The Project Gutenberg eBook of El criticón (tomo 1 de 2)

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Title : El criticón (tomo 1 de 2)

Author : Baltasar Gracián y Morales

Editor : Julio Cejador y Frauca

Release date : July 18, 2020 [eBook #62691]

Language : Spanish

Credits : Produced by Ramón Pajares Box and the Online Distributed
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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL CRITICÓN (TOMO 1 DE 2) ***

  

Nota de transcripción

Índice

El criticón


Cubierta del libro

Logotipo del editor

BIBLIOTECA RENACIMIENTO

DIRIGIDA POR

G. MARTÍNEZ SIERRA

COLECCIÓN DE

OBRAS MAESTRAS
DE LA LITERATURA UNIVERSAL

Viñeta ornamental

LA EDICIÓN Y COMENTARIO

DE LOS TEXTOS CLÁSICOS ESPAÑOLES, LA TRADUCCIÓN DE LOS EXTRANJEROS Y LOS PRÓLOGOS DE UNOS Y OTROS ESTÁN Á CARGO DE EMINENTES ESCRITORES, CRÍTICOS Y ERUDITOS, LOS MÁS COMPETENTES EN LA MATERIA:

GABRIEL ALOMAR, AZORÍN, PÍO BAROJA, JACINTO BENAVENTE, BERNARDO G. DE CANDAMO, AMÉRICO CASTRO, JULIO CEJADOR, ENRIQUE DÍEZ-CANEDO, FERNANDO FORTÚN, RICARDO FUENTE, VICENTE GARCÍA DE DIEGO, J. GÓMEZ OCERÍN, FRANCISCO A. DE ICAZA, JUAN R. JIMÉNEZ, RICARDO LEÓN, EDUARDO MARQUINA, G. MARTÍNEZ SIERRA, FRANCISCO MEDINA, ENRIQUE DE MESA, ANTONIO PALOMERO, R. PÉREZ DE AYALA, JACINTO O. PICÓN, CIPRIANO RIVAS CHERIF, FRANCISCO RODRÍGUEZ MARÍN, VÍCTOR SAID-ARMESTO, EUGENIO SELLÉS, RAMÓN M. TENREIRO, MIGUEL DE UNAMUNO, FRANCISCO F. VILLEGAS. ETC., ETC.

LA PARTE ARTÍSTICA
DE ESTAS EDICIONES ESTÁ ENCOMENDADA AL ILUSTRE DIBUJANTE
FERNANDO MARCO .


p. ii

Retrato de Gracián

RETRATO DEL P. BALTASAR GRACIÁN
SACADO DEL LIENZO QUE PERTENECIÓ AL
COLEGIO DE LOS PP. JESUÍTAS DE CALATAYUD
Y HOY ES PROPIEDAD DE D. FÉLIX SANZ DE LARREA .


p. iv

Primera página de la portada

Biblioteca Renacimiento.
Obras maestras de la literatura universal.


p. v

Segunda página de la portada

EL CRITICÓN

POR

LORENZO GRACIÁN


EDICIÓN

TRANSCRITA Y REVISADA

POR

JVLIO CEJADOR


RENACIMIENTO

Casa Central : MADRID, Pontejos 3

SVCVRSALES:

BVENOS AIRES, Libertad 170
PARÍS, 26, Rue Richelieu


p. vii

PRÓLOGO

El Padre Baltasar Gracián [1] y Morales nació en Belmonte, aldea de la ciudad de Calatayud, el 8 de Enero de 1601, de casa y familia infanzona. Tuvo por hermanos al P. Felipe Gracián, Clérigo Menor, Asistente de su Religión en Roma; al P. Fr. Pedro Gracián, Trinitario, que murió en la flor de su edad; al P. Fr. Raimundo Gracián, Carmelita Descalzo. Varones todos religiosos y literatos, como se ve en su Arte de Ingenio y Agudeza, Disc. 20, 13, 32 y 53. En el 25 dice que él se crió en Toledo en casa de su tío el Licenciado Antonio Gracián. Enseñó en la Compañía de Jesús letras humanas, filosofía y teología con el crédito que puede suponerse.

[1] En la partida de bautismo se halla escrito Galacián , como todavía llama por Calatayud la gente del pueblo á la familia Gracián , que aún dura en la comarca.

Exacto religioso, celoso en los cargos de su profesión, grande orador, sabio filósofo, discreto, ingenioso y agudo sobre todo encarecimiento. Tan dulce y suave en el numen poético como en la ciencia y en la práctica del gobierno.

p. viii Tuvo por íntimos amigos á Manuel de Salinas, á Francisco Andrés de Ustarroz, el Solitario, y al famoso anticuario oscense Vincencio Juan de Lastanosa, el cual, según testimonio de su hijo Vincencio Antonio [2] , publicó en Huesca las obras de Gracián contra la voluntad de su autor.

[2] Revista de Archivos , t. VIII, 1877, p. 30.

Fué Rector del Colegio de Tarragona y murió en el de Tarazona el 6 de Diciembre de 1658, de edad de cincuenta y ocho años.

Al pie del retrato del P. Gracián, que se hallaba en el claustro del Colegio de los PP. Jesuítas de Calatayud, y que hoy posee D. Félix Sanz de Larrea y reproducimos en esta edición, se lee:

P. Balthasar Gracian ut iam ab ortu emineret in Bellomonte natus est prope Bilbilim, confinis Martiali patria, proximus ingenio, ut profunderet adhuc xristianas argutias Bilbilis, quae poene exhausta videbatur in aethnicis. Ergo augens natale ingenium innato acumine, scripsit Artem ingenii et arte fecit scibile, quod scibiles facit artes. Scripsit item Artem prudentiae et a se ipso artem didicit. Scripsit Oraculum et voces suas protulit. Scripsit Disertum ut se ipsum describeret. Et ut scriberet Heroem heroica patravit. Haec et alia eius scripta Mecenates Reges habuerunt, Iudicem admirationem, Lectorem Mundum, Tipographum Aeternitatem. p. ix Philippus 4 s saepe illius argutias inter prandium versabat, ne deficerent sales regiis dapibus. Sed qui plausus excitaverat calamo, deditus Missionibus excitavit planctus verbo, excitaturus desiderium in morte, qua raptus est 6 Decemb. 1658, sed aliquando extinctus aeternum lucebit.

Las obras de Gracián son:

1. El Criticón. Primera Parte en la Primavera de la Niñez y en el Estío de la Juventud. En Madrid 1650. Publicólo antes D. Vincencio Juan de Lastanosa, amigo del autor, como escribe D. Vincencio Antonio de Lastanosa, hijo de aquel insigne literato y anticuario, en su manuscrito Habilitación de las Musas . Lo mismo hizo con la segunda y tercera partes.

2. El Criticón. Segunda Parte. Juiciosa y cortesana Filosofía en el Otoño de la varonil edad. En Huesca por Juan Nogués, 1653.

3. El Criticón. Tercera Parte. En el Invierno de la Vejez. En Huesca 1653.

Las tres partes de El Criticón se imprimieron en dos tomos en Madrid 1664 por Pablo de Val y en Barcelona el mismo año por Antonio Lacavallería .

4. El Héroe. En Madrid 1630. En Huesca publicado por Lastanosa en 1637.

5. Agudeza y Arte de Ingenio. Imprimióse en Huesca dos veces, años de 1648 y 1649.

6. El Discreto. Publicólo Lastanosa en Huesca 1645. Se reimprimió en Bruselas, 1665.

7. El Político Don Fernando el Católico , publicado por Lastanosa en Zaragoza, año de 1640.

8. Oráculo Manual y Arte de Prudencia , sacado de los Aforismos de las Obras de Lorenzo Gracián. Diólo á luz Lastanosa en Huesca, año de 1647, edición que se desconoce; hay otra anterior á la de Madrid de 1653.

9. Meditaciones varias para antes y después de la Sagrada Co p. x munión , que salieron con el nombre de su autor, siendo Catedrático de Escritura, con el título de Comulgatorio y se imprimió en Zaragoza el 1655.

10. Máximas del P. Baltasar Gracián con respuestas á los Críticos del Hombre Universal , que se estampó en París.

11. El Varón Atento , de que hace mención el autor en el Arte de Ingenio y en el Discreto .

12. Selvas de todo el año en verso , que se publicaron por primera vez con las demás obras en Barcelona, 1734.

13. Diversos Poemas , que corren divididos.

Juntas todas estas obras se publicaron más tarde varias veces dentro y fuera de España, entre ellas en Madrid por Pablo de Val, en dos tomos, año 1664, Barcelona 1664, Amberes 1725, Barcelona 1757, Madrid 1773.

En todas ellas, en vez de su propio nombre Baltasar, salió el de Lorenzo Gracián, no se sabe la causa. Tal vez lo puso su editor Lastanosa, ya que las publicaba á disgusto de la modestia de su autor y aludiendo á S. Lorenzo, natural de Huesca.

Bien definió el vulgo el que lo definió: “El vulgo no es otra cosa, que una sinagoga de ignorantes presumidos y que hablan más de las cosas, cuanto menos las entienden.” Y no miréis al vestido ni á los zapatos para tener á uno por del vulgo. “Aunque sea un príncipe, en no sabiendo las cosas y queriéndose meter á hablar dellas, á dar su voto en lo que no sabe ni tiene, al punto se declara hombre vulgar y plebeyo”. De estos hombres vulgares, que pasan por sabios y sonlo á veces en otras cosas, escribió el mismo autor: “Si dan en alabar á uno, si una vez cobra fama, p. xi aunque se eche después á dormir, él ha de ser un gran hombre. Aunque ensarte después cien mil disparates, dicen que son sutilezas y que es la primera cosa del mundo. Todo es que den en celebrarle. Y por el contrario, á otros, que estarán muy despiertos, haciendo cosas grandes, dicen que duermen y que nada saben”.

Esto último le sucedió al autor de los renglones aquí citados, al satírico más hondo que ha criado España, al ignorado Baltasar Gracián. Por nebuloso é incomprensible se le califica, aunque ingenioso y sutil. Sin que yo ni nadie alcance á casar estos dos extremos de ingenioso é incomprensible, de sutil y nebuloso. Porque si la sutileza y el ingenio no sirven para ver y hacer ver claramente las cosas, sino antes para verlas y hacerlas incomprensibles y nebulosas, son una bien triste cualidad.

Lo que hay es que tan excelso ingenio como el de Gracián vuela muy alto para el vulgo, y el vulgo, según la definición que de él mismo hemos visto, abraza á más personajes, no sólo personillas, de lo que parece.

Yo apuesto que, si aquí asiento que Quevedo es mucho menos hondo, más superficial, menos filósofo que Gracián, los más de mis lectores lo echarán á exageración. Perdonen esos lectores, por muchos que sean, que les meta en la docena de ese vulgo y que me atreva á apuntarles, con todo el respeto que les debo, pero con toda la sinceridad que no menos les debo á ellos y me debo á mí mismo, que juzgan de Gracián y de Quevedo por lo que han oído, no por p. xii propio juicio: lo cual es cabalmente lo propio del vulgo.

¿Qué alaban, qué desalaban? “Hablaba uno por boca de ganso y otro murmuraba con hocico de puerco”, repetiré con el mismo Gracián. El cual, como escondido jesuíta, que escribía en su rincón, sin meter la bulla que Quevedo, es para mí, sin quitarle nada á Quevedo, más grande que él; aunque para el vulgo fuera uno de los que dormían y sólo era sonado por su Agudeza y Arte de ingenio. El vulgo trompeteó esta obra de arte filosófico y no entendió ni pregonó El Criticón, obra de filosofía artística. En la una se muestra filósofo tratando acerca de la retórica y del arte, en la otra se muestra artista y escritor consumado tratando acerca de la más honda filosofía.

Quevedo, dice Farinelli, es inferior á Gracián en la profundidad, en la energía, en la originalidad del pensamiento filosófico. Quevedo tiene ideas geniales, que parecen y desaparecen como relámpagos. Gracián tiene ideas completas, fijas, duraderas. Quevedo toca sin penetrar, lleva consigo gran parte de la ciencia escolástica, se apoya con preferencia en otras autoridades, sacrifica voluntariamente su propio juicio, su razón y su lógica, sofoca el escepticismo al nacer en su ánimo, apenas se le pone la infalible é indiscutible tradición católica. No conoce ni regla ni sistema. Tiene menor capacidad y firmeza de pensamiento que Gracián y á la vez menos gusto. En Quevedo hay exuberancia de fantasía, en Gracián de reflexión. Quevedo es más poeta, Gracián más filósofo.

p. xiii Hago mío el juicio que él mismo da de Quevedo, en el cual se verá cómo escribía el filósofo aragonés: “Acertó á sacar unas (hojas) de tal calidad, que al mismo punto los circunstantes las apetecieron y unos las mascaban, otros las molían y estaban todo el día sin parar, aplicando el polvo á las narices.—Basta, dijo: que estas hojas de Quevedo son como las del tabaco, de más vicio que provecho, más para reir que para aprovechar.”

Las hojas de El Criticón ni las han apetecido ni menos mascado las gentes vulgares: son más para aprovechar y llorar, que para reir y enviciar las narices. Schopenhauer, que buscaba el provecho y el lloro, no el vicio ni la risa, fué el primero que las alabó y de ellas se aprovechó. Los españoles “abrazan todos los estranjeros, pero no estiman los propios”. Bien ha sido menester venga un alemán á descubrirnos al vulgo de los españoles lo que no sabíamos apreciar.

Gracias que en el correr de los siglos el vulgo se hunde é hinca el pico para siempre jamás y los que verdaderamente entienden, por poquísimos que sean, con el andar de la Historia van haciéndose muchos y sus escritos siguen hablando á las nuevas generaciones. Es el triunfo, que el tiempo da á la verdad, encargándose á la vez de ir tapando la boca al vulgacho, harto de oirle vocear necedades los pocos días que de vida le concede.

Alcanza el mal sino hasta á los más esclarecidos ingenios. Pocos tan desconocidos y olvidados como el gran filó p. xiv sofo aragonés, con ser bien pocos los que en España y aun fuera de ella puedan serle comparados. Fué demasiado hombre para un tiempo en que el ingenio español había bastardeado en ingeniosidad de bambolla, de palabrería huera, de burbujas de jabón. El culteranismo, el gongorismo carcomía y tranzaba el recio y frondoso árbol de la literatura.

Cada hombre es, en la mitad por lo menos, hijo de su tiempo. Gracián, arrastrado por la ley de naturaleza, también iba á serlo. Metióse á retórico, como los demás; pero, como no era cual los demás, sin dejar de ser de su tiempo, sobrepujó á todos y, en vez del culteranismo palabrero y hueco, sin sustancia, su obra retórica ensalzó lo único de bueno y verdadero, que en aquella desviación del gusto literario yacía sin echarlo nadie de ver, la Agudeza y Arte de ingenio. Dote, ciertamente del arte de escribir; pero que los tiempos aquellos le hicieron creer á Gracián era la única ó principal. En esto estuvo el error, que para mí más ha de atribuirse á su siglo, que al autor mismo. Todos le reconocieron como un maestro; aunque su escuela distaba tanto de la de Góngora como el alma del cuerpo, la sustancia del accidente, el concepto de la palabra: era la escuela conceptista, de la ingeniosidad del pensamiento, harto diferente de la fantasmagórica del retruécano, del puro juego de palabras, de la extravagancia de la metáfora.

Aun en su yerro fué grande.

Pusiéronle en las nubes y, cuando quiso aplicar su penetración, erudición, experiencia y maravillosas dotes de p. xv pensador á una obra honda de crítica moral, ya nadie le entendió. Andaban á pájaros y no vieron al gran filósofo, la cabeza baja, la mano en la mejilla. Hablaba como sabio á necios. El gusto se desvahaba en nubes sin sustancia.

Medio siglo después llegó el seudo-clasicismo de Francia con su regla y compás, con su tijera, hecha á recortar los evónimos y boneteros de los jardines de Versalles. Al cesto fueron de un golpe cuantos libros se habían escrito y leído en España durante dos centurias, por no compasarse con tan menguado compás y regla. Á vueltas iban también los feos y raquíticos tomos de El Criticón, infamemente salidos de las prensas de Huesca y que no había leído nadie.

Pero en sonando que suene una vez la voz del ingenio, tarde ó temprano recude de una ú otra parte. Esta vez recudió de Alemania. Cristiano Enrico Postel en su epístola De linguae Hispanae difficultate, elegantia et utilitate, llamaba á fines del siglo XVII á Gracián “ unicus ”, “ summus ”, añadiendo: “ Huius viri sunt libri, quibus in eo genere orbis terrarum nil maius vidit. In stylo enim illo nemo tersior, in phrasibus nemo uberior, in metaphoris nemo iudiciosior, in maiestate nemo sublimior, in allusionibus nemo felicior. ” En Alemania cayó la semilla de El Criticón como en tierra bien aparejada y dió sus frutos en los grandes pensadores que la ilustraron. Ha tratado este asunto Karl Borinski en su obra Baltasar Gracian und die Hofliteratur in Deutschland, Halle 1894. Obra que además p. xvi dió pie al gran erudito italiano y devotísimo de las cosas españolas Arturo Farinelli para escribir en la Revista crítica de historia y literatura españolas, portuguesas é hispano-americanas (año I, n. 2) un estudio crítico sobre Gracián, tan acabado, que harto mejor partido fuera haberlo puesto aquí en lugar de este malaliñado prólogo. Tomémosle al menos sus últimas palabras.

No ha sido gloria pequeña de Gracián la de haber cautivado, en el atormentadísimo siglo que ahora baja al sepulcro, el corazón y la fantasía de Schopenhauer, el grande escudriñador pesimista de las quimeras humanas. Ni Gracián siquiera, el jesuíta solitario, apartado siempre de los torbellinos del mundo, destilando de su cerebro y de la sabiduría de sus libros favoritos la ciencia de la vida, la ciencia del hombre, que expuso con sagacidad deslumbradora en breves tratados y en la alegoría verdaderamente inmortal de El Criticón, el moralista agudo y amargo, convencido de la vanidad inmensa de todas las cosas humanas, ni Gracián, digo, hubiera soñado, aun en los más halagadores sueños, llegar á tal punto con sus doctrinas y fecundar, á la distancia de dos siglos, la ciencia y la experiencia de otros geniales pensadores.

¿Puede llegar á más nuestra desdicha?, decía Feijóo en 1751. Ó por mejor decir, ¿puede llegar á más nuestro oprobio, que el que los mismos extranjeros nos den en rostro con la desestimación de nuestros escogidos autores? ”— Sí, había que responderle. La desdicha de los españoles p. xvii del siglo XX llega más allá. Sin el menor sonrojo han oído á los sabios alemanes é italianos, ingleses y franceses echárselo en cara, se han encogido de hombros y no han pensado en abrir El Criticón, de Gracián. Y hablo no de la plebe: para la plebe no son las obras de los grandes pensadores. ¿Cuántas personas cultas, cuántos literatos lo han leído? Cada uno de mis lectores sabe de sí. ¡Qué extraño es nos vengan después con que no ha habido pensamiento ni pensadores en España! No ha faltado quien ha dicho sobre el particular la última palabra de la desidia española: ¡Rarezas de Schopenhauer! Así se ha respondido á la frase aquella del famoso filósofo alemán, escribiendo á Keil en 1832: “Mi escritor favorito es este filosófico Gracián. He leído todas sus obras. Su Criticón es para mí uno de los mejores libros del mundo. De buena gana lo traduciría, si hallara un editor para imprimirlo.”

