The Project Gutenberg eBook of Sónnica la cortesana: Novela

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Title : Sónnica la cortesana: Novela

Author : Vicente Blasco Ibáñez

Release date : February 18, 2020 [eBook #61438]

Language : Spanish

Credits : Produced by Ramón Pajares Box and the Online Distributed
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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK SÓNNICA LA CORTESANA: NOVELA ***

  

Nota de transcripción

Índice


Cubierta del libro

[p. 1]

SÓNNICA LA CORTESANA


[p. 2]

OBRAS DEL AUTOR


NOVELAS

CUENTOS

VIAJES

NOVELAS EN PREPARACIÓN


[p. 3]

VICENTE BLASCO IBÁÑEZ


Sónnica

la cortesana

— NOVELA —

CUARTA EDICIÓN

Logotipo del editor

F. SEMPERE, EDITOR

PINTOR SOROLLA, 30 Y 32

VALENCIA


[p. 4]

Imprenta de EL PUEBLO.—Pascual y Genís, 3 Valencia


[p. 5]

SÓNNICA LA CORTESANA


I

El templo de Afrodita

Cuando la nave de Polyantho, piloto saguntino, llegó frente al puerto de su patria, ya los marineros y pescadores, con la vista aguzada por las distancias del mar, habían reconocido su vela teñida de azafrán y la imagen de la Victoria, con las alas extendidas y una corona en la diestra, llenando todo el filo de la proa, hasta mojar sus pies en las ondas.

—Es la nave de Polyantho: la Victoriata , que vuelve de Gades y Cartago-Nova.

Y para verla mejor, se agolpaban en el pretil de piedra que cerraba los tres lagos del puerto de Sagunto, puestos en comunicación con el mar por un largo canal.

Los terrenos bajos y pantanosos, cubiertos de carrizales y enmarañadas plantas acuáticas, ex p. 6 tendíanse hasta el golfo Sucronense, que cerraba el horizonte con su curva faja azul, sobre la cual resbalaban como moscas los barquichuelos de los pescadores. La nave avanzaba lentamente hacia la embocadura del puerto. La vela roja palpitaba con los soplos de la brisa sin lograr hincharse, y la triple fila de remos comenzó á moverse en sus flancos, haciéndola encabritarse sobre las espumas que cerraban la entrada del canal.

Caía la tarde. En una altura inmediata al puerto, el templo de Venus Afrodita reflejaba en la pulida superficie de su frontón el fuego del sol poniente. Una atmósfera de oro envolvía la columnata y los muros de mármol azul, como si el padre del día, al alejarse, saludase con un beso de luz á la diosa de las aguas. La cadena de montes obscuros, cubiertos de pinos y matorrales, extendíase en gigantesco semicírculo frente al mar, cerrando el fértil valle del agro saguntino, sus blancas villas, sus torres campestres y sus aldeas surgiendo entre las masas verdes de los campos. En el otro extremo de la montuosa barrera, esfumada por la distancia y el vapor de la tierra, veíase la ciudad, la antigua Zazintho, con el caserío oprimido en la falda del monte por murallas y torreones: y en lo alto la Acrópolis, los ciclópeos muros, sobre los cuales destacábanse las techumbres de los templos y edificios públicos.

p. 7 Reinaba en el puerto la agitación del trabajo. Dos naves de Marsella cargaban vino en la laguna grande; una de Liburnia hacía acopio de barros saguntinos y de higos secos para venderlos en Roma; y una galera de Cartago guardaba en sus entrañas grandes barras de plata traídas de las minas de la Celtiberia. Otras naves, con las velas plegadas y las filas de remos caídas en sus costados, permanecían inmóviles junto al malecón, como grandes pájaros dormidos, balanceando dulcemente sus proas de cabeza de cocodrilo ó de caballo, usadas por la marina de Alejandría, ú ostentando en el tajamar un espantable enano rojo, semejante al que adornaba la nave del fenicio Cadmus en sus asombrosas correrías por los mares.

Los esclavos, encorvados bajo el peso de ánforas, fardos y lingotes, sin otra vestidura que un cinturón lumbar y una caperuza blanca, al aire la atormentada y sudorosa musculatura, pasaban en incesante rosario por las tablas tendidas desde el pretil á las naves, trasladando al cóncavo vientre de éstas las mercancías amontonadas en el muelle.

En medio del gran lago central alzábase una torre guardando la entrada del puerto; una robusta fábrica que hundía sus sillares en las aguas más profundas. Amarrada á las anillas que adornaban sus muros, balanceábase una nave de guerra, una libúrnica alta de popa, la p. 8 proa de cabeza de carnero, plegada la vela de grandes cuadros, un castillo almenado junto al mástil, y en las bordas, formando doble fila, los escudos de los classiari , soldados destinados á los combates marítimos. Era una nave romana que al amanecer el día siguiente había de llevarse á los embajadores enviados por la gran República para mediar en las turbulencias que agitaban Sagunto.

En el segundo lago —una tranquila plaza de agua donde se construían y reparaban las embarcaciones— sonaban los mazos de los calafates sobre la madera. Como monstruos enfermos veíanse las galeras desarboladas, tendidas de costado en la ribera, mostrando por los rasguños de sus flancos el fuerte costillaje ó la embreada negrura de sus entrañas. Y en el tercer lago, el más pequeño y de aguas sucias, anclaban las barcas de los pescadores, revoloteaban en caprichoso tropel las gaviotas, abatiéndose sobre los despojos que flotaban á ras de la superficie; y en la orilla agolpábanse mujeres, viejos y niños, esperando la llegada de las barcas con pescado del golfo Sucronense, que era vendido en el interior á las tribus más avanzadas de la Celtiberia.

La llegada de la nave saguntina había apartado de sus quehaceres á toda la gente del puerto. Los esclavos trabajaban con lentitud, viendo á sus vigilantes distraídos por la entrada de la p. 9 nave; y hasta los calmosos ciudadanos que sentados en el malecón, caña en mano, intentaban cautivar las gruesas anguilas del lago, olvidaban la pesca para seguir con su mirada el avance de la Victoriata . Ya estaba en el canal. No se veía su casco. El mástil, con la vela inmóvil, pasaba por encima de los altos cañaverales que bordeaban la entrada del puerto.

Reinaba el silencio de la tarde, interrumpido por el monótono canto de las innumerables ranas albergadas en las tierras pantanosas y el parloteo de los pájaros que revoloteaban en los olivares inmediatos al Fano de Afrodita. Los martillazos del arsenal sonaban cada vez más lentos: la gente del puerto callaba, siguiendo la marcha de la nave de Polyantho. Al salvar la Victoriata la aguda revuelta del canal, asomó en el puerto la dorada imagen de la proa y los primeros remos, enormes patas rojas, apoyándose en la tersa superficie con una fuerza que levantaba espumas.

La muchedumbre, entre la que se agitaban las familias de los marineros, prorrumpió en aclamaciones al entrar la nave en el puerto.

—¡Salud, Polyantho! ¡Bienvenido, hijo de Afrodita!... ¡Que Sónnica tu señora te colme de bienes!

Los muchachos desnudos, de piel tostada, se arrojaban de cabeza á la laguna, nadando como un tropel de pequeños tritones en torno de la nave.

p. 10 La gente del puerto alababa á su compatriota Polyantho, encareciendo su habilidad. Nada faltaba en su nave: bien podía estar satisfecha de su liberto la rica Sónnica. En la punta más avanzada del buque, el proreta , inmóvil como una estatua, escrutando con rápida mirada para avisar la presencia de obstáculos: la marinería, desnuda, encorvando sobre los remos las sudorosas espaldas que relucían al sol; y en lo más alto de la popa, el gubernator , el mismo Polyantho, insensible al cansancio, envuelto en una amplia tela roja, en la diestra el gobernalle del timón y en la otra mano un cetro blanco que agitaba acompasadamente, marcando el movimiento á los remeros. Junto al mástil agrupábanse hombres de extraños trajes, mujeres inmóviles arrebujadas en amplios mantos.

La nave resbaló por el puerto como un insecto enorme, abriendo las aguas silenciosas y muertas con la proa que poco antes atormentaban las olas del golfo.

Al anclar junto al malecón y echar el puente de tablas, los remeros tuvieron que repeler á palos á la multitud, que se empujaba queriendo penetrar en la nave.

El piloto daba órdenes desde la popa: su roja envoltura iba de un lado á otro como una mancha inflamada por el sol poniente.

—¡Eh, Polyantho!... Bienvenido seas, navegante. ¿Qué es lo que traes?

p. 11 El piloto vió en la orilla á dos jóvenes á caballo. El que le hablaba iba envuelto en un manto blanco: una de sus puntas le cubría la cabeza, dejando al descubierto la barba rizada en bucles y lustrosa de perfumes. El otro oprimía los lomos del corcel con sus piernas desnudas y fuertes; vestía el sagum de los celtíberos, una corta túnica de lana, sobre la cual saltaba su ancha espada suspendida del hombro; y su cabellera desgreñada é hirsuta lo mismo que su barba, encuadraban un rostro varonil y tostado.

—¡Salud, Lacaro; salud, Alorco! —contestó el piloto, con expresión de respeto—. ¿Veréis á Sónnica mi ama?

—Esta misma noche —contestó Lacaro—. Cenamos en su casa de campo... ¿Qué traes?

—Decidla que traigo plomo argentífero de Cartago-Nova y lana de la Bética. Excelente viaje.

Los dos jóvenes tiraron de las riendas á sus caballos.

—¡Ah! esperad —añadió Polyantho—. Decidla también que no olvidé su encargo. Aquí traigo lo que tanto deseáis: las danzarinas de Gades.

—Todos te lo agradecemos —dijo Lacaro riendo—. ¡Salve, Polyantho; que Neptuno te sea propicio!

Y los dos jinetes partieron al galope, perdiéndose entre las chozas agrupadas al pie del templo de Afrodita.

p. 12 Mientras tanto, uno de los pasajeros de la nave salió de ésta, abriéndose paso entre la multitud agolpada frente al buque. Era un griego: todos conocieron su origen en el pileos que cubría su cabeza; un casquete cónico de cuero, semejante al de Ulises en las pinturas griegas. Vestía una túnica obscura y corta, ajustada sobre los riñones por una correa, de la que pendía una bolsa. La clámide, que no llegaba á sus rodillas, estaba sujeta sobre el hombro derecho por un broche de cobre; unos zapatos de correas usadas y polvorientas cubrían sus desnudos pies, y sus brazos membrudos y cuidadosamente depilados se apoyaban al quedar inmóvil en un gran dardo que casi era una lanza. Los cabellos, cortos y rizados en gruesos bucles, se escapaban por debajo del pileos , formando una hueca corona en torno de su cabeza. Eran negros, pero brillaban en ellos algunas canas, así como en la barba ancha y corta que rodeaba su rostro. Llevaba el labio superior cuidadosamente afeitado, á usanza ateniense.

Era un hombre fuerte y ágil, en plena virilidad sana y robusta. En sus ojos, de mirada irónica, había algo de ese fuego que revela á los hombres nacidos para la lucha y el mando. Caminaba con soltura por aquel puerto desconocido, como viajero habituado á toda clase de contrastes y sorpresas.

El sol comenzaba á ocultarse, y las faenas del p. 13 puerto habían cesado, retirándose lentamente la muchedumbre que ocupaba los muelles. Pasaban junto al extranjero los rebaños de esclavos limpiándose el sudor y dilatando sus miembros doloridos. Guiados por el palo de sus guardianes, iban á encerrarse hasta la mañana siguiente en las cuevas del monte inmediato ó en los molinos de aceite, más allá de las tabernas de marineros, hospederías y lupanares, que agrupaban sus muros de tierra y sus techos de tablas al pie de la colina de Afrodita como un complemento del puerto.

Los comerciantes retirábanse también en busca de sus caballos y carros para trasladarse á la ciudad. Pasaban en grupos consultando las apuntaciones de sus tablillas y discutiendo las operaciones del día. Sus diversos tipos, trajes y actitudes, delataban la gran mezcla de razas de Zazintho, ciudad comercial, á la que de antiguo afluían las naves del Mediterráneo, y cuyo tráfico luchaba con el de Ampurias y Marsella. Los mercaderes asiáticos y africanos que recibían el marfil, las plumas de avestruz y las especias y perfumes para los ricos de la ciudad, se distinguían por su paso majestuoso, las túnicas con flores y pájaros de oro, los verdes borceguíes, las altas tiaras llenas de bordados y la barba descendiendo sobre el pecho en ondas horizontales de menudos rizos. Los griegos charlaban y reían con incesante movilidad, tomando á p. 14 broma sus negocios y abrumando con sus palabras á los exportadores iberos, graves, barbudos, huraños, vestidos de lana burda, y que con su silencio, parecían protestar de aquel chaparrón de inútiles palabras.

Los muelles quedaban desiertos por momentos. Toda su vida afluía al camino de la ciudad, donde, entre nubes de polvo, galopaban caballos, rodaban carros y pasaban con menudo trote los borriquillos africanos, llevando en sus lomos algún ciudadano corpulento sentado como una mujer.

El griego seguía lentamente por el muelle tras dos hombres vestidos con túnica corta, borceguíes y un sombrerillo cónico de alas caídas, semejante al de los pastores helenos. Eran dos artesanos de la ciudad. Habían pasado el día pescando y volvían á sus casas, mirando con mal disimulado orgullo sus cestas, en cuyo fondo coleaban unos cuantos barbos, revueltos con delgadas anguilas. Hablaban en ibero, mezclando á cada punto en su conversación palabras griegas y latinas. Era el lenguaje usual de aquella antigua colonia, en continuo contacto por el comercio con los principales pueblos de la tierra. El griego, al seguirles por el muelle, atendía á su conversación con la curiosidad de un extranjero.

—Vendrás en mi carro, amigo —decía uno de ellos—. En la hostería de Abiliana tengo mi asno, p. 15 que, como sabes, es la envidia de mis vecinos. Aún llegaremos á la ciudad antes que cierren las puertas.

—Mucho te lo agradezco, vecino. No es prudente caminar solo, cuando pululan en nuestros campos los aventureros que tomamos á sueldo para las guerras con los turdetanos, y toda la mala gente huída de la ciudad después de las últimas revueltas. Anteayer, ya sabes que apareció en un camino el cadáver de Acteio, el barbero del Foro. Le asesinaron para robarle cuando volvía al anochecer de su casita del campo.

—Ahora dicen que viviremos más tranquilos, después de la intervención de los romanos. Los legados de Roma han hecho cortar unas cuantas cabezas y afirman que con esto tendremos paz.

Detuviéronse los dos un instante y volvieron la cabeza para mirar la libúrnica romana, que apenas si se veía junto á la torre del puerto, envuelta en las sombras de la noche. Después siguieron caminando con lentitud, como si reflexionasen.

—Ya sabes —continuó uno de ellos— que no soy más que un zapatero que tiene su tienda cerca del Foro y ha podido reunir un saco de victoriatos de plata para darse una vejez tranquila y pasar la tarde en el puerto con la caña en la mano. No sé lo que esos retóricos que se pasean por fuera de la muralla de la ciudad, disputando p. 16 y gritando como Furias, ni pienso como los filósofos que se agrupan en los pórticos del Foro para reñir, entre las burlas de los comerciantes, por si tiene más razón éste ó aquél de los hombres que allá en Atenas se ocupan de tales cosas. Pero con toda mi ignorancia, yo me pregunto, vecino: ¿por qué estas luchas entre hombres que vivimos en la misma ciudad y debemos tratarnos como buenos hermanos?... ¿Por qué?

Y el camarada del zapatero contestaba con fuertes cabezadas de asentimiento.

—Yo comprendo —continuó el artesano— que de vez en cuando estemos en guerra con nuestros vecinos los turdetanos. Unas veces por cuestión de riegos, otras por los pastos, y las más por los límites del territorio y por impedirles que disfruten de este hermoso puerto, comprendo que se armen los ciudadanos, que busquen la pelea y salgan á arrasarles los campos y quemarles las chozas. Al fin esa gente no es de nuestra raza, y así es como se hace respetar una gran ciudad. Además, la guerra proporciona esclavos que muchas veces escasean; y sin esclavos ¿qué haríamos los hombres... los ciudadanos?

—Yo soy más pobre que tú, vecino —dijo el otro pescador—. El hacer sillas de caballo no me produce tanto como á tí los zapatos; pero mi pobreza me permite tener un esclavo turdetano, que me ayuda mucho, y quiero la guerra porque aumenta considerablemente mi trabajo.

p. 17 —La guerra con los vecinos; sea en buena hora. La juventud se fortalece y busca distinguirse; la república adquiere importancia, y todos, después de correr por valles y montes, compran zapatos y hacen componer las sillas de sus caballos. Muy bien; así marchan los negocios. ¿Pero por qué estamos hace más de un año convirtiendo el Foro en campo de batalla y cada calle en una fortaleza? Á lo mejor estás en tu tienda encareciendo á una ciudadana la elegancia de unas sandalias de papiro á la moda asiática, ó de unos coturnos griegos de gran majestad, cuando oyes en la inmediata plaza choque de armas, gritos, exclamaciones de muerte, y ¡á cerrar en seguida la puerta para que un dardo perdido no te deje clavado en tu asiento! ¿Y por qué? ¿Qué motivo existe para vivir como perros y gatos en el seno de esta Zazintho, tan tranquila y laboriosa antes?

—La soberbia y la riqueza de los griegos... —comenzó á decir el compañero.

—Sí; ya conozco esa razón. El odio entre iberos y griegos; la creencia de que éstos, por sus riquezas y sabiduría, dominan y explotan á aquéllos... ¡Como si en la ciudad existiesen realmente iberos y griegos!... Iberos son los que están detrás de esas montañas que nos cierran el horizonte; griego es ese que hemos visto desembarcar y viene tras de nuestros pasos; pero nosotros no somos más que hijos de Zazintho ó de p. 18 Sagunto, como quieran llamar á nuestra ciudad. Somos el resultado de mil encuentros por tierra y por mar, y Júpiter se vería apurado para decir quiénes fueron nuestros abuelos. Desde que á Zazintho le mordió la serpiente en esos campos y nuestro padre Hércules levantó los grandes muros de la Acrópolis, ¿quién puede marcar las gentes que aquí han venido y aquí se han quedado, á pesar de que otros llegaron después para arrebatarles el dominio de los campos y las minas? Aquí vinieron las gentes de Tiro con sus naves de vela roja en busca de la plata del interior; los marineros de Zante huyendo con sus familias de los tiranos de su país; los rótulos de Ardea, gentes de Italia, que eran poderosas en los tiempos en que aún no existía Roma; cartagineses de la época en que pensaban más en el comercio que en las armas... ¡y qué sé yo cuántas gentes más! Hay que oirlo á los pedagogos cuando explican la historia en el pórtico del templo de Diana. Yo mismo, ¿sé acaso si soy griego ó ibero? Mi abuelo fué un liberto de Sicilia que vino para encargarse de una fábrica de alfarería y se casó con una celtíbera del interior. Mi madre era una lusitana que llegó en una expedición para vender oro en polvo á unos mercaderes de Alejandría. Yo me limito á ser saguntino como los demás. Los que se consideran iberos en Sagunto creen en los dioses de los griegos; los griegos adoptan p. 19 sin sentirlo muchas costumbres ibéricas; se creen diferentes porque han partido en dos á la ciudad y viven separados; pero sus fiestas son las mismas, y en las próximas Panatheas verás juntas con las hijas de los comerciantes helenos á las de esos ciudadanos que cultivan la tierra, visten de paño burdo y se dejan crecer la barba para semejarse más á las tribus del interior.

—Sí, pero los griegos todo lo invaden, son los dueños de todo, se han apoderado de la vida de la ciudad.

—Son los más sabios, los más audaces; tienen algo de divino en sus personas —dijo sentenciosamente el zapatero—. Fíjate si no en ese que viene detrás de nosotros. Va vestido pobremente; tal vez en su bolsa no tiene dos óbolos para cenar; puede que duerma á cielo raso, y sin embargo, parece Zeus que haya bajado disfrazado del cielo para visitarnos.

Los dos artesanos volvieron la vista instintivamente para mirar al griego; y siguieron adelante. Habían llegado junto á las chozas que formaban una animada población en torno del puerto.

—Hay otra razón —dijo el talabartero— para la guerra que nos divide. No es el odio únicamente entre griegos é iberos; es que unos quieren que seamos amigos de Roma y otros de Cartago.

—Ni con unos ni con otros —dijo sentenciosa p. 20 mente el zapatero—. Tranquilos y comerciando como en otros tiempos, es como mejor prosperaríamos. El habernos llevado á la amistad con Roma, es lo que yo reprocho á los griegos de Sagunto.

—Roma es la vencedora.

—Sí, pero está muy lejos, y los cartagineses están casi á nuestras puertas. Sus tropas de Cartago-Nova pueden venir aquí en unas cuantas jornadas.

—Roma es nuestra aliada y nos protege. Sus legados, que parten mañana, han dado fin á nuestras revueltas, decapitando á los ciudadanos que turbaban la paz de la ciudad.

—Sí; pero esos ciudadanos eran amigos de Cartago y antiguos protegidos de Hamílcar. Hanníbal no olvidará fácilmente á los amigos de su padre.

—¡Bah! Cartago quiere paz y mucho comercio para enriquecerse. Después de su fracaso de Sicilia, teme á Roma.

—Temerán los senadores, pero el hijo de Hamílcar es muy joven, y á mí me dan miedo esos muchachos convertidos en caudillos, que olvidan el vino y el amor para soñar sólo con la gloria.

El griego no pudo oir más. Los dos artesanos habían desaparecido entre las chozas, y el eco de su disputa se perdió á lo lejos.

El extranjero se vió completamente solo en aquel puerto desconocido. Los muelles estaban p. 21 desiertos; comenzaban á brillar algunos faroles en las popas de las naves, y á lo lejos, sobre las aguas del golfo, se elevaba la luna como un disco enorme de color de miel. Únicamente en el pequeño puerto de los pescadores, había alguna animación. Las mujeres, desnudas de cintura arriba, y oprimiendo entre las piernas el guiñapo que les servía de túnica, se metían en el agua hasta las rodillas para lavar el pescado, y colocándolo después en anchas cestas sobre su cabeza, emprendían la marcha, arrastrando á sus pequeñuelos panzudos y en cueros. De las naves, inmóviles y silenciosas, salían grupos de hombres que se encaminaban á la población miserable extendida al pie del templo. Eran marineros que iban en busca de las tabernas y lupanares.

El griego conocía bien aquellas costumbres. Era un puerto igual á los muchos que había visto. El templo en lo alto para servir de guía al navegante; y abajo el vino á punto, el amor fácil y la riña sangrienta, como terminación de la fiesta. Pensó un momento en emprender la marcha á la ciudad; pero estaba muy lejos, desconocía el camino, y prefirió quedarse allí, durmiendo en cualquier parte hasta que saliera el sol.

Había entrado en los tortuosos callejones que formaban las chozas construídas al azar, como si hubieran caído en tropel del cielo, con sus paredes de tierra y techumbres de paja y cañas, con p. 22 estrechos tragaluces, y sin otra puerta que unos cuantos harapos recosidos ó un tapiz deshilachado. En algunas, de exterior menos miserable, vivían los modestos traficantes del puerto, los que servían las vituallas á las naves, los corredores de granos y los que, ayudados por algunos esclavos, traían los toneles de agua desde las fuentes del valle á las embarcaciones. Pero la mayoría de las casuchas eran tabernas, hospederías y lupanares.

Algunas casas tenían junto á las puertas inscripciones en griego, en ibero y en latín, pintadas con almazarrón.

El griego oyó que le llamaban. Era un hombrecillo gordo y calvo que le hacía señas desde la puerta de su vivienda.

—Salud, hijo de Atenas —decía para halagarle con el nombre de la ciudad más famosa de la Grecia—. Pasa adelante; estarás entre los tuyos, pues también mis ascendientes vinieron de allá. Mira la muestra de mi taberna, « Á Palas Athenea ». Aquí encontrarás el vino de Laurona, tan excelente como los de la Ática: si quieres probar la cerveza celtíbera, también la tengo, y hasta si lo deseas, puedo servirte cierto frasco de vino de Samos, tan auténtico como la diosa de Atenas que adorna mi mostrador.

El griego contestó con una sonrisa y un movimiento negativo, casi al mismo tiempo que el tabernero locuaz se introducía en su tugurio, p. 23 levantando el tapiz para dejar paso á un grupo de marineros.

Á los pocos pasos volvió á detenerse, atraído por un silbido tenue que parecía llamarle desde el fondo de una cabaña. Una vieja arrebujada en un manto negro, le hacía señas desde la puerta. En el interior, á la luz de una lámpara de barro colgada de una cadenilla, veíanse varias mujeres en cuclillas sobre esteras, en la actitud de bestias resignadas, sin otra vida que la sonrisa inmóvil que hacía brillar sus dientes.

—Voy de prisa, buena madre —dijo el extranjero riendo.

—Detente, hijo de Zeus —contestó la vieja en idioma heleno, desfigurado por la dureza de su acento y el silbido de su respiración entre las encías desdentadas—. Al momento conocí que eres griego. Todos los de tu país sois alegres y hermosos: tú pareces Apolo, buscando á sus celestes hermanas. Entra; aquí las encontrarás...

Y acercándose al extranjero para cogerle la orla de la clámide, enumeraba todos los encantos de sus pupilas iberas, baleares ó africanas; unas majestuosas y grandes como Juno, otras pequeñas y graciosas como las hetarias de Alejandría y Grecia; y al ver que el parroquiano se desasía y continuaba su camino, la vieja levantaba la voz, creyendo no haber acertado su gusto, y hablaba de jóvenes blancos y de luenga cabellera, hermosos como los muchachuelos si p. 24 rios que se disputaban los elegantes de Atenas.

El griego había salido del tortuoso callejón, y todavía escuchaba la voz de la vieja, que parecía embriagarse impúdicamente con sus infames pregones. Estaba en el campo, al principio del camino de la ciudad. Tenía á su derecha la colina del templo, y al pie de ella, delante de la escalinata, vió una casa más grande que las otras, una hostería con la puerta y las ventanas iluminadas con lámparas de barro rojo.

Dentro, sentados en los poyos, veíanse marineros de todos los países, pidiendo de comer en lenguas distintas. Soldados romanos con su coselete de escamas de bronce, la corta espada pendiente del hombro, y á sus pies el casco, rematado por una cimera de rojas crines en forma de cepillo; remeros de Marsella casi desnudos, con el cuchillo medio oculto entre los pliegues del trapo anudado á sus riñones; marineros fenicios y cartagineses con ancho pantalón, alto gorro en forma de mitra y pesados pendientes de plata; negros de Alejandría, atléticos y de torpes movimientos, enseñando al sonreir sus agudos dientes, que hacían pensar en espantosas escenas de antropofagia; celtíberos é iberos, de sombrío traje y enmarañada cabellera, mirando recelosos á todos lados y llevando instintivamente la mano á la ancha cuchilla; algunos hombres rojos de las Galias, con luengos mosta p. 25 chos y las encendidas crines anudadas y caídas sobre el cogote; gente, en fin, llevada y traída por los azares de la guerra y del mar, de un punto á otro del mundo conocido; un día guerreros victoriosos y al otro esclavos; tan pronto marineros como piratas; sin ley ni nacionalidad; sin otro respeto que el miedo al jefe de la nave, pronto á ordenar los azotes y la cruz; sin más religión que la de la espada y los músculos; llevando en las heridas que cubrían sus cuerpos, en las largas cicatrices que surcaban sus músculos, en las orejas cortadas cubiertas por las sucias greñas, un pasado misterioso de horrores.

Comían de pie junto al mostrador, tras el cual se alineaban las ánforas con sus tapones de frescas hojas; otros, sentados en los bancos de mampostería á lo largo de las paredes, sostenían sobre sus rodillas el plato de barro. Los más se habían tendido sobre el vientre en el suelo, como fieras que se reparten la presa, y avanzaban sobre los grandes platos sus garras vellosas, crujiéndoles las mandíbulas entre palabra y palabra. Aún no se derramaba el vino ni habían pedido la presencia de mujeres. Comían y bebían con apetito de ogros, atormentados por la escasez de las largas travesías y extenuados moralmente por la brutal disciplina de las naves.

Viéndose amontonados en un estrecho espacio, apestados por el humo de las lámparas y los p. 26 vapores de los platos, sentían la necesidad de comunicarse; y entre bocado y bocado, cada cual hablaba á su vecino sin reparar en la diferencia de idioma, acabando por entenderse todos en una lengua compuesta de más gestos que palabras. Un cartaginés relataba á un griego su último viaje á las islas del Mar Grande, más allá de las columnas de Hércules, por un mar gris y cubierto de nieblas, hasta llegar á unas abruptas costas, sólo conocidas por los pilotos de su país, donde se encontraba el estaño. Más allá, un negro, con grotesca mímica, contaba á dos celtíberos una excursión á lo largo del mar Rojo, hasta llegar á misteriosas playas, desiertas de día, pero cubiertas de noche por movibles fuegos y habitadas por hombres velludos y ágiles como monos, cuyas pieles, rellenas de paja, se llevaban á los templos de Egipto para ofrecerlas á los dioses. Los soldados romanos más viejos, contaban su gran victoria de las islas Egatas, que arrojó á los cartagineses de Sicilia, terminando la guerra; y no les importaba, en su insolencia de vencedores, la presencia de los humillados cartagineses que los escuchaban. Los pastores iberos, mezclados entre los navegantes, querían aminorar el efecto de las aventuras marítimas y hablaban de los caballos de la tribu y de sus prodigios de rapidez, mientras algún griego pequeño, vivaracho y mordaz, para anonadar á los bárbaros y demostrar la superioridad de su raza, rompía á p. 27 declamar fragmentos de alguna oda aprendida en el puerto de Pireo ó entonaba una melopea lenta y dulce que se perdía entre el rumor de las conversaciones, el crujido de mandíbulas y el choque de los platos.

Pedían más luz: cada vez se hacía más densa la atmósfera humosa de la hostería, y las llamas de las lámparas se marcaban apenas como gotas de sangre sobre las paredes negras de hollín. De la inmediata cocina llegaba un vaho de salsas picantes y leña humosa, que hacía llorar y toser á muchos parroquianos. Algunos estaban ebrios á poco de comenzar la comida, y pedían coronas de flores á los esclavos para adornarse como en los banquetes de los ricos. Otros aplaudían con rugidos al ver cómo se iluminaba el antro con el resplandor sangriento de las teas que encendía el dueño. Los esclavos agitábanse tras el mostrador de piedra, volcando las grandes ánforas, y corrían á la cocina para salir inmediatamente rojos de asfixia, sosteniendo los grandes platos. Esparcíase el vino por el suelo al volcarse una crátera, y de vez en cuando, al asomar en las ventanas las pintadas caras de algunas rameras — lobas del puerto que esperaban el momento de hacer irrupción en la hostería—, los marineros las saludaban con grandes risotadas, imitando el aullido de la bestia cuyo nombre las servía de apodo, y arrojábanlas parte de su comida, que se disputaban ellas entre arañazos y chillidos.

p. 28 Los platos eran todos excitantes, propios para acompañar con un sorbo cada bocado. Los griegos comían caracoles nadando en salsa de azafrán; las sardinas frescas del golfo aparecían en rueda sobre los platos, festoneadas de hojas de laurel; las coronas de pájaros se servían cubiertas de salsa verde; los pastores iberos se contentaban con peces secos y queso duro; los romanos y galos devoraban grandes trozos de cordero chorreando sangre; presentábanse las anguilas de los lagos del puerto con adornos de huevos cocidos; y todos estos platos y otros más, iban cargados de sal, de pimienta, de hierbas de olor acre, á las cuales atribuían las más extrañas cualidades. Todos sentían la necesidad de gastar su dinero, de hartarse y rodar ebrios por el suelo, consolándose así de la dura vida de privaciones que les esperaba en los barcos. Los romanos que partían al día siguiente, habían cobrado las pagas atrasadas y querían dejar sus sextercios en el puerto de Sagunto; los cartagineses hablaban con orgullo de su República, la más rica del mundo, y los demás marineros elogiaban á sus patrones, siempre generosos cuando tocaban en aquel puerto, de excelentes negocios. El hostelero iba arrojando sin cesar en el fondo de una ánfora vacía monedas de todas clases, lo mismo de Zazintho, con la proa de nave y la Victoria volando sobre ella, como de Cartago, con el caballo legendario y los espantosos dioses kabiros p. 29 ó de Alejandría, con el elegante perfil de los Ptolomeos.

Los más burdos remeros sentían caprichos de potentado, la comezón de imitar durante una noche á los ricos para consolarse en los días de hambre con este recuerdo, y pedían ostras de Lucrino, que algunas naves traían en ánforas con agua de mar para los grandes comerciantes de Sagunto, ó el oxigarum , que los patricios de Roma pagaban á considerable precio; tripas de pescado salado preparadas con vinagre y especias que despertaban el apetito. El vino negro de Laurona y el de color de rosa del agro saguntino, parecían despreciables á los que tenían dinero. Despreciaban igualmente el de Marsella, hablando de la pez y el yeso con que lo preparaban, y pedían vinos de la Campania, Falerno, Massica ó Cecubo, que, á pesar de su precio, bebían en cimbas , vasos de barro saguntino en forma de barca, que contenían gran cantidad de líquido. Y junto con los platos calientes y la variedad de bebidas, desde la cerveza celtíbera á los vinos extranjeros, aquellos hombres devoraban grandes cantidades de verduras y frutas, hambrientos, por las largas permanencias en el mar, de los productos de los campos. Se arrojaban sobre los platos cubiertos de hongos, comían á puñados los rábanos aderezados con vinagre, los puerros, las acelgas y los ajos, y los montones de frescas lechugas de las huertas del agro p. 30 desaparecían, dejando cubierto el suelo de hojas verdes y sucias de tierra.

El griego contemplaba este espectáculo desde la puerta, confundido con unos cuantos marineros que no encontraban sitio en la hostería. Á la vista del rudo banquete, el extranjero recordaba que no había comido desde por la mañana, cuando el encargado de los remeros de la nave de Polyantho le dió un pedazo de pan. La novedad del desembarco en una tierra desconocida, había hecho callar su estómago, acostumbrado á las privaciones; pero ahora, á la vista de tantos manjares, sentía el zarpazo del hambre, é instintivamente avanzaba un pie dentro de la hostería, retirándolo inmediatamente. ¿Para qué entrar? La bolsa que colgaba sobre su vientre contenía papirus atestiguando sus hechos pasados; tabletas para anotaciones que ayudasen su memoria: hasta guardaba en ella las pinzas de depilar y un peine, todos los menudos objetos de que no se despojaba un buen griego, amante del cuidado personal; pero por más que buscase en ella, no encontraría un óbolo. En la nave le habían admitido gratuítamente al verle vagabundo en los muelles de Cartago-Nova, porque el piloto respetaba á los griegos de la Ática; se veía solo y hambriento en un país desconocido, y si entraba en la hostería queriendo comer sin presentar dinero, le tratarían como un esclavo, arrojándole á palos.

p. 31 Atormentado por el vaho de las viandas y las salsas, prefirió huir, arrancándose á aquel suplicio de Tántalo; y al retroceder tropezó con un hombre alto, sin más traje que un sagum obscuro y unas sandalias con las correas cruzadas hasta las rodillas. Parecía un pastor celtíbero; pero el griego, al tropezarse con él y cruzar una rápida mirada, sintió la impresión de que no veía por primera vez aquellos ojos imperiosos, que hacían pensar en los del águila posada á los pies de Zeus.

El griego levantó los hombros con indiferencia. Lo que deseaba era acallar el hambre, dormir si le era posible hasta la salida del sol. Y huyendo de aquella barriada miserable, iluminada y ruidosa, buscó un sitio donde descansar, y se encaminó al Fano de Afrodita. El templo, situado en lo alto de la colina, tenía una ancha escalinata de mármol azul, cuyo primer peldaño arrancaba del muelle.

El griego se sentó en la pulida piedra proponiéndose esperar allí la llegada del día. La luna iluminaba toda la parte alta del templo; los ruidos de las casas del puerto llegaban hasta él amortiguados, confundidos y como arrollados al través de la gran calma de la noche, en la que se fundían el lejano murmullo del mar, el estremecimiento rumoroso de los olivares y el monótono canto de las ranas albergadas en las marismas.

p. 32 Varias veces oyó el griego un grito estridente y lúgubre, semejante al aullido del lobo. De repente, sonó á sus espaldas; su nuca sintió un soplo caliente, y al volverse vió una mujer que se inclinaba hacia él con las manos en las rodillas, sonriendo con una expresión estúpida que desgarraba su boca, dejando al descubierto las encías, en las que se marcaban algunos claros.

—Salud, hermoso extranjero. Te he visto huir del bullicio; debes fastidiarte en la soledad, y vengo en tu busca para que seas feliz. Qué... ¿no puede ser?

El griego la reconoció al momento. Era una loba del puerto, una de aquellas infelices que había visto pulular en los desembarcaderos de todos los pueblos; cortesanas cosmopolitas y miserables, amantes de una noche de hombres de todos colores y razas, sin más voluntad que la de caer de espaldas, con unos cuantos óbolos en la mano, sobre una piedra ó á la sombra de una barca; antiguas hetarias sumidas en el embrutecimiento, esclavas fugitivas buscando la libertad en la prostitución, la suciedad y la embriaguez; hembras que representaban el amor para los hombres crueles del mar; pobres bestias extenuadas de jóvenes por las excesivas caricias, y destinadas cuando viejas á ser tratadas á golpes.

El extranjero miraba aquella mujer todavía p. 33 joven, y reconocía en ella algunos restos de belleza; pero enflaquecida, los ojos lacrimosos, la boca desfigurada por los dientes rotos. Iba envuelta en una amplia tela que debió ser de bellísimo tejido, pero sucia ya y deshilachada; sus pies estaban descalzos, y la enmarañada cabellera sosteníase con una peineta de cobre, á la que la infeliz había añadido algunas flores silvestres.

—Pierdes el tiempo viniendo aquí —dijo el griego con bondadosa sonrisa—. No tengo ni un óbolo en mi bolsa.

El acento dulce de aquel hombre, pareció intimidar á la pobre cortesana. Era una criatura acostumbrada á los golpes: para ella el hombre representaba el empellón brutal, el placer manifestado con mordiscos; y ante la dulzura del griego, se mostró desconcertada y recelosa, como si presintiera un peligro.

—¿No tienes dinero? —dijo con humildad después de un largo silencio—. No importa, aquí me tienes. Me gustas; soy tu esclava: entre toda esa gente que alborota en la hostería, mis ojos han ido á tí.

Y se inclinaba sobre el griego, acariciando con las endurecidas manos sus cabellos rizados, mientras él la examinaba con ojos de compasión, viendo su pecho deprimido, su regazo combado, en el que parecían haber impreso todos los pueblos la huella de su paso.

p. 34 El extranjero, hambriento y solo en una tierra desconocida, se sentía atraído por la bondad de aquella infeliz: era la fraternidad de la miseria.

—Si deseas no estar sola, permanece á mi lado: habla lo que quieras, pero no me acaricies. Tengo hambre: nada comí desde el amanecer, y en este momento cambiaría todas las dulzuras de Citerea por la pitanza de cualquier marinero.

La ramera se incorporó á impulsos de la sorpresa.

—¿Hambre tú?... ¿Tú desfalleces de hambre cuando yo te creía alimentado con la ambrosía de Zeus?

Y sus ojos delataban el mismo asombro que si viera á Afrodita, la diosa de blancas desnudeces, guardada arriba en su templo, descender del pedestal de mármol, ofreciéndose con los brazos abiertos, por un óbolo, á los remeros del puerto.

—Espera, espera —dijo con resolución, después de reflexionar largo rato.

El griego vió como corría hacia las chozas, y cuando ya el cansancio y la debilidad comenzaban á cerrar sus ojos, la sintió otra vez junto á él, tocándole en un hombro.

—Toma, mi señor. Me ha costado mucho encontrar esto. La cruel Lais, una vieja horrible como las Parcas, que nos ayuda á vivir en los días difíciles, ha accedido á darme su cena después de hacerme jurar que á la salida del sol le p. 35 entregaré dos sextercios. Come, amor; come y bebe.

Y colocaba sobre los peldaños un pan moreno en figura de disco, unos peces secos, medio queso saguntino blanco, tierno y rezumando suero, y una jarra de cerveza celtíbera.

El griego se abalanzó á la comida y comenzó á devorar, seguido por la mirada de la loba , que se dulcificaba por momentos, tomando una expresión casi maternal.

—Quisiera ser tan rica como Sónnica, una que, según cuentan, comenzó como cualquiera de nosotras, y es dueña de muchas de esas naves, y tiene jardines asombrosos como el Olimpo, y tropas de esclavos, y fábricas de alfarería, y medio agro es de su propiedad. Quisiera ser rica aunque sólo fuese por esta noche, para regalarte con cuanto de bueno hay en el puerto y en la ciudad; para darte un banquete como los de Sónnica, que duran hasta el día, y donde tú, coronado de rosas, bebieses el Samos en copa de oro.

El griego, conmovido por la sencillez y la ingenuidad conque hablaba aquella infeliz, la miró con dulzura.

—No me lo agradezcas: yo soy quien debo darte gracias por la felicidad que me proporciona darte de comer... ¿Qué es esto? No lo sé. Nunca se aproximó á mí hombre alguno sin darme algo. Unos monedas de cobre, otros algún pe p. 36 dazo de tela ó una pátera de vino: los más golpes y mordiscos: todos me han dado algo, y yo sufría y los detestaba. Y tú que llegas pobre y hambriento, que no me buscas, que me rehuyes, que nada me das, ha bastado que estés junto á mí para que discurra por mi cuerpo una felicidad desconocida. Al darte de comer me siento ebria como si saliera de un festín. Dí, griego: ¿eres realmente un hombre ó eres el padre de los dioses que ha venido á honrarme descendiendo á la tierra?

Y exaltada por sus propias palabras, púsose en pie en mitad de la escalinata, y extendiendo sus brazos rígidos hacia el templo bañado por la luna, exclamó:

—¡Afrodita! ¡Mi diosa! Si algún día llego á reunir lo que cuestan dos palomas blancas, las presentaré en tu ara adornadas con flores y cintas de color de fuego, para recuerdo de esta noche.

El griego bebía el amargo líquido de la jarra y la tendió á la cortesana, que buscó en el barro el mismo sitio que habían rozado los labios de su compañero, para poner los suyos.

No tocó la parte de la cena que le presentaba el griego: únicamente siguió bebiendo, lo que parecía darla mayor locuacidad.

—¡Si supieras lo que me ha costado encontrar todo esto!... Las callejuelas están llenas de ebrios, que, revolcándose en el barro y arras p. 37 trándose sobre las manos, te rasgan las ropas y te muerden las piernas. El vino corre por fuera de las puertas de las hosterías. En el muelle reñían hace poco. Unos africanos curaban á un compañero, metiéndolo de cabeza en el agua: un celtíbero se la había abierto de un puñetazo. Á Tuga, una muchacha ibera, se divierten cogiéndola por los pies y metiéndola de cabeza en la crátera más grande de la taberna, hasta que la retiran medio ahogada por el vino. Es la diversión de siempre. Á la pobre Albura, una amiga mía, la he visto sentada en el suelo chorreando sangre, sosteniéndose en la palma de la mano un ojo que le había hecho saltar de un puñetazo un egipcio ebrio. ¡Lo de todas las noches! Y, sin embargo, ahora me da miedo: apenas si te conozco y parece que vivo en un mundo nuevo, que me doy cuenta por primera vez de lo que me rodea.

Y á continuación le relató su historia. La llamaban Bachis y no conocía con certeza su país. Había nacido sin duda en otro puerto, porque recordaba confusamente en los primeros años de su vida un largo viaje en una nave. Su madre debió ser alguna loba de puerto y ella el fruto del encuentro con un marinero. Aquel nombre de Bachis que le habían dado desde pequeña era el de muchas cortesanas famosas de Grecia. Una vieja la compró sin duda al piloto que la trajo á Sagunto, y niña aún, mucho antes de sentirse mujer, conoció el amor, viendo visitada la choza p. 38 de la vieja por negociantes ancianos del puerto y libertinos de la ciudad que se recomendaban unos á otros aquel cuerpo infantil, débil y pobre, en el que aún no se marcaban los abultamientos del sexo. Al morir su dueña se hizo loba y pasó á poder de los marineros, de los pescadores, de los pastores de la inmediata sierra, de toda la muchedumbre brutal que pululaba en el puerto.

Aún no había cumplido veinte años y estaba envejecida, ajada, exprimida por los excesos y los golpes. La ciudad la veía siempre de lejos. En toda su vida sólo había entrado en ella dos veces. Allí no toleraban á las lobas . Consentían su permanencia junto al Fano de Afrodita como garantía para la seguridad de Sagunto, que así tenía alejadas á las gentes de todos los países que llegaban al puerto; pero en la ciudad, los iberos de puras costumbres se indignaban á la vista de las cortesanas, y los griegos corrompidos eran demasiado refinados en sus gustos para sentir misericordia ante aquellas vendedoras de amor que caían como bestias en celo al borde de un camino por un racimo de uvas ó un puñado de nueces.

Y allí, á la sombra del templo de Venus, transcurriría su vida, esperando siempre nuevas naves y hombres nuevos que caían sobre ella, velludos, obscenos y brutales como sátiros, mordidos por las abstinencias del mar, hasta que un día la p. 39 asesinasen en una riña de marineros ó apareciese muerta de hambre al lado de una barca abandonada.

—Y tú ¿quién eres? —terminó diciendo Bachis—. ¿Cómo te llamas?

—Mi nombre es Acteón: mi patria es Atenas. He corrido mucho mundo: en unas partes he sido soldado, en otras navegante: he peleado, he comerciado y hasta he compuesto versos y hablado con los filósofos de cosas que tú no entenderías. He sido rico muchas veces y ahora tú me das de comer. Ésa es toda mi historia.

Bachis le miraba con ojos de admiración, adivinando al través de sus concisas palabras todo un pasado de aventuras, de terribles peligros y de prodigiosos vaivenes de la fortuna. Recordaba las hazañas de Aquiles y la aventurera vida de Ulises, tantas veces oídas en los versos que declamaban los marineros griegos al sentirse ebrios.

La cortesana, reclinándose en el pecho de Acteón, acariciaba con una mano su cabellera. El griego, agradecido, sonreía fraternalmente á Bachis con la misma frialdad que si fuese una niña.

Dos marineros salieron de entre las chozas y comenzaron á tambalearse en el muelle. Un aullido penetrante que parecía desgarrar el aire, sonó junto á los oídos de Acteón. Su amiga, impulsada por la costumbre, con el instinto del p. 40 vendedor que adivina de lejos al parroquiano, se había puesto de pie.

—Volveré, mi dueño. Me olvidaba de la terrible Lais. Tengo que darle su dinero antes que salga el sol. Me pegará como otras veces si no cumplo mi promesa. Espérame aquí.

Y repitiendo su aullido feroz, fué en busca de los marineros, que se habían detenido y saludaban con risotadas y palabras obscenas los gritos de la loba .

Al verse solo el griego, con el hambre aplacada, experimentó cierto disgusto pensando en su reciente aventura. ¡Acteón el ateniense, el que las hetarias más ricas de la hermosa ciudad se disputaban en el Cerámico, protegido y adorado por una ramera del puerto!... Para no volver á reunirse con ella, huyó de la escalinata, internándose en las callejuelas del puerto.

Otra vez vino á detenerse ante aquella hostería, en cuya puerta había sentido el tormento del hambre. Los marineros estaban en plena orgía. El hostelero apenas si podía hacerse respetar detrás del mostrador. Los esclavos, atemorizados por los golpes, se habían refugiado en la cocina. En el suelo, algunas ánforas rotas, dejaban escapar el vino como arroyos de sangre, y entre el glu-glu del líquido al empapar la tierra, revolcábanse los ebrios pidiendo á gritos bebidas de las que habían oído hablar vagamente en sus lejanos viajes, ó platos fantásticos ideados p. 41 por los tiranuelos de Asia. Un egipcio hercúleo corría á cuatro pies imitando el rugido del chacal y mordiendo á las mujeres que habían entrado en la taberna. Algunos negros danzaban con movimientos femeniles, contemplando como hipnotizados los remolinos de su ombligo agitado por las contorsiones del vientre. En los rincones, sobre los poyos, caían revueltos hombres y mujeres bajo la cruda luz de las antorchas; el vaho de la carne desnuda y sudorosa mezclábase con el olor del vino; y en esta atmósfera de viandas y de hedor de fiera, algunos marineros, olvidando todo pudor, repelían con desprecio á las cortesanas para acariciarse entre sí, con la aberración sexual propia de la época.

En medio de este desorden, unos cuantos hombres permanecían inmóviles cerca del mostrador, disputando con aparente calma. Eran dos soldados romanos, un viejo marinero cartaginés y un celtíbero. La torpe lentitud de sus palabras, que tomaban con la cólera un tono aflautado, sus ojos rojizos inflamados de sangre y sus narices de aves de presa, cada vez más afiladas, revelaban esa terrible embriaguez, testaruda y camorrista, que se resuelve matando.

El romano recordaba su presencia en el combate de las islas Egatas, catorce años antes.

—Os conozco —decía con insolencia al cartaginés—. Sois una república de mercaderes nacidos para el embuste y la mala fe. Si se busca p. 42 quién sabe vender más caro engañando al comprador, convengo en que sois los primeros; pero si se habla de soldados, de hombres, nosotros somos los mejores, los hijos de Roma, que con una mano empuñamos el arado y con la otra la lanza.

Y erguía con orgullo su redonda cabeza con el pelo rapado y las mejillas rasuradas, en las cuales las carrilleras del casco habían marcado duras callosidades.

Acteón miraba por una ventana al celtíbero, el único del grupo que permanecía silencioso, pero que tenía fijos sus ojos de brasa más arriba del coselete de bronce del legionario romano, en su desnudo cuello, como si le atrajeran las gruesas venas que se marcaban bajo la piel. Indudablemente aquellos ojos los había visto el griego en otro sitio; eran como esos antiguos conocidos cuyo nombre no se puede recordar. Había algo de falso en su persona, que el griego presentía con su fina astucia.

—Juraría por Mercurio que ese hombre no es tal como le veo. Algo más que un pastor parece, y el color bronceado de su cara no es el de los celtíberos por mucho que los tueste el sol. Tal vez es postiza esa larga cabellera que cae sobre su espalda...

No pudo continuar examinando á aquel hombre, porque absorbió toda su atención la disputa entre el legionario y el viejo cartaginés, los cua p. 43 les se aproximaban cada vez más para oirse mejor, en medio del estrépito que reinaba en la hostería.

—Yo también estuve en la jornada triste de las Egatas —decía el cartaginés—. Allí recibí esta herida que me cruza el rostro. Es verdad que nos vencisteis; ¿pero qué demuestra esto? Muchas veces ví yo huir vuestras naves ante las nuestras, y en más de una ocasión conté en los campos de Sicilia los cadáveres romanos á centenares. ¡Ah, si Hanón no hubiese llegado tarde el día del combate en las islas! ¡Si Hamílcar hubiera tenido refuerzos!

—¡Hamílcar! —exclamó desdeñosamente el romano—. ¡Un gran caudillo que tuvo que pedirnos la paz! ¡Un comerciante metido á conquistador!...

Y reía con la insolencia del fuerte, sin miedo á la cólera del viejo cartaginés, que tartamudeaba queriendo contestar.

El celtíbero, hasta entonces silencioso, puso su mano sobre el viejo.

—Cállate, cartaginés. El romano tiene razón. Sois mercachifles incapaces de mediros con ellos en la guerra. Amáis demasiado el dinero para dominar por la espada. Pero los de tu casta, no sois todo Cartago: otros hay nacidos allá que sabrán hacer frente á esos labriegos de Italia.

El romano, al ver intervenir al rústico en su disputa, mostróse aún más altivo é insolente.

p. 44

—¿Y quién ha de ser ese? —gritó con desprecio—. ¿El hijo de Hamílcar? ¿Ese rapazuelo que según cuentan tuvo por madre una esclava?

—De una prostituta fueron hijos los que fundaron tu ciudad, romano; y no está lejos el día en que el caballo de Cartago vaya á dar de coces á la loba de Rómulo.

El legionario se levantó trémulo de rabia, buscando su espada, pero inmediatamente dió un rugido feroz y cayó, llevándose las manos á la garganta.

Acteón había visto cómo el celtíbero introducía su diestra en la manga del sagum , y sacando un cuchillo, hería al legionario en aquel ancho cuello que contemplaba con fiera atención, mientras se burlaba de Cartago.

La hostería tembló con el estrépito de la lucha. El otro romano, al ver caído á su compañero, se abalanzó al celtíbero con la espada en alto, pero al momento recibió una cuchillada en el rostro y se sintió cegado por la sangre.

Era asombrosa la agilidad de aquel hombre. Sus movimientos tenían la elasticidad de la pantera: los golpes parecían rebotar sobre su cuerpo sin causarle daño. Cayó en torno de él una lluvia de jarros, de pedazos de ánfora, de espadas lanzadas al aire; pero él, con el brazo tendido y el cuchillo de punta, dió un salto hacia la puerta y desapareció.

p. 45

—¡Á él! ¡á él! —clamaron los romanos persiguiéndole.

Y atraídos por el placer brutal de la caza al hombre, les siguieron todos los que en la hostería podían valerse aún de sus piernas. El tropel de hombres enardecidos por la vista de la sangre, saltó por encima del romano agonizante y de los borrachos inertes que roncaban junto al degollado. El griego les vió salir y fraccionarse en diversos grupos que siguieron distinta dirección para coger al celtíbero. Éste había desaparecido á los pocos pasos de la hostería como disuelto en la sombra.

El puerto se conmovió con el ardor de la persecución. Corrían luces por los muelles y por las callejuelas de la aldea; los lupanares y tabernas eran sometidos á un registro brutal por los romanos ebrios de cólera; originábanse nuevas disputas á la puerta de cada choza, iba á correr otra vez la sangre; y el griego, temiendo verse envuelto en una reyerta, volvió prontamente á la escalinata del templo. Bachis no había regresado, y el griego, subiendo los azules peldaños, fué á tenderse en el atrio del templo, ancha terraza pavimentada de mármol azul, sobre la cual las estriadas columnas que sostenían el frontón, trazaban sus oblicuas barras de sombra.

Al despertar Acteón sintió en su rostro el calor del sol. Los pájaros cantaban en los veci p. 46 nos olivares, y junto á él sonaban voces. Al incorporarse vió que comenzaba la mañana, cuando él solo creía transcurridos algunos instantes desde que concilió el sueño.

Una mujer, una patricia estaba á corta distancia de él y le sonreía. Iba envuelta en una amplia tela de lino blanco, que descendía hasta sus pies en armoniosos pliegues, como el ropaje de las estatuas. De su rubia cabellera sólo se veían algunos bucles caídos sobre la frente. Mostraba la boca pintada de rojo; y los ojos negros, aterciopelados, con una caricia sedosa en la mirada, aparecían rodeados de una aureola azul por las fatigas de la noche. Al mover los brazos bajo el manto sonaban con argentino choque ocultas joyas, y la punta de la sandalia, asomando por el borde de su ropaje, brillaba como un astro de pedrería.

Detrás de ella dos esbeltas esclavas celtíberas, con el moreno y opulento pecho casi desnudo, y envueltas las piernas en telas multicolores, sostenían, la una, una pareja de palomas blancas, y la otra, sobre su cabeza, una canastilla cubierta de rosas.

Junto á la hermosa patricia, Acteón reconoció á Polyantho, el piloto saguntino, y al joven perfumado y elegante que estaba en el muelle con otro jinete á la llegada de la nave.

El griego púsose en pie, sorprendido por la hermosa aparición que le sonreía.

p. 47 —Ateniense —díjole en griego con purísimo acento—. Yo soy Sónnica, la dueña de la nave que te ha traído aquí. Polyantho es mi liberto y ha hecho bien recogiéndote, pues conoce el interés que me inspira tu pueblo. ¿Quién eres tú?

—Yo soy Acteón y pido á los dioses que te colmen de favores por tu bondad. Que Venus guarde tu belleza mientras vivas.

—¿Eres navegante?... ¿comercias? ¿corres el mundo dando lecciones de elocuencia y de poesía?

—Soy soldado como lo fueron todos los míos. Mi abuelo murió en Italia cubriendo con su cuerpo al gran Pirro, que le lloró como un hermano: mi padre fué capitán de mercenarios al servicio de Cartago y lo asesinaron injustamente en la guerra llamada inexorable...

Calló unos instantes, como si este recuerdo le impidiera continuar, ahogando su voz, y luego añadió:

—Yo he guerreado hasta hace poco á las órdenes de Cleomenes, el último lacedemonio. Era uno de sus compañeros, y al caer vencido el héroe, lo acompañé á Alejandría, lanzándome después á correr el mundo, por no poder sufrir la inercia del destierro. He sido también comerciante en Rhodas, pescador en el Bósforo, labrador en Egipto y poeta satírico en Atenas.

La hermosa Sónnica sonreía, aproximándose á él. Era un ateniense poseedor de todas las cua p. 48 lidades de aquel pueblo tan amado por ella; uno de aquellos aventureros, acostumbrados á los vaivenes de la fortuna, rondadores del mundo y cronistas muchas veces de los hechos de su vida, cuando llegaban á la vejez.

—¿Y á qué vienes aquí?

—Aquí estoy como podía hallarme en otra parte. Me ofreció tu piloto traerme á Zazintho y vine. Me ahogaba en Cartago-Nova. Podía haberme alistado en las tropas de Hanníbal; bastaba tal vez decir mi origen para ser bien recibido: los griegos se pagan caros en todos los ejércitos. Pero aquí hay guerra también y prefiero mejor ir contra los turdetanos, servir á una ciudad que no conozco, pero que no me ha hecho daño alguno.

—¿Y has dormido aquí esta noche? ¿No has encontrado cama en las hosterías?

—Lo que no encontraba era un óbolo en mi bolsa. Si cené fué por la ternura de una infeliz ramera que partió conmigo su miseria. Soy pobre y desfallecía de hambre. No me compadezcas, Sónnica, no me mires con ojos de misericordia. Yo he dado banquetes desde que anochecía hasta la salida del sol: en Rhodas, á la hora de las canciones, arrojábamos por las ventanas los platos de metal á los esclavos. La vida del hombre debe ser así: como los héroes de Homero, rey en una parte y mendigo en la otra.

Polyantho miraba con interés á aquel aven p. 49 turero, y el elegante Lacaro, que al principio se oponía á que su amiga Sónnica despertase á un griego tan mal vestido, aproximábase á él, reconociendo la elegancia ateniense bajo su exterior mísero, y proponiéndose hacerle su amigo para tomar provechosas lecciones.

—Ven hoy á mi quinta —dijo Sónnica— cuando el sol empiece á caer. Cenarás con nosotros. Pregunta á cualquiera por mi casa, y todos sabrán guiarte. Una de mis naves te ha traído á esta tierra y quiero que encuentres la hospitalidad bajo mi techo. Ateniense, hasta luego: yo también soy de allá, y viéndote parece que aún fulgura ante mis ojos la lanza de oro de Palas en lo más alto del Parthenón.

Sónnica, despidiéndose con una sonrisa del ateniense, se dirigió al templo, seguida de sus dos esclavas.

Acteón oyó lo que hablaban Lacaro y Polyantho fuera del templo. La noche anterior la habían pasado en casa de Sónnica. Al amanecer habían abandonado la mesa. Lacaro aún llevaba en su cabeza la corona del banquete con las rosas mustias y deshojadas. Al saber Sónnica que habían llegado aquellas danzarinas de Gades que aguardaba con impaciencia para ofrecerlas en sus cenas, sintió el capricho de ver á Polyantho y su nave, y quiso de paso hacer un sacrificio á Afrodita, como siempre que iba al puerto. Y en su gran litera, acompañada de La p. 50 caro y las dos esclavas, había hecho la escapatoria, proponiéndose dormir á la vuelta, pues los más de los días permanecía en el lecho hasta bien entrada la tarde.

El piloto se alejó hacia su nave para echar á tierra la tropa de danzarinas, y Acteón se aproximó con Lacaro á la puerta del templo, completamente abierta.

El interior era sencillo y hermoso. Un gran espacio cuadrado quedaba descubierto en la techumbre para dar luz al templo, y el sol, descendiendo por esta claraboya, prestaba la glauca vaguedad del agua del mar á aquellas columnas azules, con sus capiteles que representaban conchas, delfines y amorcillos empuñando el remo. En el fondo, surgiendo de una dulce penumbra cargada de los perfumes de los sacrificios, destacábase la diosa, blanca, arrogante y soberbia en su desnudez, como al emerger por vez primera de las espumas, ante los atónitos ojos de los hombres.

Cerca de la puerta estaba el ara. Junto á ella el sacerdote, con amplio manto de lino sujeto á la cabeza con una corona de flores, tomaba las ofrendas á la diosa de manos de la misma Sónnica.

Cuando ésta salió al peristilo, abarcó con una mirada amorosa el mar, cubierto de espumas, el puerto que brillaba como un triple espejo, el verde é inmenso valle y la lejana ciudad, que toma p. 51 ba un tinte de oro bajo los primeros rayos del sol.

—¡Qué hermoso!... Contempla, Acteón, nuestra ciudad. La Grecia no es más bella.

Al pie de la escalinata esperaba su litera, una verdadera casa cerrada con cortinas de púrpura y rematada en sus cuatro ángulos por penachos de hermosas plumas de avestruz. Ocho esclavos atléticos, de hinchados músculos, la sostenían.

Sónnica hizo entrar en su vivienda ambulante á las esclavas, empujó á Lacaro, al que trataba como á un ser inferior, cuya familiaridad se tolera por capricho, y volviéndose hacia el griego, de pie en lo alto del templo, le sonrió por última vez, saludándole con un signo de su mano, cubierta de sortijas hasta las uñas, y que trazaba á cada movimiento regueros de luz en el aire.

Se alejó la litera rápidamente por el camino de la ciudad, al mismo tiempo que Acteón se sentía acariciado en el cuello por unas manos.

Era Bachis, más ajada y más harapienta á la luz del sol. Tenía un ojo amoratado y manchas cárdenas en los brazos.

—No pude venir —dijo con humildad de esclava—. Hasta hace poco no me han soltado. ¡Qué gentes! Apenas si me dieron para pagar á Lais... Toda la noche pensando en tí, mi dios, mientras me atormentaban echándome á la cara sus bufidos de sátiros cansados.

p. 52 Acteón volvía el rostro evitando sus caricias. Percibía el olor de vino de aquella infeliz, ebria y agotada después de su aventura de la noche.

—¿Me huyes?... Lo comprendo. Te he visto hablar con Sónnica la rica, á quien sus amigos llaman la más bella de Zazintho. ¿Vas á ser su amante? Comprendo que te adore: al fin no es más que una mujer como yo... Dí, Acteón: ¿por qué no me llevas contigo? ¿por qué no me haces tu esclava?... Sólo te pido una noche como precio.

El griego repelió sus flacos brazos que intentaban envolverle, para mirar al camino, donde resonaban trompetas y se veían brillar cascos y lanzas en el centro de una gran nube de polvo.

—Son los legados de Roma que se marchan —dijo la cortesana.

Y atraída por el encanto que los hombres de guerra ejercían sobre su admiración infantil, bajó la escalinata del templo para ver de más cerca la comitiva.

Marchaban al frente los trompeteros de la nave romana, soplando en sus largos tubos de metal, con las mejillas ceñidas por anchas bandas de lana. Una escolta de ciudadanos de Sagunto rodeaba á los embajadores, haciendo caracolear sus velludos caballos celtíberos, tremolando sus lanzas y cubierta la cabeza con los cascos de triple cimera, que aún guardaban las huellas de los golpes recibidos en las últimas p. 53 escaramuzas con los turdetanos. Algunos ancianos del Senado saguntino, marchaban inmóviles sobre sus grandes caballos, la blanca barba esparcida en el pecho, y descendiendo hasta los estribos, en grandes pliegues, el obscuro manto, retenido sobre la cabeza por una tiara bordada. La enseña de Roma, rematada por la loba, era sostenida por un fuerte classiari , y tras ella marchaban los legados con la rapada y redonda cabeza al descubierto; el uno obeso y con triple barba de grasa; el otro enjuto, nervudo y con nariz afilada de ave de presa; los dos con coraza de bronce cincelada, las piernas cubiertas con coturnos de metal, y sobre los arqueados muslos, la faldilla de color de heces de vino, adornada con sueltas tiras de oro, que se agitaban al menor salto de los caballos.

Al llegar al muelle la comitiva, por entre los grupos de marineros, pescadores y esclavos, cruzóse con una tropa de mujeres arrebujadas en sus mantos, que caminaban guiadas por un viejo de ojos insolentes y boca sumida, con ese aspecto repulsivo que toman los eunucos al vivir en perpetuo contacto con la mujer esclavizada. Eran las danzarinas de Gades, que al abandonar la nave de Polyantho, pasaban desapercibidas por entre el estrépito de la despedida.

