrata ni desconocida, sino porque habias acabado con la tragedia de tu vida.
—No dices mal, señora, respondió Ricardo, si la muerte no me hubiera estorbado el bien de volver á verte; que ahora en mas estimo este instante de gloria que gozo en mirarte, que otra ventura, como no fuera la eterna, que en la vida ó en la muerte pudiera asegurarme mi deseo: el que tiene mi amo el cadí, á cuyo poder he venido por no ménos varios accidentes que los tuyos, es el mismo para contigo que para conmigo lo es el de Halima: hame puesto á mí por intérprete de sus pensamientos, acepté la empresa no por darle gusto, sino por el que granjeaba en la comodidad de hablarte; porque veas, Leonisa, el término á que nuestras desgracias nos han traido, á tí á ser medianera de un imposible que en lo que me pides conoces: á mí á serlo tambien de la cosa que ménos pensé, y de la que daré por no alcanzarla la vida, que ahora estimo en lo que vale la alta ventura de verte.
—No sé qué te diga, Ricardo, replicó Leonisa, ni qué salida se tome al laberinto donde, como dices, nuestra corta ventura nos tiene puestos: solo sé decir que es menester usar en esto lo que de nuestra condicion no se puede esperar, que es el fingimiento y engaño, y así p. 75 digo que de tí daré á Halima algunas razones que ántes la entretengan que desesperen: tú de mí podrás decir al cadí lo que para seguridad de mi honor y de su engaño vieres que mas convenga; y pues yo pongo mi honor en tus manos, bien puedes creer dél que le tengo con la entereza y verdad que podia poner en duda tantos caminos como he andado y tantos combates como he sufrido: el hablarnos será fácil, y á mí será de grandísimo gusto el hacello, con presupuesto que jamas me has de tratar cosa que á tu declarada pretension pertenezca, que en la hora que tal hicieres, en la misma me despediré de verte, porque no quiero que pienses que es de tan pocos quilates mi valor, que ha de hacer con él la cautividad lo que la libertad no pudo: como el oro tengo de ser con el favor del cielo, que miéntras mas se acrisola, queda con mas pureza y mas limpio: conténtate con que he dicho que no me dará como solia fastidio tu vista; porque te hago saber, Ricardo, que siempre te tuve por desabrido y arrogante, y que presumias de tí algo mas de lo que debias: confieso tambien que me engañaba, y que podria ser que hacer ahora la esperiencia me pusiese la verdad delante de los ojos el desengaño, y estando desengañada, fuese con ser honesta mas humana: véte con Dios, que temo no nos haya escuchado Halima, la cual entiende algo de la lengua cristiana, ó á lo ménos de aquella mezcla de lenguas que se usa, con que todos nos entendemos.
—Dices muy bien, señora, respondió Ricardo, y agradézcote infinito el desengaño que me has dado, que le estimo en tanto como la merced que me haces en dejarme verte, y como tú dices, quizá la esperiencia te dará á entender cuán llana es mi condicion y cuán humilde, especialmente para adorarte, y sin que tú pusieras término ni raya á mi trato, fuera él tan honesto para contigo, que no acertaras á desearle mejor: en lo que toca á entretener al cadí, vive descuidada; haz tú lo mismo con Halima, y entiende, señora, que despues que te he visto ha nacido en mí una esperanza tal, que me asegura que presto hemos de alcanzar la libertad deseada: y con esto quédate á Dios, que otra vez te contaré los rodeos por donde la fortuna me trujo á este estado despues que de tí me aparté, ó por mejor decir, me apartaron.
Con esto se despidieron, y quedó Leonisa contenta y satisfecha del llano proceder de Ricardo, y él contentísimo de haber oido una palabra de la boca de Leonisa sin aspereza.
Estaba Halima cerrada en su aposento, rogando á Mahoma trujese Leonisa buen despacho de lo que le habia encomendado: el cadí estaba en la mezquita recompensando con los suyos los deseos de su mujer, teniéndolos solícitos y colgados de la respuesta que esperaba oir de su esclavo, á quien p. 76 habia dejado encargado hablase á Leonisa, pues para poderlo hacer le daria comodidad Mahamut, aunque Halima estuviese en casa. Leonisa acrecentó en Halima el torpe deseo y deshonesto amor, dándole muy buenas esperanzas que Mario haria todo lo que pudiese, pero que habia de dejar pasar primero dos lunas ántes que concediese con lo que deseaba él mucho mas que ella, y este tiempo y término pedia á causa que hacia una plegaria y oracion á Dios para que le diese libertad. Contentóse Halima de la disculpa y de la relacion de su querido Mario, á quien ella diera libertad ántes del término del voto, como él condescendiera con su deseo: y así rogó á Leonisa le rogase dispensase con el tiempo, y acortase la dilacion, que ella le ofrecia cuanto el cadí pidiese por su rescate.
Antes que Ricardo respondiese á su amo, se aconsejó con Mahamut de qué le responderia: y acordaron entre los dos que le desesperase, y le aconsejase que lo mas presto que pudiese la llevase á Constantinopla, y que en el camino ó por grado ó por fuerza alcanzaria su deseo; y que para el inconveniente que se podia ofrecer de cumplir con el Gran Señor, seria bueno comprar otra esclava, y en el viaje fingir ó hacer de modo como Leonisa cayese enferma, y que una noche echarian la cristiana comprada á la mar, diciendo que era Leonisa la cautiva del Gran Señor que se habia muerto; y que esto se podia hacer y se haria en modo que jamas la verdad fuese descubierta, y él quedase sin culpa con el Gran Señor, y con el cumplimiento de su voluntad; y que para la duracion de su gusto despues se daria traza conveniente y mas provechosa. Estaba tan ciego el mísero y anciano cadí, que si otros mil disparates le dijeran, como fueran encaminados á cumplir sus esperanzas, todos los creyera, cuanto mas que le pareció que todo lo que decian llevaba buen camino y prometia próspero suceso: y así era la verdad, si la intencion de los dos consejeros no fuera levantarse con el bajel y darle á él la muerte en pago de sus locos pensamientos. Ofreciósele al cadí otra dificultad á su parecer mayor de las que en aquel caso se le podian ofrecer; y era pensar que su mujer Halima no le habia de dejar ir á Constantinopla, si no la llevaba consigo; pero presto la facilitó, diciendo que en cambio de la cristiana que habian de comprar para que muriese por Leonisa, serviria Halima, de quien deseaba librarse mas que de la muerte.
Con la misma facilidad que él lo pensó, con la misma se lo concedieron Mahamut y Ricardo; y quedando firmes en esto, aquel mismo dia dió cuenta el cadí á Halima del viaje que pensaba hacer á Constantinopla á llevar la cristiana al Gran Señor, de cuya liberalidad esperaba que le hiciese gran cadí del Cairo ó de Constantinopla. Halima le dijo que le parecia muy bien su p. 77 determinacion, creyendo que se dejaria á Mario en casa; mas cuando el cadí la certificó que le habia de llevar consigo y á Mahamut tambien, tornó á mudar de parecer, y á desaconsejarle lo que primero le habia aconsejado, con las mas eficaces razones que su deseo le supo enseñar. En resolucion concluyó que si no la llevaba consigo, no pensaba dejarle ir en ninguna manera. Contentóse el cadí de hacer lo que ella queria, porque pensaba sacudir presto de su cuello aquella para él tan pesada carga.
No se descuidaba en este tiempo Hazan bajá de solicitar al cadí le entregase la esclava, ofreciéndole montes de oro, y habiéndole dado á Ricardo de balde, cuyo rescate apreciaba en dos mil escudos, facilitábale la entrega con la misma industria que él se habia imaginado de hacer muerta la cautiva cuando el Gran Turco enviase por ella. Todas estas dádivas y promesas aprovecharon con el cadí no mas de ponerle en la voluntad que abreviase su partida; y así solicitado de su deseo y de las importunaciones de Hazan, y aun de las de Halima, que tambien fabricaba en el aire vanas esperanzas, dentro de veinte dias aderezó un bergantin de quince bancos, y le armó de buenas boyas, moros y algunos cristianos griegos; embarcó en él toda su riqueza, y Halima no dejó en su casa cosa de momento, y rogó á su marido que la dejase llevar consigo á sus padres para que viesen á Constantinopla: era la intencion de Halima la misma que la de Mahamut, hacer con él y con Ricardo que en el camino se alzasen con el bergantin; pero no les quiso declarar su pensamiento hasta verse embarcada, y esto con voluntad de irse á tierra de cristianos, y volverse á lo que primero habia sido, y casarse con Ricardo, pues era de creer que llevando tantas riquezas consigo, y volviéndose cristiana, no dejaria de tomarla por mujer.
En este tiempo habló otra vez Ricardo con Leonisa, y le declaró toda su intencion, y ella le dijo la que tenia Halima, que con ella habia comunicado: encomendáronse los dos el secreto, y encomendándose á Dios, esperaban el dia de la partida: el cual llegado, salió Hazan acompañándolos hasta la marina con todos sus soldados, y no les dejó hasta que se hicieron á la vela, ni aun quitó los ojos del bergantin hasta perderle de vista; y parece que el aire de los suspiros que el enamorado moro arrojaba, impelia con mayor fuerza las velas que le apartaban y llevaban el alma; mas como aquel á quien el amor habia tanto tiempo que sosegar no le dejaba, pensando en lo que habia de hacer para no morir á manos de sus deseos, puso luego por obra lo que con largo discurso y resoluta determinacion tenia pensado: y así en un bajel de diez y siete bancos, que en otro puerto habia hecho armar, puso en él cincuenta soldados, todos amigos y conocidos suyos, á quien él tenia ob p. 78 ligados con muchas dádivas y promesas, y dióles órden que saliesen al camino y tomasen el bajel del cadí y sus riquezas, pasando á cuchillo cuantos en él iban, si no fuese á Leonisa la cautiva; que á ella sola queria por despojo aventajado á los muchos haberes que el bergantin llevaba: ordenóles tambien que le echasen á fondo, de manera que ninguna cosa quedase que pudiese dar indicio de su perdicion. La codicia del saco les puso alas en los piés y esfuerzo en el corazon, aunque bien vieron que poca defensa habian de hallar en los del bergantin, segun iban desarmados y sin sospecha de semejante acontecimiento.
Dos dias habia ya que el bergantin caminaba, que al cadí se le hicieron dos siglos, porque luego en el primero quisiera poner en efecto su determinacion; mas aconsejáronle sus esclavos que convenia primero hacer de suerte que Leonisa cayese mala, para dar color á su muerte, y que esto habia de ser con algunos dias de enfermedad: él no quisiera sino decir que habia muerto de repente, y acabar presto con todo, y despachar á su mujer, y aplacar el fuego que las entrañas poco á poco le iba consumiendo; pero en efecto hubo de condescender con el parecer de los dos.
Ya en esto habia Halima declarado su intento á Mahamut y á Ricardo, y ellos estaban en ponerlo por obra al pasar de las cruces de Alejandría, ó al entrar de los castillos de la Natolia; pero fué tanta la priesa que el cadí les daba, que se ofrecieron de hacerlo en la primera comodidad que se les ofreciese; y un dia, al cabo de seis que navegaban y que ya le parecia al cadí que bastaba el fingimiento de la enfermedad de Leonisa, importunó á sus esclavos que otro dia concluyesen con Halima, y la arrojasen al mar amortajada, diciendo ser la cautiva del Gran Señor.
Amaneciendo pues el dia en que segun la intencion de Mahamut y de Ricardo habia de ser el cumplimiento de sus deseos, ó el fin de sus dias, descubrieron un bajel que á vela y remo les venia dando caza: temieron fuese de cosarios cristianos, de los cuales ni los unos ni los otros podian esperar buen suceso; porque de serlo, se temia ser los moros cautivos, y los cristianos, aunque quedasen con libertad, quedarian desnudos y robados; pero Mahamut y Ricardo con la libertad de Leonisa y de la de entrambos se contentaran: con todo esto que se imaginaban, temian la insolencia de la gente cosaria, pues jamas la que se da á tales ejercicios, de cualquiera ley ó nacion que sea, deja de tener un ánimo cruel y una condicion insolente. Pusiéronse en defensa, sin dejar los remos de las manos y hacer todo cuanto pudiesen; pero pocas horas tardaron que vieron que les iban entrando, de modo que en ménos de dos se les pusieron á tiro de cañon: viendo p. 79 esto, amainaron, soltaron los remos, tomaron las armas, y los esperaron, aunque el cadí dijo que no temiesen, porque el bajel era turquesco, y que no les haria daño alguno: mandó poner luego una bandera blanca de paz en el peñol de la popa, porque le viesen los que ya ciegos y codiciosos venian con gran furia á embestir el mal defendido bergantin. Volvió en esto la cabeza Mahamut, y vió que de la parte de poniente venia una galeota á su parecer de veinte bancos, y díjoselo al cadí, y algunos cristianos que iban al remo dijeron que el bajel que se descubria era de cristianos: todo lo cual les dobló la confusion y el miedo, y estaban suspensos sin saber lo que harian, temiendo y esperando el suceso que Dios quisiese darles.
Paréceme que diera el cadí en aquel punto por hallarse en Nicosia toda la esperanza de su gusto: tanta era la confusion en que se hallaba; aunque le quitó presto della el bajel primero, que sin respeto de las banderas de paz ni de lo que á su religion debian, embistieron con el del cadí con tanta furia que estuvo poco en echarle á fondo: luego conoció el cadí los que le acometian, y vió que eran soldados de Nicosia, y adivinó lo que podia ser, y dióse por perdido y muerto; y si no fuera que los soldados se dieron ántes á robar que á matar, ninguno quedara con vida; mas cuando ellos andaban mas encendidos y mas atentos en su robo, dió un turco voces, diciendo:
—Arma, soldados, que un bajel de cristianos nos embiste.
Así era la verdad, porque el bajel que descubrió el bergantin del cadí venia con insignias y banderas cristianescas, el cual llegó con toda furia á embestir el bajel de Hazan; pero ántes que llegase, preguntó uno desde la proa en lengua turquesca, qué bajel era aquel. Respondiéronle que era de Hazan bajá, virey de Chipre.
—Pues ¿cómo, replicó el turco, siendo vosotros mosolimanes, embestís y robais á ese bajel, que nosotros sabemos que va en él el cadí de Nicosia?
Á lo cual respondieron que ellos no sabian otra cosa mas de que el bajá les habia ordenado le tomasen, y que ellos como sus soldados y obedientes habian hecho su mandamiento.
Satisfecho de lo que saber queria el capitan del segundo bajel que venia á la cristianesca, dejó de embestir al de Hazan, y acudió al del cadí, y á la primera rociada mató mas de diez turcos de los que dentro estaban, y luego le entró con grande ánimo y presteza; mas apénas hubieron puesto los piés dentro, cuando el cadí conoció que el que le embestia no era cristiano, sino Alí bajá, el enamorado de Leonisa; el cual con el mismo intento que Hazan, habia estado esperando su venida, y por no ser conocido habia hecho vestidos á sus soldados como cristianos, para que con esta industria fuese mas cubierto su hurto. El cadí que conoció las intenciones de los amantes p. 80 y traidores, comenzó a grandes voces á decir su maldad, diciendo:
—¿Qué es esto, traidor Alí bajá? ¿Cómo, siendo tu mosoliman (que quiere decir turco) me salteas como cristiano? Y vosotros, traidores soldados de Hazan, ¿qué demonio os ha movido á cometer tan grande insulto? ¿Cómo por cumplir el apetito lascivo del que aquí os envía, quereis ir contra vuestro natural señor?
Á estas palabras suspendieron todos las armas, y unos á otros se miraron y se conocieron, porque todos habian sido soldados de un mismo capitan y militado debajo de una bandera, y confundiéndose con las razones del cadí y con su mismo maleficio, se les embotaron los filos de los alfanjes y se les desmayaron los ánimos: solo Alí cerró los ojos y los oidos á todo, y arremetiendo al cadí, le dió una tal cuchillada en la cabeza, que si no fuera por la defensa que hicieron cien varas de toca con que venia ceñida, sin duda se la partiera por medio; pero con todo le derribó entre los bancos del bajel, y al caer dijo el cadí:
—¡Oh cruel renegado, enemigo de mi divino profeta! ¿Y es posible que no ha de haber quien castigue tu crueldad y tu grande insolencia? ¿Cómo, maldito, has osado poner las manos y las armas en tu cadí, y en un ministro de Mahoma?
Estas palabras añadieron fuerza á fuerza á las primeras, las cuales oidas de los soldados de Hazan, y movidos de temor que los soldados de Alí les habian de quitar la presa, que ya ellos por suya tenian, determinaron de ponerlo todo en aventura; y comenzando uno y siguiéndole todos, dieron en los soldados de Alí con tanta priesa, rencor y brio, que en poco espacio los pararon tales, que aunque eran muchos mas que ellos, los redujeron á número pequeño; pero los que quedaron, volviendo sobre sí, vengaron á sus compañeros, no dejando de los de Hazan apénas cuatro con vida, y estos muy mal heridos.
Estábanlos mirando Ricardo y Mahamut, que de cuando en cuando sacaban la cabeza por el escotillon de la cámara de popa, por ver en qué paraba aquella grande herrería que sonaba; y viendo como los turcos estaban casi todos muertos, y los vivos mal heridos, y cuán fácilmente se podia dar cabo de todos, llamó Mahamut á dos sobrinos de Halima que ella habia hecho embarcar consigo, para que ayudasen á levantar el bajel, y con ellos y con su padre, tomando alfanjes de los muertos, saltaron en crujía, y apellidando libertad, libertad, y ayudados de las buenas boyas, cristianos griegos, con facilidad y sin recebir herida los degollaron á todos, y pasando sobre la galeota de Alí que sin defensa estaba, fácilmente la rindieron y ganaron cuanto en ella venia. De los que en el segundo encuentro murieron, fué de los primeros Alí bajá, que un turco en venganza del cadí le mató á cuchilladas.
Diéronse luego todos por consejo de Ricardo á pasar cuantas cosas habia de precio en su bajel p. 81 y en el de Hazan á la galeota de Alí, que era bajel mayor y acomodado para cualquier cargo ó viaje, y ser los remeros cristianos, los cuales contentos con la alcanzada libertad y con muchas cosas que Ricardo repartió entre todos, se ofrecieron de llevarle hasta Trápana, y aun hasta el cabo del mundo, si quisiese: y con esto Mahamut y Ricardo llenos de gozo por el buen suceso, se fueron á la mora Halima, y la dijeron que si queria volverse á Chipre, que con las buenas boyas le armarian su mismo bajel, y le darian la mitad de las riquezas que habia embarcado; mas ella, que en tanta calamidad aun no habia perdido el cariño y amor que á Ricardo tenia, dijo que queria irse con ellos á tierra de cristianos, de lo cual sus padres se holgaron en estremo.
El cadí volvió en su acuerdo, y le curaron como la ocasion les dió lugar, á quien tambien dijeron que escogiese una de dos: ó que se dejase llevar á tierra de cristianos, ó volverse en su mismo bajel á Nicosia. Él respondió que ya que la fortuna le habia traido á tales términos, les agradecia la libertad que le daban, y que queria ir á Constantinopla á quejarse al Gran Señor del agravio que de Hazan y de Alí habia recebido; mas cuando supo que Halima le dejaba y se queria volver cristiana, estuvo en poco de perder el juicio. En resolucion le armaron su bajel, y le proveyeron de todas las cosas necesarias para su viaje, y aun le dieron algunos cequíes de los que habian sido suyos, y despidiéndose de todos con determinacion de volverse á Nicosia, pidió ántes que se hiciese á la vela, que Leonisa le abrazase, que aquella merced y favor seria bastante para poner en olvido toda su desventura. Todos suplicaron á Leonisa diese aquel favor á quien tanto la queria, pues en ello no iria contra el decoro de su honestidad: hizo Leonisa lo que le rogaron, y el cadí le pidió le pusiese las manos sobre la cabeza, porque él llevase esperanzas de sanar de su herida: en todo le contentó Leonisa. Hecho esto, y habiendo dado un barreno al bajel de Hazan, favoreciéndoles un levante fresco que parecia que llamaba las velas para entregarse en ellas, se las dieron, y en breves horas perdieron de vista al bajel del cadí, el cual con lágrimas en los ojos estaba mirando cómo se llevaban los vientos su hacienda, su gusto, su mujer y su alma.
Con diferentes pensamientos de los del cadí navegaban Ricardo y Mahamut; y así sin querer tocar en tierra en ninguna parte, pasaron á la vista de Alejandría de golfo lanzado; y sin amainar velas, y sin tener necesidad de aprovecharse de los remos, llegaron á la fuerte isla de Corfú, donde hicieron agua, y luego sin detenerse pasaron por los infamados riscos acroceraunos, y desde léjos al segundo dia descubrieron á Paquino, promontorio de p. 82 la fertilísima Tinacria, á vista de la cual y de la insigne isla de Malta volaron, que no con ménos lijereza navegaba el dichoso leño.
En resolucion, bajando la isla, de allí á cuatro dias descubrieron la Lampadosa, y luego la isla donde se perdieron, con cuya vista se estremeció Leonisa, viniéndole á la memoria el peligro en que ella se habia visto: otro dia vieron delante de sí la deseada y amada patria, renovóse la alegría en sus corazones, alborotáronse sus espíritus con el nuevo contento, que es uno de los mayores que en esta vida se pueden tener, llegar despues de luengo cautiverio salvo y sano á su patria; y al que á este se le puede igualar es el que se recibe de la victoria alcanzada de los enemigos.
Habíase hallado en la galeota una caja llena de banderetas y flámulas de diversas colores de sedas, con las cuales hizo Ricardo adornar la galeota: poco despues de amanecer seria, cuando se hallaron á ménos de una legua de la ciudad, y bogando á cuarteles, y alzando de cuando en cuando alegres voces y gritos, se iban llegando al puerto, en el cual en un instante pareció infinita gente del pueblo, que habiendo visto cómo aquel bien adornado bajel tan de espacio se llegaba á tierra, no quedó gente en toda la ciudad que dejase de salir á la marina.
En este entre tanto habia Ricardo pedido y suplicado á Leonisa, que se adornase y vistiese de la misma manera que cuando entró en la tienda de los bajáes; porque queria hacer una graciosa burla á sus padres. Hízolo así, y añadiendo galas á galas, perlas á perlas, y belleza á belleza, que suele acrecentarse con el contento, se vistió de modo que de nuevo causó admiracion y maravilla: vistióse asimismo Ricardo á la turquesca, y lo mismo hizo Mahamut, y todos los cristianos del remo, que para todos hubo en los vestidos de los turcos muertos.
Cuando llegaron al puerto serian las ocho de la mañana, que tan serena y clara se mostraba, que parecia que estaba atenta mirando aquella alegre entrada. Antes de entrar en el puerto hizo Ricardo disparar las piezas de la galeota, que eran un cañon de crujía y dos falconetes: respondió la ciudad con otras tantas.
Estaba toda la gente confusa, esperando llegase el bizarro bajel; pero cuando vieron de cerca que era turquesco, porque se divisaban los blancos turbantes de los que moros parecian, temerosos y con sospecha de algun engaño, tomaron las armas y acudieron al puerto todos los que en la ciudad son de milicia, y la gente de á caballo se tendió por toda la marina: de todo lo cual recebieron gran contento los que poco á poco se fueron llegando hasta entrar en el puerto, dando fondo junto á tierra, y arrojando en ella la plancha, soltando á una los remos, todos uno á uno, como en procesion, salieron á tierra, la p. 83 cual con lágrimas de alegría besaron una y muchas veces, señal clara que dió á entender ser cristianos que con aquel bajel se habian alzado: á la postre de todos salieron el padre y madre de Halima, y sus dos sobrinos, como está dicho, vestidos á la turquesca: hizo fin y remate la hermosa Leonisa, cubierto el rostro con un tafetan carmesí: traíanla en medio Ricardo y Mahamut, cuyo espectáculo llevó tras sí los ojos de toda aquella infinita multitud que los miraba. En llegando á tierra hicieron como los demas, besándola postrados por el suelo.
En esto llegó á ellos el capitan y gobernador de la ciudad, que bien conoció que eran los principales de todos; mas apénas hubo llegado, cuando conoció á Ricardo, y corrió con los brazos abiertos y con señales de grandísimo contento á abrazarle. Llegaron con el gobernador, Cornelio y su padre, y los de Leonisa con todos sus parientes y los de Ricardo, que todos eran los mas principales de la ciudad: abrazó Ricardo al gobernador, y respondió á todos los parabienes que le daban: trabó de la mano á Cornelio (el cual como le conoció y se vió asido dél, perdió la color del rostro, y casi comenzó á temblar de miedo), y teniendo asimismo de la mano á Leonisa, dijo:
—Por cortesía os ruego, señores, que ántes que entremos en la ciudad y en el templo á dar las debidas gracias á nuestro Señor de las grandes mercedes que en nuestra desgracia nos ha hecho, me escucheis ciertas razones que deciros quiero.
Á lo cual el gobernador respondió que dijese lo que quisiese, que todos le escucharian con gusto y con silencio. Rodeáronle luego todos los mas de los principales, y él alzando un poco la voz, dijo desta manera:
—Bien se os debe acordar, señores, de la desgracia que algunos meses ha en el jardin de las Salinas me sucedió con la pérdida de Leonisa: tambien no se os habrá caido de la memoria la diligencia que yo puse en procurar su libertad, pues olvidándome de la mia ofrecí por su rescate toda mi hacienda (aunque esta que al parecer fué liberalidad, no puede ni debe redundar en mi alabanza, pues la daba por el rescate de mi alma); lo que despues acá á los dos ha sucedido requiere para mas tiempo otra sazon y coyuntura, y otra lengua no tan turbada como la mia: basta deciros por ahora, que despues de varios y estraños acaecimientos, y despues de mil perdidas esperanzas de alcanzar remedio de nuestras desdichas, el piadoso cielo sin ningun merecimiento nuestro nos ha vuelto á la deseada patria, cuanto llenos de contento, colmados de riquezas: y no nace dellas ni de la libertad alcanzada el sin igual gusto que tengo, sino del que imagino que tiene esta en paz y en guerra dulce enemiga p. 84 mia, así por verse libre, como por ver como ve el retrato de su alma: todavía me alegro de la general alegría que tienen los que me han sido compañeros en la miseria; y aunque las desventuras y tristes acontecimientos suelen mudar las condiciones y aniquilar los ánimos valerosos, no ha sido así con el verdugo de mis buenas esperanzas; porque con mas valor y entereza que buenamente decirse puede, ha pasado el naufragio de sus desdichas y los encuentros de mis ardientes cuanto honestas importunaciones: en lo cual se verifica que mudan el cielo y no las costumbres los que en ellas tal vez hicieron asiento. De todo esto que he dicho, quiero inferir que yo le ofrecí mi hacienda en rescate, y le di mi alma en mis deseos: di traza en su libertad y aventuré por ella mas que por la mia la vida, y todos estos que en otro sujeto mas agradecido pudieran ser cargos de algun momento, no quiero yo que lo sean; solo quiero lo sea este en que te pongo ahora.
Y diciendo esto, alzó la mano y con honesto comedimiento quitó el antifaz del rostro de Leonisa, que fué como quitarse la nube que tal vez cubre la hermosa claridad del sol; y prosiguió diciendo:
—Ves aquí, oh Cornelio, te entrego la prenda que tú debes de estimar sobre las cosas que son dignas de estimarse; y ves aquí tú, hermosa Leonisa, te doy al que tú siempre has tenido en la memoria: esta sí quiero que se tenga por liberalidad; en cuya comparacion dar la hacienda, la vida y la honra no es nada: recíbela, oh venturoso mancebo, recíbela, y si llega tu conocimiento á tanto que llegue á conocer valor tan grande, estímate por el mas venturoso de la tierra: con ella te daré asimismo todo cuanto me tocare de parte en lo que á todos el cielo nos ha dado, que bien creo que pasará de treinta mil escudos: de todo puedes gozar á tu sabor con libertad, y quietud y descanso; y plega al cielo que sea por luengos y felices años: yo sin ventura, pues quedo sin Leonisa, gusto de quedar pobre; que á quien Leonisa le falta, la vida le sobra.
Y en diciendo esto calló, como si al paladar se hubiera pegado la lengua; pero desde allí á un poco, ántes que ninguno hablase, dijo:
—¡Válame Dios, y cómo los apretados trabajos turban los entendimientos! Yo, señores, con el deseo que tengo de hacer bien, no he mirado lo que he dicho, porque no es posible que nadie pueda demostrarse liberal de lo ajeno: ¿qué jurisdiccion tengo yo en Leonisa para darla á otro? ó ¿cómo puedo ofrecer lo que está tan léjos de ser mio? Leonisa es suya, y tan suya, que á faltarle sus padres, que felices años vivan, ningun opósito tuviera su voluntad; y si se pudieran poner las obligaciones que como discreta debe de pensar que me tiene, desde aquí las borro, las cancelo y doy por ningunas; y así de lo dicho me desdigo, y no doy á Cornelio p. 85 nada, pues no puedo; solo confirmo la manda de mi hacienda hecha á Leonisa, sin querer otra recompensa sino que tenga por verdaderos mis honestos pensamientos, y que crea dellos que nunca se encaminaron ni miraron á otro punto, que el que pide su incomparable honestidad, su gran valor é infinita hermosura.
Calló Ricardo en diciendo esto; á lo cual Leonisa respondió en esta manera:
—Si algun favor, oh Ricardo, imaginas que yo hice á Cornelio en el tiempo que tú andabas de mí enamorado y celoso, imagina que fué tan honesto, como guiado por la voluntad y órden de mis padres, que atentos á que le moviesen á ser mi esposo, permitian que se los diese: si quedas desto satisfecho, bien lo estarás de lo que de mí te ha mostrado la esperiencia cerca de mi honestidad y recato: esto digo por darte á entender, Ricardo, que siempre fuí mia, sin estar sujeta á otro que á mis padres, á quien ahora humildemente, como es razon, suplico me den licencia y libertad para disponer la que tu mucha valentía y liberalidad me ha dado.
Sus padres dijeron que se la daban, porque fiaban de su mucha discrecion que usaria della de modo que siempre redundase en su honra y en su provecho.
—Pues con esa licencia, prosiguió la discreta Leonisa, quiero que no se me haga de mal mostrarme desenvuelta á trueque de no mostrarme desagradecida: y así, oh valiente Ricardo, mi voluntad hasta aquí recatada, perpleja y dudosa, se declara en favor tuyo; porque sepan los hombres que no todas las mujeres son ingratas, mostrándome yo siquiera agradecida: tuya soy, Ricardo, y tuya seré hasta la muerte, si otro mejor conocimiento no te mueve á negar la mano que de mi esposo te pido.
Quedó como fuera de sí á estas razones Ricardo, y no supo ni pudo responder con otras á Leonisa, que con hincarse de rodillas ante ella y besarle las manos, que le tomó por fuerza muchas veces, bañándoselas en tiernas y amorosas lágrimas: derramólas Cornelio de pesar, y de alegría los padres de Leonisa, y de admiracion y de contento todos los circunstantes.
Hallóse presente el obispo ó arzobispo de la ciudad, y con su bendicion y licencia los llevó al templo, y dispensando en el tiempo los desposó en el mismo punto. Derramóse la alegría por toda la ciudad, de la cual dieron muestra aquella noche infinitas luminarias, y otros muchos dias la dieron muchos juegos y regocijos que hicieron los parientes de Ricardo y de Leonisa. Reconciliáronse con la Iglesia Mahamut y Halima, la cual imposibilitada de cumplir el deseo de verse esposa de Ricardo, se contentó con serlo de Mahamut. Á sus padres y á los sobrinos de Halima dió la liberalidad de Ricardo, de las partes que le cupieron del despojo, suficientemente con que viviesen. Todos en fin quedaron con p. 86 tentos, libres y satisfechos, y la fama de Ricardo, saliéndose de los términos de Sicilia, se estendió por todos los de Italia y de otras muchas partes, debajo del nombre del Amante liberal , y aun hasta hoy dura en los muchos hijos que tuvo en Leonisa, que fué ejemplo raro de discrecion, honestidad, recato y hermosura.
p. 87
En la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Alcudia, como vamos de Castilla á la Andalucía, un dia de los calorosos del verano se hallaron en ella acaso dos muchachos de hasta edad de catorce á quince años el uno, y el otro no pasaba de diez y siete: ambos de buena gracia, pero muy descosidos, rotos y maltratados: capa no la tenian, los calzones eran de lienzo, y las medias de carne; bien es verdad que lo enmendaban los zapatos, porque los del uno eran alpargates tan traidos como llevados, y los del otro picados y sin suelas, de manera que mas le servian de cormas, que de zapatos: traia el uno montera verde de cazador, el otro un sombrero sin toquilla, bajo de copa y ancho de falda: á la espalda, y ceñida por los pechos, traia uno una camisa de color de camuza, encerrada y recogida toda en una manga: el otro venia escueto y sin alforjas, puesto que en el seno se le parecia un gran bulto, que á lo que despues pareció, era un cuello de los que llaman valonas almidonadas, almidonado con grasa, y tan deshilado de roto, que todo parecia hilachas: venian en él envueltos y guardados unos naipes de figura ovada, porque de ejercitarlos, se les habian gastado las puntas, y porque durasen mas, se las cercenaron y los dejaron de aquel talle: estaban los dos quemados del sol, las uñas caireladas, y las manos no muy limpias: el uno tenia una media espada, y el otro un cuchillo de cachas amarillas, que los suelen llamar vaqueros.
Saliéronse los dos á sestear en un portal ó cobertizo que delante de la venta se hace, y sentándose frontero p. 88 el uno del otro, el que parecia de mas edad dijo al mas pequeño:
—¿De qué tierra es vuesa merced, señor gentilhombre, y para dónde bueno camina?
—Mi tierra, señor caballero, respondió el preguntado, no la sé, ni para dónde camino tampoco.
—Pues en verdad, dijo el mayor, que no parece vuesa merced del cielo, y que este no es lugar para hacer su asiento en él, que por fuerza se ha de pasar adelante.
—Así es, respondió el mediano; pero yo he dicho verdad en lo que he dicho, porque mi tierra no es mia, pues no tengo en ella mas de un padre que no me tiene por hijo, y una madrastra que me trata como alnado: el camino que llevo es á la ventura, y allí le daria fin donde hallase quien me diese lo necesario para pasar esta miserable vida.
—Y ¿sabe vuesa merced algun oficio?, preguntó el grande.
Y el menor respondió:
—No sé otro sino que corro como una liebre, y salto como un gamo, y corto de tijera muy delicadamente.
—Todo eso es muy bueno, útil y provechoso, dijo el grande, porque habrá sacristan que le dé á vuesa merced la ofrenda de Todos Santos, porque para el Juéves Santo le corte florones de papel para el monumento.
—No es mi corte desa manera, respondió el menor, sino que mi padre por la misericordia del cielo es sastre y calcetero, y me enseñó á cortar antiparas, que como vuesa merced bien sabe, son medias calzas con avanpiés, que por su propio nombre se suelen llamar polainas; y córtolas tan bien, que en verdad que me podria examinar de maestro, si no que la corta suerte me tiene arrinconado.
—Todo eso y mas acontece por los buenos, respondió el grande, y siempre he oido decir que las buenas habilidades son las mas perdidas, pero aun edad tiene vuesa merced para enmendar su ventura: mas si yo no me engaño y el ojo no me miente, otras gracias tiene vuesa merced secretas, y no las quiere manifestar.
—Sí tengo, respondió el pequeño; pero no son para en público, como vuesa merced ha muy bien apuntado.
Á lo cual replicó el grande:
—Pues yo le sé decir que soy uno de los mas secretos mozos que en grande parte se pueden hallar; y para obligar á vuesa merced que descubra su pecho y descanse conmigo, le quiero obligar con descubrirle el mio primero, porque imagino que no sin misterio nos ha juntado aquí la suerte, y pienso que habemos de ser, deste hasta el último dia de nuestra vida, verdaderos amigos. Yo, señor hidalgo, soy natural de la Fuenfrida, lugar conocido y famoso por los ilustres pasajeros que por él de contino pasan: mi nombre es Pedro del Rincon, mi padre es persona de calidad, porque es ministro de la Santa Cruzada, quiero decir, que es bulero ó buldero, como los llama el vulgo: algunos dias le acompañé en el oficio, y le aprendí de manera, que no daria ventaja en echar las bulas al que p. 89 mas presumiese en ello; pero habiéndome un dia aficionado mas al dinero de las bulas, que á las mismas bulas, me abracé con un talego, y di conmigo y con él en Madrid, donde con las comodidades que allí de ordinario se ofrecen, en pocos dias saqué las entrañas al talego, y le dejé con mas dobleces que pañizuelo de desposado: vino el que tenia á cargo el dinero tras mí, prendiéronme, tuve poco favor, aunque viendo aquellos señores mi poca edad se contentaron con que me arrimasen al aldabilla, y me mosqueasen las espaldas por un rato, y con que saliese desterrado por cuatro años de la corte: tuve paciencia, encogí los hombros, sufrí la tanda y mosqueo, y salí á cumplir mi destierro con tanta priesa, que no tuve lugar de buscar cabalgaduras: tomé de mis alhajas las que pude y las que me parecieron mas necesarias, y entre ellas saqué estos naipes (y á este tiempo descubrió los que se han dicho, que en el cuello traia), con los cuales he ganado mi vida por los mesones y ventas que hay desde Madrid aquí, jugando á la veintiuna; y aunque vuesa merced los ve tan astrosos y maltratados, usan de una maravillosa virtud con quien los entiende, que no alzará que no quede un as debajo, y si vuesa merced es versado en este juego, verá cuánta ventaja lleva el que sabe que tiene cierto un as á la primera carta, que le puede servir de un punto y de once; que con esta ventaja, siendo la veintiuna envidada, el dinero se queda en casa: fuera desto aprendí de un cocinero de un embajador ciertas tretas de quínolas y del parar, á quien tambien llaman el andaboba; que así como vuesa merced se puede examinar en la corte de sus antiparas, así puedo yo ser maestro en la ciencia villanesca: con esto voy seguro de no morir de hambre, porque aunque llegue á un cortijo, hay quien quiera pasar tiempo jugando un rato, y desto hemos de hacer luego la esperiencia los dos: armemos la red, y veamos si cae algun pájaro destos arrieros que aquí hay, quiero decir, que juguemos los dos á la veintiuna como si fuese de veras, que si alguno quisiere ser tercero, él será el primero que deje la pecunia.
—Sea en buen hora, dijo el otro, y en merced muy grande tengo la que vuesa merced me ha hecho en darme cuenta de su vida, con que me ha obligado á que yo no le encubra la mia, que diciéndola mas breve, es esta: Yo nací en el Pedroso, lugar puesto entre Salamanca y Medina del Campo: mi padre es sastre, enseñóme su oficio, y de corte de tijera con mi buen ingenio salté á cortar bolsas: enfadóme la vida estrecha de la aldea y el desamorado trato de mi madrastra: dejé mi pueblo, vine á Toledo á ejercitar mi oficio, y en él he hecho maravillas; porque no pende relicario de toca, ni hay faldriquera tan escondida, que mis dedos no visiten, ni mis tijeras no corten, p. 90 aunque le estén guardando con los ojos de Argos: y en cuatro meses que estuve en aquella ciudad, nunca fuí cogido entre puertas, ni sobresaltado ni corrido de corchetes, ni soplado de ningun cañuto; bien es verdad que habrá ocho dias que una espía doble dió noticia de mi habilidad al corregidor, el cual aficionado á mis buenas partes quisiera verme; mas yo que por ser humilde no quiero tratar con personas tan graves, procuré de no verme con él, y así salí de la ciudad con tanta priesa, que no tuve lugar de acomodarme de cabalgaduras, ni blancas, ni de algun coche de retorno, ó por lo ménos de un carro.
—Eso se borre, dijo Rincon, y pues ya nos conocemos, no hay para qué aquesas grandezas ni altiveces: confesemos llanamente que no tenemos blanca ni aun zapatos.
—Sea así, respondió Diego Cortado (que así dijo el menor que se llamaba), y pues nuestra amistad, como vuesa merced, señor Rincon, ha dicho, ha de ser perpetua, comencémosla con santas y loables ceremonias.
Y levantándose Diego Cortado abrazó á Rincon, y Rincon á él tierna y estrechamente, y luego se pusieron los dos á jugar á la veintiuna con los ya referidos naipes, limpios de polvo y de paja, mas no de grasa y malicia: y á pocas manos alzaba tan bien por el as Cortado, como Rincon su maestro.
Salió en esto un arriero á refrescarse al portal, y pidió que queria hacer tercio: acogiéronle de buena gana, y en ménos de media hora le ganaron doce reales y veinte y dos maravedises, que fué darle doce lanzadas y veinte y dos mil pesadumbres: y creyendo el arriero que por ser muchachos no se lo defenderian, quiso quitarles el dinero; mas ellos poniendo el uno mano á su media espada, y el otro al de las cachas amarillas, le dieron tanto que hacer, que á no salir sus compañeros, sin duda lo pasara harto mal.
Á esta sazon pasaron acaso por el camino una tropa de caminantes á caballo, que iban á sestear á la venta del Alcalde, que está media legua mas adelante, los cuales viendo la pendencia del arriero con los dos muchachos, los apaciguaron y les dijeron que si acaso iban á Sevilla que se viniesen con ellos.
—Allá vamos, dijo Rincon, y serviremos á vuesas mercedes en todo cuanto nos mandaren.
Y sin mas detenerse saltaron delante de las mulas, y se fueron con ellos, dejando al arriero agraviado y enojado, y á la ventera admirada de la buena crianza de los pícaros, que les habia estado oyendo su plática, sin que ellos advirtiesen en ello; y cuando dijo al arriero que les habia oido decir que los naipes que traian eran falsos, se pelaba las barbas, y queria ir á la venta tras ellos á cobrar su hacienda, porque decia que era grandísima afrenta y caso de ménos valer, que dos muchachos hubiesen engañado á un hombrazo tan grande como él: sus compañeros le detuvieron p. 91 y aconsejaron que no fuese, siquiera por no publicar su inhabilidad y simpleza. En fin tales razones le dijeron, que aunque no le consolaron, le obligaron á quedarse.
En esto Cortado y Rincon se dieron tan buena maña en servir á los caminantes, que lo mas del camino los llevaban á las ancas; y aunque se les ofrecian algunas ocasiones de tentar las balijas de sus medios amos, no las admitieron por no perder la ocasion tan buena del viaje de Sevilla, donde ellos tenian grande deseo de verse.
Con todo esto á la entrada de la ciudad, que fué á la oracion y por la puerta de la Aduana á causa del registro y almojarifazgo que se paga, no se pudo contener Cortado de no cortar la balija ó maleta que á las ancas traia un frances de la camarada, y así con el de sus cachas le dió tan larga y profunda herida, que se parecian patentemente las entrañas, y sutilmente le sacó dos camisas buenas, un reloj de sol, y un libro de memoria, cosas que cuando las vieron, no les dieron mucho gusto; y pensando que pues el frances llevaba á las ancas aquella maleta, no la habia de haber ocupado con tan poco peso como era el que tenian aquellas preseas, quisieran volver á darle otro tiento; pero no lo hicieron, imaginando que ya lo habrian echado ménos, y puesto en recaudo lo que quedaba.
Habíanse despedido ántes que el salto hiciesen, de los que hasta allí los habian sustentado; y otro dia vendieron las camisas en el malbaratillo que se hace fuera de la puerta del Arenal, y dellas hicieron veinte reales. Hecho esto se fueron á ver la ciudad, y admiróles la grandeza y suntuosidad de su mayor iglesia, el gran concurso de gente del rio, porque era en tiempo de cargazon de flota, y habia en él seis galeras, cuya vista les hizo suspirar y aun temer el dia que sus culpas les habian de traer á morar en ellas de por vida: echaron de ver los muchos muchachos de la esportilla que por allí andaban; informáronse de uno dellos qué oficio era aquel, y si era de mucho trabajo y de qué ganancia.
Un muchacho asturiano, que fué á quien hicieron la pregunta, respondió que el oficio era descansado, y de que no se pagaba alcabala, y que algunos dias salia con cinco y con seis reales de ganancia, con que comia y bebia, y triunfaba como cuerpo de rey, libre de buscar amo á quien dar fianzas, y seguro de comer á la hora que quisiese, pues á todas lo hallaba en el mas mínimo bodegon de toda la ciudad, en la cual habia tantos y tan buenos.
No les pareció mal á los dos amigos la relacion del asturianillo, ni les descontentó el oficio, por parecerles que venia como de molde para poder usar el suyo con cubierta y seguridad, por la comodidad que ofrecia de entrar en todas las casas; y luego determinaron de comprar los instrumentos necesarios para usalle, pues lo p. 92 podian usar sin exámen: y preguntándole al asturiano qué habian de comprar, les respondió que sendos costales pequeños, limpios, ó nuevos, y cada uno tres espuertas de palma, dos grandes y una pequeña, en las cuales se repartia la carne, pescado y fruta, en el costal el pan, y él les guió donde lo vendian, y ellos del dinero de la galima del frances lo compraron todo; y dentro de dos horas pudieran estar graduados en el nuevo oficio segun les ensayaban las esportillas, y asentaban los costales; avisóles su adalid de los puestos donde habian de acudir: por las mañanas á la carnicería y á la plaza de San Salvador, los dias de pescado á la Pescadería y á la Costanilla, todas las tardes al rio, los juéves á la feria.
Toda esta leccion tomaron bien de memoria, y otro dia bien de mañana se plantaron en la plaza de San Salvador, y apénas hubieron llegado, cuando los rodearon otros mozos del oficio, que por lo flamante de los costales y espuertas vieron ser nuevos en la plaza; hiciéronles mil preguntas, y á todas respondian con discrecion y mesura: en esto llegaron un medio estudiante y un soldado, y convidados de la limpieza de las espuertas de los dos novatos, el que parecia estudiante llamó á Cortado, y el soldado á Rincon.
—En nombre sea de Dios, dijeron ambos.
—Para bien se comience el oficio, dijo Rincon, que vuesa merced me estrena, señor mio.
Á lo cual respondió el soldado:
—La estrena no será mala, porque estoy de ganancia, y soy enamorado, y tengo de hacer hoy banquete á unas amigas de mi señora.
—Pues cargue vuesa merced á su gusto, que ánimo tengo y fuerzas para llevarme toda esta plaza, y aun si fuere menester que ayude á guisallo, lo haré de muy buena voluntad.
Contentóse el soldado de la buena gracia del mozo, y díjole que si queria servir, que él le sacaria de aquel abatido oficio: á lo cual respondió Rincon que por ser aquel el dia primero que le usaba, no le queria dejar tan presto hasta ver á lo ménos lo que tenia de malo ó bueno; y cuando no le contentase, él daba su palabra de servirle á él, y ántes que á un canónigo.
Rióse el soldado, cargóle muy bien, mostróle la casa de su dama para que la supiese de allí adelante, y él no tuviese necesidad, cuando otra vez le enviase, de acompañarle. Rincon prometió fidelidad y buen trato: dióle el soldado tres cuartos, y en un vuelo volvió á la plaza por no perder coyuntura; porque tambien desta diligencia les advirtió el asturiano, y de que cuando llevasen pescado menudo, conviene á saber, albures, ó sardinas, ó acedías, bien podian tomar algunas, y hacerlas la salva, siquiera para el gasto de aquel dia; pero que esto habia de ser con toda sagacidad y advertimiento, porque no se perdiese el crédito, que era lo que mas p. 93 importaba en aquel ejercicio.
Por presto que volvió Rincon, ya halló en el mismo puesto á Cortado. Llegóse Cortado á Rincon, y preguntóle que cómo le habia ido. Rincon abrió la mano, y mostróle los tres cuartos. Cortado entró la suya en el seno, y sacó una bolsilla que mostraba haber sido de ámbar en los pasados tiempos; venia algo hinchada, y dijo:
—Con esta me pagó su reverencia del estudiante y con dos cuartos mas; tomadla vos, Rincon, por lo que puede suceder.
Y habiéndosela ya dado secretamente, veis aquí do vuelve el estudiante trasudando y turbado de muerte, y viendo á Cortado le dijo si acaso habia visto una bolsa de tales y tales señas, que con quince escudos de oro en oro, y con tres reales de á dos, y tantos maravedís en cuartos y en ochavos le faltaba, y que le dijese si la habia tomado en el entre tanto que con él habia andado comprando. Á lo cual con estraño disimulo, sin alterarse ni mudarse en nada, respondió Cortado:
—Lo que yo sabré decir desa bolsa es que no debe de estar perdida, si ya no es que vuesa merced la puso á mal recaudo.
—Eso es ello, pecador de mí, respondió el estudiante, que la debí de poner á mal recaudo, pues me la hurtaron.
—Lo mismo digo yo, dijo Cortado: pero para todo hay remedio, si no es para la muerte, y el que vuesa merced podrá tomar es lo primero y principal tener paciencia, que de ménos nos hizo Dios, y un dia viene tras otro dia, y donde las dan las toman, y podria ser que con el tiempo el que llevó la bolsa se viniese á arrepentir, y se la volviese á vuestra merced sahumada.
—El sahumerio le perdonaríamos, respondió el estudiante.
Y Cortado prosiguió diciendo:
—Cuanto mas que cartas de descomunion hay paulinas, y buena diligencia, que es madre de la buenaventura, aunque á la verdad no quisiera yo ser el llevador de la bolsa, porque si es que vuesa merced tiene alguna órden sacra, parecermeia á mí que habia cometido algun grande incesto ó sacrilegio.
—Y ¿cómo que ha cometido sacrilegio? dijo á esto adolorido el estudiante; que puesto caso que yo no soy sacerdote sino sacristan de unas monjas, el dinero de la bolsa era del tercio de una capellanía que me dió á cobrar un sacerdote amigo mio, y es dinero sagrado y bendito.
—Con su pan se lo coma, dijo Rincon á este punto, no le arriendo la ganancia, dia de juicio hay donde todo saldrá, como dicen, en la colada, y entónces se verá quién fué Callejas, y el atrevido que se atrevió á tomar, hurtar y menoscabar el tercio de la capellanía: y ¿cuánto renta cada año, dígame, señor sacristan, por su vida?
—Renta la puta que me parió; y ¡estoy yo agora para decir lo que renta! respondió el sacristan con algun tanto de demasiada cólera: decidme, hermano, si sabeis algo, si no quedad con Dios, que yo la quiero hacer pregonar.
—No me parece mal p. 94 remedio ese, dijo Cortado, pero advierta vuesa merced no se le olviden las señas de la bolsa, ni la cantidad puntualmente del dinero que va en ella, que si yerra en un ardite, no parecerá en dias del mundo, y esto le doy por hado.
—No hay que temer deso, respondió el sacristan, que lo tengo mas en la memoria que el tocar de las campanas: no me erraré en un átomo.
Sacó en esto de la faldriquera un pañuelo randado para limpiarse el sudor que llovia de su rostro como de alquitara; y apénas le hubo visto Cortado, cuando le marcó por suyo: y habiéndose ido el sacristan, Cortado le siguió y le alcanzó en las gradas, donde le llamó y le retiró á una parte, y allí le comenzó á decir tantos disparates al modo de lo que llaman bernardinas, cerca del hurto y hallazgo de su bolsa, dándole buenas esperanzas, sin concluir jamas razon que comenzase, que el pobre sacristan estaba embelesado escuchándole; y como no acababa de entender lo que le decia, hacia que le repitiese la razon dos y tres veces.
Estábale mirando Cortado á la cara atentamente, y no quitaba los ojos de sus ojos: el sacristan le miraba de la misma manera, estando colgado de sus palabras: este tan grande embelesamiento dió lugar á Cortado que concluyese su obra, y sutilmente le sacó el pañuelo de la faldriquera, y despidiéndose dél, le dijo que á la tarde procurase de verle en aquel mismo lugar, porque él traia entre ojos que un muchacho de su mismo oficio y de su mismo tamaño, que era algo ladroncillo, le habia tomado la bolsa, y que él se obligaba á saberlo dentro de pocos ó de muchos dias.
Con esto se consoló algo el sacristan, y se despidió de Cortado, el cual se vino donde estaba Rincon, que todo lo habia visto un poco apartado dél, y mas abajo estaba otro mozo de la esportilla que vió todo lo que habia pasado, y cómo Cortado daba el pañuelo á Rincon; y llegándose á ellos les dijo:
—Díganme, señores galanes, ¿voacedes son de mala entrada, ó no?
—No entendemos esa razon, señor galan, respondió Rincon.
—¿Qué, no entrevan, señores murcios? respondió el otro.
—No somos de Teba ni de Murcia, dijo Cortado; si otra cosa quiere, dígala; si no, váyase con Dios.
—¿No lo entienden? dijo el mozo, pues yo se lo daré á entender y á beber con una cuchara de plata: quiero decir, señores ¿si son vuesas mercedes ladrones? mas no sé para qué les pregunto esto, pues sé ya que lo son; mas díganme, ¿cómo no han ido á la aduana del señor Monipodio?
—¿Págase en esta tierra almojarifazgo de ladrones, señor galan? dijo Rincon.
—Si no se paga, respondió el mozo, á lo ménos regístranse ante el señor Monipodio, que es su padre, su maestro y su amparo; y así les aconsejo que vengan conmigo á darle la obediencia, ó si no no se atrevan á hurtar sin su señal, que les costará caro.
—Yo p. 95 pensé, dijo Cortado, que el hurtar era oficio libre, horro de pecho y alcabala, y que si se paga es por junto, dando por fiadores á la garganta y á las espaldas; pero pues así es, y en cada tierra hay su uso, guardemos nosotros el desta, que por ser la mas principal del mundo, será el mas acertado de todo él; y así puede vuesa merced guiarnos donde está ese caballero que dice, que ya yo tengo barruntos, segun lo que he oido decir, que es muy calificado y generoso, y ademas hábil en el oficio.
—Y ¿cómo que es calificado, hábil y suficiente? respondió el mozo: eslo tanto, que en cuatro años que ha que tiene el cargo de ser nuestro mayor y padre, no han padecido sino cuatro en el finibusterre, y obra de treinta embesados, y de sesenta y dos en gurapas.
—En verdad, señor, dijo Rincon, que así entendemos esos nombres como volar.
—Comencemos á andar, que yo los iré declarando por el camino, respondió el mozo, con otros algunos que así les conviene saberlos como el pan de la boca.
Y así les fué diciendo y declarando otros nombres, de los que ellos llaman germanescos ó de la germania, en el discurso de su plática, que no fué corta, porque el camino era largo, en el cual dijo Rincon á su guia:
—¿Es vuesa merced por ventura ladron?
—Sí, respondió él, para servir á Dios y á la buena gente, aunque no de los muy cursados, que todavía estoy en el año del noviciado.
Á lo cual respondió Cortado:
—Cosa nueva es para mí, que haya ladrones en el mundo para servir á Dios y á la buena gente.
Á lo cual respondió el mozo:
—Señor, yo no me meto en teologías; lo que sé es que cada uno en su oficio puede alabar á Dios, y mas con la órden que tiene dada Monipodio á todos sus ahijados.
—Sin duda, dijo Rincon, debe de ser buena y santa, pues hace que los ladrones sirvan á Dios.
—Es tan santa y buena, replicó el mozo, que no sé yo si se podrá mejorar en nuestro arte. Él tiene ordenado que de lo que hurtáremos demos alguna cosa ó limosna para el aceite de la lámpara de una imágen muy devota que está en esta ciudad, y en verdad que hemos visto grandes cosas por esta buena obra; porque los dias pasados dieron tres ansias á un cuatrero que habia murciado dos roznos, y con estar flaco y cuartanario, así los sufrió sin cantar, como si fueran nada; y esto atribuimos los del arte á su buena devocion, porque sus fuerzas no eran bastantes para sufrir el primer desconcierto del verdugo: y porque sé que me han de preguntar algunos vocablos de los que he dicho, quiero curarme en salud y decírselo ántes que me lo pregunten: sepan voacedes que cuatrero es ladron de bestias: ansia es el tormento: roznos los asnos, hablando con perdon: primer desconcierto es las primeras vueltas de cordel que da el verdugo: tenemos mas, que rezamos nuestro rosario repartido p. 96 en toda la semana, y algunos de nosotros no hurtamos el dia del viérnes, ni tenemos conversacion con mujer que se llame María, el dia del sábado.
—De perlas me parece todo eso, dijo Cortado; pero dígame vuesa merced, ¿hácese otra restitucion, ó otra penitencia mas de la dicha?
—En esto de restituir no hay que hablar, respondió el mozo, porque es cosa imposible por las muchas partes en que se divide lo hurtado, llevando cada uno de los ministros y contrayentes la suya, y así el primer hurtador no puede restituir nada; cuanto mas, que no hay quien nos mande hacer esta diligencia á causa que nunca nos confesamos, y si sacan cartas de descomunion, jamas llegan á nuestra noticia, porque jamas vamos á la iglesia al tiempo que se leen, sino es los dias de jubileo, por la ganancia que nos ofrece el concurso de la mucha gente.
—¿Y con solo eso que hacen, dicen esos señores, dijo Cortado, que su vida es santa y buena?
—Pues ¿qué tiene de mala? replicó el mozo: ¿no es peor ser hereje, ó renegado, ó matar á su padre y madre, ó ser solomico?
—Sodomita querrá decir vuesa merced, respondió Rincon.
—Eso digo, dijo el mozo.
—Todo es malo, replicó Cortado; pero pues nuestra suerte ha querido que entremos en esta cofradía, vuesa merced alargue el paso, que muero por verme con el señor Monipodio, de quien tantas virtudes se cuentan.
—Presto se les cumplirá su deseo, dijo el mozo, que ya desde aquí se descubre su casa: vuesas mercedes se queden á la puerta, que yo entraré á ver si está desocupado, porque estas son las horas cuando él suele dar audiencia.
—En buena sea, dijo Rincon.
Y adelantándose un poco el mozo, entró en una casa no muy buena, sino de muy mala apariencia; y los dos se quedaron esperando á la puerta: él salió luego y los llamó, y ellos entraron, y su guia les mandó esperar en un pequeño patio ladrillado que de puro limpio y aljofifado parecia que vertia carmin de lo mas fino: al un lado estaba un banco de tres piés, y al otro un cántaro desbocado, con un jarrillo encima no ménos falto que el cántaro: á otra parte estaba una estera de enea, y en el medio un tiesto, que en Sevilla llaman maceta de albahaca.
Miraban los mozos atentamente las alhajas de la casa, en tanto que bajaba el señor Monipodio, y viendo que tardaba, se atrevió Rincon á entrar en una sala baja de dos pequeñas que en el patio estaban, y vió en ella dos espadas de esgrima y dos broqueles de corcho pendientes de cuatro clavos, y una arca grande sin tapa ni cosa que la cubriese, y otras tres esteras de enea tendidas por el suelo: en la pared frontera estaba pegada á la pared una imágen de nuestra Señora, destas de mala estampa, y mas abajo pendia una esportilla de palma, y encajada en la pared una almofia blanca, por do coligió Rincon p. 97 que la esportilla servia de cepo para limosna, y la almofia de tener agua bendita; y así era la verdad.
Estando en esto entraron en la casa dos mozos de hasta veinte años cada uno, vestidos de estudiantes, y de allí á poco dos de la esportilla y un ciego, y sin hablar palabra ninguna, se comenzaron á pasear por el patio: no tardó mucho cuando entraron dos viejos de bayeta con antojos que los hacian graves y dignos de ser respetados, con sendos rosarios de sonadoras cuentas en las manos: tras ellos entró una vieja halduda, y sin decir nada se fué á la sala, y habiendo tomado agua bendita con grandísima devocion, se puso de rodillas ante la imágen, y al cabo de una buena pieza, habiendo primero besado tres veces el suelo, y levantado los brazos y los ojos al cielo otras tantas, se levantó y echó su limosna en la esportilla, y se salió con los demas al patio. En resolucion, en poco espacio se juntaron en el patio hasta catorce personas de diferentes trajes y oficios: llegaron tambien de los postreros dos bravos y bizarros mozos, de bigotes largos, sombreros de grande falda, cuellos á la valona, medias de color, ligas de gran balumba, espadas de mas de marca, sendos pistoletes cada uno en lugar de dagas, y sus broqueles pendientes de la pretina: los cuales así como entraron, pusieron los ojos al traves en Rincon y Cortado á modo de que los estrañaban y no conocian, y llegándose á ellos les preguntaron si eran de la cofradía. Rincon respondió que sí, y muy servidores de sus mercedes.
Llegóse en esto la sazon y punto en que bajó el señor Monipodio, tan esperado como bien visto de toda aquella virtuosa compañía: parecia de edad de cuarenta y cinco á cuarenta y seis años, alto de cuerpo, moreno de rostro, cejijunto, barbinegro y muy espeso, los ojos hundidos: venia en camisa, y por la abertura de delante descubria un bosque, tanto era el vello que tenia en el pecho: traia cubierta una capa de bayeta casi hasta los piés, en los cuales traia unos zapatos enchancletados; cubríanle las piernas unos zaragüelles de lienzo anchos y largos hasta los tobillos, el sombrero era de los de la ampa, campanudo de copa y tendido de falda; atravesábale un tahalí por espalda y pechos, á do colgaba una espada ancha y corta, á modo de las del perrillo; las manos eran cortas y pelosas, los dedos gordos, y las uñas hembras y remachadas; las piernas no se le parecian, pero los piés eran descomunales de anchos y juanetudos. En efecto, él representaba el mas rústico y disforme bárbaro del mundo. Bajó con él la guia de los dos, y trabándoles de las manos, los presentó ante Monipodio, diciéndole:
—Estos son los dos buenos mancebos que á vuesa merced dije, mi p. 98 señor Monipodio; vuesa merced los desamine y verá cómo son dignos de entrar en nuestra congregacion.
—Eso haré yo de muy buena gana, respondió Monipodio.
Olvidábaseme de decir que así como Monipodio bajó, al punto todos los que aguardándole estaban, le hicieron una profunda y larga reverencia, escepto los dos bravos, que á medio mogate, como entre ellos se dice, le quitaron los capelos, y luego volvieron á su paseo. Por una parte del patio y por la otra se paseaba Monipodio, el cual preguntó á los nuevos el ejercicio, la patria y padres.
Á lo cual Rincon respondió:
—El ejercicio ya está dicho, pues venimos ante vuesa merced; la patria no me parece de mucha importancia decirla, ni los padres tampoco, pues no se ha de hacer informacion para recebir algun hábito honroso.
Á lo cual respondió Monipodio:
—Vos, hijo mio, estais en lo cierto, y es cosa muy acertada encubrir eso que decís, porque si la suerte no corriere como debe, no es bien que quede asentado debajo de signo de escribano ni en el libro de las entradas: fulano, hijo de fulano, vecino de tal parte, tal dia le ahorcaron, ó le azotaron, ó otra cosa semejante, que por lo ménos suena mal á los buenos oidos; y así torno á decir que es provechoso documento callar la patria, encubrir los padres y mudar los propios nombres; aunque para entre nosotros no ha de haber nada encubierto, y solo ahora quiero saber los nombres de los dos.
Rincon dijo el suyo, y Cortado tambien.
—Pues de aquí adelante, respondió Monipodio, quiero y es mi voluntad que vos, Rincon, os llameis Rinconete, y vos, Cortado, Cortadillo, que son nombres que asientan como de molde á vuestra edad y á nuestras ordenanzas, debajo de las cuales cae tener necesidad de saber el nombre de los padres de nuestros cofrades, porque tenemos de costumbre de hacer decir cada año ciertas misas por las ánimas de nuestros difuntos y bienhechores, sacando el estupendo para la limosna de quien las dice, de alguna parte de lo que se garbea; y estas tales misas, así dichas como pagadas, dicen que aprovechan á las tales ánimas por via de naufragio: y caen debajo de nuestros bienhechores el procurador que nos defiende, el guro que nos avisa, el verdugo que nos tiene lástima, el que cuando alguno de nosotros va huyendo por la calle, y detras le van dando voces: al ladron, al ladron, deténganle, deténganle, uno se pone en medio, y se opone al raudal de los que le siguen, diciendo: déjenle al cuitado, que harta mala ventura lleva, allá se lo haya, castíguele su pecado; son tambien bienhechoras nuestras las socorridas, que de su sudor nos socorren así en la trena como en las guras; y tambien lo son nuestros padres y madres que nos echan al mundo, y el escribano que si anda de buena, no hay delito que sea culpa, ni culpa á quien se dé mucha p. 99 pena; y por todos estos que he dicho, hace nuestra hermandad cada año su adversario con la mayor popa y soledad que podemos.
—Por cierto, dijo Rinconete (ya confirmado con este nombre) que es obra digna del altísimo y profundísimo ingenio que hemos oido decir que vuesa merced, señor Monipodio, tiene; pero nuestros padres aun gozan de la vida; si en ella les alcanzáremos, daremos luego noticia á esta felicísima y abonada confraternidad para que por sus almas se les haga ese naufragio ó tormenta, ó ese adversario que vuesa merced dice, con la solenidad y pompa acostumbrada; si ya no es que se hace con popa y soledad, como tambien apuntó vuesa merced en sus razones.
—Así se hará, ó no quedará de mí pedazo, replicó Monipodio.
Y llamando á la guia, le dijo:
Ven acá, Ganchuelo, ¿están puestas las postas?
—Sí, dijo la guia, que Ganchuelo era su nombre, tres centinelas quedan avizorando, y no hay que temer que nos cojan de sobresalto.
—Volviendo pues á nuestro propósito, dijo Monipodio, querria saber, hijos, lo que sabeis, para daros el oficio y ejercicio conforme á vuestra inclinacion y habilidad.
—Yo, respondió Rinconete, sé un poquito de floreo de villano; entiéndeseme el reten: tengo buena vista para el humillo; juego bien de la sola, de las cuatro y de las ocho; no se me va por piés el raspadillo, berrugueta y el colmillo; éntrome por la boca de lobo como por mi casa, y atreveríame á hacer un tercio de chanza mejor que un tercio de Nápoles, y á dar un astillazo al mas pintado, mejor que dos reales prestados.
—Principios son, dijo Monipodio; pero todas esas son flores de cantueso, viejas y tan usadas, que no hay principiante que no las sepa, y solo sirven para alguno que sea tan blanco que se deje matar de media noche abajo; pero andará el tiempo, y vernos hemos, que asentando sobre ese fundamento media docena de liciones, yo espero en Dios que habeis de salir oficial famoso, y aun quizá maestro.
—Todo se hará para servir á vuesa merced y á los señores cofrades, respondió Rinconete.
—Y vos, Cortadillo, ¿qué sabeis? preguntó Monipodio.
—Yo, respondió Cortadillo, sé la treta que dicen mete dos y saca cinco, y sé dar tiento á una faldriquera con mucha puntualidad y destreza.
—¿Sabeis mas? dijo Monipodio.
—No, por mis grandes pecados, respondió Cortadillo.
—No os aflijais, hijo, replicó Monipodio, que á puerto y á escuela habeis llegado, donde ni os anegaréis, ni dejaréis de salir muy bien aprovechado en todo aquello que mas os conviniere; y en esto del ánimo, ¿cómo os va, hijos?
—¿Cómo nos ha de ir, respondió Rinconete, sino muy bien? ánimo tenemos para acometer cualquiera empresa de las que tocaren á nuestro arte y ejercicio.
—Está bien, replicó Monipodio; pero querria yo que tambien le tuviésedes para sufrir si fuese menester p. 100 media docena de ansias, sin desplegar los labios, y sin decir esta boca es mia.
—Ya sabemos aquí, dijo Cortadillo, señor Monipodio, qué quiere decir ansias, y para todo tenemos ánimos, porque no somos tan ignorantes, que no se nos alcance que lo que dice la lengua paga la gorja, y harta merced le hace el cielo al hombre atrevido, por no darle otro título, que le deja en su lengua su vida ó su muerte, como si tuviese mas letras un no que un sí.
—Alto, no es menester mas, dijo á esta sazon Monipodio: digo que sola esta razon me convence, me obliga, me persuade y me fuerza á que desde luego asenteis por cofrades mayores, y que se os sobrelleve el año del noviciado.
—Yo soy dese parecer, dijo uno de los bravos.
Y á una voz lo confirmaron todos los presentes, que toda la plática habian estado escuchando, y pidieron á Monipodio que desde luego les concediese y permitiese gozar de las inmunidades de su cofradía, porque su presencia agradable y su buena plática lo merecia todo.
Él respondió que por dallos contento á todos desde aquel punto se las concedia, advirtiéndoles que las estimasen en mucho, porque era no pagar media anata del primer hurto que hiciesen; no hacer oficios menores en todo aquel año, conviene á saber, no llevar recaudo de ningun hermano mayor á la cárcel ni á la casa de parte de sus contribuyentes; piar el turco puro; hacer banquete cuando, como y adonde quisieren, sin pedir licencia á su mayoral; entrar á la parte desde luego con lo que entrujasen los hermanos mayores, como uno dellos, y otras cosas que ellos tuvieron por merced señaladísima, y los demas con palabras muy comedidas las agradecieron mucho.
Estando en esto, entró un muchacho corriendo y desalentado, y dijo:
—El alguacil de los vagamundos viene encaminado á esta casa; pero no trae consigo gurullada.
—Nadie se alborote, dijo Monipodio, que es amigo, y nunca viene por nuestro daño: sosiéguense, que yo le saldré á hablar.
Todos se sosegaron, que ya estaban algo sobresaltados, y Monipodio salió á la puerta, donde halló al alguacil, con el cual estuvo hablando un rato, y luego volvió á entrar Monipodio, y preguntó:
—¿Á quién le cupo hoy la plaza de San Salvador?
—Á mí, dijo el de la guia.
—Pues ¿cómo, dijo Monipodio, no se me ha manifestado una bolsilla de ámbar, que esta mañana en aquel mismo paraje dió al traste con quince escudos de oro y dos reales de á dos, y no sé cuántos cuartos?
—Verdad es, dijo la guia, que hoy faltó esa bolsa; pero yo no la he tomado, ni puedo imaginar quién la tomase.
—No hay levas conmigo, replicó Monipodio, la bolsa ha de parecer, porque la pide el alguacil, que es amigo, y nos hace mil placeres al año.
Tornó á jurar el mozo que no sabia della: comenzóse á encolerizar Monipodio de manera, que parecia que fuego vivo p. 101 lanzaba por los ojos, diciendo:
—Nadie se burle con quebrantar la mas mínima cosa de nuestra órden, que le costará la vida: manifiéstese la cica, y si se encubre por no pagar los derechos, yo le daré enteramente lo que le toca, y pondré lo demas de mi casa, porque en todas maneras ha de ir contento el alguacil.
Tornó de nuevo á jurar el mozo, y á maldecirse, diciendo que él no habia tomado tal bolsa, ni vístola de sus ojos: todo lo cual fué poner mas fuego á la cólera de Monipodio, y dar ocasion á que toda la junta se alborotase, viendo que se rompian sus estatutos y buenas ordenanzas.
Viendo Rinconete pues tanta disension y alboroto, parecióle que seria bien sosegalle y dar contento á su mayor, que reventaba de rabia, y aconsejándose con su amigo Cortadillo, con parecer de entrambos sacó la bolsa del sacristan, y dijo:
—Cese toda cuestion, mis señores, que esta es la bolsa, sin faltarle nada de lo que el alguacil manifiesta, que hoy mi camarada Cortadillo le dió alcance con un pañuelo que al mismo dueño se le quitó por añadidura.
Luego sacó Cortadillo el pañizuelo y lo puso de manifiesto. Viendo lo cual Monipodio, dijo:
—Cortadillo el bueno (que con este título y renombre ha de quedar de aquí adelante) se quede con el pañuelo, y á mi cuenta se queda la satisfaccion deste servicio, y la bolsa se ha de llevar el alguacil, que es de un sacristan pariente suyo, y conviene que se cumpla aquel refran que dice: no es mucho que á quien te da la gallina entera, tú dés una pierna della; mas disimula este buen alguacil en un dia, que nosotros le podemos ni solemos dar en ciento.
De comun consentimiento aprobaron todos la hidalguía de los dos modernos, y la sentencia y parecer de su mayoral, el cual salió á dar la bolsa al alguacil, y Cortadillo se quedó confirmado con el renombre de bueno, bien como si fuera D. Alonso Perez de Guzman el Bueno, que arrojó el cuchillo por los muros de Tarifa para degollar á su único hijo.
Al volver que volvió Monipodio, entraron con él dos mozas, afeitados los rostros, llenos de color los labios y de albayalde los pechos, cubiertas con medios mantos de añascote, llenas de desenfado y desvergüenza: señales claras por donde en viéndolas Rinconete y Cortadillo conocieron que eran de la casa llana, y no se engañaron en nada; y así como entraron se fueron con los brazos abiertos la una á Chiquiznaque y la otra á Maniferro, que estos eran los nombres de los dos bravos; y el de Maniferro era porque traia una mano de hierro en lugar de otra que le habian cortado por justicia: ellos las abrazaron con grande regocijo, y les preguntaron si traian algo con que mojar la canal maestra.
—Pues ¿habia de faltar, diestro mio? respondió la una, que se llamaba la Gananciosa: no tardará mucho á venir Silbatillo tu trainel con p. 102 la canasta de colar atestada de lo que Dios ha sido servido.
Y así fué verdad, porque al instante entró un muchacho con una canasta de colar cubierta con una sábana.
Alegráronse todos con la entrada de Silbato, y al momento mandó sacar Monipodio una de las esteras de enea que estaban en el aposento, y tenderla en medio del patio; y ordenó asimismo que todos se sentasen á la redonda; porque en cortando la cólera se trataria de lo que mas conviniese. Á esto dijo la vieja que habia rezado á la imágen:
—Hijo Monipodio, yo no estoy para fiestas, porque tengo un vaguido de cabeza dos dias ha que me trae loca, y mas, que ántes que sea mediodía tengo de ir á cumplir mis devociones, y poner mis candelicas á nuestra Señora de las Aguas, y al santo Crucifijo de santo Agustin, que no lo dejaria de hacer, si nevase y ventiscase: á lo que he venido es que anoche el Renegado y Centopiés llevaron á mi casa una canasta de colar algo mayor que la presente, llena de ropa blanca, y en Dios y en mi ánima que venia con su cernada y todo, que los pobretes no debieron de tener lugar de quitalla, y venian sudando la gota tan gorda, que era una compasion verlos entrar jadeando y corriendo agua de sus rostros, que parecian unos angelicos: dijéronme que iban en seguimiento de un ganadero que habia pesado ciertos carneros en la carnicería, por ver si le podian dar un tiento en un grandísimo gato de reales que llevaba: no desembanastaron ni contaron la ropa, fiados en la entereza de mi conciencia, y así me cumpla Dios mis buenos deseos y nos libre á todos de poder de justicia, que no he tocado la canasta, y que se está tan entera como cuando nació.
—Todo se le cree, señora madre, respondió Monipodio, y estése así la canasta, que yo iré allá á boca de sorna, y haré cala y cata de lo que tiene, y daré á cada uno lo que le tocare, bien y fielmente, como tengo de costumbre.
—Sea como vos lo ordenáredes, hijo, respondió la vieja, y porque se me hace tarde, dadme un traguillo si teneis, para consolar este estómago, que tan desmayado anda de contino.
—Y ¿qué tal lo beberéis, madre mia? dijo á esta sazon la Escalanta, que así se llamaba la compañera de la Gananciosa.
Y descubriendo la canasta, se manifestó una bota á modo de cuero, con hasta dos arrobas de vino, y un corcho que podria caber sosegadamente y sin apremio hasta una azumbre, y llevándole la Escalanta, se le puso en las manos á la devotísima vieja, la cual tomándole con ambas manos, y habiéndole soplado un poco de espuma, dijo:
—Mucho echaste, hija Escalanta, pero Dios dará fuerzas para todo.
Y aplicándosele á los labios, de un tiron y sin tomar aliento lo trasegó del corcho al estómago, y acabó diciendo:
—De Guadalcanal es, y aun tiene un es no es de yeso el señorico; Dios te consuele, hija, que así p. 103 me has consolado, sino que temo que me ha de hacer mal, porque no me he desayunado.
—No hará, madre, respondió Monipodio, porque es trasañejo.
—Así lo espero yo en la Vírgen, respondió la vieja.
Y añadió:
—Mirad, niñas, si teneis acaso algun cuarto para comprar las candelicas de mi devocion, porque con la priesa y gana que tenia de venir á traer las nuevas de la canasta, se me olvidó en casa la escarcela.
—Yo sí tengo, señora Pipota, que este era el nombre de la buena vieja, respondió la Gananciosa, tome, ahí le doy dos cuartos; del uno le ruego que compre una para mí, y se la ponga al señor S. Miguel, y si puede comprar dos, ponga la otra al señor S. Blas, que son mis abogados: quisiera que pusiera otra á la señora Sta. Lucía (que por lo de los ojos tambien la tengo devocion), pero no tengo trocado, mas otro dia habrá donde se cumpla con todo.
—Muy bien harás, hija, y mira no seas miserable, que es de mucha importancia llevar la persona las candelas delante de sí ántes que se muera, y no aguardar á que las pongan los herederos ó albaceas.
—Bien dice la madre Pipota, dijo la Escalanta.
Y echando mano á la bolsa, le dió otro cuarto, y le encargó que pusiese otras dos candelicas á los santos que á ella le pareciesen que eran de los mas aprovechados y agradecidos. Con esto se fué la Pipota, diciéndoles:
—Holgáos, hijos, ahora que teneis tiempo; que vendrá la vejez y lloraréis en ella los ratos que perdisteis en la mocedad como yo los lloro, y encomendadme á Dios en vuestras oraciones, que yo voy á hacer lo mismo por mí y por vosotros, porque él nos libre y conserve en nuestro trato peligroso, sin sobresaltos de justicia.
Y con esto se fué.
Ida la vieja, se sentaron todos al rededor de la estera, y la Gananciosa tendió la sábana por manteles; y lo primero que sacó de la cesta fué un gran haz de rábanos y hasta dos docenas de naranjas y limones, y luego una cazuela grande llena de tajadas de bacallao frito: manifestó luego medio queso de Flándes, y una olla de famosas aceitunas, y un plato de camarones, y gran cantidad de cangrejos con su llamativo de alcaparrones ahogados en pimientos, y tres hogazas blanquísimas de Gandul: serian los del almuerzo hasta catorce, y ninguno dellos dejó de sacar su cuchillo de cachas amarillas, si no fué Rinconete, que sacó su media espada; á los dos viejos de bayeta y á la guia tocó el escanciar con el corcho de colmena. Mas apénas habian comenzado á dar asalto á las naranjas, cuando les dió á todos gran sobresalto los golpes que dieron á la puerta: mandóles Monipodio que se sosegasen, y entrando en la sala baja, y descolgando un broquel, puesto mano á la espada, llegó á la puerta, y con voz hueca y espantosa preguntó:
—¿Quién llama?
Respondieron de fuera:
—Yo soy, que no es nadie, p. 104 señor Monipodio: Tagarote soy, centinela desta mañana, y vengo á decir que viene aquí Juliana la Cariharta, toda desgreñada y llorosa, que parece haberle sucedido algun desastre.
En esto llegó la que decia, sollozando, y sintiéndola Monipodio, abrió la puerta, y mandó á Tagarote que se volviese á su posta, y que de allí adelante avisase lo que viese, con ménos estruendo y ruido: él dijo que así lo haria. Entró la Cariharta, que era una moza del jaez de las otras y del mismo oficio: venia descabellada, y la cara llena de tolondrones, y así como entró en el patio, se cayó en el suelo desmayada: acudieron á socorrerla la Gananciosa y la Escalanta, y desabrochándole el pecho, la hallaron toda denegrida y como magullada. Echáronle agua en el rostro, y ella volvió en sí diciendo á voces:
—La justicia de Dios y del rey venga sobre aquel ladron desuellacaras, sobre aquel cobarde bajamanero, sobre aquel pícaro lendroso, que le he quitado mas veces de la horca que tiene pelos en las barbas: desdichada de mí, mirad por quién he perdido y gastado mi mocedad y la flor de mis años, sino por un bellaco desalmado, facinoroso é incorregible.
—Sosiégate, Cariharta, dijo á esta sazon Monipodio, que aquí estoy yo que te haré justicia; cuéntanos tu agravio, que mas estarás tú en contarle que yo en hacerte vengada; díme si has habido algo con tu respeto; que si así es, y quieres venganza, no has menester mas que boquear.
—¿Qué respeto? respondió Juliana: respetada me vea yo en los infiernos, si mas lo fuere de aquel leon con las ovejas, y cordero con los hombres: ¿con aquel habia yo de comer mas pan á manteles, ni yacer en uno? primero me vea yo comida de adivas estas carnes, que me ha parado de la manera que ahora veréis.
Y alzándose al instante las faldas hasta la rodilla y aun un poco mas, las descubrió llenas de cardenales:
—Desta manera, prosiguió, me ha parado aquel ingrato del Repolido, debiéndome mas que á la madre que le parió: y ¿por qué pensais que lo ha hecho? montas que le di yo ocasion para ello: no por cierto, no lo hizo mas sino porque estando jugando y perdiendo, me envió á pedir con Cabrillas, su trainel, treinta reales, y no le envié mas de veinte y cuatro, que el trabajo y afan con que yo los habia ganado, ruego yo á los cielos que vaya en descuento de mis pecados; y en pago desta cortesía y buena obra, creyendo él que yo le sisaba algo de la cuenta que él allá en su imaginacion habia hecho de lo que yo podria tener, esta mañana me sacó al campo detras de la huerta del Rey, y allí entre unos olivares me desnudó, y con la pretina, sin escusar ni recoger los hierros, que en malos grillos y hierros le vea yo, me dió tantos azotes, que me dejó por muerta: de la cual verdadera historia son buenos testigos estos cardenales que mirais.
Aquí p. 105 tornó á levantar las voces, aquí volvió á pedir justicia, y aquí se la prometió de nuevo Monipodio y todos los bravos que allí estaban. La Gananciosa tomó la mano á consolalla, diciéndole que ella diera de muy buena gana una de las mejores preseas que tenia, porque le hubiera pasado otro tanto con su querido.
—Porque quiero, dijo, que sepas, hermana Cariharta, si no lo sabes, que á lo que se quiere bien se castiga, y cuando estos bellacones nos dan, y azotan y acocean, entónces nos adoran; si no, confiésame una verdad por tu vida: despues que te hubo Repolido castigado y brumado, ¿no te hizo alguna caricia?
—¿Cómo una? respondió la llorosa, cien mil me hizo, y diera él un dedo de la mano porque me fuera con él á su posada, y aun me parece que casi se le saltaron las lágrimas de los ojos despues de haberme molido.
—No hay dudar en eso, replicó la Gananciosa, y lloraria él de pena de ver cuál te habia puesto, que en estos tales hombres y en tales casos no han cometido la culpa, cuando les viene el arrepentimiento: y tú verás, hermana, si no viene á buscarte ántes que de aquí nos vamos, y á pedirte perdon de todo lo pasado, rindiéndosete como un cordero.
—En verdad, respondió Monipodio, que no ha de entrar por estas puertas el cobarde embesado, si primero no hace una manifiesta penitencia del cometido delito: ¿las manos habia él de ser osado ponerlas en el rostro de la Cariharta ni en sus carnes, siendo persona que puede competir en limpieza y ganancia con la misma Gananciosa que está delante, que no lo puedo mas encarecer?
—¡Ay! dijo á esta sazon la Juliana, no diga vuesa merced, señor Monipodio, mal de aquel maldito, que con cuan malo es, le quiero mas que á las telas de mi corazon, y hanme vuelto el alma al cuerpo las razones que en su abono ha dicho mi amiga la Gananciosa, y en verdad que estoy por ir á buscarle.
—Eso no harás tú por mi consejo, replicó la Gananciosa, porque se estenderá y ensanchará, y hará tretas en tí como en cuerpo muerto. Sosiégate, hermana, que ántes de mucho le verás venir tan arrepentido como he dicho, y si no viniere, escribirémosle un papel en coplas que le amargue.
—Eso sí, dijo la Cariharta, que tengo mil cosas que escribirle.
—Yo seré el secretario cuando sea menester, dijo Monipodio; y aunque no soy nada poeta, todavía, si el hombre se arremanga, se atreverá á hacer dos millares de coplas en daca las pajas, y cuando no salieren como deben, yo tengo un barbero amigo, gran poeta, que nos henchirá las medidas á todas horas, y en la de agora acabemos lo que teníamos comenzado del almuerzo, que despues todo se andará.
Fué contenta la Juliana de obedecer á su mayor, y así todos volvieron á su gaudeamus , y en poco espacio vieron el fondo de la canasta y las heces del cuero: p. 106 los viejos bebieron sine fine , los mozos adunia, las señoras los quiries: los viejos pidieron licencia para irse, diósela luego Monipodio, encargándoles viniesen á dar noticia con toda puntualidad de todo aquello que viesen ser útil y conveniente á la comunidad: respondieron que ellos se lo tenian bien en cuidado, y fuéronse.
Rinconete, que de suyo era curioso, pidiendo primero perdon y licencia, preguntó á Monipodio que ¿de qué servian en la cofradía dos personajes tan canos, tan graves y apersonados? á lo cual respondió Monipodio que aquellos en su germania y manera de hablar se llamaban abispones, y que servian de andar de dia por toda la ciudad, abispando en qué casa se podia dar tiento de noche, y en seguir los que sacaban dinero de la Contratacion ó casa de la moneda, para ver dónde lo llevaban, y aun dónde lo ponian; y en sabiéndolo, tanteaban la groseza del muro de la tal casa, y deseñaban el lugar mas conveniente para hacer los guzpataros (que son agujeros) para facilitar la entrada: en resolucion dijo que era la gente de mas ó de tanto provecho que habia en su hermandad, y que de todo aquello que por su industria se hurtaba llevaban el quinto, como su Majestad de los tesoros, y que con todo esto eran hombres de mucha verdad, y muy honrados, y de buena vida y fama, temerosos de Dios y de sus conciencias, que cada dia oian misa con estraña devocion.
—Y hay dellos tan comedidos, especialmente estos dos que de aquí se van agora, que se contentan con mucho ménos de lo que por nuestros aranceles les toca: otros dos hay, que son palanquines, los cuales como por momentos mudan casas, saben las entradas y salidas de todas las de la ciudad, y cuáles pueden ser de provecho, y cuáles no.
—Todo me parece de perlas, dijo Rinconete, y querria ser de algun provecho á tan famosa cofradía.
—Siempre favorece el cielo á los buenos deseos, dijo Monipodio.
Estando en esta plática llamaron á la puerta; salió Monipodio á ver quién era, y preguntándolo, respondieron:
—Abra voacé, señor Monipodio, que el Repolido soy.
Oyó esta voz Cariharta, y alzando al cielo la suya, dijo:
—No le abra vuesa merced, señor Monipodio, no le abra á ese marinero de Tarpeya, á ese tigre de Ocaña.
No dejó por esto Monipodio de abrir á Repolido; pero viendo la Cariharta que le abria, se levantó corriendo y se entró en la sala de los broqueles, y cerrando tras sí la puerta, desde dentro á grandes voces decia:
—Quítenmelo de delante á ese gesto de por demas, á ese verdugo de inocentes, asombrador de palomas duendas.
Maniferro y Chiquiznaque tenian á Repolido, que en todas maneras queria entrar donde la Cariharta estaba; pero como no le dejaban, decia desde afuera:
—No haya mas, p. 107 enojada mia; por tu vida que te sosiegues, ansí te veas casada.
—¿Casada yo, malino? respondió la Cariharta; mira en qué tecla toca; ya quisieras tú que lo fuera contigo, y ántes lo seria yo con una notomía de muerte, que contigo.
—Ea, boba, replicó Repolido, acabemos ya, que es tarde, y mire no se ensanche por verme hablar tan manso, y venir tan rendido, porque vive el dador, si se me sube la cólera al campanario, que sea peor la recaida que la caida; humíllese, y humillémonos todos, y no demos de comer al diablo.
—Y aun de cenar le daria yo, dijo la Cariharta, porque te llevase donde nunca mas mis ojos te viesen.
—¿No os digo yo? dijo Repolido; por Dios, que voy oliendo, señora trinquete, que lo tengo de echar todo á doce, aunque nunca se venda.
Á esto dijo Monipodio:
—En mi presencia no ha de haber demasías: la Cariharta saldrá, no por amenazas, sino por amor mio, y todo se hará bien; que las riñas entre los que bien se quieren, son causa de mayor gusto cuando se hacen las paces: ¡ah, Juliana, ah niña, ah Cariharta mia! Sal acá fuera por mi amor, que yo haré que el Repolido te pida perdon de rodillas.
—Como él eso haga, dijo la Escalanta, todas seremos en su favor y en rogar á Juliana salga acá fuera.
—Si esto ha de ir por via de rendimiento que güela á menoscabo de la persona, dijo el Repolido, no me rendiré á un ejército formado de esguízaros; mas si es por via de que la Cariharta gusta dello, no digo yo hincarme de rodillas, pero un clavo me hincaré por la frente en su servicio.
Riéronse desto Chiquiznaque y Maniferro, de lo cual se enojó tanto el Repolido, pensando que hacian burla dél, que dijo con muestras de infinita cólera:
—Cualquiera que se riere ó se pensase reir de lo que la Cariharta contra mí, ó yo contra ella, hemos dicho ó dijéremos, digo que miente y mentirá todas las veces que se riere ó lo pensare, como ya he dicho.
Miráronse Chiquiznaque y Maniferro de tan mal garbo y talle, que advirtió Monipodio que pararia en un gran mal, si no lo remediaba; y así poniéndose luego en medio dellos, dijo:
—No pasen mas adelante, caballeros, cesen aquí palabras mayores, y desháganse entre los dientes; y pues las que se han dicho no llegan á la cintura, nadie las tome por sí.
—Bien seguros estamos, respondió Chiquiznaque, que no se dijeron ni dirán semejantes monitorios por nosotros; que si se hubiera imaginado que se decian, en manos estaba el pandero que lo supieran bien tañer.
—Tambien tenemos acá pandero, seor Chiquiznaque, replicó el Repolido, y tambien si fuere menester sabremos tocar los cascabeles, y ya he dicho que el que se huelga, miente; y quien otra cosa pensare, sígame, que con un palmo de espada ménos hará el hombre que sea lo dicho dicho.
Y diciendo esto, se iba á salir por la puerta p. 108 afuera.
Estábalo escuchando la Cariharta, y cuando sintió que se iba enojado, salió diciendo:
—Ténganle, no se vaya, que hará de las suyas: ¿no ven que va enojado, y es un Júdas Macarelo en esto de la valentía? vuelve acá, valenton del mundo y de mis ojos.
Y cerrando con él le asió fuertemente de la capa, y acudiendo tambien Monipodio le detuvieron.
Chiquiznaque y Maniferro no sabian si enojarse, ó si no, y estuviéronse quedos esperando lo que Repolido haria; el cual viéndose rogar de la Cariharta y de Monipodio, volvió diciendo:
—Nunca los amigos han de dar enojo á los amigos, ni hacer burla de los amigos, y mas cuando ven que se enojan los amigos.
—No hay aquí amigo, respondió Maniferro, que quiera enojar ni hacer burla de otro amigo; y pues todos somos amigos, dénse las manos los amigos.
Á esto dijo Monipodio:
—Todos voacedes han hablado como buenos amigos, y como tales amigos se den las manos de amigos.
Diéronselas luego; y la Escalanta quitándose un chapin comenzó á tañer en él como en un pandero; la Gananciosa tomó una escoba de palma nueva, que allí se halló acaso, y rasgándola hizo un son, que aunque ronco y áspero, se concertaba con el del chapin. Monipodio rompió un plato, y hizo dos tejoletas que puestas entre dos dedos y repicadas con gran lijereza, llevaba el contrapunto al chapin y á la escoba.
Espantáronse Rinconete y Cortadillo de la nueva invencion de la escoba, porque hasta entónces nunca la habian visto. Conociólo Maniferro, y díjoles:
—¿Admíranse de la escoba? pues bien hacen: pues música mas presta y mas sin pesadumbre, ni mas barata, no se ha inventado en el mundo: en verdad que oí decir el otro dia á un estudiante, que ni el Negrofeo que sacó á la Arauz del infierno, ni Marion, que subió sobre el delfin, y salió del mar como si viniera caballero sobre una mula de alquiler, ni el otro gran músico que hizo una ciudad que tenia cien puertas y otros tantos postigos, nunca inventaron mejor género de música tan fácil de deprender, tan mañera de tocar, tan sin trastes, clavijas ni cuerdas, y tan sin necesidad de templarse, y aun voto á tal, que dice que la inventó un galan desta ciudad, que se pica de ser un Héctor en la música.
—Eso creo yo muy bien, respondió Rinconete, pero escuchemos lo que quieren cantar nuestros músicos, que parece que la Gananciosa ha escupido, señal de que quiere cantar.
Y así era la verdad, porque Monipodio le habia rogado que cantase algunas seguidillas de las que se usaban; mas la que comenzó primero fué la Escalanta, y con voz sutil y quebradiza cantó lo siguiente:
Por un sevillano, rufo á lo valon,
Tengo socarrado todo el corazon.
p. 109 Siguió la Gananciosa cantando:
Por un morenico de color verde
¿Cuál es la fogosa que no se pierde?
Y luego Monipodio, dándose gran priesa al meneo de sus tejoletas, dijo:
Riñen dos amantes, hácese la paz,
Si el enojo es grande, es el gusto mas.
No quiso la Cariharta pasar su gusto en silencio, porque tomando otro chapin, se metió en danza, y acompañó á las demas, diciendo:
Detente, enojado, no me azotes mas,
Que si bien lo miras, á tus carnes das.
Cántese á lo llano, dijo á esta sazon Repolido, y no se toquen historias pasadas, que no hay para qué: lo pasado sea pasado, y tómese otra vereda, y basta.
Talle llevaban de no acabar tan presto el comenzado cántico, si no sintieran que llamaban á la puerta apriesa, y con ella salió Monipodio á ver quién era, y la centinela le dijo como al cabo de la calle habia asomado el alcalde de la justicia, y que delante dél venian el Tordillo y el Cernícalo, corchetes neutrales. Oyéronlo los de dentro, y alborotáronse todos, de manera que la Cariharta y la Escalanta se calzaron sus chapines al reves: dejó la escoba la Gananciosa, Monipodio sus tejoletas, y quedó en turbado silencio toda la música: enmudeció Chiquiznaque, pasmóse el Repolido, y suspendióse Maniferro, y todos, cuál por una y cuál por otra parte, desaparecieron, subiéndose á las azoteas y tejados para escaparse y pasar por ellos á otra calle. Nunca disparado arcabuz á deshora, ni trueno repentino espantó así á banda de descuidadas palomas, como puso en alboroto y espanto á toda aquella recogida compañía y buena gente la nueva de la venida del alcalde de la justicia y su corchetada: los dos novicios Rinconete y Cortadillo no sabian qué hacerse, y estuviéronse quedos, esperando ver en qué paraba aquella repentina borrasca, que no paró en mas de volver la centinela á decir que el alcalde se habia pasado de largo, sin dar muestra ni resabio de mala sospecha alguna.
Y estando diciendo esto á Monipodio, llegó un caballero mozo á la puerta, vestido, como se suele decir, de barrio: Monipodio le entró consigo, y mandó llamar á Chiquiznaque, á Maniferro y al Repolido, y que de los demas no bajase alguno: como se habian quedado en el patio Rinconete y Cortadillo pudieron oir toda la plática que pasó Monipodio con el caballero recien venido, el cual dijo á Monipodio, que por qué se habia hecho tan mal lo que le habia encomendado. p. 110 Monipodio respondió que aun no sabia lo que se habia hecho, pero que allí estaba el oficial á cuyo cargo estaba su negocio, y que él daria muy buena cuenta de sí.
Bajó en esto Chiquiznaque, y preguntóle Monipodio si habia cumplido con la obra que se le encomendó de la cuchillada de á catorce.
—¿Cuál, respondió Chiquiznaque: es la de aquel mercader de la encrucijada?
—Esa es, dijo el caballero.
—Pues lo que en eso pasa, respondió Chiquiznaque, es que yo le aguardé anoche á la puerta de su casa, y él vino ántes de la oracion: lleguéme cerca dél, marquéle el rostro con la vista, y vi que le tenia tan pequeño que era imposible de toda imposibilidad caber en él cuchillada de catorce puntos; y hallándome imposibilitado de poder cumplir lo prometido, y de hacer lo que llevaba en mi destruicion...
—Instruccion querrá vuesa merced decir, dijo el caballero, que no destruicion.
—Eso quise decir, respondió Chiquiznaque: digo que viendo que en la estrecheza y poca cantidad de aquel rostro no cabian los puntos propuestos, porque no fuese mi ida en balde, di la cuchillada á un lacayo suyo, que á buen seguro que la pueden poner por mayor de marca.
—Mas quisiera, dijo el caballero, que se le hubiera dado al amo una de á siete, que al criado la de catorce: en efeto conmigo no se ha cumplido, como era razon, pero no importa; poca mella me harán los treinta ducados que dejé en señal: beso á vuesas mercedes las manos.
Y diciendo esto, se quitó el sombrero, y volvió las espaldas para irse; pero Monipodio le asió de la capa de mezcla que traia puesta, diciéndole:
—Voacé se detenga, y cumpla su palabra, pues nosotros hemos cumplido la nuestra con mucha honra y con mucha ventaja: veinte ducados faltan, y no ha de salir de aquí voacé sin darlos, ó prendas que lo valgan.
—Pues ¿á esto llama vuesa merced cumplimiento de palabra, respondió el caballero, dar la cuchillada al mozo, habiéndose de dar al amo?
—¡Qué bien está en la cuenta el señor! dijo Chiquiznaque; bien parece que no se acuerda de aquel refran que dice: Quien bien quiere á Beltran, bien quiere á su can.
—Pues ¿en qué modo puede venir aquí á propósito este refran? replicó el caballero.
—¿Pues no es lo mismo, prosiguió Chiquiznaque, decir: quien mal quiere á Beltran, mal quiere á su can? y así Beltran es el mercader, voacé le quiere mal, su lacayo es su can, y dando al can se da á Beltran, y la deuda queda líquida, y trae aparejada ejecucion: por eso no hay mas sino pagar luego sin apercebimiento de remate.
—Eso juro yo bien, añadió Monipodio, y de la boca me quitaste, Chiquiznaque amigo, todo cuanto aquí has dicho: y así voacé, señor galan, no se meta en puntillos con sus servidores y amigos, sino tome mi consejo y pague luego lo trabajado, y si fuere servido que se le dé otra p. 111 al amo, de la cantidad que pueda llevar su rostro, haga cuenta que ya se la está curando.
—Como eso sea, respondió el galan, de muy entera voluntad y gana pagaré la una y la otra por entero.
—No dude en esto, dijo Monipodio, mas que en ser cristiano, que Chiquiznaque se la dará pintiparada, de manera que parezca que allí se le nació.
—Pues con esa seguridad y promesa, respondió el caballero, recíbase esta cadena en prendas de los veinte ducados atrasados y de cuarenta que ofrezco por la venidera cuchillada: pesa mil reales, y podria ser que se quedase rematada, porque traigo entre ojos que serán menester otros catorce puntos ántes de mucho.
Quitóse en esto una cadena de vueltas menudas del cuello, y diósela á Monipodio, que al tocar y al peso bien vió que no era de alquimia. Monipodio la recebió con mucho contento y cortesía, porque era en estremo bien criado: la ejecucion quedó á cargo de Chiquiznaque, que solo tomó término de aquella noche. Fuése muy satisfecho el caballero, y luego Monipodio llamó á todos los ausentes y azorados: bajaron todos, y poniéndose Monipodio en medio dellos, sacó un libro de memoria que traia en la capilla de la capa, y diósele á Rinconete que leyese, porque él no sabia leer. Abriólo Rinconete, y en la primera hoja vió que decia:
MEMORIA DE LAS CUCHILLADAS QUE SE HAN DE DAR ESTA SEMANA.
La primera al mercader de la encrucijada: vale cincuenta escudos: están recebidos treinta á buena cuenta. Secutor, Chiquiznaque.
—No creo que haya otra, hijo, dijo Monipodio: pasa adelante, y mira donde dice: Memoria de palos .
Volvió la hoja Rinconete, y vió que en otra estaba escrito: Memoria de palos .
Y mas abajo decia:
Al bodegonero de la Alfalfa doce palos de mayor cuantía, á escudo cada uno: están dados á buena cuenta ocho: el término seis dias. Secutor, Maniferro.
—Bien podia borrarse esa partida, dijo Maniferro, porque esta noche traeré finiquito della.
—¿Hay mas, hijo? dijo Monipodio.
—Sí, otra, respondió Rinconete, que dice así:
Al sastre corcobado, que por mal nombre se llama el Silguero, seis palos de mayor cuantía á pedimento de la dama que dejó la gargantilla. Secutor, el Desmochado.
—Maravillado estoy, dijo Monipodio, cómo todavía está esa partida en ser; sin duda alguna debe de estar mal dispuesto el Desmochado, pues son dos dias pasados del término, y no ha dado puntada en esta obra.
—Yo le topé ayer, dijo Maniferro, p. 112 y me dijo que por haber estado retirado por enfermo el corcobado, no habia cumplido con su débito.
—Eso creo yo bien, dijo Monipodio, porque tengo por tan buen oficial al Desmochado, que si no fuera por tan justo impedimento, ya él hubiera dado al cabo con mayores empresas. ¿Hay mas, mocito?
—No, señor, respondió Rinconete.
—Pues pasad adelante, dijo Monipodio, y mirad donde dice: Memorial de agravios comunes .
Pasó adelante Rinconete, y en otra hoja halló escrito:
Memorial de agravios comunes, conviene á saber: redomazos, untos de miera, clavazon de sambenitos y cuernos, matracas, espantos, alborotos y cuchilladas fingidas, publicacion de nibelos , etc.
—¿Qué dice mas abajo? dijo Monipodio.
—Dice, dijo Rinconete, unto de miera en la casa ...
—No se lea la casa, que ya yo sé dónde es, respondió Monipodio, y yo soy el tuautem y esecutor de esa niñería, y están dados á buena cuenta cuatro escudos, y el principal es ocho.
—Así es la verdad, dijo Rinconete, que todo eso está aquí escrito; y aun mas abajo dice: clavazon de cuernos .
—Tampoco se lea, dijo Monipodio, la casa, ni adónde, que basta que se les haga el agravio, sin que se diga en público, que es gran cargo de conciencia: á lo ménos mas querria yo clavar cien cuernos y otros tantos sambenitos, como se me pagase mi trabajo, que decillo sola una vez, aunque fuese á la madre que me parió.
—El esecutor desto es, dijo Rinconete, el Narigueta.
—Ya está eso hecho y pagado, dijo Monipodio; mirad si hay mas, que si mal no me acuerdo, ha de haber ahí un espanto de veinte escudos: está dada la mitad, y el esecutor es la comunidad toda, y el término es todo el mes en que estamos, y cumpliráse al pié de la letra, sin que falte un tilde, y será una de las mejores cosas que hayan sucedido en esta ciudad de muchos tiempos á esta parte: dadme el libro, mancebo, que yo sé que no hay mas, y sé tambien que anda muy flaco el oficio; pero tras este tiempo vendrá otro, y habrá que hacer mas de lo que quisiéremos; que no se mueve la hoja sin la voluntad de Dios, y no hemos de hacer nosotros que se vengue nadie por fuerza; cuanto mas, que cada uno en su causa suele ser valiente, y no quiere pagar las hechuras de la obra que él se puede hacer por sus manos.
—Así es, dijo á esto el Repolido. Pero mire vuesa merced, señor Monipodio, lo que nos ordena y manda, que se va haciendo tarde, y va entrando el calor mas que de paso.
—Lo que se ha de hacer, respondió Monipodio, es que todos se vayan á sus puestos, y nadie se mude hasta el domingo, que nos juntaremos en este mismo lugar, y se repartirá todo p. 113 lo que hubiere caido, sin agraviar á nadie. Á Rinconete el bueno y á Cortadillo se les da por distrito hasta el domingo, desde la torre del Oro por defuera de la ciudad, hasta el postigo del Alcázar, donde se puede trabajar á sentadillas con sus flores: que yo he visto á otros de ménos habilidad que ellos salir cada dia con mas de veinte reales en menudos, amen de la plata, con una baraja sola, y esa con cuatro naipes ménos: este distrito os enseñará Ganchoso; y aunque os estendais hasta San Sebastian y Santelmo, importa poco, puesto que es justicia mera mista, que nadie se entre en pertenencia de nadie.