Las fuentes de donde bebió Gracián fueron tantas, que enzarzada tarea echará sobre sí el que emprenda comentarlo. Hombre de variadísima lectura, escudriñó en su lengua original los grandes pensadores griegos y romanos, el enjambre de políticos y moralistas, que se dieron en España durante los siglos XVI y XVII y, sobre todo, los más famosos entre los italianos. Aprovechóse de Platón, Aristóteles, Plutarco, Luciano, Tácito, Marcial y Séneca, entre los clásicos; de Guevara, Fox Morcillo (Regni Regisque institutione, 1556 ), Ginés de Sepúlveda (De Regno et Regis officiis, 1571 ), Juan de Torres (Filosofía moral de prínci p. xviii pes, 1576 ), Alonso de Barros (Filosofía cortesana moralizada, 1587 ), C. de Bobadilla (Política para corregidores y señores de vasallos en tiempos de paz y de guerra, 1597 ), M. de Carvalho (Espejos de Príncipes y Ministros, 1598 ), Juan Márquez (El Gobernador cristiano, 1612 ), Juan de Salazar (Política española, 1619 ), Francisco de Barreda (El mejor Príncipe Trajano Augusto, 1622 ), Claudio Clemente (Machiavellismus iugulatus, 1637 ), Diego Niseno (El gran padre de los creyentes Abrahan, El Político del cielo, 1636-8 ), Mariana (De Rege), Agustín de Rojas (Buen repúblico), José Micheli Márquez (Deleite y amargura de las dos cortes, celestial y terrena, 1642 ), Quevedo, Antonio López de Vega, Pedro Fernández de Navarrete, Juan Eusebio Nieremberg, Vera y Zúñiga, Padilla Manrique (Idea de nobles y sus desempeños en aforismos, 1637-44 ), Antonio Pérez (Norte de príncipes, Aforismos), Saavedra Fajardo, Alonso de Ledesma, etc., etc., de entre los españoles; del Petrarca, Boscán, Maquiavelo, Alciato, Giovio, Doni, Guicciardini, Bentivoglio, Birago, Siri, y, sobre todo, de Malvezzi, Botero y Boccalini, entre los italianos.

Pero “el mejor libro del mundo es el mismo mundo”, decía el mismo Gracián. Sus amigos Ustarroz, Lastanosa, Manuel de Salinas, llevábanle libros, que nunca hartaban su sed de leer; empero el hondo conocimiento del mundo, que supo pintar como nadie, los desengaños de la vida, la infelicidad humana en los vaivenes de la fortuna y hasta en p. xix sus más soterradas raíces, los disparates de los hombres, el reinado de la injusticia señoreándolo todo, la verdadera sabiduría, que desprecia los bienes aparentes y se yergue armada de valor y ceñido el corazón de santa saña para pelear oponiendo la milicia á la malicia, sin dejarse vencer á vista del poder del mal, todo eso no lo aprendió Gracián en los libros, que en los libros nadie lo aprendió; sino en las misiones á que á veces se dedicó, en la soledad y apartamiento á tiempos de los hombres, en la viva penetración de su poderosa inteligencia, en la nobleza y reciura aragonesa de su corazón.

Y en esto se parece á Nietzsche, más bien que á los grandes pesimistas Spinoza, Leopardi, Schopenhauer y Hartmann, de cuya filosofía dice con razón Farinelli ser la de Gracián el primer eslabón de la cadena. No se abate ni se somete y rinde el fiero aragonés á la resignación ni al quietismo, no quiere sufrir ni tolerar tan triste destino; sino que salta colérico, afila sus armas y se lanza denodado á la lucha de la vida, porque sabe que sólo el héroe, el esforzado combatiente, alcanza la victoria.

¿Cómo el hombre tiene que acometer á sus enemigos en la vida, cuáles cualidades del ánimo y del entendimiento tiene que desarrollar con preferencia, en cuál manera debe guiar su frágil navecilla en este borrascoso mar para llegar seguro al puerto, al sosiego deseado, á la quietud y al descanso? Tal es el problema, en cuya solución empeñó Gracián su pluma, intentando formar el varón perfecto y aca p. xx bado, que se levante sobre el vulgo, discreto en el pensar, ingenioso en el decir, héroe en el obrar.

Si realismo es llevar al arte lo que hay de hecho en la realidad, aunque tamizado por el cerebro del artista, Gracián nada tiene de artista realista. No trae nada de fuera; lo saca de dentro, de su poderosa imaginación. Todos son símbolos, virtudes, vicios, cualidades personificadas, ya en personajes históricos, ya en puramente fantásticos. Las escenas en que tercian estos personajes simbólicos no son menos hijas de la fantasía de Gracián. Con todo es tal la preñez de realidad y de vida, que en la cabeza de este filósofo y artista soberano engendra personajes y escenas de pura fantasía, que bullen y hablan como si fueran personas de carne y hueso, solo que condensan los vicios, las virtudes, los conceptos abstractos, como no pudieran condensarlos los personajes reales. Es artista, no de fuera adentro, como los realistas; sino de dentro á fuera, como los verdaderos filósofos.

Pero para Platón lo únicamente real son las ideas, de las cuales los hombres y las cosas son puras sombras, que de ellas participan y por ellas son y viven, como viven y son las sombras por reflejar los seres reales. Los personajes de Gracián no son otros que las ideas platónicas y en este sentido más reales que los de los artistas realistas. No son condensaciones teatrales, muñecos tiesos, movidos siempre por resorte y torpe, esquinadamente, porque no parece han salido de la condensación de las cualidades de los seres vi p. xxi vos en un seco concepto; sino que metidos esos seres en la fragua del ingenio filosófico de Gracián, han brotado de ella en su primitiva forma de ideas platónicas, anteriores á la realidad.

Este simbolismo lo aprendió Gracián, según me sospecho, en la Cárcel de Amor, y, sobre todo, en Guzmán de Alfarache, donde hizo alguna vez primoroso alarde del género Mateo Alemán. Por eso llamó al escritor sevillano el escritor aragonés “el mejor y más clásico español”.

Es Gracián el continuador de Séneca, de Mateo Alemán y de Quevedo, como satírico moralista; pero diferénciase de todos ellos por haber buscado más en lo hondo, sacando como personajes de su obra las puras ideas platónicas y dádoles con todo eso vida en un diálogo tan vivo y real como el Guzmán de Alfarache, obra de filósofo realista de fuera adentro. Tan variado y ligero es Gracián en su Criticón, como en sus Sueños es Quevedo, tan sentencioso y dogmático como en sus Epístolas Séneca. Gana á Séneca en lo ceñido, escultural y hondo de los dictámenes, á Mateo Alemán en el mismo realismo al modo dicho, á Quevedo en lo macizo, sistemático y escéptico de las doctrinas, á todos tres en la profundidad filosófica.

Óigase el juicio de Menéndez y Pelayo [3] : “Talento de estilista de primer orden, maleado por la decadencia li p. xxii teraria, pero así y todo, el segundo de aquel siglo en originalidad de invenciones fantástico-alegóricas, en estro satírico, en alcance moral, en bizarría de expresiones nuevas y pintorescas, en humorismo profundo y de ley, en vida y movimiento y efervescencia continua, de imaginación tan varia, tan amena, tan prolífica, sobre todo en su Criticón, que verdaderamente maravilla y deslumbra, atando de pies y manos el juicio, sorprendido por las raras ocurrencias y excentricidades del autor, que pudo no tener gusto, pero que derrochó un caudal de ingenio como para ciento.”

[3] Ideas estéticas , t. II, vol. II, p. 535.

Este juicio del maestro me parece atinado, si al llamarle el segundo de su siglo miraba á Cervantes, como al primero de él; pero no, si miraba á Quevedo. Tampoco admito lo del mal gusto ni las excentricidades tratándose de El Criticón, aunque sí tratándose de algunas otras de sus obras.

Algo, muy poco, de la falsa bambolla, propia del tiempo, empaña alguna que otra vez el mismo Criticón; pero fuera de esto, el estilo es claro y transparente, como no suele serlo en sus obrillas menudas de estilo puramente sentencioso, y el lenguaje tan castizo y rico en modismos y rodeos castellanos como el de Cervantes, Mateo Alemán y Quevedo.

Cuanto á la profundidad de concepción de la obra total, á la fuerza y amargor de la sátira de la sociedad, al escudriñamiento de las almas y al conocimiento del mundo y de la vida, de lo cual nada dice Menéndez y Pelayo, no p. xxiii sólo es para mí El Criticón la obra más grande escrita en España, pero acaso en el mundo entero.

“Más obran quintas esencias, que fárragos”, decía Gracián, y verdaderamente sus obras son quintas esencias. Gran artista de la palabra, maestro del arte de hablar le creyeron sus contemporáneos, y de hecho El Criticón es un raudal bullente y despeñado, que salta de un solo chorro y corre por entre peñascales sin el menor tropiezo, arrollándolo todo y cual si deslizase por un cauce de arena. Pero no es raudal de retórico desfrenado, no es folla ni soniquete huero; es raudal quintesenciado de acendradísimo oro, donde no huelga una frase ni desdice un pensamiento de la más elevada filosofía. Cada Crisi es un estudio acabado con maestría sin igual y las Crisis van creciendo en importancia cada vez mayor, y el teatro de la vida humana ensanchándose y las negras tintas, que sombrean las miserias de los hombres ennegreciéndose y ensombreciéndose por momentos. Las más profundas sentencias de los mayores pensadores han desaguado en El Criticón; pero hánse revestido de una tan nueva y desusada forma, hánse concentrado en un tan fuerte elixir, que están desconocidas y nos muestran el poder de aquel asombroso cerebro, que como ningún otro alcanzaba á alquitarar la expresión y dar espíritu á los pensamientos.

Era incapaz un tan hondo filósofo de aderezar una novela, por filosófica que fuese, metiendo en una acción y en unos personajes particulares la filosofía de la vida, como ella p. xxiv verbeneaba en su cabeza; tuvo que vaciar esa filosofía en símbolos condensados, en matrices de novelas, en un cuadro fantasmagórico de tanto alcance, que puede servir de clave á todas las novelas de hechos particulares, que artistas menos preñados de pensamientos y de más vagar que este pensador, verdaderamente volcánico, saben tomar de la realidad y describir despaciosamente.

Torno á repetirlo: Baltasar Gracián es el más grande pensador de la raza hispana y uno de los grandes pensadores de la humanidad. Leed El Criticón y lo veréis.

JULIO CEJADOR.


p. 1

EL CRITICÓN

PRIMERA PARTE

EN LA PRIMAVERA DE LA NIÑEZ
Y EN EL ESTÍO DE LA JUVENTUD


p. 3

Á DON PABLO DE PARADA

CABALLERO DE CRISTO, GENERAL DE LA ARTILLERÍA Y GOBERNADOR DE TORTOSA

Si mi pluma fuera tan biencortada como la espada de V. S. cortadora, aun pareciera escusable la ambición del patrocinio; ya que no llegue á tanto, solicita una muy valiente defensa. Nació con V. S. el valor en su patria Lisboa, creció en el Brasil entre plausibles bravezas y ha campeado en Cataluña entre célebres victorias.

Rechazó V. S. al bravo Mariscal de la Mora en los asaltos, que dió á Tarragona por el puesto de San Francisco, que V. S. con su tercio y su valor tan bizarramente defendió. Desalojó después al que llamaban el invencible Conde de Arcuhurt, sacándole de las trincheras sobre Lérida, acometiendo con su regimiento de la Guarda el fuerte real, que ocupó y defendió contra el general recelo. Y desta calidad pudiera referir otras muchas facciones, aconsejadas primero de la prudencia militar de V. S. y ejecutadas después de su gran valor. Emula dél la felicidad, le asistió á V. S., siendo General de la flota, para que la condujese á España con tanta prosperidad y riqueza. Y de aquí se ha ocasionado aquella altercación entre los grandes Ministros, si es V. S. mejor para las armadas de mar ó para las de tierra, siendo eminente en todas. Por no hacer sospechosas estas verdades, aunque tan sabidas, con el afecto de ami p. 4 go, quisiera hablar por boca de algún enemigo; pero ninguno le hallo á V. S. Sólo uno que, para desconocer obligaciones quiso afectarlo, no pudo. Pues él mismo decía, ¡brava cosa!, que: “Quisiera decir mal deste hombre y no hallo qué poder decir”.

Pero lo que yo más celebro es que, siendo V. S. hombre tan sin embeleco, se haya hecho lugar en la mayor estimación de nuestro siglo.

El cielo le prospere. B. L. M. de V. S. su más apasionado

LORENZO GRACIÁN


p. 5

Á QUIEN LEYERE

Esta Filosofía cortesana, el curso de tu vida en un discurso, te presento hoy, lector juicioso, no malicioso. Y aunque el título está ya provocando ceño, espero que todo entendido se ha de dar por desentendido, no sintiendo mal de sí.

He procurado juntar lo seco de la filosofía con lo entretenido de la invención, lo picante de la sátira con lo dulce de la épica, por más que el rígido Gracián lo censure, juguete de la traza en su más sutil que provechosa Arte de ingenio. En cada uno de los autores de buen genio he atendido á imitar lo que siempre me agradó, las alegorías de Homero, las ficciones de Esopo, lo doctrinal de Séneca, lo juicioso de Luciano, las descripciones de Apuleyo, las moralidades de Plutarco, los empeños de Eliodoro, las suspensiones del Ariosto, las crisis del Boquelino y las mordacidades de Barclayo. Si lo habré conseguido, siquiera en sombras, tú lo has de juzgar.

Comienzo por la hermosa naturaleza, paso á la primorosa arte y paro en la útil moralidad. He dividido la obra en dos partes, treta de discurrir lo penado, dejando siempre picado el gusto, no molido.

Si esta primera te contentare, te ofrezco luego la segunda, ya dibujada, ya colorida; pero no retocada y tanto más crítica, cuanto son más juiciosas las otras dos edades de quienes se filosofa en ella.


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CRISI PRIMERA

Náufrago Critilo, encuentra con Andrenio, que le da prodigiosamente razón de sí.

Ya entrambos mundos habían adorado el pie á su universal monarca el católico Filipo. Era ya real corona suya la mayor vuelta, que el sol gira por el uno y otro hemisferio. Brillante círculo, en cuyo cristalino centro yace engastada una pequeña isla ó perla del mar ó esmeralda de la tierra. Dióla nombre augusta emperatriz, para que ella lo fuese de las islas, corona del océano. Sirve, pues, la isla de Santa Elena en la escala del un mundo al otro, de descanso á la portátil Europa y ha sido siempre venta franca, mantenida de la divina próvida clemencia en medio de inmensos golfos á las católicas flotas del oriente.

Aquí, luchando con las olas, contrastando los vientos y más los desaires de su fortuna, mal sostenido de una tabla, solicitaba puerto un náufrago, monstruo de la naturaleza y de la suerte, cisne en lo ya cano y más en lo canoro, que así exclamaba entre los fatales confines de la vida y de la muerte: ¡Oh vida! Vida. ¡No habías de comenzar; pero, ya que comenzaste, no habías de acabar! No hay cosa más deseada ni más frágil que tú eres y el que una vez te pierde, tarde te recupera: desde hoy te estimaría como á perdida. Madrastra se mostró la naturaleza con el hombre, pues lo que le quitó de conocimiento al nacer, le restituye al morir: allí porque se perciban los bienes que se reciben y aquí porque se sientan los males que se conjuran.

¡Oh tirano mil veces de todo el ser humano aquel primero, p. 8 que con escandalosa temeridad fió su vida en un frágil leño al inconstante elemento! Vestido dicen que tuvo el pecho de aceros, mas yo digo que revestido de hierros. En vano la superior atención separó las naciones con los montes y los mares, si la audacia de los hombres halló puentes para trasegar su malicia. Todo cuanto inventó la industria humana ha sido perniciosamente fatal y en daño de sí misma. La pólvora es un horrible estrago de las vidas, instrumento de su mayor ruina y una nave no es otro, que un ataúd anticipado. Parecíale á la muerte teatro angosto de sus tragedias la tierra y buscó modo cómo triunfar en los mares, para que en todos elementos se muriese.

¿Qué otra grada le queda á un desdichado para perecer, después que pisa la tabla de un bajel, cadalso merecido de su atrevimiento? Con razón censuraba el Catón, aun de sí mismo, entre las tres necedades de su vida, el haberse embarcado por la mayor. ¡Oh suerte! ¡Oh cielo! ¡Oh fortuna! Aun creería que soy algo, pues así me persigues y, cuando comienzas, no paras hasta que apuras. Válgame en esta ocasión el valer nada, para repetir de eterno.

De esta suerte hería los aires con suspiros, mientras azotaba las aguas con los brazos, acompañando la industria con minerva. Grandes
hombres.
Pareció ir sobrepujando el riesgo, que á los grandes hombres los mismos peligros ó los temen ó los respetan. La muerte á veces recela el emprenderlos y la fortuna los va guardando los aires. Perdonaron los aspides á Alcides, las tempestades á César, los aceros á Alejandro y las balas á Carlos V. ¡Mas ay!, que, como andan encadenadas las desdichas, unas á otras se introducen y el acabarse una es de ordinario el engendrarse otra mayor. Cuando creyó hallarse en el seguro regazo de aquella madre común, volvió de nuevo á temer que, enfurecidas las olas, le arrebataban para estrellarle en uno de aquellos escollos, duras entrañas de su fortuna, Tántalo de la tierra, huyéndosele de entre las manos, cuando más segura la creía: que un desdichado, no sólo no halla agua en el mar, pero ni tierra en la tierra.

p. 9 Fluctuando estaba entre uno y otro elemento, equívoco entre la muerte y la vida, hecho víctima de su fortuna, cuando un gallardo joven, ángel al parecer y mucho más al obrar, alargó sus brazos para recogerle en ellos, amarras de un secreto imán, si no de hierro, asegurándole la dicha con la vida. En saltando en tierra, selló sus labios en el suelo, logrando seguridades y fijó sus ojos en el cielo, rindiendo agradecimientos. Fuése luego con los brazos abiertos para el restaurador de su vida, queriendo desempeñarse en abrazos y en razones. No le respondió palabra el que le obligó con las obras; sólo daba demostraciones de su gran gozo en lo risueño y de su mucha admiración en lo atónito en el semblante. Repitió abrazos y razones el agradecido náufrago, preguntándole de su salud y fortuna y á nada respondía el asombrado isleño.

Fuéle variando idiomas de algunos que sabía; mas en vano, pues, desentendido de todo, se remitía á las extraordinarias acciones, no cesando de mirarle y de admirarle, alternando extremos de espanto y de alegría.

Dudara con razón el más atento ser inculto parto de aquellas selvas, si no desmintieran la sospecha lo inhabitado de la isla, lo rubio y tendido de su cabello, lo perfilado de su rostro, que todo le sobrescribía europeo. Del traje no se podían rastrear indicios, pues era sola la librea de su inocencia.