Unas mujeres, saliendo del muelle de los pescadores, entregaron á los legados coronas tejidas con florecillas de los cercanos montes y lirios p. 54 de las lagunas. Las aclamaciones se extendían á lo largo del muelle, ante los grupos indiferentes de los marineros de todos los países.

—¡Salud á Roma! ¡Que Neptuno os proteja! ¡Los dioses os acompañen!

Acteón oyó tras él una carcajada burlona, y al volverse vió al pastor celtíbero que en la noche anterior había muerto al legionario.

—¿Tú aquí? —le dijo el griego con asombro—. ¿Estás solo y no te alejas de los romanos que te buscan?

Los ojos imperiosos del pastor, aquellos ojos extraños que despertaban en el griego confusos é inexplicables recuerdos, le miraron con altivez.

—¡Los romanos!... Les desprecio y les odio. Iría sin miedo hasta la cubierta de su nave... Preocúpate de tus asuntos, Acteón, y no te fijes en los míos.

—¿Cómo sabes mi nombre? —exclamó el griego con creciente sorpresa, admirado además de la perfección con que el rudo pastor hablaba el griego.

—Conozco tu nombre y tu vida. Tú eres el hijo de Lisias, capitán al servicio de Cartago, y como todos los de tu raza, ruedas por el mundo sin encontrarte bien en parte alguna.

El griego, tan fuerte y seguro de sí mismo en todas ocasiones, se sentía intimidado ante aquel hombre enigmático.

Absorbido en la contemplación del cortejo p. 55 que despedía á los legados, había vuelto las espaldas á Acteón. Sus ojos expresaban odio y desprecio, viendo fulgurar á la luz del sol la loba de bronce de la enseña romana, saludada con entusiasmo por los saguntinos.

—Se creen fuertes, se creen seguros porque Roma les protege. Se imaginan muerta á Cartago, porque aquel Senado de mercaderes tiene miedo á faltar á los tratados con Roma. Han degollado á los saguntinos amigos del cartaginés, á los que de antiguo fueron amigos de los Barcas, y salían á saludar á Hamílcar cuando pasaba cerca de la ciudad en sus expediciones. No saben que hay quien no duerme mientras la paz subsista... El mundo es estrecho para los dos pueblos. ¡Ó el uno ó el otro!

Y como si le causasen el efecto de un latigazo las aclamaciones de la multitud, saludando el esquife en que los legados se alejaban hacia la libúrnica , y el estruendo de trompetería que estalló en la popa de la nave, el pastor, con los dientes apretados y los ojos rojizos por la ira, extendió sus brazos nervudos hacia el buque y murmuró como una confusa amenaza:

—¡Roma!... ¡Roma!


[p. 57]

II

La ciudad

Estaba muy elevado el sol cuando Acteón marchó hacia la ciudad por el camino llamado de la Sierpe.

Cruzábase en su marcha con las carretas de odres de aceite y ánforas de vino. Las filas de esclavos encorvados bajo el peso de los fardos y con los pies cubiertos de polvo, apartábanse al borde del camino para dejarle paso, con la sumisión y el encogimiento que inspiraba el hombre libre. El griego detúvose un momento ante los molinos de aceite, viendo girar las enormes piedras empujadas por esclavos encadenados, y siguió adelante bordeando los montes, en cuyas cimas alzábanse las spéculas , rojas torrecillas que con sus hogueras anunciaban á la Acrópolis de Sagunto la llegada de las naves ó los movimientos que se notaban en la vertiente opuesta, donde comenzaba el territorio de los hostiles turdetanos.

p. 58 El inmenso agro, extendía su fertilidad bajo la lluvia de oro del sol de la mañana. De las aldeas, de las casas de campo, de todas las innumerables viviendas esparcidas en el extenso valle, afluía gente al camino de la Sierpe, marchando hacia la ciudad.

La mayoría del pueblo saguntino vivía en el campo, cultivando la tierra. La ciudad era relativamente pequeña. Sólo vivían en ella los comerciantes y los ricos agricultores, la magistratura y los extranjeros. Cuando amagaba algún peligro, cuando los turdetanos intentaban una invasión en tierra saguntina, todo el pueblo afluía á la ciudad, buscando el amparo de los muros; y los rústicos, llevando por delante sus rebaños, iban á confundirse con los artesanos de Sagunto, guareciéndose en aquel recinto que sólo visitaban los días de mercado.

Acteón adivinó por la mucha gente que llenaba el camino, que aquel día debía ser de ventas en el Foro. Marchaban en fila las campesinas con sus cestos en la cabeza cubiertos de hojas, sin más vestido que una túnica obscura que caía á lo largo de su cuerpo, marcando sus duros contornos á cada paso. Los labriegos, tostados, membrudos, llevando por todo traje un faldellín de pieles ó de burdo tejido, arreaban los bueyes de sus carretas, ó los asnos cargados de fardos, y á lo largo del camino sonaba el campanilleo continuo de los rebaños de cabras y el dulce p. 59 mugido de las vacas entre nubecillas de polvo rojo que levantaban sus trotadoras pezuñas.

Algunas familias regresaban ya del mercado, mostrando con orgullo lo que habían adquirido en las tiendas del Foro á cambio de sus frutos; y los amigos deteníanse para admirar las telas nuevas, las copas de barro rojo, frescas y brillantes, los adornos de mujer de plata sólida, groseramente labrada, y acogían su vista con un ¡ salve ! de felicitación que hacía enrojecer de infantil orgullo á los poseedores.

Muchachas morenas, de miembros duros y enjutos y frente grande, con la cabellera estirada á la moda celtíbera, marchaban por parejas, sosteniendo en sus hombros largas perchas, de la que pendían ramos de flores para las señoras de la ciudad. Otras llevaban envueltos en hojas, para preservarlos del polvo, enormes tirsos de cerezas rojas, y en algunos momentos saltaban y gritaban entre ruidosas carcajadas, parodiando las voces y los gestos de la rica juventud de Sagunto, que con gran escándalo de la ciudad, se reunía en el jardín de Sónnica, para imitar ante la imagen de Dionisios las hermosas locuras de la Grecia.

Acteón admiraba la belleza del paisaje: los bosques de higueras que daban fama á Sagunto y comenzaban á cubrirse de hojas, formando con sus añosas ramas tiendas de verduras que tocaban el suelo; las viñas, como un p. 60 oleaje de esmeralda, extendiéndose por toda la campiña y escalando los lejanos montes, hasta llegar á los bosques de pinos y carrascas; y los campos de olivos, plantados simétricamente sobre la tierra roja, formando columnatas de retorcidos fustes con capiteles de hojarasca plateada. La vista de este paisaje esplendoroso le conmovía, despertando en él los recuerdos de la niñez. Era aquel valle tan hermoso como la madre Grecia; allí se quedaría, si los dioses no volvían á empujarlo de nuevo en su desesperada peregrinación por el mundo.

Caminaba cerca de una hora, teniendo siempre frente á él la roja montaña con la ciudad en la falda, y arriba las innumerables construcciones de la Acrópolis. En una revuelta del camino, vió que la gente se detenía ante un altar: una larga ara de piedra, sobre la cual extendía sus escamosos anillos de mármol azul una enorme serpiente. Los campesinos depositaban flores y copas de barro llenas de leche ante la inmóvil bestia, que, con la cabeza erguida y abiertas las venenosas fauces, parecía amenazarles. En aquel mismo lugar había mordido la serpiente al desgraciado Zazintho, cuando regresaba á Grecia con los bueyes robados á Gerón, y en torno de su cadáver, quemado en lo alto de la Acrópolis, se creó la ciudad. La gente sencilla adoraba al reptil como uno de los fundadores de su patria, y con palabras cariñosas p. 61 le rodeaba de ofrendas que luego desaparecían misteriosamente, lo que hacía creer á muchos que en las tinieblas recobraba su vida, oyéndose sus espantables silbidos desde muy lejos en las noches tempestuosas.

Acteón adivinaba su proximidad á Sagunto, viendo las tumbas que se levantaban á ambos lados del camino, con sus inscripciones llamando la atención del viandante. Detrás de éstas extendíanse jardines cerrados por espesos setos, sobre los cuales asomaban sus ramas los árboles frutales de las quintas de recreo. Algunas esclavas guardaban á los niños que jugaban y luchaban, desnudos y con un marcado tipo griego. En la puerta de un jardín un viejo obeso, envuelto en una clámide de púrpura, contemplaba el paso de la avalancha de gente miserable con la fría altivez de un comerciante enriquecido. En la terraza de una villa creyó ver Acteón un peinado á la ateniense teñido de oro, con cintas rojas entrelazadas, agitándose junto á él un abanico de plumas multicolores de pájaros de Asia. Eran las ricas quintas de los patricios de Sagunto retirados de los negocios.

Al aproximarse al río, el Bætis-Perkes, que separaba la ciudad de la campiña, el griego se fijó en que marchaba al lado de una adolescente, casi una niña, ante la cual trotaba un rebaño de cabras. Delgada, esbelta, de miembros enjutos y la piel de un color moreno y aterciopelado, p. 62 parecía un muchacho, á no ser porque la corta túnica abierta en el costado izquierdo dejaba entrever el pecho ligeramente hinchado, con una suave redondez de taza, como un capullo que comenzaba á expansionarse con la savia de la juventud. Sus ojos negros, húmedos y grandes, parecían llenar toda su cara, bañándola de misterioso fulgor; y tras los labios, tostados y agrietados por el viento, brillaba una dentadura nítida, fuerte é igual. La cabellera, anudada sobre la nuca, habíala adornado con una guirnalda de amapolas cogidas entre el trigo. Llevaba en la espalda con varonil desembarazo una pesada red llena de quesos blancos, redondos como panes, frescos y rezumando aún el suero, y con la mano que le quedaba libre acariciaba los blancos vellones de una cabra de erguidos cuernos, la favorita, que se apretaba contra sus piernas, sonando la campanilla de cobre que llevaba al cuello.

Acteón se deleitaba examinando aquella figura juvenil, dura para el trabajo y en la cual la fresca juventud triunfaba de la fatiga. Su esbeltez, de líneas rectas y armoniosas, le recordaba la elegancia de las figurillas de Tanagra sobre las mesas de las hetarias de Atenas; la arrogante adolescencia de las canéforas pintadas de negro en torno de los vasos griegos.

La muchacha le miró varias veces y acabó por sonreir, enseñando su dentadura con la con p. 63 fianza de la juventud que se siente admirada.

—Eres griego, ¿verdad?...

Le hablaba como las gentes del puerto, en aquel idioma extraño de ciudad mercantil abierta á todos los pueblos, mezcla de celtíbero, griego y latín.

—Soy de Atenas. ¿Y tú quién eres?

—Me llaman Ranto y mi señora es Sónnica la rica. ¿No has oído hablar de ella? Tiene naves en todos los puertos, esclavos á centenares y bebe en copas de oro. ¿Ves sobre aquellos olivos por la parte del mar una torrecilla de color de rosa? Pues es la quinta donde vive apenas el invierno le permite abandonar la ciudad. Yo estoy adscrita á la quinta y soy de su servidumbre durante el buen tiempo. Mi padre es el encargado de sus rebaños, y muchas veces baja ella á nuestros establos para juguetear con las cabras.

Acteón estaba asombrado de la frecuencia con que oía hablar de Sónnica desde que puso el pie en tierra saguntina. El nombre de aquella mujer opulenta, al que unos llamaban la rica y otros la cortesana, estaba en todas las bocas. La pastorcilla, que parecía sentir cierta atracción hacia el extranjero, continuó hablando.

—Ella es buena. De tarde en tarde aparece triste, dice que desfallece de fastidio en medio de sus riquezas, todo le es indiferente, y entonces es capaz de dejar que crucifiquen á todos sus esclavos sin protestar. Pero cuando está ale p. 64 gre es buena como una madre y nos libra del castigo. El malo es su intendente, el encargado de los esclavos; un ibero liberto que nos vigila y á cada instante amenaza con el látigo y la cruz. Á mi padre lo ha fustigado varias veces por una oveja perdida, por una cabra que se rompe las patas, por un poco de leche derramada en la quesería. Yo misma habría recibido sus golpes á no ser por el respeto que me tiene al verme acariciada algunas veces por Sónnica.

Ranto hablaba de la terrible situación de los esclavos con la naturalidad de una criatura acostumbrada desde su nacimiento á presenciar tales rigores.

—En invierno —continuó— voy con mi padre á la montaña, y aguardo con impaciencia la llegada del buen tiempo para que la señora vuelva á la villa, y bajar yo al llano, donde hay flores. Entonces puedo pasar el día entero á la sombra de los árboles rodeada de mis cabras.

—¿Y cómo has aprendido algo de griego?

—Lo habla Sónnica con los ricos de la ciudad que son sus amigos y con las esclavas que la sirven. Además...

Se detuvo unos instantes, y sus pálidas mejillas se colorearon.

—Además —continuó animosamente—, también lo habla mi amigo Eroción, el hijo de Mopso el arquero que vino de Rhodas; un amigo que me ayuda á guardar las cabras cuando no tra p. 65 baja en la alfarería, que también es de Sónnica.

Y señalaba los grandes talleres inmediatos al río; las famosas alfarerías saguntinas, que elevaban entre muros de arcilla las cúpulas de sus hornos, semejantes á enormes colmenas rojas.

Á un lado del camino, entre los árboles, sonaron unas notas dulces, unas escalas locas y regocijadas de caramillo, y Acteón vió saltar á la calzada un muchacho casi de la misma edad de Ranto, alto, enjuto, descalzo y sin otra vestidura que una piel de cabra que, sujeta del hombro izquierdo y dejando al descubierto el derecho, se anudaba en torno de sus riñones. Los ojos parecían brasas, y el cabello negro, de tonos azulados y formando cortos rizos, se agitaba con los nerviosos movimientos de la cabeza, como un espeso toisón. Los brazos, enjutos y fuertes, con la piel hinchada por la tensión de venas y tendones, estaban teñidos hasta el codo por el rojo de la arcilla.

Acteón, al contemplar su perfil corto y correcto de hermoso adolescente y la vivacidad nerviosa de su cuerpo, recordó á los aprendices de los escultores de Atenas; la juventud artista que en las horas de sol, antes de volver al taller, escandalizaba con sus juegos en el paseo del Cerámico á los tranquilos ciudadanos.

—Éste es Eroción —dijo Ranto, que sonreía p. 66 dulcemente al ver á su amigo—. Aunque nacido en Sagunto, es griego como tú, extranjero.

El adolescente no miraba á la joven; contemplaba con respeto al desconocido.

—Eres de Atenas, ¿verdad? —dijo con admiración—. No puedes negarlo. Pareces Ulises cuando peregrinaba por el mundo al través de las aventuras que relata el padre Homero. Te he visto tal como eres en vasos y en relieves, igual en figura y traje al esposo de Penélope. Salud, hijo de Palas.

—¿Y tú, eres también esclavo de Sónnica?

—No —se apresuró á decir con altivez el muchacho—. La esclava es Ranto, y tal vez algún día no lo sea: yo soy libre, mi padre es Mopso, griego de Rhodas y primer arquero de Sagunto. Vino de allá sin más fortuna que su arco y sus flechas, y hoy es rico, después de la última expedición contra los turdetanos, y figura el primero en la milicia de la ciudad. Yo trabajo en la alfarería de Sónnica, que me quiere mucho. Ella fué quien me puso el nombre de Eroción, porque de pequeño parecía un amorcillo. No soy de los que amasan el barro, ni de los que giran el torno para dar forma á los vasos. Me llaman el artista, hago orlas de follaje, esculpo animales, sé hacer de memoria la cabeza de Diana, y nadie como yo puede grabar en el barro el gran sello de Sagunto. ¿Sabes cómo es? La nave sin velas, con tres órdenes de remos, y vo p. 67 lando sobre ella la Victoria, con largos ropajes, depositando una corona en la proa. Soy capaz, si tú quieres, de esculpir tu figura...

Pero se detuvo como avergonzado por estas últimas palabras, y añadió con tristeza:

—¡Cómo te burlarás de mí, extranjero! Tú vienes de allá, de aquel país portentoso, del que tantas veces me habla mi padre. Habrás visto el Parthenón, la Palas Atenea, que los navegantes distinguen sobre el mar mucho antes de ver Atenas, el asombroso desfile de caballos de la methopas, los prodigios de Fidias... ¡Cómo deseo ver todo eso! Cuando llega al puerto alguna nave de Grecia, huyo de la alfarería, y paso los días en las tabernas de los marineros. Bebo con ellos, les regalo figurillas en posiciones lúbricas que les hacen reir, todo para que me cuenten lo que han visto, los templos, las estatuas, las pinturas: y sus relatos, en vez de calmarme, excitan mi deseo... ¡Ay, si Sónnica quisiera! ¡Si me dejara ir en una de sus naves cuando se hacen á la vela para Grecia!...

Después añadió con energía:

—Ésta que ves aquí, mi dulce Ranto, es la única que me sostiene. Si ella no existiese, hace tiempo que habría buscado al gubernator de una nave, vendiéndome como esclavo, si era preciso, para correr el mundo, para ver la Grecia y ser un artista como esos á los que tributáis allá los mismos honores que á los dioses.

p. 68 Siguieron caminando un buen rato silenciosos los tres, tras la nubecilla de polvo que levantaban las cabras. El muchacho iba poco á poco recobrando su serenidad al lado de Ranto, que había cogido una de sus manos.

—¿Y tú á qué vienes aquí? —preguntó á Acteón.

—Vengo como vino tu padre. Soy un griego sin fortuna, y quiero ofrecer mis brazos á la república saguntina en sus guerras con los turdetanos.

—Habla con Mopso. Le encontrarás en el Foro ó arriba en la Acrópolis, cerca del templo de Hércules, donde se reúnen los magistrados. Se alegrará de verte; adora á los de su raza y saldrá fiador de tí ante la ciudad.

De nuevo se hizo el silencio. El griego veía las miradas amorosas que se cruzaban entre los dos adolescentes, el apretón cada vez más fuerte de sus manos entrelazadas, la tierna aproximación de sus cuerpos jóvenes y sanos, que se buscaban apoyándose mutuamente. Eroción, como obedeciendo á una súplica muda de su amada, había sacado del seno el caramillo de cañas agujereadas y soplaba en él dulcemente, haciendo una música tierna y pastoril, á la que contestaban las cabras con balidos.

El griego adivinó que su presencia iba pesando á la feliz pareja. Cada vez retardaban más el paso.

p. 69 —Salud, hijos. Caminad sin prisa; la juventud llega á tiempo á todas partes. Ya nos veremos en la ciudad.

—Que los dioses te protejan, extranjero —contestó Ranto—. Si algo necesitas me encontrarás en el Foro. Allí he de vender estos quesos y otros que salieron al amanecer en la carreta del hortelano.

—Salud, ateniense. Habla con mi padre, pero no digas con quién me has visto.

Acteón atravesó el río por entre las carretas que se hundían en el agua hasta los ejes, y llegó ante los muros de la ciudad, admirando su fortaleza; las bases de piedra sin labrar y sin trabazón alguna, soportando las murallas y las torres de fuerte mampostería.

En la puerta del camino de la Sierpe, que era la principal, tuvo que detenerse ante la confusión que formaban hombres, carros y caballerías en el angosto túnel. Dentro de la ciudad y casi pegado á la muralla estaba el templo de Diana, un fano conocido por su antigüedad en todo el mundo, y que daba no poca fama á los saguntinos. Acteón admiró la techumbre de tablones de enebro, venerable por su remota fabricación, y deseoso de conocer pronto la ciudad, siguió adelante.

Vióse en una calle recta, al extremo de la cual ensanchábanse los edificios, abriendo un enorme espacio rectangular, una gran plaza p. 70 cuadrada, con hermosas construcciones sostenidas por arcos bajo las cuales rebullía el gentío. Era el Foro. Por encima de los tejados del fondo veíanse casas y más casas, de paredes blancas; la ciudad escalando la falda del monte, y al final las murallas de la Acrópolis, las columnatas de los templos sosteniendo los frisos, formados por enormes piedras labradas.

Acteón, siguiendo la calle que conducía al Foro, recordaba el barrio marítimo del Pireo. Aquel era el distrito de los comerciantes, habitado en su mayor parte por griegos. Al través de las ventanas de los pisos bajos, veíase el movimiento del tráfico; esclavos que apilaban fardos; jóvenes de rizada barba y nariz de ave de presa, trazando en las tablillas de cera las complicadas cuentas de sus negocios; y ante las puertas de las casas, sobre pequeñas mesas, estaban expuestas las muestras de los géneros; montones de trigo ó de lana y pesados pedruscos de las minas. Los comerciantes, de pie y apoyados en el quicio de sus puertas, hablaban con sus clientes, gesticulando y poniendo á los dioses por testigos, con plañidero acento, de que se arruinaban en los negocios.

En algunos almacenes, el dueño, con vestidura de doradas flores, alta mitra y sandalias de púrpura, escuchaba silencioso á los parroquianos, con sus ojos claros de esfinge y acariciándose los anillos de la barba perfumada. Eran los p. 71 traficantes de África y Asia, cartagineses, egipcios ó fenicios, que guardaban en sus casas materias preciosas; joyeles de oro, colmillos de marfil, plumas de avestruz y pedazos de ámbar. Ante sus puertas, deteníanse las mujeres ricas cubiertas de blancos mantos, seguidas de esclavas, y al hablar, avanzaban su sonrosado hocico al interior de la tienda, embriagándose con el hálito exótico, compuesto de las especies excitantes de Asia y los misteriosos perfumes del Oriente. Por entre los fardos, pasaban majestuosos, con estridentes graznidos, pájaros raros traídos de allá, que arrastraban como un manto real sus plumajes multicolores.

Acteón, después de examinar rápidamente estas tiendas, entró en el Foro. Era día de mercado, y toda la vida de la ciudad afluía á la gran plaza. Los hortelanos extendían cerca de los pórticos sus montones de hortalizas; los pastores del agro, amontonaban los quesos en pirámide delante de las cantarillas llenas de leche; y las mujeres del puerto, tostadas y casi desnudas, pregonaban el pescado fresco, colocado sobre un lecho de hojas en cestas planas de junco. En un extremo, los pastores de la montaña, vestidos de esparto, con aspecto feroz y armados de lanzas, vigilaban las vacas y los caballos puestos á la venta. Eran celtíberos, de los que se decía con horror que algunas veces comían carne humana y parecían sentirse presos dentro p. 72 de la plaza, contemplando con ojos hostiles todo aquel movimiento de colmena tan distinto de la independiente soledad que gozaban en su vida errante. La riqueza de Sagunto excitaba su apetito de salteadores y cuatreros, y oprimiendo la lanza, miraban con ojos feroces el grupo de mercenarios armados al servicio de la ciudad, que en el fondo del Foro, sobre las gradas de un templo, custodiaban al senador encargado de hacer justicia en los días de mercado.

En el centro de la plaza agitábase la multitud comprando y discutiendo, adornada de mil colores y hablando diversas lenguas. Pasaban las virtuosas ciudadanas vestidas sencillamente de blanco, seguidas de esclavos que encerraban en sacos de red las provisiones para la semana; los griegos, con larga clámide de color de azafrán, lo curioseaban todo, discutiendo largamente antes de hacer una compra insignificante; los ciudadanos saguntinos, iberos que habían perdido su primitiva rudeza á consecuencia de infinitos cruzamientos, imitaban en sus vestiduras y actitudes el aspecto de los romanos, que eran por el momento el pueblo más estimado; y confundidos con estas gentes veíanse los indígenas del interior, barbudos, atezados, de luengas y revueltas melenas, atraídos por el mercado, á pesar de la repugnancia que les inspiraba la ciudad y especialmente los griegos por sus refinamientos y riquezas.

p. 73 Algunos celtíberos, jefes de las tribus más cercanas á Sagunto, permanecían en medio del Foro á caballo, sin soltar la lanza y el escudo tejido de nervios de toro; cubiertos con el yelmo de triple cresta y la coraza de cuero, como si estuvieran en terreno enemigo y temiesen una asechanza. Sus mujeres, mientras tanto, ágiles, tostadas y varoniles, iban de un puesto á otro del mercado, agitando al andar su vestidura amplia, bordada de flores de colores vivos, y se detenían con admiración infantil ante la mesa de algún griego que vendía granos de cristal y collares y baratijas de bronce, cincelados groseramente.

Los mantos de lino finísimo y de púrpura costosa se rozaban con los miembros desnudos de los esclavos ó el sagum celtíbero de lana negra, prendido de los hombros con hebillas. Los peinados á la griega con las cintas rojas cruzadas, el penacho de rizos sobre el occipucio, semejante al llamear de una antorcha y la frente pequeña como signo de suprema hermosura, confundíanse con los peinados de las mujeres celtíberas, que llevaban la frente afeitada y bruñida para hacerla más grande, y ensortijaban sus cabellos en torno de un pequeño palo colocado sobre su cabeza, formando un cuerno agudo, del que pendía el velo negro. Otras celtíberas llevaban un fuerte collar de acero, del que salían algunas varillas que se p. 74 unían sobre el peinado, y de esta jaula que encerraba la cabeza colgaban el velo, mostrando con orgullo la frente enorme, brillante y luminosa como un cuarto de luna.

Acteón pasó mucho tiempo admirando el tocado de estas mujeres y su aspecto varonil y belicoso. Su fino instinto de griego adivinaba el peligro al contemplar á los bárbaros, inmóviles sobre sus corceles en medio del Foro, dominando desde su altura con una mirada de odio á aquel pueblo de comerciantes y agricultores. Eran las aves de presa que para comer y subsistir en sus áridas montañas, habían de bajar al llano como ladrones. Rodeada Sagunto de tales pueblos, algún día tendría que entrar en lucha con todos ellos.

El griego, pensando en esto, entró bajo los pórticos donde se reunían los desocupados de la ciudad ante las tiendas de los barberos, los cambistas de moneda y los vendedores de vinos y refrescos. Acteón creyó encontrarse todavía en las galerías del Ágora de Atenas. Aunque empequeñecido, era aquel el mismo mundo de su ciudad natal. Graves ciudadanos que se hacían llevar por un esclavo la silla de tijera para sentarse á la puerta de una tienda á oir noticias; noveleros que circulaban de grupo en grupo, difundiendo las más estupendas mentiras; parásitos que buscaban una invitación para comer, adulando al rico más cercano y hablando mal p. 75 de todo el que pasaba; pedagogos sin colocación, disputando á gritos sobre un punto de gramática griega, y jóvenes ciudadanos murmurando de los viejos senadores y afirmando que la república necesitaba hombres más fuertes.

Se hablaba mucho de la última expedición contra los turdetanos y de la gran victoria conseguida sobre ellos. Ya no levantarían la cabeza; su rey Artabanes, fugitivo en lo más apartado de sus territorios, debía estar escarmentado por la reciente derrota. Y los jóvenes saguntinos miraban con orgullo los trofeos de lanzas, escudos y cascos, suspendidos de las pilastras de los pórticos. Eran las armas de algunos centenares de turdetanos muertos ó prisioneros en la última expedición. En las tiendas de los barberos, se ofrecían á ínfimos precios muebles y adornos robados en las aldeas enemigas por los guerreros de Sagunto. Nadie los quería. La ciudad estaba llena de tales despojos: las milicias saguntinas habían vuelto, llevando tras sí un verdadero ejército de carretas repletas y un rebaño interminable de hombres y bestias. Todos sonreían al pensar en el triunfo, con la fría ferocidad de la guerra antigua, incapaz de perdón, y en la que la mayor de las misericordias para el vencido era la esclavitud.

Cerca del templo donde se administraba justicia, se situaba el mercado de esclavos. Estaban en el suelo, formando círculo, en cuclillas, cu p. 76 biertos de harapos, las manos cruzadas sobre los pies y la barba apoyada en las rodillas. Los esclavos de nacimiento aguardaban al nuevo amo con la pasividad de bestias, los miembros descarnados por el hambre y la cabeza rasurada, cubierta por un gorro blanco. Otros, vigilados de más cerca por el traficante, eran barbudos, y sobre sus sucias cabelleras, llevaban una corona de ramas para indicar su calidad de esclavos cogidos en la guerra. Eran los turdetanos que no habían ofrecido rescate: en sus ojos aún se notaba el asombro y la rabia, al verse reducidos á la esclavitud. Muchos de ellos llevaban cadenas, y en su cuerpo estaban frescas la cicatrices de la reciente guerra. Miraban á aquel pueblo enemigo contrayendo la boca como si quisieran morder, y algunos agitaban su brazo derecho terminado por un informe muñón. Les habían cortado la mano guerreando con alguna de las tribus del interior, que acostumbraban á inutilizar de este modo á los prisioneros.

Los saguntinos miraban con indiferencia estos enemigos convertidos en cosas, en bestias, por la dura ley de la conquista, y olvidando á los turdetanos hablaban de las querellas de la ciudad, de la lucha de facciones, que parecía haberse sofocado con la intervención de los legados de Roma. Aún se notaban en las gradas del inmediato templo, las huellas de la sangre de los decapitados por afecto á Cartago, y los ami p. 77 gos de Roma, que eran los más, hablaban fuerte, alabando el enérgico consejo de los enviados de la gran República. La ciudad viviría ahora en paz y segura con la protección de Roma.

Acteón, que escuchaba las conversaciones de los grupos, al mirar hacia el templo creyó ver entre el gentío que subía y bajaba las gradas, al pastor celtíbero que en la noche anterior había muerto al legionario romano. Fué una visión rápida; su sagum negro se perdió entre los grupos, y el griego quedó indeciso, no sabiendo si realmente era él.

Avanzaba la mañana. Acteón había pasado mucho tiempo en el mercado y pensó que ya era hora de ocuparse de sus asuntos. Tenía que ver á Mopso el arquero arriba en la Acrópolis, y emprendió la ascensión por calles tortuosas pavimentadas de guijarros, con blancas casas, en cuyas puertas hilaban y tejían la lana las mujeres.

El griego, al llegar junto á la Acrópolis, admiró las murallas ciclópeas de grandes peñascos amontonados con raro arte y sólidamente unidos sin trabazón alguna. Allí estaba la cuna de la ciudad; el recuerdo de los compañeros de Zazintho, al establecerse entre los rudos indígenas.

Pasó bajo una larga bóveda, y se vió en la extensa meseta del monte, rodeada de murallas que podían abrigar una población tan grande p. 78 como Sagunto. En esta inmensa planicie, esparcidos sin orden, alzábanse los edificios públicos, como un recuerdo de la época en que la ciudad estaba en la cumbre y aún no había descendido, ensanchándose hacia el mar. Desde sus murallas se apreciaba la inmensidad del fértil agro, los territorios de la República, perdiéndose por el Sur á lo largo de la playa, hasta el límite de los que ocupaban los Olcades; las innumerables aldeas y quintas, agrupadas en las riberas del Bætis-Perkes, y la ciudad, como un gran abanico blanco, en la falda del monte, encerrada por las murallas, sobre las cuales parecía saltar el oprimido caserío, esparciéndose por las huertas.

Acteón, volviendo su vista al cerrado recinto de la Acrópolis, contemplaba el templo de Hércules. Cerca de él, la columnata en la cual se reunía el Senado; el taller donde se acuñaba la moneda; el templo en que se custodiaba el tesoro de la República; el arsenal donde se armaban los ciudadanos; la caserna de los mercenarios, y dominando todos estos edificios, la torre de Hércules, construcción enorme y ciclópea, que de noche contestaba con sus llamaradas á las spéculas de la playa y de los montes del puerto, esparciendo la alarma ó la tranquilidad por todo el territorio saguntino. Además, una tropa de esclavos, dirigidos por un artista griego, daba los últimos retoques á un pequeño templo que p. 79 Sónnica la rica había hecho elevar en la Acrópolis en honor de Minerva.

Los saguntinos que subían á la ciudadela para pasear tranquilamente contemplando su ciudad y los mercenarios que limpiaban las espadas y corazas de bronce á la puerta de su cuartel, miraban con curiosidad al griego.

Un saguntino de aspecto acomodado, envuelto en una toga roja á la romana y apoyado en un largo bastón, se aproximó á hablarle. Era un hombre de mediana edad, fuerte, con la barba y el cabello encanecidos y una expresión bondadosa en los ojos y en la sonrisa.

—Dime, griego —preguntó con dulzura—. ¿Á qué vienes aquí? ¿Eres mercader?... ¿Eres navegante? ¿Buscas para tu país la plata que nos traen los celtíberos?...

—No; soy un pobre que vaga por el mundo, y vengo á ofrecerme á la República como soldado.

El saguntino hizo un gesto de tristeza.

—Debí haberlo adivinado en el arma que te sirve de apoyo... ¡Soldados! ¡siempre soldados!... En otro tiempo no se veía en toda la ciudad una espada ni un dardo. Llegaban los extranjeros en sus naves repletas de mercancías, tomaban lo nuestro, nos daban lo suyo, y vivíamos en la paz que cantan los poetas. Ahora los que llegan, griegos ó romanos, africanos ó asiáticos, se presentan armados, son perros feroces que vienen p. 80 á ofrecerse para guardar el rebaño que antes triscaba en paz sin miedo á los enemigos. Al ver todo este aparato bélico, al contemplar cómo se regocija la juventud de Sagunto relatando la última expedición contra los turdetanos, tiemblo por la ciudad, por la suerte de los míos. Ahora somos los más fuertes; ¿pero no vendrá alguien que lo sea más que nosotros y nos eche al cuello la cadena de esclavos?...

Y por encima de las murallas miraba la ciudad con amorosa tristeza.

—Extranjero —continuó—, me llaman Alco y mis amigos me apellidan el Prudente . Los ancianos del Senado atienden mis consejos; pero la juventud no los sigue. He comerciado, he corrido el mundo, tengo mujer é hijos que gozan de bienestar, y estoy convencido de que la paz es la felicidad de los pueblos y hay que sostenerla á todo trance.

—Yo soy Acteón, hijo de Atenas. Fuí navegante y naufragaron mis naves; comercié y perdí mi fortuna. Mercurio y Neptuno me trataron siempre como padres huraños y sin entrañas. He gozado mucho, he sufrido aún más, y hoy, mendigando casi, vengo aquí á vender mi sangre y mis músculos.

—Haces mal, ateniense: eres hombre y quieres convertirte en lobo. ¿Sabes lo que más admiro en tu pueblo? Que os burláis de Hércules y sus hazañas, y rendís culto á Palas Atenea. p. 81 Despreciáis la fuerza para adorar la inteligencia y las artes de la paz.

—El brazo fuerte vale tanto como la cabeza en que Zeus puso su fuego.

—Sí; pero ese brazo empuja la cabeza á la muerte.

Acteón sentíase impacientado por las palabras de Alco.

—¿Conoces á Mopso el arquero?...

—Allí le tienes, junto al templo de Hércules. Le conocerás por su arma que no abandona nunca. Ése es otro de los que atrajo aquí el mal espíritu de la guerra.

—Salud, Alco.

—Que los dioses te protejan, ateniense.

Acteón reconoció al valeroso griego en el arco y la aljaba que colgaban de sus hombros. Era un hombre fornido, de luenga barba, que llevaba arrollado á sus guedejas grises un nervio de toro para suplir el que servía de cuerda al arco. Los brazos musculosos y fuertes delataban con la tirantez de sus tendones la forzada tensión á que se sometían para abrir el duro arco y disparar las flechas.

Acogió á Acteón con la respetuosa simpatía que por su superioridad inspiraban los atenienses á los griegos de las islas.

—Hablaré al Senado —dijo al enterarse de sus pretensiones—. Basta mi palabra para que seas admitido en los mercenarios con toda la p. 82 distinción que mereces. ¿Has guerreado alguna vez?

—He hecho la guerra de Lacedemonia á las órdenes de Cleomenes.

—Famoso capitán; hasta aquí ha llegado el eco de las hazañas del rey espartano. ¿Qué es de él?

—Le abandoné cuando vencido, pero no domado, se refugió en Alejandría. Allí vivía desterrado bajo el amparo de Ptolomeo; pero según me dijeron ha poco en Cartago-Nova, por una intriga de palacio cayó en desgracia: el monarca egipcio le mandó asesinar, y Cleomenes, con sus doce compañeros, murió matando. Cuando cayó tenía ante él un montón de cadáveres.

—Digno final de un héroe... ¿Dónde aprendiste el arte militar?

—Comencé en Sicilia y Cartago en el campo de los mercenarios y terminé mi educación en el Pritaneo de Atenas. Mi padre fué Lisias, capitán al servicio de Hamílcar, asesinado después por los cartagineses en su guerra con los mercenarios que llamaron implacable .

—Famosas escuelas y excelente padre. También su nombre llegó á mis oídos en la época que yo corría el mundo, antes de tomar el servicio de Sagunto... ¡Bienvenido seas, Acteón! Si quieres entrar en los hoplites , figurarás en la primera fila de la falange, con la armadura pesada y la pica larga... Aunque no; vosotros los p. 83 atenienses deseáis pelear con ligereza; sois más temibles por la carrera que por los golpes. Serás peltasta con tu venablo y un escudo ligero de los llamados pelta ; pelearás suelto, y de seguro que se relatarán de tí grandes hazañas.

Pasaban junto á los dos griegos algunos ancianos, á los que el arquero saludaba con respeto.

—Son los senadores —dijo— que se reúnen hoy por ser día de mercado. Muchos de ellos vienen de sus quintas del agro y suben hasta la Acrópolis en sus literas. Se reúnen bajo aquella columnata.

Acteón vió cómo iban sentándose en sus sillas de madera de curvas garras, rematadas por la cabeza del león de Nemea. En sus rostros y trajes notábase la gran división de razas que existía en la ciudad. Los de origen ibero llegaban de sus granjas, barbudos, atezados, con coraza de lino forrada de gruesa lana, espada corta de dos filos pendiente del hombro y un sombrero de cuero endurecido que equivalía á un casco. Los comerciantes griegos presentábanse con las mejillas rasuradas, envueltos en una clámide blanca, de la que salía desnudo el brazo derecho; una cinta sujetaba sus cabellos como una corona y se apoyaban en un largo báculo rematado por una piña. Parecían los reyes de la Iliada reunidos ante Troya.

Acteón vió entre ellos un gigante de negra p. 84 barba y cabello corto y ensortijado, que formaba sobre su cabeza como una mitra de lana. Sus miembros enormes, de salientes músculos y tirantes tendones que parecían próximos á estallar, asomaban por las aberturas del rojo manto en que se envolvía.

—Ése es Therón —dijo el arquero—, el gran sacerdote de Hércules; un hombre prodigioso, que conquistaría una corona en los Juegos Olímpicos. Mata un toro con solo descargarle el puño en la cerviz.

El griego creyó ver otra vez entre la gente que se reunía cerca del Senado, al pastor celtíbero, contemplando con interés al gigantesco sacerdote de Hércules. Pero el arquero le hablaba y hubo de volver su vista á él.

—Va á comenzar el consejo y debo estar al pie de las gradas esperando órdenes. Márchate, Acteón, y espérame en el Foro. Allí encontrarás á mi pequeño. ¿No dices que le viste en el camino? De seguro que iría con esa esclava que guarda las cabras de Sónnica. No titubees, Acteón, no mientas. Lo adivino... ¡Ah, ese pequeño! ¡Ese vagabundo que en vez de trabajar corre los campos como un esclavo fugitivo!...

Y á pesar de la gravedad con que se lamentó el arquero, notábase en su acento un temblor de ternura, la predilección que le inspiraba sobre sus demás hijos aquel artista errante y ca p. 85 prichoso que á veces abandonaba la casa paterna para corretear por el puerto y por los montes semanas enteras.

Se despidieron los dos griegos y Acteón volvió al Foro, no sin que antes creyese ver de nuevo, vagando por la Acrópolis, al misterioso pastor celtíbero. Al entrar en los pórticos oyó silbidos y gritos; los grupos se arremolinaban riendo y profiriendo insultos; la gente salía á toda prisa de las tiendas de los barberos y los perfumistas. El griego vió un grupo de jóvenes lujosamente vestidos que pasaban intrépidos y con despreciativa sonrisa al través de la tempestad de silbidos y sarcasmos que levantaba su presencia.

Eran los elegantes de Sagunto; los jóvenes ricos que imitaban las modas de la aristocracia de Atenas, exageradas por la distancia y la falta de gusto. Acteón también rió con su fina sonrisa de ateniense al apreciar la torpeza con que aquellos jóvenes copiaban á sus lejanos modelos.

Al frente de ellos marchaba Lacaro, el elegante que acompañaba á Sónnica en su visita matinal al templo de Venus. Iban vestidos con telas de colores chillones y fino tejido, transparentes, hasta dejar ver el cuerpo, como las túnicas que las hetarias llevaban en los banquetes. Las mejillas, cuidadosamente depiladas, estaban cubiertas de suave bermellón y los ojos agranda p. 86 dos con rayas negras: los cabellos rizados y perfumados con olorosas grasas, aparecían sostenidos por una cinta. Algunos llevaban grandes aros de oro en las orejas, y al andar sonaban los ocultos brazaletes. Otros se apoyaban indolentemente en el hombro de pequeños esclavos, de blancas espaldas y cabellera de gruesos bucles, que parecían niñas por la redondez de sus formas. Como si no oyeran los insultos y sarcasmos de la gente, hablaban con tranquilidad de los versos griegos que uno de ellos había compuesto; discutían su mérito, el modo de acompañarlos mejor con la lira, y únicamente se detenían para acariciar las mejillas de sus pequeños esclavos ó para saludar á los conocidos, muy satisfechos en el fondo del escándalo que su presencia provocaba en el Foro.

—No me digáis que imitan á los griegos —vociferaba ante un corro un viejo de cara maliciosa, con el manto sucio y remendado de un pedagogo sin colocación—. El fuego de los dioses debe caer sobre la ciudad. Nuestro padre Zeus es cierto que en un momento de pasión raptó al gallardo Ganímedes; pero ¿y Leda? ¿y todas las innumerables beldades que recibieron en sus entrañas el fuego del señor del Olimpo?... Bueno se pondría el mundo si los hombres imitásemos á los dioses, y todos hiciéramos como esos necios, vistiéndonos de mujeres. ¿Queréis ver p. 87 un griego? Pues aquí lo tenéis: éste sí que es un verdadero hijo de la Hélade.

Y señalaba á Acteón, que se vió rodeado por las miradas curiosas del grupo.

—¡Cómo reirás, extranjero, al ver esos infelices que torpemente creen imitar á tu país! —continuó vociferando aquel energúmeno con aspecto de mendigo—. Yo soy filósofo, ¿sabes? El único filósofo de Sagunto, y con esto adivinarás que este pueblo ingrato me deja morir de hambre. De joven estuve en Atenas, asistí á sus escuelas y dejé de ser marinero y correr el mundo para buscar en mí mismo la verdad. No he inventado nada, pero sé cuanto han dicho los hombres sobre el alma y el mundo, y si quieres te recitaré de memoria párrafos enteros de Sócrates y de Platón y todas las contestaciones del gran Diógenes. Conozco tu país y me avergüenzo por mi ciudad al ver á tales necios... ¿Sabes quién es el culpable de estas ridiculeces que nos deshonran? Pues Sónnica, esa Sónnica que llaman la rica, antigua cortesana que acabará por convertir Sagunto en un dicterión, destruyendo las tradiciones de la ciudad, las costumbres rudas y sanas de otros tiempos.

Al oir el nombre de Sónnica se elevó del grupo un murmullo de protesta.

—¿Los ves? —gritó el filósofo cada vez más enfurecido—. Son esclavos aduladores que tiemblan ante la verdad. El nombre de Sónnica les p. 88 causa el mismo efecto que el de una diosa. ¿Ves ese que huye? Pues á su padre le prestó Sónnica hace pocos días una fuerte cantidad sin interés alguno para que comprase trigos en Sicilia, y por esto cree que debe huir de donde se diga algo contra ella. Mira ese que vuelve la espalda. La cortesana libertó á su padre que era esclavo, y no quiere oir nada que moleste á Sónnica. Y estos otros, que más valientes se quedan y me miran como si fuesen á devorarme, todos han recibido favores de ella, y serían capaces de pegarme como otras veces por mis palabras. Son esclavos que la defienden cual si fuese una divinidad benéfica. Como ellos son muchos en Sagunto, y por esto los magistrados no osan castigar á esa griega, que con sus extravagancias de loca escandaliza la ciudad. Vaya, pegadme, mercaderes: golpead al único que no miente en Sagunto.

Los del grupo se alejaban, dejando al filósofo que bracease lanzando gritos de indignación.

—Lo que debías hacer —dijo con desprecio uno de los últimos al retirarse— es mostrar más agradecimiento. Si comes algún día, es en la mesa de Sónnica.

—¡Y comeré esta noche! —gritó el filósofo con insolencia—. ¿Qué demuestras con eso? ¡Y le diré en su cara lo mismo que digo aquí!... ¡Y ella reirá como siempre, mientras vosotros comeréis p. 89 bazofia en vuestras casas, pensando en su banquete!...

—¡Ingrato! ¡Parásito! —dijo aquel hombre volviéndole las espaldas con desprecio.

—La gratitud es condición de perro; el hombre demuestra su superioridad hablando mal de quien le favorece... Si no queréis que Eufobias el filósofo sea parásito, mantenedle á cambio de su sabiduría.

Pero Eufobias hablaba en el vacío. Todos se habían retirado, confundiéndose en los grupos inmediatos. Sólo Acteón estaba junto á él, examinándolo con interés, como admirado de encontrar en una ciudad lejana un hombre tan semejante á los que en Atenas pululaban en torno de la Academia, formando la plebe filosófica hambrienta y obscurecida.

El parásito, al verse sin más público que el griego, se agarró de su brazo.

—Tú sólo mereces oirme. Bien se conoce que eres de allá y sabes distinguir el mérito.

—¿Quién es esa Sónnica que tanto te indigna por sus costumbres? ¿Sabes su vida? —preguntó el ateniense con el deseo de conocer el pasado de una mujer que con su nombre parecía llenar toda la ciudad.

—¿Que si la sé? Mil veces me la ha contado en sus ratos de melancolía y fastidio, que son los más; cuando yo no logro hacerla reir con mi saber, y ella siente la necesidad de aban p. 90 donarse, hablándome de su pasado con tanto descuido como si conversase con su perro. Es historia larga.

Se detuvo el filósofo y guiñó un ojo, señalando una puerta inmediata en la cual un mostrador agujereado sostenía una fila de ánforas.

—En casa de Fulvius estaremos mejor. Es un romano honradísimo que jura haber reñido con el agua. Anteayer recibió un famoso vino de Laurona. Desde aquí percibo su perfume.

—No tengo ni un óbolo en la bolsa.

El filósofo, que contraía la nariz como si aspirase el vaho del mosto, hizo un gesto de desaliento. Después miró con cariño al griego.

—Tú eres digno de oirme. ¡Pobre como yo, en medio de estos mercaderes que abarrotan de plata sus bodegas!... Ya que no hay vino, paseemos: esto aclara las ideas. Te trataré como Aristóteles á sus discípulos predilectos.

Y paseando á lo largo del pórtico, Eufobias comenzó á relatar lo que sabía de la vida de Sónnica.

Creía haber nacido en Chipre, la isla del amor para los navegantes. En aquellas playas, de cuyas espumas hicieron nacer los poetas la triunfante belleza de Venus Afrodita, las mujeres de la isla corren por la noche en busca de los marineros para prostituirse en memoria de la diosa. De uno de estos encuentros con un remero, había nacido Sónnica. Recordaba vagamente los p. 91 primeros años de su niñez, correteando por la cubierta de una nave; saltando de un banco á otro de los remeros, alimentada y despreciada como los gatos de á bordo, visitando muchos puertos poblados de gentes diversas en trajes, costumbres é idiomas; pero viéndolo todo de lejos y vagamente como las imágenes de un sueño, sin poner nunca el pie en tierra firme.

Antes de ser mujer, fué la amante del amo del buque, un piloto de Samos que, cansado de ella ó por la tentación del negocio, la vendió una noche á un beocio que tenía un dicterión en el Pireo. Aún no había cumplido doce años, y la pequeña Sónnica llamaba la atención entre las dicteriadas que pululaban por la noche en el Pireo, principal centro de la prostitución ateniense.

La población flotante de la ciudad, compuesta de extranjeros, jugadores y jóvenes arrojados de su casa por los severos padres, congregábase en aquel suburbio de Atenas que rodeaba los puertos del Pireo y Faraleo y formaba el arrabal de Estirón. Apenas cerraba la noche, todo este mundo bullicioso y corrompido se reunía en la gran plaza del Pireo, entre la ciudadela y el puerto, y comenzaban á circular las prostitutas, que con la llegada de las sombras, adquirían libertad para salir de los dicteriones en que las tenían recluídas. Bajo los pórticos de la plaza, lanzaban sus dados los jugadores, disputaban p. 92 los filósofos errantes, dormían los vagabundos, se contaban sus viajes los marineros; y por entre esta confusión de gentes diversas, pasaban las dicteriadas con el rostro pintado, casi desnudas ó con mantos rayados de fuertes colores que revelaban su origen africano y asiático. Allí creció y se educó la joven hija de Chipre, buscando todas las noches un mercader de trigos de Bitinia ó un exportador de cueros de la Gran Grecia, gente ruda y alegre que antes de volver á su país querían gastar algo de sus ganancias con las cortesanas de Atenas. De día, permanecía presa en el dicterión, una casa de aspecto sórdido, sin más adorno en la fachada que un enorme falo que servía de muestra al establecimiento; con la puerta abierta á todas horas, sin el perro encadenado que tenían las demás viviendas, y mostrando apenas se levantaba la gruesa cortina de lana, el patio descubierto, en el cual, junto á las entradas de las habitaciones, estaban en cuclillas ó tendidas sobre las baldosas todas las mercancías de la casa; mujeres gastadas y consumidas por el fuego del amor y niñas apenas llegadas á la pubertad; todas desnudas, contrastando la piel obscura y aterciopelada de las egipcias con la tez pálida de las griegas y la blanca y sedosa de las asiáticas.

Sónnica, que entonces se llamaba Mirrina (el nombre que la habían dado los marineros), se cansó de la vida del dicterión. Eran todas allí p. 93 unas esclavas, á las que el beocio apaleaba cuando dejaban partir descontento á un parroquiano. La repugnaba tomar los dos óbolos marcados por las leyes de Solón, de aquellas manos callosas que herían al acariciar, y le causaba náuseas la gente soez y brutal, de todos los países del mundo, que llegaba en busca del placer y partía ahita, siendo renovada inmediatamente por otra, y por otra, como un incesante oleaje de deseos excitados por la soledad del mar, repitiendo iguales caprichos é idénticas exigencias.

Una noche visitó por última vez el templo de Venus Pandemos, levantado por Solón en la gran plaza del Pireo y depositó un óbolo como última ofrenda ante las estatuas de Venus y su compañera Pitho, las dos divinidades de las cortesanas, ante las cuales iba muchas veces con sus amantes del momento, antes de entregarse á ellos en la orilla del mar, ó junto al extenso muro construído por Temístocles para unir el puerto con Atenas. Después huyó hacia la ciudad, ansiando libertad y placeres, con el deseo de ser una de aquellas hetarias atenienses cuyo lujo y hermosura había admirado desde lejos.

Vivía como las cortesanas libres y pobres, á las que la juventud ateniense llamaba lobas por sus gritos. Pasaba al principio días enteros sin comer, pero se consideraba más feliz que sus antiguas compañeras del puerto de Faraleo ó p. 94 del arrabal de Estirón, esclavas de los dueños de los dicteriones. Su mercado era ahora el Cerámico, un vasto arrabal de Atenas, á lo largo de la muralla, entre las puertas del Cerámico y la Dipila, en la cual estaban el jardín de la Academia y las tumbas de los ciudadanos ilustres muertos por la República. De día, iban allí las grandes hetarias ó enviaban sus esclavas para ver si sus nombres estaban escritos con carbón en la muralla del Cerámico. El ateniense que deseaba á una cortesana, escribía el nombre de ella junto con la cantidad ofrecida, y si ésta era del gusto de la hetaria, aguardaba al pie de la inscripción la llegada del que hacía la oferta. Á la luz del sol, ostentábanse allí las grandes cortesanas casi desnudas, con sandalias de púrpura, envueltas en mantos de flores y llevando sobre sus cabelleras espolvoreadas de oro coronas de frescas rosas. Los poetas, los retóricos, los artistas y los grandes ciudadanos, paseaban por los verdes bosquecillos del Cerámico ó bajo los pórticos adornados de estatuas, discutiendo con las cortesanas y teniendo que poner en tortura su ingenio para hacer frente á sus réplicas.

Al llegar la noche, una invasión de mujeres miserables y haraposas llenaba el paseo, esparciéndose por entre las tumbas de los grandes ciudadanos. Era la hez del placer ateniense que vivía en libertad y buscaba la sombra: viejas p. 95 cortesanas que, confiadas en la noche, salían á conquistar el pan en aquel mismo lugar donde en otros tiempos habían reinado con el poder de la hermosura; dicteriadas fugitivas; esclavas que huían por algunas horas de la casa del amo, y mujeres de la plebe que buscaban en la prostitución un alivio á su miseria. Agazapadas tras las tumbas, entre los bosques de laureles, permanecían inmóviles como esfinges, y apenas los pasos de un hombre turbaban el silencio del Cerámico, salían de todos lados débiles aullidos llamando al recién llegado. Muchas veces huían en loca carrera al reconocer á un encargado de cobrar el Pornicontelos , impuesto establecido por Solón sobre las cortesanas, y que era la mejor renta de Atenas. Á media noche, el transeunte que atravesaba el Cerámico, de vuelta de un banquete, sentía en torno la agitación y los suspiros de un mundo invisible, que parecía removerse sobre el césped y la blanda arena. Los poetas decían riendo que eran los manes de los grandes ciudadanos que gemían en sus profanadas tumbas.

Así vivió Mirrina hasta los quince años, pasando la noche en el Cerámico y el día en la casucha de una vieja de Thesalia que, como todas las de su país, gozaba gran fama de hechicera y lo mismo ayudaba á los partos que vendía filtros amatorios á las cortesanas y retocaba los rostros á las que estaban en decadencia.

p. 96 ¡Qué de cosas aprendió allí la pequeña loba al lado de la vieja, huesuda y fea como una Parca! Le ayudaba á moler el albayalde, que mezclado con cola de pescado rellenaba las arrugas del rostro; preparaba la harina de habas para untarse los pechos y el vientre, dejando la piel con una tersa tirantez; llenaba frasquitos de antimonio para dar brillo á los ojos; liquidaba el carmín para colorear con ligeros toques las grietas cubiertas de pasta y escuchaba con profunda atención los sabios consejos con que la vieja guiaba á sus pupilas, á fin de que mostraran con todo su relieve las perfecciones particulares y disimulasen los defectos. La vieja thesaliana aconsejaba á las pequeñas de cuerpo gruesas suelas de corcho dentro del calzado y á las altas, sandalias ligeras y hundir la cabeza entre los hombros; fabricaba rellenos para las flacas, armazones de ballenas para las obesas; teñía de hollín las canas, y á las que tenían buena dentadura las obligaba á llevar un tallo de mirto entre los labios, aconsejándolas que riesen á la menor palabra.

La joven poseía de tal modo su confianza, que la ayudaba en la parte más peligrosa de su ciencia: la confección de filtros amatorios y la fabricación de hechizos, que más de una vez la habían hecho ser perseguida por los oficiales del Areópago. Las hetarias más ricas la consultaban para sus deseos y venganzas, y ella las pres p. 97 taba sus conocimientos. Para lograr la impotencia de un hombre ó la esterilidad de una mujer no había más que darles una copa de vino en la que se hubiese ahogado un barbo; para atraer á un amante olvidadizo se quemaba en un fuego de ramas de tomillo y de laurel una torta de harina sin levadura; y para convertir en odio el amor no había más que seguir al hombre, pisando sus huellas al revés, colocando el pie derecho donde él había puesto el izquierdo y murmurar al mismo tiempo: «Estoy sobre tí, te pisoteo.» Si había que hacer volver á un amante hastiado, la vieja rodaba una bola de bronce que llevaba en el seno, pidiendo á Venus que del mismo modo hiciese rodar el amante por el umbral de la puerta, y si no surtía efecto el conjuro, se arrojaba en el brasero mágico la imagen en cera del ser querido, pidiendo á los dioses que derritiesen de amor el corazón helado, así como se derretía su figura. Y junto con estos hechizos, rodeados de invocaciones misteriosas, iban los filtros compuestos con hierbas afrodisíacas y excitantes, que muchas veces causaban la muerte.

Una noche de primavera, á la luz de la luna, Mirrina tuvo un encuentro en el Cerámico, que la hizo abandonar el antro de la thesaliana. Sentada tras una tumba, su aullido suave y débil como un lamento, atrajo á un hombre envuelto en un manto blanco. Por el brillo de sus ojos y p. 98 la inseguridad de sus pies parecía ebrio. En la cabeza llevaba una corona de rosas ajadas.

Mirrina adivinó en él á un ciudadano distinguido que salía de un banquete. Era el poeta Simalión, joven aristócrata, que había ganado una corona en los Juegos Olímpicos, y en el que Atenas veía resucitar la inspiración de Anacreonte. Las hetarias más hermosas cantaban sus versos en los banquetes al son de la lira, y las virtuosas ciudadanas los murmuraban en la soledad del gineceo, enrojeciendo de emoción. Las más famosas beldades de Atenas se disputaban al poeta, y éste, enfermo en plena juventud, como si no pudiera resistir el peso de la adoración mundana, refugiábase en el templo de Esculapio cuando la tos le hacía escupir sangre; iba en peregrinación á las fuentes milagrosas de toda la Grecia y sus islas; y apenas se sentía con fuerzas y una nueva sangre circulaba por su cuerpo, despreciaba á los médicos y corría otra vez á los banquetes con los negociantes y los artistas del Ática, entre hetarias famosas y gentiles aulétridas, rodando de los brazos de una á los de otra, pagando las caricias con versos que repetía luego la ciudad, siempre ardiente y consumiendo su vida como la antorcha que en las nocturnas fiestas de Dionisios se pasaba la cadena de bacantes de mano en mano, hasta perderse en lo infinito.

Á la salida de una de estas orgías, encontró p. 99 á Mirrina, y al contemplar á la luz de la luna aquella belleza fresca, entera y casi infantil, en un lugar frecuentado por las inmundas lobas , se llevó las manos á los ojos como si temiera ser engañado por la turbación de la embriaguez. Era Psiquis con los pechos firmes y redondos como una taza de armoniosa curva; con sus líneas correctas y suaves que hubieran desesperado á los escultores de la Academia; y el poeta experimentó la misma satisfacción que, cuando tras una tarde de paseo solitario desde Atenas al puerto, á lo largo de la muralla de Temístocles, encontraba el último verso de una oda.

Ella quiso arrastrarle al antro de la thesaliana, pero Simalión, deslumbrado por las carnes de marfil que parecían brillar entre los harapos, la condujo á su hermosa casa de la calle de los Trípodes, y allí quedó Mirrina como señora, con esclavas y lujosos trajes.

Esta hazaña del poeta asombró á toda Atenas. En el Ágora y en el Cerámico, sólo se hablaba de la nueva amante de Simalión: gozaba el éxito de la piedra preciosa olvidada y perdida en la arena, que de repente brilla sobre la frente de un poderoso.

Las grandes hetarias, que nunca habían logrado conquistar por completo al veleidoso poeta, se asombraban al verle unido estrechamente á una jovenzuela salida de un dicterión, que recordaban muchos aventureros del p. 100 Pireo. La llevaba en su carro, guiando tres caballos de recortadas crines, á todas las grandes fiestas en los templos del Ática; componía por las mañanas versos en su honor y la despertaba recitándolos, entre una nube de flores que dejaba caer sobre su lecho. Daba banquetes á los artistas amigos para gozarse en su envidia y su admiración cuando á los postres la hacía exhibirse desnuda sobre la mesa, con toda la magnificencia de su belleza pura, que causaba en aquellos griegos una emoción religiosa.

Fiel á Simalión por agradecimiento al principio y enamorada después del poeta y sus obras, Mirrina le adoraba como maestro tanto como amante. En poco tiempo aprendió á tañer la lira y á recitar los versos en todos los estilos conocidos, y leyó la biblioteca de su amante, hasta el punto de poder hacer frente á los convidados de aquellas cenas de artistas y ser citada entre las hetarias más ingeniosas de Atenas.

Simalión, cada vez más entusiasmado con su amante, derrochaba la vida y la fortuna. Hacía traer para ella del Asia mantos sutiles bordados de fantásticas flores, que transparentaban el nácar de su cuerpo; polvo de oro para cubrir sus cabellos, haciéndola semejante á las diosas que los poetas y los artistas de Grecia pintaban siempre rubias; encargaba á los navegantes que comprasen rosas de Egipto de asombrosa frescura, y cada vez más macilento, la piel terrosa p. 101 y la mirada de fuego, tosiendo y encorvándose entre los brazos de su amante, veía disminuir sus fuerzas.

Así pasó dos años, hasta una tarde de otoño en que, tendido sobre el césped de su jardín, con la cabeza apoyada en las rodillas de la hermosa, oyó por última vez sus versos, cantados por la fresca voz de Mirrina, siguiendo el aleteo de los blancos dedos sobre las cuerdas de la lira. El sol poniente hacía brillar en lo más alto de la ciudad como una ascua la lanza de la Minerva del Parthenón; su mano de niño apenas si podía sostener la copa de oro llena de vino con miel. Hizo un esfuerzo para besar á su amante; las rosas que le coronaban se deshojaron, cubriendo con una lluvia de pétalos el pecho de Mirrina, y lanzando un quejido de mujer cerró los ojos, cayendo sobre aquel regazo, en el que había dejado los últimos restos de su vida.

La joven le lloró con desesperación de viuda. Cortó su espléndida cabellera para depositarla como una ofrenda sobre su tumba, y arrinconando los deslumbrantes trajes, vistió de lana obscura, como las atenienses de gran virtud, permaneciendo recluída en su casa silenciosa y cerrada como un gineceo.

La necesidad de vivir, de sostener aquel lujo al que estaba acostumbrada, de tener un carro y esclavas y palafreneros, la hicieron pensar en su hermosura, y las hetarias más célebres se p. 102 alarmaron ante la nueva rival. Cubierta con una peluca de rojo obscuro para disimular la tonsura del dolor, y envuelta en finos velos, de los que surgían su garganta redonda cubierta de perlas y los brazos frescos y alabastrinos cargados hasta los hombros de brazaletes, se mostraba en una ventana alta de su casa con la grave majestad de una diosa que aguarda el culto. Los más ricos de Atenas deteníanse al anochecer en la calle de los Trípodes, para contemplar á la viuda del poeta , como la llamaban con sorna las del Cerámico. Algunos, más osados ó trémulos de deseo, levantaban el índice como una pregunta muda; pero en vano esperaban que ella contestase afirmativamente con el ademán acostumbrado de las hetarias, cerrando el pulgar y el índice en forma de anillo.

Muy pocos lograban entrar en la casa de la famosa cortesana. Murmurábase que algunas noches, en momentos de fastidio, había abierto su puerta á jovenzuelos de los que modelaban sus primeras estatuas en los jardines de la Academia ó recitaban sus versos desconocidos á los desocupados del Ágora; gente que sólo podía disponer para el amor de algunos óbolos ó cuando más de un dracma. Pero en cambio, los ricos que ofrecían estateras de oro ó varias minas por entrar en la casa, se consideraban demasiado pobres para cumplir sus deseos. Las cortesanas viejas se contaban al oído con cierto respeto p. 103 que un reyezuelo de Asia, de paso en Atenas, había dado á Mirrina por una noche dos talentos —lo que gastaba al año cualquier república de Grecia— y que la hermosa hetaria, sin conmoverse ante tal fortuna, sólo le había permitido estar junto á ella el tiempo que tardó en vaciarse su clepsydra , pues hastiada de los hombres, medía el amor por el reloj de arena.

Los mercaderes fabulosamente ricos, al llegar al Pireo, buscaban relaciones de amistad para entrar en casa de Mirrina. Abrumaban con presentes á los artistas vagabundos que eran amigos de la cortesana para ser admitidos en sus cenas, y más de uno, llegado días antes al puerto con una flota cargada de ricas mercancías, las vendía antes de descargar las naves para quedarse en la casa del poeta, y regresaba á su país embarcado de limosna, satisfecho de su miseria al ver la envidia y el respeto que inspiraba á sus compañeros.

Así conoció á Bomaro, un joven ibero, mercader de Zazintho, que había llegado á Atenas con tres naves cargadas de cueros. La cortesana se sintió atraída por su dulzura, que contrastaba con la rudeza de los otros negociantes; encanallados por la vida de los grandes puertos. Hablaba poco y ruborizándose, como si el mutismo de las largas permanencias en el mar le hubiesen dado una timidez de virgen: si le obligaban á contar sus aventuras de navegante, lo p. 104 hacía con sencillez, sin mencionar los peligros arrostrados, y ante la cultura de los griegos mostraba una admiración infantil.