Besáronle la mano los dos por la merced que se les hacia, y ofreciéronse á hacer su oficio bien y fielmente, con toda diligencia y recato.
Sacó en esto Monipodio un papel doblado de la capilla de la capa, donde estaba la lista de los cofrades, y dijo á Rinconete que pusiese allí su nombre y el de Cortadillo; mas porque no habia tintero le dió el papel para que lo llevase, y en el primer boticario los escribiese, poniendo: Rinconete y Cortadillo cofrades: noviciado ninguno: Rinconete floreo, Cortadillo bajon, y el dia, mes y año, callando padres y patria.
Estando en esto entró uno de los viejos abispones, y dijo:
—Vengo á decir á vuesas mercedes como agora topé en Gradas á Lobillo el de Málaga, y díceme que viene mejorado en su arte de tal manera, que con naipe limpio quitará el dinero al mismo Satanas, y que por venir maltratado no viene luego á registrarse, y á dar la sólita obediencia; pero que el domingo será aquí sin falta.
—Siempre se me asentó á mí, dijo Monipodio, que este Lobillo habia de ser único en su arte, porque tiene las mejores y mas acomodadas manos para ello, que se pueden desear; que para ser uno buen oficial en su oficio, tanto ha menester los buenos instrumentos con que le ejercita, como el ingenio con que le aprende.
—Tambien topé, dijo el viejo, en una casa de posadas en la calle de Tintores, al judío en hábito de clérigo, que se ha ido á posar allí, por tener noticia que dos peruleros viven en la misma casa, y querria ver si pudiese trabar juego con ellos, aunque fuese de poca cantidad, que de allí podria venir á mucha: dice tambien que el domingo no faltará de la junta y dará cuenta de su persona.
—Ese judío tambien, dijo Monipodio, es gran sacre, y tiene gran conocimiento; dias ha que no le he visto, y no lo hace bien; pues á fe que si no se enmienda, que yo le deshaga la corona, que no tiene mas órdenes el ladron, que las que tiene el turco, ni sabe mas latin que mi madre: ¿hay mas de nuevo?
—No, dijo el viejo, á lo ménos que yo sepa.
—Pues sea en buen hora, dijo Monipodio; voacedes tomen esta miseria, y repartió entre todos hasta cuarenta reales, y el domingo p. 114 no falte nadie, que no faltará nada de lo corrido.
Todos le volvieron las gracias: tornáronse á abrazar Repolido y la Cariharta: la Escalanta con Maniferro, y la Gananciosa con Chiquiznaque, concertando que aquella noche despues de haber alzado de obra en la casa, se viesen en la de la Pipota, donde tambien dijo que iria Monipodio al registro de la canasta de colar, y que luego habia de ir á cumplir y borrar la partida de la miera: abrazó á Rinconete y á Cortadillo, y echándoles su bendicion los despidió, encargándoles que no tuviesen jamas posada cierta, ni de asiento, porque así convenia á la salud de todos. Acompañólos Ganchoso hasta enseñarles sus puestos, acordándoles que no faltasen el domingo, porque á lo que creia y pensaba, Monipodio habia de leer una licion de oposicion acerca de las cosas concernientes á su arte. Con esto se fué, dejando á los dos compañeros admirados de lo que habian visto.
Era Rinconete, aunque muchacho, de muy buen entendimiento, y tenia un buen natural, y como habia andado con su padre en el ejercicio de las bulas, sabia algo de buen lenguaje, y dábale gran risa pensar en los vocablos que habia oido á Monipodio y á los demas de su compañía y bendita comunidad; y mas cuando por decir per modum suffragii , habia dicho por modo de naufragio; y que sacaban el estupendo, por decir estipendio, de lo que se garbeaba; y cuando la Cariharta dijo que era Repolido como un marinero de Tarpeya y un tigre de Ocaña, por decir Hircania, con otras mil impertinencias: especialmente le cayó en gracia cuando dijo que el trabajo que habia pasado en ganar los veinte y cuatro reales, lo recebiese el cielo en descuento de sus pecados; y sobre todo le admiraba la seguridad que tenian y la confianza de irse al cielo con no faltar á sus devociones, estando tan llenos de hurtos, y de homicidios y ofensas de Dios: y reíase de la otra buena vieja de la Pipota, que dejaba la canasta de colar hurtada, guardada en su casa, y se iba á poner las candelillas de cera á las imágenes, y con ello pensaba irse al cielo calzada y vestida: no ménos le suspendia la obediencia y respeto que todos tenian á Monipodio, siendo un hombre bárbaro, rústico y desalmado: consideraba lo que habia leido en su libro de memoria, y los ejercicios en que todos se ocupaban: finalmente, exageraba cuán descuidada justicia habia en aquella tan famosa ciudad de Sevilla, pues casi al descubierto vivia en ella gente tan perniciosa y tan contraria á la misma naturaleza; y propuso en sí de aconsejar á su compañero no durase mucho en aquella vida tan perdida y tan mala, tan inquieta y tan libre y disoluta; pero con todo esto, llevado de sus pocos años y de su poca esperiencia, p. 115 pasó con ella adelante algunos meses, en los cuales le sucedieron cosas que piden mas larga escritura, y así se deja para otra ocasion contar su vida y milagros, con los de su maestro Monipodio, y otros sucesos de aquellos de la infame academia, que todos serán de grande consideracion, y que podrán servir de ejemplo y aviso á los que los leyeren.
p. 116
Entre los despojos que los ingleses llevaron de la ciudad de Cádiz, Clotaldo, un caballero inglés, capitan de una escuadra de navíos, llevó á Lóndres una niña de edad de siete años, poco mas ó ménos, y esto contra la voluntad y sabiduría del conde de Essex, que con gran diligencia hizo buscar la niña para volvérsela á sus padres, que ante él se quejaron de la falta de su hija, pidiéndole que pues se contentaba con las haciendas y dejaba libres las personas, no fuesen ellos tan desdichados, que ya que quedaban pobres quedasen sin su hija, que era la lumbre de sus ojos, y la mas hermosa criatura que habia en toda la ciudad.
Mandó el conde echar bando por toda su armada, que so pena de la vida volviese la niña, cualquiera que la tuviese; mas ningunas penas ni temores fueron bastantes á que Clotaldo la obedeciese, que la tenia escondida en su nave, aficionado, aunque cristianamente, á la incomparable hermosura de Isabela, que así se llamaba la niña. Finalmente, sus padres se quedaron sin ella, tristes y desconsolados, y Clotaldo alegre sobre modo llegó á Lóndres, y entregó por riquísimo despojo á su mujer á la hermosa niña.
Quiso la buena suerte que todos los de la casa de Clotaldo eran católicos secretos, aunque en lo público mostraban seguir la opinion de su reina. Tenia Clotaldo un hijo llamado Ricaredo, de edad de doce años, enseñado de sus padres á amar y temer á Dios, y á estar muy entero en las verdades de la fe católica. Catalina, la mujer de Clotaldo, noble, cristiana y prudente señora, tomó tanto amor á Isabela, que como si fuera su hija la criaba, regalaba é industriaba; y la niña era de tan buen p. 117 natural, que con facilidad aprendia todo cuanto le enseñaban: con el tiempo y con los regalos fué olvidando los que sus padres verdaderos le habian hecho; pero no tanto que dejase de acordarse y de suspirar por ellos muchas veces; y aunque iba aprendiendo la lengua inglesa, no perdia la española, porque Clotaldo tenia cuidado de traerle á casa secretamente españoles que hablasen con ella; desta manera, sin olvidar la suya, como está dicho, hablaba la lengua inglesa como si hubiera nacido en Lóndres.
Despues de haberle enseñado todas las cosas de labor, que puede y debe saber una doncella bien nacida, la enseñaron á leer y escribir mas que medianamente; pero en lo que tuvo estremo fué en tañer todos los instrumentos que á una mujer son lícitos, y esto con toda perfeccion de música, acompañándola con una voz que le dió el cielo tan estremada, que encantaba cuando cantaba.
Todas estas gracias, adquiridas y puestas sobre la natural suya, poco á poco fueron encendiendo el pecho de Ricaredo, á quien ella como á hijo de su señor queria y servia: al principio le salteó amor con un modo de agradarse y complacerse de ver la singular belleza de Isabela, y de considerar sus infinitas virtudes y gracias, amándola como si fuera su hermana, sin que sus deseos saliesen de los términos honrados y virtuosos. Pero como fué creciendo Isabela, que ya cuando Ricaredo ardia, tenia doce años, aquella benevolencia primera, y aquella complacencia y agrado de mirarla, se volvió en ardentísimos deseos de gozarla y de poseerla: no porque aspirase á esto por otros medios que por los de ser su esposo, pues de la incomparable honestidad de Isabela (que así la llamaban ellos) no se podia esperar otra cosa, ni aun él quisiera esperarla aunque pudiera; porque la noble condicion suya y la estimacion en que á Isabela tenia, no consentian que ningun mal pensamiento echase raíces en su alma.
Mil veces determinó manifestar su voluntad á sus padres, y otras tantas no aprobó su determinacion, porque él sabia que le tenian dedicado para ser esposo de una muy rica y principal doncella escocesa, asimismo secreta cristiana como ellos; y estaba claro, segun él decia, que no habian de querer dar á una esclava (si este nombre se podia dar á Isabela) lo que ya tenian concertado de dar á una señora: y así perplejo y pensativo, sin saber qué camino tomar para venir al fin de su buen deseo, pasaba una vida tal, que le puso á punto de perderla; pero pareciéndole ser gran cobardía dejarse morir sin intentar algun género de remedio á su dolencia, se animó y esforzó á declarar su intento á Isabela.
Andaban todos los de su casa tristes y alborotados por la enfermedad de Ricaredo, que de todos era querido, y de sus padres con el estremo posible, así por no tener otro, como p. 118 porque lo merecia su mucha virtud y su gran valor y entendimiento: no le acertaban los médicos la enfermedad, ni él osaba ni queria descubrírsela. En fin, puesto en romper por las dificultades que él se imaginaba, un dia que entró Isabela á servirle, viéndola sola, con desmayada voz y lengua turbada le dijo:
—Hermosa Isabela, tu valor, tu mucha virtud y grande hermosura me tienen como me ves; si no quieres que deje la vida en manos de las mayores penas que pueden imaginarse, responda el tuyo á mi buen deseo, que no es otro que el de recebirte por mi esposa á hurto de mis padres, de los cuales temo que, por no conocer lo que yo conozco que mereces, me han de negar el bien que tanto me importa: si me das la palabra de ser mia, yo te la doy desde luego como verdadero y católico cristiano de ser tuyo; que puesto que no llegue á gozarte, como no llegaré hasta que con bendicion de la Iglesia y de mis padres sea, aquel imaginar que con seguridad eres mia, será bastante á darme salud y á mantenerme alegre y contento hasta que llegue el feliz punto que deseo.
En tanto que esto dijo Ricaredo, estuvo escuchándole Isabela los ojos bajos, mostrando en aquel punto que su honestidad se igualaba á su hermosura, y á su mucha discrecion su recato; y así viendo que Ricaredo callaba, honesta, hermosa y discreta le respondió desta suerte:
—Despues que quiso el rigor ó la clemencia del cielo (que no sé á cuál destos estremos lo atribuya) quitarme á mis padres, señor Ricaredo, y darme á los vuestros, agradecida á las infinitas mercedes que me han hecho, determiné que jamas mi voluntad saliese de la suya, y así sin ella tendria no por buena, sino por mala fortuna la inestimable merced que quereis hacerme; si con su sabiduría fuere yo tan venturosa que os merezca, desde aquí os ofrezco la voluntad que ellos me dieren, y en tanto que esto se dilate, ó no fuere, entretenga vuestros deseos saber que los mios serán eternos y limpios en desearos el bien que el cielo puede daros.
Aquí puso silencio Isabela á sus honestas y discretas razones, y allí comenzó la salud de Ricaredo, y comenzaron á revivir las esperanzas de sus padres, que en su enfermedad muertas estaban.
Despidiéronse los dos cortésmente: él con lágrimas en los ojos, ella con admiracion en el alma de ver tan rendida á su amor la de Ricaredo; el cual levantado del lecho, al parecer de sus padres por milagro, no quiso tenerles mas tiempo ocultos sus pensamientos; y así un dia se los manifestó á su madre, diciéndole en el fin de su plática, que fué larga, que si no le casaban con Isabela, que el negársela y darle la muerte era todo una misma cosa: con tales encarecimientos subió al cielo las virtudes de Isabela Ricaredo, que le pareció á su madre que Isabela era la engañada en llevar p. 119 á su hijo por esposo. Dió buenas esperanzas á su hijo de disponer á su padre á que con gusto viniese en lo que ya ella tambien venia; y así fué, que diciendo á su marido las mismas razones que á ella habia dicho su hijo, con facilidad le movió á querer lo que tanto su hijo deseaba, fabricando escusas que impidiesen el casamiento que casi tenia concertado con la doncella de Escocia.
Á esta sazon tenia Isabela catorce, y Ricaredo veinte años, y en esta tan verde y tan florida edad su mucha discrecion y conocida prudencia los hacia ancianos.
Cuatro dias faltaban para llegarse aquel en el cual los padres de Ricaredo querian que su hijo inclinase el cuello al yugo santo del matrimonio, teniéndose por prudentes y dichosísimos de haber escogido á su prisionera por su hija, teniendo en mas la dote de sus virtudes que la mucha riqueza que con la escocesa se les ofrecia: las galas estaban ya á punto, los parientes y los amigos convidados, y no faltaba otra cosa sino hacer á la reina sabedora de aquel concierto, porque sin su voluntad y consentimiento entre los de ilustre sangre no se efectúa casamiento alguno; pero no dudaron de la licencia, y así se detuvieron en pedirla. Digo pues que estando todo en este estado, cuando faltaban los cuatro dias hasta el de la boda, una tarde turbó todo su regocijo un ministro de la reina, que dió un recaudo á Clotaldo, que su Majestad mandaba que otro dia por la mañana llevasen á su presencia á su prisionera la española de Cádiz. Respondióle Clotaldo que de muy buena gana haria lo que su Majestad le mandaba. Fuése el ministro, y dejó llenos los pechos de todos de turbacion, de sobresalto y miedo.
—¡Ay, decia la señora Catalina, si sabe la reina que yo he criado á esta niña á lo católico, de aquí viene á inferir que todos los desta casa somos cristianos! pues si la reina le pregunta qué es lo que ha aprendido en ocho años que ha que es prisionera, ¿qué ha de responder la cuitada que no nos condene, por mas discrecion que tenga?
Oyendo lo cual Isabela, le dijo:
—No le dé pena alguna, señora mia, ese temor, que yo confío en el cielo, que me ha de dar palabras en aquel instante por su divina misericordia, que no solo no os condenen, sino que redunden en provecho vuestro.
Temblaba Ricaredo, casi como adivino de algun mal suceso. Clotaldo buscaba modos que pudiesen dar ánimo á su mucho temor, y no los hallaba sino en la mucha confianza que en Dios tenia y en la prudencia de Isabela, á quien encomendó mucho que por todas las vias que pudiese escusase el condenallos por católicos; que puesto que estaban prontos con el espíritu á recebir martirio, todavía la carne enferma rehusaba su amarga carrera. Una y muchas veces les aseguró Isabela estuviesen p. 120 seguros que por su causa no sucederia lo que temian y sospechaban; porque aunque ella entónces no sabia lo que habia de responder á las preguntas que en tal caso le hiciesen, tenia viva y cierta esperanza que habia de responder de modo que, como otra vez habia dicho, sus respuestas les sirviesen de abono.
Discurrieron aquella noche en muchas cosas, especialmente en que si la reina supiera que eran católicos, no les enviaria recaudo tan manso, por donde se podia inferir que solo queria ver á Isabela, cuya sin igual hermosura y habilidades habrian llegado á sus oidos como á todos los de la ciudad; pero ya en no habérsela presentado se hallaban culpados, de la cual culpa hallaron seria bien disculparse con decir, que desde el punto que entró en su poder la escogieron y señalaron para esposa de su hijo Ricaredo; pero tambien en esto se culpaban, por haber hecho el casamiento sin licencia de la reina, aunque esta culpa no les pareció digna de gran castigo.
Con esto se consolaron, y acordaron que Isabela no fuese vestida humildemente como prisionera, sino como esposa, pues ya lo era de tan principal esposo como su hijo.
Resueltos en esto, otro dia vistieron á Isabela á la española, con una saya entera de raso verde acuchillada, y forrada en rica tela de oro, tomadas las cuchilladas con unas eses de perlas, y toda ella bordada de riquísimas perlas: collar y cintura de diamantes, y con abanico á modo de las señoras damas españolas: sus mismos cabellos, que eran muchos, rubios y largos, entretejidos y sembrados de diamantes y perlas, le servian de tocado. Con este adorno riquísimo, y con su gallarda disposicion y milagrosa belleza, se mostró aquel dia á Lóndres sobre una hermosa carroza, llevando colgados de su vista las almas y los ojos de cuantos la miraban. Iban con ella Clotaldo y su mujer, y Ricaredo en la carroza, y á caballo muchos ilustres parientes suyos. Toda esta honra quiso hacer Clotaldo á su prisionera, por obligar á la reina la tratase como á esposa de su hijo.
Llegados pues á palacio, y á una gran sala donde la reina estaba, entró por ella Isabela, dando de sí la mas hermosa muestra que pudo caber en humana imaginacion. Era la sala grande y espaciosa, y á dos pasos se quedó el acompañamiento, y se adelantó Isabela, y como quedó sola, pareció lo mismo que parece la estrella ó exhalacion que por la region del fuego en serena y sosegada noche suele moverse, ó bien ansí como rayos del sol que al salir el dia, por entre dos montañas se descubre: todo esto pareció, y aun cometa que pronosticó el incendio de mas de una alma de los que allí estaban, á quien amor abrasó con los rayos de los hermosos soles de Isabela. La cual, llena de humildad y cortesía, se fué á poner de hinojos ante la reina, y en lengua inglesa le p. 121 dijo:
—Dé vuestra Majestad las manos á esta su sierva, que desde hoy mas se tendrá por señora, pues ha sido tan venturosa que ha llegado á ver la grandeza vuestra.
Estúvola la reina mirando por un buen espacio, sin hablarle palabra, pareciéndole, como despues dijo á su camarera, que tenia delante un cielo estrellado, cuyas estrellas eran las muchas perlas y diamantes que Isabela traia, su bello rostro y sus ojos el sol y la luna, y toda ella una nueva maravilla de hermosura. Las damas que estaban con la reina quisieran hacerse todas ojos, porque no les quedase cosa por mirar en Isabela: cuál alababa la viveza de sus ojos, cuál la color del rostro, cuál la gallardía del cuerpo y cuál la dulzura de la habla, y tal hubo que de pura invidia, dijo:
—Buena es la española, pero no me contenta el traje.
Despues que pasó algun tanto la suspension de la reina, haciendo levantar á Isabela, le dijo:
—Habladme en español, doncella, que yo le entiendo bien, y gustaré dello.
Y volviéndose á Clotaldo, dijo:
—Clotaldo, agravio me habeis hecho en tenerme este tesoro tantos años ha encubierto; mas él es tal que os habrá movido á codicia: obligado estais á restituírmele, porque de derecho es mio.
—Señora, respondió Clotaldo, mucha verdad es lo que vuestra Majestad dice: confieso mi culpa, si lo es haber guardado este tesoro á que estuviese en la perfeccion que convenia para parecer ante los ojos de vuestra Majestad; y ahora que lo está, pensaba traerle mejorado, pidiendo licencia á vuestra Majestad, para que Isabela fuese esposa de mi hijo Ricaredo, y daros, alta Majestad, en los dos todo cuanto puedo daros.
—Hasta el nombre me contenta, respondió la reina; no le faltaba mas sino llamarse Isabela la española, para que no me quedase nada de perfeccion que desear en ella; pero advertid, Clotaldo, que sé que sin mi licencia la teníades prometida á vuestro hijo.
—Así es verdad, señora, respondió Clotaldo; pero fué en confianza que los muchos y relevados servicios que yo y mis pasados tenemos hechos á esta corona, alcanzarian de vuestra Majestad otras mercedes mas dificultosas que las desta licencia: cuanto mas que aun no está desposado mi hijo.
—Ni lo estará, dijo la reina, con Isabela hasta que por sí mismo lo merezca; quiero decir, que no quiero que para esto le aprovechen vuestros servicios, ni de sus pasados: él por sí mismo se ha de disponer á servirme, y á merecer por sí esta prenda, que yo la estimo como si fuese mi hija.
Apénas oyó esta última palabra Isabela, cuando se volvió á hincar de rodillas ante la reina, diciéndole en lengua castellana:
—Las desgracias que tales descuentos traen, serenísima señora, ántes se han de tener por dichas que por desventuras: ya vuestra Majestad me ha dado nombre de hija: sobre tal prenda ¿qué p. 122 males podré temer, ó qué bienes no podré esperar?
Con tanta gracia y donaire decia cuanto decia Isabela, que la reina se le aficionó en estremo, y mandó que se quedase en su servicio, y se la entregó á una gran señora, su camarera mayor, para que la enseñase el modo de vivir suyo.
Ricaredo que se vió quitar la vida en quitarle á Isabela, estuvo á pique de perder el juicio; y así temblando y con sobresalto se fué á poner de rodillas ante la reina, á quien dijo:
—Para servir yo á vuestra Majestad no es menester incitarme con otros premios que con aquellos que mis padres y mis pasados han alcanzado por haber servido á sus reyes; pero pues vuestra Majestad gusta que yo la sirva con nuevos deseos y pretensiones, querria saber en qué modo, en qué ejercicio podré mostrar que cumplo con la obligacion en que vuestra Majestad me pone.
—Dos navíos, respondió la Reina, están para partirse en corso, de los cuales he hecho general al baron de Lansac: del uno dellos os hago á vos capitan; porque la sangre de do venís me asegura que ha de suplir la falta de vuestros años; y advertid á la merced que os hago, pues os doy ocasion en ella á que correspondiendo á quien sois, sirviendo á vuestra reina, mostreis el valor de vuestro ingenio y de vuestra persona, y alcanceis el mejor premio que á mi parecer vos mismo podeis acertar á desearos: yo misma os seré guarda de Isabela, aunque ella da muestras que su honestidad será su mas verdadera guarda: id con Dios, que pues vais enamorado, como imagino, grandes cosas me prometo de vuestras hazañas: felice fuera el rey batallador que tuviera en su ejército diez mil soldados amantes, que esperaran que el premio de sus victorias habia de ser gozar de sus amadas. Levantáos, Ricaredo, y mirad si teneis ó quereis decir algo á Isabela, porque mañana ha de ser vuestra partida.
Besó las manos Ricaredo á la reina, estimando en mucho la merced que le hacia, y luego se fué á hincar de rodillas ante Isabela, y queriéndola hablar no pudo, porque se le puso un nudo en la garganta, que le ató la lengua, y las lágrimas acudieron á los ojos, y él acudió á disimularlas lo mas que le fué posible; pero con todo eso no se pudieron encubrir á los ojos de la reina, pues dijo:
—No os afrenteis, Ricaredo, de llorar, ni os tengais en ménos por haber dado en este trance tan tiernas muestras de vuestro corazon, que una cosa es pelear con los enemigos, y otra despedirse de quien bien se quiere: abrazad, Isabela, á Ricaredo, y dadle vuestra bendicion, que bien lo merece su sentimiento.
Isabela, que estaba suspensa y atónita de ver la humildad y dolor de Ricaredo, que como á su esposo le amaba, no entendió lo que la reina le mandaba, ántes comenzó á derramar lágrimas tan sin pensar lo que hacia, y p. 123 tan ciega y tan sin movimiento alguno, que no parecia sino que lloraba una estatua de alabastro. Estos afectos de los dos amantes, tan tiernos y tan enamorados, hicieron verter lágrimas á muchos de los circunstantes, y sin hablar mas palabra Ricaredo y sin haberle hablado alguna á Isabela, haciendo Clotaldo y los que con él venian reverencia á la reina, se salieron de la sala, llenos de compasion, de despecho y de lágrimas.
Quedó Isabela como huérfana que acaba de enterrar sus padres, y con temor que la nueva señora quisiese que mudase las costumbres en que la primera la habia criado. En fin, se quedó, y de allí á dos dias Ricaredo se hizo á la vela, combatido entre otros muchos de dos pensamientos que le tenian fuera de sí: era el uno considerar que le convenia hacer hazañas que le hiciesen merecedor de Isabela, y el otro que no podia hacer ninguna, si habia de responder á su católico intento, que le impedia no desenvainar la espada contra católicos, y si no la desenvainaba, habia de ser notado de cristiano, ó de cobarde, y todo esto redundaba en perjuicio de su vida y en obstáculo de su pretension. Pero en fin, determinó de posponer al gusto de enamorado el que tenia de ser católico, y en su corazon pedia al cielo le deparase ocasiones, donde con ser valiente cumpliese con ser cristiano, dejando á su reina satisfecha y á Isabela merecida.
Seis dias navegaron los dos navíos con próspero viento, siguiendo la derrota de las islas Terceras, paraje donde nunca faltan ó naves portuguesas de las Indias orientales, ó algunas derrotadas de las occidentales. Y al cabo de los seis dias les dió de costado un recísimo viento que en el mar Océano tiene otro nombre que en el Mediterráneo, donde se llama mediodía, el cual viento fué tan durable y tan recio, que sin dejarles tomar las islas, les fué forzoso correr á España; y junto á su costa, á la boca del estrecho de Gibraltar, descubrieron tres navíos, uno poderoso y grande, y los dos pequeños: arribó la nave de Ricaredo á su capitana por saber de su general si queria embestir á los tres navíos que se descubrian; y ántes que á ella llegase, vió poner sobre la gavia mayor un estandarte negro, y llegándose mas cerca, oyó que tocaban en la nave clarines y trompetas roncas, señales claras ó que el general era muerto, ó alguna otra principal persona de la nave. Con este sobresalto llegaron á poderse hablar, que no lo habian hecho despues que salieron del puerto; dieron voces de la nave capitana diciendo que el capitan Ricaredo pasase á ella, porque el general la noche ántes habia muerto de una apoplejía. Todos se entristecieron, si no fué Ricaredo que se alegró, no por el daño de su general, sino por ver que quedaba él libre para mandar en los dos navíos; que así fué p. 124 la órden de la reina, que faltando el general, lo fuese Ricaredo, el cual con presteza se pasó á la capitana, donde halló que unos lloraban por el general muerto, y otros se alegraban con el vivo: finalmente los unos y los otros le dieron luego la obediencia, y le aclamaron por su general con breves ceremonias, no dando lugar á otra cosa dos de los tres navíos que habian descubierto, los cuales desviándose del grande, á las dos naves se venian.
Luego conocieron ser galeras y turquescas, por las medias lunas que en las banderas traian, de que recebió gran gusto Ricaredo, pareciéndole que aquella presa, si el cielo se la concediese, seria de consideracion, sin haber ofendido á ningun católico. Las dos galeras turquescas llegaron á reconocer los navíos ingleses, los cuales no traian insignias de Ingalaterra, sino de España, por desmentir á quien llegase á reconocellos, y no los tuviesen por navíos de cosarios. Creyeron los turcos ser naves derrotadas de las Indias, y que con facilidad las rendirian. Fuéronse entrando poco á poco, y de industria los dejó llegar Ricaredo hasta tenerlos á gusto de su artillería, la cual mandó disparar á tan buen tiempo, que con cinco balas dió en la mitad de una de las galeras con tanta furia, que la abrió por medio toda; dió luego á la banda, y comenzó á irse á pique sin poderse remediar. La otra galera, viendo tan mal suceso, con mucha priesa le dió cabo, y le llevó á poner debajo del costado del gran navío; pero Ricaredo que tenia los suyos prestos y lijeros, que salian y entraban como si tuvieran remos, mandando cargar de nuevo la artillería, los fué siguiendo hasta la nave, lloviendo sobre ellos infinidad de balas.
Los de la galera abierta así como llegaron á la nave la desampararon, y con priesa y celeridad procuraban acogerse á la nave. Lo cual visto por Ricaredo, y que la galera sana se ocupaba con la rendida, cargó sobre ella con sus dos navíos, y sin dejarla rodear ni valerse de los remos, la puso en estrecho, que los turcos se aprovecharon ansimismo del refugio de acogerse á la nave, no para defenderse en ella, sino por escapar las vidas por entónces.
Los cristianos, de quien venian armadas las galeras, arrancando las branzas y rompiendo las cadenas, mezclados con los turcos, tambien se recogieron á la nave, y como iban subiendo por su costado, con la arcabucería de los navíos los iban tirando como al blanco; á los turcos no mas, que á los cristianos mandó Ricaredo que nadie los tirase. Desta manera casi todos los mas turcos fueron muertos, y los que en la nave entraron, por los cristianos que con ellos se mezclaron aprovechándose de sus mismas armas, fueron hechos pedazos; que la fuerza de los valientes cuando caen, se pasa á la flaqueza de los que se levantan: y así con el calor que les p. 125 daba á los cristianos pensar que los navíos ingleses eran españoles, hicieron por su libertad maravillas. Finalmente, habiendo muerto casi todos los turcos, algunos españoles se pusieron á bordo del navío, y á grandes voces llamaron á los que pensaban ser españoles, entrasen á gozar el premio del vencimiento.
Preguntándoles Ricaredo en español que ¿qué navío era aquel? respondieron que era una nave que venia de la India de Portugal, cargada de especería, y con tantas perlas y diamantes, que valia mas de un millon de oro, y que con tormenta habia arribado á aquella parte, toda destruida y sin artillería, por haberla echado á la mar la gente enferma y casi muerta de sed y de hambre, y que aquellas dos galeras, que eran del cosario Arnaute Mamí, el dia ántes la habian rendido, sin haberse puesto en defensa, y que á lo que habian oido decir, por no poder pasar tanta riqueza á sus dos bajeles, la llevaban á jorro para meterla en el rio de Larache, que estaba allí cerca.
Ricaredo les respondió que si ellos pensaban que aquellos dos navíos eran españoles, se engañaban, que no eran sino de la señora reina de Ingalaterra, cuya nueva dió que pensar y que temer á los que la oyeron, pensando, como era razon que pensasen, que de un lazo habian caido en otro. Pero Ricaredo les dijo que no temiesen algun daño, y que estuviesen ciertos de su libertad, con tal que no se pusiesen en defensa.
—Ni es posible ponernos en ella, respondieron; porque, como se ha dicho, este navío no tiene artillería, ni nosotros armas: así que nos es forzoso acudir á la gentileza y liberalidad de vuestro general; pues será justo que quien nos ha librado del insufrible cautiverio de los turcos, lleve adelante tan gran merced y beneficio, pues le podrá hacer famoso en todas las partes, que serán infinitas, donde llegare la nueva desta memorable vitoria y de su liberalidad, mas de nosotros esperada que temida.
No le parecieron mal á Ricaredo las razones del español, y llamando á consejo los de su navío, les preguntó cómo haria para enviar todos los cristianos á España, sin ponerse á peligro de algun siniestro suceso, si el ser tantos les daba ánimo para levantarse. Pareceres hubo, que los hiciese pasar uno á uno á su navío, y así como fuesen entrando debajo de cubierta, matarles, y desta manera matarlos á todos, y llevar la gran nave á Lóndres sin temor ni cuidado alguno.
Á esto respondió Ricaredo:
—Pues que Dios nos ha hecho tan gran merced en darnos tanta riqueza, no quiero corresponderle con ánimo cruel y desagradecido, ni es bien que lo que puedo remediar con la industria, lo remedie con la espada; y así soy de parecer que ningun cristiano católico muera, no porque los quiero bien, sino porque me quiero á mí muy bien, y querria que p. 126 esta hazaña de hoy ni á mí ni á vosotros, que en ella me habeis sido compañeros, nos diese, mezclado con el nombre de valientes, el renombre de crueles, porque nunca dijo bien la crueldad con la valentía: lo que se ha de hacer es que toda la artillería de un navío destos se ha de pasar á la gran nave portuguesa, sin dejar en el navío otras armas ni otra cosa mas del bastimento, y no alejando la nave de nuestra gente, la llevaremos á Ingalaterra, y los españoles se irán á España.
Nadie osó contradecir lo que Ricaredo habia propuesto, y algunos le tuvieron por valiente y magnánimo y de buen entendimiento; otros le juzgaron en sus corazones por mas católico que debia. Resuelto pues en esto Ricaredo, pasó con cincuenta arcabuceros á la nave portuguesa, todos alerta y con las cuerdas encendidas: halló en la nave casi trecientas personas, de las que habian escapado de las galeras: pidió luego el registro de la nave, y respondióle aquel mismo que desde el borde le habló la vez primera, que el registro le habia tomado el cosario de los bajeles, que con ellos se habia ahogado. Al instante puso el torno en órden, y acostando su segundo bajel á la gran nave, con maravillosa presteza y con fuerza de fortísimos cabestrantes, pasaron la artillería del pequeño bajel á la mayor nave: luego haciendo una breve plática á los cristianos, les mandó pasar al bajel desembarazado, donde hallaron bastimento en abundancia para mas de un mes y para mas gente; y así como se iban embarcando, dió á cada uno cuatro escudos de oro españoles, que hizo traer de su navío, para remediar en parte su necesidad cuando llegasen á tierra, que estaba tan cerca, que las altas montañas de Ávila y Calpe desde allí se parecian. Todos le dieron infinitas gracias por la merced que les hacia, y el último que se iba á embarcar fué aquel que por los demas habia hablado, el cual le dijo:
—Por mas ventura tuviera, valeroso caballero, que me llevaras contigo á Ingalaterra, que no que me enviaras á España, porque aunque es mi patria, y no habrá sino seis dias que della partí, no he de hallar en ella otra cosa que no sea de ocasiones de tristezas y soledades mias: sabrás, señor, que en la pérdida de Cádiz, que sucedió habrá quince años, perdí una hija que los ingleses debieron de llevar á Ingalaterra, y con ella perdí el descanso de mi vejez y la luz de mis ojos, que despues que no la vieron, nunca han visto cosa que de su gusto sea: el grave descontento en que me dejó su pérdida y la de la hacienda, que tambien me faltó, me pusieron de manera, que ni mas quise, ni mas pude ejercitar la mercancía, cuyo trato me habia puesto en opinion de ser el mas rico mercader de toda la ciudad: y así era la verdad, pues fuera del crédito, que pasaba de muchos centenares de millares p. 127 de escudos, valia mi hacienda dentro de las puertas de mi casa mas de cincuenta mil ducados: todo lo perdí, y no hubiera perdido nada, como no hubiera perdido á mi hija: tras esta general desgracia, y tan particular mia, acudió la necesidad á fatigarme hasta tanto que no pudiéndola resistir, mi mujer y yo, que es aquella triste que allí está sentada, determinámos irnos á las Indias, comun refugio de los pobres generosos; y habiéndonos embarcado en un navío de aviso seis dias ha, á la salida de Cádiz dieron con el navío estos dos bajeles de cosarios, y nos cautivaron, donde se renovó nuestra desgracia y se confirmó nuestra desventura; y fuera mayor si los cosarios no hubieran tomado aquella nave portuguesa, que los entretuvo hasta haber sucedido lo que él habia visto.
Preguntóle Ricaredo cómo se llamaba su hija. Respondióle que Isabel. Con esto acabó de confirmarse Ricaredo en lo que ya habia sospechado, que era, que el que se lo contaba era el padre de su querida Isabela; y sin darle algunas nuevas della, le dijo que de muy buena gana llevaria á él y á su mujer á Lóndres, donde podria ser hallasen nuevas de la que deseaban: hízolos pasar luego á su capitana, poniendo marineros y guardas bastantes en la nao portuguesa. Aquella noche alzaron velas, y se dieron priesa á apartarse de las costas de España, porque el navío de los cautivos libres (entre los cuales tambien iban hasta veinte turcos, á quien tambien Ricaredo dió libertad, por mostrar que mas por su buena condicion y generoso ánimo se mostraba liberal, que por forzarle amor que á los católicos tuviese) rogó á los españoles que en la primera ocasion que se ofreciese, diesen entera libertad á los turcos, que ansimismo se le mostraron agradecidos.
El viento, que daba señales de ser próspero y largo, comenzó á calmar un tanto, cuya calma levantó gran tormenta de temor en los ingleses, que culpaban á Ricaredo y á su liberalidad, diciéndole que los libres podian dar aviso en España de aquel suceso, y que si acaso habia galeones de armada en el puerto, podian salir en su busca, y ponerlos en aprieto, y en término de perderse. Bien conocia Ricaredo que tenian razon; pero venciéndolos á todos con buenas razones, los sosegó; pero mas los quietó el viento que volvió á refrescar de modo, que dándole en todas las velas, sin tener necesidad de amainallas ni aun de templallas, dentro de nueve dias se hallaron á la vista de Lóndres, y cuando en él victoriosos volvieron, habria treinta que dél faltaban.
No quiso Ricaredo entrar en el puerto con muestras de alegría, por la muerte de su general, y así mezcló las señales alegres con las tristes: unas veces sonaban clarines regocijados, otras trompetas roncas: unas tocaban los atambores alegres y sobresaltadas armas, á quien p. 128 con señas tristes y lamentables respondian los pífanos: de una gavia colgada puesta al reves una bandera de medias lunas sembrada: en otra se veia un luengo estandarte de tafetan negro, cuyas puntas besaban el agua. Finalmente, con estos tan contrarios estremos entró en el rio de Lóndres con su navío, porque la nave no tuvo fondo en él que la sufriese; y así se quedó en la mar á lo largo.
Estas tan contrarias muestras y señales tenian suspenso el infinito pueblo que desde la ribera les miraba: bien conocieron por algunas insignias que aquel navío menor era la capitana del baron de Lansac, mas no podian alcanzar cómo el otro navío se hubiese cambiado con aquella poderosa nave, que en la mar se quedaba; pero sacólos desta duda haber saltado en el esquife, armado de todas armas, ricas y resplandecientes, el valeroso Ricaredo, que á pié, sin esperar otro acompañamiento que aquel de un innumerable vulgo que le seguia, se fué á palacio, donde ya la reina puesta á unos corredores estaba esperando le trujesen la nueva de los navíos.
Estaba con la reina y con las otras damas Isabela vestida á la inglesa, y parecia tan bien como á la castellana: ántes que Ricaredo llegase, llegó otro que dió las nuevas á la reina de cómo Ricaredo venia. Alborotóse Isabela, oyendo el nombre de Ricaredo, y en aquel instante temió y esperó malos y buenos sucesos de su venida.
Era Ricaredo alto de cuerpo, gentil hombre y bien proporcionado: y como venia armado de peto, espaldar, gola y brazaletes, escarcelas, con unas armas milanesas de once vistas, grabadas y doradas, parecia en estremo bien á cuantos le miraban: no le cubria la cabeza morrion alguno, sino un sombrero de gran falda, de color leonado, con mucha diversidad de plumas terciadas á la valona: la espada ancha, los tiros ricos, las calzas á la esguízara. Con este adorno, y con el paso brioso que llevaba, algunos hubo que le compararon á Marte, dios de las batallas, y otros llevados de la hermosura de su rostro dicen que le compararon á Vénus, que para hacer alguna burla á Marte de aquel modo se habia disfrazado. En fin él llegó ante la reina. Puesto de rodillas le dijo:
—Alta Majestad, en fuerza de vuestra ventura y en consecucion de mi deseo, despues de haber muerto de una apoplejía el general de Lansac, quedando yo en su lugar, merced á la liberalidad vuestra, me deparó la suerte dos galeras turquescas que llevaban remolcando aquella gran nave que allí se parece: acometíla, pelearon vuestros soldados como siempre: echáronse á fondo los bajeles de los cosarios: en el uno de los nuestros en vuestro real nombre di libertad á los cristianos que del poder de los turcos escaparon: solo truje conmigo á un hombre y á una mujer, españoles, que por su gusto quisieron venir á ver la p. 129 grandeza vuestra: aquella nave es de las que vienen de la India de Portugal, la cual por tormenta vino á dar en poder de los turcos, que con poco trabajo, por mejor decir sin ninguno, la rindieron, y segun dijeron algunos portugueses de los que en ella venian, pasa de un millon de oro el valor de la especería y otras mercancías de perlas y diamantes que en ella vienen: á ninguna cosa se ha tocado, ni los turcos habian llegado á ella; porque todo lo dedicó el cielo, y yo lo mandé guardar para vuestra Majestad, que con una joya sola que se me dé, quedaré en deuda de otras diez naves; la cual joya ya vuestra Majestad me la tiene prometida, que es á mi buena Isabela: con ella quedaré rico y premiado, no solo deste servicio, cual él sea, que á vuestra Majestad he hecho, sino de otros muchos que pienso hacer por pagar alguna parte del todo casi infinito que en esta joya vuestra Majestad me ofrece.
—Levantáos, Ricaredo, respondió la reina, y creedme que si por precio os hubiera de dar á Isabela, segun yo la estimo, no la pudiérades pagar ni con lo que trae esa nave, ni con lo que queda en las Indias: dóyosla porque os la prometí, y porque ella es digna de vos, y vos lo sois della: vuestro valor solo la merece; si vos habeis guardado las joyas de la nave para mí, yo os he guardado la joya vuestra para vos; y aunque os parezca que no hago mucho en volveros lo que es vuestro, yo sé que os hago mucha merced en ello; que las prendas que se compran á deseos y tienen su estimacion en el alma del comprador, aquello valen que vale una alma, que no hay precio en la tierra con que aprecialla: Isabela es vuestra, veisla allí; cuando quisiéredes podeis tomar su entera posesion, y creo será con su gusto, porque es discreta, y sabrá ponderar la amistad que le haceis, que no la quiero llamar merced, sino amistad; porque me quiero alzar con el nombre de que yo sola puedo hacerle mercedes: idos á descansar, y venidme á ver mañana, que quiero mas particularmente oir vuestras hazañas; y traedme esos dos que decís que de su voluntad han querido venir á verme, que se lo quiero agradecer.
Besóle las manos Ricaredo por las muchas mercedes que le hacia. Entróse la reina en una sala, y las damas rodearon á Ricaredo, y una dellas que habia tomado grande amistad con Isabela, llamada la señora Tansi, tenida por la mas discreta, desenvuelta y graciosa de todas, dijo á Ricaredo:
—¿Qué es esto, señor Ricaredo, qué armas son estas? ¿Pensábades por ventura que veníades á pelear con vuestros enemigos? Pues en verdad que aquí todas somos vuestras amigas, si no es la señora Isabela, que como española está obligada á no teneros buena voluntad.
—Acuérdese ella, señora p. 130 Tansi, de tenerme alguna, que como yo esté en su memoria, dijo Ricaredo, yo sé que la voluntad será buena, pues no puede caber en su mucho valor y entendimiento y rara hermosura la fealdad de ser desagradecida.
Á lo cual respondió Isabela:
—Señor Ricaredo, pues he de ser vuestra, á vos está tomar de mí toda la satisfaccion que quisiéredes para recompensaros de las alabanzas que me habeis dado, y de las mercedes que pensais hacerme.
Estas y otras honestas razones pasó Ricaredo con Isabela y con las damas, entre las cuales habia una doncella de pequeña edad, la cual no hizo sino mirar á Ricaredo miéntras allí estuvo; alzábale las escarcelas, por ver qué traia debajo dellas, tentábale la espada, y con simplicidad de niña queria que las armas le sirviesen de espejo, llegándose á mirar de muy cerca en ellas; y cuando se hubo ido, volviéndose á las damas, dijo:
—Ahora, señoras, yo imagino que debe de ser cosa hermosísima la guerra, pues aun entre mujeres parecen bien los hombres armados.
—Y ¿cómo si parecen? respondió la señora Tansi; si no, mirad á Ricaredo, que no parece sino que el sol se ha bajado á la tierra, y en aquel hábito va caminando por la calle.
Rieron todas del dicho de la doncella y de la disparatada semejanza de Tansi; y no faltaron murmuradores que tuvieron por impertinencia el haber venido armado Ricaredo á palacio, puesto que halló disculpa en otros, que dijeron que como soldado lo pudo hacer para mostrar su gallarda bizarría.
Fué Ricaredo de sus padres, amigos, parientes y conocidos con muestras de entrañable amor recebido. Aquella noche se hicieron generales alegrías en Lóndres por su buen suceso.
Ya los padres de Isabela estaban en casa de Clotaldo, á quien Ricaredo habia dicho quién eran; pero que no les diesen nueva ninguna de Isabela hasta que él mismo se la diese. Este aviso tuvo la señora Catalina, su madre, y todos los criados y criadas de su casa. Aquella misma noche, con muchos bajeles, lanchas y barcos, y con no ménos ojos que lo miraban, se comenzó á descargar la gran nave, que en ocho dias no acabó de dar la mucha pimienta y otras riquísimas mercaderías que en su vientre encerradas tenia.
El dia que siguió á esta noche fué Ricaredo á palacio, llevando consigo al padre y madre de Isabela, vestidos de nuevo á la inglesa, diciéndoles que la reina queria verlos. Llegando todos donde la reina estaba en medio de sus damas, esperando á Ricaredo, á quien quiso lisonjear y favorecer con tener junto á sí á Isabela, vestida con aquel mismo vestido que llevó la vez primera, mostrándose no ménos hermosa ahora que entónces. Los padres de Isabela quedaron admirados y suspensos de ver tanta grandeza y bizarría junta. p. 131 Pusieron los ojos en Isabela, y no la conocieron, aunque el corazon, presagio del bien que tan cerca tenian, les comenzó á saltar en el pecho, no con sobresalto que les entristeciese, sino con un no sé qué de gusto, que ellos no acertaban á entendelle. No consintió la reina que Ricaredo estuviese de rodillas ante ella: ántes le hizo levantar y sentar en una silla rasa, que para solo esto allí puesta tenian, inusitada merced para la altiva condicion de la reina, y alguno dijo á otro:
—Ricaredo no se sienta hoy sobre la silla que le han dado, sino sobre la pimienta que él trujo.
Otro acudió, y dijo:
—Ahora se verifica lo que comunmente se dice, que dádivas quebrantan peñas; pues las que ha traido Ricaredo han ablandado el duro corazon de nuestra reina.
Otro acudió, y dijo:
—Ahora que está tan bien ensillado, mas de dos se atreverán á correrle.
En efecto, de aquella nueva honra que la reina hizo á Ricaredo, tomó ocasion la envidia para nacer en muchos pechos de aquellos que mirándole estaban; porque no hay merced que el príncipe haga á su privado, que no sea una lanza que atraviese el corazon del envidioso. Quiso la reina saber de Ricaredo menudamente cómo habia pasado la batalla con los bajeles de los cosarios: él la contó de nuevo, atribuyendo la victoria á Dios y á los brazos valerosos de sus soldados, encareciéndoles á todos juntos, y particularizando algunos hechos de algunos que mas que los otros se habian señalado, con que obligó á la reina á hacer á todos merced, y en particular á los particulares; y cuando llegó á decir la libertad que en nombre de su Majestad habia dado á los turcos y cristianos, dijo:
—Aquella mujer y aquel hombre que allí están (señalando á los padres de Isabela) son los que dije ayer á vuestra Majestad, que con deseo de ver vuestra grandeza, encarecidamente me pidieron los trujese conmigo: ellos son de Cádiz, y de lo que ellos me han contado, y de lo que en ellos he visto y notado, sé que son gente principal y de valor.
Mandóles la reina que se llegasen cerca: alzó los ojos Isabela á mirar los que decian ser españoles, y mas de Cádiz, con deseo de saber si por ventura conocian á sus padres. Ansí como Isabela alzó los ojos, los puso en ella su madre y detuvo el paso para mirarla mas atentamente, y en la memoria de Isabela se comenzaron á despertar unas confusas noticias, que le querian dar á entender que en otro tiempo ella habia visto aquella mujer que delante tenia. Su padre estaba en la misma confusion, sin osar determinarse á dar crédito á la verdad que sus ojos le mostraban. Ricaredo estaba atentísimo á ver los afectos y movimientos que hacian las tres dudosas y perplejas almas, que tan confusas estaban entre el sí y el no de conocerse. Conoció la reina la suspension de entrambos, y aun el desa p. 132 sosiego de Isabela, porque la vió trasudar, y levantar la mano muchas veces á componerse el cabello.
En esto deseaba Isabela que hablase la que pensaba ser su madre: quizá los oidos la sacarian de la duda en que sus ojos la habian puesto. La reina dijo á Isabela que en lengua española dijese á aquella mujer y á aquel hombre le dijesen qué causa les habia movido á no querer gozar de la libertad que Ricaredo les habia dado, siendo la libertad la cosa mas amada, no solo de la gente de razon, mas aun de los animales que carecen della.
Todo esto preguntó Isabela á su madre, la cual sin responderle palabra, desatentadamente y medio tropezando se llegó á Isabela, y sin mirar á respeto, temores ni miramientos cortesanos, alzó la mano á la oreja derecha de Isabela, y descubrió un lunar negro que allí tenia, la cual señal acabó de certificar su sospecha; y viendo claramente ser Isabela su hija, abrazándose con ella dió una gran voz, diciendo:
—¡Oh hija de mi corazon! ¡Oh prenda cara del alma mia!
Y sin poder pasar adelante, se cayó desmayada en los brazos de Isabela.
Su padre, no ménos tierno que prudente, dió muestras de su sentimiento, no con otras palabras que con derramar lágrimas, que sesgamente su venerable rostro y barbas le bañaron. Juntó Isabela su rostro con el de su madre, y volviendo los ojos á su padre, de tal manera le miró, que le dió á entender el gusto y el descontento que de verlos allí su alma tenia. La reina, admirada de tal suceso, dijo á Ricaredo:
—Yo pienso, Ricaredo, que con vuestra discrecion se han ordenado estas vistas, y no sé si os diga que han sido acertadas, pues sabemos que así suele matar una súbita alegría como mata una tristeza.
Y diciendo esto, se volvió á Isabela, y la apartó de su madre, la cual, habiéndole echado agua en el rostro, volvió en sí, y estando un poco mas en su acuerdo, puesta de rodillas delante de la reina, le dijo:
—Perdone vuestra Majestad mi atrevimiento, que no es mucho perder los sentidos con la alegría del hallazgo desta amada prenda.
Respondióle la reina que tenia razon, sirviéndole de intérprete, para que lo entendiese, Isabela, la cual de la manera que se ha contado conoció á sus padres, y sus padres á ella, á los cuales mandó la reina quedar en palacio, para que despacio pudiesen ver y hablar á su hija, y regocijarse con ella; de lo cual Ricaredo se holgó mucho, y de nuevo pidió á la reina le cumpliese la palabra que le habia dado de dársela, si es que acaso la merecia; y de no merecerla, le suplicaba desde luego le mandase ocupar en cosas que le hiciesen digno de alcanzar lo que deseaba. Bien entendió la reina que estaba Ricaredo satisfecho de sí mismo y de su mucho valor, que no habia necesidad de nuevas pruebas para calificarle; y así le dijo que p. 133 de allí á cuatro dias le entregaria á Isabela, haciendo á los dos la honra que á ella fuese posible.
Con esto se despidió Ricaredo contentísimo con la esperanza propincua que llevaba de tener en su poder á Isabela, sin sobresalto de perderla, que es el último deseo de los amantes.
Corrió el tiempo, y no con la lijereza que él quisiera; que los que viven con esperanzas de promesas venideras, siempre imaginan que no vuela el tiempo, sino que anda sobre los piés de la pereza misma. Pero en fin llegó el dia, no donde pensó Ricaredo poner fin á sus deseos, sino de hallar en Isabela gracias nuevas que le moviesen á quererla mas, si mas pudiese. Mas en aquel breve tiempo, donde él pensaba que la nave de su buena fortuna corria con próspero viento hácia el deseado puerto, la contraria suerte levantó en su mar tal tormenta, que mil veces temió anegarse.
Es pues el caso que la camarera mayor de la reina, á cuyo cargo estaba Isabela, tenia un hijo de edad de veinte y dos años, llamado el conde Arnesto. Hacíanle la grandeza de su estado, la alteza de su sangre, el mucho favor que su madre con la reina tenia; hacíanle, digo, estas cosas mas de lo justo arrogante, altivo y confiado. Este Arnesto pues se enamoró de Isabela tan encendidamente, que en la luz de los ojos de Isabela tenia abrasada el alma; y aunque en el tiempo que Ricaredo habia estado ausente, con algunas señales le habia descubierto su deseo, nunca de Isabela fué admitido; y puesto que la repugnancia y los desdenes en los principios de los amores suelen hacer desistir de la empresa á los enamorados, en Arnesto obraron lo contrario los muchos y conocidos desdenes que le dió Isabela, porque con sus celos ardia y con su honestidad se abrasaba: y como vió que Ricaredo, segun el parecer de la reina, tenia merecida á Isabela, y que en tan poco tiempo se le habia de entregar por mujer, quiso desesperarse; pero ántes que llegase á tan infame y tan cobarde remedio, habló á su madre, diciéndole pidiese á la reina le diese á Isabela por esposa, donde no, que pensase que la muerte estaba llamando á las puertas de su vida. Quedó la camarera admirada de las razones de su hijo, y como conocia la aspereza de su arrojada condicion, y la tenacidad con que se le pegaban los deseos en el alma, temió que sus amores habian de parar en algun infelice suceso. Con todo eso, como madre á quien es natural desear y procurar el bien de sus hijos, prometió al suyo de hablar á la reina, no con esperanza de alcanzar della el imposible de romper su palabra, sino por no dejar de intentar cómo no salir desahuciada de los últimos remedios.
Y estando aquella mañana Isabela vestida por órden de la reina tan ricamente, que no se atreve la pluma á contarlo, y habién p. 134 dole echado la misma reina al cuello una sarta de perlas de las mejores que traia la nave, que las apreciaron en veinte mil ducados, y puéstole un anillo de un diamante, que se apreció en seis mil escudos, y estando alborozadas las damas por la fiesta que esperaban del cercano desposorio, entró la camarera mayor á la reina, y de rodillas le suplicó suspendiese el desposorio de Isabela por otros dos dias, que con esta merced sola que su Majestad le hiciese, se tendria por satisfecha y pagada de todas las mercedes que por sus servicios merecia y esperaba.
Quiso saber la reina primero por qué le pedia con tanto ahinco aquella suspension, que tan derechamente iba contra la palabra que tenia dada á Ricaredo; pero no se la quiso dar la camarera hasta que le hubo otorgado que haria lo que le pedia: tanto deseo tenia la reina de saber la causa de aquella demanda. Y así despues que la camarera alcanzó lo que por entónces deseaba, contó á la reina los amores de su hijo, y cómo temia que si no le daban por mujer á Isabela, ó se habia de desesperar, ó hacer algun hecho escandaloso; y que si habia pedido aquellos dos dias, era por dar lugar á que su Majestad pensase qué medio seria á propósito y conveniente para dar á su hijo remedio.
La reina respondió que si su real palabra no estuviera de por medio, que ella hallara salida á tan cerrado laberinto, pero que no la quebrantaria ni defraudaria las esperanzas de Ricaredo por todo el interes del mundo. Esta respuesta dió la camarera á su hijo, el cual sin detenerse un punto, ardiendo en amor y en celos, se armó de todas armas, y sobre un fuerte y hermoso caballo se presentó ante la casa de Clotaldo, y á grandes voces pidió que se asomase Ricaredo á la ventana, el cual á aquella sazon estaba vestido de galas de desposado, y á punto para ir á palacio con el acompañamiento que tal acto requeria; mas habiendo oido las voces, y siéndole dicho quién las daba, y del modo que venia, con algun sobresalto se asomó á una ventana, y como le vió Arnesto, dijo:
—Ricaredo, estáme atento á lo que decirte quiero: la reina mi señora te mandó fueses á servirla, y á hacer hazañas que te hiciesen merecedor de la sin par Isabela: tú fuiste, y volviste cargadas las naves de oro, con el cual piensas haber comprado y merecido á Isabela; y aunque la reina mi señora te la ha prometido, ha sido creyendo que no hay ninguno en su corte que mejor que tú la sirva, ni quien con mejor título merezca á Isabela, y en esto bien podrá ser se haya engañado: y así llegándome á esta opinion que yo tengo por verdad averiguada, digo que ni tú has hecho cosas tales que te hagan merecer á Isabela, ni ninguna podrás hacer que á tanto bien te levante; y en razon de que no la mereces, si quisieres contradecirme, te desafío á todo p. 135 trance de muerte.
Calló el conde, y desta manera le respondió Ricaredo:
—En ninguna manera me toca salir á vuestro desafío, señor conde, porque yo confieso, no solo que no merezco á Isabela, sino que no la merece ninguno de los que hoy viven en el mundo; así que contestando yo lo que vos decís, otra vez digo que no me toca vuestro desafío; pero yo le acepto por el atrevimiento que habeis tenido en desafiarme.
Con esto se quitó de la ventana, y pidió apriesa sus armas. Alborotáronse sus parientes, y todos aquellos que para ir á palacio habian venido á acompañarle. De la mucha gente que habia visto al conde Arnesto armado, y le habia oido las voces del desafío, no faltó quien lo fué á contar á la reina, la cual mandó al capitan de su guarda que fuese á prender al conde. El capitan se dió tanta priesa, que llegó á tiempo que ya Ricaredo salia de su casa, armado con las armas con que se habia desembarcado, puesto sobre un hermoso caballo.
Cuando el conde vió al capitan, luego imaginó á lo que venia, y determinó de no dejar prenderse, y alzando la voz contra Ricaredo, dijo:
—Ya ves, Ricaredo, el impedimento que nos viene; si tuvieres ganas de castigarme, tú me buscarás; y por la que yo tengo de castigarte, tambien te buscaré; y pues dos que se buscan fácilmente se hallan, dejemos para entónces la ejecucion de nuestros deseos.
—Soy contento, respondió Ricaredo.
En esto llegó el capitan con toda su guarda, y dijo al conde que fuese preso en nombre de su Majestad. Respondió el conde que sí quedaba; pero no para que lo llevasen á otra parte que á la presencia de la reina. Contentóse con esto el capitan, y cogiéndole en medio de la guarda le llevó á palacio ante la reina, la cual ya de su camarera estaba informada del amor grande que su hijo tenia á Isabela, y con lágrimas habia suplicado á la reina perdonase al conde, que como mozo y enamorado á mayores yerros estaba sujeto.
Llegó Arnesto ante la reina, la cual sin entrar con él en razones, le mandó quitar la espada, y llevar preso á una torre.
Todas estas cosas atormentaban el corazon de Isabela y de sus padres, que tan presto veian turbado el mar de su sosiego. Aconsejó la camarera á la reina que para sosegar el mal que podia suceder entre su parentela y la de Ricaredo, que se quitase la causa de por medio, que era Isabela, enviándola á España, y así cesarian los efectos que debian de temerse: añadiendo á estas razones decir que Isabela era católica, y tan cristiana que ninguna de sus persuasiones, que habian sido muchas, la habian podido torcer en nada de su católico intento. Á lo cual respondió la reina que por eso la estimaba en mas, pues tan bien sabia guardar la ley que sus padres la habian enseñado, y que en lo de enviarla á España no tratase, porque p. 136 su hermosa presencia y sus muchas gracias y virtudes le daban mucho gusto, y que sin duda, si no aquel dia, otro se la habia de dar por esposa á Ricaredo, como se lo tenia prometido.
Con esta resolucion de la reina quedó la camarera tan desconsolada, que no le replicó palabra, y pareciéndole lo que ya le habia parecido, que si no era quitando á Isabela de por medio, no habia de haber medio alguno que la rigurosa condicion de su hijo ablandase ni redujese á tener paz con Ricaredo, determinó de hacer una de las mayores crueldades que pudo caber jamas en pensamiento de mujer principal, y tanto como ella lo era; y fué su determinacion matar con tósigo á Isabela: y como por la mayor parte sea la condicion de las mujeres ser prestas y determinadas, aquella misma tarde atosigó á Isabela en una conserva que le dió, forzándola que la tomase por ser buena contra las ansias de corazon que sentia.
Poco espacio pasó despues de haberla tomado, cuando á Isabela se le comenzó á hinchar la lengua y la garganta, y á ponérsele denegridos los labios, y á enronquecérsele la voz, turbársele los ojos y apretársele el pecho: todas conocidas señales de haberle dado veneno. Acudieron las damas á la reina, contándole lo que pasaba, y certificando que la camarera habia hecho aquel mal recaudo. No fué menester mucho para que la reina lo creyese, y así fué á ver á Isabela, que ya casi estaba espirando.
Mandó llamar la reina con priesa á sus médicos, y en tanto que tardaban, la hizo dar cantidad de polvos de unicornio, con otros muchos antídotos que los grandes príncipes suelen tener prevenidos para semejantes necesidades. Vinieron los médicos, y esforzaron los remedios, y pidieron á la reina hiciese decir á la camarera qué género de veneno le habia dado; porque no se dudaba que otra persona alguna sino ella la hubiese envenenado. Ella lo descubrió, y con esta noticia los médicos aplicaron tantos remedios y tan eficaces, que con ellos y con el ayuda de Dios quedó Isabela con vida, ó á lo ménos con esperanza de tenerla.
Mandó la reina prender á su camarera, y encerrarla en un aposento estrecho de palacio, con intencion de castigarla como su delito merecia, puesto que ella se disculpaba diciendo que en matar á Isabela hacia sacrificio al cielo, quitando de la tierra á una católica, y con ella la ocasion de las pendencias de su hijo.
Estas tristes nuevas oidas de Ricaredo, le pusieron en términos de perder el juicio: tales eran las cosas que hacia y las lastimeras razones con que se quejaba. Finalmente, Isabela no perdió la vida, que el quedar con ella la naturaleza lo conmutó en dejarla sin cejas, pestañas y sin cabello, el rostro hinchado, la tez perdida, los cueros levantados y los ojos lagrimosos. Finalmente quedó tan fea, que como hasta allí habia pare p. 137 cido un milagro de hermosura, entónces parecia un monstruo de fealdad. Por mayor desgracia tenian los que la conocian haber quedado de aquella manera, que si la hubiera muerto el veneno. Con todo esto, Ricaredo se la pidió á la reina, y le suplicó se la dejase llevar á su casa, porque el amor que la tenia pasaba del cuerpo al alma, y que si Isabela habia perdido su belleza, no podia haber perdido sus infinitas virtudes.
—Así es, dijo la reina, lleváosla, Ricaredo, y haced cuenta que llevais una riquísima joya encerrada en una caja de madera tosca: Dios sabe si quisiera dárosla como me la entregastes, pero pues no es posible, perdonadme; quizá el castigo que diere á la cometedora de tal delito satisfará en algo el deseo de la venganza.
Muchas cosas dijo Ricaredo á la reina disculpando á la camarera, y suplicándola la perdonase, pues las disculpas que daba eran bastantes para perdonar mayores insultos. Finalmente, le entregaron á Isabela y á sus padres, y Ricaredo los llevó á su casa, digo, á la de sus padres: á las ricas perlas y al diamante añadió otras joyas la reina y otros vestidos tales, que descubrieron el mucho amor que á Isabela tenia, la cual duró dos meses en su fealdad, sin dar indicio alguno de poder reducirse á su primera hermosura; pero al cabo deste tiempo comenzó á caérsele el cuero, y á descubrírsele su hermosa tez.
En este tiempo los padres de Ricaredo, pareciéndoles no ser posible que Isabela en sí volviese, determinaron enviar por la doncella de Escocia, con quien primero que con Isabela tenian concertado de casar á Ricaredo, y esto sin que él lo supiese, no dudando que la hermosura presente de la nueva esposa hiciese olvidar á su hijo la ya pasada de Isabela: á la cual pensaban enviar á España con sus padres, dándoles tanto haber y riquezas que recompensasen sus pasadas pérdidas. No pasó mes y medio, cuando sin sabiduría de Ricaredo la nueva esposa se le entró por las puertas, acompañada como quien ella era, y tan hermosa que despues de la Isabela, que solia ser, no habia otra tan bella en todo Lóndres.
Sobresaltóse Ricaredo con la improvisa vista de la doncella, y temió que el sobresalto de su venida habia de acabar la vida á Isabela; y así para templar este temor se fué al lecho donde Isabela estaba, y hallóla en compañía de sus padres, delante de los cuales dijo:
—Isabela de mi alma, mis padres con el grande amor que me tienen, aun no bien enterados del mucho que yo te tengo, han traido á casa una doncella escocesa, con quien ellos tenian concertado de casarme ántes que yo conociese lo que vales; y esto á lo que creo con intencion que la mucha belleza desta doncella borre de mi alma la tuya, que en ella estampada tengo: yo, Isa p. 138 bela, desde el punto que te quise, fué con otro amor de aquel que tiene su fin y paradero en el cumplimiento del sensual apetito; que puesto que tu corporal hermosura me cautivó los sentidos, tus infinitas virtudes me aprisionaron el alma, de manera que si hermosa te quise, fea te adoro, y para confirmar esta verdad, dame esa mano.
Y dándole ella la derecha y asiéndola él con la suya, prosiguió diciendo:
—Por la fe católica que mis cristianos padres me enseñaron, la cual si no está en la entereza que se requiere, por aquella juro que guarda el Pontífice romano, que es la que yo en mi corazon confieso, creo y tengo; y por el verdadero Dios que nos está oyendo, te prometo (¡oh Isabela, mitad de mi alma!) de ser tu esposo, y lo soy desde luego, si tú quieres levantarme á la alteza de ser tuyo.
Quedó suspensa Isabela con las razones de Ricaredo, y sus padres atónitos y pasmados. Ella no supo qué decir ni hacer otra cosa que besar muchas veces la mano de Ricaredo, y decirle con voz mezclada con lágrimas, que ella le aceptaba por suyo y se entregaba por su esclava. Besóla Ricaredo en el rostro feo, no habiendo tenido jamas atrevimiento de llegarse á él cuando hermoso.
Los padres de Isabela solemnizaron con tiernas y muchas lágrimas las fiestas del desposorio: Ricaredo les dijo que él dilataria el casamiento de la escocesa que ya estaba en casa, del modo que despues verian, y cuando su padre los quisiese enviar á España á todos tres, no lo rehusasen, sino que se fuesen y le aguardasen en Cádiz ó en Sevilla dos años, dentro de los cuales les daba su palabra de ser con ellos, si el cielo tanto tiempo le concedia de vida, y que si deste término pasase, tuviesen por cosa certísima que algun grande impedimento, ó la muerte, que era lo mas cierto, se habia opuesto á su camino.
Isabela le respondió que no solos dos años le aguardaria, sino todos aquellos de su vida hasta estar enterada que él no la tenia; porque en el punto que esto supiese, seria el mismo de su muerte. Con estas tiernas palabras se renovaron las lágrimas en todos, y Ricaredo salió á decir á sus padres como en ninguna manera se casaria, ni daria la mano á su esposa la escocesa, sin haber primero ido á Roma á asegurar su conciencia. Tales razones supo decir á ellos, y á los parientes que habian venido con Clisterna, que así se llamaba la escocesa, que como todos eran católicos fácilmente las creyeron; y Clisterna se contentó de quedar en casa de su suegro hasta que Ricaredo volviese, el cual pidió de término un año.
Esto ansí puesto y concertado, Clotaldo dijo á Ricaredo como determinaba enviar á España á Isabela y á sus padres, si la reina les daba licencia: quizá los aires de la patria apresurarian y facilitarian la salud que ya comenzaba á tener. Ricaredo, p. 139 por no dar indicio de sus designios, respondió tibiamente á su padre que hiciese lo que mejor le pareciese; solo le suplicó que no quitase á Isabela ninguna cosa de las riquezas que la reina le habia dado. Prometióselo Clotaldo, y aquel mismo dia fué á pedir licencia á la reina, así para casar á su hijo con Clisterna, como para enviar á Isabela y á sus padres á España. De todo se contentó la reina, y tuvo por acertada la determinacion de Clotaldo: y aquel mismo dia sin acuerdo de letrados y sin poner á su camarera en tela de juicio, la condenó en que no sirviese mas su oficio, y en diez mil escudos de oro para Isabela; y al conde Arnesto por el desafío le desterró por seis años de Ingalaterra.
No pasaron cuatro dias, cuando ya Arnesto se puso á punto de salir á cumplir su destierro, y los dineros estuvieron juntos. La reina llamó á un mercader rico que habitaba en Lóndres, y era frances, el cual tenia correspondencia en Francia, Italia y España, al cual entregó los diez mil escudos y le pidió cédula para que se los entregasen al padre de Isabela en Sevilla ó en otra plaza de España. El mercader, descontados sus intereses y ganancias, dijo á la reina que las daria ciertas y seguras para Sevilla sobre otro mercader frances, su correspondiente, en esta forma: que él escribiria á Paris, para que allí se hiciesen las cédulas por otro correspondiente suyo, á causa que rezasen las fechas de Francia, y no de Ingalaterra, por el contrabando de la comunicacion de los dos reinos, y que bastaba llevar una letra de aviso suya sin fecha con sus contraseñas, para que luego diese el dinero el mercader de Sevilla, que ya estaria avisado del de Paris. En resolucion la reina tomó tales seguridades del mercader, que no dudó de ser cierta la paga; y no contenta con esto, mandó llamar á un patron de una nave flamenca, que estaba para partirse otro dia á Francia á solo tomar en algun puerto della testimonio para poder entrar en España á título de partir de Francia, y no de Ingalaterra, al cual pidió encarecidamente llevase en su nave á Isabela y á sus padres, y con toda seguridad y buen tratamiento los pusiese en un puerto de España, el primero á do llegase. El patron, que deseaba contentar á la reina, dijo que sí haria, y que los pondria en Lisboa, Cádiz ó Sevilla. Tomados pues los recaudos del mercader, envió la reina á decir á Clotaldo no quitase á Isabela todo lo que ella le habia dado, así de joyas como de vestidos.
Otro dia vinieron Isabela y sus padres á despedirse de la reina, que los recebió con mucho amor. Dióles la reina la carta del mercader, y otras muchas dádivas, así de dineros como de otras cosas de regalo para el viaje. Con tales razones se lo agradeció Isabela, que de nuevo dejó obligada á la reina para hacerle siempre mercedes: despidióse p. 140 de las damas, las cuales como ya estaba fea, no quisieran que se partiese, viéndose libres de la envidia que á su hermosura tenian, y contentas de gozar de sus gracias y discreciones. Abrazó la reina á los tres, y encomendándolos á la buena ventura y al patron de la nave, y pidiendo á Isabela la avisase de su buena llegada á España, y siempre de su salud por la via del mercader frances, se despidió de Isabela y de sus padres, los cuales aquella misma tarde se embarcaron, no sin lágrimas de Clotaldo y de su mujer, y de todos los de su casa, de quien era en todo estremo bien querida. No se halló á esta despedida presente Ricaredo, que por no dar muestras de tiernos sentimientos aquel dia hizo que unos amigos suyos le llevasen á caza. Los regalos que la señora Catalina dió á Isabela para el viaje fueron muchos, los abrazos infinitos, las lágrimas en abundancia, las encomiendas de que la escribiese sin número, y los agradecimientos de Isabela y de sus padres correspondieron á todo; de suerte que aunque llorando, los dejaron satisfechos.
Aquella noche se hizo el bajel á la vela, y habiendo con próspero viento tocado en Francia, y tomado en ella los recaudos necesarios para poder entrar en España, de allí á treinta dias entró por la barra de Cádiz, donde desembarcaron Isabela y sus padres, y siendo conocidos de todos los de la ciudad, los recebieron con muestras de mucho contento. Recebieron mil parabienes del hallazgo de Isabela, y de la libertad que habian alcanzado ansí de los moros que los habian cautivado (habiendo sabido todo su suceso de los cautivos á que dió libertad la liberalidad de Ricaredo), como de la que habian alcanzado de los ingleses.
Ya Isabela en este tiempo comenzaba á dar grandes esperanzas de volver á cobrar su primera hermosura. Poco mas de un mes estuvieron en Cádiz, restaurando los trabajos de la navegacion, y luego se fueron á Sevilla por ver si salia cierta la paga de los diez mil escudos, que librados sobre el mercader frances traian. Dos dias despues de llegar á Sevilla le buscaron, y le hallaron, y le dieron la carta del mercader frances de la ciudad de Lóndres: él la reconoció, y dijo que hasta que de Paris le viniesen las letras y carta de aviso, no podia dar el dinero; pero que por momentos aguardaba el aviso. Los padres de Isabela alquilaron una casa principal frontero de Santa Paula, por ocasion que estaba monja en aquel santo monasterio una sobrina suya, única y estremada en la voz; y así por tenerla cerca, como por haber dicho Isabela á Ricaredo que si viniese á buscarla la hallaria en Sevilla, y le diria su casa su prima la monja de Santa Paula, y que para conocella no habia menester mas de preguntar por la monja que tenia la mejor voz en el monasterio, porque estas señas p. 141 no se le podian olvidar.
Otros cuarenta dias tardaron de venir los avisos de Paris; y á dos que llegaron el mercader frances entregó los diez mil escudos á Isabela, y ella á sus padres, y con ellos, y con algunos mas que hicieron vendiendo algunas de las muchas joyas de Isabela, volvió su padre á ejercitar su oficio de mercader, no sin admiracion de los que sabian sus grandes pérdidas. En fin, en pocos meses fué restaurando su perdido crédito, y la belleza de Isabela volvió á su ser primero, de tal manera que en hablando de hermosas, todos daban el lauro á la Española inglesa, que tanto por este nombre, como por su hermosura, era de toda la ciudad conocida. Por la órden del mercader frances de Sevilla escribieron Isabela y sus padres á la reina de Ingalaterra su llegada, con los agradecimientos y sumisiones que requerian las muchas mercedes della recebidas: asimismo escribieron á Clotaldo y á su señora Catalina, llamándolos Isabela padres, y sus padres señores. De la reina no tuvieron respuesta; pero de Clotaldo y de su mujer sí, donde les daban el parabien de la llegada á salvo, y los avisaban como su hijo Ricaredo otro dia despues que ellos se hicieron á la vela se habia partido á Francia, y de allí á otras partes, donde le convenia ir para seguridad de su conciencia, añadiendo á estas otras razones y cosas de mucho amor y de muchos ofrecimientos. Á la cual carta respondieron con otra no ménos cortés y amorosa que agradecida.
Luego imaginó Isabela que el haber dejado Ricaredo á Ingalaterra, seria para venirla á buscar á España; y alentada con esta esperanza vivia la mas contenta del mundo, y procuraba vivir de manera que cuando Ricaredo llegase á Sevilla, ántes le diese en los oidos la fama de sus virtudes, que el conocimiento de su casa. Pocas ó ninguna vez salia de su casa sino para el monasterio: no ganaba otros jubileos que aquellos que en el monasterio se ganaban. Desde su casa y desde su oratorio andaba con el pensamiento los viérnes de cuaresma la santísima estacion de la cruz, y los siete venideros del Espíritu Santo: jamas visitó el rio, ni pasó á Triana, ni vió el comun regocijo en el campo de Tablada y puerta de Jerez el dia, si le hace claro, de San Sebastian, celebrado de tanta gente que apénas se puede reducir á número: finalmente, no vió regocijo público, ni otra fiesta en Sevilla: todo lo libraba en su recogimiento, y en sus oraciones y buenos deseos, esperando á Ricaredo. Este su grande retraimiento tenia abrasados y encendidos los deseos, no solo de los pisaverdes del barrio, sino de todos aquellos que una vez la hubiesen visto: de aquí nacieron músicas de noche en su calle, y carreras de dia. Deste no dejar verse y desearlo muchos, crecieron las alhajas de las terceras, que prometieron mostrarse primas p. 142 y únicas en solicitar á Isabela, y no faltó quien se quiso aprovechar de lo que llaman hechizos, que no son sino embustes y disparates; pero á todo esto estaba Isabela como roca en mitad de la mar, que la tocan, pero no la mueven las olas ni los vientos.
Año y medio era ya pasado, cuando la esperanza propincua de los dos años por Ricaredo prometidos, comenzó con mas ahinco que hasta allí á fatigar el corazon de Isabela; y cuando ya le parecia que su esposo llegaba, y que le tenia ante los ojos, y le preguntaba qué impedimentos le habian detenido tanto; cuando ya llegaban á sus oidos las disculpas de su esposo, y cuando ya ella le perdonaba y le abrazaba, y como á mitad de su alma le recebia, llegó á sus manos una carta de la señora Catalina, fecha en Lóndres cincuenta dias habia: venia en lengua inglesa; pero leyéndola en español, vió que así decia:
«Hija de mi alma: Bien conociste á Guillarte el paje de Ricaredo: este se fué con él al viaje, que por otra te avisé que Ricaredo á Francia y á otras partes habia hecho el segundo dia de tu partida; pues este mismo Guillarte, á cabo de diez y seis meses que no habíamos sabido de mi hijo, entró ayer por nuestra puerta con nuevas que el conde Arnesto habia muerto á traicion en Francia á Ricaredo. Considera, hija, cuál quedaríamos su padre y yo, y su esposa con tales nuevas: tales digo, que aun no nos dejaron poner en duda nuestra desventura. Lo que Clotaldo y yo te rogamos otra vez, hija de mi alma, es que encomiendes muy de veras á Dios la de Ricaredo, que bien merece este beneficio el que tanto te quiso como tú sabes: tambien pedirás á nuestro Señor nos dé á nosotros paciencia y buena muerte, á quien nosotros tambien pediremos y suplicaremos te dé á tí y á tus padres largos años de vida.»
Por la letra y por la firma no le quedó que dudar á Isabela para no creer la muerte de su esposo: conocia muy bien al paje Guillarte, y sabia que era verdadero, y que de suyo no habria querido ni tenia para qué fingir aquella muerte, ni ménos su madre la señora Catalina la habria fingido, por no importarle nada enviarle nuevas de tanta tristeza: finalmente, ningun discurso que hizo, ninguna cosa que imaginó le pudo quitar del pensamiento no ser verdadera la nueva de su desventura.
Acabada de leer la carta, sin derramar lágrimas, ni dar señales de doloroso sentimiento, con sesgo rostro y al parecer con sosegado pecho se levantó de un estrado donde estaba sentada, y se entró en un oratorio, y hincándose de rodillas ante la imágen de un devoto crucifijo, hizo voto de ser monja, pues lo podia ser teniéndose por viuda. Sus padres disimularon y encubrieron con discrecion la pena que les habia dado la triste nueva, por poder consolar á Isabela p. 143 en la amarga que sentia; la cual, casi como satisfecha de su dolor, templándole con la santa y cristiana resolucion que habia tomado, ella consolaba á sus padres, á los cuales descubrió su intento, y ellos le aconsejaron que no le pusiese en ejecucion hasta que pasasen los dos años que Ricaredo habia puesto por término á su venida, que con esto se confirmaria la verdad de la muerte de Ricaredo, y ella con mas seguridad podia mudar de estado. Ansí lo hizo Isabela, y los seis meses y medio que quedaban para cumplirse los dos años, los pasó en ejercicios de religiosa, y en concertar la entrada del monasterio, habiendo elegido el de Santa Paula, donde estaba su prima.
Pasóse el término de los dos años, y llegóse el dia de tomar el hábito, cuya nueva se estendió por la ciudad, y de los que conocian de vista á Isabela, y de aquellos que por sola su fama, se llenó el monasterio y la poca distancia que dél á la casa de Isabela habia; y convidando su padre á sus amigos, y aquellos á otros, hicieron á Isabela uno de los mas honrados acompañamientos que en semejantes actos se habian visto en Sevilla. Hallóse en él el asistente, y el provisor de la Iglesia, y vicario del arzobispo, con todas las señoras y señores de título que habia en la ciudad: tal era el deseo que en todos habia de ver el sol de la hermosura de Isabela, que tantos meses se les habia eclipsado: y como es costumbre de las doncellas que van á tomar el hábito ir lo posible galanas y bien compuestas, como quien en aquel punto echa el resto de la bizarría y se descarta della, quiso Isabela ponerse lo mas bizarra que fué posible; y así se vistió con aquel vestido mismo que llevó cuando fué á ver á la reina de Ingalaterra, que ya se ha dicho cuán rico y cuán vistoso era: salieron á luz las perlas y el famoso diamante, con el collar y cintura, que asimismo era de mucho valor. Con este adorno y con su gallardía, dando ocasion para que todos alabasen á Dios en ella, salió Isabela de su casa á pié, que el estar tan cerca el monasterio escusó los coches y carrozas: el concurso de la gente fué tanto, que les pesó de no haber entrado en los coches, porque no les daban lugar de llegar al monasterio: unos bendecian á sus padres, otros al cielo que de tanta hermosura la habia dotado: unos se empinaban por verla; otros, habiéndola visto una vez, corrian adelante por verla otra: y el que mas solícito se mostró en esto, y tanto que muchos echaron de ver en ello, fué un hombre vestido en hábito de los que vienen rescatados de cautivos, con una insignia de la Trinidad en el pecho en señal que han sido rescatados por la limosna de sus redentores. Este cautivo pues, al tiempo que ya Isabela tenia un pié dentro de la portería del convento, donde habian salido á recebirla, como es uso, la priora y las p. 144 monjas con la cruz, á grandes voces dijo:
—Detente, Isabela, detente, que miéntras yo fuere vivo no puedes tu ser religiosa.
Á estas voces Isabela y sus padres volvieron los ojos, y vieron que hendiendo por toda la gente hácia ellos venia aquel cautivo, que habiéndosele caido un bonete azul redondo que en la cabeza traia, descubrió una confusa madeja de cabellos de oro ensortijados, y un rostro como el carmin y como la nieve, colorado y blanco, señales que luego le hicieron conocer y juzgar por estranjero de todos. En efecto, cayendo y levantando llegó donde Isabela estaba, y asiéndola de la mano, le dijo:
—¿Conócesme, Isabela? mira que yo soy Ricaredo, tu esposo.
—Sí conozco, dijo Isabela, si ya no eres fantasma que viene á turbar mi reposo.
Sus padres le asieron y atentamente le miraron, y en resolucion conocieron ser Ricaredo el cautivo: el cual con lágrimas en los ojos, hincando las rodillas delante de Isabela, le suplicó que no impidiese la estrañeza del traje en que estaba su buen conocimiento, ni estorbase su baja fortuna, que ella no correspondiese á la palabra que entre los dos se habian dado. Isabela, á pesar de la impresion que en su memoria habia hecho la carta de la madre de Ricaredo, dándole nuevas de su muerte, quiso dar mas crédito á sus ojos y á la verdad que presente tenia; y así abrazándose con el cautivo, le dijo:
—Vos sin duda, señor mio, sois aquel que solo podrá impedir mi cristiana determinacion: vos, señor, sois sin duda la mitad de mi alma, pues sois mi verdadero esposo: estampado os tengo en mi memoria, y guardado en mi alma: las nuevas que de vuestra muerte me escribió mi señora y vuestra madre, ya que no me quitaron la vida, me hicieron escoger la de la religion, que en este punto queria entrar á vivir en ella; mas pues Dios con tan justo impedimento muestra querer otra cosa, ni podemos ni conviene que por mi parte se impida: venid, señor, á la casa de mis padres, que es vuestra, y allí os entregaré mi posesion por los términos que pido nuestra santa fe católica.
Todas estas razones oyeron los circunstantes, y el asistente, y vicario, y provisor del arzobispo, y de oirlas se admiraron y suspendieron, y quisieron que luego se les dijese qué historia era aquella, qué estranjero aquel, y de qué casamiento trataban. Á todo lo cual respondió el padre de Isabela, diciendo que aquella historia pedia otro lugar y algun término para decirse; y así suplicaba á todos aquellos que quisiesen saberla, diesen la vuelta á su casa, pues estaba tan cerca, que allí se la contarian de modo que con la verdad quedasen satisfechos, y con la grandeza y estrañeza de aquel suceso admirados. En esto, uno de los presentes alzó la voz, diciendo:
—Señores, este mancebo es un gran cosario inglés, que yo le conozco, y es aquel que habrá poco mas de p. 145 dos años tomó á los cosarios de Argel la nave de Portugal que venia de las Indias: no hay duda sino que es él, que yo le conozco; porque él me dió libertad y dineros para venir á España, y no solo á mí, sino á otros trescientos cautivos.
Con estas razones se alborotó la gente, y se avivó el deseo que todos tenian de saber y ver la claridad de tan intricadas cosas. Finalmente, la gente mas principal con el asistente y aquellos dos señores eclesiásticos volvieron á acompañar á Isabela á su casa, dejando á las monjas tristes, confusas y llorando por lo que perdian en no tener en su compañía á la hermosa Isabela, la cual estando en su casa, en una gran sala della hizo que aquellos señores se sentasen; y aunque Ricaredo quiso tomar la mano en contar su historia, todavía le pareció que era mejor fiarlo de la lengua y discrecion de Isabela, y no de la suya, que no muy espertamente hablaba la lengua castellana.
Callaron todos los presentes, y teniendo las almas pendientes de las razones de Isabela, ella así comenzó su cuento: el cual le reduzco yo á que dijo todo aquello que, desde el dia que Clotaldo la robó de Cádiz hasta que entró y volvió á él, le habia sucedido, contando asimismo la batalla que Ricaredo habia tenido con los turcos: la liberalidad que habia usado con los cristianos: la palabra que entrambos á dos se habian dado de ser marido y mujer: la promesa de los dos años: las nuevas que habia tenido de su muerte, tan ciertas á su parecer, que la pusieron en el término que habian visto de ser religiosa: engrandeció la liberalidad de la reina: la cristiandad de Ricaredo y de sus padres; y acabó con decir que dijese Ricaredo lo que le habia sucedido despues que salió de Lóndres hasta el punto presente, donde le veian con hábito de cautivo, y con una señal de haber sido rescatado por limosna.
—Así es, dijo Ricaredo, y en breves razones sumaré los inmensos trabajos mios.
Despues que me partí de Lóndres por escusar el casamiento que no podia hacer con Clisterna, aquella doncella escocesa católica con quien ha dicho Isabela que mis padres me querian casar, llevando en mi compañía á Guillarte, aquel paje que mi madre escribe que llevó á Lóndres las nuevas de mi muerte, atravesando por Francia llegué á Roma, donde se alegró mi alma y se fortaleció mi fe: besé los piés al Sumo Pontífice, confesé mis pecados con el mayor penitenciero, absolvióme dellos, y dióme los recaudos necesarios que diesen fe de mi confesion y penitencia, y de la reduccion que habia hecho á nuestra universal madre la Iglesia. Hecho esto, visité los lugares tan santos como innumerables que hay en aquella ciudad santa, y de dos mil escudos que tenia en oro, di los mil y seiscientos á un cambio, que p. 146 me los libró en esta ciudad sobre un tal Roqui, florentin: con los cuatrocientos que me quedaron, con intencion de venir á España me partí para Génova, donde habia tenido nuevas que estaban dos galeras de aquella señoría, de partida para España. Llegué con Guillarte mi criado á un lugar que se llama Aquapendente, que viniendo de Roma á Florencia es el último que tiene el Papa, y en una hostería ó posada donde me apeé, hallé al conde Arnesto, mi mortal enemigo, que con cuatro criados disfrazados, y encubierto, mas por ser curioso que por ser católico, entendí que iba á Roma; creí sin duda que no me habia conocido; encerréme en un aposento con mi criado, y estuve con cuidado y con determinacion de mudarme á otra posada en cerrando la noche: no lo hice ansí, porque el descuido grande que noté que tenian el conde y sus criados, me aseguró que no me habian conocido; cené en mi aposento, cerré la puerta, apercebí mi espada, encomendéme á Dios y no quise acostarme; durmióse mi criado, y yo sobre una silla me quedé medio dormido; mas poco despues de la media noche me despertaron para hacerme dormir el eterno sueño cuatro pistoletes que, como despues supe, dispararon contra mí el conde y sus criados, y dejándome por muerto, teniendo ya á punto los caballos se fueron, diciendo al huésped de la posada que me enterrase, porque era hombre principal.
Mi criado, segun dijo despues el huésped, despertó al ruido, y con el miedo se arrojó por una ventana que caia á un patio, y diciendo: ¡desventurado de mí, que han muerto á mi señor! se salió del meson; y debió de ser con tal miedo, que no debió de parar hasta Lóndres, pues él fué el que llevó las nuevas de mi muerte.
Subieron los de la hostería, y halláronme atravesado con cuatro balas, y con muchos perdigones; pero todos por partes, que de ninguna fué mortal la herida. Pedí confesion, y todos los sacramentos como católico cristiano; diéronmelos, curáronme, y no estuve para ponerme en camino en dos meses, al cabo de los cuales vine á Génova, donde no hallé otro pasaje, sino en dos falucas que fletamos yo y otros dos principales españoles, la una para que fuese delante descubriendo, y la otra donde nosotros fuésemos.
Con esta seguridad nos embarcamos, navegando tierra á tierra con intencion de no engolfarnos; pero llegando á un paraje que llaman las Tres Marías, que es en la costa de Francia, yendo nuestra primera faluca descubriendo, á deshora salieron de una cala dos galeotas turquescas, y tomándonos la una la mar y la otra la tierra, cuando íbamos á embestir en ella nos cortaron el camino, y nos cautivaron: en entrando en la galeota nos desnudaron hasta dejarnos en carnes: despojaron las falucas de cuanto llevaban, y dejáronlas embestir en tierra sin echarlas á fondo, diciendo p. 147 que aquellas les servirian otra vez de traer otra galima, que con este nombre llaman ellos á los despojos que de los cristianos toman: bien se me podrá creer, si digo que sentí en el alma mi cautiverio, y sobre todo la pérdida de los recaudos de Roma, donde en una caja de lata los traia, con la cédula de los mil y seiscientos ducados; mas la buena suerte quiso que viniese á manos de un cristiano cautivo español, que los guardó; que si viniera á poder de los turcos, por lo ménos habia de dar por mi rescate lo que rezaba la cédula, que ellos averiguarian cuya era.
Trujéronnos á Argel, donde hallé que estaban rescatando los padres de la Santísima Trinidad: hablélos, díjeles quién era, y movidos de caridad, aunque yo era estranjero, me rescataron en esta forma: que dieron por mí trescientos ducados, los ciento luego, y los doscientos cuando volviese el bajel de la limosna á rescatar al padre de la redencion, que se quedaba en Argel empeñado en cuatro mil ducados, que habia gastado mas de los que traia; porque á toda esta misericordia y liberalidad se estiende la caridad destos padres, que dan su libertad por la ajena, y se quedan cautivos por rescatar los cautivos. Por añadidura del bien de mi libertad hallé la caja perdida, con los recaudos y la cédula: mostrésela al bendito padre que me habia rescatado, y ofrecíle quinientos ducados mas de los de mi rescate para ayuda de su empeño. Casi un año se tardó en volver la nave de la limosna; y lo que en este año me pasó, á poderlo contar ahora, fuera otra nueva historia: solo diré que fuí conocido de uno de los veinte turcos, que di libertad con los demas cristianos ya referidos, y fué tan agradecido y tan hombre de bien, que no quiso descubrirme; porque á conocerme los turcos por aquel que habia echado á fondo sus dos bajeles, y quitádoles de las manos la gran nave de India, ó me presentaran al Gran Turco, ó me quitaran la vida; y de presentarme al Gran Señor redundara no tener libertad en mi vida. Finalmente, el padre redentor vino á España conmigo, y con otros cincuenta cristianos rescatados. En Valencia hicimos la procesion general, y desde allí cada uno se partió donde mas le plugo, con las insignias de su libertad, que son estos hábitos: hoy llegué á esta ciudad con tanto deseo de ver á Isabela mi esposa, que sin detenerme á otra cosa, pregunté por este monasterio, donde me habian de dar nuevas de mi esposa: lo que en él me ha sucedido ya se ha visto: lo que queda por ver son estos recaudos, para que se pueda tener por verdadera mi historia, que tiene tanto de milagrosa como de verdadera.
Y luego en diciendo esto, sacó de una caja de lata los recaudos que decia, y se los puso en las manos del provisor, que los vió junto con el p. 148 señor asistente, y no halló en ellos cosa que le hiciese dudar de la verdad que Ricaredo habia contado. Y para mas confirmacion della, ordenó el cielo que se hallase presente á todo esto el mercader florentin, sobre quien venia la cédula de los mil y seiscientos ducados, el cual pidió que le mostrasen la cédula, y mostrándosela la reconoció, y la aceptó para luego, porque él muchos meses habia que tenia aviso desta partida: todo esto fué añadir admiracion á admiracion y espanto á espanto. Ricaredo dijo que de nuevo ofrecia los quinientos ducados que habia prometido. Abrazó el asistente á Ricaredo y á los padres de Isabela, y á ella, ofreciéndoseles á todos con corteses razones. Lo mismo hicieron los dos señores eclesiásticos, y rogaron á Isabela que pusiese toda aquella historia por escrito, para que la leyese su señor al arzobispo, y ella lo prometió.
El grande silencio que todos los circunstantes habian tenido, escuchando el estraño caso, se rompió en dar alabanzas á Dios por sus grandes maravillas, y dando desde el mayor hasta el mas pequeño el parabien á Isabela, á Ricaredo y á sus padres, los dejaron: y ellos suplicaron al asistente honrase sus bodas, que de allí á ocho dias pensaban hacerlas. Holgó de hacerlo así el asistente, y de allí á ocho dias, acompañado de los mas principales de la ciudad, se halló en ellas.
Por estos rodeos y por estas circunstancias, los padres de Isabela cobraron su hija y restauraron su hacienda, y ella favorecida del cielo y ayudada de sus muchas virtudes, á despecho de tantos inconvenientes halló marido tan principal como Ricaredo, en cuya compañía se piensa que aun hoy vive en las casas que alquilaron frontero de Santa Paula, que despues las compraron de los herederos de un hidalgo burgales, que se llamaba Hernando de Cifuentes.
Esta novela nos podria enseñar cuánto puede la virtud y cuánto la hermosura, pues son bastante juntas y cada una de por sí á enamorar aun hasta los mismos enemigos, y de cómo sabe el cielo sacar de las mayores adversidades nuestras, nuestros mayores provechos.
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Paseándose dos caballeros estudiantes por las riberas del Tórmes, hallaron en ellas debajo de un árbol durmiendo á un muchacho de hasta edad de once años, vestido como labrador: mandaron á un criado que le despertase: despertó, y preguntáronle de adónde era y qué hacia durmiendo en aquella soledad; á lo cual el muchacho respondió, que el nombre de su tierra se le habia olvidado, y que iba á la ciudad de Salamanca á buscar un amo á quien servir, por solo que le diese estudio. Preguntáronle si sabia leer; respondió que sí, y escribir tambien.
—Desa manera, dijo uno de los caballeros, no es por falta de memoria habérsete olvidado el nombre de tu patria.
—Sea por lo que fuere, respondió el muchacho, que ni el della, ni el de mis padres sabrá ninguno hasta que yo pueda honrarlos á ellos y á ella.
—Pues ¿de qué suerte los piensas honrar? preguntó el caballero.
—Con mis estudios, respondió el muchacho, siendo famoso por ellos; porque yo he oido decir que de los hombres se hacen los obispos.
Esta respuesta movió á los dos caballeros á que le recebiesen y llevasen consigo, como lo hicieron; dándole estudio de la manera que se usa dar en aquella universidad á los criados que sirven. Dijo el muchacho que se llamaba Tomas Rodaja, de donde infirieron sus amos por el nombre y por el vestido, que debia de ser hijo de algun labrador pobre. Á pocos dias le vistieron de negro, y á pocas semanas dió Tomas muestras de tener raro ingenio, sirviendo á sus amos con tanta fidelidad, puntualidad y diligencia, que con no faltar un punto á sus estudios, parecia que solo se p. 150 ocupaba en servirlos; y como el buen servir del siervo mueve la voluntad del señor á tratarle bien, ya Tomas no era criado de sus amos, sino su compañero. Finalmente, en ocho años que estuvo con ellos se hizo tan famoso en la universidad por su buen ingenio y notable habilidad, que de todo género de gentes era estimado y querido.
Su principal estudio fué de leyes; pero en lo que mas se mostraba era en letras humanas: y tenia tan felice memoria, que era cosa de espanto, é ilustrábala tanto con su buen entendimiento, que no era ménos famoso por él que por ella.
Sucedió que se llegó el tiempo que sus amos acabaron sus estudios, y se fueron á su lugar, que era una de las mejores ciudades de Andalucía: lleváronse consigo á Tomas, y estuvo con ellos algunos dias; pero como le fatigasen los deseos de volver á sus estudios y á Salamanca (que enhechiza la voluntad de volver á ella á todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado), pidió á sus amos licencia para volverse. Ellos corteses y liberales se la dieron, acomodándole de suerte que con lo que le dieron se pudiera sustentar tres años.
Despidióse dellos, mostrando en sus palabras su agradecimiento, y salió de Málaga (que esta era la patria de sus señores), y al bajar de la cuesta de la Zambra, camino de Antequera, se topó con un gentil hombre, á caballo, vestido bizarramente de camino, con dos criados tambien á caballo. Juntóse con él, y supo como llevaba su mismo viaje: hicieron camarada, departieron de diversas cosas, y á pocos lances dió Tomas muestras de su raro ingenio, y el caballero las dió de su bizarría y cortesano trato; y dijo que era capitan de infantería por su Majestad, y que su alférez estaba haciendo la compañía en tierra de Salamanca: alabó la vida de la soldadesca, pintóle muy al vivo la belleza de la ciudad de Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milan, los festines de Lombardía, las espléndidas comidas de las hosterías: dibujóle dulce y puntualmente el aconcha patron, pasa acá manigoldo, venga la macarela, li polastri, é li macarroni: puso las alabanzas en el cielo de la vida libre del soldado, y de la libertad de Italia; pero no le dijo nada del frio de las centinelas, del peligro de los asaltos, del espanto de las batallas, de la hambre de los cercos, de la ruina de las minas, con otras cosas deste jaez, que algunos las toman y tienen por añadiduras del peso de la soldadesca, y son la carga principal della. En resolucion tantas cosas le dijo, y tan bien dichas, que la discrecion de nuestro Tomas Rodaja comenzó á titubear, y la voluntad á aficionarse á aquella vida que tan cerca tiene la muerte.
El capitan, que D. Diego de Valdivia se llamaba, contentísimo de la buena presencia, ingenio y desenvoltura de Tomas, le rogó que se p. 151 fuese con él á Italia, siquiera por curiosidad de verla, que él le ofrecia su mesa, y aun si fuese necesario su bandera, porque su alférez la habia de dejar presto. Poco fué menester para que Tomas aceptase el envite, haciendo consigo en un instante un breve discurso, de que seria bueno ver á Italia y Flándes, y otras diversas tierras y países, pues las luengas peregrinaciones hacen á los hombres discretos, y que en esto á lo mas largo podia gastar tres ó cuatro años, que añadidos á los pocos que él tenia, no serian tantos que impidiesen volver á sus estudios: y como si todo hubiera de suceder á la medida de su gusto, dijo al capitan que era contento de irse con él á Italia; pero habia de ser con condicion que no se habia de sentar debajo de bandera, ni poner en lista de soldado, por no obligarse á seguir su bandera. Y aunque el capitan le dijo que no importaba ponerse en lista, que ansí gozaria de los socorros y pagas que á la compañía se diesen, porque él le daria licencia todas las veces que se la pidiese.
—Eso seria, dijo Tomas, ir contra mi conciencia y contra la del señor capitan, y así mas quiero ir suelto que obligado.
—Conciencia tan escrupulosa, dijo D. Diego, mas es de religioso que de soldado; pero como quiera que sea, ya somos camaradas.
Llegaron aquella noche á Antequera, y en pocos dias y grandes jornadas se pusieron donde estaba la compañía, ya acabada de hacer, y que comenzaba á marchar la vuelta de Cartagena, alojándose ella y otras cuatro por los lugares que les venian á mano. Allí notó Tomas la autoridad de los comisarios, la comodidad de algunos capitanes, la solicitud de los aposentadores, la industria y cuenta de los pagadores, las quejas de los pueblos, el rescatar de las boletas, las insolencias de los bisoños, las pendencias de los huéspedes, el pedir bagajes mas de los necesarios, y finalmente la necesidad casi precisa de hacer todo aquello que notaba y mal le parecia.
Habíase vestido Tomas de papagayo, renunciando los hábitos de estudiante, y púsose á lo de Dios es Cristo, como se suele decir. Los muchos libros que tenia los redujo á unas Horas de Nuestra Señora, y un Garcilaso sin comento, que en las dos faldriqueras llevaba.
Llegaron mas presto de lo que quisieran á Cartagena, porque la vida de los alojamientos es ancha y varia, y cada dia se topan cosas nuevas y gustosas. Allí se embarcaron en cuatro galeras de Nápoles, y allí notó tambien Tomas Rodaja la estraña vida de aquellas marítimas casas, adonde lo mas del tiempo maltratan las chinches, roban los forzados, enfadan los marineros, destruyen los ratones y fatigan las maretas. Pusiéronle temor las grandes borrascas y tormentas, especialmente en el golfo de Leon, que tuvieron dos: que la una los echó en Córcega, y la otra los volvió á Tolon, en Francia. En fin, trasnochados, p. 152 mojados y con ojeras llegaron á la hermosa y bellísima ciudad de Génova, y desembarcándose en su recogido mandrache, despues de haber visitado una iglesia, dió el capitan con todos sus camaradas en una hostería, donde pusieron en olvido todas las borrascas pasadas, con el presente gaudeamus.
Allí conocieron la suavidad del treviano, el valor del monte frascon, la ninerca del Asperino, la generosidad de los dos griegos Candía y Soma, la grandeza del de las cinco viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Garnacha, la rusticidad de la chéntola, sin que entre todos estos señores osase parecer la bajeza del romanesco. Y habiendo hecho el huésped la reseña de tantos y tan diferentes vinos, se ofreció de hacer parecer allí, sin usar de tropelía ni como pintados en mapa, sino real y verdaderamente, á Madrigal, Coca, Alaejos, y á la imperial mas que real ciudad, recámara del dios de la risa: ofreció á Esquivias, á Alanis, á Cazalla, Guadalcanal y la Membrilla, sin que se olvidase de Ribadavia y de Descargamaria. Finalmente, mas vinos nombró el huésped, y mas les dió que pudo tener en sus bodegas el mismo Baco.
Admiráronle tambien al buen Tomas los rubios cabellos de las genovesas, y la gentileza y gallarda disposicion de los hombres, la admirable belleza de la ciudad, que en aquellas peñas parece que tiene las casas engastadas como diamantes en oro.
Otro dia se desembarcaron todas las compañías que habian de ir al Piamonte; pero no quiso Tomas hacer este viaje, sino irse desde allí por tierra á Roma y á Nápoles, como lo hizo, quedando de volver por la gran Venecia, y por Loreto á Milan y al Piamonte, donde dijo D. Diego de Valdivia que le hallaria, si ya no los hubiesen llevado á Flándes, segun se decia. Despidióse Tomas del capitan de allí á dos dias, y en cinco llegó á Florencia, habiendo visto primero á Luca, ciudad pequeña, pero muy bien hecha, y en la que mejor que en otras partes de Italia son bien vistos y agasajados los españoles.
Contentóle Florencia en estremo, así por su agradable asiento como por su limpieza, suntuosos edificios, fresco rio y apacibles calles: estuvo en ella cuatro dias, y luego se partió á Roma, reina de las ciudades y señora del mundo. Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró su grandeza; y así como por las uñas del leon se viene en conocimiento de su grandeza y ferocidad, así él sacó la de Roma por sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por sus rotos arcos y derribadas termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes, por su famoso y santo rio, que siempre llena sus márgenes de agua, y las beatifica con las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura: por sus puentes, que parece que se están mirando unas á otras, y por sus calles que con p. 153 solo el nombre cobran autoridad sobre todas las de las otras ciudades del mundo: la via Apia, la Flaminia, la Julia, con otras de este jaez. Pues no le admiraba ménos la division de sus montes dentro de sí misma: el Celio, el Quirinal y el Vaticano, con los otros cuatro, cuyos nombres manifiestan la grandeza y majestad romana. Notó tambien la autoridad del colegio de los cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró, y notó, y puso en su punto. Y habiendo andado la estacion de las siete iglesias, y confesádose con un penitenciero y besado el pié á su Santidad, lleno de agnusdei y cuentas determinó irse á Nápoles, y por ser tiempo de mutacion, malo y dañoso para todos los que en él entran ó salen de Roma como hayan caminado por tierra, se fué por mar á Nápoles, donde á la admiracion que traia de haber visto á Roma, añadió la que le causó ver á Nápoles, ciudad á su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa, y aun de todo el mundo.