Discurrió más el discreto náufrago, si acaso viviría destituído de aquellos dos criados del alma, el uno de traer y el otro de llevar recados, el oir y el hablar. Desengañóle presto la experiencia, pues al menor ruido prestaba atenciones prontas sobre el imitar con tanta propiedad los bramidos de las fieras y los cantos de las aves, que parecía entenderse mejor con los brutos, que con las personas: tanto pueden la costumbre y la crianza. Entre aquellas bárbaras acciones rayaba como en vislumbres la vivacidad de su espíritu, trabajando el alma, por mostrarse: que donde no media el artificio, toda se pervierte la naturaleza.

Crecía en ambos á la par el deseo de saberse las fortunas y p. 10 las vidas; pero advirtió el entendido náufrago que la falta de un común idioma les tiranizaba esta fruición. Es el hablar efecto grande de la racionalidad: que quien no discurre, no conversa. Conversación. Habla, dijo el filósofo, para que te conozca. Comunícase el alma noblemente, produciendo conceptuosas imaginaciones de sí en la mente del que oye, que es propiamente el conversar. No están presentes los que no se tratan ni ausentes los que por escrito se comunican. Viven los sabios varones ya pasados y nos hablan cada día en sus eternos escritos, iluminando perennemente los venideros. Participa el hablar de lo necesario y de lo gustoso. Que siempre atendió la sabia naturaleza á hermanar ambas cosas en todas las funciones de la vida. Consíguense con la conversación á lo gustoso y á lo presto las importantes noticias y es el hablar atajo único para el saber. Hablando los sabios engendran otros y por la conversación se conduce al ánimo la sabiduría dulcemente.

De aquí es que las personas no pueden estar sin algún idioma común para la necesidad y para el gusto. Que aun dos niños, arrojados de industria en una isla, se inventaron lenguaje para comunicarse y entenderse. De suerte que es la noble conversación hija del discurso, madre del saber, desahogo del alma, comercio de los corazones, vínculo de la amistad, pasto del contento y ocupación de personas.

Conociendo esto el advertido náufrago, emprendió luego el enseñar á hablar al inculto joven y púdolo conseguir fácilmente, favoreciéndole la docilidad y el deseo. Comenzó por los nombres de ambos, proponiéndole el suyo, que era el de Critilo, imponiéndole á él el de Andrenio, que llenaron bien el uno en lo juicioso y el otro en lo humano. El deseo de sacar á luz tanto concepto por toda la vida repasado y la curiosidad de saber tanta verdad ignorada picaban la docilidad de Andrenio.

Ya comenzaba á pronunciar, ya preguntaba y respondía. Probábase á razonar, ayudándose de palabras y de acciones. Y tal vez lo que comenzaba la lengua lo acababa de exprimir el ges p. 11 to. Fuéle dando noticia de su vida á centones y á remiendos, tanto más extraña, cuanto menos entendida. Y muchas veces se achacaba al no acabar de percibir lo que no se acababa de creer. Mas, cuando ya pudo hablar seguidamente y con igual copia de palabras á la grandeza de sus sentimientos, obligado de las vivas instancias de Critilo y ayudado de su industria, comenzó á satisfacerle de esta suerte.

Conocimiento. Yo, dijo, ni sé quién soy ni quién me ha dado el ser ni para qué me le dió. ¡Qué de veces y sin voces me lo pregunté á mí mismo, tan necio como curioso! Pues, si el preguntar comienza en el ignorar, mal pudiera yo responderme. Argüíame tal vez para ver si empeñado me excedería á mí mismo. Duplicábame aun no bien singular, por ver si, apartado de mi ignorancia, podría dar alcance á mis deseos. Tú, Critilo, me preguntas quién yo soy y yo deseo saberlo de ti. Tú eres el primer hombre, que hasta hoy he visto y en ti me hallo retratado más al vivo, que en los mudos cristales de una fuente, que muchas veces mi curiosidad solicitaba y mi ignorancia aplaudía. Mas, si quieres saber el material suceso de mi vida, yo te lo referiré, que es más prodigioso, que prolijo.

La vez primera, que me reconocí y pude hacer concepto de mí mismo, me hallé encerrado dentro de las entrañas de aquel monte, que entre los demás se descuella: que aun entre peñascos debe ser estimada la eminencia. Allí me ministró el primer sustento una de éstas, que tú llamas fieras y yo llamaba madre, creyendo siempre ser ella la que me había parido y dado el ser que tengo: corrido lo refiero de mí mismo.

Niñez. Muy propio es, dijo Critilo, de la ignorancia pueril el llamar á todos los hombres padres y á todas las mujeres madres. Y al modo que tú hasta una bestia tenías por tal, creyendo la maternidad en la beneficencia, así el mundo en aquella su ignorante infancia á cualquier criatura su bienhechora llamaba padre y aun le aclamaba Dios.

Así yo, prosiguió Andrenio, creía madre la que me alimen p. 12 taba fiera á sus pechos. Me crié entre aquellos sus hijuelos, que yo tenía por hermanos, hecho bruto entre los brutos, ya jugando y ya durmiendo. Dióme leche diversas veces que parió, partiendo conmigo de la caza y de las frutas, que para ellos traía. Á los principios no sentía tanto aquel penoso encerramiento; antes con las interiores tinieblas del ánimo desmentía las exteriores del cuerpo y con la falta de conocimiento disimulaba la carencia de la luz, si bien algunas veces brujuleaba unas confusas vislumbres, que dispensaba el cielo á tiempos por lo más alto de aquella infausta caverna.

La luz de
la razón.
Pero, llegado á cierto término de creer y de vivir, me salteó de repente un tan extraordinario ímpetu de conocimiento, un tan grande golpe de luz y de advertencia, que revolviendo sobre mí, comencé á reconocerme, haciendo una y otra reflexión sobre mi propio ser.

¿Qué es esto?, decía, ¿soy ó no soy? Pero, pues vivo, pues conozco y advierto, ser tengo. Mas si soy, ¿quién soy yo? ¿Quién me ha dado este ser y para qué me lo ha dado? Para estar aquí metido: ¡grande infelicidad sería! ¿Soy bruto como éstos? Pero no, que observo entre ellos y entre mí palpables diferencias: ellos están vestidos de pieles, yo desabrigado, menos favorecido de quien nos dió el ser.

También experimento en mí todo el cuerpo muy de otra suerte proporcionado, que en ellos: yo río y yo lloro, cuando ellos aúllan: yo camino derecho, levantando el rostro hacia lo alto, cuando ellos se mueven torcidos é inclinados hacia el suelo. Todas éstas son bien conocidas diferencias y todas las observaba mi curiosidad y las confería mi atención conmigo mismo.

Crecía de cada día el deseo de salir de allí, el conato de ver y saber, si en todos natural y grande, en mí como violentado, insufrible; pero, lo que más me atormentaba era ver que aquellos brutos, mis compañeros, con extraña ligereza trepaban por aquellas inhiestas paredes, entrando y saliendo libremente, siempre que querían y que para mí fuesen inaccesibles, sintiendo p. 13 con igual ponderación que aquel gran don de la libertad á mí solo se me negase.

Probé muchas veces á seguir aquellos brutos, arañando los peñascos, que pudieran ablandarse con la sangre que de mis dedos corría. Valíame también de los dientes; pero todo en vano y con daño, pues era cierto el caer en aquel suelo, regado con mis lágrimas y teñido con mi sangre. Á mis voces y á mis llantos acudían enternecidas las fieras, cargadas de frutas y de caza, con que se templaba en algo mi sentimiento y me desquitaba en parte de mis penas.

¡Qué de soliloquios hacía tan interiores, que aun este alivio del habla exterior me faltaba! ¡Qué de dificultades y dudas trababan entre sí mi observación y mi curiosidad, que todas se resolvían en admiraciones y en penas!

Era para mí un repetido tormento el confuso ruido de estos mares, cuyas olas más rompían en mi corazón, que en estas peñas. ¿Pues qué diré, cuando sentía el horrísono fragor de los nublados y sus truenos? Ellos se resolvían en lluvia; pero mis ojos en llanto. Lo que llegó ya á ser ansia de reventar y agonía de morir era que á tiempos, aunque para mí de tarde en tarde, percibía acá fuera unas voces como la tuya, al comenzar con grande confusión y estruendo; pero después poco á poco más distintas, que naturalmente me alborozaban ó se me quedaban muy impresas en el ánimo.

Bien advertía yo que eran muy diferentes de las de los brutos, que de ordinario oía. Y el deseo de ver y de saber quién era el que las formaba y no poder conseguirlo me traía á extremos de morir. Poco era lo que unas y otras veces percibía; pero discurríalo tan mucho, como de espacio.

Concierto de
el Universo.
Una cosa puedo asegurarte, en que imaginé muchas veces y de mil modos, lo que habría acá fuera, el modo, la disposición, la traza, el sitio, la variedad y máquina de cosas, según lo que yo había concebido; jamás di en el modo ni atiné con el orden, variedad y grandeza de esta gran fábrica, que vemos y admiramos.

p. 14 ¡Qué mucho, dijo Critilo, pues, si aunque todos los entendimientos de los hombres, que ha habido ni habrá, se juntaran antes á trazar esta gran máquina del mundo y se les consultara cómo había de ser, jamás pudieran atinar á disponerla! ¿Qué digo el universo? La más mínima flor, un mosquito, no supieran formarlo. Sola la infinita sabiduría de aquel supremo Hacedor pudo hallar el modo, el orden y el concierto de tan hermosa y perenne variedad.

Pero, díme, que deseo mucho saberlo de ti y oírtelo contar, ¿cómo pudiste salir de aquella tu penosa cárcel, de aquella sepultura anticipada de tu cueva? Y sobre todo, si es posible el exprimirlo, ¿cuál fué el sentimiento de tu admirado espíritu, aquella primera vez que llegaste á descubrir, á ver, á gozar y admirar este plausible teatro del universo?

Aguarda, dijo Andrenio, que aquí es menester tomar aliento para relación tan gustosa y peregrina.


CRISI II

El gran teatro del universo.

Luego que el supremo Artífice tuvo acabada esta gran fábrica del mundo, dicen trató repartirla, alojando en sus estancias sus vivientes. Convocólos todos, desde el elefante hasta el mosquito. Fuéles mostrando los repartimientos y examinando á cada uno, cuál de ellos escogía para su morada y vivienda. Respondió el elefante que él se contentaba con una selva, el caballo con un prado, el águila con una de las regiones del aire, la ballena con un golfo, el cisne con un estanque, el barbo con un río y la rana con un charco.

La ambición
humana.
Llegó el último el primero, digo el hombre y, examinado de su gusto y de su centro, dijo que él no se contentaba con me p. 15 nos, que con todo el universo y aún le parecía poco. Quedaron atónitos los circunstantes de tan exorbitante ambición; aunque no faltó luego un lisonjero, que defendió nacer de la grandeza de su ánimo.

Pero la más astuta de todos: Eso no creeré yo, les dijo; sino que procede de la ruindad de su cuerpo. Corta le parece la superficie de la tierra y así penetra y mina sus entrañas en busca del oro y de la plata, para satisfacer en algo su codicia. Ocupa y embaraza el aire con lo empinado de sus edificios, dando algún desahogo á su soberbia. Surca los mares y sonda sus más profundos senos, solicitando las perlas, los ámbares y los corales, para adorno de su bizarro desvanecimiento. Obliga todos los elementos á que le tributen cuanto abarcan, el aire sus aves, el mar sus peces, la tierra sus cazas, el fuego la sazón, para entretener, que no satisfacer su gula. ¡Y aún se queja de que todo es poco! ¡Oh monstruosa codicia de los hombres!

Tomó la mano el soberano Dueño y dijo: Mirad, advertid, sabed que al hombre le he formado yo con mis manos para criado mío y señor vuestro y como rey, que es, pretende señorearlo todo. Pero entiende, oh, hombre, aquí hablando con él, que esto ha de ser con la mente, no con el vientre; como persona, no como bestia. Señor has de ser de todas las cosas criadas, pero no esclavo de ellas; que te sigan, no te arrastren. Todo lo has de ocupar con el conocimiento tuyo y reconocimiento mío: esto es, reconociendo en todas las maravillas criadas las perfecciones divinas y pasando de las criaturas al Criador.

Á este grande espectáculo de prodigios, si ordinario para nuestra acostumbrada vulgaridad, extraordinario hoy para Andrenio, sale atónito á lograrlo en contemplaciones, á aplaudirlo en pasmos y á referirlo de esta suerte.

Era el sueño, proseguía, el mismo vulgar refugio de mis penas, especial alivio de mi soledad. Á él apelaba de mi continuo tormento y á él estaba entregado una noche, aunque para mí p. 16 siempre lo era, con más dulzura que otras, presagio infalible de alguna infelicidad cercana.

Y así fué, pues me lo interrumpió un extraordinario ruido, que parecía salir de las más profundas entrañas de aquel monte. Conmovióse todo él, temblando aquellas firmes paredes. Bramaba el furioso viento, vomitando en tempestades por la boca de la gruta. Comenzaron á desgajarse con horrible fragor aquellos duros peñascos y á caer con tan espantoso estruendo, que parecía quererse venir á la nada toda aquella gran máquina de peñas.

La
instabilidad.
Basta, dijo Critilo, que aun los montes no se libran de la mudanza, expuestos al contraste de un terremoto y sujetos á la violencia de un rayo, contrastando la común estabilidad su firmeza.

Pero, si las mismas peñas temblaban ¿qué haría yo? prosiguió Andrenio. Todas las partes de mi cuerpo parecieron quererse desencajar también, que hasta el corazón dando saltos, no hice poco en detenerlo. Fuéronme destituyendo los sentidos y halléme perdido de mí mismo, muerto y aun sepultado entre peñas y entre penas.

El tiempo, que duró aquel eclipse del alma, paréntesis de mi vida, ni pude yo percibirlo ni de otro alguno saberlo. Al fin, ni sé cómo ni sé cuándo, volví poco á poco á recobrarme de tan mortal deliquio. Abrí los ojos á lo que comenzaba á abrir el día.

Día claro, día grande, día felicísimo, el mejor de toda mi vida: notélo bien con piedras y aun con peñascos. Reconocí luego quebrantada mi penosa cárcel y fué tan indecible mi contento, que al punto comencé á desenterrarme, para nacer de nuevo á todo un mundo, en una bien patente ventana, que señoreaba todo aquel espacioso y alegrísimo hemisferio.

Fuí acercándome dudosamente á ella, violentando mis deseos; pero ya asegurado, llegué á asomarme del todo á aquel rasgado balcón del ver y del vivir. Tendí la vista aquella vez primera por este gran teatro de tierra y cielo. Toda el alma, con extraño ímpetu, entre curiosidad y alegría, acudió á los ojos, p. 17 dejando como destituídos los demás miembros, de suerte, que estuve casi un día insensible, inmoble y como muerto, cuando más vivo.

Querer yo aquí exprimirte el intenso sentimiento de mi afecto, el conato de mi mente y de mi espíritu, sería emprender cien imposibles juntos; sólo te digo que aún me dura y durará siempre el espanto, la admiración, la suspensión y el pasmo, que me ocuparon toda el alma.

Bien lo creo, dijo Critilo, que, cuando los ojos ven lo que nunca vieron, el corazón siente lo que nunca sintió.

Miraba el cielo, miraba la tierra, miraba el mar y á todo junto, y á cada cosa de por sí: y en cada objeto de éstos me transportaba, sin acertar á salir de él, viendo, observando, advirtiendo, admirando, discurriendo y lográndolo todo con insaciable fruición.

La novedad. ¡Oh, lo que te envidio, exclamó Critilo, tanta felicidad no imaginada! Privilegio único del primer hombre y tuyo llegar á ver con novedad y con advertencia la grandeza, la hermosura, el concierto, la firmeza y la variedad de esta gran máquina criada. Fáltanos la admiración comúnmente á nosotros, porque falta la novedad y con ésta la advertencia. Entramos todos en el mundo con los ojos del alma cerrados y, cuando los abrimos al conocimiento y á la costumbre de ver las cosas, por maravillosas que sean, no deja lugar á la admiración.

Por esto los varones sabios se valieron siempre de la reflexión, imaginando llegar de nuevo al mundo, reparando en sus prodigios, que cada cosa lo es, admirando sus perfecciones y filosofando artificiosamente.

Á la manera, que el que paseando por un deliciosísimo jardín, pasó divertido por sus calles, sin reparar en lo artificioso de sus plantas ni en lo vario de sus flores, vuelve atrás, cuando lo advierte, y comienza á gozar otra vez poco á poco y de una en una cada planta y cada flor: así nos acontece á nosotros, que vamos pasando desde el nacer al morir, sin reparar en la hermo p. 18 sura y perfección de este universo; pero los varones sabios vuelven atrás, renovando el gusto y contemplando cada cosa con novedad, en el advertir, si no en el ver.

La mayor ventaja mía, ponderaba Andrenio, fué llegar á gozar este colmo de perfecciones á deseo y después de una privación tan violenta.

Felicidad fué tu prisión, dijo Critilo, pues llegaste por ella á gozar todo el bien junto y deseado. Que, cuando las cosas son grandes y á deseo, dos veces se logran. Los mayores prodigios, si son fáciles y á todo querer, se envilecen: el uso libre hace perder el respeto á la más relevante maravilla. Y en el mismo sol fué favor que se ausentase de noche, para que fuese deseado á la mañana. ¡Qué concurso de afectos sería el tuyo! ¡Qué tropel de sentimientos! ¡Qué ocupada andaría el alma, repartiendo atenciones y dispensando afectos! Mucho fué no reventar de admiración, de gozo y de conocimiento.

Creo yo, respondió Andrenio, que ocupada el alma en ver y en entender, no tuvo lugar de partirse y, atropellándose unos á otros los objetos, al paso que la entretenían, la detenían.

Sol espejo
divino.
Pero ya en esto los alegres mensajeros de este gran monarca de la luz, que tú llamas sol, coronado augustamente de resplandores, ceñido de la guarda de sus rayos, solicitaban mis ojos á rendirle veneraciones de atención y de admiración. Comenzó á ostentarse por este gran trono de cristalinas espumas y con una soberana callada majestad se fué señoreando de todo el hemisferio, llenando todas las demás criaturas de su esclarecida presencia. Aquí yo quedé absorto y totalmente enajenado de mí mismo, puesto en él, émulo del águila más atenta.

¡Oh, qué será, alzó aquí la voz Critilo, aquella inmortal y gloriosa vista de aquel infinito sol divino, aquel llegar á ver su infinitamente perfectísima hermosura! ¡Qué gozo, qué fruición, qué dicha, qué felicidad, qué gloria!

Crecía mi admiración, prosiguió Andrenio, al paso que mi atención desmayaba, porque al que deseé distante, ya le temía p. 19 cercano. Y aun observé que á ningún otro prodigio se rindió la vista, sino á éste, confesándole inaccesible y con razón solo.