Mirrina, durante la cena en que le vió por primera vez, sorprendió sus ojos fijos en ella, con la misma expresión de ternura y respeto que si mirase á una diosa de imposible posesión. Aquel navegante, educado entre bárbaros, en una colonia remota que apenas si guardaba vestigios de la madre Grecia, comenzó á interesar á la cortesana más que los jóvenes atenienses y los opulentos mercaderes que la rodeaban. Trémulo y balbuciente, pidió la limosna de una noche, y la pasó junto á ella con más admiración que placer, adorando su regia desnudez, enterneciéndose al oir su voz que le adormecía con un cálido arrullo maternal, acompañándose con la lira.

Al despertar quiso entregarla una fortuna, el producto de todo su cargamento; pero Mirrina, sin saber por qué, se negó á aceptarlo, á pesar de sus protestas. Él era rico, no tenía padres; allá lejos, en aquel país de bárbaros, poseía inmensos rebaños, centenares de esclavos, que cultivaban sus campos ó trabajaban en las minas; grandes fábricas de alfarería y muchas naves, como las tres que le aguardaban en el Pireo. Y viendo que la cortesana, con sonrisa bondadosa, le trataba como á un niño generoso, negándose á aceptar su dinero, compró en la p. 105 calle de los Orfebres un prodigioso collar de perlas que era la desesperación de todas las hetarias, y lo envió á Mirrina antes de partir.

Después volvió muchas veces. No se decidía á regresar á su país. Se hacía á la vela con su flotilla, pero en el primer puerto que encontraba, admitía cargamento para Atenas sin fijarse en el precio, y apenas tocaba en el Pireo, corría á casa de la cortesana, no decidiéndose á partir hasta que sospechaba en Mirrina el hastío de su presencia.

La cortesana acabó por acostumbrarse á aquel amante sumiso, siempre á sus pies, que deseaba morir por ella, mostrando su adoración con un apasionamiento de bárbaro, tan distinto de la escéptica y burlona cortesía de los atenienses. Llamábale hermanito , y esta palabra, que las hetarias usaban con los amantes jóvenes, tomaba poco á poco en sus labios un calor de sincero cariño. Cuando tardaba en regresar de sus viajes á las islas, ansiaba su presencia, y apenas le veía en la puerta, corría á él con los brazos abiertos, en un arranque de alegría jamás visto por los otros amigos.

No le amaba como al poeta; pero la sumisión apasionada de Bomaro, su amor respetuoso y dócil, tan distinto de los apetitos que inspiraba á los demás, despertaban en Mirrina un sentimiento de gratitud.

Una noche, el ibero que parecía preocupado, p. 106 osó tras muchas vacilaciones exponerla su pensamiento.

No podía vivir sin ella; jamás volvería á Zazintho; había resuelto perder sus riquezas antes que dejar de verla. Prefería ser descargador en el muelle de Faraleo... Y á continuación, como quien toma carrera para salvar más pronto el obstáculo, la propuso apresuradamente hacerla su esposa, entregarla su fortuna, llevarla allá, al risueño Zazintho, de campos floridos y montañas de color de rosa, tan semejantes á las del Ática.

Mirrina reía escuchándole; pero en su interior se sentía conmovida por la abnegación cariñosa del ibero que, para unirse á ella eternamente, saltaba por encima de un pasado vergonzoso en el dicterión y el Cerámico. La cortesana resistió con sonrisa burlona tales proposiciones; pero Bomaro era tenaz. ¿No estaba cansada de aquella vida, de verse agasajada como un objeto de gran precio, pero despreciada muchas veces por las gentes groseras que se creían señores de ella con sólo presentar su oro? ¿No le gustaba ser una soberana en las costas de Iberia, rodeada de un pueblo que admiraría sus talentos de ateniense?...

Bomaro la venció con su tenacidad amorosa, y un día las cortesanas de Atenas vieron con asombro como era vendida la casa de la calle de los Trípodes, y como las esclavas de Mirrina lle p. 107 vaban al puerto las riquezas amontonadas en tres años de loca fortuna, depositándolas en las naves del ibero, que había puesto en los mástiles sus velas de púrpura para un viaje triunfal.

La cortesana, deseando tranquilizar á aquel hombre que tan por completo se entregaba á ella, quiso dejar en Atenas todo su pasado. Se propuso ser una mujer nueva, olvidar su vergonzoso nombre, y después de hacer repetir á Bomaro los nombres más hermosos de las mujeres ibéricas, escogió el de Sónnica, por ser el más grato á su oído.

Al llegar á Zazintho, el navegante y la griega se unieron en el templo de Diana ante todo el Senado, al que pertenecía el joven. La ciudad experimentó los efectos de aquel encanto que parecía emanar de la persona de Sónnica. Era como un soplo de la lejana Atenas que enloquecía á los comerciantes griegos de Sagunto, embrutecidos por su larga permanencia entre bárbaros.

En los banquetes, cuando á la hora de los vinos dulces cantaba ella los himnos de los grandes maestros, toda la juventud saguntina del barrio griego sentíase impulsada á caer á sus pies, adorándola como una diosa. Al año de unión, Bomaro sintió en su fortuna el apoyo de aquella mujer, que al cambiar de vida, se interesaba por las cosas materiales, deseosa de aca p. 108 llar las murmuraciones de las ciudadanas virtuosas que hablaban de su pasado de cortesana dilapidadora.

Vigilaba de lejos los trabajos del campo, los grandes rebaños, las fábricas de alfarería; iba á presenciar la llegada de las naves, y la enorme fortuna de Bomaro se aumentó, resultando excelentes todos los negocios que aconsejaba ella con su voz lenta y armoniosa, tendida bajo un bosquecillo de laureles de su jardín y acariciada por el abanico de plumas de una esclava.

Bomaro, después de satisfechas sus más vehementes ansias de amor, navegaba por las costas de Iberia, tranquilo de la buena marcha de sus asuntos y deseando acrecentar aún más aquella fortuna que tan bien administraba Sónnica. Ésta se había rodeado de una corte de jóvenes, á los que trataba como una maestra: la juventud griega nacida en Sagunto, la seguía para aprender los modales y costumbres de Atenas, que eran su perpetuo ensueño. Los maldicientes de la ciudad la llamaban Sónnica la cortesana, pero la plebe que recibía sus auxilios, y los pequeños comerciantes que jamás acudían á ella sin resultado, la titulaban Sónnica la rica, y eran capaces de pelearse con los que hablaran mal de ella.

Un invierno, á los cuatro años de unión, Bomaro pereció en un naufragio cerca de las co p. 109 lumnas de Hércules, y Sónnica se vió dueña absoluta de una inmensa fortuna y señora de toda una ciudad, sobre la que imperaba por su riqueza y su buen corazón. Libertó esclavos en memoria del infortunado navegante, envió ofrendas valiosas á todos los templos de Sagunto, alzó en la Acrópolis un monumento funerario en memoria de Bomaro, haciendo venir para ello marmolistas de Atenas. Con sus liberalidades se hizo perdonar su origen, logrando que la ciudad, huraña y de costumbres austeras, tolerase su vida alegre y desenfadada, que era una resurrección de las costumbres atenienses en medio de la sobriedad ibérica.

Pasado el luto de la viudez, dió cenas en su casa de campo, que duraron hasta el alba; hizo venir del Ática famosas aulétridas que con las flautas enloquecían á la juventud saguntina; sus naves emprendían viajes sin más objeto comercial que traerla raros perfumes del Asia, telas de Egipto y caprichosos adornos de Cartago; y su fama se extendió tanto tierra adentro, que algunos reyecillos de la Celtiberia llegaban á Sagunto con el deseo de conocer aquella mujer asombrosa, sabia como un sacerdote y hermosa como una deidad. Los griegos admirábanla, viendo acrecerse con ella la influencia de su raza sobre los primitivos saguntinos, que la elogiaban por su desinterés. Y así vivía: sin entrar en su casa otras mujeres que las esclavas, flau p. 110 tistas y danzarinas; rodeada de hombres que la deseaban, pero sin entregarse á ninguno de ellos; tratándolos con una franqueza varonil, permitiéndose enloquecedoras intimidades, pero sin llegar nunca á la regia limosna de su cuerpo; y pensando siempre en Atenas, la ciudad luminosa que guardaba su pasado, y cuyas costumbres intentaba resucitar.

Eufobias el filósofo, al llegar á este punto de su relación, afirmaba con gran energía la pureza de Sónnica. Á pesar de lo que dijeran las griegas del barrio de los mercaderes, Sónnica no tenía amantes: lo afirmaba él, que era la peor lengua de la ciudad. Varias veces se había sentido inclinada hacia alguno de sus comensales. Alorco, el hijo de un reyecillo de la Celtiberia que vivía en Sagunto y frecuentaba mucho su casa, había causado en ella alguna impresión con su belleza varonil y fiera de hijo de las montañas. Pero en el momento decisivo retrocedía Sónnica, como quien teme descender y confundirse con una raza inferior. El recuerdo del Ática ocupaba por completo su imaginación. Si hubiese abordado á aquellas costas algún joven ateniense, bello como Alcibíades, cantando versos, modelando estatuas y mostrando habilidades y destrezas como en los Juegos Olímpicos, tal vez hubiera caído en sus brazos; pero su castidad continuaba segura entre los celtíberos arrogantes que iban á todas las fiestas oliendo p. 111 á caballo y con la espada en el flanco, ó los afeminados hijos de comerciantes, rizados, chorreando perfumes y acariciando á los pequeños esclavos que les acompañaban en el baño.

—Tú, ateniense —continuó el filósofo— debes presentarte á Sónnica; te recibirá bien... No eres un efebo —continuó sonriendo burlonamente—; te blanquea la barba, pero tienes en tu figura la arrogancia de un rey de la Iliada , en la frente algo de la majestad de Sócrates; y ¿quién sabe si podrás ser el heredero de las riquezas de Bomaro? Si esto llega, no olvides al pobre filósofo; me contento con un odre de vino de Laurona, ya que ahora me condenas á la sed.

Y Eufobias reía, golpeando á Acteón en los hombros.

—Estoy invitado al banquete de Sónnica esta noche —dijo el griego.

—¡Tú también!... Allí nos veremos. Á mí no me invitan, pero entro con el mismo derecho que un perro de la casa.

El filósofo vió pasar por el centro del Foro á Alco, el pacífico ciudadano, que bajaba de la Acrópolis.

—Ése es uno de los pocos buenos que hay aquí. Me ensalza la virtud, me aconseja que trabaje olvidando la filosofía y encima me da siempre para beber. Hasta la noche, extranjero.

Y corrió hacia Alco que, apoyado en su báculo, le veía venir con bondadosa sonrisa.

p. 112 Acteón, viéndose solo otra vez, vagó por el centro del mercado. De pronto oyó á su espalda una voz infantil que le llamaba. Era Ranto, sentada en el suelo entre los cántaros de leche ya vacíos, vendiendo sus últimos quesos. Junto á ella estaba en cuclillas el pequeño alfarero. Comían una galleta dura con unas cebollas frescas y jugosas y se disputaban cariñosamente los bocados entre grandes risas. La pastorcilla ofreció á Acteón un pedazo de queso y una torta y el griego aceptó con el reconocimiento del hambre. Parecía que era su destino recibir en Sagunto el sustento de manos femeninas. Dos veces le habían socorrido las mujeres desde que desembarcó.

Sentado entre los dos adolescentes, veía poco á poco despoblarse el mercado. Los pastores picaban sus rebaños hacia la puerta del Mar; los jefes celtíberos, llevando sus mujeres á la grupa de los caballos, emprendían el galope con el deseo de verse pronto en las aldeas de la montaña, y las carretas vacías rodaban perezosamente hacia los vicos y torres del agro saguntino.

Acteón vió de nuevo al pastor celtíbero bajo los pórticos, yendo de grupo en grupo como un rústico torpe, enterándose de todas las conversaciones. Al pasar por cerca del griego le miró con aquellos ojos enigmáticos que despertaban en él un recuerdo indeterminado.

De repente el pequeño alfarero se levantó y p. 113 echó á correr, ocultándose tras la columnata del Foro.

—Es que ha visto á su padre —dijo Ranto con tranquilidad—. Por allí llega Mopso: baja de la Acrópolis.

Acteón salió al encuentro del arquero.

—Ha bastado mi palabra para que te admitiese el Senado. La ciudad necesitará pronto buenos soldados como tú. Los ancianos mostrábanse algo alarmados esta mañana. Temen á Hanníbal, ese lobezno de Hamílcar, que acaudilla ahora los cartagineses y no llevará con calma nuestra amistad con los romanos y el castigo de los aliados que tenía aquí... Toma: esto es el adelanto que te hace la República.

Y entregó á Acteón un puñado de monedas que el griego guardó en su bolsa. Después quiso llevarle á su casa: conocería á sus hijos, comería con ellos; pero el ateniense no aceptó, alegando su invitación al banquete de Sónnica.

Al alejarse el arquero, Acteón sintió el tormento de la sed, y recordando las recomendaciones del filósofo, entró en la casa de aquel romano cuyo vino de Laurona tanto entusiasmo inspiraba á Eufobias. Cambió en el mostrador un victoriato y le dieron una pátera de barro rojo en forma de barca llena de un vino negro coronado de brillantes burbujas. Dos soldados bebían en un rincón de la taberna; dos rudos mercenarios, con caras de bandidos. El uno era p. 114 un ibero; el otro, de tez tostada y formas atléticas, parecía un libio, y sus mejillas, encallecidas por el casco, así como el cuello y los brazos, surcados por cicatrices, delataban al guerrero á sueldo que peleaba con indiferencia desde la niñez, lo mismo al servicio de un pueblo que al del contrario.

—Yo estoy al servicio de Sagunto —decía el libio—. Estos mercaderes pagan mejor que los de Cartago. Pero créeme, aunque satisfecho de servir á este pueblo, reconozco que se mete en mala aventura disgustando á Hanníbal. Mucho vale Roma: pero Roma está lejos, y ese cachorro de león se despereza á pocas jornadas de aquí. Hay que conocerlo, haberlo visto desde niño como yo, cuando militaba á las órdenes de su padre Hamílcar. Corre como una yegua, lo mismo combate á pie que á caballo, come lo que hay ó no come; va vestido como un esclavo; todo su lujo está en las armas; duerme en el suelo, y muchas veces, al amanecer, lo encontraba su padre tendido entre los centinelas del campamento. No quiere que le cuenten nada: necesita verlo todo por sus propios ojos, mezclarse con los enemigos para estudiar de cerca su punto flaco. Muchas veces, Hasdrúbal, el marido de su hermana, se asombraba al ver entrar en su tienda á un viejo mendigo, y reía á carcajadas contemplando cómo se arrancaba Hanníbal la peluca y los harapos, bajo los cua p. 115 les había pasado algunas horas entre los enemigos.

Acteón salió de la taberna apresuradamente al ver que Ranto, después de entregar sus cántaros á un esclavo que los cargaba en su carreta, emprendía la marcha hacia la quinta de Sónnica.

—Iré contigo, pequeña. Me servirás de guía hasta la casa de tu señora.

Comenzaba á descender el sol. La luz de la tarde doraba el follaje del agro, dando á las hojas de las vides una transparencia de ámbar. En los caminos de la campiña, sonaban las esquilas del ganado, el chirrido de las carretas y el canto soñoliento de los rústicos que volvían de la ciudad.

Llegaron á la quinta de Sónnica, grande como un pueblo. Pasaron primeramente ante las viviendas de los esclavos, en cuyas puertas se agitaba un enjambre de niños desnudos de grueso abdomen y ombligo saliente como un botón. Después, las cuadras, de las cuales salía un vaho ardoroso cargado de mujidos y relinchos; los trojes, los graneros, la casa del intendente, los calabozos para los esclavos rebeldes con sus respiraderos al ras del suelo; el palomar, alta torre de ladrillos rojos, en torno de la cual aleteaba una nube de plumas blancas con incesantes arrullos; las chozas grandes de paja que servían de albergue á centenares de gallinas, y tras esta serie de edificios, la quinta de recreo, p. 116 la vivienda de Sónnica, de la que se hablaba con admiración hasta en las más remotas tribus de la Celtiberia; rodeada de cipreses y laureles, circuida por muros cubiertos de retorcidas parras, y asomando por encima de la gran masa de follaje, sus paredes de color de rosa con columnatas y frisos de mármol azul y la terraza coronada por estatuas polícromas, cuyos ojos de esmalte brillaban al sol como piedras preciosas.

Acteón caminaba silencioso y preocupado. Desde hacía media hora que Ranto le hablaba sin obtener contestación.

—Mira, extranjero: todos los campos que alcanza la vista, son de Sónnica.

—Contempla, griego, cuántas gallinas. Casi todos los huevos que consume la ciudad son de aquí.

Acteón no se fijaba en las indicaciones de la pastorcilla; pero cuando ésta llamó en la puerta del jardín, y al eco del címbalo contestó en el interior un ladrido de perros y el extraño chillido de ocultas aves, el griego se dió un golpe en la frente, cual si acabara de hacer un descubrimiento.

—Ya sé quien es —dijo como si surgiera de un sueño.

—¿Quién? —preguntó asombrada la joven.

—Nadie —contestó con la frialdad del que teme haber dicho demasiado.

Pero en su interior, estaba satisfecho del p. 117 descubrimiento. Recordando las palabras del mercenario libio en la taberna, había resurgido en su memoria la figura de aquel pastor celtíbero tan enigmático. De repente, se había hecho la luz en su pensamiento.

Ya sabía quién era. Por algo le habían impresionado desde el primer momento las miradas de aquel desconocido; los ojos, que no cambian nunca en el rostro por años que transcurran. Aquellos ojos los había visto muchas veces en su niñez, cuando su padre hacía la guerra en Sicilia con Hamílcar y él se educaba en Cartago.

El pastor era Hanníbal.


p. 119

III

Las danzarinas de Gades

Dos horas después del mediodía despertó Sónnica. Los oblicuos rayos del sol se filtraban entre las varillas doradas de la ventana, cubiertas por el follaje de las parras. Su luz coloreaba los vivos estucos que servían de marco á las escenas de los Juegos Olímpicos pintadas en el muro y las columnillas de mármol rosa que adornaban la puerta.

La hermosa griega arrojó al suelo las cubiertas de blanco lino de Sétabis, y su primera mirada al despertar fué para su desnudez, siguiendo con ojos cariñosos todos los contornos de su cuerpo, desde el seno hinchado por redondeces armoniosas, hasta el extremo de sus sonrosados pies.

La cabellera opulenta, perfumada y de sedosos bucles descendiendo á lo largo de su cuerpo, la envolvía como un regio manto de oro, acariciándola desde la nuca á las rodillas con un p. 120 suave beso. La antigua cortesana, al despertar, admiraba su cuerpo con la adoración que habían infundido en ella los elogios de los artistas de Atenas.

Aún era joven y hermosa; aún podía hacer temblar de emoción á los hombres al terminar un banquete, mostrándose sobre la mesa desnuda como Friné. Sus manos, ávidas de embriagarse con el tacto de su hermosura, acariciaban la redonda y firme garganta; los globos de nácar terminados por un sutil pétalo de rosa, apreciando su firme elasticidad, y la tortuosa red de venillas azules que se dibujaban débilmente bajo la satinada epidermis; y después bajaban y bajaban rozando las profundas entradas del talle, las fuertes caderas, el vientre de curva suave, semejante á la de una crátera, y las piernas, cuya armoniosa redondez era comparada en otros tiempos con la trompa del elefante por los mercaderes asiáticos que la visitaban en Atenas.

El amor había pasado sobre ella su lengua de fuego sin consumirla; había vivido en medio de sus ardores fría, insensible y blanca como la estatua de mármol bajo el resplandor del sol. Y al verse joven aún, hermosa y con una frescura de virgen, sonreía satisfecha de sí misma, contenta de la vida.

—¡Odacis!... ¡Odacis!

Al eco de su voz entró una esclava celtíbera, alta, enjuta, fuerte, á la que apreciaba mucho la p. 121 griega por la suavidad con que peinaba sus cabellos.

Apoyándose en sus hombros se incorporó sonriente y saltó del lecho para entrar en el baño.

Su desnudez se envolvía en la cabellera como en un transparente velo de oro. Al posar sus pies desnudos sobre el pavimento que representaba el juicio de Paris, la frialdad del mosaico la hacía reir con agradable cosquilleo y su risa marcaba suaves hoyuelos en las mejillas, y por acción refleja hacía estremecer con suave ondulación las curvas de su dorso.

Descendió tres escalones y se arrojó en la piscina de jaspe, moviendo los brazos, que hacían saltar el agua en diminutas perlas. Su cuerpo, al través del agua verdosa, tomaba una trasparencia ideal, un brillo de aparición fantástica, moviéndose de un lado á otro como una sirena de espaldas de nácar con la cabellera flotante.

—¿Quién ha venido, Odacis? —preguntó tendiéndose en el fondo de la bañera.

—Han venido las mujeres de Gades que bailarán esta noche. Polyantho las ha alojado junto á las cocinas.

—¿Y quién más?...

—Hace un momento llegó el extranjero de Atenas que encontraste esta mañana en el templo de Afrodita. Le he hecho entrar en la biblioteca y no he olvidado ninguno de los debe p. 122 res de la hospitalidad. Ahora acaba de salir del baño.

Sónnica sonreía pensando en el encuentro de por la mañana. Había dormido mal. Lo atribuía á la noche en vela pasada con sus amigos en la terraza de la quinta; al caprichoso viaje al puerto antes de la salida del sol; pero pensaba con cierta confusión en lo impresa que había quedado en su memoria la figura del ateniense, hasta el punto de que varias veces se le apareció durante su sueño. Sin saber por qué, asociaba la figura de Acteón á la de Zeus cuando en forma mortal bajaba á la tierra en busca del amor humano.

En sus ratos de fastidio, cuando en Atenas acogía con repugnancia las caricias vendidas por montones de oro, la acometía el vago deseo de ser amada por un dios. Pensaba en Leda, en Psiquis, hasta en el afeminado Ganímedes, amados por los huéspedes del Olimpo, y se enfurecía ante la imposibilidad de encontrar un dios que la poseyera en un bosque misterioso ó al borde de uno de esos caminos á cuyo final está lo desconocido. Quería contemplar su imagen en el fondo de unos ojos animados por el resplandor de lo infinito; besar una boca que sirviese de puerta á la suprema sabiduría; sentirse esclava entre unos brazos que tuviesen la inmensa fuerza de la omnipotencia. Había gustado una pequeña parte de este placer amando á su poeta, majes p. 123 tuoso y sublime en algunos instantes como un ser divino; pero la simplicidad de la adolescencia no le dejó paladear este placer, y ahora, en el refinamiento de su madurez, sólo encontraba hombres como los que había conocido en Atenas, rudos y brutales unos, afeminados y burlones otros, sin la belleza severa y soberana que admiraba en las estatuas.

Salió del baño suspirando con infantiles y graciosos estremecimientos, mientras su cabellera esparcía una menuda lluvia á cada paso.

Odacis llamó y entraron tres esclavas, que eran las que la ayudaban en el tocado de su señora, las tractatrices encargadas del masaje de su cuerpo.

Sónnica se dejó manejar por las tres mujeres, que la frotaron con fuerza, estirando sus miembros para darles ligereza y soltura. Después se sentó en una silla de marfil, apoyando sus codos sonrosados en los delfines que formaban los brazos del asiento, y en esta posición, erguida é inmóvil, esperó que las esclavas procediesen á su tocado.

Una que era casi una niña, envuelta en una tela de anchas rayas, se arrodilló en el suelo, sosteniendo un gran espejo de bronce cincelado, en el cual se contemplaba Sónnica hasta más abajo del talle. Otra rebuscó en las mesas de mármol los objetos de tocador, alineándolos, y Odacis comenzó á alisar con peines de marfil la p. 124 espléndida cabellera de su señora. Mientras tanto la otra esclava se aproximaba con una pátera de bronce llena de pasta gris. Era la harina de habas usada por las elegantes de Atenas para conservar tersa y tirante la piel. Untó con ella las mejillas de la griega y después los salientes pechos, el vientre, los flancos y las rodillas, dejando casi todo su cuerpo envuelto en una capa grasienta y lustrosa. En los sitios donde crece el vello puso algo de dropax , pasta depilatoria compuesta de vinagre y tierra de Chipre.

Sónnica asistía impasible á estos preparativos de su toilette , que la afeaban momentáneamente para hacerla renacer todos los días más hermosa.

Odacis seguía peinándola. Agarraba la espléndida cabellera, perdiéndose sus dos manos en aquella cascada brillante; la retorcía dulcemente, enroscándola á sus brazos como una enorme serpiente de oro; volvía á esparcirla, separándola mechón por mechón para que se secase, y tornaba amorosamente á alisarla con los peines de marfil apilados en una mesa inmediata, verdaderos prodigios de arte con púas finísimas y su parte superior cincelada, representando escenas de los bosques, ninfas arrogantes persiguiendo ciervos, y sátiros hediondos dando caza á las beldades desnudas.

La peinadora, después de secar la cabellera, procedió á teñirla. Con una pequeña án p. 125 fora rematada por largo pico, la humedeció con una disolución de azafrán y goma de Arabia, y abriendo una arquilla llena de polvo de oro, fué espolvoreando la sedosa y enorme madeja, que tomó la brillantez de los rayos del sol. Después, enroscando los mechones de las sienes á un molde de hierro puesto en un braserillo, fué formando apretados rizos que cubrieron la frente de la griega hasta cerca de los ojos; recogió la masa de cabellos sobre la nuca, sujetándolos con una cinta roja entrelazada fuertemente, y rizó el vértice del peinado, imitando las ondulantes llamas de una antorcha.

Sónnica se levantó. Dos de las esclavas aproximaron una pesada ánfora de barro llena de leche, y con una esponja lavaron el cuerpo de su señora cerca de la piscina, limpiándola de la pasta de habas. La tersa blancura de su piel volvió á salir á luz más fresca y jugosa.

Odacis, con unas pinzas de plata en la mano, vigilaba el cuerpo de su señora, con la atención y el ceño fruncido del artista que prepara una grande obra. Era la encargada de la depilación; su mano ligera merecía elogios por la suavidad con que arrancaba el vello y perseguía obstinadamente por todos los contornos entrantes y salientes del cuerpo el más ligero musgo para hacerlo desaparecer. Sus pinzas arrancaron algunas briznas finísimas que comenzaban á surgir bajo la dulce curva del vientre, allí donde p. 126 la naturaleza tendía á cubrirse de obscura y aterciopelada vegetación, destruída implacablemente por la costumbre griega de imitar la tersa limpieza de las estatuas.

Volvió á sentarse Sónnica en la silla de marfil y comenzó el arreglo del rostro. En la inmediata mesilla alineábase un verdadero ejército de frascos de vidrio, vasos de alabastro, botes de bronce y plata, cajitas de marfil y oro, todo cincelado, brillante, cubierto de delicadas figurillas, adornado de piedras preciosas, conteniendo esencias egipcias y hebreas, aromas de Arabia, perfumes y afeites embriagadores traídos por las caravanas del interior del Asia á los puertos fenicios, trasladados de allí á Grecia ó á Cartago, y comprados para Sónnica por los pilotos de sus barcos en las arriesgadas correrías comerciales.

Odacis la pintó el rostro de blanco, y después, mojando un pequeño estilete de madera en esencia de rosas, lo hundió en un bote de bronce adornado con guirnaldas de loto y lleno de un polvo negro. Era el kohol que los mercaderes egipcios vendían á un precio fabuloso. La esclava aplicó la punta del estilete á los párpados de la griega, tiñéndolos de un negro intenso y trazando una fina línea en el vértice de los ojos, que dió á éstos más grandeza y dulzura.

El tocado llegaba á su fin. Las esclavas abrían los innumerables frascos y vasos alineados sobre p. 127 el mármol, y por el ambiente de la habitación se esparcían confundidos los costosos perfumes; el nardo de Sicilia, el incienso y la mirra de Judea, el áloe de la India, y el comino de Grecia. Odacis cogió una pequeña ánfora de vidrio incrustada de oro con un tapón cónico terminado por fina punta que servía para depositar sobre los ojos el antimonio que aviva la mirada, y después de terminar la operación, ofreció á su señora las tres unturas para dar color á la piel en diferente gradación: el minium, el carmín y el rojo egipcio extraído de los residuos del cocodrilo.

Delicadamente, la esclava fué coloreando con un fino pincel el cuerpo de su señora. Trazó una nubecilla de pálido arrebol en las mejillas y las diminutas orejas; marcó dos manchas como pétalos de rosa en los agudos y titilantes extremos de los pechos; acarició con su pincel el botón de la vida, que se marcaba con depresión ligera en medio de la tersa suavidad del vientre, y poniéndose tras de Sónnica, coloreó sus codos y los hoyuelos que se marcaban más abajo del talle, en las protuberancias de armoniosa redondez. Luego, con rojo egipcio, fué tiñéndole una por una las uñas de los pies y las manos, y otra esclava le calzó unas sandalias blancas con suela de papirus y broches de oro. Caían los perfumes sobre ella, cada uno en distinta parte del cuerpo, para p. 128 que éste fuese como un mazo de flores, en el que se confundían diferentes aromas. Odacis la presentó el cofrecillo de las joyas, dentro del cual temblaban las piedras preciosas como peces inquietos y deslumbrantes. Los afilados dedos de la griega, revolvieron con indiferencia el montón de collares, sortijas y pendientes que, como todas las joyas griegas, eran más preciosos por el trabajo de los artistas, que por la riqueza de las materias. Las escenas de los grandes poemas aparecían reproducidas casi microscópicamente en camafeos de cornalina, ónix y ágata, y las esmeraldas, topacios y amatistas, estaban adornadas con puros perfiles de diosas y héroes.

Sobre el desnudo pecho de Sónnica se enroscó un collar de piedras de complicadas vueltas; los dedos de sus manos se cubrieron de sortijas hasta las uñas, y la blancura de sus brazos pareció más diáfana, cortada á trechos por el brillo de anchos brazaletes de oro. Para dar más expresión al rostro, Odacis adornó á su señora con algunos ligeros lunares, y después comenzó á anudar en torno de su cuerpo la fascia , el corsé de la época, una ancha faja de lana que sostenía los globos del pecho para que conservasen su saliente rigidez sin deformarse por el peso. Sónnica, contemplándose en el pulido bronce, sonreía á su imagen desnuda y hermosa como una Venus en reposo.

p. 129 —¿Qué traje, señora? —preguntó Odacis—. ¿Quieres la túnica de flores de oro que te trajeron de Creta, ó los velos de kalasiris , transparentes como el aire, que mandaste comprar en Alejandría?...

Sónnica no llegaba á decidirse: escogería en el vestuario. Y con toda la majestad de su hermosa desnudez, haciendo crujir á cada paso el papirus de las sandalias, salió de su dormitorio seguida de las esclavas.

Mientras tanto Acteón esperaba en la biblioteca. Había visto grandes palacios en sus correrías por el mundo, había contemplado —dos años antes del terremoto que le arruinó— el célebre coloso de Rhodas; conocía el Seraphion y la tumba del gran conquistador en Alejandría; estaba habituado á la riqueza y al fausto y, sin embargo, no podía ocultar la sorpresa que le producía aquella casa griega en un país bárbaro, más lujosa y artística que la de los ciudadanos ricos de Atenas.

Guiado por un esclavo y dejando atrás el jardín con sus follajes rumorosos y sus gritos de pájaros exóticos, había pasado por la columnata que daba entrada á la quinta. Primero el prothyrum con su zócalo de mosaico, en el que se veían pintados feroces perros negros con el ojo de fuego y abierta la rabiosa y babeante boca, erizada de colmillos.

Sobre la puerta estaba clavada una rama de p. 130 laurel junto á una lámpara en honor de los dioses tutelares de la casa. Después del prothyrum , algo lóbrego, se abría á cielo abierto como un pulmón del edificio, el atrio con sus cuatro filas de columnas sosteniendo la techumbre y formando otros tantos claustros, en los cuales se alineaban las puertas de las habitaciones con sus tres cuadros ribeteados por clavos de gruesa cabeza.

En el centro del atrio abríase el impluvium , balsa rectangular de mármol para recoger las aguas de la techumbre, depositándolas en la cisterna. Entre las columnas erguíanse sobre sus pedestales grandes vasos de barro rojo cubiertos de flores; cuatro mesas de mármol sostenidas por leones alados bordeaban el impluvium ; y junto á éste alzábase una estatuilla del Amor que en días de fiesta servía de surtidor de agua.

Acteón admiró la esbelta robustez de las columnas, labradas en mármol azul, lo mismo que los zócalos de las galerías, lo que daba á la luz del atrio una vaguedad difusa, como si el edificio estuviese sumergido en el mar.

Después el introductor le había entregado á Odacis, la esclava favorita, y ésta le había hecho pasar al peristylium , un segundo patio mucho más grande que el atrio y que por su decoración polícroma asombró al griego. Las columnas estaban pintadas de rojo en su parte baja, y después este color se mezclaba con el azul y el oro en p. 131 las estrías y capiteles, esparciéndose por el artesonado del techo que cubría los pórticos. En la parte descubierta del peristilo abríase en el suelo una piscina profunda de aguas transparentes, por las que pasaban los peces como relámpagos de oro. En torno de ella, bancos de mármol sostenidos por hermes; mesas sustentadas por delfines de retorcida cola; macizos de rosas, entre cuyo follaje asomaban estatuillas blancas ó de barro cocido en voluptuosas posiciones; y cubriendo las paredes del peristilo, entre las puertas de las habitaciones, grandes pinturas de artistas griegos: Orfeo con su pesada lira, desnudo y con el gorro de Frigia, rodeado de leones y panteras que escuchaban sus cantos con la cabeza humillada y ahogando el rugido; Venus surgiendo de las espumas; Adonis dejándose curar por la madre del Amor, y otras escenas loando la fuerza del arte y la belleza.

Acteón vió junto á él dos esclavos jóvenes que le condujeron al baño, y al salir de éste encontró de nuevo á Odacis, que le hizo entrar en la biblioteca, situada en el fondo del peristilo.

Era una gran habitación con pavimento de mosaico, que representaba el triunfo de Baco. El joven dios, hermoso como una mujer, desnudo y coronado de pámpanos y rosas, cabalgaba sobre una pantera, tremolando el tirso. Las pinturas de las paredes eran pasajes famosos de p. 132 la Iliada . Alineados sobre tablas estaban los libros más voluminosos, y los pequeños formaban haces, metidos en estrechos cestos de mimbres con forro interior de lana.

Acteón admiró la riqueza de la biblioteca, al contar más de cien libros. Representaban una verdadera fortuna. Los navegantes recibían de Sónnica el encargo de traerla cuantas obras notables encontraban en sus viajes, y los libreros de Atenas la remitían los libros de entretenimiento más famosos que alcanzaban boga en su ciudad. Eran todos de papirus con las bandas arrolladas en torno del umbilicus , cilindro de madera ó de hueso artísticamente tallado en sus extremos. Sus hojas, escritas sólo por una cara, estaban impregnadas en la otra de aceite de cedro para preservarlas de la polilla, y sobre la envoltura superior, pintada de púrpura, brillaban con letras de minio y oro el título de la obra, el nombre del autor y el índice de las materias. La copia de aquellos libros representaba la vida de muchos hombres; una suma de trabajo adquirida á costa de grandes cantidades; y el griego, con el respeto de su raza ante la sabiduría y el arte, creíase en el silencio de la biblioteca rodeado por las sombras augustas de tantos grandes hombres, y su mirada respetuosa iba del Homero en viejo papirus, deslucido por los años, y las obras de Thales y Pitágoras, á los poetas contemporáneos, Theó p. 133 crito y Calímaco, cuyos volúmenes estaban desarrollados, delatando una reciente lectura.

Acteón oyó un ligero crujido de sandalias en el peristilo, y el cuadro de oro pálido que formaba en el suelo la luz del patio al través de la puerta, se obscureció con la sombra de una persona. Era Sónnica, vestida con una sutil túnica blanca. La luz que quedaba á sus espaldas marcaba los contornos adorables del cuerpo en la nube diáfana del vestido.

—Bienvenido seas, ateniense —dijo con una entonación estudiada y armoniosa—. Los que llegan de allá son siempre los señores en mi casa. El banquete de esta noche será en tu honor, pues nadie como un hijo de Atenas puede ser rey de la mesa y conducir las conversaciones.

Acteón, algo conmovido por la presencia de una mujer hermosa envuelta en embriagadores perfumes, comenzó á hablar de la casa, del asombro que le había producido su magnificencia en aquel país bárbaro y de la admiración que su dueña gozaba en la ciudad. Todos le habían hablado de Sónnica la rica.

—Sí, me quieren; mas algunas veces me censuran. Pero hablemos de tí, Acteón: cuéntame quién eres; tu vida debe ser interesante como la del viejo Ulises. Dime antes lo que hay de nuevo en Atenas.

Y por largo rato se desarrolló una charla incesante entre los dos griegos; ella queriendo p. 134 saber qué cortesanas eran las que triunfaban en el Cerámico é imponían las modas; alegre, satisfecha de recordar su pasado, rejuvenecida y olvidada de su majestuosa opulencia de Sagunto, como si aún estuviera en la casa de la calle de los Trípodes y Acteón fuese uno de los artistas pobres que la visitaban por la tarde para hablar con intimidad de camaradas de las cosas de la ciudad. Reía al escuchar las últimas agudezas de los desocupados del Ágora, la cancioncilla en boga un año antes, cuando Acteón salió de Atenas; y con el ceño fruncido y una gravedad de diosa se enteraba minuciosamente de las postreras variaciones en el traje y el peinado de las hetarias más célebres.

Satisfecha su curiosidad de ateniense desterrada, quiso penetrar en la azarosa vida de su huésped, y Acteón hizo el relato con sencillez. Nacido en Atenas, había sido trasladado á Cartago á los doce años. Su padre, al servicio de la república africana, guerreaba con Hamílcar en Sicilia. Un mismo esclavo cuidaba en una aldea del interior al hijo del mercenario griego y á un cachorro de Hamílcar que sólo tenía cuatro años. Era Hanníbal. El ateniense recordaba los golpes que había dado muchas veces á aquella pequeña fiera á cambio de los mordiscos con que el africano le sorprendía en medio de los juegos. Estalló la sublevación de los mercenarios con todos los horrores que la convirtieron en la p. 135 guerra inexorable , y su padre, que había permanecido fiel á Cartago y no quiso tomar las armas con sus compañeros, fué á pesar de esto crucificado por el populacho cartaginés que, olvidando sus heridas por la República, sólo vió en él, al extranjero, al amigo de Hamílcar, odiado por los partidarios de Hanón. El hijo se salvó milagrosamente de las sangrientas represalias, y el fiel esclavo de Hamílcar lo embarcó para Atenas.

Allí, bajo la protección de unos parientes, recibió la educación de todos los jóvenes griegos. Conquistó premios del Gimnasio, en la lucha atlética, la carrera y el juego del disco; aprendió á montar caballos sin freno, sin más que apoyar el extremo del pie en una muesca de la lanza; para templar la rudeza de esta educación, le enseñaron á tañer la lira y cantar los versos en diversos estilos, y al verse fuerte de cuerpo y sano de inteligencia, fué enviado como todos los jóvenes atenienses á hacer su aprendizaje militar en las guarniciones de la frontera.

Le aburría la pasividad de esta existencia; era pobre y amaba los placeres; la sangre de sus antepasados, todos soldados de aventura, bullía en su cuerpo, y huyó del Ática para encargarse de una pesquería en el Ponto-Euxino. Después fué navegante, comerció por mar y por tierra; sus caravanas se internaron en el Asia, al través de tribus belicosas y pueblos que vivían p. 136 en la molicie de una civilización remota y decadente. Fué personaje poderoso en la corte de algunos tiranos, que le admiraban al verle beber de golpe una ánfora de vino perfumado y vencer en el pugilato á los gigantes de la guardia con su ágil destreza de ateniense; y cargado de riquezas levantó un palacio en Rhodas junto al mar y dió fiestas que duraron tres días con sus noches. El terremoto que derribó al coloso, acabó con su fortuna; se hundieron sus naves, desaparecieron bajo las olas sus almacenes llenos de mercancías, y comenzó de nuevo la peregrinación por el mundo; en unos sitios maestro de canto, en otros, educador militar de la juventud, hasta que atraído por la guerra de Esparta, se alistó en el ejército de Cleomenes, el último héroe griego, acompañándolo en el momento en que, vencido, se embarcó para Alejandría. Pobre, sin ilusiones, convencido de que la riqueza no volvería á él, triste al ver que todo el mundo lo llenaban los nombres de Cartago y Roma, hundiéndose el de Grecia en el olvido, había venido á refugiarse en Sagunto, la pequeña República casi desconocida, en busca de pan y de paz, hasta que llegase su última hora. Tal vez en aquel retiro, si no lo estorbaba la guerra, escribiría la historia de sus viajes.

Sónnica seguía su relato con interés, fijando en Acteón una mirada de simpatía.

—Y tú que has sido un héroe y un potenta p. 137 do ¿vas á servir á esta ciudad como simple mercenario?

—Mopso el arquero me ha prometido distinguirme entre las tropas.

—No basta eso, Acteón. Tendrías que vivir como los demás soldados; pasar tu vida en las tabernas del Foro, dormir en las gradas del templo de Hércules. No: tú tienes aquí tu casa; te protege Sónnica.

Y en sus ojos brillantes, agrandados por el círculo obscuro, se leía una piedad amorosa que tenía algo de maternal.

El ateniense la contemplaba con admiración, erguida en su asiento como una nube blanca, en la penumbra de la biblioteca que, como todas las habitaciones griegas, no tenía más luz que la que entraba por la puerta.

—Salgamos al jardín, Acteón. La tarde es dulce y podremos creernos por un instante en los bosquecillos de la Academia.

Salieron de la casa y comenzaron á pasear por una tortuosa avenida orlada de altos laureles, sobre los cuales asomaban las ramas de los plátanos, regados con vino para acelerar su crecimiento. En la terraza de la quinta dos pavos lanzaban sus estridentes graznidos y daban vueltas en el filo de la balaustrada, extendiendo las majestuosas colas.

Acteón, al contemplar á la luz del sol á su hermosa protectora, sintió correr por el cuerpo p. 138 un estremecimiento de deseo. Llevaba por todo vestido un xitón griego, una túnica abierta, sujeta por un broche de metal en los hombros y ceñida al talle por un cinturón dorado. Los brazos surgían desnudos de la blanca envoltura, y el lado izquierdo de la túnica, cerrado desde el sobaco á la rodilla por algunos pequeños broches, se entreabría á cada paso, revelando las nacaradas desnudeces. La tela era tan sutil que al través de su transparencia marcábanse los contornos de aquel cuerpo sonrosado, que parecía nadar en una envoltura de espuma tejida.

—¿Te asombra mi traje Acteón?

—No; es que te admiro. Me pareces Afrodita surgiendo de las ondas. Hace tiempo que no veo á las hermosuras de Atenas mostrando su divina belleza. Estoy corrompido por mis viajes al través de las rudas costumbres de los bárbaros.

—Es verdad. Como dice Herodoto, casi todos los que no son griegos consideran como un oprobio el aparecer desnudos... ¡Si supieras cuánto escandalizaron al principio, á las gentes de esta ciudad, mis costumbres de ateniense!... ¡Como si en el mundo existiera algo más hermoso que la forma humana! ¡Como si el desnudo no fuese la suprema belleza! Adoro á Friné, asombrando con su cuerpo desnudo á los viejos del Areópago; haciendo rugir de admiración á los miles de peregrinos reunidos en la playa de Eleusis, que ven surgir sus blancas formas de entre los velos, p. 139 como la luna entre las nubes. Creo en la belleza de sus pechos más que en el poder de los dioses.

—¿Dudas de los dioses? —preguntó Acteón con su fina sonrisa de ateniense.

—Lo mismo que tú y todos los de allá. Los dioses ya sólo sirven de modelos á los artistas, y si se toleran en el viejo Homero, es porque supo contar sus rencillas en hermosos versos. No; no creo en ellos; son simples y crédulos como niños, pero los amo porque son sanos y hermosos.

—¿En qué crees, pues, Sónnica?

—No sé... En algo misterioso que nos rodea y anima la vida: creo en la belleza y el amor.

Se detuvo la griega con aspecto pensativo y continuó:

—Aborrezco á los bárbaros, no porque carezcan de los esplendores del arte, sino por su odio al amor, que encadenan con toda clase de leyes y preocupaciones. Son hipócritas y deformes; hacen de la reproducción un crimen y aborrecen el desnudo, ocultando su cuerpo con toda clase de harapos, como si fuese un espectáculo abominable... ¡Cuando el amor sensual, el encuentro de dos cuerpos, es el sublime amor del que nacimos, y sin él se secaría la fuente de la vida extinguiéndose el mundo!...

—Por eso somos grandes —dijo Acteón con gravedad—. Por eso nuestras artes llenan la tierra y todos se inclinan ante la grandeza moral de Grecia. Somos el pueblo que ha sabido p. 140 honrar la vida rindiendo culto á su origen: satisfacemos sin hipocresía los impulsos del amor, y por esto comprendemos mejor que nadie las necesidades del espíritu. La inteligencia vuela mejor cuando no siente el peso del cuerpo atormentado por la castidad. Amamos y estudiamos: nuestros dioses van desnudos, sin otro adorno que el rayo de luz inmortal sobre la frente. No piden sangre como esas divinidades bárbaras envueltas en ropajes que sólo dejan al descubierto su faz ceñuda de asesinos; son bellos como los humanos, ríen como ellos, y sus carcajadas, rodando por el Olimpo, alegran la tierra.

—El amor es el sentimiento más virtuoso: de él emanan todas las grandezas. Sólo los bárbaros lo calumnian, ocultándolo como deshonestidad.

—Yo conozco un pueblo —dijo Acteón— en el que el amor, la divina fusión de los cuerpos, se mira como una impureza. Es Israel, una amalgama de tribus miserables, acampadas en un país árido, en torno de un templo de bárbara construcción, copiado á todos los pueblos. Son hipócritas, rapaces y crueles: por esto abominan del amor. Si un pueblo así llegase á la grandeza universal de Grecia, si se enseñoreara del mundo, imponiendo sus creencias, se apagaría la eterna luz que brilla en el Parthenón; la humanidad andaría á obscuras, con el corazón seco y el pensamiento muerto; la tierra sería p. 141 una necrópolis, todos cadáveres movibles, y pasarían siglos y más siglos antes que los hombres encontraran otra vez el camino, marchando de nuevo hacia nuestros risueños dioses, hacia el culto á la belleza que alegra la vida.

Sónnica, escuchando al griego, se aproximaba á los altos rosales y arrancaba las flores, aspirándolas con delicia. Se creía en Atenas, en el jardín de la calle de los Trípodes, oyendo á su poeta, que la iniciaba en los dulces misterios del arte y el amor. Y miraba dulcemente á Acteón, con apasionamiento franco y sincero, con sumisión de esclava, diciendo «quiero» con los ojos, como si sólo esperase una palabra para caer en sus brazos.

El aire removía dulcemente todo el jardín. Al través del follaje se veía el cielo de color de púrpura inflamado por la puesta del sol. Bajo los árboles comenzaba á formarse una misteriosa penumbra. Los ruidos del campo, el rebullir de la gente fuera de la quinta en las casas de los esclavos y hasta los gritos de los pájaros exóticos en la terraza, parecían venir de un mundo lejano.

Entre dos macizos de rosales erguíase una imagen de Príapo tallada en un tronco. El dios rústico sonreía con expresión lúbrica, arqueando el pecho velludo y encorvando hacia afuera los riñones, como para ostentar mejor su virilidad enorme pintada de rojo.

p. 142 Sónnica sonrió al ver que lo contemplaba el ateniense.

—Ya sabes que es antigua costumbre poner los jardines bajo la guarda de Príapo. Dicen que ahuyenta á los ladrones. Así lo creen mis esclavos; pero si yo conservo al dios es como símbolo de vida en medio de estas rosas que son tan bellas como las de Pæstum. La brutalidad del gesto de Príapo completa la dulzura graciosa del Amor.

Los dos griegos se alejaron silenciosos, con paso tardo, por una avenida de esbeltos cipreses, á cuyo extremo se abría una gruta con los peñascos tapizados de hiedra, dejando filtrar por sus aberturas una luz verde y difusa. Un amorcillo blanco lanzaba con una concha un chorro de agua que parecía llorar dulcemente, chocando con el tazón de alabastro. Allí pasaba la antigua cortesana las horas de calor.

Acteón sintió en un hombro el roce mórbido y firme del pecho de la griega.

—¡Sónnica!...

Y acariciando el cinturón de oro de la griega, lo hizo caer al suelo. Los brazos frescos y satinados de la cortesana se anudaron á su cuello como serpientes de marfil: su cabeza se frotó amorosamente contra los hombros del griego, que mirando hacia abajo veía fijos en él unos ojos de violeta, húmedos con estremecimientos de emoción.

p. 143 —Eres Atenas que vuelve á mí —murmuró ella con dulce desmayo—. Cuando te encontré esta mañana en las gradas de Afrodita creí que eras Apolo descendido al mundo... Sentí en mis entrañas el fuego de los dioses... Imposible resistir... He despreciado al Amor por mucho tiempo... Pero el diosecillo se venga y yo te amo. Ven... ¡Ven!...

Y tiraba del cuello de Acteón con sus brazos entrelazados. Se soltaron los broches de la túnica, resbaló ésta á lo largo del cuerpo, y en el crepúsculo de la gruta brilló por algunos instantes con pálida luz la desnudez de la griega.

Eran nueve los convidados de Sónnica y llegaron al cerrar la noche, unos en carros, otros á caballo, pasando por entre los esclavos con antorchas encendidas que guardaban la entrada de la quinta.

Cuando Sónnica y Acteón entraron en la sala del festín, los convidados formaban grupos junto á los lechos de púrpura, en torno de la curva mesa, cuyo mármol lavaban algunas esclavas con esponjas de agua perfumada. Cuatro enormes lámparas de bronce ocupaban los ángulos del triclinyum . De sus brazos pendían con cadenillas un sinnúmero de cazoletas de aceite perfumado, en las que crepitaban las mechas, esparciendo una viva claridad. Guirnaldas de rosas y follaje se tendían de una á otra lámpara, formando un p. 144 marco perfumado á la mesa del festín. Junto á la puerta que comunicaba con el peristilo amontonábanse sobre mesas de labrada madera los platos, los vasos dorados y de plata y los agudos trinchantes de que habían de servirse los esclavos.

El celtíbero Alorco hablaba con Lacaro y otros tres jóvenes griegos de aquellos que por su afeminamiento excitaban el escándalo de los saguntinos en el Foro. El arrogante bárbaro, por una costumbre de su raza, conservaba ceñida la espada hasta el momento del banquete, colgándola después del remate de marfil del lecho para tenerla siempre al alcance de la mano.

En el otro extremo de la mesa conversaban tranquilamente dos ciudadanos de edad madura y Alco, el pacífico saguntino con quien habló Acteón por la mañana en la explanada de la Acrópolis.

Los dos viejos eran antiguos amigos de la casa, comerciantes griegos á los que Sónnica hacía partícipes de sus negocios é invitaba á las fiestas nocturnas, apreciando la mesurada alegría que aportaban á la diversión.

Al entrar la enamorada pareja en la sala del festín, todos los convidados adivinaron su felicidad en los ojos húmedos y brillantes de Sónnica, en el desmayo con que inclinaba hacia Acteón su rubia cabeza coronada de rosas y violetas.

p. 145 —Ya tenemos amo —murmuró Lacaro con entonación envidiosa.

—Ha sido más afortunado que nosotros —contestó el celtíbero con sencillez—. Al fin es un ateniense, y comprendo que Sónnica la insensible se haya ablandado ante uno de los suyos.

Acteón, dándose á conocer á todos los convidados, iba por la sala con el aplomo de un potentado que goza de sus riquezas; como hombre habituado á grandes esplendores, al que un golpe de fortuna saca de la miseria, devolviéndolo á sus primitivas costumbres.

Á una indicación de Sónnica, los convidados se tendieron en los lechos de púrpura que oblícuamente rodeaban la mesa, y entraron en la sala cuatro jóvenes apenas llegadas á la adolescencia, llevando sobre sus cabezas, con la esbelta gracia de las canéforas, canastillas de mimbre con coronas de rosas. Caminaban con gentil ligereza, como si se deslizaran sobre el mosaico al son de invisibles flautas, y con sus finas manos de niña ceñían de flores la frente de los comensales.

El intendente de la quinta entró en la sala con rostro irritado.

—Señora: Eufobias el parásito se empeña en entrar.

Estallaron gritos y protestas entre los convidados al conocer la proximidad de Eufobias.

—¡Arrójalo, Sónnica! ¡Nos llenará de mise p. 146 ria! —gritaban los jóvenes, recordando con rabia las burlas que se permitía en el Foro sobre sus trajes y costumbres.

—Es una vergüenza para la ciudad tolerar á ese mendigo insolente —decían los ciudadanos graves.

Sónnica sonreía; pero de repente vino á su memoria un epigrama cruel que el parásito la había dedicado días antes, recitándolo en el Foro, y dijo con frialdad á su intendente:

—Arrójalo á palos.

Los convidados se lavaron las manos en el chorro de agua perfumada que una esclava iba vertiendo de lecho en lecho, y Sónnica dió la orden de comenzar el banquete, cuando entró de nuevo el intendente empuñando todavía una estaca nudosa.

—Le he pegado, señora, y no quiere irse. Aguanta los golpes y cada vez se mete más en la casa.

—¿Y qué dice?...

—Dice que no es posible una fiesta de Sónnica sin la presencia de Eufobias, y que los golpes son señal de aprecio.

La hermosa griega pareció compadecerse; rieron los comensales y Sónnica dió orden para que entrase el filósofo. Pero antes que saliera á cumplirla el intendente, ya Eufobias se había introducido en la sala, encogido, humilde, pero mirando á todos con ojos insolentes.

p. 147 —Los dioses sean con vosotros. La alegría te acompañe siempre, hermosa Sónnica.

Y volviéndose al intendente dijo con altanería:

—Hermano: ya que ves que de todos modos acabo por entrar, procura otra vez tener la mano menos pesada.

Y entre las risas de los convidados, rascábase la frente, en la que comenzaba á marcarse un chichón, y con la punta de su viejo manto se enjugaba algunas gotas de sangre junto á la oreja.

—¡Salud, piojoso! —le gritó el elegante Lacaro.

—¡Lejos de nosotros! —vociferaron los otros jóvenes.

Pero Eufobias no se fijaba en ellos. Sonreía á Acteón, viéndole acostado junto á Sónnica, y sus ojillos brillaban con expresión maliciosa.

—Has llegado donde yo creía, ateniense. Tú sujetarás á estos afeminados, que rodean á Sónnica y me llenan de insultos.

Y sin hacer caso de las burlescas protestas de los jóvenes, añadió con servil sonrisa:

—Creo que no olvidarás á tu viejo amigo Eufobias. Ahora ya puedes pagarle todo el vino que desee en las tabernas del Foro.

El filósofo ocupó un lecho en el extremo más apartado de la mesa y rechazó la corona que le presentaba una esclava.

p. 148 —No vengo por flores: vengo á comer. Rosas las encuentro en el campo con solo dar un paseo: lo que no se encuentra en Sagunto es un pedazo de pan para un filósofo.

—¿Sientes hambre? —preguntó Sónnica.

—Mayor es la sed. He pasado el día hablando en el Foro: todos me oían y á nadie se le ocurrió que debía refrescarme la garganta.

Había que elegir, según costumbre griega, el rey del banquete; el convidado predilecto encargado de proponer los brindis, de marcar el momento de beber y dirigir las conversaciones.

—Elijamos á Eufobias —dijo Alorco con su grave jocosidad de celtíbero.

—No —protestó Sónnica—. Un día le entregamos por broma la dirección de un banquete y antes de llegar al tercer servicio estábamos todos ebrios. Á cada bocado propone una libación.

—¿Á qué elegir rey? —dijo el filósofo—. Lo tenemos ya al lado de Sónnica. Que sea el ateniense.

—Que lo sea —dijo el elegante Lacaro— y que no te permita hablar en toda la noche, insolente parásito.

En el centro de la mesa elevábase una ancha crátera de bronce, á cuyos bordes asomaba un grupo de ninfas mirándose en el ovalado lago de vino. Cada convidado tenía detrás un esclavo para su servicio y todos ellos llenaron en la crá p. 149 tera los vasos de los comensales, para la primera libación. Eran vasos de los llamados mirrinos , traídos á gran precio de Asia, de misteriosa fabricación, en la que entraba polvo de conchas y mirra endurecida y pintada. Tenían la blanca opacidad del marfil, matizada por grecas de colores, y su pasta misteriosa daba al vino un sabor voluptuoso.

Incorporóse Acteón en su lecho para proponer la primera libación en honor de la divinidad predilecta.

—Bebe por Diana, ateniense —dijo la voz grave de Alco—. Bebe por la diosa saguntina.

Pero el griego sentía en la mano que le quedaba libre otra fina y ensortijada envolviéndola con tibia caricia.

El ateniense dedicó su libación á Afrodita, y los jóvenes prorrumpieron en un grito de entusiasmo. Afrodita debía ser la diosa de aquella noche; y mientras los jóvenes pensaban en las danzarinas de Gades, gran atractivo del banquete, Sónnica y Acteón, con los codos apoyados en cojines y el busto al borde de la mesa, se acariciaban con los ojos, al mismo tiempo que sus cuerpos estaban en cálido contacto.

Robustos esclavos, sudorosos por el fuego de las cocinas, dejaban sobre la mesa los manjares del primer servicio en grandes platos de roja arcilla saguntina. Eran mariscos servidos tal como fueron pescados ó cocidos al rescoldo con p. 150 gran cantidad de especias. Ostras frescas, almejas, erizos aderezados con perejil y hierbabuena, espárragos, pepinos, lechugas, huevos de pava real, un vientre de cerda sazonado con cominos y vinagre, y pájaros fritos nadando en una salsa de polvo de queso, aceite, vinagre y silfio. Además se servía á los convidados el oxigarium , fabricado en las pesquerías de Cartago-Nova: una pasta de tripas de atún, cargada de sal y vinagre, que excitaba el paladar, obligando á beber vino.

El perfume de todos estos platos esparcíase por la sala del festín.

—Que no me hablen de los nidos del ave fénix —decía Eufobias con la boca llena—. Según afirman los poetas, el fénix embadurna su vivienda con incienso, cinamomo y canela, pero ¡juro por los dioses! que en ese nido no me encontraría tan bien como en el triclinio de Sónnica.

—Lo que no te impide, malvado —dijo la griega sonriendo—, dedicarme versos en los que me insultas.

—Porque te quiero y protesto de tus locuras. De día soy filósofo; pero por la noche el estómago me obliga á buscarte para que me peguen tus servidores y me des tú de comer.

Los esclavos retiraban los platos del primer servicio, y colocaban los del segundo, que era el de las carnes y el pescado. Un pequeño jabalí asado ocupaba el centro de la mesa; grandes p. 151 faisanes con el plumaje entero sobre las cocidas carnes se ostentaban en platos rodeados de huevos cocidos y olorosas hierbas; los tordos formaban coronas enristrados en juncos; las liebres, al ser partidas, mostraban su relleno de romero y tomillo; y las palomas campestres confundíanse con las codornices y los tordos. Los pescados eran innumerables y hacían recordar á los griegos los platos de su país, hablando entre bocado y bocado del glauco de Megara, la murena de Scione y las doradas y xifias de las costas de Faraleo y del Helesponto.

Cada convidado escogía en los platos lo que más le gustaba, y obsequiaba con ello á sus amigos, cruzándose presentes por medio de los esclavos de un extremo á otro de la mesa. Nuevos vinos en ánforas selladas y polvorientas subidas de las cuevas, derramábanse en las copas del festín. El vino de Chios, lejano y costoso, confundíase con el Cecubo, el Falerno y el Massico de Italia y los de Laurona y del agro saguntino. Al perfume de estos líquidos, uníanse el de las salsas, en las que entraban con las complicadas recetas de la cocina griega, el silfio, el perejil, el sésamo, el hinojo, el comino y el ajo.

Sónnica apenas comía: olvidaba los platos, colmados de presentes de sus convidados, para sonreir á Acteón.

—Te amo —decía por lo bajo al griego—. Parece que me haya hechizado una maga de la p. 152 Thesalia. Todo en mí está lleno de amor. ¿Ves estos peces?... Temo comerlos; creería cometer un sacrilegio: las rosas y los peces están dedicados á Venus, la madre de nuestra felicidad. Sólo deseo beber... beber mucho. Siento en mí un fuego que me acaricia y me consume.

Los convidados devoraban, tributando elogios al cocinero de Sónnica, un asiático comprado en Atenas por uno de sus navegantes. Le había costado casi el valor de una quinta; pero todos daban por bien empleado el gasto, admirando el arte con que sabía meditar en un rincón de la cocina sus asombrosas combinaciones, ejecutadas después por los otros servidores, y su feliz invención del dátil y la miel para las salsas suaves de los asados. Con un esclavo así, se podía gozar toda la vida y retardar la muerte por muchos años.

Había terminado el segundo servicio. Los convidados se tendían ahítos en sus lechos, aflojándose las vestiduras. Para no incorporarse al beber, los esclavos les servían el vino en copas de alabastro en forma de cuerno, que dejaban caer por su punta un hilillo de vino. La púrpura de los lechos manchábase de bebida. Las grandes lámparas de los ángulos, con sus luces de aceite perfumado, parecían debilitarse en aquella atmósfera densa, cargada del vaho de los platos. Las guirnaldas de rosas, tendidas de una lámpara á otra, desfallecían en el pesado p. 153 ambiente. Al través de la puerta veíanse las columnas del peristilo y un trozo de cielo azul obscuro, en el que parpadeaban las estrellas.

El pacífico Alco, incorporándose en el lecho, sonreía con la dulzura de una embriaguez tranquila, contemplando la belleza del cielo.

—Bebo por la hermosura de nuestra ciudad —dijo levantando el cuerno lleno de vino.

—¡Por la griega Zazintho! —gritó Lacaro.

—Sí; seamos griegos —contestaron sus amigos.

Y la conversación vino á parar en la gran fiesta que por iniciativa de Sónnica celebrarían los griegos de Sagunto en honor de Minerva al recolectarse la mies. Las fiestas Panatheas, terminarían con una procesión semejante á la que se verificaba en Atenas y que Fidias había eternizado sobre mármol en sus famosos frisos. Los jóvenes hablaban con entusiasmo de los caballos que montarían y de los alardes de destreza para los cuales se estaban preparando con continuos ejercicios. Sónnica patrocinaba las fiestas con su inmensa riqueza, y quería que estas fuesen tan famosas como las que celebró Atenas al erigirse el Parthenón.

La juventud saguntina correría por la mañana fuera de las murallas para demostrar que valía tanto como los jinetes celtíberos: los más pacíficos lucharían en el Foro lira en mano para conquistar la corona dedicada al que mejor can p. 154 tase los poemas de Homero; después la procesión desarrollaría sus magnificencias por las calles de la ciudad subiendo á la Acrópolis, y por la tarde se verificaría la carrera del hacha, para que riese la gente silbando al que dejara apagar su antorcha y golpeando al que caminase con lentitud.

—¿Pero es que realmente crees en Minerva? —preguntó Eufobias á Sónnica.

—Creo en lo que veo —contestó la griega—. Creo en la primavera, en la resurrección de los campos, en la mies que sale del terruño para alimentar con sus cabelleras doradas á los humanos, en las flores que son los pebeteros de la tierra, y sobre todas las diosas amo á Atenea por la sabiduría que diviniza á los hombres y á Minerva por su fecundidad que los mantiene.

Los esclavos cubrían la mesa con el tercer servicio, y los convidados, casi ebrios, incorporábanse en sus lechos al ver las canastillas llenas de frutas; los platos cubiertos de hojas de pasta dulce, enrolladas sobre el fuego al estilo de Capadocia, los buñuelos de harina de sésamo henchidos de miel y dorados por el calor del horno y las tortas con queso rellenas de frutas cocidas.

Destapábanse las ánforas pequeñas conteniendo los vinos más preciosos, traídos de los últimos confines del mundo por las naves de Sónnica. El vino de Biblos en Fenicia, saturaba el ambiente con sus penetrantes perfumes como p. 155 una anforilla de tocador; el de Lesbos esparcía al derramarse un dulce olor de rosas, y junto con ellos caían en las copas los de Eritrea y Heráclea, fuertes y espirituosos, y los de Rhodas y Chios, mezclados prudentemente con agua del mar que hacía más fácil la digestión.