Desde allí se fué á Sicilia, y vió á Palermo, y despues á Mesina: de Palermo le pareció bien el asiento y belleza, y de Mesina el puerto, y de toda la isla la abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada granero de Italia. Volvióse á Nápoles y á Roma, y de allí fué á Nuestra Señora de Loreto, en cuyo santo templo no vió paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera, y de pinturas y retratos que daban manifiesto indicio de las innumerables mercedes que muchos habian recebido de la mano de Dios por intercesion de su divina Madre, que aquella sacrosanta imágen suya quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la devocion que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa. Vió el mismo aposento y estancia donde se relató la mas alta embajada y de mas importancia, que vieron y no entendieron todos los cielos, y todos los ángeles y todos los moradores de las moradas sempiternas.
Desde allí, embarcándose en Ancona, fué á Venecia, ciudad, que á no haber nacido Colon en el mundo, no tuviera en él semejante; merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua: la de Europa admiracion del mundo antiguo, la de América espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita, su gobierno prudente, su sitio inespugnable, su abundancia mucha, sus contornos alegres, y finalmente toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de su valor por todas las partes p. 154 del orbe se estiende, dando causa de acreditar mas esta verdad la máquina de su famoso arsenal, que es el lugar donde se fabrican las galeras, con otros bajeles que no tienen número. Por poco fueran los de Calipso los regalos y pasatiempos que halló nuestro curioso viajero en Venecia, pues casi le hacian olvidar de su primer intento. Pero habiendo estado un mes en ella, por Ferrara, Parma y Plasencia volvió á Milan, oficina de Vulcano, ojeriza del reino de Francia, ciudad en fin de quien se dice, que puede decir y hacer, haciéndola magnífica la grandeza suya y de su templo, y su maravillosa abundancia de todas las cosas á la vida humana necesarias.
Desde allí se fué á Aste, y llegó á tiempo que otro dia marchaba el tercio á Flándes. Fué muy bien recebido de su amigo el capitan, y en su compañía y camarada pasó á Flándes, y llegó á Ambéres, ciudad no ménos para maravillar que las que habia visto en Italia. Vió á Gante y á Bruselas, y vió que todo el país se disponia á tomar las armas para salir en campaña el verano siguiente.
Y habiendo cumplido con el deseo que le movió á ver lo que habia visto, determinó volverse á España y á Salamanca á acabar sus estudios; y como lo pensó lo puso luego por obra, con pesar grandísimo de su camarada, que le rogó al tiempo de despedirse le avisase de su salud, llegada y suceso. Prometióselo ansí como lo pedia, y por Francia volvió á España sin haber visto á Paris, por estar puesta en armas. En fin llegó á Salamanca, donde fué bien recebido de sus amigos, y con la comodidad que ellos le hicieron, prosiguió sus estudios hasta graduarse de licenciado en leyes.
Sucedió que en este tiempo llegó á aquella ciudad una dama de todo rumbo y manejo. Acudieron luego á la añagaza y reclamo todos los pájaros del lugar, sin quedar vademecum que no la visitase. Dijéronle á Tomas que aquella dama decia que habia estado en Italia y en Flándes, y por ver si la conocia fué á visitarla, de cuya visita y vista quedó ella enamorada de Tomas; y él sin echar de ver en ello, si no era por fuerza y llevado de otros no queria entrar en su casa. Finalmente, ella le descubrió su voluntad y le ofreció su hacienda. Pero como él atendia mas á sus libros que á otros pasatiempos, en ninguna manera respondia al gusto de la señora, la cual, viéndose desdeñada y á su parecer aborrecida, y que por medios ordinarios y comunes no podia conquistar la roca de la voluntad de Tomas, acordó de buscar otros modos á su parecer mas eficaces, y bastantes para salir con el cumplimiento de sus deseos.
Y así, aconsejada de una morisca, en un membrillo toledano dió á Tomas unos destos que llaman hechizos, creyendo que le daba cosa que le forzase la voluntad á quererla, como si hubiese en el mundo p. 155 yerbas, encantos ni palabras suficientes á forzar el libre albedrío; y así, las que dan estas bebidas ó comidas amatorias se llaman benéficas, porque no es otra cosa lo que hacen sino dar veneno á quien las toma, como lo tiene mostrado la esperiencia en muchas y diversas ocasiones.
Comió en tan mal punto Tomas el membrillo, que al momento comenzó á herir de pié y de mano como si tuviera alferecía, y sin volver en sí estuvo muchas horas, al cabo de las cuales volvió como atontado, y dijo con lengua turbada y tartamuda, que un membrillo que habia comido le habia muerto, y declaró quién se lo habia dado. La justicia, que tuvo noticia del caso, fué á buscar la malhechora; pero ya ella, viendo el mal suceso, se habia puesto en cobro, y no pareció jamas.
Seis meses estuvo en la cama Tomas, en los cuales se secó y se puso, como suele decirse, en los huesos, y mostraba tener turbados todos los sentidos; y aunque le hicieron los remedios posibles, solo le sanaron la enfermedad del cuerpo, pero no la del entendimiento, porque quedó sano, y loco de la mas estraña locura que entre las locuras hasta entónces se habia visto. Imaginóse el desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esta imaginacion, cuando alguno se llegaba á él, daba terribles voces, pidiendo y suplicando con palabras y razones concertadas que no se le acercasen porque le quebrarian, que real y verdaderamente él no era como los otros hombres, que todo era de vidrio de piés á cabeza.
Para sacarle desta estraña imaginacion, muchos, sin atender á sus voces y rogativas, arremetieron á él y le abrazaron, diciéndole que advirtiese y mirase cómo no se quebraba. Pero lo que se granjeaba en esto era que el pobre se echaba en el suelo, dando mil gritos y luego le tomaba un desmayo, del cual no volvia en sí en cuatro horas, y cuando volvia era renovando las plegarias y rogativas de que otra vez no llegasen. Decia que le hablasen desde léjos y le preguntasen lo que quisiesen, porque á todo les responderia con mas entendimiento, por ser hombre de vidrio y no de carne; que el vidrio por ser de materia sutil y delicada, obra por ella el alma con mas prontitud y eficacia, que no por la del cuerpo, pesada y terrestre.
Quisieron algunos esperimentar si era verdad lo que decia, y así le preguntaron muchas y difíciles cosas, á las cuales respondió espontáneamente con grandísima agudeza de ingenio, cosa que causó admiracion á los mas letrados de la universidad y á los profesores de la medicina y filosofía, viendo que en un sugeto donde se contenia tan estraordinaria locura como el pensar que fuese de vidrio, se encerrase tan grande entendimiento, que respondiese á toda pregunta con propiedad y agudeza.
Pidió Tomas le diesen alguna funda donde pusiese aquel vaso quebradizo de su p. 156 cuerpo, porque al vestirse algun vestido estrecho no se quebrase; y así le dieron una ropa parda y una camisa muy ancha, que él se vistió con mucho tiento y se ciñó con una cuerda de algodon: no quiso zapatos en ninguna manera, y el órden que tuvo para que le diesen de comer sin que á él llegasen, fué poner en la punta de una vara una vasera de orinal, en la cual le ponian alguna cosa de fruta de las que la sazon del tiempo les ofrecia: carne ni pescado no lo queria; no bebia sino en fuente ó en rio, y esto con las manos: cuando andaba por las calles, iba por la mitad dellas, mirando á los tejados, temeroso no le cayese alguna teja encima y le quebrase: los veranos dormia en el campo á cielo abierto, y los inviernos se metia en algun meson, y en el pajar se enterraba hasta la garganta, diciendo que aquella era la mas propia y mas segura cama que podian tener los hombres de vidrio: cuando tronaba, temblaba como un azogado, y se salia al campo y no entraba en poblado hasta haber pasado la tempestad; tuviéronle encerrado sus amigos mucho tiempo, pero viendo que su desgracia pasaba adelante, determinaron de condescender con lo que él les pedia, que era le dejasen andar libre, y así le dejaron, y él salió por la ciudad causando admiracion y lástima á todos los que le conocian. Cercáronle luego los muchachos; pero él con la vara los detenia y les rogaba le hablasen apartados, porque no se quebrase, que por ser hombre de vidrio era muy tierno y quebradizo. Los muchachos, que son la mas traviesa generacion del mundo, á despecho de sus ruegos y voces le comenzaron á tirar trapos y aun piedras, por ver si era de vidrio como él decia; pero él daba tantas voces y hacia tales estremos, que movia á los hombres á que riñesen y castigasen á los muchachos porque no le tirasen. Mas un dia, que le fatigaron mucho, se volvió á ellos diciendo:
—¿Qué me quereis, muchachos, porfiados como moscas, sucios como chinches, atrevidos como pulgas? ¿Soy yo por ventura el monte Testacho de Roma para que me tireis tantos tiestos y tejas?
Por oirle reñir y responder á todos, le seguian siempre muchos, y los muchachos tomaron y tuvieron por mejor partido ántes oille que tiralle.
Pasando pues una vez por la ropería de Salamanca, le dijo una ropera:
—En mi ánima, señor Licenciado, que me pesa de su desgracia; pero ¿qué haré que no puedo llorar?
Él se volvió á ella, y muy mesurado le dijo:
— Filiæ Hierusalem, plorate super vos, et super filios vestros .
Entendió el marido de la ropera la malicia del dicho, y díjole:
—Hermano licenciado Vidriera (que así decia él que se llamaba), mas teneis de bellaco que de loco.
—No se me da un ardite, respondió él, como no tenga nada de necio.
Pasando un dia por la casa llana y venta p. 157 comun [1] , vió que estaban á la puerta della muchas de sus moradoras, y dijo que eran bagajes del ejército de Satanas, que estaban alojados en el meson del infierno.
Preguntóle uno, que qué consejo ó consuelo daria á un amigo suyo que estaba muy triste porque su mujer se le habia ido con otro.
Á lo cual respondió:
—Díle que dé gracias á Dios por haber permitido le llevasen de casa á su enemigo.
—Luego ¿no irá á buscarla? dijo el otro.
—Ni por pienso, replicó Vidriera, porque seria el hallarla hallar un perpetuo y verdadero testigo de su deshonra.
—Ya que eso sea así, dijo el mismo, ¿qué haré yo para tener paz con mi mujer?
Respondióle:
—Dále lo que hubiere menester; déjala que mande á todos los de tu casa, pero no sufras que ella te mande á tí.
Díjole un muchacho:
—Señor licenciado Vidriera, yo me quiero desgarrar de mi padre, porque me azota muchas veces.
Y respondióle:
—Advierte, niño, que los azotes que los padres dan á los hijos honran, y los del verdugo afrentan.
Estando á la puerta de una iglesia, vió que entraba un labrador de los que siempre blasonan de cristianos viejos, y detras venia uno que no estaba en tan buena opinion como el primero, y el Licenciado dió grandes voces al labrador, diciendo:
—Esperad, Domingo, á que pase el sábado.
De los maestros de escuela decia que eran dichosos, pues trataban siempre con ángeles dichosísimos, si los angelitos no fueran mocosos.
Otro le preguntó, que qué le parecia de las alcahuetas. Respondió que no lo eran las apartadas, sino las vecinas.
Las nuevas de su locura y de sus respuestas y dichos, se estendieron por toda Castilla, y llegando á noticia de un príncipe ó señor que estaba en la corte, quiso enviar por él, y encargóselo á un caballero amigo suyo que estaba en Salamanca, que se lo enviase, y topándole el caballero un dia, le dijo:
—Sepa el señor licenciado Vidriera, que un gran personaje de la corte le quiere ver y envía por él.
Á lo cual respondió:
—Vuesa mercé me escuse con ese señor, que yo no soy bueno para palacio, porque tengo vergüenza y no sé lisonjear.
Con todo esto, el caballero le envió á la corte, y para traerle usaron con él desta invencion: pusiéronle en unas argueñas de paja, como aquellas donde llevan el vidrio, igualando los tercios con piedras, y entre paja puestos algunos vidrios, porque se diese á entender que como vaso de vidrio le llevaban.
Llegó á Valladolid, donde en aquel tiempo estaba la corte; entró de noche y desembanastáronle en la casa del señor que habia enviado por él, de quien fué muy bien recebido, diciéndole:
—Sea muy bien venido el señor licenciado Vidriera: ¿cómo ha ido en el camino? ¿Cómo va de salud?
p. 158 Á lo cual respondió:
—Ningun camino hay malo como se acabe, sino es el que va á la horca: de salud estoy neutral, porque están encontrados mis pulsos con mi celebro.
Otro dia, habiendo visto en muchas alcándaras muchos neblíes y otros pájaros de volatería, dijo que la caza de altanería era digna de príncipes y de grandes señores; pero que advirtiesen, que con ella echaba el gusto censo sobre el provecho á mas de dos mil por uno. La caza de liebres dijo que era muy gustosa, y mas cuando se cazaba con galgos prestados.
El caballero gustó de su locura, y dejóle salir por la ciudad debajo del amparo y guarda de un hombre que tuviese cuenta que los muchachos no le hiciesen mal, de los cuales y de toda la corte fué conocido en seis dias, y á cada paso, en cada calle y en cualquiera esquina, respondia á todas las preguntas que le hacian, entre las cuales le preguntó un estudiante si era poeta, porque le parecia que tenia ingenio para todo. Á lo cual respondió:
—Hasta ahora no he sido tan necio ni tan venturoso.
—No entiendo eso de necio y venturoso, dijo el estudiante.
Y respondió Vidriera:
—No he sido tan necio que diese en poeta malo, ni tan venturoso que haya merecido serlo bueno.
Preguntóle otro estudiante que en qué estimacion tenia á los poetas. Respondió que á la ciencia en mucha, pero que á los poetas en ninguna. Replicáronle que por qué decia aquello. Respondió que del infinito número de poetas que habia, eran tan pocos los buenos, que casi no hacian número; y así como si no hubiese poetas, no los estimaba; pero que admiraba y reverenciaba la ciencia de la poesía, porque encerraba en sí todas las ciencias; porque de todas se sirve, de todas se adorna y pule, y saca á luz sus maravillosas obras, con que llena el mundo de provecho, de deleite y de maravilla.
Añadió mas:
—Yo bien sé en lo que se debe estimar un buen poeta, porque se me acuerda de aquellos versos de Ovidio, que dicen:
Cura ducum fuerunt olim Regumque poetæ:
Præmiaque antiqui magna tulere chori.
Santaque majestas, et erat venerabile nomen
Vatibus: et largæ sæpe dabantur opes.
Y ménos se me olvida la alta calidad de los poetas, pues los llama Platon intérpretes de los dioses, y de ellos dice Ovidio:
Est Deus in nobis, agitante calescimus illo.
Y tambien dice:
At sacri vates, et Divum cura vocamur.
p. 159 Esto se dice de los buenos poetas; que de los malos, de los churrulleros, ¿qué se ha de decir sino que son la idiotez y la ignorancia del mundo?
Y añadió mas:
—¿Qué es ver á un poeta destos de la primera impresion, cuando quiere decir un soneto á otros que le rodean, las salvas que les hace, diciendo: vuesas mercedes escuchen un sonetillo que anoche á cierta ocasion hice, que á mi parecer, aunque no vale nada, tiene un no sé qué de bonito? Y en esto tuerce los labios, pone en arco las cejas, se rasca la faldriquera, y de entre otros mil papeles mugrientos y medio rotos, donde queda otro millar de sonetos, saca el que quiere relatar, y al fin le dice con tono melífluo y alfeñicado: si acaso los que le escuchan, de socarrones ó de ignorantes no se le alaban, dice: ó vuesas mercedes no han entendido el soneto, ó yo no le he sabido decir, y así será bien recitarle otra vez, y que vuesas mercedes le presten mas atencion, porque en verdad en verdad que el soneto lo merece; y vuelve como primero á recitarle con nuevos ademanes y nuevas pausas. Pues ¿qué es verlos censurar los unos á los otros? ¿qué diré del ladrar que hacen los cachorros y modernos á los mastinazos antiguos y graves? y ¿qué de los que murmuran de algunos ilustres y escelentes sujetos, donde resplandece la verdadera luz de la poesía, que tomándola por alivio y entretenimiento de sus muchas y graves ocupaciones, muestran la divinidad de sus ingenios y la alteza de sus conceptos, á despecho y pesar del circunspecto ignorante, que juzga de lo que no sabe y aborrece lo que no entiende? ¿y del que quiere que se estime y tenga en precio la necedad que se sienta debajo de doseles, y la ignorancia que se arrima á los sitiales?
Otra vez le preguntaron qué era la causa de que los poetas por la mayor parte eran pobres. Respondió que porque ellos querian, pues estaba en su mano ser ricos, si se sabian aprovechar de la ocasion que por momentos traian entre las manos, que eran las de sus damas, que todas eran riquísimas en estremo, pues tenian los cabellos de oro, la frente de plata bruñida, los ojos de verdes esmeraldas, los dientes de marfil, los labios de coral, y la garganta de cristal trasparente, y que lo que lloraban eran líquidas perlas, y mas que lo que sus plantas pisaban, por dura y estéril tierra que fuese, al momento producia jazmines y rosas, que su aliento era de puro ámbar, almizcle y algalia; y que todas estas cosas eran señales y muestras de su mucha riqueza. Estas y otras cosas decia de los malos poetas; que de los buenos siempre dijo bien, y los levantó sobre el cuerno de la luna.
Vió un dia en la acera de San Francisco unas figuras pintadas de mala mano, y dijo que los buenos pintores imitaban la naturaleza, pero que los malos la vomitaban.
Arrimóse un dia, con gran p. 160 dísimo tiento porque no se quebrase, á la tienda de un librero, y díjole:
—Este oficio me contentara mucho, si no fuera por una falta que tiene.
Preguntóle el librero se la dijese. Respondióle:
—Los melindres que hacen, cuando compran el privilegio de un libro, y la burla que hacen á su autor si acaso le imprime á su costa, pues en lugar de mil quinientos imprimen tres mil libros, y cuando el autor piensa que se venden los suyos se despachan los ajenos.
Acaeció este mismo dia que pasaron por la plaza seis azotados, y diciendo el pregon: Al primero por ladron; dió grandes voces á los que estaban delante dél, diciéndoles:
—Apartáos, hermanos, no comience aquella cuenta por alguno de vosotros.
Y cuando el pregonero llegó á decir: al trasero, dijo:
—Aquel por ventura debe ser el fiador de los muchachos.
Un muchacho le dijo:
—Hermano Vidriera, mañana sacan á azotar á una alcahueta.
Respondióle:
—Si dijeras que sacaban á azotar á un alcahuete, entendiera que sacaban á azotar un coche.
Hallóse allí uno destos que llevan sillas de manos, y díjole:
—De nosotros, Licenciado, ¿no teneis qué decir?
—No, respondió Vidriera, sino que sabe cada uno de vosotros mas pecados que un confesor; mas es con esta diferencia, que el confesor los sabe para tenerlos secretos, y vosotros para publicarlos por las tabernas.
Oyó esto un mozo de mulas, porque de todo género de gente le estaba escuchando contino, y díjole:
—De nosotros, señor Redoma, poco ó nada hay que decir, porque somos gente de bien y necesaria en la república.
Á lo cual respondió Vidriera:
—La honra del amo descubre la del criado; segun esto: mira á quién sirves, y verás cuán honrado eres: mozos sois vosotros de la mas ruin canalla que sustenta la tierra: una vez, cuando no era de vidrio, caminé una jornada en una mula de alquiler, tal que le conté ciento y veinte y una tachas, todas capitales y enemigas del género humano: todos los mozos de mulas tienen su punta de rufianes, su punta de cacos, y su es no es de truhanes: si sus amos (que así llaman ellos á los que llevan en sus mulas) son boquimuelles, hacen mas suertes en ellos que las que echaron en esta ciudad los años pasados: si son estranjeros, los roban; si estudiantes, los maldicen; si religiosos, los reniegan; y si soldados, los tiemblan: estos, y los marineros, y carreteros, y arrieros, tienen un modo de vivir estraordinario, y solo para ellos: el carretero pasa lo mas de la vida en espacio de vara y media de lugar, que poco mas debe de haber del yugo de las mulas á la boca del carro; canta la mitad del tiempo, y la otra mitad reniega; y en decir, háganse á zaga, se les pasa otra muy gran parte; y si acaso les queda por sacar alguna rueda de algun atolladero, mas se ayudan de dos pésetes que de tres mulas. Los marineros p. 161 son gente gentil é inurbana, que no sabe otro lenguaje que el que se usa en los navíos: en la bonanza son diligentes, y en la borrasca perezosos; en la tormenta mandan muchos y obedecen pocos; su Dios es su arca y su rancho, y su pasatiempo ver mareados á los pasajeros. Los arrieros son gente que ha hecho divorcio con las sábanas y se ha casado con las enjalmas; son tan diligentes y presurosos, que á trueco de no perder la jornada, perderán el alma; su música es la del mortero; su salsa la hambre; sus maitines levantarse á dar sus piensos, y sus misas no oir ninguna.
Cuando esto decia estaba á la puerta de un boticario, y volviéndose al dueño, le dijo:
—Vuesa merced tiene un saludable oficio, si no fuese tan enemigo de sus candiles.
—¿En qué modo soy enemigo de mis candiles? preguntó el boticario.
Y respondió Vidriera:
—Esto digo, porque en faltando cualquiera aceite, lo suple el del candil que está mas á mano; y aun tiene otra cosa este oficio, bastante á quitar el crédito al mas acertado médico del mundo.
Preguntándole por qué, respondió que habia boticario que por no atreverse ni osar decir que faltaba en su botica lo que recetaba el médico, por las cosas que le faltaban ponia otras, que á su parecer tenian la misma virtud y calidad, no siendo así; y con esto la medicina mal compuesta obraba al reves de lo que habia de obrar la bien ordenada. Preguntóle entónces que qué sentia de los médicos, y respondió esto:
— Honora medicum propter necessitatem, etenim creavit eum Altissimus: a Deo enim est omnis medela, et a Rege accipiet donationem: disciplina medici exaltavit caput illius, et in conspectu magnatum collaudabitur: Altissimus de terra creavit medicinam, et vir prudens non abhorrebit illam . Esto dice, dijo, el Eclesiástico, de la medicina y de los buenos médicos, y de los malos se podria decir todo al reves, porque no hay gente mas dañosa á la república que ellos. El juez nos puede torcer ó dilatar la justicia; el letrado sustentar por su interes nuestra injusta demanda; el mercader chuparnos la hacienda; finalmente, todas las personas con quien de necesidad tratamos, nos pueden hacer algun daño; pero quitarnos la vida sin quedar sujetos al temor del castigo, ninguno: solo los médicos nos pueden matar y nos matan sin temor y á pié quedo, sin desenvainar otra espada que la de un récipe; y no hay descubrirse sus delitos, porque al momento los meten debajo de la tierra: acuérdaseme que cuando yo era hombre de carne, y no de vidrio como agora soy, que á un médico destos de segunda clase le despidió un enfermo por curarse con otro, y el primero de allí á cuatro dias acertó á pasar por la botica donde recetaba el segundo, y preguntó al boticario que cómo le iba al p. 162 enfermo que él habia dejado, y que si le habia recetado alguna purga el otro médico. El boticario le respondió que allí tenia una receta de purga que el dia siguiente habia de tomar el enfermo; dijo que se la mostrase, y vió que al fin della estaba escrito: sumat diluculo , y dijo: Todo lo que lleva esta purga me contenta, sino es este diluculo , porque es húmido demasiadamente.
Por estas y otras cosas que decia de todos los oficios se andaban tras él sin hacerle mal y sin dejarle sosegar; pero con todo esto no se pudiera defender de los muchachos, si su guardian no le defendiera. Preguntóle uno qué haria para no tener envidia á nadie.
Respondióle:
—Duerme; que todo el tiempo que durmieres, serás igual al que envidias.
Otro le preguntó qué remedio tendria para salir con una comision que habia dos años que la pretendia. Y díjole:
—Parte á caballo y á la mira de quien la lleva, y acompáñale hasta salir de la ciudad, y así saldrás con ella.
Pasó acaso una vez por delante donde él estaba un juez de comision, que iba de camino á una causa criminal, y llevaba mucha gente consigo y dos alguaciles; preguntó quién era, y como se lo dijeron, dijo:
—Yo apostaré que lleva aquel juez víboras en el seno, pistoletes en la tinta y rayos en las manos, para destruir todo lo que alcanzare su comision. Yo me acuerdo haber tenido un amigo que en una comision criminal que tuvo dió una sentencia tan exorbitante, que escedia en muchos quilates á la culpa de los delincuentes: preguntéle que por qué habia dado aquella tan cruel sentencia y hecho tan manifiesta injusticia. Respondióme que pensaba otorgar la apelacion, y que con esto dejaba campo abierto á los señores del consejo para mostrar su misericordia, moderando y poniendo aquella su rigurosa sentencia en su punto y debida proporcion. Yo le respondí que mejor fuera haberla dado de manera que les quitara de aquel trabajo, pues con esto le tuvieran á él por juez recto y acertado.
En la rueda de la mucha gente, que como se ha dicho siempre le estaba oyendo, estaba un conocido suyo en hábito de letrado, al cual otro le llamó señor licenciado, y sabiendo Vidriera que el tal á quien llamaron licenciado no tenia ni aun título de bachiller, le dijo:
—Guardáos, compadre, no encuentren con vuestro título los frailes de la redencion de cautivos, que os le llevarán por mostrenco.
Á lo cual dijo el amigo:
—Tratémonos bien, señor Vidriera, pues ya sabeis vos que soy hombre de altas y de profundas letras.
Respondióle Vidriera:
—Ya yo sé que sois un Tántalo en ellas, porque se os van por altas, y no las alcanzais de profundas.
Estando una vez arrimado á la tienda de un sastre, vióle que estaba mano sobre mano, y díjole:
—Sin duda, señor maese, que estais en camino de salvacion.
—¿En qué lo veis? pre p. 163 guntó el sastre.
—¿En qué lo veo? respondió Vidriera: véolo en que pues no teneis qué hacer, no tendréis ocasion de mentir.
Y añadió:
—Desdichado del sastre que no miente, y cose las fiestas: cosa maravillosa es, que casi en todos los deste oficio apénas se hallará uno que haga un vestido justo, habiendo tantos que los hagan pecadores.
De los zapateros decia que jamas hacian conforme á su parecer zapato malo; porque si al que se le calzaba venia estrecho y apretado, le decian que así habia de ser por ser de galanes calzar justo, y que en trayéndolos dos horas, vendrian mas anchos que alpargates; y si le venian anchos, decian que así habian de venir por amor de la gota.
Un muchacho agudo, que escribia en un oficio de provincia, le apretaba mucho con preguntas y demandas, y le traia nuevas de lo que en la ciudad pasaba, porque sobre todo discantaba, y á todo respondia. Este le dijo una vez:
—Vidriera, esta noche se murió en la cárcel un banco que estaba condenado á ahorcar.
Á lo cual respondió:
—Él hizo bien á darse priesa á morir ántes que el verdugo se sentara sobre él.
En la acera de San Francisco estaba un corro de genoveses, y pasando por allí, uno dellos le llamó, diciéndole:
—Lléguese acá el señor Vidriera, y cuéntenos un cuento.
Él respondió:
—No quiero, porque no me le paseis á Génova [2] .
Topó una vez á una tendera que llevaba delante de sí una hija suya muy fea, pero muy llena de dijes, de galas y de perlas, y díjole á la madre:
—Muy bien habeis hecho en empedralla, porque se pueda pasear.
De los pasteleros dijo que habia muchos años que jugaban á la dobladilla, sin que les llevasen la pena porque habian hecho el pastel de á dos ( maravedises ) de á cuatro, el de á cuatro de á ocho, y el de á ocho de á medio real, por solo su albedrío y beneplácito.
De los titereros decia mil males: decia que era gente vagamunda y que trataba con indecencia de las cosas divinas, porque con las figuras que mostraban en sus retratos, volvian la devocion en risa, y que les acontecia envasar en un costal todas ó las mas figuras del Testamento viejo y nuevo, y sentarse sobre él á comer y beber en los bodegones y tabernas: en resolucion, decia que se maravillaba de cómo quien podia no les ponia perpetuo silencio en sus retablos, ó los desterraba del reino.
Acertó á pasar una vez por donde él estaba un comediante vestido como un príncipe; y en viéndole dijo:
—Yo me acuerdo haber visto á este salir al teatro enharinado el rostro y vestido un zamarro del reves, y con todo esto á cada paso fuera del tablado jura á fe de hijo p. 164 dalgo.
—Débelo de ser, respondió uno, porque hay muchos comediantes que son muy bien nacidos y hijosdalgo.
—Así será verdad, replicó Vidriera; pero lo que ménos ha menester la farsa es personas bien nacidas; galanes sí, gentiles hombres y de espeditas lenguas: tambien sé decir dellos que en el sudor de su cara ganan su pan con inllevable trabajo, tomando continuo de memoria, hechos perpetuos jitanos de lugar en lugar, y de meson en venta, desvelándose en contentar á otros, porque en el gusto ajeno consiste su bien propio: tienen mas, que con su oficio no engañan á nadie, pues por momentos sacan su mercaduría á pública plaza, al juicio y á la vista de todos: el trabajo de los autores es increible, y su cuidado estraordinario, y han de ganar mucho para que al cabo del año no salgan tan empeñados, que les sea forzoso hacer pleito de acreedores; y con todo esto son necesarios en la república, como lo son las florestas, las alamedas y las vistas de recreacion, y como lo son las cosas que honestamente recrean.
Decia que habia sido opinion de un amigo suyo, que el que servia á una comedianta, en solo una servia á muchas damas juntas, como era á una reina, á una ninfa, á una diosa, á una fregona, á una pastora, y muchas veces caia la suerte en que sirviese en ella á un paje y á un lacayo, que todas estas y mas figuras suele hacer una farsanta.
Preguntóle uno que cuál habia sido el mas dichoso del mundo. Respondió que nemo ; porque nemo novit patrem: nemo sine crimine vivit: nemo sua sorte contentus: nemo ascendit in cœlum .
De los diestros dijo una vez que eran maestros de una ciencia ó arte, que cuando la habian menester no la sabian, y que tocaban algo en presuntuosos, pues querian reducir á demostraciones matemáticas, que son infalibles, los movimientos y pensamientos coléricos de sus contrarios.
Con los que se teñian las barbas tenia particular enemistad; y riñendo una vez delante dél dos hombres, que el uno era portugues, este dijo al castellano, asiéndose de las barbas, que tenia muy teñidas:
—Por istas barbas que teño no rostro.
Á lo cual acudió Vidriera, y dijo:
—Olhay, homen, naon digais teño, sino tiño.
Otro traia las barbas jaspeadas y de muchas colores, culpa de la mala tinta, á quien dijo Vidriera, que tenia las barbas de muladar overo. Á otro que traia las barbas por mitad blancas y negras por haberse descuidado, y los cañones crecidos, le dijo que procurase de no porfiar ni reñir con nadie, porque estaba aparejado á que le dijesen que mentia por la mitad de la barba.
Una vez contó que una doncella discreta y bien entendida, por acudir á la voluntad de sus padres, dió el sí de casarse con un viejo todo cano, el cual la noche ántes del dia del desposorio se fué, no al rio Jordan como dicen las viejas, sino á la redomilla p. 165 del agua fuerte y plata, con que renovó de manera su barba, que la acostó de nieve y la levantó de pez. Llegóse la hora de darse las manos, y la doncella conoció por la pinta y por la tinta la figura, y dijo á sus padres que le diesen el mismo esposo que ellos le habian mostrado, que no queria otro. Ellos le dijeron que aquel que tenia delante era el mismo que le habian mostrado y dado por esposo. Ella replicó que no era, y trujo testigos como el que sus padres le dieron era un hombre grave y lleno de canas, y que pues el presente no las tenia, no era él, y se llamaba á engaño: atúvose á esto, corrióse el teñido, y deshízose el casamiento.
Con las dueñas tenia la misma ojeriza que con los escabechados: decia maravillas de su permafoy, de las mortajas de sus tocas, de sus muchos melindres, de sus escrúpulos y de su estraordinaria miseria: amohinábanle sus flaquezas de estómago, sus vaguidos de cabeza, su modo de hablar con mas repulgos que sus tocas, y finalmente su inutilidad y sus vainillas.
Uno le dijo:
—¿Qué es esto, señor Licenciado, que os he oido decir mal de muchos oficios, y jamas lo habeis dicho de los escribanos, habiendo tanto que decir?
Á lo cual respondió:
—Aunque de vidrio, no soy tan frágil que me dejo ir con la corriente del vulgo, las mas veces engañado. Paréceme á mí que la gramática de los murmuradores, y el la, la, la, de los que cantan, son los escribanos; porque así como no se puede pasar á otras ciencias, si no es por la puerta de la gramática, y como el músico, primero murmura que canta, así los maldicientes por donde comienzan á mostrar la malignidad de sus lenguas, es por decir mal de los escribanos y alguaciles, y de los otros ministros de la justicia, siendo un oficio el del escribano, sin el cual andaria la verdad por el mundo á sombra de tejados, corrida y maltratada; y así dice el Eclesiástico: In manum Dei potestas hominis est, et super faciem scribæ imponet honorem . Es el escribano persona pública, y el oficio del juez no se puede ejercitar cómodamente sin el suyo. Los escribanos han de ser libres, y no esclavos, ni hijos de esclavos; legítimos, no bastardos, ni de ninguna mala raza nacidos: juran secreto, fidelidad, y que no harán escritura usuraria: que ni amistad ni enemistad, provecho ó daño les moverá á no hacer su oficio con buena y cristiana conciencia. Pues si este oficio tantas buenas partes requiere, ¿por qué se ha de pensar que de mas de veinte mil escribanos que hay en España, se lleve el diablo la cosecha, como si fuesen cepas de su majuelo? No lo quiero creer, ni es bien que ninguno lo crea; porque finalmente digo que es la gente mas necesaria que habia en las repúblicas bien ordenadas; y que si llevaban demasiados derechos, tambien hacian demasiados tuertos, y que destos dos estremos p. 166 podia resultar un medio que les hiciese mirar por el virote.
De los alguaciles dijo que no era mucho que tuviesen algunos enemigos, siendo su oficio ó prenderte, ó sacarte la hacienda de casa, ó tenerte en la suya en guarda, y comer á tu costa. Tachaba la negligencia é ignorancia de los procuradores y solicitadores, comparándolos á los médicos, los cuales, que sane ó no sane el enfermo, ellos llevan su propina: y los procuradores y solicitadores lo mismo, salgan ó no salgan con el pleito que ayudan.
Preguntóle uno cuál era la mejor tierra. Respondió que la temprana y agradecida. Replicó el otro:
—No pregunto eso, sino que ¿cuál es mejor lugar, Valladolid ó Madrid?
Y respondió:
—De Madrid los estremos, de Valladolid los medios.
—No lo entiendo, repitió el que se lo preguntaba.
Y dijo:
—De Madrid cielo y suelo; de Valladolid los entresuelos.
Oyó Vidriera que dijo un hombre á otro, que así como habia entrado en Valladolid habia caido su mujer muy enferma, porque la habia probado la tierra. Á lo cual dijo Vidriera:
—Mejor fuera que se la hubiera comido, si acaso es celosa.
De los músicos y de los correos de á pié, decia que tenian las esperanzas y las suertes limitadas; porque los unos la acaban con llegar á serlo de á caballo, y los otros con alcanzar á ser músicos del rey.
De las damas que llaman cortesanas, decia que todas ó las mas tenian mas de corteses que de sanas.
Estando un dia en una iglesia vió que traian á enterrar á un viejo, á bautizar á un niño, y á velar á una mujer, todo á un mismo tiempo, y dijo, que los templos eran campos de batalla, donde los viejos acaban, los niños vencen, y las mujeres triunfan.
Picábale una vez una avispa en el cuello, y no se la osaba sacudir por no quebrarse: pero con todo eso se quejaba. Preguntóle uno que cómo sentia aquella avispa si era su cuerpo de vidrio. Y respondió que aquella avispa debia de ser murmuradora, y que las lenguas y picos de los murmuradores eran bastantes á desmoronar cuerpos de bronce, no que de vidrio.
Pasando acaso un religioso muy gordo por donde él estaba dijo uno de sus oyentes:
—De ético no se puede mover el padre.
Enojóse Vidriera, y dijo:
—Nadie se olvide de lo que dice el Espíritu Santo: Nolite tangere christos meos .
Y subiéndose mas en cólera, dijo: que mirasen en ello, y verian que de muchos santos, que de pocos años á esta parte habia canonizado la Iglesia y puesto en el número de los bienaventurados, ninguno se llamaba el capitan don fulano, ni el secretario don tal de don tales, ni el conde, marqués ó duque de tal parte; sino fray Diego, fray Jacinto, fray Raimundo, todos frailes y religiosos; porque las religiones son los Aranjueces del cielo, cuyos frutos de ordinario se ponen en la mesa de Dios.
Decia que las lenguas de los p. 167 murmuradores eran como las plumas del águila, que roen y menoscaban todas las de las otras aves que á ellas se juntan. De los gariteros y tahures decia milagros: decia que los gariteros eran públicos prevaricadores, porque en sacando el barato del que iba haciendo suertes, deseaban que perdiese, y pasase el naipe adelante, porque el contrario las hiciese, y él cobrase sus derechos. Alababa mucho la paciencia de un tahur, que estaba toda una noche jugando y perdiendo; y con ser de condicion colérico y endemoniado, á trueco de que su contrario no se alzase, no descosia la boca, y sufria lo que un mártir de Barrabas. Alababa tambien las conciencias de algunos honrados gariteros, que ni por imaginacion consentian que en su casa se jugase otros juegos, que polla y cientos; y con esto á fuego lento, sin temor y nota de malsines sacaban al cabo del mes mas barato que los que consentian los juegos de estocada, del reparólo, siete y llevar, y pinta en la del punto.
En resolucion, él decia tales cosas, que si no fuera por los grandes gritos que daba cuando le tocaban ó á él se arrimaban, por el hábito que traia, por la estrecheza de su comida, por el modo con que bebia, por el no querer dormir sino al cielo abierto en el verano, y el invierno en los pajares, como queda dicho, con que daba tan claras señales de su locura, ninguno pudiera creer sino que era uno de los mas cuerdos del mundo. Dos años ó poco mas duró en esta enfermedad, porque un religioso de la órden de San Jerónimo, que tenia gracia y ciencia particular en hacer que los mudos entendiesen y en cierta manera hablasen, y en curar locos, tomó á su cargo de curar á Vidriera, movido de caridad, y le curó y sanó, y volvió á su primer juicio, entendimiento y discurso; y así como le vió sano, le vistió como á letrado, y le hizo volver á la corte, adonde con dar tantas muestras de cuerdo, como las habia dado de loco, podia usar su oficio, y hacerse famoso por él.
Hízolo así, y llamándose el licenciado Rueda, no Rodaja, volvió á la corte, donde apénas hubo entrado, cuando fué conocido de los muchachos; mas cuando le vieron en tan diferente hábito del que solia, no le osaron dar grita ni hacer preguntas; pero seguíanle, y decian unos á otros: ¿Este no es el loco Vidriera? á fe que es él: ya viene cuerdo, pero tambien puede ser loco bien vestido como mal vestido: preguntémosle algo, y salgamos desta confusion. Todo esto oia el Licenciado, y callaba, y iba mas confuso y mas corrido que cuando estaba sin juicio.
Pasó el conocimiento de los muchachos á los hombres, y ántes que el Licenciado llegase al patio de los Consejos, llevaba tras de sí mas de doscientas personas de todas suertes. Con este acompañamiento, que era mas que el de un catedrático, llegó al patio donde le acabaron de p. 168 circundar cuantos en él estaban. Él, viéndose con tanta turba á la redonda, alzó la voz, y dijo:
—Señores, yo soy el licenciado Vidriera, pero no el que solia: soy ahora el licenciado Rueda: sucesos y desgracias que acontecen en el mundo por permision del cielo me quitaron el juicio, y las misericordias de Dios me le han vuelto: por las cosas que dicen que dije cuando loco, podeis considerar las que diré cuando cuerdo: yo soy graduado en leyes por Salamanca, adonde estudié con pobreza, y adonde llevé segundo en licencias, de do se puede inferir que mas la virtud que el favor me dió el grado que tengo: aquí he venido á este gran mar de la corte para abogar y ganar la vida, pero si no me dejais, habré venido á bogar y granjear la muerte: por amor de Dios, que no hagais que el seguirme sea perseguirme, y que lo que alcancé por loco, que es el sustento, lo pierda por cuerdo: lo que solíades preguntarme en las plazas, preguntádmelo ahora en mi casa, y veréis que el que os respondia bien de improviso, os responderá mejor de pensado.
Escucháronle todos, y dejáronle algunos. Volvióse á su posada con poco ménos acompañamiento que habia llevado. Salió otro dia, y fué lo mismo: hizo otro sermon, y no sirvió de nada. Perdia mucho, y no ganaba cosa, y viéndose morir de hambre, determinó de dejar la corte y volverse á Flándes, donde pensaba valerse de las fuerzas de su brazo, pues no se podia valer de las de su ingenio; y poniéndolo en efecto, dijo al salir de la corte:
—¡Oh corte, que alargas las esperanzas de los atrevidos pretendientes, y acortas las de los virtuosos encogidos; sustentas abundantemente á los truhanes desvergonzados, y matas de hambre á los discretos vergonzosos!
Esto dijo, y se fué á Flándes, donde la vida que habia comenzado á eternizar por las letras, la acabó de eternizar por las armas en compañía de su buen amigo el capitan Valdivia, dejando fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado.
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Una noche de las calorosas del verano volvian de recrearse del rio, en Toledo, un anciano hidalgo, con su mujer, un niño pequeño, una hija de edad de diez y seis años, y una criada. La noche era clara, la hora las once, el camino solo, y el paso tardo, por no pagar con cansancio la pension que traen consigo las holguras que en el rio ó en la vega se toman en Toledo. Con la seguridad que promete la mucha justicia y bien inclinada gente de aquella ciudad, venia el buen hidalgo con su honrada familia léjos de pensar en desastre que sucederles pudiese; pero como las mas de las desdichas que vienen no se piensan, contra todo su pensamiento les sucedió una que les turbó la holgura, y les dió que llorar muchos años.
Hasta veinte y dos tendria un caballero de aquella ciudad, á quien la riqueza, la sangre ilustre, la inclinacion torcida, la libertad demasiada, y las compañías libres le hacian hacer cosas y tener atrevimientos que desdecian de su calidad, y le daban renombre de atrevido. Este caballero pues (que por ahora por buenos respetos encubriendo su nombre le llamaremos con el de Rodolfo), con otros cuatro amigos suyos, todos mozos, todos alegres y todos insolentes, bajaba por la misma cuesta que el hidalgo subia.
Encontráronse los dos escuadrones, el de las ovejas con el de los lobos; y con deshonesta desenvoltura Rodolfo y sus camaradas, cubiertos los rostros, miraron los de la madre, y de la hija, y de la criada. Alborotóse el viejo, y reprochóles y afeóles su atrevimiento: ellos le respondieron con muecas y burla, y sin desmandarse á mas pasaron adelante. Pero la mucha hermosura del rostro que habia p. 170 visto Rodolfo, que era de Leocadia, que así quieren que se llamase la hija del hidalgo, comenzó de tal manera á imprimírsele en la memoria, que le llevó tras sí la voluntad, y despertó en él un deseo de gozarla á pesar de todos los inconvenientes que sucederle pudiesen: y en un instante comunicó su pensamiento con sus camaradas, y en otro instante se resolvieron de volver y robarla, por dar gusto á Rodolfo; que siempre los ricos que dan en liberales, hallan quien canonice sus desafueros, y califique por buenos sus malos gustos; y así el nacer el mal propósito, el comunicarle, y el aprobarle, y el determinarse de robar á Leocadia, y el robarla, casi todo fué en un punto.
Pusiéronse los pañizuelos en los rostros, y desenvainadas las espadas, volvieron, y á pocos pasos alcanzaron á los que no habian acabado de dar gracias á Dios, que de las manos de aquellos atrevidos les habia librado.
Arremetió Rodolfo con Leocadia, y cogiéndola en brazos, dió á huir con ella, la cual no tuvo fuerzas para defenderse, y el sobresalto le quitó la voz para quejarse, y aun la luz de los ojos, pues desmayada y sin sentido ni vió quién la llevaba, ni adónde la llevaban. Dió voces su padre, gritó su madre, lloró su hermanico, arañóse la criada; pero ni las voces fueron oidas, ni los gritos escuchados, ni movió á compasion el llanto, ni los araños fueron de provecho alguno; porque todo lo cubria la soledad del lugar, y el callado silencio de la noche, y las crueles entrañas de los malhechores. Finalmente, alegres se fueron los unos, y tristes se quedaron los otros.
Rodolfo llegó á su casa sin impedimento alguno, y los padres de Leocadia llegaron á la suya lastimados, afligidos y desesperados: ciegos, sin los ojos de su hija, que eran la lumbre de los suyos: solos, porque Leocadia era su dulce y agradable compañía: confusos, sin saber si seria bien dar noticia de su desgracia á la justicia, temerosos no fuesen ellos el principal instrumento de publicar su deshonra.
Veíanse necesitados de favor, como hidalgos pobres: no sabian de quién quejarse, sino de su corta ventura. Rodolfo en tanto, sagaz y astuto, tenia ya en su casa y en su aposento á Leocadia, á la cual, puesto que sintió que iba desmayada cuando la llevaba, la habia cubierto los ojos con un pañuelo, porque no viese las calles por donde la llevaba, ni la casa, ni el aposento donde estaba, en el cual sin ser visto de nadie, á causa que él tenia un cuarto aparte en la casa de su padre, que aun vivia, y tenia de su estancia la llave y las de todo el cuarto (inadvertencia de padres que quieren tener sus hijos recogidos), ántes que de su desmayo volviese Leocadia, habia cumplido su deseo Rodolfo; que los ímpetus no castos de la mocedad, pocas veces ó ninguna reparan en comodidades y requisitos que mas los inciten y le p. 171 vanten. Ciego de la luz del entendimiento, á escuras robó la mejor prenda de Leocadia; y como los pecados de la sensualidad por la mayor parte no tiran mas allá la barra del término del cumplimiento dellos, quisiera luego Rodolfo que de allí se desapareciera Leocadia, y le vino á la imaginacion de ponella en la calle así desmayada como estaba; y yéndolo á poner en obra, sintió que volvia en sí, diciendo:
—¿Adónde estoy, desdichada? ¿Qué escuridad es esta, qué tinieblas me rodean? ¿Estoy en el limbo de mi inocencia, ó en el infierno de mis culpas? ¡Jesus! ¿quién me toca? ¿Yo en cama, yo lastimada? ¿Escúchasme, madre y señora mia? ¿Óyesme, querido padre? ¡Ay sin ventura de mí! que bien advierto que mis padres no me escuchan, y que mis enemigos me tocan: venturosa seria yo, si esta escuridad durase para siempre, sin que mis ojos volviesen á ver la luz del mundo, y que este lugar donde ahora estoy, cualquiera que él se fuese, sirviese de sepultura á mi honra, pues es mejor la deshonra que se ignora, que la honra que está puesta en opinion de las gentes: ya me acuerdo (¡que yo nunca me acordara!) que ha poco que venia en la compañía de mis padres: ya me acuerdo que me saltearon: ya me imagino y veo que no es bien que me vean las gentes: ó tú, cualquiera que seas, que aquí estás conmigo (y en esto tenia asido de las manos á Rodolfo), si es que tu alma admite género de ruego alguno, te ruego que ya que has triunfado de mi fama, triunfes tambien de mi vida: quítamela al momento, que no es bien que la tenga la que no tiene honra: mira que el rigor de la crueldad que has usado conmigo en ofenderme, se templará con la piedad que usarás en matarme; y así en un mismo punto vendrás á ser cruel y piadoso.
Confuso dejaron las razones de Leocadia á Rodolfo, y como mozo poco esperimentado, ni sabia qué decir, ni qué hacer, cuyo silencio admiraba mas á Leocadia, la cual con las manos procuraba desengañarse si era fantasma ó sombra el que con ella estaba; pero como tocaba cuerpo y se le acordaba de la fuerza que se le habia hecho viniendo con sus padres, caia en la verdad del cuento de su desgracia; y con este pensamiento tornó á añudar las razones que los muchos sollozos y suspiros habian interrumpido, diciendo:
—Atrevido mancebo, que de poca edad hacen tus hechos que te juzgue, yo te perdono la ofensa que me has hecho, con solo que me prometas y jures que como la has cubierto con esta escuridad, la cubrirás con perpetuo silencio sin decirla á nadie: poca recompensa te pido de tan grande agravio; pero para mí será la mayor que yo sabré pedirte, ni tú querrás darme: advierte en que yo nunca he visto tu rostro, ni quiero verle, porque ya que se me acuerde de mi ofensa, no quiero acor p. 172 darme de mi ofensor, ni guardar en la memoria la imágen del autor de mi daño: entre mí y el cielo pasarán mis quejas, sin querer que las oiga el mundo, el cual no juzga por los sucesos las cosas, sino conforme á él se asienta en la estimacion: no sé cómo te digo estas verdades, que se suelen fundar en la esperiencia de muchos casos y en el discurso de muchos años, no llegando los mios á diez y siete; por do me doy á entender que el dolor de una misma manera ata y desata la lengua del afligido, unas veces exagerando su mal para que se le crean, otras veces no diciéndole porque no se le remedien: de cualquier manera, que yo calle ó hable, creo que he de moverte á que me creas, ó que me remedies, pues el no creerme será ignorancia, y el remediarme imposible de tener algun alivio: no quiero desesperarme, porque te costará poco el dármele, y es este: mira, no aguardes ni confíes que el discurso del tiempo temple la justa saña que contra tí tengo, ni quieras amontonar los agravios: miéntras ménos me gozares, y habiéndome ya gozado, ménos se encenderán tus malos deseos: haz cuenta que me ofendiste por accidente, sin dar lugar á ningun buen discurso; yo la haré de que no nací en el mundo, ó que si nací fué para ser desdichada: ponme luego en la calle, ó á lo ménos junto á la iglesia mayor, porque desde allí bien sabré volverme á mi casa; pero tambien has de jurar de no seguirme, ni saberla, ni preguntarme el nombre de mis padres, ni el mio, ni el de mis parientes; que á ser tan ricos como nobles, no fueran en mí tan desdichados: respóndeme á esto, y si temes que te pueda conocer con la habla, hágote saber, que fuera de mi padre y de mi confesor, no he hablado con hombre alguno en mi vida, y á pocos he oido hablar en tanta comunicacion, que pueda distinguirles por el sonido de la habla.
La respuesta que dió Rodolfo á las discretas razones de la lastimada Leocadia, no fué otra que abrazarla, dando muestras que queria volver á confirmar en él su gusto, y en ella su deshonra. Lo cual visto por Leocadia, con mas fuerzas de las que su tierna edad prometia, se defendió con los piés, con las manos, con los dientes y con la lengua, diciéndole:
—Haz cuenta, traidor y desalmado hombre, quien quiera que seas, que los despojos que de mí has llevado, son los que pudiste tomar de un tronco ó de una coluna sin sentido, cuyo vencimiento y triunfo ha de redundar en tu infamia y menosprecio; pero el que ahora pretendes no le has de alcanzar sino con mi muerte: desmayada me pisaste y aniquilaste, mas ahora que tengo brios, ántes podrás matarme: que si ahora despierta sin resistencia concediese con tan abominable gusto, podrias imaginar que mi desmayo fué fingido, cuando te atreviste á destruirme.
Finalmente, tan gallarda p. 173 y porfiadamente se resistió Leocadia, que las fuerzas y los deseos de Rodolfo se enflaquecieron; y como la insolencia que con Leocadia habia usado no tuvo otro principio que de un ímpetu lascivo, del cual nunca nace el verdadero amor que permanece, en lugar del ímpetu que se pasa, queda, si no el arrepentimiento, á lo ménos una tibia voluntad de segundalle. Frio pues y cansado Rodolfo, sin hablar palabra alguna, dejó á Leocadia en su cama, en su casa, y cerrando el aposento, se fué á buscar á sus camaradas para aconsejarse con ellos de lo que hacer debia.
Sintió Leocadia que quedaba sola y encerrada, y levantándose del lecho, anduvo todo el aposento, tentando las paredes con las manos, por ver si hallaba puerta por do irse, ó ventana por do arrojarse: halló la puerta, pero bien cerrada, y topó una ventana que pudo abrir, por donde entró el resplandor de la luna, tan clara, que pudo distinguir Leocadia las colores de unos damascos que el aposento adornaban: vió que era dorada la cama, y tan ricamente compuesta, que mas parecia lecho de príncipe, que de algun particular caballero: contó las sillas y los escritorios: notó la parte donde la puerta estaba, y aunque vió pendientes de las paredes algunas tablas, no pudo alcanzar á ver las pinturas que contenian: la ventana era grande, guarnecida y guardada de una gruesa reja; la vista caia á un jardin que tambien se cerraba con paredes altas: dificultades que se opusieron á la intencion que de arrojarse á la calle tenia: todo lo que vió y notó de la capacidad y ricos adornos de aquella estancia, le dió á entender que el dueño della debia de ser hombre principal y rico, y no como quiera, sino aventajadamente: en un escritorio que estaba junto á la ventana, vió un crucifijo pequeño todo de plata, el cual tomó, y se le puso en la manga de la ropa, no por devocion ni por hurto, sino llevada de un discreto designio suyo: hecho esto, cerró la ventana como ántes estaba, y volvióse al lecho, esperando qué fin tendria el mal principio de su suceso.
No habria pasado á su parecer media hora, cuando sintió abrir la puerta del aposento, y que á ella se llegó una persona, y sin hablar palabra, con un pañuelo le vendó los ojos, y tomándola del brazo la sacó fuera de la estancia, y sintió que volvia á cerrar la puerta. Esta persona era Rodolfo, el cual, aunque habia ido á buscar á sus camaradas, no quiso hallarlos, pareciéndole que no le estaba bien hacerlos testigos de lo que con aquella doncella habia pasado; ántes se resolvió en decirles que arrepentido del mal hecho y movido de sus lágrimas, la habia dejado en la mitad del camino. Con este acuerdo volvió tan presto á poner á Leocadia junto á la iglesia mayor, como ella se lo habia pedido, ántes que amaneciese y el dia le estorbase de echalla y le forzase á p. 174 tenerla en su aposento hasta la noche venidera, en el cual espacio de tiempo, ni él queria volver á usar de sus fuerzas, ni dar ocasion á ser conocido.
Llevóla pues hasta la plaza que llaman de Ayuntamiento, y allí en voz trocada y en lengua medio portuguesa y castellana, le dijo que seguramente podia irse á su casa, porque de nadie seria seguida; y ántes que ella tuviese lugar de quitarse el pañuelo, ya él se habia puesto en parte donde no pudiese ser visto.
Quedó sola Leocadia, quitóse la venda, reconoció el lugar donde la dejaron, miró á todas partes, no vió á persona; pero sospechosa que desde léjos la siguiesen, á cada paso se detenia, dándolos hácia su casa, que no muy léjos de allí estaba: y por desmentir las espías, si acaso le seguian, se entró en una casa que halló abierta, y de allí á poco se fué á la suya, donde halló á sus padres atónitos y sin desnudarse, y aun sin tener pensamiento de tomar descanso alguno.
Cuando la vieron corrieron á ella con los brazos abiertos, y con lágrimas en los ojos la recebieron. Leocadia, llena de sobresalto y alborozo, hizo á sus padres que se retirasen con ella aparte, como lo hicieron, y allí en breves palabras les dió cuenta de todo su desastrado suceso, con todas las circunstancias dél, y de la ninguna noticia que traia del salteador y robador de su honra: díjoles lo que habia visto en el teatro donde se representó la tragedia de su desventura: la ventana, el jardin, la reja, los escritorios, la cama, los damascos, y á lo último les mostró el crucifijo que habia traido, ante cuya imágen se renovaron las lágrimas, se hicieron deprecaciones, se pidieron venganzas y desearon milagrosos castigos: dijo ansimismo, que aunque ella no deseaba venir en conocimiento de su ofensor, que si á sus padres les parecia ser bien conocelle, que por medio de aquella imágen podrian, haciendo que los sacristanes dijesen en los púlpitos de todas las parroquias de la ciudad, que el que hubiese perdido tal imágen la hallaria en poder del religioso que ellos señalasen; y que ansí, sabiendo el dueño de la imágen, se sabria la casa y aun la persona de su enemigo.
Á esto replicó el padre:
—Bien habias dicho, hija, si la malicia ordinaria no se opusiera á tu discreto discurso, pues está claro que esta imágen hoy en este dia se ha de echar ménos en el aposento que dices, y el dueño della ha de tener por cierto que la persona que con él estuvo se la llevó, y de llegar á su noticia que la tiene algun religioso, ántes ha de servir de conocer quién se la dió al tal que la tiene, que no de declarar el dueño que la perdió; porque puede hacer que venga por ella otra á quien el dueño haya dado las señas; y siendo esto ansí, ántes quedaremos confusos que informados, puesto que podamos usar del mismo artificio que sospechamos, dándola al religioso p. 175 por tercera persona: lo que has de hacer, hija, es guardarla y encomendarte á ella, que pues ella fué testigo de tu desgracia, permitirá que haya juez que vuelva por tu justicia; y advierte, hija, que mas lastima una onza de deshonra pública, que una arroba de infamia secreta; y pues puedes vivir honrada con Dios en público, no te pene de estar deshonrada contigo en secreto: la verdadera deshonra está en el pecado, y la verdadera honra en la virtud: con el dicho, con el deseo y con la obra se ofende á Dios; y pues tú ni en dicho, ni en pensamiento, ni en hecho le has ofendido, tente por honrada, que yo por tal te tendré, sin que jamas te mire sino como verdadero padre tuyo.
Con estas prudentes razones consoló su padre á Leocadia; y abrazándola de nuevo su madre, procuró tambien consolarla: ella gimió y lloró de nuevo, y se redujo á cubrir la cabeza, como dicen, y á vivir recogidamente debajo del amparo de sus padres, con vestido tan honesto como pobre.
Rodolfo en tanto vuelto á su casa, echando ménos la imágen del crucifijo, imaginó quién podia haberla llevado; pero no se le dió nada, y como rico no hizo cuenta dello, ni sus padres se la pidieron, cuando de allí á tres dias que él partió á Italia, entregó por cuenta á una camarera de su madre todo lo que en el aposento dejaba.
Muchos dias habia que tenia Rodolfo determinado de pasar á Italia, y su padre, que habia estado en ella, se lo persuadia, diciéndole que no eran caballeros los que solamente lo eran en su patria, que era menester serlo tambien en las ajenas. Por estas y otras razones se dispuso la voluntad de Rodolfo de cumplir la de su padre, el cual le dió crédito de muchos dineros para Barcelona, Génova, Roma y Nápoles; y él con dos de sus camaradas se partió luego, goloso de lo que habia oido decir á algunos soldados de la abundancia de las hosterías de Italia y Francia, y de la libertad que en los alojamientos tenian los españoles. Sonábale bien aquel: Eco li buoni polastri, picioni, presuto et salcicie , con otros nombres deste jaez, de quien los soldados se acuerdan cuando de aquellas partes vienen á estas, y pasan por la estrecheza é incomodidades de las ventas y mesones de España. Finalmente, él se fué con tan poca memoria de lo que con Leocadia le habia sucedido, como si nunca hubiera pasado.
Ella en este entre tanto pasaba la vida en casa de sus padres con el recogimiento posible, sin dejar verse de persona alguna, temerosa que su desgracia se la habian de leer en la frente. Pero á pocos meses vió serle forzoso hacer por fuerza lo que hasta allí de grado hacia: vió que le convenia vivir retirada y escondida, porque se sintió preñada; suceso por el cual las en algun tanto olvidadas lágrimas volvieron p. 176 á sus ojos, y los suspiros y lamentos comenzaron de nuevo á herir los vientos, sin ser parte la discrecion de su buena madre á consolalla. Voló el tiempo, y llegóse el punto del parto, y con tanto secreto, que aun no se osó fiar de la partera; usurpando este oficio la madre, dió á la luz del mundo un niño de los hermosos que pudieran imaginarse. Con el mismo recato y secreto que habia nacido le llevaron á una aldea, donde se crió cuatro años, al cabo de los cuales, con nombre de sobrino le trujo su abuelo á su casa, donde se criaba, si no muy rica, á lo ménos muy virtuosamente.
Era el niño (á quien pusieron nombre Luis, por llamarse así su abuelo) de rostro hermoso, de condicion mansa, de ingenio agudo, y en todas las acciones que en aquella edad tierna podia hacer, daba señales de ser de algun noble padre engendrado; y de tal manera su gracia, belleza y discrecion enamoraron á sus abuelos, que vinieron á tener por dicha la desdicha de su hija por haberles dado tal nieto. Cuando iba por la calle llovian sobre él millares de bendiciones: unos bendecian su hermosura, otros la madre que le habia parido, estos el padre que le engendró, aquellos á quien tan bien criado le criaba. Con este aplauso de los que le conocian y no conocian, llegó el niño á la edad de siete años, en la cual ya sabia leer latin y romance, y escribir formada y muy buena letra; porque la intencion de sus abuelos era hacerle virtuoso y sabio, ya que no le podian hacer rico: como si la sabiduría y la virtud no fuesen las riquezas sobre quien no tienen jurisdiccion los ladrones ni la que llaman fortuna.
Sucedió pues que un dia que el niño fué con un recaudo de su abuela á una parienta suya, acertó á pasar por una calle donde habia carrera de caballeros: púsose á mirar, y por mejorarse de puesto pasó de una parte á otra á tiempo que no pudo huir de ser atropellado de un caballo, á cuyo dueño no fué posible detenerle en la furia de su carrera: pasó por encima dél, y dejóle como muerto tendido en el suelo, derramando mucha sangre de la cabeza. Apénas esto hubo sucedido, cuando un caballero anciano que estaba mirando la carrera, con no vista lijereza se arrojó de su caballo, y fué donde estaba el niño, y quitándole de los brazos de uno que ya le tenia, le puso en los suyos, y sin tener cuenta con sus canas ni con su autoridad, que era mucha, á paso largo se fué á su casa, ordenando á sus criados que le dejasen y fuesen á buscar un cirujano que al niño curase. Muchos caballeros le siguieron lastimados de la desgracia de tan hermoso niño, porque luego salió la voz que el atropellado era Luisico, el sobrino del tal caballero, nombrando á su abuelo. Esta voz corrió de boca en boca hasta que llegó á los oidos de sus abuelos y de su encubierta madre, los cuales, certificados p. 177 bien del caso, como desatinados y locos salieron á buscar á su querido; y por ser tan conocido y tan principal el caballero que le habia llevado, muchos de los que encontraron les dijeron su casa, á la cual llegaron á tiempo que ya estaba el niño en poder del cirujano.
El caballero y su mujer, dueños de la casa, pidieron á los que pensaron ser sus padres que no llorasen ni alzasen la voz á quejarse, porque no le seria al niño de ningun provecho. El cirujano, que era famoso, habiéndole curado con grandísimo tiento y maestría, dijo que no era tan mortal la herida como él al principio habia temido. En la mitad de la cura volvió Luis en su acuerdo, que hasta allí habia estado sin él, y alegróse en ver á sus tios, los cuales le preguntaron llorando que cómo se sentia. Respondió que bueno, sino que le dolia mucho el cuerpo y la cabeza. Mandó el médico que no hablasen con él, sino que le dejasen reposar: hízose ansí, y su abuelo comenzó á agradecer al señor de la casa la gran caridad que con su sobrino habia usado. Á lo cual respondió el caballero que no tenia que agradecelle; porque le hacia saber que cuando vió al niño caido y atropellado, le pareció que habia visto el rostro de un hijo suyo, á quien él queria tiernamente, y que esto le movió á tomarle en sus brazos y traerle á su casa, donde estaria todo el tiempo que la cura durase, con el regalo que fuese posible y necesario. Su mujer, que era una noble señora, dijo lo mismo, y hizo aun mas encarecidas promesas.
Admirados quedaron de tanta cristiandad los abuelos; pero la madre quedó mas admirada, porque habiendo con las nuevas del cirujano sosegádose algun tanto su alborotado espíritu, miró atentamente el aposento donde su hijo estaba, y claramente por muchas señales conoció que aquella era la estancia donde se habia dado fin á su honra y principio á su desventura; y aunque no estaba adornada de los damascos que entónces tenia, conoció la disposicion della, vió la ventana de la reja que caia al jardin, y por estar cerrada á causa del herido, preguntó si aquella ventana respondia á algun jardin. Y fuéle respondido que sí; pero lo que mas conoció fué que aquella era la misma cama que tenia por tumba de su sepultura; y mas que el propio escritorio, sobre el cual estaba la imágen que habia traido, se estaba en el mismo lugar.
Finalmente, sacaron á luz la verdad de todas sus sospechas los escalones que ella habia contado cuando la sacaron del aposento tapados los ojos, digo, los escalones que habia desde allí á la calle, que con advertencia discreta contó; y cuando volvió á su casa, dejando á su hijo, los volvió á contar y halló cabal el número; y confiriendo unas señales con otras, de todo punto certificó p. 178 por verdadera su imaginacion, de lo cual dió por estenso cuenta á su madre, que como discreta se informó si el caballero donde su nieto estaba, habia tenido ó tenia algun hijo; y halló que el que llamamos Rodolfo lo era, y que estaba en Italia; tanteando el tiempo que le dijeron que habia faltado de España, vió que eran los mismos siete años que el nieto tenia.
Dió aviso de todo esto á su marido, y entre los dos y su hija acordaron de esperar lo que Dios hacia del herido, el cual dentro de quince dias estuvo fuera de peligro, y á los treinta se levantó, en todo el cual tiempo fué visitado de la madre y de la abuela, y regalado de los dueños de la casa como si fuera su mismo hijo; y algunas veces hablando con Leocadia Doña Estefanía, que así se llamaba la mujer del caballero, le decia que aquel niño se parecia tanto á un hijo suyo que estaba en Italia, que ninguna vez le miraba que no le pareciese ver á su hijo delante. Destas razones tomó ocasion de decirle una vez que se halló sola con ella, las que con acuerdo de sus padres habia determinado de decille, que fueron estas ú otras semejantes:
—El dia, señora, que mis padres oyeron decir que su sobrino estaba tan mal parado, creyeron y pensaron que se les habia cerrado el cielo y caido todo el mundo á cuestas: imaginaron que ya les faltaba la lumbre de sus ojos y el báculo de su vejez, faltándoles este sobrino á quien ellos quieren con amor de tal manera, que con muchas ventajas escede al que suelen tener otros padres á sus hijos; mas como decirse suele, que cuando Dios da la llaga da la medicina, la halló el niño en esta casa, y yo en ella el acuerdo de unas memorias que no las podré olvidar miéntras la vida me durare: yo, señora, soy noble, porque mis padres lo son, y lo han sido todos mis antepasados, que con una medianía de los bienes de fortuna han sustentado su honra felizmente donde quiera que han vivido.
Admirada y suspensa estaba Doña Estefanía escuchando las razones de Leocadia, y no podia creer, aunque lo veia, que tanta discrecion pudiese encerrarse en tan pocos años, puesto que á su parecer la juzgaba por de veinte, poco mas ó ménos; y sin decirle ni replicarle palabra, esperó todas las que quiso decirle, que fueron aquellas que bastaron para contarle la travesura de su hijo, la deshonra suya, el robo, el cubrirle los ojos, el traerla á aquel aposento, las señales en que habia conocido ser aquel mismo que sospechaba; para cuya confirmacion sacó del pecho la imágen del crucifijo, que habia llevado, á quien dijo:
—Tú, Señor, que fuiste testigo de la fuerza que se me hizo, sé juez de la enmienda que se me debe hacer: de encima de aquel escritorio te llevé con propósito de acordarte siempre mi agravio, no para pedirte ven p. 179 ganza dél, que no la pretendo, sino para rogarte me dieses algun consuelo con que llevar en paciencia mi desgracia. Este niño, señora, con quien habeis mostrado el estremo de vuestra caridad, es vuestro verdadero nieto: permision fué del cielo el haberlo atropellado, para que trayéndole á vuestra casa, hallase yo en ella, como espero que he de hallar, si no el remedio que mejor convenga con mi desventura, á lo ménos el medio con que pueda sobrellevarla.
Diciendo esto, abrazada con el crucifijo, cayó desmayada en los brazos de Estefanía, la cual en fin, como mujer y noble, en quien la compasion y misericordia suele ser tan natural como la crueldad en el hombre, apénas vió el desmayo de Leocadia, cuando juntó su rostro con el suyo, derramando sobre él tantas lágrimas, que no fué menester esparcirle otra agua encima para que Leocadia en sí volviese.
Estando las dos desta manera, acertó á entrar el caballero, marido de Estefanía, que traia á Luisico de la mano, y viendo el llanto de Estefanía y el desmayo de Leocadia, preguntó á gran priesa le dijesen la causa de do procedia. El niño abrazaba á su madre por su prima y á su abuela por su bienhechora, y asimismo preguntaba por qué lloraban.
—Grandes cosas, señor, hay que deciros, respondió Estefanía á su marido, cuyo remate se acabará con deciros, que hagais cuenta que esta desmayada es hija vuestra y este niño vuestro nieto. Esta verdad que os digo me ha dicho esta niña, y la ha confirmado y confirma el rostro deste niño, en el cual entrambos habemos visto el de nuestro hijo.
—Si mas no os declarais, señora, yo no os entiendo, replicó el caballero.
En esto volvió en sí Leocadia, y abrazada del crucifijo, parecia estar convertida en un mar de llanto. Todo lo cual tenia puesto en gran confusion al caballero, de la cual salió contándole su mujer todo aquello que Leocadia le habia contado; y él lo creyó por divina permision del cielo, como si con muchos y verdaderos testigos se lo hubieran probado. Consoló y abrazó á Leocadia, besó á su nieto, y aquel mismo dia despacharon un correo á Nápoles, avisando á su hijo se viniese luego, porque le tenian concertado casamiento con una mujer hermosa sobremanera, y tal cual para él convenia. No consintieron que Leocadia ni su hijo volviesen mas á la casa de sus padres, los cuales contentísimos del buen suceso de su hija, daban infinitas gracias á Dios por ello.
Llegó el correo á Nápoles, y Rodolfo con la golosina de gozar tan hermosa mujer como su padre le significaba, de allí á dos dias que recebió la carta, ofreciéndosele ocasion de cuatro galeras que estaban á punto de venir á España, se embarcó en ellas con sus dos camaradas, que aun no le habian dejado, y con próspero suceso en doce dias llegó á Barcelona, y de allí por p. 180 la posta en otros siete se puso en Toledo, y entró en casa de su padre, tan galan y tan bizarro, que los estremos de la gala y de la bizarría estaban en él todos juntos.
Alegráronse sus padres con la salud y bienvenida de su hijo. Suspendióse Leocadia, que de parte escondida le miraba por no salir de la traza y órden que Doña Estefanía le habia dado. Los camaradas de Rodolfo quisieran irse á sus casas luego, pero no lo consintió Estefanía por haberlos menester para su designio. Estaba cerca la noche cuando Rodolfo llegó, y en tanto que se aderezaba la cena, Estefanía llamó aparte los camaradas de su hijo, creyendo sin duda alguna que ellos debian de ser los dos de los tres que Leocadia habia dicho que iban con Rodolfo la noche que la robaron, y con grandes ruegos les pidió le dijesen si se acordaban que su hijo habia robado á una mujer tal noche, tantos años habia; porque el saber la verdad desto importaba la honra y el sosiego de todos sus parientes: y con tales y tantos encarecimientos se lo supo rogar, y de tal manera les asegurar que de descubrir este robo no les podia suceder daño alguno, que ellos tuvieron por bien de confesar ser verdad que una noche de verano, yendo ellos dos y otro amigo con Rodolfo, robaron en la misma que ella señalaba á una muchacha, y que Rodolfo se habia venido con ella miéntras ellos detenian á la gente de su familia, que con voces la querian defender, y que otro dia les habia dicho Rodolfo que la habia llevado á su casa, y solo esto era lo que podian responder á lo que les preguntaban.
La confesion destos dos fué echar la llave á todas las dudas que en tal caso se podian ofrecer; y así determinó de llevar al cabo su buen pensamiento, que fué este. Poco ántes que se sentasen á cenar, se entró en un aposento á solas su madre con Rodolfo, y poniéndole un retrato en las manos, le dijo:
—Yo quiero, Rodolfo hijo, darte una gustosa cena con mostrarte á tu esposa; este es su verdadero retrato; pero quiérote advertir que lo que le falta de belleza le sobra de virtud: es noble y discreta, y medianamente rica, y pues tu padre y yo te la hemos escogido, asegúrote que es la que te conviene.
Atentamente miró Rodolfo el retrato, y dijo:
—Si los pintores que ordinariamente suelen ser pródigos de la hermosura con los rostros que retratan, lo han sido tambien con este, sin duda creo que el original debe de ser la misma fealdad; á la fe, señora y madre mia, justo es y bueno que los hijos obedezcan á sus padres en cuanto les mandaren, pero tambien es conveniente y mejor que los padres den á sus hijos el estado de que mas gustaren; y pues el del matrimonio es ñudo que no le desata sino la muerte, bien será que sus lazos sean iguales y de unos mismos hilos fabricados: la virtud, la nobleza, la discrecion y los bienes de la p. 181 fortuna bien pueden alegrar el entendimiento de aquel á quien le cupieron en suerte con su esposa; pero que la fealdad della alegre los ojos del esposo, paréceme imposible: mozo soy, pero bien se me entiende que se compadece con el sacramento del matrimonio el justo y debido deleite que los casados gozan; que si él falta, cojea el matrimonio y desdice de su segunda intencion; pues pensar que un rostro feo, que se ha de tener á todas horas delante de los ojos en la sala, en la mesa y en la cama, pueda deleitar, otra vez digo que lo tengo por casi imposible: por vida de vuesa merced, madre mia, que me dé compañera que me entretenga y no enfade; porque sin torcer á una ó á otra parte, igualmente y por camino derecho llevemos ambos á dos el yugo donde el cielo nos pusiere; si esta señora es noble, discreta y rica, como vuesa merced dice, no le faltará esposo que sea de diferente humor que el mio: unos hay que buscan nobleza, otros discrecion, otros dineros, y otros hermosura, y yo soy destos últimos; porque nobleza, gracias al cielo y á mis pasados, y á mis padres, ellos me la dejaron por herencia; discrecion, como una mujer no sea necia, tonta ó boba, bástale que ni por aguda despunte ni por boba no aproveche; de las riquezas, tambien las de mis padres me hacen no estar temeroso de venir á ser pobre: la hermosura busco, la belleza quiero, no con otra dote que con la de la honestidad y buenas costumbres, que si esto trae mi esposa, yo serviré á Dios con gusto y daré buena vejez á mis padres.
Contentísima quedó su madre de las razones de Rodolfo, por haber conocido por ellas que iba saliendo bien con su designio: respondióle que ella procuraria casarle conforme su deseo, que no tuviese pena alguna, que era fácil deshacerse los conciertos que de casarle con aquella señora estaban hechos. Agradecióselo Rodolfo, y por ser llegada la hora de cenar se fueron á la mesa; y habiéndose ya sentado á ella el padre y la madre, Rodolfo y sus dos camaradas, dijo doña Estefanía al descuido:
—¡Pecadora de mí, y qué bien que trato á mi huéspeda! andad vos, dijo á un criado, decid á la señora Doña Leocadia que sin entrar en cuentas con su mucha honestidad, nos venga á honrar esta mesa, que los que á ella están todos son mis hijos y sus servidores.
Todo esto era traza suya, y de todo lo que habia de hacer estaba avisada y advertida Leocadia. Poco tardó en salir Leocadia, y dar de sí la improvisa y mas hermosa muestra que pudo dar jamas compuesta y natural hermosura.
Venia vestida, por ser invierno, de una saya entera de terciopelo negro, llovida de botones de oro y perlas, cintura y collar de diamantes; sus mismos cabellos, que eran luengos y no demasiadamente rubios, le servian de adorno y tocas, cuya invencion de lazos, p. 182 y rizos, y vislumbres de diamantes que con ellos se entretejian, turbaban la luz de los ojos que los miraban. Era Leocadia de gentil disposicion y brio; traia de la mano á su hijo, y delante della venian dos doncellas, alumbrándola con dos velas de cera en dos candeleros de plata.
Levantáronse todos á hacerla reverencia, como si fuera alguna cosa del cielo que allí milagrosamente se habia aparecido. Ninguno de los que allí estaban embebecidos mirándola, parece que de atónitos no acertaron á decirle palabra. Leocadia con airosa gracia y discreta crianza se humilló á todos, y tomándola de la mano Estefanía, la sentó junto á sí frontero de Rodolfo. Al niño sentaron junto á su abuelo.
Rodolfo, que desde mas cerca miraba la incomparable belleza de Leocadia, decia entre sí:
«Si la mitad desta hermosura tuviera la que mi madre me tiene escogida por esposa, tuviérame yo por el mas dichoso hombre del mundo. ¡Válame Dios! ¡qué es esto que veo! ¿es por ventura algun ángel humano el que estoy mirando?»
Y en esto se le iba entrando por los ojos á tomar posesion de su alma la hermosa imágen de Leocadia, la cual, en tanto que la cena venia, viendo tambien tan cerca de sí al que ya queria mas que á la luz de los ojos con que alguna vez á hurto le miraba, comenzó á revolver en su imaginacion lo que con Rodolfo habia pasado: comenzaron á enflaquecerse en su alma las esperanzas que de ser su esposo su madre le habia dado, temiendo que á la cortedad de su ventura habian de corresponder las promesas de su madre; consideraba cuán cerca estaba de ser dichosa ó sin dicha para siempre; y fué la consideracion tan intensa y los pensamientos tan revueltos, que le apretaron el corazon de manera, que comenzó á sudar y á perderse de color en un punto, sobreviniéndole un desmayo, que le forzó á reclinar la cabeza en los brazos de Doña Estefanía, que como ansí la vió, con turbacion la recebió en ellos.
Sobresaltáronse todos, y dejando la mesa, acudieron á remediarla. Pero el que dió mas muestras de sentirlo, fué Rodolfo, pues por llegar presto á ella tropezó y cayó dos veces. Ni por desabrocharla ni echarla agua en el rostro volvia en sí, ántes el levantado pecho y el pulso, que no se le hallaban, iban dando precisas señales de su muerte; y las criadas y criados de casa, como ménos considerados, dieron voces y la publicaron por muerta. Estas amargas nuevas llegaron á los oidos de los padres de Leocadia, que para mas gustosa ocasion los tenia Doña Estefanía escondidos. Los cuales con el cura de la parroquia, que ansimismo con ellos estaba, rompiendo el órden de Estefanía, salieron á la sala.
Llegó el cura presto, por ver si por algunas señales daba indicios de arrepentirse de sus pecados para absolverla dellos; y donde pensó hallar p. 183 un desmayado, halló dos, porque ya estaba Rodolfo puesto el rostro sobre el pecho de Leocadia. Dióle su madre lugar que á ella llegase como á cosa que habia de ser suya; pero cuando vió que tambien estaba sin sentido, estuvo á pique de perder el suyo, y le perdiera, si no viera que Rodolfo tornaba en sí, como volvió, corrido de que le hubiesen visto hacer tan estremados estremos; pero su madre, casi como adivina de lo que su hijo sentia, le dijo:
—No te corras, hijo, de los estremos que has hecho, sino córrete de los que no hicieres, cuando sepas lo que no quiero tenerte mas encubierto, puesto que pensaba dejarlo hasta mas alegre coyuntura: has de saber, hijo de mi alma, que esta desmayada que en los brazos tengo, es tu verdadera esposa; llamo verdadera, porque yo y tu padre te la teníamos escogida, que la del retrato es falsa.
Cuando esto oyó Rodolfo, llevado de su amoroso y encendido deseo, y quitándole el nombre de esposo todos los estorbos que la honestidad y decencia del lugar le podian poner, se abalanzó al rostro de Leocadia, y juntando su boca con la della, estaba como esperando que se le saliese el alma para darle acogida en la suya. Pero cuando mas las lágrimas de todos por lástima crecian, y por dolor las voces se aumentaban, y los cabellos y barbas de la madre y padre de Leocadia arrancados venian á ménos, y los gritos de su hijo penetraban los cielos, volvió en sí Leocadia, y con su vuelta volvió la alegría y el contento que de los pechos de los circunstantes se habia ausentado.
Hallóse Leocadia entre los brazos de Rodolfo, y quisiera con honesta fuerza desasirse dellos; pero él le dijo:
—No, señora, no ha de ser ansí, no es bien que pugneis por apartaros de los brazos de aquel que os tiene en el alma.
Á esta razon acabó de todo en todo de cobrar Leocadia sus sentidos, y acabó Doña Estefanía de no llevar mas adelante su determinacion primera, diciendo al cura que luego desposase á su hijo con Leocadia; él lo hizo ansí, que por haber sucedido este caso en tiempo cuando con sola la voluntad de los contrayentes, sin las diligencias y prevenciones justas y santas que ahora se usan, quedaba hecho el matrimonio, no hubo dificultad que impidiese el desposorio.
El cual hecho, déjese á otra pluma y á otro ingenio mas delicado que el mio el contar la alegría universal de todos los que en él se hallaron; los abrazos que los padres de Leocadia dieron á Rodolfo; las gracias que dieron al cielo y á sus padres; los ofrecimientos de las partes; la admiracion de los camaradas de Rodolfo, que tan impensadamente vieron la misma noche de su llegada tan hermoso desposorio, y mas cuando supieron, por contarlo delante de todos Doña Estefanía, que Leocadia era la doncella que en su compañía su hijo habia robado, de que no p. 184 ménos suspenso quedó Rodolfo; y por certificarse mas de aquella verdad, preguntó á Leocadia le dijese alguna señal por donde viniese en conocimiento entero de lo que no dudaba, por parecerle que sus padres lo tendrian bien averiguado.
Ella respondió:
—Cuando yo recordé y volví en mí de otro desmayo, me hallé, señor, en vuestros brazos sin honra; pero yo lo doy por bien empleado, pues al volver del que ahora he tenido, ansimismo me hallé en los brazos del de entónces, pero honrada; y si esta señal no basta, baste la de una imágen de un crucifijo, que nadie os la pudo hurtar sino yo: si es que por la mañana le echastes ménos, y si es el mismo que tiene mi señora...
—Vos lo sois de mi alma, y lo seréis los años que Dios ordenare, bien mio.
Y abrazándola de nuevo volvieron las bendiciones y parabienes que les dieron.
Vino la cena, y vinieron músicos que para esto estaban prevenidos. Vióse Rodolfo á sí mismo en el espejo del rostro de su hijo; lloraron sus cuatro abuelos de gusto; no quedó rincon en toda la casa que no fuese visitado del júbilo, del contento y de la alegría; y aunque la noche volaba con sus lijeras y negras alas, le parecia á Rodolfo que iba y caminaba no con alas, sino con muletas: tan grande era el deseo de verse á solas con su querida esposa.
Llegóse en fin la hora deseada, porque no hay fin que no le tenga. Fuéronse á acostar todos, quedó toda la casa sepultada en silencio, en el cual no quedará la verdad deste cuento, pues no lo consentirán los muchos hijos y la ilustre descendencia que en Toledo dejaron, y agora viven, estos dos venturosos desposados, que muchos y felices años gozaron de sí mismos, de sus hijos y de sus nietos, permitido todo por el cielo y por La Fuerza de la Sangre , que vió derramada en el suelo el valeroso, ilustre y cristiano abuelo de Luisico.
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No ha muchos años que de un lugar de Estremadura salió un hidalgo, nacido de padres nobles, el cual como un otro pródigo, por diversas partes de España, Italia y Flándes anduvo gastando así los años como la hacienda; y al fin de muchas peregrinaciones (muertos ya sus padres y gastado su patrimonio) vino á parar á la gran ciudad de Sevilla, donde halló ocasion muy bastante para acabar de consumir lo poco que le quedaba. Viéndose pues tan falto de dineros, y aun no con muchos amigos, se acogió al remedio á que otros muchos perdidos en aquella ciudad se acogen, que es el pasarse á las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores (á quien llaman ciertos los peritos en el arte), añagaza general de mujeres libres, engaño comun de muchos y remedio particular de pocos.
En fin, llegado el tiempo en que una flota partia para Tierrafirme, acomodándose con el almirante della, aderezó su matalotaje y su mortaja de esparto, y embarcándose en Cádiz, echando la bendicion á España, zarpó la flota, y con general alegría dieron las velas al viento, que blando y próspero soplaba; el cual en pocas horas les encubrió la tierra, y les descubrió las anchas y espaciosas llanuras del gran padre de las aguas, el mar Océano.
Iba nuestro pasajero pensativo, revolviendo en su memoria los muchos y diversos peligros que en los años de su peregrinacion habia pasado, y el mal gobierno que en todo el discurso de su vida habia tenido: y sacaba de la cuenta que á sí mismo se iba tomando, una firme resolucion de mudar manera de vida, y de tener otro p. 186 estilo en guardar la hacienda que Dios fuese servido de darle, y de proceder con mas recato que hasta allí con las mujeres.
La flota estaba como en calma, cuando pasaba consigo esta tormenta Felipe de Carrizales, que este es el nombre del que ha dado materia á nuestra novela. Tornó á soplar el viento, impeliendo con tanta fuerza los navíos, que no dejó nadie en sus asientos, y así le fué forzoso á Carrizales dejar sus imaginaciones, y dejarse llevar de solos los cuidados que el viaje le ofrecia, el cual viaje fué tan próspero, que sin recebir algun reves ni contraste, llegaron al puerto de Cartagena; y por concluir con todo lo que no hace á nuestro propósito, digo que la edad que tenia Felipe, cuando pasó á las Indias, seria de cuarenta y ocho años, y en veinte que en ellas estuvo, ayudado de su industria y diligencia, alcanzó á tener mas de ciento y cincuenta mil pesos ensayados.
Viéndose pues rico y próspero, tocado del natural deseo que todos tienen de volver á su patria, pospuestos grandes intereses que se le ofrecian, dejando el Perú, donde habia granjeado tanta hacienda, trayéndola toda en barras de oro y plata, y registrada, por quitar inconvenientes, se volvió á España: desembarcó en Sanlúcar; llegó á Sevilla tan lleno de años como de riquezas; sacó sus partidas sin zozobras; buscó sus amigos, hallólos todos muertos; quiso partirse á su tierra, aunque ya habia tenido nuevas que ningun pariente le habia dejado la muerte: y si cuando iba á Indias pobre y menesteroso le iban combatiendo muchos pensamientos sin dejarle sosegar un punto en mitad de las ondas del mar, no ménos ahora en el sosiego de la tierra le combatian, aunque por diferente causa; que si entónces no dormia por pobre, ahora no podia sosegar de rico: que tan pesada carga es la riqueza al que no está usado á tenerla ni saber usar della, como lo es la pobreza al que continuo la tiene. Cuidados acarrea el oro, y cuidados la falta dél; pero los unos se remedian con alcanzar alguna mediana cantidad, y los otros se aumentan miéntras mas parte se alcanza.
Contemplaba Carrizales en sus barras, no por miserable, porque en algunos años que fué soldado aprendió á ser liberal, sino en lo que habia de hacer dellas, á causa que tenerlas en sér, era cosa infructuosa; y tenerlas en casa, cebo para los codiciosos y despertador para los ladrones.
Habíase muerto en él la gana de volver al inquieto trato de las mercancías, y parecíale que conforme á los años que tenia, le sobraban dineros para pasar la vida, y quisiera pasarla en su tierra, y dar en ella su hacienda á tributo, pasando en ella los años de su vejez en quietud y sosiego, dando á Dios lo que podia, pues habia dado al mundo mas de lo que debia: por otra parte consideraba que la estrecheza de su patria era mucha, y la gente muy pobre, p. 187 y que el irse á vivir á ella, era ponerse por blanco de todas las importunidades que los pobres suelen dar al rico que tienen por vecino, y mas cuando no hay otro en el lugar á quien acudir con sus miserias: quisiera tener á quien dejar sus bienes despues de sus dias, y con este deseo tomaba el pulso á su fortaleza, y parecíale que aun podia llevar la carga del matrimonio; y en viniéndole este pensamiento, le sobresaltaba un tan gran miedo, que así se le desbarataba y deshacia, como hace á la niebla el viento, porque de su natural condicion era el mas celoso hombre del mundo, aun sin estar casado, pues con solo la imaginacion de serlo, le comenzaban á ofender los celos, á fatigar las sospechas y á sobresaltar las imaginaciones, y esto con tanta eficacia y vehemencia, que de todo en todo propuso de no casarse.
Y estando resuelto en esto, y no lo estando en lo que habia de hacer de su vida, quiso su suerte que pasando un dia por una calle, alzase los ojos y viese á una ventana puesta una doncella al parecer de edad de trece á catorce años, de tan agradable rostro y tan hermosa, que sin ser poderoso para defenderse el buen viejo Carrizales, rindió la flaqueza de sus muchos años á los pocos de Leonora, que así era el nombre de la hermosa doncella; y luego sin mas detenerse, comenzó á hacer un gran monton de discursos, y hablando consigo mismo decia:
«Esta muchacha es hermosa, y á lo que muestra la presencia desta casa, no debe de ser rica, y ella es niña; sus pocos años pueden asegurar mis sospechas: casarme he con ella, encerraréla, haréla á mis mañas, y con esto no tendrá otra condicion que aquella que yo le enseñare: yo no soy tan viejo que pueda perder la esperanza de tener hijos que me hereden: de que tenga dote ó no, no hay para qué hacer caso, pues el cielo me dió para todo, y los ricos no han de buscar en sus matrimonios hacienda, sino gusto, que el gusto alarga la vida, y los disgustos entre los casados la acortan: alto pues; echada está la suerte, y esta es la que el cielo quiere que yo tenga.»
Y así hecho este soliloquio, no una vez sino ciento, al cabo de algunos dias habló con los padres de Leonora, y supo cómo, aunque pobres, eran nobles, y dándoles cuenta de su intencion y de la calidad de su persona y hacienda, les rogó muy encarecidamente le diesen por mujer á su hija. Ellos le pidieron tiempo para informarse de lo que decia, y que él tambien le tendria para enterarse ser verdad lo que de su nobleza le habian dicho.
Despidiéronse, informáronse las partes, y hallaron ser ansí lo que entrambos dijeron; y finalmente, Leonora quedó por esposa de Carrizales, habiéndola dotado primero en veinte mil ducados: tal estaba de abrasado el pecho del celoso viejo. El cual apénas dió el sí de esposo, p. 188 cuando de golpe le embistió un tropel de rabiosos celos, y comenzó sin causa alguna á temblar, y á tener mayores cuidados que jamas habia tenido: y la primera muestra que dió de su condicion celosa, fué no querer que sastre alguno tomase la medida á su esposa de los muchos vestidos que pensaba hacerle; y así anduvo mirando cuál otra mujer tendria poco mas ó ménos el talle y cuerpo de Leonora, y halló una pobre á cuya medida hizo hacer una ropa, y probándosela su esposa, halló que le venia bien, y por aquella medida hizo los demas vestidos, que fueron tantos y tan ricos, que los padres de la desposada se tuvieron por mas que dichosos en haber acertado con tan buen yerno para remedio suyo y de su hija. La niña estaba asombrada de ver tantas galas, á causa que las que ella en su vida se habia puesto, no pasaban de una saya de raja y una ropilla de tafetan.
La segunda señal que dió Felipe, fué no querer juntarse con su esposa hasta tenerla puesta casa aparte, la cual aderezó en esta forma. Compró una en doce mil ducados en un barrio principal de la ciudad, que tenia agua de pié y jardin con muchos naranjos: cerró todas las ventanas que miraban á la calle, y dióles vista al cielo, y lo mismo hizo de todas las otras de casa: en el portal de la calle, que en Sevilla llaman casapuerta, hizo una caballeriza para una mula, y encima della un pajar y apartamiento, donde estuviese el que habia de curar della, que fué un negro viejo y eunuco: levantó las paredes de las azoteas de tal manera que el que entraba en la casa habia de mirar al cielo por línea recta, sin que pudiese ver otra cosa: hizo torno que de la casapuerta respondia al patio.
Compró un rico menaje para adornar la casa, de modo que por tapicerías, estrados y doseles ricos, mostraba ser de un gran señor: compró asimismo cuatro esclavas blancas, y herrólas en el rostro, y otras dos negras bozales.
Concertóse con un despensero que le trujese y comprase de comer, con condicion que no durmiese en casa, ni entrase en ella, sino hasta el torno, por el cual habia de dar lo que trujese: hecho esto, dió parte de su hacienda á censo, situada en diversas y buenas partes: otra puso en el Banco, y quedóse con alguna para lo que se le ofreciese: hizo asimismo llave maestra para toda la casa, y encerró en ella todo lo que suele comprarse en junto y en sus sazones para la provision de todo el año; y teniéndolo todo así aderezado y compuesto, se fué á casa de sus suegros, y pidió á su mujer, que se la entregaron no con pocas lágrimas, porque les pareció que la llevaban á la sepultura.
La tierna Leonora aun no sabia lo que la habia acontecido, y así llorando con sus padres, les pidió su bendicion, y despidiéndose dellos, rodeada de sus esclavas y criadas, asida p. 189 de la mano de su marido, se vino á su casa, y entrando en ella les hizo Carrizales un sermon á todas, encargándoles la guarda de Leonora, y que por ninguna via ni en ningun modo dejasen entrar á nadie de la segunda puerta adentro, aunque fuese el negro eunuco: y á quien mas encargó la guarda y regalo de Leonora, fué á una dueña de mucha prudencia y gravedad, que recebió como para aya de Leonora, y para que fuese superintendente de todo lo que en la casa se hiciese, y para que mandase á las esclavas y á otras dos doncellas de la misma edad de Leonora, que para que se entretuviese con las de sus mismos años asimismo habia recebido.
Prometióles que las trataria y regalaria á todas de manera que no sintiesen su encerramiento, y que los dias de fiesta todos, sin faltar ninguno, irian á oir misa, pero tan de mañana, que apénas tuviese la luz lugar de verlas. Prometiéronle las criadas y esclavas de hacer todo aquello que les mandaba, sin pesadumbre, con pronta voluntad y buen ánimo: y la nueva esposa, encogiendo los hombros, bajó la cabeza, y dijo que ella no tenia otra voluntad que la de su esposo y señor, á quien estaba siempre obediente.
Hecha esta prevencion, y recogido el buen estremeño en su casa, comenzó á gozar como pudo los frutos del matrimonio, los cuales á Leonora, como no tenia esperiencia de otros, ni eran gustosos ni desabridos, y así pasaba el tiempo con su dueña, doncellas y esclavas; y ellas por pasarle mejor dieron en ser golosas, y pocos dias se pasaban sin hacer mil cosas, á quien la miel y el azúcar hacen sabrosas. Sobrábales para esto en grande abundancia lo que habian menester, y no ménos sobraba en su amo la voluntad de dárselo, pareciéndole que con ello las tenia entretenidas y ocupadas, sin tener lugar donde ponerse á pensar en su encerramiento.
Leonora andaba á lo igual con sus criadas, y se entretenia en lo mismo que ellas, y aun dió con su simplicidad en hacer muñecas, y en otras niñerías que mostraban la llaneza de su condicion y la terneza de sus años: todo lo cual era de grandísima satisfaccion para el celoso marido, pareciéndole que habia acertado á escoger la vida mejor que se la supo imaginar, y que por ninguna via la industria ni la malicia humana podia perturbar su sosiego; y así solo se desvelaba en traer regalos á su esposa, y en acordarle le pidiese todos cuantos le viniesen al pensamiento, que de todos seria servida.
Los dias que iba á misa, que como está dicho era entre dos luces, venian sus padres, y en la iglesia hablaban á su hija delante de su marido, el cual les daba tantas dádivas, que aunque tenian lástima de su hija por la estrecheza en que vivia, la templaban con las muchas dádivas que Carrizales, su liberal yerno, les daba.
Levantábase de mañana, p. 190 y aguardaba á que el despensero viniese, á quien de la noche ántes por una cédula que ponian en el torno, le avisaban lo que habia de traer otro dia, y en viniendo el despensero, salia de casa Carrizales las mas veces á pié, dejando cerradas las dos puertas, la de la calle y la de en medio, y entre las dos quedaba el negro.
Íbase á sus negocios, que eran pocos, y con brevedad daba la vuelta, y encerrándose, se entretenia en regalar á su esposa y acariciar á sus criadas, que todas le querian bien por ser de condicion llana y agradable; y sobre todo, por mostrarse tan liberal con todas.
Desta manera pasaron un año de noviciado, y hicieron profesion en aquella vida, determinándose de llevarla hasta el fin de las suyas; y así fuera, si el sagaz perturbador del género humano no lo estorbara, como ahora oiréis.
Dígame ahora el que se tuviere por mas discreto y recatado: ¿qué mas prevenciones para su seguridad podia haber hecho el anciano Felipe, pues aun no consintió que dentro de su casa hubiese algun animal que fuese varon? Á los ratones della jamas los persiguió gato, ni en ella se oyó ladrido de perro, todos eran del género femenino: de dia pensaba, y de noche no dormia: él era la ronda y centinela de su casa, y el Argos de lo que bien queria: jamas entró hombre de la puerta adentro del patio: con sus amigos negociaba en la calle: las figuras de los paños que sus salas y cuadros adornaban, todas eran hembras, flores y boscajes: toda su casa olia á honestidad, recogimiento y recato, aun hasta en las consejas, que en las largas noches del invierno en la chimenea sus criadas contaban; por estar él presente en ninguna ningun género de lascivia se descubria: la plata de las canas del viejo á los ojos de Leonora parecian cabellos de oro puro, porque el amor primero que las doncellas tienen se les imprime en el alma, como el sello en la cera: su demasiada guarda le parecia advertido recato: pensaba y creia que lo que ella pasaba, pasaban todas las recien casadas: no se desmandaban sus pensamientos á salir de las paredes de su casa, ni su voluntad deseaba otra cosa mas de aquella que la de su marido queria: solo los dias que iba á misa veia las calles, y esto era tan de mañana, que si no era al volver de la iglesia, no habia luz para mirallas.
No se vió monasterio tan cerrado, ni monjas mas recogidas, ni manzanas de oro tan guardadas; y con todo esto, no pudo en ninguna manera prevenir ni escusar de caer en lo que recelaba: á lo ménos en pensar que habia caido.
Hay en Sevilla un género de gente ociosa y holgazana, á quien comunmente suelen llamar gente de barrio: estos son los hijos de vecino de cada colacion y de los mas ricos della, gente baldía, atildada y melíflua; de la cual, y de su traje p. 191 y manera de vivir, de su condicion y de las leyes que guardan entre sí, habia mucho que decir; pero por buenos respetos se deja.
Uno destos galanes pues, que entre ellos es llamado virote, mozo soltero (que á los recien casados llaman matones), acertó á mirar la casa del recatado Carrizales; y viéndola siempre cerrada, le tomó gana de saber quién vivia dentro; y con tanto ahinco y curiosidad hizo la diligencia, que de todo en todo vino á saber lo que deseaba.
Supo la condicion del viejo, la hermosura de su esposa, y el modo que tenia en guardarla: todo lo cual le encendió el deseo de ver si seria posible espugnar por fuerza ó por industria fortaleza tan guardada: y comunicándolo con dos virotes y un maton, sus amigos, acordaron que se pusiese por obra; que nunca para tales obras faltan consejeros y ayudadores.
Dificultaban el modo que se tendria para intentar tan dificultosa hazaña; y habiendo entrado en bureo muchas veces, convinieron en esto: que fingiendo Loaysa, que así se llamaba el virote, que iba fuera de la ciudad por algunos dias, se quitase de los ojos de sus amigos, como lo hizo; y hecho esto, se puso unos calzones de lienzo limpio, y camisa limpia, pero encima se puso unos vestidos tan rotos y remendados, que ningun pobre en toda la ciudad los traia tan astrosos: quitóse un poco de barba que tenia, cubrióse un ojo con un parche, vendóse una pierna estrechamente, y arrimándose á dos muletas, se convirtió en un pobre tullido, tal que el mas verdadero estropeado no se le igualaba.
Con este talle se ponia cada noche á la oracion á la puerta de la casa de Carrizales, que ya estaba cerrada, quedando el negro, que Luis se llamaba, cerrado entre las dos puertas. Puesto allí Loaysa, sacaba una guitarrilla algo grasienta y falta de algunas cuerdas, y como él era algo músico, comenzaba á tañer algunos sones alegres y regocijados, mudando la voz por no ser conocido. Con esto se daba priesa á cantar romances de moros y moras á la loquesca, con tanta gracia, que cuantos pasaban por la calle se ponian á escucharle, y siempre en tanto que cantaba, estaba rodeado de muchachos, y Luis, el negro, poniendo los oidos por entre las puertas, estaba colgado de la música del virote, y diera un brazo por poder abrir la puerta y escucharle mas á su placer: tal es la inclinacion que los negros tienen á ser músicos. Y cuando Loaysa queria que los que le escuchaban le dejasen, dejaba de cantar, y recogia su guitarra, y acogiéndose á sus muletas, se iba.
Cuatro ó cinco veces habia dado música al negro (que por solo él la daba), pareciéndole que por donde se habia de comenzar á desmoronar aquel edificio, habia y debia ser por el negro, y no le salió vano su pensamiento; porque llegándose una noche como solia á la puerta, comenzó á templar p. 192 su guitarra, y sintió que el negro estaba ya atento, y llegándose al quicio de la puerta, con voz baja dijo:
—¿Será posible, Luis, darme un poco de agua, que perezco de sed, y no puedo cantar?
—No, dijo el negro, porque no tengo la llave desta puerta, ni hay agujero por donde pueda dárosla.
—Pues ¿quién tiene la llave? preguntó Loaysa.
—Mi amo, respondió el negro, que es el mas celoso hombre del mundo, y si él supiese que yo estoy ahora aquí hablando con nadie, no seria mas mi vida; pero ¿quién sois vos, que me pedís el agua?
—Yo, respondió Loaysa, soy un pobre estropeado de una pierna, que gano mi vida pidiendo por Dios á la buena gente, y juntamente con esto enseño á tañer á algunos morenos, y á otra gente pobre, y ya tengo tres negros esclavos de tres veinticuatros, á quien he enseñado de modo, que pueden cantar y tañer en cualquier baile y en cualquier taberna, y me lo han pagado muy rebien.
—Harto mejor os lo pagara yo, dijo Luis, á tener lugar de tomar licion; pero no es posible, á causa que mi amo en saliendo por la mañana cierra la puerta de la calle, y cuando vuelve hace lo mismo, dejándome emparedado entre dos puertas.
—Por Dios, Luis, replicó Loaysa (que ya sabia el nombre del negro), que si vos diésedes traza á que yo entrase algunas noches á daros licion, en ménos de quince dias os sacaria tan diestro en la guitarra, que pudiésedes tañer sin vergüenza alguna en cualquiera esquina; porque os hago saber que tengo grandísima gracia en el enseñar, y mas que he oido decir que vos teneis muy buena habilidad, y á lo que siento y puedo juzgar por el órgano de la voz, que es atiplada, debeis de cantar muy bien.
—No canto mal, respondió el negro; pero ¿qué aprovecha? pues no sé tonada alguna, sino es la de la estrella de Vénus, y la de
Por un verde prado,
y aquella que ahora se usa, que dice:
Á los hierros de una reja
La turbada mano asida.