Es el sol, ponderó Critilo, la criatura, que más ostentosamente retrata la majestuosa grandeza del Criador. Llámase sol, porque en su presencia todas las demás lumbreras se retiran; él solo campea. Está en medio de los celestes orbes, como en su centro, corazón del lucimiento y manantial perenne de la luz. Es indefectible, siempre el mismo, único en la belleza. Él hace que se vean todas las cosas y no permite ser visto, celando su decoro y recatando su decencia. Influye y concurre con las demás causas á dar el ser á todas las cosas, hasta el hombre mismo. Es afectadamente comunicativo de su luz y de su alegría, esparciéndose por todas partes y penetrando hasta las mismas entrañas de la tierra. Todo lo baña, alegra é ilustra, fecunda é influye. Es igual, pues nace para todos. Á nadie ha menester de sí abajo y todos le reconocen dependencias. Él es al fin criatura de ostentación, el más luciente espejo, en quien las divinas grandezas se representan.

Todo el día, dijo Andrenio, empleé en él, contemplándole, ya en sí, ya en los reflejos de las aguas, olvidado de mí mismo.

Ahora no me espanto, ponderó Critilo, de lo que dijo aquel otro filósofo, que había nacido para ver el sol. Dijo bien, aunque le entendieron mal é hicieron burla de sus veras. Quiso decir este sabio que en ese sol material contemplaba él aquel divino, realzadamente filosofando que, si la sombra es tan esclarecida ¿cuál será la verdadera luz de aquella infinita increada belleza?

El cielo
estrellado.
¡Mas ay!, dijo lamentándose Andrenio, que al uso de acá abajo, la grandeza de mi contento se convirtió presto en un exceso de pesar, al ver, digo al no verle. Trocóse la alegría del nacer en el horror del morir, el trono de la mañana en el túmulo de la noche: sepultóse el sol en las aguas y quedé yo anegado en otro mar de mi llanto. Creí no verle más, con que quedé muriendo; pero volví presto á resucitar entre nuevas admiracio p. 20 nes á un cielo coronado de luminarias, haciendo fiesta á mi contento. Asegúrote que no me fué menos agradable vista ésta; antes más entretenida, cuanto más varia.

¡Oh, gran saber de Dios!, dijo Critilo, que halló modo cómo hacer hermosa la noche, que no es menos linda que el día. Noche serena. Impropios nombres la dió la vulgar ignorancia, llamándola fea y desaliñada; no habiendo cosa más brillante y serena. Injúrianla de triste, siendo descanso del trabajo y alivio de nuestras fatigas. Mejor la celebró uno de sabia, ya por lo que se calla, ya por lo que se piensa en ella. Que no sin enseñanza fué celebrada la lechuza en la discreta Atenas por símbolo del saber. No es tanto la noche para que duerman los ignorantes, cuanto para que velen los sabios. Y si el día ejecuta, la noche previene.

En otra gran función y más á lo callado me hallaba muy hallado con la noche, metido en aquel laberinto de las estrellas, unas centellantes, otras lucientes. Íbalas registrando todas, notando su mucha variedad en la grandeza, puestos, movimientos y colores, saliendo unas y ocultándose otras.

Ideando, dijo Critilo, las humanas, que todas caminan á ponerse.

En lo que yo mucho reparé, dijo Andrenio, fué en su maravillosa disposición. Porque, ya que el soberano Artífice hermoseó tanto esta artesonada bóveda del mundo con tanto florón y estrellas, ¿por qué no las dispuso, decía yo, con orden y concierto, de modo que entretejieran vistosos lazos y formaran primorosas labores? No sé cómo me lo diga ni cómo lo declare.

Estrellas,
su variedad.
Ya te entiendo, acudió Critilo: quisieras tú que estuvieran dispuestas en forma, ya de un artificioso recamado, ya de un vistoso jardín, ya de un precioso joyel, repartidas con arte y correspondencia.

Sí, sí, eso mismo. Porque á más de que campearan otro tanto y fuera un espectáculo muy agradable á la vista, brillantísimo artificio, destruía con eso del todo el divino Hacedor aquel ne p. 21 cio escrúpulo de haberse hecho acaso y declaraba de todo punto su divina Providencia.

Reparas bien, dijo Critilo; pero advierte que la divina Sabiduría, que las formó y las repartió de esta suerte, atendió á otra más importante correspondencia, cual lo es de sus movimientos y aquel templarse las influencias. Porque has de saber que no hay astro alguno en el cielo, que no tenga su diferente propiedad: así como las yerbas y las plantas de la tierra. Unas de las estrellas causan el calor y otras el frío; unas secan, otras humedecen; y de esta suerte alternan otras muchas influencias y con esa esencial correspondencia unas á otras se corrigen y se templan. La otra disposición artificiosa, que tú dices, fuera afectada y uniforme; quédese para los juguetes del arte y de la humana niñería. De este modo se nos hace cada noche nuevo el cielo y nunca enfada el mirarlo: cada uno proporciona las estrellas como quiere. Á más de que en esta variedad natural y confusión grave parece tanto más, que el vulgo las llama innumerables y con esto queda como en enigma la suprema asistencia, si bien para los sabios muy clara y entendida.

Celebraba yo mucho aquella gran variedad de colores, dijo Andrenio: unas campean blancas, otras encendidas, doradas y plateadas; sólo eché menos el color verde, siendo el más agradable á la vista.

Es muy terreno, dijo Critilo; quédanse las verduras para la tierra. Acá son las esperanzas, allá la feliz posesión. Es contrario ese color á los ardores celestes, por ser hijos de la humedad corruptible. ¿No reparaste en aquella estrellita, que hace punto en la gran plana del cielo, objeto de los imanes, blanco de sus saetas? Allí el compás de nuestra atención fija la una punta y con la otra va midiendo los círculos, que va dando en vueltas, aunque de ordinario, rodando nuestra vida.

Luna, símbolo
del hombre.
Confiésote que se me había pasado por pequeña, dijo Andrenio, á más de que ocupó luego toda mi curiosidad aquella hermosa reina de las estrellas, presidente de la noche, sustituta del p. 22 sol y no menos admirable, ésa que tú llamas luna. Causóme, si no menos gozo, mucha más admiración con sus uniformes variedades, ya creciente, ya menguante y á poco rato llena.

Es segunda presidente del tiempo, dijo Critilo: tiene á medias el mando con el sol. Si él hace el día, ella la noche: si el sol cumple los años, ella los meses; calienta el sol y seca de día la tierra, la luna de noche la refresca y humedece; el sol gobierna los campos, la luna rige los mares: de suerte que son las dos balanzas del tiempo. Pero lo más digno de notarse es que, así como el sol es claro espejo de Dios y de sus divinos atributos, la luna lo es del hombre y de sus humanas imperfecciones: ya crece, ya mengua, ya nace, ya muere, ya está en su lleno, ya en su nada, nunca permaneciendo en un estado. No tiene luz de sí, participa la del sol, eclípsala la tierra, cuando se le interpone. Muestra más sus manchas, cuando está más lucida. Es la ínfima de los planetas en el puesto y en el ser. Puede más en la tierra, que en el cielo. De modo que es mudable, defectuosa, manchada, inferior, pobre, triste y todo se le origina de la vecindad con la tierra.

Toda esta noche y otras muchas, dijo Andrenio, pasé en tan gustoso desvelo, haciendo tantos ojos como el cielo mismo, yo por mirarle y él para ser visto. Mas ya los clarines de la aurora en cantos de las aves comenzaron á hacer salva á la segunda salida del sol, tocando á despejar estrellas y despertar flores. Volvió él á nacer y yo á vivir con verle. Saludéle con afectos ya más tibios.

Que aun el sol, dijo Critilo, á la segunda vez ya no espanta ni á la tercera admira.

Sentí menos viva la curiosidad, cuanto más despierta la hambre. Y así, después de agradecidos aplausos, valiéndome de su luz, en que conocí que era criatura y que como paje de luz me servía, traté de descender á la tierra, obligándome la asistencia del cuerpo á faltar al ánimo, abatiéndome de la más alta contemplación á tan materiales empleos. Fuí bajando, digo humi p. 23 llándome, por aquella mal segura escala, que formaron las mismas ruinas: que de otro modo fuera imposible, y ese favor más reconocí al cielo. Pero, antes de estampar la primera huella en tierra, me falta ya el aliento y aun la voz y así te ruego me socorras de palabras, para poder exprimir la copia de mis sentimientos, que otra vez te convido á nuevas admiraciones, aunque en maravillas terrenas.


CRISI III

La hermosa naturaleza.

Condición tiene de linda la varia naturaleza, pues quiere ser atendida y celebrada. Imprimió para ello en nuestros ánimos una viva propensión de escudriñar sus puntuales efectos. Ocupación pésima la llamó el mayor sabio. Y de verdad lo es, cuando para en sola una inútil curiosidad; menester es se realce á los divinos aplausos, alternados con agradecimientos. Y, si la admiración es hija de la ignorancia, también es madre del gusto.

El no admirarse procede del saber en los menos; que en los más, del no advertir. No hay mayor alabanza de un objeto que la admiración, si calificada, que llega á ser lisonja, porque supone excesos de perfección, por más que se retire á su silencio. Pero está muy vulgarizada; que nos suspenden las cosas, no por grandes, sino por nuevas. No se repara ya en los superiores empleos por conocidos: y así andamos mendigando niñerías en la novedad, para acallar nuestra curiosa solicitud con la extravagancia.

Gran hechizo es el de la novedad, que como todo lo tenemos tan visto, pagámonos de juguetes nuevos, así de la naturaleza, como del arte, haciendo vulgares agravios á los antiguos prodigios por conocidos. Lo que ayer fué un pasmo, hoy viene á p. 24 ser desprecio, no porque haya perdido de su perfección, sino de nuestra estimación; no porque se haya mudado, antes porque no y porque no se nos hace de nuevo.

Redimen esta civilidad del gusto los sabios con hacer reflexiones nuevas sobre las reflexiones antiguas, renovando el gusto con la admiración.

Mas, si ahora nos admira un diamante, por lo extraordinario, una perla peregrina ¿qué ventaja sería en Andrenio llegar á ver de improviso un lucero, un astro, la luna, el sol mismo, todo el campo matizado de flores y todo el cielo esmaltado de estrellas? Díganoslo él mismo, que así proseguía su gustosa relación.

Fecundidad
de la tierra.
En este centro de hermosas variedades, nunca de mí imaginado, me hallé de repente, dando más pasos con el espíritu, que con el cuerpo, moviendo más los ojos, que los pies. En todo reparaba como nunca visto y todo lo aplaudía como tan perfecto. Con esta ventaja, que ayer, cuando miraba al cielo, sólo empleaba la vista; mas aquí todos los sentidos juntos y aun no eran bastantes, para tanta fruición. Quisiera tener cien ojos y cien manos, para poder satisfacer curiosidades del alma y no pudiera. Discurría embelesado, mirando tanta multitud de criaturas, tan diferentes todas en propiedades y en esencias, en la forma, en el color, en efectos y movimientos. Cogía una rosa, contemplaba su belleza, percibía su fragancia, no hartándome de mirarla y admirarla. Alargaba la otra mano á alguna fruta, empleando de más á más el gusto: ventaja que llevan los frutos á flores. Halléme á poco rato tan embarazado de cosas, que hube de dejar unas para lograr otras, repitiendo aplausos y renovando gustos.

Diversa
multitud
de criaturas.
Lo que yo mucho celebraba era el ver tanta multitud de criaturas con tanta diferencia entre sí, tanta pluralidad con tan rara diversidad, que ni una hoja de una planta ni una pluma de un pájaro se equivoca con las de otra especie.

Es que atendió, ponderó Critilo, aquel sabio Hacedor, no sólo á la precisa necesidad del hombre, para quien todo esto se p. 25 criaba, sino á la comodidad y regalo, ostentándose en esto su infinita liberalidad, para obligarle á él, que con la misma generosidad le sirva y le venere.

Conocí luego, prosiguió Andrenio, muchas de aquellas frutas, por haber traído mis brutos á la cueva; mas tuve especial gusto de ver cómo nacen y se crían en sus ramas, cosas que jamás pude atinar, aunque lo discurrí mucho. Burláronme otras no conocidas con su desazón y acedía.

Ése es otro bien admirable asunto de la divina Providencia, dijo Critilo, pues previno que no todos los frutos se sazonasen juntos; sino que se fuesen dando vez, según la variedad de los tiempos y necesidad de los vivientes. Unos comienzan en la primavera, primicias más del gusto, que del provecho, lisonjeando antes por lo temprano, que por lo sazonado; sirven otros más frescos para aliviar el abrasado estío y los secos, como más durables y calientes, para el estéril invierno. Las hortalizas frescas templan los ardores del Julio y las calientes confortan contra los rigores del Diciembre. De suerte que, acabado un fruto, entra el otro, para que con comodidad puedan recogerse y guardarse, entreteniendo todo el año con abundancia y con regalo. ¡Oh, próvida bondad del Criador, y quién puede negar, aun en el secreto de su necio corazón, tan atenta providencia!

Hallábame, proseguía Andrenio, en medio de tan agradable laberinto de prodigios en criaturas, gustosamente perdido, cuando más hallado, sin saber dónde acudir. Dejábame llevar de mi libre curiosidad siempre hambrienta. Cada empleo era para mí un pasmo, cada objeto una nueva maravilla. Cogía esta y aquella flor, solicitada de su fragancia. Lisonjeado de su belleza, no me hartaba de verlas y de olerlas, descogiendo sus hojas y haciendo prolija anatomía de su artificiosa composición. Y de aquí pasaba á aplaudir toda junta la belleza, que en todo el universo resplandece. Utilidad con
hermosura.
De modo, ponderaba yo, que si es hermosa una flor, mucho más todo el prado; brillante y linda una estrella, p. 26 pero más vistoso y lindo todo el cielo. Porque ¿quién no admira, quién no celebra tanta hermosura junta con tanto provecho?

Tienes buen gusto, dijo Critilo; mas no seas tú uno de aquellos, que frecuentan cada año las florestas, atentos no más que á recrear los materiales sentidos, sin emplear el alma en la más sublime contemplación. Realza el gusto á reconocer aquella beldad infinita de el Criador, que en esta terrestre se representa, infiriendo que, si la sombra es tal, ¿cuál será su causa y la realidad á quien sigue? Haz el argumento de lo muerto á lo vivo y de lo pintado á lo verdadero. Y advierte que, cual suele el primero artífice en la real fábrica de un palacio, no sólo atender á su estabilidad y firmeza, á la comodidad de la habitación; sino á la hermosura y á la elegante simetría, para que le pueda gozar el más noble de los sentidos, que es la vista: así aquel divino Arquitecto de esta gran casa del orbe, no sólo atendió á su comodidad y firmeza; sino á su hermosa proporción. De aquí es que no se contentó con que los árboles rindiesen solos frutos; sino también flores. Júntese el provecho con las delicias. Fabriquen las abejas sus dulces panales y para esto soliciten de una en una toda flor, destílense las aguas saludables y odoríferas, que recreen el olfato y conforten el corazón, tengan todos los sentidos su gozo y su empleo.

¡Mas ay!, replicó Andrenio, que lo que me lisonjearon las flores primero tan fragantes, me entristecieron después ya marchitas.

Retrato, al fin, ponderó Critilo, de la humana fragilidad. Es la hermosura agradable ostentación del comenzar. Nace el año entre las flores de una alegre primavera, amanece el día entre los arreboles de una risueña aurora: y comienza el hombre á vivir entre las risas de la niñez y las lozanías de la juventud; mas todo viene á parar en la tristeza de un marchitarse, en el horror de un ponerse y en la fealdad de un morir, haciendo continuamente del ojo la inconstancia común al desengaño especial.

p. 27 Después de haber solazado la vista deliciosamente, dijo Andrenio, en un tan extraño concurso de beldades, no menos se recreó el oído con la agradable armonía de las aves. Excelencias
de las aves.
Íbame escuchando sus regalados cantos, sus quiebros, trinos, gorjeos, fugas, pausas y melodía, con que hacían en sonora competencia bulla el valle, brega la vega, trisca el risco y los bosques voces, saludando lisonjeras siempre al sol que nace. Aquí noté, con no pequeña admiración que á solas las aves concedió la naturaleza este privilegio del cantar, alivio grande de la vida, pues no hallé bruto alguno de los terrestres, con que los examiné uno á uno, que tuviese la voz agradable; antes todos las forman, no sólo insuaves, pero positivamente molestas y desapacibles. Debe de ser por lo que tienen de bestias.

Es, que las aves, acudió Critilo, como moradoras del aire, son más sutiles: no sólo le cortan con sus alas, sino que le animan con sus picos. Y es en tanto grado esta sutileza alada, que ellas solas llegan á remedar la voz humana, hablando como personas. Si ya no es que digamos, realzando más este reparo, que á las aves, como vecinas al cielo, se les pega, aunque materialmente, el entonar las alabanzas divinas. Otra cosa quiero que observes y es que no se halla ave alguna, que tenga el letífero veneno, como muchos de los animales y aquellos más que andan arrastrando, cosidos con la tierra, que de ella sin duda se les pega esta venenosa malicia, avisando al hombre se realce y se retire de su propio cieno.

Gusté mucho, ponderaba Andrenio, de verlas tan bizarras, tan matizadas de vivos colores, con tan vistosa y vana plumajería.

Y entre todas, añadió Critilo, así aves, como fieras, notarás siempre que es más galán y más vistoso el macho que la hembra, apoyando lo mismo en el hombre; por más que lo desmienta la femenil inclinación y lo disimule la cortesía.

Subordinación
de criaturas.
Lo que yo mucho admiraba y aún lo celebro, dijo Andrenio, es este tan admirable concierto con que se mueve y se gobierna p. 28 tanta y tan varia multitud de criaturas, sin embarazarse unas á otras; antes bien dándose lugar y ayudándose todas entre sí.

Eso es, ponderó Critilo, otro prodigioso efecto de la infinita sabiduría del Criador, con la cual dispuso todas las cosas en peso, con número y medida. Porque, si bien se nota, cualquiera cosa criada tiene su centro en orden al lugar, su duración en el tiempo y su fin especial en el obrar y en el ser. Por eso verás que están subordinadas unas á otras, conforme al grado de su perfección.

De los elementos, que son los ínfimos en la naturaleza, se componen los mixtos y entre éstos los inferiores sirven á los superiores. Esas yerbas y esas plantas, que están en el más bajo grado de la vida, pues sólo gozan la vegetativa, moviéndose y creciendo hasta un punto fijo de su perfección en el durar y crecer, sin poder pasar de allí, éstas sirven de alimento á los sensibles vivientes, que están en el segundo orden de la vida, gozando de la sensible sobre la vegetante y son los animales de la tierra, los peces del mar y las aves del aire. Ellos pacen la yerba, pueblan los árboles, comen sus frutos, anidan en sus ramas, se defienden entre sus troncos, se cubren con sus hojas y se amparan con su toldo.

Pero unos y otros, árboles y animales, se reducen á servir á otro tercer grado de vivientes, mucho más perfectos y superiores, que sobre el crecer y el sentir añaden el raciocinar, el discurrir y entender: y éste es el hombre, que finalmente se ordena y se dirige para Dios, conociéndole, amándole y sirviéndole. De esta suerte, con tan maravillosa disposición y concierto, está todo ordenado, ayudándose las unas criaturas á las otras, para su aumento y conservación.