Algunos esclavos, para excitar de nuevo el apetito de los convidados y hacerles beber más, ofrecían platos con cigarras en salmuera, rábanos con vinagre y mostaza, garbanzos tostados y aceitunas colimbadas de picante adobo, apreciadísimas por su tamaño y sabor.

Acteón no comía; sentíase turbado por el contacto de Sónnica, que saliéndose de su lecho se oprimía contra él, frotando sus mejillas con las del ateniense y confundiendo sus alientos. Así permanecían silenciosos, contemplándose el uno en las pupilas del otro.

—Deja que te bese en los ojos —murmuraba Sónnica—. Son las ventanas del alma y me parece que por ellos penetra mi caricia hasta lo más hondo de tu pecho.

El arrogante Alorco, grave como un celtíbero en medio de su embriaguez, hablaba de las próximas fiestas, contemplando su copa vacía. Tenía en la ciudad cinco caballos, los mejores de su tribu, y si los magistrados le permitían tomar parte en la fiesta, á pesar de ser extranjero, habían de admirar los saguntinos la rapidez y fuerza de sus hermosas bestias. Para él sería la p. 156 corona si algún suceso inesperado no le hacía abandonar antes la ciudad.

Lacaro y sus elegantes amigos se proponían disputar el premio del canto, y sus manos de mujer, finas y ensortijadas, movíanse nerviosamente sobre la mesa como si ya estuvieran pulsando la lira, y sus bocas pintadas cantaban á media voz los versos homéricos. Eufobias, tendido de espaldas en su lecho, miraba á lo alto con soñolientos ojos, sin voluntad más que para extender la copa y pedir vino; y Alco y los comerciantes griegos se impacientaban por la lentitud del banquete.

—¡Las danzarinas! ¡Que vengan las hijas de Gades! —reclamaban con voces trémulas, brillándoles en los ojos la punta de fuego de la embriaguez.

—Sí, vengan las danzarinas —gritó Eufobias saliendo de su estupor—. Quiero ver como esta honrada gente turba su digestión, que es lo mejor del hombre, con los pasos lúbricos de las hijas de Hércules.

Sónnica hizo un signo á su intendente, y á los pocos instantes sonaron en el peristilo regocijados sones de flautas.

—¡Las aulétridas! —gritaron los convidados.

Y entraron en la sala del festín cuatro esbeltas muchachas, coronadas de violetas, con un xitón abierto desde el talle á los pies, que descubría á cada paso la pierna izquierda, y en la p. 157 boca la doble flauta, sobre cuyos orificios corrían sus ágiles dedos.

De pie, en el espacio que abarcaba la curva de la mesa, comenzaron á entonar una melopea dulcísima, que hizo sonreir plácidamente á los convidados incorporados en sus lechos. Los más de ellos miraban á las aulétridas como antiguas conocidas, y moviendo la cabeza al compás de la flauta, seguían con ojos ávidos el contorno de aquellos cuerpos, que agitaban sus pies acompañando el ritmo.

Varias veces cambiaron de tono y compás las flautistas; pero al cabo de una hora, los convidados parecían aburridos.

—Esto lo conocemos ya —dijo Lacaro—. Son las flautistas de todos tus banquetes, Sónnica. Desde que pareces enamorada, olvidas á tus amigos. Otra cosa; deseamos las danzarinas.

—Sí, que vengan las danzarinas —gritaron los jóvenes.

—Tened calma —dijo la griega, separándose por un instante del pecho de Acteón—. Vendrán las danzarinas, pero será al final del banquete, cuando me rinda el sueño. Os conozco bien, y sé cómo terminará la fiesta. Antes quiero que admiréis á una pequeña esclava que ha aprendido de los marineros griegos á ser una funámbula como las de Atenas.

Antes de que entrase la esclava, los convidados miraron alarmados á un extremo de la mesa. p. 158 Un mujido de bestia salía debajo de ella. Era Eufobias, que caído de su lecho y con la cabeza sobre el mosaico, arrojaba la comida entre un arroyo de vino.

—Dadle hojas de laurel —dijo el prudente Alco—. Nada mejor para disipar la embriaguez.

Los esclavos le hicieron mascar las hojas casi á la fuerza, sin hacer caso de las protestas del filósofo.

—No estoy ebrio —gritaba Eufobias—. Es el hambre que me persigue. Los más de los días no encuentro pan, y cuando tropiezo con una mesa como la de Sónnica, se me escapa lo que como.

—Dí mejor lo que bebes —contestó Sónnica, volviendo á reclinar su cabeza en el pecho del griego.

La funámbula había aparecido ante la mesa y saludó á su señora, llevándose las manos á la cara. Era una muchachuela de catorce años, de piel amarillenta, y sin otra vestidura que una faja roja arrollada por debajo del vientre. Sus miembros nerviosos y ágiles y el pecho enjuto, sin más que una ligerísima hinchazón en los senos, la hacía parecer un muchacho. Los convidados viejos sonreían conmovidos ante aquella frescura casi masculina.

Dió un grito, y doblándose con nerviosa elasticidad, púsose sobre las manos, y con los pies en alto y la cabeza rozando el suelo, comenzó á correr rápidamente por el triclinio. Des p. 159 pués, con una poderosa flexión de sus brazos, saltó sobre la mesa, y sus manos trotaron por entre la confusión de platos, ánforas y copas sin derribarlos.

Los convidados aplaudieron con gritos de entusiasmo. Los dos comerciantes griegos la ofrecieron sus copas, pellizcándola las mejillas mientras bebía y bajando sus manos acariciadoras á lo largo de la espalda.

—Lacaro —dijo el filósofo á su elegante enemigo—. ¿Por qué tú y tus camaradas no habéis traído á los lindos esclavos que os sirven de apoyo en el Foro?

—Nos lo ha prohibido Sónnica —contestó el joven satisfecho de la pregunta, sin adivinar la ironía de Eufobias—. Es una mujer superior, pero de las refinadas costumbres de Atenas, esta es la única que se niega á aceptar. Sólo cree en Júpiter y Leda: el bello Ganímedes la hace escupir. Es una ateniense incompleta.

Algunos esclavos, bajo la dirección de su jefe, plantaban en el suelo filas de espadas de hoja ancha y aguda, para que la funámbula realizase la gran suerte. Las aulétridas hicieron sonar una melodía lenta y triste, y la funámbula, otra vez con la cabeza en el suelo, comenzó á marchar entre las espadas sin derribarlas ni rozar sus agudos filos. Los convidados, con la copa en la mano, la seguían ansiosamente por entre el bosque de agudos hierros que po p. 160 dían clavarse en su cuerpo á la más leve vacilación. Deteníase junto á una espada, levantaba una mano, y apoyándose únicamente en la otra, encogía el brazo hasta besar el suelo; después lo ponía rígido, elevándose; y en estos movimientos la cortante hoja la rozaba el vientre y el pecho sin llegar á herir la piel.

Aplaudieron de nuevo los comensales cuando la muchacha concluyó su trabajo. Los dos viejos la obligaron á tenderse entre ellos, haciéndola casi desaparecer bajo sus amplias túnicas, dejando únicamente al descubierto su maliciosa cabeza de muchacho que husmeaba las copas y las confituras.

—¡Pero Sónnica!... —protestó Lacaro—. ¿Cuándo se ha visto á la hermosa griega olvidar de tal modo á sus convidados? Ateniense que la enloqueces con tu amor; intercede por nosotros y haz que se presenten pronto las hijas de Gades.

Sónnica parecía adormecida sobre el pecho de Acteón, embriagada por el calor del cuerpo de su amante.

—Dí que entren... que hagan lo que quieran... que nos dejen tranquilos.

Sonó en el peristilo un rumor de pasos, de risas y cuchicheos, y empujándose como un rebaño revoltoso, entraron en el triclinio las danzarinas de Gades.

Eran muchachas de pequeña estatura y miembros sueltos y ágiles: la piel de una palidez de p. 161 ámbar, los ojos rasgados y luminosos, la cabellera negra y el cuerpo envuelto en flotantes velos de una transparencia difusa y engañosa, más excitante aún que la desnudez. Llevaban sobre el pecho y en piernas y brazos sartas de monedas y amuletos que chocaban con alegre tintineo á cada movimiento, y miraban á los convidados con fijeza, sin experimentar turbación alguna, como un rebaño acostumbrado á las fiestas y que marchaba de banquete en banquete, viendo sólo á los hombres en la hora de la embriaguez.

El jefe de la banda, un viejo apergaminado de insolente mirada, iba vestido como ellas, con velos femeniles, las mejillas pintadas, los ojos cercados de negro, grandes arracadas en las orejas y una sonrisa cínica en su boca de bermellón, pronta á aceptar las más infames proposiciones.

Eufobias, indiferente ante las gracias de las danzarinas, le contemplaba con admiración, obsesionado por la duda del sexo á que correspondían aquellos brazos esqueléticos pintados de blanco y recargados de joyas que asomaban por entre los velos.

—Hermano, ¿eres hombre ó mujer? —preguntó gravemente el filósofo.

—Soy el padrecito de todas estas flores —contestó el eunuco con voz aguda, mostrando al sonreir sus encías sucias y desdentadas.

p. 162 Tres de las mujeres, puestas en cuclillas, comenzaban á hacer sonar los crótalos con sonoro repiqueteo, mientras otra golpeaba con la mano un tamboril de vientre cóncavo, que sostenía con el brazo izquierdo en forma de asa.

El eunuco dió un golpe en el suelo con un palo, é inmediatamente cuatro parejas de danzarinas salieron al centro del triclinio y comenzaron á bailar al son de la bárbara y ruidosa música de sus compañeras. Danzaban con solemnidad, erguidas majestuosamente, extendiendo los brazos como si nadasen en el espacio, agitando con lentos contoneos sus cuerpos morenos, que parecían flotar en el oleaje de espuma transparente que los envolvía. Poco á poco los movimientos iban acentuándose; eran gentiles desperezos que hacían subir los firmes pechos, asomando sus puntas por entre los velos; contorsiones en las que giraba el tronco sobre las caderas; un vaivén de las formas encerradas en aquella blanca y flotante envoltura que al volar en mil pliegues con aleteo voluptuoso, parecía animar las luces de las lámparas.

De repente, á una señal del viejo, se cortó la música y cesaron de bailar.

—Más... más —gritaron los convidados incorporados en sus lechos por la excitación de la danza.

Era un descanso para mudar de tono y avivar aún más el entusiasmo con la breve cal p. 163 ma. La música adquirió un ritmo vivo y ruidoso, el viejo comenzó á golpear con su bastón el suelo, lanzó un lamento prolongado, triste, de suave dulzura, que no parecía salir de su infecta boca, y á continuación rompió á cantar con lentitud soñolienta unas estrofas de amor con palabras de doble sentido, que causaban el efecto de afrodisíacos, haciendo rugir de entusiasmo á los comensales.

Las danzarinas se lanzaron de un salto al centro del triclinio, bailando apresuradamente, como poseídas de la fiebre. Cada canción era un latigazo que excitaba sus nervios, y sus pies desnudos saltaban como pájaros de nieve sobre el mosaico ó se elevaban con gentil vuelo, levantando las nubes de gasa que dejaban al descubierto una pierna bien modelada, con adornos ruidosos que esparcían argentinos choques. Sus vientres, de suave curva, parecían adquirir vida aparte; y sobre el cuerpo inmóvil con rigidez hiératica, movíanse como animales nerviosos, contrayéndose en circulares estremecimientos, formando un remolino de voluptuosas ondulaciones, del cual era el ombligo el sonrosado centro. Acompañábanse en la danza con el incesante chasqueteo de sus dedos. Recogiéndose las gasas bajo los brazos, ajustándolas á sus caderas, movían con voluptuoso ritmo sus redondeces de ánfora, suspirando con desmayo, la cabeza inclinada, como encantadas por la con p. 164 templación de su propia belleza. De repente la música se debilitaba como si se alejase, y las danzarinas, con los pies juntos y las piernas entreabiertas, descendían y descendían en lenta espiral, en suaves ondulaciones, hasta tocar el suelo, y de pronto, así que sus bellezas calipygas rozaban el mosaico, erguíanse como una serpiente que despierta, y los crótalos y el tamboril sonaban más ruidosamente entre los aullidos de las músicas que las animaban con palabras de amor, con exclamaciones de supremo arrebato, como si estuvieran al pie de un revuelto lecho.

Los convidados, rojos de emoción, los ojos chispeantes y la boca seca, se habían lanzado al centro del triclinio, interrumpiendo la danza, mezclándose con las parejas, separándolas. Eufobias roncaba al pie de su lecho. Sónnica había desaparecido desde mucho antes, saliendo del triclinio apoyada en una esclava, sin separar su cabeza del hombro de Acteón.

Los velos de las danzarinas caían al pie de la mesa. Devoraban las confituras y las frutas, bebían en las ánforas y sumergían sus cabezas en la crátera de las ninfas para reir al verse con la cara manchada de vino. El eunuco seguía cantando y dando golpes furiosos en el suelo para marcar el ritmo á sus músicas. Era en vano; las que intentaban bailar no podían moverse entre las manos de los convidados, que á cada vuelta p. 165 las golpeaban en sus redondeces, arrancándolas los velos. Los jóvenes rodaban al pie de las lámparas enloquecidos por aquellas bacantes de sabia perversión, criadas en un puerto al que llevaban los navegantes los refinamientos y corrupciones del mundo entero. El celtíbero Alorco, brutal en su entusiasmo, paseaba por el triclinio con los brazos extendidos, haciendo alarde de sus fuerzas, sosteniendo en las nervudas manos dos danzarinas que chillaban asustadas; y afuera, en la obscuridad del peristilo, notábase el remover de los esclavos y las esclavas de las cocinas que se acercaban arrastrándose para gozar de lejos el espectáculo de la bacanal.

Aún no había amanecido cuando despertó Acteón, extrañando, sin duda, el blando lecho y los perfumes del dormitorio. Sónnica estaba á su lado, y á la luz de la lámpara colocada junto á la puerta, veíase la sonrisa de felicidad que vagaba en sus labios.

De la embriaguez de la noche quedábale al ateniense el vehemente deseo de respirar aire libre. Se ahogaba en la habitación de Sónnica, hundido en el lecho que parecía arder con el fuego de los anteriores arrebatos, cerca de aquel cuerpo que luego de estremecerse sobre él con el abandono de la embriaguez y la pasión estaba inerte y sin otra vida que los suaves suspiros que hinchaban su pecho.

p. 166 Quedamente y de puntillas salió el griego al peristilo. Aún lucían las lámparas en el triclinio, y un vaho insufrible de viandas, vinos y cuerpos sudorosos salía por su puerta. Vió á los convidados tendidos en el suelo entre mujeres que roncaban, mostrando al cambiar de postura sus más recónditas desnudeces. Eufobias había despertado de su borrachera, y ocupando el lugar de honor, el lecho de Sónnica, se forjaba la ilusión de ser dueño de la quinta. Arrebujado en su manto viejo hacía bailar á dos danzarinas soñolientas, contemplando con fijeza desdeñosa sus carnes desnudas como hombre que se considera por encima de los carnales deseos.

Al aparecer Acteón en el triclinio huyeron algunos esclavos, temerosos de ser castigados por su curiosidad. No queriendo ser visto por el filósofo, salió el griego de la casa buscando el fresco del jardín. En él notó la misma fuga ante sus pasos. Huían por las avenidas las enlazadas parejas; tras los macizos de follaje sonaban gritos de sorpresa al aproximarse él, y en las últimas sombras de la noche el jardín aparecía animado por una vida misteriosa, como si bajo sus bóvedas de hojarasca se buscara todo un pueblo entregándose al amor.

Eran los esclavos que, excitados por la fiesta, continuaban á cielo abierto las escenas del triclinio.

El griego sonrió, pensando que la fiesta iba á p. 167 aumentar con nuevos esclavos la riqueza de la señora.

—Que gocen en paz. Sería perjudicar á Sónnica.

Y salió del jardín para no turbar la alegría del rebaño miserable que, olvidando sus penas, se buscaba y unía en la penumbra del amanecer.

Atravesó el inmenso dominio de Sónnica, los bosques de higueras, los extensos olivares, hasta que de pronto, se vió en el camino de la Sierpe. Nadie pasaba por él. Se oyó sonar á lo lejos el galope de un caballo y Acteón vió á la luz azulada del amanecer un jinete que sin duda se dirigía al puerto.

Al aproximarse lo reconoció el ateniense, á pesar de que llevaba cubierta la cabeza con la capucha de un manto de guerra. Era el pastor celtíbero. Lanzándose el griego al centro del camino, agarró el caballo por las bridas, mientras el jinete, detenido en su carrera, echaba el cuerpo atrás, tirando del cuchillo que llevaba en el cinto.

—¡Quieto! —dijo Acteón en voz baja—. Si te detengo es para decirte que te he conocido. Eres Hanníbal, el hijo del gran Hamílcar. Tu disfraz podrá servirte para los saguntinos, pero tu amigo de la niñez te reconoce.

El africano avanzó su melenuda cabeza, y sus ojos imperiosos adivinaron al griego en la penumbra.

p. 168 —¿Eres tú Acteón?... Al encontrarte ayer tantas veces, comprendí que acabarías por conocerme. ¿Qué haces aquí?

—Vivo en casa de Sónnica la rica.

—He oído hablar de ella: una griega famosa por su hermosura y su talento como las cortesanas de Atenas. Deseaba conocerla, y creo que la hubiera amado si la misión de los hombres fuese ir tras las mujeres... ¿Y no haces nada más?

—Soy guerrero á sueldo de la ciudad.

—¡Tú!... ¡El hijo de Lisias, que fué el capitán de confianza de Hamílcar! ¡Un hombre educado en el Pritaneo de Atenas, al servicio de una ciudad de bárbaros y comerciantes!...

Calló algunos momentos, como extrañado por la conducta del griego, y añadió con resolución:

—Monta en las ancas de mi caballo: vente conmigo. En el puerto me espera una nave cartaginesa que carga plata. Voy á Cartago-Nova á ponerme al frente de los míos. Se aproximan días de gloria, una empresa inmensa y sublime, como la de los gigantes, cuando amontonando montañas, escalaron vuestro Olimpo. Ven: tú eres el amigo de mi niñez, te conocí antes que á Hasdrúbal y Magón, los hijos de Hamílcar, que el glorioso capitán me dió por hermanos, llamándonos á los tres «mis leoncillos...» Te conozco; eres astuto y valiente como tu padre: á mi lado conquistarás riquezas. ¡Quién sabe si reinarás en algún hermoso país cuando, imitando á Ale p. 169 jandro, reparta yo mis conquistas entre mis capitanes!...

—No, cartaginés —dijo Acteón gravemente—. No te aborrezco, recuerdo con placer nuestros primeros años, pero nunca iré contigo. Se opone tu raza, el pasado de tu pueblo, la sombra ensangrentada de mi padre.

—La raza no es más que una ficción; el pueblo un pretexto para hacer la guerra. ¿Qué más te da servir á Cartago que á otra república, si eres griego? Si me abandonasen los míos, pelearía por cualquier país. Nosotros somos hombres de guerra, nos batimos por la gloria, el poder y las riquezas: las necesidades de nuestro pueblo, sólo sirven para justificar nuestra victoria y que despojemos al enemigo. Odio á los mercaderes de Cartago, pacíficos y pegados á sus tiendas, tanto como á los orgullosos romanos. Ven, Acteón; ya que nos hemos encontrado, sígueme: la fortuna va conmigo.

—No, Hanníbal: aquí me quedo. Viendo tus soldados africanos recordaría al populacho que crucificó á Lisias.

—Fué un crimen inevitable: una locura de aquella guerra sin entrañas á que nos impulsaron los mercenarios. Mi padre lo lamentó mil veces acordándose de su fiel Lisias. Yo repararé con mi protección aquella injusticia de Cartago.

—No te seguiré, Hanníbal. He dicho adiós á p. 170 la guerra y al botín. Prefiero envejecer aquí en esta vida tranquila y dulce, al lado de mi Sónnica, amando la paz como cualquiera de los saguntinos que viven en el barrio de los comerciantes.

—¡La paz!... ¡la paz!...

Y una carcajada estridente y brutal, semejante á la que oyó Acteón en las gradas de Afrodita cuando se embarcaban los legados romanos, resonó en el silencio del camino.

—Oye bien, Acteón —dijo el africano recobrando su gravedad—; la prueba de que aún guardo por tí mi afecto de la niñez, es la franqueza con que te abro mi pensamiento. ¡Sólo á tí, entiéndelo bien!... Si durmiendo en mi tienda supiera al despertar que se había escapado en palabras lo que pienso, daría de puñaladas al centinela que guarda mi sueño... ¡Hablas de paz!... Despierta, Acteón. Si piensas envejecer tranquilo en alguna parte, huye con esa griega que amas, lejos, muy lejos. Donde yo esté no habrá paz mientras no sea el soberano del mundo. La guerra marcha ante mis pasos; el que no se someta á mí, tiene que morir ó ser mi esclavo.

El griego comprendió la amenaza que significaban estas palabras.

—Piensa, Hanníbal, que esta ciudad es Roma. La República la tiene como aliada y la protege.

—¿Crees que temo á Roma?... Si odio á Sagunto, es porque se muestra orgullosa de su p. 171 alianza y me desprecia y olvida, á pesar de que estoy cerca. Muéstrase tranquila porque la protege esa República desde muy lejos, y se ríe de mí que reino sobre toda la península hasta el Ebro y estoy acampado casi á sus puertas. Hostiliza á los turdetanos, que son mis aliados, como todas las tribus iberas; y dentro de sus muros decapita á los ciudadanos que me aman; á los que fueron amigos del gran Hamílcar... ¡Ah, ciudad ciega y orgullosa! ¡Cuán caro va á costarte vivir cerca de Hanníbal sin conocerle!...

Y volviéndose sobre la silla del caballo, miraba con ojos amenazadores la Acrópolis de Sagunto que se destacaba entre las brumas del amanecer.

—Roma caerá sobre tí apenas ataques á su aliada.

—Que venga —contestó el africano con arrogancia—. Es lo que deseo. Me pesa la paz: no puedo acostumbrarme á ver Cartago vencida mientras existen hombres como yo y mis amigos. Ó Roma, ó África. Que venga cuanto antes el último choque, el esfuerzo supremo, y sea señor del mundo el pueblo que quede en pie... Odio á los ricos de mi país, que viven felices en la vergüenza de la derrota, porque les dejan comerciar tranquilos y llenar sus cuevas de plata. Son los miserables que después de nuestras derrotas de Sicilia, soñaron con abandonar Cartago y trasladarse en masa á las islas del Mar Grande, p. 172 para vivir tranquilos. Son verdaderos cartagineses; fenicios sin más gloria que el cambio, ni otra aspiración que encontrar puertos para dar salida á sus mercancías. Los Barcas somos libios; descendemos de dioses, tenemos como ellos la grandeza de pensamiento; queremos ser señores ó morir... Esos mercaderes no comprenden que no basta ser ricos; que es preciso dominar é infundir miedo, y forman en Cartago el partido de la paz que amargó la vida de mi padre con derrotas, y me deja aislado á mí, sin otros recursos que los que puedo procurarme en la península. Desconocen á los Barcas, á pesar de que trabajamos por el poderío universal de Cartago. Mi padre, al perder Sicilia, vió en el porvenir la muerte de nuestro pueblo y quiso salvarlo. Habíamos perdido una gran parte de nuestro antiguo comercio; necesitábamos un ejército para defendernos de la ambiciosa Roma, y no lo teníamos. Los ciudadanos de Cartago son buenos, cuando más, para pelear en su propio suelo. El comerciante no resiste el peso de las armas ni consiente en caminar meses y años por países hostiles. La ganancia del botín conquistado con sangre, la alcanza con más facilidad detrás de sus fardos, y como ama el dinero, no quiere pagar soldados extranjeros. Por esto Hamílcar nos trajo á la península, y aquí hemos dado á Cartago nuevos puertos y mercados, y los Barcas tienen un ejército formado por ellos mismos. Poco p. 173 importa que en el Senado cartaginés los amigos de la paz se nieguen á enviarnos soldados. Las tribus ibéricas amaron á mi padre después de poner á prueba su energía, y se levantarán en armas á la voz de los Barcas contra el enemigo que les designemos.

Y Hanníbal miraba las lejanas montañas como si adivinase los innumerables pueblos bárbaros que vivían tras ellas, arañando la tierra ó apacentando rebaños.

—Cayó Hamílcar —dijo con tristeza— cuando veía ya realizados sus ensueños; un gran ejército para entrar de nuevo en lucha con Roma y riquezas propias para sostener la guerra sin necesitar el auxilio de los mercaderes africanos. Hasdrúbal, el hermoso marido de mi hermana, perdió ocho años al sucederle. Era un buen gobernante y un tímido caudillo. Tal vez fué Baal, nuestro dios iracundo, quien guió el brazo de su asesino, para que le sucediera otro capaz de exterminar á la eterna enemiga de Cartago... Ése seré yo: óyelo bien, griego. Tú eres el primero que penetra en mi pensamiento. Ha llegado el instante de reñir la última batalla. Pronto sabrá Roma que existe un Hanníbal que la desafía apoderándose de Sagunto.

—Tienes escaso poder para ello, africano. Sagunto es fuerte, y yo que vengo de Cartago-Nova, sólo he visto allí los elefantes, los restos del ejército que trajo tu padre y la caballería p. 174 númida que han enviado vuestros amigos de África.

—Olvidas á los iberos y celtíberos, á toda la península que se levantará en masa para venir á la toma de Sagunto. El país es pobre y la ciudad está abarrotada de riquezas. La he visto bien. Hay en ella para pagar un ejército años enteros, y hasta de las costas del Mar Grande vendrán las tribus lusitanas, atraídas por la esperanza del botín y ese odio que los rudos naturales profesan á una ciudad opulenta y civilizada, donde viven sus explotadores. No será para Hanníbal gran empresa apoderarse de una república de agricultores y mercaderes.

—¿Y después que seas dueño?...

El africano no contestó, hundiendo la barba en el pecho con una sonrisa enigmática.

—¿Callas, Hanníbal?... Pues después que seas dueño de Sagunto nada habrás adelantado. Roma reclamará contra tí por violar los tratados, y el Senado cartaginés te maldecirá; pondrá tu cabeza á precio, ordenará á tus soldados que no te obedezcan, y morirás crucificado ó vagarás por el mundo como un esclavo fugitivo.

—No, ¡fuego de Baal! —gritó el caudillo con arrogancia—. Cartago no intentará nada contra mí; aceptará la guerra con Roma aun cuando hoy no la quiera. Tengo allá los innumerables partidarios de los Barcas, el populacho que quiere la guerra, porque proporciona envíos de des p. 175 pojos y repartos; toda la gente de los suburbios, cuyo entusiasmo mantengo enviando cuantas riquezas saco de la península, después de pagar las tropas. Hamílcar y Hasdrúbal hicieron lo mismo. Serían capaces de pasar á cuchillo á los ricos, si intentasen algo contra Hanníbal. No he vuelto á Cartago desde que seguí á mi padre á los nueve años; pero el pueblo adora mi nombre. Los del partido de la paz me seguirán á la guerra, si á la guerra los arrastro.

—¿Y cómo vencerás á Roma?...

—No sé —dijo Hanníbal con su misteriosa sonrisa—. Siento un mundo de pensamientos que provocarían la risa de mis amigos si los relatase... Me veo como un titán escalando montañas inmensas, siguiendo caminos de águila, hundiéndome en la nieve, llegando hasta el cielo para caer con más fuerza sobre mi enemigo... No me preguntes más: nada sé. Mi voluntad dice: «quiero» y esto basta... Llegaré.

Calló Hanníbal frunciendo el entrecejo, como si temiese haber dicho demasiado.

Era ya de día. Por el camino pasaban mujeres con cestos en la cabeza. Dos esclavos llevando en hombros una gran ánfora pendiente de un palo, se detuvieron un momento junto á ellos para descansar. El africano acariciaba el cuello de su caballo, como preparándose á partir.

—Por última vez, griego. ¿Vienes?...

p. 176

Acteón hizo con su cabeza un movimiento negativo.

—Te conozco demasiado para rogarte que olvides haber visto á Hanníbal. Eres astuto: sabes que cuanto aquí hemos dicho se lo tragó el silencio de los campos y á nadie debe repetirse. Sé feliz con tu nuevo amor y vive en paz, ya que habiendo nacido águila para volar, quieres permanecer en un corral. Si alguna vez eres mi enemigo y me combates, no te crucificaré; no serás mi esclavo. Te quiero, aunque no me sigues; no olvido que tú fuiste el primero que me enseñó á arrojar un dardo. ¡Que Baal te guarde, Acteón! Los míos me esperan en el puerto.

Y con el manto flotante, salió al galope entre una nube de polvo, atropellando á los campesinos y esclavos, que se arremolinaban en los bordes del camino para dejarle paso.


p. 177

IV

Entre griegos y celtíberos

Á nadie habló Acteón de este encuentro. Es más; á los pocos días, casi lo había olvidado. Veía tranquila la ciudad, ocupada en preparar las grandes fiestas Panatheas, segura con la protección de su aliada Roma, y el recuerdo de la entrevista con el africano, tomaba en su memoria la vaguedad de un ensueño.

Tal vez las palabras de Hanníbal no eran más que arrogancias de la juventud. Odiado por los ricos de su país, y sin más auxilios que los que él mismo pudiera procurarse, no iba á acometer la audaz empresa de atacar á una ciudad aliada de Roma, violando con esto los tratados de Cartago.

Además, el griego estaba en un período de dulce embriaguez; siempre entre los brazos de Sónnica ó tendido en su regazo en la frescura del peristilo; escuchando las liras de las esclavas y las flautas de las aulétridas y contemplan p. 178 do las danzas de las de Gades, mientras su amante le ceñía de flores la cabeza ó derramaba sobre él costosos perfumes.

Algunas veces, su inquieto espíritu de viajero y hombre de guerra, avezado al movimiento y á la lucha, se rebelaba ante la molicie. Entonces huía á la ciudad. Allí conversaba con Mopso el arquero, y escuchaba á los murmuradores del Foro, que, sin sospechar el paso de Hanníbal por Sagunto, hablaban de la posibilidad de que el caudillo africano intentase algo contra ellos, y se reían de su poder, fiando en la fortaleza de sus muros y más aún en la protección de Roma, que repetiría en las costas de Iberia sus triunfos de Sicilia sobre los cartagineses.

Acteón contrajo gran amistad con Alorco el celtíbero. Le complacía la fiera altivez del bárbaro, su nobleza de sentimientos y el respeto casi religioso que mostraba ante la cultura griega. Su padre, viejo y enfermo, era reyezuelo de unas tribus que en las montañas de la Celtiberia apacentaban grandes rebaños de caballos y toros. Él era su único heredero y había de reinar algún día sobre aquella gente tosca, de costumbres feroces, que en perpetua cuatrería, se hacía la guerra por robarse los caballos, y en los años de hambre bajaba de las montañas para despojar á los labradores de las llanuras. Su padre le había llevado de niño á Sagunto, y tal efecto causaron en él las cos p. 179 tumbres de los griegos que, una vez mozo, fué su más vehemente deseo volver á la ciudad de la costa, y en ella vivía con algunos servidores de su tribu y magníficos caballos, haciéndose el sordo á los cariñosos llamamientos del viejo jefe próximo á la muerte, y siendo considerado por los saguntinos casi como un conciudadano.

Su deseo era figurar en las fiestas de las Panatheas; que le admirasen los griegos de la ciudad galopando en las carreras para conquistar la corona de olivo. Se mostraba muy agradecido á Acteón, porque éste, valiéndose de la influencia de Sónnica, había conseguido de los magistrados que el celtíbero figurase entre los jinetes de la gran procesión que subiría á la Acrópolis para llevar las primeras espigas al templo de Minerva.

En los días que el ateniense languidecía entre cánticos y perfumes, abrumado por las caricias de la griega, que parecía arder en el fuego de la última pasión de su vida, saltaba del lecho al amanecer, se echaba el arco á la espalda, y seguido por dos hermosos perros corría el agro de Sagunto, dando caza á los gatos monteses que bajaban de las cercanas montañas.

En una de estas correrías tuvo un encuentro. Era mediodía; caía verticalmente la luz del sol, y los perros, jadeantes, se detuvieron ladrando p. 180 ante un bosque de higueras seculares, cuyas ramas llegaban al suelo, formando sombríos pabellones de follaje. Acteón, haciendo callar á sus bestias, avanzó cautelosamente con el arco preparado, y al separar la cortina de hojas vió en el centro de una plazoleta formada por los árboles á sus dos amigos Ranto y Eroción.

El muchacho estaba sentado en el suelo ante un montón de arcilla roja que iba modelando con lentitud, frunciendo el entrecejo y silbando penosamente. La pastorcilla, completamente desnuda, con el impudor de una belleza sana é inocente, satisfecha de ser admirada, sonreía á Eroción, coloreándose sus mejillas ligeramente cada vez que el artista levantaba sus ojos de la arcilla para fijarlos en la modelo.

Acteón bebía con la mirada las formas de aquel cuerpo primaveral. Sentía el entusiasmo de los griegos ante la belleza, replegada aún en sí por el ardor de la pubertad. Admiraba sus senos tiernos y pequeños como capullos, surgiendo apenas del cuerpo; las caderas de ligera curva; la línea que caía de la nuca á los pies con suavísimas ondulaciones, que servían para dar más encanto á su pureza; aquella gracia de efebo hermoso y fuerte, unida al encanto del sexo. Su gusto de griego refinado admiraba la frescura de las formas, comparándolas mentalmente con las opulencias soberbias, pero un tanto maduras, de Sónnica.

p. 181 Ranto, al ver asomar entre las hojas la cabeza del griego, dió un grito penetrante y corrió á ocultarse tras una higuera en busca de sus ropas. Entre el follaje sonaron los esquilones de las cabras, asustadas por el grito de la pastorcilla, y las reses asomaron sus hocicos brillantes, con los ojos húmedos y los retorcidos cuernos.

—¿Eres tú, ateniense? —dijo Eroción levantándose con gesto de malhumor—. Has asustado á Ranto con tu inesperada presencia.

Después añadió con malicia.

—Ranto es tu esclava, ya lo sé. Y también sé que eres el dueño de la alfarería donde trabajo. Has subido mucho desde la mañana en que te encontramos en el camino de la Sierpe. Dispones de Sónnica la rica: el amor la ha hecho tu esclava.

—No soy amo de nadie —dijo el griego con sencillez—. Soy vuestro amigo y recuerdo que el primer pan que comí en la ciudad lo recibí de vuestras manos.

Eroción pareció adquirir confianza con estas palabras.

—¿Qué miras, ateniense? ¿Ese barro? ¡Cómo debes burlarte de mí! Estoy convencido; no sirvo para artista. Hay momentos en que me creo capaz de hacer una obra grande: la concibo, la veo como si la tuviera en pie dentro de mi cabeza; pero cuando pongo las manos en el barro p. 182 reconozco mi torpeza y siento ganas de llorar. ¡Ah! ¡Si yo hubiese ido á Grecia!

Y decía estas palabras como un lamento, mirando con rabia el montón de barro, en el cual comenzaban á marcarse con cierta rudeza las formas de Ranto.

—¡Si supieras cuánto tuve que hablar para decidirla á que me mostrase la divina desnudez de su cuerpo!... No lo extrañes; es de raza de bárbaros: teme el garrote de su abuelo el pastor, que caería sobre sus carnes si la viese como tú acabas de verla. La hablé de nuestros escultores, ante los cuales se disputan las más hermosas hetarias el honor de desnudarse; y la seguridad de que Sónnica su señora había hecho lo mismo en Atenas, fué lo único que la decidió... ¿Pero cómo copiar su cuerpo divino? ¿Cómo infundir á la tierra amasada la vida que circula bajo su piel?

En su desaliento amenazaba á la figurilla de barro como si quisiera aplastarla con los pies. Después se animó y dijo con resolución:

—Yo soy más fuerte que mi torpeza. Trabajaré años y más años si es preciso, hasta ver reproducido con toda su hermosura el cuerpo divino de mi Ranto. No volveré á la alfarería aunque el viejo arquero me mate á golpes... Había comenzado mi obra queriendo que figurase en la procesión de las Panatheas. Ranto la llevaría sobre su cabeza, y la multitud se aglomeraría para p. 183 verla. Sólo espero un momento de inspiración, una racha feliz: ¿quién sabe si mañana soplarán las musas sobre mí, y me levantaré con facilidad en las manos para ejecutar lo que sueño?...

Y lanzándose francamente por el despeñadero de la imaginación, el pequeño artista contó al ateniense sus ensueños.

—Si logro terminar esta estatua, el porvenir es mío, y algún día grabarán mi nombre en el Foro para que lo lean con admiración las gentes de la ciudad. Me libraré para siempre de la alfarería; regalaré mi estatua á Sónnica después de haberla admirado todo Sagunto en las Panatheas, y tu amante, que es tan generosa, me embarcará en uno de sus navíos. Veré Atenas, admiraré lo que tú has visto, y entonces... ¡entonces!... Mira, Acteón, por entre esas hojas. ¿Qué ves sobre la montaña de la Acrópolis? Nada; muros de grandes piedras; columnatas; techumbres de templos, pero ni una sola estatua que pregone de lejos la gloria de la ciudad. Dicen que sobre la Acrópolis de Atenas se alza gigantesca la figura de Palas, toda de bronce y oro, con una lanza que parece arder á la luz del sol, y guía como una llama á los marineros desde muchos estadios, mar adentro. ¿Es eso verdad? Pues yo hace noches y noches que sueño con algo parecido, y veo á Eroción, gran artista, de regreso de Atenas, levantando sobre nuestra Acrópolis una obra colosal. Los toros de Gerión, p. 184 enormes, gigantescos, con cuernos dorados que brillen como antorchas, y tras ellos, Hércules, cubierto con la piel del león de Nemea, como Therón su sacerdote en las grandes fiestas de Sagunto; y tremolando en lo alto su clava, que servirá de señal á todos los navegantes del golfo Sucronense... ¡Ay! ¡Si yo llegase algún día á realizar esta obra!...

Ranto, cubierta con la túnica, había salido de su escondrijo y se aproximaba temerosa á Acteón, mirándolo con respeto y ruborizándose al mismo tiempo por el recuerdo de su sorprendida desnudez. Eroción, entusiasmado por el relato de sus ilusiones, mostraba en sus ojos el deseo de volver á comenzar. Miraba su obra y parecía desnudar con los ojos á la pastorcilla para repetir en seguida el trabajo.

El ateniense comprendió que su presencia estorbaba á los jóvenes.

—Trabaja, Eroción —dijo—. Sé un gran artista si puedes. Tu modelo lo envidiarían los escultores de Atenas. Ahora que sé que os ocultáis aquí, procuraré no molestaros con mi presencia.

Y así lo hizo. No volvió al bosque de higueras, dejando que los dos adolescentes trabajasen en su misterioso retiro; él, espoleado por la ambición; ella, sumisa por el amor.

Llegó el día de las Panatheas. La fama de la solemnidad se había esparcido hasta más allá de los límites de Sagunto, y se presentaban en ca p. 185 ravanas los rudos celtíberos para contemplar las diversiones de los griegos.

Las gentes del agro habían abandonado sus trabajos de recolección, y vestidas con sus ropas mejores, llegaban á la ciudad desde el amanecer, para presenciar la fiesta á la diosa de los campos. Llevaban grandes gavillas de trigo matizadas de flores, para ofrecerlas á la diosa y corderillos de blancas lanas adornados con cintas, para sacrificarlos en su altar.

Cuando salió el sol, la ciudad estaba repleta de una muchedumbre multicolor que se agolpaba en el Foro, ó corría á las márgenes del río para presenciar las carreras de caballos.

Habíase formado un gran estadio junto al Bætis-Perkes, en el cual los principales ciudadanos de Sagunto iban á disputarse el triunfo. Los senadores, en largos bancos custodiados por un grupo de mercenarios, presidían la fiesta. En un extremo de la pista, los hijos de los comerciantes y de los ricos agricultores, toda la juventud saguntina, aguardaba la señal, casi desnuda, apoyada en sus ligeras lanzas y teniendo agarrados de la brida sus caballos en pelo, que se husmeaban y mordían presintiendo el próximo combate.

Dieron la señal de partir, y todos, poniendo su pie izquierdo en el asidero de la lanza, saltaron de golpe sobre sus corceles, saliendo escapados en compacto escuadrón á lo largo de la p. 186 pista. La inmensa masa popular prorrumpió en aclamaciones ante el bizarro grupo de jinetes, casi tendidos sobre el cuello de sus caballos, como si formasen con estos una sola pieza, moviendo en alto sus lanzas, excitando el galope con alaridos, y envueltos en polvo, al través del cual se veían las estiradas patas de las bestias y sus vientres casi tocando el suelo. La desenfrenada carrera duró mucho tiempo. Iban quedando rezagados los jinetes menos hábiles ó de peor montura: el escuadrón disminuía visiblemente. El último que quedase en la pista habiendo marchado siempre á la cabeza de los demás, conseguiría la corona, y la multitud hacía apuestas por el celtíbero Alorco ó el ateniense Acteón, que figuraban desde el primer instante al frente de los jinetes.

Los ciudadanos, que no querían esperar bajo los ardores del sol el final de la carrera, seguían la ribera del río hasta llegar á las murallas, á cuya sombra los adolescentes luchaban cuerpo á cuerpo ó se ejercitaban en el pugilato para alcanzar el premio de la destreza. Otros más pacíficos se dirigían al Foro, bajo cuyos pórticos los jóvenes elegantes se disputaban la corona de laurel destinada al más hábil en la música y el canto. Sentados en sillas de marfil y teniendo cerca de ellos á los lindos esclavos que les abanicaban con ramas de mirto, Lacaro y sus amigos tañían la flauta ó pulsaban la lira, p. 187 cantando versos griegos con entonación dulzona y afeminada. En el público reían algunos, remedando la suavidad de sus voces; pero otros imponían silencio con indignación, dominados por el encanto que ejercía sobre su rudeza el arte, aun con este aderezo femenil.

Á más de media mañana un estrépito de muchedumbre entusiasta llenó como un trueno el ancho espacio del Foro. Era el pueblo que volvía de las carreras y aclamaba al vencedor. El arrogante Alorco, arrancado de los lomos de su corcel, era llevado en hombros por los más entusiastas. La corona de olivo ceñía su cabellera revuelta é impregnada de polvo. Acteón marchaba junto á él, celebrando su triunfo fraternalmente, sin revelar envidia.

Los cantores, arrollados por esta ola de entusiasmo, recogieron sus sillas é instrumentos. La corona de laurel se la ciñó Lacaro en medio de la indiferencia general, sin recibir otros plácemes que los de sus esclavos. Todo el entusiasmo de la ciudad era para el vencedor de las carreras: el pueblo enardecíase admirando la fuerza y la destreza.

Había llegado el momento solemne: la procesión iba á comenzar. En el barrio de los comerciantes, los esclavos tendían de tejado á tejado velos rojos y verdes, que daban sombra á las calles. Las ventanas y terrazas cubríanse con tapices multicolores de complicados dibujos, p. 188 y las esclavas colocaban en las puertas braserillos para quemar perfumes.

Las griegas ricas, seguidas de sus servidoras, que llevaban sillas de tijera, iban en busca de sitio en las escalinatas de los templos ó en las tiendas del Foro; y la gente agrupábase á lo largo de las casas, esperando impaciente la llegada de la comitiva que se formaba fuera de las murallas. Bandas de niños completamente desnudos corrían por las calles, agitando ramas de mirto y lanzando aclamaciones en honor de la diosa.

De pronto se arremolinó la gente, prorrumpiendo en gritos de entusiasmo. La pompa en honor de Minerva entraba por la puerta del camino de la Sierpe y avanzaba lentamente hacia el Foro, al través del barrio de los comerciantes, que eran los organizadores de la fiesta.

Marchaban al frente ancianos venerables de luenga barba vestidos de blanco, con mantos de amplios pliegues, la nevada cabellera coronada de verde y llevando en las manos ramas de olivo. Después los ciudadanos más arrogantes, armados de lanza y escudo, con la visera del casco griego caída sobre los ojos y mostrando con orgullo la recia musculatura de sus brazos y piernas. Seguían los adolescentes más hermosos de la ciudad, coronados de flores, cantando himnos en loor de la diosa; coros de niños desnudos, danzando con infantil gracia, cogidos p. 189 de las manos, formando una cadena de complicadas combinaciones. Luego desfilaban las doncellas, las hijas de los ricos, cubiertas solamente con una túnica de purísimo lino, que marcaba sus encantos primaverales. Llevaban en las manos como ofrendas, ligeros canastillos de junco cubiertos por velos que ocultaban los instrumentos para el sacrificio á la diosa, y con ellos las tortas de trigo nuevo que habían de depositarse en su altar y los manojos de rubias espigas. Para que se marcase claramente la dignidad de las ricas vírgenes, marchaban detrás de ellas las esclavas sosteniendo la silla de tijera incrustada de marfil y el quitasol de tela rayada con gruesas borlas multicolores al extremo de las varillas.

Un grupo de esclavas escogidas por su hermosura, al frente de las cuales marchaba Ranto, llevaban sobre sus cabezas grandes ánforas con agua y miel para las libaciones en honor de la diosa. Tras ellas desfilaban todos los músicos y cantores de la ciudad coronados de rosas y con amplias vestiduras blancas. Pulsaban la lira, tañían las flautas, y unos griegos de la alfarería de Sónnica que habían sido rapsodas errantes en su país, cantaban fragmentos de la guerra de Troya ante la muchedumbre bárbara que apenas si les entendía, pero admiraba la cadencia armoniosa de los versos de Homero.

La gente se empujó, avanzando sus cabezas p. 190 para ver mejor á los salios , los devotos danzarines de Marte que avanzaban desnudos, armados de espada y escudo. Dos esclavos llevaban pendientes de un palo atravesado sobre sus hombros una fila de broqueles de bronce, que otro golpeaba con un mazo, y á sus broncos sones, los salios danzaban fingiendo atacarse, golpeaban con su espada el escudo del contrario, lanzando gritos feroces, y ejecutaban pantomimas para recordar los principales pasajes de la vida de la diosa.

Tras este estrépito que ponía en conmoción las calles, haciendo rugir de entusiasmo al populacho enardecido por los golpes, seguía un grupo de niñas sosteniendo un velo finísimo, en el cual habían bordado las principales griegas de la ciudad el combate de Minerva con los Titanes. Era la ofrenda que había de quedar en el nuevo templo de la diosa como eterno recuerdo de las fiestas.

Cerrando la procesión, avanzaba el escuadrón sagrado, los ciudadanos más ricos, montando briosos caballos, que con sus movimientos obligaban á la muchedumbre á pegarse á las paredes. Presentaban arrogantes figuras haciendo encabritar sus corceles, sin más guía que el freno, montándolos en pelo, oprimiendo sus hijares con las rodillas. Los jinetes más viejos, cubríanse con grandes sombreros á la moda ateniense: los jóvenes usaban el casco alado de Mercurio ó lle p. 191 vaban la cabeza descubierta, sujetos los cortos rizos con una cinta de color de fuego. Alorco ostentaba su corona de vencedor, y Acteón, que marchaba á su lado en uno de los corceles del celtíbero, sonreía á la muchedumbre, que le contemplaba con cierto respeto, como si fuese el esposo de Sónnica y dispusiera de sus enormes riquezas. Los jinetes miraban con cierto orgullo la espada que, ceñida á sus riñones, golpeaba los flancos del caballo, y abarcaban de una ojeada la alta Acrópolis y la ciudad extendida á sus pies, como expresando la confianza en su fuerza y la tranquilidad en que podía vivir Sagunto, segura de ser guardada.

La muchedumbre, enardecida por el brillante desfile, aclamaba á Sónnica. Ésta, rodeada de esclavas, asomábase á la terraza del gran edificio que poseía en el barrio de los comerciantes para almacenar las mercancías. Ella era la organizadora, la que costeaba el velo á Minerva; la que había trasladado á Sagunto la hermosa fiesta de Atenas. Esparcíase en el ambiente el humo oloroso de los braserillos; caía de las ventanas una lluvia de rosas sobre las doncellas; brillaban las armas, y en los momentos que callaba el gentío, destacábanse á lo lejos los sones de las liras y las flautas, acompañando con suave melodía las voces de los cantores de Homero.

Los rudos celtíberos llegados para presen p. 192 ciar la fiesta, callaban asombrados por el desfile que les deslumbraba con el brillo de las armas y las joyas y la confusión multicolor de los trajes. Los naturales de Sagunto felicitaban á sus conciudadanos los griegos, admirando el esplendor de la fiesta.

Y no terminaba el regocijo con el brillante desfile. Por la tarde sería la diversión del populacho; la fiesta de los pobres. Se realizaría á lo largo de las murallas la carrera del hacha encendida; correrían con la antorcha inflamada en recuerdo de Prometeo, los marineros, los alfareros, los labradores, toda la gente libre y miserable del puerto y el campo. El que consiguiera dar la vuelta á la ciudad con la hacha inflamada, sería el vencedor; los que la dejasen apagar ó caminasen despacio para defender la luz, sufrirían los silbidos y los golpes de la muchedumbre. Hasta los ricos hablaban con entusiasmo de esta fiesta popular, que producía gran regocijo.

Cerca de la Acrópolis, cuando toda la procesión estaba ya dentro de sus murallas, Alorco vió entre el gentío un celtíbero montado en un caballo sudoroso, el cual le hacía señas para que se aproximara.

Alorco, saliendo del escuadrón, trotó hacia él.

—¿Qué quieres? —preguntó en el áspero lenguaje de su país.

—Soy de tu tribu, y tu padre es mi jefe. Aca p. 193 bo de llegar á Sagunto marchando tres días para decirte: —Alorco, tu padre va á morir y te llama. Los ancianos de la tribu me han ordenado que no vuelva sin tí.

Acteón había seguido á su amigo, saliendo de entre los jinetes del escuadrón sagrado, y presenciaba el diálogo sin comprender una palabra, aunque adivinaba algo desagradable en el pálido rostro del celtíbero.

—¿Malas noticias? —preguntó á Alorco.

—Mi padre se muere y me llama.

—¿Y qué piensas hacer?...

—Partir inmediatamente. Los míos reclaman mi presencia.

Emprendieron los dos jinetes el descenso á la ciudad, seguidos por el mensajero celtíbero.

Acteón sentíase atraído por la emoción de su camarada. Al mismo tiempo despertábase en él la curiosidad de viajero, tantas veces excitada por los relatos del celtíbero.

—¿Quieres que te acompañe, Alorco?

El joven agradeció con una mirada la proposición. Después se negó á aceptarla, alegando la prisa que tenía de partir. El griego querría despedirse de Sónnica. Tal vez la causaría un disgusto con la separación, y él deseaba emprender el viaje inmediatamente.

—Suprimamos la despedida —dijo el griego con su alegre ligereza—. Sónnica se resignará cuando la haga saber por un esclavo que me au p. 194 sento por algunos días. ¿Quieres salir inmediatamente? Sea: partiremos juntos. Te acompaño. Siento curiosidad por ver de cerca ese país con sus costumbres bárbaras y sus habitantes valerosos y duros, de los cuales tantas proezas me han relatado.

Atravesaron la ciudad: las calles estaban desiertas. Toda la población había subido á la Acrópolis. Acteón se detuvo un instante en los almacenes de Sónnica para noticiar el viaje á sus esclavos, y siguió después á su amigo, saliendo ambos de la ciudad.

Alorco estaba alojado en una de las posadas del suburbio, enorme edificio con profundas cuadras y anchos patios, donde sonaban continuamente las diversas lenguas del interior de la península, enronquecidas y encolerizadas por el regateo de mercancías y bestias. Cinco hombres de la tribu acompañaban al joven celtíbero durante su permanencia en Sagunto, cuidando los caballos y sirviéndole como domésticos libres.

Al saber que iban á partir, estos hijos de las montañas gritaron de entusiasmo. Languidecían de inacción en aquel país rico y feraz, cuyas costumbres detestaban, y á toda prisa realizaron los preparativos para la marcha.

Caía el sol cuando emprendieron el viaje. Alorco y Acteón marchaban al frente con el manto en la cabeza, un peto de lienzo almohadillado para defender el pecho, á usanza celtíbera, p. 195 y la espada ancha y corta, junto con el escudo de cuero colgando de la cintura. Los cinco servidores y el mensajero cerraban la marcha armados de largas lanzas, custodiando dos mulas que llevaban las ropas de Alorco y los víveres para el viaje.

Aquella tarde aún marcharon por caminos. Estaban en el agro saguntino, y pasaban entre campos cultivados y feraces, hermosas quintas y compactos pueblecillos que se apretaban en torno de la torre que les servía de defensa. Al cerrar la noche acamparon junto á una aldea miserable de las montañas. Allí acababa la dominación de Sagunto: más allá estaban las tribus casi siempre en guerra con la gente de la costa.

Á la mañana siguiente, el griego vió el paisaje totalmente cambiado. Se perdieron á su espalda el mar y el verde llano, y sólo vió montes y más montes, unos cubiertos de grandes pinares, otros rojos, con promontorios de piedra azulada y espesos matorrales que al estremecerse con los pasos de la caravana, vomitaban nubes de pájaros asustados, y liebres que, locas de terror, pasaban por entre los pies de los caballos.

Los caminos no eran obra de los hombres. Marchaban las bestias trabajosamente por el rastro que otros viajeros habían dejado; rodeaban muchas veces las moles de piedra caídas de p. 196 las cumbres y se hundían otras en riachuelos que les cortaban el paso. Faldeaban las montañas; subían á las cumbres entre los graznidos de las águilas que se espeluznaban de cólera al ver invadida la silenciosa región, en la que muy de tarde en tarde entraban los hombres; descendían á los barrancos, profundas grietas en las que reinaba una penumbra sepulcral y donde aleteaban los cuervos, atraídos por el cadáver de alguna res abandonada.

Veían á lo lejos en un pequeño valle ó al lado de un riachuelo un grupo de cabañas de paredes de barro y techo de bálago agujereado para dar luz á la habitación y salida al humo. Las mujeres, huesosas y cubiertas de pieles, rodeadas de niños desnudos, salían de sus cubiles para ver de lejos la caravana, con huraña expresión de alarma, como si el paso de unos desconocidos sólo pudiera traer desgracias. Otras más jóvenes, con las piernas al descubierto y ceñido el delantal de harapos á los riñones, segaban el mísero trigo, que apenas si se levantaba como una película dorada sobre la tierra blanquecina y pobre. Muchachas fuertes y feas, de miembros varoniles, bajaban de los montes con grandes haces de ramas en las espaldas, mientras los hombres, á la sombra de los nogales y los robles, trenzaban nervios de toro para construir escudos, ó se amaestraban en arrojar dardos y manejar la lanza, cayéndoles sobre los p. 197 rostros tostados y barbudos la alborotada cabellera.

Jinetes en pequeños caballos de largo y sucio pelo aparecían en los sitios más altos del camino algunos guerreros de equívoco aspecto, mezcla de pastores y bandidos, con armadura de cuero y larga lanza. Examinaban un instante la comitiva, y después de apreciar su fuerza, convencidos de que era difícil atacarla, volvían al paso hacia sus ganados, que pastaban en las profundas quebraduras de los montes cubiertos de matorrales. Los infinitos rebaños de corderos y toros, acostumbrados á la soledad salvaje, huían huraños al escuchar el paso de la caravana. Por entre los romeros y tomillos de las laderas subían como pardas hormigas las bandas de codornices buscando su pasto, y al sonido de los cascos de los caballos volaban, pasando como un silbido sobre las cabezas de los viajeros.

Acteón admiraba las rudas costumbres de aquellas gentes. Las cabañas eran de adobes rojos ó de pedruscos unidos con barro: los techos de ramas; y las mujeres, más feas y animosas que los hombres, realizaban los trabajos fatigosos. Sólo los niños trabajaban, imitando con esto á sus madres. Los adolescentes empuñaban la lanza, y bajo la dirección de los ancianos aprendían á combatir, tan pronto á pie como á caballo; domaban los potros, saltando al suelo y volviendo á montar en mitad de la carrera y se amaestra p. 198 ban en permanecer de rodillas sobre sus lomos, inmóviles y con los brazos libres para esgrimir la espada y el escudo.

En algunas aldeas los recibían con la hospitalidad tradicional y aún extremaban más sus agasajos al reconocer á Alorco, el heredero de Endovellico, temido jefe de las tribus de Baraeco, que apacentaban desde hacía siglos sus rebaños en las riberas del Jalón. Les cedían al llegar la noche sus mejores lechos de correas, cubiertos de mullida hierba seca; atravesaban en el asador un becerro, haciéndolo voltear sobre una enorme hoguera en honor de la caravana, y durante la marcha les detenían las mujeres á la entrada de sus chozas, ofreciéndoles en groseras vasijas de barro la amarga cerveza fabricada en los valles y el pan de harina de bellotas.

Alorco explicaba al ateniense las costumbres de su raza. Cosechaban la bellota, su principal alimento y la exponían al sol hasta que estuviera bien seca: la mondaban, la molían y almacenaban la provisión de harina para seis meses. Este pan, la caza y la leche de sus reses, constituían los principales alimentos. En algunas épocas la peste les había dejado sin rebaños; los campos no daban cosechas, el hambre diezmaba las tribus y los más fuertes habían devorado á los débiles para subsistir. Esto, recordaba Alorco haberlo oído á los ancianos de su tribu, como p. 199 ocurrido en remotos tiempos, cuando Neton, Autubel, Nabí y otras divinidades del país, irritadas contra su pueblo, habían enviado sobre él tan tremendos castigos.

El joven celtíbero continuaba el relato de las costumbres. Algunas mujeres de las que con tanto vigor trabajaban en los campos tal vez habían parido el día anterior. Apenas salida á luz la criatura, la sumergían en el río más cercano, para que con esta prueba, que causaba á muchas la muerte, creciese vigorosa é insensible al frío; y mientras la madre saltaba de la cama y continuaba sus trabajos, el esposo ocupaba su sitio en el lecho, acostándose con el recién nacido. La mujer, todavía convaleciente, cuidaba á los dos, rodeando de atenciones al fuerte marido, como para agradecerle el fruto que la había dado.

Varias veces encontró la caravana en su marcha al borde de las veredas, lechos de hierbas sobre los cuales mostrábanse algunos hombres rígidos y quejumbrosos. Las moscas zumbaban en torno de sus cabezas como una nube; una ánfora de agua estaba al alcance de su mano. Algún niño en cuclillas junto al lecho espantaba los insectos con una rama. Eran enfermos que los parientes exponían, según antigua costumbre, al borde de los caminos, para implorar la clemencia de las divinidades exhibiendo su miseria, y para que los viandantes al pasar aconsejaran p. 200 un remedio, transmitiéndose así las recetas de lejanos países.

Los hombres fuertes bañábanse en orines de caballo para endurecer los músculos. Su único lujo eran las armas, y admiraban como joyas inestimables las espadas de bronce traídas del Norte de la península y las de acero fabricadas por los de Bílbilis y templadas en las arenas de su famoso río. Las corazas flexibles, formadas por varias telas de lino superpuestas, ó las de cuero, adornadas con clavos, eran armas defensivas de las que no se despojaba el celtíbero ni aun en el lecho. Dormían con el sagum puesto, las grebas de metal en las piernas y las armas al alcance de la mano, prontos á pelear así que la más leve alarma turbaba su sueño.

Á los tres días de marcha la caravana entró en el territorio de la tribu de Alorco. Separábanse las montañas á ambos lados del Jalón, formando risueños valles cubiertos de altos pastos, por los cuales corrían los rebaños de caballos sin domar, con la melena encrespada y la cola ondeante. Las mujeres salían fuera de sus aldeas á saludar á Alorco, y los hombres, empuñando la lanza, montaban á caballo para unirse á la caravana. En la primera aldea donde se detuvieron, un anciano dijo á Alorco que su padre, el poderoso Endovellico, estaba agonizante, y en otra que encontraron á las pocas p. 201 horas, supo que el gran jefe había muerto al amanecer.

Todos los guerreros de la tribu, pastores y agricultores, montaban á caballo para seguirle. Cuando llegaron á la aldea donde residía el reyezuelo la escolta era ya un pequeño ejército.

En la puerta de la casa paterna, construcción baja de piedras rojas y techumbre de troncos, vió Alorco á sus hermanas con trajes de flores y la cabeza en un collar de jaula, de cuyos hierros pendían los velos de luto.

Las hermanas de Alorco, lo mismo que las otras mujeres que las acompañaban, esposas de los primeros guerreros de la tribu, ocultaban su dolor por la muerte del jefe y sonreían como si estuvieran en vísperas de una fiesta. La vejez era una desgracia entre los celtíberos, que despreciaban la vida y peleaban por diversión cuando les faltaba la guerra. Morir en el lecho era casi una deshonra, y lo único que turbaba un tanto la satisfacción de la familia de Endovellico, era que un guerrero tan famoso, terror de las vecinas tribus, hubiese muerto con la cabellera blanca, extinguiéndose su vida como una antorcha que se apaga, después de haber hecho galopar su caballo al través de tantos combates, desplomando su espada como un rayo sobre los enemigos.

El traje y el rostro de Acteón atraían las miradas de toda la tribu. Muchos de los cel p. 202 tíberos no habían visto nunca un griego y contemplaban á éste con ojos hostiles, recordando las astucias y hábiles explotaciones que los comerciantes helénicos hacían sufrir á los de su raza cuando descendían hasta Sagunto para vender la plata de las minas.

Alorco tranquilizó á los suyos.

—Es mi hermano —dijo en la lengua del país—. Juntos hemos vivido en Sagunto. Además, no es de esa ciudad. Es de muy lejos, de un país donde los hombres son casi dioses, y ha venido conmigo para conoceros.

Las mujeres miraban á Acteón con asombro al saber el origen casi divino que le atribuía Alorco.

Habían desmontado los de la caravana, entrando en la inmensa cabaña que servía de palacio al jefe. Una vasta habitación ennegrecida por el humo y sin otras luces que unos angostos respiraderos, semejantes á saeteras, servía de punto de reunión y consejo á los guerreros de la tribu. En un extremo, una piedra enorme, sobre la cual ardían los leños, con una gran abertura en el techo que hacía las veces de chimenea. Empotrada en la pared había una lápida, y esculpida en ella groseramente la figura del dios de la tribu estrangulando á dos leones. De los muros colgaban lanzas y escudos, pieles de bestias feroces, retorcidas astaduras y blancos cráneos de animales de caza. Un banco de piedra corría p. 203 á lo largo de las paredes, y cerca del hogar interrumpíase para dejar espacio á un alto poyo de mampostería cubierto con una piel de oso. Allí se sentaba el jefe.

Los guerreros iban colocándose en el banco conforme entraban.

Un anciano cogió la mano á Alorco, guiándolo hasta el puesto de honor.

—Siéntate ahí, hijo de Endovellico. Tú eres su único sucesor y mereces ser nuestro jefe. Su valor y su prudencia residen en tí.

Los demás guerreros apoyaban con miradas de grave aprobación las palabras del anciano.

—¿Dónde está el cadáver de mi padre? —preguntó Alorco, conmovido por la sencilla ceremonia.

—Desde que descendió el sol está en la pradera donde aprendiste tú á domar los caballos y manejar las armas. Los jóvenes de la tribu le guardan. Mañana cuando salga el sol serán sus exequias, dignas de tan gran jefe. Después tú, como nuevo rey, nos darás consejos sobre los asuntos de la tribu.

Alorco hizo sentar cerca de él al griego. Las mujeres entraron antorchas, pues por los estrechos tragaluces apenas si el crepúsculo lograba filtrar una claridad pálida y difusa. Las hermanas de Alorco, con la vista baja y ondeando las túnicas floreadas en torno de sus cuerpos p. 204 de vírgenes fuertes, iban por delante de los guerreros ofreciendo en vasos de cuerno hidromiel y cerveza. Aquellos hombres bebían enormemente, sin perder su gravedad. Hablaban de las hazañas de Endovellico como si éste hubiese muerto muchos años antes y de las grandes empresas á que seguramente les guiaría su sucesor, aludiendo varias veces con palabras misteriosas á un asunto que había de tratarse al día siguiente en el consejo.

Entraron la cena. Los celtíberos no acostumbraban á comer en mesa como las gentes de la costa. Seguían sentados en el banco de piedra. Las mujeres les colocaban al lado un pan de trigo por ser extraordinario el banquete, sustituyendo éste al de harina de bellotas que era de uso habitual. Otras mujeres hacían circular una gran vasija llena de pedazos de carne asada que aún chorreaba sangre, y cada guerrero cogía un trozo con la punta de su cuchillo. Los cuernos llenos de bebida circulaban de mano en mano, y el griego Acteón aceptaba con gracioso ademán cuanto le ofrecían sus vecinos con palabras hospitalarias que no podía comprender.