—Todas esas son aire, dijo Loaysa, para las que yo os podria enseñar; porque sé todas las del moro Abindarraez, con las de su dama Jarifa, y todas las que se cantan de la historia del gran Sofí Tomunibeyo, con las de la zarabanda á lo divino, que son tales, que hacen pasmar á los mismos portugueses; y esto enseño con tales modos y con tanta facilidad, que aunque no os deis priesa á aprender, apénas habréis comido tres ó cuatro moyos de sal, cuando ya os veais músico corriente y moliente en todo género de guitarra.
Á esto suspiró el negro, y dijo:
—¿Qué aprovecha todo eso, p. 193 si no sé cómo meteros en casa?
—Buen remedio, dijo Loaysa; procurad vos tomar las llaves á vuestro amo, y yo os daré un pedazo de cera, donde las imprimiréis de manera que queden señaladas las guardas en la cera, que por la aficion que os he tomado, yo haré que un cerrajero, amigo mio, haga las llaves, y así podré entrar dentro de noche y enseñaros mejor que al Preste Juan de las Indias; porque veo ser gran lástima que se pierda una tal voz como la vuestra, faltándole el arrimo de la guitarra: que quiero que sepais, hermano Luis, que la mejor voz del mundo pierde de sus quilates, cuando no se acompaña con el instrumento, ahora sea de guitarra, ó clavicímbano, de órganos ó de arpa; pero el que mas á vuestra voz le conviene, es el instrumento de la guitarra, por ser el mas mañero y ménos costoso de los instrumentos.
—Bien me parece eso, replicó el negro; pero no puede ser, pues jamas entran las llaves en mi poder, ni mi amo las suelta de la mano: de dia y de noche duermen debajo de su almohada.
—Pues haced otra cosa, Luis, dijo Loaysa, si es que teneis gana de ser músico consumado; que si no la teneis, no hay para qué cansarme en aconsejaros.
—Y ¿cómo si tengo gana? replicó Luis, y tanta que ninguna cosa dejaré de hacer, como sea posible salir con ella, á trueco de salir con ser músico.
—Pues si ansí es, dijo el virote, yo os daré por entre estas puertas, haciendo vos lugar, quitando alguna tierra del quicio, digo que os daré unas tenazas y un martillo, con que podais de noche quitar los clavos de la cerradura de loba con mucha facilidad, y con la misma volveremos á poner la chapa, de modo que no se eche de ver que ha sido desclavada; y estando yo dentro encerrado con vos en vuestro pajar, ó donde dormís, me daré tal priesa á lo que tengo de hacer, que vos veais aun mas de lo que os he dicho, con aprovechamiento de mi persona y aumento de vuestra suficencia; y de lo que hubiéremos de comer no tengais cuidado, que yo llevaré matalotaje para entrambos y para mas de ocho dias, que discípulos tengo yo y amigos que no me dejarán mal pasar.
—De la comida, replicó el negro, no habrá que temer, que con la racion que me da mi amo, y con los relieves que me dan las esclavas, sobrará comida para otros dos: venga ese martillo que decís y tenazas, que yo haré por junto á este quicio lugar por donde quepa, y le volveré á cubrir y tapar con barro, que puesto que dé algunos golpes en quitar la chapa, mi amo duerme tan léjos desta puerta, que será milagro ó gran desgracia nuestra si los oye.
—Pues á la mano de Dios, dijo Loaysa, que de aquí á dos dias tendréis, Luis, todo lo necesario para poner en ejecucion vuestro virtuoso propósito: y advertid en no comer p. 194 cosas flemosas, porque no hacen ningun provecho, sino mucho daño á la voz.
—Ninguna cosa me enronquece tanto, respondió el negro, como el vino; pero no me lo quitaré yo por cuantas voces tiene el suelo.
—No digo tal, dijo Loaysa, ni Dios tal permita: bebed, hijo Luis, bebed, y buen provecho os haga, que el vino que se bebe con medida jamas fué causa de daño alguno.
—Con medida lo bebo, replicó el negro; aquí tengo un jarro que cabe una azumbre justa y cabal, este me llenan las esclavas sin que mi amo lo sepa, y el despensero á solapo me trae una botilla, que tambien cabe dos azumbres, con que se suplen las faltas del jarro.
—Digo, dijo Loaysa, que tal sea mi vida como eso me parece, porque la seca garganta ni gruñe ni canta.
—Andad con Dios, dijo el negro; pero mirad que no dejeis de venir á cantar aquí las noches que tardáredes en traer lo que habeis de hacer para entrar acá dentro, que ya me como los dedos por verlos puestos en la guitarra.
—Y cómo si vendré, replicó Loaysa, y aun con tonadicas nuevas.
—Eso pido, dijo Luis, y ahora no me dejeis de cantar algo, porque me vaya á acostar con gusto, y en lo de la paga entienda el señor pobre que le he de pagar mejor que un rico.
—No reparo en eso, dijo Loaysa, que segun yo os enseñare, así me pagaréis; y por ahora escuchad esta tonadilla, que cuando esté dentro veréis milagros.
—Sea en buen hora, respondió el negro.
Y acabado este largo coloquio, cantó Loaysa un romancito agudo, con que dejó al negro tan contento y satisfecho, que ya no veia la hora de abrir la puerta.
Apénas se quitó Loaysa de la puerta, cuando con mas lijereza que el traer de sus muletas prometia, se fué á dar cuenta á sus consejeros de su buen comienzo, adivino del buen fin que por él esperaba: hallólos, y contó lo que con el negro dejaba concertado, y otro dia hallaron los instrumentos, tales que rompian cualquier clavo como si fuera de palo.
No se descuidó el virote de volver á dar música al negro, ni ménos tuvo descuido el negro en hacer el agujero por donde cupiese lo que su maestro le diese, cubriéndolo de manera, que á no ser mirado con malicia y sospechosamente, no se podia caer en el agujero.
La segunda noche le dió los instrumentos Loaysa, y Luis probó sus fuerzas, y casi sin poner alguna se halló rompidos los clavos y con la chapa de la cerradura en las manos: abrió la puerta, y recogió dentro á su Orfeo y maestro; y cuando le vió con sus dos muletas y tan andrajoso, y tan fajada su pierna quedó admirado. No llevaba Loaysa el parche en el ojo, por no ser necesario, y así como entró, abrazó á su buen discípulo, y le besó en el rostro, y luego le puso una gran bota de vino en las manos, y una caja de conserva y otras cosas dulces, de que llevaba unas alforjas bien proveidas: y dejando las muletas, como si p. 195 no tuviera mal alguno, comenzó á hacer cabriolas; de lo cual se admiró mas el negro, á quien Loaysa dijo:
—Sabed, hermano Luis, que mi cojera y estropeamiento no nace de enfermedad, sino de industria, con la cual gano de comer pidiendo por amor de Dios, y ayudándome della y de mi música paso la mejor vida del mundo, en el cual todos aquellos que no fuesen industriosos y tracistas morirán de hambre, y esto lo veréis en el discurso de nuestra amistad.
—Ello dirá, respondió el negro; pero demos órden de volver esta chapa á su lugar, de modo que no se eche de ver su mudanza.
—En buen hora, dijo Loaysa.
Y sacando clavos de sus alforjas asentaron la cerradura de suerte, que estaba tan bien como de ántes: de lo cual quedó contentísimo el negro, y subiéndose Loaysa al aposento que en el pajar tenia el negro, se acomodó lo mejor que pudo.
Encendió luego Luis un torzal de cera, y sin mas aguardar sacó su guitarra Loaysa, y tocándola baja y suavemente, suspendió al pobre negro de manera, que estaba fuera de sí escuchándole. Habiendo tañido un poco, sacó de nuevo colacion, y dióla á su discípulo, y aunque con dulce, bebió con tan buen talante de la bota, que le dejó mas fuera de sentido que la música. Pasado esto, ordenó que luego tomase licion Luis, y como el pobre negro tenia cuatro dedos de vino sobre los sesos, no acertaba traste, y con todo eso le hizo creer Loaysa que ya sabia por lo ménos dos tonadas; y era lo bueno que el negro se lo creia, y en toda la noche no hizo otra cosa que tañer con la guitarra destemplada y sin las cuerdas necesarias.
Durmieron lo poco que de la noche les quedaba; y á obra de las seis de la mañana bajó Carrizales, y abrió la puerta de en medio, y tambien la de la calle, y estuvo esperando al despensero, el cual vino de allí á un poco, y dando por el torno la comida, se volvió á ir, y llamó al negro que bajase á tomar cebada para la mula y su racion; y en tomándola se fué el viejo Carrizales, dejando cerradas ambas puertas, sin echar de ver lo que en la de la calle se habia hecho, de que no poco se alegraron maestro y discípulo.
Apénas salió el amo de casa, cuando el negro arrebató la guitarra, y comenzó á tocar de tal manera, que todas las criadas le oyeron, y por el torno le preguntaron:
—¿Qué es esto, Luis, de cuándo acá tienes tú guitarra, ó quién te la ha dado?
—¿Quién me la ha dado? respondió Luis, el mejor músico que hay en el mundo, y el que me ha de enseñar en ménos de seis dias mas de seis mil sones.
—Y ¿dónde está ese músico? preguntó la dueña.
—No está muy léjos de aquí, respondió el negro, y si no fuera por vergüenza y por el temor que tengo á mi señor, quizá os le enseñara luego, y á fe que os holgásedes de verle.
—Y p. 196 ¿adónde puede él estar que nosotras no le podamos ver, replicó la dueña, si en esta casa jamas entró otro hombre que nuestro dueño?
—Ahora bien, dijo el negro, no os quiero decir nada hasta que veais lo que yo sé y él me ha enseñado en el breve tiempo que he dicho.
—Por cierto, dijo la dueña, que si no es algun demonio el que te ha de enseñar, que yo no sé quién te pueda sacar músico con tanta brevedad.
—Andad, dijo el negro, que lo oiréis y lo veréis algun dia.
—No puede ser eso, dijo otra doncella, porque no tenemos ventanas á la calle para poder ver ni oir á nadie.
—Bien está, dijo el negro, que para todo hay remedio, si no es para escusar la muerte; y mas si vosotras sabeis ó quereis callar.
—Y ¿cómo que callaremos? hermano Luis, dijo una de las esclavas: callaremos mas que si fuésemos mudas, porque te prometo, amigo, que me muero por oir una buena voz, que despues que aquí nos emparedaron, ni aun el canto de los pájaros habemos oido.
Todas estas pláticas estaba escuchando Loaysa con grandísimo contento, pareciéndole que todas se encaminaban á la consecucion de su gusto, y que la buena suerte habia tomado la mano en guiarlas á la medida de su voluntad.
Despidiéronse las criadas con prometerles el negro que cuando ménos se pensasen las llamaria á oir una muy buena voz; y con temor que su amo volviese y le hallase hablando con ellas, las dejó y se recogió á su estancia y clausura. Quisiera tomar licion, pero no se atrevió á tocar de dia, porque su amo no le oyese; el cual vino de allí á poco espacio, y cerrando las puertas, segun su costumbre, se encerró en casa. Y al dar aquel dia de comer por el torno al negro, dijo Luis á una negra que se lo daba, que aquella noche despues de dormido su amo bajasen todas al torno á oir la voz que les habia prometido, sin falta alguna: verdad es que ántes que dijese esto habia pedido con muchos ruegos á su maestro fuese contento de cantar y tañer aquella noche al torno, porque él pudiese cumplir la palabra que habia dado de hacer oir á las criadas una voz estremada, asegurándole que seria en estremo regalado de todas ellas. Algo se hizo de rogar el maestro de hacer lo que él mas deseaba; pero al fin dijo que haria lo que su buen discípulo pedia, solo por darle gusto, sin otro interes alguno.
Abrazóle el negro, y dióle un beso en el carrillo en señal del contento que le habia causado la merced prometida, y aquel dia dió de comer á Loaysa tan bien como si comiera en su casa, y aun quizá mejor, pues pudiera ser que en su casa le faltara.
Llegóse la noche, y en la mitad della ó poco ménos comenzaron á cecear en el torno, y luego entendió Luis que era la cáfila que habia llegado; y llamando á su maestro, bajaron del pajar con la guitarra bien encordada y mejor templada. Pre p. 197 guntó Luis quién y cuántas eran las que escuchaban. Respondiéronle que todas, si no su señora, que quedaba durmiendo con su marido, de que le pesó á Loaysa; pero con todo eso quiso dar principio á su designio y contentar á su discípulo, y tocando mansamente la guitarra, tales sones hizo que dejó admirado al negro, y suspenso el rebaño de las mujeres que le escuchaba.
Pues ¿qué diré de lo que ellas sintieron, cuando le oyeron tocar el Pésame de ello , y acabar con el endemoniado son de la zarabanda, nuevo entónces en España? No quedó vieja por bailar, ni moza que no se hiciese pedazos, todo con silencio estraño, poniendo centinelas y espías que avisasen si el viejo despertaba.
Cantó asimismo Loaysa coplillas de la Seguida , con que acabó de echar el sello al gusto de los escuchantes, que ahincadamente pidieron al negro les dijese quién era tan milagroso músico. El negro les dijo que era un pobre mendigante, el mas galan y gentil hombre que habia en toda la pobrería de Sevilla.
Rogáronle que hiciese de suerte que ellas le viesen, y que no le dejase ir en quince dias de casa, que ellas le regalarian muy bien, y darian cuanto hubiese menester. Preguntáronle qué modo habia tenido para meterle en casa. Á esto no les respondió palabra: á lo demas dijo que para poderle ver hiciesen un agujero pequeño en el torno, que despues lo taparian con cera, y que á lo de tenerle en casa, que él lo procuraria.
Hablólas tambien Loaysa, ofreciéndoseles á su servicio con tan buenas razones, que ellas echaron de ver que no salian de ingenio de pobre mendigante: rogáronle que otra noche viniese al mismo puesto, que ellas harian con su señora que bajase á escucharle á pesar del lijero sueño de su señor, cuya lijereza no nacia de sus años, sino de sus muchos celos. Á lo cual dijo Loaysa, que si ellas gustaban de oirle sin sobresalto del viejo, que él les daria unos polvos que le echasen en el vino, que le harian dormir con pesado sueño mas tiempo del ordinario.
—¡Jesus, valme, dijo una de las doncellas; y si eso fuese verdad, qué buenaventura se nos habia entrado por las puertas sin sentillo y sin merecello! No serian ellos polvos de sueño para él, sino polvos de vida para todas nosotras y para la pobre de mi señora Leonora, su mujer, que no la deja á sol ni á sombra, ni la pierde de vista un solo momento: ¡ay, señor mio de mi alma! traiga esos polvos, así Dios le dé todo el bien que desea: vaya, y no tarde, tráigalos, señor mio, que yo me ofrezco á mezclarlos en el vino y á ser la escanciadora; y pluguiese á Dios que durmiese el viejo tres dias con sus noches, que otros tantos tendríamos nosotras de gloria.
—Pues yo les traeré, dijo Loaysa, y son tales que no hacen otro mal ni daño á quien los toma, sino es provocarle á sueño pesadísimo.
Todas p. 198 le rogaron que los trujese con brevedad, y quedando de hacer otra noche con una barrena el agujero en el torno, y de traer á su señora para que le viese y oyese, se despidieron; y el negro, aunque era casi el alba, quiso tomar licion, la cual le dió Loaysa, y lo hizo entender que no habia mejor oido que el suyo en cuantos discípulos tenia, y no sabia el pobre negro ni lo supo jamas hacer un cruzado.
Tenian los amigos de Loaysa cuidado de venir de noche á escuchar por entre las puertas de la calle, y ver si su amigo les decia algo ó si habia menester alguna cosa, y haciendo una señal que dejaron concertada, conoció Loaysa que estaban á la puerta, y por el agujero del quicio les dió breve cuenta del buen término en que estaba su negocio, pidiéndoles encarecidamente buscasen alguna cosa que provocase á sueño para dárselo á Carrizales, que él habia oido decir que habia unos polvos para este efeto: dijéronle que tenian un médico amigo que les daria el mejor remedio que supiese, si es que le habia, y animándole á proseguir la empresa, y prometiéndole de volver la noche siguiente con todo recaudo, apriesa se despidieron.
Vino la noche, y la banda de las palomas acudió al reclamo de la guitarra: con ellas vino la simple Leonora, temerosa y temblando de que no despertase su marido, que aunque ella vencida deste temor no habia querido venir, tantas cosas le dijeron sus criadas, especialmente la dueña, de la suavidad de la música y de la gallarda disposicion del músico pobre, que sin haberle visto le alababa y le subia sobre Absalon y sobre Orfeo, que la pobre señora convencida y persuadida dellas, hubo de hacer lo que no tenia ni tuviera jamas en voluntad. Lo primero que hicieron fué barrenar el torno para ver al músico, el cual no estaba ya en hábitos de pobre, sino con unos calzones grandes de tafetan leonado, anchos á la marineresca, un jubon de lo mismo con trencillas de oro, y una montera de raso de la misma color, con cuello almidonado con grandes puntas y encaje, que de todo vino proveido en las alforjas, imaginando que se habia de ver en ocasion que le conviniese mudar de traje.
Era mozo y de gentil disposicion y buen parecer, y como habia tanto tiempo que todas tenian hecha la vista á mirar al viejo de su amo, parecióles que miraban á un ángel. Poníase una al agujero para verle, y luego otra; y porque le pudiesen ver mejor, andaba el negro paseándole el cuerpo de arriba abajo con el torzal de cera encendido: y despues que todas le hubieron visto, hasta las negras bozales, tomó Loaysa la guitarra, y cantó aquella noche tan estremadamente, que las acabó de dejar suspensas y atónitas á todas, así á la vieja como á las mozas, y todas rogaron á Luis diese órden y traza como el señor su maestro entrase allá dentro, para p. 199 oirle y verle de mas cerca, y no tan por brújula como por el agujero, y sin el sobresalto de estar tan apartadas de su señor, que podia cogerlas de sobresalto y con el hurto en las manos, lo cual no sucederia ansí, si le tuviesen escondido dentro.
Á esto contradijo su señora con muchas veras, diciendo que no se hiciese la tal cosa ni la tal entrada, porque le pesaria en el alma, pues desde allí le podian ver y oir á su salvo, y sin peligro de su honra.
—¿Qué honra? dijo la dueña: el rey tiene harta: estése vuesa merced encerrada con su Matusalen, y déjenos á nosotras holgar como pudiéremos: cuanto mas, que parece este señor tan honrado, que no querrá otra cosa de nosotras mas de lo que nosotras quisiéremos.
—Yo, señoras mias, dijo á esto Loaysa, no vine aquí sino con intencion de servir á todas vuesas mercedes con el alma y con la vida, condolido de su no vista clausura, y de los ratos que en este estrecho género de vida se pierden: hombre soy yo, por vida de mi padre, tan manso y de tan buena condicion y tan obediente, que no haré mas de aquello que se me mandare; y si cualquiera de vuesas mercedes dijere: maestro, siéntese aquí, maestro, pásese allí, echáos acá, pasáos acullá, así lo haré, como el mas doméstico y enseñado perro que salta por el rey de Francia.
—Si eso ha de ser así, dijo la ignorante Leonora, ¿qué medio se dará para que entre acá dentro el señor maese?
—Bueno, dijo Loaysa: vuesas mercedes pugnen por sacar en cera la llave de esta puerta de en medio, que yo haré que mañana en la noche venga hecha otra, tal que nos pueda servir.
—En sacar esa llave, dijo una doncella, se sacan las de toda la casa, porque es llave maestra.
—No por eso será peor, replicó Loaysa.
—Así es verdad, dijo Leonora; pero ha de jurar este señor primero, que no ha de hacer otra cosa cuando esté acá dentro, sino cantar y tañer cuando se lo mandaren, y que ha de estar encerrado y quedito donde le pusiéremos.
—Sí juro, dijo Loaysa.
—No vale nada ese juramento, respondió Leonora; que ha de jurar por vida de su padre, y ha de jurar la cruz, y besalla, que lo veamos todas.
—Por vida de mi padre juro, dijo Loaysa, y por esta señal de cruz que la beso con mi boca sucia.
Y haciendo la cruz con dos dedos, la besó tres veces.
Esto hecho, dijo otra de las doncellas:
—Mire, señor, que no se le olvide aquello de los polvos, que es el tuautem de todo.
Con esto cesó la plática de aquella noche, quedando todos muy contentos del concierto. Y la suerte, que de bien en mejor encaminaba los negocios de Loaysa, trujo á aquellas horas, que eran dos despues de la media noche, por la calle á sus amigos, los cuales haciendo la señal acostumbrada, que era tocar una trompa de Paris, Loaysa les habló, y les dió cuenta del término en que estaba su preten p. 200 sion, y les pidió si traian los polvos, ó otra cosa como se la habia pedido, para que Carrizales durmiese; díjoles asimismo lo de la llave maestra. Ellos le dijeron que los polvos, ó un ungüento, vendria la siguiente noche, de tal virtud, que untados los pulsos y las sienes con él, causaba un sueño profundo, sin que dél se pudiese despertar en dos dias, si no era lavándose con vinagre todas las partes que se habian untado; y que se les diese la llave en cera, que asimismo la harian hacer con facilidad.
Con esto se despidieron, y Loaysa y su discípulo durmieron lo poco que de la noche les quedaba, esperando Loaysa con gran deseo la venidera, por ver si se le cumplia la palabra prometida de la llave. Y puesto que el tiempo parece tardío y perezoso á los que en él esperan, en fin corre á las parejas con el mismo pensamiento, y llega el término que quieren, porque nunca para ni sosiega.
Vino pues la noche, y la hora acostumbrada de acudir al torno, donde vinieron todas las criadas de casa, grandes y chicas, negras y blancas, porque todas estaban deseosas de ver dentro de su serrallo al señor músico; pero no vino Leonora, y preguntando Loaysa por ella, le respondieron que estaba acostada con su velado, el cual tenia cerrada la puerta del aposento donde dormia con llave, y despues de haber cerrado, se la ponia debajo de la almohada, y que su señora les habia dicho que en durmiéndose el viejo, haria por tomarle la llave maestra, y sacarla en cera, que ya llevaba preparada y blanda, y que de allí á un poco habian de ir á requerirla por una gatera.
Maravillado quedó Loaysa del recato del viejo; pero no por esto se le desmayó el deseo, y estando en esto oyó la trompa de Paris: acudió al puesto, halló á sus amigos que le dieron un botecico de ungüento de la propiedad que le habian significado: tomólo Loaysa y díjoles que esperasen un poco, que les daria la muestra de la llave: volvióse al torno, y dijo á la dueña, que era la que con mas ahinco mostraba desear su entrada, que se lo llevase á la señora Leonora, diciéndole la propiedad que tenia, y que procurase untar á su marido con tal tiento que no lo sintiese, y que veria maravillas. Hízolo así la dueña, y llegándose á la gatera, halló que estaba Leonora esperando tendida en el suelo de largo á largo, puesto el rostro en la gatera. Llegó la dueña, y tendiéndose de la misma manera, puso la boca en el oido de su señora, y con voz baja le dijo que traia el ungüento, y de la manera que habia de probar su virtud. Ella tomó el ungüento, y respondió á la dueña como en ninguna manera podia tomar la llave á su marido, porque no la tenia debajo de la almohada como solia, sino entre los dos colchones y casi debajo de la mitad de su p. 201 cuerpo; pero que dijese al maese que si el ungüento obraba como él decia, con facilidad sacarian la llave todas las veces que quisiesen, y ansí no seria necesario sacarla en cera: dijo que fuese á decirlo luego, y volviese á ver lo que el ungüento obraba, porque luego le pensaba untar á su velado.
Bajó la dueña á decirlo al maese Loaysa, y él despidió á sus amigos que esperando la llave estaban. Temblando y pasito, y casi sin osar despedir el aliento de la boca, llegó Leonora á untar los pulsos del celoso marido, y asimismo le untó las ventanas de las narices, y cuando á ellas le llegó, le parecia que se estremecia, y ella quedó mortal, pareciéndole que la habia cogido en el hurto. En efeto, como mejor pudo le acabó de untar todos los lugares que le dijeron ser necesarios, que fué lo mismo que haberle embalsamado para la sepultura.
Poco espacio tardó el alopiado ungüento en dar manifiestas señales de su virtud, porque luego comenzó á dar el viejo tan grandes ronquidos, que se pudieran oir en la calle: música á los oidos de su esposa mas acordada que la del maese de su negro; y aun mal segura de lo que veia, se llegó á él, y le estremeció un poco, y luego mas, y luego otro poquito mas por ver si despertaba; y á tanto se atrevió que le volvió de una parte á otra sin que despertase: como vió esto, se fué á la gatera de la puerta, y con voz tan baja como la primera llamó á la dueña que allí la estaba esperando, y le dijo:
—Dáme albricias, hermana, que Carrizales duerme mas que un muerto.
—Pues ¿á qué aguardas á tomar la llave, señora? dijo la dueña; mira que está el músico aguardándola mas ha de una hora.
—Espera, hermana, que ya voy por ella, respondió Leonora.
Y volviendo á la cama, metió la mano por entre los colchones, y sacó la llave de en medio dellos, sin que el viejo lo sintiese; y tomándola en sus manos, comenzó á dar brincos de contento, y sin mas esperar abrió la puerta, y la presentó á la dueña, que la recebió con la mayor alegría del mundo.
Mandó Leonora que fuese á abrir al músico, y que le trujese á los corredores, porque ella no osaba quitarse de allí por lo que podia suceder; pero que ante todas cosas hiciese que de nuevo ratificase el juramento que habia hecho de no hacer mas de lo que ellas le ordenasen, y que si no le quisiese confirmar y hacer de nuevo, en ninguna manera le abriesen.
—Así será, dijo la dueña, y á fe que no ha de entrar si primero no jura y rejura, y besa la cruz seis veces.
—No le pongas tasa, dijo Leonora, bésela él, y sean las veces que quisiere; pero mira que jure por la vida de sus padres, y por todo aquello que bien quiere, porque con esto estaremos seguras, y nos hartaremos de oir cantar y tañer, que en mi ánima que lo hace delicadamente; y anda, no te detengas mas, porque no se p. 202 nos pase la noche en pláticas.
Alzóse las faldas la buena dueña, y con no vista lijereza se puso en el torno, donde estaba toda la gente de la casa esperando, y habiéndoles mostrado la llave que traia, fué tanto el contento de todas, que la alzaron en peso como á catedrático, diciendo: viva, viva; y mas cuando les dijo que no habia necesidad de contrahacer la llave, porque segun el untado viejo dormia, bien se podian aprovechar de la de casa todas las veces que la quisiesen.
—Ea pues, amiga, dijo una de las doncellas, ábrase esa puerta, y entre este señor, que ha mucho que aguarda, y démonos un verde de música, que no haya mas que ver.
—Mas ha de haber que ver, replicó la dueña, que le hemos de tomar juramento como la otra noche.
—Él es tan bueno, dijo una de las esclavas, que no reparará en juramentos.
Abrió en esto la dueña la puerta, y teniéndola entreabierta, llamó á Loaysa que todo lo habia estado escuchando por el agujero del torno, el cual llegándose á la puerta, quiso entrarse de golpe; mas poniéndole la dueña la mano en el pecho, le dijo:
—Sabrá vuesa merced, señor mio, que en Dios y en mi conciencia todas las que estamos dentro de las puertas desta casa somos doncellas como las madres que nos parieron, escepto mi señora, y aunque yo debo de parecer de cuarenta años, no teniendo treinta cumplidos, porque les faltan dos meses y medio, tambien lo soy, mal pecado; y si acaso parezco vieja, corrimientos, trabajos y desabrimientos echan un cero á los años, y á veces dos, segun se les antoja: y siendo esto ansí, como lo es, no seria razon que á trueco de oir dos, ó tres, ó cuatro cantares, nos pusiésemos á perder tanta virginidad como aquí se encierra; porque hasta esta negra, que se llama Guiomar, es doncella. Así que, señor de mi corazon, vuesa merced nos ha de hacer, primero que entre en nuestro reino, un muy solene juramento de que no ha de hacer mas de lo que nosotras le ordenáremos, y si le parece que es mucho lo que se le pide, considere que es mucho mas lo que se aventura: y si es que vuesa merced viene con buena intencion, poco le ha de doler el jurar, que al buen pagador no le duelen prendas.
—Bien y rebien ha dicho la señora Marialonso, dijo una de las doncellas, en fin como persona discreta y que está en las cosas como se debe, y si es que el señor no quiere jurar, no entre acá dentro.
Á esto dijo Guiomar la negra, que no era muy ladina:
—Por mí, mas que nunca jura, entre con todo diablo, que aunque mas jura, si acá estás todo olvida.
Oyó con gran sosiego Loaysa la arenga de la señora Marialonso, y con grave reposo y autoridad respondió:
—Por cierto, señoras hermanas y compañeras mias, que nunca mi intento fué, es, ni será otro que daros gusto y contento en cuanto mis fuerzas alcanzaren; y así no p. 203 se me hará cuesta arriba este juramento que me piden; pero quisiera yo que se fiara algo de mi palabra, porque dada de tal persona como yo soy, era lo mismo que hacer una obligacion guarentigia; y quiero hacer saber á vuesa merced que debajo del sayal hay al, y que debajo de mala capa suele estar un buen bebedor; mas para que todas estén seguras de mi buen deseo, determino de jurar como católico y buen varon: y así juro por la intemerata eficacia donde mas santa y largamente se contiene, y por las entradas y salidas del santo Líbano monte, y por todo aquello que en su proemio encierra la verdadera historia de Carlomagno, con la muerte del gigante Fierabras, de no salir ni pasar del juramento hecho, y del mandamiento de la mas mínima y desechada destas señoras, so pena que si otra cosa hiciere ó quisiere hacer, desde ahora para entónces, y desde entónces para ahora lo doy por nulo, y no hecho ni valedero.
Aquí llegaba con su juramento el buen Loaysa, cuando una de las doncellas que con atencion le habia estado escuchando, dió una gran voz, diciendo:
—Este sí que es juramento para enternecer las piedras; mal haya yo, si mas quiero que jures, pues con solo lo jurado podias entrar en la misma sima de Cabra.
Y asiéndole de los gregüescos le metió dentro, y luego todas las demas se le pusieron á la redonda. Luego fué una á dar las nuevas á su señora, la cual estaba haciendo centinela al sueño de su esposo, y cuando la mensajera le dijo que ya subia el músico, se alegró y se turbó en un punto, y preguntó si habia jurado. Respondióle que sí, y con la mas nueva forma de juramento que en su vida habia visto.
—Pues si ha jurado, dijo Leonora, asido le tenemos: ¡oh qué avisada que anduve en hacelle que jurase!
En esto llegó toda la caterva junta, y el músico en medio, alumbrándolos el negro y Guiomar la negra. Y viendo Loaysa á Leonora, hizo muestras de arrojársele á los piés para besarle las manos. Ella, callando y por señas, le hizo levantar, y todas estaban como mudas sin osar hablar, temerosas que su señor las oyese: lo cual considerado por Loaysa, les dijo que bien podian hablar alto, porque el ungüento con que estaba untado su señor tenia tal virtud, que fuera de quitar la vida, ponia á un hombre como muerto.
—Así lo creo yo, dijo Leonora; que si así no fuera, ya él hubiera despertado veinte veces, segun le hacen de sueño lijero sus muchas indisposiciones; pero despues que le unté, ronca como un animal.
—Pues eso es así, dijo la dueña, vámonos á aquella sala frontera, donde podremos oir cantar aquí al señor, y regocijarnos un poco.
—Vamos, dijo Leonora; pero quédese aquí Guiomar por guarda, que nos avise si Carrizales despierta.
Á lo cual respondió Guiomar:
—Yo, negra, quedo, blancas van, Dios p. 204 perdone á todas.
Quedóse la negra, fuéronse á la sala, donde habia un rico estrado, y cogiendo al señor en medio, se sentaron todas. Y tomando la buena Marialonso una vela, comenzó á mirar de arriba abajo al bueno del músico, y una decia: ¡Ay qué copete que tiene tan lindo y tan rizado! otra: ¡Ay qué blancura de dientes! ¡mal año para piñones mondados, que mas blancos ni mas lindos sean! otra: ¡Ay qué ojos tan grandes y tan rasgados; y por el siglo de mi madre, que son verdes, que no parecen sino que son de esmeraldas! Esta alababa la boca, aquella los piés, y todas juntas hicieron del una menuda anatomía y pepitoria. Sola Leonora callaba, y le miraba, y le iba pareciendo de mejor talle que su velado. En esto la dueña tomó la guitarra que tenia el negro, y se la puso en las manos de Loaysa, rogándole que la tocase, y que cantase unas coplillas que entónces andaban muy validas en Sevilla, que decian:
Madre, la mi madre,
Guardas me poneis.
Cumplióle Loaysa su deseo. Levantáronse todas, y se comenzaron á hacer pedazos bailando. Sabia la dueña las coplas, y cantólas con mas gusto que buena voz, y fueron estas:
Madre, la mi madre,
Guardas me poneis;
Que si yo no me guardo,
No me guardaréis.
Dicen que está escrito,
Y con gran razon,
Ser la privacion
Causa de apetito:
Crece en infinito
Encerrado amor,
Por eso es mejor
Que no me encerreis:
Que si yo , etc.
Si la voluntad
Por sí no se guarda,
No la harán la guarda
Miedo ó calidad:
Romperá en verdad
Por la misma muerte,
Hasta hallar la suerte
Que vos no entendeis.
Que si yo , etc.
Quien tiene costumbre
De ser amorosa,
Como mariposa
Se irá tras su lumbre,
Aunque muchedumbre
De guardas le pongan,
Y aunque mas propongan
De hacer lo que haceis:
Que si yo , etc.
Es de tal manera
La fuerza amorosa,
Que á la mas hermosa
La vuelve en quimera:
El pecho de cera,
De fuego la gana,
Las manos de lana,
De fieltro los piés.
Que si yo no me guardo,
Mal me guardaréis.
Al fin llegaban de su canto y baile el corro de las mozas, guiado por la buena dueña, cuando llegó Guiomar la centinela, toda turbada, hiriendo de pié y de mano como si tuviera alferecía, y con voz entre ronca y bajo, dijo:
—Despierto señor, señora; y señora, despierto señor, y levantas y viene.
p. 205 Quien ha visto banda de palomas estar comiendo en el campo sin miedo lo que ajenas manos sembraron, que al furioso estrépito de disparada escopeta se azora y levanta, y olvidada del pasto, confusa y atónita cruza por los aires: tal se imagine que quedó la banda y corro de las bailadoras pasmadas y temerosas, oyendo la no esperada nueva que Guiomar habia traido; y procurando cada una su disculpa y todas juntas su remedio, cuál por una, y cuál por otra parte, se fueron á esconder por los desvanes y rincones de la casa, dejando solo al músico, el cual dejando la guitarra y el canto, lleno de turbacion no sabia qué hacerse.
Torcia Leonora sus hermosas manos: abofeteábase el rostro, aunque blandamente, la señora Marialonso. En fin, todo era confusion, sobresalto y miedo. Pero la dueña, como mas astuta y reportada, dió órden que Loaysa se entrase en un aposento suyo, y que ella y su señora se quedarian en la sala, que no faltaria escusa que dar á su señor, si allí las hallase.
Escondióse luego Loaysa, y la dueña se puso atenta á escuchar si su amo venia, y no sintiendo rumor alguno, cobró ánimo, y poco á poco, paso ante paso se fué llegando al aposento donde su señor dormia, y oyó que roncaba como primero, y asegurada de que dormia, alzó las faldas y volvió corriendo á pedir albricias á su señora del sueño de su amo, la cual se las mandó de muy entera voluntad.
No quiso la buena dueña perder la coyuntura que la suerte le ofrecia de gozar primero que todas las gracias que ella se imaginaba que debia tener el músico; y así, diciéndole á Leonora que esperase en la sala en tanto que iba á llamarlo, la dejó y se entró donde él estaba no ménos confuso que pensativo, esperando las nuevas de lo que hacia el viejo untado: maldecia la falsedad del ungüento, y quejábase de la credulidad de sus amigos y del poco advertimiento que habia tenido en no hacer primero la esperiencia en otro, ántes de hacerla en Carrizales.
En esto llegó la dueña, y le aseguró que el viejo dormia á mas y mejor: sosegó el pecho, y estuvo atento á muchas palabras amorosas que Marialonso le dijo, de las cuales coligió la mala intencion suya, y propuso en sí de ponerla por anzuelo para pescar á su señora. Y estando los dos en sus pláticas, las demas criadas que estaban escondidas por diversas partes de la casa, una de aquí otra de allí, volvieron á ver si era verdad que su amo habia despertado, y viendo que todo estaba sepultado en silencio, llegaron á la sala donde habian dejado á su señora, de la cual supieron el sueño de su amo, y preguntándole por el músico y por la dueña, les dijo dónde estaban, y todas con el mismo silencio que habian traido, se llegaron á escuchar por entre las puertas lo que entrambos trataban.
No faltó de la junta Guiomar la negra; el negro p. 206 sí, porque así como oyó que su amo habia despertado, se abrazó con su guitarra, y se fué á esconder en su pajar, y cubierto con la manta de su pobre cama sudaba y trasudaba de miedo; y con todo eso no dejaba de tentar las cuerdas de la guitarra: tanta era (encomendado él sea á Satanas) la aficion que tenia á la música.
Entreoyeron las mozas los requiebros de la vieja, y cada una le dijo el nombre de las pascuas: ninguna la llamó vieja, que no fuese con su epíteto y adjetivo de hechicera y de barbuda, de antojadiza, y de otros que por buen respeto se callan; pero lo que mas risa causara á quien entónces las oyera, eran las razones de Guiomar la negra, que por ser portuguesa, y no muy ladina, era estraña la gracia con que la vituperaba. En efeto, la conclusion de la plática de los dos fué que él condescenderia con la voluntad della, cuando ella primero le entregase á toda su voluntad á su señora.
Cuesta arriba se le hizo á la dueña ofrecer lo que el músico pedia; pero á trueco de cumplir el deseo que ya se le habia apoderado del alma, y de los huesos y médulas del cuerpo, le prometiera los imposibles que pudieran imaginarse: dejóle, y salió á hablar á su señora; y como vió su puerta rodeada de todas las criadas, les dijo que se recogiesen á sus aposentos, que otra noche habria lugar para gozar con ménos ó con ningun sobresalto del músico, que ya aquella noche el alboroto les habia aguado el gusto.
Bien entendieron todas que la vieja se queria quedar sola; pero no pudieron dejar de obedecerla, porque las mandaba á todas. Fuéronse las criadas, y ella acudió á la sala á persuadir á Leonora acudiese á la voluntad de Loaysa, con una larga y tan concertada arenga, que pareció que de muchos dias la tenia estudiada: encarecióle su gentileza, su valor, su donaire y sus muchas gracias: pintóle de cuánto mas gusto le serian los abrazos del amante mozo, que los del marido viejo, asegurándole el secreto y la duracion del deleite, con otras cosas semejantes á estas, que el demonio le puso en la lengua, llenas de colores retóricos, tan demostrativos y eficaces, que movieran, no solo el corazon tierno y poco advertido de la simple é incauta Leonora, sino el de un endurecido mármol. ¡Oh dueñas, nacidas y usadas en el mundo para perdicion de mil recatadas y buenas intenciones! ¡Oh luengas y repulgadas tocas, escogidas para autorizar las salas y los estrados de señoras principales, y cuán al reves de lo que debíades usais de vuestro casi ya forzoso oficio! En fin, tanto dijo la dueña, tanto persuadió la dueña, que Leonora se rindió, Leonora se engañó, y Leonora se perdió, dando en tierra con todas las prevenciones del discreto Carrizales, que dormia el sueño de la muerte de su honra.
Tomó Marialonso por la mano á su señora, y casi p. 207 por fuerza, preñados de lágrimas los ojos, la llevó donde Loaysa estaba, y echándoles la bendicion con una risa falsa de demonio, cerrando tras sí la puerta, los dejó encerrados, y ella se puso á dormir en el estrado, ó por mejor decir á esperar su contento de recudida. Pero como el desvelo de las pasadas noches la venciese, se quedó dormida en el estrado.
Bueno fuera en esta sazon preguntar á Carrizales, á no saber que dormia, que ¿adónde estaban sus advertidos recatos, sus recelos, sus advertimientos, sus persuasiones, los altos muros de su casa, el no haber entrado en ella ni aun en sombra álguien que tuviese nombre de varon, el torno estrecho, las gruesas paredes, las ventanas sin luz, el encerramiento notable, la gran dote en que á Leonora habia dotado, los regalos continuos que la hacia, el buen tratamiento de sus criadas y esclavas, el no faltar un punto á todo aquello que él imaginaba que habian menester y que podian desear? Pero ya queda dicho que no habia para qué preguntárselo, porque dormia mas de aquello que fuera menester: y si él lo oyera, y acaso respondiera, no podia dar mejor respuesta que encoger los hombros, enarcar las cejas y decir: todo aqueso derribó por los fundamentos la astucia, á lo que yo creo, de un mozo holgazan y vicioso, y la malicia de una falsa dueña, con la inadvertencia de una muchacha rogada y persuadida: libre Dios á cada uno de tales enemigos, contra los cuales no hay escudo de prudencia que defienda, ni espada de recato que corte.
Pero con todo esto, el valor de Leonora fué tal, que en el tiempo que mas le convenia, le mostró contra las fuerzas villanas de su astuto engañador, pues no fueron bastantes á vencerla, y él se cansó en balde, y ella quedó vencedora, y entrambos dormidos. Y en esto ordenó el cielo que á pesar del ungüento Carrizales despertase, y como tenia de costumbre, tentó la cama por todas partes, y no hallando en ella á su querida esposa, saltó de la cama despavorido y atónito, con mas lijereza y denuedo que sus muchos años prometian; y cuando en el aposento no halló á su esposa, y le vió abierto, y que le faltaba la llave de entre los colchones, pensó perder el juicio; pero reportándose un poco salió al corredor, y de allí andando pié ante pié por no ser sentido, llegó á la sala donde la dueña dormia, y viéndola sola sin Leonora, fué al aposento de la dueña, y abriendo la puerta muy quedo, vió lo que nunca quisiera haber visto: vió lo que diera por bien empleado no tener ojos para verlo: vió á Leonora en brazos de Loaysa, durmiendo tan á sueño suelto, como si en ellos obrara la virtud del ungüento y no en el celoso anciano.
Sin pulsos quedó Carrizales con la amarga vista de lo que miraba, la voz se le pegó á la gar p. 208 ganta, los brazos se le cayeron de desmayo, y quedó hecho una estatua de mármol frio; y aunque la cólera hizo su natural oficio, avivándole los casi muertos espíritus, pudo tanto el dolor, que no le dejó tomar aliento; y con todo eso tomara la venganza que aquella grande maldad requeria, si se hallara con armas para poder tomarla: y así determinó volverse á su aposento á tomar una daga, y volver á sacar las manchas de su honra con sangre de sus dos enemigos, y aun con toda aquella de toda la gente de su casa. Con esta determinacion honrosa y necesaria volvió, con el mismo silencio y recato que habia venido, á su estancia, donde le apretó el corazon tanto el dolor y la angustia, que sin ser poderoso á otra cosa, se dejó caer desmayado sobre el lecho.
Llegóse en esto el dia, y cogió á los nuevos adúlteros enlazados en la red de sus brazos. Despertó Marialonso, y quiso acudir por lo que á su parecer le tocaba, pero viendo que era tarde, quiso dejarlo para la venidera noche. Alborotóse Leonora viendo tan entrado el dia, y maldijo su descuido y el de la maldita dueña, y las dos con sobresaltados pasos fueron donde estaba su esposo, rogando entre dientes al cielo que le hallasen todavía roncando; y cuando le vieron encima de la cama callando, creyeron que todavía obraba la untura, pues dormia, y con gran regocijo abrazaron la una á la otra. Llegóse Leonora á su marido, y asiéndole de un brazo, le volvió de un lado á otro por ver si despertaba sin ponerles en necesidad de lavarle con vinagre, como decian era menester para que en sí volviese. Pero volvió Carrizales de su desmayo, y dando un profundo suspiro, con una voz lamentable y desmayada dijo:
—¡Desdichado de mí, y á que tristes términos me ha traido mi fortuna!
No entendió bien Leonora lo que dijo su esposo, mas como le vió despierto y que hablaba, admirada de ver que la virtud del ungüento no duraba tanto como habian significado, se llegó á él, y poniendo su rostro con el suyo, teniéndole estrechamente abrazado, le dijo:
—¿Qué teneis, señor mio, que me parece que os estais quejando?
Oyó la voz de la dulce enemiga suya el desdichado viejo, y abriendo los ojos desencajadamente, como atónito y embelesado, los puso en ella, y con grande ahinco, sin mover pestaña la estuvo mirando una gran pieza, al cabo de la cual le dijo:
—Hacedme placer, señora, que luego luego envieis á llamar á vuestros padres de mi parte, porque siento no sé qué en el corazon, que me da grandísima fatiga, y temo que brevemente me ha de quitar la vida, y querríalos ver ántes que me muriese.
Sin duda creyó Leonora ser verdad lo que su marido le decia, pensando ántes que la fortaleza del ungüento, y no lo que habia visto, le tenia en aquel trance; y respondiéndole que haria p. 209 lo que la mandaba, mandó al negro que luego al punto fuese á llamar á sus padres; y abrazándose con su esposo, le hacia las mayores caricias que jamas le habia hecho, preguntándole qué era lo que sentia, con tan tiernas y amorosas palabras, como si fuera la cosa del mundo que mas amaba. Él la miraba con el embelesamiento que se ha dicho, siéndole cada palabra ó caricia que le hacia, una lanzada que le atravesaba el alma.
Ya la dueña habia dicho á la gente de casa y á Loaysa la enfermedad de su amo, encareciéndoles que debia de ser de momento, pues se le habia olvidado de mandar cerrar las puertas de la calle cuando el negro salió á llamar á los padres de su señora: de la cual embajada asimismo se admiraron, por no haber entrado ninguno dellos en aquella casa despues que casaron á su hija.
En fin, todos andaban callados y suspensos, no dando en la verdad de la causa de la indisposicion de su amo, el cual de rato en rato tan profunda y dolorosamente suspiraba, que con cada suspiro parecia arrancársele el alma.
Lloraba Leonora por verle de aquella suerte, y reíase él con una risa de persona que estaba fuera de sí, considerando la falsedad de sus lágrimas.
En esto llegaron los padres de Leonora, y como hallaron la puerta de la calle y la del patio abiertas, y la casa sepultada en silencio y sola, quedaron admirados y con no pequeño sobresalto. Fueron al aposento de su yerno, y halláronle, como se ha dicho, siempre clavados los ojos en su esposa, á la cual tenia asida de las manos, derramando los dos muchas lágrimas, ella con no mas ocasion de verlas derramar á su esposo: él por ver cuán fingidamente ella las derramaba.
Así como sus padres entraron, habló Carrizales, y dijo:
—Siéntense aquí vuesas mercedes, y todos los demas dejen desocupado el aposento, y solo quede la señora Marialonso.
Hiciéronlo así, y quedando solos los cinco, sin esperar que otro hablase, con sosegada voz, limpiándose los ojos, desta manera dijo Carrizales:
—Bien seguro estoy, padres y señores mios, que no será menester traeros testigos para que me creais una verdad que quiero deciros: bien se os debe acordar (que no es posible se os haya caido de la memoria) con cuánto amor, con cuán buenas entrañas hace hoy un año, un mes, cinco dias y nueve horas, que me entregasteis á vuestra querida hija por legítima mujer mia: tambien sabeis con cuánta liberalidad la doté, pues fué tal la dote, que mas de tres de su misma calidad pudieran casar con opinion de ricas: asimismo se os debe acordar la diligencia que puse en vestirla y adornarla de todo aquello que ella se acertó á desear y yo alcanzé á saber que le convenia: ni mas ni ménos habeis visto, señores, cómo llevado de mi natural condicion, y temeroso del p. 210 mal de que sin duda he de morir, y esperimentado por mi mucha edad en los estraños y varios acaecimientos del mundo, quise guardar esta joya que yo escogí y vosotros me disteis, con el mayor recato que me fué posible; alcé las murallas desta casa, quité la vista á las ventanas de la calle, doblé las cerraduras de las puertas, púsele torno como á monasterio de monjas, desterré perpetuamente della todo aquello que sombra ó nombre de varon tuviese; dile criadas y esclavas que la sirviesen, ni les negué á ellas ni á ella cuanto quisieron pedirme; hícela mi igual, comuniquéle mis mas secretos pensamientos, y entreguéla toda mi hacienda: todas estas eran obras para que, si bien lo considerara, yo viviera seguro de gozar sin sobresalto lo que tanto me habia costado, y ella procurara no darme ocasion á que ningun género de temor celoso entrara en mi pensamiento; mas como no se puede prevenir con diligencia humana el castigo que la voluntad divina quiere dar á los que en ella no ponen del todo en todo sus deseos y esperanzas, no es mucho que yo quede defraudado en las mias, y que yo mismo haya sido el fabricador del veneno que me va quitando la vida; pero porque veo la suspension en que todos estais, colgados de las palabras de mi boca, quiero concluir los largos preámbulos desta plática con deciros en una palabra lo que no es posible decirse en millares dellas: digo pues, señores, que todo lo que he dicho y hecho ha parado en que esta madrugada hallé á esta, nacida en el mundo para perdicion de mi sosiego y fin de mi vida (y esto señalando á su esposa) en los brazos de un gallardo mancebo, que en la estancia desta pestífera dueña ahora está encerrado.
Apénas acabó estas últimas palabras Carrizales, cuando á Leonora se le cubrió el corazon, y en las mismas rodillas de su marido se cayó desmayada. Perdió la color Marialonso, y á las gargantas de los padres de Leonora se les atravesó un ñudo que no les dejaba hablar palabra. Pero prosiguiendo adelante Carrizales, dijo:
—La venganza que pienso tomar desta afrenta no es ni ha de ser de las que ordinariamente suelen tomarse; pues quiero que así como yo fuí estremado en lo que hice, así sea la venganza que tomare, tomándola de mí mismo como del mas culpado en este delito, que debiera considerar que mal podian estar ni compadecerse en uno los quince años desta muchacha con los casi ochenta mios, y yo fuí el que como el gusano de seda me fabriqué la casa donde muriese; y á tí no te culpo, ¡oh niña mal aconsejada! (Y diciendo esto se inclinó y besó el rostro de la desmayada Leonora.) No te culpo, digo, porque persuasiones de viejas taimadas, y requiebros de mozos enamorados, fácilmente vencen y triunfan del poco ingenio que los pocos años encierran; mas porque todo el mundo vea p. 211 el valor de los quilates de la voluntad y fe con que te quise, en este último trance de mi vida quiero mostrarlo de modo que quede en el mundo por ejemplo, si no de bondad, al ménos de simplicidad jamas oida ni vista: y así quiero que se traiga luego aquí un escribano para hacer de nuevo mi testamento, en el cual mandaré doblar la dote á Leonora, y le rogaré que despues de mis dias, que serán bien breves, disponga su voluntad, pues lo podrá hacer sin fuerza, á casarse con aquel mozo, á quien nunca ofendieron las canas deste lastimado viejo; y así verá que si viviendo jamas salí un punto de lo que pude pensar ser su gusto, en la muerte hago lo mismo, y quiero que le tenga con el que ella debe de querer tanto: la demas hacienda mandaré á otras obras pias, y á vosotros, señores mios, dejaré con que podais vivir honradamente lo que de la vida os queda: la venida del escribano sea luego, porque la pasion que tengo me aprieta de manera, que á mas andar me va acortando los pasos de la vida.
Esto dicho, le sobrevino un terrible desmayo, y se dejó caer tan junto de Leonora, que se juntaron los rostros: ¡estraño y triste espectáculo para los padres, que á su querida hija y á su amado yerno miraban! No quiso la mala dueña esperar á las reprensiones que pensó le darian los padres de su señora; y así se salió del aposento, y fué á decir á Loaysa todo lo que pasaba, aconsejándole que luego al punto se fuese de aquella casa, que ella tendria cuidado de avisarle con el negro lo que sucediese, pues ya no habia puertas ni llaves que lo impidiesen. Admiróse Loaysa con tales nuevas, y tomando el consejo, volvió á vestirse como pobre, y fuese á dar cuenta á sus amigos del estraño y nunca visto suceso de sus amores.
En tanto pues que los dos estaban transportados, el padre de Leonora envió á llamar á un escribano amigo suyo, el cual vino á tiempo que ya habian vuelto hija y yerno en su acuerdo. Hizo Carrizales su testamento en la manera que habia dicho, sin declarar el yerro de Leonora, mas de que por buenos respetos le pedia y rogaba se casase, si acaso él muriese, con aquel mancebo que él la habia dicho en secreto. Cuando esto oyó Leonora se arrojó á los piés de su marido, y saltándole el corazon en el pecho, le dijo:
—Vivid vos muchos años, mi señor y mi bien todo, que puesto caso que no estais obligado á creerme ninguna cosa de las que os dijere, sabed que no os he ofendido sino con el pensamiento.
Y comenzando á disculparse y á contar por estenso la verdad del caso, no pudo mover la lengua, y volvió á desmayarse. Abrazóla así desmayada el lastimado viejo, abrazáronla sus padres, lloraron todos tan amargamente, que obligaron y aun forzaron á que en ellas les acompañase el escribano que hacia el testamento, en el cual dejó de comer á todas las criadas p. 212 de casa, horras las esclavas y negro, y á la falsa de Marialonso no le mandó otra cosa que la paga de su salario; mas sea lo que fuere, el dolor le apretó de manera, que al seteno dia le llevaron á la sepultura.
Quedó Leonora viuda, llorosa y rica; y cuando Loaysa esperaba que cumpliese lo que ya él sabia que su marido en su testamento dejaba mandado, vió que dentro de una semana se entró monja en uno de los mas recogidos monasterios de la ciudad: él despechado y casi corrido se pasó á las Indias. Quedaron los padres de Leonora tristísimos, aunque se consolaron con lo que su yerno les habia dejado y mandado por su testamento. Las criadas se consolaron con lo mismo, y las esclavas y esclavo con la libertad, y la malvada de la dueña, pobre y defraudada de todos sus malos pensamientos.
Y yo quedé con el deseo de llegar al fin deste suceso, ejemplo y espejo de lo poco que hay que fiar de llaves, tornos y paredes, cuando queda la voluntad libre; y de lo ménos que hay que confiar de verdes y pocos años, si les andan al oido eshortaciones destas dueñas de monjil negro y tendido, y tocas blancas y luengas. Solo no sé qué fué la causa que Leonora no puso mas ahinco en disculparse y dar á entender á su celoso marido cuán limpia y sin ofensa habia quedado en aquel suceso; pero la turbacion le ató la lengua, y la priesa que se dió á morir su marido no dió lugar á su disculpa.
p. 213
En Búrgos, ciudad ilustre y famosa, no ha muchos años que en ella vivian dos caballeros principales y ricos: el uno se llamaba D. Diego de Carriazo, y el otro D. Juan de Avendaño. El D. Diego tuvo un hijo á quien llamó de su mismo nombre, y el D. Juan otro á quien puso D. Tomas de Avendaño. Á estos dos caballeros mozos, como quien han de ser las principales personas deste cuento, por escusar y ahorrar letras, les llamaremos con solos los nombres de Carriazo y de Avendaño.
Trece años ó poco mas tendria Carriazo, cuando llevado de una inclinacion picaresca, sin forzarle á ello algun mal tratamiento que sus padres le hiciesen, solo por su gusto y antojo se desgarró, como dicen los muchachos, de casa de sus padres, y se fué por ese mundo adelante, tan contento de la vida libre, que en la mitad de las incomodidades y miserias que trae consigo, no echaba ménos la abundancia de la casa de su padre, ni el andar á pié le cansaba, ni el frio le ofendia, ni el calor le enfadaba: para él todos los tiempos del año le eran dulce y templada primavera: tan bien dormia en parvas, como en colchones: con tanto gusto se soterraba en un pajar de un meson, como si se acostara entre dos sábanas de Holanda: finalmente, él salió tan bien con el asunto de pícaro, que pudiera leer cátedra en la facultad al famoso de Alfarache.
En tres años que tardó en parecer y volver á su casa aprendió á jugar á la taba en Madrid, y al rentoy en las ventillas de Toledo, y á presa y pinta en pié en las barbacanas de Sevilla; pero con serle anejo á este género de vida la miseria y estrecheza, p. 214 mostraba Carriazo ser un príncipe en sus obras: á tiro de escopeta en mil señales descubria ser bien nacido, porque era generoso y bien partido con sus camaradas; visitaba pocas veces las ermitas de Baco; y aunque bebia vino, era tan poco, que nunca pudo entrar en el número de los que llaman desgraciados, que con alguna cosa que beban demasiado, luego se les pone el rostro como si se le hubiesen jalbegado con bermellon y almagre. En fin, en Carriazo vió el mundo un pícaro virtuoso, limpio, bien criado, y mas que medianamente discreto: pasó por todos los grados de pícaro, hasta que se graduó de maestro en las almadrabas de Zahara, donde es el finibusterre de la picaresca.
¡Oh pícaros de cocina, sucios, gordos y lucios: pobres fingidos, tullidos falsos, cicateruelos de Zocodover y de la plaza de Madrid, vistosos oracioneros, esportilleros de Sevilla, mandilejos de la hampa, con toda la caterva innumerable que se encierra debajo deste nombre pícaro! Bajad el toldo, amainad el brio, no os llameis pícaros si no habeis cursado dos cursos en la academia de la pesca de los atunes: allí, allí está en su centro el trabajo junto con la poltronería: allí está la suciedad limpia, la gordura rolliza, la hambre pronta, la hartura abundante, sin disfraz el vicio, el juego siempre, las pendencias por momentos, las muertes por puntos, las pullas á cada paso, los bailes como en bodas, las seguidillas como en estampa, los romances con estribos, la poesía sin acciones: aquí se canta, allí se reniega, acullá se riñe, acá se juega, y por todo se hurta: allí campea la libertad y luce el trabajo: allí van ó envían muchos padres principales á buscar á sus hijos, y los hallan; y tanto sienten sacarlos de aquella vida, como si los llevaran á dar la muerte.
Pero toda esta dulzura que he pintado, tiene un amargo acíbar que la amarga; y es no poder dormir sueño seguro sin el temor de que en un instante los trasladen de Zahara á Berbería: por esto las noches se recogen á unas torres de la marina, y tienen sus atajadores y centinelas, en confianza de cuyos ojos cierran ellos los suyos; puesto que tal vez ha sucedido que centinelas y atajadores, pícaros, mayorales, barcos y redes, con toda la turbamulta que allí se ocupa, han anochecido en España y amanecido en Tetuan. Pero no fué parte este temor para que nuestro Carriazo dejase de acudir allí tres veranos á darse buen tiempo: el último verano le dijo tan bien la suerte, que ganó á los naipes cerca de setecientos reales, con los cuales quiso vestirse, y volverse á Búrgos, y á los ojos de su madre, que habia derramado por él muchas lágrimas: despidióse de sus amigos, que los tenia muchos y muy buenos: prometióles que el verano siguiente seria con ellos, si enfermedad ó muerte no lo estorbase: dejó con ellos la mitad de su alma, p. 215 y todos sus deseos entregó á aquellas secas arenas, que á él parecian mas frescas y verdes que los campos Elíseos: y por estar ya acostumbrado á caminar á pié, tomó el camino en la mano, y sobre dos alpargates se llegó desde Zahara hasta Valladolid, cantando las tres ánades, madre: estúvose allí quince dias para reformar la color del rostro, sacándola de mulata á flamenca, y para trastejarse y sacarse del borrador de pícaro, y ponerse en limpio de caballero.
Todo esto hizo segun y como le dieron comodidad quinientos reales con que llegó á Valladolid, y aun dellos reservó ciento para alquilar una mula y un mozo, con que se presentó á sus padres honrado y contento. Ellos le recebieron con mucha alegría, y todos sus amigos y parientes vinieron á darle el parabien de la buena venida del señor D. Diego de Carriazo su hijo. Es de advertir que en su peregrinacion D. Diego, mudó el nombre de Carriazo en el de Urdiales, y con este nombre se hizo llamar de los que el suyo no sabian.
Entre los que vinieron á ver el recien llegado fueron D. Juan de Avendaño y su hijo D. Tomas, con quien Carriazo, por ser ambos de una misma edad y vecinos, trabó y confirmó una amistad estrechísima.
Contó Carriazo á sus padres y á todos mil magníficas y luengas mentiras de cosas que le habian sucedido en los tres años de su ausencia; pero nunca tocó ni por pienso en las almadrabas, puesto que en ellas tenia de contino puesta la imaginacion, especialmente cuando vió que se llegaba el tiempo donde habia prometido á sus amigos la vuelta: ni le entretenia la caza en que su padre le ocupaba, ni los muchos, honestos y gustosos convites que en aquella ciudad se usan, le daban gusto; todo pasatiempo le cansaba, y á todos los mayores que se le ofrecian anteponia el que habia recebido en las almadrabas.
Avendaño, su amigo, viéndole muchas veces melancólico é imaginativo, fiado en su amistad se atrevió á preguntarle la causa, y se obligó á remediarla, si pudiese y fuese menester, con su sangre misma. No quiso Carriazo tenérsela encubierta, por no agraviar á la grande amistad que le profesaba; y así le contó punto por punto la vida de la jábega, y cómo todas sus tristezas y pensamientos nacian del deseo que tenia de volver á ella: pintósela de modo, que Avendaño, cuando le acabó de oir, ántes alabó que vituperó su gusto.
En fin, el de la plática fué disponer Carriazo la voluntad de Avendaño de manera, que determinó de irse con él á gozar un verano de aquella felicísima vida que le habia descrito, de lo cual quedó sobre modo contento Carriazo, por parecerle que habia ganado un testigo de abono que calificase su baja determinacion: trazaron ansimismo de juntar todo el dinero que pudiesen, y el mejor modo que hallaron fué que de allí á dos p. 216 meses habia de ir Avendaño á Salamanca, donde por su gusto tres años habia estado estudiando las lenguas griega y latina, y su padre queria que pasase adelante y estudiase la facultad que él quisiese; y que del dinero que le diese habria para lo que deseaban.
En este tiempo propuso Carriazo á su padre que tenia voluntad de irse con Avendaño á estudiar á Salamanca. Vino su padre con tanto gusto en ello, que hablando al de Avendaño, ordenaron de ponerles juntos casa en Salamanca, con todos los requisitos que pedian ser hijos suyos.
Llegóse el tiempo de la partida: proveyéronles de dinero, y enviaron con ellos un ayo que los gobernase, que tenia mas de hombre de bien que de discreto. Los padres dieron documentos á sus hijos de lo que habian de hacer, y de cómo se habian de gobernar para salir aprovechados en la virtud y en las ciencias, que es el fruto que todo estudiante debe pretender sacar de sus trabajos y vigilias, principalmente los bien nacidos. Mostráronse los hijos humildes y obedientes, lloraron las madres, recebieron la bendicion de todos, pusiéronse en camino con mulas propias y con dos criados de casa, amen del ayo, que se habia dejado crecer la barba porque diese autoridad á su cargo.
En llegando á la ciudad de Valladolid, dijeron al ayo que querian estarse en aquel lugar dos dias para verle, porque nunca le habian visto ni estado en él. Reprendióles mucho el ayo severa y ásperamente la estada, diciéndoles que los que iban á estudiar con tanta priesa como ellos, no se habian de detener una hora á mirar niñerías, cuanto mas dos dias, y que él formaria escrúpulo si los dejaba detener un solo punto, y que se partiesen luego, y si no, que sobre eso morena.
Hasta aquí se estendia la habilidad del señor ayo ó mayordomo, como mas nos diere gusto llamarle. Los mancebitos, que tenian ya hecho su agosto y su vendimia, pues habian ya sacado cuatrocientos escudos de oro que llevaba su mayordomo, dijeron que solos los dejase aquel dia, en el cual querian ir á ver la fuente de Argales, que la comenzaban á conducir á la ciudad por grandes y espaciosos acueductos. En efecto, aunque con dolor de su ánima, les dió licencia, porque él quisiera escusar el gasto de aquella noche, y hacerle en Valdeastillas, y repartir las diez y ocho leguas que hay desde Valdeastillas á Salamanca en dos dias, y no las veinte y dos que hay desde Valladolid; pero como uno piensa el bayo y otro el que le ensilla, todo le sucedió al reves de lo que él quisiera.
Los mancebos, con solo un criado, y á caballo en dos muy buenas y caseras mulas, salieron á ver la fuente de Argales, famosa por su antigüedad y sus aguas, á despecho del caño dorado y de la reverenda priora, con paz sea dicho, de Leganitos, y de la estremadísima fuente Caste p. 217 llana, en cuya competencia pueden callar Corpa y la Pizarra de la Mancha. Llegaron á Argales, y cuando creyó el criado que sacaba Avendaño de las bolsas del cojin alguna cosa con que beber, vió que sacó una carta cerrada, diciéndole que luego al punto volviese á la ciudad, y se la diese á su ayo, y que en dándola les esperase en la puerta del Campo.
Obedeció el criado, tomó la carta, volvió á la ciudad, y ellos volvieron las riendas, y aquella noche durmieron en Mojados, y de allí á dos dias en Madrid, y en otros cuatro se vendieron las mulas en pública plaza, y hubo quien les fiase por seis escudos de prometido, y aun quien les diese el dinero en oro por sus cabales. Vistiéronse á lo payo, con capotillos de dos haldas, zahones ó zaragüelles y medias de paño pardo. Ropero hubo que por la mañana les compró sus vestidos, y á la noche los habia mudado de manera, que no los conociera la propia madre que los habia parido.
Puestos pues á la lijera y del modo que Avendaño quiso y supo, se pusieron en camino de Toledo ad pedem litteræ y sin espadas, que tambien el ropero, aunque no atañian á su menester, se las habia comprado.
Dejémoslos ir por ahora, pues van contentos y alegres, y volvamos á contar lo que el ayo hizo cuando abrió la carta que el criado le llevó, y halló que decia desta manera:
«Vuesa merced será servido, señor Pedro Alonso, de tener paciencia y dar la vuelta á Búrgos, donde dirá á nuestros padres que habiendo nosotros sus hijos con madura consideracion considerado cuán mas propias son de los caballeros las armas que las letras, habemos determinado de trocar á Salamanca por Bruselas y á España por Flándes; los cuatrocientos escudos llevamos, las mulas pensamos vender; nuestra hidalga intencion y el largo camino es bastante disculpa de nuestro yerro, aunque nadie le juzgará por tal, si no es cobarde; nuestra partida es ahora, la vuelta será cuando Dios fuere servido, el cual guarde á vuesa merced como puede y estos sus menores discípulos deseamos. De la fuente de Argales, puesto ya el pié en el estribo para caminar á Flándes. — Carriazo y Avendaño. »
Quedó Pedro Alonso suspenso en leyendo la epístola, y acudió presto á su balija, y el hallarla vacía le acabó de confirmar la verdad de la carta, y luego al punto en la mula que le habia quedado se partió á Búrgos á dar las nuevas á sus amos con toda presteza, porque con ella pusiesen remedio y diesen traza de alcanzar á sus hijos; pero destas cosas no dice nada el autor desta novela, porque así como dejó puesto á caballo á Pedro Alonso, volvió á contar lo que les sucedió á Avendaño y á Carriazo á la entrada de Illescas, diciendo: que al entrar de la puerta de la villa encontraron dos mozos de mulas, al parecer andaluces, en p. 218 calzones de lienzo anchos, jubones acuchillados de anjeo, sus coletos de ante, dagas de gancho y espadas sin tiros; al parecer el uno venia de Sevilla, y el otro iba á ella: el que iba estaba diciendo al otro:
—Si no fueran mis amos tan adelante, todavía me detuviera algo mas á preguntar mil cosas que deseo saber, porque me has maravillado mucho con lo que has contado de que el conde ha ahorcado á Alonso Gines y á Ribera, sin querer otorgarles la apelacion.
—¡Oh pecador de mí! replicó el sevillano, armóles el conde zancadilla, y cogiólos debajo de su jurisdicion, que eran soldados, y por contrabando se aprovechó dellos, sin que la audiencia se los pudiese quitar: sábete, amigo, que tiene un Bercebú en el cuerpo este conde de Puñonrostro, que nos mete los dedos de su puño en el alma: barrida está Sevilla y diez leguas á la redonda de jácaros: no para ladron en sus contornos: todos le temen como al fuego, aunque ya se suena que dejará presto el cargo de asistente, porque no tiene condicion para verse á cada paso en dímes ni dirétes con los señores de la audiencia.
—Vivan ellos mil años, dijo el que iba á Sevilla, que son padres de los miserables y amparo de los desdichados: ¡cuántos pobretes están mascando barro, no mas de por la cólera de un juez absoluto, de un corregidor ó mal informado ó bien apasionado! Mas ven muchos ojos que dos: no se apodera tan presto el veneno de la injusticia de muchos corazones, como se apodera de uno solo.
—Predicador te has vuelto, dijo el de Sevilla, y segun llevas la retahila, no acabarás tan presto, y yo no te puedo aguardar; y esta noche no vayas á posar donde sueles, sino en la posada del Sevillano, porque verás en ella la mas hermosa fregona que se sabe: Marinilla la de la venta Tejada es asco en su comparacion; no te digo mas sino que hay fama que el hijo del corregidor bebe los vientos por ella: uno desos mis amos que allá van, jura que al volver que vuelva al Andalucía, se ha de estar dos meses en Toledo y en la misma posada solo por hartarse de mirarla: ya le dejo yo en señal un pellizco, y me llevo en contracambio un gran torniscon; es dura como un mármol y zahareña como villana de Sayago, y áspera como una ortiga; pero tiene una cara de pascua y un rostro de buen año: en una mejilla tiene el sol y en la otra la luna; la una es hecha de rosas y la otra de claveles, y en entrambas hay tambien azucenas y jazmines; no te digo mas sino que la veas, y verás que no te he dicho nada, segun lo que te pudiera decir acerca de su hermosura: en las dos mulas rucias que sabes que tengo mias, la dotara de buena gana, si me la quisieran dar por mujer; pero yo sé que no me la darán, que es joya para un arcipreste ó para un conde; y otra vez torno á decir que allá lo verás, y adios, p. 219 que me mudo.
Con esto se despidieron los dos mozos de mulas, cuya plática y conversacion dejó mudos á los dos amigos que escuchado la habian, especialmente Avendaño, en quien la simple relacion que el mozo de mulas habia hecho de la hermosura de la fregona, despertó en él un intenso deseo de verla: tambien le despertó en Carriazo; pero no de manera que no desease mas llegar á sus almadrabas, que detenerse á ver las pirámides de Egipto, ó otra de las siete maravillas, ó todas juntas.
En repetir las palabras de los mozos y en remedar y contrahacer el modo y los ademanes con que las decian, entretuvieron el camino hasta Toledo, y luego siendo la guia Carriazo, que ya otra vez habia estado en aquella ciudad, bajando por la Sangre de Cristo, dieron con la posada del Sevillano; pero no se atrevieron á pedirla allí, porque su traje no lo pedia.
Era ya anochecido, y aunque Carriazo importunaba á Avendaño que fuesen á otra parte á buscar posada, no le pudo quitar de la puerta de la del Sevillano, esperando si acaso parecia la tan celebrada fregona. Entrábase la noche, y la fregona no salia: desesperábase Carriazo, y Avendaño se estaba quedo, el cual por salir con su intencion, con escusa de preguntar por unos caballeros de Búrgos que iban á la ciudad de Sevilla, se entró hasta el patio de la posada, y apénas hubo entrado, cuando de una sala que en el patio estaba vió salir una moza, al parecer de quince años poco mas ó ménos, vestida como labradora, con una vela encendida en un candelero. No puso Avendaño los ojos en el vestido y traje de la moza, sino en su rostro, que le parecia ver en él los que suelen pintar de los ángeles: quedó suspenso y atónito de su hermosura, y no acertó á preguntarle nada: tal era su suspension y embelesamiento. La moza, viendo aquel hombre delante de sí, le dijo:
—¿Qué busca, hermano? ¿Es por ventura criado de alguno de los huéspedes de casa?
—No soy criado de ninguno, sino vuestro, respondió Avendaño todo lleno de turbacion y sobresalto.
La moza, que de aquel modo le vió responder, dijo:
—Vaya, hermano, norabuena, que las que servimos no hemos menester criados.
Y llamando á su señor, le dijo:
—Mire, señor, lo que busca este mancebo.
Salió su amo, y preguntóle qué buscaba. Él respondió que á unos caballeros de Búrgos que iban á Sevilla, uno de los cuales era su señor, el cual le habia enviado delante por Alcalá de Henáres, donde habia de hacer un negocio que les importaba, y que junto con esto le mandó que se viniese á Toledo y le esperase en la posada del Sevillano, donde vendria á apearse, y que pensaba que llegaria aquella noche ó otro dia á mas tardar. Tan buen color dió Avendaño á su mentira, que á la cuenta del huésped pasó por verdad, pues le dijo:
—Quédese, amigo, en la p. 220 posada, que aquí podrá esperar á su señor hasta que venga.
—Muchas mercedes, señor huésped, respondió Avendaño, y mande vuesa merced que se me dé un aposento para mí y un compañero que viene conmigo, que está allí fuera, que dinero traemos para pagarlo tan bien como otro.
—En buen hora, respondió el huésped.
Y volviéndose á la moza, dijo:
—Costancica, dí á la Argüello que lleve á estos dos galanes al aposento del rincon, y que les eche sábanas limpias.
—Sí haré, señor, respondió Costanza, que así se llamaba la doncella.
Y haciendo una reverencia á su amo, se les quitó delante, cuya ausencia fué para Avendaño lo que suele ser al caminante ponerse el sol y sobrevenir la noche lóbrega y escura: con todo esto salió á dar cuenta á Carriazo de lo que habia visto y de lo que dejaba negociado. El cual por mil señales conoció cómo su amigo venia herido de la amorosa pestilencia; pero no le quiso decir nada por entónces, hasta ver si lo merecia la causa de quien nacian las estraordinarias alabanzas y grandes hipérboles con que la belleza de Costanza sobre los mismos cielos levantaba.
Entraron en fin en la posada, y la Argüello, que era una mujer de hasta cuarenta y cinco años, superintendente de las camas y aderezo de los aposentos, los llevó á uno que ni era de caballeros ni de criados, sino de gente que podia hacer medio entre los dos estremos. Pidieron de cenar, respondióles la Argüello que en aquella posada no daban de comer á nadie, puesto que guisaban y aderezaban lo que los huéspedes traian de fuera comprado; pero que bodegones y casas de estado habia cerca, donde sin escrúpulo de conciencia podian ir á cenar lo que quisiesen. Tomaron los dos el consejo de la Argüello, y dieron con sus cuerpos en un bodegon, donde Carriazo cenó lo que le dieron, y Avendaño lo que con él llevaba, que fueron pensamientos y imaginaciones.
Lo poco ó nada que Avendaño comia admiraba á Carriazo. Por enterarse del todo de los pensamientos de su amigo, al volverse á la posada, le dijo:
—Conviene que mañana madruguemos, porque ántes que entre la calor estemos ya en Orgaz.
—No estoy en eso, respondió Avendaño, porque pienso, ántes que desta ciudad me parta, ver lo que dicen que hay famoso en ella, como es el Sagrario, el artificio de Juanelo, las vistillas de San Agustin, la huerta del Rey y la Vega.
—Norabuena, respondió Carriazo, eso en dos dias se podrá ver.
—En verdad que lo he de tomar despacio, que no vamos á Roma á alcanzar alguna vacante.
—Ta, ta, replicó Carriazo, á mí me maten, amigo, si no estais vos con mas deseo de quedaros en Toledo que de seguir nuestra comenzada romería.
—Así es la verdad, respondió Avendaño, y aun tan imposible será apartarme de ver el rostro desta doncella, como no es posible ir al cielo sin bue p. 221 nas obras.
—¡Gallardo encarecimiento, dijo Carriazo, y determinacion digna de un tan generoso pecho como el vuestro! ¡Bien cuadra un D. Tomas de Avendaño, hijo de D. Juan de Avendaño, caballero lo que es bueno, rico lo que basta, mozo lo que alegra, discreto lo que admira, con enamorado y perdido por una fregona que sirve en el meson del Sevillano!
—Lo mismo me parece á mí que es, respondió Avendaño, considerar un D. Diego de Carriazo, hijo del mismo, caballero del hábito de Alcántara el padre, y el hijo á pique de heredarle con su mayorazgo, no ménos gentil en el cuerpo que en el ánimo, y con todos estos generosos atributos verle enamorado, ¿de quién, si pensais? ¿De la reina Ginebra? no por cierto, sino de la almadraba de Zahara, que es mas fea á lo que creo que un miedo de Santo Anton.
—Pata es la traviesa, amigo, respondió Carriazo, por los filos que te herí me has muerto, quédese aquí nuestra pendencia, y vamos á dormir, y amanecerá Dios y medraremos.
—Mira, Carriazo, hasta ahora no has visto á Costanza; en viéndola te doy licencia para que me digas todas las injurias ó reprensiones que quisieres.
—Ya sé yo en qué ha de parar esto, dijo Carriazo.
—¿En qué? replicó Avendaño.
—En que yo me iré con mi almadraba, y tú te quedarás con tu fregona, dijo Carriazo.
—No seré yo tan venturoso, dijo Avendaño.
—Ni yo tan necio, respondió Carriazo, que por seguir tu mal gusto deje de conseguir el bueno mio.
—En estas pláticas llegaron á la posada, y aun se las pasó en otras semejantes la mitad de la noche; y habiendo dormido á su parecer poco mas de una hora, los despertó el son de muchas chirimías que en la calle sonaban. Sentáronse en la cama, y estuvieron atentos, y dijo Carriazo:
—Apostaré que es ya de dia, y que debe hacerse alguna fiesta en un monasterio de Nuestra Señora del Cármen que está aquí cerca, y por eso tocan estas chirimías.
—No es eso, respondió Avendaño, porque no ha tanto que dormimos que pueda ser ya de dia.
Estando en esto sintieron llamar á la puerta de su aposento, y preguntando quién llamaba, respondieron de fuera, diciendo:
—Mancebos, si quereis oir una brava música, levantáos y asomáos á una reja que sale á la calle, que está en aquella sala frontera, que no hay nadie en ella.
Levantáronse los dos, y cuando abrieron no hallaron persona ni supieron quién les habia dado el aviso; mas porque oyeron el son de una arpa, creyeron ser verdad la música, y así en camisa como se hallaron, se fueron á la sala donde ya estaban otros tres ó cuatro huéspedes puestos á las rejas; hallaron lugar, y de allí á poco, al son de la arpa y de una vihuela, con maravillosa voz oyeron cantar este soneto, que no se le pasó de la memoria á Avendaño.
p. 222 Raro humilde sugeto, que levantas
Á tan escelsa cumbre la belleza,
Que en ella se escedió naturaleza
Á sí misma, y al cielo la adelantas.
Si hablas, ó si ries, ó si cantas,
Si muestras mansedumbre ó aspereza
(Efeto solo de tu gentileza)
Las potencias del alma nos encantas:
Para que pueda ser mas conocida
La sin par hermosura que contienes,
Y la alta honestidad de que blasonas,
Deja el servir, pues debes ser servida
De cuantos ven tus manos, y tus sienes
Resplandecer con cetros y coronas.
No fué menester que nadie les dijese á los dos que aquella música se daba por Costanza, pues bien claro lo habia descubierto el soneto, que sonó de tal manera en los oidos de Avendaño, que diera por bien empleado por no haberle oido haber nacido sordo y estarlo todos los dias de la vida que le quedaba, á causa que desde aquel punto la comenzó á tener tan mala, como quien se halló traspasado el corazon de la rigurosa lanza de los celos, y era lo peor que no sabia de quién debia ó podia tenerlos. Pero presto le sacó deste cuidado uno de los que á la reja estaban, diciendo:
—¡Que tan simple sea este hijo del corregidor, que se ande dando músicas á una fregona! Verdad es que ella es de las mas hermosas muchachas que yo he visto, y he visto muchas, mas no por esto habia de solicitarla con tanta publicidad.
Á lo cual añadió otro de los de la reja:
—Pues en verdad que he oido yo decir por cosa muy cierta que así hace ella cuenta dél, como si no fuese nadie: apostaré que se está ella agora durmiendo á sueño suelto detras de la cama de su ama, donde dicen que duerme, sin acordársele de músicas ni canciones.
—Así es la verdad, replicó el otro, porque es la mas honesta doncella que se sabe, y es maravilla que con estar en esta casa de tanto tráfago, y donde hay cada dia gente nueva, y andar por todos los aposentos, no se sabe della el menor desman del mundo.
Con esto que oyó Avendaño tornó á revivir y á cobrar aliento para poder escuchar otras muchas cosas que al son de diversos instrumentos los músicos cantaron, todas encaminadas á Costanza, la cual, como dijo el huésped, se estaba durmiendo sin ningun cuidado.
Por venir el dia se fueron los músicos, despidiéndose con las chirimías. Avendaño y Carriazo se volvieron á su aposento, donde durmió el que pudo hasta la mañana. La cual venida, se levantaron los dos, entrambos con deseo de ver á Costanza; pero el deseo del uno era deseo curioso, y el del otro deseo enamorado. Pero á entrambos se los cumplió Costanza, saliendo p. 223 de la sala de su amo tan hermosa, que á los dos les pareció que todas cuantas alabanzas le habia dado el mozo de mulas, eran cortas y de ningun encarecimiento.
Su vestido era una saya y corpiños de paño verde, con unos ribetes del mismo paño. Los corpiños eran bajos, pero la camisa alta, plegado el cuello con un cabezon labrado de seda negra, puesta una gargantilla de estrellas de azabache sobre un pedazo de una coluna de alabastro, que no era ménos blanca su garganta: ceñida con un cordon de S. Francisco, y de una cinta pendiente al lado derecho un gran manojo de llaves: no traia chinelas, sino zapatos de dos suelas, colorados, con unas calzas que no se le parecian, sino cuanto por un perfil mostraban tambien ser coloradas: traia trenzados los cabellos con unas cintas blancas de hiladillo, pero tan largo el trenzado, que por las espaldas le pasaba de la cintura: el color salia de castaño, y tocaba en rubio; pero al parecer tan limpio, tan igual y tan peinado, que ninguno, aunque fuera de hebras de oro, se le pudiera comparar: pendíanle de las orejas dos calabacillas de vidrio que parecian perlas; los mismos cabellos le servian de garbin y de tocas.
Cuando salió de la sala, se persignó y santiguó, y con mucha devocion y sosiego hizo una profunda reverencia á una imágen de nuestra Señora que en una de las paredes del patio estaba colgada; y alzando los ojos vió á los dos que mirándola estaban, y apénas los hubo visto, cuando se retiró y volvió á entrar en la sala, desde la cual dió voces á la Argüello, que se levantase.
Resta ahora por decir qué es lo que le pareció á Carriazo de la hermosura de Costanza, que de lo que le pareció á Avendaño, ya está dicho, cuando la vió la vez primera. No digo mas sino que á Carriazo le pareció tan bien como á su compañero; pero enamoróle mucho ménos, y tan ménos, que quisiera no anochecer en la posada, sino partirse luego para sus almadrabas.
En esto á las voces de Costanza salió á los corredores la Argüello, con otras dos mocetonas tambien criadas de casa, de quien se dice que eran gallegas, y el haber tantas lo requeria la mucha gente que acude á la posada del Sevillano, que es una de las mejores y mas frecuentadas que hay en Toledo. Acudieron tambien los mozos de los huéspedes á pedir cebada: salió el huésped de casa á dársela, maldiciendo á sus mozas, que por ellas se le habia ido un mozo que la solia dar con muy buena cuenta y razon, sin que le hubiese hecho ménos á su parecer un solo grano. Avendaño que oyó esto, dijo:
—No se fatigue, señor huésped, déme el libro de la cuenta, que los dias que hubiere de estar aquí yo la tendré tan buena en dar la cebada y paja que pidieren, que no eche ménos al mozo que dice que se le ha ido.
—En verdad que os lo agradezco, mancebo, respondió el p. 224 huésped, porque yo no puedo atender á esto, porque tengo otras muchas cosas á que acudir fuera de casa: bajad, daros he el libro, y mirad que estos mozos de mulas son el mismo diablo, y hacen trampantojos un celemin de cebada con ménos conciencia que si fuese de paja.
Bajó al patio Avendaño, y entregóse en el libro, y comenzó á despachar celemines como agua, y asentarlos por tan buena órden, que el huésped, que lo estaba mirando, quedó contento, y tanto, que dijo:
—Pluguiese á Dios que vuestro amo no viniese, y que á vos os diese gana de quedaros en casa, que á fe que otro gallo os cantase, porque el mozo que se me fué vino á mi casa habrá ocho meses roto y flaco, y ahora lleva dos pares de vestidos muy buenos y va gordo como una nutria; porque quiero que sepais, hijo, que en esta casa hay muchos provechos, amen de los salarios.
—Si yo me quedase, replicó Avendaño, no repararia mucho en la ganancia, que con cualquiera cosa me contentaria á trueco de estar en esta ciudad, que me dicen que es la mejor de España.
—Á lo ménos, respondió el huésped, es de las mejores y mas abundantes que hay en ella; mas otra cosa nos falta ahora, que es buscar quien vaya por agua al rio, que tambien se me fué otro mozo, que con un asno que tengo famoso me tenia rebosando las tinajas y hecha un lago de agua la casa; y una de las causas porque los mozos de mulas se huelgan de traer sus amos á mi posada, es por la abundancia de agua que hallan siempre en ella, porque no llevan su ganado al rio, sino dentro de casa beben las cabalgaduras en grandes barreños.
Todo esto estaba oyendo Carriazo, el cual viendo que ya Avendaño estaba acomodado y con oficio en casa, no quiso él quedarse á buenas noches, y mas que consideró el gran gusto que haria á Avendaño si le seguia el humor; y así dijo al huésped:
—Venga el asno, señor huésped, que tambien sabré yo cinchalle y cargalle, como sabe mi compañero asentar en el libro su mercancía.
—Sí, dijo Avendaño, mi compañero Lope, asturiano, servirá de traer agua como un príncipe, y yo le fío.
La Argüello, que estaba atenta desde el corredor á todas estas pláticas, oyendo decir á Avendaño, que él fiaba á su compañero, dijo:
—Dígame, gentilhombre, y ¿quién le ha de fiar á él? que en verdad que me parece que mas necesidad tiene de ser fiado que de ser fiador.
—Calla, Argüello, dijo el huésped, no te metas donde no te llaman, yo los fio á entrambos, y por vida de vosotras, que no tengais dares ni tomares con los mozos de casa, que por vosotras se me van todos.
—Pues ¿qué? dijo otra moza ¿ya se quedan en casa estos mancebos? Para mi santiguada, que si yo fuera camino con ellos, que nunca les fiara la bota.
—Déjese de chocarrerías, señora gallega, respondió el huésped, y haga su p. 225 hacienda, y no se entremeta con los mozos, que la moleré á palos.
—Por cierto sí, replicó la gallega, ¡mirad que joyas para codiciallas! Pues en verdad que no me ha hallado el señor mi amo tan juguetona con los mozos de casa ni de fuera para tenerme en la mala piñon que me tiene: ellos son bellacos, y se van cuando se les antoja, sin que nosotras les demos ocasion alguna: bonica gente es ella por cierto, para tener necesidad de apetitos que les inciten á dar un madrugon á sus amos cuando ménos se percatan.
—Mucho hablais, gallega hermana, respondió su amo: punto en boca, y atended á lo que teneis á vuestro cargo.
Ya en esto tenia Carriazo enjaezado el asno, y subiendo en él de un brinco, se encaminó al rio, dejando á Avendaño muy alegre de haber visto su gallarda resolucion.
Hé aquí tenemos ya (en buen hora se cuente) á Avendaño hecho mozo de meson, con nombre de Tomas Pedro, que así dijo que se llamaba, y á Carriazo, con el de Lope asturiano, hecho aguador: transformaciones dignas de anteponerse á las del narigudo poeta.
Á malas penas acabó de entender la Argüello que los dos se quedaban en casa, cuando hizo designio sobre el asturiano, y le marcó por suyo, determinándose á regalarle de suerte, que aunque él fuese de condicion esquiva y retirada, le volviese mas blando que un guante. El mismo discurso hizo la gallega melindrosa sobre Avendaño, y como las dos por trato y conversacion y por dormir juntas fuesen grandes amigas, al punto declaró la una á la otra su determinacion amorosa, y desde aquella noche determinaron de dar principio á la conquista de sus dos desapasionados amantes; pero lo primero que advirtieron fué en que les habian de pedir que no las habian de pedir celos por cosas que las viesen hacer de sus personas, porque mal pueden regalar las mozas á los de dentro, si no hacen tributarios á los de fuera de casa.
—Callad hermanos, decian ellas (como si los tuvieran presentes y fueran ya sus verdaderos mancebos ó amancebados), callad y tapáos los ojos, y dejad tocar el pandero á quien sabe, y que guie la danza quien la entiende, y no habrá par de canónigos mas regalados que vosotros lo seréis destas tributarias vuestras.
Estas y otras razones desta sustancia y jaez dijeron la gallega y la Argüello. Y en tanto caminaba nuestro buen Lope asturiano la vuelta del rio por la cuesta del Cármen, puestos los pensamientos en sus almadrabas y en la súbita mutacion de su estado: ó ya fuese por esto ó porque la suerte así lo ordenase, en un paso estrecho, al bajar de la cuesta encontró con un asno de un aguador que subia cargado, y como él descendia y su asno era gallardo, bien dispuesto y poco trabajado, tal encuentro p. 226 dió al cansado y flaco que subia, que dió con él en el suelo, y por haberse quebrado los cántaros se derramó tambien el agua, por cuya desgracia el aguador antiguo despechado y lleno de cólera arremetió al aguador moderno, que aun se estaba caballero, y ántes que se desenvolviese y apease, le habia pegado y atentado una docena de palos tales, que no le supieron bien al asturiano.
Apeóse en fin, pero con tan malas entrañas, que arremetió á su enemigo, y asiéndole con ambas manos por la garganta dió con él en el suelo, y tal golpe dió con la cabeza sobre una piedra, que se la abrió por dos partes, saliendo tanta sangre que pensó que le habia muerto.
Otros muchos aguadores que allí venian, como vieron á su compañero tan mal parado, arremetieron á Lope, y tuviéronle asido fuertemente, gritando.
—Justicia, justicia, que este aguador ha muerto un hombre.
Y á vuelta destas razones y gritos le molian á mojicones y á palos. Otros acudieron al caido, y vieron que tenia hendida la cabeza, y que casi estaba espirando. Subieron las voces de boca en boca por la cuesta arriba, y en la plaza del Cármen dieron en los oidos de un alguacil, el cual con dos corchetes, con mas lijereza que si volara, se puso en el lugar de la pendencia á tiempo que ya el herido estaba atravesado sobre su asno, y el de Lope asido, y Lope rodeado de mas de veinte aguadores que no le dejaban menear, ántes le brumaban las costillas de manera que mas se pudiera temer de su vida que de la del herido, segun menudeaban sobre él los puños y las varas aquellos vengadores de la ajena injuria.
Llegó el alguacil, apartó la gente, entregó á sus corchetes al asturiano, y antecogiendo á su asno, y al herido sobre el suyo, dió con ellos en la cárcel, acompañado de tanta gente y de tantos muchachos que le seguian, que apénas podia hender por las calles.
Al rumor de la gente salió Tomas Pedro y su amo á la puerta de casa á ver de qué procedia tanta grita, y descubrieron á Lope entre los dos corchetes, lleno de sangre el rostro y la boca: miró luego por su asno el huésped, y vióle en poder de otro corchete que ya se les habia juntado: preguntó la causa de aquellas prisiones, fuéle respondida la verdad del suceso, pesóle por su asno, temiendo que le habia de perder ó á lo ménos de hacer mas costas por cobrarle que él valia.
Tomas Pedro siguió á su compañero, sin que le dejasen llegar á hablarle una palabra: tanta era la gente que lo impedia y el recato de los corchetes y del alguacil que le llevaba. Finalmente, no le dejó hasta verle poner en la cárcel y en un calabozo con dos pares de grillos, y al herido en la enfermería, donde se halló á verle curar, y vió que la herida era peligrosa y mucho, y lo mismo dijo el cirujano.
El alguacil se llevó á su casa los dos asnos, y mas cinco p. 227 reales de á ocho, que los corchetes habian quitado á Lope.
Volvióse á la posada lleno de confusion y de tristeza, halló al que ya tenia por amo con no ménos pesadumbre que él traia, á quien dijo de la manera que quedaba su compañero, y del peligro de muerte en que estaba el herido, y del suceso de su asno: díjole mas, que á su desgracia se le habia añadido otra de no menor fastidio, y era que un grande amigo de su señor le habia encontrado en el camino, y le habia dicho que su señor por ir muy de priesa y ahorrar dos leguas de camino, desde Madrid habia pasado por la barca de Aceca, y que aquella noche dormia en Orgaz, y que le habia dado doce escudos que le diese, con órden de que se fuese á Sevilla, donde le esperaba.
—Pero no puede ser así, añadió Tomas, pues no será razon que yo deje á mi amigo y camarada en la cárcel y en tanto peligro: mi amo me podrá perdonar por ahora, cuanto mas que él es tan bueno y honrado, que dará por bien cualquier falta que le hiciere, á trueco que no la haga á mi camarada: vuesa merced, señor amo, me la haga de tomar este dinero, y acudir á este negocio; y en tanto que este se gasta, yo escribiré á mi señor lo que pasa, y sé que me enviará dineros que basten á sacarnos de cualquier peligro.
Abrió los ojos de un palmo el huésped, alegre de ver que en parte iba saneando la pérdida de su asno: tomó el dinero y consoló á Tomas, diciéndole que él tenia personas en Toledo de tal calidad, que valian mucho con la justicia, especialmente una señora monja, parienta del corregidor, que le mandaba con el pié, y que una lavandera del monasterio de la tal monja tenia una hija que era grandísima amiga de una hermana de un fraile muy familiar y conocido del confesor de la dicha monja: la cual lavandera lavaba la ropa en casa.
—Y como esta pida á su hija, que sí pedirá, hable á la hermana del fraile, que hable á su hermano que hable al confesor, y el confesor á la monja, y la monja guste de dar un billete (que será cosa fácil) para el corregidor, donde le pida encarecidamente mire por el negocio de Tomas, sin duda alguna se podrá esperar buen suceso: y esto ha de ser con tal que el aguador no muera, y con que no falte ungüento para untar á todos los ministros de la justicia, porque si no están untados, gruñen mas que carretas de bueyes.
En gracia le cayó á Tomas los ofrecimientos del favor que su amo le habia hecho, y los infinitos y revueltos arcaduces por donde le habia derivado; y aunque conoció que ántes lo habia dicho de socarron, que de inocente, con todo eso le agradeció su buen ánimo, y le entregó el dinero con promesa que no faltaria mucho mas, segun él tenia la confianza en su señor, como ya le habia dicho.
La Argüello, que vió atraillado á su nuevo cuyo, acudió luego á la cárcel p. 228 á llevarle de comer; mas no se le dejaron ver, de que ella volvió muy sentida y mal contenta, pero no por esto desistió de su buen propósito.
En resolucion, dentro de quince dias estuvo fuera de peligro el herido, y á los veinte declaró el cirujano que estaba del todo sano: y ya en este tiempo habia dado traza Tomas como le viniesen cincuenta escudos de Sevilla, y sacándolos él de su seno, se los entregó al huésped con cartas y cédula fingida de su amo; y como al huésped le iba poco en averiguar la verdad de aquella correspondencia, cogia el dinero, que por ser en escudos de oro le alegraba mucho.
Por seis ducados se apartó de la querella el herido; en diez y en el asno y las costas sentenciaron al asturiano. Salió de la cárcel, pero no quiso volver á estar con su compañero, dándole por disculpa que en los dias que habia estado preso le habia visitado la Argüello y requerídole de amores, cosa para él de tanta molestia y enfado, que ántes se dejara ahorcar que corresponder con el deseo de tan mala hembra; que lo que pensaba hacer era, ya que él estaba determinado de seguir y pasar adelante con su propósito, comprar un asno y usar el oficio de aguador en tanto que estuviesen en Toledo, que con aquella cubierta no seria juzgado ni preso por vagamundo, y sin eso era oficio que con mucho descanso y comodidad suya podia usar, pues que con sola una carga de agua se podia andar todo el dia por la ciudad á sus anchuras mirando bobas.
—Antes mirarás hermosas que bobas en esta ciudad, que tiene fama de tener las mas discretas mujeres de España, y que andan á una su discrecion con su hermosura; y si no, míralo por Costancica, de cuyas sobras de belleza puede enriquecer no solo á las hermosas desta ciudad, sino á las de todo el mundo.
—Paso, señor Tomas, replicó Lope, vamos poquito á poquito en esto de las alabanzas de la señora fregona, si no quiere que como le tengo por loco, le tenga por hereje.
—¿Fregona has llamado á Costanza, hermano Lope? respondió Tomas: Dios te lo perdone y te traiga á verdadero conocimiento de tu yerro.
—Pues ¿no es fregona? replicó el asturiano.
—Hasta ahora la tengo por ver fregar el primer plato.
—No importa, dijo Lope, no haberle visto fregar el primer plato, si le has visto fregar el segundo, y aun el centésimo.
—Yo te digo, hermano, replicó Tomas, que ella no friega ni entiende en otra cosa que en su labor, y en ser guarda de la plata labrada que hay en casa, que es mucha.
—Pues ¿cómo la llaman por toda la ciudad, dijo Lope, la Fregona ilustre, si es que no friega? mas sin duda debe de ser que como friega plata y no loza, le dan nombre de ilustre. Pero dejando esto aparte, díme, Tomas, ¿en qué estado están tus esperanzas?
—En el de perdicion, respondió Tomas, porque en todos estos p. 229 dias que has estado preso, nunca la he podido hablar una palabra, y á muchas que los huéspedes le dicen, con ninguna otra cosa responde que con bajar los ojos y no desplegar los labios; tal es su honestidad y su recato, que no ménos enamora con su recogimiento que con su hermosura: lo que me trae alcanzado de paciencia, es saber que el hijo del corregidor, que es mozo brioso y algo atrevido, muere por ella, y la solicita con músicas, que pocas noches se pasan sin dársela, y tan al descubierto, que en lo que cantan la nombran, la alaban y la solenizan; pero ella no las oye, ni desde que anochece hasta la mañana no sale del aposento de su ama, escudo que no deja que me pase el corazon la dura saeta de los celos.
—Pues ¿qué piensas hacer con el imposible que se te ofrece en la conquista desta Porcia, desta Minerva y desta nueva Penélope, que en figura de doncella y de fregona te enamora, te acobarda y te desvanece?
—Haz la burla que de mí quisieres, amigo Lope, que yo sé que estoy enamorado del mas hermoso rostro que pudo formar naturaleza, y de la mas incomparable honestidad que ahora se puede usar en el mundo. Costanza se llama, y no Porcia, Minerva ó Penélope: en un meson sirve, que no lo puedo negar; pero ¿qué puedo yo hacer, si me parece que el destino con oculta fuerza me inclina, y la eleccion con claro discurso me mueve á que la adore? Mira, amigo, no sé como te diga, prosiguió Tomas, de la manera con que amor el bajo sugeto desta fregona (que tú llamas) me le encumbra y levanta tan alto, que viéndole no le vea, y conociéndole le desconozca: no es posible que, aunque lo procuro, pueda un breve término contemplar, si así se puede decir, en la bajeza de su estado, porque luego acuden á borrarme este pensamiento su belleza, su donaire, su sosiego, su honestidad y recogimiento, y me dan á entender que debajo de aquella rústica corteza debe de estar encerrada y escondida alguna mina de gran valor y de merecimiento grande: finalmente, sea lo que se fuere, yo la quiero bien, y no con aquel amor vulgar con que á otras he querido, sino con amor tan limpio, que no se estiende á mas que á servir y á procurar que ella me quiera, pagándome con honesta voluntad lo que á la mia tambien honesta se debe.
Á este punto dió una gran voz el asturiano, y como esclamando dijo:
—¡Oh amor platónico! ¡Oh fregona ilustre! ¡Oh felicísimos tiempos los nuestros, donde vemos que la belleza enamora sin malicia, la honestidad enciende sin que abrase, el donaire da gusto sin que incite, y la bajeza del estado humilde obliga y fuerza á que le suban sobre la rueda de la que llaman fortuna! ¡Oh pobres atunes mios, que os pasais este año sin ser visitados deste tan enamorado y aficionado vuestro! Pero el que viene, yo haré la enmienda p. 230 de manera que no se quejen de mí los mayorales de las mis deseadas almadrabas.
Á esto dijo Tomas:
—Ya veo, asturiano, cuán al descubierto te burlas de mí; lo que podias hacer es irte norabuena á tu pesquería, que yo me quedaré en mi casa, y aquí me hallarás á la vuelta; si quisieres llevarte contigo el dinero que te toca, luego te lo daré, y vé en paz, y cada uno siga la senda por donde su destino le guiare.
—Por mas discreto te tenia, replicó Lope; y ¿tú no ves que lo que digo es burlando? pero ya que sé que tú hablas de veras, de veras te serviré en todo aquello que fuere de tu gusto: una cosa sola te pido en recompensa de las muchas que pienso hacer en tu servicio, y es que no me pongas en ocasion de que la Argüello me requiebre ni solicite, porque ántes romperé con tu amistad, que ponerme á peligro de tener la suya: vive Dios, amigo, que habla mas que un relator, y que le huele el aliento á rasuras desde una legua: todos los dientes de arriba son postizos, y tengo para mí que los cabellos son cabellera, y para adobar y suplir estas faltas, despues que me descubrió su mal pensamiento, ha dado en afeitarse con albayalde, y así se jalbega el rostro, que no parece sino mascaron de yeso puro.
—Todo eso es verdad, replicó Tomas, y no es tan mala la gallega que á mí me martiriza: lo que se podrá hacer es, que esta noche sola estés en la posada, y mañana comprarás el asno que dices y buscarás dónde estar, y así huirás los encuentros de la Argüello, y yo quedaré sujeto á los de la gallega y á los irreparables de los rayos de la vista de mi Costanza.
En esto se convinieron los dos amigos, y se fueron á la posada, adonde de la Argüello fué con muestra de mucho amor recebido el asturiano. Aquella noche hubo un baile á la puerta de la posada de muchos mozos de mulas, que en ella y en las convecinas habia. El que tocó la guitarra fué el asturiano: las bailadoras, amen de las dos gallegas y de la Argüello, fueron otras tres mozas de otra posada: juntáronse muchos embozados con mas deseo de ver á Costanza que el baile; pero ella no pareció ni salió á verle, con que dejó burlados muchos deseos.
De tal manera tocaba la guitarra Lope, que decian que la hacia hablar. Pidiéronle las mozas, y con mas ahinco la Argüello, que cantase algun romance: él dijo que como ellas le bailasen al modo como se canta y baila en las comedias, que le cantaria, y que para que no lo errasen, que hiciesen todo aquello que él dijese cantando, y no otra cosa.
Habia entre los mozos de mulas bailarines, y entre las mozas ni mas ni ménos. Mondó el pecho Lope escupiendo dos veces, en el cual tiempo pensó lo que diria, y como era de presto, fácil y lindo ingenio, con p. 231 una felicísima corriente, de improviso comenzó á cantar desta manera.
Salga la hermosa Argüello
Moza, una vez y no mas,
Y haciendo una reverencia
Dé dos pasos hácia atras.
De la mano la arrebate
El que llaman Barrabas,
Andaluz, mozo de mulas,
Canónigo del compas.
De las dos mozas gallegas
Que en esta posada están,
Salga la mas carigorda,
En cuerpo y sin devantal.
Engarráfela Torote,
Y todos cuatro á la par
Con mudanzas y meneos
Den principio á un contrapas.