El agua necesita de la tierra que la sustente, la tierra del agua que la fecunde, el aire se aumenta del agua y del aire se ceba y alienta el fuego. Todo está así ponderado y compasado para la unión de las partes y ellas en orden á la conservación de todo el universo.

p. 29 Aquí son de considerar también con especial y gustosa observación los raros modos y los convenientes medios, de que proveyó á cada criatura la suma Providencia, para el aumento y conservación de su ser y con especialidad á los sensibles vivientes, como más importantes y perfectos, dándole á cada uno su natural instinto para conocer el bien y el mal, buscando el uno y evitando el otro, donde son más de admirar, que de referir las exquisitas habilidades de los unos para engañar y de los otros para escapar del engañoso peligro.

Aunque todo para mí era una prodigiosa continua novedad, dijo Andrenio, renové la admiración al esplayar el ánimo con la vista por esos inmensos golfos. El mar. Paréceme que, envidioso el mar de la tierra, haciéndose lenguas en sus aguas, me acusaba de tardo y á las voces de sus olas me llamaba atento á que emplease otra gran porción de mi curiosidad en su prodigiosa grandeza. Cansado, pues, yo de caminar, que no de discurrir, sentéme en una de estas más eminentes rocas, repitiendo tantos pasmos, cuantas el mar olas. Ponderaba mucho aquella su maravillosa prisión, el ver en un tan horrible y espantoso monstruo, reducido á orillas y sujeto al blando freno de la menuda arena.

¿Es posible, decía yo, que no haya otra muralla para defensa de un tan fiero enemigo, sino el polvo?

Aguarda, dijo Critilo: dos bravos elementos encarceló suavemente fuerte la prevención divina, que, á estar sueltos, hubieran ya acabado con la tierra y con todos sus pobladores. Encerró el mar dentro de los límites de sus arenas y el fuego en los duros senos de los pedernales. Allí está de tal modo encarcelado, que á dos golpes que le llamen, sale pronto, sirve y, en no siendo menester, se retira ó se apaga; que, si esto no fuera, no había mundo para dos días, pereciera todo ó sumergido ó abrasado.

No me podía saciar, dijo Andrenio, volviendo al agua, de mirar su alegre transparencia, aquel su continuo movimiento, hidrópica la vista de los líquidos cristales.

p. 30 Dicen que los ojos, ponderó Critilo, se componen de los dos humores aqueo y cristalino y esa es la causa porque gustan tanto de mirar las aguas: de suerte, que sin cansarse estará embebido un hombre todo un día viéndolas brollar, caer y correr.

Sobre todo, dijo Andrenio, cuando advertí que iban surcando sus entrañas cristalinas tantos peces, tan diversos de las aves y de las fieras, puedo decir con toda propiedad que quedó mi admiración agotada.

Composición
de oposiciones.
Aquí, sobre esta roca, á mis solas y á mi ignorancia, me estaba contemplando esta harmonía tan plausible de todo el universo, compuesta de una tan extraña contrariedad, que según es grande, no parece había de poder mantenerse el mundo un solo día. Esto me tenía suspenso. Porque ¿á quién no pasma ver un concierto tan estraño, compuesto de oposiciones?

Así es, respondió Critilo, que todo este universo se compone de contrarios y se concierta de desconciertos. Uno contra otro, exclamó el filósofo: no hay cosa que no tenga su contrario con quien pelee, ya con victoria, ya con rendimiento. Todo es hacer y padecer. Si hay acción, hay repasión. Los elementos, que llevan la vanguardia, comienzan á batallar entre sí, siguiéndoles los mistos, destruyéndose alternativamente. Los males acechan á los bienes, hasta la desdicha la suerte. Unos tiempos son contrarios á otros.

Los mismos astros guerrean y se vencen y, aunque entre sí no se dañan á fuer de príncipes, viene á parar su contienda en daño de los sublunares vasallos. De lo natural pasa la oposición á lo mortal, porque ¿qué hombre hay que no tenga su émulo? ¿Dónde irá uno que no guerree? En la edad se oponen los viejos á los mozos; en la complexión, los flemáticos á los coléricos; en el estado, los ricos á los pobres; en la región, los españoles á los franceses: y así en todas las demás calidades los unos son contra los otros. ¡Pero qué mucho, si dentro del mismo hombre, de las puertas adentro de su terrena casa, está más encendida esta discordia!

p. 31

Contrariedad
en el hombre.
¿Qué dices, un hombre contra sí mismo?

Sí, que por lo que tiene de mundo, aunque pequeño, todo él se compone de contrarios: los humores comienzan la pelea, según sus parciales elementos; resiste el húmido radical al calor nativo, que á la sorda va limando y á la larga consumiendo. La parte inferior está siempre de ceño con la superior y á la razón se le atreve el apetito y tal vez le atropella.

El mismo inmortal espíritu no está exento de esta tan general discordia, pues combaten entre sí y en él muy vivas las pasiones: el temor las ha contra el valor, la tristeza contra la alegría. Ya apetece, ya aborrece. La irascible se baraja con la concupiscible: ya vence los vicios, ya triunfan las virtudes. Todo es arma y todo guerra. De suerte que la vida del hombre no es otra, que una milicia sobre la haz de la tierra.

¡Mas, oh maravillosa, infinitamente sabia providencia de aquel gran Moderador de todo lo criado, que con tan continua y varia contrariedad de todas las criaturas entre sí, templa, mantiene y conserva toda esta gran máquina del mundo!

Ese portento de atención divina, dijo Andrenio, era lo que yo mucho celebraba, viendo tanta mudanza, con tanta permanencia, que todas las cosas se van acabando, todas ellas perecen; y el mundo siempre el mismo, siempre permanece.

Trazó las cosas de modo el supremo Artífice, dijo Critilo, que ninguna se acabase, que no comenzase luego otra. De modo que de las ruinas de la primera se levanta la segunda. Con esto verás que el mismo fin es principio. La destrucción de una criatura es generación de la otra. Cuando parece que se acaba todo, entonces comienza de nuevo. La naturaleza se renueva, el mundo se remoza, la tierra se establece y el divino gobierno es admirado y adorado.

Alternación
de los tiempos.
Más adelante, dijo Andrenio, fuí observando, con no menor reparo, la varia disposición de los tiempos, la alternación de los días con las noches, de el invierno con el estío, mediando las primaveras, porque no se pasase de un extremo á otro.

p. 32

Aquí sí que se declaró bien la divina asistencia, ponderó Critilo, en disponer, no sólo los puestos, los centros de las cosas; sino también los tiempos. Sirve el día para el trabajo y para el descanso la noche. En el invierno arraigan las plantas, en la primavera florecen, en el estío fructifican y en el otoño se sazonan y se logran. ¿Qué diremos de la maravillosa invención de las lluvias?

Eso admiré yo mucho, dijo Andrenio, ver descender el agua tan repartida, con tanta suavidad y provecho y tan á sazón.

Añadió Critilo: En los dos meses, que son llaves del año, el Octubre para la sementera y el Mayo para la cogida. Pues la variedad de las lunas no favorece menos á la abundancia de los frutos y á la salud de los vivientes. Porque unas son frías, otras abrasadas, airosas, húmedas y serenas, según los doce meses. Las aguas limpian y fecundan, los vientos purifican y vivifican, la tierra establece donde se sustenten los cuerpos, el aire flexible para que se muevan y diáfano para que puedan verse. De suerte, que sola una Omnipotencia divina, una eterna Providencia, una inmensa Bondad pudieran haber dispuesto una tan gran máquina, nunca bastantemente admirada, alabada y aplaudida.

Verdaderamente que así, prosiguió Andrenio, y así lo ponderaba yo, aunque rudamente. Todos los días y las horas era mi gustoso empleo de andarme de un puesto en otro, de una en otra eminencia, repitiendo admiraciones y repasando discursos, volviendo á contemplar una y muchas veces cada objeto, ya el cielo, ya la tierra, esos prados y esos mares, con insaciable entretenimiento. Pero donde mi atención insistía era en las trazas, con que la eterna Sabiduría supo ejecutar cosas tan dificultosas con tan fácil y primoroso artificio. Gran traza suya fué la firmeza de la tierra en el medio, como fundamento estable y seguro.

Perennidad
de los ríos.
De todo el edificio, ponderó Critilo, ni fué menor invención la de los ríos, admirables por cierto en sus principios y fines. Aquéllos con perennidad y éstos sin redundancia. La variedad de los vientos, que se perciben y no se sabe de dónde nacen y p. 33 acaban. Conveniencias
de los montes.
La hermosura provechosa de los montes, firmes costillas del cuerpo, muelle de la tierra, aumentando su hermosa variedad. En ellos se recogen los tesoros de las nieves, se forjan los metales, se detienen las nubes, se originan las fuentes, anidan las fieras, se empinan los árboles para las naves y edificios y donde se guarecen las gentes de las avenidas de los ríos, se fortalecen contra los enemigos y gozan de salud y de vida.

Todos estos prodigios, ¿quién sino una infinita Sabiduría pudiera ejecutarlos? Así que con razón confiesan todos los sabios que, aunque se juntaran todos los entendimientos criados y alambicaran sus discursos, no pudieran enmendar la más mínima circunstancia ni un átomo de la perfecta naturaleza. Y, si aquel otro rey, aplaudido de sabio, porque conoció cuatro estrellas, tanto se estima en los príncipes al saber, se arrojó á decir que, si él hubiera asistido al lado del divino Hacedor, en la fábrica del universo, muchas cosas se hubieran dispuesto de otro modo y otras mejorado: no fué tanto efecto de su saber, cuanto defecto de su nación, que en este achaque del presumir, aun con el mismo Dios no se modera.

Divinidad
descifrada.
Aguarda, dijo Andrenio, óyeme esta última verdad, la más sublime de cuantas he celebrado. Yo te confieso que, aunque reconocí y admiré en esta portentosa fábrica del universo estos cuatro prodigios entre muchos, tanta multitud de criaturas con tanta diferencia, tanta hermosura con tanta utilidad, tanto concierto con tanta contrariedad, tanta mudanza con tanta permanencia, portentos todos dignos de aclamarse; con todo eso, lo que á mí me suspendió fué el conocer un Criador de todo, tan manifiesto en sus criaturas y tan escondido en sí, que, aunque todos sus divinos atributos se ostentan, su sabiduría en la traza, su omnipotencia en la ejecución, su providencia en el gobierno, su hermosura en la perfección, su inmensidad en la asistencia, su bondad en la comunicación y así de todos los demás, que, así como ninguno estuvo ocioso entonces, ninguno se esconde ahora; con todo eso está tan oculto este gran Dios, que es conocido y p. 34 no visto, escondido y manifiesto, tan lejos y tan cerca. Es lo que me tiene fuera de mí y todo en él, conociéndole y amándole.

Es muy connatural, dijo Critilo, en el hombre la inclinación á su Dios, como á su principio y su fin, ya amándole, ya conociéndole. No se ha hallado nación, por bárbara que fuese, que no haya reconocido la Divinidad, grande y eficaz argumento de su divina esencia y presencia. Porque en la naturaleza no hay cosa de balde ni inclinación que se frustre: si el imán busca el norte, sin duda que le hay donde se quiete; si la planta al sol, el pez al agua, la piedra al centro y el hombre á Dios, Dios hay, que es su norte, centro y sol, á quien busque, en quien pare y á quien goce. Este gran Señor dió el ser á todo lo criado; mas él de sí mismo le tiene. Y aun por eso es infinito en todo género de perfección, que nadie le pudo limitar ni el ser ni el lugar ni el tiempo. No se ve; pero se conoce y, como soberano príncipe, estando retirado á su inaccesible incomprensibilidad, nos habla por medio de sus criaturas.

Así que con razón definió un filósofo este universo espejo grande de Dios. Mi libro le llamaba el sabio indocto, donde en cifras de criaturas estudió las divinas perfecciones. Universo
definido.
Convite es, dijo Filón Hebreo, para todo buen gusto, donde el espíritu se apacienta. Lira acordada le apodó Pitágoras, que con la melodía de su gran concierto nos deleita y nos suspende. Pompa de la majestad increada, Tertuliano, y armonía agradable de los divinos atributos, Trismegisto.

Éstos son, concluyó Andrenio, los rudimentos de mi vida, más bien sentida que relatada: que siempre faltan palabras donde sobran sentimientos. Lo que yo te ruego ahora es que, empeñado de mi obediencia, satisfagas mi deseo, contándome quién eres, de dónde y cómo aportaste á estas orillas por tan extraño rumbo. Díme si hay más mundo y más personas. Infórmame de todo, que serás tan atendido, como deseado.

Á la gran tragedia de su vida, que Critilo refirió á Andrenio, nos convida la siguiente Crisi.


p. 35

CRISI IV

El despeñadero de la vida.

Cuentan que el Amor fulminó quejas y exageró sentimientos delante de la Fortuna, que esta vez no apeló como solía á su madre, desengañado de su flaqueza.

¿Qué tienes, ciego niño?, le dijo la Fortuna.

Y él: ¡Qué bien viene eso con lo que yo pretendo!

¿Con quién las has?

Con todo el mundo.

Mucho me pesa, que es mucho enemigo y, según eso, nadie tendrás de tu parte.

Tuviésete yo á ti, que eso me bastaría: así me lo enseña mi madre y así me lo repite cada día.

¿Y te vengas?

Sí, de mozos y de viejos.

Pues sepamos, ¿qué es el sentimiento?

Tan grande como justo.

¿Es acaso el prohijarte á un vil herrero, teniéndote por concebido, nacido y criado entre hierros?

No por cierto, que no me amarga la verdad.

¿Tampoco será el llamarte hijo de tu madre?

Menos; antes me glorío yo de eso, que ni yo sin ella ni ella sin mí ni Venus sin Cupido ni Cupido sin Venus.

Ya sé lo que es, dijo la Fortuna.

¿Qué?

Que sientes mucho el hacerte heredero de tu abuelo el mar en la inconstancia y engaños.

No por cierto, que éstas son niñerías.

Pues si ellas son burlas, ¿qué serán las veras?

Lo que á mí me irrita es que me levanten testimonios.

p. 36

Aguarda, que ya te entiendo: sin duda es aquello, que dicen, que trocaste el arco con la muerte y que desde entonces no te llaman ya Amor de amar; sino de morir, Amor á muerte: de modo que Amor y Muerte todo es uno. Quitas la vida, robas hasta las entrañas, hurtas los corazones, trasponiéndolos donde aman, más que donde animan.

Todo eso es verdad.

Pues si eso es verdad, ¿qué quedará para mentira?

Ahí verás que no paran hasta sacarme los ojos, á pesar de mi buena vista, que siempre la suelo tener buena; y, si no, díganlo mis saetas: han dado en decir que soy ciego. ¿Hay tal testimonio? ¿Hay tal disparate? Y me pintan muy vendado: no sólo los Alpes, que eso es pintar como querer y los poetas, que por obligación mienten y por regla fingen; pero que los sabios y los filósofos estén con esta vulgaridad, no lo puedo sufrir. Pasión ciega. ¿Qué pasión hay, díme por tu vida, Fortuna amiga, que no ciegue? ¡Qué! El airado, cuando más furioso, ¿no está ciego de la cólera? ¿Al codicioso no le ciega el interés? ¿El confiado no va á ciegas? ¿El perezoso no duerme? ¿El desvanecido no es un topo para sus menguas? ¿El hipócrita no trae la viga en los ojos? El soberbio, el jugador, el glotón, el bebedor y cuantos hay, ¿no se ciegan con pasiones? ¿Pues por qué á mí, más que á los otros, me han de vendar los ojos, después de sacármelos y querer que por antonomasia me entienda el ciego? Y más siendo esto tan al contrario, que yo me engendro por la vista: viendo crezco, del mirar me alimento y siempre querría estar viendo y haciéndome ojos, como el águila al sol, hecho lince de la belleza. Éste es mi sentimiento. ¿Qué te parece?

¿Qué me parece?, respondió la Fortuna. Lo mismo me sucede á mí y así consolémonos entrambos. Á más de que, mira, Amor, tú y los tuyos tenéis una condición bien rara, por la cual con mucha razón y con toda propiedad os llaman ciegos: y es que á todos los demás tenéis por ciegos, creéis que no ven ni advierten ni saben, de modo que piensan los enamorados p. 37 que todos los demás tienen los ojos vendados. Ésta sin duda es la causa de llamarte ciego, pagándote con la pena del talión.

Quien quisiera ver esta filosofía, confirmada con la experiencia, escuche esta agradable relación, que dedica Critilo á los floridos años y más al escarmiento.

Mándame revocar, dijo, un dolor, que es más para sentido, que para dicho. Cuan gustosa ha sido para mí tu relación, tan penosa ha de ser la mía. ¡Dichoso tú!, que te criaste entre las fieras, y ¡ay de mí!, que entre los hombres, pues cada uno es un lobo para el otro, si ya no es peor el ser hombre. Tú me has contado cómo viniste al mundo; yo te diré cómo vengo de él y vengo tal, que aun yo mismo me desconozco; y así no te diré quién soy, sino quién era. Dicen que nací en el mar y lo creo, según es la inconstancia de mi fortuna.

Al pronunciar esta palabra mar, puso los ojos en él y al mismo punto se levantó á toda prisa.

Estuvo un rato como suspenso, entre dudas de reconocer y no conocer; mas luego, alzando la voz y señalando:

¿No ves, Andrenio, dijo, no ves? Mira allá, acullá lejos. ¿Qué ves?

Veo, dijo éste, unas montañas que vuelan, cuatro alados monstruos marinos, si no son nubes, que navegan.

No son sino naves, dijo Critilo; aunque bien dijiste nubes, que llueven oro en España.

Estaba atónito Andrenio, mirándoselas venir, con tanto gusto como deseo. Mas Critilo comenzó á suspirar, ahogándose entre penas.

¿Qué es esto?, dijo Andrenio. ¿No es ésta la deseada flota que me decías?

Sí.

¿No vienen allí hombres?

También.

¿Pues de qué te entristeces?

Y aun por eso. Advierte, Andrenio, que ya estamos entre p. 38 enemigos y ya es tiempo de abrir los ojos: ya es menester vivir alerta. Procura de ir con cautela en el ver, en el oir y mucho más en el hablar. Oye á todos y de ninguno te fíes. Tendrás á todos por amigos; pero guardarte has de todos como de enemigos.

Estaba admirado Andrenio, oyendo estas razones, á su parecer tan sin ella, y arguyóle de esta suerte:

Humana
fiereza.
¿Cómo es esto? Viviendo entre las fieras, no me preveniste de algún riesgo ¿y ahora con tanta exageración me cautelas? No era mayor el peligro entre los tigres y no temíamos ¿y ahora de los hombres tiemblas?

Sí, respondió con un gran suspiro Critilo: que, si los hombres no son fieras es porque son más fieros: que de su crueldad aprendieron muchas veces ellas. Nunca mayor peligro hemos tenido, que ahora que estamos entre ellos. Y es tanta la verdad ésta, que hubo rey, que temió y resguardó un favorecido suyo de sus cortesanos. ¡Qué hiciera de villanos, más que de los hambrientos leones de un lago! Y así selló con su real anillo la leonera, para asegurarle de los hombres, cuando le dejaba entre las hambrientas fieras. Mira tú cuáles serán éstos. Verlos has, experimentarlos has y dirásmelo algún día.

Aguarda, dijo Andrenio. ¿No son todos como tú?

Sí y no.

¿Cómo puede ser eso?