Al terminar la cena entraron varios adolescentes de la tribu con trompas y flautas, y comenzaron á hacer sonar un aire bizarro que participaba de la alegría de la caza y del furor con que en los combates se cargaba sobre el enemigo. Los convidados enardeciéronse, y muchos de p. 205 ellos, los más jóvenes, saltando al centro de la habitación, comenzaron á danzar con una agilidad gimnástica. Era el baile con que terminaban los celtíberos todos sus banquetes; un ejercicio violento que ponía á prueba sus músculos y les hacía recobrar su fuerza aún en los momentos de mayor molicie.

Mucho antes de media noche fueron retirándose los guerreros, dejando solos á Alorco y Acteón en aquella pieza inmensa cargada de humo, en la cual crepitaban las antorchas, tiñendo con reflejos de sangre los bárbaros adornos de las paredes. Durmieron en lechos de hierba sin despojarse de sus ropas y con las armas junto á ellos, como dormía toda la tribu, siempre temerosa de algún ataque de los vecinos, atraídos por la riqueza de sus rebaños.

Al amanecer bajaron á la pradera, donde estaba expuesto el cadáver de Endovellico. Toda la tribu se reunía en la llanura, junto al río: los jóvenes á caballo con sus lanzas y cubiertos de todas armas; los viejos sentados á la sombra de las encinas; las mujeres y los niños, cerca de la pira de troncos, sobre la cual estaba tendido el cadáver del jefe.

Endovellico aparecía con su traje de guerra. Sus lacios cabellos escapaban por los bordes del casco de triple cimera; la barba plateada descansaba sobre una loriga de escamas de bronce; los brazos desnudos y musculosos, caían so p. 206 bre la espada celtíbera de hoja corta, estrangulada en su mitad para ensancharse en la punta, y las piernas estaban cubiertas por las anchas correas de las abarcas. El escudo, en el que aparecía grabado el dios de la tribu luchando con los leones, servía de cojín á su cabeza.

Al llegar los dos jóvenes, se adelantó el mismo anciano que había hablado á Alorco el día anterior. Era el más sabio de la tribu, y había aconsejado muchas veces á Endovellico antes de emprender sus audaces expediciones. En circunstancias extraordinarias abría con el cuchillo sagrado el vientre de los prisioneros para leer el porvenir en las palpitaciones de sus entrañas. Otras veces cortaba las manos á los vencidos para dedicarlas al dios de la tribu, clavándolas en la puerta del jefe para aplacar á la divinidad. El misterio hablaba por su boca, y toda la tribu le contemplaba con admiración y miedo, como capaz de cambiar el curso del sol y de destruir en una noche las cosechas de los enemigos.

—Avanza, hijo de Endovellico —dijo con solemnidad—. Mira tu pueblo, que te elige como el más valiente y el más digno para suceder á tu padre.

Interrogó con la mirada á la muchedumbre, y los guerreros contestaron golpeando sus escudos, lanzando los mismos alaridos con que se excitaban al entrar en el combate.

p. 207 —Ya eres nuestro rey —continuó el anciano—. Serás el padre y el guardián de tu pueblo. Para cumplir tu misión, apodérate de la herencia de tu padre... ¡Bajad el escudo!

Dos jóvenes treparon á lo alto de la pira, y levantando la cabeza de Endovellico, bajaron el escudo con la imagen del dios, entregándolo á Alorco.

—Con este escudo —dijo el anciano— cubrirás á tu pueblo de los golpes del enemigo... ¡Venga la espada!

Bajaron los jóvenes la espada, arrancándola de las yertas manos del jefe.

—Cíñetela, Alorco —continuó el hechicero—. Con ella nos defenderás y caerá como un rayo allí donde te marquen los tuyos. ¡Avanza, joven rey!

Guiado por el viejo, llegó Alorco hasta los troncos, sobre los cuales descansaba su padre. El joven volvía el rostro para no ver el cadáver, temiendo un enternecimiento que le hiciese derramar lágrimas ante la tribu.

—¡Jura por Neton, por Autubel, por Nabí, por Caulece, por todos los dioses de nuestra tribu y de todas las tribus que pueblan esta tierra y odian á los extranjeros que un día llegaron por el mar para robarnos nuestras riquezas! ¡Jura ser fiel á tu pueblo y obedecer siempre lo que te aconsejen los guerreros de la tribu!... ¡Júralo por el cuerpo de tu padre que pronto no será más que cenizas!...

p. 208 Alorco lo juró, y los guerreros golpearon otra vez sus escudos, lanzando exclamaciones de alegría.

El viejo, con un vigor extraordinario, se encaramó sobre los troncos, buscando bajo la coraza del cadáver.

—Toma, Alorco —dijo al descender, entregando al nuevo jefe una cadenilla de cobre de la que pendía un disco del mismo metal—. Ésta es la mejor herencia de tu padre: la salvación que le seguía á todas partes. No hay un guerrero en la Celtiberia que no lleve consigo su veneno para morir, antes que ser esclavo del vencedor. Yo compuse éste para tu padre. Pasé toda una luna extrayéndolo del apio silvestre, y una de sus gotas mata como el rayo. Si algún día caes vencido, bebe y muere antes que los tuyos contemplen á su jefe con la mano cortada y sirviendo de esclavo á los enemigos.

Alorco pasó la cabeza por la cadenilla, ocultando en el pecho la herencia de su padre. Después volvió al lado de Acteón, bajo las encinas donde se agrupaban los ancianos.

Los adolescentes de la tribu que estaban haciendo su aprendizaje guerrero en la pradera, corrieron con antorchas encendidas en torno de la pira. Las teas lamieron los troncos resinosos, y pronto el humo y las llamas comenzaron á envolver el cadáver.

Los guerreros de la tribu más famosos por p. 209 su valor y sus fuerzas, avanzaron haciendo caracolear sus caballos en torno de la hoguera.

Agitando las lanzas, proclamaban con roncos gritos las hazañas del difunto jefe, uniéndose la masa de la tribu á sus aclamaciones. Relataban los innumerables combates de los que había salido vencedor; las audaces expediciones en las que sorprendía al enemigo descuidado durante la noche, quemando sus viviendas y formando interminables cuerdas de cautivos; los rebaños apresados, que casi no cabían en los territorios de la tribu; sus fuerzas colosales; la prontitud con que dominaba el potro más salvaje, y la prudencia que demostraba en todos sus consejos.

—¡Cubrió de manos de enemigos las puertas de nuestras casas! —gritaba un guerrero, pasando al galope como un fantasma entre el humo de la hoguera.

Y la multitud gritaba con una entonación de lamento:

—¡Endovellico!... ¡Endovellico!...

—¡Le temían todas las tribus, y su nombre era respetado como el de un dios!...

La multitud volvía á repetir varias veces el nombre del jefe como si llorase.

—¡Con su puño de roca abatía un toro en mitad de su carrera, y hacía volar la cabeza del enemigo con un golpe de su espada!

—¡Endovellico!... ¡Endovellico!...

p. 210 Y así continuaban las exequias del jefe. La hoguera elevaba rectas las llamas, ensuciando con su denso humo el azul del cielo, y los heraldos, incansables en pregonar las hazañas de su jefe, pasaban y repasaban como negros demonios coronados de chispas, haciendo saltar sus corceles sobre los leños inflamados. Vínose abajo la pira, envolviendo los restos de Endovellico entre cenizas y tizones, y sobre el rescoldo de la hoguera comenzó el combate en honor del difunto.

Avanzaban los guerreros á caballo con las riendas sueltas, el escudo ante el pecho, la espada en alto, y combatían como si fuesen irreconciliables enemigos. Los mejores camaradas, los hermanos de armas, se asestaban tremendos golpes, con el entusiasmo de un pueblo que convertía la lucha en la principal diversión. Había que hacer correr la sangre para glorificar con más pompa la memoria del difunto; caían los caballos al choque del encuentro, y los jinetes continuaban la lucha á pie, trabándose cuerpo á cuerpo, haciendo retemblar los escudos con el choque de los golpes. Cuando se hubieron retirado algunos guerreros cubiertos de sangre, y el combate tomó un carácter de batalla general, en la que intervenían las mujeres y los niños enardecidos por el espectáculo, Alorco hizo sonar las trompas dando la señal de retirada, y se arrojó entre los combatientes para separar á los más tenaces.

p. 211 Terminaban las exequias. Los esclavos de la tribu arrojaron los restos de la hoguera en una zanja, y la muchedumbre, viendo acabada la fiesta, levantó por última vez el cuerno lleno de cerveza para beber en honor del nuevo rey, retirándose luego á sus aldeas.

Los principales guerreros se dirigieron á la mansión del jefe para celebrar consejo.

El ateniense caminaba al lado de Alorco, manifestándole el asombro que le habían causado las costumbres bárbaras y belicosas de los celtíberos. Como no podía entender su lenguaje, los guerreros le vieron sin alarma sentarse en la sala del consejo cerca del nuevo jefe.

El hechicero hablaba á Alorco largamente, entre el respetuoso silencio de los guerreros. Acteón comprendió que daba cuenta de cosas extraordinarias ocurridas en la tribu pocos días antes de la llegada del nuevo rey. Tal vez algún llamamiento de las tribus amigas, alguna expedición fructuosa proyectada por los más audaces.

Vió obscurecerse ligeramente el rostro de Alorco, como si le hablasen de algo penoso que pugnaba con sus afectos. Los guerreros le miraban fijamente, mostrando en sus ojos la conformidad y el entusiasmo con las palabras del viejo. Alorco se repuso, siguió escuchando con serenidad al hechicero, y cuando éste terminó, tras una larga pausa, dijo algunas pala p. 212 bras é hizo con la cabeza una señal de asentimiento.

Aquella gente ruda acogió con gritos de entusiasmo la conformidad de su jefe y salió en tropel de la casa, como si la faltase tiempo para llevar la noticia al exterior.

Cuando quedaron solos el griego y el celtíbero, éste dijo con tristeza:

—Acteón, mañana parto con los míos. Comienzo á ser jefe de la tribu. Tengo que llevarla al combate.

—¿Puedo acompañarte?

—No. Ignoro dónde vamos. Mi padre tenía un poderoso aliado que no puedo nombrarte, y ese aliado me llama sin decir para qué. Toda la tribu muestra un gran entusiasmo por esta expedición.

Alorco añadió tras una larga pausa:

—Puedes permanecer aquí todo el tiempo que quieras. Mis hermanas te obedecerán como si fueses el mismo Alorco.

—No: partiendo tú nada me resta que hacer aquí. En un día he visto bastante para conocer á los celtíberos. Regresaré á Sagunto.

—¡Feliz tú que puedes volver á la vida griega, á los banquetes de Sónnica, á la dulce paz de aquellos mercaderes!... Que no se turbe nunca y que yo pueda regresar allá como amigo.

Callaron los dos un buen rato, como si gravitasen sobre su pensamiento negras ideas.

p. 213 —Volverás de esa expedición cargado de riquezas —dijo el griego— y vendrás á disiparlas alegremente en Sagunto.

—¡Que sea así! —murmuró Alorco—. Pero presiento que nunca volveremos á vernos, Acteón. Si nos vemos será para maldecir á los dioses, prefiriendo no habernos visto. Parto sin saber dónde voy y tal vez marcho contra mí mismo.

No dijeron más: temían explicarse sus pensamientos.

El griego y el celtíbero se abrazaron estrechamente. Después, como suprema despedida, se besaron en los ojos, signo de fraternal amistad.


p. 215

V

La invasión

La hermosa Sónnica creía haber perdido para siempre á Acteón. Su repentina partida la consideraba como un capricho del veleidoso ateniense, eterno viajero impulsado por la fiebre de ver nuevos países. ¡Sólo los dioses podían saber dónde iría aquel pájaro errante, después de su visita á la Celtiberia! Tal vez se quedase con Alorco; tal vez guerreara con aquellos bárbaros, y éstos, subyugados por su cultura y su astucia, acabaran formándole un reino.

Creía Sónnica que el ateniense no volvería más; que su corta primavera de amor había sido semejante á la fugitiva felicidad de las mujeres que tuvieron relaciones con los dioses al bajar éstos al mundo. Ella, tan insensible y burlona para los afectos, pasaba los días llorando en su lecho ó recorría por la noche como una sombra el vasto jardín, deteniéndose en la gruta donde el griego había hecho caer por primera vez el p. 216 cinturón de su túnica. Los esclavos asombrábanse del humor desigual y cruel de su ama, que tan pronto gemía cual una niña, como enardecida por súbita crueldad, ordenaba castigos para todos. Y de repente, una mañana, se presentaba el griego ante la quinta sobre un caballo polvoriento y sudoroso, despedía á los bárbaros de feroz catadura que venían escoltándole, corría con los brazos abiertos hacia la trémula Sónnica, y todo el inmenso dominio parecía resucitar: la señora sonreía, el jardín se mostraba más hermoso, en la terraza brillaban con mayor esplendor los plumajes de las aves raras, sonaban más alegres las flautas de las aulétridas, y á los esclavos, libres ya de castigos, les parecía más dulce el aire y más puro el cielo.

La quinta de Sónnica recobró su alegre vida, como si la dueña hubiese resucitado. Por la noche hubo banquete en el gran triclinio; llegaron invitados los jóvenes elegantes amigos de Sónnica, y hasta Eufobias el filósofo encontró su sitio en la mesa, sin tener que luchar antes con el palo de los esclavos.

Sónnica sonreía abrazada á Acteón, y escuchaba sus palabras como una música dulce. Los convidados le hacían relatar su viaje á la Celtiberia, admirando las costumbres de las tribus sobre las que reinaba Alorco. El parásito Eufobias no ocultaba su satisfacción por tener un amigo tan poderoso, y hablaba de ir allá por p. 217 algún tiempo para vivir cómodamente, sin tener que mendigar el pan á los mercaderes de Sagunto. Volvió para el ateniense la primavera de amor. Pasaba los días en la quinta á los pies de Sónnica, viendo cómo hilaba en la rueca lanas de vivos colores, ó cómo se acicalaba el cuerpo, ayudada por sus esclavas. Á la caída de la tarde paseaban por el jardín, y les sorprendía la noche en la gruta, estrechamente abrazados, oyendo como una melodía dulce y monótona el canto del surtidor cayendo en la taza de alabastro.

Algunas mañanas, Acteón iba á la ciudad para pasear por los pórticos del Foro, escuchando á los noticieros con la curiosidad de un griego habituado á las murmuraciones del Ágora. Notábase una agitación extraordinaria en la gran plaza saguntina. Los desocupados hablaban de guerras; los ciudadanos más belicosos recordaban sus hazañas en la última expedición contra los turdetanos exagerándolas, y los tranquilos comerciantes abandonaban sus mesas para inquirir noticias, acogiendo con gestos de desaliento la posibilidad de una lucha próxima. Acteón, al llegar á Sagunto por las mañanas, veía en lo alto de los muros centenares de esclavos que reparaban las almenas desmoronadas por el tiempo y cubrían las grietas que muchos años de paz habían abierto en los fuertes tapiales.

p. 218 Mopso el arquero le tenía al corriente de las deliberaciones de los Ancianos. Hanníbal les había enviado un emisario con la orden de devolver á los turdetanos los territorios conquistados y el botín de la última expedición. El africano amenazaba con una altivez insufrible, y la república saguntina le había contestado con desprecio, negándose á escuchar sus órdenes. Sagunto sólo podía obedecer á su fuerte aliada Roma, y segura de su protección, miraba con indiferencia las amenazas del cartaginés. Sin embargo, como la guerra parecía inevitable y todos temían la juventud y el carácter audaz de Hanníbal, dos senadores se habían embarcado algunos días antes en el puerto de Sagunto, haciendo vela hacia las costas de Italia para relatar lo ocurrido, solicitando la protección del Senado romano.

En el Foro circulaban confusamente estas noticias, y la muchedumbre se burlaba de Hanníbal como de un joven arrebatado que necesitaba una lección. Podía venir contra Sagunto cuando quisiera. Los cartagineses eran los derrotados de Sicilia, los que tuvieron que abandonar las costas de la Gran Grecia, expulsados por los romanos, poniendo con la derrota su propia ciudad al borde de la ruina. Si habían logrado después victorias en Iberia era contra tribus bárbaras que desconocían el arte de la guerra y eran víctimas de sus astucias. p. 219 Al atacar á Sagunto encontrarían un enemigo digno de ellos, y Roma, la poderosa aliada, caería á sus espaldas exterminándolos.

Estas reflexiones enardecían la ciudad. Llegaban noticias de que Hanníbal había salido de campaña y se aproximaba lentamente; y con tales novedades un aire de guerra parecía pasar sobre Sagunto, inflamando el ánimo de los más prudentes. Los tranquilos mercaderes, con la sorda cólera del hombre pacífico que ve en peligro sus bienes, limpiaban viejas armas en las puertas de sus tiendas ó bajaban á las riberas del río para ejercitarse en su manejo, confundidos con la juventud, que desde la salida del sol hacía caracolear sus caballos y esgrimía la lanza ó disparaba el arco bajo la dirección de Mopso.

Acteón comenzó á pasar los días fuera de la quinta, desoyendo los ruegos de Sónnica, que quería verle siempre junto á ella. El Senado le había dado el mando de los peltastas , la infantería ligera; y al frente de algunos centenares de jóvenes descalzos y sin otra arma defensiva que una coraza de lana y un escudo de junco, corría por las riberas del río, enseñándoles á lanzar los dardos sin detenerse en la carrera, á herir al enemigo pasando por su lado rápidamente, sin darle tiempo á que respondiese con otro golpe.

Cuando terminado el ejercicio los jóvenes p. 220 sudorosos se lanzaban en el río para fortalecerse con la natación, el griego regresaba lentamente á la quinta, deteniéndose en los lugares más risueños del agro.

Una tarde el ateniense encontró á Eroción el alfarero al pie de un enorme cerezo, mirando las ramas más altas, de las que caía una lluvia de rojos frutos á impulsos de una mano invisible. Desde el día en que le sorprendió Acteón trabajando ante la desnuda pastorcilla no había vuelto á verle.

El adolescente acogió al griego con una sonrisa.

—¿Ya no trabajas? —preguntó Acteón con paternal bondad—. ¿Terminaste tu obra?

El muchacho contestó con un gesto de indiferencia:

—¡Mi obra!... No te burles, griego. Nada tengo que hacer...

—¿Y Ranto?

—Está en lo alto de ese árbol, cogiendo para mí las mejores cerezas. Trepa como una cabra y no quiere que la acompañe. Teme que me haga daño.

Se agitaron las ramas del cerezo, y ágil como una ardilla descendió la pastora con las piernas descubiertas, llevando en su recogida falda de piel un montón de cerezas. Ella y su amante las comían riendo, con los labios teñidos de rojo, y se adornaban el cabello ó las colgaban á p. 221 pares de sus orejas, formando frescas y vistosas arracadas.

Acteón sonreía contemplando aquella juventud fuerte y hermosa que se buscaba y confundía como si viviese en un desierto, sin preocuparse del estado de la ciudad.

—¿Pero qué hiciste de tu obra? —preguntó.

Eroción y Ranto rieron al recordar el pasado trabajo.

—La aplasté —dijo el muchacho—. Hice añicos el barro y me propongo no tocar otro que el de la alfarería... cuando me decida á volver á ella.

Había cogido el talle de la pastorcilla y descansaba su cabeza en uno de sus hombros, frotándose contra su cuello con suavidad amorosa de felino.

—¿Para qué trabajar? —añadió—. He pasado muchos días arrodillado ante el barro maldito, luchando por que tomase las formas de este cuerpo. Pero es inútil. El barro es barro y no puede ser carne. Cuando se tiene al alcance de la mano la suave piel de mi Ranto, es una necedad desesperarse para que la tierra amasada tome la tersura de su vida. No quiero soñar más, ateniense. Me contento con lo que poseo.

Y con un impudor sublime acariciaba á su amiga en presencia de Acteón.

—Un día —continuó el muchacho— ví claro y comprendí la verdad. Ranto estaba desnuda p. 222 ante mí. Ofuscado por mi ambición, sólo había visto en ella al modelo, pero aquel día ví la mujer. ¿Á qué buscar la gloria cuando tenía ante mí la felicidad?... Aunque lograse hacer una gran estatua, ¿qué conseguiría con ello? Que la gente dijese después de muerto yo: —Esto lo hizo Eroción el saguntino. Y yo no podría oirlo, luego de pasar mi vida sufriendo y trabajando... No; vivamos y gocemos. Aquel día rompí de una patada la estatua y abracé á Ranto, rodando por el suelo. Amarse es mejor que perder el tiempo con monigotes de barro. ¿Verdad, Ranto?

Y volvían á acariciarse, sin importarles la presencia del griego. Éste adivinaba la gran transformación de aquella pareja en la desenvoltura del adolescente y el fuego que brillaba en los ojos de la pastora. El ardor amoroso parecía haber ensanchado los contornos de su cuerpo, dando á sus miembros una voluptuosa gracia, un abandono dulce, que no tenía antes.

—Olvidé el arte y somos dichosos —continuó el muchacho—. Hubiera sido una locura huir á Grecia, dejando aquí este tesoro que no conocía. Pasamos el tiempo vagando por los campos; tenemos en los bosquecillos rincones misteriosos con cortinas de hojas, escondrijos perfumados y obscuros que nos envidiaría Sónnica la rica; y cuando sentimos hambre ordeñamos las cabras de Ranto, vaciamos una colmena y subimos á p. 223 los árboles en busca de fruta. Ésta es la gran época: toda la campiña está llena de cerezas.

Se detuvo, creyendo haber dicho demasiado. Tal vez Ranto le reprendió con un ligero movimiento por hablar tanto. Después, añadió con tono suplicante:

—Tú eres bueno, ateniense. Ranto y yo te miramos como un hermano mayor desde que te vimos en el camino de la Sierpe. No digas nada á mi padre ni á Sónnica. Deja que seamos dichosos en esta vida, digna de dioses.

Acteón sentía cierta envidia ante la felicidad de aquellos jóvenes exentos de cuidados, que se amaban en medio del campo, bajo los árboles, como animales sanos y hermosos que sólo creían en el amor.

—Sagunto va á ser sitiada. Tenemos guerra. ¿No lo sabéis?

—Lo ignoramos —dijo Eroción con un gesto de desprecio—. Á mí solo me interesa Ranto.

—¿Y tu ciudad?... ¿No te preocupa su suerte?

—Me preocupan más los besos de mi pastora. Mientras haya amor, sol y frutas, ¿qué me importa lo demás del mundo?

—¿No crees en tu país, desgraciado?

—Por ahora sólo creo en las cerezas y en esta boca roja y fresca como ellas.

Se separaron, y Acteón guardó algún tiempo el recuerdo del encuentro. El alegre descuido de la amorosa pareja le inspiraba envidia.

p. 224 Pasaron los meses del verano. Las vides del agro maduraban sus racimos, los labriegos se entusiasmaban contemplando la próxima cosecha oculta bajo los pámpanos, y de vez en cuando, como un trompetazo lúgubre, llegaban noticias de Hanníbal, de sus victorias sobre las tribus del interior que se negaban á reconocerle y de las imperiosas exigencias que mostraba sobre Sagunto.

Acteón adivinaba la proximidad de la guerra, y ésta, que había constituído siempre su principal medio de existencia, le causaba ahora tristeza. Había cobrado afecto á aquella tierra hermosa como la de Grecia. Su alma, saturada de la dulce paz de los campos fértiles y de la ciudad rica é industriosa, se entristecía al pensar que esta vida iba á paralizarse. Su existencia había transcurrido entre luchas y aventuras; y ahora que, rico y feliz, deseaba la paz en un rincón, donde creía acabar sus días, la guerra, como amante olvidada que se presenta inoportunamente, volvía á él sin llamamiento alguno, empujándolo nuevamente á la crueldad y la destrucción.

Una tarde, al finalizar el verano, pensaba en esto marchando á caballo hacia la ciudad. En los oblicuos rayos del sol brillaban como botones de oro las industriosas abejas, buscando las flores silvestres. Las vendimiadoras cantaban en las viñas, agachadas junto á sus ces p. 225 tos... Acteón vió venir corriendo por la parte de la ciudad un esclavo de los que tenía Sónnica en sus almacenes de Sagunto.

Se detuvo jadeante ante Acteón. Apenas podía hablar por la fatiga, y sus palabras entrecortadas revelaban el espanto. Hanníbal llegaba por la parte de Sétabis... Comenzaban á entrar despavoridas en la ciudad las gentes del campo con sus rebaños. No habían visto al invasor, pero corrían asustadas por el relato de los fugitivos que llegaban de los confines del territorio saguntino. Los cartagineses habían pasado los límites: eran gentes de rostro feroz y extrañas armas, que robaban las aldeas y las entregaban á las llamas. Él corría á avisar á su señora para que se refugiase en la ciudad.

Y emprendió de nuevo su carrera hacia la quinta de Sónnica. El griego dudó un momento, pensó retroceder en busca de su amada, pero acabó por partir al galope hacia la ciudad, y al llegar á ella pasó á escape por fuera de las murallas. Iba en busca del camino de las montañas que ponían en comunicación á Sagunto con los pueblos del interior y bifurcándose llegaba á Sétabis y Denia. Al llegar á él comenzó á encontrar los fugitivos de que hablaba el esclavo.

Llenaban el camino como una inundación. Mugían los rebaños bajo el látigo, desfilando entre los carros; las mujeres corrían llevando en la p. 226 cabeza grandes fardos, y arrastraban á sus pequeñuelos, cogidos á los pliegues de la túnica; los muchachos arreaban los caballos cargados de muebles y ropas, todo amontonado al azar en la precipitación de la fuga, y las ovejas saltaban á los lados del camino, librándose de las ruedas que rozaban sus vellones, amenazando aplastarlas.

El griego, marchando en dirección opuesta al torrente de fugitivos, partía con su caballo el revuelto oleaje de carros y rebaños, campesinos y esclavos, en el cual se confundían las gentes de diversos pueblos y se perdían los individuos de una misma familia, llamándose desesperadamente al través de las nubes de polvo.

La muchedumbre fugitiva comenzaba á aclararse. Pasaban junto á Acteón los rezagados: pobres viejas que caminaban con paso vacilante, llevando sobre los hombros el corderillo que constituía toda su fortuna; ancianos abrumados por el peso de marmitas y ropas; enfermos que se arrastraban apoyados en el báculo; animales abandonados que vagaban por entre los olivos inmediatos al camino, y de repente, como si husmeasen al lejano dueño, lanzábanse á todo correr al través de los campos; niños sentados en una piedra que lloraban viéndose abandonados de los suyos.

Pronto quedó el camino completamente de p. 227 sierto. Se había perdido á lo lejos la cola de los fugitivos, y Acteón sólo veía ante sí la estrecha lengua de tierra roja serpenteando por las laderas de los montes, sin un ser que con su silueta cortase la monotonía del camino.

El galope de su caballo resonaba como un trueno lejano en el profundo silencio. Parecía que la naturaleza hubiese muerto al sentir la proximidad de la guerra. Hasta los seculares árboles, los retorcidos olivos que tenían siglos de vida, las grandes higueras que se ensanchaban cual cúpulas verdes sobre las pendientes de los montes, permanecían inmóviles, como aterradas por la aproximación de aquel algo que hacía abandonar á los pueblos sus viviendas, corriendo á la ciudad.

Acteón atravesó una aldea. Las cabañas cerradas; las calles silenciosas. Del interior de una casa le pareció que partía un débil lamento. Algún enfermo abandonado por los suyos en la precipitación de la fuga. Pasó después ante una gran quinta cerrada. Detrás de las altas tapias aullaba con desesperación un perro.

Luego otra vez la soledad, el silencio, la ausencia de la vida, la parálisis que parecía extenderse sobre los campos. Comenzaba á anochecer. Á lo lejos, como arrollado y confundido por la distancia, oíase un sordo rumor; algo semejante al mugido de un mar invisible, al zumbido creciente de una inundación.

p. 228 El griego salió del camino: su caballo comenzó á escalar una altura cultivada, hundiendo los cascos en la roja tierra de las viñas. Desde lo alto abarcó de una mirada una gran parte del paisaje.

Los últimos reflejos del sol teñían de anaranjado las laderas de los montes, entre las cuales serpenteaba el camino, y en él brillaban como reguero de chispas las corazas de un grupo de jinetes que marchaban al trote con cierta precaución, como explorando el terreno. Acteón los reconoció; eran jinetes númidas de blancos y flotantes mantos, y confundidos con ellos galopaban otros guerreros de estatura menos imponente, que agitaban las lanzas haciendo caracolear sus pequeños caballos. El griego sonrió reconociendo á las amazonas de Hanníbal, el famoso escuadrón que había visto en Cartago-Nova, formado por esposas é hijas de soldados y que mandaba la valerosa Asbyte, hija de Hiarbas, el garamanta africano.

Detrás de este grupo, aparecía solitario el camino en un buen trecho. En el fondo, como un monstruo obscuro que se movía con ondulaciones de reptil, se destacaba el ejército, inmensa faja sobre la que brillaban las lanzas como una línea de fuego, interrumpida á trechos por masas cuadradas que avanzaban cual movedizas torres. Eran los elefantes.

De repente, tras el ejército, pareció elevarse p. 229 un nuevo sol para alumbrar sus pasos. Se inflamó el horizonte, marcándose sobre el fondo rojizo el dentellado contorno de la inmensa masa. Era una aldea que ardía. Las tropas de Hanníbal, compuestas de mercenarios de todos los países y de tribus bárbaras del interior, ansiaban aterrar á la ciudad enemiga, y apenas entradas en territorio saguntino, talaban los campos é incendiaban las viviendas. Acteón temió ser envuelto por los númidas y las amazonas, y bajando de la altura, emprendió un galope desesperado hacia Sagunto.

Llegó á la ciudad cerrada ya la noche, y tuvo que darse á conocer, llamar á su amigo Mopso, para que le abriesen una puerta.

—¿Les has visto? —preguntó el arquero.

—Antes de que canten los gallos estarán ante nuestros muros.

La ciudad presentaba un aspecto extraordinario. Las calles estaban iluminadas con hogueras. Antorchas de resina ardían en puertas y ventanas, y la multitud de fugitivos aglomerábase en las plazas, llenando los pórticos y tendiéndose en los quicios de las puertas. Todo el pueblo saguntino se había agolpado en la ciudad.

El Foro era un campamento. Oprimíanse los rebaños entre las cuatro columnatas, sin espacio para moverse, mugiendo y pataleando; las ovejas saltaban en las escaleras de los templos; p. 230 las familias de campesinos hacían hervir sus marmitas sobre los mármoles de los áticos, y el resplandor de tantas hogueras, reflejándose en las fachadas de las casas, parecía comunicar á toda la ciudad un temblor de alarma. Los magistrados hacían levantar á los fugitivos, tendidos en las calles y que obstruían la circulación, para alojarlos en las casas de los ricos, juntos con los esclavos, ó guiarlos á la Acrópolis para que acampasen en sus innumerables edificios. Allí subían también los rebaños, á la luz de las antorchas, entre una doble fila de hombres casi desnudos, que apaleaban los bueyes cuando intentaban escapar por las laderas del monte sagrado.

Dominando el murmullo de la multitud, sonaba el mugido de las trompas y de los caracoles marinos, llamando á los ciudadanos para que formasen los grupos encargados de la defensa de la muralla. Salían de las casas, arrancándose de los brazos de sus esposas é hijos, los comerciantes, vestidos con lorigas de bronce, el rostro cubierto por el casco griego rematado por enorme cepillo de crines, y avanzaban majestuosos entre la muchedumbre de rústicos, con el arco en la mano, la pica en el hombro y la espada golpeándoles el desnudo muslo, cubierto hasta la rodilla con el coturno de cobre. Los adolescentes, arrastraban á las murallas enormes piedras para arrojarlas á p. 231 los sitiadores, y reían al ser ayudados por las mujeres, que deseaban tomar parte en los combates. Viejos de barba venerable, ciudadanos ricos del Senado, se abrían paso, seguidos por esclavos con grandes haces de picas y espadas, y distribuían las armas entre los campesinos más fuertes, preguntándoles antes si eran hombres libres.

La ciudad parecía contenta. ¡Ya llegaba Hanníbal!... Los más entusiastas habían dudado con cierta pena de que el africano osase presentarse ante sus muros. Pero ya estaba allí; y todos reían pensando que Cartago perecería ante Sagunto así que Roma acudiese en auxilio de la ciudad.

Los embajadores saguntinos estaban allá, y no tardarían en llegar las legiones romanas, aplastando en un momento á los sitiadores. Algunos, en su entusiasta optimismo, inclinados á lo maravilloso, creían que por un milagro de los dioses, el gran hecho ocurriría dentro de pocas horas, y que tan pronto como clarease el día, al extenderse el ejército de Hanníbal ante Sagunto, asomarían al mismo tiempo en el límite azul del seno Sucronense un sinnúmero de velas; la flota conduciendo á los invencibles soldados de Roma.

Casi toda la ciudad estaba en las murallas. Apiñábase en ellas la muchedumbre, hasta el punto de que muchos tenían que agarrarse de las almenas, para no ser precipitados.

p. 232 Fuera de los muros, la obscuridad era absoluta. Habían callado como asustadas las ranas que poblaban las charcas del río; los perros que rodaban vagabundos por la campiña ladraban incesantemente. Adivinábase la presencia de ocultos seres que se agitaban en la sombra, rodeando la ciudad.

Las tinieblas aumentaban la incertidumbre ansiosa del gentío de las murallas. De pronto brilló un punto de luz en la obscuridad de la campiña: después otro y otros en distintos lugares, á alguna distancia de la ciudad. Eran antorchas guiando los pasos de los que llegaban. Sobre su rojiza mancha de luz veíanse pasar las siluetas de hombres y caballos. Á lo lejos, en la cumbre de algunos montes, brillaban hogueras, sirviendo, sin duda, de señal á las tropas rezagadas.

Estas luces pusieron fin á la calma de los más impacientes. Algunos jóvenes no pudieron permanecer con el arco inactivo, y tendiéndolo comenzaron á disparar flechas. Pronto respondieron desde la obscuridad. Sonaban silbidos sobre la cabeza de la muchedumbre, y de las casas inmediatas á la muralla volaron con gran estrépito algunas tejas. Eran balas de honda enviadas por los sitiadores.

Así transcurrió la noche. Cuando cantaron los gallos anunciando el amanecer, una gran parte de la muchedumbre se había dormido, can p. 233 sada de escudriñar la obscuridad en la que zumbaba el enemigo invisible.

Al apuntar el día los saguntinos vieron todo el ejército de Hanníbal, frente á sus muros, por la parte del río. Acteón, al examinar la colocación de las tropas, no pudo menos de sonreir.

—Conoce bien el terreno —murmuró—. Ha aprovechado su visita á la ciudad. En las sombras ha sabido escoger el único punto por donde Sagunto puede ser atacada.

Todo el lado del monte estaba libre de sitiadores. Su ejército había acampado entre el río y la parte baja de la ciudad, ocupando las huertas, los jardines de las casas de recreo, el hermoso arrabal de que tan orgullosos se mostraban los ricos de Sagunto.

Entraban y salían los soldados en las lujosas villas, preparando su comida de la mañana; hacían astillas los ricos muebles para encender las hogueras; envolvíanse en las telas que habían encontrado, y derribaban los arbolillos para plantar sus tiendas con mayor desahogo. Al otro lado del río, sobre el inmenso agro, esparcíanse los grupos de jinetes, para tomar posesión de las aldeas, de las quintas, de los innumerables edificios que surgían entre el verdor de la inmensa vega, abandonados á la proximidad del enemigo.

Lo que primeramente llamó la atención de los saguntinos, excitando una curiosidad infantil, p. 234 fueron los elefantes. Estaban en fila al otro lado del río, enormes, cenicientos, como tumefacciones que hubieran surgido de la tierra durante la noche; con las orejas caídas como abanicos, pintadas de verde, y agitando de vez en cuando sus trompas, que parecían gigantescas sanguijuelas, intentando chupar el azul del cielo. Sus conductores, ayudados por los soldados, descargaban de sus lomos las cuadradas torres y arrollaban las gruesas gualdrapas que les cubrían los flancos en los momentos de combate. Los dejaban libres, como si la vega fuese para ellos una inmensa cuadra, seguros los conductores de que el sitio iba á ser empresa larga y que mientras durase no sería preciso el auxilio de las terribles bestias, tan apreciadas en las batallas.

Cerca de los elefantes, por la ribera del río, llegaban las máquinas de guerra, las catapultas, los arietes, las torres movedizas, complicadas fábricas de madera y bronce, de las que tiraban dobles rosarios de bueyes, enormes y con retorcidos cuernos.

El terreno, como si sufriera una erupción en su superficie, cubríase de vejigas de diversos colores, tiendas de tela, de paja ó de pieles, unas cónicas, otras cuadradas, las más redondas como hormigueros, en torno de las cuales se agitaba la multitud armada.

Los saguntinos, desde lo alto de sus muros, examinaban el ejército sitiador, que parecía lle p. 235 nar toda la vega, y al cual se unían incesantemente nuevas muchedumbres á pie y á caballo que llegaban por todos los caminos y parecían rodar de las cumbres de las inmediatas montañas. Era una aglomeración de razas diversas, de pueblos distintos; una bizarra amalgama de trajes, colores y tipos; y los saguntinos, que por sus viajes conocían todas aquellas gentes, las iban señalando á sus absortos conciudadanos.

Unos jinetes que parecían volar casi tendidos sobre sus pequeños caballos, eran númidas; africanos de aspecto afeminado, cubiertos de velos blancos, con pendientes de mujer y babuchas, perfumados, con los ojos pintados de negro, pero que resultaban impetuosos en el combate y luchaban á la carrera, manejando la lanza con gran destreza. En torno de las hogueras de los jardines paseaban los negros de Libia, atléticos, con los cabellos crespos y la dentadura deslumbrante, sonriendo con estúpida satisfacción al ver sus miembros desnudos envueltos en los girones de rica tela que acababan de robar; temblando de frío apenas se apartaban del fuego, como si les martirizase la frescura del amanecer. Estos hombres, de piel obscura y brillante, pocas veces vistos en Sagunto, excitaban la curiosidad de los ciudadanos casi tanto como las amazonas que audazmente pasaban al galope por cerca de las murallas para ver de más cerca la ciudad.

p. 236 Eran jóvenes, esbeltas, de piel tostada por la intemperie. Su cabello ondeaba tras el casco como un adorno bárbaro, y no llevaban otra vestidura que una amplia túnica hendida por el lado izquierdo, que dejaba al descubierto sus piernas nerviosas oprimiendo los hijares del caballo. Sobre el pecho llevaban algunas un justillo de escamas de bronce, pero abierto por el costado izquierdo para pelear con más desahogo y mostrando la redondez de su seno recogido y duro por los fatigosos ejercicios. Montaban en pelo sus caballos nerviosos y salvajes, guiándolos con un ligero freno, y al marchar en grupo las feroces bestias se mordían y coceaban, animándose así en la desesperada carrera. Avanzaban las amazonas hasta cerca de los muros riendo y profiriendo palabras que no entendían los saguntinos; agitaban sus lanzas y escudos, y al enviarles una nube de flechas y piedras, huían á escape, volviendo la cabeza para repetir sus gestos de burla.

Los sitiados distinguían entre la muchedumbre obscura de los soldados las corazas de algunos jinetes, que brillaban como láminas de oro. Eran los capitanes cartagineses, los ricos de Cartago, que seguían á Hanníbal; hijos de opulentos comerciantes que marchaban con el ejército más como pastores que como caudillos, cubiertos de metal de cabeza á pies para librarse de los golpes y más atentos, con el genio de su p. 237 raza, á administrar las conquistas y repartirse el botín que á buscar gloria en los combates.

Aparte de estas gentes, los conocedores señalaban desde las murallas las demás tropas del ejército sitiador. Unos hombres con la piel de color de leche, lacios bigotes y las crines rojas anudadas en el vértice del cráneo, que se despojaban de sus sayos y sus altas botas de pieles sin curtir para bañarse en el río, eran galos; los otros, bronceados y tan enjutos que su esqueleto se marcaba como si fuese á desgarrar la piel, eran africanos de los oasis del gran desierto, gentes misteriosas que con el redoble de sus tamborcillos hacían descender la luna, y tañendo la flauta obligaban á bailar á las serpientes venenosas. Y revueltos con ellos, aparecían los lusitanos enormes, de piernas fuertes como columnas y anchos pechos de roca; los de la Bética, unidos á sus caballos de día y de noche por un amor que duraba toda la vida; los celtíberos hostiles, melenudos y sucios, ostentando con altivez sus harapos; las tribus del Norte, que adoraban como dioses los pedruscos solitarios y buscaban á la luz de la luna hierbas misteriosas para hechicerías y filtros; todos de costumbres feroces, en perpetua batalla con el hambre, gentes bárbaras de las que se decían cosas horripilantes, suponiéndolas inclinadas á devorar los cadáveres de los vencidos después del combate.

Los honderos baleares provocaban la risa, á p. 238 pesar de su aspecto feroz. Comentábanse en las murallas las costumbres extravagantes que regían en sus islas; y la multitud prorrumpía en carcajadas contemplando aquellos mocetones casi desnudos, empuñando un palo con la punta tostada que les servía de lanza, y llevando tres hondas, una arrollada á la frente, otra en la cintura y la tercera en la mano. Estas hondas eran de crín, de esparto y de nervio de toro, usándolas alternativamente según la distancia á que debían tirar.

Vivían en las cuevas de sus islas ó en la cavidad formada por varios peñascos amontonados, y desde niños se amaestraban en el uso de la honda. Sus padres les ponían el pan á alguna distancia, y no podían comerlo si no lo derribaban antes de una pedrada. Su pasión era la embriaguez, y su más vehemente apetito la mujer. En los combates despreciaban los prisioneros de buen rescate por apoderarse de las mujeres, y muchas veces cambiaban seis esclavos fuertes por una esclava. En sus islas no se conocía el oro y la plata: los ancianos, adivinando los males del dinero, habían prohibido que se importaran monedas, y los honderos baleares al servicio de Cartago, no pudiendo llevar las ganancias á su país, gastaban las soldadas en bebidas ó las arrojaban generosamente en manos de las rameras hediondas y miserables que seguían al ejército. Sus costumbres tradicionales regocijaban p. 239 á los saguntinos. En sus bodas, según decían los que habían visitado las islas, era uso que todos los invitados gozasen á la desposada antes que el marido, y en los entierros se apaleaba al cadáver hasta magullarle los huesos y convertirlo en una masa informe que se apelotonaba á viva fuerza en una estrecha urna, enterrándola bajo un montón de pedruscos. Sus hondas eran terribles. Arrojaban á grandes distancias balas de arcilla cocida al sol, cónicas por sus extremos y con grotescas inscripciones dedicadas al que recibía el golpe; y en los combates disparaban piedras de á libra con tal fuerza, que no podía resistirlas la armadura mejor templada.

Detrás de esta muchedumbre belicosa, se esparcían por la campiña mujeres desharrapadas de todos colores; niños desnudos y enflaquecidos que no conocían á su padre; los parásitos de la guerra, que marchaban á la cola del ejército para aprovecharse de los despojos de la victoria: hembras que por las noches se tendían en un extremo del campamento amaneciendo en el opuesto, y envejecidas en plena juventud por las fatigas y los golpes, morían abandonadas al borde un camino; pequeñuelos que miraban como padres á todos los soldados de su raza llevando á la espalda en las marchas la leña ó la marmita de los guerreros, y en los momentos de lucha difícil, cuando se reñía cuerpo á cuerpo, p. 240 deslizábanse entre las piernas de los contrarios para morderles como rabiosos gozquecillos.

Acteón encontró á Sónnica en la muralla, mirando el campamento enemigo á los primeros rayos del sol. La hermosa griega se había refugiado en Sagunto la noche anterior, seguida de esclavos y rebaños, trasladando á su casa comercial una parte de las riquezas de la quinta. Quedaban allá las habitaciones con sus pinturas y mosaicos; los muebles ricos, las suntuosas vajillas que caerían en poder del vencedor. Y ella y el griego, por entre el follaje del agro, veían la terraza de la quinta con sus estatuas; la torre de las palomas y los tejados de las casas de los esclavos, sobre los cuales corrían algunos hombres como insectos casi imperceptibles. Los invasores estaban allí. Tal vez se divertían matando á flechazos los pájaros asiáticos de deslumbrante plumaje y golpeaban á los esclavos enfermos y viejos abandonados en la fuga. Por entre los plátanos del jardín se elevaba el humo de una hoguera. La griega y su amante presentían la destrucción y la rapiña. Sónnica entristecíase, no por la pérdida de una parte de sus riquezas, sino por creer que mataban su amor destruyendo un lugar que había sido testigo de sus primeros arrebatos de pasión con el ateniense.

Bien entrada la mañana, la gente saguntina prorrumpió en gritos de indignación. Por el p. 241 camino de la Sierpe venían algunos grupos de mujeres ebrias y vociferantes, abrazando á los soldados. Eran las lobas del puerto, las cortesanas miserables que pululaban de noche en torno del templo de Afrodita y á las que se prohibía la entrada en la ciudad. Al presentarse en el puerto los primeros jinetes cartagineses, los habían seguido con entusiasmo. Habituadas á las caricias brutales de los hombres de todas las naciones, no las causaba extrañeza la presencia de aquellos soldados de tan distintos trajes y razas. Lo mismo eran los lobos de la tierra que los del mar. Adoraban á los hombres fuertes, aves de presa que las destrozaban entre sus garras; y á la zaga de los cartagineses marcharon al campamento, satisfechas en el fondo de aproximarse á la ciudad sin miedo al castigo; de poder burlarse de los sitiados habitantes, con el concentrado odio de muchos años de humillación.

Cantaban como locas, agitándose entre las manos ávidas y temblorosas de deseo, que se las disputaban como si quisieran desgarrarlas; embriagábanse en las ánforas de ricos vinos, sacadas de las quintas; caían sobre sus hombros telas con hilos de oro robadas un momento antes; los númidas, las admiraban con sus húmedos ojos de gacela, coronándolas con guirnaldas de hierbas, y ellas, prorrumpiendo en carcajadas de bacante, acariciaban la p. 242 cabeza de crespa lana de los etíopes, que reían como niños, mostrando sus agudos dientes de antropófagos.

Se entregaban al amor bajo los árboles, junto á las largas filas de caballos amarrados al borde de las tiendas, mostrando al rodar sus desnudeces, como un insulto impúdico á la sitiada ciudad; y los saguntinos, que habían presenciado impávidos el largo desfile del enemigo, temblaban de ira tras sus almenas á la vista de la ofensa de sus cortesanas.

¡Las miserables!... ¡Las perras!...

Insultábanlas las ciudadanas, pálidas de furor, echando el busto fuera de los muros, como queriendo saltar al campo para caer sobre las prostitutas; y éstas, cual si las excitase la cólera de la ciudad, redoblaban sus carcajadas, tendidas de espaldas en la hierba, abiertos sus miembros, como invitando al ejército entero á que pasase sobre sus cuerpos.

Un nuevo motivo de indignación vino á inflamar otra vez el ánimo de los saguntinos. Algunos, creyeron reconocer á un guerrero celtíbero que marchaba al frente de un grupo de jinetes. Su gallardía sobre el caballo, la arrogancia con que galopaba pegado á la silla, recordaron á muchos el vistoso desfile de la fiesta de las Panatheas. Cuando echó pie á tierra y se despojó del casco, limpiándose el sudor, todos le reconocieron, lanzando un grito de indigna p. 243 ción. Era Alorco. ¡También aquél!... Otro ingrato para la ciudad que le había colmado de atenciones y honores. Sus deberes de reyezuelo le hacían olvidar la fraternal acogida de Sagunto.

Y ciegos de ira dispararon sus arcos contra él, pero las flechas no podían llegar al sitio donde acampaban los celtíberos.

La muchedumbre, enfurecida, experimentó un ligero consuelo. Abríanse los grupos á lo largo de la muralla, y con la majestad de un dios avanzaba Therón, el sacerdote de Hércules, fijos los ojos en el enemigo, insensible á la adoración popular que le rodeaba.

Los saguntinos creyeron ver al propio Hércules que había abandonado su templo de la Acrópolis para bajar á las murallas. Iba desnudo: una piel enorme de león cubría sus espaldas. Las garras de la fiera cruzábanse sobre su pecho, y el cráneo lo cubría con la cabeza de la bestia, de erizados bigotes, agudos dientes y ojos amarillos de vidrio que brillaban entre la revuelta melena de oro. Su diestra empuñaba sin ningún esfuerzo un tronco entero de roble que le servía de cachiporra, como la maza del dios. Sus hombros sobresalían por encima de todas las cabezas. La muchedumbre admiraba sus pectorales redondos y fuertes como escudos, los brazos, en los que se marcaban las venas y tendones como sarmientos arro p. 244 llados á los músculos, y las piernas, semejantes á columnas, entre las cuales pendía la virilidad con el soberano impudor de la fuerza. Era tan enorme, que su cráneo parecía pequeño en medio de los inmensos hombros, abultados por la almohadilla de los músculos; su pecho mujía al respirar como una fragua, y todos, instintivamente, se hacían un paso atrás, temiendo el roce de aquella máquina de carne creada para la fuerza.

Los jóvenes elegantes amigos de Sónnica, que ni aun en aquella ocasión suprema habían olvidado pintarse el rostro, le seguían y admiraban, ordenando á la muchedumbre que abriese paso.

—¡Salve, Therón! —gritaba Lacaro—. Veremos qué hace Hanníbal cuando te encuentre en el combate.

—¡Salud al Hércules saguntino! —contestaban los otros jóvenes, apoyándose con desmayo en las espaldas de sus muchachuelos.

El gigante miraba el campamento, en el cual comenzaban á sonar las trompas y corrían los soldados para formarse en grupos. Avanzaban los honderos cautelosamente, amparándose de los edificios y las desigualdades del terreno. Iba á comenzar el combate. En las murallas tendían sus arcos los flecheros, y los adolescentes amontonaban piedras para arrojarlas con sus hondas. Los viejos obligaban á las mujeres á re p. 245 tirarse. Cerca de una escalera de la muralla, peroraba el filósofo Eufobias en medio de un grupo, sin hacer caso de la indignación de los oyentes.

—Va á correr la sangre —gritaba—. Pereceréis todos: ¿y para qué?... Yo os pregunto qué ganáis no obedeciendo á Hanníbal. Siempre tendréis un amo: y lo mismo da ser amigos de Cartago que de Roma. Se prolongará el sitio y moriréis de hambre. Yo seré el último en sobreviviros, pues conozco de antiguo la miseria como una fiel amiga... Pero otra vez os pregunto: ¿qué más os da ser romanos que cartagineses? Vivid y gozad. Quede para los carniceros el derramar sangre, y antes que pensar en dar muerte á otro hombre, estudiaos á vosotros. Si hicierais caso de mi sabiduría, si en vez de despreciarme me alimentaseis á cambio de mis consejos, no os veríais encerrados en vuestra ciudad como zorras en el cepo.

Un coro de imprecaciones y una fila de puños amenazantes contestaron al filósofo.

—¡Parásito! ¡Esclavo de la miseria! —gritaban—. Eres peor que esas lobas que se prostituyen á los bárbaros.

Eufobias, cuya insolencia crecía al compás de la indignación, quiso contestar; pero se detuvo viendo que una masa obscura le tapaba la luz del sol. El gigantesco Therón estaba ante él, mirándole con el mismo desprecio que uno de aquellos elefantes que los sitiadores tenían junto al p. 246 río. Levantó su mano izquierda, débilmente, como si fuese á alejar un insecto de un papirotazo; apenas si rozó la cara insolente del filósofo, y éste cayó por la escalera de la muralla con la cabeza ensangrentada, silencioso, sin una queja, rebotando de peldaño en peldaño, como hombre convencido de que el dolor no es más que una apariencia, y acostumbrado á tales caricias.

En el mismo momento una nube de puntos negros silbó sobre las murallas como una bandada de pájaros. Volaron tejas, saltaron yesones de las almenas, y cayeron con la cabeza rota algunos de los que estaban en el muro. De entre las almenas salieron como contestación impetuosa, las piedras y las flechas.

Comenzaba la defensa de la ciudad.


p. 247

VI

Asbyte

Hanníbal se agitaba entre las mantas de colores de su lecho, sin poder conciliar el sueño.

Los gallos habían anunciado la media noche, rasgando con su grito el silencio del campamento, y el caudillo permanecía desvelado, cerrando los ojos sin poder dormir. Le tenía en vela el canto de un ruiseñor posado en un gran árbol, de cuyo ramaje pendía su tienda.

Una lámpara de barro iluminaba la aglomeración de objetos en torno de su lecho. Centelleaban en el suelo corazas, grebas y cascos cubiertos por pedazos de ricas telas robadas en las quintas saguntinas. Los muebles griegos, las ánforas de tocador de sutil cincelado, los tapices con escenas mitológicas, revolvíanse confundidos con los látigos de piel de buey sin curtir, los escudos de cuero de hipopótamo y los harapos de Hanníbal, tan amante del brillo de sus armas, como descuidado y sucio en sus ropas. p. 248 Los vasos griegos de rica labor estaban destinados á los más bajos usos. Una crátera de alabastro cubierta por un escudo servía de asiento; un gran vaso de arcilla roja, decorado por un artista griego con las aventuras de Aquiles, lo empleaba el africano con desprecio para sus desahogos más íntimos; pedazos de estatuas y columnas destrozadas por el furor de la invasión se hundían en el suelo, ofreciendo asiento á los capitanes de Hanníbal cuando celebraban consejo en la tienda del caudillo. Era el botín, amontonado y magullado por la fiebre del robo. De él, sólo una pequeña parte había llegado hasta el jefe, que sentía un absoluto desprecio por la belleza artística cuando no estaba impresa en metales preciosos. Se reía de los dioses de aquella tierra lo mismo que de los de su país y del mundo entero, y escupía sobre los mármoles de las divinidades que llenaban el campamento como si fuesen pedazos de piedra, buenos únicamente para enviarlos con la catapulta contra los enemigos.

Á impulsos de la excitación nerviosa, que no le dejaba dormir, se incorporó en el lecho, y la luz de la lámpara dió de lleno en su rostro. Ya no era el pastor celtíbero, greñudo y feroz que Acteón había encontrado en el puerto de Sagunto. Libre del disfraz, se mostraba tal cual era: un joven de estatura regular, de miembros proporcionados y fuertes, sin alardes de exage p. 249 rada musculatura, pero revelando en su cuerpo el temple del acero, una vitalidad capaz en momentos supremos de los más inauditos esfuerzos. Tenía la tez ligeramente bronceada, y su cabellera, de cortos y gruesos rizos, formaba á modo de un turbante negro y lustroso en torno de su cabeza, cubriéndole por completo la frente y dejando al descubierto los lóbulos de las orejas, de los que pendían grandes discos de bronce. La barba era espesa y rizosa; la nariz recta, pero poco saliente, y sus ojos, grandes é imperiosos, miraban siempre de lado, con una expresión de profunda astucia y de inabordable recogimiento. El cuello, musculoso, se torcía habitualmente, inclinando la cabeza á la derecha, como si quisiera percibir mejor el sonido de cuanto le rodeaba.

Vestía un simple sayo deshilachado y sucio como el de cualquier celtíbero de los que roncaban en las tiendan inmediatas, y únicamente, cual signo de poder, brillaban en sus muñecas dos anchos brazaletes de oro, dando fuerza con su opresión á los tendones y músculos del brazo.

Más de un mes estaba ante los muros de Sagunto sin conseguir ventaja alguna. Aquella misma tarde la había pasado guiando sus máquinas de guerra sin resultado, y esta falta de éxito era lo que en la soledad excitaba sus nervios, no dejándole dormir. Hijo mimado de la p. 250 victoria, había vencido á campo raso las tribus más salvajes de la Iberia; había llevado sus elefantes por las cumbres de los montes más altos, atravesando ríos, rompiendo bosques, viendo la muchedumbre antes belicosa prosternarse ante él como si fuese un dios; y por primera vez en su vida tropezaba con un enemigo tenaz que al abrigo de sus muros se burlaba de él y no le dejaba avanzar un paso.

La ciudad de comerciantes y labradores, que había estudiado de cerca, contemplando con desprecio su opulenta molicie, amenazaba acabar con su buena suerte; y el caudillo, viéndola inquebrantable y pensando en sus enemigos de Cartago, en la cólera de Roma y en que el tiempo transcurría sin conseguir ningún avance, experimentaba cierta ansiedad.

Había escogido bien el punto vulnerable de Sagunto. Sus máquinas de guerra estaban colocadas ante la parte baja de la ciudad, que avanzaba sus murallas en el valle, sobre un terreno llano y descubierto que permitía la aproximación de los arietes. Pero apenas se adelantaban los centenares de hombres desnudos que tiraban de las pesadas máquinas, caía sobre ellos tal lluvia de flechas, que habían de huir los que no quedaban clavados en el suelo.

Algunas veces, al abrigo de los manteletes que avanzaban sobre ruedas y por cuyas saeteras disparaban los arqueros cartagineses, conse p. 251 guían llegar los arietes al pie del muro. Pero por lo mismo que aquel lado de la ciudad resultaba el más expuesto á un ataque, las murallas, que en la parte alta de Sagunto eran de tapial, tenían allí una robusta base de rocas, y en vano las cabezas de carnero de bronce con que remataban los arietes topaban y topaban, movidas por centenares de brazos. Una lluvia de flechas y piedras caía sobre los sitiadores, rompiendo los escudos con que se cubrían: una gran torre dominaba todo el terreno de los asaltantes, sembrando entre ellos á mansalva la muerte; y no contentos con esto los sitiados, muchas veces, arrastrados por su coraje, lanzábanse fuera de los muros, acuchillando á los cartagineses.

Cada salida de estas costaba grandes pérdidas al ejército de Hanníbal. Los africanos comenzaban á hablar con temor supersticioso de un gigante desnudo, cubierto con una piel de león y esgrimiendo un tronco, que salía al frente de los saguntinos y á cada golpe abría un ancho surco en los asaltantes. Los etíopes veían en él una divinidad terrible y sanguinaria como las que adoraban en sus oasis; los celtíberos aseguraban que era Hércules, descendido del Olimpo para ayudar á su ciudad.

Hanníbal le reconoció de lejos en los combates. Era Therón, el sacerdote que había visto una mañana en la Acrópolis, admirando su vigor extraordinario. Pero á pesar de conocer su origen p. 252 humano no podía evitar el terror de las tropas apenas veían sobresalir sobre los cascos aquella cabeza de león invulnerable, que parecía torcer el curso de las flechas y las piedras.

Además, los sitiados contaban con el auxilio de las faláricas . ¡Bien se conocía que entre los comerciantes y rústicos agricultores figuraban hombres expertos en la guerra, que habían corrido muchos países! El recuerdo de Acteón, el aventurero griego, compañero de su infancia, surgía en la memoria de Hanníbal. Él sería seguramente el inventor de la falárica , un dardo arrojadizo, rodeado de estopa empapada en pez. Partía la flecha ardiendo como un reguero de fuego, con su hierro largo, capaz de atravesar el escudo y la coraza; y aunque el terrible dardo no penetrase en la armadura, sus llamas se pegaban á las ropas; los combatientes arrojaban las armas para librarse del fuego y quedaban de este modo expuestos á los golpes del enemigo. Los mismos que habían peleado con las tribus más invencibles y bárbaras de Iberia, huían, arrojando el escudo ante aquellas colas de fuego que venían silbando y esparciendo chispas desde los muros de Sagunto.

Así transcurría el tiempo, sin que los sitiadores avanzasen; y Hanníbal se sentía dominado por cruel impaciencia. ¡Fuego de Baal! Él, encadenado á aquellos muros que no podía hacer suyos; y mientras tanto, la facción de Hanón p. 253 conspirando en Cartago, preparando la ruina de los Barcas si no conseguía apoderarse de Sagunto, y proyectando tal vez su entrega á Roma cuando ésta reclamase viendo violados los tratados.

Su despecho le hizo arrojarse de nuevo en la cama, buscando el sueño con el ansia de quien desea olvidar. Apagó la luz de la lámpara, pero en la obscuridad siguió con los ojos abiertos. La azulada luz de la luna se filtraba por una rendija de la cúpula de la tienda, cayendo sobre las corazas que en la obscuridad brillaban como peces plateados. Fuera seguía cantando el ruiseñor.

Hanníbal se encolerizó: le desvelaba el maldito pájaro. Él era capaz de dormir entre el estrépito de los combates. Acostumbrado desde niño al campamento, le arrullaban las ásperas trompas de guerra: las roncas canciones de los mercenarios y el relincho de los caballos, no lograban despertarle. Pero el canto dulce de aquel pájaro, su trino incesante, le molestaba como el zumbido de un abejorro.

Saltó del lecho, buscó á tientas un arco entre el revoltijo de armas, telas y muebles, y salió de la tienda. La frescura de la noche le calmó un tanto.

Brillaba la luna en un ambiente puro, sin una nubecilla. El viento era tibio, á pesar de que terminaba el otoño; parpadeaban las estrellas; p. 254 al trino del ruiseñor, contestaban otros y otros esparcidos en los árboles del inmenso valle. El campamento descansaba. Extinguíanse las hogueras, cerca de las cuales dormían los soldados en horrible promiscuidad con las mujeres y los niños del ejército, envueltos en harapos ó en pedazos de ricas telas; y los caballos, amarrados al suelo por estacas, alineaban en correctas filas sus soñolientas cabezas. En el fondo, la ciudad sitiada permanecía obscura y silenciosa como si durmiese. El débil resplandor que se escapaba por algunas saeteras de sus muros, producía el efecto de unas pupilas ligeramente entreabiertas que vigilaban fingiendo dormir.

Hanníbal saltó por encima de los soldados escogidos, que dormían ante la puerta de la tienda. Se incorporaban al sentir su paso, y reconociendo al caudillo, volvían á unir su cabeza á la tierra y continuaban roncando. Eran veteranos de las guerras de Hamílcar, que miraban con veneración casi religiosa al leoncillo de su antiguo capitán.

Armó el arco al dar la vuelta á la tienda para disparar contra el pájaro oculto en el ramaje; pero se detuvo asombrado viendo junto al tronco del árbol una figura blanca que brillaba envuelta por la luz de luna.

Era una mujer; una amazona. Centelleaban en su cabeza y su pecho el casco de oro y la coraza de escamas; descendía á lo largo de las p. 255 piernas, marcando su contorno, la túnica de blanco lino, y los brazos fuertes y desnudos, se apoyaban en la lanza con el regatón clavado en el suelo. Sus ojos negros estaban fijos en la tienda de Hanníbal con extraña persistencia, sin parpadear, como si soñase despierta, y el viento de la noche agitaba levemente la cabellera que descendía por sus espaldas. Detrás de ella veíase un caballo negro, de pelo brillante, piernas nerviosas y ojos inyectados de sangre, sin silla ni freno, sueltas las crines y bajando la cabeza para lamer el borde de la túnica de la amazona y sus desnudos pies, como un perrillo que la siguiera á todas partes.

—¡Asbyte! —exclamó Hanníbal, sorprendido por la aparición—. ¿Qué haces aquí?

La reina de las amazonas pareció despertar, y al ver al caudillo, fijó en él la mirada húmeda y apasionada de sus grandes ojos.

—No podía dormir —dijo con voz lánguida y cadenciosa—. He pasado la primera parte de la noche soñando cosas horribles. La diosa Thanit no guarda mi reposo, y he visto la sombra de mi padre Hiarbas, anunciándome la próxima muerte.

—¡Morir! —exclamó Hanníbal riendo—. ¿Quién piensa en morir?

—¿Soy acaso inmortal? ¿No combato como cualquiera de tus soldados? Me arrojo con ímpetu sobre los bosques de lanzas; las flechas silban p. 256 en torno de mí como si arrastrase un manto de invisibles pájaros; desprecio las faláricas con sus cabelleras de fuego... pero algún día moriré: los sueños me lo anuncian.

Asbyte, como si temiera mostrar demasiada melancolía ante Hanníbal, añadió animosamente:

—Venga la muerte cuando quiera. No me asusta como á los mercaderes de Cartago que te odian. Si turbó mi sueño es porque al despertar pensé en tí. No puedo explicarme por qué causa pensé que tú también podías morir; y ante tu muerte, Hanníbal, no me resigno. Tú debes vivir tanto como un dios. Recordé que duermes solo en tu tienda; que para ocultar mejor tus salidas no tienes guardias que velen despiertos tu sueño, y sentí la necesidad de hacer algo por tí, de pasar la noche apoyada en la lanza, cerca de tu lecho, para impedir la traición de un enemigo.

—¡Qué locura! —exclamó riendo el africano.

—Hanníbal —dijo con gravedad la hermosa amazona—; acuérdate de Hasdrúbal, el esposo de tu hermana. Bastó el puñal de un esclavo para acabar con él.