Todo lo que iba cantando el asturiano hicieron al pié de la letra ellos y ellas; mas cuando llegó á decir que diesen principio á un contrapas, respondió Barrabas, que así le llamaban por mal nombre al bailarin mozo de mulas:
—Hermano músico, mire lo que canta, y no moteje á nadie de mal vestido, porque aquí no hay nadie con trapos, y cada uno se viste como Dios le ayuda.
El huésped que oyó la ignorancia del mozo, le dijo:
—Hermano mozo, contrapas es un baile estranjero, y no motejo de mal vestidos.
—Si eso es, replicó el mozo, no hay para qué nos metan en dibujos: toquen sus zarabandas, chaconas y folías al uso, y escudillen como quisieren, que aquí hay personas que le sabrán llenar las medidas hasta el gollete.
El asturiano sin replicar palabra prosiguió su canto, diciendo:
Entren pues todas las ninfas
Y los ninfos que han de entrar,
Que el baile de la Chacona
Es mas ancho que la mar.
Requieran las castañetas,
Y bájense á refregar
Las manos por esa arena,
Ó tierra del muladar.
Todos lo han hecho muy bien,
No tengo que les retar:
Santígüense, y den al diablo
Dos higas de su higueral.
Escupan al hideputa,
Porque nos deje holgar,
Puesto que de la Chacona
Nunca se suele apartar.
Cambio el son, divina Argüello,
Mas bella que un hospital,
Pues eres mi nueva musa,
Tu favor me quieras dar.
El baile de la Chacona
Encierra la vida bona.
Hállase allí el ejercicio
Que la salud acomoda,
Sacudiendo de los miembros
Á la pereza poltrona.
Bulle la risa en el pecho
De quien baila y de quien toca,
Del que mira y del que escucha
Baile y música sonora.
Vierten azogue los piés,
Derrítese la persona,
Y con gusto de sus dueños
Las mulillas se descorchan.
El brio y la lijereza
En los viejos se remoza,
Y en los mancebos se ensalza
Y sobre modo se entona.
El baile de la Chacona
Encierra la vida bona.
¡Qué de veces ha intentado
Aquesta noble señora
Con la alegre zarabanda,
El pésame, y perra mora,
Entrarse por los resquicios
De las casas religiosas,
Á inquietar la honestidad
Que en las santas celdas mora!
¡Cuántas fué vituperada
De los mismos que la adoran!
Porque imagina el lascivo,
Y al que es necio se le antoja
Que el baile de la Chacona
Encierra la vida bona .
Esta indiana amulatada,
De quien la fama pregona
p. 232 Que ha hecho mas sacrilegios
É insultos, que hizo Aroba:
Ésta, á quien es tributaria
La turba de las fregonas,
La caterva de los pajes,
Y de lacayos las tropas,
Dice, jura, y no revienta,
Que á pesar de la persona
Del soberbio zambapalo,
Ella es la flor de la olla;
Y que sola la Chacona
Encierra la vida bona .
En tanto que Lope cantaba, se hacian rajas bailando la turbamulta de los mulantes y fregatrices del baile, que llegaban á doce; y en tanto que Lope se acomodaba á pasar adelante cantando otras cosas de mas tomo, sustancia y consideracion de las cantadas, uno de los muchos embozados que el baile miraban, dijo sin quitarse el embozo:
—Calla, borracho, calla cuero, calla odrina, poeta de viejo, músico falso.
Tras esto acudieron otros diciéndole tantas injurias y muecas, que Lope tuvo por bien de callar; pero los mozos de mulas lo tuvieron tan á mal, que si no fuera por el huésped que con buenas razones los sosegó, allí fuera la de Mazagatos, y aun con todo eso no dejaran de menear las manos, si á aquel instante no llegara la justicia y los hiciera recoger á todos.
Apénas se habian retirado, cuando llegó á los oidos de todos los que en el barrio despiertos estaban, una voz de un hombre que sentado sobre una piedra frontero de la posada del Sevillano, cantaba con tan maravillosa y suave armonía, que los dejó suspensos, y les obligó á que le escuchasen hasta el fin. Pero el que mas atento estuvo fué Tomas Pedro, como aquel á quien mas le tocaba, no solo el oir la música, sino entender la letra, que para él no fué oir canciones, sino cartas de escomunion que le congojaban el alma, porque lo que el músico cantó, fué este romance.
¿Dónde estás que no pareces,
Esfera de la hermosura,
Belleza á la vida humana
De divina compostura?
Cielo impíreo, donde amor
Tiene su estancia segura;
Primer moble que arrebata
Tras sí todas las venturas:
Lugar cristalino, donde
Transparentes aguas puras
Enfrian de amor las llamas,
Las acrecientan y apuran:
Nuevo hermoso firmamento,
Donde dos estrellas juntas
Sin tomar la luz prestada
Al cielo y al suelo alumbran:
Alegría, que se opone
Á las tristezas confusas
Del padre que da á sus hijos
En su vientre sepultura.
Humildad, que se resiste
De la alteza con que encumbran
El gran Jove, á quien influye
Su benignidad, que es mucha:
Red invisible y sutil,
Que pone en prisiones duras
Al adúltero guerrero
Que de las batallas triunfa:
Cuarto cielo y sol segundo,
Que el primero deja á escuras
Cuando acaso deja verse,
Que el verle es caso y ventura:
Grave embajador, que hablas
Con tan estraña cordura,
Que persuades callando
Aun mas de lo que procuras:
Del segundo cielo tienes
No mas que la hermosura,
Y del primero no mas
Que el resplandor de la luna:
Esta esfera sois, Costanza,
Puesta por corta fortuna
En lugar que por indigno
Vuestras venturas deslumbra.
p. 233 Fabricad vos vuestra suerte,
Consintiendo se reduzca
La entereza á trato al uso,
La esquividad á blandura.
Con esto veréis, señora,
Que envidian vuestra fortuna
Las soberbias por linaje,
Las grandes por hermosura.
Si quereis ahorrar camino,
La mas rica y la mas pura
Voluntad en mí os ofrezco,
Que vió amor en alma alguna.
El acabar estos últimos versos y el llegar volando dos medios ladrillos, fué todo uno, que si como dieron junto á los piés del músico, le dieran en mitad de la cabeza, con facilidad le sacaran de los cascos la música y la poesía. Asombróse el pobre, y dió á correr por aquella cuesta arriba con tanta priesa, que no alcanzara un galgo: ¡infelice estado de los músicos, murciélagos y lechuzos, siempre sujetos á semejantes lluvias y desmanes! Á todos los que escuchado habian la voz del apedreado, les pareció bien; pero á quien mejor, fué á Tomas Pedro, que admiró la voz y el romance: mas quisiera él que de otra que Costanza naciera la ocasion de tantas músicas, puesto que á sus oidos jamas llegó ninguna.
Contrario deste parecer fué Barrabas, el mozo de mulas, que tambien estuvo atento á la música, porque así como vió huir al músico, dijo:
—Allá irás, mentecato, trovador de Júdas, que pulgas te coman los ojos; y ¿quién diablos te enseñó á cantar á una fregona cosas de esferas y de cielos, llamándola lúnes, mártes y ruedas de fortuna? Dijérasla, noramala para tí y para quien le hubiera parecido bien tu trova, que es tiesa como un espárrago, entonada como un plumaje, blanca como una leche, honesta como un fraile novicio, melindrosa y zahareña como una mula de alquiler, y mas dura que un pedazo de argamasa; que como esto le dijeras, ella lo entendiera, y se holgara; pero llamarla embajador, y red, y moble, y alteza, y bajeza, mas es para decirlo á un niño de la doctrina, que á una fregona: verdaderamente que hay poetas en el mundo, que escriben trovas que no hay diablo que las entienda; yo á lo ménos aunque soy Barrabas, estas que ha cantado este músico, de ninguna manera las entiendo: miren qué hará Costancica; pero ella lo hace mejor, que se está en su cama haciendo burla del mismo Preste Juan de las Indias: este músico á lo ménos no es de los del hijo del corregidor, que aquellos son muchos, y una vez que otra se dejan entender; pero este, voto á tal, que me deja mohino.
Todos los que escucharon á Barrabas recibieron gran gusto, y tuvieron su censura y parecer por muy acertado.
Con esto se acostaron todos, y apénas estaba sosegada la gente, cuando sintió Lope que llamaban á la puerta de su aposento muy paso; y preguntando quién llama, fuéle respondido con voz baja:
—La Argüello y la gallega somos, ábranos, que nos morimos de frio.
—Pues en verdad, respondió Lope, que estamos p. 234 en la mitad de los caniculares.
—Déjate de gracias, Lope, replicó la gallega, levántate y abre, que venimos hechas unas archiduquesas.
—¿Archiduquesas, y á tal hora? respondió Lope: no creo en ellas, ántes entiendo que sois brujas, ó unas grandísimas bellacas: idos de ahí luego, si no, por vida de... hago juramento, que si me levanto, que con los hierros de mi pretina os tengo de poner las posaderas como unas amapolas.
Ellas que se vieron responder tan acerbamente y tan fuera de aquello que primero se imaginaron, temieron la furia del asturiano, y defraudadas sus esperanzas y borrados sus designios se volvieron tristes y malaventuradas á sus lechos: aunque ántes de apartarse de la puerta, dijo la Argüello, poniendo los hocicos por el agujero de la llave:
—No es la miel para la boca del asno.
Y con esto, como si hubiera dicho una gran sentencia, y tomado una justa venganza, se volvió como se ha dicho á su triste cama.
Lope, que sintió que se habian vuelto, dijo á Tomas Pedro que estaba despierto:
—Mirad, Tomas, ponedme vos á pelear con dos gigantes, y en ocasion que me sea forzoso desquijarar por vuestro servicio media docena ó una de leones, que yo lo haré con mas facilidad que beber una taza de vino; pero que me pongais en necesidad, que me tome á brazo partido con la Argüello, no lo consentiré si me asaetean: mirad qué doncellas de Dinamarca nos habia ofrecido la suerte esta noche. Ahora bien, amanecerá Dios, y medraremos.
—Ya te he dicho, amigo, respondió Tomas, que puedes hacer tu gusto, ó ya en irte á tu romería, ó ya en comprar el asno, y hacerte aguador como tienes determinado.
—En lo de ser aguador me afirmo, respondió Lope, y durmamos lo poco que queda hasta venir el dia, que tengo esta cabeza mayor que una cuba, y no estoy para ponerme ahora á departir contigo.
Durmiéronse, vino el dia, levantáronse, y acudió Tomas á dar cebada, y Lope se fué al mercado de las bestias, que es allí junto, á comprar un asno que fuese tal como bueno.
Sucedió pues que Tomas, llevado de sus pensamientos, y de la comodidad que le daba la soledad de las fiestas, habia compuesto en algunas unos versos amorosos, y escrítolos en el mismo libro do tenia la cuenta de la cebada, con intencion de sacarlos aparte en limpio, y romper ó borrar aquellas hojas; pero ántes que esto hiciese, estando él fuera de casa, habiéndose dejado el libro sobre el cajon de la cebada, le tomó su amo, y abriéndole para ver cómo estaba la cuenta, dió con los versos, que leidos le turbaron y sobresaltaron.
Fuése con ellos á su mujer, y ántes que se los leyese, llamó á Costanza, y con grandes encarecimientos mezclados con amenazas, le dijo le dijese si Tomas Pedro el mozo de la cebada le habia dicho algun requiebro, ó alguna palabra des p. 235 compuesta ó que diese indicio de tenerla aficion. Costanza juró que la primera palabra en aquella ó en otra materia alguna estaba aun por hablarla, y que jamas ni aun con los ojos le habia dado muestras de pensamiento malo alguno.
Creyéronla sus amos por estar acostumbrados á oirla siempre decir verdad en todo cuanto le preguntaban. Dijéronla que se fuese de allí, y el huésped dijo á su mujer:
—No sé qué me diga desto; habréis de saber, señora, que Tomas tiene escritas en este libro de la cebada unas coplas, que me ponen mala espina que está enamorado de Costancica.
—Veamos las coplas, respondió la mujer, que yo os diré lo que en eso debe de haber.
—Así será, sin duda alguna, replicó su marido, que como sois poeta, luego daréis en su sentido.
—No soy poeta, respondió la mujer, pero ya sabeis vos que tengo buen entendimiento, y que sé rezar en latin las cuatro oraciones.
—Mejor haríades de rezallas en romance, que ya os dijo vuestro tio el clérigo que decíades mil gazafatones cuando rezábades en latin, y que no rezábades nada.
—Esa flecha, de la aljaba de su sobrina ha salido, que está envidiosa de verme tomar las horas de latin en la mano, y irme por ellas como por viña vendimiada.
—Sea como vos quisiéredes, respondió el huésped, estad atenta, que las coplas son estas.
¿Quién de amor venturas halla?
El que calla.
¿Quién triunfa de su aspereza?
La firmeza.
¿Quién da alcance á su alegría?
La porfía.
Dese modo bien podria
Esperar dichosa palma,
Si en esta empresa mi alma
Calla, está firme, y porfía.
¿Con qué se sustenta amor?
Con favor.
¿Y con qué mengua su furia?
Con la injuria.
¿Antes con desdenes crece?
Desfallece.
Claro en esto se parece
Que mi amor será inmortal;
Pues la causa de mi mal
Ni injuria ni favorece.
Quien desespera ¿qué espera?
Muerte entera.
Pues ¿qué muerte el mal remedia?
La que es media.
Luego ¿bien será morir?
Mejor sufrir;
Porque se suele decir,
(Y esta verdad se reciba):
Que tras la tormenta esquiva
Suele la calma venir.
¿Descubriré mi pasion?
En ocasion.
¿Y si jamas me la da?
Sí, hará.
Llegará la muerte en tanto.
Llegue á tanto
Tu limpia fe y esperanza,
Que en sabiéndolo Costanza
Convierta en risa tu llanto.
—¿Hay mas? dijo la huéspeda.
—No, respondió el marido; pero ¿qué os parece destos versos?
—Lo primero, dijo ella, es menester averiguar si son de Tomas.
—En eso no hay que poner duda, replicó el marido, porque la letra de la cuenta de la cebada y la de las coplas, toda es una, sin que se pueda negar.
—Mirad, marido, dijo la huéspeda, á lo que yo veo, puesto que las coplas nombran á Costancica, por donde se puede pensar que se hicieron para ella, no por eso lo habemos de afirmar nosotros por verdad como si se los viéra p. 236 mos escribir: cuanto mas, que otras Costanzas que la nuestra hay en el mundo; pero ya que sea por esta, ahí no le dice nada que la deshonre, ni la pide cosa que le importe. Estemos á la mira, y avisemos á la muchacha, que si él está enamorado della, á buen seguro que él haga mas coplas y que procure dárselas.
—¿No seria mejor, dijo el marido, quitarnos desos cuidados, y echarle de casa?
—Eso, respondió la huéspeda, en vuestra mano está; pero en verdad que segun vos decís, el mozo sirve de manera, que seria conciencia el despedille por tan liviana ocasion.
—Ahora bien, dijo el marido, estaremos alerta, como vos decís, y el tiempo nos dirá lo que habemos de hacer.
Quedaron en eso, y tornó á poner el huésped el libro donde lo habia hallado. Volvió Tomas ansioso á buscar su libro, hallóle, y porque no le diese otro sobresalto, trasladó las coplas, rasgó aquellas hojas, y propuso de aventurarse á descubrir su deseo á Costanza en la primera ocasion que se le ofreciese. Pero como ella andaba siempre sobre los estribos de su honestidad y recato, á ninguno daba lugar de miralla, cuanto mas de ponerse á pláticas con ella; y como habia tanta gente y tantos ojos de ordinario en la posada, se aumentaba mas la dificultad de hablalla, de que se desesperaba el pobre enamorado. Mas habiendo salido aquel dia Costanza con una toca ceñida por las mejillas, y dicho á quien se lo preguntó que por qué se la habia puesto, que tenia un gran dolor de muelas, Tomas, á quien sus deseos avivaban el entendimiento, en un instante discurrió lo que seria bueno que hiciese, y dijo:
—Señora Costanza, yo le daré una oracion en escrito que á dos veces que la rece, se le quitará como con la mano su dolor.
—Norabuena, respondió Costanza, que yo la rezaré, porque sé leer.
—Ha de ser con condicion, dijo Tomas, que no la ha de mostrar á nadie, porque la estimo en mucho, y no será bien que por saberla muchos se menosprecie.
—Yo le prometo, dijo Costanza, Tomas, que no la dé á nadie, y démela luego, porque me fatiga mucho el dolor.
—Yo la trasladaré de la memoria, respondió Tomas, y luego se la daré.
Estas fueron las primeras razones que Tomas dijo á Costanza, y Costanza á Tomas en todo el tiempo que habia que estaba en casa, que ya pasaban de veinte y cuatro dias.
Retiróse Tomas, y escribió la oracion, y tuvo lugar de dársela á Costanza sin que nadie lo viese, y ella con mucho gusto y mas devocion se entró en un aposento á solas, y abriendo el papel, vió que decia desta manera.
«Señora de mi alma: Yo soy un caballero natural de Búrgos: si alcanzo de dias á mi padre, heredo un mayorazgo de seis mil ducados de renta: á la fama de vuestra hermosura, que por muchas leguas se estiende, dejé mi patria, mudé p. 237 vestido, y en el traje que me veis, vine á servir á vuestro dueño: si vos lo quisiéredes ser mio, por los medios que mas á vuestra honestidad convengan, mirad qué pruebas quereis que haga para enteraros desta verdad; y enterada en ella, siendo gusto vuestro, seré vuestro esposo, y me tendré por el mas bien afortunado del mundo: solo por ahora os pido que no echeis tan enamorados y limpios pensamientos como los mios en la calle; que si vuestro dueño lo sabe, y no los cree, me condenará á destierro de vuestra presencia, que seria lo mismo que condenarme á muerte: dejadme, señora, que os vea, hasta que me creais, considerando que no merece el riguroso castigo de no veros el que no ha cometido otra culpa que adoraros: con los ojos podréis responderme á hurto de los muchos que siempre os están mirando; que ellos son tales que airados matan, y piadosos resucitan.»
En tanto que Tomas entendió que Costanza se habia ido á leer su papel, le estuvo palpitando el corazon, temiendo y esperando ó ya la sentencia de su muerte, ó la restauracion de su vida. Salió en esto Costanza tan hermosa, aunque rebozada, que si pudiera recebir aumento su hermosura con algun accidente, se pudiera juzgar que el sobresalto de haber visto en el papel de Tomas otra cosa tan léjos de la que pensaba, habia acrecentado su belleza. Salió con el papel entre las manos hecho menudas piezas, y dijo á Tomas, que apénas se podia tener en pié:
—Hermano Tomas, esta tu oracion mas parece hechicería y embuste, que oracion santa, y así yo no la quiero creer ni usar, y por eso la he rasgado, porque no la vea nadie que sea mas crédula que yo: aprende otras oraciones mas fáciles, porque esta será imposible que te sea de provecho.
En diciendo esto se entró con su ama, y Tomas quedó suspenso; pero algo consolado, viendo que en solo el pecho de Costanza quedaba el secreto de su deseo, pareciéndole que pues no habia dado cuenta dél á su amo, por lo ménos no estaba en peligro de que le echasen de casa. Parecióle que en el primero paso que habia dado en su pretension, habia atropellado por mil montes de inconvenientes, y que en las cosas grandes y dudosas la mayor dificultad está en los principios.
En tanto que esto sucedió en la posada, andaba el asturiano comprando el asno donde los vendian: y aunque halló muchos, ninguno le satisfizo, puesto que un jitano anduvo muy solícito por encajalle uno que mas caminaba por el azogue que le habia echado en los oidos, que por lijereza suya; pero lo que contentaba con el paso, desagradaba con el cuerpo, que era muy pequeño, y no del grandor y talle que Lope queria, que le buscaba suficiente para llevarle á él por aña p. 238 didura, ora fuesen vacíos ó llenos los cántaros.
Llegóse á él en esto un mozo, y díjole al oido:
—Galan, si busca bestia cómoda para el oficio de aguador, yo tengo un asno aquí cerca en un prado, que no le hay mejor ni mayor en la ciudad, y aconséjole que no compre bestia de jitanos, porque aunque parezcan sanas y buenas, todas son falsas y llenas de dolamas; si quiere comprar la que le conviene, véngase conmigo y calle la boca.
Creyóle el asturiano, y díjole que guiase adonde estaba el asno que tanto encarecia. Fuéronse los dos mano á mano, como dicen, hasta que llegaron á la huerta del Rey, donde á la sombra de una azuda hallaron muchos aguadores, cuyos asnos pacian en un prado que allí cerca estaba. Mostró el vendedor su asno, tal, que le hinchó el ojo al asturiano, y de todos los que allí estaban fué alabado el asno de fuerte, de caminador y comedor sobremanera. Hicieron su concierto, y sin otra seguridad ni informacion, siendo corredores y medianeros los demas aguadores, dió diez y seis ducados por el asno, con todos los adherentes del oficio.
Hizo la paga real en escudos de oro. Diéronle el parabien de la compra y de la entrada en el oficio, y certificáronle que habia comprado un asno dichosísimo, porque el dueño que le dejaba, sin que se le mancase ni matase, habia ganado con él en ménos tiempo de un año, despues de haberse sustentado á él y al asno honradamente, dos pares de vestidos, y mas aquellos diez y seis ducados con que pensaba volver á su tierra, donde le tenian concertado un casamiento con una media parienta suya.
Amen de los corredores del asno, estaban otros cuatro aguadores jugando á la primera, tendidos en el suelo, sirviéndoles de bufete la tierra y de sobremesa sus capas. Púsose el asturiano á mirarlos, y vió que no jugaban como aguadores, sino como arcedianos, porque tenia de resto cada uno mas de cien reales en cuartos y en plata. Llegó una mano de echar todos el resto; y si uno no diera partido á otro, él hiciera mesa gallega. Finalmente, á los dos en aquel resto se les acabó el dinero y se levantaron. Viendo lo cual el vendedor del asno, dijo que si hubiera cuatro, que él jugara, porque era enemigo de jugar en tercio. El asturiano, que era de propiedad del azúcar, que jamas gastó menestra, como dice el italiano, dijo que él haria cuarto. Sentáronse luego, anduvo la cosa de buena manera, y queriendo jugar ántes el dinero que el tiempo, en poco rato perdió Lope seis escudos que tenia; y viéndose sin blanca, dijo que si le querian jugar el asno, que él le jugaria. Acetáronle el envite, y hizo de resto un cuarto del asno, diciendo que por cuartos queria jugarle. Dióle tan mal, que en cuatro restos consecutivamente perdió los cuatro cuartos del asno, y ganóselos el mismo que se le habia vendido; y p. 239 levantándose para volverse á entregarse en él, dijo el asturiano que advirtiesen que él solamente habia jugado los cuatro cuartos del asno, pero la cola que se la diesen, y se le llevasen norabuena.
Causóles risa á todos la demanda de la cola; y hubo letrados que fueron de parecer que no tenia razon en lo que pedia, diciendo que cuando se vende un carnero ó otra res alguna, no se saca ni quita la cola, que con uno de los cuartos traseros ha de ir forzosamente. Á lo cual replicó Lope que los carneros de Berbería ordinariamente tienen cinco cuartos, y que el quinto es la cola; y cuando los tales carneros se cuartean, tanto vale la cola como cualquier cuarto; y que á lo de ir la cola junto con la res que se vende viva y no se cuartea, que lo concedia; pero que la suya no fué vendida, sino jugada, y que nunca su intencion fué jugar la cola, y que al punto se la volviesen luego con todo lo á ella anejo y concerniente, que era desde la punta del celebro, con toda la osamenta del espinazo, donde ella tomaba principio y descendia, hasta parar en los últimos pelos della.
—Dadme vos, dijo uno, que ello sea así como decís, y que os la den como la pedís, y sentáos junto á lo que del asno queda.
—Pues así es, replicó Lope, venga mi cola; si no, por Dios que no me lleven el asno, si bien viniesen por él cuantos aguadores hay en el mundo; y no piensen que por ser tantos los que aquí están, me han de hacer superchería, porque soy yo un hombre que me sabré llegar á otro hombre, y meterle dos palmos de daga por las tripas, sin que sepa de quién, por dónde ó cómo le vino; y mas, que no quiero que me paguen la cola rata por cantidad, sino que quiero que me la den en ser, y la corten del asno como tengo dicho.
Al ganancioso y á los demas les pareció no ser bien llevar aquel negocio por fuerza, porque juzgaron ser de tal brio el asturiano, que no consentiria que se la hiciesen; el cual, como estaba hecho al trato de las almadrabas, donde se ejercita todo género de rumbo y jácara, y de estraordinarios juramentos y votos, voleó allí el capelo y empuñó un puñal que debajo del capotillo traia, y púsose en tal postura, que infundió temor y respeto en toda aquella aguadora compañía. Finalmente, uno dellos, que parecia de mas razon y discurso, los concertó en que se echase la cola contra un cuarto del asno á una quínola, ó á dos y pasante. Fueron contentos, ganó la quínola Lope, picóse el otro, echó el otro cuarto, y á otras tres manos quedó sin asno. Quiso jugar el dinero, no queria Lope, pero tanto le porfiaron todos, que lo hubo de hacer, con que hizo el viaje del desposado, dejándole sin un solo maravedí; y fué tanta la pesadumbre que desto recebió el perdidoso, que se arrojó en el suelo, y comenzó á darse de calabazas por la tierra. Lope, como p. 240 bien nacido, y como liberal y compasivo, le levantó, y le volvió todo el dinero que le habia ganado, y los diez y seis ducados del asno, y aun de los que él tenia repartió con los circunstantes, cuya estraña liberalidad pasmó á todos: y si fueran los tiempos y las ocasiones del Tamorlan, le alzaran por rey de los aguadores.
Con grande acompañamiento volvió Lope á la ciudad, donde contó á Tomas lo sucedido, y Tomas asimismo le dió cuenta de sus buenos sucesos. No quedó taberna, ni bodegon, ni junta de pícaros donde no se supiese el juego del asno, el desquite por la cola, y el brio y la liberalidad del asturiano; pero como la mala bestia del vulgo por la mayor parte es mala, maldita y maldiciente, no tomó de memoria la liberalidad, brio y buenas partes del gran Lope, sino solamente la cola; y así apénas hubo andado dos dias por la ciudad echando agua, cuando se vió señalar de muchos con el dedo que decian: Este es el aguador de la cola. Estuvieron los muchachos atentos, supieron el caso, y no habia asomado Lope por la entrada de cualquiera calle, cuando por toda ella le gritaban, quién de aquí, y quién de allí: Asturiano, daca la cola, daca la cola, asturiano.
Lope, que se vió asaetear de tantas lenguas y con tantas voces, dió en callar, creyendo que en su mucho silencio se anegara tanta insolencia; mas ni por esas, pues miéntras mas callaba, mas los muchachos gritaban; y así probó á mudar su paciencia en cólera, y apeándose del asno, dió á palos tras los muchachos, que fué afinar el polvorin y ponerle fuego, y fué otro cortar las cabezas de la serpiente, pues en lugar de una que quitaba, apaleando á algun muchacho, nacian en el mismo instante no otras siete sino setecientas, que con mayor ahinco y menudeo le pedian la cola. Finalmente, tuvo por bien de retirarse á una posada, que habia tomado fuera de la de su compañero, por huir de la Argüello, y de estarse en ella hasta que la influencia de aquel mal planeta pasase, y se borrase de la memoria de los muchachos aquella demanda mala de la cola, que le pedian.
Seis dias se pasaron sin que saliese de casa, sino era de noche, que iba á ver á Tomas, y á preguntarle del estado en que se hallaba, el cual le contó que despues que habia dado el papel á Costanza, nunca mas habia podido hablarla una sola palabra, y que le parecia que andaba mas recatada que solia, puesto que una vez tuvo lugar de llegar á hablarle, y viéndolo ella le habia dicho ántes que llegase:
—Tomas, no me duele nada, y así ni tengo necesidad de tus palabras, ni de tus oraciones: conténtate, que no te acuso á la Inquisicion, y no te canses.
Pero que estas razones las dijo sin mostrar ira en los ojos, ni otro desabrimiento que pudiera dar indicio de riguridad alguna. Lope le contó á él la priesa que le daban los p. 241 muchachos pidiéndole la cola, porque él habia pedido la de su asno, con que hizo el famoso desquite. Aconsejóle Tomas que no saliese de casa, á lo ménos sobre el asno, y que si saliese, fuese por las calles solas y apartadas, y que cuando esto no bastase, bastaria dejar el oficio, último remedio de poner fin á tan poco honesta demanda. Preguntóle Lope si habia acudido mas la gallega. Tomas dijo que no; pero que no dejaba de sobornarle la voluntad con regalos y presentes de lo que hurtaba en la cocina á los huéspedes. Retiróse con esto á su posada Lope con determinacion de no salir della en otros seis dias, á lo ménos con el asno.
Las once serian de la noche, cuando de improviso y sin pensarlo vieron entrar en la posada muchas varas de justicia, y al cabo el corregidor. Alborotóse el huésped, y aun los huéspedes; porque así como los cometas cuando se muestran, siempre causan temores de desgracias é infortunios, ni mas ni ménos la justicia, cuando de repente y de tropel se entra en una casa, sobresalta y atemoriza hasta las conciencias no culpadas. Entróse el corregidor en una sala, llamó al huésped de casa, el cual vino temblando á ver lo que el señor corregidor queria. Y así como le vió el corregidor le preguntó con mucha gravedad:
—¿Sois vos el huésped?
—Sí, señor, respondió él, para lo que vuesa merced me quisiere mandar.
Mandó el corregidor que saliesen de la sala todos los que en ella estaban, y que le dejasen solo con el huésped. Hiciéronlo así, y quedándose solos, dijo el corregidor al huésped:
—Huésped, ¿qué gente de servicio teneis en esta vuestra posada?
—Señor, respondió él, tengo dos mozas gallegas, y una ama y un mozo que tiene cuenta con dar la cebada y paja.
—¿No mas? replicó el corregidor.
—No, señor, respondió el huésped.
—Pues decidme, huésped, dijo el corregidor, ¿dónde está una muchacha que dicen que sirve en esta casa, tan hermosa, que por toda la ciudad la llaman la Ilustre Fregona, y aun me han llegado á decir que mi hijo D. Periquito es su enamorado, y que no hay noche que no le dé músicas?
—Señor, respondió el huésped, esa Fregona ilustre que dicen, es verdad que está en esta casa; pero ni es mi criada, ni deja de serlo.
—No entiendo lo que decís, huésped, en eso de ser y no ser vuestra criada la Fregona.
—Yo he dicho bien, añadió el huésped, y si vuesa merced me da licencia, le diré lo que hay en esto, lo cual jamas he dicho á persona alguna.
—Primero quiero ver á la Fregona que saber otra cosa: llamadla acá, dijo el corregidor.
Asomóse el huésped á la puerta de la sala, y dijo:
—¿Oíslo, señora? haced que entre aquí Costancica.
Cuando la huéspeda oyó que el corregidor llamaba á Costanza, turbóse y comenzó á p. 242 torcerse las manos, diciendo:
—¡Ay, desdichada de mí, el corregidor á Costanza y á solas! algun gran mal debe de haber sucedido, que la hermosura desta muchacha trae encantados los hombres.
Costanza, que lo oia, dijo:
—Señora, no se congoje, que yo iré á ver lo que el señor corregidor quiere, y si algun mal hubiere sucedido, esté segura vuesa merced que no tendré yo la culpa.
Y en esto sin aguardar que otra vez la llamasen, tomó una vela encendida sobre un candelero de plata, y con mas vergüenza que temor, fué donde el corregidor estaba.
Así como el corregidor la vió, mandó al huésped que cerrase la puerta de la sala, lo cual hecho, el corregidor se levantó y tomando el candelero que Costanza traia, llegándole la luz al rostro, la anduvo mirando toda de arriba abajo; y como Costanza estaba con sobresalto, habíasele encendido la color del rostro, y estaba tan hermosa y tan honesta, que al corregidor le pareció que estaba mirando la hermosura de un ángel en la tierra; y despues de haberla bien mirado, dijo:
—Huésped, esta no es joya para estar en el bajo engaste de un meson; desde aquí digo que mi hijo Periquito es discreto, pues tan bien ha sabido emplear sus pensamientos: digo, doncella, que no solamente os pueden y deben llamar ilustre, sino ilustrísima; pero estos títulos no habian de caer sobre el nombre de Fregona, sino sobre el de una duquesa.
—No es fregona, señor, dijo el huésped; que no sirve de otra cosa en casa que de traer las llaves de la plata, que por la bondad de Dios tengo alguna, con que se sirven los huéspedes honrados que á esta posada vienen.
—Con todo eso, dijo el corregidor, digo, huésped, que ni es decente ni conviene que esta doncella esté en un meson: ¿es parienta vuestra, por ventura?
—Ni es mi parienta, ni es mi criada; y si vuesa merced gustare de saber quién es, como ella no esté delante, oirá vuesa merced cosas que juntamente con darle gusto le admiren.
—Sí gustaré, dijo el corregidor, y sálgase Costancica allá fuera, y prométase de mí lo que de su mismo padre pudiera prometerse, que su mucha honestidad y hermosura obligan á que todos los que la vieren se ofrezcan á su servicio.
No respondió palabra Costanza, sino con mucha mesura hizo una profunda reverencia al corregidor, y salióse de la sala, y halló á su ama desalada esperándola para saber della qué era lo que el corregidor la queria. Ella le contó lo que habia pasado, y cómo su señor quedaba con él para contalle no sé qué cosas que no queria que ella las oyese. No acabó de sosegarse la huéspeda, y siempre estuvo rezando hasta que se fué el corregidor, y vió salir libre á su marido, el cual en tanto que estuvo con el corregidor, le dijo:
p. 243 —Hoy hacen, señor, segun mi cuenta quince años, un mes y cuatro dias que llegó á esta posada una señora en hábito de peregrina, en una litera, acompañada de cuatro criados de á caballo y de dos dueñas y una doncella, que en un coche venian: traia asimismo dos acémilas cubiertas con dos ricos reposteros, y cargadas con una rica cama y con aderezos de cocina: finalmente, el aparato era principal, y la peregrina representaba ser una gran señora; y aunque en la edad mostraba ser de cuarenta ó pocos mas años, no por eso dejaba de parecer hermosa en todo estremo: venia enferma y descolorida, y tan fatigada, que mandó que luego le hiciesen la cama, y en esta misma sala se la hicieron sus criados. Preguntáronme cuál era el médico de mas fama desta ciudad. Díjeles que el doctor de la Fuente. Fueron luego por él, y él vino luego: comunicó á solas con él su enfermedad; y lo que de su plática resultó fué que mandó el médico que se le hiciese la cama en otra parte, y en lugar donde no le diesen ningun ruido. Al momento la mudaron á otro aposento, que está aquí arriba apartado y con la comodidad que el doctor pedia. Ninguno de los criados entraba donde su señora, y solas las dos dueñas y la doncella la servian. Yo y mi mujer preguntamos á los criados quién era la tal señora y cómo se llamaba, y de dónde venia y dónde iba, si era casada, viuda ó doncella, y por qué causa se vestia aquel hábito de peregrina. Á todas estas preguntas que les hicimos una y muchas veces, no hubo alguno que nos respondiese otra cosa, sino que aquella peregrina era una señora principal y rica de Castilla la Vieja, y que no tenia hijos que la heredasen; y que porque habia algunos meses que estaba enferma de hidropesía, habia ofrecido de ir á Nuestra Señora de Guadalupe en romería, por la cual promesa iba en aquel hábito. En cuanto á decir su nombre, traian órden de no llamarla sino la señora peregrina. Esto supimos por entónces; pero á cabo de tres dias que por enferma la señora peregrina se estaba en casa, una de las dueñas nos llamó á mí y á mi mujer de su parte: fuimos á ver lo que queria, y á puerta cerrada y delante de sus criadas, casi con lágrimas en los ojos nos dijo creo que estas mismas razones:
—Señores mios, los cielos me son testigos que sin culpa mia me hallo en el riguroso trance que ahora os diré; yo estoy preñada, y tan cerca del parto, que ya los dolores me van apretando: ninguno de los criados que vienen conmigo saben mi necesidad y desgracia: á estas mis mujeres, ni he podido, ni he querido encubrírselo: por huir de los maliciosos ojos de mi tierra, y porque esta hora no me tomase en ella, hice voto de ir á Nuestra Señora de Guada p. 244 lupe: ella debe de haber sido servida que en esta vuestra casa me tome el parto: á vosotros está ahora el remediarme y acudirme con el secreto que merece la que su honra pone en vuestras manos: la paga de la merced que me hiciéredes, que así quiero llamarla, si no respondiere al gran beneficio que espero, responderá á lo ménos á dar muestra de una voluntad muy agradecida, y quiero que comiencen á dar muestras de mi voluntad estos doscientos escudos de oro que van en este bolsillo.
Y sacando debajo de la almohada de la cama un bolsillo de aguja de oro y verde, se le puso en las manos de mi mujer, la cual como simple, y sin mirar lo que hacia, porque estaba suspensa y colgada de la peregrina, tomó el bolsillo sin responderle palabra de agradecimiento ni de comedimiento alguno: yo me acuerdo que le dije que no era menester nada de aquello, que no éramos personas que por interes mas que por caridad nos movíamos á hacer bien cuando se ofrecia. Ella prosiguió diciendo:
—Es menester, amigos, que busqueis donde llevar lo que pariere luego luego, buscando tambien mentiras que decir á quien lo entregáredes, que por ahora será en la ciudad, y despues quiero que se lleve á una aldea: de lo que despues se hubiere de hacer, siendo Dios servido de alumbrarme y de llevarme á cumplir mi voto, cuando de Guadalupe vuelva, lo sabréis, porque el tiempo me habrá dado lugar de que piense y escoja lo mejor que me convenga: partera no la he menester ni la quiero, que otros partos mas honrados que he tenido, me aseguran que con sola la ayuda destas mis criadas facilitaré sus dificultades, y ahorraré un testigo mas de mis sucesos.
Aquí dió fin á su razonamiento la lastimada peregrina, y principio á un copioso llanto, que en parte fué consolado por las muchas y buenas razones que mi mujer, ya vuelta en mas acuerdo, le dijo: finalmente, yo salí luego á buscar donde llevar lo que pariese á cualquier hora que fuese; y entre las doce y la una de aquella misma noche, cuando toda la gente de casa estaba entregada al sueño, la buena señora parió una niña, la mas hermosa que mis ojos hasta entónces habian visto, que es esta misma que vuesa merced acaba de ver ahora: ni la madre se quejó en el parto, ni la hija nació llorando: en todos habia sosiego y silencio maravilloso, y tal, cual convenia para el secreto de aquel estraño caso. Otros seis dias estuvo en la cama, y en todos ellos venia el médico á visitarla; pero no porque ella le hubiese declarado de qué procedia su mal; y las medicinas que le ordenaba, nunca las puso en ejecucion, porque solo pretendió engañar á sus criados con la visita del médico. Todo esto me dijo ella misma despues que se vió fuera de peligro, y á los ocho dias se levantó con el mismo bulto, ó con otro que se parecia á aquel p. 245 con que se habia echado.
Fué á su romería, y volvió de allí á veinte dias ya casi sana, porque poco á poco se iba quitando del artificio, con que despues de parida se mostraba hidrópica. Cuando volvió estaba ya la niña dada á criar por mi órden con nombre de mi sobrina, en una aldea dos leguas de aquí: en el bautismo se le puso por nombre Costanza, que así lo dejó ordenado su madre, la cual contenta de lo que yo habia hecho, al tiempo de despedirse me dió una cadena de oro que hasta ahora tengo, de la cual quitó seis trozos, los cuales dijo que traeria la persona que por la niña viniese: tambien cortó un blanco pergamino á vueltas y á ondas, á la traza y manera como cuando se enclavijan las manos, y en los dedos se escribe alguna cosa, que estando enclavijados los dedos se puede leer, y despues de apartadas las manos queda dividida la razon, porque se dividen las letras, que en volviendo á enclavijar los dedos se juntan y corresponden de manera que se pueden leer continuadamente: digo que el un pergamino sirve de alma del otro, y encajados se leerán, y divididos no es posible, si no es adivinando la mitad del pergamino; y casi toda la cadena quedó en mi poder, y todo lo tengo, esperando el contraseño hasta ahora; puesto que ella me dijo que dentro de dos años enviaria por su hija, encargándome que la criase no como quien ella era, sino del modo que se suele criar una labradora. Encargóme tambien que si por algun suceso no le fuese posible enviar tan presto por su hija, que aunque creciese y llegase á tener entendimiento, no la dijese del modo que habia nacido; y que la perdonase el no decirme su nombre, ni quién era; que lo guardaba para otra ocasion mas importante. En resolucion, dándome otros cuatrocientos escudos de oro, y abrazando á mi mujer con tiernas lágrimas, se partió, dejándonos admirados de su discrecion, valor, hermosura y recato. Costanza se crió en el aldea dos años, y luego la truje conmigo, y siempre la he traido en hábito de labradora, como su madre me lo dejó mandado. Quince años, un mes y cuatro dias ha que aguardo á quien ha de venir por ella, y la mucha tardanza me ha consumido la esperanza de ver esta venida, y si en este año en que estamos no vienen, tengo determinado de prohijalla, y darle toda mi hacienda, que vale mas de seis mil ducados, Dios sea bendito.
Resta ahora, señor corregidor, decir á vuesa merced, si es posible que yo sepa decir las bondades y las virtudes de Costancica. Ella, lo primero y principal es devotísima de Nuestra Señora: confiesa y comulga cada mes; sabe escribir y leer; no hay mayor randera en Toledo; canta á la almohadilla como unos ángeles; en ser honesta no hay quien la iguale, pues en lo que toca á ser hermosa, ya vuesa merced lo ha visto. El señor D. Pedro, p. 246 hijo de vuesa merced, en su vida la ha hablado; bien es verdad que de cuando en cuando le da alguna música, que ella jamas escucha. Muchos señores, y de título, han posado en esta posada, y aposta por hartarse de verla han detenido su camino muchos dias; pero yo sé bien que no habrá ninguno que con verdad se pueda alabar que ella le haya dado lugar de decirle una palabra sola, ni acompañada. Esta es, señor, la verdadera historia de la ilustre Fregona, que no friega, en la cual no he salido de la verdad un punto.
Calló el huésped, y tardó un gran rato el corregidor en hablarle: tan suspenso le tenia el suceso que el huésped le habia contado; en fin, le dijo que le trujese allí la cadena y el pergamino, que queria verlo. Fué el huésped por ello, y trayéndoselo, vió que era así como le habia dicho: la cadena era de trozos, curiosamente labrada: en el pergamino estaban escritas, una debajo de otra, en el espacio que habia de henchir el vacío de la otra mitad, estas letras: E. T. E. L. S. N. V. D. D. R. Por las cuales letras vió ser forzoso que se juntasen con las de la mitad del otro pergamino, para poder ser entendidas. Tuvo por discreta la señal del conocimiento, y juzgó por muy rica á la señora peregrina, que tal cadena habia dejado al huésped; y teniendo en pensamiento de sacar de aquella posada á la hermosa muchacha, cuando hubiese concertado un monasterio donde llevarla, por entónces se contentó de llevar solo el pergamino, encargando al huésped que si acaso viniesen por Costanza, le avisase y diese noticia de quién era el que por ella venia, ántes que le mostrase la cadena, que dejaba en su poder. Con esto, se fué, tan admirado del cuento y suceso de la Ilustre Fregona, como de su incomparable hermosura.
Todo el tiempo que gastó el huésped en estar con el corregidor, y el que ocupó Costanza cuando la llamaron, estuvo Tomas fuera de sí, combatida el alma de mil varios pensamientos, sin acertar jamas con ninguno de su gusto; pero cuando vió que el corregidor se iba y que Costanza se quedaba, respiró su espíritu, volviéronle los pulsos, que ya casi desamparado le tenian: no osó preguntar al huésped lo que el corregidor queria, ni el huésped lo dijo á nadie, sino á su mujer, con que ella tambien volvió en sí, dando gracias á Dios, que de tan grande sobresalto la habia librado.
El dia siguiente, cerca de la una, entraron en la posada, con cuatro hombres de á caballo, dos caballeros ancianos de venerables presencias, habiendo primero preguntado uno de los mozos que á pié con ellos venian si era aquella la posada del Sevillano; y habiéndole respondido que sí, se entraron todos en ella. Apeáronse los cuatro, y fueron á apear los dos ancianos, señal por do se conoció que aquellos p. 247 dos eran señores de los seis. Salió Costanza con su acostumbrada gentileza á ver los nuevos huéspedes; y apénas la hubo visto uno de los dos ancianos, cuando dijo al otro:
—Yo creo, señor don Juan, que hemos hallado todo aquello que venimos á buscar.
Tomas, que acudió á dar recado á las cabalgaduras, conoció luego á dos criados de su padre, y luego conoció á su padre y al padre de Carriazo, que eran los dos ancianos á quien los demas respetaban; y aunque se admiró de su venida, consideró que debian de ir á buscar á él y á Carriazo á las almadrabas, que no habria faltado quien les hubiese dicho que en ellas, y no en Flándes, los hallarian; pero no se atrevió á dejarse conocer en aquel traje, ántes, aventurándolo todo, puesta la mano en el rostro pasó por delante dellos, y fué á buscar á Costanza, y quiso la buena suerte que la hallase sola, y apriesa y con lengua turbada, temeroso que ella no le daria lugar para decirle nada, le dijo:
—Costanza, uno destos dos caballeros ancianos que aquí han llegado ahora es mi padre, que es aquel que oyeres llamar D. Juan de Avendaño; infórmate de sus criados si tiene un hijo que se llama D. Tomas de Avendaño, que soy yo, y de aquí podrás ir coligiendo y averiguando que te he dicho verdad en cuanto á la calidad de mi persona, y que te la diré en cuanto de mi parte te tengo ofrecido; y quédate adios, que hasta que ellos se vayan no pienso volver á esta casa.
No le respondió nada Costanza, ni él aguardó á que le respondiese, sino volviéndose á salir cubierto como habia entrado, se fué á dar cuenta á Carriazo de cómo sus padres estaban en la posada. Dió voces el huésped á Tomas que viniese á dar cebada; pero como no pareció, dióla él mismo. Uno de los dos ancianos llamó aparte á una de las dos mozas gallegas, y preguntóle cómo se llamaba aquella muchacha hermosa que habian visto, y que si era hija ó parienta del huésped ó huéspeda de casa. La gallega le respondió:
—La moza se llama Costanza, ni es parienta del huésped ni de la huéspeda, ni sé lo que es: solo digo que la doy á la mala landre, que no sé qué tiene, que no deja hacer baza á ninguna de las mozas que estamos en esta casa, pues en verdad que tenemos nuestras faciones como Dios nos las puso: no entra huésped que no pregunte luego quién es la hermosa, y que no diga: bonita es, bien parece, á fe que no es mala, mal año para las mas pintadas, nunca peor me la depare la fortuna; y á nosotras no hay quien nos diga: ¿qué teneis ahí, diablos, ó mujeres, ó lo que sois?
—Luego esta niña á esa cuenta, replicó el caballero, debe de dejarse manosear y requebrar de los huéspedes.
Sí, respondió la gallega, tenedle el pié al herrar, bonita es la niña para eso: par Dios, señor, si ella se dejara mirar siquiera, manara en p. 248 oro: es mas áspera que un erizo: es una traga avemarías, labrando está todo el dia y rezando: para el dia que ha de hacer milagros, quisiera yo tener un cuento de renta: mi ama dice que trae un silicio pegado á las carnes, y que es una santa.
Contentísimo el caballero de lo que habia oido á la gallega, sin esperar á que le quitasen las espuelas, llamó al huésped, y retirándose con él aparte en una sala le dijo:
—Yo, señor huésped, vengo á quitaros una prenda mia, que ha algunos años que teneis en vuestro poder; para quitárosla os traigo mil escudos de oro y estos trozos de cadena, y este pergamino.
Diciendo esto, sacó los seis de la señal de la cadena que él tenia: asimismo conoció el pergamino, y alegre sobremanera con el ofrecimiento de los mil escudos, respondió:
—Señor, la prenda que quereis quitar está en casa; pero no están en ella la cadena ni el pergamino con que se ha de hacer la prueba de la verdad, que yo creo que vuesa merced trata; y así le suplico tenga paciencia, que yo vuelvo luego.
Y al momento fué á avisar al corregidor de lo que pasaba, y de cómo estaban dos caballeros en su posada, que venian por Costanza.
Acababa de comer el corregidor, y con el deseo que tenia de ver el fin de aquella historia, subió luego á caballo, y vino á la posada del Sevillano, llevando consigo el pergamino de la muestra; y apénas hubo visto á los dos caballeros, cuando abiertos los brazos fué á abrazar al uno, diciendo:
—¡Válame Dios! ¡qué buena venida es esta, señor D. Juan de Avendaño, primo y señor mio!
El caballero le abrazó asimismo, diciéndole:
—Sin duda, señor primo, habrá sido buena mi venida, pues os veo, y con la salud que siempre os deseo: abrazad, primo, á este caballero, que es el señor D. Diego de Carriazo, gran señor, y amigo mio.
—Ya conozco al señor D. Diego, respondió el corregidor, y le soy muy servidor.
Y abrazándose los dos, despues de haberse recebido con grande amor y grandes cortesías, se entraron en una sala, donde se quedaron solos con el huésped, el cual ya tenia consigo la cadena, y dijo:
—Ya el señor corregidor sabe á lo que vuesa merced viene, señor D. Diego de Carriazo: vuesa merced saque los trozos que faltan á esta cadena, y el señor corregidor sacará el pergamino que está en su poder, y hagamos la prueba que ha tantos años que espero á que se haga.
—Desa manera, respondió D. Diego, no habrá necesidad de dar cuenta de nuevo al señor corregidor de nuestra venida, pues bien se verá que ha sido á lo que vos, señor huésped, habréis dicho.
—Algo me ha dicho, pero mucho me quedó por saber: el pergamino héle aquí.
Sacó D. Diego el otro, y juntando las dos partes, se hicieron una, y á las letras del que tenia el huésped, que como se ha dicho eran E. T. E. L. S. N. V. D. D. R. respondian en el otro p. 249 pergamino estas: S. A. S. A. E. A. L. E. R. A. E. A., que todas juntas decian: Esta es la señal verdadera . Cotejáronse luego los trozos de la cadena, y hallaron ser las señas verdaderas.
—Esto está hecho, dijo el corregidor: resta ahora saber, si es posible, quiénes son los padres desta hermosísima prenda.
—El padre, respondió D. Diego, yo lo soy, la madre ya no vive; basta saber que fué tan principal, que pudiera yo ser su criado; y porque como se encubre su nombre, no se encubra su fama, ni se culpe lo que en ella parece manifiesto error y culpa conocida, se ha de saber que la madre desta prenda, siendo viuda de un gran caballero, se retiró á una aldea suya, y allí con recato y con honestidad grandísima pasaba con sus criados y vasallos una vida sosegada y quieta: ordenó la suerte que un dia, yendo yo á caza por el término de su lugar, quise visitarla, y era la hora de siesta: cuando llegué á su alcázar, que así se puede llamar su gran casa, dejé el caballo á un criado mio; subí sin topar á nadie hasta el mismo aposento donde ella estaba durmiendo la siesta sobre un estrado negro: era por estremo hermosa, y el silencio, la soledad, la ocasion, despertaron en mí un deseo mas atrevido que honesto, y sin ponerme á hacer discretos discursos, cerré tras mí la puerta, y llegándome á ella, la desperté, y teniéndola asida fuertemente, le dije: vuesa merced, señora mia, no grite, que las voces que diere serán pregoneras de su deshonra: nadie me ha visto entrar en este aposento, que mi suerte, porque la tengo bonísima en gozaros, ha llovido sueño en todos vuestros criados, y cuando ellos acudan á vuestras voces, no podrán mas que quitarme la vida: y esto ha de ser en vuestros mismos brazos, y no por mi muerte dejará de quedar en opinion vuestra fama. Finalmente yo la gocé contra su voluntad y á pura fuerza mia: ella cansada, rendida y turbada, ó no pudo ó no quiso hablarme palabra, y yo dejándola como atontada y suspensa, me volví á salir por los mismos pasos donde habia entrado, y me vine á la aldea de otro amigo mio, que estaba dos leguas de la suya. Esta señora se mudó de aquel lugar á otro, y sin que yo jamas la viese, ni lo procurase, se pasaron dos años, al cabo de los cuales supe que era muerta; y podrá haber veinte dias, que con grandes encarecimientos, escribiéndome que era cosa que me importaba en ella el contento y la honra, me envió á llamar un mayordomo desta señora; fuí á ver lo que me queria, bien léjos de pensar en lo que me dijo: halléle á punto de muerte, y por abreviar razones, en muy breves me dijo cómo al tiempo que murió su señora le dijo todo lo que conmigo le habia sucedido, y cómo habia quedado preñada de aquella fuerza, y que por encubrir el bulto habia venido en romería á Nuestra Señora p. 250 de Guadalupe, y cómo habia parido en esta casa una niña que se habia de llamar Costanza: dióme las señas con que la hallaria, que fueron las que habeis visto de la cadena y pergamino; y dióme ansimismo treinta mil escudos de oro, que su señora dejó para casar á su hija: díjome ansimismo que el no habérmelos dado luego como su señora habia muerto, ni declarádome lo que ella encomendó á su confianza y secreto, habia sido por pura codicia y por poderse aprovechar de aquel dinero; pero que ya que estaba á punto de ir á dar cuenta á Dios, por descargo de su conciencia me daba el dinero, y me avisaba adónde y cómo habia de hallar mi hija. Recebí el dinero y las señales, y dando cuenta desto al señor D. Juan de Avendaño, nos pusimos en camino desta ciudad.
Á estas razones llegaba D. Diego, cuando oyeron que en la puerta de la calle decian á grandes voces:
—Díganle á Tomas Pedro, el mozo de la cebada, cómo llevan á su amigo el asturiano preso; que acuda á la cárcel, que allí le espera.
Á la voz de cárcel y de preso, dijo el corregidor que entrase el preso y el alguacil que le llevaba. Dijeron al alguacil que el corregidor, que estaba allí, le mandaba entrar con el preso, y así lo hubo de hacer.
Venia el asturiano todos los dientes bañados en sangre, y muy mal parado, y muy bien asido del alguacil: y así como entró en la sala, conoció á su padre y al de Avendaño: turbóse, y por no ser conocido, con un paño como que se limpiaba la sangre se cubrió el rostro. Preguntó el corregidor que qué habia hecho aquel mozo, que tan mal parado le llevaban. Respondió el alguacil que aquel mozo era un aguador, que le llamaban el asturiano, á quien los muchachos por las calles decian: daca la cola, asturiano, daca la cola; y luego en breves palabras contó la causa por qué le pedian la tal cola, de que no riyeron poco todos. Dijo mas: que saliendo por la puerta de Alcántara, dándole los muchachos priesa con la demanda de la cola, se habia apeado del asno, y dando tras todos, alcanzó á uno, á quien dejaba medio muerto á palos, y que queriéndole prender, se habia resistido, y que por eso iba tan mal parado.
Mandó el corregidor que se descubriese el rostro, y porfiando á no querer descubrirse, llegó el alguacil, y quitóle el pañuelo, y al punto le conoció su padre, y dijo todo alterado: Hijo D. Diego, ¿cómo estás desta manera? ¿qué traje es este? ¿aun no se te han olvidado tus picardías?
Hincó las rodillas Carriazo, y fuese á poner á los piés de su padre, que con lágrimas en los ojos le tuvo abrazado un buen espacio. Don Juan de Avendaño, como sabia que D. Diego habia venido con D. Tomas su hijo, preguntóle por él: á lo cual respondió que D. Tomas de Aven p. 251 daño era el mozo que daba cebada y paja en aquella posada. Con esto que el asturiano dijo, se acabó de apoderar la admiracion en todos los presentes, y mandó el corregidor al huésped que trujese allí al mozo de la cebada.
—Yo creo que no está en casa, respondió el huésped, pero yo le buscaré.
Y así fué á buscalle.
Preguntó D. Diego á Carriazo que qué transformaciones eran aquellas, y qué les habia movido á ser él aguador, y D. Tomas mozo de meson. Á lo cual respondió Carriazo que no podia satisfacer á aquellas preguntas tan en público, que él responderia á solas.
Estaba Tomas Pedro escondido en su aposento, para ver desde allí sin ser visto lo que hacian su padre y el de Carriazo: teníale suspenso la venida del corregidor, y el alboroto que en toda la casa andaba. No faltó quien le dijese al huésped cómo estaba allí escondido: subió por él, y mas por fuerza que por grado le hizo bajar; y aun no bajara, si el mismo corregidor no saliera al patio y le llamara por su nombre, diciendo:
—Baje vuesa merced, señor pariente, que aquí no le aguardan osos ni leones.
Bajó Tomas, y con los ojos bajos y sumision grande se hincó de rodillas ante su padre, el cual le abrazó con grandísimo contento, á fuer del que tuvo el padre del hijo pródigo cuando le cobró de perdido.
Ya en esto habia venido un coche del corregidor para volver en él, pues la gran fiesta no permitia volver á caballo. Hizo llamar á Costanza, y tomándola de la mano, se la presentó á su padre, diciendo:
Recebid, señor don Diego, esta prenda, y estimadla por la mas rica que acertárades á desear; y vos, hermosa doncella, besad la mano á vuestro padre, y dad gracias á Dios, que con tan honrado suceso ha enmendado, subido y mejorado la bajeza de vuestro estado.
Costanza, que no sabia ni imaginaba lo que le habia acontecido, toda turbada y temblando no supo hacer otra cosa que hincarse de rodillas ante su padre, y tomándole las manos, se las comenzó á besar tiernamente, bañándoselas con infinitas lágrimas, que por sus hermosísimos ojos derramaba.
En tanto que esto pasaba, habia persuadido el corregidor á su primo D. Juan que se viniesen todos con él á su casa; y aunque D. Juan lo rehusaba, fueron tantas las persuasiones del corregidor, que lo hubo de conceder; y así entraron en el coche todos; pero cuando dijo el corregidor á Costanza que entrase tambien en el coche, se le anubló el corazon, y ella y la huéspeda se asieron una á otra, y comenzaron á hacer tan amargo llanto, que quebraba los corazones de cuantos le escuchaban. Decia la huéspeda:
—¿Cómo es esto, hija de mi corazon, que te vas y me dejas? ¿Cómo tienes ánimo de dejar á esta madre, que con tanto amor te ha criado?
Costanza lloraba, y la respondia con no ménos tiernas palabras. Pero p. 252 el corregidor enternecido, mandó que asimismo la huéspeda entrase en el coche, y que no se apartase de su hija, pues por tal la tenia, hasta que saliese de Toledo. Así la huéspeda y todos entraron en el coche, y fueron á casa del corregidor, donde fueron bien recebidos de su mujer, que era una principal señora. Comieron regalada y suntuosamente, y despues de comer contó Carriazo á su padre cómo por amores de Costanza D. Tomas se habia puesto á servir en el meson, y que estaba enamorado de tal manera della, que sin que le hubiera descubierto ser tan principal como era, siendo su hija, la tomara por mujer en el estado de fregona. Vistió luego la mujer del corregidor á Costanza con unos vestidos de una hija que tenia en la misma edad y cuerpo de Costanza; y si parecia hermosa con los de labradora, con los cortesanos parecia cosa del cielo: tan bien la cuadraban, que daba á entender que desde que nació habia sido señora, y usado los mejores trajes que el uso trae consigo.
Pero entre tantos alegres, no pudo faltar un triste, que fué D. Pedro, el hijo del corregidor, que luego se imaginó que Costanza no habia de ser suya, y así fué la verdad; porque entre el corregidor, y D. Diego de Carriazo, y D. Juan de Avendaño se concertaron en que D. Tomas se casase con Costanza, dándole su padre los treinta mil escudos que su madre le habia dejado; y el aguador D. Diego de Carriazo casase con la hija del corregidor, y D. Pedro, el hijo del corregidor, con una hija de D. Juan de Avendaño, que su padre se ofrecia á traer dispensacion del parentesco.
Desta manera quedaron todos contentos, alegres y satisfechos; y la nueva de los casamientos y de la ventura de la Fregona ilustre se estendió por la ciudad, y acudia infinita gente á ver á Costanza en el nuevo hábito, en el cual tan señora se mostraba como se ha dicho. Vieron al mozo de la cebada Tomas Pedro vuelto en D. Tomas de Avendaño, y vestido como señor: notaron que Lope asturiano era muy gentilhombre despues que habia mudado vestido, y dejado el asno y las aguaderas: pero con todo eso no faltaba quien en el medio de su pompa, cuando iba por la calle no le pidiese la cola.
Un mes se estuvieron en Toledo, al cabo del cual se volvieron á Búrgos D. Diego de Carriazo y su mujer, su padre y Costanza con su marido D. Tomas, y el hijo del corregidor, que quiso ir á ver á su parienta y esposa. Quedó el Sevillano rico con los mil escudos, y con muchas joyas que Costanza dió á su señora, que siempre con este nombre llamaba á la que la habia criado. Dió ocasion la historia de la Fregona ilustre, á que los poetas del dorado Tajo ejercitasen sus plumas en solenizar y en alabar la sin par hermosura de Costanza, la cual aun vive en compañía de su buen mozo de meson; y p. 253 Carriazo ni mas ni ménos, con tres hijos, que sin tomar el estilo del padre, ni acordarse si hay almadrabas en el mundo, hoy están todos estudiando en Salamanca y su padre apénas ve algun asno de aguador, cuando se le representa y viene á la memoria el que tuvo en Toledo, y teme que cuando ménos se cate ha de remanecer en alguna sátira el daca la cola, asturiano; asturiano, daca la cola.
p. 254
Cinco leguas de la ciudad de Sevilla está un lugar que se llama Castilblanco, y en uno de muchos mesones que tiene, á la hora que anochecia entró un caminante sobre un hermoso cuartago estranjero: no traia criado alguno, y sin esperar que le tuviesen el estribo, se arrojó de la silla con gran lijereza.
Acudió luego el huésped (que era hombre diligente y de recato), mas no fué tan presto que no estuviese ya el caminante sentado en un poyo que en el portal habia, desabrochándose muy apriesa los botones del pecho, y luego dejó caer los brazos á una y á otra parte, dando manifiesto indicio de desmayarse. La huéspeda, que era caritativa, se llegó á él, y rociándole con agua el rostro, le hizo volver en su acuerdo; y él dando muestras que le habia pesado de que así le hubiesen visto, se volvió á abrochar, pidiendo que le diesen luego un aposento donde se recogiese, y que si fuese posible, fuese solo.
Díjole la huéspeda que no habia mas de una en toda la casa, y que tenia dos camas, y que era forzoso si algun huésped acudiese, acomodarle en la una. Á lo cual respondió el caminante que él pagaria los dos lechos, viniese ó no huésped alguno; y sacando un escudo de oro, se le dió á la huéspeda con condicion que á nadie diese el lecho vacío.
No se descontentó la huéspeda de la paga, ántes se ofreció de hacer lo que le pedia, aunque el mismo dean de Sevilla llegase aquella noche á su casa. Preguntóle si queria cenar, y respondió que no; mas que solo queria que se tuviese gran cuidado con su cuartago: pidió la llave del aposento, y llevando consigo unas bolsas grandes p. 255 de cuero, se entró en él y cerró tras sí la puerta con llave, y aun á lo que despues pareció arrimó á ella dos sillas.
Apénas se hubo encerrado, cuando se juntaron á consejo el huésped, y el mozo que daba la cebada, y otros dos vecinos que acaso allí se hallaron, y todos trataron de la grande hermosura y gallarda disposicion del nuevo huésped, concluyendo que jamas tal belleza habian visto: tanteáronle la edad, y se resolvieron que tendria de diez y seis á diez y siete años; fueron y vinieron, y dieron y tomaron, como suele decirse, sobre qué podia haber sido la causa del desmayo que le dió; pero como no la alcanzaron, quedáronse con la admiracion de su gentileza. Fuéronse los vecinos á sus casas, y el huésped á pensar el cuartago, y la huéspeda á aderezar algo de cenar por si otros huéspedes viniesen. Y no tardó mucho cuando entró otro de poca mas edad que el primero, y no de ménos gallardía; y apénas le hubo oido la huéspeda, cuando dijo:
—¡Válame Dios, y qué es esto! ¿vienen por ventura esta noche á posar ángeles á mi casa?
—¿Por qué dice eso la señora huéspeda? dijo el caballero.
—No lo digo por nada, señor, respondió la mesonera, solo digo que vuesa merced no se apee, porque no tengo cama que darle, que dos que tenia las ha tomado un caballero que está en aquel aposento, y me las ha pagado entrambas, aunque no habia menester mas de la una sola, porque nadie le entre en el aposento, y es que debe de gustar de la soledad; y en Dios y en mi ánima que no sé yo por qué, que no tiene él cara ni disposicion para esconderse, sino para que todo el mundo le vea y le bendiga.
—¿Tan lindo es, señora huéspeda? replicó el caballero.
—Y ¡cómo si es lindo! dijo ella, y aun mas que relindo.
—Ten aquí, mozo, dijo á esta razon el caballero, que aunque duerma en el suelo, tengo de ver hombre tan alabado.
Y dando el estribo á un mozo de mulas que con él venia, se apeó, y hizo que le diesen luego de cenar, y así fué hecho. Y estando cenando, entró un alguacil del pueblo (como de ordinario en los lugares pequeños se usa), y sentóse á conversacion con el caballero en tanto que cenaba, y no dejó entre razon y razon de echar abajo tres cubiletes de vino, y de roer una pechuga y una cadera de perdiz que le dió el caballero, y todo se lo pagó el alguacil con preguntarle nuevas de la corte, y de las guerras de Flándes y bajada del turco, no olvidándose de los sucesos del transilvano, que nuestro Señor guarde.
El caballero cenaba y callaba, porque no venia de parte que le pudiese satisfacer á sus preguntas. Ya en esto habia acabado el mesonero de dar recado al cuartago, y sentóse á hacer tercio en la conversacion, y á probar de su mismo vino no ménos tragos que el alguacil; y á cada trago que envasaba, volvia y derribaba la cabeza so p. 256 bre el hombro izquierdo, y alababa el vino, que le ponia en las nubes, aunque no se atrevia á dejarle mucho en ellas, porque no se aguase. De lance en lance volvieron á las alabanzas del huésped encerrado, y contaron de su desmayo y encerramiento, y de que no habia querido cenar cosa alguna: ponderaron el aparato de las bolsas, y la bondad del cuartago y del vestido vistoso que de camino traia: todo lo cual requeria no venir sin mozo que le sirviese. Todas estas exageraciones pusieron nuevo deseo de verle, y rogó al mesonero hiciese de modo como él entrase á dormir en la otra cama, y le daria un escudo de oro; y puesto que la codicia del dinero acabó con la voluntad del mesonero de dársela, halló ser imposible á causa que estaba cerrado por de dentro, y no se atrevia á despertar al que dentro dormia, y que tan bien tenia pagados los dos lechos. Todo lo cual facilitó el alguacil, diciendo:
—Lo que se podrá hacer, es que yo llamaré á la puerta, diciendo que soy la justicia, que por mandado del señor alcalde traigo á aposentar á este caballero á este meson, y que no habiendo otra cama, se le manda dar aquella: á lo cual ha de replicar el huésped que se le hace agravio, porque ya está alquilada, y no es razon quitarla al que la tiene: con esto quedará el mesonero disculpado, y vuesa merced conseguirá su intento.
Á todos les pareció bien la traza del alguacil, y por ella le dió el deseoso cuatro reales.
Púsose luego por obra: y en resolucion, mostrando gran sentimiento el primer huésped abrió á la justicia, y el segundo pidiéndole perdon del agravio que al parecer se le habia hecho, se fué á acostar en el lecho desocupado; pero ni el otro le respondió palabra, ni ménos se dejó ver el rostro, porque apénas hubo abierto, cuando se fué á su cama, y vuelta la cara á la pared, por no responder hizo que dormia. El otro se acostó, esperando cumplir por la mañana su deseo, cuando se levantasen.
Eran las noches de las perezosas y largas de diciembre, y el frio y el cansancio del camino forzaban á procurar pasarlas con reposo: pero como no le tenia el huésped primero, á poco mas de la media noche comenzó á suspirar tan amargamente, que con cada suspiro parecia despedírsele el alma; y fué de tal manera, que aunque el segundo dormia, hubo de despertar al lastimero son del que se quejaba, y admirado de los sollozos, con que acompañaba los suspiros, atentamente se puso á escuchar lo que al parecer entre sí murmuraba. Estaba la sala escura, y las camas bien desviadas; pero no por esto dejó de oir entre otras razones, estas, que con voz debilitada y flaca, el lastimado huésped primero decia:
—¡Ay sin ventura! ¿adónde me lleva la fuerza incontrastable de mis hados? ¿Qué camino es el mio, ó qué salida espero tener del intri p. 257 cado laberinto donde me hallo? ¡Ay pocos y mal esperimentados años, incapaces de toda buena consideracion y consejo! ¿Qué fin ha de tener esta no sabida peregrinacion mia? ¡Ay honra menospreciada, ay amor mal agradecido, ay respetos de honrados padres y parientes atropellados, y ay de mí una y mil veces, que tan á rienda suelta me dejé llevar de mis deseos! ¡Ó palabras fingidas, que tan de veras me obligastes á que con obras os respondiese! Pero ¿de quién me quejo, cuitada? ¿Yo no soy la que quise engañarme? ¿No soy yo la que tomó el cuchillo en sus mismas manos, con que corté y eché por tierra mi crédito, con el que de mi valor tenian mis ancianos padres? ¡Oh fementido Marco Antonio! ¿Cómo es posible que en las dulces palabras que me decias, viniese mezclada la hiel de tus descortesías y desdenes? ¿Adónde estás, ingrato, adónde te fuiste, desconocido? Respóndeme, que te hablo: espérame, que te sigo: susténtame, que descaezco: págame lo que me debes: socórreme, pues por tantas vias te tengo obligado.
Calló en diciendo esto, dando muestra en los ayes y suspiros que no dejaban los ojos de derramar tiernas lágrimas. Todo lo cual con sosegado silencio estuvo escuchando el segundo huésped, coligiendo por las razones que habia oido, que sin duda alguna era mujer la que se quejaba, cosa que le avivó mas el deseo de conocella, y estuvo muchas veces determinado de irse á la cama de la que creia ser mujer; y hubiéralo hecho, si en aquella sazon no le sintiera levantar, y abriendo la puerta de la sala dió voces al huésped de casa que le ensillase el cuartago, porque queria partirse. Á lo cual, al cabo de un buen rato que el mesonero se dejó llamar, le respondió que se sosegase, porque aun no era pasada la media noche, y que la escuridad era tanta, que seria temeridad ponerse en camino. Quietóse con esto, y volviendo á cerrar la puerta se arrojó en la cama de golpe, dando un recio suspiro.
Parecióle al que escuchaba que seria bien hablarle, y ofrecerle para su remedio lo que de su parte podia, por obligarle con esto á que se descubriese, y su lastimera historia le contase, y así le dijo: Por cierto, señor gentilhombre, que si los suspiros que habeis dado y las palabras que habeis dicho no me hubieran movido á condolerme del mal de que os quejais, entendiera que carecia de natural sentimiento, ó que mi alma era piedra, y mi pecho de bronce duro; y si esta compasion que os tengo, y el presupuesto que en mí ha nacido de poner mi vida por vuestro remedio (si es que vuestro mal le tiene) merece alguna cortesía, en recompensa ruégoos que la useis conmigo, declarándome, sin encubrirme cosa, la causa de vuestro dolor.
—Si él no me hubiera sacado de sentido, respondió el que se quejaba, bien debiera yo de acordarme p. 258 que no estaba solo en este aposento, y así hubiera puesto mas freno á mi lengua y mas tregua á mis suspiros; pero en pago de haberme faltado la memoria en parte donde tanto me importaba tenerla, quiero hacer lo que me pedís, porque renovando la amarga historia de mis desgracias, podria ser que el nuevo sentimiento me acabase; mas si quereis que haga lo que me pedís, habeisme de prometer por la fe que me habeis mostrado en el ofrecimiento que me habeis hecho, y por quien vos sois (que á lo que en vuestras palabras mostrais, prometeis mucho) que por cosas que de mí oigais en lo que os dijere, no os habeis de mover de vuestro lecho, ni venir al mio, ni preguntarme mas de aquello que yo quisiere deciros; porque si al contrario desto hiciéredes, en el punto que os sienta mover, con una espada que á la cabecera tengo, me pasaré el pecho.
Esotro (que mil imposibles prometiera por saber lo que tanto deseaba) le respondió que no saldria un punto de lo que le habia pedido, afirmándoselo con mil juramentos.
—Con ese seguro pues, dijo el primero, yo haré lo que hasta agora no he hecho, que es dar cuenta de mi vida á nadie, y así escuchad. Habeis de saber, señor, que yo que en esta posada entré, como sin duda os habrán dicho, en traje de varon, soy una desdichada doncella, á lo ménos una que lo fué no ha ocho dias, y lo dejó de ser por inadvertida y loca, y por creerse de palabras compuestas y afeitadas de fementidos hombres: mi nombre es Teodosia, mi patria un principal lugar desta Andalucía, cuyo nombre callo (porque no os importa á vos tanto el saberlo, como á mí el encubrirlo): mis padres son nobles y mas que medianamente ricos, los cuales tuvieron un hijo y una hija, él para descanso y honra suya, y ella para todo lo contrario: á él enviaron á estudiar á Salamanca: á mí me tenian en su casa, adonde me criaban con el recogimiento y recato que su virtud y nobleza pedian, y yo sin pesadumbre alguna siempre les fuí obediente, ajustando mi voluntad á la suya sin discrepar un solo punto, hasta que mi suerte menguada ó mi mucha demasía me ofreció á los ojos un hijo de un vecino nuestro mas rico que mis padres, y tan noble como ellos: la primera vez que le miré no sentí otra cosa que fuese mas de una complacencia de haberle visto; y no fué mucho, porque su gala, gentileza, rostro y costumbres eran de los alabados y estimados del pueblo, con su rara discrecion y cortesía; pero ¿de qué me sirve alabar á mi enemigo ni ir alargando con razones el suceso tan desgraciado mio, ó por mejor decir, el principio de mi locura? Digo en fin, que él me vió una y muchas veces desde una ventana que frontero de otra mia estaba; desde allí, á lo que me pareció, me envió el alma por los ojos, y los mios p. 259 con otra manera de contento que el primero gustaron de miralle, y aun me forzaron á que creyese que eran puras verdades cuanto en sus ademanes y en su rostro leia: fué la vista la intercesora y medianera de la habla, la habla de declarar su deseo, su deseo de encender el mio y de dar fe al suyo: llegóse á todo esto las promesas, los juramentos, las lágrimas, los suspiros, y todo aquello que á mi parecer puede hacer un firme amador, para dar á entender la entereza de su voluntad y la firmeza de su pecho, y en mí, desdichada (que jamas en semejantes ocasiones y trances me habia visto) cada palabra era un tiro de artillería que derribaba parte de la fortaleza de mi honra; cada lágrima era un fuego en que se abrasaba mi honestidad: cada suspiro un furioso viento que el incendio aumentaba de tal suerte, que acabó de consumir la virtud que hasta entónces aun no habia sido tocada; y finalmente, con la promesa de ser mi esposo á pesar de sus padres (que para otra le guardaban), di con todo mi recogimiento en tierra, y sin saber cómo me entregué en su poder á hurto de mis padres, sin tener otro testigo de mi desatino, que un paje de Marco Antonio (que este es el nombre del inquietador de mi sosiego); y apénas hubo tomado de mí la posesion que quiso, cuando de allí á dos dias desapareció del pueblo, sin que sus padres ni otra persona alguna supiesen decir ni imaginar dónde habia ido. Cual yo quedé, dígalo quien tuviere poder para decirlo, que yo no sé ni supe mas de sentillo: castigué mis cabellos, como si ellos tuvieran la culpa de mi yerro; martiricé mi rostro, por parecerme que él habia dado toda la ocasion á mi desventura; maldije mi suerte, acusé mi presta determinacion, derramé muchas é infinitas lágrimas, víme casi ahogada entre ellas y entre los suspiros que de mi lastimado pecho salian, quejéme en silencio al cielo, discurrí con la imaginacion, por ver si descubria algun camino ó senda á mi remedio, y la que hallé fué vestirme en hábito de hombre, y ausentarme de la casa de mis padres, y irme á buscar á este segundo engañador Enéas, á este cruel y fementido Vireno, á este defraudador de mis buenos pensamientos y legítimas y bien fundadas esperanzas; y así sin ahondar mucho en mis discursos, ofreciéndome la ocasion un vestido de camino de mi hermano, y un cuartago de mi padre que yo ensillé, una noche escurísima salí de casa con intencion de ir á Salamanca, donde, segun despues se dijo, creian que Marco Antonio podia haber venido; porque tambien es estudiante, y camarada del hermano mio que os he dicho: no dejé asimismo de sacar cantidad de dineros en oro, para todo aquello que en mi impensado viaje pueda sucederme; lo que mas me fatiga es que mis padres me han de seguir y hallar por las señas del p. 260 vestido y del cuartago que traigo, y cuando esto no tema, temo á mi hermano que está en Salamanca, del cual si soy conocida, ya se puede entender el peligro en que está puesta mi vida; porque aunque él escuche mis disculpas, el menor punto de su honor pasa á cuantas yo pudiere darle: con todo esto, mi principal determinacion es, aunque pierda la vida, buscar al desalmado de mi esposo, que no puede negar el serlo sin que le desmientan las prendas que dejó en mi poder, que son una sortija de diamantes, con unas cifras que dicen: Es Marco Antonio esposo de Teodosia. Si le hallo, sabré dél qué halló en mí que tan presto le movió á dejarme; y en resolucion haré que me cumpla la palabra y fe prometida, ó le quitaré la vida, mostrándome tan presta á la venganza, como fuí fácil al dejar agraviarme; porque la nobleza de la sangre que mis padres me han dado, va despertando en mí brios que me prometen ó ya remedio, ó ya venganza de mi agravio. Esta es, señor caballero, la verdadera y desdichada historia que deseábades saber, la cual será bastante disculpa de los suspiros y palabras que os despertaron: lo que os ruego y suplico es, que ya que no podais darme remedio, á lo ménos me deis consejo con que pueda huir los peligros que me contrastan, y templar el temor que tengo de ser hallada, y facilitar los modos que he de usar para conseguir lo que tanto deseo y he menester.
Un gran espacio de tiempo estuvo sin responder palabra el que habia estado escuchando la historia de la enamorada Teodosia, y tanto, que ella pensó que estaba dormido y que ninguna cosa le habia oido; y para certificarse de lo que sospechaba, le dijo:
—¿Dormís, señor? y no seria malo que durmiésedes, porque el apasionado que cuenta sus desdichas á quien no las siente, bien es que causen en quien las escucha mas sueño que lástima.
—No duermo, respondió el caballero, ántes estoy tan despierto, y siento tanto vuestra desventura, que no sé si diga que en el mismo grado me aprieta y duele que á vos misma, y por esta causa el consejo que me pedís, no solo ha de parar en aconsejaros, sino en ayudaros con todo aquello que mis fuerzas alcanzaren; que puesto que en el modo que habeis tenido en contarme vuestro suceso, se ha mostrado el raro entendimiento de que sois dotada, y que conforme á esto os debió de engañar mas vuestra voluntad rendida que las persuasiones de Marco Antonio, todavía quiero tomar por disculpa de vuestro yerro vuestros pocos años, en los cuales no cabe tener esperiencia de los muchos engaños de los hombres: sosegad, señora, y dormid, si podeis, lo poco que debe de quedar de la noche; que en viniendo el dia nos aconsejaremos los dos y veremos qué salida se podrá dar á vuestro remedio.
Agradecióselo p. 261 Teodosia lo mejor que supo, y procuró reposar un rato por dar lugar á que el caballero durmiese, el cual no fué posible sosegar un punto, ántes comenzó á volcarse por la cama y á suspirar de manera que le fué forzoso á Teodosia preguntarle qué era lo que sentia, que si era alguna pasion á quien ella pudiese remediar, lo haria con la voluntad misma que él á ella se le habia ofrecido. Á esto respondió el caballero:
—Puesto que sois vos, señora, la que causa el desasosiego que en mí habeis sentido, no sois vos la que podais remedialle, que á serlo, no tuviera yo pena alguna.
No pudo entender Teodosia adónde se encaminaban aquellas confusas razones; pero todavía sospechó que alguna pasion amorosa le fatigaba, y aun pensó ser ella la causa, y era de sospechar y de pensar, pues la comodidad del aposento, la soledad y la escuridad, y el saber que era mujer, no fuera mucho haber despertado en él algun mal pensamiento, y temerosa desto se vistió con grande priesa y con mucho silencio, y se ciñó su espada y daga, y de aquella manera, sentada sobre la cama estuvo esperando el dia, que de allí á poco espacio dió señal de su venida con la luz que entraba por los muchos lugares y entradas que tienen los aposentos de los mesones y ventas: y lo mismo que Teodosia habia hecho el caballero, y apénas vió estrellado el aposento con la luz del dia, cuando se levantó de la cama, diciendo:
—Levantáos, señora Teodosia, que yo quiero acompañaros en esta jornada, y no dejaros de mi lado hasta que como legítimo esposo tengais en el vuestro á Marco Antonio, ó que él ó yo perdamos las vidas; y aquí veréis la obligacion y voluntad en que me ha puesto vuestra desgracia.
Y diciendo esto, abrió las ventanas y puertas del aposento.
Estaba Teodosia deseando ver la claridad, para ver con la luz qué talle y parecer tenia aquel con quien habia estado hablando toda la noche; mas cuando le miró y le conoció, quisiera que jamas hubiera amanecido, sino que allí en perpetua noche se le hubieran cerrado los ojos; porque apénas hubo el caballero vuelto los ojos á mirarla (que tambien deseaba verla), cuando ella conoció que era su hermano, de quien tanto se temia, á cuya vista casi perdió la de sus ojos, y quedó suspensa, y muda, sin color en el rostro; pero sacando del temor esfuerzos, y del peligro discrecion, echando mano á la daga, la tomó por la punta, y se fué á hincar de rodillas delante de su hermano, diciendo con voz turbada y temerosa:
—Toma, señor y querido hermano mio, y haz con este hierro el castigo del que he cometido, satisfaciendo tu enojo, que para tan grande culpa como la mia no es bien que ninguna misericordia me valga: yo confieso mi pecado, y no quiero que me sirva de disculpa mi arrepentimiento: solo te suplico que la pena sea de suerte, que se p. 262 estienda á quitarme la vida, y no la honra, que puesto que yo la he puesto en manifiesto peligro, ausentándome de casa de mis padres, todavía quedará en opinion, si el castigo que me dieres fuere secreto.
Mirábala su hermano, y aunque la soltura de su atrevimiento le incitaba á la venganza, las palabras tan tiernas y tan eficaces con que manifestaba su culpa le ablandaron de tal suerte las entrañas, que con rostro agradable y semblante pacífico la levantó del suelo, y la consoló lo mejor que pudo y supo, diciéndole entre otras razones, que por no hallar castigo igual á su locura, le suspendia por entónces; y así por esto, como por parecerle que aun no habia cerrado la fortuna de todo en todo las puertas á su remedio, queria ántes procurársele por todas las vias posibles, que no tomar venganza del agravio que de su mucha liviandad en él redundaba.
Con estas razones volvió Teodosia á cobrar los perdidos espíritus, tornó la color á su rostro, y revivieron sus casi muertas esperanzas. No quiso mas D. Rafael (que así se llamaba su hermano) tratarle de su suceso: solo le dijo que mudase el nombre de Teodosia en Teodoro, que diesen luego la vuelta á Salamanca los dos juntos á buscar á Marco Antonio, puesto que él imaginaba que no estaba en ella, porque siendo su camarada, le hubiera hablado, aunque podia ser que el agravio que le habia hecho le enmudeciese y le quitase la gana de verle. Remitióse el nuevo Teodoro á lo que su hermano quiso. Entró en esto el huésped, al cual ordenaron que les diese algo de almorzar, porque querian partirse luego.
Entre tanto que el mozo de mulas ensillaba, y el almuerzo venia, entró en el meson un hidalgo que venia de camino, que de D. Rafael fué conocido luego. Conocíale tambien Teodoro, y no osó salir del aposento por no ser visto. Abrazáronse los dos, y preguntó D. Rafael al recien venido qué nuevas habia en su lugar. Á lo cual respondió, que él venia del Puerto de Santa María, adonde dejaba cuatro galeras de partida para Nápoles, y que en ellas habia visto embarcado á Marco Antonio Adorno, el hijo de D. Leonardo Adorno. Con las cuales nuevas se holgó D. Rafael, pareciéndole que pues tan sin pensar habia sabido nuevas de lo que tanto le importaba, era señal que tendria buen fin su suceso: rogóle á su amigo que trocase con el cuartago de su padre (que él muy bien conocia) la mula que él traia, no diciéndole que venia, sino que iba á Salamanca, y que no queria llevar tan buen cuartago en tan largo camino. El otro, que era comedido y amigo suyo, se contentó del trueco, y se encargó de dar el cuartago á su padre. Almorzaron juntos, y Teodoro solo, y llegado el punto de partirse el amigo, tomó el camino de Cazalla, donde tenia una rica heredad.
No partió D. Rafael p. 263 con él, que por hurtarle el cuerpo le dijo que le convenia volver aquel dia á Sevilla; y así como le vió ido, estando en órden las cabalgaduras, hecha la cuenta y pagado el huésped, diciendo adios, se salieron de la posada, dejando admirados á cuantos en ella quedaban de su hermosura y gentil disposicion, que no tenia para hombre menor gracia, brio y compostura D. Rafael, que su hermana belleza y donaire.
Luego en saliendo contó don Rafael á su hermana las nuevas que de Marco Antonio le habian dado, y que le parecia que con la diligencia posible caminasen la vuelta de Barcelona, donde de ordinario suelen parar algun dia las galeras que pasan á Italia ó vienen á España, y que si no hubiesen llegado podian esperarlas, y allí sin duda hallarian á Marco Antonio. Su hermana le dijo que hiciese todo aquello que mejor le pareciese, porque ella no tenia mas voluntad que la suya.
Dijo D. Rafael al mozo de mulas que consigo llevaba, que tuviese paciencia, porque convenia pasar á Barcelona, asegurándole la paga á todo su contento del tiempo que con él anduviese. El mozo, que era de los alegres del oficio, y que conocia que D. Rafael era liberal, respondió que hasta el cabo del mundo le acompañaria y serviria. Preguntó D. Rafael á su hermana qué dineros llevaba. Respondió que no los tenia contados, y que no sabia mas de que en el escritorio de su padre habia metido la mano siete ó ocho veces, y sacádola llena de escudos de oro, y segun aquello imaginó D. Rafael que podia llevar hasta quinientos escudos, que con otros doscientos que él tenia, y una cadena de oro que llevaba, le pareció no ir muy desacomodado; y mas persuadiéndose que habia de hallar en Barcelona á Marco Antonio.
Con esto se dieron priesa á caminar sin perder jornada, y sin acaecerles desman ó impedimento alguno, llegaron á dos leguas de un lugar que está nueve de Barcelona, que se llama Igualada. Habia sabido en el camino como un caballero, que pasaba por embajador á Roma, estaba en Barcelona esperando las galeras, que aun no habian llegado; nueva que les dió mucho contento. Con este gusto caminaron hasta entrar en un bosquecillo que en el camino estaba, del cual vieron salir un hombre corriendo y mirando atras como espantado. Púsosele D. Rafael delante diciéndole:
—¿Por qué huís, buen hombre, ó que caso os ha acontecido, que con muestras de tanto miedo os hace parecer tan lijero?
—¿No quereis que corra apriesa y con miedo, respondió el hombre, si por milagro me he escapado de una compañía de bandoleros que queda en ese bosque?
—Malo, dijo el mozo de mulas, malo, vive Dios: ¿bandoleritos á estas horas? Para mi santiguada que ellos nos pongan como nuevos.
—No os congojeis, hermano, replicó el del bosque, que ya los bando p. 264 leros se han ido, y han dejado atados á los árboles deste bosque mas de treinta pasajeros, dejándolos en camisa: á solo un hombre dejaron libre para que desatase á los demas despues que ellos hubiesen traspuesto una montañuela que le dieron por señal.
—Si eso es, dijo Calvete (que así se llamaba el mozo de mulas), seguros podemos pasar, á causa que al lugar donde los bandoleros hacen el salto no vuelven por algunos dias, y puedo asegurar esto como aquel que ha dado dos veces en sus manos, y sabe de molde su usanza y costumbres.
—Así es, dijo el hombre.
Lo cual oido por D. Rafael, determinó pasar adelante; y no anduvieron mucho, cuando dieron en los atados, que pasaban de cuarenta, que los estaba desatando el que dejaron suelto. Era estraño espectáculo el verlos: unos desnudos del todo: otros vestidos con los vestidos astrosos de los bandoleros: unos llorando de verse robados, otros riendo de ver los estraños trajes de los otros: este contaba por menudo lo que le llevaban: aquel decia que le pesaba mas de una caja de agnus que de Roma traia, que de otras infinitas cosas que llevaba. En fin, todo cuanto allí pasaban eran llantos y gemidos de los miserables despojados. Todo lo cual miraban, no sin mucho dolor, los dos hermanos, dando gracias al cielo que de tan grande y tan cercano peligro los habia librado. Pero lo que mas compasion les puso, especialmente á Teodoro, fué ver al tronco de una encina atado un muchacho de edad, al parecer, de diez y seis años, con sola la camisa y unos calzones de lienzo; pero tan hermoso de rostro, que forzaba y movia á todos que le mirasen.
Apeóse Teodoro á desatarle, y él le agradeció con muy corteses razones el beneficio; y por hacérsele mayor, pidió á Calvete, el mozo de mulas, le prestase su capa hasta que en el primer lugar comprasen otra para aquel gentil mancebo. Dióla Calvete, y Teodoro cubrió con ella al mozo, preguntándole de dónde era, de dónde venia y adónde caminaba.
Á todo esto estaba presente D. Rafael, y el mozo respondió que era de Andalucía, y de un lugar, que en nombrándole, vieron que no distaba del suyo sino dos leguas: dijo que venia de Sevilla, y que su designio era pasar á Italia á probar ventura en el ejercicio de las armas, como otros muchos españoles acostumbraban; pero que la suerte suya habia salido azar con el mal encuentro de los bandoleros, que le llevaban una buena cantidad de dineros, y tales vestidos, que no se compraran tan buenos con trecientos escudos; pero que con todo eso pensaba proseguir su camino, porque no venia de casta que se le habia de helar al primer mal suceso el calor de su fervoroso deseo.
Las buenas razones del mozo (junto con haber oido que era tan cerca de su lugar, y mas con la carta de recomendacion que en su p. 265 hermosura traia) pusieron voluntad en los dos hermanos de favorecerle en cuanto pudiesen, y repartiendo entre los que mas necesidad á su parecer tenian, algunos dineros, especialmente entre frailes y clérigos, que habia mas de ocho, hicieron que subiese el mancebo en la mula de Calvete, y sin detenerse mas, en poco espacio se pusieron en Igualada, donde supieron que las galeras, el dia ántes, habian llegado á Barcelona, y que de allí á dos dias se partirian, si ántes no les forzaba la poca seguridad de la playa.
Estas nuevas hicieron que la mañana siguiente madrugasen ántes que el sol, puesto que aquella noche no la durmieron toda, sino con mas sobresalto de los hermanos que ellos se pensaron, causado de que estando á la mesa, y con ellos el mancebo que habian desatado, Teodoro puso ahincadamente los ojos en su rostro, y mirándole algo curiosamente, le pareció que tenia las orejas horadadas, y en esto y en un mirar vergonzoso que tenia, sospechó que debia de ser mujer, y deseaba acabar de cenar para certificarse á solas de su sospecha; y entre la cena le preguntó D. Rafael que cúyo hijo era, porque él conocia toda la gente principal de su lugar, si era aquel que habia dicho. Á lo cual respondió el mancebo que era hijo de D. Enrique de Cárdenas, caballero bien conocido. Á esto dijo D. Rafael que él conocia bien á D. Enrique de Cárdenas; pero que sabia y tenia por cierto que no tenia hijo alguno; mas que si lo habia dicho por no descubrir sus padres, que no importaba, y que nunca mas se lo preguntaria.
—Verdad es, replicó el mozo, que D. Enrique no tiene hijos; pero tiénelos un hermano suyo, que se llama don Sancho.
—Ese tampoco, respondió D. Rafael, tiene hijos, sino una hija sola, y aun dicen que es de las mas hermosas doncellas que hay en la Andalucía, y esto no lo sé mas de por fama; que aunque muchas veces he estado en su lugar, jamas la he visto.
—Todo lo que, señor, decís es verdad, respondió el mancebo, que D. Sancho no tiene mas de una hija, pero no tan hermosa como su fama dice; y si yo dije que era hijo de D. Enrique, fué porque me tuviésedes, señores, en algo, pues no lo soy sino de un mayordomo de D. Sancho, que ha muchos años que le sirve, y yo nací en su casa, y por cierto enojo que di á mi padre, habiéndole tomado buena cantidad de dineros, quise venirme á Italia, como os he dicho, y seguir el camino de la guerra, por quien vienen, segun he visto, á hacerse ilustres aun los de oscuro linaje.
Todas estas razones y el modo con que las decia, notaba atentamente Teodoro, y siempre se iba confirmando en su sospecha.
Acabóse la cena, alzáronse los manteles, y en tanto que D. Rafael se desnudaba, habiéndole dicho lo que del mancebo sospechaba, con su parecer y licencia se apartó con el man p. 266 cebo á un balcon de una ancha ventana que á la calle salia, y en él puestos los dos de pechos, Teodoro así comenzó á hablar con el mozo.
—Quisiera, señor Francisco (que así habia dicho él que se llamaba), haberos hecho tantas buenas obras, que os obligara á no negarme cualquiera cosa que pudiera ó quisiera pediros; pero el poco tiempo que há que os conozco, no ha dado lugar á ello: podria ser que en el que está por venir conociésedes lo que merece mi deseo; y si al que ahora tengo no gustáredes de satisfacer, no por eso dejaré de ser vuestro servidor, como lo soy tambien ántes que os le descubra. Quiero tambien que sepais que aunque tengo tan pocos años como los vuestros, tengo mas esperiencia de las cosas de mundo que ellos prometen, pues con ella he venido á sospechar que vos no sois varon como vuestro traje lo muestra, sino mujer, y tan bien nacida como vuestra hermosura publica, y quizá tan desdichada como lo da á entender la mudanza del traje; pues jamas tales mudanzas son por bien de quien las hace: si es verdad lo que sospecho, decídmelo, que os juro por la fe de caballero que profeso, de ayudaros y serviros en todo aquello que pudiere. De que seais mujer, no me lo podeis negar, pues por las ventanas de vuestras orejas se ve esta verdad bien clara, y habeis andado descuidada en no cerrar y disimular esos agujeros con alguna cera encarnada, que pudiera ser que otro tan curioso como yo y no tan honrado, sacara á luz lo que vos tan mal habeis sabido encubrir: digo que no dudeis de decirme quién sois, con presupuesto que os ofrezco mi ayuda, y os aseguro el secreto que quisiéredes que tenga.
Con grande atencion estaba el mancebo escuchando lo que Teodoro le decia, y viendo que ya callaba, ántes que le respondiese palabra, le tomó las manos, y llegándoselas á la boca, se las besó por fuerza, y aun se las bañó con gran cantidad de lágrimas que de sus hermosos ojos derramaba, cuyo estraño sentimiento le causó en Teodoro de manera, que no pudo dejar de acompañarle en ellas (propia y natural condicion de mujeres principales enternecerse de los sentimientos y trabajos ajenos); pero despues que con dificultad retiró sus manos de la boca del mancebo, estuvo atenta á ver lo que le respondia, el cual dando un profundo gemido, acompañado de muchos suspiros, dijo:
—No quiero ni puedo negaros, señor, que vuestra sospecha no haya sido verdadera: mujer soy, y la mas desdichada que echaron al mundo las mujeres; y pues las obras que me habeis hecho y los ofrecimientos que me haceis, me obligan á obedeceros en cuanto me mandáredes, escuchad, que yo os diré quién soy (si ya no os cansa oir ajenas desventuras).
—En ellas viva yo siempre, replicó Teodoro, si no p. 267 llegue el gusto de saberlas á la pena que me darán el ser vuestras, que ya las voy sintiendo como propias mias.
Y tornándole á abrazar, y á hacer nuevos y verdaderos ofrecimientos, el mancebo algo mas sosegado comenzó á decir estas razones.
—En lo que toca á mi patria, la verdad he dicho: en lo que toca á mis padres, no la dije; porque D. Enrique no lo es, sino mi tio, y su hermano D. Sancho mi padre, que yo soy la hija desventurada que vuestro hermano dice que D. Sancho tiene tan celebrada de hermosa, cuyo engaño y desengaño se echa de ver en la ninguna hermosura que tengo: mi nombre es Leocadia: la ocasion de la mudanza de mi traje oiréis ahora. Dos leguas de mi lugar está otro de los mas ricos y nobles de la Andalucía, en el cual vive un principal caballero que trae su origen de los nobles y antiguos Adornos de Génova: este tiene un hijo, que si no es que la fama se adelanta en sus alabanzas, como en las mias, es de los gentiles-hombres que desearse puede. Este pues, así por la vecindad de los lugares, como por ser aficionado al ejercicio de la caza cómo mi padre, algunas veces venia á mi casa, y en ella se estaba cinco ó seis dias, que todos y aun parte de las noches él y mi padre las pasaban en el campo: desta ocasion tomó la fortuna, ó el amor, ó mi poca advertencia la que fué bastante para derribarme de la alteza de mis buenos pensamientos, á la bajeza del estado en que me veo; pues habiendo mirado, mas de aquello que fuera lícito á una recatada doncella, la gentileza y discrecion de Marco Antonio, y considerado la calidad de su linaje y la mucha cantidad de los bienes que llaman de fortuna, que su padre tenia, me pareció que si le alcanzaba por esposo, era toda la felicidad que podia caber en mi deseo: con este pensamiento le comencé á mirar con mas cuidado, y debió de ser sin duda con mas descuido, pues él vino á caer en que yo le miraba; y no quiso ni le fué menester al traidor otra entrada para entrarse en el secreto de mi pecho, y robarme las mejores prendas de mi alma. Mas no sé para qué me pongo á contaros, señor, punto por punto las menudencias de mis amores, pues hacen tan poco al caso, sino deciros de una vez lo que él con muchas de solicitud granjeó conmigo, que fué que habiéndome dado su fe y palabra, debajo de grandes, á mi parecer, firmes y cristianos juramentos de ser mi esposo, me ofrecí á que hiciese de mí todo lo que quisiese; pero aun no bien satisfecha de sus juramentos y palabras, porque no se las llevase el viento, hice que las escribiese en una cédula que él me dió firmada de su nombre, con tantas circunstancias y fuerzas escrita, que me satisfizo. Recebida la cédula, di traza como una noche viniese de su lugar al mio, y entrase p. 268 por las paredes de un jardin á mi aposento, donde sin sobresalto alguno podia coger el fruto que para él solo estaba destinado. Llegóse en fin la noche por mí tan deseada.
Hasta este punto habia estado callando Teodoro, teniendo pendiente el alma de las palabras de Leocadia, que con cada una dellas le traspasaba el alma, especialmente cuando oyó el nombre de Marco Antonio, y vió la peregrina hermosura de Leocadia, y consideró la grandeza de su valor con la de su rara discrecion, que bien lo mostraba en el modo de contar su historia. Mas cuando llegó á decir: llegó la noche por mí tan deseada, estuvo por perder la paciencia, y sin poder hacer otra cosa le salteó la razon, diciendo:
—¿Y bien? así como llegó esa felicísima noche, ¿que hizo? ¿entró por dicha? ¿gozásteisle? ¿confirmó de nuevo la cédula? ¿quedó contento en haber alcanzado de vos lo que decís que era suyo? ¿súpolo vuestro padre, ó en que pararon tan honestos y sabios principios?
—Pararon, dijo Leocadia, en ponerme de la manera que veis, porque no le gocé, ni me gozó, ni vino al concierto señalado.
Respiró con estas razones Teodosia, detuvo los espíritus que poco á poco la iban dejando, estimulados y apretados de la rabiosa pestilencia de los celos, que á mas andar se le iban entrando por los huesos y médulas, para tomar entera posesion de su paciencia; mas no la dejó tan libre, que no volviese á escuchar con sobresalto lo que Leocadia prosiguió, diciendo:
—No solamente no vino, pero de allí á ocho dias supe por nueva cierta que se habia ausentado de su pueblo y llevado de casa de sus padres á una doncella de su lugar, hija de un principal caballero, llamada Teodosia, doncella de estremada hermosura y de rara discrecion; y por ser de tan nobles padres, se supo en mi pueblo el robo, y luego llegó á mis oidos, y con él la fria y temida lanza de los celos que me pasó el corazon, y me abrasó el alma en fuego tal, que en él se hizo ceniza mi honra y se consumió mi crédito, se secó mi paciencia y se acabó mi cordura: ¡Ay de mí, desdichada! que luego se me figuró en la imaginacion Teodosia mas hermosa que el sol, y mas discreta que la discrecion misma, y sobre todo mas venturosa que yo sin ventura. Leí luego las razones de la cédula, vilas firmes y valederas, y que no podian faltar en la fe que publicaban; y aunque á ellas como á cosa sagrada se acogiera mi esperanza, en cayendo en la cuenta de la sospechosa compañía que Marco Antonio llevaba consigo, daba con todas ellas en el suelo: maltraté mi rostro, arranqué mis cabellos, maldije mi suerte, y lo que mas sentia era no poder hacer estos sacrificios á todas horas, por la forzosa presencia de mi padre: en fin, por acabar de quejarme sin impedimento ó por acabar la vida, que es lo mas cierto, deter p. 269 miné dejar la casa de mi padre; y como para poner por obra un mal pensamiento parece que la ocasion facilita y allana todos los inconvenientes, sin temor alguno hurté á un paje de mi padre sus vestidos, y á mi padre mucha cantidad de dineros, y una noche, cubierta con su negra capa, salí de casa, y á pié caminé algunas leguas, y llegué á un lugar que se llama Osuna, y acomodándome en un carro, de allí á dos dias entré en Sevilla, que fué haber entrado en la seguridad posible para no ser hallada, aunque me buscasen: allí compré otros vestidos y una mula, y con unos caballeros que venian á Barcelona con priesa por no perder la comodidad de unas galeras que pasaban á Italia, caminé hasta ayer, que me sucedió lo que ya habréis sabido de los bandoleros que me quitaron cuanto traia, y entre otras cosas la joya que sustentaba mi salud y aliviaba la carga de mis trabajos, que fué la cédula de Marco Antonio, que pensaba con ella pasar á Italia, y hallando Marco Antonio presentársela por testigo de su poca fe, y á mí por abono de mi mucha firmeza, y hacer de suerte que me cumpliese la promesa; pero juntamente con esto he considerado que con facilidad negará las palabras que en un papel están escritas, el que niega las obligaciones que debian estar grabadas en el alma: que claro está, que si él tiene en su compañía á la sin par Teodosia, no ha de querer mirar á la desdichada Leocadia: aunque con todo esto pienso morir, ó ponerme en la presencia de los dos, para que mi vista los turbe su sosiego: no piense aquella enemiga de mi descanso gozar tan á poca costa lo que es mio: yo la buscaré, yo la hallaré y yo la quitaré la vida, si puedo.
—¿Pues qué culpa tiene Teodosia, dijo Teodoro, si ella quizá tambien fué engañada de Marco Antonio, como vos, señora Leocadia, lo habeis sido?
—¿Puede ser eso así, dijo Leocadia, si se la llevó consigo? Y estando juntos los que bien se quieren, ¿qué engaño puede haber? Ninguno por cierto: ellos están contentos, pues están juntos, ora estén como suele decirse en los remotos y abrasados desiertos de Libia, ó en los solos y apartados de la helada Escitia: ella le goza sin duda, sea donde fuere, y ella sola ha de pagar lo que he sentido hasta que le halle.