Variedad
de genios.
Porque cada uno es hijo de su madre y de su humor, casado con su opinión: y así todos parecen diferentes, cada uno de su gesto y de su gusto. Verás unos pigmeos en el ser y gigantes de soberbia. Verás otros al contrario, en el cuerpo gigantes y en el alma enanos. Toparás con vengativos, que la guardan toda la vida y la pegan aunque tarde, hiriendo como el escorpión con la cola. Oirás ó huirás los habladores, de ordinario necios, que dejan de cansar y muelen. Gustarás que unos se ven, otros se oyen, se tocan y se gustan otros de los hombres de burlas, que todo lo hacen cuenta, sin dar jamás en la cuen p. 39 ta. Embarazarte han los maníacos, que en todo se embarazan. ¿Qué dirás de los largos en todo, dando siempre largas? Verás hombres más cortos que los mismos navarros, corpulentos sin sustancia. Y finalmente hallarás muy pocos hombres que lo sean; fieras sí y fieros también, horribles monstruos del mundo, que no tienen más que el pellejo y todo lo demás borra y así son hombres borrados.

Pues díme, ¿con qué hacen tanto mal los hombres, si no les dió la naturaleza armas, como á las fieras? Ellos no tienen garras como el león, uñas como el tigre, trompas como el elefante, cuernos como el toro, colmillos como el jabalí, dientes como el perro, boca como el lobo. ¿Pues cómo dañan tanto?

Y aun por eso, dijo Critilo, la próvida naturaleza privó á los hombres de las armas naturales y como á gente sospechosa los desarmó: no se fió de su malicia. Y si esto no hubiera prevenido, ¿qué fuera de su crueldad? Ya hubieran acabado con todo.

Armas del
hombre.
Aunque no les faltan otras armas mucho más terribles y sangrientas que ésas, porque tienen una lengua más afilada que las navajas de los leones, con que desgarran las personas y despedazan las honras. Tienen una mala intención, más torcida que los cuernos de un toro y que hiere más á ciegas. Tienen unas entrañas más dañadas que las víboras, un aliento venenoso más que el de los dragones, unos ojos envidiosos y malévolos más que los del basilisco, unos dientes que clavan más que los colmillos de un jabalí y que los dientes de un perro, unas narices fisgonas, encubridoras de su irrisión, que exceden á las trompas de los elefantes.

De modo que sólo el hombre tiene juntas todas las armas ofensivas, que se hallaren repartidas entre las fieras y así él ofende más que todas. Y porque lo entiendas, advierte que entre los leones y los tigres no había más de un peligro, que era perder esta vida material y perecedera; pero entre los hombres hay muchos más y mayores, ya de perder la honra, la paz, la hacienda, el contento, la felicidad, la conciencia y aun el alma. ¡Qué p. 40 de engaños, qué de enredos, traiciones, hurtos, homicidios, adulterios, envidias, injurias, detracciones y falsedades, que experimentarás entre ellos! Todo lo cual no se halla ni se conoce entre las fieras. Créeme que no hay lobo, no hay león, no hay tigre, no hay basilisco, que llegue al hombre: á todos excede en fiereza.

Y así dicen por cosa cierta y yo la creo que, habiendo condenado en una república un insigne malhechor á cierto género de tormento muy conforme á sus delitos, que fué sepultarle vivo en una profunda hoya, llena de profundas sabandijas, dragones, tigres, serpientes y basiliscos, tapando muy bien la boca, porque pereciese sin compasión ni remedio. Acertó á pasar por allí un extranjero, bien ignorante de tan atroz castigo y, sintiendo los lamentos de aquel desdichado, fuése llegando compasivo y, movido de sus plegarias, fué apartando la losa que cubría la cueva. Al mismo punto saltó fuera el tigre con su acostumbrada ligereza y, cuando el temeroso pasajero creyó ser despezado, vió que mansamente se le ponía á lamer las manos, que fué más que besárselas. Saltó tras él la serpiente y, cuando la temió enroscada entre sus pies, vió que los adoraba.

Lo mismo hicieron todos los demás, rindiéndosele humildes y dándole las gracias de haberles hecho una tan buena obra, como era librarles de tan mala compañía, cual la de un hombre ruin. Y añadieron que, en pago de tanto beneficio, le avisaban huyese luego, antes que el hombre saliese, si no quería perecer allí á manos de su fiereza. Y al mismo instante echaron todos ellos á huir, unos volando, otros corriendo.

Estábase tan inmoble el pasajero, cuan espantado, cuando salió el último el hombre, el cual concibiendo que su bienhechor Crueldad
humana.
llevaría algún dinero, arremetió para él y quitóle la vida, para robarle la hacienda: que éste fué el galardón del beneficio. Juzga tú ahora ¿cuáles son los crueles, los hombres ó las fieras?

Más admirado, más atónito estoy de oir esto, dijo Andrenio, que el día que vi todo el mundo.

p. 41

Pues aún no haces concepto cómo es, ponderó Critilo, y ves cuán malos son los hombres. Pues advierte que aún son peores las mujeres y más de temer: ¡mira tú cuáles serán!

¿Qué dices?

La verdad.

¿Pues qué serán?

Son, por ahora, demonios; que después te diré más. Sobre todo te encargo y aun te juramento que por ningún caso digas quién somos ni cómo tú saliste á luz ni cómo yo llegué acá: que sería perder no menos que tu libertad y yo la vida. Y, aunque hago agravio á tu fidelidad, huélgome de no haberte acabado de contar mis desdichas, en esto sólo dichosas, asegurando descuidos. Quede doblada la hoja, para la primera ocasión: que no faltarán muchas en una navegación tan prolija.

Ya en esto se percibían las voces de los navegantes y se divisaban los rostros. Era grande la vocería de la chusma: que en todas partes hay vulgo y más insolente donde hay más holgado. Amainaron velas, echaron áncoras y comenzó la gente á saltar en tierra. Fué recíproco el espanto de los que llegaban, de los que les recibían. Desmintiéronle sus muchas preguntas con decir se habían quedado descuidados y dormidos, cuando se hizo á la vela otra flota, conciliando compasión y agasajo.

Estuvieron allí detenidos algunos días cazando y refrescando y, hecha ya agua y leña, se hicieron á la vela en otras tantas alas para la deseada España.

Embarcáronse juntos Critilo y Andrenio hasta en los corazones en una gran carraca, asombro de los enemigos, contraste de los vientos y yugo del océano. Fué la navegación tan peligrosa, cuan larga; pero servía de alivio la narración de sus tragedias, que á ratos hurtados, prosiguió Critilo de esta suerte:

En medio de estos golfos nací, como te digo, entre riesgos y tormentas. Fué la causa que mis padres, españoles ambos y principales, se embarcaron para la India con un grande cargo, merced del gran Filipo, que en todo el mundo manda y apremia.

p. 42 Venía mi madre con sospechas de traerme en sus entrañas: que comenzamos á ser faltas de una vil materia. Declaróse luego el preñado bien penoso y cogióla el parto en la misma navegación, entre el horror y la turbación de una horrible tempestad, para que se doblase su tormento con la tormenta.

Salí yo al mundo entre tantas aflicciones, presagio de mis infelicidades. Tan temprano comenzó á jugar con mi vida la fortuna, arrojándome de un cabo del mundo al otro. Aportamos á la rica y famosa ciudad de Goa, corte del imperio católico en el Oriente, silla augusta de sus virreyes, emporio universal de la India y de sus riquezas.

Juventud
viciosa.
Aquí mi padre fué aprisa acaudalando fama y bienes, ayudado de su industria y de su cargo. Mas yo, entre tanto bien, me criaba mal, como rico y como único. Cuidaban más mis padres fuese hombre, que persona. Pero castigó bien el gusto, que recibieron en mis niñeces, el pesar que les di con mis mocedades. Porque fuí entrando de carrera por los verdes prados de la juventud, tan sin freno de razón, cuan picado de los viles deleites.

Cebéme en el juego, perdiendo en un día lo que á mi padre le había costado muchos de adquirir, despreciando ciento á ciento lo que él recogió uno á uno. Pasé luego á la bizarría, rozando galas y costumbres, engalanando el cuerpo lo que desnudaba el ánimo de los verdaderos arreos, que son la virtud y el saber. Ayudábanme á gastar el dinero y la conciencia malos y falsos amigos, lisonjeros, valientes, terceros y entremetidos, viles sabandijas de las haciendas, polillas de la honra y de la conciencia. Sentía esto mi padre, pronosticando el malogro de su hijo y de su casa; mas yo de sus rigores apelaba á la piadosa impertinencia de una madre, que, cuando más me amparaba, me perdía.

Pero donde acabó de perder mi padre las esperanzas y aun la vida fué, cuando me vió enredado en el oscuro laberinto del amor. Puse ciegamente los ojos en una dama, que, aunque no p. 43 ble y con todas las demás prendas de la naturaleza, de hermosa, discreta y de pocos años; pero las de la fortuna, que son hoy las que más se estiman, comencé á idolatrar en su gentileza, correspondiéndome ella con favores. Lo que sus padres me deseaban yerno, los míos la aborrecían nuera. Buscaron modos y medios para apartarme de aquella afición, que ellos llamaban perdición. Trataron de darme otra esposa, más de su conveniencia, que de mi gusto; mas yo, ciego á todo, enmudecía. No pensaba, no hablaba, no soñaba en otra cosa que en Felisinda, que así se llamaba mi dama, llevando ya la mitad de la felicidad en su nombre.

Con estos y otros muchos pesares acabé con la vida de mi padre: castigo ordinario de la paternal connivencia. Él perdió la vida y yo amparo; aunque no lo sentí tanto como debía. Laberinto
del amor.
Llorólo mi madre por entrambos con tal exceso, que en pocos días acabó los suyos, cuando yo, más libre y menos triste, consoléme presto de haber perdido padre, por poder lograr esposa, teniéndola por tan cierta como deseada. Mas por atender á filiales respetos, hube de violentar mi intento por algunos días, que á mí me parecieron siglos.

En este breve ínterin de esposa, ¡oh, inconstancia de mi suerte!, se barajaron de modo las materias, que la misma muerte, que pareció haber facilitado mis deseos, los vino á dificultar más y aun los puso en estado de imposibles. Fué el caso ó la desdicha que en este breve tiempo murió también un hermano de mi dama, mozo, galán y único mayorazgo de su casa, quedando Felisinda heredera de todo y fénix á todas luces. Juntándose la hacienda y la hermosura, doblaron su estimación, creció mucho en sólo un día y más su fama, adelantándose á los mejores empleos de esta corte.

Con un tan impensado incidente, alteráronse mucho las cosas, mudaron de cara las materias; sola Felisinda no se trocó y, si lo fué, en mayor fineza. Sus padres y sus deudos, aspirando á cosas mayores, fueron los primeros, que se entibiaron en favo p. 44 recer mi pretensión, que tanto habían antes adelantado. Pasaron sus tibiezas á desvíos, encendiendo más con esto recíprocas voluntades.

Avisábame ella de cuanto se trataba, haciéndome de amante secretario. Declaráronse luego otros competidores, tan poderosos como muchos; pero amantes heridos más de las saetas, que les arrojaba la aljaba de su dote, que el arco del amor. Con todo me daban cuidado: que es todo temores el amor.

El que acabó de apurarme fué un nuevo rival, que á más de ser mozo, galán y rico, era sobrino del virrey, que allá es decir aparte numen y ramo de divinidad. Porque allí el gustar un virrey es obligar y sus pensamientos se ejecutan aun antes que se imaginen.

Comenzó á declararse pretensor de mi dama, tan confiado, como poderoso. Competíamos los dos al descubierto, asistidos cada uno, él del poder y yo del amor. Parecióle á él y á los suyos que era menester más diligencia para derribar mi pretensión tan arraigada como antigua, y para esto dispusieron las materias, despertando á quien dormía. Prometieron su favor é industria á unos contrarios míos, porque me pusiesen pleito en lo más bienparado de mi hacienda, ya para torcer de mi voluntad, ya para acobardar á los padres de Felisinda.

Vime presto solo y enredado en dos dificultosos pleitos, del interés y del amor, que era el que más me desvelaba. No fué bastante este temor de la pérdida de mi hacienda para hacer volver un paso atrás mi afición, que, como la palma, crecía más á más resistencia; pero lo que en mí no pudo obró en los padres y deudos de mi dama que, poniendo los ojos en mayores conveniencias del interés y del honor, trataron... Mas ¿cómo lo podré decir? No sé si acertaré; mejor será dejarlo.

Instó Andrenio en que prosiguiese.

Y él: ¡Eh! ¿Qué es morir? Pues resolvieron matarme, dando mi vida á mi contrario, que lo era mi dama. Avisóme ella la misma noche desde un balcón, como solía. Consultando y pi p. 45 diéndome el remedio, derramó tantas lágrimas, que encendieron en mi pecho un incendio, un volcán de desesperación y de furia.

Con esto al otro día, sin reparar en inconvenientes ni en riesgos de honra y de vida, guiado de mi pasión ciega, ceñí, no un estoque, sino un rayo penetrante del aljaba del amor, fraguado de celos y de aceros. Salí en busca de mi contrario, remitiendo las palabras á las obras y las lenguas á las manos. Desnudamos los estoques de la compasión y de la vaina. Fuímonos el uno para el otro y á pocos lances le atravesé el acero por medio del corazón, sacándole el amor con la vida. Fruto
de los vicios.
Quedó él rendido y yo preso, porque al punto dió conmigo un enjambre de ministros, unos picando en la ambición de complacer al virrey y los más en la codicia de mis riquezas.

Dieron luego conmigo en un calabozo, cargándome de hierros: que éste fué el fruto de los míos. Llegó la triste nueva á oídos de sus padres y mucho más á sus entrañas, deshaciéndose en lágrimas y voces. Gritaban los parientes la venganza y los más templados, justicia. Fulminaba el virrey una muerte en cada extremo. No se hablaba de otro: los más condenándome, los menos defendiéndome y á todos pesaba de nuestra loca desdicha; sola mi dama se alegró en toda la ciudad, celebrando mi valor y estimando mi fineza.

Comenzóse con gran rigor la causa; pero siempre por tela de juicio y lo primero á título de secuestro. Dieron saco verdadero á mi casa, cebándose la venganza en mis riquezas, como el irritado toro en la capa del que escapó; solas pudieron librarse algunas joyas, por retiradas al sagrado de un convento, donde me las guardaban.

No se dió por contenta mi fortuna en perseguirme tan criminal; sino que también civil me dió luego sentencia en contra en el pleito de la hacienda. Perdí bienes, perdí amigos, que siempre corren parejas. Todo esto fuera nada, si no me sacudiera el último revés, que fué acabarme de todo punto. Aborrecidos p. 46 los padres de Felisinda de su desgracia, ecos ya de las mías, habiendo perdido en un año hijo y yerno, determinaron dejar la India y dar la vuelta á la corte, con esperanzas de gran puesto, por sus servicios merecido y con favores del virrey facilitado convirtieron en oro y plata sus haberes y en la primera flota, con toda su hacienda y casa, se embarcaron para España, llevándoseme...

Aquí interrumpieron las palabras los sollozos, ahogándose la voz en el llanto.

Lleváronseme dos prendas del alma de una vez, con que fué doblado y mortal mi sentimiento: la una era Felisinda y otra más que llevaba en sus entrañas, desdichada ya por ser mía. Hiciéronse á la vela y aumentaban el viento mis suspiros, engolfados ellos y anegado yo en un mar de llanto. Quedé en aquella cárcel eternizado en calabozos, pobre y de todos, si no de mis enemigos, olvidado.

Amor
despeñadero.
Cual suele el que se despeña un monte abajo ir sembrando despojos, aquí deja el sombrero, allá la capa, en una parte los ojos y en otra las narices, hasta perder la vida, quedando reventado en el profundo: así yo, luego que deslicé en aquel despeñadero de marfil, tanto más peligroso, cuanto más agradable, comencé á ir rodando y despeñándome de unas desdichas en otras, dejando en cada tope, aquí la hacienda, allá la honra, la salud, los padres, los amigos y mi libertad, quedando como sepultado en una cárcel, abismo de desdichas.

Mas no digo bien, pues lo que me acarreó de males la riqueza, me restituyó en bienes la pobreza. Puédolo decir con verdad, pues que aquí hallé la sabiduría, que hasta entonces no la había conocido; aquí el desengaño, la experiencia y la salud de cuerpo y alma. Viéndome sin amigos vivos, apelé á los muertos. Pobreza sabia. Di en leer, comencé á saber y á ser persona, que hasta entonces no había vivido la vida racional, sino la bestial. Fuí llenando el alma de verdades y de prendas. Conseguí la sabiduría y con ella el bienobrar, que ilustrado una vez el entendimiento, p. 47 con facilidad endereza la ciega voluntad. Él quedó rico de noticias y ella de virtudes.

Bien es verdad que abrí los ojos, cuando no hubo ya que ver: que así acontece de ordinario. Estudié las nobles artes y las sublimes ciencias, entregándome con afición especial á la moral filosofía, pasto del juicio, centro de la razón y vida de la cordura. Mejoré de amigos, trocando un mozo liviano por un Catón severo y un necio por un Séneca. Un rato escuchaba á Sócrates y otro al divino Platón. Con esto pasaba con alivio y aun con gusto aquella sepultura de vivos, laberinto de mi libertad.

Pasaron años y virreyes y nunca pasaba el rigor de mis contrarios. Entretenían mi causa, queriendo, ya que no podían conseguir otro castigo, convertir la prisión en sepultura. Al cabo de un siglo de padecer y sufrir, llegó orden de España, solicitado en secreto de mi esposa, que remitiesen allá mi causa y mi persona.

Púsolo en ejecución el nuevo virrey, menos contrario, si no más favorable, en la primera flota. Entregáronme con título de preso á un capitán de un navío, encargándole más el cuidado, que la asistencia. Salí de la India el primer pobre; pero con tal contento, que los peligros de la mar me parecieron lisonjas.

Gané luego amigos: que con el saber se ganan los verdaderos. Entre todos, el capitán de la nave de superior se me hizo confidente: favor que yo estimé mucho, celebrando por verdadero aquel dicho común, que con la mudanza del lugar se muda también de fortuna.

Mas aquí has de admirar un prodigio del humano engaño, un extremo de mal proceder; aquí la porfía de una contraria fortuna y á dónde llegaron mis desdichas. Este capitán y caballero, obligado por todas partes á bienproceder, maleado de la ambición, llevado del parentesco con el virrey mi enemigo y sobornado, á lo que yo más creo, de la codicia vil de mi plata y mis alhajas, reliquias de aquella antigua grandeza (mas ¿á qué p. 48 no incitará los humanos pechos la execrable sed del oro?), resolvióse á ejecutar la más civil bajeza que se ha oído.

Estando solos una noche en uno de los corredores de popa, gozando de la conversación y marea, dió conmigo, tan descuidado como confiado, en aquel profundo de abismos. Comenzó él mismo á dar voces, para hacer desgracia la traición y aun llorarme, no arrojado, sino caído. Al ruido y á las voces acudieron mis amigos, ansiosos por ayudarme, echando cables y sogas; pero en vano, porque en un instante pasó mucho mar el navío, que volaba, dejándome á mí luchando con las olas y con una dos veces amarga muerte. Arrojáronme algunas tablas, por último remedio y fué una de ellas sagrada áncora, que las mismas olas, lastimadas de mi inocencia y desdicha, me la ofrecieron entre las manos. Asíla tan agradecido, cuan desesperado y besándola la dije: ¡Oh, despojo último de mi fortuna! Leve apoyo de mi vida, refugio de mi última esperanza: ¡serás siquiera un breve ínterin de mi muerte!