—Hasdrúbal debía morir —dijo el caudillo con la convicción del fatalismo—. Lo quería la suerte de Cartago. Era preciso que Hasdrúbal desapareciese para dejar paso á Hanníbal. Pero Hanníbal no tiene quien le reemplace, y vivirá aun p. 257 cuando durmiese rodeado de enemigos. Mi sueño es ligero y mi brazo pronto: el que se desliza en la tienda de Hanníbal entra en su tumba.

Asbyte contemplaba con admiración amorosa al joven héroe, que había arrojado el arco, y al hablar de su fuerza elevaba los brazos poderosos. La luna agrandaba su sombra de tal modo que, al mover los brazos, parecía abarcar en ellos el campamento, la ciudad, todo el valle, como un sér sobrenatural.

La amazona se aproximó á él, dejando la lanza sobre el tronco del árbol. Al abandonar su arma, parecía haber depuesto la belicosa fiereza, y avanzaba hacia Hanníbal con dulzura femenil, mirándolo con los mismos ojos tímidos y húmedos de los antílopes que triscan en los oasis de su país.

—Además —murmuró—, he venido porque necesitaba estar cerca de tí. Me causa un placer dulcísimo velar tu sueño; siento la voluptuosidad de un sacrificio grato guardándote sin que tú lo sepas... Nunca puedo hablarte. Te contemplo de día á caballo entre esos cartagineses de armaduras doradas que te rodean; á pie, guiando á los que empujan las máquinas de guerra, ayudándoles muchas veces para excitar su entusiasmo; pero siempre te veo de lejos, como caudillo, como héroe, nunca como hombre. ¿Te acuerdas de aquellos días en la ciudadela de Cartago-Nova, cuando acababa yo de llegar de África con los p. 258 refuerzos que te hicieron lanzar gritos de entusiasmo?

—¡Asbyte! ¡Asbyte! —murmuró Hanníbal, moviendo las manos para rechazarla, como si le molestasen tales recuerdos.

—No te enojes, Hanníbal, óyeme. Necesito hablarte: dame al menos el consuelo de verte de cerca, de decirte lo que siento. Si no, ¿á qué he venido á Iberia uniendo mi suerte á la tuya?

El caudillo miraba en torno, como si le molestase que alguien pudiera escuchar su conversación con la amazona.

—No temas —dijo Asbyte adivinando su pensamiento—. Magón tu hermano duerme lejos de aquí con Marbahal, el capitán predilecto. Mis númidas están en el otro extremo del campamento. Tú te rodeas únicamente de iberos para excitar su fidelidad con tal prueba de confianza, y éstos no entienden el fenicio.

Hanníbal, convencido por la observación de Asbyte, bajó la cabeza y cruzó los brazos, resignándose á escucharla.

—Eres huraño y duro como un dios —suspiró la amazona—. Quien te ama siente para siempre el fuego de Moloch en las entrañas, sin que te dignes apagarlo con una mirada de bondad, con una sonrisa. Eres de bronce; tus ojos miran eternamente á lo alto y no puedes ver á los que se arrastran para llegar hasta tí. Crees haberme p. 259 hecho feliz porque me llevas de combate en combate, de conquista en conquista, y consideras que mi dicha consiste en tener encallecidas por la lanza mis manos, que antes se adornaban con sortijas; endurecidas por las carrilleras del casco mis mejillas, que en otros tiempos se cubrían con ungüentos costosos, traídos de Egipto por mis caravanas. Soy ruda y feroz como un hombre. Poseyendo allá lejos jardines, en los que vive una primavera eterna, he sufrido hambre y sed á tu lado. No sé ya quién soy; dudo de mi sexo, viendo afeado mi cuerpo por la fatiga: la piel, sobre la que se deslizaban las manos de mis esclavas como si fuese un espejo, es dura como la del cocodrilo. Si no parezco horrible como el tropel de hembras envejecidas que siguen á tus soldados, es porque aún vive en mí la juventud. Y todo esto, ¿por quién? Por tí, que no me miras, que has olvidado nuestro primer encuentro, que sólo ves en Asbyte un buen amigo, un aliado apreciable que llegó hasta tí trayendo un buen golpe de combatientes. ¡Hanníbal! ¡Rayo de Baal! Eres grande como un semidiós, pero no conoces á los seres humanos. Tú sólo ves en mí una amazona, una virgen guerrera como las que cantaron los poetas de Grecia... y yo soy una mujer.

Calló Asbyte algunos momentos, contemplando con tristeza al silencioso Hanníbal.

—Has olvidado sin duda cómo nos conocimos —añadió melancólicamente, después de una lar p. 260 ga pausa—. Vivía feliz en mis oasis, hasta que corrí hacia tí, como si emanase de tu persona un hechizo irresistible. Era la hija del garamanta Hiarbas. Cansada de las dulzuras de mi casa, del canto de mis esclavas y de los esplendores que arrojaban á mis pies los mercaderes de las caravanas, iba con Hiarbas á cazar el león en el desierto, y los guerreros asombrábanse viendo cómo temblaban, obedientes y tímidos, los más salvajes potros, al sentirme sobre sus lomos. Era fuerte, era hermosa; apenas salida de la niñez, los caudillos más fieros de la Numidia venían á pedir hospitalidad á mi padre para verme de cerca, y hablaban de sus rebaños y de sus guerreros, proponiendo una alianza á Hiarbas. Y yo, indiferente, fría, con el pensamiento puesto en Cartago, donde había estado una vez acompañando á mi padre para ajustar el tributo con los ricos del Senado. ¡Ah, la ciudad grandiosa, la ciudad inmensa, con sus templos como pueblos y sus dioses gigantes!

Y desviando el curso de sus ideas, hablaba con entusiasmo de Cartago, como si al través de los viajes y las aventuras belicosas se conservase fresca en ella la impresión de la gran ciudad. Recordaba las viviendas de los ricos cartagineses, con los muros polícromos rematados por esferas brillantes de metal y de vidrio; los grandes templos de mármol, con sus bosques misteriosos, en los cuales resonaban las liras y los címbalos de p. 261 los sacerdotes; el templo de Thanit, rodeado de rosales, escondrijos perfumados que servían de albergue á la prostitución sagrada en honor de la diosa; y después el puerto, el inmenso puerto, con todo un pueblo de naves que arrojaban á borbotones en la ciudad las riquezas del mundo entero; el estaño de la Bretaña, el cobre de Italia, la plata de Iberia, el oro de Ofir, el incienso de Saba, el ámbar de los mares del Norte, la púrpura de Tiro, el ébano y el marfil de Etiopía, las especias y perlas de la India y las telas brillantes de los pueblos del Asia misteriosos y sin nombre, que permanecían en el último confín del mundo envueltos en la vaguedad de la leyenda.

Ella adoraba la ciudad, más aún que por sus esplendores, porque en ella estaban los partidarios de los Barcas, los sostenedores de la familia heroica, de cuyas hazañas hablaban por la noche á la luz de la luna los guerreros númidas, y de la que era vástago glorioso aquel Hanníbal todavía niño que hacía sonar su nombre en las guerras de Iberia.

—Los míos amaron siempre á los tuyos —continuó la amazona—. Si mi padre Hiarbas soportó la dominación de Cartago, fué porque al frente de ella estaba Hamílcar, un africano, un númida como nosotros. Yo odio tanto como tú á los mercaderes de Cartago, antiguos fenicios que se amontonaron y reprodujeron como gusanos en el peñón de Arad, para venir después á apode p. 262 rarse por el mar de nuestro hermoso suelo de África. Odio la nave grabada en muchas de vuestras monedas y templos, porque es el signo de los avarientos que vinieron á explotarnos; y adoro el corcel cartaginés, el caballo númida, como un signo de nuestro pasado.

Después habló del encanto que había ejercido sobre ella desde lejos la gloria de los Barcas. Amó á Hanníbal sin conocerlo, influída por los relatos de hazañas que llegaban hasta ella. Le veía luchando como un leoncillo al lado de su padre, entre las manadas de toros con los cuernos inflamados y de los carros ardiendo que los iberos arrojaban contra el invasor cartaginés; le contemplaba loco de furor ante el cadáver de Hamílcar, y después languideciendo de inacción al lado del hermoso Hasdrúbal, conciliador y pacífico; hasta el momento en que, asesinado éste por el puñal de un galo, aclamaba todo el ejército al joven jefe.

Acababa de morir su padre Hiarbas, y ella era reina de sus tribus cuando supo que Hanníbal, ansioso de gloria y de luchas, estaba aislado en la fortaleza de Cartago-Nova, sin otras tropas que las últimas reliquias del ejército que Hamílcar había llevado á Iberia. Los ricos de Cartago, enemigos de los Barcas, no se atrevían por miedo al populacho á despojar al hijo de Hamílcar de la jefatura que le daban sus soldados; confirmábanla con su silencio, pero le de p. 263 jaban aislado, sin recurso alguno, entregado á sus propias fuerzas para que los indígenas acabasen con él, ó cuando más consiguiera sostener en las costas de Iberia un pequeño estado, en cuyo seno se extinguiría lentamente la ambición de los Barcas.

—Entonces volé hacia tí —continuó Asbyte—. Deseaba conocer al hombre y salvar al héroe. Entregué una gran parte de mis riquezas á los mercaderes de Cartago para que me prestasen sus naves; inflamé el entusiasmo de los más belicosos de mis tribus para que me siguieran; hasta sus hijas que, imitándome, iban á la caza del león y galopaban todo el día, empuñaron la lanza, sintiéndose arrastradas á mi loca aventura; y una tarde, cuando tal vez llorabas considerando muertas tus ilusiones de gloria, viste desde lo alto de la ciudadela de Cartago-Nova toda una flota que llegaba del África. ¿Te acuerdas?... Dí: ¿te acuerdas de cómo me recibiste?

—Sí, y jamás lo olvidaré —dijo Hanníbal con dulzura—. Aquellos días son mi mejor recuerdo.

—Me recibiste como si fuese una divinidad, como si Astaroth, que alumbra nuestras noches, hubiese descendido del cielo para darte su protección. Olvidaste á mis guerreros para verme sólo á mí, y despreciando por el momento tus ambiciones, pasamos las noches tendidos en la terraza de la ciudadela, y las estrellas fueron testigos de p. 264 nuestros interminables abrazos. Pero ¡ay! aquella felicidad fué como esas rosas de Egipto que sólo duran un día en los búcaros de las ricas de Cartago. Pronto volvió á tí el orgullo de la dominación, el afán del caudillo. Admirabas, más que mi belleza, la apostura de mis númidas, cuando por las tardes, fuera de los muros, asombraban á tus viejos guerreros, arrojando dardos, de rodillas sobre sus caballos, que corrían levantando el polvo con el vientre. Salimos á pelear con los Olcades, los Vaceos, todas esas tribus iberas que ayer te combatían y hoy te siguen: guerreé tras de tí como un soldado y me consideraba feliz cuando en las largas marchas, imitando á nuestros caballos que juntaban amorosamente sus cabezas, te inclinabas hacia mí, chocando tu casco con el mío para besarme... Después ni esto. ¿Qué soy yo? Un guerrero más en tu campamento; un amigo digno de gratitud que te trajo su auxilio al verte abandonado de Cartago, sin otra fuerza que un puñado de veteranos y algunos elefantes. En los combates, si me ves en peligro, vuelas á defenderme; pero después, en el campamento, en las marchas, algunas palabras de amistad, una fría sonrisa como á cualquiera de tus capitanes. Tu corazón se ha cerrado para mí. ¿Es que ya no soy Asbyte, la que conociste en Cartago-Nova? ¿No me amas al verme afeada y endurecida por la guerra? Dímelo, y volveré á ser mujer, me llenaré de jo p. 265 yas, abandonaré mis amazonas para rodearme de esclavas griegas; me cubriré de ungüentos que devuelvan á mi piel su primitiva frescura, y te seguiré en tus marchas, tendida en una litera con cortinas de púrpura.

—No —se apresuró á decir Hanníbal con entusiasmo—. Te amo tal como eres. La amada de Hanníbal sólo puede ser una amazona como tú, que has hecho rodar bajo tu corcel muchos guerreros.

—¡Entonces!... ¿por qué me huyes? ¿por qué me abandonas, olvidando las dulzuras de nuestro primer encuentro? Mira ese ruiseñor que hace poco querías matar: en medio de un campamento, frente á una ciudad sitiada, canta y canta llamando á su hembra, sin importarle los horrores de la guerra, sin percibir el hedor de sangre que sale de los campos. Seamos como él: hagamos la guerra, pero amándonos, y paseemos al través de las batallas nuestros cuerpos fundidos por el amor.

—No, Asbyte —dijo el africano con acento sombrío—. Esa felicidad es imposible: te amo, pero no podemos comprendernos. Tú te quejas de que sólo veo en tí una amazona cuando eres una mujer: tú en cambio sólo ves en mí un hombre, y yo soy más que un hombre. No soy el semidiós que tú imaginas; soy algo más: una formidable máquina de guerra, sin corazón ni misericordia, creada para aplastar á los hom p. 266 bres y los pueblos que se opongan á su paso.

Y Hanníbal decía esto con convicción, golpeándose el duro pecho, irguiendo su figura con sombría majestad al afirmar su potencia destructora.

—Te amaría si fuese un hombre capaz de perder mi tiempo en tales dulzuras. ¿Pero cuándo has visto que el águila pase toda su vida en el nido acariciando á la hembra, sin sentir el anhelo de remontarse para caer sobre el enemigo? Los que tienen garras no pueden acariciar, y yo nací para hacer presa del mundo ó que el mundo me aplaste... ¡Amar! ¡Dulce ocupación, lo reconozco! En mi pasada existencia, llena de sangre y de luchas, el único oasis de felicidad fueron aquellos días de Cartago-Nova, en los cuales creí que la propia Thanit, con toda su belleza de diosa, se dignaba descender hasta mis brazos. Pero aquello se acabó: Hanníbal tiene otros amores que le atraen y le dominan; ama su espada, ama todo lo que posee el enemigo, y no puede dormir con tranquilidad pensando en Roma, á la que ansía estrujar entre sus brazos... ¡Cuán lejos está!...

La amazona hizo un gesto de desesperación ante el apasionamiento con que el caudillo hablaba de sus ambiciones.

—Podías quejarte —continuó Hanníbal— si vieses que mi pensamiento estaba ocupado por la imagen de otra mujer. ¿Á quién he amado sino p. 267 á tí? Para atraerme á estos bárbaros que me siguen, para ligarles por el parentesco á mis empresas, hice mi esposa á la hija de un reyezuelo ibero. Y bien, ¿dónde está? ¿me sigue acaso como tú? Permanece en Cartago-Nova, hilando sus lanas de colores, y apenas si me acuerdo de ella, pues ni por un momento me conmovieron sus gracias de virgen bárbara. Yo sólo te amo á tí. Hanníbal sólo pudo caer trémulo de pasión entre unos brazos como los tuyos, endurecidos por el manejo de la lanza. Pero sé digna de él: no pienses como las otras mujeres: no busques nuevos enternecimientos: únete á mí para que los dos pensemos en poseer y odiar; en hacer el mundo nuestro.

Y como exaltado por sus propias palabras, el africano, con los ojos brillantes, se aproximó á Asbyte, acariciándola los brazos, mientras la soplaba junto al rostro sus palabras de entusiasmo.

—Yo quiero ser el señor del mundo: quiero que sobre la tierra sólo exista Cartago, porque Cartago es mi patria. Si hubiese nacido romano sería Roma la señora. Quiero con mi nombre borrar el recuerdo de Alejandro el Macedonio; ser más grande que él, conquistar mayores territorios, y sueño empresas menos fáciles que dominar los pueblos asiáticos, ablandados por la molicie del sol y las riquezas. Roma es dura, es más fuerte que nuestra república de mer p. 268 caderes, roída por la avaricia y los placeres; sus manos están endurecidas por la esteva y la lanza... ¡pues contra Roma voy!... ¡Alejandro! ¡Cuán débil es su gloria! Es fácil marchar á la conquista del mundo cuando se es hijo de Filipo, que deja por herencia un ejército aguerrido en cien victorias; cuando se tiene un reino obediente á la espalda y hasta en la niñez se goza la suerte de recibir las lecciones de Aristóteles. Lo difícil es ser Hanníbal, viéndose abandonado de la patria, sin otros recursos que los que yo puedo buscarme; teniendo que hacer frente al mismo tiempo á la furia de los enemigos y á la traición y las intrigas de los compatriotas; criado lejos de mi padre, entre mercaderes astutos que, conservándome como en rehenes, querían evitarse futuros peligros, torciendo mis instintos belicosos; sin otra cultura que un poco de griego que me enseñó Sosilón el espartano. Y á pesar de esto, Hanníbal riñe con la fatalidad y la vence. Si Alejandro admira por sus conquistas en el país del sol, algún día se asombrará el mundo viéndome dominar á la naturaleza, después de aplastar á los hombres, atravesando las más altas nieves y cambiando de sitio montañas enteras para seguir mi camino. Mírame bien, Asbyte, y te convencerás de que es tan inútil querer despertar en mi corazón sentimientos humanos como ablandar el pecho del enorme Moloch de bronce que tenemos en Cartago. Hace un p. 269 momento, en la soledad de mi tienda, me sentía débil y desconfiado; pero hablando contigo renace mi fuerza. Mírame bien: estás en presencia del que no teme á los hombres ni á los dioses.

—¡Los dioses! —exclamó con cierto temor Asbyte—. ¿No temes que te castiguen?...

Una carcajada ruidosa, sarcástica, de inmenso desprecio, contestó á la amazona.

—¡Los dioses! —gritó Hanníbal—. Vivo entre guerreros de todos los pueblos. Cada uno adora sus dioses, y conozco tantos, ¡tantos! que no creo en ninguno y me burlo de todos ellos. En Cartago adoraba á Moloch; aquí me has visto muchas veces dedicar sacrificios á las divinidades iberas, para atraerme á los pueblos. Si algún día entro como vencedor en esa ciudad donde vive continuamente mi pensamiento, el populacho me aclamará, viéndome subir al Capitolio para dar gracias á sus dioses... Yo sólo creo en la fuerza y la astucia; sólo tengo un dios tutelar, la guerra, que agiganta los hombres dándoles la omnipotencia de la divinidad. Si al ser señor de toda la tierra no encontrara con quien reñir, moriría, creyendo que el mundo estaba vacío.

La amazona bajaba la cabeza con expresión triste.

—Comprendo que nunca serás mío, Hanníbal. Amas la guerra sobre todas las cosas y serás p. 270 fiel á ella mientras vivas. Eres una ave de presa; te basta el amor momentáneo de la esclava, te sacia la mujer llorosa y herida que cae en poder de tus soldados al entrar al asalto por la brecha. Nunca comprenderás el amor con sus dulzuras.

Hanníbal se encogió de hombros con desprecio.

—Amo la victoria, el éxito. El laurel que los héroes griegos se ceñían en el triunfo tiene para mí un perfume más penetrante que las rosas de los poetas. Cesa, Asbyte, en tus lamentos: sé guerrera y olvida que eres mujer; te amaré más, serás mi hermano de armas. ¿Á qué pensar en aquellas noches de amor, cuando estaba yo caído en la desgracia y carecía de soldados, ahora que toda Iberia viene á mí y comienzo á ver realizados mis ensueños de dominación? Contempla ese campamento donde se hablan infinitas lenguas y cada uno viste diverso traje. Las tribus llegan como los riachuelos que engrosan el torrente. Cada día se presentan nuevos guerreros. ¿Cuántos son?... Nadie lo sabe. Marbahal decía ayer que eran ciento veinte mil; yo creo que pronto serán ciento ochenta mil. Les arrastra la ciega confianza en Hanníbal; presienten que conmigo se marcha á la victoria; tal vez sus dioses les han dicho que esto no es más que el principio de una serie de hazañas que asombrarán al mundo. Admírate, Asbyte. Esas gentes p. 271 han pasado su vida guerreando entre sí; se odiaban, y sin embargo, la espada de Hanníbal es un cayado, que les guía como un rebaño común. ¿Y quieres, después de este prodigio, que pierda mi tiempo amándote, que permanezca en mi tienda tendido á tus pies, con la cabeza sobre tus rodillas, oyéndote cantar las soñolientas canciones del oasis?... No, ¡rayo de Baal! La ciudad está enfrente de nosotros, burlándose del ejército más grande que jamás se reunió en los campos de Iberia, y es preciso acabar. Es preciso que la tienda de lienzo aplaste á la torre de piedra. Afila bien tu lanza, hija de Hiarbas; prepara tu fiel caballo, amada mía. Sopla en torno de mí ese aliento misterioso que siempre percibo en vísperas de la victoria. Hoy mismo entraremos en Sagunto.

Y miraba á lo lejos como si sintiera impaciencia, aguardando la llegada del día. Brillaba la luna con menos intensidad; oscurecíase el cielo tomando su azul un tono más denso, y por la parte del mar marcábase una ancha faja de claridad violácea.

—Pronto amanecerá —continuó el africano—; esta noche, Asbyte, dormirás en el lecho de marfil de alguna rica griega, y tendrás á tus pies los ancianos de la ciudad para que te sirvan como esclavos.

—No, Hanníbal. No terminará para mí el día que ahora empieza. Veo aún la sombra de Hiar p. 272 bas, tal como se me apareció antes del primer canto del gallo. ¡Moriré, Hanníbal!

—¡Morir!... ¿Y eres tú quien lo crees? Para que el enemigo llegue hasta tí, es preciso que pase sobre Hanníbal. Eres mi hermano de armas. Yo estaré á tu lado.

—Aun así moriré. Mi padre no puede engañarme.

—¿Tienes miedo?... ¿Tiemblas, hija del garamanta?... ¡Al fin, mujer! Quédate en tu tienda: no te aproximes á los muros. Iré á buscarte, cuando llegue el momento de que entres en la ciudad como señora.

Asbyte irguió su gallarda figura cual si acabase de recibir un latigazo. Sus grandes ojos brillaban con cólera.

—Te dejo, Hanníbal. Comienza á amanecer. Prepáralo todo para el asalto, y ya me encontrarás cuando tus tropas den la señal. Al saber que voy á morir, sólo quería pedirte un beso, el último... No, no te acerques. Ahora no lo deseo: me haría daño. Si caigo y puedes encontrarme entre los cadáveres, ya sabes cual ha sido mi último pensamiento.

Se alejó apoyada en su lanza, por entre las filas de tiendas, seguida del negro caballo, que husmeaba la huella de sus plantas como bestia apasionada.

Comenzaba el día. Extinguíanse las hogueras, y en torno de las últimas llamas veíanse p. 273 hombres que se levantaban del suelo estirando sus miembros entumecidos y sacudiendo los pedazos de tela en que estaban envueltos. Relinchaban los caballos tirando de las cuerdas, y los soldados los dejaban en libertad, conduciéndolos al río para abrevarlos y limpiarlos.

Por todos los caminos llegaban al campamento grandes carretas cargadas de víveres y forraje, y con el chirrido de sus ejes confundíanse las canciones de los soldados que, al levantarse alegres, recordaban el lejano país, cantando en la lengua natal.

Era una confusión de voces y de gritos; cada pueblo ocupaba un lugar distinto; se saludaban con aullidos regocijados de una nación á otra. Sobre el campamento, elevábase un vaho de carne desnuda y sudorosa, de guisos raros hirviendo en las marmitas, y resonaban los grandes mazos de los carpinteros componiendo los artefactos de asedio, que á las pocas horas habían de disparar piedras y dardos contra las murallas. Algunos guerreros de flotante manto, jinetes en briosos caballos, corrían entre la ciudad y el campamento mirando las murallas de Sagunto, en cuyas almenas, enrojecidas por los primeros rayos del sol, comenzaban á rebullir los defensores. Hanníbal, á pie, con la cabeza descubierta, contemplaba también la ciudad desde fuera del campamento, sentado en p. 274 un trozo de muro, último resto de una quinta arrasada por los sitiadores.

Estaba resuelto á dar el asalto tan pronto como su ejército hubiese terminado los preparativos matinales. Quinientos africanos armados con picos se formaban en las afueras del campamento. Iban á acometer aquel punto de la ciudad que avanzaba su muralla en un terreno llano y despejado, que permitía llegar hasta su base sin obstáculo alguno. En otros sitios del campamento se agolpaban los infantes celtíberos con largas escalas para intentar el asalto por distintos lados á la vez. Avanzaban las máquinas de guerra; las catapultas, con el robusto balancín oprimido por tirantes cuerdas, pronto á disparar los pedruscos depositados en la cavidad de su largo brazo; los arietes, que al ser arrastrados, temblaban pendientes de sus cadenas. Las torres de asedio, ligeras, de paredes de juncos entrelazados, marchaban sobre discos macizos, coronadas por los escudos de los sitiadores, que se ocultaban tras ellos para disparar los dardos.

Hanníbal corrió á su tienda, pasando por entre los jinetes, que limpiaban sus caballos y sus armas con lentitud, convencidos de que no habían de tomar parte en el asalto hasta el último momento. El caudillo se armó á la ligera. Vistióse una corta loriga de escamas de bronce, se cubrió con el casco, tomó un escudo, y al salir p. 275 de la tienda encontró á Marbahal y á su hermano Magón, encargados de las reservas que quedaban en el campamento.

—Llevas las piernas descubiertas —dijo el hermano—. ¿No te las cubres con las grebas?

—No —contestó animoso el caudillo—. Vamos á un asalto, y para trepar por los escombros, hay que tener los pies ligeros. Los dardos me respetarán como siempre.

Al salir del campamento creyó ver entre dos tiendas á la reina de las amazonas, que le seguía con ojos tristes. Pero Asbyte, al cruzar su mirada con la de Hanníbal, se alejó, tornándole la espalda con altivez.

Sonaron las trompas y el campamento pareció moverse, marchando contra la ciudad.

Avanzaban los manteletes, verdaderas murallas de madera, por cuyos intersticios disparaban los arqueros. Al abrigo de estos movibles baluartes, iban adelantando los africanos armados de picos, mientras que por otros lados del valle corrían los celtíberos, llevando al frente sus escalas.

Las murallas se cubrieron en un instante de defensores. Por encima de las almenas asomaban brazos nervudos arrojando dardos, culebreaban las hondas disparando piedras, y se combaban los arcos despidiendo agudos silbidos.

Hanníbal, para animar á los asaltantes, marchaba detrás de los quinientos africanos, riendo p. 276 de los proyectiles de toda clase que chocaban con la madera de los manteletes. Varias noches, arrastrándose, y á riesgo de caer prisionero, había llegado hasta el pie de aquel muro que cubría la parte del valle y era el más fuerte de la ciudad. La base estaba formada de grandes piedras unidas con barro. Convencido el caudillo de que era difícil escalar los muros, quería abrir brecha por los cimientos, derrumbando la rojiza muralla, ante la que se había estrellado su ejército.

Al llegar cerca de ella, los africanos abandonaron el abrigo de los manteletes, arrojándose con furor contra la barrera de enormes piedras. Desnudos, negruzcos, vociferantes, subiendo y bajando sus brazos musculosos, al final de los cuales brillaba el hierro del pico, parecían espíritus infernales enviados por los dioses kabiros de Cartago para la destrucción de la ciudad. Encarnizados y tenaces en su tarea de destrucción, rugían y trabajaban, insensibles á los golpes que venían de arriba.

Los sitiados, enfurecidos por tanta audacia, despreciaban á los honderos baleares y á los arqueros, que desde lejos disparaban sobre las almenas; y sacando el cuerpo fuera, arrojaban á los africanos dardos y pedruscos, que cayendo verticalmente, nunca dejaban de producir víctimas. Rodaban los africanos con la cabeza partida ó las espaldas aplastadas; rompíanse los p. 277 brazos y las piernas como cañas bajo el peso de los pedruscos, y más de un asaltante quedaba con el vientre clavado al suelo por un dardo que le atravesaba los riñones. Por encima de los cuerpos palpitantes, de las carnes magulladas, de la sangre que se amalgamaba con el barro de los muros, nuevos asaltantes cogían el pico de manos de un moribundo y emprendían contra la muralla la obra de destrucción, golpeándola furiosamente como si fuese un enemigo en pie; confundiéndose los africanos, los celtíberos, los galos, hombres de todos colores y razas, jurando cada cual en su idioma con espumarajos de rabia y sintiendo cernerse la muerte sobre sus espaldas á cada instante, entre el estrépito de aullidos y lamentos, de piedras que caían y de faláricas que incendiaban las ropas y se agarraban á la carne desnuda, haciendo arder á los hombres, que, retorciéndose de dolor, corrían hacia el río como antorchas animadas.

¡Ya se movía un bloque del muro! ¡Ya rodaba fuera de su álveo! Lo más importante era sacar el primero; tras de aquel saldrían los otros. Los asaltantes prorrumpieron en exclamaciones de salvaje alegría; oían la voz de Hanníbal animándolos; pero antes de levantar la cabeza para descansar un momento, un rugido inmenso se elevó entre ellos. Llovía; pero eran gotas ardientes, infernales, que penetraban en los p. 278 cuerpos como interminables cuchillos. Arriba, entre las almenas, humeaba una hoguera. Era que los comerciantes derretían los grandes lingotes de plata de sus almacenes, enviando el metal fundido como una lluvia de muerte sobre los que osaban destruir los muros de la ciudad.

Los asaltantes retrocedieron rugiendo de rabia, y fueron á refugiarse detrás de los manteletes. Hanníbal levantaba su espada, queriendo con sus golpes hacerles volver al trabajo. Pero en vano se esforzaba hablando de la victoria y de la necesidad de destruir el muro. Sus soldados retrocedían de espaldas, mirando con respeto al caudillo, que parecía invulnerable, pero quejándose del atroz tormento de las quemaduras. Algunos se revolcaban en el suelo, con los labios cubiertos de espuma, pataleando de dolor.

De pronto, pareció que la ciudad estallaba, arrojando lejos de sí á todos sus habitantes. Á lo lejos veíase huir á los celtíberos, arrojando sus escalas. La ciudad salía en masa contra los sitiadores. Las puertas eran pequeñas para dar paso á la muchedumbre armada que se arremolinaba en ellas, extendiéndose después como un torrente que corre encajonado entre montañas y de pronto se esparce en la llanura. Muchos impacientes se descolgaban de las almenas para caer más pronto sobre el enemigo.

En un momento quedó cubierto por los sa p. 279 guntinos que atacaban y los sitiadores que huían, todo el espacio entre las murallas y el campamento. Hanníbal se sintió arrastrado por la fuga de sus soldados. Ardían los manteletes, y una muchedumbre de mujeres y niños empuñando antorchas, rodeaba las torres de asedio, incendiando sus paredes de junco.

Los saguntinos, formados en masas, avanzaban, barriendo á los sitiadores, que huían á la desbandada. Ante su movible frente de picas y brazos levantados con anchas espadas, sólo se veían hombres fugitivos que arrojaban las armas y caían alcanzados por los dardos y las lanzas.

El gigante Therón avanzaba aislado, como si él solo fuese una falange. La piel de león y su enorme estatura atraían las miradas de todos: su maza subía y bajaba, acosando los grupos fugitivos y abriendo en ellos grandes claros.

—¡Es Hércules! —gritaban con terror supersticioso los sitiadores—. ¡El dios de Sagunto que viene contra nosotros!

Y la presencia del gigante aceleraba aún más la dispersión que los golpes de los saguntinos.

Hanníbal intentaba avanzar, hacer frente; pero en vano rugía, blandiendo su espada. Estaba preso en el torrente de la fuga; le empujaban sus propios soldados, ciegos por el contagio del terror; le pisaban los talones ó le golpeaban la espalda con sus cabezas bajas por p. 280 la velocidad de la carrera, y tenía que hacer grandes esfuerzos para no verse derribado y pisoteado. Un momento más y los sitiados, después de destruir todas las obras de asedio, entraban en el campamento.

El caudillo rugía maldiciones y amenazas contra su hermano y Marbahal, que no acudían con las reservas á sostener el torrente de la derrota. Vió que apresuradamente salían tropas del campamento, pero á pie y sin orden, con la precipitación que produce un suceso inesperado, ajustándose muchos de ellos las correas de sus corazas, confundidos con los de otros pueblos y sin sus jefes, que en vano hacían sonar los cuernos para ordenar las huestes.

Los saguntinos, con el impulso ciego de la victoria, chocaron con este refuerzo y casi lo arrollaron en el primer encuentro. Hanníbal, que había conseguido reunir un grupo de soldados más animosos, hacía frente á los saguntinos.

—¡Á mí! ¡Á mí! —gritaba á los que llegaban del campamento, y en su turbación no sabían dónde acudir.

Pero sus gritos atraían al mismo tiempo á los enemigos. Therón, como si le guiase su dios, se dirigió contra Hanníbal, y pronto su maza comenzó á caer sobre los escudos del grupo cartaginés. Se arrojaba con un coraje frío contra los enemigos, quebrando sus lanzas con un revés de la p. 281 maza; hiriéndose con las espadas, que parecían embotarse en sus músculos poderosos, y chorreando sangre por debajo de su piel de león, feroz y magnífico, como una divinidad. No levantaba el nudoso tronco sin que cayera un enemigo á sus pies.

Comenzaban á retroceder otra vez los sitiadores ante el empuje de los saguntinos; Hanníbal se veía arrastrado de nuevo por los suyos, aterrados por la furia del gigante que parecía invulnerable, cuando algo inesperado cambió la faz del combate.

Tembló la tierra bajo un desenfrenado galope semejante al tableteo de un trueno, y encorvadas sobre las crines de sus caballos, al aire las cabelleras ondeantes bajo los cascos y arremolinadas las blancas túnicas en torno de las piernas desnudas, cayeron contra los enemigos las amazonas de Asbyte, con la impetuosidad de un huracán. Gritaban tremolando sus lanzas, llamándose unas á otras para cargar sobre los grupos más compactos, y los enemigos retrocedían asombrados ante aquellas mujeres que por primera vez veían de cerca y que tenían á su favor la fuerza de la sorpresa.

Hanníbal, al través de las cabezas de los que le rodeaban, vió pasar como un rayo luminoso á Asbyte, completamente sola. La luz del sol, quebrándose en su casco, la rodeaba de un nimbo de oro. Su instinto de amante la había hecho p. 282 adivinar dónde estaba Hanníbal cercado de enemigos, y corría allí para darle auxilio.

Lo que después pasó fué rápido, instantáneo; apenas si Hanníbal pudo verlo entre el polvo de la carga, con la vaguedad apresurada de un ensueño.

La amazona, con la lanza baja, se dirigió al galope contra el sacerdote de Hércules, que en el reflujo de aquel combate desordenado, cuerpo á cuerpo, había quedado solo en un gran espacio de terreno.

—¡Ohóoo!... —gritaba la amazona, excitando el caballo con su exclamación de guerra.

Y doblando las piernas contra los hijares de la bestia, elevábase sobre sus lomos para herir mejor al gigante.

El caballo, asustado al ver la espantosa cabeza de león sobre la testa del coloso, se encabritó relinchando, y en el mismo momento cayó sobre sus ojos la enorme maza, produciendo igual chasquido que si se quebrara una robusta ánfora.

Rodó el caballo sobre las patas traseras con la cabeza rota, manando sangre por los ojos, y la amazona, despedida de sus lomos, cayó de rodillas á algunos pasos de distancia, cubriéndose con el escudo. Si podía resistir un momento se salvaba. Hanníbal, olvidado de los suyos que se agitaban en la confusión del combate, corría en su auxilio. Del campamento salían grandes p. 283 grupos de jinetes para apoyar á las audaces amazonas, y la masa de los sitiados retrocedía en desorden hacia la ciudad.

Púsose en pie Asbyte y avanzó un paso, levantando la lanza para herir al gigante; pero en el mismo momento, la enorme maza, blandida con dos manos, cayó sobre ella como un muro que se desploma. Resonó quejumbrosamente el escudo de bronce al quebrarse, cayó en pedazos el casco de oro, y Asbyte se dobló en el suelo con la túnica cubierta de sangre, como una ave blanca que plegase sus alas.

Therón, á pesar de su ferocidad, quedó inmóvil, apoyado en su maza, sin ver lo que pasaba á su alrededor, como arrepentido del horrible destrozo que su fuerza había causado en aquella mujer hermosa.

—¡Á mí, Therón! ¡Defiéndete, carnicero de Hércules!... Mátame si puedes: soy Hanníbal.

Volvióse el sacerdote y vió un guerrero que, cubierto el rostro con el escudo y la espada de punta, avanzaba con agilidad asombrosa, trazando círculos en torno de él, como un tigre que ataca á un elefante y busca con su movilidad hacer presa en un punto flaco. Había terminado la batalla: los saguntinos se replegaban sobre la ciudad. Los jinetes sitiadores cargaban cerca de las murallas, dejando solos á los dos combatientes en aquella parte del campo. Algunos soldados se aproximaban con len p. 284 titud para detenerse á alguna distancia, intimidados por el terror supersticioso que inspiraba el gigante.

Therón no se inmutó al verse solo. ¡Hanníbal! ¡Era Hanníbal aquel guerrero que iba á luchar con él completamente solo!... ¡Este encuentro singular, á la vista de toda la ciudad asomada á las murallas, parecía preparado por su dios! ¡Iba á librar á Sagunto de su principal enemigo!... Hércules le proporcionaba esta gloria; y sonriendo satisfecho, levantó la maza, marchando en línea recta contra el africano.

Éste le eludía retrocediendo, saltando de lado con agilidad felina, evitando el encuentro, hasta que al fin, cansado el sacerdote y deseando acabar antes que llegaran nuevos combatientes, se afirmó sobre sus piernas de coloso y arrojó la maza contra Hanníbal. El enorme tronco rasgó el aire, al mismo tiempo que Hanníbal, viéndolo venir sobre él, saltaba de lado. Todavía alcanzó su escudo, produciendo con el choque un estrépito atronador, y fué á caer lejos, levantando una nube de polvo. El africano, con la violencia del golpe dobló las rodillas, pero se repuso, y arrojando su escudo roto corrió con la espada levantada contra Therón.

El sacerdote de Hércules, al verse desarmado, tuvo un momento de debilidad, sintió miedo, creyóse en presencia de un ser superior contra el que nada podían sus fuerzas, y volviendo p. 285 la espalda á Hanníbal, huyó hacia Sagunto. Desde las murallas le llamaban á gritos viéndole en peligro. Algunos armaban los arcos para detener con sus flechas á Hanníbal; pero no osaban disparar por miedo á herir á Therón. Respiraban angustiosamente los saguntinos al ver huir á su Hércules, perseguido por aquel guerrero que le acosaba cerrándole el paso para que no llegase á la ciudad.

El gigante pesado y musculoso corría difícilmente por el campo cubierto de cadáveres y despojos del combate. Tropezó en un escudo, sus rodillas se doblaron, y volvió á levantarse; pero esta vez completamente desnudo. La piel de león había caído de sus hombros, quedando entre los despojos de la batalla.

Su perseguidor le alcanzaba. Sintió en sus espaldas el frío del hierro hundiéndose entre los músculos, y no queriendo morir perseguido como un esclavo á la vista de toda la ciudad, volvióse rápidamente, extendiendo sus brazos como columnas para ahogar entre ellos al enemigo.

Pero Hanníbal, antes de que cayeran en torno de él aquellas dos moles magullándolo, hundió su espada varias veces en el costado del coloso, y Therón se desplomó, llevándose las manos á las heridas para contemplar su sangre, de un rojo obscuro.

Miró sin cólera á Hanníbal, con una expre p. 286 sión infantil de dolor, y luego fijó sus ojos turbios por la muerte en la alta Acrópolis, sobre cuyas techumbres se reflejaba el sol.

—¡Padre Hércules! —murmuró con amargura—. ¿Por qué abandonas á los tuyos?...

Su cabeza enorme, al caer en el suelo, levantó una nube de polvo. Hanníbal se inclinó sobre ella, y con su espada comenzó á cortar el robusto cuello, teniendo que dar muchos golpes para partir la maraña de tendones como cuerdas y de músculos resistentes, en los que el hierro parecía embotarse.

Una nube de flechas comenzó á clavarse en el suelo en torno de Hanníbal.

El caudillo se despojó del casco, dejando suelta la cabellera de gruesos rizos; agarró la cabeza de Therón por su ensangrentada melena, y poniendo un pie con ademán de vencedor sobre el cuerpo del sacerdote, la enseñó á los que ocupaban las murallas.

Estaba magnífico con la espada en la diestra, avanzando el otro brazo, que sostenía la cabeza del gigante. Relampagueaban de orgullo y fría cólera sobre la obscura tez sus ojos, brillantes como los discos de metal que pendían de sus orejas.

Los sitiados le reconocieron, y un grito de sorpresa y de rabia corrió á lo largo de la muralla.

—¡Hanníbal!... ¡Es Hanníbal!

p. 287 Aún permaneció inmóvil algunos instantes, como la estatua de la victoria, desafiando con soberbia á los enemigos, sin hacer caso de la nube de proyectiles que zumbaba en torno de él, hasta que de pronto soltó la cabeza de Therón y cayó de rodillas, abandonando su espada.

Mopso el arquero acababa de atravesarle una pierna de un flechazo.

Todos vieron desde las murallas cómo en un arranque de dolorosa rabia se arrancaba el mástil de la flecha, haciéndolo añicos y arrojándolo lejos. Luego ya no vieron más. Una gran parte del ejército sitiador corrió á él para cubrirlo, y sus honderos y arqueros comenzaron á disparar contra la muralla.

Acteón, fatigado por la salida reciente, contemplaba oculto tras una almena lo que ocurría en torno de Hanníbal, sin prestar atención á los proyectiles de los honderos que, enfurecidos por la herida del caudillo, enviaban una tempestad de piedras contra los muros.

Vió cómo se alejaba Hanníbal, sostenido por dos capitanes cartagineses de dorada coraza y custodiado por una muchedumbre.

De repente el caudillo repelió á los que le sostenían, y cojeando dolorosamente anduvo hacia un bulto blanco y ensangrentado que se destacaba sobre la tierra roja, como un harapo informe. Se inclinó sobre él, y los númidas que le rodeaban vieron llorar al terrible Hanníbal por p. 288 primera y última vez, uniendo su boca á la destrozada cabeza de la amazona Asbyte, besando aquel rostro amado, en torno de cuyas facciones aplastadas y sangrientas, comenzaba á revolotear un enjambre de fúnebres moscas.


p. 289

VII

Las murallas de Sagunto

La herida de Hanníbal proporcionó á la ciudad algunos días de calma. Los sitiadores permanecían en su campamento, inactivos, mirando Sagunto desde lejos. Salían los honderos por las mañanas para ejercitar sus brazos disparando contra la muralla; pero aparte de esto y de los flechazos con que les contestaban desde la ciudad, no se cruzaban otras hostilidades entre sitiados y sitiadores.

Los pelotones de caballería recorrían el agro forrajeando, y la turba inmensa de tribus feroces acababa su obra de destrucción, saqueando las villas y casas de campo. Se aclaraban los grupos de árboles: cada día derribaban nuevos troncos para llevar leña al campamento, y en los espacios descubiertos ya no se veían tejados y torres. Sólo ruinas humeantes y ennegrecidas aparecían aquí y allá, sobre los abandonados campos. Un mosaico á flor de tierra era muchas p. 290 veces el único vestigio de una quinta elegante, arrasada hasta los cimientos por los invasores.

Los sitiados veían engrosar rápidamente el ejército de Hanníbal. Todos los días llegaban nuevas tribus. Parecía que la Iberia entera, subyugada por el prestigio de Hanníbal, iba á acampar en torno de Sagunto, enardecida por la fama de sus riquezas. Llegaban á pie ó á caballo; sucios, feroces, cubiertos de pieles ó vestidos de esparto, con el escudo de media luna y la espada corta de dos filos, ansiosos de pelear y trayendo consigo vistosos presentes para el africano, cuya gloria les deslumbraba.

Los saguntinos que habían comerciado con las tribus del interior, reconocían desde las murallas á los recién llegados. Venían de muy lejos; los había de ellos que habían marchado más de un mes para llegar á Sagunto; y señalaban á los lusitanos, de figura atlética, de los que se relataban horrorosas ferocidades; á los galaicos, que vivían de la pesca ó de fundir el oro de sus ríos; á los astures, que fabricaban el hierro, y á los vascos sombríos, cuya lengua no podían aprender los otros pueblos. Y mezclados con ellos llegaban nuevas tribus de la Bética, que se habían retrasado en acudir al llamamiento del cartaginés; infantes ágiles de piel aceitunada, con la cabellera esparcida sobre la espalda, vestidos con cortos faldellines blancos y ancha franja p. 291 de púrpura y empuñando grandes escudos redondos que les servían de sostén para pasar los torrentes. El campamento que se extendía á lo largo del río, acabó esparciéndose por el inmenso valle, formando grupos de tiendas y chozas, hasta perderse de vista. Era una verdadera ciudad, más grande que Sagunto, que avanzaba y avanzaba como si fuera á tragarse sus murallas.

Al día siguiente de la victoriosa salida de los saguntinos notaron éstos gran movimiento en el campo sitiador. Eran las honras fúnebres de la reina de las amazonas. Vieron cómo el cadáver de Asbyte era paseado por las guerreras, llevándolo en alto sobre un escudo: después, en el centro del campamento, se elevó la columna de humo de la enorme pira que consumió sus restos.

Los sitiados adivinaban el estado de ánimo de los enemigos. Hanníbal estaba tendido en su lecho, y el ejército parecía anonadado por el dolor del héroe. Los hechiceros del campamento entraban y salían en la tienda examinando la herida, y buscaban después en los montes cercanos hierbas misteriosas para confeccionar milagrosos emplastos.

En Sagunto los más audaces hablaban de hacer una salida, de aprovechar aquel instante de desaliento para caer sobre los enemigos, poniéndolos en fuga. Pero el campo sitiador estaba bien p. 292 vigilado; el hermano de Hanníbal, con los principales capitanes, velaba para evitar una sorpresa; el ejército estaba tras los baluartes de tierra del campamento como en una ciudad fuerte, y aprovechaba su inacción para realizar nuevas obras, poniéndose á cubierto de un ataque.

Además, la ciudad no estaba menos desalentada por la muerte del sacerdote de Hércules. No podían explicarse los saguntinos cómo el caudillo africano había dado muerte al gigantesco Therón, á los ojos de todo Sagunto, y los más supersticiosos veían en esto una señal celeste, el aviso de que los dioses tutelares de la ciudad comenzaban á abandonarla.

Todos se mostraban con igual firmeza que al principio, resueltos á defenderse; pero había desaparecido la alegría burlona de los primeros días del asedio. Creían husmear la desgracia en torno de ellos y les entristecía el número de enemigos, siempre en aumento. Cada mañana veían crecer el campo sitiador. ¿Cuándo cesarían de llegar los aliados de Hanníbal?

La alegre ciudad griega de los ricos comercios y las pomposas fiestas Panatheas, presentaba el aspecto de las poblaciones sitiadas. La muchedumbre de los campos refugiada en la ciudad, acampaba en calles y plazas, esparciendo un hedor de rebaño enfermo y miserable. En los templos se arrastraban los heridos al pie de las p. 293 columnas, lanzando gemidos: arriba, en la Acrópolis, humeaba la hoguera día y noche, consumiendo los cadáveres de los que morían en las murallas ó caían en las calles, víctimas de extrañas enfermedades, desarrolladas por el hacinamiento.

Aún abundaban los víveres, pero faltos de frescura; y los ricos, adivinando el porvenir, acaparaban lo que podían, viendo en lontananza los días de escasez. En los barrios pobres mataban los caballos, las bestias de carga, asando sus carnes en las fogatas encendidas en las calles para los fugitivos que carecían de techo.

Lo mismo en las murallas que en la Acrópolis, todos miraban al mar con impaciencia. ¿Cuándo llegarían los auxilios de Roma? ¿Qué hacían los legados enviados por Sagunto á la gran República?...

La impaciencia hacía caer frecuentemente á toda la ciudad en dolorosos engaños. Por las mañanas, los vigías apostados en la Acrópolis sobre la torre de Hércules, daban furiosos golpes en los címbalos de alarma al ver en el horizonte algunas velas. Corría la muchedumbre á la cumbre del monte, siguiendo con mirada ansiosa la marcha de los lienzos blancos ó rojos, sobre la azul superficie del golfo Sucronense. ¡Eran ellos!... ¡los romanos!... ¡las avanzadas de la flota de socorro que navegaban hacia el puerto! Pero tras algunas horas de angustiosa expectativa, p. 294 llegaba la decepción, al ver que eran naves mercantes de Marsella ó Ampurias que pasaban de largo, ó trirremes enemigas que Hasdrúbal, el hermano de Hanníbal, enviaba desde Cartago-Nova con vituallas para el ejército.

Cada uno de estos desengaños aumentaba la tristeza de los saguntinos. ¡El enemigo siempre creciendo y los aliados sin venir! La ciudad iba á perderse. Únicamente se reanimaba el entusiasmo de los defensores al encontrar en las murallas al viejo Mopso, que por su flechazo certero contra Hanníbal, era el héroe de la ciudad, y al animoso Acteón, que con sus burlas de ateniense, ligero y gracioso ante el peligro, sabía comunicarles nuevos ánimos.

Sónnica también aparecía entre ellos en los sitios de combate. Recorría las murallas cuando silbaban las flechas, y los ciudadanos pobres admirábanse del valor de la opulenta griega, despreciando los golpes del enemigo.

El amor á Acteón y el odio á los sitiadores, la hacían ser audaz. Mostrábase furiosa contra los cartagineses. Desde lo alto de la Acrópolis había visto una tarde cómo salían llamas de la techumbre de su quinta, cómo se derrumbaba la roja torre del palomar, cómo eran abatidos los hermosos bosques que rodeaban su casa, quedando todo convertido en un montón de escombros y troncos carbonizados, y ansiaba vengarse, no de la riqueza perdida, sino de la destrucción p. 295 del retiro misterioso de sus amores, de la suntuosa vivienda llena de recuerdos. Además, sentíase nerviosa y en insufrible molestia en esta nueva vida, dentro de una ciudad sitiada, teniendo que comer viandas groseras y dormir en una habitación de su almacén, entre las riquezas amontonadas con el desorden de la fuga, confundida casi con sus esclavas y privándose del baño, pues en la ciudad no había más agua que la de las cisternas, y los magistrados la distribuían con gran parsimonia, preveyendo una próxima escasez.

Esta vida de miserias excitábala, haciendo que se distinguiera por su audacia belicosa. Veía de tarde en tarde á su amante, pues Acteón, alma de la defensa, tan pronto estaba en las murallas dirigiendo á los esclavos que las reparaban, como subía á la Acrópolis con Mopso, para examinar en conjunto la situación del enemigo. Quería aprovechar la tregua proporcionada por la herida de Hanníbal para poner á la ciudad en mejores condiciones de defensa; y mientras tanto Sónnica paseaba por la muralla hablando con los jóvenes, prometiendo ricos premios á los que más se distinguiesen, y excitando á todos á hacer una salida sin ejemplo: la ciudad en masa arrojándose fuera de las murallas, aplastando á los enemigos, barriéndolos hasta arrojarlos en el mar.

Iba á todos lados escoltada por Eroción y p. 296 Ranto. La vida en un estrecho espacio y la comunidad del peligro, la habían hecho aproximarse á los dos muchachos, y éstos seguían á su señora acogiendo con sonrisas de entusiasmo todas sus palabras, aplaudiendo los propósitos belicosos de la rica.

Ranto ya no era pastora. Una tras otra, habían devorado todas sus cabras en la casa de Sónnica, y sin más ocupación que seguir á su señora, cogida siempre de la mano de Eroción, consideraba el sitio como una felicidad, y su deseo era que no terminase nunca. Hasta el ceñudo Mopso, el padre de su amante, los encontraba juntos sin protestar, y muchas veces sonreía al verles tranquilos y felices, paseando por las murallas sin miedo á los sitiadores.

El peligro había hecho más bondadosa á la gente. Los ricos comerciantes se codeaban con los esclavos al disparar el arco detrás de las almenas; veíase á más de una griega opulenta, rasgar su túnica de lino para vendar las heridas á los rudos mercenarios; y Sónnica la rica, que antes despreciaba á las mujeres de la ciudad, hablaba á las esclavas para que formasen una tropa igual á la de aquellas amazonas que seguían á Hanníbal. Ranto, satisfecha de la nueva situación, ciega de felicidad hasta el punto de no ver las angustias y miserias que sufría la población, tiraba de su amante en los momentos de combate, le arrancaba el arco de las manos, p. 297 y arrastrándolo fuera de las murallas, escondíanse en el hueco de una escalera, al pie del muro, y se acariciaban con nueva voluptuosidad, pareciéndoles más intenso su placer mezclado con el silbido de las flechas y los gritos y exclamaciones de dolor y rabia que sonaban arriba.

La tregua sólo duró veinte días. En el silencio del campamento, resonaban sin cesar los mazos de los carpinteros, y los sitiados veían elevarse poco á poco una gran torre de madera de varios pisos, mucho más alta que las murallas de la ciudad.

Hanníbal se sentía fuerte y ansiaba reanudar el sitio. Con el deseo de que los enemigos le viesen cuanto antes, abandonó su tienda, á pesar de que aún tenía abierta la herida; y montando á caballo salió del campamento para galopar á lo largo de los muros, seguido por sus capitanes.

Los saguntinos sintiéronse deslumbrados al mirarle. Brillaba como una ascua de fuego sobre su negro caballo; el sol le envolvía en un resplandor que cegaba, como si fuese una divinidad. Llevaba la coraza y el casco que las tribus galaicas le habían traído como presente, fabricados con oro puro de sus ríos. El caudillo amaba más las armaduras de bronce, que había paseado al través de las batallas; pero su cabalgada en torno de Sagunto equivalía á una p. 298 resurrección, y deseaba que los sitiados le contemplasen deslumbrador y majestuoso como un dios.

Con la reaparición de Hanníbal, comenzó de nuevo el asedio, más fuerte que antes. Los saguntinos comprendieron desde el primer momento que los sitiadores habían aprovechado la tregua para aumentar su poder ofensivo. Avanzaron con grandes esfuerzos la enorme torre de madera que acababan de construir. Tenía varios pisos, en los cuales se colocaban los arqueros, disparando por las saeteras abiertas en los troncos. La plataforma superior dominaba de tal modo la muralla, que su catapulta arrojaba sobre las almenas grandes piedras, sembrando la muerte entre los defensores.

Hanníbal multiplicábase, excitado por la tenacidad de los saguntinos, ansiando terminar cuanto antes el sitio.

Era imposible permanecer al descubierto en las murallas. La torre había sido colocada cerca de aquel punto saliente de la ciudad, que Hanníbal consideraba el más flaco. Caían sin cesar dardos y piedras sobre las murallas, y mientras los defensores se refugiaban tras las almenas, no pudiendo sacar el cuerpo, abajo, en la base, trabajaban los arietes al abrigo de la torre, topando contra los muros, deshaciéndolos lentamente; y los africanos, que sobrevivieron á la primera intentona, atacaban ahora con más segu p. 299 ridad los bloques, abriendo poco á poco una brecha.

Los saguntinos, pálidos por el furor y la impotencia, se agitaban en vano para impedir esta destrucción. La torre de asedio, moviéndose en un terreno llano á impulsos de los hombres que se ocultaban tras ella, iba de un sitio á otro sembrando la muerte, y á veces se aproximaba tanto, que los sitiados podían oir las voces de los arqueros que disparaban por sus saeteras. Mientras tanto, continuaba abajo, en la base de los muros, el trabajo lento y obstinado para derribarlos.

Los ciudadanos más entusiastas, bramando de indignación al ver como destruían impunemente sus muros, sacaban el cuerpo para disparar contra los que manejaban el ariete ó los picos; pero apenas quedaban al descubierto, caía sobre ellos un pedrusco ó se desplomaban con el cuerpo atravesado por una flecha. La muralla estaba cubierta de cadáveres. Se arrastraban los heridos, contemplando con mirada turbia el mástil del dardo que les atravesaba el cuerpo.

En vano disparaban los sitiados contra la torre. Las piedras rebotaban sobre sus paredes de troncos con sordo ruido, pero sin causarla quebranto. Aparecía erizada de flechas, moviéndose como un elefante monstruoso, insensible á las heridas, é inútilmente partían contra ella las faláricas rasgando el espacio con su cabellera p. 300 de humo y chispas, pues no hacían arder las pieles mojadas de que estaba forrada la parte alta de la torre.

Huían los más prudentes de un lugar donde se concentraban los esfuerzos del sitiador y acudían á él los más audaces, sin saber ciertamente cómo repeler al enemigo, pero con la tenaz idea de morir antes de que avanzara un paso.

Mopso, el arquero, era el único que en tan difícil situación causaba daño á los cartagineses. Con el arco tendido avanzaba un instante la cabeza fuera de las almenas y disparaba, consiguiendo introducir sus flechas por las saeteras de la torre, lo que esparcía la muerte entre los soldados que se creían seguros. Eroción estaba á su lado. Al ver á su padre en aquel lugar de peligro, había repelido á Ranto al pie de la escalinata de la muralla, sin hacer caso de sus lágrimas, y empuñando el arco, pretendía imitar á su padre, hostilizando á los de la torre.

Pero menos prudente, con el ardor de la juventud, sacaba casi todo el cuerpo fuera de las almenas, y cuando conseguía introducir una flecha en la torre, reía, completamente al descubierto, insultando á los sitiadores con sus carcajadas de pilluelo audaz.

Una piedra de la catapulta de la torre pasó silbando y chocó con su cabeza, produciendo un chasquido fúnebre. La sangre y las piltrafas sal p. 301 picaron á los más cercanos, y el muchacho, doblándose como si fuese de trapos, resbaló entre dos almenas, cayendo fuera de las murallas. Las flechas de su carcax se esparcieron en torno del cadáver, con triste vibración de hierro.

—¡Mopso! ¡Mopso! —gritó Acteón, intentando detener al arquero.

Pero el viejo se había lanzado en medio de la muralla, completamente al descubierto, con los ojos vidriosos, trémula la barba gris, imponente de dolor y de furia.

Intentó tender por tres veces su arco para disparar contra la plataforma de la torre donde estaba la catapulta, y por más esfuerzos que hizo, no logró preparar su arma. El dolor, la sorpresa, la desesperación que le producía no poder exterminar de un golpe á todos los enemigos, le arrebataban las fuerzas.

Mientras pugnaba con el duro arco, que parecía rebelarse contra él, silbaban en torno de su cabeza los proyectiles del enemigo. Viéndose impotente, envejecido en un instante por el dolor, contemplando abajo el destrozado cadáver de su hijo y sin poder vengarle, lanzó un gemido, y reuniendo todas las fuerzas de su voluntad, se lanzó fuera de la muralla, cayendo sobre los restos de Eroción. Su cabeza chocó con sordo ruido en las piedras, salió de ella un hilo de sangre, y padre é hijo formaron un grupo inmóvil á corta distancia de los asaltantes, que seguían p. 302 empujando el ariete y socavando la base de la muralla.

Duró casi todo el día la desigual lucha. Los saguntinos que guardaban esta parte del muro, no lograban evitar los avances del enemigo. Sentían el sordo choque de los picos, la muralla parecía bambolearse bajo sus pies y nada podían hacer para impedir los progresos del sitiador.

Lentamente iban retirándose los defensores. Acteón, triste por la trágica muerte de su compatriota y convencido de que era inútil permanecer allí, les aconsejaba la retirada al interior de la ciudad. Retrocedió con algunos de los suyos, y á los pocos momentos, un torreón carcomido en su base por el ariete, se bamboleó, cayendo al fin al suelo con gran estrépito de escombros, que llenaron de polvo el espacio. Tras él se abatieron dos torreones más y un gran lienzo de muralla, sepultando entre los escombros á los defensores más tenaces, que quisieron permanecer en su puesto hasta el último momento.

Una exclamación formidable, un alarido de salvaje alegría, contestó desde afuera á la caída de los muros. Al través de la abierta brecha vióse desde las calles de la ciudad la campiña desolada y un extremo del campamento. Brillaban las armas en el denso ambiente, enrojecido por el polvo de los escombros; veíase avanzar p. 303 obscuras masas y resonaba el bramido de los cuernos.

—¡El asalto!... ¡Los cartagineses que entran!...

Y de todos los puntos de la ciudad acudían gentes armadas. Las estrechas calles vecinas á la muralla vomitaban grupos y más grupos que llegaban vociferantes, blandiendo espadas y hachas, con el aspecto resuelto del que ha decidido morir. Escalando los escombros fueron á colocarse de pie en la brecha; y este espacio abierto, ancha herida que rasgaba el cinturón de piedra de la ciudad, quedó cubierto por una muchedumbre abigarrada que blandía sus armas formando una masa sólida é inquebrantable.

Acteón estaba en la primera fila. Cerca de él vió al prudente Alco, que había cambiado su báculo por la espada, y muchos de aquellos tranquilos comerciantes, cuyas caras astutas parecían ennoblecidas por la heroica resolución de morir antes que dejar paso á los enemigos.

Cuando éstos llegaron al asalto tuvieron que chocar con la ciudad entera. De nada les servían la torre de asedio, los arietes y catapultas; la lucha era cuerpo á cuerpo, y los mismos sitiados no empleaban ya la falárica , sino la espada y el hacha.

Hanníbal, á pie, guiaba las falanges, que avanzaban con las picas bajas ó la espada en p. 304 alto. Peleaba como un soldado, ansioso por acabar aquel sitio que retardaba sus planes; comprendiendo que estaba en el momento decisivo y un esfuerzo supremo podía hacerle dueño de la ciudad. Con palabras entrecortadas hablaba á los soldados en los distintos idiomas de sus tribus, recordando las grandes riquezas de la ciudad, la hermosura de las griegas, el considerable número de esclavos que había dentro de los muros; y los baleares acometían con la cabeza baja, avanzando sus picas de madera con la punta endurecida por el fuego; los celtíberos rugían sus cantos de guerra, golpeándose el pecho como un sonoro tambor y descargando las cortantes espadas de dos filos; y los númidas y mauritanos, descendidos de sus caballos, iban de un lado á otro astutos y recelosos, arrojando sobre los sitiados los dardos de su cinturón, oculto bajo los blancos velos.

Todo en vano. La brecha era una angosta garganta. El ejército cartaginés, á pesar de la superioridad numérica, tenía que estrechar su frente para batirse en tan reducido espacio, y, equilibradas las fuerzas, los saguntinos eran los que llevaban la mejor parte, rechazando á los sitiadores tantas veces como intentaban subir la pendiente de escombros. Hundíanse las espadas en las carnes, produciendo las atroces heridas de las guerras de la antigüedad; rasgábanse los pechos al brutal impulso de las picas; agarrá p. 305 banse los combatientes, enredando sus brazos como sarmientos, trabándose las piernas, haciendo crujir sus pechos jadeantes como fuelles, y rodaban por el suelo mordiéndose el rostro. Al levantarse algunas veces el vencedor, ostentaba con orgullo entre los dientes, una piltrafa sangrienta.

Subían las tropas de Hanníbal como un huracán la pendiente de la brecha, y á su choque conmovíase la masa de defensores: pero ninguno retrocedía; había que morir, firmes en el puesto, teniendo á las espaldas una compacta multitud que obligaba á ser valiente, no dejando espacio para huir.

Así duró el combate algunas horas. Los cadáveres, amontonándose entre los sitiados y los asaltantes, dificultaban el avance de éstos. Comenzaba á ponerse el sol, y Hanníbal se sentía fatigado por la tenaz resistencia, contra la que se estrellaban todos sus esfuerzos. Confiando aún en su buena suerte, hizo sonar las trompas para un último asalto; pero en el mismo instante ocurrió una cosa inaudita, que desconcertó al caudillo, sembrando la confusión en sus tropas.

Acteón no supo realmente de dónde partió la voz. Tal vez fué una alucinación de la fe; la invención de algún entusiasta cansado de permanecer á la defensiva.

—¡Los romanos! —gritó una voz—. ¡Nuestros aliados que llegan!...

p. 306 La noticia se esparció con la credulidad que da el peligro. Corría de unos á otros la versión de que los vigías de la torre de Hércules acababan de ver una flota navegando hacia el puerto, y nadie preguntaba quién había traído á la brecha la agradable nueva. Todos la aceptaban, añadiéndola por propia cuenta nuevos detalles; y brillaban los ojos de alegría, se coloreaban los rostros, y hasta los heridos que se arrastraban por entre los escombros levantaban los brazos gritando:

—¡Los romanos! ¡Ya vienen los romanos!

De repente, sin orden alguna, por común instinto, como si los empujase una fuerza invisible, se arrojaron fuera de la brecha, escombros abajo, cayendo como una avalancha sobre los sitiadores que se agrupaban para dar el último asalto.

Lo inesperado del choque, la fuerza de la sorpresa, aquel grito: «¡Los romanos! ¡los romanos!», que lanzaban con tanta convicción los saguntinos, sembraron la dispersión en las tribus bárbaras de Hanníbal. Se defendieron; pero toda la ciudad caía sobre ellos; hasta las mujeres y los muchachos combatían como en la mañana que murió Therón; y los soldados de Hanníbal, esparcidos en pequeños grupos, sin ver ni oir á sus jefes, emprendieron la fuga hacia el campamento.