—Podia ser que os engañásedes, replicó Teodosia, que yo conozco muy bien á esa enemiga vuestra que decís, y sé de su condicion y recogimiento que nunca ella se aventuraria á dejar la casa de sus padres ni acudir á la voluntad de Marco Antonio: y cuando lo hubiese hecho, no conociéndoos, ni sabiendo cosa alguna de lo que con él teníades, no os agravió en nada, y donde no hay agravio, no viene bien la venganza.
—Del recogimiento, dijo Leocadia, no hay que tratarme, que tan recosida y tan honesta era yo como cuantas doncellas hallarse p. 270 pudieran, y con todo eso hice lo que habeis oido: de que él la llevase, no hay duda; y de que ella no me haya agraviado, mirándolo sin pasion, yo lo confieso; mas el dolor que siento de los celos, me la representa en la memoria, bien así como espada que atravesada tengo por mitad de las entrañas, y no es mucho que como á instrumento que tanto me lastima, le procure arrancar dellas y hacerle pedazos: cuanto mas, que prudencia es apartar de nosotros las cosas que nos dañan, y es natural cosa aborrecer las que nos hacen mal y aquellas que nos estorban el bien.
—Sea como vos decís, señora Leocadia, respondió Teodosia, que así como veo que la pasion que sentís no os deja hacer mas acertados discursos, veo que no estais en tiempo de admitir consejos saludables: de mí os sé decir lo que ya os he dicho, que os he de ayudar y favorecer en todo aquello que fuere justo y yo pudiere; y lo mismo os prometo de mi hermano, que su natural condicion y nobleza no le dejarán hacer otra cosa: nuestro camino es á Italia; si gustáredes venir con nosotros, ya poco mas ó ménos sabeis el trato de nuestra compañía: lo que os ruego es, me deis licencia que diga á mi hermano lo que sé de vuestra hacienda, para que os trate con el comedimiento y respeto que se os debe, y para que se obligue á mirar por vos como es razon: junto con esto me parece no ser bien que mudeis de traje; y si en este pueblo hay comodidad de vestiros, por la mañana os compraré los vestidos mejores que hubiere, y que mas os convengan, y en lo demas de vuestras pretensiones, dejad el cuidado al tiempo, que es gran maestro de dar y hallar remedio á los casos mas desesperados.
Agradeció Leocadia á Teodosia, que ella pensaba ser Teodoro, sus muchos ofrecimientos, y dióle licencia de decir á su hermano todo lo que quisiese, suplicándole que no la desamparase, pues veia á cuántos peligros estaba puesta, si por mujer fuese conocida.
Con esto se despidieron y se fueron á acostar, Teodosia al aposento de su hermano, y Leocadia á otro que junto dél estaba.
No se habia aun dormido D. Rafael, esperando á su hermana por saber lo que le habia pasado con el que pensaba ser mujer; y en entrando, ántes que se acostase, se lo preguntó: la cual punto por punto le contó todo cuanto Leocadia le habia dicho, cúya hija era, sus amores, la cédula de Marco Antonio, y la intencion que llevaba. Admiróse D. Rafael, y dijo á su hermana:
—Si ella es la que dice, séos decir, hermana, que es de las mas principales de su lugar, y una de las mas nobles señoras de toda la Andalucía: su padre es bien conocido del nuestro, y la fama que ella tenia de hermosa corresponde muy bien á lo que ahora vemos en su rostro; y lo que desto me parece es que debemos andar con p. 271 recato, de manera, que ella no hable primero con Marco Antonio que nosotros, que me da algun cuidado la cédula que dice que le hizo, puesto que la haya perdido; pero sosegáos y acostáos, hermana, que para todo se buscará remedio.
Hizo Teodosia lo que su hermano la mandaba, en cuanto al acostarse, mas en lo de sosegarse no fué en su mano, que ya tenia tomada posesion de su alma la rabiosa enfermedad de los celos. ¡Oh cuánto mas de lo que ella era se le representaba en la imaginacion la hermosura de Leocadia, y la deslealtad de Marco Antonio! ¡Oh cuántas veces leia ó fingia leer la cédula que la habia dado! ¡Qué de palabras y razones la añadia, que la hacian cierta y de mucho efecto! ¡Cuántas veces no creyó que se le habia perdido, y cuántas imaginó que sin ella Marco Antonio no dejara de cumplir su promesa, sin acordarse de lo que á ella estaba obligado!
Pasósele en esto la mayor parte de la noche sin dormir sueño. Y no la pasó con mas descanso D. Rafael su hermano; porque así como oyó decir quién era Leocadia, así se le abrasó el corazon en sus amores, como si de mucho ántes para el mismo efeto la hubiera comunicado; que esta fuerza tiene la hermosura, que en un punto, en un momento lleva tras sí el deseo de quien la mira y la conoce: y cuando descubre ó promete alguna via de alcanzarse y gozarse, enciende con poderosa vehemencia el alma de quien la contempla, bien así del modo y facilidad con que se enciende la seca y dispuesta pólvora con cualquiera centella que la toca.
No la imaginaba atada al árbol, ni vestida en el roto traje de varon, sino en el suyo de mujer, y en casa de sus padres, ricos y de tan principal y rico linaje como ellos eran: no detenia ni queria detener el pensamiento en la causa que la habia traido á que la conociese: deseaba que el dia llegase para proseguir su jornada, y buscar á Marco Antonio, no tanto para hacerle su cuñado, como para estorbar que no fuese marido de Leocadia; y ya le tenian el amor y el celo de manera, que tomara por buen partido ver á su hermana sin el remedio que le procuraba, y á Marco Antonio sin vida á trueco de no verse sin esperanza de alcanzar á Leocadia: la cual esperanza ya le iba prometiendo felice suceso en su deseo, ó ya por el camino de la fuerza, ó por el de los regalos y buenas obras, pues para todo le daba lugar el tiempo y la ocasion.
Con esto que él á sí mismo se prometia, se sosegó algun tanto, y de allí á poco se dejó venir el dia, y ellos dejaron las camas, y llamando D. Rafael al huésped le preguntó si habia comodidad en aquel pueblo para vestir á un paje á quien los bandoleros habian desnudado. El huésped dijo que él tenia un vestido razonable que vender: trújole, y vínole bien á Leocadia. Pagóle D. Rafael, y ella se le vistió, y se p. 272 ciñó una espada y una daga con tanto donaire y brio, que en aquel mismo traje suspendió los sentidos de D. Rafael, y dobló los celos en Teodosia. Ensilló Calvete, y á las ocho del dia partieron para Barcelona, sin querer subir por entónces al famoso monasterio de Monserrate, dejándolo para cuando Dios fuese servido de volverlos con mas sosiego á su patria.
No se podrá contar buenamente los pensamientos que los dos hermanos llevaban, ni con cuán diferentes ánimos los dos iban mirando á Leocadia, deseándola Teodosia la muerte, D. Rafael la vida, entrambos celosos y apasionados: Teodosia buscando tachas que ponerla, por no desmayar en su esperanza; D. Rafael hallándole perfecciones, que de punto en punto le obligaban mas á amarla. Con todo esto no se descuidaron de darse priesa, de modo que llegaron á Barcelona poco ántes que el sol se pusiese.
Admiróles el hermoso sitio de la ciudad, y la estimaron por flor de las bellas ciudades del mundo, honra de España, temor y espanto de los circunvecinos y apartados enemigos, regalo y delicia de sus moradores, amparo de los estranjeros, escuela de la caballería, ejemplo de lealtad, y satisfacion de todo aquello que de una grande, famosa, rica y bien fundada ciudad puede pedir un discreto y curioso deseo.
En entrando en ella, oyeron grandísimo ruido, y vieron correr gran tropel de gente con grande alboroto, y preguntando la causa de aquel ruido y movimiento, les respondieron que la gente de las galeras que estaba en la playa, se habia revuelto y trabado con la de la ciudad. Oyendo lo cual D. Rafael, quiso ir á ver lo que pasaba, aunque Calvete le dijo que no lo hiciese, por no ser cordura irse á meter en un manifiesto peligro, que él sabia bien cuán mal libraban los que en tales pendencias se metian, que eran ordinarias en aquella ciudad, cuando á ella llegaban galeras. No fué bastante el buen consejo de Calvete para estorbar á D. Rafael la ida, y así le siguieron todos: y en llegando á la marina, vieron muchas espadas fuera de las vainas, y mucha gente acuchillándose sin piedad alguna: con todo esto, sin apearse llegaron tan cerca, que distintamente veian los rostros de los que peleaban, porque aun no era puesto el sol.
Era infinita la gente que de la ciudad acudia, y mucha la que de las galeras se desembarcaba, puesto que el que las traia á cargo, que era un caballero valenciano, llamado D. Pedro Vique, desde la popa de la galera capitana amenazaba á los que se habian embarcado en los esquifes para ir á socorrer á los suyos; mas viendo que no aprovechaban sus voces ni sus amenazas, hizo volver las proas de las galeras á la ciudad, y disparar una pieza sin bala, señal de que si no se apartasen, otra no iria sin ella.
En esto estaba D. Rafael atentamente mirando la cruel p. 273 y bien trabada riña, y vió y notó que de parte de los que mas se señalaban de las galeras, lo hacia gallardamente un mancebo de hasta veintidos ó poco mas años, vestido de verde, con un sombrero de la misma color adornado con un rico trencillo al parecer de diamantes: la destreza con que el mozo se combatia, y la bizarría del vestido, hacian que volviesen á mirarle todos cuantos la pendencia miraban; y de tal manera le miraron los ojos de Teodosia y de Leocadia, que ambas á un mismo punto y tiempo dijeron:
—¡Válame Dios! Ó yo no tengo ojos, ó aquel de lo verde es Marco Antonio.
Y en diciendo esto, con gran lijereza saltaron de las mulas, y poniendo mano á sus dagas y espadas, sin temor alguno se entraron por mitad de la turba, y se pusieron la una á un lado, y la otra al otro de Marco Antonio (que él era el mancebo de lo verde que se ha dicho).
—No temais, dijo así como llegó Leocadia, señor Marco Antonio, que á vuestro lado teneis quien os hará escudo con su propia vida, por defender la vuestra.
—¿Quién lo duda, replicó Teodosia, estando yo aquí?
D. Rafael que vió y oyó lo que pasaba, las siguió asimismo, y se puso de su parte. Marco Antonio ocupado en ofender y defenderse, no advirtió en las razones que las dos le dijeron: ántes cebado en la pelea, hacia cosas al parecer increibles. Pero como la gente de la ciudad por momentos crecia, fuéles forzoso á los de las galeras retirarse hasta meterse en el agua. Retirábase Marco Antonio de mala gana, y á su mismo compas se iban retirando á sus lados las dos valientes y nuevas Bradamante y Marfisa, ó Hipólita y Pantasilea.
En esto vino un caballero catalan de la famosa familia de los Cardonas, sobre un poderoso caballo, y poniéndose en medio de las dos partes, hacia retirar los de la ciudad, los cuales le tuvieron respeto en conociéndole. Pero algunos desde léjos tiraban piedras á los que ya se iban acogiendo al agua; y quiso la mala suerte que una acertase en la sien á Marco Antonio con tanta furia, que dió con él en el agua, que ya le daba á la rodilla; y apénas Leocadia le vió caido, cuando se abrazó con él y le sostuvo en sus brazos, y lo mismo hizo Teodosia. Estaba D. Rafael un poco desviado, defendiéndose de las infinitas piedras que sobre él llovian; y queriendo acudir al remedio de su dama, y al de su hermana y cuñado, el caballero catalan se le puso delante, diciéndole:
—Sosegáos, señor, por lo que debeis á un buen soldado, y hacedme merced de poneros á mi lado, que yo os libraré de la insolencia y demasía deste desmandado vulgo.
—¡Ah señor! respondió D. Rafael, dejadme pasar, que veo en gran peligro puestas las cosas que en esta vida mas quiero.
Dejóle pasar el caballero, mas no llegó tan á tiempo, que ya no hubiesen recogido en el esquife de la p. 274 galera capitana á Marco Antonio y á Leocadia, que jamas le dejó de los brazos, y queriéndose embarcar con ellos Teodosia, ó ya fuese por estar cansada, ó por la pena de haber visto herido á Marco Antonio, ó por ver que se iba con él su mayor enemiga, no tuvo fuerza para subir en el esquife, y sin duda cayera desmayada en el agua, si su hermano no llegara á tiempo de socorrerla, el cual no sintió menor pena de ver que con Marco Antonio se iba Leocadia, que su hermana habia sentido (que ya tambien él habia conocido á Marco Antonio). El caballero catalan, aficionado de la gentil presencia de D. Rafael y de su hermana (que por hombre tenia), los llamó desde la orilla, y les rogó que con él se viniesen; y ellos forzados de la necesidad, y temerosos de que la gente, que aun no estaba pacífica, les hiciese algun agravio, hubieron de aceptar la oferta que se les hacia.
El caballero se apeó, y tomándolos á su lado, con la espada desnuda pasó por medio de la turba alborotada, rogándoles que se retirasen, y así lo hicieron. Miró D. Rafael á todas partes por ver si veria á Calvete con las mulas, y no le vió á causa que él así como ellos se apearon, las antecogió y se fué á un meson donde solia posar otras veces.
Llegó el caballero á su casa, que era una de las principales de la ciudad, y preguntando á D. Rafael en cuál galera venia, le respondió que en ninguna, pues habia llegado á la ciudad al mismo punto que se comenzaba la pendencia, y que por haber conocido en ella al caballero que llevaron herido de la pedrada en el esquife, se habia puesto en aquel peligro, y que le suplicaba diese órden como sacasen á tierra al herido, que en ello le importaba el contento y la vida.
—Eso haré yo de buena gana, dijo el caballero, y sé que me le dará seguramente el general, que es principal caballero y pariente mio.
Y sin detenerse mas, volvió á la galera, y halló que estaban curando á Marco Antonio, y la herida que tenia era peligrosa, por ser en la sien izquierda y decir el cirujano ser de peligro: alcanzó con el general se le diese para curarle en tierra, y puesto con gran tiento en el esquife, le sacaron, sin quererle dejar Leocadia, que se embarcó con él como en seguimiento del norte de su esperanza. En llegando á tierra, hizo el caballero traer de su casa una silla de manos, donde le llevasen. En tanto que esto pasaba, habia enviado D. Rafael á buscar á Calvete, que en el meson estaba con cuidado de saber lo que la suerte habia hecho de sus amos, y cuando supo que estaban buenos, se alegró en estremo, y vino adonde D. Rafael estaba.
En esto llegaron el señor de la casa, Marco Antonio y Leocadia, y á todos alojó en ella con mucho amor y magni p. 275 ficencia: ordenó luego como se llamase un cirujano famoso de la ciudad para que de nuevo curase á Marco Antonio: vino, pero no quiso curarle hasta otro dia, diciendo que siempre los cirujanos de los ejércitos y armadas eran muy esperimentados, por los muchos heridos que á cada paso tenian entre las manos, y así no convenia curarle hasta otro dia: lo que ordenó fué le pusiesen en un aposento abrigado, donde le dejasen sosegar.
Llegó en aquel instante el cirujano de las galeras, y dió cuenta al de la ciudad de la herida, y de cómo le habia curado, y del peligro que de la vida á su parecer tenia el herido; con lo cual se acabó de enterar el de la ciudad, que estaba bien curado; y ansimismo (segun la relacion que se le habia hecho) exageró el peligro de Marco Antonio.
Oyeron esto Leocadia y Teodosia con aquel sentimiento que si oyeran la sentencia de su muerte; mas por no dar muestras de su dolor, le reprimieron y callaron, y Leocadia determinó de hacer lo que le pareció convenir para satisfacion de su honra: y fué que así como se fueron los cirujanos, se entró en el aposento de Marco Antonio, y delante del señor de la casa, de D. Rafael, Teodosia y de otras personas, se llegó á la cabecera del herido, y asiéndole de la mano, le dijo estas razones:
—No estais en tiempo, señor Marco Antonio Adorno, en que se puedan ni deban gastar con vos muchas palabras; y así solo querria que me oyésedes algunas que convienen, si no para la salud de vuestro cuerpo, convendrán para la de vuestra alma, y para decíroslas es menester que me deis licencia, y me advirtais si estais con sujeto de escucharme: que no seria razon, que habiendo yo procurado desde el punto que os conocí, no salir de vuestro gusto, en este instante que le tengo por el postrero, seros causa de pesadumbre.
Á estas razones abrió Marco Antonio los ojos, y los puso atentamente en Leocadia, y habiéndola casi conocido, mas por el órgano de la voz, que por la vista, con voz debilitada y doliente le dijo:
—Decid, señor, lo que quisiéredes, que no estoy tan al cabo que no pueda escucharos, ni esa voz me es tan desagradable, que me cause fastidio el oirla.
Atentísima estaba á todo este coloquio Teodosia, y cada palabra que Leocadia decia, era una aguda saeta que le atravesaba el corazon, y aun el alma de D. Rafael, que asimismo la escuchaba. Y prosiguiendo Leocadia, dijo:
—Si el golpe de la cabeza, ó por mejor decir, el que á mí me han dado en el alma, no os ha llevado, señor Marco Antonio, de la memoria la imágen de aquella, que poco tiempo ha que vos decíades ser vuestra gloria y vuestro cielo, bien os debeis acordar quién fué Leocadia, y cuál fué la palabra que le distes firmada en una cédula de vuestra mano p. 276 y letra, ni se os habrá olvidado el valor de sus padres, la entereza de su recato y honestidad, y la obligacion en que le estais, por haber acudido á vuestro gusto en todo lo que quisistes: si esto no se os ha olvidado, aunque me veais en este traje tan diferente, conoceréis con facilidad que yo soy Leocadia, que temerosa que nuevos accidentes y nuevas ocasiones no me quitasen lo que tan justamente es mio, así como supe que de vuestro lugar os habíades partido, atropellando por infinitos inconvenientes, determiné seguiros en este hábito, con intencion de buscaros por todas las partes de la tierra hasta hallaros: de lo cual no os debeis maravillar, si es que alguna vez habeis sentido hasta dónde llegan las fuerzas de un amor verdadero, y la rabia de una mujer engañada. Algunos trabajos he pasado en esta mi demanda, todos los cuales los juzgo y tengo por descanso, con el descuento que han traido de veros; que puesto que esteis de la manera que estais, si fuere Dios servido de llevaros desta á mejor vida, con hacer lo que debeis á quien sois ántes de la partida, me juzgaré por mas que dichosa, prometiéndoos, como os prometo, de darme tal vida despues de vuestra muerte, que bien poco tiempo se pase sin que os siga en esta última y forzosa jornada: y así os ruego primeramente por Dios, á quien mis deseos y intentos van encaminados, y luego por vos, que debeis mucho á ser quien sois, últimamente por mí, á quien debeis mas que á otra persona del mundo, que aquí luego me recibais por vuestra legítima esposa, no permitiendo haga la justicia lo que con tantas veras y obligaciones la razon os persuade.
No dijo mas Leocadia, y todos los que en la sala estaban guardaron un maravilloso silencio en tanto que estuvo hablando, y con el mismo silencio esperaban la respuesta de Marco Antonio, que fué esta:
—No puedo negar, señora, el conoceros, y que vuestra voz y vuestro rostro no consentirán que lo niegue: tampoco puedo negar lo mucho que os debo, ni el gran valor de vuestros padres junto con vuestra incomparable honestidad y recogimiento; ni os tengo ni os tendré en ménos por lo que habeis hecho en venirme á buscar en traje tan diferente del vuestro; ántes por esto os estimo y estimaré en el mayor grado que ser pueda; pero pues mi corta suerte me ha traido á término, como vos decís, que creo que será el postrero de mi vida, y son los semejantes trances los apuraderos de las verdades, quiero deciros una verdad, que si no os fuere ahora de gusto, podria ser que despues os fuese de provecho. Confieso, hermosa Leocadia, que os quise bien y que me quisistes, y juntamente con esto confieso que la cédula que os hice, fué mas por cumplir con vuestro deseo que con el mio; porque ántes que la firmase, p. 277 con muchos dias, tenia entregada mi voluntad y mi alma á otra doncella de mi mismo lugar, que vos bien conoceis, llamada Teodosia, hija de tan nobles padres como los vuestros; y si á vos os di cédula firmada de mi mano, á ella le di la mano firmada y acreditada con tales obras y testigos, que quedé imposibilitado de dar mi libertad á otra persona en el mundo. Los amores que con vos tuve fueron de pasatiempo, sin que dellos alcanzase otra cosa sino las flores que vos sabeis, las cuales no os ofendieron, ni pueden ofender en cosa alguna: lo que con Teodosia me pasó, fué alcanzar el fruto que ella pudo darme, y yo quise que me diese, con fe y seguro de ser su esposo, como lo soy; y si á ella y á vos os dejé en un mismo tiempo, á vos suspensa y engañada, y á ella temerosa y á su parecer sin honra, hícelo con poco discurso y con juicio de mozo, como lo soy, creyendo que todas aquellas cosas eran de poca importancia, y que las podia hacer sin escrúpulo alguno, con otros pensamientos que entónces me vinieron y solicitaron lo que queria hacer, que fué venirme á Italia, y emplear en ella algunos de los años de mi juventud, y despues volver á ver lo que Dios habia hecho de vos y de mi verdadera esposa; mas doliéndose de mí el cielo, sin duda creo que ha permitido ponerme de la manera que me veis, para que confesando estas verdades, nacidas de mis muchas culpas, pague en esta vida lo que debo, y vos quedeis desengañada y libre para hacer lo que mejor os pareciere; y si en algun tiempo Teodosia supiere mi muerte, sabrá de vos y de los que están presentes, como en la muerte le cumplí la palabra que le di en la vida; y si en el poco tiempo que della me queda, señora Leocadia, os puedo servir en algo, decídmelo, que como no sea recebiros por esposa, pues no puedo, ninguna otra cosa dejaré de hacer que á mí sea posible, por daros gusto.
En tanto que Marco Antonio decia estas razones, tenia la cabeza sobre el codo, y en acabándolas dejó caer el brazo, dando muestras que se desmayaba. Acudió luego D. Rafael, y abrazándole estrechamente, le dijo:
—Volved en vos, señor mio, y abrazad á vuestro amigo y á vuestro hermano, pues vos quereis que lo sea: conoced á D. Rafael, vuestro camarada, que será el verdadero testigo de vuestra voluntad, y de la merced que á su hermana quereis hacer con admitirla por vuestra.
Volvió en sí Marco Antonio, y al momento conoció á D. Rafael, y abrazándole estrechamente y besándole en el rostro, le dijo:
—Ahora digo, hermano y señor mio, que la suma alegría que he recebido en veros, no puede traer ménos descuento que un pesar grandísimo, pues se dice que tras el gusto se sigue la tristeza; pero yo daré por bien empleada p. 278 cualquiera que me viniere, á trueco de haber gustado del contento de veros.
—Pues yo os le quiero hacer mas cumplido, replicó D. Rafael, con presentaros esta joya, que es vuestra amada esposa.
Y buscando á Teodosia la halló llorando detras de toda la gente, suspensa y atónita entre el pesar y la alegría por lo que veia, y por lo que habia oido decir. Asióla su hermano de la mano, y ella sin hacer resistencia se dejó llevar donde él quiso, que fué ante Marco Antonio, que la conoció y se abrazó con ella, llorando los dos tiernas y amorosas lágrimas.
Admirados quedaron cuantos en la sala estaban, viendo tan estraño acontecimiento: mirábanse unos á otros, sin hablar palabra, esperando en qué habian de parar aquellas cosas. Mas la desengañada y sin ventura Leocadia, que vió por sus ojos lo que Marco Antonio hacia, y vió al que pensaba ser hermano de D. Rafael en brazos del que tenia por su esposo, viendo junto con esto burlados sus deseos y perdidas sus esperanzas, se hurtó de los ojos de todos (que atentos estaban mirando lo que el enfermo hacia con el paje que abrazado tenia), y se salió de la sala ó aposento, y en un instante se puso en la calle con intencion de irse desesperada por el mundo, ó adonde gentes no la viesen; mas apénas habia llegado á la calle, cuando D. Rafael la echó ménos, y como si le faltara el alma, preguntó por ella, y nadie le supo dar razon dónde se habia ido; y así sin esperar mas, desesperado salió á buscarla, y acudió adonde le dijeron que posaba Calvete, por si habia ido allá á procurar alguna cabalgadura en que irse; y no hallándola allí, andaba como loco por las calles, buscándola de unas partes á otras; y pensando si por ventura se habia vuelto á las galeras, llegó á la marina, y un poco ántes que llegase, oyó que á grandes voces llamaban desde tierra el esquife de la capitana, y conoció que quien las daba era la hermosa Leocadia, la cual recelosa de algun desman, sintiendo pasos á sus espaldas, empuñó la espada, y esperó apercebida que llegase D. Rafael, á quien ella luego conoció, y le pesó de que la hubiese hallado, y mas en parte tan sola, que ya ella habia entendido, por mas de una muestra que D. Rafael le habia dado, que no la queria mal, sino tan bien que tomara por buen partido que Marco Antonio la quisiera otro tanto.
¿Con qué razones podré yo decir ahora las que D. Rafael dijo á Leocadia, declarándole su alma, que fueron tantas y tales, que no me atrevo á escribirlas? Mas pues es forzoso decir algunas, las que entre otras le dijo, fueron estas:
—Si con la ventura que me falta, me faltase ahora ¡oh hermosa Leocadia! el atrevimiento de descubriros los secretos de mi alma, quedaria enterrada en los senos del perpetuo olvido la mas p. 279 enamorada y honesta voluntad, que ha nacido ni puede nacer en un enamorado pecho. Pero por no hacer este agravio á mi justo deseo, véngame lo que viniere, quiero, señora, que advirtais, si es que os da lugar vuestro arrebatado pensamiento, que en ninguna cosa se me aventaja Marco Antonio, sino es en el bien de ser de vos querido: mi linaje es tan bueno como el suyo, y en los bienes que llaman de fortuna, no me hace mucha ventaja; en los de naturaleza no conviene que me alabe, y mas si á los ojos vuestros no son de estima: todo esto digo, apasionada señora, porque tomeis el remedio y el medio que la suerte os ofrece en el estremo de vuestra desgracia: ya veis que Marco Antonio no puede ser vuestro, porque el cielo le hizo de mi hermana, y el mismo cielo, que hoy os ha quitado á Marco Antonio, os quiere hacer recompensa conmigo, que no deseo otro bien en esta vida que entregarme por esposo vuestro: mirad que el buen suceso está llamando á las puertas que hasta ahora habeis tenido del malo, y no penseis que el atrevimiento que habeis mostrado en buscar á Marco Antonio, ha de ser parte para que no os estime y tenga en lo que mereciérades, si nunca le hubiérades tenido, que en la hora que quiero y determino igualarme con vos, eligiéndoos por perpetua señora mia, en aquella misma se me ha de olvidar, y ya se me ha olvidado todo cuanto en esto he sabido y visto; que bien sé que las fuerzas que á mí me han forzado á que tan de rondon y á rienda suelta me disponga á adoraros y á entregarme por vuestro, estas mismas os han traido á vos al estado en que estais, y así no habrá necesidad de buscar disculpa, donde no ha habido yerro alguno.
Callando estuvo Leocadia á todo cuanto D. Rafael le dijo, sino que de cuando en cuando daba unos profundos suspiros, salidos de lo íntimo de sus entrañas: tuvo atrevimiento D. Rafael de tomarle una mano, y ella no tuvo esfuerzo para estorbárselo, y allí besándosela muchas veces, le decia:
—Acabad, señora de mi alma, de serlo del todo á vista destos estrellados cielos que nos cubren, y deste sosegado mar que nos escucha, y destas bañadas arenas que nos sustentan: dadme ya el sí, que sin duda conviene tanto á vuestra honra, como á mi contento: vuélvoos á decir que soy caballero, como vos sabeis, y rico, y que os quiero bien, que es lo que mas habeis de estimar, y que en cambio de hallaros sola y en traje que desdice mucho del de vuestra honra, léjos de la casa de vuestros padres y parientes, sin persona que os acuda á lo que menester hubiéredes, y sin esperanza de alcanzar lo que buscábades, podeis volver á vuestra patria en vuestro propio, honrado y verdadero traje, acompañada de tan buen esposo como el que vos supistes escogeros; rica, contenta, estimada y servida, y aun loada de p. 280 todos aquellos á cuya noticia llegaren los sucesos de vuestra historia: si esto es así, como lo es, no sé en qué estais dudando: acabad (que otra vez os lo digo) de levantarme del suelo de mi miseria al cielo de mereceros, que en ello haréis por vos misma, y cumpliréis con las leyes de la cortesía y del buen conocimiento, mostrándoos en un mismo punto agradecida y discreta.
—Ea pues, dijo á esta sazon la dudosa Leocadia, pues así lo ha ordenado el cielo, y no es en mi mano ni en la de viviente alguno oponerse á lo que él determinado tiene, hágase lo que él quiere y vos quereis, señor mio; y sabe el mismo cielo con la vergüenza que vengo á condescender con vuestra voluntad, no porque no entienda lo mucho que en obedeceros gano, sino porque temo que en cumpliendo vuestro gusto me habeis de mirar con otros ojos de los que quizá hasta agora, mirándome, os han engañado; mas sea como fuere, que en fin el nombre de ser mujer legítima de D. Rafael de Villavicencio no le podré perder, y con este título solo viviré contenta; y si las costumbres que en mí viéredes, despues de ser vuestra, fueren parte para que me estimeis en algo, daré al cielo las gracias de haberme traido por tan estraños rodeos y por tantos males á los bienes de ser vuestra: dadme, señor D. Rafael, la mano de ser mio, y veis aquí os la doy de ser vuestra, y sirvan de testigos los que vos decís, el cielo, la mar, las arenas y este silencio, solo interrumpido de mis suspiros y de vuestros ruegos.
Diciendo esto se dejó abrazar, y le dió la mano, y D. Rafael le dió la suya, celebrando el nocturno y nuevo desposorio solas las lágrimas que el contento, á pesar de la pasada tristeza, sacaba de sus ojos. Luego se volvieron á casa del caballero, que estaba con grandísima pena de su falta, y la misma tenian Marco Antonio y Teodosia: los cuales ya por mano de clérigo estaban desposados, que á persuasion de Teodosia (temerosa que algun contrario accidente no le turbase el bien que habia hallado) el caballero envió luego por quien los desposase, de modo que cuando D. Rafael y Leocadia entraron, y D. Rafael contó lo que con Leocadia le habia sucedido, ansí les aumentó el gozo, como si ellos fueran sus cercanos parientes; que es condicion natural y propia de la nobleza catalana saber ser amigos, y favorecer á los estranjeros que dellos tienen necesidad alguna.
El sacerdote que presente estaba ordenó que Leocadia mudase el hábito, y se vistiese en el suyo; y el caballero acudió á ello con presteza, vistiendo á las dos de dos ricos vestidos de su mujer, que era una principal señora, del linaje de los Granolleques, famoso y antiguo en aquel reino. Avisó al cirujano, quien por caridad se dolia del herido, cómo hablaba mucho, y no le dejaban solo, el cual vino y ordenó lo pri p. 281 mero que le dejasen en silencio. Pero Dios, que así lo tenia ordenado, tomando por medio é instrumento de sus obras (cuando á nuestros ojos quiere hacer alguna maravilla) lo que la misma naturaleza no alcanza, ordenó que el alegría y poco silencio que Marco Antonio habia guardado, fuese parte para mejorarle, de manera, que otro dia cuando le curaron le hallaron fuera de peligro, y de allí á catorce se levantó tan sano, que sin temor alguno se pudo poner en camino.
Es de saber que en el tiempo que Marco Antonio estuvo en el lecho, hizo voto, si Dios le sanase, de ir en romería á pié á Santiago de Galicia, en cuya promesa le acompañaron D. Rafael, Leocadia y Teodosia, y aun Calvete el mozo de mulas (obra pocas veces usada de los de oficios semejantes); pero la bondad y llaneza que habia conocido en D. Rafael, le obligó á no dejarle hasta que volviese á su tierra; y viendo que habian de ir á pié como peregrinos, envió las mulas á Salamanca con la que era de D. Rafael, que no faltó con quien enviarlas.
Llegóse pues el dia de la partida, y acomodados de sus esclavinas y de todo lo necesario, se despidieron del liberal caballero, que tanto les habia favorecido y agasajado, cuyo nombre era D. Sancho de Cardona, ilustrísimo por sangre, y famoso por su persona: ofreciéronsele todos de guardar perpetuamente ellos y sus descendientes, á quien se lo dejarian mandado, la memoria de las mercedes tan singulares dél recebidas, para agradecellas siquiera, ya que no pudiesen servirles. Don Sancho los abrazó á todos, diciéndoles que de su natural condicion nacia hacer aquellas obras, ó otras que fuesen buenas á todos los que conocia ó imaginaba ser hidalgos castellanos.
Reiteráronse dos veces los abrazos, y con alegría mezclada con algun sentimiento triste se despidieron, y caminando con la comodidad que permitia la delicadeza de las dos nuevas peregrinas, en tres dias llegaron á Monserrate, y estando allí otros tantos, haciendo lo que á buenos y católicos cristianos debian, con el mismo espacio volvieron á su camino, y sin sucederles reves ni desman alguno llegaron á Santiago. Y despues de cumplir su voto con la mayor devocion que pudieron, no quisieron dejar el hábito de peregrinos hasta entrar en sus casas, á las cuales llegaron poco á poco, descansados y contentos; mas ántes que llegasen, estando á vista del lugar de Leocadia (que como se ha dicho era á una legua del de Teodosia), desde encima de un recuesto los descubrieron á entrambos, sin poder encubrir las lágrimas, que el contento de verlos les trujo á los ojos, á lo ménos á las dos desposadas, que con su vista renovaron la memoria de los pasados sucesos.
Descubríase desde la parte donde estaban un ancho valle, que los dos pueblos dividia, en el cual vieron á la sombra p. 282 de un olivo un dispuesto caballero, sobre un poderoso caballo, con una blanquísima adarga en el brazo izquierdo, una gruesa y larga lanza terciada en el derecho; y mirándole con atencion, vieron que asimismo por entre unos olivares venian otros dos caballeros con las mismas armas y con el mismo donaire y apostura, y de allí á poco vieron que se juntaron todos tres, y habiendo estado un pequeño espacio juntos se apartaron, y uno de los que á lo último habian venido se apartó con el que estaba primero debajo del olivo: los cuales, poniendo las espuelas á los caballos, arremetieron el uno al otro, con muestras de ser mortales enemigos, comenzando á tirarse bravos y diestros botes de lanza, ya hurtando los golpes, ya recogiéndolos con tanta destreza, que daban bien á entender ser maestros en aquel ejercicio: el tercero los estaba mirando, sin moverse de un lugar: mas no pudiendo D. Rafael sufrir estar tan léjos, mirando aquella tan reñida y singular batalla, á todo correr bajó del recuesto, siguiéndole su hermana y su esposa, y en poco espacio se puso junto á los dos combatientes, á tiempo que ya los dos caballeros andaban algo heridos; y habiéndosele caido al uno el sombrero, y con él un casco de acero, al volver el rostro conoció D. Rafael ser su padre, y Marco Antonio conoció que el otro era el suyo. Leocadia, que con atencion habia mirado al que no se combatia, conoció que era el padre que la habia engendrado, de cuya vista todos cuatro suspensos, atónitos y fuera de sí quedaron; pero dando el sobresalto lugar al discurso de la razon, los dos cuñados, sin detenerse, se pusieron en medio de los que peleaban, diciendo á voces:
—No mas, caballeros, no mas, que los que esto os piden y suplican son vuestros propios hijos: Yo soy Marco Antonio, padre y señor mio, decia Marco Antonio: yo soy aquel por quien, á lo que imagino, están vuestras canas venerables puestas en este riguroso trance: templad la furia y arrojad la lanza, ó volvedla contra otro enemigo, que el que teneis delante ya de hoy mas ha de ser vuestro hermano.
Casi estas mismas razones decia D. Rafael á su padre, á las cuales se detuvieron los caballeros, y atentamente se pusieron á mirar á los que se las decian, y volviendo la cabeza, vieron que D. Enrique, el padre de Leocadia, se habia apeado, y estaba abrazado con el que pensaban ser peregrino; y era que Leocadia se habia llegado á él, y dándosele á conocer, le rogó que pusiese en paz á los que se combatian, contándole en breves razones, cómo D. Rafael era su esposo, y Marco Antonio lo era de Teodosia.
Oyendo esto su padre, se apeó, y la tenia abrazada, como se ha dicho; pero dejándola, acudió á ponerlos en paz, aunque no fué menester, pues ya los dos habian conocido á sus hijos, y estaban en el suelo, teniéndolos abra p. 283 zados, llorando todos lágrimas de amor y de contento nacidas. Juntáronse todos, y volvieron á mirar á sus hijos, y no sabian qué decirse: atentábanles los cuerpos, por ver si eran fantásticos, que su improvisa llegada esta y otras sospechas engendraba; pero desengañados algun tanto, volvieron á las lágrimas y á los abrazos.
Y en esto asomó por el mismo valle gran cantidad de gente armada, de á pié y de á caballo, los cuales venian á defender al caballero de su lugar; pero como llegaron, y los vieron abrazados de aquellos peregrinos, y preñados los ojos de lágrimas, se apearon y admiraron, estando suspensos, hasta tanto que D. Enrique les dijo brevemente lo que Leocadia su hija les habia contado.
Todos fueron á abrazar á los peregrinos con muestras de contento tales, que no se pueden encarecer. D. Rafael de nuevo contó á todos, con la brevedad que el tiempo requeria, todo el suceso de sus amores, y de cómo venia casado con Leocadia, y su hermana Teodosia con Marco Antonio: nuevas, que de nuevo causaron nueva alegría. Luego de los mismos caballos de la gente que llegó al socorro, tomaron los que hubieron menester para los cinco peregrinos, y acordaron de irse al lugar de Marco Antonio, ofreciéndole su padre de hacer allí las bodas de todos, y con este parecer se partieron; y algunos de los que se habian hallado presentes se adelantaron á pedir albricias á los parientes y amigos de los desposados. En el camino supieron D. Rafael y Marco Antonio la causa de aquella pendencia, que fué que el padre de Teodosia y el de Leocadia habian desafiado al padre de Marco Antonio en razon de que él habia sido sabidor de los engaños de su hijo, y habiendo venido los dos, y hallándole solo, no quisieron combatirse con alguna ventaja, sino uno á uno como caballeros, cuya pendencia parara en la muerte de uno ó en la de entrambos, si ellos no hubieran llegado.
Dieron gracias á Dios los cuatro peregrinos del suceso feliz. Y otro dia, despues que llegaron, con real y espléndida magnificencia y suntuoso gasto, hizo celebrar el padre de Marco Antonio las bodas de su hijo y Teodosia, y las de D. Rafael y Leocadia. Los cuales luengos y felices años vivieron en compañía de sus esposas, dejando de sí ilustre generacion y descendencia, que hasta hoy dura en estos dos lugares, que son de los mejores de la Andalucía; y si no se nombran, es por guardar el decoro á las dos doncellas, á quien quizá las lenguas maldicientes, ó neciamente escrupulosas, les harán cargo de la lijereza de sus deseos, y del súbito mudar de trajes: á los cuales ruego que no se arrojen á vituperar semejantes libertades, hasta que miren en sí, si alguna vez han sido tocados destas que llaman flechas de Cupido, que en efeto es una p. 284 fuerza, si así se puede llamar, incontrastable, que hace el apetito á la razon.
Calvete, el mozo de mulas, se quedó con la que D. Rafael habia enviado á Salamanca, y con otras muchas dádivas que los dos desposados le dieron; y los poetas de aquel tiempo tuvieron ocasion donde emplear sus plumas, exagerando la hermosura y los sucesos de las dos tan atrevidas cuanto honestas doncellas, sujeto principal deste estraño suceso.
p. 285
Don Antonio de Isunza y D. Juan de Gamboa, caballeros principales, de una edad, muy discretos y grandes amigos, siendo estudiantes en Salamanca determinaron de dejar sus estudios por irse á Flándes, llevados del hervor de la sangre moza y del deseo, como decirse suele, de ver mundo, y por parecerles que el ejercicio de las armas, aunque arma y dice bien á todos, principalmente asienta y dice mejor en los bien nacidos y de ilustre sangre.
Llegaron pues á Flándes á tiempo que estaban las cosas en paz, ó en conciertos y tratos de tenerla presto. Recebieron en Ambéres cartas de sus padres, donde les escribieron el grande enojo que habian recebido, por haber dejado sus estudios sin avisárselo, para que hubieran venido con la comodidad que pedia el ser quien eran. Finalmente, conociendo la pesadumbre de sus padres, acordaron de volverse á España, pues no habia que hacer en Flándes; pero ántes de volverse quisieron ver todas las mas famosas ciudades de Italia; y habiéndolas visto todas pararon en Bolonia, y admirados de los estudios de aquella insigne universidad, quisieron en ella proseguir los suyos. Dieron noticia de su intento á sus padres, de que se holgaron infinito, y lo mostraron con proveerles magníficamente, y de modo, que mostrasen en su tratamiento quiénes eran y qué padres tenian: y desde el primero dia que salieron á las escuelas, fueron conocidos de todos por caballeros, galanes, discretos y bien criados.
Tendria D. Antonio hasta veinte y cuatro años, y D. Juan no pasaba de veinte y seis; y adornaban esta buena edad con ser muy gentiles hombres, músicos, poetas, diestros y valientes: partes que los hacian ama p. 286 bles y bien queridos de cuantos los comunicaban.
Tuvieron luego muchos amigos así estudiantes españoles, de los muchos que en aquella universidad cursaban, como de los mismos de la ciudad y de los estranjeros: mostrábanse con todos liberales y comedidos, y muy ajenos de la arrogancia que dicen que suelen tener los españoles; y como eran mozos y alegres, no se disgustaban de tener noticia de las hermosas de la ciudad; y aunque habia muchas señoras doncellas y casadas con gran fama de ser honestas y hermosas, á todas se aventajaba la señora Cornelia Bentibolli, de la antigua y generosa familia de los Bentibollis, que un tiempo fueron señores de Bolonia.
Era Cornelia hermosísima en estremo, y estaba debajo de la guarda y amparo de Lorenzo Bentibolli, su hermano, honradísimo y valiente caballero, huérfanos de padre y madre: que aunque los dejaron solos, los dejaron ricos, y la riqueza es grande alivio de orfandad.
Era el recato de Cornelia tanto, y la solicitud de su hermano tanta en guardarla, que ni ella se dejaba ver, ni su hermano consentia que la viesen. Esta fama traia deseosos á D. Juan y á D. Antonio de vella, aunque fuera en la iglesia; pero el trabajo que en ello pusieron fué en balde, y el deseo, por la imposibilidad cuchillo de la esperanza, fué menguando; y así con solo el amor de sus estudios y el entretenimiento de algunas honestas mocedades, pasaban una vida tan alegre como honrada; pocas veces salian de noche, y si salian, iban juntos y bien armados.
Sucedió pues que habiendo de salir una noche, dijo D. Antonio á D. Juan, que él se queria quedar á rezar ciertas devociones, que se fuese, que luego le seguiria.
—No hay para qué, dijo D. Juan, que yo os aguardaré, y si no saliéremos esta noche, importa poco.
—No, por vida vuestra, replicó D. Antonio, salid á coger el aire, que yo seré luego con vos, si es que vais por donde solemos ir.
—Haced vuestro gusto, dijo D. Juan, quedáos en buenhora, y si saliéredes, las mismas estaciones andaré esta noche que las pasadas.
Fuése D. Juan, y quedóse D. Antonio. Era la noche entre escura, y la hora las once; y habiendo andado dos ó tres calles, y viéndose solo, y que no tenia con quién hablar, determinó volverse á su casa, y poniéndolo en efeto, al pasar por una calle que tenia portales sustentados en mármoles, oyó que de una puerta le ceceaban. La escuridad de la noche, y la que causaban los portales, no le dejaban atinar el ceceo. Detúvose un poco, estuvo atento, y vió entreabrir una puerta: llegóse á ella, y oyó una voz baja, que dijo:
—¿Sois por ventura Fabio?
D. Juan, por sí ó por no, respondió que sí.
—Pues tomad, respondieron de dentro, y ponedlo en cobro, y volved luego, que importa.
Alargó la mano D. Juan, y topó p. 287 un bulto, y queriéndolo tomar, vió que eran menester las dos manos, y así le hubo de asir con entrambas; y apénas se le dejaron en ellas, cuando le cerraron la puerta, y él se halló cargado en la calle, y sin saber de qué. Pero casi luego comenzó á llorar una criatura, al parecer recien nacida, á cuyo lloro quedó D. Juan confuso y suspenso, sin saber qué hacerse, ni qué corte dar en aquel caso; porque en volver á llamar á la puerta, le pareció que podia correr algun peligro cuya era la criatura, y en dejarla allí, la criatura misma; pues el llevarla á su casa, no tenia en ella quien la remediase, ni él conocia en toda la ciudad persona adonde poder llevarla, pero viendo que le habian dicho que la pusiese en cobro, y que volviese luego, determinó de traerla á su casa, y dejarla en poder de una ama que los servia, y volver luego á ver si era menester su favor en alguna cosa, puesto que bien habia visto que le habian tenido por otro, y que habia sido error darle á él la criatura.
Finalmente, sin hacer mas discursos se vino á casa con ella, á tiempo que ya D. Antonio no estaba en ella: entróse en un aposento, y llamó al ama, descubrió la criatura, y vió que era la mas hermosa que jamas hubiese visto: los paños en que venia envuelta mostraban ser de ricos padres nacida: desenvolvióla el ama, y hallaron que era varon.
—Menester es, dijo D. Juan, dar de mamar á este niño, y ha de ser desta manera: que vos, ama, le habeis de quitar estas ricas mantillas, y ponerle otras mas humildes, y sin decir que yo le he traido, le habeis de llevar en casa de una partera, que las tales siempre suelen dar recado y remedio á semejantes necesidades: llevaréis dineros con que la dejeis satisfecha, y daréisle los padres que quisiéredes, para encubrir la verdad de haberlo yo traido.
Respondió el ama que así lo haria, y D. Juan con la priesa que pudo volvió á ver si le ceceaban otra vez; pero un poco ántes que llegase á la casa adonde le habian llamado, oyó gran ruido de espadas, como de mucha gente que se acuchillaba. Estuvo atento y no sintió palabra alguna: la herrería era á la sorda; y á la luz de las centellas que las piedras heridas de las espadas levantaban, casi pudo ver que eran muchos los que á uno solo acometian; confirmóse en esta verdad oyendo decir:
—¡Ah traidores, que sois muchos, y yo solo! pero con todo eso, no os ha de valer vuestra superchería.
Oyendo y viendo lo cual D. Juan, llevado de su valeroso corazon, en dos brincos se puso á su lado, y metiendo mano á la espada, y á un broquel que llevaba, dijo al que se defendia, en lengua italiana por no ser conocido por español:
—No temais, que socorro os ha venido que no os faltará hasta perder la vida; menead los puños, que traidores pueden poco, aunque sean muchos.
Á estas razones res p. 288 pondió uno de los contrarios:
—Mientes, que aquí no hay ningun traidor, que el querer cobrar la honra perdida, á toda demasía da licencia.
No le habló mas palabras, porque no les daba lugar á ello la priesa que se daban á herirse los enemigos, que al parecer de D. Juan debian de ser seis. Apretaron tanto á su compañero, que de dos estocadas que le dieron á un tiempo en los pechos, dieron con él en tierra. D. Juan creyó que le habian muerto, y con lijereza y valor estraño se puso delante de todos, y los hizo arredrar á fuerza de una lluvia de cuchilladas y estocadas; pero no fuera bastante su diligencia para ofender y defender, si no le ayudara la buena suerte con hacer que los vecinos de la calle sacasen lumbres á las ventanas, y á grandes voces llamasen á la justicia; lo cual visto por los contrarios, dejaron la calle y á espaldas vueltas se ausentaron.
Ya en esto se habia levantado el caido, porque las estocadas hallaron un peto como de diamante en que toparon. Habíasele caido á D. Juan el sombrero en la refriega, y buscándole, halló otro, que se puso acaso, sin mirar si era el suyo ó no. El caido se llegó á él, y le dijo:
—Señor caballero, quien quiera que seais, yo confieso que os debo la vida que tengo, la cual con lo que valgo y puedo gastaré á vuestro servicio: hacedme merced de decirme quién sois y vuestro nombre, para que yo sepa á quién tengo de mostrarme agradecido.
Á lo cual respondió D. Juan:
—No quiero ser descortés, ya que soy desinteresado: por hacer, señor, lo que me pedís y por daros gusto, solamente os digo que soy un caballero español, y estudiante en esta ciudad: si el nombre os importara saberlo, os lo dijera; mas por si acaso os quisiéredes servir de mí en otra cosa, sabed que me llamo D. Juan de Gamboa.
—Mucha merced me habeis hecho, respondió el caido; pero yo, señor D. Juan de Gamboa, no quiero deciros quién soy ni mi nombre, porque he de gustar mucho de que lo sepais de otro que de mí, y yo tendré cuidado de que os hagan sabidor dello.
Habíale preguntado primero D. Juan si estaba herido, porque le habia visto dar dos grandes estocadas; y habíale respondido, que un famoso peto que traia puesto, despues de Dios, le habia defendido; pero que con todo esto sus enemigos le acabaran, si él no se hallara á su lado. En esto vieron venir hácia ellos un bulto de gente, y D. Juan dijo:
—Si estos son los enemigos que vuelven, apercibíos, señor, y haced como quien sois.
—Á lo que yo creo no son enemigos sino amigos los que aquí vienen.
Y así fué la verdad, porque los que llegaron, que fueron ocho hombres, rodearon al caido, y hablaron con él pocas palabras, pero tan calladas y secretas, que D. Juan no las pudo oir.
Volvió luego el defendido á D. Juan, y díjole:
—Á no haber venido estos amigos, en ninguna p. 289 manera, señor D. Juan, os dejara hasta que acabáredes de ponerme en salvo; pero ahora os suplico con todo encarecimiento, que os vais, y me dejeis, que me importa.
Hablando esto, se tentó la cabeza, y vió que estaba sin sombrero, y volviéndose á los que habian venido, pidió que le diesen un sombrero, que se le habia caido el suyo. Apénas lo hubo dicho, cuando D. Juan le puso el que habia hallado en la calle. Tentóle el caido, y volviéndosele á D. Juan, dijo:
—Este sombrero no es mio: por vida del señor D. Juan, que se le lleve por trofeo desta refriega, y guárdele, que creo que es conocido.
Diéronle otro sombrero al defendido, y D. Juan, por cumplir lo que le habia pedido, pasando algunos aunque breves comedimentos, le dejó sin saber quién era, y se vino á su casa, sin querer llegar á la puerta donde le habian dado la criatura, por parecerle que todo el barrio estaba despierto y alborotado con la pendencia.
Sucedió pues que volviéndose á su posada, en la mitad del camino encontró con D. Antonio de Isunza, su camarada, y conociéndose, dijo D. Antonio:
—Volved conmigo, D. Juan, hasta aquí arriba, y en el camino os contaré un estraño cuento que me ha sucedido, que no le habréis oido tal vez en toda vuestra vida.
—Como esos cuentos os podré contar yo, respondió D. Juan; pero vamos donde quereis, y contadme el vuestro.
Guió D. Antonio, y dijo:
—Habeis de saber, que poco mas de una hora despues que salisteis de casa, salí á buscaros, y no treinta pasos de aquí vi venir casi á encontrarme un bulto negro de persona, que venia muy aguijando, y llegándose cerca, conocí ser mujer en el hábito largo, la cual con voz interrumpida de sollozos y de suspiros me dijo: Por ventura, señor, ¿sois estranjero, ó de la ciudad? Estranjero soy, y español, respondí yo. Y ella: Gracias al cielo, que no quiere que muera sin sacramentos. ¿Venís herida, señora, repliqué yo, ó traeis algun mal de muerte? Podria ser que el que traigo lo fuese, si presto no se me da remedio: por la cortesía que siempre suele reinar en los de vuestra nacion, os suplico, señor español, que me saqueis destas calles, y me lleveis á vuestra posada con la mayor priesa que pudiéredes, que allá si gustáredes dello, sabréis el mal que llevo, y quién soy, aunque sea á costa de mi crédito. Oyendo lo cual, pareciéndome que tenia necesidad de lo que pedia, sin replicarla mas, la así de la mano, y por calles desusadas la llevé á la posada. Abrióme Santisteban el paje, hícele que se retirase, y sin que él la viese, la llevé á mi estancia, y ella en entrando, se arrojó encima de mi lecho desmayada. Lleguéme á ella, y descubríla el rostro, que con el manto traia cubierto, y descubrí en él la mayor belleza que humanos ojos han visto: será á mi parecer de edad de diez y ocho años, p. 290 ántes ménos que mas: quedé suspenso de ver tal estremo de belleza: acudí á echarle un poco de agua en el rostro, con que volvió en sí, suspirando tiernamente; y lo primero que me dijo, fué: ¿Conoceisme, señor? No, respondí yo, ni es bien que yo haya tenido ventura de haber conocido tanta hermosura. Desdichada de aquella, respondió ella, á quien se la da el cielo para mayor desgracia suya; pero, señor, no es tiempo este de alabar hermosuras, sino de remediar desdichas: por quien sois que me dejeis aquí encerrada y no permitais que ninguno me vea, y volved luego al mismo lugar que me topastes, y mirad si riñe alguna gente, y no favorezcais á ninguno de los que riñeren, sino poned paz, que cualquier daño de las partes ha de resultar en acrecentar el mio. Déjola encerrada, y vengo á poner en paz esta pendencia.
—¿Teneis mas que decir, D. Antonio? preguntó D. Juan.
—Pues ¿no os parece que he dicho harto, respondió D. Antonio, pues he dicho que tengo debajo de llave y en mi aposento la mayor belleza que humanos ojos han visto?
—El caso es estraño sin duda, dijo D. Juan; pero oid el mio: y luego le contó todo lo que le habia sucedido, y cómo la criatura que le habian dado estaba en casa en poder de su ama, y la órden que le habia dejado de mudarle las ricas mantillas en pobres, y de llevarla adonde la criasen, ó á lo ménos socorriesen la presente necesidad; y dijo mas, que la pendencia que él venia á buscar ya era acabada y puesta en paz, que él se habia hallado en ella, y que á lo que él imaginaba, todos los de la riña debian de ser gentes de prendas y de gran valor.
Quedaron entrambos admirados del suceso de cada uno, y con priesa se volvieron á la posada, por ver lo que habia menester la encerrada. En el camino dijo D. Antonio á D. Juan que él habia prometido á aquella señora que no la dejaria ver de nadie, ni entraria en aquel aposento sino él solo, en tanto que ella no gustase de otra cosa.
—No importa nada, respondió D. Juan, que no faltará órden para verla, que ya lo deseo en estremo, segun me la habeis alabado de hermosa.
Llegaron en esto, y á la luz que sacó uno de tres pajes que tenian, alzó los ojos D. Antonio al sombrero que D. Juan traia, y vióle resplandeciente de diamantes; quitósele, y vió que las luces salian de muchos que en un cintillo riquísimo traia. Miráronle entrambos; y concluyeron que si todos eran finos como parecian, valia mas de doce mil ducados. Aquí acabaron ser gente principal la de la pendencia, especialmente el socorrido de D. Juan, de quien se acordó haberle dicho que trujese el sombrero y le guardase, porque era conocido. Mandaron retirar los pajes, y D. Antonio abrió su aposento, y halló á la señora sentada en la cama, con la mano en la mejilla, derramando tiernas p. 291 lágrimas. D. Juan, con el deseo que tenia de verla, se asomó á la puerta tanto, cuanto pudo entrar la cabeza, y al punto la lumbre de los diamantes dió en los ojos de la que lloraba, y alzándolos, dijo:
—Entrad, señor duque, entrad; ¿para qué me quereis dar con tanta escaseza el bien de vuestra visita?
Á esto dijo D. Antonio:
—Aquí, señora, no hay ningun duque que se escuse de veros.
—¿Cómo no? replicó ella; el que allí se asomó ahora es el duque de Ferrara, que mal le puede encubrir la riqueza de su sombrero.
—En verdad, señora, que el sombrero que vistes no le trae ningun duque; y si quereis desengañaros con ver quién le trae, dadle licencia que entre.
—Entre enhorabuena, dijo ella, aunque si no fuese el duque, mis desdichas serian mayores.
Todas estas razones habia oido D. Juan, y viendo que tenia licencia para entrar, con el sombrero en la mano entró en el aposento, y así como se le puso delante, y ella conoció no ser quien decia el del rico sombrero, con voz turbada y lengua presurosa dijo:
—¡Ay desdichada de mí! Señor mio, decidme luego, sin tenerme mas suspensa: ¿conoceis el dueño dese sombrero? ¿Dónde le dejastes, ó cómo vino á vuestro poder? ¿Es vivo por ventura, ó son esas las nuevas que me envía de su muerte? ¡Ay bien mio, qué sucesos son estos! ¡Aquí veo tus prendas, aquí me veo sin tí encerrada, y en poder que, á no saber que es de gentiles hombres españoles, el temor de perder mi honestidad me hubiera quitado la vida!
—Sosegáos, señora, dijo D. Juan, que ni el dueño deste sombrero es muerto, ni estais en parte donde se os ha de hacer agravio alguno, sino serviros con cuanto las fuerzas nuestras alcanzaren, hasta poner las vidas por defenderos y ampararos; que no es bien que os salga vana la fe que teneis de la bondad de los españoles; y pues nosotros lo somos, y principales (que aquí viene bien esta que parece arrogancia), estad segura que se os guardará el decoro que vuestra presencia merece.
—Así lo creo yo, respondió ella; pero con todo eso, decidme, señor, ¿cómo vino á vuestro poder ese rico sombrero, ó adónde está su dueño, que por lo ménos es Alfonso de Este, duque de Ferrara?
Entónces D. Juan, por no tenerla mas suspensa, le contó cómo le habia hallado en una pendencia, y en ella habia favorecido y ayudado á un caballero, que por lo que ella decia, sin duda debia de ser el duque de Ferrara, y que en la pendencia habia perdido el sombrero y hallado aquel, y que aquel caballero le habia dicho que le guardase, que era conocido, y que la refriega se habia concluido sin quedar herido el caballero, ni él tampoco, y que despues de acabada habia llegado gente, que al parecer debian de ser criados ó amigos del que él pensaba ser el duque, el cual le habia pedido le dejase y se viniese, p. 292 mostrándose muy agradecido al favor que yo le habia dado.
—De manera, señora mia, que este rico sombrero vino á mi poder por la manera que os he dicho, y su dueño, si es el duque, como vos decís, no ha una hora que le dejé bueno, sano y salvo: sea esta verdad parte para vuestro consuelo, si es que le tendréis con saber del buen estado del duque.
—Para que sepais, señores, si tengo razon y causa para preguntar por él, estadme atentos, y escuchad no sé si diga mi desdichada historia.
Todo el tiempo en que esto pasó le entretuvo el ama en paladear al niño con miel, y en mudarle las mantillas de ricas en pobres; y ya que lo tuvo todo aderezado, quiso llevarle en casa de una partera, como D. Juan se lo dejó ordenado, y al pasar con él por junto á la estancia donde estaba la que queria comenzar su historia, lloró la criatura de modo que lo sintió la señora, y levantándose en pié, púsose atentamente á escuchar, y oyó mas distintamente el llanto de la criatura, y dijo:
—Señores mios, ¿qué criatura es aquella que parece recien nacida?
D. Juan respondió:
—Es un niño que esta noche nos han echado á la puerta de casa, y va el ama á buscar quien le dé de mamar.
—Tráiganmele aquí, por amor de Dios, dijo la señora, que yo haré esa caridad á los hijos ajenos, pues no quiere el cielo que la haga con los propios.
Llamó D. Juan al ama, y tomóle el niño, y entrósele á la que le pedia, y púsosele en los brazos, diciendo:
—Veis aquí, señora, el presente que nos han hecho esta noche, y no ha sido este el primero, que pocos meses se pasan que no hallemos á los quicios de nuestras puertas semejantes hallazgos.
Tomóle ella en los brazos, y miróle atentamente así el rostro como los pobres aunque limpios paños en que venia envuelto, y luego sin poder tener las lágrimas, se echó la toca de la cabeza encima de los pechos, para poder dar con honestidad de mamar á la criatura, y aplicándosela á ellos, juntó su rostro con el suyo, y con la leche le sustentaba, y con las lágrimas le bañaba el rostro; y desta manera estuvo sin levantar el suyo tanto espacio, cuanto el niño no quiso dejar el pecho. En este espacio guardaban todos cuatro silencio: el niño mamaba; pero no era ansí, porque las recien paridas no pueden dar el pecho, y así cayendo en la cuenta la que se lo daba, se volvió á D. Juan, diciendo:
—En balde me he mostrado caritativa; bien parezco nueva en estos casos: haced, señor, que á este niño le paladeen con un poco de miel, y no consintais que á estas horas le lleven por las calles: dejad llegar el dia, y ántes que le lleven, vuélvanmele á traer, que me consuelo en verle.
Volvió el niño Don Juan á la ama, y ordenóle le entretuviese hasta el dia, y que le pusiese las ricas mantillas con que le habia traido, y que no p. 293 le llevase sin primero decírselo. Y volviendo á entrar, y estando los tres solos, la hermosa Cornelia dijo:
—Si quereis que hable, dadme primero algo que coma, que me desmayo, y tengo bastante ocasion para ello.
Acudió prestamente D. Antonio á un escritorio, y sacó dél muchas conservas, y de algunas comió la desmayada, y bebió un vidrio de agua fria, con que volvió en sí, y algo sosegada, dijo:
—Sentáos, señores, y escuchadme.
Hiciéronlo ansí, y ella recogiéndose encima del lecho, y abrigándose bien con las faldas del vestido, dejó descolgar por las espaldas un velo que en la cabeza traia, dejando el rostro exento y descubierto, mostrando en él el mismo de la luna, ó por mejor decir, del mismo sol, cuando mas hermoso y mas claro se muestra: llovíanle líquidas perlas de los ojos, y limpiábaselas con un lienzo blanquísimo, y con unas manos tales, que entre ellas y el lienzo fuera de buen juicio el que supiera diferenciar la blancura. Finalmente, despues de haber dado muchos suspiros, y despues de haber procurado sosegar algun tanto el pecho, con voz algo doliente y turbada dijo:
—Yo, señores, soy aquella que muchas veces habréis sin duda alguna oido nombrar por ahí, porque la fama de mi belleza, tal cual ella es, pocas lenguas hay que no la publiquen: soy en efeto Cornelia Bentibolli, hermana de Lorenzo Bentibolli, que con deciros esto, quizá habré dicho dos verdades: la una de mi nobleza, la otra de mi hermosura. De pequeña edad quedé huérfana de padre y madre, en poder de mi hermano, el cual desde niña puso en mi guarda el recato mismo, puesto que mas confiaba de mi honrada condicion, que de la solicitud que ponia en guardarme. Finalmente, entre paredes y entre soledades, acompañada no mas que de mis criadas, fuí creciendo, y juntamente conmigo crecia la fama de mi gentileza, sacada en público de los criados y de aquellos que en secreto me trataban, y de un retrato que mi hermano mandó hacer á un famoso pintor, para que, como él decia, no quedase sin mí el mundo, ya que el cielo á mejor vida me llevase; pero todo esto fuera poca parte para apresurar mi perdicion, si no sucediera venir el duque de Ferrara á ser padrino de unas bodas de una prima mia, donde me llevó mi hermano con sana intencion y por honra de mi parienta: allí miré y fuí vista; allí, segun creo, rendí corazones, avasallé voluntades; allí sentí que daban gusto las alabanzas, aunque fuesen dadas por lisonjeras lenguas; allí, finalmente, vi al duque y él me vió á mí, de cuya vista ha resultado verme ahora como me veo. No os quiero decir, señores, porque seria proceder en infinito, los términos, las trazas y los modos por donde el duque y yo vinimos á conseguir al cabo de dos años los deseos que en aquellas bodas p. 294 nacieron; porque ni guardas, ni recatos, ni honrosas amonestaciones, ni otra humana diligencia fué bastante para estorbar el juntarnos, que en fin hubo de ser debajo de la palabra, que él me dió, de ser mi esposo, porque sin ella fuera imposible rendir la roca de la valerosa presuncion mia: mil veces le dije que públicamente me pidiese á mi hermano, pues no era posible que me negase, y que no habia que dar disculpas al vulgo de la culpa que le pondrian de la desigualdad de nuestro casamiento, pues no desmentia en nada la nobleza del linaje Bentibolli á la suya Estense. Á esto me respondió con escusas que yo las tuve por bastantes y necesarias, y confiada como rendida, creí como enamorada, y entreguéme de toda mi voluntad á la suya por intercesion de una criada mia, mas blanda á las dádivas y promesas del duque, que lo que debia á la confianza que de su fidelidad mi hermano hacia. En resolucion, al cabo de pocos dias me sentí preñada, y ántes que mis vestidos manifestasen mis libertades (por no darles otro nombre), me fingí enferma y melancólica, y hice que mi hermano me trujese en casa de aquella mi prima, de quien habia sido padrino el duque: allí le hice saber en el término en que estaba y el peligro que me amenazaba, y la poca seguridad que tenia de mi vida, por tener barruntos de que mi hermano sospechaba mi desenvoltura: quedó de acuerdo entre los dos que entrando en el mes mayor se lo avisase, que él vendria por mí con otros amigos suyos, y me llevaria á Ferrara, donde en la sazon que esperaba se casaria públicamente conmigo: esta noche en que estamos fué la del concierto de su venida, y esta misma noche, estándole esperando, sentí pasar á mi hermano con otros muchos hombres al parecer armados, segun les crujian las armas, de cuyo sobresalto de improviso me sobrevino el parto, y en un instante parí un hermoso niño. Aquella criada mia, sabidora y medianera de mis hechos, que estaba ya prevenida para el caso, envolvió la criatura en otros paños, que no los que tiene la que á vuestra puerta echaron; y saliendo á la puerta de la calle, la dió, á lo que ella dijo, á un criado del duque. Yo desde allí á un poco, acomodándome lo mejor que pude (segun la presente necesidad), salí de la casa, creyendo que estaba en la calle el duque, y no lo debiera hacer hasta que él llegara á la puerta; mas el miedo que me habia puesto la cuadrilla armada de mi hermano, creyendo que ya esgrimia su espada sobre mi cuello, no me dejó hacer otro mejor discurso; y así desatentada y loca salí donde me sucedió lo que habeis visto: y aunque me veo sin hijo y sin esposo, y con temor de peores sucesos, doy gracias al cielo, que me ha traido á vuestro poder, de quien me prometo todo aquello que de la cortesía p. 295 española puedo prometerme, y mas de la vuestra, que la sabréis realzar por ser tan nobles como pareceis.
Diciendo esto, se dejó caer del todo encima del lecho, y acudiendo los dos á ver si se desmayaba, vieron que no, sino que amargamente lloraba, y díjole D. Juan:
—Si hasta aquí, hermosa señora, yo y D. Antonio, mi camarada, os teníamos compasion y lástima por ser mujer, ahora que sabemos vuestra calidad, la lástima y compasion pasa á ser obligacion precisa de serviros: cobrad ánimo y no desmayeis, y aunque no acostumbrada á semejantes casos, tanto mas mostraréis quién sois, cuanto mas con paciencia supiéredes llevarlos: creed, señora, que imagino que estos tan estraños sucesos han de tener un feliz fin, que no han de permitir los cielos que tanta belleza se goce mal, y tan honestos pensamientos se malogren: acostáos, señora, y curad de vuestra persona, que lo habeis menester, que aquí entrará una criada nuestra que os sirva, de quien podeis hacer la misma confianza que de nuestras personas: tan bien sabrá tener en silencio vuestras desgracias, como acudir á vuestras necesidades.
—Tal es la que tengo, que á cosas mas dificultosas me obliga, respondió ella; entre, señor, quien vos quisiéredes, que encaminada por vuestra parte, no puedo dejar de tenerla muy buena en la que menester hubiere; pero con todo eso os suplico que no me vean mas que vuestra criada.
—Así será, respondió D. Antonio.
Y dejándola sola se salieron, y D. Juan dijo al ama que entrase dentro, y llevase la criatura con los ricos paños, si se los habia puesto. El ama dijo que sí, y que ya estaba de la misma manera que él la habia traido. Entró el ama advertida de lo que habia de responder á lo que acerca de aquella criatura la señora que hallaria allí dentro le preguntase.
En viéndola Cornelia, le dijo:
—Vengais en buen hora, amiga mia, dadme esa criatura, y llegadme aquí esa vela.
Hízolo así el ama, y tomando el niño Cornelia en sus brazos, se turbó toda, y le miró ahincadamente, y dijo al ama:
—Decidme, señora, ¿este niño y el que me trujisteis, ó me trujeron poco há, es todo uno?
—Sí, señora, respondió el ama.
—Pues ¿cómo trae tan trocadas las mantillas? replicó Cornelia: en verdad, amiga, que me parece ó que estas son otras mantillas, ó que esta no es la misma criatura.
—Todo podia ser, respondió el ama.
—Pecadora de mí, dijo Cornelia, ¿cómo todo podia ser? ¿cómo es esto, ama mia? que el corazon me revienta en el pecho hasta saber este trueco: decídmelo, amiga, por todo aquello que bien quereis: digo que me digais ¿de dónde habeis habido estas tan ricas mantillas? porque os hago saber que son mias, si la vista no me miente ó la memoria no se acuerda: con estas mismas ó otras semejantes entregué yo á mi doncella la prenda querida de mi p. 296 alma: ¿quién se las quitó? ¡ay desdichada! y ¿quién las trujo aquí? ¡ay sin ventura!
D. Juan y D. Antonio, que todas estas quejas escuchaban, no quisieron que mas adelante pasase en ellas, ni permitieron que el engaño de las trocadas mantillas mas la tuviese en pena, y así entraron, y D. Juan le dijo:
—Esas mantillas y ese niño son cosa vuestra, señora Cornelia.
Y luego le contó punto por punto cómo él habia sido la persona á quien su doncella habia dado el niño, y de cómo le habia traido á casa, con el órden que habia dado al ama del trueco de las mantillas, y la ocasion por que lo habia hecho; aunque despues que le contó su parto, siempre tuvo por cierto que aquel era su hijo, y que si no se lo habia dicho, habia sido porque tras el sobresalto del estar en duda de conocerle, sobreviniese la alegría de haberle conocido.
Allí fueron infinitas las lágrimas de alegría de Cornelia, infinitos los besos que dió á su hijo, infinitas las gracias que rindió á sus favorecedores, llamándolos ángeles humanos de su guarda, y otros títulos que de su agradecimiento daban notoria muestra. Dejáronla con el ama, encomendándole mirase por ella, y la sirviese cuanto fuese posible, advirtiéndola en el término en que estaba, para que acudiese á su remedio, pues ella por ser mujer sabia mas de aquel menester que no ellos.
Con esto se fueron á reposar lo que faltaba de la noche con intencion de no entrar en el aposento de Cornelia, si no fuese ó que ella los llamase, ó la necesidad precisa. Vino el dia, y el ama trujo á quien secretamente y á escuras diese de mamar al niño, y ellos preguntaron por Cornelia. Dijo el ama que reposaba un poco. Fuéronse á las escuelas, y pasaron por la calle de la pendencia y por la casa de donde habia salido Cornelia, por ver si era ya pública su falta, ó si hacian corrillos della; pero en ningun modo sintieron ni oyeron cosa ni de la riña, ni de la ausencia de Cornelia. Con esto, oidas sus lecciones, se volvieron á su posada.
Llamólos Cornelia con el ama, á quien respondieron que tenian determinado de no poner los piés en su aposento, para que con mas decoro se guardase el que á su honestidad se debia; pero ella replicó con lágrimas y con ruegos que entrasen á verla, que aquel era el decoro mas conveniente, si no para su remedio, á lo ménos para su consuelo. Hiciéronlo así, y ella los recebió con rostro alegre, y con mucha cortesía: pidióles le hiciesen merced de salir por la ciudad, y ver si oian algunas nuevas de su atrevimiento: respondiéronle que ya estaba hecha aquella diligencia con toda curiosidad, pero que no se decia nada.
En esto llegó un paje, de tres que tenian, á la puerta del aposento, y desde fuera dijo:
—Á la puerta está un caballero con dos criados, que dice se llama Lorenzo Bentibolli, y p. 297 busca á mi señor D. Juan de Gamboa.
Á este recado cerró Cornelia ambos puños, y se los puso en la boca, y por entre ellos salió la voz baja y temerosa, y dijo:
—Mi hermano, señores, mi hermano es ese: sin duda debe haber sabido que estoy aquí, y viene á quitarme la vida: socorro, señores, y amparo.
—Sosegáos, señora, le dijo D. Antonio, que en parte estais y en poder de quien no os dejará hacer el menor agravio del mundo. Acudid vos, señor D. Juan, y mirad lo que quiere ese caballero, y yo me quedaré aquí á defender, si menester fuere, á Cornelia.
D. Juan sin mudar semblante bajó abajo, y luego D. Antonio hizo traer dos pistoletes armados, y mandó á los pajes que tomasen sus espadas, y estuviesen apercebidos. El ama viendo aquellas prevenciones, temblaba: Cornelia temerosa de algun mal suceso, temia: solos D. Antonio y D. Juan estaban en sí, y muy bien puestos en lo que habian de hacer. En la puerta de la calle halló D. Juan á D. Lorenzo, el cual en viendo á D. Juan, le dijo:
—Suplico á V. S. (que esta es la manera de Italia) me haga merced de venirse conmigo á aquella iglesia que está allí frontero, que tengo un negocio que comunicar con V. S. en que me va la vida y la honra.
—De muy buena gana, respondió D. Juan; vamos, señor, donde quisiéredes.
Dicho esto, mano á mano se fueron á la iglesia, sentándose en un escaño, y en parte donde no pudiesen ser oidos. Lorenzo habló primero, y dijo:
—Yo, señor español, soy Lorenzo Bentibolli, si no de los mas ricos, de los mas principales desta ciudad; ser esta verdad tan notoria servirá de disculpa de alabarme yo propio: quedé huérfano algunos años ha, y quedó en mi poder una mi hermana, tan hermosa, que á no tocarme tanto, quizá os la alabara de manera, que me faltaran encarecimientos por no poder ningunos corresponder del todo á su belleza: ser yo honrado, y ella muchacha y hermosa, me hacian andar solícito en guardarla; pero todas mis prevenciones y diligencias las ha defraudado la voluntad arrojada de mi hermana Cornelia, que este es su nombre: finalmente por acortar, por no cansaros este que pudiera ser cuento largo, digo que el duque de Ferrara, Alfonso de Este, con ojos de lince venció á los de Argos, derribó y triunfó de mi industria, venciendo á mi hermana, y anoche me la llevó y sacó de casa de una parienta nuestra, y aun dicen que recien parida: anoche lo supe, y anoche le salí á buscar, y creo que le hallé y acuchillé; pero fué socorrido de algun ángel, que no consintió que con su sangre sacase la mancha de mi agravio: hame dicho mi parienta, que es la que todo esto me ha dicho, que el duque engañó á mi hermana debajo de palabra de recebirla por mujer: esto yo no lo creo, por ser desigual el matrimonio en cuanto á los bienes de fortuna, que en los de p. 298 naturaleza el mundo sabe la calidad de los Bentibollis de Bolonia: lo que creo es que él se atuvo á lo que se atienen los poderosos, que quieren atropellar una doncella temerosa y recatada, poniéndole á la vista el dulce nombre de esposo, haciéndola creer que por ciertos respetos no se desposaba luego: mentiras aparentes de verdades, pero falsas y mal intencionadas. Pero sea lo que fuere, yo me veo sin hermana y sin honra, puesto que todo esto hasta agora, por mi parte lo tengo puesto debajo de la llave del silencio, y no he querido contar á nadie este agravio, hasta ver si le puedo remediar y satisfacer en alguna manera; que las infamias mejor es que se presuman y sospechen, que no que se sepan de cierto y distintamente, que entre el sí y el no de la duda, cada uno puede inclinarse á la parte que mas quisiere, y cada una tendrá sus valedores. Finalmente, yo tengo determinado de ir á Ferrara, y pedir al mismo duque la satisfacion de mi ofensa, y si la negare, desafiarle sobre el caso; y esto no ha de ser con escuadrones de gente, pues no los puedo ni formar ni sustentar, sino de persona á persona; para lo cual queria el ayuda de la vuestra, y que me acompañásedes en este camino, confiado en que lo haréis por ser español y caballero, como ya estoy informado; y por no dar cuenta á ningun pariente ni amigo mio, de quien no espero sino consejos y disuasiones, y de vos puedo esperar los que sean buenos y honrosos, aunque rompan por cualquier peligro: vos, señor, me habeis de hacer merced de venir conmigo, que llevando un español á mi lado, y tal como vos me pareceis, haré cuenta que llevo en mi guarda los ejércitos de Jerjes: mucho os pido, pero á mas obliga la deuda de responder á lo que la fama de vuestra nacion pregona.
—No mas, señor Lorenzo, dijo á esta sazon don Juan (que hasta allí sin interrumpirle palabra le habia estado escuchando), no mas, que desde aquí me constituyo por vuestro defensor y consejero, y tomo á mi cargo la satisfacion ó venganza de vuestro agravio; y esto no solo por ser español, sino por ser caballero, y serlo vos tan principal como habeis dicho, y como yo sé, y como todo el mundo sabe: mirad cuándo quereis que sea nuestra partida, y seria mejor que fuese luego, porque el hierro se ha de labrar miéntras estuviese encendido, y el ardor de la cólera acrecienta el ánimo, y la injuria reciente despierta la venganza.
Levantóse Lorenzo y abrazó apretadamente á D. Juan, y dijo:
—Á tan generoso pecho como el vuestro, señor D. Juan, no es menester moverle con ponerle otro interes delante que el de la honra que ha de ganar en este hecho, la cual desde aquí os la doy, si salimos felizmente deste caso, y por añadidura os ofrezco cuanto tengo, puedo y valgo: la ida quiero que sea mañana, porque hoy pueda p. 299 prevenir lo necesario para ella.
—Bien me parece, dijo don Juan, y dadme licencia, señor Lorenzo, que yo pueda dar cuenta deste hecho á un caballero, camarada mio, de cuyo valor y silencio os podeis prometer harto mas que del mio.
—Pues vos, señor D. Juan, segun decís habeis tomado mi honra á vuestro cargo, disponed della como quisiéredes, y decid della lo que quisiéredes y á quien quisiéredes; cuanto mas, que camarada vuestro ¿quién puede ser que muy bueno no sea?
Con esto se abrazaron y despidieron, quedando que otro dia por la mañana le enviaria á llamar, para que fuera de la ciudad se pusiesen á caballo, y siguiesen disfrazados su jornada.
Volvió D. Juan, y dió cuenta á D. Antonio y á Cornelia de lo que con Lorenzo habia pasado, y el concierto que quedaba hecho.
—¡Válame Dios! dijo Cornelia, grande es, señor, vuestra cortesía, y grande vuestra confianza: ¿cómo? y ¿tan presto os habeis arrojado á emprender una hazaña llena de inconvenientes? y ¿qué sabeis vos, señor, si os lleva mi hermano á Ferrara, ó á otra parte? pero donde quiera que os llevare, bien podeis hacer cuenta que va con vos la fidelidad misma, aunque yo como desdichada en los átomos del sol tropiezo, de cualquier sombra temo; y ¿no quereis que tema, si está puesta en la respuesta del duque mi vida ó mi muerte, y qué sé yo, si responderá tan atentamente, que la cólera de mi hermano se contenga en los límites de su discrecion? y cuando así no salga, ¿paréceos que tiene flaco enemigo? y ¿no os parece que los dias que tardáredes he de quedar colgada, temerosa y suspensa, esperando las dulces ó amargas nuevas del suceso? ¿Quiero yo tan poco al duque, ó á mi hermano, que de cualquiera de los dos no tema las desgracias y las sienta en el alma?
—Mucho discurrís, y mucho temeis, señora Cornelia, dijo don Juan; pero dad lugar entre tantos miedos á la esperanza, y fiad en Dios, en mi industria y buen deseo, que habeis de ver con toda felicidad cumplido el vuestro: la ida de Ferrara no se escusa, ni el dejar de ayudar yo á vuestro hermano, tampoco: hasta agora no sabemos la intencion del duque, ni tampoco si él sabe vuestra falta, y todo esto se ha de saber de su boca, y nadie se lo podrá preguntar como yo: entended, señora Cornelia, que la salud y contento de vuestro hermano y el del duque llevo puestos en las niñas de mis ojos: yo miraré por ellos como por ellas.
—Si así os da el cielo, señor D. Juan, respondió Cornelia, poder para remediar, como gracia para consolar, en medio destos mis trabajos me cuento por bien afortunada; ya querria veros ir y volver, por mas que el temor me aflija en vuestra ausencia, ó la esperanza me suspenda.
D. Antonio aprobó la determinacion de D. Juan, y le alabó la buena correspondencia que en él habia hallado la confianza p. 300 de Lorenzo Bentibolli: díjole mas, que él querria ir á acompañarlos, por lo que podia suceder.
—Eso no, dijo D. Juan, así porque no será bien que la señora Cornelia quede sola, como porque no piense el señor Lorenzo, que me quiero valer de esfuerzos ajenos.
—El mio es el vuestro mismo, replicó D. Antonio, y así, aunque sea desconocido y desde léjos, os tengo de seguir, que la señora Cornelia sé que gustará dello, y no queda tan sola que le falte quien la sirva, la guarde y acompañe. Á lo cual Cornelia dijo:
—Gran consuelo será para mí, señores, si sé que vais juntos, ó á lo ménos de modo que os favorezcais el uno á otro, si el caso lo pidiere; y pues al que vais á mí se me semeja ser de peligro, hacedme merced, señores, de llevar estas reliquias con vosotros.
Y diciendo esto, sacó del seno una cruz de diamantes de inestimable valor, y un agnus de oro tan rico como la cruz. Miraron los dos las ricas joyas, y apreciáronlas aun mas que lo que habian apreciado el cintillo; pero volviéronselas, no queriendo tomarlas en ninguna manera, diciendo que ellos llevarian reliquias consigo, si no tan bien adornadas, á lo ménos en su calidad tan buenas. Pesóle á Cornelia el no aceptarlas, pero al fin hubo de estar á lo que ellos querian.
El ama tenia gran cuidado de regalar á Cornelia, y sabiendo la partida de sus amos, de que le dieron cuenta, pero no á lo que iban ni adónde iban, se encargó de mirar por la señora (cuyo nombre aun no sabia), de manera que sus mercedes no hiciesen falta. Otro dia bien de mañana ya estaba Lorenzo á la puerta, y D. Juan de camino con el sombrero del cintillo, á quien adornó de plumas negras y amarillas, y cubrió el cintillo con una toquilla negra. Despidiéronse de Cornelia, la cual imaginando que tenia á su hermano tan cerca, estaba tan temerosa, que no acertó á decir palabra á los dos que della se despidieron.
Salió primero Don Juan, y con Lorenzo se fué fuera de la ciudad, y en una huerta algo desviada hallaron dos muy buenos caballos, con dos mozos que del diestro los tenian. Subieron en ellos, y los mozos delante, por sendas y caminos desusados caminaron á Ferrara: D. Antonio sobre un cuartago suyo, y otro vestido y disimulado los seguia; pero parecióle que se recataban dél, especialmente Lorenzo, y así acordó de seguir el camino derecho de Ferrara, con seguridad que allí los encontraria.
Apénas hubieron salido de la ciudad, cuando Cornelia dió cuenta al ama de todos sus sucesos, y de cómo aquel niño era suyo y del duque de Ferrara, con todos los puntos que hasta aquí se han contado, tocantes á su historia, no encubriéndole como el viaje que llevaban sus señores era á Ferrara, acompañando á su hermano, que iba á desafiar al duque Alfonso. Oyendo lo cual el ama (como si el demonio se lo p. 301 mandara, para intricar, estorbar ó dilatar el remedio de Cornelia), dijo:
—¡Ay, señora de mi alma! ¿y todas esas cosas han pasado por vos, y estais aquí descuidada y á pierna tendida? Ó no teneis alma, ó teneisla tan desmazalada que no siente. ¿Cómo, y pensais vos por ventura, que vuestro hermano va á Ferrara? No lo penseis, sino pensad y creed que ha querido llevar á mis amos de aquí, y ausentarlos desta casa, para volver á ella y quitaros la vida, que lo podrá hacer, como quien bebe un jarro de agua: mirad debajo de qué guarda y amparo quedámos, sino en la de tres pajes, que harto tienen ellos que hacer en rascarse la sarna de que están llenos, que en meterse en dibujos: á lo ménos de mi sé decir, que no tendré ánimo para esperar el suceso y ruina que á esta casa amenaza: ¡el señor Lorenzo, italiano, y que se fie de españoles, y les pida favor y ayuda! para mi ojo, si tal crea (y dióse ella misma una higa); si vos, hija mia, quisiéredes tomar mi consejo, yo os le daria tal que os luciese.
Pasmada, atónita y confusa estaba Cornelia oyendo las razones del ama, que las decia con tanto ahinco, y con tantas muestras de temor, que le pareció ser todo verdad lo que le decia, y quizá estaban muertos D. Juan y D. Antonio, y que su hermano entraba por aquellas puertas, y la cosia á puñaladas; y así le dijo:
—Y ¿qué consejo me daríades vos, amiga, que fuese saludable, y que previniese la sobrestante desventura?
—Y como que le daré tal y tan bueno, que no pueda mejorarse, dijo el ama: yo, señora, he servido á un piovano, á un cura, digo, de una aldea, que está dos millas de Ferrara: es una persona santa y buena, y que hará por mí todo lo que yo le pidiere, porque me tiene obligacion mas que de amo: vámonos allá, que yo buscaré quien nos lleve luego, y la que viene á dar de mamar al niño es mujer pobre, y se irá con nosotras al cabo del mundo; y ya, señora, que presupongamos que has de ser hallada, mejor será que te hallen en casa de un sacerdote de misa, viejo y honrado, que en poder de dos estudiantes, mozos y españoles, que los tales, como soy yo buen testigo, no desechan ripio, y agora, señora, como estás mala, te han guardado respeto; pero si sanas y convaleces en su poder, Dios lo podrá remediar, porque en verdad, que si á mí no me hubieran guardado mis repulsas, desdenes y enterezas, ya hubieran dado conmigo y con mi honra al traste; porque no es todo oro lo que en ellos reluce: uno dicen, y otro piensan; pero hanlo habido conmigo, que soy taimada, y sé dó me aprieta el zapato, y sobre todo soy bien nacida, que soy de los Cribelos de Milan, y tengo el punto de la honra diez millas mas allá de las nubes; y en esto se podrá echar de ver, señora mia, las calamidades que por mí han pasado, pues con ser quien soy, he p. 302 venido á ser masara de españoles, á quien ellos llaman ama; aunque á la verdad no tengo de qué quejarme de mis amos, porque son unos benditos, como no estén enojados, y en esto parecen vizcaínos, como ellos dicen que lo son; pero quizá para contigo serán gallegos, que es otra nacion, segun es fama, algo ménos puntual y bien mirada que la vizcaína.
En efeto, tantas y tales razones le dijo, que la pobre Cornelia se dispuso á seguir su parecer; y así en ménos de cuatro horas, disponiéndolo el ama, y consintiéndolo ella, se vieron dentro de una carroza las dos y la ama del niño, y sin ser sentidas de los pajes, se pusieron en camino para la aldea del cura; y todo esto se hizo á persuasion del ama, y con sus dineros, porque la habian pagado sus señores un año de su sueldo, y así no fué menester empeñar una joya que Cornelia le daba; y como habian oido decir á D. Juan que él y su hermano no habian de seguir el camino derecho de Ferrara, sino por sendas apartadas, quisieron ellas seguir el derecho, y poco á poco por no encontrarse con ellos, y el dueño de la carroza se acomodó al paso de la voluntad dellas, porque le pagaron al gusto de la suya.
Dejémoslas ir, que ellas van tan atrevidas como bien encaminadas, y sepamos qué les sucedió á D. Juan de Gamboa y al señor Lorenzo Bentibolli: de los cuales se dice que en el camino supieron que el duque no estaba en Ferrara, sino en Bolonia; y así dejando el rodeo que llevaban, se vinieron al camino real, ó á la estrada maestra, como allá se dice, considerando que aquella habia de traer el duque, cuando de Bolonia volviese. Y á poco espacio que en ella habian entrado, habiendo tendido la vista hácia Bolonia por ver si por él alguno venia, vieron un tropel de gente de á caballo, y entónces dijo D. Juan á Lorenzo que se desviase del camino, porque si acaso entre aquella gente viniese el duque, le queria hablar allí ántes que se encerrase en Ferrara que estaba poco distante. Hízolo así Lorenzo, y aprobó el parecer de D. Juan.
Así como se apartó Lorenzo quitó D. Juan la toquilla que encubria el rico cintillo, y esto no con falta de discreto discurso, como él despues lo dijo.
En esto llegó la tropa de los caminantes, y entre ellos venia una mujer sobre una pia, vestida de camino, y el rostro cubierto con una mascarilla, ó por mejor encubrirse, ó por guardarse del sol y del aire. Paró el caballo D. Juan en medio del camino, y estuvo con el rostro descubierto á que llegasen los caminantes, y en llegando cerca, el talle, el brio, el poderoso caballo, la bizarría del vestido y las luces de los diamantes, llevaron tras sí los ojos de cuantos allí venian, especialmente los del duque de Ferrara, que era uno dellos, el cual como puso los ojos en el cintillo, luego se dió á entender que el que le traia p. 303 era D. Juan de Gamboa, el que le habia librado en la pendencia; y tan de veras aprendió esta verdad, que sin hacer otro discurso, arremetió su caballo hácia D. Juan, diciendo:
—No creo que me engañaré en nada, señor caballero, si os llamo D. Juan de Gamboa, que vuestra gallarda disposicion y el adorno dese capelo me lo están diciendo.
—Así es la verdad, respondió D. Juan, porque jamas supe ni quise encubrir mi nombre: pero decidme, señor, quién sois, porque yo no caiga en alguna descortesía.
—Eso será imposible, respondió el duque, que para mí tengo que no podeis ser descortés en ningun caso: con todo eso os digo, señor D. Juan, que yo soy el duque de Ferrara, y el que está obligado á serviros todos los dias de su vida, pues no ha cuatro noches que vos se la disteis.
No acabó de decir esto el duque, cuando D. Juan, con estraña lijereza, saltó del caballo, y acudió á besar los piés del duque; pero por presto que llegó, ya el duque estaba fuera de la silla, de modo que se acabó de apear en brazos de D. Juan.
El señor Lorenzo, que desde algo léjos miraba estas ceremonias, no pensando que lo eran de cortesía, sino de cólera, arremetió su caballo; pero en la mitad del repelon le detuvo, porque vió abrazados muy estrechamente al duque y á D. Juan, que ya habia conocido al duque. El duque, por cima de los hombros de don Juan, miró á Lorenzo, y conocióle, de cuyo conocimiento algun tanto se sobresaltó, y así como estaba abrazado preguntó á D. Juan si Lorenzo Bentibolli, que allí estaba, venia con él ó no. Á lo cual D. Juan respondió:
—Apartémonos algo de aquí, y contaréle á vuestra Escelencia grandes cosas.
Hízolo así el duque, y D. Juan le dijo:
—Señor, Lorenzo Bentibolli, que allí veis, tiene una queja de vos, no pequeña: dice que habrá cuatro noches que sacastes á su hermana, la señora Cornelia, de casa de una prima suya, y que la habeis engañado y deshonrado, y quiere saber de vos qué satisfacion le pensais hacer, para que él vea lo que le conviene: pidióme que fuese su valedor y medianero: yo se lo ofrecí, porque por los barruntos que él me dió de la pendencia, conocí que vos, señor, érades el dueño deste cintillo, que por liberalidad y cortesía vuestra quisistes que fuese mio, y viendo que ninguno podia hacer vuestras partes mejor que yo, como ya he dicho, le ofrecí mi ayuda: querria yo agora, señor, me dijésedes lo que sabeis acerca deste caso, y si es verdad lo que Lorenzo dice.
—¡Ay, amigo! respondió el duque; es tan verdad, que no me atreveria á negarla aunque quisiese: yo no he engañado ni sacado á Cornelia, aunque sé que falta de la casa que dice: no la he engañado, porque la tengo por mi esposa: no la he sacado, porque no sé della: si públicamente no celebré mis desposorios, fué porque aguardaba que p. 304 mi madre (que está ya en lo último) pasase desta á mejor vida, que tiene deseo que sea mi esposa la señora Livia, hija del duque de Mantua, y por otros inconvenientes quizá mas eficaces que los dichos, y no conviene que ahora se digan: lo que pasa es que la noche que me socorristes, la habia de traer á Ferrara, porque estaba ya en el mes de dar á la luz la prenda que ordenó el cielo que en ella depositase; ó ya fuese por la riña, ó ya por mi descuido, cuando llegué á su casa hallé que salia la secretaria de nuestros conciertos: preguntéle por Cornelia, díjome que ya habia salido, y que aquella noche habia parido un niño, el mas bello del mundo, y que se le habia dado á un Fabio mi criado: la doncella es aquella que allí viene: el Fabio está aquí, y el niño ni Cornelia no parecen: y yo he estado estos dos dias en Bolonia, esperando y escudriñando oir algunas nuevas de Cornelia, pero no he sentido nada.
—Dese modo, señor, dijo D. Juan, que cuando Cornelia y vuestro hijo pareciesen ¿no negaréis ser vuestra esposa y él vuestro hijo?
—No por cierto; porque aunque me precio de caballero, mas me precio de cristiano; y mas que Cornelia es tal, que merece ser señora de un reino: pareciese ella, y viva ó muera mi madre, que el mundo sabrá, que si supe ser amante, supe la fe que di en secreto guardarla en público.
—Luego ¿bien diréis, dijo D. Juan, lo que á mí me habeis dicho, á vuestro hermano el señor Lorenzo?
—Antes me pesa, respondió el duque, de que tarde tanto en saberlo.
Al instante hizo D. Juan señas á Lorenzo que se apease y viniese donde ellos estaban, como lo hizo, bien ajeno de pensar la buena nueva que le esperaba. Adelantóse el duque á recebirle con los brazos abiertos, y la primera palabra que le dijo fué llamarle hermano.
Apénas supo Lorenzo responder á salutacion tan amorosa, ni á tan cortés recebimiento; y estando así suspenso, ántes que hablase palabra, D. Juan le dijo:
—El duque, señor Lorenzo, confiesa la conversacion secreta que ha tenido con vuestra hermana la señora Cornelia: confiesa asimismo que es su legítima esposa, y que como lo dice aquí lo dirá públicamente cuando se ofreciere: concede asimismo que fué ha cuatro noches á sacarla de casa de su prima para traerla á Ferrara, y aguardar coyuntura de celebrar sus bodas, que las ha dilatado por justísimas causas que me ha dicho: dice asimismo la pendencia que con vos tuvo, y que cuando fué por Cornelia encontró con Sulpicia, su doncella, que es aquella mujer que allí viene, de quien supo que Cornelia no habia una hora que habia parido, y que ella dió la criatura á un criado del duque, y que luego Cornelia, creyendo que estaba allí el duque, habia salido de casa medrosa, porque imaginaba que ya vos, señor Lorenzo, sabíades sus tratos. Sulpicia no dió el p. 305 niño al criado del duque, sino á otro en su cambio: Cornelia no parece, él se culpa de todo, y dice que cada y cuando que la señora Cornelia parezca, la recebirá como á su verdadera esposa: mirad, señor Lorenzo, si hay mas que decir, ni mas que desear, sino es el hallazgo de las dos tan ricas como desgraciadas prendas.
Á esto respondió el señor Lorenzo, arrojándose á los piés del duque, que porfiaba por levantarlo:
—De vuestra cristiandad y grandeza, serenísimo señor y hermano mio, no podíamos mi hermana y yo esperar menor bien del que á entrambos nos haceis: á ella en igualarla con vos, y á mí en ponerme en el número de vuestros criados.
Ya en esto se le arrasaban los ojos de lágrimas, y al duque lo mismo, enternecidos, el uno con la pérdida de su esposa, y el otro con el hallazgo de tan buen cuñado; pero considerando que pareceria flaqueza dar muestras con lágrimas de tanto sentimiento, las reprimieron y volvieron á encerrar en los ojos; y los de D. Juan alegres casi les pedian las albricias de haber parecido Cornelia y su hijo, pues los dejaba en su misma casa.
En esto estaban, cuando se descubrió D. Antonio de Isunza, que fué conocido de D. Juan en el cuartago desde algo léjos, pero cuando llegó cerca se paró, y vió los caballos de D. Juan y de Lorenzo, que los mozos tenian del diestro y acullá desviados: conoció á D. Juan y á Lorenzo, pero no al duque, y no sabia qué hacerse, si llegaria ó no adonde D. Juan estaba: y llegándose á los criados del duque, les preguntó si conocian á aquel caballero que con los otros dos estaba, señalando al duque. Fuéle respondido, ser el duque de Ferrara: con que quedó mas confuso y ménos sin saber qué hacerse; pero sacóle de su perplejidad D. Juan llamándole por su nombre. Apeóse D. Antonio, viendo que todos estaban á pié, y llegóse á ellos: recebióle el duque con mucha cortesía, porque D. Juan le dijo que era su camarada. Finalmente, D. Juan contó á D. Antonio todo lo que con el duque le habia sucedido hasta que él llegó. Alegróse en estremo D. Antonio, y dijo á D. Juan:
—¿Por qué, señor D. Juan, no acabais de poner la alegría y el contento destos señores en su punto, pidiendo las albricias del hallazgo de la señora Cornelia y de su hijo?
—Si vos no llegárades, señor D. Antonio, yo las pidiera, pero pedidlas vos, que yo aseguro que os las den de muy buena gana.
Como el duque y Lorenzo oyeron tratar del hallazgo de Cornelia y de albricias, preguntaron qué era aquello.
—¿Qué ha de ser, respondió D. Antonio, sino que yo quiero hacer un personaje en esta trágica comedia, y ha de ser el que pide las albricias del hallazgo de la señora Cornelia y de su hijo, que quedan en mi casa?
Y luego les contó punto por punto todo lo que p. 306 hasta aquí se ha dicho: de lo cual el duque y el señor Lorenzo recebieron tanto placer y gusto, que D. Lorenzo se abrazó con D. Juan, y el duque con D. Antonio; el duque prometiendo todo su Estado en albricias, y el señor Lorenzo su hacienda, su vida y su alma. Llamaron á la doncella, que entregó á D. Juan la criatura, la cual habiendo conocido á Lorenzo, estaba temblando: preguntáronle si conoceria al hombre á quien habia dado el niño. Dijo que no, sino que ella le habia preguntado si era Fabio, y él habia respondido que sí, y con esta buena fe se le habia entregado.
—Así es la verdad, respondió D. Juan; y vos, señora, cerrastes la puerta luego, y me dijistes que la pusiese en cobro y diese luego la vuelta.
—Así es, señor, respondió la doncella llorando.
Y el duque dijo:
—Ya no son menester lágrimas aquí, sino júbilos y fiestas: el caso es, que yo no tengo de entrar en Ferrara, sino dar la vuelta luego á Bolonia, porque todos estos contentos son en sombra hasta que los haga verdaderos la vista de Cornelia.
Y sin mas decir, de comun consentimiento dieron la vuelta á Bolonia.
Adelantóse D. Antonio para apercebir á Cornelia, por no sobresaltarla con la improvisa llegada del duque y de su hermano; pero como no la halló ni los pajes le supieron decir nuevas della, quedó el mas triste y confuso hombre del mundo; y como vió que faltaba el ama, imaginó que por su industria faltaba Cornelia. Los pajes le dijeron que faltó el ama el mismo dia que ellos habian faltado, y que la Cornelia por quien preguntaba, nunca ellos la vieron. Fuera de sí quedó D. Antonio con el no pensado caso, temiendo que quizá el duque los tendria por mentirosos ó embusteros, ó quizá imaginaria otras peores cosas, que redundasen en perjuicio de su honra y del buen crédito de Cornelia. En esta imaginacion estaba, cuando entraron el duque, y D. Juan y Lorenzo, que por calles desusadas y encubiertas, dejando la demas gente fuera de la ciudad, llegaron á la casa de D. Juan, y hallaron á D. Antonio sentado en una silla, con la mano en la mejilla, y con una color de muerto.
Preguntóle D. Juan qué mal tenia y dónde estaba Cornelia. Respondió D. Antonio:
—¿Qué mal quereis que no tenga? pues Cornelia no parece, que con el ama que la dejamos para su compañía, el mismo dia que de aquí faltámos, faltó ella.
Poco le faltó al duque para espirar, y á Lorenzo para desesperarse, oyendo tales nuevas. Finalmente, todos quedaron turbados, suspensos é imaginativos. En esto se llegó un paje á D. Antonio, y al oido le dijo:
—Señor, Santisteban, el paje del señor don Juan, desde el dia que vuesas mercedes se fueron, tiene una mujer muy bonita encerrada en su aposento, y yo creo que se llama Cornelia, que así la he oido llamar.
Alborótose p. 307 de nuevo D. Antonio, y mas quisiera que no hubiera parecido Cornelia, que sin duda pensó que era la que el paje tenia escondida, que no que la hallaran en tal lugar. Con todo eso no dijo nada, sino callando se fué al aposento del paje, y halló cerrada la puerta, y que el paje no estaba en casa: llegóse á la puerta, y dijo con voz baja:
—Abrid, señora Cornelia, y salid á recebir á vuestro hermano y al duque vuestro esposo, que vienen á buscaros.
Respondiéronle de dentro: ¿Hacen burla de mí? pues en verdad que no soy tan fea ni tan desdichada que no podian buscarme duques y condes, y eso se merece la persona que trata con pajes.
Por las cuales palabras entendió D. Antonio que no era Cornelia la que respondia. Estando en esto vino Santisteban el paje, y acudió luego á su aposento, y hallando allí á D. Antonio, que pedia que le trujesen las llaves que habia en casa, por ver si alguna hacia á la puerta, el paje hincado de rodillas, y con la llave en la mano le dijo:
—El ausencia de vuesas mercedes, y mi bellaquería, por mejor decir, me hizo traer una mujer estas tres noches á estar conmigo: suplico á vuesa merced, señor D. Antonio de Isunza, así oiga buenas nuevas de España, que si no lo sabe mi señor D. Juan de Gamboa, que no se lo diga, que yo la echaré al momento.
—Y ¿cómo se llama la tal mujer? preguntó D. Antonio.
—Llámase Cornelia, respondió el paje.
El paje que habia descubierto la celada, que no era muy amigo de Santisteban, ni se sabe si simplemente ó con malicia bajó donde estaban el duque, D. Juan y Lorenzo, diciendo:
—Tómame el paje, por Dios que le han hecho gormar á la señora Cornelia: escondidita la tenia: á buen seguro que no quisiera él que hubieran venido los señores para alargar el gaudeamus tres ó cuatro dias mas.
Oyó esto Lorenzo, y preguntóle:
—¿Qué es lo que decís, gentilhombre? ¿Dónde está Cornelia?
—Arriba, respondió el paje.
Apénas oyó esto el duque, cuando como un rayo subió la escalera arriba á ver á Cornelia, que imaginó que habia parecido, y dió luego en el aposento donde estaba D. Antonio, y entrando dijo:
—¿Dónde está Cornelia, dónde está la vida de la vida mia?
—Aquí está Cornelia, respondió una mujer que estaba envuelta en una sábana de la cama, y cubierto el rostro, y prosiguió diciendo: ¡Válanos Dios! ¿es este algun buey de hurto? ¿Es cosa nueva dormir una mujer con un paje, para hacer tantos milagrones?