Desconfiado de poder seguir el navío fugitivo, me dejé llevar de las olas al albedrío de mi desesperada fortuna. Tirana ella una y mil veces, aún no contenta de tenerme en tal punto de desdichas, echando el resto á su fiereza, conjuró contra mí los elementos en una horrible tormenta, para acabarme con toda solemnidad de desventuras. Ya me arrojaban tan alto las olas, que tal vez temí quedar enganchado en alguna de las puntas de la luna ó estrellado en aquel cielo. Hundíame luego tan en el centro de los abismos, que llegué á temer más el incendio, que el ahogo.

¡Mas ay! que lo que yo lamentaba rigores, fueron favores: que á veces llegan tan á los extremos los males, que pasan á ser dichas. Dígolo porque la misma furia de la tempestad y corriente de las aguas me arrojaron en pocas horas á vista de aquella pequeña isla, tu patria y para mí gran cielo, que de otro modo fuera imposible poder llegar á ella, quedando en medio de aquellos mares rendido de hambre y hartando las marinas fieras. En p. 49 el mal estuvo el bien. Aquí, ayudándome más el ánimo, que las fuerzas, llegué á tomar puerto en esos brazos tuyos, que otra vez y otras mil quiero enlazar, confirmando nuestra amistad en eterna.

De esta suerte dió fin Critilo á su relación, abrazándose entrambos, renovando aquella primera fruición y experimentando una secreta simpatía de amor y de contento. Emplearon lo restante de su navegación en provechosos ejercicios. Las nobles
artes.
Porque á más de la agradable conversación, que toda era una bienproseguida enseñanza, le dió noticias de todo el mundo y conocimiento de aquellas artes, que más realzan el ánimo y le enriquecen, como la gustosa historia, la cosmografía, la esfera, la erudición y la que hace personas, la moral filosofía. En lo que puso Andrenio especial estudio fué en aprender lenguas, la latina, eterna tesorera de la sabiduría, la española, tan universal como su imperio, la francesa erudita y la italiana elocuente, ya para lograr los muchos tesoros que en ellas están escritos, ya para la necesidad de hablarlas y entenderlas en su jornada del mundo.

Era tanta la curiosidad de Andrenio, como su docilidad y así siempre estaba confiriendo y preguntando de las provincias, repúblicas, reinos y ciudades; de sus reyes, gobiernos y naciones; siempre informándose, filosofando y discurriendo, con tanta fruición, como novedad, deseando llegar á la perfección de noticias y de prendas. Con tan gustosa ocupación no se sintieron las penalidades de un viaje tan penoso y al tiempo acostumbrado aportaron á este nuevo mundo. En qué parte y lo que en él les sucedió nos lo ofrece referir la Crisi siguiente.


p. 50

CRISI V

Entrada del mundo.

Cauta, si no engañosa, procedió la naturaleza con el hombre al introducirle en este mundo, pues trazó que entrase sin género alguno de conocimiento, para deslumbrar todo reparo. Á escuras llega y aun á ciegas, quien comienza á vivir, sin advertir que vive y sin saber qué es vivir. Críase niño y tan rapaz, que, cuando llora, con cualquier niñería le acalla y con cualquier juguete le contenta. Parece que le introduce en un reino de felicidades y no es sino un cautiverio de desdichas que, cuando llega á abrir los ojos del alma, dando en la cuenta de su engaño, hállase empeñado sin remedio. Vese metido en el lodo de que fué formado y ya ¿qué puede hacer, sino pisarlo, procurando salir de él como mejor pudiere?

Persuádome que, si no fuera con este universal ardid, ninguno quisiera entrar en tan engañoso mundo y que pocos aceptaran la vida después, si tuvieran estas noticias antes. Porque ¿quién, sabiéndolo, quisiera meter el pie en un reino mentido y cárcel verdadera, á padecer tan muchas como varias penalidades? En el cuerpo hambre, sed, frío, calor, cansancio, desnudez, dolores, enfermedades y en el ánimo engaños, persecuciones, envidias, desprecios, deshonras, ahogos, tristezas, temores, iras; desesperaciones y salir al cabo condenado á miserable muerte, con pérdida de todas las cosas, casa, hacienda, bienes, dignidades, amigos, parientes, hermanos, padres y la misma vida, cuando más amada.

Bien supo la naturaleza lo que hizo y mal el hombre lo que aceptó. Quien no te conoce ¡oh vivir! te estime; pero un desengañado tomara antes haber sido trasladado de la cuna á la urna, del tálamo al túmulo. Presagio común es de miserias el p. 51 llorar al nacer. Que, aunque el más dichoso cae de pies, triste posesión toma y el clarín, con que este hombre rey entra en el mundo, no es otro que su llanto: señal que su reinado todo ha de ser de penas. Pero ¿cuál puede ser una vida, que comienza entre los gritos de la madre, que la da, y los lloros del hijo, que la recibe? Por lo menos, ya que le faltó el conocimiento, no el presagio de sus males, si no los concibe, los adivina.

Ya estamos en el mundo, dijo el sagaz Critilo al incauto Andrenio, al saltar juntos en tierra. Pésame que entres en él con tanto conocimiento, porque sé te ha de desagradar mucho. Todo cuanto obró el supremo Artífice está tan acabado, que no se puede mejorar; mas todo cuanto han añadido los hombres es imperfecto. Criólo Dios muy concertado y el hombre lo ha confundido. Digo, lo que ha podido alcanzar; que, aun donde no ha llegado con el poder, con la imaginación ha pretendido trabucarlo.

Mundo civil
y natural.
Visto has hasta ahora las obras de la naturaleza y admirádolas con razón; verás de hoy adelante las del artificio, que te han de espantar. Contemplado has las obras de Dios; notarás las de los hombres y verás la diferencia. ¡Oh cuán otro te ha de parecer el mundo civil del natural y el humano del divino! Ve prevenido en este punto, para que ni te admires de cuanto vieres ni te desconsueles de cuanto experimentares.

Comenzaron á discurrir por un camino tan trillado, como solo y primero. Mas reparó Andrenio que ninguna de las humanas huellas miraba hacia atrás; todas pasaban adelante: señal de que ninguno volvía. Encontraron á poco rato una cosa bien donosa y de harto gusto: era un ejército desconcertado de infantería, un escuadrón de niños de diferentes estados y naciones, como lo mostraban sus diferentes trajes. Todo era confusión y vocería.

Niñez inculta. Íbalos primero recogiendo y después acaudillando una mujer bien rara, de risueño aspecto, alegres ojos, dulces labios y palabras blandas, piadosas manos y toda ella caricias, halagos y ca p. 52 riños. Traía consigo muchas criadas de su genio y de su empleo, para que los asistiesen y sirviesen y así llevaban en brazos los pequeñuelos, otros de los andadores y á los mayorcillos de la mano, procurando siempre pasar adelante.

Era increíble el agasajo con que á todos acariciaba aquella madre común, atendiendo á su gusto y regalo y para esto llevaba mil invenciones de juguetes, con que entretenerlos.

Había hecho también gran provisión de regalos y, en llorando alguno, al punto acudía afectuosa, haciéndole fiestas y caricias, concediéndole cuanto pedía, á trueque de que no llorase. Con especialidad cuidaba de los que iban mejor vestidos, que parecían hijos de gente principal, dejándolos salir con cuanto querían. Era tal el cariño y agasajo que esta, al parecer ama piadosa, les hacía, que los mismos padres la traían sus hijuelos y se los entregaban, fiándolos más de ella, que de sí mismos.

Mucho gustó Andrenio de ver tanta y tan donosa infantería, no acabando de admirar y reconocer al hombre niño. Y tomando en sus brazos uno en mantillas, decíale á Critilo:

¡Es posible, que éste es el hombre! ¡Quién tal creyera! ¡Que este casi insensible, Conde de
Monterrey.
torpe é inútil viviente ha de venir á ser un hombre tan entendido á veces, tan prudente y tan sagaz como un Catón, un Séneca, un Conde de Monterrey!

Todo es extremos el hombre, dijo Critilo. Ahí verás lo que cuesta el ser persona. Los brutos luego lo saben ser, luego corren, luego saltan; pero al hombre cuéstale mucho, porque es mucho.

Lo que más me admira, ponderó Andrenio, es el indecible afecto de esta rara mujer. ¡Qué madre como ella! ¿Puédese imaginar tal fineza? De esta felicidad carecí yo, que me crié dentro de las entrañas de un monte y entre fieras: allí lloraba hasta reventar, tendido en el duro suelo, desnudo, hambriento y desamparado, ignorando estas caricias.

No envidies, dijo Critilo, lo que no conoces ni llames felicidad, hasta que veas en qué para. De estas cosas toparás muchas p. 53 en el mundo, que no son lo que parecen, sino muy al contrario. Ahora comienzas á vivir; irás viviendo y viendo.

Caminaban con todo este embarazo, sin parar ni un instante, atravesando países; aunque sin hacer estación alguna y siempre cuesta abajo, atendiendo mucho la que conducía el pigmeo escuadrón, á que ninguno se cansase ni lo pasase mal. Dábales de comer una vez sola, que era todo el día.

Hallábanse al fin de aquel paraje, metidos en un valle profundísimo, rodeado á una y otra banda de altísimos montes, que decían ser los más altos puertos de este universal camino. Era noche y muy oscura, con propiedad lóbrega. En medio de esta horrible profundidad, mandó hacer alto aquella engañosa hembra y, mirando á una y otra parte, hizo la señal usada, con que al mismo punto ¡oh maldad no imaginada! ¡oh traición nunca oída! comenzaron á salir de entre aquellas breñas y por las bocas de las grutas ejércitos de fieras, leones, tigres, osos, lobos, serpientes y dragones, que arremetiendo de improviso, dieron en aquella tierna manada de flacos y desarmados corderillos, haciendo un horrible estrago y sangrienta carnicería. Porque arrastraban á unos, despedazaban á otros, mataban, tragaban y devoraban cuantos podían.

Monstruo había, que de un bocado se tragaba dos niños y, no bien engullidos aquéllos, alargaba las garras á otros dos. Fiera había, que estaba desmenuzando con los dientes el primero y despedazando con las uñas el segundo, no dando treguas á su fiereza. Discurrían todas por aquel lastimoso teatro, babeando sangre, teñidas las bocas y las garras en ella. Cargaban muchas con dos y con tres de los más pequeños y llevábanlos á sus cuevas, para que fuesen pasto de sus ya fieros cachorrillos. Todo era confusión y fiereza: espectáculo verdaderamente fatal y lastimero.

Y era tal la candidez ó simplicidad de aquellos infantes tiernos, que tenían por caricias el hacer presa en ellos y por fiesta el despedazarlos, convidándolas ellos mismos risueños y provocándolas con abrazos.

p. 54 Quedó atónito, quedó aterrado Andrenio, viendo una tan horrible traición, una tan impensada crueldad y, puesto en lugar seguro á diligencias de Critilo, lamentándose decía:

¡Oh, traidora! ¡oh, bárbara! ¡oh, sacrílega mujer, más fiera, que las mismas fieras! ¿Es posible que en esto han parado tus caricias? ¿Para esto era tanto cuidado y asistencia? ¡Oh, inocentes corderillos, qué temprano fuísteis víctima de la desdicha! ¡Qué presto llegásteis al degüello! ¡Oh, mundo engañoso! ¿Y esto se usa en ti? ¿De estas hazañas tienes? Yo he de vengar por mis propias manos una maldad tan increíble.

Diciendo y haciendo, arremetió furioso para despedazar con sus dientes aquella cruel tirana; mas no la pudo hallar, que ya ella con todas sus criadas habían dado vuelta, en busca de otros tantos corderillos, para traerlos vendidos al matadero. De suerte que ni aquéllos cesaban de traer ni éstas de despedazar ni de llorar Andrenio tan irreparable daño.

En medio de tan espantosa confusión y cruel matanza, amaneció de la otra parte del valle, por lo más alto de los montes, con rumbos de aurora, otra mujer y con razón otra, que tan cercada de luz, como rodeada de criadas, desalada, cuando más volando, descendía á librar tanto infante como perecía. Ostentó su rostro muy sereno y grave, que de él y de la mucha pedrería de su recamado ropaje despedía tal inundación de luces, que pudieron muy bien suplir y aun con ventajas la ausencia del rey del día. Era hermosa por extremo y coronada por reina entre todas aquellas beldades sus ministras.

¡Oh, dicha rara! Al mismo punto que la descubrieron las encarnizadas fieras, cesando de la matanza, se fueron retirando á todo huir y, dando espantosos aullidos, se hundieron en sus cavernas. Llegó piadosa ella y comenzó á recoger los pocos que habían quedado y aun ésos muy malparados de araños y de heridas.

Íbanlos buscando con gran solicitud aquellas hermosísimas doncellas y aun sacaron muchos de las oscuras cuevas y de las mismas gargantas de los monstruos, recogiendo y amparando p. 55 cuantos pudieron. Y notó Andrenio que eran éstos de los más pobres y de los menos asistidos de aquella maldita hembra. De modo que en los más principales, como más lucidos, habían hecho las fieras mayor riza.

Cuando los tuvo todos juntos, sacólos á toda prisa de aquella tan peligrosa estancia, guiándolos de la otra parte del valle, el monte arriba, no parando hasta llegar á lo más alto, que es lo más seguro. Desde allí se pusieron á ver y contemplar con la luz, que su gran libertadora les comunicaba, el gran peligro en que habían estado y hasta entonces no conocido.

Teniéndolos ya en salvo, fué repartiendo preciosísimas piedras, una á cada uno que, sobre otras virtudes contra cualquier riesgo, arrojaban de sí una luz tan clara y apacible, que hacían de la noche día: y lo que más se estimaba, era el ser indefectible. Fuélos encomendando á algunos sabios varones, que los apadrinasen y guiasen siempre cuesta arriba, hasta la gran ciudad del mundo.

Ya en esto se oían otros tantos alaridos de otros tantos niños que, acometidos en el funesto valle de las fieras, estaban pereciendo. Al mismo punto aquella piadosa reina, con todas sus amazonas, marchó volando á socorrerlos.

Estaba atónito Andrenio de lo que había visto, parangonando tan diferentes sucesos y en ellos la alternación de males y de bienes de esta vida.

¡Qué dos mujeres éstas tan contrarias!, decía. ¡Qué asuntos tan diferentes! ¿No me dirás, Critilo, quién es aquella primera para aborrecerla y quién esta segunda para celebrarla?

¿Qué te parece, dijo, de esta primera entrada del mundo? ¿No es muy conforme á él y á lo que yo te decía? Nota bien lo que acá se usa y, si tal es el principio, díme ¿cuáles serán los progresos y sus fines? Para que abras los ojos y vivas siempre alerta entre enemigos, saber deseas quién es aquella primera y cruel mujer, que tú tanto aplaudías. Créeme que ni el alabar ni el vituperar ha de ser hasta el fin.

p. 56 Inclinación
mal anticipada.
Sabrás que aquella primera tirana es nuestra mala inclinación, la propensión al mal. Ésta es la que luego se apodera de un niño, previene á la razón y se adelanta. Reina y triunfa en la niñez, tanto que los propios padres, con el intenso amor que tienen á sus hijuelos, condescienden con ellos y, porque no llore el rapaz, le conceden cuanto quiere. Déjanle hacer su voluntad en todo y salir con la suya siempre y así se cría vicioso, vengativo, colérico, glotón, terco, mentiroso, desenvuelto, llorón, lleno de amor propio, de ignorancia, ayudando de todas maneras á la natural, siniestra inclinación. Apoderándose con esto de un muchacho, sus pasiones cobran fuerza con la paternal connivencia, prevalece la depravada propensión al mal y ésta con sus caricias trae un tierno infante al valle de las fieras, á ser presa de los vicios y esclavo de sus pasiones.

De modo que, cuando llega la razón, que es aquella otra reina de la luz, madre del desengaño, con las virtudes sus compañeras, ya los halla depravados, entregados á los vicios y muchos de ellos sin remedio. Aurora
de la vida.
Cuéstale mucho sacarlos de las uñas de sus malas inclinaciones y halla grande dificultad en encaminarlos á lo alto y seguro de la virtud. Porque es llevarlos cuesta arriba. Perecen muchos y quedan hechos oprobio de su vicio y más los más ricos, los hijos de señores y de príncipes, en los cuales el criarse con más regalo es ocasión de más vicio. Los que se crían con necesidad y tal vez entre los rigores de una madrastra son los que mejor libran, como Hércules, y ahogan estas serpientes de sus pasiones en la misma cuna.

¿Qué piedra tan preciosa es esta, preguntó Andrenio, que nos ha entregado á todos con tal recomendación?

Has de saber, le respondió Critilo, que lo que fabulosamente atribuyeron muchos á algunas piedras aquí se halla ser evidencia, porque ésta es el verdadero carbunclo, que resplandece en medio de las tinieblas, así de la ignorancia como del vicio. Éste es el diamante finísimo, que entre los golpes del padecer y entre los incendios del apetecer está más fuerte y brillante. p. 57 Ésta es la piedra de toque que examina el bien y el mal. Ésta la piedra imán, atenta al norte de la virtud. Finalmente esta es la piedra de todas las virtudes, que los sabios llaman el dictamen de la razón, el más fiel amigo que tenemos.

Así iban confiriendo, cuando llegaron á aquella tan famosa encrucijada, donde se divide el camino y se diferencia el vivir. Estación célebre, por la dificultad que hay, no tanto de parte del saber, cuanto del querer, sobre qué senda y á qué mano se ha de echar.

Vióse aquí Critilo en mayor duda porque, siendo la tradición común ser dos los caminos, el plausible de la mano izquierda por lo fácil, entretenido y cuesta abajo, y al contrario el de mano derecha áspero, desapacible y cuesta arriba, halló con no poca admiración que eran tres los caminos, dificultando más su elección.

Bivio humano. ¡Válgame el cielo!, decía, ¿no es éste aquel tan sabio bivio, donde el mismo Hércules se halló perplejo sobre cuál de los dos caminos tomaría? Miraba adelante y atrás, preguntándose á sí mismo. ¿No es ésta aquella docta letra de Pitágoras, en que cifró toda la sabiduría, que hasta aquí procede igual y después se divide en dos ramos, uno espacioso del vicio y otro estrecho de la virtud? Pero con diversos fines, que el uno va á parar en el castigo y el otro en la corona. Aguarda, decía. ¿Dónde están aquellos dos aledaños de Epicteto: el Abstine en el camino del deleite y el Sustine en el de la virtud? Basta que habemos llegado á tiempos, que hasta los caminos reales se han mudado.

¿Qué montón de piedras es aquél, preguntó Andrenio, que está en medio de las sendas?

Lleguémonos allá, dijo Critilo, que el índice del numen vial, juntamente nos está llamando y dirigiendo. Éste es el misterioso montón de Mercurio, en quien significaron los antiguos que la sabiduría es la que ha de guiar y que por donde nos llama el cielo habemos de correr: eso está voceando aquella mano.