Hanníbal corría, gritando de furor, enloque p. 307 cido, al ver que los sitiados repelían por segunda vez sus tropas. Tanta era la ceguedad de su cólera, que se introdujo entre los enemigos, y varias veces se vió próximo á caer bajo sus golpes.

Comenzaba á anochecer. Los combatientes saguntinos llegaban ya á las inmediaciones del campamento, mientras la gente menuda de la ciudad se esparcía por el campo, rematando á los heridos é intentando incendiar las máquinas de asedio. Las hubieran destruído todas á no ser por Marbahal, el lugarteniente de Hanníbal, que salió del campamento con algunas cohortes de jinetes. Los sitiados, no pudiendo resistir á la caballería en campo raso, fueron retirándose lentamente. Al cerrar la noche ocupaban de nuevo la brecha, comentando á gritos aquella victoria, que templaba su desaliento por la ausencia de los romanos.

Acteón, con algunos saguntinos de los que más se distinguían en los combates, se ocupaba de fortificar la ciudad. Hablaba á los viejos del Senado de lo difícil que era defender largamente aquella abertura. Era imposible repetir muchas veces el prodigio de aquella tarde. Y á la luz de las antorchas, pasó la muchedumbre toda la noche trabajando dentro de la brecha, abatiendo tejados y derribando muros.

Los comerciantes y los esclavos, las ricas ciudadanas y las mujeres de los arrabales, todos p. 308 confundidos, empuñaban picos, rodaban piedras y acarreaban espuertas de barro. Hasta los Ancianos del Senado tomaban parte en este trabajo titánico, que duró toda la noche y gran parte del día siguiente.

Eufobias el filósofo, que permanecía inactivo ante los insultos de los que trabajaban, evocaba irónicamente el recuerdo de los primitivos fundadores de la ciudad, cíclopes que manejaban piedras como montañas y habían hecho arriba la base de la Acrópolis.

En la tarde del día siguiente, cuando cesaban los trabajos, comenzó á moverse el ejército sitiador. Marchó en masa al asalto, silencioso, sombrío, adivinándose en él la resolución de apoderarse al primer empuje de aquella brecha que el día anterior había sido su vergüenza.

Atravesaron las nubes de flechas y piedras que los sitiados les arrojaban, y corriendo las primeras cohortes, subieron por los escombros, luchando con los saguntinos más audaces, que todavía les disputaban la brecha. Tras un breve combate, los sitiadores quedaron dueños de la entrada de la ciudad, y prorrumpieron en exclamaciones de triunfo.

Hanníbal marchaba al frente de sus soldados animosamente; pero al llegar á la cresta de la brecha, retrocedió un paso con expresión de disgusto.

p. 309 Frente á él, extendíase un vasto espacio de casas arrasadas, y más allá de los montones de escombros, elevábase un segundo muro monstruoso, construído de prisa, como si un enorme escobazo hubiese colocado á la entrada de la ciudad todos los despojos de su interior. Grandes sillares, masas de mampostería, columnas rotas, apilábanse con la misma regularidad que los bloques de una muralla, y los intersticios estaban cubiertos de barro todavía fresco. Este muro, levantado á toda prisa por el supremo esfuerzo de la ciudad entera, era más alto que el anterior, y formando una curva, se unía con las dos cortinas de las antiguas murallas que aún estaban en pie.

Hanníbal palideció de rabia al ver que todos sus esfuerzos sólo servían para hacerle dueño de un pedazo de suelo de la ciudad, cubierto de ruinas, y que por arte prodigioso, los muros que él derribaba volvían á levantarse más allá, en una sola noche. Sagunto destruiría sus casas para fortificarse con nuevos recintos, cortándole el paso. Tendría que conquistar el terreno palmo á palmo, calle por calle, y le costaría meses y años ir estrechándola, primero en torno del Foro, después en lo alto de la Acrópolis, antes de conseguir que se rindiera.

En la cima de la nueva muralla mostrábanse los saguntinos tan resueltos como el día anterior, y sus arcos y hondas detuvieron el empuje p. 310 de los asaltantes, que acabaron por retroceder, quedando al abrigo de los escombros de la brecha.

Hanníbal, fuera del recinto de la ciudad, reflexionaba contemplando las alturas de la Acrópolis. Adivinaba la posibilidad de perder todo su ejército lentamente si seguía atacando Sagunto por la parte llana y débil, donde los sitiados defendían tenazmente el terreno. Y llamando á Marbahal y á su hermano Magón, les habló de la necesidad de tomar un punto de la altura; de asaltar una parte de la inmensa Acrópolis, para desde allí hostilizar á la ciudad, obligándola á rendirse.

Transcurrieron algunos días sin que se reanudaran las hostilidades por la parte del río. Las máquinas de guerra se habían trasladado al pie del monte, y enviaban sus pesados proyectiles contra los muros más extremos de la Acrópolis. Estos eran viejos y no habían sido reparados, por fiar los saguntinos en lo inexpugnable de la altura.

Además, el número de defensores no bastaba para atender al extenso recinto de Sagunto, mientras el sitiador disponía de una inmensa muchedumbre armada que podía lanzarse sobre varios puntos á la vez.

Una noche, Acteón encontró en el Foro á Sónnica que le buscaba, seguida de Alco el Prudente.

p. 311 —Los Ancianos necesitan de tí —dijo con tristeza la hermosa griega—. He aquí Alco, que desea hablarte.

—Escucha, ateniense —dijo con gravedad el saguntino—. Los días pasan y no llega de Roma el necesario socorro. ¿Es que nuestros legados no pudieron llegar al territorio de la nación aliada, y el Senado de la gran República ignora nuestra situación? ¿Es que en Roma se imaginan que Hanníbal, arrepentido de su audacia, ha levantado el sitio?... Necesitamos saber qué es lo que nuestra aliada piensa de nosotros; queremos que el Senado de Roma conozca detalladamente lo que hace Sagunto; y los Ancianos, por indicación mía, han pensado en tí.

—¿En mí?... ¿Y qué quieren? —preguntó Acteón con extrañeza, mirando á la triste Sónnica.

—Quieren que esta misma noche partas para Roma. Aquí tienes oro: toma estas tablillas que servirán para que el Senado te reconozca como mensajero de Sagunto. No te enviamos á una fiesta. La salida es difícil, y más difícil aún encontrar en estas costas infestadas de enemigos, quien te lleve hasta Roma. Debes partir esta noche; ahora mismo si es posible, descolgándote de las murallas de la Acrópolis por la parte opuesta del monte, donde apenas hay enemigos. Mañana, tal vez sea tarde. Huye y vuelve pronto con el auxilio ansiado.

Acteón tomó el oro y las tablillas que le ofre p. 312 cía Alco, pero no sin excusarse, comprendiendo la gravedad de la misión.

—Nadie mejor que tú puede hacer esto —dijo el saguntino—. Por eso he pensado en tí. Has pasado tu vida corriendo el mundo; hablas muchas lenguas y no te faltan astucia y valor... ¿Conoces Roma?

—No: el padre de mi padre hizo la guerra contra ella, á las órdenes de Pirro.

—Ve, pues, ahora á ella como amigo, como aliado, y quieran los dioses que algún día bendigamos el momento en que llegaste á Sagunto.

Acteón no parecía resuelto á partir. Le pesaba como una vergüenza abandonar la ciudad en aquel trance supremo, dejar á Sónnica dentro de una población sitiada.

—Yo soy un extranjero, Alco —dijo con sencillez—. Ningún vínculo de sangre me une á vuestra suerte. ¿No temes que huya para siempre dejándoos abandonados?

—No, ateniense: te conozco y por esto he respondido de tu fidelidad ante los Ancianos. Sónnica también ha jurado que volverás si no se apoderan de tí los enemigos.

El griego miró á su amada como preguntándola si debía partir, y ella bajó la cabeza, resignada ante el sacrificio. Acteón, después de esto se mostró resuelto.

—Salud, Alco. Dí á los Ancianos que el ateniense Acteón será crucificado en el campo de p. 313 Hanníbal ó comparecerá ante el Senado de Roma repitiendo vuestras quejas.

Besó á Sónnica en los ojos varias veces, y la hermosa griega, conteniendo sus lágrimas, quiso seguirle con Alco hasta lo alto de la Acrópolis, para verle algunos momentos más.

Marcharon los tres en la obscuridad, por las explanadas de la ciudad antigua, á lo largo de los muros de la Acrópolis. Habían apagado su antorcha para no llamar la atención de los sitiadores y caminaban guiados por la difusa luz de las estrellas, que parecían brillar con más intensidad, como aguzadas por el frío de aquella noche, que era de las primeras de invierno.

Alco buscaba un lugar de la muralla que le habían indicado los Ancianos más conocedores de la Acrópolis. Cuando llegaron á él, el saguntino encontró á tientas el extremo de una gruesa soga atada á una almena y lo arrojó en el espacio.

La partida se verificaba en el más absoluto secreto. Los mismos Ancianos que habían acordado el viaje del mensajero y preparado su fuga, se ocultaban para no presenciarla. Sónnica se abrazó sollozando al cuello de Acteón.

—Parte pronto, ateniense —dijo el saguntino con impaciencia—. Esta primera hora de la noche es la mejor; aún circulan por el campo grupos de soldados antes de entregarse al sueño. Ahora pasarás sin que te reconozcan: más tarde, p. 314 en el silencio de la noche, te sorprenderían los centinelas.

Acteón se libró de los brazos de Sónnica, y echando el cuerpo fuera de los muros, agarró la cuerda en la obscuridad.

—Ten confianza en nuestros dioses —dijo Alco como última recomendación—. Aunque parezca que nos abandonan, siempre velan por Sagunto. Hace poco, un esclavo fugitivo del campamento, ha revelado ante los Ancianos que los Vaceos y los Calpenses, hartos de sufrir las rapiñas de los destacamentos que Hanníbal envía para adquirir víveres, se han sublevado contra él, degollando á sus emisarios. Parece que Hanníbal, con una parte de su ejército, habrá de abandonar el sitio para ir á castigarles. Tendremos enfrente menos enemigos; y si tú vuelves con las legiones de Roma, Sagunto será para los cartagineses lo que las islas Egatas fueron para ellos en Sicilia... ¡Ay! ¡Cuánto mejor es la paz!

Con esta melancólica exclamación se despidió Alco del griego, mientras éste descendía por la cuerda silenciosamente. Al poco rato sus pies tropezaron con una de las peñas en las que descansaba el muro. Soltó la cuerda y comenzó á deslizarse á tientas, agarrándose en su descenso, que parecía una caída, á los míseros olivos que se retorcían en aquellas alturas como si se quejasen de la opresión de los peñascos.

p. 315 Á los pies del griego, en la negra soledad de la llanura, brillaban algunas hogueras. Eran tal vez guardias avanzadas del campamento que vigilaban aquella parte de la montaña; merodeadores de los que seguían al ejército, establecidos allí, lejos de las miradas de Hanníbal.

Acteón llegó al llano y comenzó á caminar sigilosamente, agachado, á lo largo de un ribazo de piedras, deteniéndose muchas veces para escuchar, conteniendo la respiración. Creía que le seguían; que alguien caminaba tras él cautelosamente. Veía cerca una gran hoguera, y destacándose sobre su humo rojo, algunas siluetas de hombres y mujeres.

Cuando se erguía explorando los obscuros campos para dar un rodeo que le alejase de la hoguera, sintió que le cogían por los hombros, y una voz ronca murmuró en su oído entre estúpidas risotadas:

—Ya te tengo... En vano te ocultas.

Acteón se desasió de aquellas manos, y tirando del ancho cuchillo que llevaba en el cinto, dió un salto, quedando frente al desconocido en actitud de defensa. Era una mujer. El griego veía á la difusa luz de las estrellas su actitud de indecisión y sorpresa.

—¿No eres Gerión el hondero? —murmuró, tendiendo sus manos al ateniense.

Se miraron casi tocándose en la obscuridad, p. 316 y el griego reconoció en aquella mujer á la infeliz loba que le había alimentado la primera noche de su llegada á Sagunto. Ella parecía aún más sorprendida que el ateniense por el encuentro.

—¿Eres tú, Acteón?... Parece que los dioses me ponen en tu camino, á pesar de que me desprecias... Huyes de la ciudad, ¿verdad? Te habrás cansado de Sónnica la rica; no quieres perecer como todos esos mercaderes que Hanníbal el invencible pasará á cuchillo. Haces bien. Huye; aléjate.

Y miraba con zozobra la cercana fogata, como si temiese la aproximación de los soldados que se calentaban en torno de ella, riendo y bebiendo con un grupo de lobas del puerto.

La mísera cortesana, ahogando su voz, relataba al griego por qué se hallaba allí. Era la amante de Gerión, un hondero balear. Éste había abandonado á sus compañeros un momento antes, huyendo de ella para no entregarla el dinero de la última soldada, y buscándolo, había tropezado con Acteón. Podía volver; podían aproximarse los compañeros, atraídos por las voces: allí estaban mal... ¿Qué pensaba hacer?

—Quiero llegar á la costa, seguir por ella hasta que encuentre una barca de pescadores que me lleve á Emporión ó á Denia. Tengo dinero para pagarla. Después buscaré una nave que quiera conducirme lejos, muy lejos.

p. 317 —No volverás, ¿verdad?... Deseo que no vuelvas. ¡Si supieras que algunas veces, mientras los hombres se mataban en las murallas, pensaba en tí!... No te veré más; pero prefiero no verte, antes que perezcas dentro de la ciudad ó seas esclavo de mi amante el hondero... Hanníbal acabará con todos... ¡Ah, ciudad cruel! ¡Y cómo deseo ver caer bajo las tropas de Hanníbal á todas esas ricas, que nos hacían dar de latigazos cuando nos aproximábamos á ellas en el puerto!...

La pobre cortesana, dando la mano al griego, comenzó á guiarle al través de los campos.

—Ven —murmuró—. Yo te conduciré hasta la playa y allí seguirás tu camino, sin más amparo que el de los dioses. Viéndote conmigo, creerán que eres un soldado celtíbero que busca con su amante un lugar para pasar la noche. Ven: te alimenté en la primera noche que llegaste y te salvaré en la última.

Se aproximaban al mar. Pasaron cerca de varias hogueras, siendo saludados por las pullas soeces de los soldados y de las mujerzuelas, que les creían una pareja amorosa en busca de refugio. Algunos grupos armados les dejaron pasar sin el menor recelo.

Oíase cada vez más próximo el rumor de las olas sobre la arena de la playa. Caminaban entre juncos, hundiéndose en el tibio y pegajoso fango de las marismas.

p. 318 La pobre loba se detuvo.

—Te dejo, Acteón. Si quisieras, te seguiría como una esclava. Pero no querrás: me conozco... nada puedo ser para tí. Te alejas para siempre, pero estoy contenta porque huyes de Sónnica. Antes de partir... ¡bésame, mi dios!... En los ojos, no... En la boca... así.

Y el ateniense, con tierna conmiseración, conmovido por la bondad de aquella mísera criatura, besó sus labios secos y flácidos, que dejaban escapar el insufrible hedor del vino de los honderos baleares.


p. 319

VIII

Roma

Cuando los primeros rayos del sol enrojecían las murallas del Capitolio, la vida de Roma había comenzado hacía más de una hora.

Los romanos abandonaban el lecho á la luz de las estrellas. Rodaban en la obscuridad por las tortuosas calles los carros de la campiña; desfilaban los esclavos con sus cestos y útiles de labranza, despertados por el canto de los gallos, y cuando apuntaba el día, todas las casas tenían abiertas sus puertas, y los ciudadanos sin ocupación en los campos, marchaban á reunirse en el Foro, centro del tráfico y de los negocios públicos, que comenzaba á adornarse con los primeros templos y conservaba grandes espacios yermos, sobre los cuales se habían de elevar algunos siglos después las magnificencias de la Roma señora del mundo.

Hacía dos días que Acteón estaba en la gran ciudad, alojado en una posada de extramuros es p. 320 tablecida por un griego. Aún no se había extinguido en él la admiración que le causaba aquella República severa, viviendo casi en la pobreza; pueblo duro de agricultores y soldados, que llenaba con su fama el mundo y vivía con mayor miseria que cualquier lugarejo de los alrededores de Atenas.

Esperaba Acteón comparecer ante el Senado aquel mismo día. La mayor parte de los Padres de la República, vivían en el campo, en las rústicas villas con paredes de adobes sin cocer y techo de ramaje, vigilando el trabajo de sus esclavos, empuñando el arado como Cincinato y Camilo; y cuando las necesidades del país les llamaban al Senado, llegaban á Roma en su carreta tirada por bueyes, entre cestos de verduras y sacos de grano, y con sus manos encallecidas por el trabajo, vestíanse la toga antes de entrar en el Foro, transfigurados por la majestad que les daba su alta investidura.

El griego llegó al amanecer al Foro, encontrando la misma muchedumbre de todos los días. Venerables romanos envueltos en su toga, hablando á los jóvenes y á sus clientes del arte de colocar prudentemente el dinero sobre buenas prendas, principal sabiduría de todo ciudadano; pedagogos griegos, famélicos é intrigantes, siempre en busca de una colocación en aquel pueblo sombrío, más apto para la lucha que para la sabiduría; viejos legionarios, con el pardo sayo p. 321 lleno de remiendos, pensando con nostalgia en las pasadas guerras contra Pirro y Cartago, perseguidos por las deudas y amenazados de esclavitud por sus acreedores, á pesar de las cicatrices que cubrían su cuerpo; y la plebe, sin otro vestido que la lacerna (corta capa de paño burdo rematada por el cuculus , capucha puntiaguda), la inmensa plebe romana explotada y oprimida por los patricios, soñando siempre como remedio á sus males con nuevos repartos de las tierras públicas, que lentamente, por medio de la usura, iban á parar á manos de los ricos.

En las gradas de los Comicios se reunían los ciudadanos de una tribu para tratar del testamento de uno de los suyos que acababa de morir. Cerca de la tribuna de las arengas, algunos centuriones veteranos con coturnos y casco de bronce, apoyados en bastones de sarmientos trenzados, divisa de su categoría militar, discutían el sitio de Sagunto y la audacia de Hanníbal, deseando marchar inmediatamente contra el cartaginés.

Sobre los grandes bloques de piedra azul que pavimentaban el Foro, establecían los vendedores de bebidas calientes sus grandes cráteras, golpeándolas con el cazo para atraer á la gente; y al pie de las gradas del templo de la Concordia, unos bufones etruscos, enmascarados con horrorosas carátulas, comenzaban su mímica grotesca, haciendo acudir los p. 322 niños y los desocupados de todos los extremos de la plaza.

Hacía frío. Soplaba el viento helado y húmedo de las lagunas Pontinas; el cielo era gris, y de la muchedumbre agolpada en el Foro salía un zumbido opaco y continuo. Acteón comparaba esta plaza con la alegre Ágora de Atenas y aun con el Foro de Sagunto en sus días de paz. Faltaba en Roma la alegría griega, la dulce y regocijada ligereza de un pueblo artista que desprecia las riquezas, y si comercia es para vivir mejor. Era un pueblo frío y triste, dado al lucro y al ahorro, desdeñoso del ideal, sin más industria que la agricultura y la guerra, exprimiendo el terruño y robando al enemigo; rutinario, sin iniciativa y sin juventud.

—Este pueblo —se decía el ateniense— parece que no ha tenido nunca veinte años. Hasta los niños nacen viejos.

Y Acteón pensaba en lo que había visto durante dos días con su sagacidad de griego: la cruel disciplina de la familia, de la religión y del Estado á que vivían sometidos todos los ciudadanos; su total desconocimiento de la poesía y el arte: aquella educación férrea y triste, basada únicamente en el deber, que obligaba á todo romano á una larga y penosa obediencia para poder mandar algún día.

El padre, que era en Grecia un amigo, resultaba en Roma un tirano. Para la ciudad latina p. 323 no existía más ser que el padre de familia: la esposa, los hijos, los clientes, estaban casi al nivel de los esclavos; eran instrumentos de trabajo sin voluntad y sin nombre. Los dioses sólo oían á él; era en su casa sacerdote y juez; podía matar á la mujer, vender los hijos por tres veces, y su autoridad sobre la prole persistía al través de los años, temblando el cónsul vencedor, el senador omnipotente, cuando estaba en presencia de su padre. Y en esta organización sombría y despótica, más triste aún que la de Esparta, adivinaba Acteón una fuerza latente incubada en el misterio, que algún día rompería su envoltura, abarcando al mundo como en un abrazo de hierro. El griego detestaba este pueblo sombrío, pero lo admiraba.

Su rudeza, el espíritu belicoso y duro de la raza, se revelaba en el Foro. En lo alto del monte sagrado, el Capitolio era una verdadera fortaleza, con muros desnudos y sombríos, limpios de los adornos que hacían brillar con eterna sonrisa la ciudadela de Atenas. El templo de Júpiter Capitolino, apenas sobresalía sobre las murallas con su techo bajo y sus filas de columnas achatadas y robustas, como si fuesen torreones. Abajo, en el Foro, igual fealdad grave y sombría. Los edificios eran bajos y robustos; más bien parecían construcciones de guerra, que templos á los dioses y edificios públicos. Del Foro partían las grandes vías roma p. 324 nas, el único embellecimiento á que se dedicaba Roma por la utilidad que reportaban como caminos para las legiones y para los arrastres de la agricultura. Desde el Foro veíase partir en línea recta la vía Apia, pavimentada de piedra azul, con sus dos hileras de tumbas que comenzaban á elevarse en las inmediaciones de la ciudad, perdiéndose al través de la campiña con dirección á Capua; y del extremo opuesto partía la vía Flaminia, que iba á buscar la costa, remontándose hasta la tierra de los Cisalpinos. Sobre la inmensa campiña destacábanse, como fajas ondulantes y rojas, los primeros acueductos construídos bajo la censura de Apio Claudio para surtir la ciudad de fresca agua de las montañas, combatiendo así los aires corrompidos de las lagunas Pontinas.

Pero aparte de estos rudos monumentos, la ciudad extensa, gigantesca, que podía poner por sí sola sobre las armas más de ciento cincuenta mil combatientes, presentaba un aspecto salvaje y miserable, casi semejante al de aquellas tribus que había visto Acteón en su viaje por la Celtiberia.

Escaseaban los edificios con piso superior: la mayoría eran grandes cabañas con muros redondos de piedra ó barro y techumbres cónicas de tablas y troncos. Después que los galos incendiaron Roma, la ciudad había sido reconstruída en un año, al azar, con precipitada lige p. 325 reza. Amontonábanse las casas en determinados barrios, hasta el punto de no dejar más que el espacio de un hombre para circular entre ellas, y esparcíanse en otros como si fuesen villas campestres, rodeadas de pequeños campos, dentro de las murallas de la ciudad. Las calles no existían: eran prolongaciones tortuosas de los caminos que conducían á Roma; arterias formadas por la casualidad, que se enroscaban, siguiendo las sinuosidades de una caprichosa construcción, y de repente desembocaban en grandes terrenos baldíos, donde iban amontonándose los desperdicios de los vecinos y graznaban por la noche los cuervos, picoteando las carroñas de los perros y los asnos muertos.

La ruda pobreza de esta ciudad de agricultores, prestamistas y soldados, reflejábase en el exterior de sus habitantes. Las altivas matronas hilaban la lana y el cáñamo á la puerta de sus casas, sin otro traje que una túnica de burdo tejido y algunos adornos de bronce en el pecho y las orejas; las primeras piezas de plata se habían acuñado luego de la guerra con los Samnitas; el as de cobre grosero y pesado era la moneda corriente, y los ricos objetos griegos traídos por las legiones después de la guerra de Sicilia, casi recibían adoración en las casas de los patricios, y se miraban de lejos como amuletos que podían corromper la virtud de las rudas costumbres romanas. Los senadores que p. 326 poseían grandes territorios y centenares de esclavos, paseaban por el Foro con cívico orgullo su toga llena de remiendos. En toda Roma sólo existía una vajilla de plata, propiedad de la República, que pasaba de casa de un patricio á la de otro cuando llegaba un enviado de Grecia, un embajador de Sicilia ó un mercader opulento de Cartago, habituado á los refinamientos asiáticos, y había que dar banquetes en su honor.

Acteón, acostumbrado á las disputas filosóficas del Ágora ateniense, á los diálogos sobre poesía ó sobre misterios del alma apenas se reunían dos griegos sin ocupación, iba por el Foro atento á las conversaciones, en un latín rudo é inflexible que hería sus oídos de ateniense. En un grupo hablaban de la salud de los rebaños y del precio de la lana; en otro se ajustaba la venta de un buey, en presencia de cinco ciudadanos de edad adulta que servían de testigos. El comprador ponía en una balanza el bronce, precio de la compra, y tocando con la mano el buey, decía con acento solemne, como si recitase una oración:

—Esto es mío, según la ley de los Quirites: lo he pagado con este metal bien pesado.

Más allá, un legionario de cara famélica ajustaba un préstamo con un anciano, ofreciéndole como prenda su casco y sus grebas, y pronunciaban las fórmulas de la ley para tal caso.

p. 327 ¿Dari spondes? (¿Prometes dar?) —preguntaba el soldado.

Spondeo. (Prometo) —contestaba el prestamista.

Y el trato quedaba cerrado con estas solemnes palabras, de las cuales una sola sílaba cambiada era suficiente para anular la operación, pues los romanos profesaban un respeto supersticioso á la letra y la fórmula de sus leyes.

En otro grupo se discutían las condiciones que debe tener un esclavo para ser útil á su señor y que éste lo conserve; y en todo el Foro aquel pueblo grave, austero y sin ideal, sólo hablaba de bienes y de la manera de acrecentarlos.

El griego se fijó en un joven que apenas llegado á los veinte años, mostraba la gravedad de un viejo. Sus cabellos cortados al rape eran rojos, y su mirada dura tenía una expresión de inteligencia y astucia. Caminaba lentamente al lado de un muchacho que le escuchaba con atención como si fuese su maestro.

—Aunque tu padre es Cónsul —decía el rojo— debes tener presente, Scipión, que para ser buen ciudadano y servir á la República, no sólo hay que manejar la lanza y el caballo, sino saber trabajar la tierra y conocer los secretos del cultivo. Tal vez algún día mandes nuestros ejércitos, y no sólo tendrás que conquistar tierras para Roma, sino cultivarlas y que produzcan mucho. ¿No lo comprendes?

p. 328 —Sí; Catón —dijo el adolescente.

—Cada día debes aprender un mes del calendario que hicieron nuestros antepasados. Quedando todo él fijo en tu memoria, te será más fácil ordenar pronto y bien á tus esclavos lo que deben hacer en los campos. Ayer te enseñé el mes de Mayo: repítelo, Scipión.

—«Mes de Mayo —recitó el muchacho frunciendo las cejas para concentrar más su memoria—. Treinta y un días. Las nonas caen el séptimo día. El día tiene catorce horas y media: la noche nueve horas y media. El sol está en el signo de Tauro: el mes bajo la protección de Apolo. Se escardan los trigos. Se esquilan las ovejas. Se lava la lana. Se ponen en yugo los toros nuevos. Se cortan de los prados las arvejas. Se hace la lustración de las cosechas. Sacrificios á Mercurio y á Flora.»

—Lo recuerdas bien, Scipión. Nuestros antecesores no tenían ni deseaban otra ciencia; les bastaba con saber lo que debía hacerse en todos los meses del año; y con esto, y valor y audacia para conservar sus campos y apoderarse de las tierras de los vecinos, fundaron nuestra ciudad, que crece y crecerá hasta ser la primera de la tierra. No somos charlatanes como los griegos, que se arrodillan con admiración ante los monigotes de mármol y disputan como bufones sobre lo que hay más allá de la muerte. No somos locamente ambiciosos como los cartagi p. 329 neses, que basan su vida en el comercio y entregan todas sus riquezas al mar. Nuestra vida está en la tierra; somos más rudos, pero más sólidos que los otros pueblos; caminamos más despacio, pero iremos más lejos. En la tierra que pisamos por vez primera, no plantamos la tienda como otros; hundimos el arado, y por esto lo que toma Roma nadie se lo quita. No olvides esto, Scipión.

El ateniense les seguía de cerca. Las palabras de aquel viejo de veinte años, le enseñaban más que sus observaciones. Roma parecía hablar por su boca en aquella lección al hijo de uno de sus cónsules.

—Debes saber también —continuó Catón— las reglas domésticas de todo buen ciudadano. Cuando nuestros padres querían alabar á un hombre de bien, le llamaban «buen labrador». Este era el mayor elogio. Entonces se vivía en las mismas tierras, en las tribus rústicas, que eran las más honorables de todas, y no se venía á Roma más que en los días de mercado y de comicios. Aún quedan buenos ciudadanos que hacen la vida sana de Cincinato y de Camilo, y sólo vienen cuando se reúne el Senado: pero la guerra, con sus expediciones á países nuevos, ha corrompido á muchos que sólo quieren vivir en la ciudad, y el antiguo hogar romano con su techo de tablas y sus sencillos penates lo sustituyen con casas llenas de columnatas como si p. 330 fuesen templos, y adornadas con dioses y diosas que se hacen traer de Grecia.

El gesto austero de Catón demostraba un inmenso desprecio por estos refinamientos importados que comenzaban á quebrantar la rudeza de su país.

—En el campo, el buen ciudadano no debe perder ni un día. Si el tiempo le impide salir, debe entretenerse limpiando los establos y corrales, componiendo los enseres viejos y vigilando á las mujeres para que remienden la ropa. Aun en los días de fiesta, se puede hacer algo: regar los espinos, bañar el ganado, ir á la ciudad á vender aceite ó fruta. No hay que perder el tiempo consultando á los arúspices, ó á los augures, ni entregarse á cultos que obliguen al ciudadano á abandonar su casa. Bastan los dioses del hogar ó de la más próxima encrucijada. Los Lares, los Manes y los Silvanos, son suficientes para proteger á un buen ciudadano. Nuestros padres no tuvieron otros, y, sin embargo, fueron grandes.

El pequeño Scipión le escuchaba atentamente, pero sus ojos se fijaban en dos mocetones de la Campania, que con el cuculus caído sobre los hombros, se daban de puñetazos junto á un vendedor de vino cocido. Las mejillas del adolescente se coloreaban de emoción viendo los golpes que cambiaban los dos atletas, estremeciendo sus duros músculos.

p. 331 —Si el ciudadano vive en Roma —continuó Catón sin fijarse en este incidente, que no alteraba la gravedad del Foro— debe abrir desde la aurora la puerta de su casa para explicar la ley á los clientes y colocar con prudencia su dinero, enseñando á los jóvenes el arte de aumentar los ahorros y evitar ruinosas locuras. El padre de familia debe hacer dinero de todo y no perder nada. Si da sayos nuevos á sus esclavos, debe recoger los viejos para otros usos. Debe vender el aceite y lo que le quede de vino y trigo al final del año. Venda también los bueyes viejos, las terneras, corderos, la lana, las pieles, los carros inservibles, el herraje enmohecido, los esclavos valetudinarios y las esclavas enfermas: venda siempre. El padre de familia debe ser vendedor: no comprador. Fíjate bien en esto, Scipión.

Pero Scipión estaba inquieto y apenas le oía.

Los campesinos habían cesado de golpearse, y el adolescente miraba lejos, á la parte del río, deseando marcharse.

—Catón; es la hora de la lucha. Tengo que ir á la orilla del Tíber para amaestrarme en la carrera y el pugilato y hacer después una hora de natación.

—Marcha cuando quieras y guarda mis consejos. Después de la lección, sienta bien la lucha y el baño frío, que endurecen el cuerpo. p. 332 El ciudadano que quiere servir á su país, no sólo ha de ser prudente, sino fuerte.

Se alejó el muchacho, y Catón, al volver sobre sus pasos, encontró al ateniense que le seguía. El aspecto de Acteón le atrajo, y se aproximó á él.

—Griego —le preguntó—. ¿Qué te parece nuestra ciudad?

—Es un pueblo triste, pero un gran pueblo. Sólo estoy en Roma tres días.

—¿Eres acaso ese mensajero de Sagunto que hoy se presentará ante el Senado?

Acteón contestó afirmativamente, y el romano se apoyó en su brazo con grave familiaridad, como si fuese un antiguo amigo.

—Conseguirás muy poco —dijo—. El Senado sufre ahora una enfermedad: el exceso de prudencia. Yo aborrezco las locuras, no creo que Hanníbal sea un gran capitán desde que le veo cometer audacias como el sitio de Sagunto; pero no puedo tolerar con mi silencio la meticulosidad con que procede Roma en sus asuntos. Quiere apurar todos los medios para sostener la paz: teme la guerra, cuando la guerra con Cartago es inevitable. Ella y nuestra ciudad no caben en el mismo saco. El mundo es estrecho para los dos. Siempre digo lo mismo: «Destruyamos Cartago», y se me ríen. Hace algunos años, al estallar allá la guerra de los mercenarios, podíamos haberla aplastado con gran facilidad. p. 333 Con enviar á África un par de legiones, los númidas sublevados y los mercenarios, hubiesen acabado con Cartago. Pero tuvimos miedo; Roma sólo se ocupaba después de la victoria en restañar sus heridas. Temimos no fuese peor el triunfo de la soldadesca de todos los países, y salvamos á Cartago, ayudándola á destruir sus mercenarios sublevados.

—Ahora es diferente —dijo Acteón con energía—. Sagunto es una aliada, y si Hanníbal la hostiliza, es por el amor que la ciudad profesa á Roma.

—Sí; por eso los romanos nos interesamos por su suerte; pero no esperes gran cosa del Senado. Le preocupan más los piratas del Adriático que asolan nuestras costas, la sublevación de Demetrio de Faros en la Illiria, contra el cual vamos á enviar un ejército mandado por el cónsul Lucio Emilio.

—Pero, ¿y Sagunto? ¿Si la abandonáis, cómo va á resistir al audaz Hanníbal, que acaudilla las tribus más belicosas de Iberia? ¿Qué dirán aquellos infelices de la seriedad con que Roma cumple sus alianzas?...

—Procura convencer al Senado con todas esas razones. Yo estoy convencido: veo en Cartago la única enemiga de Roma... ¡Si todos fuesen como yo!... Aceptaría las audacias del hijo de Hamílcar y declararía la guerra á Cartago, yendo á buscarla en su propio territorio. Ocurra p. 334 lo que ocurra, nosotros somos invencibles. Italia es una masa compacta, y como centinelas avanzados de nuestro campo, tenemos por Oriente la Illiria, por la parte que mira al África la Sicilia y al Occidente la Cerdeña, mientras que los terrenos que domina Cartago forman una cinta extensa de novecientas leguas, que recorre gran parte de las costas del África y todas las de Iberia; pero tan estrecha, y poblada por tan diversas razas, que con facilidad puede romperse. Aunque Roma pierda cien batallas, siempre será Roma; y una derrota de Cartago basta para que se disuelva como pueblo...

—¡Si todos pensasen como tú, Catón!...

—Si el Senado pensase como yo, despreciaría á Demetrio de Faros y hace días que sus legiones estarían en Sagunto. Tal vez se evitara con ello un peligro, ¡porque quién sabe dónde irá ese joven africano, y qué no osará si consigue conquistar sin obstáculos una ciudad aliada de Roma!... Por esto yo, que soy un ciudadano libre, ejerzo de pedagogo, como has visto hace poco. Ese muchacho es hijo del cónsul Publio Cornelio Scipión, y reviven en él con nueva fuerza todas las virtudes de su familia. Tal vez sea él el destinado á cortar el paso á Hanníbal, á destruir el insolente poderío de esa Cartago, con la que tropezamos siempre.

Aún vagaron algún tiempo por el Foro hablando de las costumbres de Roma y discutiendo p. 335 acaloradamente al compararlas con las de Atenas. El severo romano tenía que avistarse con varios patricios para sus asuntos particulares, que llevaba con gran escrupulosidad, y se despidió del griego.

Al quedar solo Acteón, sintió hambre. Aún faltaba mucho tiempo para la hora en que se reunía el Senado, y cansado de la sorda agitación del Foro salió de él, rodeando la falda del Capitolio y siguiendo una calle más ancha que las otras, con edificios de piedra, que mostraban al través de sus puertas la relativa abundancia de las familias patricias.

Entró en una panadería, golpeando con un as la piedra del mostrador abandonado. Desde una especie de cueva le contestó una voz quejumbrosa. El griego vió en el lúgubre antro la muela de triturar el trigo, y uncido á ella un hombre, un esclavo, que la empujaba con gran esfuerzo.

Salió el esclavo casi desnudo, limpiándose el sudor que chorreaba de su frente, y cogiendo el dinero del griego, dió á éste un pan redondo. Después quedó en pie, contemplando á Acteón con curiosidad.

—¿Es tuya la panadería? —preguntó éste.

—No soy más que un esclavo —repuso con tristeza—. Mi amo ha tenido que ir al Foro para hablar con los tratantes de trigo... Tú eres griego, ¿verdad?

p. 336 Y antes de que Acteón se dignase contestarle, se apresuró á añadir con melancólico orgullo:

—Yo no he sido siempre esclavo. Hace poco tiempo que lo soy, y cuando gozaba de libertad, mi ferviente deseo era visitar tu país. ¡Oh, Atenas! La ciudad donde los poetas son dioses...

Y recitó en griego algunos versos del Prometeo de Esquilo, asombrando á Acteón con la pureza de su acento y la expresión que sabía comunicar á sus palabras.

—¿Es que en Roma os dedican vuestros amos á la poesía?— dijo el ateniense riendo.

—Yo era poeta antes de ser esclavo. Mi nombre es Plauto.

Y mirando en torno como si temiera ser sorprendido por la familia de su amo, continuó hablando, feliz por librarse algunos momentos del tormento de la muela.

—He escrito comedias. Intenté establecer en Roma el teatro, que es entre vosotros casi una religión. Los romanos son poco sensibles á la poesía. Aman las farsas; una tragedia que á vosotros os hace llorar, les dejaría fríos: una comedia de Aristófanes les haría dormir. Sólo gustan, ateniense, de los bufones etruscos, de los grotescos personajes de las farsas que llaman atelanas y de los mascarones de agudos dientes y cabeza deforme que desfilan rugiendo obscenidades en las pompas del triunfo. Apedrearían á p. 337 un héroe de vuestras tragedias, y, en cambio, braman de entusiasmo cuando en la entrada de un cónsul victorioso, pasan los soldados disfrazados con una piel de cabrón y un penacho de erizadas crines, y ríen al ver cómo se vengan de su humildad, insultando al vencedor tras su carro triunfal. Yo escribí comedias para este pueblo y aún las escribo en los momentos que mi amo cesa de apalearme para que dé vueltas al molino. Los patricios, los ciudadanos libres no gustan de verse sobre la escena. Aquí despedazarían á Aristófanes que sacaba á las tablas á los primeros hombres de Atenas. Mis héroes son esclavos, extranjeros y mercenarios, y hacían reir mucho al público. He acabado una comedia ahí dentro, en ese antro, ridiculizando las fanfarronadas de los guerreros. Te la recitaría si no temiese que de un momento á otro llegue mi amo.

—¿Y cómo has caído en tan mísera situación después de divertir á tu pueblo?

—Cometí la locura de fundar en Roma el primer teatro, á imitación de los de Grecia. Era una cerca de tablas en las afueras de la ciudad. Pedí dinero prestado, contraje deudas: el populacho venía á reir, pero daba poco. Me arruiné, y las sabias leyes de Roma condenan al que no puede pagar, á ser esclavo de su acreedor. Este panadero, que antes reía mis comedias y me prestaba gustoso algunos sacos de cobre, se p. 338 venga ahora de la pasada admiración, haciéndome dar vueltas á la muela, porque resulto más barato que un asno. Cada carcajada del pasado se trueca en un palo sobre mis espaldas. Es el destino de los poetas. También vosotros, al gran Esquilo, que siempre fué hombre libre, le agradecíais los versos á pedradas.

Calló Plauto, y sonriendo melancólicamente, añadió:

—Confío en el porvenir. No siempre he de ser esclavo; tal vez encontraré quien me devuelva la libertad. Los romanos que hacen la guerra y ven nuevos países, vuelven con más dulces costumbres y aman las artes. Seré libre, fundaré un nuevo teatro, y entonces... entonces...

Y en su mirada brillaba la esperanza, como si viese ya realizados los ensueños con que embellecía la lobreguez de su antro, mientras rodaba jadeante como una bestia el enorme cono de piedra.

Sonó ruido en el interior de la casa, y antes de que pudieran verle los hijos de su amo, Plauto corrió á uncirse de nuevo á la barra de la muela, mientras el griego salía de la tahona, asombrado por el encuentro.

¿Qué pueblo era aquel que convertía al deudor en esclavo y hacía de los poetas bestias de carga?...

El griego devoró su pan, paseando por el p. 339 Foro. Aguardaba la hora de reunión del Senado, y para emplear su tiempo, subió á la cumbre del Palatino, el terreno sagrado donde estaba la cuna de Roma. Allí vió el antro lupercal, en cuyo fondo fueron amamantados por la loba, Rómulo y Remo. En la entrada de la angosta cueva extendía sus añosas ramas, desnudas por el invierno, la higuera Rumeal, árbol famoso á cuya sombra habían jugueteado los dos gemelos, fundadores de la ciudad. Junto al árbol, sobre un pedestal de granito, elevábase la loba, de bronce obscuro y lustroso, obra de un artista etrusco, con las espantables fauces entreabiertas y el vientre erizado por una doble fila de ubres, á las cuales se agarraban, arrastrándose, dos niños desnudos.

Acteón contempló desde esta altura la inmensa ciudad, como un oleaje de tejados entre las siete colinas, invadiendo las alturas y esparciéndose por las profundas depresiones del terreno. Casi al lado del Palatino levantábase el Capitolio, la gran fortaleza de Roma, sobre las desnudas fragosidades de la roca Tarpeya; y el griego pasó de una altura á otra, para ver de cerca el templo de Júpiter Capitolino, más célebre por su fama que por su hermosura.

Dejó á sus espaldas el rudo templo de Marte, que ocupaba el lugar más alto del Palatino, y siguiendo una vereda entre abruptas rocas, pasó al Capitolio. Encontró en su camino á los p. 340 sacerdotes de Júpiter, que caminaban con hierática rigidez, como si estuvieran ofreciendo siempre sacrificios á su dios. Vió las vestales arrebujadas en sus amplios velos blancos, andando con paso varonil. Algunos milites subían al templo de Marte, con el ancho pecho forrado de fajas superpuestas de cobre, los desnudos muslos cubiertos por tiras de lana que pendían del talle, una mano apoyada en el pomo de su corta espada y hablando con entusiasmo de la próxima campaña de Illiria, sin acordarse de la situación de sus aliados de Iberia.

Acteón entró en el sagrado recinto del Capitolio, cercado de obscuras murallas. Era el antiguo monte Tarpeyus , con sus dos cumbres unidas por una extensa meseta. La parte más alta, que era la septentrional, estaba ocupada por el Arx , ó sea la ciudadela de Roma; en la meridional estaba el templo de Júpiter Capitolino, rodeado de robustas columnas.

El griego entró en la ciudadela, famosa por su resistencia cuando la invasión de los galos. Al borde de una balsa, ante los templos que se aglomeraban en el fuerte recinto, vió las aves sagradas; los gansos que, con sus graznidos en medio del silencio de la noche, habían librado á Roma de la sorpresa de los invasores. Después atravesó toda la meseta baja que parecía dividir en dos partes la colina, y se aproximó al gran Fano de Roma.

p. 341 Una escalinata de cien gradas conducía al templo, construído en tiempos del último Tarquino en honor de las tres divinidades de Roma, Júpiter, Juno y Minerva. Constaba el edificio de tres cellæ ó santuarios paralelos con las tres puertas abiertas bajo el mismo frontón. El de en medio era el de Júpiter, y los de los lados pertenecían á las dos diosas. Una triple fila de columnas sostenían el frontón, en cuyos ángulos se encabritaban algunos caballos de piedra de grosera labor. Dos filas de columnas corrían por los lados del templo, formando un pórtico, á cuya sombra paseaban los romanos más viejos hablando de los asuntos de la ciudad.

El templo había sido construído por artistas llamados de la Etruria; y bajo las columnas veíanse estatuas traídas de las expediciones á Sicilia y de las diversas guerras sostenidas por Roma. Aquel pueblo rudo era incapaz de crear artistas, pero tenía soldados para proporcionarse el arte por medio de la guerra y la rapiña.

El ateniense entró en el santuario de en medio, perteneciente á Júpiter, y vió la imagen del dios en barro cocido, con una lanza dorada en la diestra. Ante él humeaba continuamente el altar de los sacrificios. Al salir del templo, miró el gnomon ó reloj de sol, que en aquella altura marcaba la hora á toda Roma.

Ya era tiempo de bajar al Senaculum , antiguo edificio al pie de la colina Tarpeya, entre el Ca p. 342 pitolio y el Foro, que muchos años después se convirtió en templo de la Concordia. Al llegar á las gradas que daban acceso á él, encontró Acteón á los dos legados enviados por Sagunto antes de comenzar el sitio; dos viejos agricultores que por primera vez habían abandonado sus casas, y se mostraban abrumados por los largos meses de permanencia en Roma, con sus visitas que no terminaban nunca, y las entrevistas y súplicas sin resultado. Aturdidos los dos saguntinos, impotentes ante una ciudad que nunca respondía definitivamente á sus palabras, seguían como autómatas al desenvuelto griego, que entraba en todas partes como en casa propia, y hablaba distintos idiomas, cual si el mundo entero fuese su patria.

Iban llegando los senadores. Unos venían de sus negocios de la ciudad, y se presentaban vistiendo la toga blanca con franja de púrpura, seguidos de sus clientes, que volvían la vista á todos lados como para atraer la atención pública sobre su majestuoso protector. Otros llegaban del campo, detenían su carro ante las gradas del Senaculum , y entregando las riendas á los esclavos subían al templo con la toga arrollada sobre el brazo, vistiendo el corto sayo de lana burda de los agricultores y esparciendo en torno de ellos el hedor de sus establos y cosechas. Eran hombres maduros, que mostraban en la dureza de los recios músculos los esfuerzos de su vida, p. 343 en continua lucha con la tierra y los enemigos: ancianos de luenga barba y rostro apergaminado que, trémulos por la vejez, revelaban aún en la mirada la seguridad que tenían en sus perdidas fuerzas. La muchedumbre del Foro, corriéndose hacia las gradas del Senaculum , les contemplaba con admiración y respeto. Eran los padres de la República: la cabeza de Roma.

Los legados de Sagunto subieron la escalinata del templo. Bajo las columnas que sostenían el frontón, amontonábanse un sinnúmero de despojos de las últimas guerras, depositados por los vencedores al desfilar en el Foro, entre la multitud que les saludaba agitando ramas de laurel. Acteón vió escudos atravesados por el hierro, espadas enmohecidas por la sangre, carros de guerra con el timón roto y las doradas ruedas sucias del barro de las batallas. Eran los despojos de la guerra de los Samnitas. Más allá, alineados á lo largo del muro, una fila de espantosos enanos de madera teñidos de rojo y azul, arrancados de las proas de las naves cartaginesas después de la gran victoria de las islas Egatas: las barras de hierro que cerraban las puertas de muchas ciudades conquistadas por los romanos; los estandartes de oro con fantásticos animales que guiaban á las tropas de Pirro; los enormes colmillos de los elefantes que este descendiente de Aquiles había hecho marchar contra las legiones de Roma; p. 344 los cascos con cuernos ó alas de águila de los ligurios; los dardos de las tribus de los Alpes; y al lado de la puerta, como un trofeo de honor, la armadura del glorioso Camilo, paseada por la ciudad en triunfo después que el gran romano arrojó á los galos del Capitolio. Á lo largo de los muros, como extraño adorno, pendía un extenso harapo negruzco y apergaminado. Era la piel de la gran serpiente que durante un día entero había hecho retroceder á todo el ejército de Atilio Régulo, cuando éste, en su expedición al África, marchaba á la conquista de Cartago. El horrible monstruo, insensible á las flechas, devoró muchos soldados, hasta que cayó aplastado bajo una lluvia de piedras, enviando Régulo á Roma la piel del reptil como testimonio de la aventura.

Los enviados de Sagunto esperaron un buen rato, hasta que un centurión les hizo entrar en el Senaculum .

El griego, al pasear su mirada por el hemiciclo, quedó turbado ante la majestad de aquella asamblea. Recordaba la entrada de los galos en Roma; el asombro de los bárbaros ante aquellos ancianos, firmes en sus sillas de mármol, envueltos como fantasmas en los nítidos velos que sólo dejaban al descubierto la barba de plata, y empuñando el cetro de marfil con la majestad divina que parecía brillar en sus ojos inmóviles. Sólo los bárbaros, ebrios de san p. 345 gre, podían osar el exterminio de una ancianidad tan imponente.

Eran más de doscientos. Entre ellos quedaban espacios libres, los asientos de los senadores que no habían podido asistir; y sobre el blanco graderío extendíanse las blancas togas como una nevada nueva sobre un suelo ya helado. Tras ellos elevábase una fila de columnas en semicírculo, sosteniendo la cúpula, por la que se filtraba una claridad crepuscular que parecía favorecer la meditación y el recogimiento. Una balaustrada baja de piedra, cerraba el hemiciclo, y al otro lado de ella se agolpaban los ciudadanos importantes que no tenían la investidura de senador. En el centro, la barrera estaba cortada por un pedestal cuadrado, sosteniendo la loba de bronce con los gemelos agarrados á sus pechos, y en la base, en grandes letras, el lema de la suprema autoridad de Roma: S. P. Q. R. Un trípode sostenía un braserillo ante el pedestal, y sobre los tizones ondeaba una nube azul de incienso.

Los tres legados se sentaron en sillas de mármol, junto á la imagen de la loba, ante la triple fila de hombres blancos é inmóviles.

Algunos apoyaban la barba en la mano, como para oir mejor.

Podían hablar: el Senado les escuchaba. Y Acteón, impulsado por las miradas suplicantes de sus dos compañeros, se levantó. En su ánimo p. 346 no duraban mucho las impresiones; se había amortiguado ya la emoción que le produjo en el primer instante la majestad de la Asamblea.

Habló con lentitud, preocupado como buen griego, de no incurrir en faltas de estilo al expresarse en aquella lengua ruda, y procurando dar á sus palabras la emoción que quería infundir á los representantes de Roma. Describió la desesperada resistencia de Sagunto y su confianza en los auxilios de la República; aquella fe ciega que la había hecho arrojarse fuera de las murallas y vencer al enemigo al solo anuncio de que se presentaba en el horizonte la flota romana. Cuando él salió de la ciudad aún tenían víveres para subsistir y alientos para defenderse. Pero iba transcurrido mucho tiempo desde entonces: cerca de dos meses. El mensajero había tenido que hacer su camino al través de aventuras y peligros, unas veces por mar, aprovechando los itinerarios de las naves comerciales, otras á pie por las costas; y en aquel momento la situación de la ciudad debía ser desesperada. Caería Sagunto si no acudían en su socorro: ¡y qué responsabilidad para Roma si abandonaba á su protegida después de atraerse ésta la cólera de Hanníbal por querer ser romana! ¡Cómo habrían de fiarse los demás pueblos de la amistad de Roma conociendo el triste fin de Sagunto!...

Calló el griego, y el silencio penoso en que p. 347 quedó el Senado revelaba la profunda impresión de sus palabras.

Entonces, Lentulus, un viejo senador, se levantó para hablar. En medio del silencio, su aguda voz de anciano habló del origen de Sagunto, que si era griega por los mercaderes de Zazintho, que en ella establecieron sus factorías, era también italiana por los rótulos de Ardea que en remotos tiempos habían ido allá á fundar una colonia. Además, Sagunto era la amiga de Roma. Para serle más fiel había decapitado á algunos de sus ciudadanos que trabajaban por Cartago... ¿Qué audacia era la de aquel jovenzuelo, hijo de Hamílcar, que olvidando los tratados de Roma con Hasdrúbal osaba levantar la espada sobre una ciudad amiga de los romanos? Si Roma miraba con indiferencia este atentado, el cachorro de Hamílcar crecería en audacia, pues la juventud no tiene freno cuando ve que el éxito corona sus imprudencias. Además, la gran ciudad no podía tolerar tal atrevimiento. Fuera, en la puerta del Senaculum , estaban los gloriosos despojos de las guerras como demostración de que el que se levantaba contra Roma caía vencido á sus pies. Había que ser inexorables con el enemigo y fieles con el aliado: había que llevar la guerra á Iberia para destruir al audaz que desafiaba á Roma.

Y toda la cólera de la ciudad sombría, belicosa y dura, hablaba por la boca de aquel an p. 348 ciano que avanzaba el rígido brazo por encima de las cabezas de sus compañeros, amenazando al invisible enemigo. El vigoroso soldado de las antiguas guerras contra los Samnitas y contra Pirro despertaba en el viejo débil, estremeciendo sus músculos y haciendo llamear sus ojos.

Los dos compañeros de Acteón, que no comprendían la lengua latina, adivinaban, sin embargo, las palabras de Lentulus, y se sentían emocionados por los elogios á la abnegación de su ciudad. Sus ojos se empañaban con las lágrimas, sus manos rasgaban los mantos obscuros en que iban envueltos como lúgubres mensajeros, y arrojándose á tierra con la vehemencia de los antiguos para expresar el dolor, agitábanse convulsos, gritando á los senadores:

—¡Salvadnos! ¡salvadnos!

La desesperación de los dos ancianos y la actitud digna del griego que, ceñudo y silencioso, parecía la personificación de Sagunto esperando el cumplimiento de la promesa, conmovieron al Senado y á la masa que se agolpaba en el balaustre de la loba. Todos se agitaban, cambiando palabras de indignación. Bajo la cúpula del Senaculum resonaba el zumbido del desorden, el eco de mil voces confundidas. Querían declarar la guerra á Cartago inmediatamente, llamar las legiones, reunir las naves, embarcar la expedición en el puerto de Ostia y lanzarla contra el campamento de Hanníbal.

p. 349 Un senador reclamó silencio para hablar. Era Fabio; uno de los patricios más famosos de Roma, el descendiente de aquellos trescientos héroes de su mismo nombre que habían muerto en un día peleando por Roma en las riberas de Cremera. La prudencia hablaba por su boca; sus consejos eran seguidos siempre como los más sanos: por esto el Senado recobró su calma apenas le vió de pie.

Con reposada palabra, después de lamentar la situación de la ciudad aliada, dijo que no se sabía si era Cartago la que había roto las hostilidades contra Sagunto, ó si Hanníbal por su propia cuenta. Una guerra en Iberia resultaba asunto grave para Roma, ahora que iba á emprender una lucha más próxima con el rebelde Demetrio de Faros. Lo oportuno era enviar una embajada á Hanníbal en su campamento, y si el africano se negaba á levantar el sitio, que pasase á Cartago para preguntar á sus gobernantes si aceptaban la conducta del caudillo y exigir que éste fuera entregado á Roma en castigo de su osadía.

La solución pareció agradar al Senado. Los mismos que antes se mostraban belicosos é intransigentes, inclinaban la cabeza como aprobando las palabras de Fabio. El recuerdo de la insurrección de Illiria, hacía prudentes á los más exaltados. Pensaban en el enemigo que se alzaba casi junto á ellos, al otro lado del Adriático, p. 350 y que podía intentar con sus flotas dedicadas á la piratería la invasión del territorio latino. Su egoísmo les hacía mirar esta empresa como anterior á todo juramento; y para engañarse, ocultando su propia debilidad, exageraban la importancia de la embajada al campo de Hanníbal, afirmando que el africano levantaría el sitio y pediría perdón á Roma apenas viese aparecer á los legados del Senado.

Acteón acogía este cambio de la asamblea con visibles muestras de impaciencia.

—Conozco mucho á Hanníbal —gritó—. No os obedecerá; hará burla de vosotros. Si no enviáis un ejército, es inútil el viaje de vuestros legados.

Pero los senadores, con el ansia de ocultar la debilidad á que les impulsaba su egoísmo, protestaron ruidosamente de las palabras de Acteón. ¿Quién hablaba de burlarse de la República romana? ¿Quién suponía que Hanníbal había de despreciar á los enviados del Senado?... Podía callar aquel extranjero, que ni siquiera era hijo de la ciudad en cuyo nombre hablaba.

Acteón bajó la cabeza. Luego murmuró dirigiéndose á sus dos viejos compañeros, que no comprendían la resolución del Senado:

—Nuestra ciudad está perdida. Roma teme declarar la guerra á Hanníbal y retrasa el rompimiento. Cuando quieran socorrernos, Sagunto no existirá.

Los tres legados saguntinos recibieron la or p. 351 den de salir. Los senadores iban á designar los dos patricios que marcharían como enviados de Roma.

Al abandonar el Senaculum , el más viejo de los senadores se dirigió á Acteón.

—Dí á tus compañeros que se preparen á partir. Mañana al anochecer os embarcaréis con los legados del Senado en el puerto de Ostia.


p. 353

IX

La ciudad hambrienta

Más de quince días llevaba de viaje la trirreme de los representantes de Roma.

Había remontado las costas del mar Tirreno, cruzando después el mar de Liguria, de costas abruptas, y pasado ante Marsella, la próspera colonia griega, aliada también de Roma. Después, atravesando audazmente el gran golfo, había puesto su proa hacia Emporión y seguido á lo largo las costas de Iberia.

Los legados de Roma eran el patricio Valerio Flaco, uno de los que con palabras de prudencia quería mantener la paz, y Bebio Tamfilo, que gozaba del amor de la plebe romana, á causa del interés con que miraba sus miserias.

Acteón mostrábase impaciente por llegar á Sagunto. Quería hablar á sus amigos, evitar el sacrificio inútil de la ciudad, describirles el estado de ánimo de Roma, para que no persistieran en una defensa inútil. Siete meses llevaba p. 354 Sagunto de empeñada resistencia. Aún no había comenzado el otoño cuando el ejército de Hanníbal se presentó ante la ciudad; y ahora finalizaba el invierno.

El griego pensaba con tristeza en las gratas ilusiones que había acariciado cuando se dirigía á Roma al través de peligros y aventuras. Creía que su presencia en la gran ciudad, el relato de las penalidades del pueblo aliado y fiel, indignaría á los romanos, levantando en masa las legiones; y volvía sin soldados, en una nave donde todos, fingiendo gran interés por Sagunto, no se conmovían gran cosa por sus desgracias; sin otro auxilio, que las sonoras é imponentes palabras de los legados y la loba de bronce en lo alto de un palo, como emblema de la majestad de la embajada.

¿Qué diría la muchedumbre entusiasta y crédula que peleaba en las murallas, cubriendo la brecha con sus pechos, y que para cobrar nuevos ánimos le bastaba suponer la llegada de los romanos? Cambiando el pensamiento hacia sus afectos, se preguntaba qué habría sido de Sónnica, tan animosa, dejándole partir para que salvase á la ciudad; cómo viviría ella, acostumbrada á la suntuosidad de una existencia muelle y dulce, en medio de las miserias y los horrores de aquel asedio que por su duración debía haber consumido los víveres de la ciudad y la energía de sus defensores.

p. 355 La nave dejó atrás la embocadura del Ebro, y luchando con vientos contrarios, avistó una mañana la Acrópolis de Sagunto. De la alta torre de Hércules se elevó una gran humareda. Habían reconocido la embarcación, por el velamen á cuadros que usaban los barcos de guerra de Roma.

Estaba el sol en el cenit cuando la nave, con la vela amainada y á impulsos de la triple fila de remos, fué á entrar en el canal que conducía al puerto de Sagunto. Tierra adentro, por encima de los cañaverales que cubrían las marismas, veíanse los mástiles de algunas naves cartaginesas, ancladas en el triple puerto.

Los tripulantes de la nave romana vieron llegar á escape, por la playa, grandes grupos de jinetes. Eran escuadrones de númidas y mauritanos, agitando sus lanzas y dando alaridos como cuando cargaban en las batallas.

Un jinete, con armadura de bronce y la cabeza descubierta, les había gritado para que se detuvieran. Avanzando solo, metió su caballo en el canal, aproximándose á la nave, hasta que las aguas llegaron al vientre de la bestia.

Acteón le reconoció:

—Ése es Hanníbal —dijo á los dos legados que estaban junto á él en la popa de la nave, contemplando con asombro el aparato belicoso con que les recibían antes de echar el ancla en el puerto de Sagunto.

p. 356 Iban presentándose nuevos escuadrones, como si la noticia de la llegada de la nave hubiese puesto en alarma al campamento, agolpando todas las tropas en el puerto. Tras los grupos de jinetes llegaban á todo correr los fieros celtíberos, los honderos baleares, todos los peones de diversas razas que figuraban en el ejército sitiador.

Hanníbal, aun á riesgo de ahogarse, metía su caballo en las aguas del canal para que le oyesen mejor desde la nave y extendió su mano con tal imperio, ordenando que se detuviera, que á los pocos instantes los remos cayeron inmóviles á lo largo del casco.

—¿Quién sois? ¿Qué queréis? —preguntó en griego.

Acteón servía de intérprete entre los romanos y el caudillo cartaginés.

—Son los legados de Roma que vienen á verte en nombre de la República.

—¿Quién eres tú, que me hablas, y cuya voz creo conocer?

Miró largo rato, poniéndose una mano sobre los ojos, y al fin reconoció al griego.

—¿Eres tú, Acteón?... ¡Siempre tú, ateniense inquieto! Te creía dentro de la ciudad, y has logrado salir para traerme sin duda á esos hombres. Pues bien: diles que es tarde; ¿para qué hablar? Un caudillo que sitia á una ciudad, sólo admite embajadores cuando está dentro de ella.

p. 357 El griego repetía á los romanos las palabras de Hanníbal, traduciendo sus respuestas.

—Escucha, africano —dijo Acteón á Hanníbal—. Los enviados de Roma te recuerdan la amistad que tienen contraída con Sagunto. En nombre del Senado y del pueblo romano, te intiman á que levantes el sitio y respetes á la ciudad.

—Diles que Sagunto me ha ofendido y que ella fué la primera en declarar la guerra sacrificando á mis amigos y negándose á respetar á mis aliados los turdetanos.

—No es verdad, Hanníbal.

—Griego: repite á los romanos lo que te digo.

—Los legados quieren bajar á tierra. Han de hablarte en nombre de Roma.

—Es inútil: no me harán desistir de mi empeño. Además, el sitio dura mucho, las tropas están excitadas y no es lugar seguro para los embajadores de Roma un campamento como el mío, compuesto de gentes feroces de diversos países, que sólo obedecen cuando están en mi presencia. Hace pocas horas hemos sostenido un combate, y aún dura en ellos la excitación.

Volvió al decir esto su cabeza hacia las tropas, y éstas, como si tomasen el movimiento cual una orden ó adivinasen tal vez en los ojos del caudillo sus ocultos designios, comenzaron á agitarse, avanzando hacia el canal como si fueran á marchar á nado contra la nave. Los jine p. 358 tes tremolaban sus lanzas, tintas aún en la sangre del reciente combate; elevaban sus escudos, en los cuales los africanos más salvajes habían colocado como trofeos las cabelleras de algunos saguntinos muertos en la última salida. Los baleares enseñaban sus dientes con estúpida sonrisa, y sacando del zurrón las balas de arcilla, comenzaron á disparar con la honda contra la nave romana.

—¿Lo veis? —gritaba con satisfacción Hanníbal—. Es imposible que reciba en mi campo á los legados. Es tarde para hablar: sólo resta que Sagunto se entregue como castigo á sus faltas.

Los legados, despreciando los proyectiles de las hondas, se apoyaban en la borda de la nave, y avanzaban el busto cubierto por la toga, con una arrogancia que parecía desafiar á los salvajes guerreros.

La indignación que les causaba verse acogidos con tanto desprecio, hacía palidecer sus mejillas.

—Africano —gritó uno de los legados en latín, sin darse cuenta de que Hanníbal no podía comprenderle—. Ya que no quieres recibir á los enviados de Roma, vamos á Cartago á pedir que nos entreguen tu persona por faltar á los tratados de Hasdrúbal. Roma te castigará cuando seas nuestro prisionero.

—¿Qué dice? ¿Qué dice? —rugió Hanníbal, furioso por aquellas palabras incomprensibles en las que adivinaba una amenaza.

p. 359 Al explicárselas Acteón, el caudillo lanzó una carcajada de desprecio.

—¡Id, romanos! —gritó— ¡id allá! Los ricos me odian y su deseo sería aceptar vuestra petición entregándome á los enemigos: pero el pueblo me ama y no hay en Cartago quien se atreva á venir al seno de mi ejército para hacerme prisionero.

Llovían las flechas en torno de la nave; algunas balas de arcilla rebotaban en sus costados, y el piloto romano dió la orden de retroceder. Moviéronse los remos, y la nave comenzó á virar lentamente para alejarse del canal.

—¿Pero vamos á Cartago? —preguntó el griego.