Lorenzo que estaba presente, con despecho y cólera tiró de un cabo de la sábana, y descubrió una mujer moza y no de mal parecer, la cual de vergüenza se puso las manos delante del rostro y acudió á tomar sus vestidos, que le servian de almohada, porque la cama no la tenia, y en ellos vieron que debia de ser alguna pícara de las perdidas del mundo.
Preguntóle el p. 308 duque que si era verdad que se llamaba Cornelia: respondió que sí, y que tenia muy honrados parientes en la ciudad, y nadie dijese desta agua no beberé. Quedó tan corrido el duque, que casi estuvo por pensar si hacian los españoles burla dél; pero por no dar lugar á tan mala sospecha, volvió las espaldas, y sin hablar palabra, siguiéndole Lorenzo, subieron en sus caballos y se fueron, dejando á D. Juan y á D. Antonio harto mas corridos que ellos iban, y determinaron de hacer las diligencias posibles y aun imposibles en buscar á Cornelia y satisfacer al duque de su verdad y buen deseo. Despidieron á Santisteban por atrevido, y echaron á la pícara Cornelia, y en aquel punto se les vino á la memoria que se les habia olvidado de decir al duque las joyas del agnus y la cruz de diamantes que Cornelia les habia ofrecido, pues con estas señas creeria que Cornelia habia estado en su poder, y que si faltaba no habia estado en su mano. Salieron á decirle esto, pero no le hallaron en casa de Lorenzo, donde creyeron que estaria: á Lorenzo sí, el cual les dijo que sin detenerse un punto se habia vuelto á Ferrara, dejándole órden de buscar á su hermana.
Dijéronle lo que iban á decirle, pero Lorenzo les dijo que el duque iba muy satisfecho de su buen proceder, y que entrambos habian echado la falta de Cornelia á su mucho miedo, y que Dios seria servido de que pareciese, pues no habia de haber tragado la tierra al niño, y al ama, y á ella. Con esto se consolaron todos, y no quisieron hacer la inquisicion de buscalla por bandos públicos, sino por diligencias secretas, pues de nadie sino de su prima se sabia su falta; y entre los que no sabian la intencion del duque, correria riesgo el crédito de su hermana, si la pregonasen, y ser gran trabajo andar satisfaciendo á cada uno de las sospechas que una vehemente presuncion les infunde.
Siguió su viaje el duque, y la buena suerte, que iba disponiendo su ventura, hizo que llegase á la aldea del cura, donde ya estaban Cornelia, y el niño, y su ama y la consejera; y ellas le habian dado cuenta de su vida, y pedídole consejo de lo que harian.
Era el cura grande amigo del duque, en cuya casa, acomodada á lo de clérigo rico y curioso, solia el duque venirse desde Ferrara muchas veces, y desde allí salia á caza, porque gustaba mucho así de la curiosidad del cura, como de su donaire, que le tenia en cuanto decia y hacia. No se alborotó por ver al duque en su casa, porque como se ha dicho no era la vez primera; pero descontentóle verle venir triste, porque luego echó de ver que con alguna pasion traia ocupado el ánimo.
Entreoyó Cornelia que el duque de Ferrara estaba allí, y turbóse en estremo, por no saber con qué intencion venia: torcíase las manos, y p. 309 andaba de una parte á otra, como persona fuera de sentido: quisiera hablar Cornelia al cura, pero estaba entreteniendo al duque, y no tenia lugar de hablarle.
El duque le dijo:
—Yo vengo, padre mio, tristísimo, y no quiero hoy entrar en Ferrara, sino ser vuestro huésped; decid á los que vienen conmigo, que pasen á Ferrara, y que solo se quede Fabio.
Hízolo así el buen cura, y luego fué á dar órden como regalar y servir al duque, y con esta ocasion le pudo hablar Cornelia, la cual tomándole de las manos le dijo:
—¡Ay, padre y señor mio! y ¿qué es lo que quiere el duque? por amor de Dios, señor, que le dé algun toque en mi negocio, y procure descubrir y tomar algun indicio de su intencion; en efeto, guíelo como mejor le pareciere y su mucha discrecion le aconsejare.
Á esto le respondió el cura:
—El duque viene triste, hasta ahora no me ha dicho la causa: lo que se ha de hacer es, que luego se aderece ese niño muy bien, y ponedle, señora, las joyas todas que tuviéredes, principalmente las que os hubiere dado el duque, y dejadme hacer, que yo espero en el cielo, que hemos de tener hoy un buen dia.
Abrazóle Cornelia, y besóle la mano, y retiróse á aderezar y componer el niño. El cura salió á entretener al duque en tanto que se hacia hora de comer, y en el discurso de su plática preguntó el cura al duque, si era posible saberse la causa de su melancolía, porque sin duda de una legua se echaba de ver que estaba triste.
—Padre, respondió el duque, claro está que las tristezas del corazon salen al rostro; en los ojos se lee la relacion de lo que está en el alma; y lo peor es, que por ahora no puedo comunicar mi tristeza con nadie.
—Pues en verdad, señor, respondió el cura, que si estuviérades para ver cosas de gusto, que os enseñara yo una, que tengo para mí que os le causara y grande.
—Simple seria, respondió el duque, aquel que ofreciéndole el alivio de su mal, no quisiese recebirle: por vida mia, padre, que me mostreis eso que decís, que debe de ser alguna de vuestras curiosidades, que para mí son todas de grandísimo gusto.
Levantóse el cura, y fué donde estaba Cornelia, que ya tenia adornado á su hijo, y puéstole las ricas joyas de la cruz y del agnus , con otras tres piezas preciosísimas, todas dadas del duque á Cornelia, y tomando al niño entre sus brazos, salió adonde el duque estaba, y diciéndole que se levantase, y se llegase á la claridad de una ventana, quitó al niño de sus brazos, y le puso en los del duque, el cual cuando miró y reconoció las joyas, y vió que eran las mismas que él habia dado á Cornelia, quedó atónito; y mirando ahincadamente al niño, le pareció que miraba su mismo retrato; y lleno de admiracion preguntó al cura cúya era aquella criatura, que en su adorno y aderezo parecia hijo de algun príncipe.
—No sé, respondió p. 310 el cura, solo sé que habrá no sé cuántas noches, que aquí me le trujo un caballero de Bolonia, y me encargó mirase por él, y le criase, que era hijo de un valeroso padre, y de una principal y hermosísima madre: tambien vino con el caballero una mujer para dar leche al niño, á quien yo he preguntado si sabe algo de los padres desta criatura, y responde que no sabe palabra; y en verdad que si la madre es tan hermosa como el ama, que debe ser la mas hermosa mujer de Italia.
—¿No la veríamos? preguntó el duque.
—Sí por cierto, respondió el cura; veníos, señor, conmigo, que si os suspende el adorno y la belleza desa criatura, como creo que os ha suspendido, el mismo efeto entiendo que ha de hacer la vista de su ama.
Quísole tomar la criatura el cura al duque, pero él no la quiso dejar, ántes la apretó en sus brazos, y le dió muchos besos. Adelantóse el cura un poco, y dijo á Cornelia que saliese sin turbacion alguna á recebir al duque. Hízolo así Cornelia, y con el sobresalto le salieron tales colores al rostro, que sobre el modo mortal la hermosearon. Pasmóse el duque cuando la vió, y ella arrojándose á sus piés, se los quiso besar. El duque sin hablar palabra dió el niño al cura, y volviendo las espaldas se salió con gran priesa del aposento. Lo cual visto por Cornelia, volviéndose al cura, dijo:
—¡Ay, señor mio! ¿si se ha espantado el duque de verme? ¿si me tiene aborrecida? ¿si le he parecido fea? ¿si se le han olvidado las obligaciones que me tiene? ¿no me hablará siquiera una palabra? ¿tanto le cansaba ya su hijo, que así le arrojó de sus brazos?
Á todo lo cual no respondia palabra el cura, admirado de la huida del duque, que así le pareció que fuese huida, ántes que otra cosa, y no fué sino que salió á llamar á Fabio, y decirle:
—Corre, Fabio amigo, y á toda diligencia vuelve á Bolonia, y dí que al momento Lorenzo Bentibolli, y los dos caballeros españoles, D. Juan de Gamboa y D. Antonio de Isunza, sin poner escusa alguna, vengan luego á esta aldea: mira, amigo, que vuelvas, y no te vengas sin ellos, que me importa la vida el verlos.
No fué perezoso Fabio, que luego puso en efeto el mandamiento de su señor.
El duque volvió luego adonde Cornelia estaba derramando hermosas y cristalinas lágrimas: cogióla el duque en sus brazos, y añadiendo lágrimas á lágrimas, mil veces le bebió el aliento de la boca, teniéndoles el contento atadas las lenguas; y así en silencio honesto y amoroso se gozaban los dos felices amantes y esposos verdaderos.
El ama del niño y la Crivela por lo ménos, como ella decia, que por entre las puertas de otro aposento habian estado mirando lo que entre el duque y Cornelia pasaba, de gozo se daban de calabazadas por las paredes, que no parecia sino que habian perdido el juicio. El cura daba mil p. 311 besos al niño, que tenia en sus brazos, y con la mano derecha, que desocupó, no se hartaba de echar bendiciones á los dos abrazados señores. El ama del cura, que no se habia hallado presente al grave caso, por estar ocupada aderezando la comida, cuando la tuvo en su punto, entró á llamarlos que se sentasen á la mesa. Esto apartó los estrechos abrazos, y el duque desembarazó al cura del niño, y le tomó en sus brazos, y en ellos le tuvo todo el tiempo que duró la limpia y bien sazonada, mas que suntuosa comida: y en tanto que comian, dió cuenta Cornelia de todo lo que le habia sucedido hasta venir á aquella casa por consejo de la ama de los dos caballeros españoles, que la habian servido, amparado y guardado con el mas honesto y puntual decoro que pudiera imaginarse. El duque le contó asimismo á ella todo lo que por él habia pasado hasta aquel punto. Halláronse presentes las dos amas, y hallaron en el duque grandes ofrecimientos y promesas. En todos se renovó el gusto con el felice fin de su suceso, y solo esperaban á colmarle y á ponerle en el estado mejor que acertara á desearse con la venida de Lorenzo, de D. Juan y D. Antonio, los cuales de allí á tres dias vinieron desalados y deseosos por saber si alguna nueva sabia el duque de Cornelia, que Fabio, que los fué á llamar, no les pudo decir ninguna cosa de su hallazgo, pues no la sabia.
Saliólos á recebir el duque á una sala ántes de donde estaba Cornelia, y esto sin muestras de contento alguno, de que los recien venidos se entristecieron. Hízolos sentar el duque, y él se sentó con ellos, y encaminando su plática á Lorenzo, le dijo:
—Bien sabeis, señor Lorenzo Bentibolli, que yo jamas engañé á vuestra hermana, de lo que es buen testigo el cielo y mi conciencia: sabeis asimismo la diligencia con que la he buscado, y el deseo que he tenido de hallarla para casarme con ella, como se lo tengo prometido: ella no parece, y mi palabra no ha de ser eterna: yo soy mozo, y no tan esperto en las cosas del mundo, que no me deje llevar de las que me ofrece el deleite á cada paso: la misma aficion que me hizo prometer ser esposo de Cornelia, me llevó tambien á dar ántes que á ella palabra de matrimonio á una labradora desta aldea, á quien pensaba dejar burlada por acudir al valor de Cornelia, aunque no acudiera á lo que la conciencia me pedia, que no fuera pequeña muestra de amor; pero pues nadie se casa con mujer que no parece, ni es cosa puesta en razon, que nadie busque la mujer que le deja por no hallar la prenda que le aborrece: digo que veais, señor Lorenzo, qué satisfaccion puedo daros del agravio que no os hice, pues jamas tuve intencion de hacérosle, y luego quiero que me deis licencia para cumplir mi primera palabra, y desposarme con la labradora, que ya está dentro p. 312 desta casa.
En tanto que el duque esto decia, el rostro de Lorenzo se iba mudando de mil colores, y no acertaba á estar sentado de una manera en la silla, señales claras que la cólera le iba tomando posesion de todos sus sentidos. Lo mismo pasaba por D. Juan y por D. Antonio, que luego propusieron de no dejar salir al duque con su intencion, aunque le quitasen la vida. Leyendo pues el duque en sus rostros sus intenciones, dijo:
—Sosegáos, señor Lorenzo, que ántes que me respondais palabra, quiero que la hermosura que veréis en la que quiero recebir por mi esposa, os obligue á darme la licencia que os pedí; porque es tal y tan estremada, que de mayores yerros será disculpa.
Esto dicho, se levantó donde Cornelia estaba riquísimamente adornada, con todas las joyas que el niño tenia, y muchas mas. Cuando el duque volvió las espaldas, se levantó D. Juan, y puestas ambas manos en los dos brazos de la silla donde estaba sentado Lorenzo, al oido le dijo:
—Por Santiago de Galicia, señor Lorenzo, y por la fe de cristiano y de caballero que tengo, que así deje yo salir con su intencion al duque como volverme moro: aquí, aquí y en mis manos ha de dejar la vida, ó ha de cumplir la palabra que á la señora Cornelia vuestra hermana tiene dada, ó lo ménos nos ha de dar tiempo de buscarla, y hasta que de cierto se sepa que es muerta, él no ha de casarse.
—Yo estoy dese parecer mismo, respondió Lorenzo.
—Pues del mismo estará mi camarada D. Antonio, replicó D. Juan.
En esto entró por la sala adelante Cornelia en medio del cura y del duque, que la traia de la mano, detras de los cuales venian Sulpicia la doncella de Cornelia, que el duque habia enviado por ella á Ferrara, y las dos amas, la del niño y la de los caballeros.
Cuando Lorenzo vió á su hermana, y la acabó de refigurar y conocer, que al principio la imposibilidad á su parecer de tal suceso no le dejaba enterar en la verdad, tropezando en sus mismos piés, fué á arrojarse á los del duque, que le levantó, y le puso en los brazos de su hermana: quiero decir, que su hermana le abrazó con las muestras de alegría posibles. D. Juan y D. Antonio dijeron al duque, que habia sido la mas discreta y mas sabrosa burla del mundo. El duque tomó al niño, que Sulpicia traia, y dándosele á Lorenzo, le dijo:
—Recebid, señor hermano, á vuestro sobrino y mi hijo, y ved si quereis darme licencia que me case con esta labradora, que es la primera á quien he dado palabra de casamiento.
Seria nunca acabar contar lo que respondió Lorenzo, lo que preguntó D. Juan, lo que sintió D. Antonio, el regocijo del cura, la alegría de Sulpicia, el contento de la consejera, el júbilo del ama, la admiracion de Fabio, y finalmente el general contento de todos.
Luego el cura los desposó, siendo su padrino don Juan de Gamboa: p. 313 y entre todos se dió traza que aquellos desposorios estuviesen secretos hasta ver en qué paraba la enfermedad, que tenia muy al cabo á la duquesa su madre, y que en tanto la señora Cornelia se volviese á Bolonia con su hermano. Todo se hizo así: la duquesa murió, Cornelia entró en Ferrara alegrando al mundo con su vista, los lutos se volvieron en galas, las amas quedaron ricas, Sulpicia por mujer de Fabio, D. Antonio y D. Juan contentísimos de haber servido en algo al duque, el cual les ofreció dos primas suyas por mujeres con riquísima dote. Ellos dijeron que los caballeros de la nacion vizcaína por la mayor parte se casaban en su patria; y que no por menosprecio, pues no era posible, sino por cumplir su loable costumbre y la voluntad de sus padres, que ya los debian de tener casados, no aceptaban tan ilustre ofrecimiento.
El duque admitió su disculpa, y por modos honestos y honrosos, y buscando ocasiones lícitas, les envió muchos presentes á Bolonia, y algunos tan ricos y enviados á tan buena sazon y coyuntura, que aunque pudieran no admitirse por no parecer que recebian paga, el tiempo en que llegaban lo facilitaba todo: especialmente los que les envió al tiempo de su partida para España, y los que les dió cuando fueron á Ferrara á despedirse dél, y hallaron á Cornelia con otras dos criaturas hembras, y al duque mas enamorado que nunca. La duquesa dió la cruz de diamantes á D. Juan, y el agnus á D. Antonio, que sin ser poderosos á hacer otra cosa, las recebieron.
Llegaron á España y á su tierra, adonde se casaron con ricas, principales y hermosas mujeres, y siempre tuvieron correspondencia con el duque y la duquesa, y con el señor Lorenzo Bentibolli con grandísimo gusto de todos.
p. 314
Salia del hospital de la Resurreccion, que está en Valladolid, fuera de la puerta del Campo, un soldado que por servirle su espada de báculo, y por la flaqueza de sus piernas y amarillez de su rostro, mostraba bien claro que, aunque no era tiempo muy caluroso, debia de haber sudado en veinte dias todo el humor que quizá granjeó en una hora: iba haciendo pinitos, y dando traspiés como convaleciente; y al entrar por la puerta de la ciudad, vió que hácia él venia un su amigo, á quien no habia visto en mas de seis meses, el cual santiguándose, como si viera alguna mala vision llegándose á él le dijo:
—¿Qué es esto, señor alférez Campuzano? ¿Es posible que está vuesa merced en esta tierra? ¡Como quien soy, que le hacia en Flándes, ántes terciando allá la pica, que arrastrando aquí la espada! ¿Qué color, qué flaqueza es esa?
Á lo cual respondió Campuzano:
—Á lo si estoy en esta tierra, ó no, señor licenciado Peralta, el verme en ella le responde: á las demas preguntas no tengo que decir, sino que salgo de aquel hospital de sudar catorce cargas de bubas que me echó á cuestas una mujer que escogí por mia, que no debiera.
—Luego ¿casóse vuesa merced? replicó Peralta.
—Sí, señor, respondió Campuzano.
—Seria por amores, dijo Peralta, y tales casamientos traen consigo aparejada la ejecucion del arrepentimiento.
—No sabré decir si fué por amores, respondió el alférez, aunque sabré afirmar que fué por dolores, pues de mi casamiento ó cansamiento, saqué tantos en el cuerpo y en el alma, que los del cuerpo para entretenerlos me cuestan cuarenta sudores, y los del p. 315 alma no hallo remedio para aliviarlos siquiera; pero porque no estoy para tener largas pláticas en la calle, vuesa merced me perdone, que otro dia con mas comodidad le daré cuenta de mis sucesos, que son los mas nuevos y peregrinos que vuesa merced habrá oido en todos los dias de su vida.
—No ha de ser así, dijo el licenciado, sino que quiero que venga conmigo á mi posada, y allí haremos penitencia juntos, que la olla es muy de enfermo; y aunque está tasada para dos, un pastel suplirá con mi criado, y si la convalecencia lo sufre, unas lonjas de jamon de Rute nos harán la salva, y sobre todo la buena voluntad con que lo ofrezco, no solo esta vez, sino todas las que vuesa merced quisiere.
Agradecióselo Campuzano, y aceptó el convite y los ofrecimientos. Fueron á San Llorente, oyeron misa, llevóle Peralta á su casa, dióle lo prometido, y ofreciósele de nuevo, y pidióle en acabando de comer, le contase los sucesos que tanto le habian encarecido. No se hizo de rogar Campuzano, ántes comenzó á decir desta manera.
—Bien se acordará vuesa merced, señor licenciado Peralta, cómo yo hacia en esta ciudad camarada con el capitan Pedro de Herrera, que ahora está en Flándes.
—Bien me acuerdo, respondió Peralta.
—Pues un dia, prosiguió Campuzano, que acabámos de comer en aquella posada de la Solana, donde vivíamos, entraron dos mujeres de gentil parecer con dos criadas: la una se puso á hablar con el capitan en pié, arrimados á una ventana; y la otra se sentó en una silla junto á mí, derribado el manto hasta la barba, sin dejar ver el rostro mas de aquello que concedia la raridad del manto; y aunque le supliqué por cortesía me hiciese merced de descubrirse, no fué posible acabarlo con ella, cosa que me encendió mas el deseo de verle; y para acrecentarle mas, ó ya fuese de industria, ó acaso, sacó la señora una blanca mano, con muy buenas sortijas: estaba yo entónces bizarrísimo, con aquella gran cadena que vuesa merced debió de conocerme, el sombrero con plumas y cintillo, el vestido de colores á fuer de soldado, y tan gallardo á los ojos de mi locura, que me daba á entender que las podia matar en el aire: con todo esto le rogué que se descubriese. Á lo que ella me respondió: No seais importuno, casa tengo, haced á un paje que me siga, que aunque soy mas honrada de lo que promete esta respuesta, todavía á trueco de ver si responde vuestra discrecion á vuestra gallardía, holgaré de que me veais mas despacio.
»Beséle las manos por la grande merced que me hacia, en pago de la cual le prometí montes de oro. Acabó el capitan su plática. Ellas se fueron: siguiólas un criado mio. Díjome el capitan que lo que la dama le queria era que le llevase unas cartas á Flándes á otro capitan, que decia p. 316 ser su primo; aunque él sabia que no era, sino su galan.
»Yo quedé abrasado con las manos de nieve que habia visto, y muerto por el rostro que deseaba ver; y así otro dia, guiándome mi criado, dióseme libre entrada. Hallé una casa muy bien aderezada, y una mujer de hasta treinta años, á quien conocí por las manos: no era hermosa en estremo, pero éralo de suerte, que podia enamorar comunicada, porque tenia un tono de habla tan suave, que se entraba por los oidos en el alma. Pasé con ella luengos y amorosos coloquios: blasoné, hendí, rajé, ofrecí, prometí y hice todas las demostraciones que me pareció ser necesarias para hacerme bienquisto con ella; pero como ella estaba hecha á oir semejantes ó mayores ofrecimientos y razones, parecia que les daba atento oido, ántes que crédito alguno. Finalmente, nuestra plática se pasó en flores cuatro dias que continué en visitalla, sin que llegase á coger el fruto que deseaba.
»En el tiempo que la visité, siempre hallé la casa desembarazada, sin que viese visiones en ella de parientes fingidos, ni de amigos verdaderos: servíala una moza mas taimada que simple: finalmente, tratando mis amores como soldado, que está víspera de mudar, apuré á mi señora Doña Estefanía de Caicedo (que este es el nombre de la que así me tiene), y respondióme: Señor alférez Campuzano, simplicidad seria, si yo quisiese venderme á vuesa merced por santa; pecadora he sido, y aun ahora lo soy; pero no de manera que los vecinos me murmuren, ni los apartados me noten: ni de mis padres ni de otro pariente heredé hacienda alguna, y con todo esto vale el menaje de mi casa bien validos, dos mil y quinientos ducados; y estos en cosas, que puestas en almoneda, lo que se tardare en ponellas, se tardará en convertirse en dineros: con esta hacienda busco marido á quien entregarme, y á quien tener obediencia; á quien juntamente con la enmienda de mi vida, le entregaré una increible solicitud de regalarle y servirle; porque no tiene príncipe cocinero mas goloso, ni que mejor sepa dar el punto á los guisados, que le sé dar yo, cuando mostrando ser casera, me quiero poner á ello: sé ser mayordomo en casa, moza en la cocina y señora en la sala: en efecto sé mandar, y sé hacer que me obedezcan: no desperdicio nada, y allego mucho: mi real no vale ménos, sino mucho mas, cuando se gasta por mi órden: la ropa blanca que tengo, que es mucha y muy buena, no se sacó de tiendas ni lenceros; estos pulgares y los de mis criadas la hilaron, y si pudiera tejerse en casa, se tejiera: digo estas alabanzas mias, porque no acarrean vituperio, cuando es forzosa la necesidad de decirlas: finalmente quiero decir, que yo busco marido que me ampare, me mande y me honre, y no galan que me sirva y me vitupere: si vuesa merced gustare de aceptar la prenda p. 317 que se le ofrece, aquí estoy moliente y corriente, sujeta á todo aquello que vuesa merced ordenare, sin andar en venta, que es lo mismo andar en lenguas de casamenteros, y no hay ninguno tan bueno para concertar el todo, como las mismas partes.
»Yo, que tenia entónces el juicio no en la cabeza, sino en los carcañales, haciéndoseme el deleite en aquel punto mayor de lo que en la imaginacion le pintaba, y ofreciéndoseme tan á la vista la cantidad de hacienda, que ya la contemplaba en dineros convertida, sin hacer otros discursos de aquellos á que daba lugar el gusto que me tenia echados grillos al entendimiento, le dije que yo era el venturoso y bienafortunado en haberme dado el cielo casi por milagro tal compañera para hacerla señora de mi voluntad y de mi hacienda, que no era tan poca, que no valiese con aquella cadena que traia al cuello, y con otras joyuelas que tenia en casa, y con deshacerme de algunas galas de soldado, mas de dos mil ducados, que juntos con los dos mil y quinientos suyos, era suficiente cantidad para retirarnos á vivir á una aldea de donde yo era natural, y adonde tenia algunas raíces, hacienda tal, que sobrellevada con el dinero, vendiendo los frutos á su tiempo, nos podia dar una vida alegre y descansada: en resolucion, aquella vez se concertó nuestro desposorio, y se dió traza como los dos hiciésemos informacion de solteros, y en los tres dias de fiesta, que vinieron luego juntos en una pascua, se hicieron las amonestaciones, y al cuarto dia nos desposámos, hallándose presentes al desposorio dos amigos mios, y un mancebo que ella dijo ser primo suyo, á quien yo me ofrecí por pariente con palabras de mucho comedimiento, como lo habian sido todas las que hasta entónces á mi nueva esposa habia dado, con intencion tan torcida y traidora que la quiero callar, porque aunque estoy diciendo verdades, no son verdades de confesion, que no pueden dejar de decirse.
»Mudó mi criado el baul de la posada á casa de mi mujer: encerré en él delante della mi magnífica cadena: mostréle otras tres ó cuatro, si no tan grandes, de mejor hechura, con otros tres ó cuatro cintillos de diversas suertes: hícele patentes mis galas y mis plumas, y entreguéle para el gasto de casa hasta cuatrocientos reales que tenia. Seis dias gocé del pan de la boda, espaciándome en casa como el yerno ruin en la del suegro rico: pisé ricas alfombras, ajé sábanas de Holanda, alumbréme con candeleros de plata, almorzaba en la cama, levantábame á las once, comia á las doce, y á las dos sesteaba en el estrado; bailábanme Doña Estefanía y la moza el agua delante; mi mozo, que hasta allí le habia conocido perezoso y lerdo, se habia vuelto un corzo; el rato que Doña Estefanía faltaba de mi lado, la habian de hallar en la cocina toda solícita en orde p. 318 nar guisados que me despertasen el gusto y me avivasen el apetito; mis camisas, cuellos y pañuelos eran un nuevo Aranjuez de flores, segun olian, bañados en la agua de ángeles y de azahar, que sobre ellos se derramaba.
»Pasáronse estos dias volando, como se pasan los años que están debajo de la jurisdicion del tiempo; en los cuales dias por verme tan regalado y tan bien servido, iba mudando en buena la mala intencion con que aquel negocio habia comenzado; al cabo de los cuales, una mañana (que aun estaba con Doña Estefanía en la cama) llamaron con grandes golpes á la puerta de la calle. Asomóse la moza á la ventana, y quitándose al momento, dijo:
»—¡Oh, que sea ella la bien venida! ¿Han visto y cómo ha venido mas presto de lo que escribió el otro dia?
»—¿Quién es la que ha venido, moza? le pregunté.
»—¿Quién? respondió ella, es mi señora Doña Clementa Bueso, y viene con ella el señor D. Lope Melendez de Almendarez, con otros dos criados, y Hortigosa, la dueña que llevó consigo.
»—Corre, moza, bien haya yo, y ábreles, dijo á este punto Estefanía; y vos, señor, por mi amor, que no os alboroteis ni respondais por mí á ninguna cosa que contra mí oyéredes.
»—Pues ¿quién ha de decir cosa que os ofenda, y mas estando yo delante? decidme qué gente es esta, que me parece que os ha alborotado su venida.
»—No tengo lugar de responderos, dijo Doña Estefanía; solo sabed que todo lo que aquí pasare es fingido, y que tira á cierto designio y efecto que despues sabréis.
»Y aunque quisiera replicarle á esto, no me dió lugar la señora Doña Clementa Bueso, que se entró en la sala, vestida de raso verde prensado, con muchos pasamanos de oro, capotillo de lo mismo y con la misma guarnicion, sombrero con plumas verdes, blancas y encarnadas, y con rico cintillo de oro, y con un delgado velo cubierto la mitad del rostro. Entró con ella el señor D. Lope Melendez de Almendarez, no ménos bizarro, que ricamente vestido de camino. La dueña Hortigosa fué la primera que habló, diciendo:
»—¡Jesus! ¿Qué es esto? ¡Ocupado el lecho de mi señora Doña Clementa, y mas con ocupacion de hombre! milagros veo hoy en esta casa: á fe que se ha ido bien del pié á la mano la señora Doña Estefanía, fiada en la amistad de mi señora.
»—Yo te lo prometo, Hortigosa, replicó Doña Clementa; pero yo, yo me tengo la culpa: ¡que jamas escarmiente yo en tomar amigas, que no lo saben ser sino es cuando les viene á cuento!
»Á todo lo cual respondió Doña Estefanía:
»—No reciba vuesa merced pesadumbre, mi señora Doña Clementa Bueso, y entienda que no sin misterio ve lo que ve en esta su casa, que cuando lo sepa, yo sé que quedaré disculpada y vuesa merced sin ninguna queja.
»En esto ya me habia puesto yo en calzas y en jubon, y tomán p. 319 dome Doña Estefanía por la mano, me llevó á otro aposento, y allí me dijo, que aquella su amiga queria hacer una burla á aquel D. Lope que venia con ella, con quien pretendia casarse, y que la burla era darle á entender que aquella casa y cuanto estaba en ella era todo suyo, de lo cual pensaba hacerle carta de dote; y que hecho el casamiento, se le daba poco que se descubriese el engaño, fiada en el grande amor que el D. Lope la tenia.
»—Y luego se me volverá lo que es mio, y no se le tendrá á mal á ella ni á otra mujer alguna, de que procure buscar marido honrado, aunque sea por medio de cualquier embuste.
»Yo le respondí que era grande estremo de amistad el que queria hacer, y que primero se mirase bien en ello, porque despues podria ser tener necesidad de valerse de la justicia para cobrar su hacienda. Pero ella me respondió con tantas razones, representando tantas obligaciones que la obligaban á servir á Doña Clementa, aun en cosas de mas importancia, que mal de mi grado y con remordimiento de mi juicio hube de condescender con el gusto de Doña Estefanía; asegurándome ella que solos ocho dias podia durar el embuste, los cuales estaríamos en casa de otra amiga suya.
»Acabámonos de vestir ella y yo, y luego entrándose á despedir de la señora Doña Clementa Bueso y del señor D. Lope Melendez de Almendarez, hizo á mi criado que se cargase el baul, y que la siguiese, á quien yo tambien seguí, sin despedirme de nadie.
»Paró Doña Estefanía en casa de una amiga suya, y ántes que entrásemos dentro, estuvo un buen espacio hablando con ella, al cabo del cual salió una moza, y dijo que entrásemos yo y mi criado. Llevónos á un aposento estrecho, en el cual habia dos camas tan juntas que parecian una, á causa que no habia espacio que las dividiese, y las sábanas de entrambas se besaban.
»En efecto, allí estuvimos seis dias, y en todos ellos no se pasó hora que no tuviésemos pendencia, diciéndole la necedad que habia hecho en haber dejado su casa y su hacienda, aunque fuera á su misma madre. En esto iba yo y venia por momentos, tanto, que la huéspeda de casa un dia que Doña Estefanía dijo que iba á ver en qué término estaba su negocio, quiso saber de mí qué era la causa que me movia á reñir tanto con ella, y qué cosa habia hecho que tanto se la afeaba, diciéndole que habia sido necedad notoria, mas que amistad perfecta. Contéle todo el cuento, y cuando llegué á decir que me habia casado con Doña Estefanía, y la dote que trujo, y la simplicidad que habia hecho en dejar su casa y hacienda á Doña Clementa, aunque fuese con tan sana intencion, como era alcanzar tan principal marido como D. Lope, se comenzó á santiguar y hacerse cruces con tanta priesa, y con tanto ¡Jesus, Jesus, de la mala hem p. 320 bra! que me puso en gran turbacion, y al fin me dijo:
»—Señor alférez, no sé si voy contra mi conciencia en descubriros lo que me parece que tambien la cargaria, si lo callase; pero á Dios y á ventura, sea lo que fuere, viva la verdad, y muera la mentira. La verdad es, que Doña Clementa Bueso es la verdadera señora de la casa y de la hacienda de que os hicieron la dote: la mentira es todo cuanto os ha dicho Doña Estefanía, que ni ella tiene casa, ni hacienda, ni otro vestido del que trae puesto; y el haber tenido lugar y espacio para hacer este embuste, fué que Doña Clementa fué á visitar unos parientes suyos á la ciudad de Plasencia, y de allí fué á tener novenas en Nuestra Señora de Guadalupe, y en este entre tanto dejó en su casa á doña Estefanía que mirase por ella, porque en efecto son grandes amigas; aunque bien mirado, no hay que culpar á la pobre señora, pues ha sabido granjear á una tal persona, como la del señor alférez por marido.
»Aquí dió fin á su plática, y yo di principio á desesperarme, y sin duda lo hiciera, si tantico se descuidara el ángel de mi guarda en socorrerme, acudiendo á decirme en el corazon que mirase que era cristiano, y que el mayor pecado de los hombres era el de la desesperacion, por ser pecado de demonios. Esta consideracion, ó buena inspiracion, me confortó algo; pero no tanto que dejase de tomar mi capa y espada, y salir á buscar á Doña Estefanía, con presupuesto de hacer en ella un ejemplar castigo; pero la suerte, que no sabré decir si mis cosas empeoraba ó mejoraba, ordenó que en ninguna parte donde pensé hallar á Doña Estefanía, la hallase: fuíme á San Llorente, encomendéme á Nuestra Señora, sentéme sobre un escaño, y con la pesadumbre me tomó un sueño tan pesado, que no despertara tan presto, si no me despertaran: fuí lleno de pensamientos y congojas á casa de Doña Clementa, y halléla con tanto reposo como señora de su casa; no le osé decir nada, porque estaba el señor D. Lope delante: volví en casa de mi huéspeda, que me dijo haber contado á Doña Estefanía, cómo yo sabia toda su maraña y embuste, y que ella le preguntó qué semblante habia yo mostrado con tal nueva, y que le habia respondido que muy malo, y que á su parecer habia salido yo con mala intencion y con peor determinacion á buscarla: díjome finalmente, que Doña Estefanía se habia llevado cuanto en el baul tenia, sin dejarme en él sino un solo vestido de camino.
»Aquí fué ello, aquí me tuvo de nuevo Dios de su mano: fuí á ver mi baul, y halléle abierto, y como sepultura que esperaba cuerpo difunto, y á buena razon habia de ser el mio, si yo tuviera entendimiento para saber sentir y ponderar tamaña desgracia.
—Bien grande fué, dijo á esta sazon el licenciado Peralta, haberse llevado Doña Estefanía tanta cadena y tanto cintillo; p. 321 que como suele decirse, todos los duelos, etc.
—Ninguna pena me dió esa falta, respondió el alférez, pues tambien podré decir: Pensóse D. Simueque que me engañaba con su hija la tuerta, y por el Dios contrecho soy de un lado.
—No sé á qué propósito puede vuesa merced decir eso, respondió Peralta.
—El propósito es, respondió el alférez, de que toda aquella balumba y aparato de cadenas, cintillos y brincos, podia valer hasta diez ó doce escudos.
—Eso no es posible, replicó el licenciado, porque la que el señor alférez traia al cuello, mostraba pesar mas de docientos ducados.
—Así fuera, respondió el alférez, si la verdad respondiera al parecer; pero como no es todo oro lo que reluce, las cadenas, cintillos, joyas, brincos, con solo ser de alquimia se contentaron, pero estaban tan bien hechas, que solo el toque ó el fuego podia descubrir su malicia.
—Desa manera, dijo el licenciado, entre vuesa merced y la señora Doña Estefanía, pata es la traviesa.
—Y tan pata, respondió el alférez, que podemos volver á barajar; pero el daño está, señor licenciado, en que ella se podrá deshacer de mis cadenas, y yo no de la falsía de su término; y en efecto, mal que me pese es prenda mia.
—Dad gracias á Dios, señor Campuzano, dijo Peralta, que fué prenda con piés, y que se os ha ido, y que no estais obligado á buscarla.
—Así es, respondió el alférez; pero con todo esto, sin que la busque la hallo siempre en la imaginacion, y adonde quiera que estoy tengo mi afrenta presente.
—No sé qué responderos, dijo Peralta, sino es traeros á la memoria dos versos de Petrarca, que dicen:
Ché chi prende diletto di far frode,
Non si de’ lamentar s’altri l’inganna.
Que responden en nuestro castellano: Que el que tiene costumbre y gusto de engañar á otro, no se debe quejar cuando es engañado.
—Yo no me quejo, respondió el alférez, sino lastímome: que el culpado, no por conocer su culpa, deja de sentir la pena del castigo: bien veo que quise engañar y fuí engañado, porque me hirieron por mis propios filos; pero no puedo tener tan á raya el sentimiento, que no me queje de mí mismo. Finalmente, por venir á lo que hace mas al caso á mi historia (que este nombre se le puede dar al cuento de mis sucesos), digo que supe que se habia llevado á Doña Estefanía el primo que dije que se halló á nuestros desposorios, el cual de luengos tiempos atras era su amigo á todo ruedo: no quise buscarla, por no hallar el mal que me faltaba: mudé posada, y mudé el pelo dentro de pocos dias; porque comenzaron á pelárseme las cejas y las pestañas, y p. 322 poco á poco me dejaron los cabellos, y ántes de edad me hice calvo, dándome una enfermedad que llaman lupicia, y por otro nombre mas claro la pelarela: halléme verdaderamente hecho pelon; porque ni tenia barbas que peinar, ni dineros que gastar: fué la enfermedad caminando al paso de mi necesidad, y como la pobreza atropella á la honra, y á unos lleva á la horca, y á otros al hospital, y á otros les hace entrar por las puertas de sus enemigos con ruegos y sumisiones, que es una de las mayores miserias que puede suceder á un desdichado, por no gastar en curarme los vestidos que me habian de cubrir y honrar en salud, llegado el tiempo en que se dan los sudores en el hospital de la Resurreccion, me entré en él, donde he tomado cuarenta sudores: dicen que quedaré sano, si me guardo: espada tengo, lo demas Dios lo remedie.
Ofreciósele de nuevo el licenciado, admirándose de las cosas que le habia contado.
—Pues de poco se maravilla vuesa merced, señor Peralta, dijo el alférez, que otros sucesos me quedan por decir que esceden á toda imaginacion, pues van fuera de todos los términos de naturaleza: no quiera vuesa merced saber mas, sino que son de suerte que doy por bien empleadas todas mis desgracias, por haber sido parte de haberme puesto en el hospital, donde vi lo que ahora diré, que es lo que ahora ni nunca vuesa merced podrá creer, ni habrá persona en el mundo que lo crea.
Todos estos preámbulos y encarecimientos, que el alférez hacia ántes de contar lo que habia visto, encendian el deseo de Peralta, de manera que con no menores encarecimientos le pidió que luego luego le dijese las maravillas que le quedaban por decir.
—Ya vuesa merced habrá visto, dijo el alférez, dos perros que con dos linternas andan de noche con los hermanos de la Capacha, alumbrándoles cuando piden limosna.
—Sí he visto, respondió Peralta.
—Tambien habrá visto ó oido vuesa merced, dijo el alférez, lo que dellos se cuenta, que si acaso echan limosna de las ventanas y se cae en el suelo, ellos acuden luego á alumbrar, á buscar lo que se cae, y se paran delante de las ventanas, donde saben que tienen costumbre de darles limosna, y con ir allí con tanta mansedumbre, que mas parecen corderos que perros, en el hospital son unos leones, guardando la casa con grande cuidado y vigilancia.
—Yo he oido decir, dijo Peralta, que todo es así; pero eso no me puede ni debe causar maravilla.
—Pues lo que ahora diré dellos, dijo el alférez, es razon que la cause, y que sin hacerse cruces, ni alegar imposibles ni dificultades, vuesa merced se acomode á creerlo; y es que yo oí y casi vi con mis ojos á estos dos perros, que el uno se llamaba Cipion, el otro Berganza, estar una noche, que fué la penúltima que p. 323 acabé de sudar, echados detras de mi cama en unas esteras viejas, y á la mitad de aquella noche, estando á escuras y desvelado, pensando en mis pasados sucesos y presentes desgracias, oí hablar allí junto, y estuve con atento oido escuchando, por ver si podia venir en conocimiento de los que hablaban, y de lo que hablaban, y á poco rato vine á conocer, por lo que hablaban, los que hablaban, que eran los dos perros Cipion y Berganza.
Apénas acabó de decir esto Campuzano, cuando levantándose el licenciado, dijo:
—Vuesa merced quede mucho en buen hora, señor Campuzano, que hasta aquí estaba en duda si creeria ó no lo que de su casamiento me habia contado; y esto que ahora me cuenta de que oyó hablar los perros, me ha hecho declarar por la parte de no creelle ninguna cosa: por amor de Dios, señor alférez, que no cuente estos disparates á persona alguna, si ya no fuere á quien sea tan su amigo como yo.
—No me tenga vuesa merced por tan ignorante, replicó Campuzano, que no entienda que, si no es por milagro, no pueden hablar los animales: que bien sé que si los tordos, picazas y papagayos hablan, no son sino las palabras que aprenden y toman de memoria, y por tener la lengua estos animales cómoda para poder pronunciarlas; mas no por esto pueden hablar y responder con discurso concertado, como estos perros hablaban; y así muchas veces despues que los oí, yo mismo no he querido dar crédito á mí mismo, y he querido tener por cosa soñada lo que realmente estando despierto con todos mis cinco sentidos, tales cuales nuestro Señor fué servido dármelos, oí, escuché, noté, y finalmente escribí sin faltar palabra por su concierto, de donde se puede tomar indicio bastante que mueva y persuada á creer esta verdad que digo: las cosas de que trataron fueron grandes y diferentes, y mas para ser tratadas por varones sabios, que para ser dichas de bocas de perros: así que, pues yo no las pude inventar de mio, á mi pesar y contra mi opinion vengo á creer que no soñaba, y que los perros hablaban.
—¡Cuerpo de mí, replicó el licenciado, si se nos ha vuelto el tiempo de Maricastaña, cuando hablaban las calabazas, ó el de Esopo, cuando departia el gallo con la zorra y unos animales con otros!
—Uno dellos seria yo y el mayor, replicó el alférez, si creyese que ese tiempo ha vuelto, y aun tambien lo seria, si dejase de creer lo que oí y lo que vi, y lo que me atreveré á jurar con juramento que obligue y aun fuerce á que lo crea la misma incredulidad; pero puesto caso que me haya engañado y que mi verdad sea sueño, y el porfiarla disparate, ¿no se holgara vuesa merced, señor Peralta, de ver escritas en un coloquio las cosas que estos perros, ó sean quien fueren, hablaron?
—Como vuesa merced, p. 324 replicó el licenciado, no se canse mas en persuadirme que oyó hablar á los perros, de muy buena gana oiré ese coloquio, que por ser escrito y notado del buen ingenio del señor alférez, ya le juzgo por bueno.
—Pues hay en esto otra cosa, dijo el alférez, que como yo estaba tan atento y tenia delicado el juicio, delicada, sotil y desocupada la memoria (merced á las muchas pasas y almendras que habia comido), todo lo tomé de coro, y casi por las mismas palabras que habia oido, lo escribí otro dia, sin buscar colores retóricas para adornarlo, ni que añadir ni quitar, para hacerle gustoso. No fué una noche sola la plática, que fueron dos consecutivamente, aunque yo no tengo escrita mas de una, que es la vida de Berganza; y la del compañero Cipion pienso escribir (que fué la que se contó la noche segunda) cuando viere ó que esta se crea, ó á lo ménos no se desprecie: el coloquio traigo en el seno; púselo en forma de coloquio, por ahorrar de dijo Cipion, respondió Berganza , que suele alargar la escritura.
Y en diciendo esto, sacó del pecho un cartapacio, y le puso en las manos del licenciado, el cual le tomó riyéndose, y como haciendo burla de todo lo que habia oido, y de lo que pensaba leer.
—Yo me recuesto, dijo el alférez, en esta silla, en tanto que vuesa merced lee si quiere esos sueños ó disparates, que no tienen otra cosa de bueno, sino es el poderlos dejar cuando enfaden.
—Haga vuesa merced su gusto, dijo Peralta, que yo con brevedad me despediré desta letura.
Recostóse el alférez, abrió el licenciado el cartapacio, y en el principio vió que estaba puesto este título:
PERROS DEL HOSPITAL DE LA RESURRECCION,
QUE ESTÁ EN LA CIUDAD DE VALLADOLID, FUERA DE LA PUERTA DEL CAMPO, Á QUIEN COMUNMENTE LLAMAN LOS PERROS DE MAHUDES.
Cipion. Berganza amigo, dejemos esta noche el hospital en guarda de la confianza, y retirémonos á esta soledad y entre estas esteras, donde podremos gozar sin ser sentidos desta no vista merced que el cielo en un mismo punto á los dos nos ha hecho.
p. 325 Berganza. Cipion hermano, óyote hablar, y sé que te hablo, y no puedo creerlo, por parecerme que el hablar nosotros pasa de los términos de naturaleza.
Cipion. Así es la verdad, Berganza, y viene á ser mayor este milagro, en que no solamente hablamos, sino en que hablamos con discurso, como si fuéramos capaces de razon, estando tan sin ella, que la diferencia que hay del animal bruto al hombre, es ser el hombre animal racional, y el bruto irracional.
Berganza. Todo lo que dices, Cipion, entiendo, y el decirlo tú y entenderlo yo, me causa nueva admiracion y nueva maravilla; bien es verdad, que en el discurso de mi vida, diversas y muchas veces he oido decir grandes prerogativas nuestras, tanto que parece que algunos han querido sentir que tenemos un natural distinto, tan vivo y tan agudo en muchas cosas, que da indicios y señales de faltar poco para mostrar que tenemos un no sé qué de entendimiento, capaz de discurso.
Cipion. Lo que yo he oido alabar y encarecer, es nuestra mucha memoria, el agradecimiento y gran fidelidad nuestra, tanto que nos suelen pintar por símbolo de la amistad; y así habrás visto (si has mirado en ello) que en las sepulturas de alabastro, donde suelen estar las figuras de los que allí están enterrados, cuando son marido y mujer, ponen entre los dos, á los piés, una figura de perro, en señal que se guardaron en la vida amistad y fidelidad inviolable.
Berganza. Bien sé que ha habido perros tan agradecidos, que se han arrojado con los cuerpos difuntos de sus amos en la misma sepultura: otros han estado sobre las sepulturas donde estaban enterrados sus señores, sin apartarse dellas, sin comer hasta que se les acababa la vida: sé tambien que despues del elefante, el perro tiene el primer lugar de parecer que tiene entendimiento: luego el caballo, y el último la jimia.
Cipion. Ansí es; pero bien confesarás que ni has visto ni oido decir jamas que haya hablado ningun elefante, perro, caballo ó mona: por donde me doy á entender que este nuestro hablar tan de improviso, cae debajo del número de aquellas cosas que llaman portentos, las cuales cuando se muestran y parecen, tiene averiguado la esperiencia que alguna calamidad grande amenaza á las gentes.
Berganza. Desa manera no haré yo mucho en tener por señal portentosa lo que oí decir los dias pasados á un estudiante, pasando por Alcalá de Henáres.
Cipion. ¿Qué le oiste decir?
p. 326 Berganza. Que de cinco mil estudiantes que cursaban aquel año en la universidad, los dos mil oian medicina.
Cipion. Pues ¿qué vienes á inferir deso?
Berganza. Infiero, ó que estos dos mil médicos han de tener enfermos que curar (que seria harta plaga y mala ventura), ó ellos se han de morir de hambre.
Cipion. Pero sea lo que fuere, nosotros hablamos, sea portento ó no, que lo que el cielo tiene ordenado que suceda, no hay diligencia ni sabiduría humana que lo pueda prevenir: y así no hay para qué ponernos á disputar nosotros cómo ó por qué hablamos: mejor será que este buen dia ó buena noche la metamos en nuestra casa, y pues la tenemos tan buena en estas esteras, y no sabemos cuánto durará esta nuestra ventura, sepamos aprovecharnos della, y hablemos toda esta noche, sin dar lugar al sueño que nos impida este gusto, de mí por largos tiempos deseado.
Berganza. Y aun de mí, que desde que tuve fuerzas para roer un hueso, tuve deseo de hablar para decir cosas que depositaba en la memoria, y allí de antiguas y muchas, ó se enmohecian, ó se me olvidaban; empero ahora, que tan sin pensarlo me veo enriquecido deste divino don de la habla, pienso gozarle y aprovecharme dél lo mas que pudiere, dándome priesa á decir todo aquello que se me acordare, aunque sea atropellada y confusamente, porque no sé cuándo me volverán á pedir este bien, que por prestado tengo.
Cipion. Sea esta la manera, Berganza amigo, que esta noche me cuentes tu vida, y los trances por donde has venido al punto en que ahora te hallas; y si mañana en la noche estuviéremos con habla, yo te contaré la mia, porque mejor será gastar el tiempo en contar las propias, que en procurar saber las ajenas vidas.
Berganza. Siempre, Cipion, te he tenido por discreto y por amigo, y ahora mas que nunca, pues como amigo quieres decirme tus sucesos y saber los mios, y como discreto has repartido el tiempo, donde podamos manifestallos; pero advierte primero, si nos oye alguno.
Cipion. Ninguno, á lo que creo, puesto que aquí cerca está un soldado tomando sudores; pero en esta sazon mas estará para dormir que para ponerse á escuchar á nadie.
Berganza. Pues si puedo hablar con ese seguro, escucha, y si te cansare lo que te fuere diciendo, ó me reprende, ó manda que calle.
Cipion. Habla hasta que amanezca, ó hasta que seamos sentidos, que yo te escucharé de muy buena gana, sin impedirte, sino cuando viere ser necesario.
p. 327 Berganza. Paréceme que la primera vez que vi el sol, fué en Sevilla, y en su matadero, que está fuera de la puerta de la Carne; por donde imaginara (si no fuera por lo que despues diré) que mis padres debieron de ser alanos de aquellos que crian los ministros de aquella confusion, á quien llaman jiferos: el primero que conocí por amo, fué uno llamado Nicolas el Romo, mozo robusto, doblado y colérico, como lo son todos aquellos que ejercitan la jifería: este tal Nicolas me enseñaba á mí y á otros cachorros, á que en compañía de alanos viejos arremetiésemos á los toros, y les hiciésemos presa de las orejas: con mucha facilidad salí un águila en esto.
Cipion. No me maravillo, Berganza, que como el hacer mal viene de natural cosecha, fácilmente se aprende el hacerle.
Berganza. ¿Qué te diria, Cipion hermano, de lo que vi en aquel matadero, y de las cosas exorbitantes que en él pasan? Primero has de presuponer, que todos cuantos en él trabajan, desde el menor hasta el mayor, es gente ancha de conciencia, desalmada, sin temer al rey ni á su justicia: los mas, amancebados: son aves de rapiña carniceras: mantiénense ellos y sus amigas de lo que hurtan: todas las mañanas que son dias de carne, ántes que amanezca están en el matadero gran cantidad de mujercillas y muchachos, todos con talegas, que viniendo vacías, vuelven llenas de pedazos de carne, y las criadas con criadillas y lomos medio enteros: no hay res alguna que se mate, de quien no lleve esta gente diezmos y primicias de lo mas sabroso y bien parado; y como en Sevilla no hay obligado de la carne, cada uno puede traer la que quisiere, y la que primero se mata ó es la mejor, ó la de mas baja postura; y con este concierto hay siempre mucha abundancia: los dueños se encomiendan á esta buena gente que he dicho, no para que no les hurten (que esto es imposible), sino para que se moderen en las tajadas y socaliñas que hacen en las reses muertas, que las escamondan y podan, como si fuesen sauces ó parras; pero ninguna cosa me admiraba mas ni me parecia peor, que el ver que estos jiferos con la misma facilidad matan á un hombre, que á una vaca; por quítame allá esa paja, á dos por tres, meten un cuchillo de cachas amarillas por la barriga de una persona, como si acocotasen un toro: por maravilla se pasa dia sin pendencias y sin heridas, y á veces sin muertes: todos se pican de valientes, y aun tienen sus puntas de rufianes: no hay ninguno que no tenga su ángel de guarda en la plaza de San Francisco, granjeado con lomos y lenguas de vaca: finalmente, oí decir á un hombre discreto, que tres cosas tenia el p. 328 rey por ganar en Sevilla: la calle de la Caza, la Costanilla y el Matadero.
Cipion. Si en contar las condiciones de los amos que has tenido y las faltas de sus oficios, te has de estar, amigo Berganza, tanto como esta vez, menester será pedir al cielo nos conceda la habla siquiera por un año, y aun temo que al paso que llevas, no llegarás á la mitad de tu historia: y quiérote advertir de una cosa, de la cual verás la esperiencia cuando te cuente los sucesos de mi vida; y es que los cuentos unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos, otros en el modo de contarlos: quiero decir, que algunos hay, que aunque se cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan contento; otros hay, que es menester vestirlos de palabras, y con demostraciones del rostro y de las manos, y con mudar la voz se hacen algo de nonada, y de flojos y desmayados se vuelven agudos y gustosos; y no se te olvide este advertimiento para aprovecharte dél en lo que te queda por decir.
Berganza. Yo lo haré así, si pudiere, y si me da lugar la grande tentacion que tengo de hablar, aunque me parece que con grandísima dificultad me podré ir á la mano.
Cipion. Véte á la lengua, que en ella consisten los mayores daños de la humana vida.
Berganza. Digo pues que mi amo me enseñó á llevar una espuerta en la boca, y á defenderla de quien quitármela quisiese: enseñóme tambien la casa de su amiga, y con esto se escusó la venida de su criada al matadero, porque yo le llevaba las madrugadas lo que él habia hurtado las noches: y un dia, que entre dos luces iba yo diligente á llevarle la porcion, oí que me llamaban por mi nombre desde una ventana; alcé los ojos, y vi una moza hermosa en estremo; detúveme un poco, y ella bajó á la puerta de la calle, y me tornó á llamar: lleguéme á ella como si fuera á ver lo que me queria, que no fué otra cosa que quitarme lo que llevaba en la cesta, y ponerme en su lugar un chapin viejo: entónces dije entre mí: la carne se ha ido á la carne. Díjome la moza en habiéndome quitado la carne: Andad, Gavilan, ó como os llamais, y decid á Nicolas el Romo, vuestro amo, que no se fie de animales, y que del lobo un pelo, y ese de la espuerta. Bien pudiera yo volver á quitar lo que me quitó, pero no quise, por no poner mi boca jifera y sucia en aquellas manos limpias y blancas.
Cipion. Hiciste muy bien, por ser prerogativa de la hermosura, que siempre se le tenga respeto.
p. 329 Berganza. Así lo hice yo, y así me volví á mi amo sin la porcion, y con el chapin: parecióle que volví presto, vió el chapin, imaginó la burla, sacó uno de cachas, y tiróme una puñalada, que á no desviarme, nunca tú oyeras ahora este cuento, ni aun otros muchos que pienso contarte. Puse piés en polvorosa, y tomando el camino en las manos y en los piés por detras de San Bernardo, me fuí por aquellos campos de Dios, adonde la fortuna quisiese llevarme. Aquella noche dormí al cielo abierto, y otro dia me deparó la suerte un hato ó rebaño de ovejas y carneros: así como le vi, creí que habia hallado en él el centro del reposo, pareciéndome ser propio y natural oficio de los perros guardar ganado, que es obra donde se encierra una virtud grande, como es amparar y defender de los poderosos y soberbios los humildes y los que poco pueden. Apénas me hubo visto uno de tres pastores que el ganado guardaban, cuando diciendo, to to, me llamó, y yo, que otra cosa no deseaba, me llegué á él, bajando la cabeza y meneando la cola: trújome la mano por el lomo, abrióme la boca, escupióme en ella, miróme las presas, conoció mi edad, y dijo á otros pastores, que yo tenia todas las señales de ser perro de casta. Llegó á este instante el señor del ganado sobre una yegua rucia á la gineta, con lanza y adarga, que mas parecia atajador de la costa, que señor de ganado: preguntó al pastor: ¿Qué perro es este, que tiene señales de ser bueno? Bien lo puede vuesa merced creer, respondió el pastor, que yo le he cotejado bien, y no hay señal en él que no muestre y prometa que ha de ser un gran perro: agora se llegó aquí, y no sé cúyo sea, aunque sé que no es de los rebaños de la redonda. Pues así es, respondió el señor, ponle luego el collar de Leoncillo, el perro que se murió, y denle la racion que á los demas, y acaríciale todo cuanto pudieres, porque tome cariño al hato, y se quede de hoy adelante en él. En diciendo esto se fué, y el pastor me puso luego al cuello unas carlancas llenas de puntas de acero, habiéndome dado primero en un dornajo gran cantidad de sopas en leche, y asimismo me puso nombre, y me llamó Barcino. Vime harto y contento con el segundo amo, y con el nuevo oficio: mostréme solícito y diligente en la guarda del rebaño, sin apartarme dél sino las siestas que me iba á pasarlas ó ya á la sombra de algun árbol, ó de algun ribazo, ó peña, ó á la de alguna mata, ó á la márgen de algun arroyo de los muchos que por allí corrian; y estas horas de mi sosiego no las pasaba ociosas, porque en ellas ocupaba la memoria en acordarme de muchas cosas, especialmente en la vida que habia tenido en el matadero, y en la que tenia mi amo, y todos los que como p. 330 él están sujetos á cumplir los gustos impertinentes de sus amigas: ¡oh qué de cosas te pudiera decir ahora, de las que aprendí en la escuela de aquella jifera dama de mi amo! pero habrélas de callar, porque no me tengas por largo y por murmurador.
Cipion. Por haber oido decir que dijo un gran poeta de los antiguos, que era difícil cosa el escribir sátiras, consentiré que murmures un poco de luz y no de sangre; quiero decir, que señales, y no hieras ni des mate á ninguno en cosa señalada: que no es buena la murmuracion, aunque haga reir mucho, si mata á uno; y si puedes agradar sin ella, te tendré por muy discreto.
Berganza. Yo tomaré tu consejo y esperaré con gran deseo que llegue el tiempo en que me cuentes tus sucesos; que de quien tan bien sabe conocer y enmendar los defectos que tengo en contar los mios, bien se puede esperar que contará los suyos de manera que enseñen y deleiten á un mismo punto. Pero anudando el roto hilo de mi cuento, digo, que en aquel silencio y soledad de mis siestas, entre otras cosas consideraba que no debia de ser verdad lo que habia oido contar de la vida de los pastores, á lo ménos de aquellos que la dama de mi amo leia en unos libros cuando yo iba á su casa, que todos trataban de pastores y pastoras, diciendo que se les pasaba toda la vida cantando y tañendo con gaitas, zampoñas, rabeles y churumbelas, y con otros instrumentos estraordinarios: deteníame á oirla leer, y leia cómo el pastor de Anfriso cantaba estremada y divinamente, alabando á la sin par Belisarda, sin haber en todos los montes de Arcadia árbol en cuyo tronco no se hubiese sentado á cantar desde que salia el sol en los brazos de la Aurora, hasta que se ponia en los de Tétis; y aun despues de haber tendido la negra noche por la faz de la tierra sus negras y escuras alas, él no cesaba de sus bien cantadas y mejor lloradas quejas: no se le quedaba entre renglones el pastor Elicio, mas enamorado que atrevido, de quien decia que sin atender á sus amores ni á su ganado, se entraba en los cuidados ajenos: decia tambien que el gran pastor de Fílida, único pintor de un retrato, habia sido mas confiado que dichoso: de los desmayos de Sireno y arrepentimiento de Diana, decia que daba gracias á Dios y á la sabia Felicia, que con su agua encantada deshizo aquella máquina de enredos, y aclaró aquel laberinto de dificultades: acordábame de otros muchos libros que de este jaez le habia oido leer, pero no eran dignos de traerlos á la memoria.
Cipion. Aprovechándote vas, Berganza, de mi aviso; murmura, p. 331 pica, y pasa, y sea tu intencion limpia, aunque la lengua no lo parezca.
Berganza. En estas materias nunca tropieza la lengua, si no cae primero la intencion; pero si acaso por descuido ó por malicia murmurare, responderé á quien me reprendiere, lo que respondió Mauleon, poeta tonto, y académico de burla de la academia de los Imitadores, á uno que le preguntó qué queria decir Deum de Deo , y respondió que: dé donde diere.
Cipion. Esta fué respuesta de un simple; pero tú, si eres discreto ó lo quieres ser, nunca has de decir cosa de que debas dar disculpa: dí adelante.
Berganza. Digo que todos los pensamientos que he dicho, y muchos mas, me causaron ver los diferentes tratos y ejercicios que mis pastores y todos los demas de aquella marina tenian, de aquellos que habia oido leer que tenian los pastores de los libros; porque si los mios cantaban, no eran canciones acordadas y bien compuestas, sino un cata el lobo, do va Juanica , y otras cosas semejantes, y esto no al son de churumbelas, rabeles ó gaitas, sino al que hacia el dar un cayado con otro ó al de algunas tejuelas puestas entre los dedos, y no con voces delicadas, sonoras y admirables, sino con voces roncas, que solas ó juntas parecia, no que cantaban, sino que gritaban ó gruñian: lo mas del dia se les pasaba espulgándose ó remendándose sus abarcas: ni entre ellos se nombraban Amarilis, Fílidas, Galateas y Dianas, ni habia Lisardos, Lausos, Jacintos ni Riselos; todos eran Antones, Domingos, Pablos ó Llorentes; por donde vine á entender lo que pienso que deben de creer todos, que todos aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas para entretenimiento de los ociosos, y no verdad alguna: que á serlo, entre mis pastores hubiera alguna reliquia de aquella felicísima vida y de aquellos amenos prados, espaciosas selvas, sagrados montes, hermosos jardines, arroyos claros y cristalinas fuentes, y de aquellos tan honestos cuanto bien declarados requiebros, y de aquel desmayarse aquí el pastor, allí la pastora, acullá resonar la zampoña del uno, acá el caramillo del otro.
Cipion. Basta, Berganza, vuelve á tu senda, y camina.
Berganza. Agradézcotelo, Cipion amigo, porque si no me avisaras, de manera se me iba calentando la boca, que no parara hasta pintarte un libro entero, destos que me tenian engañado; pero tiempo vendrá en que lo diga todo con mejores razones y con mejor discurso que ahora.
p. 332 Cipion. Mírate á los piés, y desharás la rueda, Berganza: quiero decir que mires que eres un animal que carece de razon, y si ahora muestras tener alguna, ya hemos averiguado entre los dos ser cosa sobrenatural y jamas vista.
Berganza. Eso fuera así, si yo estuviera en mi primera ignorancia; mas ahora que me ha venido á la memoria lo que te habia de haber dicho al principio de nuestra plática, no solo no me maravillo de lo que hablo, pero espántome de lo que dejo de hablar.
Cipion. Pues ahora ¿no puedes decir lo que ahora se te acuerda?
Berganza. Es una cierta historia que me pasó con una grande hechicera, discípula de la Camacha de Montilla.
Cipion. Digo que me la cuentes ántes que pases mas adelante en el cuento de tu vida.
Berganza. Eso no haré yo por cierto hasta su tiempo; ten paciencia, y escucha por su órden mis sucesos que así te darán mas gusto, si ya no te fatiga querer saber los medios ántes de los principios.
Cipion. Sé breve, y cuenta lo que quisieres y como quisieres.
Berganza. Digo pues, que yo me hallaba bien con el oficio de guardar ganado, por parecerme que comia el pan de mi sudor y trabajo, y que la ociosidad, raíz y madre de todos los vicios, no tenia que ver conmigo, á causa que si los dias holgaba, las noches no dormia, dándonos asaltos á menudo, y tocándonos al arma los lobos; y apénas me habian dicho los pastores, al lobo, Barcino, cuando acudia primero que los otros perros á la parte que me señalaban que estaba el lobo: corria los valles, escudriñaba los montes, desentrañaba las selvas, saltaba barrancos, cruzaba caminos, y á la mañana volvia al hato, sin haber hallado lobo ni rastro dél, anhelando, cansado, hecho pedazos y los piés abiertos de los garranchos, y hallaba en el hato, ó ya una oveja muerta, ó un carnero degollado y medio comido del lobo: desesperábame de ver de cuán poco servia mi mucho cuidado y diligencia; venia el señor del ganado, salian los pastores á recebirle con las pieles de la res muerta: culpaba á los pastores por negligentes, y mandaba castigar á los perros por perezosos: llovian sobre nosotros palos, y sobre ellos reprensiones; y así viéndome un dia castigado sin culpa, y que mi cuidado, lijereza y braveza no eran de provecho para coger el lobo, determiné de mudar estilo, no desviándome á buscarle, como p. 333 tenia de costumbre, léjos del rebaño, sino estarme junto á él, que pues el lobo allí venia, allí seria mas cierta la presa: cada semana nos tocaban á rebato, y en una escurísima noche tuve yo vista para ver los lobos, de quien era imposible que el ganado se guardase: agachéme detras de una mata, pasaron los perros mis compañeros adelante, y desde allí oteé y vi que dos pastores asieron de un carnero de los mejores del aprisco, y le mataron de manera que verdaderamente pareció á la mañana que habia sido su verdugo el lobo: pasméme, quedé suspenso cuando vi que los pastores eran los lobos, y que despedazaban el ganado los mismos que le habian de guardar. Al punto hacian saber á su amo la presa del lobo, dábanle el pellejo y parte de la carne, y comíanse ellos lo mas y lo mejor: volvia á reñirles el señor, y volvia tambien el castigo de los perros: no habia lobos, menguaba el rebaño: quisiera yo descubrillo, hallábame mudo: todo lo cual me traia lleno de admiracion y de congoja: ¡Válame Dios! decia entre mí, ¿quién podrá remediar esta maldad? ¿quién será poderoso á dar á entender que la defensa ofende, que las centinelas duermen, que la confianza roba, y que el que os guarda os mata?
Cipion. Y deciais muy bien, Berganza, porque no hay mayor ni mas sutil ladron que el doméstico, y así mueren muchos mas de los confiados que de los recatados; pero el daño está en que es imposible que puedan pasar bien las gentes en el mundo, si no se fia y se confía; mas quédese aquí esto, que no quiero que parezcamos predicadores: pasa adelante.
Berganza. Paso adelante, y digo que determiné dejar aquel oficio, aunque parecia tan bueno, y escoger otro, donde por hacerle bien, ya que no fuese remunerado, no fuese castigado: volvíme á Sevilla, y entré á servir á un mercader muy rico.
Cipion. ¿Qué modo tenias para entrar con amo? porque segun lo que se usa, con gran dificultad el dia de hoy halla un hombre de bien señor á quien servir: muy diferentes son los señores de la tierra del Señor del cielo: aquellos para recebir un criado primero le espulgan el linaje, examinan la habilidad, le marcan la apostura, y aun quieren saber los vestidos que tiene; pero para entrar á servir á Dios, el mas pobre es mas rico, el mas humilde de mejor linaje, y con solo que se disponga con limpieza de corazon á querer servirle, luego le manda poner en el libro de sus gajes, señalándoselos tan aventajados, que de muchos y grandes apénas pueden caber en su deseo.
p. 334 Berganza. Todo eso es predicar, Cipion amigo.
Cipion. Así me lo parece á mí, y así callo.
Berganza. Á lo que me preguntaste del órden que tenia para entrar con amo, digo que ya tú sabes que la humildad es la basa y fundamento de todas virtudes, y que sin ella no hay ninguna que lo sea: ella allana inconvenientes, vence dificultades, y es un medio que siempre á gloriosos fines nos conduce; de los enemigos hace amigos, templa la cólera de los airados y menoscaba la arrogancia de los soberbios: es madre de la modestia y hermana de la templanza: en fin, con ella no pueden atravesar triunfo que les sea de provecho los vicios; porque en su blandura y mansedumbre se embotan y despuntan las flechas de los pecados: desta pues me aprovechaba yo, cuando queria entrar á servir en alguna casa, habiendo primero considerado y mirado muy bien ser casa que pudiese mantener, y donde pudiese entrar un perro grande: luego arrimábame á la puerta, y cuando á mi parecer entraba algun forastero, le ladraba, y cuando venia el señor, bajaba la cabeza, y moviendo la cola me iba á él, y con la lengua le limpiaba los zapatos: si me echaban á palos, sufríalos, y con la misma mansedumbre volvia á hacer halagos al que me apaleaba, que ninguno segundaba, viendo mi porfía y mi noble término: desta manera á dos porfías me quedaba en casa: servia bien, queríanme luego bien, y nadie me despidió, sino era que yo me despidiese, ó por mejor decir, me fuese; y tal vez hallé amo, que este fuera el dia que yo estuviera en su casa, si la contraria suerte no me hubiera perseguido.
Cipion. De la misma manera que has contado, entraba yo con los amos que tuve, y parece que nos leimos los pensamientos.
Berganza. Como en esas cosas nos hemos encontrado, si no me engaño, y yo te las diré á su tiempo, como tengo prometido, y ahora escucha lo que me sucedió despues que dejé el ganado en poder de aquellos perdidos. Volvíme á Sevilla, como dije, que es amparo de pobres y refugio de desechados, que en su grandeza no solo caben los pequeños, pero no se echan de ver los grandes: arriméme á la puerta de una gran casa de un mercader, hice mis acostumbradas diligencias, y á pocos lances me quedé en ella: recebiéronme para tenerme atado detras de la puerta de dia, y suelto de noche: servia con gran cuidado y diligencia, ladraba á los forasteros y gruñia á los que no eran muy conocidos: no dormia de noche, visitando los corrales, subiendo á los terrados, hecho universal centinela de la mia y de las casas ajenas: agradóse tanto p. 335 mi amo de mi buen servicio, que mandó que me tratasen bien, y me diesen racion de pan y los huesos que se levantasen ó arrojasen de su mesa, con las sobras de la cocina, á lo que yo me mostraba agradecido, dando infinitos saltos cuando veia á mi amo, especialmente cuando venia de fuera, que eran tantas las muestras de regocijo que daba, y tantos los saltos, que mi amo ordenó que me desatasen y me dejasen andar suelto de dia y de noche: como me vi suelto, corrí á él, rodeéle todo, sin osar llegarle con las manos, acordándome de la fábula de Esopo, cuando aquel asno tan asno, que quiso hacer á su señor las mismas caricias que le hacia una perrilla regalada suya, que le granjearon ser molido á palos: parecióme que en esta fábula se nos dió á entender que las gracias y donaires de algunos no están bien en otros: apode el truhan, juegue de manos y voltee el istrion, rebuzne el pícaro, imite el canto de los pájaros, y los diversos gestos y acciones de los animales y los hombres el hombre bajo que se hubiere dado á ello, y no lo quiera hacer el hombre principal, á quien ninguna habilidad destas le puede dar crédito ni nombre honroso.
Cipion. Basta; adelante, Berganza, que ya estás entendido.
Berganza. ¡Ojalá que como tú me entiendes, me entendiesen aquellos por quien lo digo! que no sé qué tengo de buen natural, que me pesa infinito cuando veo que un caballero se hace chocarrero y se precia que sabe jugar los cubiletes y las agallas, y que no hay quien como él sepa bailar la chacona: un caballero conozco yo que se alababa que á ruegos de un sacristan habia cortado de papel treinta y dos flores para poner en un monumento sobre paños negros, y destas cortaduras hizo tanto caudal, que así llevaba á sus amigos á verlas, como si los llevara á ver las banderas y despojos de enemigos, que sobre la sepultura de sus padres y abuelos estaban puestas. Este mercader pues tenia dos hijos, el uno de doce, y el otro de hasta catorce años, los cuales estudiaban gramática en el estudio de la Compañía de Jesus: iban con autoridad, con ayo y con pajes que les llevaban los libros, y aquel que llaman vade mecum : el verlos ir con tanto aparato, en sillas si hacia sol, en coche si llovia, me hizo considerar y reparar en la mucha llaneza con que su padre iba á la lonja á negociar sus negocios, porque no llevaba otro criado que un negro, y algunas veces se desmandaba á ir en un machuelo aun no bien aderezado.
Cipion. Has de saber, Berganza, que es costumbre y condicion de los mercaderes de Sevilla, y aun de las otras ciuda p. 336 des, mostrar su autoridad y riqueza, no en sus personas, sino en las de sus hijos; porque los mercaderes son mayores en su sombra que en sí mismos, y como ellos por maravilla atienden á otra cosa que á sus tratos y contratos, trátanse modestamente; y como la ambicion y la riqueza muere por manifestarse, revienta por sus hijos, y así los tratan y autorizan como si fuesen hijos de algun príncipe; y algunos hay que los procuran títulos, y ponerles en el pecho la marca que tanto distingue la gente principal de la plebeya.
Berganza. Ambicion es, pero ambicion generosa, la de aquel que pretende mejorar su estado sin perjuicio de tercero.
Cipion. Pocas ó ninguna vez se cumple con la ambicion, que no sea con daño de tercero.
Berganza. Ya hemos dicho que no hemos de murmurar.
Cipion. Sí, que yo no murmuro de nadie.
Berganza. Ahora acabo de confirmar por verdad lo que muchas veces he oido decir. Acaba un maldiciente murmurador de echar á perder diez linajes, y de calumniar veinte buenos, y si alguno le reprende por lo que ha dicho, responde que él no ha dicho nada, y que si ha dicho algo, no lo ha dicho por tanto, y que si pensara que alguno se habia de agraviar, no lo dijera: á la fe, Cipion, mucho ha de saber y muy sobre los estribos ha de andar el que quisiere sustentar dos horas de conversacion sin tocar los límites de la murmuracion; porque yo veo en mí, que con ser un animal como soy, á cuatro razones que digo, me acuden palabras á la lengua como mosquitos al vino, y todas maliciosas y murmurantes: por lo cual vuelvo á decir lo que otra vez he dicho, que el hacer y decir mal lo heredamos de nuestros primeros padres, y lo mamamos en la leche: vese claro en que apénas ha sacado el niño el brazo de las fajas, cuando levanta la mano con muestras de querer vengarse de quien á su parecer le ofende: y casi la primera palabra articulada que habla, es llamar puta á su ama ó á su madre.
Cipion. Así es verdad, y yo confieso mi yerro, y quiero que me le perdones, pues te he perdonado tantos: echemos pelillos á la mar (como dicen los muchachos), y no murmuremos de aquí adelante, y sigue tu cuento, que le dejaste en la autoridad con que los hijos del mercader tu amo iban al estudio de la Compañía de Jesus.
Berganza. Á él me encomiendo en todo acontecimiento; y aunque el dejar de murmurar lo tengo por dificultoso, pienso usar de un remedio, que oí decir que usaba un gran jurador, el cual arrepentido de su mala costumbre, cada vez que des p. 337 pues de su arrepentimiento juraba, se daba un pellizco en el brazo ó besaba la tierra en pena de su culpa; pero con todo esto juraba: así yo cada vez que fuere contra el precepto que me has dado de que no murmure, y contra la intencion que tengo de no murmurar, me morderé el pico de la lengua, de modo que me duela, y me acuerde de mi culpa para no volver á ella.
Cipion. Tal es ese remedio, que si usas dél, espero que te has de morder tantas veces, que has de quedar sin lengua, y así quedarás imposibilitado de murmurar.
Berganza. Á lo ménos yo haré de mi parte mis diligencias, y supla las faltas el cielo. Y así digo que los hijos de mi amo se dejaron un dia un cartapacio en el patio, donde yo á la sazon estaba; y como estaba enseñado á llevar la esportilla del jifero mi amo, así del vade mecum y fuíme tras ellos con intencion de no soltalle hasta el estudio: sucedióme todo como lo deseaba, que mis amos que me vieron venir con el vade mecum en la boca, asido sotilmente de las cintas, mandaron á un paje me le quitase; mas yo no lo consentí, ni le solté hasta que entré en el aula, cosa que causó risa á todos los estudiantes: lleguéme al mayor de mis amos, y á mi parecer con mucha crianza se le puse en las manos, y quedéme sentado en cuclillas á la puerta del aula, mirando de hito en hito al maestro que en la cátedra leia. No sé qué tiene la virtud, que con alcanzárseme á mí tan poco ó nada della, luego recebí gusto de ver el amor, el término, la solicitud y la industria con que aquellos benditos padres y maestros enseñaban á aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su juventud, porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la virtud, que juntamente con las letras les mostraban: consideraba cómo los reñian con suavidad, los castigaban con misericordia, los animaban con ejemplos, los incitaban con premios, y los sobrellevaban con cordura; y finalmente, cómo les pintaban la fealdad y horror de los vicios, y les dibujaban la hermosura de las virtudes, para que aborrecidos ellos y amadas ellas consiguiesen el fin para que fueron criados.
Cipion. Muy bien dices, Berganza, porque yo he oido decir desa bendita gente, que para repúblicos del mundo no los hay tan prudentes en todo él, y para guiadores y adalides del camino del cielo, pocos les llegan: son espejos donde se mira la honestidad, la católica doctrina, la singular prudencia, y finalmente la humildad profunda, basa sobre quien se levanta todo el edificio de la bienaventuranza.
Berganza. Todo es así como lo dices. Y siguiendo mi histo p. 338 ria, digo que mis amos gustaron de que les llevase siempre el vade mecum , lo que hice de muy buena voluntad, con lo cual tenia una vida de rey, y aun mejor, porque era descansada, á causa que los estudiantes dieron en burlarse conmigo, y domestiquéme con ellos de tal manera, que me metian la mano en la boca, y los mas chiquillos subian sobre mí: arrojaban los bonetes ó sombreros, y yo se los volvia á la mano limpiamente y con muestras de grande regocijo: dieron en darme de comer cuanto ellos podian, y gustaban de ver que cuando me daban nueces ó avellanas, las partia como mona, dejando las cáscaras y comiendo lo tierno: tal hubo, que por hacer prueba de mi habilidad, me trujo en un pañuelo gran cantidad de ensalada, la cual comí como si fuera persona. Era tiempo de invierno, cuando campean en Sevilla los molletes y mantequillas, de quien era tan bien servido, que mas de dos Antonios se empeñaron ó vendieron para que yo almorzase. Finalmente, yo pasaba una vida de estudiante sin hambre y sin sarna, que es lo mas que se puede encarecer para decir que era buena; porque si la sarna y la hambre no fuesen tan unas con los estudiantes, en las vidas no habria otra de mas gusto y pasatiempo, porque corren parejas en ella la virtud y el gusto, y se pasa la mocedad aprendiendo y holgándose: desta gloria y desta quietud me vino á quitar una señora, que á mi parecer llaman por ahí razon de estado, que cuando con ella se cumple se ha de descumplir con otras razones muchas. Es el caso, que aquellos señores maestros les pareció que la media hora que hay de licion, á licion, la ocupaban los estudiantes no en repasar las liciones, sino en holgarse conmigo; y así ordenaron á mis amos que no me llevasen mas al estudio: obedecieron, volviéronme á casa, y á la antigua guarda de la puerta, y sin acordarse el señor viejo de la merced que me habia hecho, de que de dia y de noche anduviese suelto, volví á entregar el cuello á la cadena y el cuerpo á una esterilla, que detras de la puerta me pusieron. ¡Ay, amigo Cipion, si supieses cuán dura cosa es de sufrir el pasar de un estado felice á un desdichado! Mira: cuando las miserias y desdichas tienen larga la corriente y son continuas, ó se acaban presto con la muerte, ó la continuacion dellas hace un hábito y costumbre en padecellas, que suele en su mayor rigor servir de alivio; mas cuando de la suerte desdichada y calamitosa, sin pensarlo y de improviso se sale á gozar de otra suerte próspera, venturosa y alegre, y de allí á poco se vuelve á padecer la suerte primera, y á los primeros trabajos y desdichas, es un dolor tan riguroso, que si no acaba la vida, es por atormentarla mas viviendo. Digo en fin, que volví á mi racion perruna, y á los huesos que una negra de casa me arrojaba, y aun p. 339 estos me diezmaban dos gatos romanos, que como sueltos y lijeros, érales fácil quitarme lo que no caia debajo del distrito que alcanzaba mi cadena. Cipion hermano, así el cielo te conceda el bien que deseas, que sin que te enfades me dejes ahora filosofar un poco, porque si dejase de decir las cosas que en este instante me han venido á la memoria de aquellas que entónces me ocurrieron, me parece que no seria mi historia cabal ni de fruto alguno.
Cipion. Advierte, Berganza, no sea tentacion del demonio esa gana de filosofar que dices te ha venido; porque no tiene la murmuracion mejor velo para paliar y encubrir su maldad disoluta, que darse á entender el murmurador, que todo cuanto dice son sentencias de filósofos, y que el decir mal es reprension, y el descubrir los defectos ajenos buen celo, y no hay vida de ningun murmurante, que si la consideras y escudriñas, no la halles llena de vicios y de insolencias; y debajo de saber esto, filosofa ahora cuanto quisieres.
Berganza. Seguro puedes estar, Cipion, de que mas murmure, porque así lo tengo propuesto. Es pues el caso, que como me estaba todo el dia ocioso, y la ociosidad sea madre de los pensamientos, di en repasar por la memoria algunos latines que me quedaron en ella de muchos que oí cuando fuí con mis amos al estudio, con que á mi parecer me hallé algo mas mejorado de entendimiento, y determiné, como si hablar supiera, aprovecharme dellos en las ocasiones que se me ofreciesen; pero en manera diferente de la que se suelen aprovechar algunos ignorantes. Hay algunos romancistas que en las conversaciones disparan de cuando en cuando con algun latin breve y compendioso, dando á entender á los que no lo entienden, que son grandes latinos, y apénas saben declinar un nombre, ni conjugar un verbo.
Cipion. Por menor daño tengo ese que el que hacen los que verdaderamente saben latin, de los cuales hay algunos tan imprudentes, que hablando con un zapatero ó con un sastre, arrojan latines como agua.
Berganza. Deso podremos inferir que tanto peca el que dice latines delante de quien los ignora, como el que los dice ignorándolos.
Cipion. Pues otra cosa puedes advertir, y es que hay algunos que no les escusa el ser latinos, de ser asnos.
Berganza. Pues ¿quién lo duda? La razon está clara, pues cuando en tiempo de los romanos hablaban todos latin, como lengua materna suya, algun majadero habria entre ellos, á quien no escusaria el hablar latin dejar de ser necio.
p. 340 Cipion. Para saber callar en romance y hablar en latin, discrecion es menester, hermano Berganza.
Berganza. Así es, porque tambien se puede decir una necedad en latin como en romance, y yo he visto letrados tontos y gramáticos pesados, y romancistas vareteados con sus listas de latin, que con mucha facilidad pueden enfadar al mundo, no una, sino muchas veces.
Cipion. Dejemos esto, y comienza á decir tus filosofías.
Berganza. Ya las he dicho: estas son que acabo de decir.
Cipion. ¿Cuáles?
Berganza. Estas de los latines y romances, que yo comencé y tú acabaste.
Cipion. ¿Al murmurar llamas filosofar? así va ello: canoniza, canoniza, Berganza, á la maldita plaga de la murmuracion, y dale el nombre que quisieres, que ella dará á nosotros el de cínicos, que quiere decir perros murmuradores; y por tu vida que calles ya, y sigas tu historia.
Berganza. ¿Cómo la tengo de seguir si callo?
Cipion. Quiero decir que la sigas de golpe, sin que la hagas que parezca pulpo, segun la vas añadiendo colas.
Berganza. Habla con propiedad, que no se llaman colas las del pulpo.
Cipion. Ese es el error que tuvo el que dijo que no era torpedad ni vicio nombrar las cosas por sus propios nombres, como si no fuese mejor, ya que sea forzoso nombrarlas, decirlas por circunloquios y rodeos, que templen la asquerosidad que causa el oirlas por sus mismos nombres: las honestas palabras dan indicio de la honestidad del que las pronuncia ó las escribe.
Berganza. Quiero creerte, y digo que no contenta mi fortuna de haberme quitado de mis estudios, y de la vida que en ellos pasaba tan regocijada y compuesta, y haberme puesto atraillado tras de una puerta, y de haber trocado la liberalidad de los estudiantes en la mezquindad de la negra, ordenó de sobresaltarme en lo que ya por quietud y descanso tenia: mira, Cipion, ten por cierto y averiguado, como yo lo tengo, que al desdichado las desdichas le buscan y le hallan, aunque se esconda en los últimos rincones de la tierra: dígolo porque la negra de casa estaba enamorada de un negro, asimismo esclavo de casa, el cual negro dormia en el zaguan que es entre la puerta de la calle y la de en medio, detras de la cual yo estaba, y no se podian juntar sino de noche, y para esto habian hurtado ó contrahecho las llaves; y así las mas de las noches bajaba la negra, y tapándome la boca con algun pedazo de carne ó queso, abria al negro con quien se daba buen tiempo, facilitándolo mi silencio, y á costa de muchas cosas que la negra hurtaba: algunos dias me estra p. 341 garon la conciencia las dádivas de la negra, pareciéndome que sin ellas se me apretarian las ijadas, y daria de mastin en galgo; pero en efecto, llevado de mi buen natural, quise responder á lo que á mi amo debia, pues tiraba sus gajes y comia su pan, como lo deben hacer no solo los perros honrados, á quienes se les da renombre de agradecidos, sino todos aquellos que sirven.
Cipion. Esto sí, Berganza, quiero que pase por filosofía, porque son razones que consisten en buena verdad y en buen entendimiento; y adelante, y no hagas soga, por no decir cola, de tu historia.
Berganza. Primero te quiero rogar me digas, si es que lo sabes, qué quiere decir filosofía; que aunque yo la nombro, no sé lo que es; solo me doy á entender que es cosa buena.
Cipion. Con brevedad te lo diré. Este nombre se compone de dos nombres griegos, que son: filos y sofia : filos quiere decir amor, y sofia la ciencia: así que filosofía significa amor de la ciencia, y filósofo, amador de la ciencia.
Berganza. Mucho sabes, Cipion, ¿quién diablos te enseñó á tí nombres griegos?
Cipion. Verdaderamente, Berganza, que eres simple, pues desto haces caso; porque estas son cosas que las saben los niños de la escuela, y tambien hay quien presuma saber la lengua griega sin saberla, como la latina ignorándola.
Berganza. Eso es lo que yo digo, y quisiera que á estos tales los pusieran en una prensa, y á fuerza de vueltas les sacaran el jugo de lo que saben, porque no anduviesen engañando al mundo con el oropel de sus gregüescos rotos y sus latines falsos, como hacen los portugueses con los negros de Guinea.
Cipion. Ahora sí, Berganza, que te puedes morder la lengua, y tarazármela yo, porque todo cuanto decimos es murmurar.
Berganza. Sí, que no estoy obligado á hacer lo que he oido decir que hizo un llamado Corondas, tirio, el cual puso ley que ninguno entrase en el ayuntamiento de su ciudad con armas, so pena de la vida: descuidóse desto, y otro dia entró en el cabildo ceñida la espada: advirtiéronselo, y acordándose de la pena por él puesta, al momento desenvainó su espada, y se pasó con ella el pecho, y fué el primero que puso y quebrantó la ley, y pagó la pena. Lo que yo dije no fué poner ley, sino prometer que me morderia la lengua cuando murmurase; pero ahora no van las cosas por el tenor y rigor de las antiguas: hoy se hace una ley, y mañana se rompe, y quizá conviene que así sea: ahora promete uno de enmendarse de sus vicios, y de allí á un momento cae en p. 342 otros mayores: una cosa es alabar la disciplina, y otra el darse con ella; y en efecto, del dicho al hecho hay gran trecho: muérdase el diablo, que yo no quiero morderme, ni hacer finezas detras de una estera, donde de nadie soy visto que pueda alabar mi honrosa determinacion.
Cipion. Segun eso, Berganza, si tú fueras persona, fueras hipócrita, y todas las obras que hicieras, fueran aparentes, fingidas y falsas, cubiertas con la capa de la virtud, solo por que te alabaran, como todos los hipócritas hacen.
Berganza. No sé lo que entónces hiciera: esto sé que quiero hacer ahora, que es no morderme, quedándome tantas cosas por decir, que no sé cómo ni cuándo podré acabarlas, y mas estando temeroso, que al salir del sol nos hemos de quedar á escuras, faltándonos la habla.
Cipion. Mejor lo hará el cielo, sigue tu historia, y no te desvíes del camino carretero con impertinentes digresiones; y así por larga que sea, la acabarás presto.
Berganza. Digo pues, que habiendo visto la insolencia, latrocinio y deshonestidad de los negros, determiné, como buen criado, estorbarlo por los mejores medios que pudiese, y pude tan bien, que salí con mi intento. Bajaba la negra, como has oido, á refocilarse con el negro, fiada en que me enmudecian los pedazos de carne, pan ó queso que me arrojaba: mucho pueden las dádivas, Cipion.
Cipion. Mucho: no te diviertas, pasa adelante.
Berganza. Acuérdome que cuando estudiaba oí decir al preceptor un refran latino, que ellos llaman adagio, que decia: habet bovem in lingua .
Cipion. ¡Oh! que en hora mala hayais encajado vuestro latin. ¿Tan presto se te ha olvidado lo que poco ha dijimos contra los que entremeten latines en las conversaciones de romances?
Berganza. Este latin viene aquí de molde: que has de saber que los atenienses usaban entre otras de una moneda sellada con la figura de un buey, y cuando algun juez dejaba de decir ó hacer lo que era razon y justicia por estar cohechado, decian: este tiene el buey en la lengua.
Cipion. La aplicacion falta.
Berganza. ¿No está bien clara, si las dádivas de la negra me tuvieron muchos dias mudo, que ni queria ni osaba ladrar cuando bajaba á verse con su negro enamorado? por lo que vuelvo á decir que pueden mucho las dádivas.
Cipion. Ya te he respondido que pueden mucho; y si no fuera por no hacer ahora una larga digresion, con mil ejemplos probara lo mucho que las dádivas pueden; mas quizá lo diré, si el cielo me concede tiempo, lugar y habla para contarte mi vida.
p. 343 Berganza. Dios te dé lo que deseas, y escucha. Finalmente, mi buena intencion rompió por las malas dádivas de la negra, á la cual bajando una noche muy escura á su acostumbrado pasatiempo, arremetí sin ladrar, porque no se alborotasen los de casa, y en un instante le hice pedazos toda la camisa, y le arranqué un pedazo de muslo: burla que fué bastante á tenerla de veras mas de ocho dias en la cama, fingiendo para con sus amos no sé qué enfermedad. Sanó, volvió otra noche, y yo volví á la pelea con mi perra, y sin morderla la arañé todo el cuerpo como si la hubiera cardado como manta: nuestras batallas eran á la sorda, de las cuales salia siempre vencedor, y la negra mal parada, y peor contenta; pero sus enojos se parecian bien en mi pelo y en mi salud: alzóseme con la racion y los huesos, y los mios poco á poco iban señalando los ñudos del espinazo: con todo esto, aunque me quitaron el comer, no me pudieron quitar el ladrar. Pero la negra, por acabarme de una vez, me trujo una esponja frita con manteca: conocí la maldad, vi que era peor que comer zarazas; porque á quien la come se le hincha el estómago, y no sale dél sin llevarse tras sí la vida; y pareciéndome ser imposible guardarme de las asechanzas de tan indignados enemigos, acordé de poner tierra en medio, quitándomeles delante de los ojos: halléme un dia suelto, y sin decir adios á ninguno de casa, me puse en la calle, y á ménos de cien pasos me deparó la suerte al alguacil, que dije al principio de mi historia que era grande amigo de mi amo Nicolas el Romo, el cual apénas me hubo visto, cuando me conoció y me llamó por mi nombre: tambien le conocí yo, y al llamarme, me llegué á él con mis acostumbradas ceremonias y caricias: asióme del cuello, y dijo á los corchetes suyos: Este es famoso perro de ayuda, que fué de un grande amigo mio, llevémosle á casa. Holgáronse los corchetes, y dijeron que si era de ayuda, á todos seria de provecho: quisieron asirme para llevarme, y mi amo dijo que no era menester asirme que yo me iria, porque le conocia. Háseme olvidado decirte que las carlancas con puntas de acero que saqué cuando me desgarré y ausenté del ganado, me las quitó un jitano en una venta, y ya en Sevilla andaba sin ellas; pero el alguacil me puso un collar tachonado todo de laton morisco. Considera, Cipion, ahora esta rueda variable de la fortuna mia: ayer me vi estudiante, y hoy me ves corchete.
Cipion. Así va el mundo, y no hay para qué te pongas ahora á exagerar los vaivenes de fortuna, como si hubiera mucha diferencia de ser mozo de un jifero á serlo de un corchete: no puedo sufrir ni llevar en paciencia oir las quejas que dan de la fortuna algunos hombres, que la mayor que tuvieron, p. 344 fué tener premisas y esperanzas de llegar á ser escuderos: ¡con qué maldiciones la maldicen! ¡con cuántos improperios la deshonran! y no por mas de que porque piense el que los oye, que de alta, próspera y buena ventura han venido á la desdichada y baja en que los miran.
Berganza. Tienes razon; y has de saber que este alguacil tenia amistad con un escribano con quien se acompañaba: estaban los dos amancebados con dos mujercillas, no de poco mas ó ménos, sino de ménos en todo: verdad es que tenian algo de buenas caras, pero mucho de desenfado y de taimería putesca: estas les servian de red y de anzuelo para pescar en seco, en esta forma: vestíanse de suerte que por la pinta descubrian la figura, y á tiro de arcabuz mostraban ser damas de la vida libre: andaban siempre á caza de estranjeros, y cuando llegaba la vendeja á Cádiz y á Sevilla, llegaba la huella de su ganancia, no quedando breton con quien no embistiesen: y en cayendo el grasiento con alguna destas limpias, avisaban al alguacil y al escribano adónde y á qué posada iban, y en estando juntos les daban asalto y los prendian por amancebados; pero nunca los llevaban á la cárcel, á causa que los estranjeros siempre redimian la vejacion con dineros.
»Sucedió pues que la Colindres, que así se llamaba la amiga del alguacil, pescó un breton, unto y bisunto: concertó con él cena y noche en su posada; dió el cañuto á su amigo, y apénas se habian desnudado, cuando el alguacil, el escribano, dos corchetes y yo dimos con ellos. Alborotáronse los amantes, exageró el alguacil el delito, mandólos vestir á toda priesa para llevarlos á la cárcel, afligióse el breton, terció movido de caridad el escribano, y á puros ruegos redujo la pena á solo cien reales. Pidió el breton unos follados de camuza, que habia puesto en una silla á los piés de la cama, donde tenia dineros para pagar su libertad, y no parecieron los follados ni podian parecer; porque así como yo entré en el aposento, llegó á mis narices un olor de tocino que me consoló todo, descubríle con el olfato, y halléle en una faldriquera de los follados: digo que hallé en ella un pedazo de jamon famoso, y por gozarle y poderle sacar sin rumor, saqué los follados á la calle, y allí me entregué en el jamon á toda mi voluntad, y cuando volví al aposento, hallé que el breton daba voces, diciendo en lenguaje adúltero y bastardo, aunque se entendia, que le volviesen sus calzas, que en ellas tenia cincuenta escuti de oro in oro : imaginó el escribano ó que la Colindres ó los corchetes se los habian robado: el alguacil pensó lo mismo: llamóles aparte, no confesó ninguno, y diéronse al diablo todos. Viendo yo lo que pasaba, volví á la calle donde habia dejado los follados para volverlos, pues á mí no me aprovechaba nada el dinero: no p. 345 los hallé, porque ya algun venturoso que pasó se los habia llevado. Como el alguacil vió que el breton no tenia dinero para el cohecho, se desesperaba, y pensó sacar de la huéspeda de casa lo que el breton no tenia: llamóla, y vino medio desnuda, y como oyó las voces y quejas del breton, y á la Colindres desnuda y llorando, al alguacil en cólera, y al escribano enojado, y á los corchetes despabilando lo que hallaban en el aposento, no le plugo mucho: mandó el alguacil que se cubriese y se viniese con él á la cárcel, porque consentia en su casa hombres y mujeres de mal vivir. Aquí fué ello: aquí sí que fué cuando se aumentaron las voces y creció la confusion, porque dijo la huéspeda: Señor alguacil y señor escribano, no conmigo tretas, que entrevo toda costura: no conmigo dijes ni poleos, callen la boca, y váyanse con Dios; si no, por mi santiguada que arroje el bodegon por la ventana, y que saque á plaza toda la chirinola desta historia, que bien conozco á la señora Colindres, y sé que há muchos meses que es su cobertor el señor alguacil, y no hagan que me aclare mas, sino vuélvase el dinero á este señor, y quedemos todos por buenos; porque yo soy mujer honrada, y tengo un marido con su carta de ejecutoria, y con á perpenan rei de memoria , con sus colgaderos de plomo, Dios sea loado, y hago este oficio muy limpiamente y sin daño de barras: el arancel tengo clavado donde todo el mundo le vea, y no conmigo cuentos, que por Dios que sé despolvorearme: bonita soy yo, para que por mi órden entren mujeres con los huéspedes: ellos tienen las llaves de sus aposentos, y yo no soy quince, que tengo de ver tras siete paredes.
»Pasmados quedaron mis amos de haber oido la arenga de la huéspeda, y de ver cómo les leia la historia de sus vidas; pero como vieron que no tenian de quien sacar dinero, si della no, porfiaban en llevarla á la cárcel. Quejábase ella al cielo de la sinrazon y injusticia que la hacian, estando su marido ausente y siendo tan principal hidalgo. El breton bramaba por sus cincuenta escuti . Los corchetes porfiaban que ellos no habian visto los follados, ni Dios permitiese tal. El escribano por lo callado insistia al alguacil que mirase los vestidos de la Colindres, que le daba sospecha que ella debia de tener los cincuenta escuti , por tener de costumbre visitar los escondrijos y faldriqueras de aquellos que con ella se envolvian. Ella decia que el breton estaba borracho, y que debia de mentir en lo del dinero. En efeto, todo era confusion, gritos y juramentos, sin llevar modo de apaciguarse, ni se apaciguaran si al instante no entrara en el aposento el teniente de asistente, que viniendo á visitar aquella posada, las voces le llevaron adonde era la grita: preguntó la causa de aquellas voces: la huéspeda se la dió muy por menudo: p. 346 dijo quién era la ninfa Colindres, que ya estaba vestida: publicó la pública amistad suya y del alguacil, echó en la calle sus tretas y modo de robar, disculpóse á sí misma de que con su consentimiento jamas habia entrado en su casa mujer de mala sospecha: canonizóse por santa y á su marido por un bendito, y dió voces á una moza que fuese corriendo y trujese de un cofre la carta ejecutoria de su marido, para que la viese el señor teniente, diciéndole que por ella echaria de ver, que mujer de tan honrado marido no podia hacer cosa mala, y que si tenia aquel oficio de casa de camas, era á no poder mas, que Dios sabia lo que le pesaba, y si quisiera ella mas tener alguna renta y pan cotidiano para pasar la vida, que tener aquel ejercicio. El teniente enfadado de su mucho hablar y presumir de ejecutoria, le dijo: Hermana camera, yo quiero creer que vuestro marido tiene carta de hidalguía, con que vos me confeseis que es hidalgo mesonero. Y con mucha honra, respondió la huéspeda, y ¿qué linaje hay en el mundo, por bueno que sea, que no tenga algun díme y diréte? Lo que yo os digo, hermana, es que os cubrais, que habeis de venir á la cárcel: la cual nueva dió con ella en el suelo, arañóse el rostro, alzó el grito; pero con todo eso, el teniente demasiadamente severo, los llevó á todos á la cárcel: conviene á saber, al breton, á la Colindres y á la huéspeda. Despues supe que el breton perdió sus cincuenta escuti , y mas dicen, que le condenaron en las costas: la huéspeda pagó otro tanto, y la Colindres salió libre por la puerta afuera; y el mismo dia que la soltaron, pescó á un marinero que pagó por el breton con el mismo embuste del soplo; porque veas, Cipion, cuántos y cuán grandes inconvenientes nacieron de mi golosina.
Cipion. Mejor dijeras de la bellaquería de tu amo.
Berganza. Pues escucha, que aun mas adelante tiraba la barra, puesto que me pesa de decir mal de alguaciles y de escribanos.
Cipion. Sí, que decir mal de uno, no es decirlo de todos: sí, que muchos y muy muchos escribanos hay buenos, fieles y legales, y amigos de hacer placer sin daño de tercero: sí, que no todos entretienen los pleitos, ni avisan á las partes, ni todos llevan mas de sus derechos, ni todos van buscando é inquiriendo las vidas ajenas para ponerlas en tela de juicio, ni todos se aunan con el juez para hazme la barba, y hacerte he el copete, ni todos los alguaciles se conciertan con los vagamundos y fulleros, ni tienen todos las amigas como la de tu amo para sus embustes: muchos y muy muchos hay hidalgos por naturaleza, y de hidalgas condiciones: muchos no son arrojados, insolentes ni mal criados, ni rateros como los que andan por los mesones midiendo las espadas á los p. 347 estranjeros, y hallándolas un pelo mas de la marca, destruyen á sus dueños: sí, que no todos como prenden sueltan, y son jueces y abogados cuando quieren.
Berganza. Mas alto picaba mi amo, otro camino era el suyo: presumia de valiente y de hacer prisiones famosas; sustentaba la valentía sin peligro de su persona, pero á costa de su bolsa: un dia acometió en la puerta de Jerez él solo á seis famosos rufianes, sin que yo le pudiese ayudar en nada, porque llevaba con un freno de cordel impedida la boca (que así me traia de dia, y de noche me le quitaba): quedé maravillado de ver su atrevimiento, su brio y su denuedo: así se entraba y salia por las seis espadas de los rufos, como si fueran varas de mimbre: era cosa maravillosa ver la lijereza con que acometia, las estocadas que tiraba, los reparos, la cuenta, el ojo alerta porque no le tomasen las espaldas. Finalmente, él quedó, en mi opinion y en la de todos cuantos la pendencia miraron y supieron, por un nuevo Radamonte, habiendo llevado á sus enemigos desde la puerta de Jerez hasta los mármoles del colegio de maese Rodrigo, que hay mas de cien pasos: dejólos encerrados, y volvió á coger los trofeos de la batalla, que fueron tres vainas, y luego se las fué á mostrar al asistente, que si mal no me acuerdo, lo era entónces el licenciado Sarmiento de Valladares, famoso por la destruicion de la Sauceda. Miraban á mi amo por las calles do pasaba, señalándole con el dedo, como si dijeran: aquel es el valiente que se atrevió á reñir solo con la flor de los bravos de la Andalucía. En dar vueltas á la ciudad para dejarse ver, se pasó lo que quedaba del dia; y la noche nos halló en Triana en una calle junto al molino de la pólvora, y habiendo mi amo avizorado (como en la jácara se dice) si álguien le veia, se entró en una casa, y yo tras él, y hallámos en un patio á todos los jayanes de la pendencia sin capas ni espadas, y todos desabrochados; y uno que debia de ser el huésped, tenia un gran jarro de vino en la una mano, y en la otra una copa grande de taberna, la cual colmándola de vino generoso y espumante, brindaba á toda la compañía: apénas hubieron visto á mi amo, cuando todos se fueron á él con los brazos abiertos, y todos le brindaron, y él hizo la razon á todos, y aun la hiciera á otros tantos, si le fuera algo en ello, por ser de condicion afable y amigo de no enfadar á nadie por pocas cosas. Quererte yo contar ahora lo que allí se trató, la cena que cenaron, las peleas que se contaron, los hurtos que se refirieron, las damas que de su trato se calificaron, y las que se reprobaron, las alabanzas que los unos á los otros se dieron, los bravos ausentes que se nombraron, la destreza que allí se puso en su punto, levantándose en mitad de la cena á poner en práctica p. 348 las tretas que se les ofrecian, esgrimiendo con las manos los vocablos tan esquisitos de que usaban, y finalmente el talle de la persona del huésped, á quien todos respetaban como á señor y padre, seria meterme en un laberinto donde no me fuese posible salir cuando quisiese. Finalmente, vine á entender con toda certeza, que el dueño de la casa, á quien llamaban Monipodio, era encubridor de ladrones y pala de rufianes, y que la gran pendencia de mi amo habia sido primero concertada con ellos, con las circunstancias del retirarse y de dejar las vainas, las cuales pagó mi amo allí luego de contado, con todo cuanto Monipodio dijo que habia costado la cena, que se concluyó casi al amanecer con mucho gusto de todos; y fué su postre dar soplo á mi amo de un rufian forastero que nuevo y flamante habia llegado á la ciudad: debia de ser mas valiente que ellos, y de envidia le soplaron: prendióle mi amo la siguiente noche, desnudo en la cama, que si vestido estuviera, yo vi en su talle que no se dejara prender tan á mansalva. Con esta prision, que sobrevino sobre la pendencia, creció la fama de mi cobarde, que lo era mi amo mas que una liebre, y á fuerza de meriendas y tragos sustentaba la fama de ser valiente, y todo cuanto con su oficio y con sus inteligencias granjeaba, se le iba y desaguaba por la canal de la valentía. Pero ten paciencia, y escucha ahora un cuento que le sucedió, sin añadir ni quitar de la verdad una tilde.
»Dos ladrones hurtaron en Antequera un caballo muy bueno: trujéronle á Sevilla, y para venderle sin peligro usaron de un ardid, que á mi parecer tiene del agudo y del discreto: fuéronse á posadas diferentes, y el uno se fué á la justicia, y pidió por una peticion que Pedro de Losada le debia cuatrocientos reales prestados, como parecia por una cédula firmada de su nombre, de la cual hacia presentacion. Mandó el teniente que el tal Losada reconociese la cédula, y que si la reconociese, le sacasen prendas de la cantidad, ó le pusiesen en la cárcel: tocó hacer esta diligencia á mi amo y al escribano su amigo: llevóles el ladron á la posada del otro, y al punto reconoció su firma, y confesó la deuda, y señaló por prenda de la ejecucion el caballo, el cual visto por mi amo, le creció el ojo y le marcó por suyo, si acaso se vendiese. Dió el ladron por pasados los términos de la ley, y el caballo se puso en venta, y se remató en quinientos reales en un tercero que mi amo echó de manga, para que se le comprase: valia el caballo tanto y medio mas de lo que dieron por él; pero como el bien del vendedor estaba en la brevedad de la venta, á la primer postura remató su mercaduría. Cobró en un ladron la deuda que no le debian, y el otro la carta de pago que no habia menester, y mi amo se quedó con el caballo, p. 349 que para él fué peor que el Seyano lo fué para sus dueños. Mondaron luego la haza los ladrones, y de allí á dos dias, despues de haber trastejado mi amo las guarniciones y otras faltas del caballo, pareció sobre él en la plaza de San Francisco, mas hueco y pomposo que aldeano vestido de fiesta: diéronle mil parabienes de la buena compra, afirmándole que valia ciento y cincuenta ducados, como un huevo un maravedí, y él volteando y revolviendo el caballo, representaba su tragedia en el teatro de la referida plaza. Y estando en sus caracoles y rodeos, llegaron dos hombres de buen talle y de mejor ropaje, y el uno dijo: ¡Vive Dios, que este es Piedehierro, mi caballo, que ha pocos dias que me le hurtaron en Antequera! Todos los que venian con él, que eran cuatro criados, dijeron que así era la verdad, que aquel era Piedehierro, el caballo que le habian hurtado. Pasmóse mi amo, querellóse el dueño, hubo pruebas, y fueron las que hizo el dueño tan buenas, que salió la sentencia en su favor, y mi amo fué desposeido del caballo. Súpose la burla y la industria de los ladrones, que por manos é intervencion de la misma justicia vendieron lo que habian hurtado, y casi todos se holgaban de que la codicia de mi amo le hubiese rompido el saco.
»Y no paró en esto su desgracia, que aquella noche saliendo á rondar el mismo asistente, por haberle dado noticia que hácia los barrios de San Julian andaban ladrones, al pasar de una encrucijada vieron pasar un hombre corriendo, y dijo á este punto el asistente, asiéndome por el collar y zuzándome: Al ladron, Gavilan, ea, Gavilan hijo, al ladron. Yo, á quien ya tenian cansado las maldades de mi amo, por cumplir lo que el señor asistente me mandaba sin discrepar en nada, arremetí con mi propio amo, y sin que pudiese valerse, di con él en el suelo, y si no me le quitaran, yo hiciera á mas de cuatro vengados; quitáronme con mucha pesadumbre de entrambos. Quisieran los corchetes castigarme, y aun matarme á palos, y lo hicieran si el asistente no les dijera: No le toque nadie, que el perro hizo lo que yo le mandé. Entendióse la malicia, y yo sin despedirme de nadie, por un agujero de la muralla salí al campo, y ántes que amaneciese me puse en Mairena, que es un lugar que está cuatro leguas de Sevilla. Quiso mi buena suerte, que hallé allí una compañía de soldados, que segun oí decir se iban á embarcar á Cartagena: estaban en ella cuatro rufianes de los amigos de mi amo, y el atambor era uno que habia sido corchete y gran chocarrero, como lo suelen ser los mas atambores: conociéronme todos, y todos me hablaron, y así me preguntaban por mi amo, como si les hubiera de responder; pero el que mas aficion me mostró fué el atambor, y así determiné de acomodarme con él, si él quisiese, y seguir p. 350 aquella jornada, aunque me llevase á Italia ó á Flándes; porque me parece á mí, y aun á tí te debe parecer lo mismo, que puesto que dice el refran: Quien necio es en su villa, necio es en Castilla, el andar tierras y comunicar con diversas gentes hace á los hombres discretos.
Cipion. Es eso tan verdad, que me acuerdo haber oido decir á un amo que tuve, de bonísimo ingenio, que al famoso griego, llamado Ulíses, le dieron renombre de prudente, por solo haber andado muchas tierras, y comunicado con diversas gentes y varias naciones; y así alabo la intencion que tuviste de irte donde te llevasen.
Berganza. Es pues el caso, que el atambor, por tener con que mostrar mas sus chocarrerías, comenzó á enseñarme á bailar al son del atambor, y hacer otras monerías tan ajenas de poder aprenderlas otro perro que no fuera yo, como las oirás cuando te las diga: por acabarse el distrito de la comision se marchaba poco á poco: no habia comisario que nos limitase: el capitan era mozo, pero muy buen caballero y gran cristiano: el alférez no habia muchos meses que habia dejado la corte y el tinelo: el sargento era matrero y sagaz, y grande arriero de compañías, desde donde se levantan hasta el embarcadero: iba la compañía llena de rufianes churrulleros, los cuales hacian algunas insolencias por los lugares do pasábamos, que redundaban en maldecir á quien no lo merecia: ¡infelicidad del buen príncipe! ser culpado de sus súbditos por la culpa de sus súbditos, á causa que los unos son verdugos de los otros, sin culpa del señor, pues aunque quiera y lo procure, no puede remediar estos daños, porque todas ó las mas cosas de la guerra traen consigo aspereza, riguridad y desconveniencia. En fin, en ménos de quince dias, con mi buen ingenio y con la diligencia que puso el que habia escogido por patron, supe saltar por el rey de Francia, y no saltar por la mala tabernera: enseñóme á hacer corvetas como caballo napolitano, y andar á la redonda como mula de tahona, con otras cosas, que si yo no tuviera cuenta en no adelantarme á mostrarlas, pusiera en duda si era algun demonio en figura de perro el que las hacia: púsome nombre del perro sabio, y no habíamos llegado al alojamiento, cuando tocando su atambor, andaba por todo el lugar, pregonando que todas las personas que quisiesen venir á ver las maravillosas gracias y habilidades del perro sabio, en tal casa, ó en tal hospital las mostraban á ocho ó á cuatro maravedís, segun era el pueblo grande ó chico. Con estos encarecimientos no quedaba persona en todo el lugar, que no me fuese á ver, y ninguno habia que no saliese admirado y contento de haberme visto. Triunfaba mi amo con la mucha ganancia, y sustentaba seis camaradas como unos p. 351 reyes. La codicia y la envidia despertó en los rufianes voluntad de hurtarme, y andaban buscando ocasion para ello; que esto del ganar de comer holgando, tiene muchos aficionados y golosos: por esto hay tantos titereros en España, tantos que muestran retablos, tantos que venden alfileres y coplas, que todo su caudal, aunque le vendiesen todo, no llega á poderse sustentar un dia; y con esto los unos y los otros no salen de los bodegones y tabernas en todo el año, por do me doy á entender que de otra parte, que de la de sus oficios, sale la corriente de sus borracheras: toda esta gente vagamunda, inútil y sin provecho, esponjas del vino y gorgojos del pan.
Cipion. No mas, Berganza, no volvamos á lo pasado; sigue, que se va la noche, y no querria que al salir del sol quedásemos á la sombra del silencio.
Berganza. Tenle, y escucha. Como sea cosa fácil añadir á lo ya inventado, viendo mi amo cuán bien sabia imitar el corcel napolitano, hízome unas cubiertas de guadamacil, y una silla pequeña que me acomodó en las espaldas, y sobre ella puso una figura liviana de un hombre con una lancilla de correr sortija, y enseñóme á correr derechamente á una sortija que entre dos palos ponia; y el dia que habia de correrla pregonaba que aquel dia corria sortija el perro sabio, y hacia otras nuevas y nunca vistas galanterías, las cuales de mi santiscario, como dicen, las hacia, por no sacar mentiroso á mi amo. Llegámos pues por nuestras jornadas contadas á Montilla, villa del famoso y gran cristiano marqués de Priego, señor de la casa de Aguilar y de Montilla. Alojaron á mi amo, porque él lo procuró, en un hospital: echó luego el ordinario bando, y como ya la fama se habia adelantado á llevar las nuevas de las habilidades y gracias del perro sabio, en ménos de una hora se llenó el patio de gente. Alegróse mi amo viendo que la cosecha iba de guilla, y mostróse aquel dia chocarrero en demasía. Lo primero en que comenzaba la fiesta, era en los saltos que yo daba por un aro de cedazo que parecia de cuba: conjurábame por las ordinarias preguntas, y cuando él bajaba una varilla de mimbre que en la mano tenia, era señal del salto, y cuando la tenia alta, de que me estuviese quedo. El primero conjuro deste dia (memorable entre todos los de mi vida) fué decirme: Ea, Gavilan amigo, salta por aquel viejo verde que tú conoces, que se escabecha las barbas, y si no quieres, salta por la pompa y aparato de Doña Pimpinela de Plafagonia, que fué compañera de la moza gallega que servia en Valdeastillas. ¿No te cuadra el conjuro, hijo Gavilan? pues salta por el bachiller Pasillas, que se firma licenciado sin tener grado alguno. ¡Oh! perezoso estás; ¿por qué no sal p. 352 tas? pero ya entiendo y alcanzo tus marrullerías: ahora salta por el licor de Esquivias, famoso al par del de Ciudad-Real, San Martin y Ribadavia. Bajó la varilla, y salté yo, y noté sus malas entrañas. Volvióse luego al pueblo, y en voz alta dijo: No piense vuesa merced, senado valeroso, que es cosa de burla lo que este perro sabe: veinte y cuatro piezas le tengo enseñadas, que por la menor dellas volaria un gavilan: quiero decir, que por ver la menor se puede caminar treinta leguas: sabe bailar la zarabanda y chacona mejor que su inventora misma: bébese una azumbre de vino sin dejar gota: entona un sol, fa, mi, re, tan bien como un sacristan: todas estas cosas y otras muchas que me quedan por decir, las irán viendo vuesas mercedes en los dias que estuviere aquí la compañía, y por ahora dé otro salto nuestro sabio, y luego entraremos en lo grueso. Con esto suspendió al auditorio, que habia llamado senado, y les encendió el deseo de no dejar de ver todo lo que yo sabia. Volvióse á mí mi amo, y dijo: Volved, hijo Gavilan, y con gentil agilidad y destreza deshaced los saltos que habeis hecho; pero ha de ser á devocion de la famosa hechicera, que dicen que hubo en este lugar. Apénas hubo dicho esto, cuando alzó la voz la hospitalera, que era una vieja, al parecer, de mas de sesenta años, diciendo: Bellaco, charlatan, embaidor y hijo de puta, aquí no hay hechicera alguna: si lo decís por la Camacha, ya ella pagó su pecado, y está donde Dios se sabe: si lo decís por mí, chocarrero, ni yo soy ni he sido hechicera en mi vida; y si he tenido fama de haberlo sido, merced á los testigos falsos y á la ley del encaje, y al juez arrojadizo y mal informado: ya sabe todo el mundo la vida que hago en penitencia, no de los hechizos que no hice, sino de otros muchos pecados, ó otros que como pecadora he cometido: así que, socarron tamborilero, salid del hospital; si no, por vida de mi santiguada que os haga salir mas que de paso: y con esto comenzó á dar tantos gritos, y á decir tantas y tan atropelladas injurias á mi amo, que le puso en confusion y sobresalto: finalmente, no dejó que pasase adelante la fiesta en ningun modo. No le pesó á mi amo del alboroto, porque se quedó con los dineros, y aplazó para otro dia y en otro hospital lo que en aquel habia faltado. Fuése la gente maldiciendo á la vieja, añadiendo al nombre de hechicera el de bruja, y el de barbuda sobre vieja. Con todo esto, nos quedámos en el hospital aquella noche, y encontrándome la vieja en el corral solo, me dijo: ¿Eres tú, hijo, Montiel? ¿eres tú, por ventura, hijo? Alcé la cabeza, y miréla muy despacio: lo cual visto por ella, con lágrimas en los ojos se vino á mí, y me echó los brazos al cuello, y si la dejara, me besara en la boca; pero tuve asco, y no lo consentí.
p. 353 Cipion. Bien hiciste, porque no es regalo, sino tormento el besar ni dejar besarse de una vieja.
Berganza. Esto que ahora te quiero contar, te lo habia de haber dicho al principio de mi cuento, y así escusáramos la admiracion que nos causó el vernos con habla; porque has de saber que la vieja me dijo: Hijo Montiel, vente tras mí, y sabrás mi aposento, y procura que esta noche nos veamos á solas en él, que yo dejaré abierta la puerta, y sabe que tengo muchas cosas que decirte de tu vida y para tu provecho. Bajé yo la cabeza en señal de obedecerla, por lo cual ella se acabó de enterar en que yo era el perro Montiel que buscaba, segun despues me lo dijo. Quedé atónito y confuso, esperando la noche, por ver en lo que paraba aquel misterio ó prodigio de haberme hablado la vieja; y como habia oido llamarla de hechicera, esperaba de su vista y habla grandes cosas. Llegóse en fin el punto de verme con ella en su aposento, que era escuro, estrecho y bajo, y solamente claro con la débil luz de un candil de barro, que en él estaba: atizóle la vieja, y sentóse sobre una arquilla, y llegóme junto á sí, y sin hablar palabra me volvió á abrazar, y yo volví á tener cuenta con que no me besase. Lo primero que me dijo, fué:
»Bien esperaba yo en el cielo que ántes que estos mis ojos se cerrasen con el último sueño te habia de ver, hijo mio, y ya que te he visto, venga la muerte, y lléveme desta cansada vida: Has de saber, hijo, que en esta villa vivió la mas famosa hechicera que hubo en el mundo, á quien llamaron la Camacha de Montilla: fué tan única en su oficio, que las Eritos, las Circes, las Medeas, de quien he oido decir que están las historias llenas, no la igualaron: ella congelaba las nubes cuando queria, cubriendo con ellas la faz del sol; y cuando se le antojaba, volvia sereno el mas turbado cielo: traia los hombres en un instante de lejas tierras: remediaba maravillosamente las doncellas que habian tenido algun descuido en guardar su entereza: cubria á las viudas de modo que con honestidad fuesen deshonestas: descasaba las casadas, y casaba las que ella queria: por diciembre tenia rosas frescas en su jardin, y por enero segaba trigo; esto de hacer nacer berros en una artesa, era lo ménos que ella hacia, ni el hacer ver en un espejo, ó en la uña de una criatura, los vivos ó los muertos que le pedian que mostrase: tuvo fama que convertia los hombres en animales, y que se habia servido de un sacristan seis años en forma de asno real y verdaderamente, lo que yo nunca he podido alcanzar cómo se haga; porque lo que se dice de aquellas antiguas magas, que convertian los hombres en bestias, dicen los que mas saben, que no era otra cosa sino que ellas con su mucha hermosura y con sus halagos atraian los hombres p. 354 de manera á que las quisiesen bien, y los sujetaban de suerte sirviéndose dellos en todo cuanto querian, que parecian bestias; pero en tí, hijo mio, la esperiencia me muestra lo contrario, que sé que eres persona racional, y te veo en semejanza de perro, si ya no es que esto se hace con aquella ciencia que llaman tropelía, que hace parecer una cosa por otra. Sea lo que fuere lo que me pesa es que yo ni tu madre, que fuimos discípulas de la buena Camacha, nunca llegámos á saber tanto como ella, y no por falta de ingenio, ni de habilidad, ni de ánimo, que ántes nos sobraba que faltaba, sino por sobra de su malicia, que nunca quiso enseñarnos las cosas mayores, porque las reservaba para ella.
»Tu madre, hijo, se llamó la Montiela, que despues de la Camacha, fué famosa: yo me llamo la Cañizares, si ya no tan sábia como las dos, á lo ménos de tan buenos deseos como cualquiera dellas: verdad es, que al ánimo que tu madre tenia de hacer y entrar en un cerco, y encerrarse en él con una legion de demonios, no le hacia ventaja la misma Camacha: yo fuí siempre algo medrosilla; con conjurar media legion me contentaba; pero con paz sea dicho de entrambas, en esto de conficionar las unturas con que las brujas nos untamos, á ninguna de las dos diera ventaja, ni la daré á cuantas hoy siguen y guardan nuestras reglas: que has de saber, hijo, que como yo he visto y veo que la vida que corre sobre las lijeras alas del tiempo se acaba, he querido dejar todos los vicios de la hechicería en que estaba engolfada muchos años habia, y solo me he quedado con la curiosidad de ser bruja, que es un vicio dificultosísimo de dejar: tu madre hizo lo mismo: de muchos vicios se apartó, muchas buenas obras hizo en esta vida; pero al fin murió bruja, y no murió de enfermedad alguna, sino de dolor de que supo que la Camacha su maestra, de envidia que la tuvo porque se le iba subiendo á las barbas en saber tanto como ella, ó por otra pendenzuela de celos que nunca pude averiguar, estando tu madre preñada, y llegándose la hora del parto, fué su comadre la Camacha, la cual recebió en sus manos lo que tu madre parió, y mostróle que habia parido dos perritos; y así como los vió, dijo: Aquí hay maldad, aquí hay bellaquería; pero, hermana Montiela, tu amiga soy, yo encubriré este parto, y atiende tú á estar sana, y haz cuenta que esta tu desgracia queda sepultada en el mismo silencio: no te dé pena alguna este suceso, que ya sabes tú que puedo yo saber que si no es con Rodriguez el ganapan, tu amigo, dias há que no tratas con otro; así que este perruno parto de otra parte viene, y algun misterio contiene. Admiradas quedámos tu madre y yo, que me hallé presente á todo, del estraño suceso. La Camacha se fué y se llevó los cachorros: yo me quedé p. 355 con tu madre para asistir á su regalo la cual no podia creer lo que le habia sucedido. Llegóse el fin de la Camacha, y estando en la última hora de su vida, llamó á tu madre, y le dijo cómo ella habia convertido á sus hijos en perros por cierto enojo que con ella tuvo; pero que no tuviese pena, que ellos volverian á su ser cuando ménos lo pensasen; mas que no podia ser primero que ellos por sus mismos ojos viesen lo siguiente:
Volverán en su forma verdadera
Cuando vieron con presta diligencia
Derribar los soberbios levantados,
Y alzar á los humildes abatidos
Con poderosa mano para hacello.
»Esto dijo la Camacha á tu madre al tiempo de su muerte, como ya te he dicho: tomólo tu madre por escrito y de memoria, y yo lo fijé en la mia para si sucediese tiempo de poderlo decir á alguno de vosotros; y para poder conoceros, á todos los perros que veo de tu color los llamo con el nombre de tu madre, no por pensar que los perros han de saber el nombre, sino por ver si respondian á ser llamados tan diferentemente como se llaman los otros perros; y esta tarde como te vi hacer tantas cosas, y que te llaman el perro sabio, y tambien como alzaste la cabeza á mirarme cuando te llamé en el corral, he creido que tú eres hijo de la Montiela, á quien con grandísimo gusto doy noticia de tus sucesos y del modo con que has de cobrar tu forma primera; el cual modo quisiera yo que fuera tan fácil como el que se dice de Apuleyo en el Asno de oro , que consistia en solo comer una rosa; pero éste tuyo va fundado en acciones ajenas, y no en tu diligencia. Lo que has de hacer, hijo, es encomendarte á Dios allá en tu corazon, y espera á que estas, que no quiero llamarlas profecías, sino adivinanzas, han de suceder presto y prósperamente: que pues la buena de la Camacha las dijo, sucederán sin duda alguna, y tú y tu hermano, si es vivo, os veréis como deseais.
»De lo que á mí me pesa es, que estoy tan cerca de mi acabamiento, que no tendré lugar de verlo: muchas veces he querido preguntar á mi cabron qué fin tendrá vuestro suceso; pero no me he atrevido, porque nunca á lo que le preguntamos responde á derechas, sino con razones torcidas y de muchos sentidos; así que, á este nuestro amo y señor no hay que preguntarle nada, porque con una verdad mezcla mil mentiras, y á lo que he colegido de sus respuestas, él no sabe nada de lo por venir ciertamente, sino por conjeturas: con todo esto, nos trae tan engañadas á las que somos brujas, que con hacernos mil burlas, no le podemos dejar: vamos á verle muy léjos de aquí á un gran campo, donde nos juntamos infinidad de p. 356 gente, brujos y brujas, y allí nos da de comer desabridamente, y pasan otras cosas, que en verdad, y en Dios y en mi ánima, que no me atrevo á contarlas segun son de sucias y asquerosas, y no quiero ofender tus castas orejas: hay opinion que no vamos á estos convites sino con la fantasía, en la cual nos representa el demonio las imágenes de todas aquellas cosas que despues contamos que nos han sucedido: otros dicen que no, sino que verdaderamente vamos en cuerpo y en ánima, y entrambas opiniones tengo para mí que son verdaderas, puesto que nosotras no sabemos cuándo vamos de una ó de otra manera; porque todo lo que nos pasa en la fantasía es tan intensamente, que no hay diferenciarlo de cuando vamos real y verdaderamente: algunas esperiencias desto han hecho los señores inquisidores con algunas de nosotras que han tenido presas, y pienso que han hallado ser verdad lo que digo.
»Quisiera yo, hijo, apartarme deste pecado, y para ello he hecho mis diligencias: héme acogido á ser hospitalera, curo á los pobres, y algunos se mueren que me dan á mí la vida con lo que me mandan, ó con lo que se les queda entre los remiendos, por el cuidado que yo tengo de espulgarlos los vestidos; rezo poco y en público, murmuro mucho y en secreto; vame mejor con ser hipócrita, que con ser pecadora declarada: las apariencias de mis buenas obras presentes van borrando en la memoria de los que me conocen las malas obras pasadas. En efeto, la santidad fingida no hace daño á ningun tercero, sino al que la usa. Mira, hijo Montiel, este consejo te doy, que seas bueno en todo cuanto pudieres, y si has de ser malo, procura no parecerlo en todo cuanto pudieres: bruja soy, no te lo niego, bruja y hechicera fué tu madre, que tampoco te lo puedo negar; pero las buenas apariencias de las dos podian acreditarnos en todo el mundo: tres dias ántes que muriese habíamos estado las dos en un valle de los montes Pirineos en una gran jira; y con todo eso, cuando murió fué con tal sosiego y reposo, que si no fueron algunos visajes que hizo un cuarto de hora ántes que rindiese el alma, no parecia sino que estaba en aquella cama como en un tálamo de flores: llevaba atravesados en el corazon sus dos hijos, y nunca quiso, aun en el artículo de la muerte, perdonar á la Camacha; tal era ella de entera y firme en sus cosas: yo le cerré los ojos, y fuí con ella hasta la sepultura: allí la dejé para no verla mas, aunque no tengo perdida la esperanza de verla ántes que muera, porque se ha dicho por el lugar que la han visto algunas personas andar por los cimenterios y encrucijadas en diferentes figuras, y quizá alguna vez la troparé yo, y le preguntaré si manda que haga alguna cosa en descargo de su conciencia.
»Cada cosa destas que la vieja me decia en p. 357 alabanza de la que decia ser mi madre, era una lanzada que me atravesaba el corazon, y quisiera arremeter á ella y hacerla pedazos entre los dientes; y si lo dejé de hacer fué porque no le tomase la muerte en tan mal estado. Finalmente, me dijo que aquella noche pensaba untarse para ir á uno de sus usados convites, y que cuando allá estuviese pensaba preguntar á su dueño algo de lo que estaba por sucederme. Quisiérale yo preguntar qué unturas eran aquellas que decia, y parece que me leyó el deseo, pues respondió á mi intencion como si se lo hubiera preguntado, pues dijo:
»Este ungüento con que las brujas nos untamos, es compuesto de jugos de yerbas en todo estremo frios, y no es como dice el vulgo, hecho con la sangre de los niños que ahogamos. Aquí pudieras tambien preguntarme qué gusto ó provecho saca el demonio de hacernos matar las criaturas tiernas, pues sabe que estando bautizadas, como inocentes y sin pecado se van al cielo, y él recibe pena particular con cada alma cristiana que se le escapa: á lo que no te sabré responder otra cosa, sino lo que dice el refran; que tal hay que se quiebra dos ojos, porque su enemigo se quiebre uno, y por la pesadumbre que da á sus padres, matándoles los hijos, que es la mayor que se puede imaginar; y lo que mas le importa es hacer que nosotras cometamos á cada paso tan cruel y perverso pecado: y todo esto lo permite Dios por nuestros pecados, que sin su permision yo he visto por esperiencia que no puede ofender el diablo á una hormiga; y es tan verdad esto, que rogándole yo una vez que destruyese una viña de un mi enemigo, me respondió que ni aun tocar á una hoja della podia, porque Dios no queria; por lo cual podrás venir á entender, cuando seas hombre, que todas las desgracias que vienen á las gentes, á los reinos, á las ciudades y á los pueblos, las muertes repentinas, los naufragios, las caidas; en fin, todos los males que llaman de daño, vienen de la mano del Altísimo y de voluntad permitente: y los daños y males que llaman de culpa, vienen y se causan por nosotros mismos. Dios es impecable, de do se infiere que nosotros somos autores del pecado, formándole en la intencion, en la palabra y en la obra: todo permitiéndolo Dios por nuestros pecados, como ya he dicho. Dirás tú ahora, hijo, si es que acaso me entiendes, que ¿quién me hizo á mi teóloga? y aun quizá entre tí: ¡cuerpo de tal con la puta vieja! ¿por qué no deja de ser bruja, pues sabe tanto, y se vuelve á Dios, pues sabe que está mas pronto á perdonar pecados, que á permitirlos? Á esto te respondo como si me lo preguntaras, que la costumbre del vicio se vuelve en naturaleza, y este de ser brujas se convierte en sangre y carne, y en medio de su ardor, que es mucho, trae un frio que p. 358 pone el alma tal, que la resfría y entorpece aun en la fe, de donde nace un olvido de sí misma, y ni se acuerda de los temores con que Dios la amenaza, ni de la gloria con que la convida; y en efeto, como es pecado de carne y de deleites, es fuerza que amortigüe todos los sentidos, y los embelese y absorte, sin dejarlos usar sus oficios como deben; y así quedando el alma inútil, floja y desmazalada, no puede levantar la consideracion siquiera á tener algun buen pensamiento; y así dejándose estar sumida en la profunda sima de su miseria, no quiere alzar la mano á la de Dios, que se la está dando por sola su misericordia, para que se levante: yo tengo una destas almas que te he pintado, todo lo veo y todo lo entiendo; y como el deleite me tiene echados grillos á la voluntad, siempre he sido y seré mala.
»Pero dejemos esto, y volvamos á lo de las unturas, y digo, que son tan frias, que nos privan de todos los sentidos en untándonos con ellas, y quedámos tendidas y desnudas en el suelo, y entónces dicen que en la fantasía pasamos todo aquello que nos parece pasar verdaderamente. Otras veces acabadas de untar, á nuestro parecer mudamos forma, y convertidas en gallos, lechuzas ó cuervos, vamos al lugar donde nuestro dueño nos espera, y allí cobramos nuestra primera forma, y gozamos de los deleites, que te dejo de decir por ser tales, que la memoria se escandaliza en acordarse dellos, y así la lengua huye de contarlos; y con todo esto soy bruja, y cubro con la capa de la hipocresía todas mis muchas faltas: verdad es que si algunos me estiman y honran por buena, no faltan muchos que me dicen no dos dedos del oido el nombre de las fiestas, que es el que nos imprimió la furia de un juez colérico, que en los tiempos pasados tuvo que ver conmigo y con tu madre, depositando su ira en las manos de un verdugo, que por no estar sobornado usó de toda su plena potestad y rigor con nuestras espaldas; pero esto ya pasó, y todas las cosas se pasan, las memorias se acaban, las vidas no vuelven, las lenguas se cansan, los sucesos nuevos hacen olvidar los pasados: hospitalera soy, buenas muestras doy de mi proceder, buenos ratos me dan mis unturas, no soy tan vieja que no pueda vivir un año, puesto que tengo setenta y cinco: y ya que no puedo ayunar por la edad, ni rezar por los vaguidos, andar romerías por la flaqueza de mis piernas, ni dar limosna porque soy pobre, ni pensar en bien porque soy amiga de murmurar, y para haberlo de hacer es forzoso pensarlo primero; así que siempre mis pensamientos han de ser malos: con todo esto, sé que Dios es bueno y misericordioso, y que él sabe lo que ha de ser de mí, y basta, y quédese aquí esta plática, que verdaderamente me entristece: ven, hijo, y verásme untar, que todos los duelos p. 359 con pan son ménos: el buen dia meterle en casa, pues miéntras se rie, no se llora: quiero decir, que aunque los gustos que nos da el demonio son aparentes y falsos, todavía nos parecen gustos, y el deleite mucho mayor es imaginado, que gozado, aunque en los verdaderos gustos debe de ser al contrario.
»Levantóse en diciendo esta larga arenga, y tomando el candil, se entró en otro aposentillo mas estrecho: seguíla, combatido de mil varios pensamientos, y admirado de lo que habia oido y de lo que esperaba ver. Colgó la Cañizares el candil en la pared, y con mucha priesa se desnudó hasta la camisa, y sacando de un rincon una olla vidriada, metió en ella la mano, y murmurando entre dientes, se untó desde los piés á la cabeza, que tenia sin toca: ántes que se acabase de untar me dijo, que ora se quedase su cuerpo en aquel aposento sin sentido, ora desapareciese dél, que no me espantase, ni dejase de aguardar allí hasta la mañana, porque sabria las nuevas de lo que me quedaba por pasar hasta ser hombre. Díjele bajando la cabeza, que sí haria, y con esto acabó su untura, y se tendió en el suelo como muerta: llegué mi boca á la suya, y vi que no respiraba poco ni mucho.
»Una verdad te quiero confesar, Cipion amigo, que me dió gran temor verme encerrado en aquel estrecho aposento con aquella figura delante, la cual te la pintaré como mejor supiere. Ella era larga de mas de siete piés; toda era notomía de huesos, cubiertos con una piel negra, vellosa y curtida; con la barriga, que era de badana, se cubria las partes deshonestas, y aun le colgaba hasta la mitad de los muslos: las tetas semejaban dos vejigas de vaca secas y arrugadas, denegridos los labios, traspillados los dientes, la nariz corva y entablada, desencajados los ojos, la cabeza desgreñada, las mejillas chupadas, angosta la garganta y los pechos sumidos: finalmente, toda era flaca y endemoniada. Púseme despacio á mirarla, y apriesa comenzó á apoderarse de mí el miedo, considerando la mala vision de su cuerpo y la peor ocupacion de su alma: quise morderla por ver si volvia en sí, y no hallé parte en toda ella, que el asco no me lo estorbase; pero con todo eso, la así de un carcaño, y la saqué arrastrando al patio, mas ni por esto dió muestras de tener sentido. Allí con mirar el cielo y verme en parte ancha se me quitó el temor, á lo ménos se templó de manera, que tuve ánimo de esperar á ver en lo que paraba la ida y vuelta de aquella mala hembra, y lo que me contaba de mis sucesos. En esto me preguntaba yo á mí mismo: ¿quién hizo á esta mala vieja tan discreta y tan mala? ¿De dónde sabe ella cuáles son males de daño y cuáles de culpa? ¿Cómo entiende y habla tanto de Dios, y obra tanto del diablo? ¿Cómo peca tan de malicia, p. 360 no escusándose con ignorancia?
»En estas consideraciones se pasó la noche, y se vino el dia, que nos halló á los dos en mitad del patio: ella no vuelta en sí, y á mí junto á ella en cuclillas, atento mirando su espantosa y fea catadura. Acudió la gente del hospital, y viendo aquel retablo, unos decian: Ya la bendita Cañizares es muerta, mirad cuán desfigurada y flaca la tenia la penitencia: otros mas considerados la tomaron el pulso, y vieron que le tenia, y que no era muerta, por do se dieron á entender que estaba en éstasis y arrobada de puro buena: otros hubo que dijeron: Esta puta vieja sin duda debe de ser bruja, y debe de estar untada, que nunca los santos hacen tan deshonestos arrobos, y hasta ahora, entre los que la conocemos, mas fama tiene de bruja que de santa: curiosos hubo, que se llegaron á hincarle alfileres por las carnes desde la punta hasta la cabeza; ni por eso recordaba la dormilona, ni volvió en sí hasta las siete del dia, y como se sintió acribada de los alfileres y mordida de los carcañares, y magullada del arrastramiento fuera de su aposento, y á vista de tantos ojos que la estaban mirando, creyó, y creyó la verdad, que yo habia sido el autor de su deshonra: y así arremetió á mí y echándome ambas manos á la garganta, procuraba ahogarme, diciendo: Oh bellaco, desagradecido, ignorante y malicioso, y ¿es este el pago que merecen las buenas obras que á tu madre hice, y de las que te pensaba hacer á tí? Yo que me vi en peligro de perder la vida entre las uñas de aquella fiera arpía, sacudíme, y asiéndola de las luengas faldas de su vientre, la zamarreé y arrastré por todo el patio, y ella daba voces, que la librasen de los dientes de aquel maligno espíritu.
»Con estas razones de la mala vieja, creyeron los mas que yo debia de ser algun demonio de los que tienen ojeriza continua con los buenos cristianos, y unos acudieron á echarme agua bendita, otros no osaban llegar á quitarme, otros daban voces que me conjurasen, la vieja gruñia, yo apretaba los dientes, crecia la confusion, y mi amo, que ya habia llegado al ruido, se desesperaba, oyendo decir que yo era demonio: otros, que no sabian de exorcismos, acudieron á tres ó cuatro garrotes, con los cuales comenzaron á santiguarme los lomos: escocióme la burla, solté la vieja, y en tres saltos me puse en la calle; y en pocos mas salí de la villa perseguido de una infinidad de muchachos que iban á grandes voces diciendo: Apártense, que rabia el perro sabio. Otros decian: No rabia, sino que es demonio en figura de perro. Con este molimiento á campana herida salí del pueblo, siguiéndome muchos que indubitablemente creyeron que era demonio, así por las cosas que me habian visto hacer, como por las palabras que la vieja dijo cuando despertó de su maldito sueño: díme tanta p. 361 priesa á huir y á quitarme delante de sus ojos, que creyeron que me habia desparecido como demonio: en seis horas anduve doce leguas, y llegué á un rancho de jitanos, que estaba en un campo junto á Granada: allí me reparé un poco, porque algunos de los jitanos me conocieron por el perro sabio, y con no pequeño gozo me acogieron y escondieron en una cueva, porque no me hallasen si fuese buscado, con intencion, á lo que despues entendí, de ganar conmigo, como lo hacia el atambor mi amo. Veinte dias estuve con ellos, en los cuales supe y noté su vida y costumbres, que por ser notables, es forzoso que te las cuente.
Cipion. Antes, Berganza, que pases adelante, es bien que reparemos en lo que te dijo la bruja, y averigüemos si puede ser verdad la grande mentira á quien das crédito. Mira, Berganza: grandísimo disparate seria creer que la Camacha mudase los hombres en bestias, y que el sacristan en forma de jumento la sirviese los años que dicen que la sirvió: todas estas cosas y las semejantes son embelecos, mentiras ó apariencias del demonio; y si á nosotros nos parece ahora que tenemos algun entendimiento y razon, pues hablamos siendo verdaderamente perros, ó estando en su figura, ya hemos dicho que este es caso portentoso y jamas visto, y que aunque le tocamos con las manos, no le habemos de dar crédito hasta tanto que el suceso dél nos muestre lo que conviene que creamos. ¿Quiéreslo ver mas claro? Considera en qué vanas cosas y en cuán tontos puntos dijo la Camacha que consistia nuestra restauracion, y aquellas que á tí te deben parecer profecías no son sino palabras de consejas ó cuentos de viejas, como aquellos del caballo sin cabeza, y de la varilla de virtudes, con que se entretienen al fuego las dilatadas noches del invierno, porque á ser otra cosa ya estaban cumplidas; si no es que sus palabras se han de tomar en un sentido, que he oido decir se llama alegórico, el cual sentido no quiere decir lo que la letra suena, sino otra cosa, que aunque diferente, le haga semejanza, y así, decir:
Volverán en su forma verdadera,
Cuando vieren con presta diligencia
Derribar los soberbios levantados,
Y alzar á los humildes abatidos
Con poderosa mano para hacello:
Tomándolo en el sentido que he dicho, paréceme que quiere decir que cobraremos nuestra forma, cuando viéremos que los que ayer estaban en la cumbre de la rueda de fortuna, hoy están hollados y abatidos á los piés de la desgracia y tenidos en poco de aquellos que mas los estimaban: y asimismo cuando viéremos que otros que no há dos horas que no tenian deste mundo otra parte que servir en él de número p. 362 que acrecentase el de las gentes, y ahora están tan encumbrados sobre la buena dicha, que los perdemos de vista; y si primero no parecian por pequeños y encogidos, ahora no los podemos alcanzar por grandes y levantados: y si en esto consistiera volver nosotros á la forma que dices, ya lo hemos visto y lo vemos á cada paso, por do me doy á entender que no en el sentido alegórico, sino en el literal se han de tomar los versos de la Camacha; ni tampoco en este consiste nuestro remedio, pues muchas veces hemos visto lo que dicen, y nos estamos tan perros como ves: así que, la Camacha fué burladora falsa, y la Cañizares embustera, y la Montiela tonta, maliciosa y bellaca, con perdon sea dicho, si acaso es nuestra madre de entrambos, ó tuya, que yo no la quiero tener por madre. Digo pues que el verdadero sentido es un juego de bolos, donde con presta diligencia derriban los que están en pié, y vuelven á alzar los caidos, y esto por la mano de quien lo puede hacer. Mira pues si en el discurso de nuestra vida habremos visto jugar á los bolos, y si hemos visto por esto haber vuelto á ser hombres, si es que lo somos.
Berganza. Digo que tienes razon, Cipion hermano, y que eres mas discreto de lo que pensaba; y de lo que has dicho vengo á pensar y creer que todo lo que hasta aquí hemos pasado, y lo que estamos pasando, es sueño, y que somos perros; pero no por esto dejemos de gozar deste bien de la habla que tenemos y de la escelencia tan grande de tener discurso humano todo el tiempo que pudiéremos; y así no te canse el oirme contar lo que me pasó con los jitanos que me escondieron en la cueva.
Cipion. De buena gana te escucho por obligarte á que me escuches, cuando te cuente, si el cielo fuere servido, los sucesos de mi vida.
Berganza. La que tuve con los jitanos fué considerar en aquel tiempo sus muchas malicias, sus embaimientos y embustes, los hurtos en que se ejercitan así jitanas como jitanos desde el punto casi que salen de las mantillas y saben andar: ¿ves la multitud que hay dellos esparcida por España? pues todos se conocen y tienen noticia los unos de los otros, y trasiegan y trasponen los hurtos destos en aquellos, y los de aquellos en estos: dan la obediencia mejor que á su rey, á uno que llaman conde, el cual y todos los que dél suceden, tienen el sobrenombre de Maldonado; y no porque vengan del apellido deste noble linaje, sino porque un paje de un caballero deste nombre se enamoró de una jitana muy hermosa, la cual no le quiso conceder su amor si no se hacia jitano y la tomaba por mujer: hízolo así el paje, y agradó tanto á los demas jitanos, que le alzaron por señor, y le p. 363 dieron la obediencia; y como en señal de vasallaje le acuden con parte de los hurtos que hacen, como sean de importancia. Ocúpanse, por dar color á su ociosidad, en labrar cosas de hierro, haciendo instrumentos con que facilitan sus hurtos; y así los verás siempre traer á vender por las calles, tenazas, barrenas, martillos, y ellas, trébedes y badiles: todas ellas son parteras, y en esto llevan ventaja á las nuestras, porque sin costa ni adherentes sacan sus partos á luz y lavan criaturas con agua fria en naciendo; y desde que nacen hasta que mueren se curten y muestran á sufrir las inclemencias y rigores del cielo; y así verás que todos son alentados, volteadores, corredores y bailadores: cásanse siempre entre ellos, porque no salgan sus malas costumbres á ser conocidas de otros: ellas guardan el decoro á sus maridos, y pocas hay que les ofendan con otros que no sean de su generacion: cuando piden limosna, mas la sacan con invenciones y chocarrerías que con devociones, y á título que no hay quien se fie dellas, no sirven, y dan en ser holgazanas; y pocas ó ninguna vez he visto, si mal no me acuerdo, ninguna jitana al pié del altar comulgando, puesto que muchas veces he entrado en las iglesias: son sus pensamientos imaginar cómo han de engañar y dónde han de hurtar: confieren sus hurtos y el modo que tuvieron en hacellos: y así un dia contó un jitano delante de mí á otros un engaño y hurto que un dia habia hecho á un labrador: y fué que el jitano tenia un asno rabon, y en el pedazo de la cola que tenia sin cerdas le ingirió otra peluda, que parecia ser suya natural: sacóle al mercado, comprósele un labrador por diez ducados, y en habiéndosele vendido y cobrado el dinero, le dijo que si queria comprarle otro asno hermano del mismo, y tan bueno como el que llevaba, que se le venderia por mas buen precio. Respondióle el labrador que fuese por él y le trujese, que él se le compraria, y que en tanto que volviese llevaria el comprado á su posada. Fuése el labrador, siguióle el jitano, y sea como sea, el jitano tuvo maña de hurtar al labrador el asno que le habia vendido, y al mismo instante le quitó la cola postiza y quedó con la suya pelada: mudóle la albarda y jáquima, y atrevióse á ir á buscar al labrador para que se le comprase: hallóle ántes que hubiese echado ménos el asno primero; y á pocos lances compró el segundo: fuésele á pagar á la posada, donde halló ménos la bestia á la bestia; y aunque lo era mucho, sospechó que el jitano se le habia hurtado, y no queria pagarle: acudió el jitano por testigos, y trujo á los que habian cobrado la alcabala del primer jumento, y juraron que el jitano habia vendido al labrador un asno con una cola muy larga y muy diferente del asno segundo que vendia. Á todo esto se halló p. 364 presente un alguacil, que hizo las partes del jitano con tantas veras, que el labrador hubo de pagar el asno dos veces. Otros muchos hurtos contaron, y todos ó los mas de bestias, en quien son ellos graduados, y en lo que mas se ejercitan. Finalmente, ella es mala gente, y aunque muchos y muy prudentes jueces han salido contra ellos, no por eso se enmiendan.
»Al cabo de veinte dias me quisieron llevar á Murcia: pasé por Granada, donde ya estaba el capitan, cuyo atambor era mi amo: como los jitanos lo supieron, me encerraron en un aposento del meson donde vivian: oíles decir la causa, no me pareció bien el viaje que llevaban, y así determiné soltarme como lo hice, y saliéndome de Granada, di en una huerta de un morisco que me acogió de buena voluntad, y yo quedé con mejor, pareciéndome que no me queria para mas que para guardarle la huerta, oficio á mi cuenta de ménos trabajo que el de guardar ganado; y como no habia allí altercar sobre tanto mas cuanto al salario, fué cosa fácil hallar el morisco criado á quien mandar, y yo amo á quien servir. Estuve con él mas de un mes, no por el gusto de la vida que tenia, sino por el que me daba saber la de mi amo, y por ella la de todos cuantos moriscos viven en España. ¡Oh cuántas y cuáles cosas te pudiera decir, Cipion amigo, desta morisca canalla, si no temiera no poderlas dar fin en dos semanas! Y si las hubiera de particularizar, no acabara en dos meses; mas en efeto habré de decir algo, y así oye en general lo que yo vi y noté en particular desta buena gente.
»Por maravilla se hallará entre tantos uno que crea derechamente en la sagrada ley cristiana: todo su intento es acuñar y guardar dinero acuñado, y para conseguirle trabajan y no comen: en entrando el real en su poder, como no sea sencillo le condenan á cárcel perpetua y á escuridad eterna: de modo que ganando siempre, y gastando nunca, llegan y amontonan la mayor cantidad de dinero que hay en España: ellos son su hucha, su polilla, sus picazas y sus comadrejas: todo lo allegan, todo lo esconden y todo lo tragan: considérese que ellos son muchos y que cada dia ganan y esconden poco ó mucho, y que una calentura lenta acaba la vida como la de un tabardillo, y como van creciendo se van aumentando los escondedores, que crecen y han de crecer en infinito, como la esperiencia lo muestra: entre ellos no hay castidad ni entran en religion ellos ni ellas: todos se casan, todos multiplican, porque el vivir sobriamente aumenta las causas de la generacion; no los consume la guerra, ni ejercicio que demasiadamente los trabaje; róbannos á pié quedo, y con los frutos de nuestras heredades que nos revenden se hacen ricos; no tienen criados, porque todos lo son de sí mismos; no gastan con sus hijos en los estudios, por p. 365 que su ciencia no es otra que la del robarnos: de los doce hijos de Jacob que he oido decir que entraron en Egipto, cuando los sacó Moysen de aquel cautiverio, salieron seiscientos mil varones sin niños y mujeres: de aquí se podrá inferir lo que multiplicarán las destos, que sin comparacion son en mayor número.
Cipion. Buscado se ha remedio para todos los daños que has apuntado y bosquejado en sombra, que bien sé que son mas y mayores los que callas, que los que cuentas, y hasta ahora no se ha dado con el que conviene; pero celadores prudentísimos tiene nuestra república, que considerando que España cria y tiene en su seno tantas víboras como moriscos, ayudados de Dios hallarán á tanto daño cierta, presta y segura salida: dí adelante.
Berganza. Como mi amo era mezquino, como lo son todos los de su casta, sustentábame con pan de mijo, y con algunas sobras de zahinas, comun sustento suyo; pero esta miseria me ayudó á llevar el cielo por un modo tan estraño, como el que ahora oirás. Cada mañana juntamente con el alba amanecia sentado al pié de un granado, de muchos que en la huerta habia, un mancebo al parecer estudiante, vestido de bayeta, no tan negra ni tan peluda, que no pareciese parda y tundida: ocupábase en escribir en un cartapacio, y de cuando en cuando se daba palmadas en la frente, y se mordia las uñas, estando mirando al cielo: y otras veces se ponia tan imaginativo, que no movia pié ni mano, ni aun las pestañas: tal era su embelesamiento. Una vez me llegué junto á él sin que me echase de ver: oíle murmurar entre dientes, y al cabo de un buen espacio dió una gran voz, diciendo: Vive el Señor, que es la mejor octava que he hecho en todos los dias de mi vida; y escribiendo á priesa en su cartapacio, daba muestras de gran contento: todo lo cual me dió á entender que el desdichado era poeta: hícele mis acostumbradas caricias, por asegurarle de mi mansedumbre: echéme á sus piés, y él con seguridad prosiguió en sus pensamientos, y tornó á rascarse la cabeza, y á sus arrobos, y á volver á escribir lo que habia pensado. Estando en esto entró en la huerta otro mancebo galan y bien aderezado, con unos papeles en la mano, en los cuales de cuando en cuando leia: llegó donde estaba el primero, y díjole: ¿Habeis acabado la primera jornada? Ahora le di fin, respondió el poeta, lo mas gallardamente que imaginarse puede. ¿De qué manera? preguntó el segundo. Desta, respondió el primero. Sale su Santidad el papa vestido de pontifical, con doce cardenales, todos vestidos de morado, porque cuando sucedió el caso que cuenta la historia de mi comedia, era tiempo de mutatio caparum , en el cual los cardenales no se visten de rojo, p. 366 sino de morado; y así en todas maneras conviene para guardar la propiedad, que estos mis cardenales salgan de morado, y este es un punto que hace mucho al caso para la comedia, y á buen seguro dieran en él, y así hacen á cada paso mil impertinencias y disparates: yo no he podido errar en esto, porque he leido todo el ceremonial romano por solo acertar en estos vestidos. ¿Pues de dónde quereis vos, replicó el otro, que tenga mi autor vestidos morados para doce cardenales? Pues si me quita uno tan solo, respondió el poeta, así le daré yo mi comedia, como volar: ¡cuerpo de tal! ¿esta apariencia tan grandiosa se ha de perder? Imaginad vos desde aquí lo que parecerá en un teatro un sumo pontífice con doce graves cardenales, y con otros ministros de acompañamiento que forzosamente han de traer consigo: ¡vive el cielo que sea uno de los mayores y mas altos espectáculos, que se haya visto en comedia, aunque sea la del Ramillete de Daraja !
»Aquí acabé de entender que el uno era poeta, y el otro comediante. El comediante aconsejó al poeta que cercenase algo de los cardenales, si no queria imposibilitar al autor el hacer la comedia. Á lo que dijo el poeta, que le agradeciesen que no habia puesto todo el cónclave que se halló junto al acto memorable que pretendia traer á la memoria de las gentes en su felicísima comedia. Riyóse el recitante, y dejóle en su ocupacion, por irse á la suya, que era estudiar un papel de una comedia nueva. El poeta, despues de haber escrito algunas coplas de su magnífica comedia, con mucho sosiego y espacio sacó de la faldriquera algunos mendrugos de pan, y obra de veinte pasas, que á mi parecer entiendo que se las conté, y aun estoy en duda si eran tantas, porque juntamente con ellas hacian bulto ciertas migajas de pan, que las acompañaban: sopló y apartó las migajas, y una á una se comió las pasas y los palillos, porque no le vi arrojar ninguno, ayudándolas con los mendrugos, que morados con la borra de la faldriquera, parecian mohosos, y eran tan duros de condicion, que aunque él procuró enternecerlos, paseándolos por la boca una y muchas veces, no fué posible moverlos de su terquedad: todo lo cual redundó en mi provecho, porque me los arrojó diciendo: To to, toma, que buen provecho te hagan. Mirad, dije entre mí, que néctar ó ambrosía me da este poeta, de los que ellos dicen que se mantienen los dioses y su Apolo allá en el cielo: en fin, por la mayor parte grande es la miseria de los poetas; pero mayor era mi necesidad, pues me obligó á comer lo que él desechaba. En tanto que duró la composicion de su comedia, no dejó de venir á la huerta, ni á mí me faltaron mendrugos, porque los repartia conmigo con mucha liberalidad, y luego nos íbamos á la noria, donde p. 367 yo de bruces y él con un cangilon satisfacíamos la sed, como unos monarcas. Pero faltó el poeta, y sobró en mí la hambre tanto, que determiné dejar al morisco, y entrarme en la ciudad á buscar ventura, que la halla el que se muda. Al entrar en la ciudad vi que salia del famoso monasterio de San Jerónimo mi poeta, que como me vió, se vino á mí con los brazos abiertos, y yo me fuí á él con nuevas muestras de regocijo por haberle hallado: luego al instante comenzó á desembaular pedazos de pan mas tiernos de los que solia llevar á la huerta, y á entregarlos á mis dientes, sin repasarlos por los suyos, merced que con nuevo gusto satisfizo mi hambre. Los tiernos mendrugos, y el haber visto salir á mi poeta del monasterio dicho, me pusieron en sospecha de que tenia las musas vergonzantes, como otros muchos las tienen. Encaminóse á la ciudad, y yo le seguí con determinacion de tenerle por amo, si él quisiese, imaginando que de las sobras de su castillo se podia mantener mi real, porque no hay mayor ni mejor bolsa que la caridad, cuyas liberales manos jamas están pobres; y así no estoy bien con aquel refran, que dice: Mas da el duro que el desnudo, como si el duro y avaro diese algo, como lo da el liberal desnudo, que en efeto da el buen deseo, cuando mas no tiene. De lance en lance parámos en la casa de un autor de comedias, que á lo que me acuerdo se llamaba Angulo el Malo, por distinguirle de otro Angulo, no autor sino representante, el mas gracioso que entónces tuvieron y ahora tienen las comedias. Juntóse toda la compañía á oir la comedia de mi amo, que ya por tal le tenia; y á la mitad de la jornada primera, uno á uno, y dos á dos se fueron saliendo todos, escepto el autor y yo que serviamos de oyentes. La comedia era tal, que con ser yo un asno en esto de la poesía, me pareció que la habia compuesto el mismo Satanas para total ruina y perdicion del mismo poeta, que ya iba tragando saliva, viendo la soledad en que el auditorio le habia dejado; y no era mucho, si el alma présaga le decia allá dentro la desgracia que le estaba amenazando, que fué volver todos los recitantes, que pasaban de doce, y sin hablar palabra, asieron de mi poeta, y si no fuera porque la autoridad del autor llena de ruegos y voces se puso de por medio, sin duda le mantearan. Quedé yo del caso como pasmado, el autor desabrido, los farsantes alegres, y el poeta mohino, el cual con mucha paciencia, aunque algo torcido el rostro, tomó su comedia, y encerrándosela en el seno, medio murmurando dijo: No es bien echar las margaritas á los puercos, y sin decir mas palabra, se fué con mucho sosiego: yo de corrido ni pude ni quise seguirle, y acertélo, á causa que el autor me hizo tantas caricias, que p. 368 me obligaron á que con él me quedase, y en ménos de un mes salí grande entremesista y gran farsante de figuras mudas: pusiéronme un freno de orillos, y enseñáronme á que arremetiese en el teatro á quien ellos querian, de modo que como los entremeses solian acabar por la mayor parte en palos, en la compañía de mi amo acababan en zuzarme, y yo derribaba y atropellaba á todos, con que daba que reir á los ignorantes, y mucha ganancia á mi dueño. ¡Oh Cipion, quién te pudiera contar lo que vi en esta y en otras dos compañías de comediantes en que anduve! mas por no ser posible reducirlo á narracion sucinta y breve, lo habré de dejar para otro dia, si es que ha de haber otro dia en que nos comuniquemos. ¿Ves cuán larga ha sido mi plática? ¿Ves mis muchos y diversos sucesos? ¿Consideras mis caminos y mis amos tantos como han sido? Pues todo lo que has oido es nada comparado á lo que te pudiera contar de lo que noté, averigüé y vi desta gente, su proceder, su vida, sus costumbres, sus ejercicios, su trabajo, su ociosidad, su ignorancia y su agudeza, con otras infinitas cosas, una para decirse al oido, otras para aclamallas en público y todos para hacer memoria dellas, y para desengaño de muchos que idolatran en figuras fingidas, y en bellezas de artificio y de transformacion.
Cipion. Bien se me trasluce, Berganza, el largo campo que se te descubria para dilatar tu plática, y soy de parecer que la dejes para cuento particular, y para sosiego no sobresaltado.
Berganza. Sea así, y escúchame ahora un poco. Con una compañía llegué á esta ciudad de Valladolid, donde en un entremes me dieron una herida, que me llevó casi al fin de la vida: no pude vengarme por estar enfrenado entónces, y despues á sangre fria no quise; que la venganza pensada arguye crueldad y mal ánimo: cansóme aquel ejercicio, no por ser trabajo, sino porque veia en él cosas que juntamente pedian enmienda y castigo, y como á mí estaba mas el sentillo que el remediallo, acordé de no verlo, y así me acogí á sagrado, como hacen aquellos que dejan los vicios cuando no pueden ejercitallos, aunque mas vale tarde que nunca. Digo pues que viéndote una noche llevar la linterna con el buen cristiano Mahudes, te consideré contento y justa y santamente ocupado, y lleno de buena envidia quise seguir tus pasos, y con esta loable intencion me puse delante de Mahudes, que luego me eligió para tu compañero, y me trujo á este hospital: lo que en él me ha sucedido no es tan poco, que no haya menester espacio para contallo, especialmente lo que oí á cuatro enfermos que la suerte y la necesidad trujo á este hospital y á estar todos cuatro juntos en cuatro camas apareadas: perdóname, porque el cuento es breve y no sufre dilacion, y viene aquí de molde.
p. 369 Cipion. Sí, perdono: concluye presto, que á lo que creo, no debe estar muy léjos el dia.
Berganza. Digo que en las cuatro camas que están al cabo desta enfermería, en la una estaba un alquimista, en la otra un poeta, en la otra un matemático, y en la otra uno de los que llaman arbitristas.
Cipion. Ya me acuerdo haber visto á esa buena gente.
Berganza. Digo pues que una siesta de las del verano pasado, estando cerradas las ventanas, y yo cogiendo el aire debajo de la cama del uno dellos, el poeta se comenzó á quejar lastimosamente de su fortuna; y preguntándole el matemático de qué se quejaba, respondió que de su corta suerte. ¿Cómo, y no será razon que me queje, prosiguió, que habiendo yo guardado lo que Horacio manda en su Poética , que no salga á luz la obra que despues de compuesta no hayan pasado diez años por ella, y que tenga yo una de veinte años de ocupacion y doce de pasante: grande en el sujeto, admirable y nueva en la invencion, grave en el verso, entretenida en los episodios, maravillosa en la division, porque el principio responde al medio y al fin, de manera que constituyen el poema alto, sonoro, heróico, deleitable y sustancioso, y que con todo esto no hallo un príncipe á quien dirigirle? ¡Príncipe, digo, que sea inteligente, liberal y magnánimo! ¡Mísera edad y depravado siglo nuestro! ¿De qué trata el libro? preguntó el alquimista. Respondió el poeta: Trata de lo que dejó de escribir el arzobispo Turpin del rey Artus de Ingalaterra, con otro suplemento de la historia de la demanda del santo Grial, y todo en verso heróico, parte en octava y parte en verso suelto; pero todo esdrújulamente, digo, en esdrújulos de nombres sustantivos, sin admitir verbo alguno. Á mí, respondió el alquimista, poco se me entiende de poesía; y así no sabré poner en su punto la desgracia de que vuesa merced se queja, puesto que, aunque fuera mayor, no se igualaba á la mia, que es que por faltarme instrumento ó un príncipe que me apoye, y me dé á la mano los requisitos que la ciencia de la alquimia pide, no estoy ahora manando en oro, y con mas riquezas que los Midas, que los Crasos y Cresos. ¿Ha hecho vuesa merced, dijo á esta sazon el matemático, señor alquimista, la esperiencia de sacar plata de otros metales? Yo, respondió el alquimista, no la he sacado hasta ahora; pero realmente sé que se saca, y á mí no me faltan dos meses para acabar la piedra filosofal, con que se puede hacer plata y oro de las mismas piedras. Bien han exagerado vuesas mercedes sus desgracias, dijo á esta sazon el matemático; pero al fin, el uno tiene libro que dirigir, y el otro está en potencia propincua de sacar la piedra filosofal, con que quedará tan rico como lo han quedado to p. 370 dos aquellos que han seguido este rumbo; mas ¿qué diré yo de la mia, que es tan sola, que no tiene dónde arrimarse? Veinte y dos años ha que ando tras hallar el punto fijo, y aquí lo dejo, y allí lo tomo, y pareciéndome que ya lo he hallado, y que no se me puede escapar en ninguna manera, cuando no me cato me hallo tan léjos dél, que me admiro: lo mismo me acaece con la cuadratura del círculo, que he llegado tan al remate de hallarla, que no sé ni puedo pensar cómo no la tengo ya en la faldriquera; y así es mi pena semejante á las de Tántalo, que está cerca del fruto, y muere de hambre; y propincuo al agua, y perece de sed: por momentos pienso dar en la coyuntura de la verdad, y por minutos me hallo tan léjos della, que vuelvo á subir el monte que acabé de bajar con el canto de mi trabajo á cuestas, como otro nuevo Sísifo.
»Habia hasta este punto guardado silencio el arbitrista, y aquí le rompió diciendo: Cuatro quejosos, tales que lo pueden ser del Gran Turco, ha juntado en este hospital la pobreza, y reniego yo de oficios y ejercicios que ni entretienen ni dan de comer á sus dueños: yo, señores, soy arbitrista, y he dado á su Majestad en diferentes tiempos muchos y diferentes arbitrios, todos en provecho suyo y sin daño del reino, y ahora tengo hecho un memorial donde le suplico me señale persona con quien comunique un nuevo arbitrio que tengo, tal que ha de ser la total restauracion de sus empeños; pero por lo que me ha sucedido con los otros memoriales, entiendo que este tambien ha de parar en el carnero; mas, porque vuesas mercedes no me tengan por mentecato, aunque mi arbitrio quede desde este punto público, le quiero decir, que es este. Hase de pedir en Cortes que todos los vasallos de su Majestad, desde la edad de catorce á sesenta años, sean obligados á ayunar una vez en el mes á pan y agua, y esto ha de ser el dia que se escogiere y señalare, y que todo el gasto que en otros condumios de fruta, carne y pescado, vino, huevos y legumbres, se han de gastar aquel dia, se reduzga á dinero, y se dé á su Majestad sin defraudalle un ardite, so cargo de juramento, y con esto en veinte años queda libre de socaliñas y desempeñado, porque si se hace la cuenta, como yo la tengo hecha, bien hay en España mas de tres millones de personas de la dicha edad, fuera de los enfermos, mas viejos ó mas muchachos, y ninguno destos dejará de gastar, y esto contado al menorete, cada dia real y medio, y yo quiero que sea no mas de un real, que no puede ser ménos, aunque coma alholvas. Pues ¿paréceles á vuesas mercedes que seria barro tener cada mes tres millones de reales como ahechados? Y esto ántes seria provecho que daño á los ayunantes, porque con el ayuno agradarian al cielo y servirian á su rey, y tal podria ayunar que p. 371 le fuese conveniente para su salud. Este es el arbitrio limpio de polvo y de paja, y podríase coger por parroquias sin costa de comisarios, que destruyen la república. Riyéronse todos del arbitrio y del arbitrante, y él tambien se riyó de sus disparates, y yo quedé admirado de haberlos oido, y de ver que por la mayor parte los de semejantes humores venian á morir en los hospitales.
Cipion. Tienes razon, Berganza: mira si te queda mas que decir.
Berganza. Dos cosas no mas, con que daré fin á mi plática, que ya me parece que viene el dia. Yendo una noche mi mayor á pedir limosna en casa del corregidor desta ciudad, que es un gran caballero y muy gran cristiano, hallámosle solo, y parecióme á mí tomar ocasion de aquella soledad para decille ciertos advertimientos que habia oido decir á un viejo enfermo deste hospital acerca de cómo se podia remediar la perdicion tan notoria de las mozas vagamundas, que por no servir dan en malas, y tan malas, que pueblan los hospitales de los perdidos que las siguen, plaga intolerable y que pedia presto y eficaz remedio: digo que queriendo decírselo, alcé la voz, pensando que tenian habla, y en lugar de pronunciar razones concertadas, ladré con tanta priesa y con tan levantado tono, que enfadado el corregidor, dió voces á sus criados que me echasen de la sala á palos, y un lacayo que acudió á la voz de su señor, que fuera mejor que por entónces estuviera sordo, asió de una cantimplora de cobre que le vino á la mano, y diómela tal en mis costillas, que hasta ahora guardo las reliquias de aquellos golpes.
Cipion. ¿Y quéjaste deso, Berganza?
Berganza. Pues ¿no me tengo de quejar, si hasta ahora me duele, como he dicho, y si me parece que no merecia tal castigo mi buena intencion?
Cipion. Mira, Berganza, nadie se ha de meter donde no lo llaman, ni ha de querer usar del oficio que por ningun caso le toca: y has de considerar que nunca el consejo del pobre, por bueno que sea, fué admitido, ni el pobre humilde ha de tener presuncion de aconsejar á los grandes y á los que piensan que se lo saben todo: la sabiduría en el pobre está asombrada, que la necesidad y miseria son sombras y nubes que la escurecen, y si acaso se descubre, la juzgan por tontedad, y la tratan con menosprecio.
Berganza. Tienes razon, y escarmentando en mi cabeza, de aquí adelante seguiré tus consejos. Entré asimismo otra noche en casa de una señora principal, la cual tenia en los brazos una perrita destas que llaman de falda, tan pequeña que se pudiera esconder en el seno, la cual cuando me vió, p. 372 saltó de los brazos de su señora, y arremetió á mí ladrando, y con tan gran denuedo, que no paró hasta morderme de una pierna. Volvíla á mirar con respeto y con enojo, y dije entre mí: si yo os cogiera, animalejo ruin, en la calle, ó no hiciera caso de vos, ó os hiciera pedazos entre los dientes. Consideré en ella que hasta los cobardes y de poco ánimo son atrevidos é insolentes cuando son favorecidos, y se adelantan á ofender á los que valen mas que ellos.
Cipion. Una muestra y señal desa verdad que dices, nos dan algunos hombrecillos que á la sombra de sus amos se atreven á ser insolentes; y si acaso la muerte ó otro accidente de fortuna derriba el árbol donde se arriman, luego se descubre y manifiesta su poco valor, porque en efecto no son de mas quilates sus prendas que los que les dan sus dueños y valedores: la virtud y el buen entendimiento siempre es una, y siempre es uno; desnudo ó vestido, solo ó acompañado no ha menester apoyos ni necesita de amparos; por sí solo vale, sin que las grandes dichas le ensoberbezcan, ni las adversidades les desanimen; bien es verdad que puede padecer acerca de la estimacion de las gentes, mas no en la realidad verdadera de lo que merece y vale. Y con esto pongamos fin á esta plática, que la luz que entra por estos resquicios muestra que es muy entrado el dia, y esta noche que viene, si no nos ha dejado este grande beneficio de la habla, será la mia para contarte mi vida.
Berganza. Sea así, y mira que acudas á este mismo puesto, que yo fio en el cielo que nos ha de conservar el habla para decir las muchas verdades que ahora se nos quedan por falta de tiempo.
El acabar el coloquio el licenciado, y el despertar el alférez, fué todo á un tiempo, y el licenciado dijo:
—Aunque este coloquio sea fingido, y nunca haya pasado, paréceme que está tan bien compuesto, que puede el señor alférez pasar adelante con el segundo.
—Con ese parecer, respondió el alférez, me animaré y dispondré á escribille, sin ponerme mas en disputas con vuesa merced, si hablaron los perros ó no.
Á lo que dijo el licenciado:
—Señor alférez, no volvamos mas á esa disputa; yo alcanzo el artificio del coloquio y la invencion, y basta: vámonos al Espolon á recrear los ojos del cuerpo, pues ya he recreado los del entendimiento.
—Vamos en buen hora, dijo el alférez.
Y con esto se fueron.
p. 373
Pasando por cierta calle de Salamanca dos estudiantes, manchegos y mancebos, mas amigos del baldeo y rodancho [3] que de Bartolo y Baldo, vieron en una ventana de una casa y tienda de carne [4] una celosía, y pareciéndoles novedad, porque la gente de la tal casa si no se descubria y apregonaba no se vendia, queriéndose informar del caso, deparóles su diligencia un oficial vecino, pared en medio, el cual les dijo:
—Señores, habrá ocho dias que vive en esta casa una señora forastera, medio beata y de mucha austeridad: tiene consigo una doncella de estremado parecer y brio, que dicen ser su sobrina: sale con un escudero y dos dueñas; y segun he juzgado, es gente granada y de gran recogimiento. Hasta ahora no he visto entrar persona alguna de la ciudad ni de fuera á visitallas, ni sabré decir de dónde vinieron á Salamanca; mas lo que sé es que la moza es hermosa y honesta al parecer, y que el fausto y la autoridad de la tia no es de gente pobre.
La relacion que dió el vecino oficial á los estudiantes les puso codicia de dar cima á aquella aventura; porque siendo pláticos en la ciudad, y deshollinadores de cuantas ventanas tenian albahacas con tocas, en toda ella no sabian que tal tia y sobrina hubiese, que hospedaran cursantes en su uni p. 374 versidad, principalmente que viniesen á vivir á semejante calle, en la cual, por ser de tan buen peaje, siempre se habia vendido tinta aunque no de la fina; que hay casas, así en Salamanca como en otras ciudades, que llevan de suelo vivir siempre en ellas mujeres cortesanas, ó por otro nombre trabajadoras ó enamoradas.
Eran ya casi las doce del dia, y la dicha casa estaba cerrada por fuera, de lo que coligieron, ó que no comian en ella sus moradoras, ó que vendrian con brevedad; y no les salió vana su presuncion, porque á poco rato vieron venir una reverenda matrona, con unas tocas blancas como la nieve, mas largas que sobrepelliz de canónigo portugues, plegadas sobre la frente con su ventosa, y con un gran rosario al cuello de cuentas sonadoras, tan grandes como las de Santinuflo, que á la cintura le llegaba: manto de seda y lana, guantes blancos y nuevos sin vuelta, y un báculo ó junco de las Indias, con su remate de plata. De la mano izquierda la traia un escudero de los del tiempo de Fernan Gonzalez, con su sayo de velludo, ya sin vello, su martingala de escarlata, sus borceguíes bejeranos, capa de fajas, gorra de Milan, con su bonete de aguja, porque era enfermo de vaguidos, y sus guantes peludos, con su tahalí y espada navarrisca. Delante venia su sobrina, moza al parecer de diez y ocho años, de rostro mesurado y grave, mas aguileño que redondo, los ojos negros, rasgados y al descuido adormecidos, cejas tiradas y bien compuestas, pestañas largas, y encarnada la color del rostro: los cabellos rubios y crespos por artificio, segun se descubrian por las sienes; saya de burriel fino, ropa justa de contray ó frisado, los chapines de terciopelo negro, con sus clavetes y rapacejos de plata bruñida; guantes olorosos, y no de polvillo, sino de ámbar. El ademan era grave, el mirar honesto, el paso airoso y de garza. Mirada por partes parecia muy bien, y en el todo mucho mejor; y aunque la condicion é inclinacion de los dos manchegos era la misma que la de los cuervos nuevos, que á cualquier carne se abaten, vista la de la nueva garza, se abatieron á ella con todos sus cinco sentidos, quedando suspensos y enamorados de tal donaire y belleza; que esta prerogativa tiene la hermosura, aunque sea cubierta de sayal. Venian detras dos dueñas de honor, vestidas á la traza del escudero.
Con todo este estruendo llegó la buena señora á su casa, y abriendo el buen escudero la puerta, se entraron en ella: bien es verdad que al entrar, los estudiantes derribaron sus bonetes, con estraordinario modo de crianza y respeto mezclado de aficion, plegando sus rodillas é inclinando sus ojos, como si fueran los mas benditos y corteses hombres del mundo. Atrancáronse las señoras: quedáronse los señores en la calle, pensativos y p. 375 medio enamorados, dando y tomando brevemente en lo que hacer debian, creyendo sin duda que pues aquella gente era forastera, no habria venido á Salamanca á aprender leyes, sino á quebrantarlas. Acordáronse pues en darle una música la noche siguiente; que este es el primer servicio que á sus damas hacen los estudiantes pobres.
Fuéronse luego á dar finiquito á su pobreza, que era una tenue porcion, y comidos que fueron, convocaron á sus amigos, juntaron guitarras é instrumentos, previnieron músicos, y fuéronse á un poeta de los que sobran en aquella ciudad, al cual rogaron que sobre el nombre de Esperanza, que así se llamaba la de sus vidas, pues ya por tal la tenian, fuese servido de componerles alguna letra para cantar aquella noche; mas que en todo caso incluyese en la composicion el nombre de Esperanza. Encargóse deste cuidado el poeta, y en poco rato, mordiéndose los labios y las uñas, y rascándose las sienes y la frente, forjó un soneto, como le pudiera hacer un cardador ó peraile. Diósele á los amantes; contentóles, y acordaron que el mismo autor se le fuese diciendo á los músicos, porque no habia lugar de tomallo de memoria.
Llegóse en esto la noche; y en la hora acomodada para la solemne fiesta juntáronse nueve matantes de la Mancha y cuatro músicos de voz y guitarra, un salterio, una arpa, una bandurria, doce cencerros y una gaita zamorana, treinta broqueles y otras tantas cotas, todo repartido entre una tropa de paniaguados, ó por mejor decir, de panivinajes. Con toda esta procesion y estruendo llegaron á la calle y casa de la señora, y en entrando por ella sonaron los crueles cencerros con tal ruido, que puesto que la noche habia ya pasado el filo, y todos los vecinos y moradores estaban de dos dormidas, como gusanos de seda, no les fué posible dormir mas sueño, ni quedó persona en toda la vecindad que no despertase y á las ventanas se pusiese. Sonó luego la gaita zamorana las gambetas, y acabó con el esturdion, ya debajo de las ventanas de la dama. Luego al son de la arpa, dictándolo el poeta su artífice, cantó el soneto un músico de los que no se hacen de rogar, en voz acordada y suave, el cual decia desta manera:
En esta calle yace mi Esperanza.
Á quien yo con el alma y cuerpo adoro
Esperanza de vida y de tesoro,
Pues no le tiene aquel que no la alcanza.
Si yo la alcanzo, tal será mi andanza
Que no invidie al frances, al indio, al moro:
Por tanto tu favor gallardo imploro,
Cupido, dios de toda dulce holganza:
p. 376 Que aunque es esta Esperanza tan pequeña,
Que apénas tiene años diez y nueve,
Será quien la alcanzare un gran gigante.
Crezca el incendio, añádase la leña,
¡Oh Esperanza gentil! y quien se atreve
Á no ser en servicios vigilante.
Apénas se habia acabado de cantar este descomulgado soneto, cuando un bellacon de los circunstantes, graduado in utroque , dijo á otro que al lado tenia, con voz levantada y sonora:
—¡Voto á tal, que no he oido mejor estrambote en los dias de mi vida! ¡Ha visto usted aquel concordar de versos, aquel jugar del vocablo con el nombre de la dama, y aquella invocacion de Cupido, y aquel gallardo tan bien encajado, y los años de la niña tan bien engeridos, con aquella comparacion tan bien contrapuesta y traida de pequeña á gigante ! ¡Pues ya la maldicion ó imprecacion me digan, con aquel admirable y sonoro vocablo de leña ! ¡Juro á tal, que si conociera al poeta que tal soneto compuso, que le habia de enviar mañana media docena de chorizos que me trajo esta mañana el recuero de mi tierra!
Por sola la palabra chorizos se persuadieron los oyentes ser el que las alabanzas decia estremeño sin duda, y no se engañaron; porque se supo despues que era de un lugar de Estremadura que está junto á Jaraicejo; y de allí adelante quedó en opinion de todos por hombre docto y versado en el arte poética, solo por haberle oido desmenuzar tan en particular el cantado y descomunal soneto.
Á todo lo cual se estaban las ventanas de la casa muy cerradas como su madre las parió, de lo que no poco se desesperaban los dos esperantes manchegos; pero con todo eso, al son de las guitarras segundaron á tres voces con el siguiente romance, asimismo hecho aposta y por la posta para el propósito.
Salid, Esperanza mia,
Á favorecer el alma
Que sin vos agonizando
Casi el cuerpo desampara.
Las nubes del temor frio
No cubran vuestra luz clara,
Que es mengua de vuestros soles
No rendir quien los contrasta.
En el mar de mis enojos
Tened tranquilas las aguas,
Si no quereis que el deseo
Dé al traves con la esperanza.
Por vos espero la vida
Cuando la muerte me mata,
Y la gloria en el infierno,
Y en el desamor la gracia.
Á este punto llegaban los músicos con el romance, cuando sintieron abrir la ventana y ponerse á ella una de las dueñas que aquel dia habian visto, la cual les dijo con una voz afilada y pulida:
—Señores, mi señora doña Claudia de Astudillo y Quiñones, suplica á vuesas mercedes la reciba tan señalada, p. 377 que se vayan á otra parte á dar esa música, por escusar el escándalo y mal ejemplo que se da á la vecindad, respeto de tener en su casa una sobrina doncella, que es mi señora Doña Esperanza de Torralva, Menéses y Pacheco, y no le estar bien á su profesion y estado que semejantes cosas se hagan á su puerta y á tales horas, que de otra suerte y por otro estilo y con ménos escándalo la podrá recebir de ustedes.
Á lo cual respondió uno de los dos pretendientes:
—Hacedme regalo y merced, señora dueña, de decir á mi señora Doña Esperanza de Torralva, Menéses y Pacheco, que se ponga en esa ventana, que la quiero decir solas dos palabras, que son de su manifiesta utilidad y servicio.
—¡Huy! ¡huy! dijo la dueña: ¡en eso por cierto está mi señora Doña Esperanza! Sepa, señor mio, que no es de las que piensa; porque es mi señora muy principal, muy honesta, muy recogida, muy discreta, muy leida y muy escribida; y no hará lo que usted la suplica, aunque la cubriese de perlas.
Estando en este deporte y conversacion con la repulgada dueña del huy y de las perlas , venia por la calle gran tropel de gentes, y creyendo los músicos y acompañamiento que era la justicia de la ciudad, se hicieron todos una rueda, y recogieron en medio del escuadron el bagaje de los músicos; y como llegase la justicia, empezaron á repicar los broqueles y crujir las mallas, á cuyo son no quiso la justicia danzar la danza de espadas de los hortelanos de la fiesta del Córpus de Sevilla, sino que pasó adelante, por no parecer á sus ministros, corchetes y porquerones aquella feria de ganancia. Quedaron ufanos los bravos, y quisieron proseguir su comenzada música, mas uno de los dueños de la máquina no quiso se prosiguiera, si la señora Doña Esperanza no se asomase á la ventana, á la cual ni aun la dueña se asomó por mas que la volvieron á llamar; de lo que enfadados y corridos todos, quisieron apedrealle la casa y quebralle la celosía, y darle una matraca ó cantaleta: condicion propia de mozos en casos semejantes. Mas aunque enojados, volvieron á hacer la refaccion de la música con algunos villancicos; volvió á sonar la gaita y el enfadoso y brutal son de los cencerros, con el cual ruido acabaron su serenata.
Casi al alba seria cuando el escuadron se deshizo, mas no el enojo que los manchegos tenian, viendo lo poco que habia aprovechado su música; con el cual se fueron á casa de cierto caballero amigo suyo, de los que llaman generosos en Salamanca, y se sientan en cabecera de banco, el cual era mozo, rico, gastador, músico, enamorado, y sobre todo amigo de valientes, al cual le contaron muy por estenso su suceso sobre la belleza, donaire, brio y gracia de la doncella, p. 378 juntamente con la gravedad y fausto de la tia, y el poco ó ningun remedio que esperaban para gozarla; pues el de la música, que era el primero y el postrer servicio que ellos podian hacerla, no les habia aprovechado ni servido de mas que indignarla, con el disfame de la vecindad. El caballero pues, que era de los de campo traves, no tardó mucho en ofrecerles que él la conquistaria para ellos, costase lo que costase; y luego aquel mismo dia envió un recado, tan largo como comedido, á la señora Doña Claudia, ofreciendo á su servicio la persona, la vida, la hacienda y su favor. Informóse del paje la astuta Claudia de la calidad y condiciones de su señor, de su renta, de su inclinacion y de sus entretenimientos y ejercicios, como si le hubiera de tomar por verdadero yerno; y el paje, diciendo la verdad, le retrató de suerte que ella quedó medianamente satisfecha, y envió con él la dueña del huy con la respuesta, no ménos larga y comedida que habia sido la embajada.
Entró la dueña, recebióla el caballero cortésmente, sentóla junto á sí en una silla, y dióla un lenzuelo de encajes con que se quitase el sudor, porque venia algo fatigadilla del camino; y ántes que le dijese palabra del recado que traia, hizo que la sacasen una caja de mermelada, y él por su mano le cortó dos buenas postas della, haciéndola enjugar los dientes con dos buenos pares de tragos de vino del santo, con lo cual quedó hecha una amapola, y mas contenta que si la hubiesen dado una canongía.
Propuso luego su embajada con sus torcidos, repulgados y acostumbrados vocablos, y concluyó con una muy forjada mentira, cual fué que su señora Doña Esperanza de Torralva, Menéses y Pacheco estaba tan pulcela como su madre la parió; mas que con todo eso no habria para su merced puerta de su señora cerrada. Respondióla el caballero que todo cuanto le habia dicho del merecimiento, valor, hermosura, recogimiento y principalidad, por hablar á su modo, de su ama lo creia; pero que aquello del pulcelaje se le hacia algo durillo; por lo cual le rogaba que en este punto le declarase la verdad de lo que sabia, y que la juraba á fe de caballero, que si le desengañaba, le daria un manto de seda de los de cinco en pua. No fué menester con esta promesa dar otra vuelta al cordel del ruego, ni atezarle los garrotes para que la melindrosa dueña confesase la verdad, la cual era, por el paso en que estaba y por el de la hora de su postrimería, que su señora Doña Esperanza de Torralva, Menéses y Pacheco estaba de tres mercados, ó por mejor decir, de tres ventas, añadiendo el cómo y en cuánto, el con quién y en dónde, con otras mil circunstancias, con que quedó D. Félix, que así se llamaba el ca p. 379 ballero, satisfecho de todo cuanto saber queria; y acabó con ella que aquella misma noche le encerrase en casa, donde queria hablar á solas con la Esperanza, sin que lo supiese la tia. Despidióla con buenas palabras y ofrecimientos que llevase á sus amas, y dióla en dinero cuanto pudiese costar el negro manto. Tomó la órden que tendria para entrar aquella noche en la casa, con lo cual la dueña se fué loca de contenta, y él quedó pensando en su idea y aguardando la noche, que le pareció tardaba mil años, segun deseaba verse con aquellas compuestas fantasmas.
Llegó el plazo, que ninguno hay que no llegue, y hecho un S. Jorge, sin amigo ni criado, se fué D. Félix donde halló que la dueña le esperaba, y abriendo la puerta, le entró en casa con mucho tino y silencio, y le puso en el aposento de su señora Esperanza, tras las cortinas de su cama, encargándole no hiciese ningun ruido, porque ya la señora Doña Esperanza sabia que estaba allí, y que sin que su tia lo supiese, á persuasion suya queria darle todo contento; y apretándole la mano en señal de palabra de que así lo haria, se salió la dueña y D. Félix se quedó tras la cama de su Esperanza, esperando en qué habia de parar aquel embuste ó enredo.
Serian las nueve de la noche cuando entró á esconderse D. Félix, y en una sala conjunta á este aposento estaba la tia sentada en una silla baja de espaldas, la sobrina en un estrado frontero, y en medio un gran brasero de lumbre. La casa puesta ya en silencio, el escudero acostado, la otra dueña retirada y dormida, sola la sabedora del negocio estaba en pié y solicitando que su señora la vieja se acostase, afirmando que las nueve que el reloj habia dado eran las diez, muy deseosa de que sus conciertos viniesen á efecto, segun su señora la moza y ella lo tenian ordenado, cuales eran: que sin que la Claudia lo supiese, todo aquello que D. Félix diese fuese para ellas solas, sin que tuviese que ver ni haber en ello la vieja, la cual era tan mezquina y avara, y tan señora de lo que la sobrina ganaba y adquiria, que jamas le daba un solo real para comprar lo que estraordinariamente hubiese menester; pensando sisalle este contribuyente, de los muchos que esperaban tener andando el tiempo. Pero aunque sabia la dicha Esperanza que D. Félix estaba en casa, no sabia la parte secreta donde estaba escondido. Convidada pues del mucho silencio de la noche y de la comodidad del tiempo, dióle gana de hablar á Claudia, y así en medio tono comenzó á decir á la sobrina en esta guisa.
—Muchas veces te he dicho, Esperanza mia, que no se te pasen de la memoria los consejos, documentos y advertencias p. 380 que te he dado siempre, los cuales, si los guardas, como debes y me has prometido, te servirán de tanta utilidad y provecho cuanto la mesma esperiencia y tiempo, que es maestro de todas las cosas, te lo darán á entender. No pienses que estamos en Plasencia, de donde eres natural; ni en Zamora, donde comenzaste á saber qué cosa es mundo; ni ménos estamos en Toro, donde diste el tercer esquilmo de tu fertilidad, las cuales tierras son habitadas de gente buena y llana, sin malicia ni recelo, y no tan intricada ni versada en bellaquerías y diabluras como en la que hoy estamos. Advierte, hija mia, que estás en Salamanca, que es llamada en todo el mundo madre de las ciencias, y que de ordinario cursan en ella y habitan diez ó doce mil estudiantes, gente moza, antojadiza, arrojada, libre, aficionada, gastadora, discreta, diabólica y de humor. Esto es en lo general; pero en lo particular, como todos por la mayor parte son forasteros y de diferentes partes y provincias, no todos tienen unas mesmas condiciones. Porque los vizcaínos, aunque son pocos, es gente corta de razones; pero si se pican de una mujer, son largos de bolsa. Los manchegos son gente avalentonada, de los de Cristo me lleve, y llevan ellos el amor á mojicones. Hay aquí tambien una masa de aragoneses, valencianos y catalanes: tenlos por gente pulida, olorosa, bien criada y mejor aderezada; mas no los pidas mas, y si mas quieres saber, sábete, hija, que no saben de burlas: porque son, cuando se enojan con una mujer, algo crueles y no de buenos hígados.
»Á los castellanos nuevos tenlos por nobles de pensamientos, y que si tienen dan, y por lo ménos, si no dan no piden. Los estremeños tienen de todo, como boticarios, y son como la alquimia, que si llega á plata lo es, y si á cobre, cobre se queda. Para los andaluces, hija, hay necesidad de tener quince sentidos, no que cinco; porque son agudos y perspicaces de ingenio, astutos, sagaces, y no nada miserables. Los gallegos no se colocan en predicamento, porque no son álguien. Los asturianos son buenos para el sábado, porque siempre traen á casa grosura y mugre. Pues ya los portugueses es cosa larga de pintarse sus condiciones y propiedades; porque como son gente enjuta de cerebro, cada loco con su tema; mas la de casi todos es que puedes hacer cuenta que el mismo amor vive en ellos envuelto en lacería.
»Mira pues, Esperanza, con qué variedad de gentes has de tratar, y si será necesario, habiéndote de engolfar en un mar de tantos bajios, que te señale yo y enseñe un norte por donde te guies y rijas, porque no dé al traves el navío de nuestra intencion y pretensa, y echemos al agua la mercadería de mi nave, que es tu gentil y gallardo cuerpo, tan p. 381 dotado de gracia, donaire y garabato para cuantos dél toman envidia.
»Advierte, niña, que no hay maestro en toda esta universidad que sepa tan bien leer en su facultad, como yo sé y puedo enseñarte en esta arte mundanal que profesamos; pues así por los muchos años que he vivido en ella y por ella, como por las muchas esperiencias que he hecho, puedo ser jubilada. Y aunque lo que ahora te quiero decir es parte del todo que otras muchas veces te he dicho, con todo eso quiero que me estés atenta y me des grato oido; porque no todas veces lleva el marinero tendidas las velas de su navío, ni todas las lleva cogidas, pues segun el viento tal es el tiento.
Estaba á todo lo dicho la dicha niña Esperanza bajos los ojos y escarbando el brasero con un cuchillo, inclinada la cabeza, y al parecer muy contenta y obediente á cuanto le iba diciendo; pero no contenta Claudia con esto, le dijo:
—Alza, niña, la cabeza, y deja de escarbar el fuego; clava y fija en mí los ojos, no te duermas; que para lo que te quiero decir otros cinco sentidos mas de los que tienes debieras tener para aprenderlo y percebirlo.
Á lo cual replicó Esperanza:
—Señora tia, no se canse ni me canse en alargar y proseguir su arenga, que ya me tiene quebrada la cabeza con las muchas veces que me ha predicado y advertido de lo que me conviene y tengo de hacer; no quiera ahora de nuevo volvérmela á quebrar. Mire ahora ¡qué mas tienen los hombres de Salamanca que los de las otras tierras! ¿Todos no son de carne y hueso? ¿Todos no tienen alma, con tres potencias y cinco sentidos? ¿Qué importa que tengan algunos mas letras y estudios que los otros? Antes imagino yo que los tales se ciegan y caen mas presto que los otros, porque tienen mas entendimiento para conocer y estimar cuánto vale la hermosura. ¿Hay mas que hacer que incitar al tibio, provocar al casto, negarse al carnal, animar al cobarde, alentar al corto, refrenar al presumido, despertar al dormido, convidar al descuidado, escribir al ausente, alabar al necio, celebrar al discreto, acariciar al rico, desengañar al pobre, ser ángel en la calle, santa en la iglesia, hermosa en la ventana, honesta en la casa y demonio en la cama?
»Todas estas cosas, señora tia, ya me las sé yo de coro: tráigame otras nuevas que avisarme y advertirme, y déjelas para otra coyuntura, porque le hago saber que toda me duermo, y no estoy para poderla escuchar. Mas una sola cosa le quiero decir y le aseguro, para que dello esté muy cierta y enterada, y es: que no me dejaré mas martirizar de su mano por toda la ganancia que se me pueda ofrecer. Tres flores he dado ya, y otras tantas las ha usted vendido, y tres veces he pasado insufrible mar p. 382 tirio. ¿Soy yo por ventura de bronce? ¿No tienen sensibilidad mis carnes? ¿No hay mas sino dar puntadas en ellas como ropa descosida? ¡Por el siglo de mi madre, que no conocí, que no lo tengo mas de consentir! Deje, señora tia, ya rebuscar mi viña: que á veces es mas sabroso el rebusco que el esquilmo principal; y si todavía está determinada que mi jardin se venda por entero y jamas tocado, busque otro modo mas suave de cerradura para su postigo; porque el del sirgo y aguja no hay pensar que llegue mas á mis carnes.
—¡Ay boba, boba, replicó la vieja Claudia, y qué poco sabes destos achaques! No hay cosa que se iguale para este menester á la de la aguja y sirgo encarnado; que todo lo demas es andar por las ramas. No vale nada el zumaque y vidrio molido; vale mucho ménos la sanguijuela; la mirra no es de algun provecho, ni la cebolla albarrana, ni el papo de palomino, ni otros impertinentes menjurjes que hay, que todo es aire: porque no hay rústico ya, que si tantico quiere estar en lo que hace, no caiga en la cuenta de la moneda falsa. Vívame mi dedal y mi aguja, y vívame juntamente tu paciencia y buen sufrimiento, y venga á embestirme todo el género humano, que ellos quedarán engañados, tú con honra y yo con hacienda y mas ganancia que la ordinaria.
—Yo confieso ser así, señora, lo que dice, replicó Esperanza, pero con todo, estoy resuelta en mi determinacion, aunque se menoscabe mi provecho. Cuanto y mas que en la tardanza de la venta está el perder la ganancia que se puede adquirir abriendo tienda desde luego; que si, como dice, hemos de ir á Sevilla para la venida de la flota, no será razon que se nos pase el tiempo en flores, aguardando á vender la mia cuarta vez, que ya está negra de puro marchita. Váyase á dormir, señora, por mi vida, y piense en esto; y mañana habrá de tomar la resolucion que mejor le pareciere, pues al cabo al cabo, habré de seguir sus consejos, pues la tengo por madre y mas que madre.
Aquí llegaban en su plática la tia y la sobrina, la cual plática toda la habia oido D. Félix, no poco admirado, cuando, sin ser poderoso para escusarlo, comenzó á estornudar con tanta fuerza y ruido que se pudiera oir en la calle.
Al cual se levantó D.ª Claudia, toda alborotada y confusa, y tomando la vela entró en el aposento donde estaba la cama de Esperanza, y como si se lo hubieran dicho, se fué derecha á la cama, y alzando las cortinas, halló al señor caballero, empuñada la espada, calado el sombrero, muy aferruzado el semblante y puesto á punto de guerra.
Así como le vió la vieja p. 383 comenzó á santiguarse, diciendo:
—¡Jesus, valme! ¿Qué gran desventura y desdicha es esta? ¡Hombres en mi casa, y en tal lugar y á tales horas! ¡Desdichada de mí! ¡Desventurada fuí yo! ¿Qué dirá quien lo supiese?
—Sosiéguese usted, mi señora Doña Claudia, dijo D. Félix, que yo no he venido aquí por su deshonra y menoscabo, sino por su honor y provecho. Soy caballero, rico y callado, y sobre todo enamorado de mi señora Doña Esperanza; y para alcanzar lo que merecen mis deseos y aficion, he procurado, por cierta negociacion secreta que usted sabrá algun dia, ponerme en este lugar, no con otra intencion sino de ver y gozar desde cerca de la que de léjos me ha hecho quedar sin vida. Y si esta culpa merece alguna pena, en parte estoy y á tiempo somos donde y cuando se me pueda dar: pues ninguna me vendrá de sus manos que yo no estime por muy crecida gloria, ni podrá ser mas rigurosa para mí que la que padezco de mis deseos.
—¡Ay sin ventura de mí, volvió á replicar Claudia, y á cuántos peligros estamos espuestas las mujeres que vivimos sin maridos y sin hombres que nos defiendan y amparen! Ahora sí que te echo de ménos, malogrado de tí, D. Juan de Bracamonte, mal desdichado consorte mio; que si tú fueras vivo, ni yo me viera en esta ciudad, ni en la confusion y afrenta en que me veo. Usted, señor mio, sea servido luego al punto de volverse por donde entró; y si algo quiere en esta casa de mí ó de mi sobrina, desde afuera se podrá negociar con mas despacio, con mas honra y con mas provecho y gusto.
—Para lo que yo quiero en la casa, replicó D. Félix, lo mejor que ello tiene, señora mia, es estar dentro della; que la honra por mí no se perderá; la ganancia está en la mano, que es el provecho; y por lo que hace al gusto sé decir que no puede faltar. Y para que no sea todo palabras, y que sean verdaderas estas mias, esta cadena de oro doy para fiador dellas.
Y quitándose una buena cadena de oro del cuello, que pesaba cien ducados, se la ponia en el suyo.
Á este punto, luego que vió tal oferta y tan cumplida parte de paga la dueña del concierto, ántes que su ama respondiese ni la tomase, dijo:
—¿Hay príncipe en la tierra como este, ni papa, ni emperador, ni cajero de mercader, ni perulero, ni aun canónigo, que haga tal generosidad y largueza? Señora Doña Claudia, por vida mia, que no se trate mas deste negocio, sino que se le eche tierra y haga luego todo cuanto este señor quisiere.
—¿Estás en tu seso, Grijalva, que así se llamaba la dueña, estás en tu seso, loca, desatinada? dijo Doña Claudia. ¿Y la limpieza de Esperanza, su flor cándida, su pureza, su doncellez no tocada, así la habia yo de aventurar y vender, sin mas ni mas, cebada de p. 384 esa cadenilla? ¿Estoy yo tan sin juicio que me tengo de encandilar de sus resplandores, ni atar con sus eslabones, ni prender con sus ligamentos? ¡Por el siglo del que pudre, que tal no será! Usted se vuelva á poner su cadena, señor caballero, y mírenos con mejores ojos; y entienda que, aunque mujeres solas, somos principales, y que esta niña está como su madre la parió, sin que haya persona alguna en el mundo que pueda decir otra cosa; y si contra esta verdad le hubiesen dicho alguna mentira, todo el mundo se engaña, y al tiempo y la esperiencia doy por testigos.
—Calle, señora, dijo á esta sazon la Grijalva, que, ó yo sé poco, ó que me maten si este señor no sabe toda la verdad del hecho de mi señora la moza.
—¿Qué ha de saber, desvergonzada, qué ha de saber? replicó Claudia. ¿No sabeis vos la limpieza de mi sobrina?
—Por cierto bien limpia estoy, dijo entónces Esperanza, que estaba en medio del aposento, medio embobada y suspensa, viendo lo que pasaba sobre su cuerpo; y tan limpia que no ha una hora que con todo este frio me vestí una camisa limpia.
—Esté usted como estuviere, dijo D. Félix, que solo por la muestra del paño que he visto no saldré de la tienda sin comprar toda la pieza; y porque no se me deje de vender por melindre ó ignorancia, sepa, señora Claudia, que he oido toda la plática ó sermon que acaba de hacer á la niña, y que quisiera yo ser el primero que esquilmara este majuelo, ó vendimiara esta viña, aunque se añadieran á esta cadena unos zarcillos de oro y unas esposas de diamantes. Y pues estoy tan al cabo de esta verdad, y tengo tan buena prenda, ya que no se estima la que doy ni la que tiene mi persona, úsese de mejor término conmigo, que será justo, con protestacion y juramento que por mí nadie sabrá en el mundo el rompimiento desta muralla, sino que yo seré el pregonero de su entereza y bondad.
—Ea, dijo entónces la Grijalva, buen pro, buen pro le haga, para en uno son, yo los junto y los bendigo.
Y tomando de la mano de la niña, se la acomodaba á D. Félix: de lo cual se encolerizó tanto la vieja, que quitándose un chapin, comenzó á dar á la Grijalva como en real de enemigos; la cual viéndose maltratar, echó mano de las tocas de Claudia, y no la dejó pedazo en la cabeza, descubriendo la buena señora una calva mas lucia que la de un fraile, y un pedazo de cabellera postiza que le colgaba por un lado, con que quedó la mas fea y abominable catadura del mundo. Viéndose maltratar así de su criada, comenzó á dar grandes alaridos y voces, apellidando á la justicia; y al primer grito, como si fuera cosa de encantamento, entró por la sala el corregidor de la ciudad, con mas de veinte personas, entre acompañados y corchetes: p. 385 el cual, habiendo tenido soplo de las personas que en aquella casa vivian, determinó visitallas aquella noche, y habiendo llamado á la puerta, no le oyeron, como estaban embebecidas en sus pláticas, y los corchetes con dos palancas, de que de noche andan cargados para semejantes efectos, desquiciaron la puerta, y subieron tan queditos, que no fueron sentidos; y desde el principio de los documentos de la tia, hasta la pendencia de la Grijalva estuvo oyendo el corregidor sin perder un punto; y así, cuando entró dijo:
—Descomedida andais con vuestra ama, señora criada.
—¡Y cómo si anda descomedida esta bellaca, señor corregidor, dijo Claudia, pues se ha atrevido á poner las manos do jamas han llegado otras algunas desde que Dios me arrojó á este mundo!
—Bien decís que os arrojó, dijo el corregidor, porque vos no sois buena sino para arrojada. Cubríos, honrada, y cúbranse todas, y vénganse á la cárcel.
—¡Á la cárcel, señor! ¿Por qué? dijo Claudia. ¿Á las personas de mi calidad y estofa úsase en esta tierra tratallas desta manera?
—No deis mas voces, señora, que habeis de venir sin duda, mal que os pese, y con vos esta señora colegial trilingüe en el desfrute de su heredad.
—Que me maten, dijo la Grijalva, si el señor corregidor no lo ha oido todo; que aquello de las tres pringües, por lo de Esperanza lo ha dicho.
Llegóse en esto D. Félix y habló aparte al corregidor, suplicándole no la llevase, que él las tomaba en fiado, mas no pudieron aprovechar con él los ruegos, ni ménos las promesas.
Empero quiso la suerte que entre la gente que acompañaba al corregidor venian los dos estudiantes manchegos, y se hallaron presentes á toda esta historia; y viendo lo que pasaba, y que en todas maneras habian de ir á la cárcel Esperanza, Claudia y la Grijalva, en un instante se concertaron entre sí en lo que habian de hacer; y sin ser sentidos se salieron de la casa, y se pusieron en cierta calle tras canton por donde habian de pasar las presas, con seis amigos de su traza y que luego les deparó su buena ventura, á quienes rogaron les ayudasen en un hecho de importancia contra la justicia del lugar, para cuyo efecto los hallaron mas prontos y listos que si fuera para ir á algun solemne banquete.
De allí á poco asomó la justicia con las prisioneras, y ántes que llegasen, pusieron mano los estudiantes con tal brio y denuedo, que á poco rato no les esperó porqueron en la calle, si bien no pudieron librar mas que á la Esperanza: porque así como los corchetes vieron trabada la pelea, los que llevaban á Claudia y á la Grijalva se fueron con ellas por otra calle, y las pusieron en la cárcel. El corregidor, corrido y afrentado, se fué á su casa, D. Félix á la suya, y p. 386 los estudiantes á su posada. Y queriendo el que habia quitado á Esperanza á la justicia gozarla aquella noche, el otro no lo quiso consentir, ántes le amenazó de muerte si tal hiciese.
¡Oh milagros del amor! ¡Oh fuerzas poderosas del deseo! Digo esto, porque viendo el estudiante de la presa que el otro su compañero con tanto ahinco y veras le prohibia el gozalla, sin hacer otro discurso, y sin mirar cuál le estaba lo que queria hacer, dijo:
—Ahora pues, ya que vos no consentís que yo goce á la que tanto me ha costado, y no quereis que por amiga me entregue en ella, á lo ménos no me podréis negar que como á mujer legítima no me la habeis, ni podeis, ni debeis quitar.
Y volviendo á la moza, á quien de la mano no habia dejado, le dijo:
—Esta mano, que hasta aquí os he dado, señora de mi alma, como defensor vuestro, ahora, si vos quereis, os la doy como legítimo esposo y marido.
La Esperanza, que de mas bajo partido fuera contenta, al punto que vió el que se la ofrecia, dijo que sí y que resí, no una, sino muchas veces, y abrazóle como á su señor y marido. El compañero, admirado de ver tan estraña resolucion, sin decirles nada se quitó de delante y se fué á su aposento. El desposado, temeroso de que sus amigos y conocidos le estorbasen el fin de su deseo y le impidiesen el casamiento, que aun no estaba hecho con las debidas circunstancias, aquella misma noche se fué al meson donde posaba el arriero de su tierra. Quiso la buena suerte de Esperanza que el tal arriero se partia al otro dia por la mañana, con el cual se fueron; y segun se dijo, llegó á casa de su padre, donde le dió á entender que aquella señora que allí traia era hija de un caballero principal; y que la habia sacado de casa de su padre, dándole palabra de casamiento. Era el padre viejo, y creyó fácilmente cuanto le decia el hijo; y viendo la buena cara de la nuera, se tuvo por mas que satisfecho, y alabó como mejor supo la buena determinacion de su hijo.
No le sucedió así á Claudia, porque se le averiguó por su misma confesion, que la Esperanza no era su sobrina ni parienta, sino una niña á quien habia tomado de la puerta de una iglesia, y que á ella y á otras, que en su poder habia tenido, las habia vendido por doncellas muchas veces á diferentes personas, y que desto se mantenia y esto tenia por oficio y ejercicio. Averiguósele tambien tener sus puntas de hechicera, por cuyos delitos el corregidor la sentenció á cuatrocientos azotes y á estar en una escalera, con una jaula y coroza en medio de la plaza; que fué el mejor dia que aquel año tuvieron los muchachos de Salamanca.
p. 387 Súpose luego el casamiento del estudiante; y aunque algunos escribieron á su padre la verdad del caso y la calidad de la nuera, ella se habia dado con su astucia y discrecion tan buena maña en contentar y servir al viejo suegro, que aunque mayores males le dijeran della, no quisiera haber dejado de alcanzarla por hija: tal fuerza tienen la discrecion y la hermosura. Y tal fin y paradero tuvo la señora Claudia de Astudillo y Quiñones, y tal le tengan todas cuantas su vida y proceder tuvieren.
p. 388 Leipzig. — En la imprenta de F. A. Brockhaus.
Nota de transcripción