—Sí; en Cartago nos oirán mejor —contestó uno de los legados—. Después de lo ocurrido, ó el Senado de allá nos entrega á Hanníbal ó Roma declara la guerra á Cartago.

—Id vosotros, romanos. Mi deber está aquí.

Y antes de que pudieran evitarlo los dos senadores y los legados de Sagunto que habían contemplado con asombro la anterior escena, el ateniense pasó una pierna sobre la borda y se arrojó de cabeza en la entrada del canal. Buceó un buen rato en las aguas profundas y salió á flote cerca de la orilla, á la que corrieron infantes y jinetes para hacerle prisionero.

Antes de pisar tierra firme, Acteón se vió rodeado por unos cuantos honderos que se me p. 360 tieron en el agua hasta la cintura para apoderarse de sus ropas sin partirlas con los camaradas. En un instante le arrebataron su espada celtíbera, la bolsa que pendía del cinto y una cadena de oro que guardaba en el pecho como recuerdo de Sónnica. Iban también á quitarle su túnica de viaje, dejándolo desnudo, y comenzaba á recibir golpes de aquella gente bárbara y cruel, cuando llegó Hanníbal, reconociéndolo.

—¡Has preferido quedarte! Lo celebro. Después de haberme causado tanto daño desde los muros de Sagunto, te arrepientes y vienes conmigo. Debía abandonarte en manos de estos bárbaros que te harían pedazos; debía crucificarte fuera de mi campamento para que te viese desde las murallas esa griega que amas: pero recuerdo la promesa que te hice un día y la cumplo acogiéndote como amigo.

Ordenó á uno de sus oficiales que cubriese las mojadas vestiduras del griego con un endromis , manto militar con capucha de largo pelo que usaban los soldados en invierno sobre su armadura. Después le hizo montar en el caballo de un númida.

Emprendieron la marcha hacia el campamento. Las tropas que habían corrido á la entrada del puerto se replegaban lentamente, mientras la nave se alejaba mar adentro, extendiendo de nuevo su velamen. En lo alto de la p. 361 Acrópolis se había extinguido la humareda: sólo flotaban algunas nubecillas tenues. Adivinábase de lejos el desaliento producido en la ciudad por la inesperada fuga de la nave romana. Con ella parecía alejarse la última esperanza de los sitiados.

Las tropas de Hanníbal, al retirarse, comentaban la escena en la entrada del puerto entre su caudillo y los enviados de Roma. No comprendían las palabras que se habían cruzado; pero el acento enérgico del romano al hablar á Hanníbal, les parecía á todos ellos una amenaza. Algunos, queriendo hacer creer que habían comprendido al embajador, repetían un discurso imaginario, en el cual se amenazaba en nombre de Roma con pasar á cuchillo á todo el ejército y hacer morir á Hanníbal en una cruz. Repetían estas amenazas, aumentándolas cada cual con invenciones propias; y cuando las tropas se encontraban con otros destacamentos en el camino de la Sierpe ó en distintos puntos del valle, todos afirmaban haber visto las cadenas que enseñaban desde el buque los legados romanos para llevarse prisionero á Hanníbal, y un rugido de furor partía del ejército.

Hanníbal admiraba satisfecho la marea de indignación que rugía en torno de él. Los soldados, saliendo á su paso, le aclamaban con mayor entusiasmo; oía en todas las lenguas voces de p. 362 muerte contra Roma, llamamientos al caudillo para que diese el último asalto á la ciudad, apoderándose de ella antes que los embajadores llegasen á Cartago, fraguando la ruina del joven héroe.

—Guárdate, Hanníbal —dijo un viejo celtíbero plantándose ante su corcel—. Tus enemigos de Cartago, los de Hanón, se unirán á Roma para perderte.

—El pueblo me ama —dijo el caudillo con arrogancia—. Antes que el Senado cartaginés escuche á los romanos, Sagunto será nuestra y los cartagineses aclamarán nuestro triunfo.

Acteón contemplaba con tristeza el aspecto desolado del paisaje, antes tan risueño y fértil. En el puerto no había otras embarcaciones que algunas naves de guerra de Cartago-Nova. La marinería dormía en el Fano de Afrodita después de apoderarse de lo mejor del templo. Los almacenes del puerto habían sido robados y destruídos; los muelles estaban cubiertos de inmundicias. En el campo no se encontraban ni los rastros de las antiguas quintas. La ferocidad de las tribus bárbaras llegadas del interior, su odio á los griegos de la costa, les habían impulsado hasta á arrancar los pavimentos multicolores, esparciendo sus piezas. Todo el valle era una inmensa y desolada llanura. No quedaba un árbol en pie. Para combatir el frío del invierno, habían arrancado los bosques de higueras, las dilatadas plan p. 363 taciones de olivos, las cepas de los viñedos, destruyendo hasta las casas para calentarse con las maderas de las techumbres. Sólo quedaban en pie muros en ruinas y matorrales bajos. Una vegetación parásita que crecía rápidamente, fecundada por cadáveres de hombres y bestias, extendíase por todo el valle, borrando los antiguos caminos, escalando las ruinas y cubriendo los riachuelos que, con los cauces rotos, esparcían sus aguas, hasta convertir en charcas los campos hondos.

Era la obra de devastación de un ejército continuamente engrosado, compuesto de ciento ochenta mil hombres y muchos millares de caballos. Habían devorado en poco tiempo el agro saguntino. Los soldados, después de destrozar todo lo que no era de uso inmediato, extendían su rapacidad á las zonas cercanas, esparciendo cada vez más el radio de la destrucción conforme se prolongaba el sitio.

Los víveres venían ya de muchas jornadas de distancia; los enviaban las remotas tribus á cambio de la esperanza de botín que sabía infundirles Hanníbal, hablando de las riquezas de Sagunto. Los elefantes habían sido enviados algunos meses antes á Cartago-Nova por no ser de utilidad en el asedio y resultar difícil su mantenimiento en la asolada campiña.

Sobre el agro aleteaban los cuervos en ondulantes fajas negras. De entre los matorrales sur p. 364 gía el hedor de los caballos y mulos pudriéndose abandonados. Al borde de los caminos, con los miembros sujetos al suelo por pedruscos, veíanse los cuerpos de los bárbaros muertos á consecuencia de las heridas y que sus compatriotas, con arreglo á las costumbres de raza, dejaban abandonados á las aves de rapiña. La inmensa aglomeración había infestado el ambiente del valle. Vivían al aire libre, y, sin embargo, la suciedad del hacinamiento y el hálito de la muerte, parecían esparcir entre las montañas y el mar una atmósfera de mazmorra repleta de carne enferma.

Acteón, que viniendo de lejos percibía esta hediondez del campamento, pensaba con tristeza en los sitiados. Mirando hacia la ciudad, creía adivinar los horrores que ocultaban aquellas murallas rojizas, después de una resistencia de siete meses.

Aproximábanse al campamento. El griego vió que esta aglomeración militar había tomado el aspecto de una ciudad permanente. Quedaban muy pocas tiendas de lienzo y de pieles. El invierno, que ya tocaba á su fin, había obligado á los sitiadores á construir chozas de piedras con techos de ramaje; casas de madera que parecían torres y servían de apoyo á los baluartes que circunvalaban el campamento.

Hanníbal, como si adivinase los pensamientos del griego, sonreía fieramente contemplando p. 365 la obra de destrucción realizada por su ejército en torno de la ciudad.

—Encuentras muy cambiado todo esto, ¿verdad, Acteón?

—Veo que tus tropas no han descansado mientras te alejaste para castigar á los rebeldes de la Celtiberia.

—Marbahal, el jefe de mi caballería, es un excelente auxiliar. Cuando volví me enseñó dos muros de Sagunto destruídos y una parte de la ciudad en nuestro poder. ¿Ves aquella altura cerca de la Acrópolis, dentro del recinto amurallado?... Pues es nuestra. Las catapultas que desde aquí se distinguen, disparan sobre Sagunto, que ha quedado reducida á una mitad de sus antiguos límites. ¡Y aún sueñan en defenderse! ¡Aún esperan auxilios de Roma!... Testarudos. Han construído por tercera vez una línea de murallas, y así se van estrechando y defendiendo hasta que sólo les quede el Foro, donde acuchillaré á los que sobrevivan... ¡Oh, ciudad orgullosa é indomable! Yo te haré mi esclava.

El africano cambió de conversación, fijándose en su antiguo compañero.

—Al fin has visto claro y vienes conmigo. ¿Vas á seguirme con entusiasmo? ¿Vendrás tras de mí en esa serie de empresas de las que te hablé un día, al amanecer, en este mismo campo?... Tal vez seas rey por haber seguido á Han p. 366 níbal como Ptolomeo lo fué por Alejandro. ¿Estás resuelto?...

Acteón se detuvo un momento antes de contestar, y en sus ojos leyó Hanníbal la indecisión, el deseo de engañarle.

—No mientas, griego: la mentira es para el enemigo ó para conservar la existencia. Yo soy tu amigo y he prometido respetar tu vida. ¿Es que no quieres seguirme?

—Pues bien; no —dijo con resolución el griego—. Mi deseo es volver á la ciudad, y si realmente guardas algún afecto al compañero de tu infancia, déjame partir.

—¡Pero vas á perecer ahí dentro!... No esperes misericordia si entramos á viva fuerza por la brecha.

—Moriré —dijo con sencillez el ateniense—. Pero ahí dentro hay hombres que me acogieron como compatriota cuando yo erraba hambriento por el mundo; hay una mujer que me amparó viéndome miserable, y me dió su amor y sus riquezas. Ellos me enviaron á Roma para que les trajese una palabra de esperanza, y yo debo volver aunque sea para infundirles la tristeza y el dolor. ¿Qué te importa dejarme libre?... Mañana tal vez podrás matarme. Dentro de Sagunto seré una boca más, y en ella debe reinar el hambre. Tal vez al decir yo la verdad, al verme que vuelvo sin auxilio alguno, decaigan sus ánimos y te entreguen la plaza. Déjame p. 367 pasar, Hanníbal: con esto, tal vez sin querer, ayudo tus planes.

Hanníbal le miraba con asombro.

—¡Loco! Nunca creí que un ateniense fuese capaz de tal sacrificio. ¡Vosotros tan ligeros, tan dados á la mentira, tan falsos para satisfacer vuestro egoísmo!... Eres el primer griego que veo fiel á la ciudad que le prohijó. Cartago tuvo peor suerte con los mercenarios de tu país... Es imposible hacer nada de tí; eres un hombre incompleto: te domina el amor: no te satisfaces como yo con la hembra que ronda en torno del campamento, ó que se toma al asaltar una ciudad para regalarla después á la soldadesca. Te ligas á la mujer, eres su esclavo y buscas morir sin gloria, en un rincón obscuro del mundo, como soldado al servicio de unos cuantos mercaderes, sólo por volver á verla. Aléjate, loco: vete, te dejo en libertad... Nada quiero saber de tí. He deseado hacerte héroe, y me respondes como un esclavo. Marcha á Sagunto, pero sabe que la protección de Hanníbal te abandona desde este momento. Si caes en mis manos dentro de la ciudad, serás mi prisionero; jamás mi amigo.

Hanníbal, golpeando con los talones los hijares de su corcel, se metió en el campamento, volviendo altaneramente la espalda al griego. Éste vió llegar al poco rato un joven cartaginés, que, sin decir una palabra ni mirarlo siquiera, p. 368 cogió las riendas de su caballo y comenzó á caminar hacia Sagunto.

Al llegar á los puntos avanzados del ejército sitiador, decía el cartaginés una palabra y Acteón pasaba adelante entre las miradas hostiles de los soldados, que conocían la escena del puerto y bramaban de coraje al pensar en las cadenas que los legados de Roma habían tenido la insolencia de enseñar á su caudillo. Aquel griego que iba á entrar en la ciudad sitiada, debía ser un acompañante de los legados; y muchos pusieron una flecha en el arco para disparar contra él, deteniéndose únicamente ante la fría y altanera mirada del joven cartaginés que hablaba en nombre de Hanníbal.

Llegaron á las ruinas del primer recinto amurallado. Al abrigo de ellas estaban las avanzadas del ejército sitiador. Allí echó pie á tierra el griego, y arrancando de un matorral una rama espinosa, avanzó, llevándola en alto como señal de paz.

Encontró enfrente aquella muralla que bajo su dirección había sido elevada en una noche para contener al invasor. Sobre ella sólo se veían los cascos de unos cuantos defensores. El sitiador dirigía todos sus ataques por la parte alta. El lado de la ciudad donde se habían desarrollado los primeros combates, estaba casi abandonado.

Los guardianes de la muralla reconocieron á p. 369 Acteón, con grandes exclamaciones de sorpresa y alegría, y le arrojaron una cuerda de esparto para ayudarle á subir por las asperezas del muro, hasta que pudo introducirse por una brecha de la cresta. Todos rodearon con ansiedad al griego. Este creyó ver en torno de él un grupo de espectros. Sus cuerpos parecían próximos á escaparse de las amplias armaduras; los rostros amarillentos, tristes, apergaminados, se ocultaban bajo la visera de los cascos; y las manos descarnadas y con la piel rugosa, apenas si podían sostener las armas. Un fulgor extraño y amarillento brillaba en sus ojos.

Acteón se defendía con bondad de las incesantes preguntas. Ya hablaría oportunamente: debía antes dar cuenta de su misión á los ancianos del Senado. Un poco de calma: antes de cerrar la noche lo sabrían todo. Y lleno de conmiseración ante la miseria de aquellos héroes, mentía misericordiosamente, asegurando que Roma no olvidaba á Sagunto y que él era la avanzada de las legiones que enviaban los aliados.

De las casas inmediatas, de las callejuelas vecinas al muro, salían hombres y mujeres, atraídos por la noticia de la llegada del griego. Le rodeaban, le preguntaban; todos querían ser los primeros en recibir noticias, para esparcirlas por la ciudad; y Acteón, defendiéndose de ellos, contemplaba con terror sus caras amarillentas p. 370 y enjutas, con la piel terrosa, marcando las aristas salientes del cráneo; los ojos hundidos en las órbitas negras, brillando con extraño fulgor, como estrellas moribundas reflejadas en el fondo de un pozo, y los brazos descarnados, que crujían como cañas al moverse con la nerviosidad de la emoción.

Púsose en marcha, escoltado por la multitud; precedido de muchachos horribles, completamente desnudos, cuya piel parecía romperse con la presión de las costillas que se marcaban una á una, y la cabeza enormemente gruesa sobre el cuello descarnado. Andaban trabajosamente sobre sus piernas, que parecían hilos, balanceándose como si éstas no pudieran soportar el tronco: algunos, para sufrir menos, se arrastraban por el suelo, faltos de fuerza para sostenerse.

Acteón vió en una esquina un cadáver abandonado, con el rostro cubierto de extrañas moscas que brillaban al sol con reflejos metálicos. Más allá, en una encrucijada, varias mujeres pugnaban por incorporar á un joven desnudo que tenía un arco abandonado á sus pies. El griego vió con horror su vientre hundido, encorvado, como un remolino de pieles entre los dos huesos de las caderas, que parecían salirse del cuerpo. Era una momia que aún conservaba una chispa de vida en los ojos y abría los labios negros y resquebrajados como si quisiera mascar el aire.

p. 371 Atravesaba calles enteras sin que nuevas gentes se uniesen á su comitiva. Muchas casas permanecían con las puertas cerradas, á pesar del rumor del gentío; y Acteón comparaba esta soledad con la gran aglomeración de seres en los primeros días del sitio. Perros muertos, tendidos en el arroyo y tan descarnados como las personas, infectaban el ambiente. En las encrucijadas veíanse esqueletos de caballos y mulos, limpios y blancos, sin la más leve piltrafa á que pudieran agarrarse los repugnantes insectos que zumbaban en aquella atmósfera de ciudad moribunda.

El griego, con su rápido instinto de observación, se fijaba en las armas de los guerreros. Sólo veía corazas de metal: las de cuero habían desaparecido. Los escudos mostraban al descubierto sus tejidos de juncos ó de nervios de toro despojados de la envoltura de piel. En una esquina vió á dos viejos que se peleaban por una piltrafa negruzca y correosa. Era un pedazo de cuero reblandecido en agua caliente. Muchas casas de varios pisos habían sido demolidas para llevar sus piedras á las nuevas murallas, que cortaban los avances del enemigo dentro de la ciudad.

El hambre cruel y asoladora lo había barrido todo. Se aprovechaban las materias más fétidas y repugnantes. Parecía que los sitiadores hubieran entrado ya en la ciudad arrebatándolo p. 372 todo; no dejando más que los edificios en pie para dar testimonio de su rapiña. El hambre y la muerte estaban entre los sitiados.

Cerca del Foro, vió el griego que una mujer se abría paso entre la multitud y le echaba los brazos al cuello, oprimiéndole amorosamente. Era Sónnica. También las privaciones del sitio habían dejado en ella profundos rastros. No presentaba el aspecto de extrema miseria de la multitud; pero estaba más delgada, más pálida, su nariz se había afilado, sus mejillas parecían transparentar una luz interior, y los brazos con que le oprimía habían enflaquecido y tenían el ardor de la fiebre. Una aureola amoratada rodeaba sus ojos, y su túnica, de gran riqueza, caía con abandono, en innumerables pliegues, á lo largo de su cuerpo, que al enflaquecer parecía mucho más alto.

—¡Acteón... amor mío! ¡Creí no verte más! Gracias, gracias, por haber vuelto.

Y abarcando su cuello con uno de sus brazos siguió marchando al lado de él. La multitud miraba á Sónnica con veneración: era la única en la ciudad que se sacrificaba por los miserables, repartiéndoles todos los días los últimos víveres de sus almacenes.

Acteón creyó ver confundido entre la muchedumbre al filósofo Eufobias, con las vestiduras más rotas que nunca, casi desnudo, pero con un aspecto de relativo vigor que contrastaba p. 373 con la famélica miseria de la muchedumbre. En el Foro le saludaron de lejos con desmayada expresión, Lacaro y todos los elegantes amigos de Sónnica. Tenían aspecto de hambrientos; pero ocultaban su palidez bajo el colorete y toda clase de afeites, y ostentaban sus más ricas vestiduras, como si quisieran consolarse de las privaciones con la pompa de un lujo inútil. Los pequeños esclavos que les acompañaban, movían sus miembros descarnados dentro de las vestiduras bordadas de oro, y mirando sus pendientes de perlas, bostezaban dolorosamente.

La multitud se detuvo en el Foro. Los Ancianos se habían reunido en el templo inmediato á la plaza. Arriba en la Acrópolis era continuo el combate con los cartagineses que ocupaban una parte de la altura, y caían con frecuencia gruesas piedras de las catapultas. Algunas de éstas llegaban hasta el Foro, y muchas casas tenían desfondado el techo y desmoronadas las paredes por el choque de los enormes proyectiles.

Acteón entró completamente solo en el templo. El número de los Ancianos era menor. Unos habían perecido víctimas del hambre y la peste; otros, con ardor juvenil, habían corrido á las murallas para recibir la muerte. El prudente Alco parecía gozar gran ascendiente y figuraba á la cabeza de la asamblea. Los acontecimientos habían justificado aquella prudencia que le hacía declamar en otros tiempos contra las em p. 374 presas belicosas de la ciudad y su afición á las alianzas.

—Habla, Acteón —dijo Alco—. Dinos la verdad, toda la verdad. Después de las desgracias que los dioses nos han enviado, estamos dispuestos á resistirlas aún mayores.

El griego miró á aquellos ciudadanos que, envueltos en sus mantos y con altos bastones de reyes, esperaban sus palabras con una ansiedad que pretendían ocultar tras su majestuosa calma.

Relató la entrevista con el Senado de Roma, la prudencia de éste, que le había impulsado á buscar términos conciliadores, la llegada de los legados ante Sagunto, la extraña manera de recibirlos usada por Hanníbal, y la marcha de los enviados hacia Cartago para pedir el castigo del caudillo y la libertad de Sagunto.

Este relato triste, fué haciendo desaparecer gradualmente la calma de los Ancianos. Algunos más violentos se ponían en pie y desgarraban sus mantos, dando alaridos de pena; otros, en su exaltación, se golpeaban la frente con los puños, rugiendo de ira al saber que Roma no enviaba sus legiones; y los más viejos, sin perder la actitud majestuosa, lloraban, dejando que sus lágrimas rodasen por las descarnadas mejillas, perdiéndose en sus barbas de nieve.

—¡Nos abandonan!

—¡Será ya tarde cuando llegue el auxilio!

p. 375 —¡Perecerá Sagunto antes que los romanos lleguen á Cartago!

Duró mucho tiempo la desesperación de la asamblea. Algunos, inmóviles en sus asientos por la debilidad, pedían á los dioses morir, antes que presenciar la caída de su pueblo.

Parecía que Hanníbal estuviese ya en las puertas del templo.

—Calma, Ancianos —gritó Alco—. Pensad que el pueblo saguntino está fuera de esos muros. Si conoce vuestro dolor, cundirá el desaliento y esta misma noche seremos esclavos de Hanníbal.

Recobraron su calma lentamente los Ancianos, y se hizo el silencio. Todos esperaban los consejos de Alco el Prudente. Éste habló.

—No había que pensar en la entrega inmediata de la ciudad. ¿No era así?

Un rugido de indignación de toda la asamblea le contestó:

—¡Nunca, nunca!

Pues para mantener excitados los ánimos, para prolongar la defensa algunos días más, había que mentir, inspirar una esperanza engañosa á los saguntinos. No había víveres; los que estaban en las murallas con las armas en la mano, comían la carne de los últimos caballos que quedaban en la ciudad; la plebe perecía de miseria. Todas las noches se recogían centenares de cadáveres y se quemaban en seguida en la Acrópolis, por miedo á que los devorasen los p. 376 perros vagabundos que, aguijoneados por el hambre, se habían convertido en verdaderas fieras, atacando á los vivos. Se murmuraba que, algunos extranjeros refugiados en la ciudad, en unión de esclavos y de mercenarios, se reunían por la noche cerca de las murallas para alimentarse con los cadáveres que podían arrebatar. Las cisternas de la ciudad estaban próximas á secarse; sólo se extraía de ellas el agua del fondo, revuelta con el barro que había precipitado la destilación; pero á pesar de esto, en Sagunto nadie hablaba de rendirse y había que continuar la defensa. Todos sabían lo que les esperaba al caer en manos de Hanníbal.

—He hablado con él —dijo Acteón— y se muestra inexorable. Si entra en Sagunto todos seremos sus esclavos.

Volvió á agitarse la asamblea con un movimiento de indignación.

—¡Moriremos antes! —gritaron los Ancianos.

Y rápidamente se acordó lo que debían decir al pueblo. Juraron todos por los dioses ocultar la verdad. Prolongarían el sacrificio con la esperanza de que aún llegase á tiempo el auxilio de Roma. Y componiendo el gesto para que nadie adivinase la desesperación de los Ancianos, salieron éstos del templo.

Pronto circuló entre la muchedumbre la noticia. Los legados se habían dirigido á Cartago para no perder tiempo en el campamento, y allá p. 377 pedirían el castigo de Hanníbal. De un momento á otro iban á llegar las legiones que enviaba Roma para apoyar á los saguntinos.

La muchedumbre acogió estas halagüeñas noticias con un entusiasmo frío. Las penalidades del sitio amortiguaban su vehemencia. Además, se había enardecido tantas veces con la esperanza de los romanos, que dudaba de su auxilio, no creyendo en él hasta que viese llegar la flota.

Acteón se confundió con la muchedumbre hambrienta, buscando á Sónnica. La vió rodeada de Lacaro y los jóvenes elegantes. Cerca de ellos Eufobias sonreía á Sónnica, sin atreverse á aproximarse.

—Los dioses te han guardado en tu viaje, Acteón —dijo el parásito—. Tienes mejor aspecto que los que hemos permanecido en la ciudad. Bien se ve que has comido.

—Pues tú, filósofo —dijo el griego— no estás tan macilento y descarnado como los demás. ¿Quién te mantiene?

—Mi pobreza. Estaba tan acostumbrado al hambre en los tiempos de abundancia, que ahora apenas si noto la carestía. ¡Ventajas de ser filósofo y mendigo!

—No creas á ese monstruo —dijo Lacaro con repugnancia—. Es tan bárbaro como un celtíbero. Todos los días come; pero debían crucificarle en medio del Foro para que sirviera de escarmiento. Le han visto rondar por la noche cerca p. 378 de las murallas con una turba de esclavos en busca de los cuerpos agonizantes.

El griego se separó con repugnancia del parásito.

—No lo creas, Acteón —dijo Eufobias—. Envidian mi parquedad de mendigo, así como en otro tiempo la insultaban. El hambre es mi antigua compañera y me respeta.

Se alejaron todos del parásito, y Acteón siguió á Sónnica á su casa. La hermosa griega vivía casi sola. Muchos de sus servidores habían muerto en las murallas; otros habían perecido en las calles, víctimas de la peste. Algunos esclavos, no pudiendo resistir el tormento del hambre, se fugaban al campo sitiador. Dos esclavas viejas gemían en un rincón, entre el amontonamiento de ricos cofres y lujosos muebles. Los grandes almacenes del piso bajo estaban vacíos. Una banda de chicuelos se había establecido allí y pasaban las horas inmóviles y al acecho, esperando que de los rincones saliese alguna rata, para caer sobre ella, como una bestia de inestimable valor.

—¿Y Ranto? —preguntó el griego á su amada.

—Pobrecilla; la veo de tarde en tarde. No quiere vivir aquí: se escapa cuando la hago traer para tenerla segura. Ha perdido la razón desde que vió el cadáver de su amante. Vaga día y noche por las murallas. Se presenta en los sitios de mayor combate, pasando insen p. 379 sible por entre los dardos, como si no los viera. Por la noche se oyen de lejos las canciones que entona llamando á Eroción, y muchas veces se presenta coronada con una guirnalda de flores de las que crecen en las murallas y pregunta por el hijo de Mopso, como si éste se ocultase entre los defensores. El populacho cree que está en comunicación con los dioses y la mira con respeto, preguntándola cual va á ser la suerte de Sagunto.

Pasaron la noche los dos amantes entre el amontonamiento de riquezas del almacén, tendidos sobre unos tapices, estrechándose amorosamente, insensibles á todo cuanto les rodeaba, como si estuvieran aún en la rica quinta del agro, al final de uno de aquellos banquetes que escandalizaban á los viejos saguntinos.

Transcurrieron algunos días. La ciudad había vuelto á caer en el marasmo, y tenaz en su resolución, seguía defendiéndose con el estómago desfallecido por el hambre. Los sitiadores no extremaban sus ataques. Hanníbal adivinaba sin duda el estado de la ciudad, y deseoso de evitar á sus tropas el derramamiento de sangre, dejaba que transcurriese el tiempo y mantenía el apretado cerco, esperando que el hambre y la peste completasen su triunfo.

Aumentaba la mortalidad en las calles. Ya no había quien recogiese los muertos; la hoguera que los consumía en lo alto de la Acrópolis se p. 380 había apagado. Los cadáveres abandonados á las puertas de las casas, se cubrían de asquerosos insectos, hasta que las aves de rapiña bajaban audazmente por la noche al centro de la ciudad, disputando tenazmente su presa á los perros vagabundos de retorcida lengua y ojos de ascuas, convertidos en bestias feroces por el hambre.

Gentes hediondas, de aspecto salvaje, poseídas de la demencia de la extenuación, se arrastraban cautelosamente por las callejuelas, armadas con palos, piedras y dardos. Iban de caza así que cerraba la noche. Eufobias los guiaba, dándoles consejos con majestuoso énfasis, como si fuese un gran capitán dirigiendo á su ejército. Cuando conseguían matar un cuervo ó un perro salvaje, lo llevaban al Foro, chamuscándolo en una hoguera, y se disputaban á golpes los hediondos pedazos, mientras los ciudadanos ricos se alejaban desfallecidos, pero sintiendo náuseas ante tales horrores.

Comenzaba la primavera. Era una primavera triste que se manifestaba á los sitiados en las florecillas que surgían de las cabelleras de hierba de los torreones y los tejados de las casas. Había acabado el invierno y, sin embargo, hacía frío en Sagunto; un frío de tumba que sentían los sitiados hasta en los huesos. Brillaba el sol, y la ciudad parecía obscurecida por una bruma fétida que daba á las casas y á los seres un tinte plomizo.

p. 381 Acteón, al dirigirse una mañana á la parte más alta del monte, donde continuaba el combate, encontró en el Foro al prudente Alco. El buen ciudadano revelaba en su aspecto tristeza y desaliento.

—Ateniense —le dijo con expresión misteriosa—. Estoy resuelto á que esto acabe. La ciudad no puede resistir más. Bastante ha esperado el auxilio de los romanos. Que caiga Sagunto y se avergüence Roma de su infidelidad con los aliados. Hoy mismo iré al campamento de Hanníbal á pedirle la paz.

—¿Lo has pensado bien? —exclamó el griego—; ¿no temes la indignación de tu pueblo al verte en tratos con el enemigo?

—Amo mucho á mi ciudad y no puedo presenciar impasible su sacrificio, su agonía interminable. Pocos lo saben; pero á tí te lo digo, Acteón, porque eres discreto. Estamos mucho peor que el pueblo se imagina. Ya no queda un pedazo de carne para los que defienden las murallas; esta mañana, de las cisternas apenas si se ha podido sacar barro. No tenemos agua. Unos cuantos días más de resistencia, y tendremos que comernos los cadáveres como esas turbas de desalmados que se alimentan por la noche. Tendremos que matar á los pequeñuelos para apagar nuestra sed con su sangre.

Calló Alco un momento, y se pasó la mano por la frente con un gesto de pena, como si p. 382 quisiera arrojar lejos de él terribles recuerdos.

—Nadie mejor que los Ancianos —continuó— conocemos lo que ocurre en la ciudad. Los dioses deben temblar de horror contemplando lo que hace Sagunto al verse abandonada por ellos. Oye y olvida, Acteón, —dijo en voz muy baja y con acento de espanto—. Ayer, dos mujeres enloquecidas por el hambre, echaron suertes para escoger cuál de sus pequeños habían de devorar. Los Ancianos hemos cerrado ojos y oídos; no hemos querido ver ni escuchar, comprendiendo que el castigo sólo serviría para difundir más tales horrores. Los ciudadanos que pelean en las murallas, tragan el cuero de sus armas para engañar el hambre. La carne se despega de sus huesos, enflaquecen y caen como heridos por el rayo invisible de los dioses. Llevamos cerca de ocho meses de resistencia; dos terceras partes de la ciudad ya no existen. Hemos hecho bastante ante el cielo y ante los hombres para demostrar cómo cumple Sagunto sus juramentos.

El griego bajaba la cabeza, convencido de las razones de Alco.

—Además —continuó éste— el ánimo de la ciudad decae: se extingue la fe. Los presagios son todos en contra nuestra. Hay gentes que durante la noche han visto globos de fuego elevarse de la Acrópolis y huir hacia el mar, hundiéndose en las aguas como esas estrellas velo p. 383 ces que cortan con una raya de luz el azul del cielo. La muchedumbre cree que son los Penates de la ciudad que, adivinando la próxima ruina de Sagunto, la abandonan para ir á establecerse al otro lado del mar de donde vinieron. Anoche, los que velan arriba, en el templo de Hércules, vieron salir por debajo de la tumba de Zazintho una serpiente que silbaba como si estuviese herida. Era azul con estrellas de oro: la serpiente que mordió á Zazintho y fué causa de la fundación de la ciudad en torno de la tumba del héroe. Pasó entre las piernas de los asombrados guardianes, huyó monte abajo y se alejó por la llanura con dirección al mar. También ese nos abandona; el reptil sagrado que era como el dios tutelar de Sagunto.

—Tal vez no sea verdad —dijo el griego—. Alucinaciones de la gente atormentada por el hambre.

—Puede que así sea; pero acércate á las mujeres y las verás llorar, á pesar de su miseria, lamentando la fuga de la serpiente de Zazintho. Creen á la ciudad sin defensa, y muchos hombres se sentirán hoy más débiles en las murallas al conocer la extraña desaparición. La fe es lo que sostiene á los pueblos.

Permanecieron silenciosos los dos hombres un buen rato.

—Ve —dijo al fin el griego—. Habla con Hanníbal y que los dioses le inspiren la clemencia.

p. 384 —¿Por qué no vienes conmigo? Tú que tanto has viajado y posees la elocuencia de la convicción podrías ayudarme.

—Hanníbal me conoce. He despreciado su amistad y me odia. Ve y salva á la ciudad... Mi suerte está echada. Ese africano no retrocede en su cólera. Perdonará á todos menos á mí. Yo moriré antes que verme esclavo ó agonizante en una cruz.


p. 385

X

La última noche

Era más de media tarde cuando Acteón, que estaba entre los defensores de la parte alta de la ciudad, vió aproximarse á Ranto por una callejuela inmediata á la muralla.

No había encontrado á la pastorcilla desde su regreso á Sagunto, y al verla reconoció en ella los estragos causados por las penalidades del sitio y el dolor que quebrantaba su razón.

Caminaba absorta, con la cabeza baja, y en su enmarañada cabellera asomaban algunas florecillas mustias, que soltaban á cada paso los pétalos muertos. La túnica desgarrada y sucia dejaba ver su cuerpo enflaquecido, que aún conservaba la esbeltez y frescura admiradas por el griego. El pecho se había desarrollado un tanto, como si el dolor madurase sus globos que apuntaban antes como capullos; los ojos, dilatados por la demencia, parecían llenar todo su p. 386 rostro, esparciendo en torno de él una luz misteriosa, una aureola de fiebre.

Avanzaba lentamente: varias veces levantó la cabeza mirando á los hombres que estaban en lo alto de la muralla, y al fin, deteniéndose al pie de la escala de piedra, murmuró con voz suplicante que parecía un vagido:

—¡Eroción! ¡Eroción!...

Á pesar de que tras los manteletes de los sitiadores se notaba algún movimiento, como si éstos intentasen un nuevo ataque contra la ciudad, el griego descendió de la muralla con el deseo de ver de cerca á la joven.

—Ranto... pastorcilla, ¿me conoces?

La hablaba con tono cariñoso, cogiéndola las manos; pero ella se agitó, intentando desasirse, como si despertase sobresaltada. Después de este esfuerzo cayó en una absoluta postración, y fijando sus ojos enormes y asustados en el griego, exclamó:

—¡Tú!... ¡Eres tú!

—¿Me conoces?

—Sí: eres el ateniense; eres mi señor: el amado de Sónnica la rica... Dí, ¿dónde está Eroción?

El griego no supo qué contestar; pero Ranto siguió hablando sin esperar la respuesta.

—Me dijeron que había muerto; hasta yo misma creí verle tendido al pie de las murallas; pero no era verdad; fué un mal sueño. El muerto p. 387 era su padre, Mopso, el arquero. Desde entonces que huye de mí, como si quisiera llorar á solas la muerte de su padre. De día se oculta. Le veo de lejos, sobre la muralla, entre los combatientes, y cuando subo en su busca, encuentro hombres armados y Eroción desaparece. Sólo me es fiel por la noche: entonces me busca, viene á mí. Apenas me agazapo al pie del muro y apoyo mi cabeza en las rodillas, le veo venir, buscándome en la obscuridad, arrogante y amoroso, con el carcax sobre la cadera y el arco cruzado en las espaldas. Por él huyen los perros feroces que se arrastran en la sombra y me husmean la cara, mirándome con ojos como brasas. Viene á mí... se sienta á mi lado; sonríe, pero siempre está mudo. Le hablo y me contesta su sonrisa; nunca su boca. Busco su hombro, como en otros tiempos, para descansar mi cabeza, y huye, desaparece como si lo tragasen las sombras. ¿Qué es esto, buen griego?... Si le ves, pregúntale por qué se oculta; dile que no huya... Él te quiere tanto, ¡tanto!... ¡Me ha hablado tantas veces con entusiasmo de tí y de tu país!...

Calló un momento, como si estas palabras hubiesen despertado en su memoria todo un pasado de recuerdos. Los agrupaba, los reunía con un esfuerzo penoso que se reflejaba en su rostro, y lentamente surgía en su memoria la imagen de aquellos días felices, anteriores al sitio, cuando ella y Eroción correteaban por el valle y tenían p. 388 por casa todos los bosquecillos del agro saguntino.

Sonreía á Acteón, mirándolo cariñosamente, y le recordaba sus diversos encuentros: la primera entrevista en el camino de la Sierpe, cuando acababa él de desembarcar, pobre y desconocido. Después, el gesto de paternal protección con que les saludaba al encontrarlos en los campos, subiendo á los cerezos, disputándose entre risas el rojo fruto con los labios, y aquella sorpresa bajo las frondosas higueras, cuando ella, totalmente desnuda, servía de modelo al joven escultor. ¿Se acordaba? ¿No había olvidado el griego aquellos días de paz y felicidad?

Acteón los tenía presentes en su memoria. Duraba aún en él la impresión causada por la desnudez de la pastorcilla, y en aquel mismo momento sus ojos sondeaban los rasguños de la vieja túnica, buscando con deleite de artista los contornos del cuerpo algo enflaquecido, pero fresco y juvenil, con los tonos calientes de su piel color de ámbar.

Pero Ranto, después de evocar estos recuerdos, volvía á su desvarío. ¿Dónde estaba Eroción? ¿Le había visto? ¿Estaba arriba entre los defensores? Y el griego tornaba á contenerla, cogiéndola las manos, para evitar que subiese al muro.

Arriba, los defensores gritaban, disparando p. 389 sus arcos, arrojando dardos y piedras. Había comenzado el ataque de los sitiadores. Pasaban por encima de las almenas, como obscuros pájaros, los proyectiles de fuera, y el muro se conmovía con sordos choques, como si los africanos lo atacasen con sus arietes y picos, para abrir brecha.

Acteón, que desde su regreso á Sagunto era el alma de la defensa, necesitaba subir al muro.

—Márchate, Ranto —decía apresuradamente—. Aquí van á matarte... Vuelve á casa de Sónnica... Yo te llevaré á Eroción... Pero huye, ocúltate. Mira como caen los dardos cerca de nosotros.

Y la empujaba rudamente, acabando por arrojarla lejos de la escalera, con impulso brutal, que la hizo doblar las rodillas.

El griego subió apresuradamente, oyendo sin inmutarse los mortales silbidos que rasgaban el aire cerca de su cabeza. Antes de que llegase á las almenas, sonó á sus espaldas un débil gemido, un grito dulce, que recordó á Acteón el balido de los cervatillos al recibir un saetazo en las cacerías. Al volverse, vió en mitad de la escalera á Ranto, que se doblaba hacia atrás para caer, con el pecho cubierto de sangre y clavada en él, una larga vara con cola de plumas, todavía temblorosa por los estremecimientos de la velocidad.

Había querido seguirle á lo alto de la mura p. 390 lla, y en la escalera la alcanzó una flecha de los sitiadores.

—¡Ranto!... ¡Pobrecita!...

El griego, obedeciendo al impulso de un dolor que él mismo no podía explicarse, pero que resultaba más fuerte que su voluntad, olvidó la defensa del muro, el ataque de los enemigos, todo, para correr hacia la joven, que se desplomaba con el suave desmayo de un ave herida.

Sosteniéndola con sus fuertes brazos, la bajó para tenderla al pie de la escalera. Ranto suspiraba, movía la cabeza como queriendo alejar el dolor que se apoderaba de ella.

El griego la sostenía por los hombros, llamándola con voz cariñosa:

—Ranto... Ranto...

En sus ojos, agrandados por el dolor, parecía condensarse la luz. Su mirada era ahora humana; perdía por momentos la vaguedad de la demencia. Parecía haber recobrado la razón á impulsos del dolor, como si en este supremo momento de lucidez, viera de un golpe todo el pasado.

—No mueras, Ranto —murmuraba el griego, sin darse cuenta de lo que decía—. Aguarda: te arrancaré ese hierro; te llevaré al Foro sobre mis espaldas para que te curen.

Pero la joven movía tristemente la cabeza. No: quería morir; quería reunirse con Eroción, cerca de los dioses, entre las nubes de rosa y oro, por donde paseaba la madre del Amor, se p. 391 guida de los que en la tierra se amaron mucho. Había vagado como una sombra por entre los horrores de la ciudad sitiada, creyendo que Eroción vivía, buscándolo por todas partes, y Eroción había muerto; lo recordaba bien ahora: ella misma había contemplado su cadáver. Muerto él, ¿para qué quería vivir?

—Vivirás para mí —gritó Acteón, exasperado por el dolor, sin ver lo que le rodeaba, sin oir los gritos de los defensores en el inmediato muro y los pasos que sonaban á su espalda en una callejuela cercana—. Ranto, pastorcilla, escúchame. Ahora comprendo por qué deseaba verte; por qué tu recuerdo me asaltaba á veces allá en Roma, siempre que pensaba en Sagunto. Vive y serás para Acteón la última primavera de su existencia. Te amo, Ranto. Eres mi afecto postrero; la flor que se abre en el invierno de mi vida. Te amo, Ranto: te amo desde el día en que te ví desnuda como una diosa. Vive y seré tu Eroción.

La joven, pálida ya, con el rostro empañado por la sombra de la muerte, sonrió murmurando:

—Acteón... buen griego... gracias, gracias.

Y su cabeza resbaló entre las manos de Acteón, cayendo pesadamente en el suelo. El ateniense estuvo inmóvil mucho rato, contemplando con estúpida fijeza el cuerpo de la joven. El silencio que se hizo de pronto en la muralla, pareció despertarle del doloroso sopor. p. 392 Los sitiadores habían suspendido su ataque. El griego se incorporó; pero volvió á arrodillarse para besar varias veces la boca todavía caliente de la pastorcilla y sus ojos inmóviles, desmesuradamente abiertos, en los cuales reflejábanse como en una agua muerta los rojos resplandores de la puesta del sol.

Al levantarse vió frente á él á Sónnica inmóvil, rígida, mirándole con ojos fríos é irónicos.

—¡Sónnica!... ¡Tú!

—He venido para decirte que corras al Foro. Un mensajero del campo enemigo se ha presentado en las puertas de la ciudad pidiendo hablar á los Ancianos. El pueblo está convocado en el Foro.

Á pesar de la importancia de la noticia, Acteón no se conmovió. Le preocupaba la fría rigidez de Sónnica.

—¿Desde cuándo estás aquí?

—Llegué á tiempo para ver como te despedías para siempre de mi esclava.

Calló un instante, pero como impulsada por un sentimiento superior á su voluntad, avanzó hacia él con los ojos centelleantes y las manos extendidas.

—La amabas, ¿verdad? —dijo con amargura.

—Sí —contestó el griego con voz tenue, como avergonzado de su confesión—. Conozco ahora que la amaba... pero también te amo á tí.

p. 393 Permanecieron inmóviles largo rato, con la vista fija en aquel cadáver que les separaba. Era como un muro frío levantándose entre los dos, apartándolos para siempre.

Acteón sentíase avergonzado por el dolor que sus palabras causaban á aquella mujer que tanto le había amado. Sónnica parecía absorta por su inmensa decepción y contemplaba fríamente, con ojos de Némesis implacable, el cadáver de la esclava.

—Aléjate, Acteón —dijo la griega—. Te esperan en el Foro. Los Ancianos reclaman tu presencia para que sirvas de intérprete al mensajero de Hanníbal.

El ateniense dió algunos pasos, pero se detuvo, implorando dulcemente misericordia para el cadáver.

—Va á quedar abandonada... Pronto cerrará la noche, y los perros hambrientos... los desalmados que buscan los cadáveres...

Sentía escalofríos al pensar que aquel cuerpo hermoso que le había hecho estremecer de admiración, llegase á ser devorado por las bestias.

Sónnica le contestó con un gesto. Podía alejarse: ella permanecería allí. Y Acteón, dominado por la fría altivez de su amante, partió corriendo hacia el Foro.

Al llegar á la plaza comenzaba á anochecer. Ardía en el centro la gran fogata, que se en p. 394 cendía todas las noches para combatir el frío mortal de la ciudad en plena primavera.

Los Ancianos sacaban sus sillas de marfil al pie de las gradas del templo para esperar ante la muchedumbre al mensajero de Hanníbal. La noticia había circulado por toda la ciudad, y la gente se agolpaba en el Foro, ansiosa de escuchar las proposiciones del sitiador. Nuevos grupos desembocaban á cada momento por todas las callejuelas afluyentes á la gran plaza, donde se concentraba la agonizante vida de la ciudad.

Acteón fué á colocarse junto á los Ancianos. Extendió su vista y no vió á Alco. Estaba aún en el campo sitiador, y la llegada de aquel emisario debía ser consecuencia de su entrevista con Hanníbal.

Un senador le explicó el suceso. Se había presentado ante los muros un enemigo sin armas y tremolando una rama de olivo. Pedía hablar al Senado en nombre de los sitiadores, y la asamblea de los Ancianos creyó necesario reunir á toda la ciudad para que tomase parte en la suprema deliberación.

Habían dado orden de introducir al mensajero, y al poco rato se vió avanzar, rompiendo la aglomeración de la muchedumbre, un grupo armado, en el centro del cual marchaba un hombre con la cabeza descubierta, sin armas y levantando con la diestra una rama, símbolo de paz.

p. 395 Al pasar junto á la hoguera dió de lleno en su rostro el resplandor rojizo de las llamas, y en el Foro se levantó un clamoreo de indignación. Le habían reconocido.

—¡Alorco!... ¡Es Alorco!

—¡Traidor!

—¡Ingrato!

Muchas manos buscaron la espada para caer sobre él; por encima de las cabezas de la muchedumbre se agitaron algunos brazos empuñando dardos; pero la presencia de los Ancianos y la triste sonrisa del celtíbero calmaron los ánimos. Además, el pueblo sentía la debilidad de la miseria; no tenía fuerzas para la indignación y ansiaba oir pronto al mensajero; conocer la suerte que le reservaba el enemigo.

Avanzó Alorco hasta colocarse frente á los Ancianos, y la gran plaza quedó en un silencio profundo, sólo interrumpido por el chisporroteo de los leños de la hoguera. Todos los ojos estaban fijos en el celtíbero.

—¿Alco el Prudente no está entre vosotros? —comenzó por preguntar.

Todos miraron en torno con sorpresa. Era verdad; hasta entonces no habían notado la ausencia de aquel hombre, que era el primero en todos los actos públicos.

—No le busquéis —continuó el celtíbero—. Alco está en el campamento de Hanníbal. Dolido del estado de la ciudad, comprendiendo que p. 396 es imposible continuar la defensa por más tiempo, se ha sacrificado por vosotros, y á riesgo de morir llegó hace algunas horas á la tienda de Hanníbal para suplicarle con lágrimas que tuviese compasión de vosotros.

—¿Y por qué no ha venido contigo? —preguntó uno de los Ancianos.

—Sentía miedo y vergüenza de repetiros las palabras de Hanníbal, las condiciones que impone para que se entregue la ciudad.

Se hizo aún mayor el silencio. La muchedumbre adivinaba en el terror del ausente Alco las espantosas exigencias del vencedor, que hacían latir apresuradamente el corazón de todos, antes de conocerlas.

Iban llegando al Foro nuevos grupos de gente. Hasta los defensores de la ciudad abandonaban las murallas, atraídos por el suceso, y estaban allí, en las desembocaduras de las calles, centelleando al resplandor de la hoguera sus cascos de bronce y sus escudos de varias formas, redondos, estrangulados y de media luna. Acteón vió llegar también á Sónnica, que se abrió paso entre el gentío, yendo á colocarse junto al grupo formado por la juventud elegante que la admiraba.

Alorco siguió hablando.

—Ya sabéis quién soy yo. Hace un momento escuché amenazas, ví gestos de muerte al reconocerme. Comprendo la indignación al encontrar p. 397 me frente á vosotros. Tal vez seré un ingrato; pero pensad que nací en otras tierras y la muerte de mi padre me puso al frente de un pueblo al que tengo que obedecer y seguir en sus alianzas. Nunca he olvidado que fuí el huésped de Sagunto; guardo el recuerdo de vuestra hospitalidad y me intereso por la suerte de este pueblo como si fuese la de mi misma patria. Pensad bien en vuestra situación, saguntinos. El valor tiene sus límites, y por más que os esforcéis, los dioses han decretado la ruina de la valerosa Sagunto. Lo demuestran con su abandono; y vuestro arrojo se estrellará ante su voluntad inmutable.

Las vagas palabras de Alorco aumentaban la incertidumbre del pueblo. Todos temían las condiciones de Hanníbal, por lo mismo que el celtíbero se retrasaba en exponerlas.

—¡Las condiciones!... ¡Dinos las condiciones! —gritaron desde varios puntos del Foro.

—La prueba de que he venido por interés vuestro —continuó Alorco como si no oyera estos gritos— está en que mientras habéis podido resistir con vuestras propias fuerzas ó esperar un socorro de los romanos no me he presentado á aconsejaros la sumisión. Pero vuestras murallas no pueden defenderos más; todos los días perecen de hambre centenares de saguntinos; los romanos no vendrán, están muy lejos y ocupados en otras guerras; en vez de enviaros le p. 398 giones os envían legados; y por esto yo, viendo que Alco titubeaba en volver, arrostro vuestra indignación para traeros una paz que no es ventajosa, pero resulta necesaria.

—¡Las condiciones! ¡Las condiciones! —gritó la muchedumbre con un formidable aullido que hizo temblar al Foro.

—Pensad —dijo Alorco— que lo que quiera concederos el vencedor es un regalo que os hace, pues hoy es dueño de todo lo vuestro: vidas y haciendas.

Esta verdad terrible, cayendo sobre la muchedumbre, produjo el silencio.

—Sagunto, que está en gran parte destruída y cuyos extremos ocupan ya sus tropas, os la toma como castigo; pero permitirá que construyáis una nueva ciudad en el punto que Hanníbal os designe. Todas las riquezas que guardéis, tanto en el tesoro público como en vuestras casas, serán entregadas al vencedor. Hanníbal respetará vuestras vidas, las de vuestras esposas é hijos, pero tendréis que salir para el lugar que os designe sin armas y con sólo dos trajes. Comprendo que las condiciones son crueles; pero la desgracia os obliga á soportarlas. Peor es morir y que vuestras familias caigan como botín de guerra en manos de la soldadesca triunfante.

Terminó de hablar Alorco, y, sin embargo, continuó el silencio en el Foro; un silencio pro p. 399 fundo, amenazante, igual á la plomiza calma que precede á una tempestad.

—No; saguntinos, no —gritó una voz de mujer.

Acteón reconoció á Sónnica en esta voz.

—No, no —contestó la muchedumbre, como un eco atronador.

Se agitaban, corrían de un lado á otro, se empujaban los grupos poseídos de furia, como si quisieran despedazarse, desahogando la rabia que les producían las condiciones del vencedor.

Sónnica había desaparecido; pero Acteón la vió volver al Foro, seguida de un cordón de gente; esclavos, mujeres, soldados, llevando todos sobre sus hombros los ricos muebles de la quinta, amontonados en el almacén; las arquillas de joyas, los suntuosos tapices, los lingotes de plata y las cajas de polvo de oro. La muchedumbre contemplaba este desfile de riquezas, sin adivinar el propósito de Sónnica.

—No, no —repetía la griega, como si hablase con ella misma.

Estaba fuera de sí por las proposiciones del vencedor. Se veía saliendo de la ciudad, sin más fortuna que una túnica puesta y otra sobre el brazo, teniendo que mendigar por los caminos ó trabajar en los campos como una esclava, perseguida por aquella soldadesca feroz, de diversas razas.

—No, no —repetía enérgicamente, abriéndose p. 400 paso entre la muchedumbre, para llegar á la hoguera en el centro del Foro.

Estaba magnífica, con la rubia cabellera alborotada por la agitación, la túnica rota por los empellones del gentío, los ojos relampagueantes, con la expresión de una Furia, que encontraba amarga voluptuosidad en la destrucción. ¿Para qué las riquezas? ¿Para qué vivir? Y en su desesperada energía, mezclábase por mucho la amargura que una hora antes había paladeado ante el cadáver de su esclava.

Ella dió la señal, arrojando en la hoguera una imagen de Venus, de jaspe y plata, que llevaba en sus brazos, y que desapareció entre las llamas como si fuera un pedrusco. Los que la seguían, gente toda miserable y hambrienta, la imitaron con intenso goce. La destrucción de tantas riquezas, les hacía rugir de placer y dar saltos de alegría, á ellos, tan pobres, que habían pasado su existencia en las escaseces de la esclavitud. Caían en las llamas los cofrecillos de marfil, de cedro y de ébano, y al chocar con los leños, se abrían, derramando los tesoros de su vientre; collares de perlas, guirnaldas de topacios y esmeraldas, arracadas de diamantes, toda la gama de las piedras preciosas, que centelleaban un instante entre los tizones como maravillosas salamandras. Después caían los tapices, los velos bordados de plata, las túnicas con doradas flores, las sandalias de oro, las sillas p. 401 con garras de león, los lechos con clavijas de metal, los peines de marfil, los espejos, las lámparas, las liras, los frascos de perfumes, las mesillas de ricos mármoles incrustados; todas las magnificencias de Sónnica la rica. Y la muchedumbre miserable entusiasmada por esta destrucción, aplaudía con rugidos, al ver la hoguera que crecía y crecía con tanto combustible, hasta elevar las llamas á considerable altura, arrojando chispas y cenizas sobre los tejados de las casas.

—¡Hanníbal quiere riquezas! —gritaba Sónnica, con voz ronca que parecía un aullido—. Venid, arrojad aquí todo lo vuestro: que el africano se lo dispute al fuego.

Pero no necesitaba extremar sus voces para que la imitasen. Muchos de los Ancianos, que habían huído en el primer instante de confusión, volvían al Foro llevando un cofrecillo bajo su blanco manto y lo arrojaban en la hoguera. Eran las riquezas que habían tomado en sus casas.

Sobre las cabezas de la multitud rodaban muebles y telas de brazo en brazo, hasta caer en el inmenso brasero, que cada vez elevaba más altas sus llamas, coronadas por un humo blanco y luminoso.

Era un holocausto en honor de los dioses mudos y sordos que estaban en la Acrópolis. Las casas parecían vaciarse para arrojar todos sus p. 402 adornos y riquezas en la hoguera. Los hombres cumplían silenciosos y sombríos su anhelo de destrucción; pero las mujeres parecían locas, y desgreñadas, rugientes, con los ojos saltando de las órbitas, danzaban en torno de la inmensa hoguera, atraídas por las llamas, rozándolas con sus vestiduras, ebrias por el fuego, arañándose el rostro sin darse cuenta de lo que hacían y rugiendo maldiciones con su boca espumeante de rabia.

Una de ellas, como enloquecida por la ronda infernal, no pudiendo resistir la atracción del fuego, dió un salto, cayendo entre las llamas. Ardieron instantáneamente las ropas y el cabello, y flameó durante algunos instantes como una antorcha, desplomándose sobre los tizones. Otra mujer arrojó en el brasero, como si fuese una pelota, el niño que llevaba agarrado á su flácido pecho, y después saltó ella en medio de la fogata, cual si arrepentida del crimen, quisiera seguir á su hijo.

El fuego se había comunicado á las techumbres de madera de las casas del Foro. Una guirnalda de llamas comenzaba á rodear la plaza. El humo y el calor asfixiaban á la muchedumbre, y en esta atmósfera densa y negruzca, los muebles parecían andar solos camino de la hoguera, arrastrándose por encima de la muchedumbre.

Lacaro y sus elegantes amigos hablaban de p. 403 morir. Aquellos seres afeminados discutían con una tranquilidad sublime el modo de caer. No querían seguir á Sónnica, que acababa de armarse con una espada y un escudo para salir contra el campamento sitiador y morir matando. Les repugnaba luchar con un soldado rudo y casi salvaje, percibir su hedor de fiera y caer con el pintado rostro partido de un golpe, cubiertos de sangre y revolcándose en el fango, como una res degollada. No les placía tampoco darse de puñaladas: era un medio gastado por los héroes. Morir en el brasero les parecía mejor; les recordaba el sacrificio de las reinas asiáticas, pereciendo en una hoguera de maderas perfumadas. ¡Lástima que aquella fogata oliese tan mal! Pero el momento no era de refinamientos, y echándose el manto sobre los ojos, uno tras otro, los jóvenes elegantes, empujando con el brazo depilado y perfumado á sus pequeños esclavos, entraron en la hoguera con tranquilo paso, como si estuvieran en aquellos días de paz en que paseaban por el Foro, satisfechos del escándalo que producían sus adornos femeniles.

Sónnica recogíase la túnica en torno del talle, dejando al descubierto la adorable blancura de sus piernas para correr con más desembarazo.

—Vamos á morir, Eufobias —dijo al filósofo, que contemplaba absorto este espectáculo de destrucción.

p. 404 Por primera vez, el parásito no mostraba su gesto insolente é irónico. Estaba grave y fruncía el ceño, viendo como morían aquellas gentes de las que tanto se había burlado.

—¡Morir! —dijo—. ¿Es preciso morir? ¿Lo crees tú, Sónnica?

—Sí; el que no quiera ser esclavo, debe morir. Coge una espada y ven conmigo.

—No necesito tanto. Si he de morir, quiero evitarme la fatiga de correr; el trabajo de dar golpes. Moriré tranquilo, con la dulce pereza que embelleció mi vida.

Y lentamente, sin apresurarse, dió algunos pasos y se acostó entre las llamas con la cara cubierta por su manto remendado, lo mismo que se tendía bajo los pórticos del Foro en los días de paz.

En las gradas del templo, los Ancianos se herían el pecho con el puñal. Agonizantes, prestaban su arma al compañero más inmediato, y morían haciendo esfuerzos por mantenerse erguidos en sus sillas. Grupos de mujeres arrebataban maderos encendidos de la gran hoguera y se esparcían como bacantes furiosas por toda Sagunto, quemando las puertas, arrojando tizones sobre los techos de tablas.

De repente en la parte alta de la ciudad, allí donde se concentraban los ataques de los sitiadores, sonó un horrible estrépito, como si media montaña se viniera abajo. Los muros es p. 405 taban abandonados por los defensores reunidos en el Foro, y una torre que los cartagineses minaban desde algunos días antes, acababa de derrumbarse. Una cohorte del ejército de Hanníbal, viendo libre la entrada de la ciudad, se lanzó dentro de ella, dando aviso al caudillo para que acudiese con todas sus fuerzas.

—¡Á mí! ¡á mí! —gritaba Sónnica con su voz ronca—. Ésta es nuestra última noche. Yo no muero en la hoguera; quiero morir matando... ¡Deseo sangre!

Salió del Foro como una furia, seguida de Acteón, que corría á su lado llamándola, haciendo esfuerzos porque le mirase. Pero la hermosa griega permanecía insensible en su furia, como si llevase al lado un desconocido.

Les siguieron en revuelto tropel todos los que estaban en el Foro; ciudadanos armados, mujeres que esgrimían cuchillos y dardos, adolescentes desnudos, sin otra defensa que una pica. Á la luz de los incendios pasaban como un rebaño enloquecido, centelleando los coseletes de bronce, los cascos de rota cimera, las armas manchadas de sangre y mostrando por los girones de las ropas los músculos enflaquecidos, que parecían danzar en su ancha envoltura de piel, apergaminada y seca por el hambre.

Salieron de Sagunto por la parte baja, marchando al resplandor de la ciudad incendiada contra el campamento de los sitiadores.

p. 406 Una cohorte de celtíberos que corría hacia Sagunto fué arrollada, deshecha, pateada por esta tromba de desesperados, que corrían con la cabeza baja, hiriendo cuanto encontraban por delante. Pero más allá tropezaron con nuevas tropas que avanzaban advertidas de la salida, y se estrellaron contra la hilera de escudos, no pudiendo soportar una lucha cuerpo á cuerpo.

Los saguntinos, debilitados por el largo sitio, perdidas sus fuerzas por las enfermedades y el hambre, no pudieron resistir el choque. Los celtíberos, con sus espadas de dos filos, herían sin misericordia; y bajo sus golpes caía rápidamente aquella aglomeración de hombres enfermos, de mujeres y niños.

Acteón, luchando con el escudo ante el rostro y la espada en alto contra dos vigorosos soldados, vió como Sónnica recibía una cuchillada en el cráneo y soltaba sus armas, doblándose con una suprema contracción antes de caer.

—¡Acteón! ¡Acteón! —gritó en aquel momento olvidando su odio, sintiendo que con la muerte volvía á ella todo el fuego del antiguo amor.

Cayó de bruces en el suelo. El griego quiso correr hacia ella; pero en el mismo instante le zumbaron los oídos, como si sobre su cráneo se desplomase una inmensa mole; sintió en los costados el frío del hierro perforando sus carnes, y cayó viéndolo todo negro, como si se despeña p. 407 ra por una sima lóbrega y sin fondo á cuyo fin no había de llegar nunca.

El griego despertó. Sobre su pecho pesaba una mole abrumadora como una montaña. No tenía la certeza de si realmente existía. Su cuerpo se negaba á obedecerle. Únicamente con un doloroso esfuerzo, pudo abrir los ojos y recordar confusamente por qué estaba allí.

Lentamente vió que lo que oprimía su pecho era el cadáver de un soldado enorme. Acteón creyó recordar que había hundido su espada en el cuerpo de aquel guerrero en el mismo instante que se sentía caer en la noche densa y misteriosa.

Miró en torno de él. Un resplandor rojizo, como el de una aurora sin fin, hacía centellear en el suelo las armas abandonadas, y marcaba la silueta de los cadáveres amontonados y dispersos, en extrañas posturas, contraídos por las últimas convulsiones.

En el fondo ardía una ciudad. Los edificios negruzcos y deformes, se destacaban sobre la cortina de llamas, que con su resplandor inquieto hacían temblar los muros de la Acrópolis.

Acteón lo recordó todo. Aquella ciudad era Sagunto: se oían los aullidos de los vencedores que corrían las calles, cubiertos de sangre, acabando de incendiar las casas que aún permanecían intactas, rabiosos contra una pobla p. 408 ción que únicamente se entregaba después de consumir sus riquezas; matando en su furia á cuantos seres encontraba al paso, y rematando á los heridos.

Al darse cuenta de todo esto, reconocía que no había muerto; pero iba á morir. Lo presentía en la debilidad inmensa que se apoderaba de él, en el frío mortal que subía á lo largo de su cuerpo; en el pensamiento que se extinguía y no era ya más que una lucecilla débil...

¿Y Sónnica? ¿Dónde encontrar á Sónnica?... Su último deseo era llegar hasta su cadáver, que debía estar próximo. Quería besarla como á su esclava; rendirla este tributo antes de morir. Pero al intentar un supremo esfuerzo, separando su cabeza del suelo, una oleada de líquido caliente y pegajoso le cubrió el rostro. Era la última sangre.

Le pareció ver entonces con la vaguedad de un ensueño que se extingue, una especie de centauro negro, que galopaba sobre los cadáveres, y mirando la iluminada ciudad, reía con infernal gozo.

Pasó junto á él. Los cascos de su caballo se hundieron en el cuerpo del celtíbero tendido sobre su pecho. El griego, agonizante, creyó reconocer el jinete á la luz del incendio.

Era Hanníbal, con la cabeza descubierta, poseído de la furia del triunfo, galopando en un caballo negro como la noche, que parecía conta p. 409 giado del furor del jinete, y relinchaba, coceando los cadáveres, agitando su cola sobre los restos del combate. Al griego le pareció una furia infernal que venía por su alma.

Vió débilmente, como una imagen borrosa, la cara de Hanníbal animada por una sonrisa de soberbia, de cruel satisfacción; el gesto majestuoso y feroz á la vez de uno de aquellos dioses de Cartago que sólo se mostraban clementes cuando humeaban en su altar los seres humanos sacrificados.

Reía viendo que era suya por fin la ciudad que le había detenido ocho meses ante sus muros. Ya podía desarrollar sus ensueños audaces.

El griego no vió más. Volvió á caer en la eterna noche.

Hanníbal galopó en torno de la ciudad, y al ver que por la parte de la mar se extendía el resplandor cárdeno del amanecer, detuvo su caballo, miró á Oriente, y extendiendo el brazo cual si quisiera prolongarlo por encima de la extensión azul que cerraba el horizonte, gritó amenazante, como si retase á un enemigo invisible antes de caer sobre él:

—¡Roma!... ¡Roma!...

Playa de la Malvarrosa (Valencia).

Julio-Septiembre 1901.


p. 411

ÍNDICE


Págs.
I. EL TEMPLO DE AFRODITA . 5
II. LA CIUDAD . 57
III. LAS DANZARINAS DE GADES . 119
IV. ENTRE GRIEGOS Y CELTÍBEROS . 177
V. LA INVASIÓN . 215
VI. ASBYTE . 247
VII. LAS MURALLAS DE SAGUNTO . 289
VIII. ROMA . 319
IX. LA CIUDAD HAMBRIENTA . 353
X. LA ÚLTIMA NOCHE . 385

Nota de transcripción