Pero el montón de piedras, ¿á qué propósito, replicó An p. 58 drenio, extraño despojo del camino, amontonando tropiezos?

Estas piedras, respondió suspirando Critilo, las arrojan aquí los viandantes, que en esto pagan la enseñanza: éste es el galardón que se le da á todo maestro y entiendan los de la verdad y virtud que hasta las piedras se han de levantar contra ellos. Acerquémonos á esta columna, que ha de ser el oráculo en tanta perplejidad.

Leyó Critilo el primer letrero, que con Horacio decía:

Mediocridad
de oro.
Medio hay en las cosas, tú no vayas por los extremos.

Estaba toda ella de alto á bajo labrada de relieve con extremado artificio, compitiendo los primores materiales de la simetría con los formales del ingenio. Leíanse muchos sentenciosos aforismos y campeaban historias alusivas. Íbalas admirando Andrenio y comentándolas Critilo con gustoso acierto.

Allí vieron al temerario joven, montando en la carroza de luces y su padre le decía:

Ve por el medio y correrás seguro.

Éste fué, declaró Critilo, un mozo que entró muy orgulloso en un gobierno y, por no atender á la mediocridad prudente, como lo aconsejaban sus ancianos, perdió los estribos de la razón y, tantos vapores quiso levantar en tributos, que lo abrasó todo, perdiendo el mundo y el mando.

Seguíase Ícaro, desalado en caer, pasando de un extremo á otro, de los fuegos á las aguas; por más que le voceaba Dédalo:

¡Vuela por el medio!

Éste fué otro arrojado, ponderaba Critilo, que, no contento con saber lo que basta, que es lo conveniente, dió en sutilezas malfundadas y, tanto quiso adelgazar, que le mintieron las plumas y dió con sus quimeras en el mar de un común y amargo llanto: que va poco de penas á penas.

Aquél es el célebre Cleóbulo, que está escribiendo en tres cartas consecutivas esta palabra sola: Modo. Modo , al rey, que en otras tres le había pedido un consejo, digno de su saber, para reinar con acierto.

p. 59 Mira aquel otro de los siete de Grecia, eternizado sabio por sola aquella sentencia: Huye en todo la demasía. Porque siempre dañó más lo más que lo menos.

Estaban de relieve todas las virtudes con plausibles empresas en tarjetas y roleos. Comenzaban por orden, puesta cada una en medio de sus dos viciosos extremos y en lo bajo la fortaleza, asegurando el apoyo á las demás, recostada sobre el cojín de una columna, media entre la temeridad y la cobardía. Procediendo así todas las otras, remataba la prudencia, como reina, y en sus manos tenía una preciosa corona con este lema: Para el que ama la mediocridad de oro.

Leíanse otras muchas inscripciones, que formaban lazos y servían de definiciones al artificio y al ingenio. Coronaba toda esta máquina elegante la felicidad muy serena, recodada en sus varones sabios y valerosos, ladeada también de sus dos extremos, el llanto y la risa, cuyos atlantes eran Heráclito y Demócrito, llorando siempre aquél y éste riendo.

Mucho gustó Andrenio de ver y de entender aquel maravilloso oráculo de toda la vida. Mas ya en esto se había juntado mucha gente en pocas personas, porque los más, sin consultar otro numen que su gusto, daban por aquellos extremos, llevados de su antojo y su deleite.

Llegó uno y sin informarse, muy á lo necio, echó por otro extremo, bien diferente del que todos creyeron, que fué por el de presumido, con que se perdió luego.

Vano. Tras éste venía un vano, que tan mal y sin preguntar, pero con lindo aire, tomó el camino más alto. Y como él estaba vacío de hueco y el viento iba arreciando, vencióle presto y dió con él allí abajo, con venganza de muchos, que, como iba tan alto, el subir y el caer fué á vista y á risa de todo el mundo.

Había un camino sembrado de abrojos y, cuando se persuadió Andrenio que ninguno iría por él, vió que muchos se apasionaban Vengativos. y había puñadas sobre cuál sería el primero. El carril de las bestias era el más trillado. Y preguntándole á un hom p. 60 bre, que lo parecía, cómo iba por allí, respondió que por no irse solo.

Glotones. Junto á éste estaba otro camino muy breve y todos los que iban por él hacían gran prevención de manjares y de regalos; mas no caminaban mucho, que más son los que mueren de ahito, que de hambre.

Pretendían algunos ir por el aire; pero desvanecíaseles la cabeza, con que caían. Y éstos de ordinario no daban en cielo ni en tierra.

Lascivos. Encarrilaban muchos por un paseo muy ameno y delicioso: íbanse de prado en prado muy entretenidos y placenteros, saltando y bailando, cuando á lo mejor caían rendidos, sudando y gritando, sin poder dar un paso, haciendo malísimas caras, por haberlas hecho buenas.

De un paso se quejaban todos que era muy peligroso, infestado siempre de ladrones y, aunque lo sabían, echaban no pocos por él, diciendo que ellos se entenderían con los otros y al cabo todos se hacían ladrones, robándose unos á otros.

Avaros. Preguntaban unos, con no poca admiración de Andrenio y gusto de Critilo, por topar quien repasase y se informase: pedían cuál era el camino de los perdidos. Creyeron que para huir de él y fué al contrario, que, en sabiéndolo, tomaron por allí la derrota.

¡Hay tal necedad!, dijo Andrenio, y viendo entre ellos algunos personajes de harta importancia, preguntáronles cómo iban por allí y respondieron que ellos no iban, sino que los llevaban.

No era menos calificada la de otros, que todo el día andaban alrededor, moliéndose y moliendo, sin pasar adelante ni llegar jamás al centro.

No hallaban el camino otros: todo se les iba en comenzar á caminar; nunca acababan y luego paraban, no acertando á dar un paso, con las manos en el seno y, si pudieran, aun metieran los pies: éstos jamás llegaban al cabo con cosa.

Dijo uno que él quería ir por donde ningún otro hubiese ca p. 61 minado jamás. Nadie le pudo encaminar. Tomó el de su capricho y presto se halló perdido.

¿No adviertes, dijo Critilo, que casi todos toman el camino ajeno y dan por el extremo contrario de lo que se pensaba? El necio da en presumido y el sabio hace del que no sabe, el cobarde afecta el valor y todo es tratar de armas y pistolas y el valiente las desdeña, el que tiene da en no dar y el que no tiene desperdicia, la hermosa afecta el desaliño y la fea revienta por parecer, el príncipe se humana y el hombre bajo afecta divinidades, el elocuente calla y el ignorante se lo quiere hablar todo, el diestro no osa obrar y el zurdo no para. Todos al fin verás que van por extremos, errando el camino de la vida de medio á medio.

Echemos nosotros por el más seguro, aunque no tan plausible, que es el de una prudente y feliz medianía, no tan dificultoso como el de los extremos, por contenerse siempre en un buen medio.

Pocos le quisieron seguir; más luego que se vieron encaminados, sintieron una notable alegría interior y una grande satisfacción de la conciencia. Advirtieron más, que aquellas preciosas piedras, ricas prendas de la razón, comenzaron á resplandecer tanto, que cada una parecía un brillante lucero, haciéndose lenguas en rayos y diciendo: ¡Éste es el camino de la verdad y la verdad de la vida!

Al contrario todas las de aquellos, que siguieron sus antojos, se vieron perder su luz, de modo, que parecieron quedar de todo punto ofuscadas y ellos eclipsados: tan errado el dictamen, como el camino.

Viendo Andrenio que caminaban siempre cuesta arriba, dijo:

Este camino, más parece que nos lleva al cielo, que al mundo.

Así es, le respondió Critilo, porque son las sendas de la eternidad y, aunque vamos metidos en nuestra tierra; pero muy superiores á ella, señores de los otros y vecinos á las estrellas. Ellas nos guíen, que ya estamos engolfados entre Escilas y Caribdis del mundo.

p. 62 Esto dijo al entrar en una de sus más célebres ciudades, gran Babilonia de España, emporio de sus riquezas, teatro augusto de las letras y las armas, esfera de la nobleza y gran plaza de la vida humana.

Quedó espantado Andrenio de ver el mundo, que no le conocía, mucho más admirado que allá, cuando salió á verlo de su cueva. ¿Pero qué mucho, si allí lo miraba de lejos y aquí tan de cerca? Allí contemplando, aquí experimentando. Que todas las cosas se hallan muy trocadas, cuando tocadas. Lo que novedad le causó fué el no topar hombre alguno; aunque los iban buscando con afectación en una ciudad populosa y al sol de mediodía.

¿Qué es esto?, decía Andrenio. ¿Dónde están estos hombres? ¿Qué se han hecho? ¿No es la tierra su patria tan amada, el mundo su centro y tan querido? ¿Pues cómo lo han desamparado? ¿Dónde habrán ido, que más valgan?

Iban por una y otra parte solícitamente buscándolos sin poder descubrir uno tan sólo, hasta que...; pero cómo y dónde los hallaron nos lo contará la otra Crisi.


CRISI VI

Estado del siglo.

Quien oye decir mundo concibe un compuesto de todo lo criado, muy concertado y perfecto. Y con razón, pues toma el nombre de su misma belleza. Mundo quiere decir lindo y limpio. Imagínase un palacio muy bien trazado, al fin por la infinita Sabiduría, muy bien ejecutado por la Omnipotencia, alhajado por la divina Bondad, para morada del rey hombre, que como partícipe de razón, presida en él y le mantenga en aquel primer concierto, en que su divino Hacedor le puso. De suerte que p. 63 mundo no es otra cosa que una casa hecha y derecha por el mismo Dios y para el hombre; no hay otro modo cómo poder declarar su perfección.

Así había de ser, como el mismo nombre lo blasona, su principio lo afianza y su fin lo asegura; pero cuán al contrario sea esto y cuál le haya parado el mismo hombre, cuánto desmienta el hecho al dicho, pondérelo Critilo, que con Andrenio se hallaban ya en el mundo, aunque no bien hallados en fe de tan personas.

En busca iban de los hombres, sin poder descubrir uno, cuando al cabo de rato y cansancio, toparon con medio, un medio hombre y medio fiera. Holgóse tanto Critilo, cuanto se inmutó Andrenio, preguntando:

¿Qué monstruo es éste tan extraño?

No temas, respondió Critilo, que éste es más hombre que los mismos, éste es el maestro de los reyes y rey de los maestros, éste es el sabio Quirón. ¡Oh, qué bien nos viene y cuán á la ocasión! pues él nos guiará en esta primera entrada del mundo y nos enseñará á vivir: que importa mucho á los principios.

Fuése para él saludándole y correspondió el centauro con doblada humanidad. Díjole cómo iban en busca de los hombres y que, después de haber dado cien vueltas, no habían podido hallar uno tan sólo.

No me espanto, dijo él, que no es este siglo de hombres, digo de aquellos famosos de otros tiempos. ¿Qué? Estéril siglo. ¿Pensábais hallar ahora un don Alonso el Magnánimo en Italia, un Gran Capitán en España, un Enrique IV en Francia, haciendo corona de su espada y de sus guarniciones lises? Ya no hay tales héroes en el mundo ni aun memoria de ellos.

¿No se van haciendo?, replicó Andrenio.

No llevan traza y para luego es tarde.

Pues de verdad que ocasiones no han faltado.

¿Cómo no se han hecho?, preguntó Critilo. ¿Por qué se han deshecho?

p. 64 Hay mucho que decir en ese punto, ponderó Quirón. Unos lo quieren ser todo y al cabo son menos que nada; valiera más no hubieran sido. Dicen también que corta mucho la envidia con las tijerillas de Tomeras. Pero yo digo que ni es eso ni esotro; sino que, mientras el vicio prevalezca, no campeará la virtud y, sin ella, no puede haber grandeza heroica. Creedme que esta Venus tiene arrinconadas á Belona y á Minerva en todas partes y no trata ella, sino con viles herreros, que todo lo tiznan y todo lo hierran. Al fin no nos cansemos, que él no es siglo de hombres eminentes ni en las armas ni en las letras. Pero decidme ¿dónde los habéis buscado?

Y Critilo: ¿Dónde los habemos de buscar, sino en la tierra? ¿No es ésta su patria y su centro?

¡Qué bueno es eso!, dijo el centauro. ¡Mirad! ¿Cómo los habíais de hallar? No los habéis de buscar ya en todo el mundo, que ya han mudado del hito: nunca está quieto el hombre, con nada se contenta.

Pues menos los hallaremos en el cielo, dijo Andrenio.

Menos, que no están ya ni en el cielo ni en la tierra.

¿Pues dónde los habemos de buscar?

¿Dónde? En el aire.

¿En el aire?

Sí, que allí se han fabricado castillos en el aire, torres de viento, donde están muy encastillados, sin querer salir de su quimera.

Castillos
en el aire.
Según eso, dijo Critilo, todas sus torres vendrán á serlo de confusión y, por no ser Janos de prudencia, les picarán las cigüeñas manuales señalándolos con el dedo y diciendo:

¿Éste no es aquel hijo de aquel otro?

De suerte, que con lo que ellos echaron á las espaldas los demás les darán en el rostro.

Otros muchos, prosiguió el Quirón, se han subido á las nubes. Y aun hay quien, no levantándose del polvo, pretende tocar con la cabeza en las estrellas. Paséanse no pocos por los p. 65 espacios imaginarios, camaranchones de su presunción; pero la mayor parte hallaréis acullá sobre el cuerno de la luna y aun pretenden subir más alto, si pudieran.

Tiene razón, voceó Andrenio. Acullá están, allá los veo y aun allí andan empinándose, tropezando unos y cayendo otros, según las mudanzas suyas y de aquel planeta, que ya les hace una cara y ya otra. Y aun ellos también no cesan entre sí de armarse zancadillas, cayendo todos con más daño que escarmiento.

¡Hay tal locura!, repetía Critilo. ¿No es la tierra su lugar proprio del hombre, su principio y su fin? ¿No les fuera mejor conservarse en este medio y no querer encaramarse con tan evidente riesgo? ¡Hay tal disparate!

Sí lo es grande, dijo el semihombre, materia de harta lástima para unos y de risa para otros, ver que el que ayer no se levantaba de la tierra ya le parece poco un palacio, ya habla sobre el hombro el que ayer llevaba la carga en él, el que nació entre malvas pide los artesones de cedro, el desconocido de todos hoy desconoce á todos, el hijo tiene el puntillo de los muchos que dió su padre. El que ayer no tenía para pasteles, asquea el faisán, blasona de linajes; el de conocido solar, el vos, es señoría. Todos pretenden subir y ponerse sobre los cuernos de la luna, más peligrosos que los de un toro, pues, estando fuera de su lugar, es forzoso dar abajo con ejemplar infamia.

Fieras
ciudadanas.
Fuélos guiando á la plaza mayor, donde hallaron paseándose gran multitud de fieras y todas tan sueltas como libres, con tan notable peligro de los incautos. Había leones, tigres, leopardos, lobos, toros, panteras, muchas vulpejas. Ni faltaban sierpes, dragones y basiliscos.

¿Qué es esto?, dijo turbado Andrenio. ¿Dónde estamos? ¿Es esta población humana ó selva ferina?

No tienes que temer, que cautelarte sí, dijo el centauro.

Sin duda que los pocos hombres que habían quedado se han retirado á los montes, ponderó Critilo, por no ver lo que en el p. 66 mundo pasa y que las fieras se han venido á las ciudades y se han hecho cortesanas.

Así es, respondió Quirón: el león de un poderoso, con quien no hay poderse averiguar, el tigre de un matador, el lobo de un ricazo, la vulpeja de un fingido, la víbora de una ramera: toda bestia y todo bruto han ocupado las ciudades. Ésas rúan las calles, pasean las plazas; y los verdaderos hombres de bien no osan parecer, viviendo retirados dentro de los límites de su moderación y recato.

¿No nos sentamos en aquel alto, dijo Andrenio, para poder ver, cuando no gozar con seguridad y con señorío?

Eso no, respondió Quirón: no está el mundo para tomarlo de asiento.

Pues arrimémonos aquí á una de estas columnas, dijo Critilo.

El rico
más rico.
Tampoco: que todos son falsos los arrimos de esta tierra; vamos paseando y pasando.

Estaba muy desigual el suelo, porque á las puertas de los poderosos, que son los ricos, había unos grandes montones que relucían mucho.

¡Oh, qué de oro!, dijo Andrenio.

Y el Quirón: Advierte que no lo es todo lo que reluce.

El pobre
más pobre.
Llegaron más cerca y conocieron que era basura dorada. Al contrario, á las puertas de los pobres y desvalidos había unas tan profundas y espantosas simas, que causaban horror á cuantos las miraban y así ninguno se acercaba de mil leguas. Todos las miraban de lejos. Y es lo bueno que todo el día sin cesar muchas y grandes bestias estaban acarreando hediondo estiércol y lo echaban sobre el otro, amontonando tierra sobre tierra.

¡Cosa rara!, dijo Andrenio. Aun economía no hay. ¿No fuera mejor echar toda esta tierra en aquellos grandes hoyos de los pobres, con que se emparejara el suelo y quedara todo muy igual?

Así había de ser, para bien ir, dijo Quirón. Pero ¿qué cosa va bien en el mundo? Aquí veréis practicado aquel célebre imposible, tan disputado de los filósofos, conviniendo todos en que p. 67 no se puede dar vacío en la naturaleza. He aquí, que en la humana esta gran monstruosidad cada día sucede. No se da en el mundo á quien no tiene; sino á quien más tiene. Á muchos se les quita la hacienda porque son pobres y se les adjudica á otros porque la tienen. Pues las dádivas, no van sino adonde hay ni se hacen los presentes á los ausentes. El oro dora la plata, ésta acude al reclamo de otra: los ricos son los que heredan; que los pobres no tienen parientes. El hambriento no halla un pedazo de pan y el ahito está cada día convidado. El que una vez es pobre, siempre es pobre y de esta suerte todo el mundo le hallaréis desigual.

¿Pues por dónde iremos?, preguntó Andrenio.

Echemos por el medio y pasaremos con menos embarazo y más seguridad.

Paréceme, dijo Critilo, que veo ya algunos hombres, por lo menos que ellos lo piensan ser.

Ésos lo serán menos, dijo Quirón: verlo has presto.

Necios
ensalzados.
Asomaban ya por un cabo de la plaza ciertos personajes, que caminaban tan graves con las cabezas hacia abajo por el suelo, poniéndose del lodo y los pies para arriba, muy empinados, echando piernas al aire, sin acertar á dar un paso, antes á cada uno caían. Y aunque se maltrataron harto, porfiaban en querer ir de aquel modo, tan ridículo como peligroso. Comenzó Andrenio á admirar y Critilo á reir.

Sabios
abatidos.
Haced cuenta, dijo Quirón, que soñáis despiertos. ¡Oh, qué bien pintaba el Bosco! Ahora entiendo su capricho. Cosas veréis increíbles. Advertid que los que habían de ser cabezas por su prudencia y saber, ésos andan por el suelo, despreciados, olvidados y abatidos; al contrario, los que habían de ser pies por no saber las cosas ni entender las materias, gente incapaz, sin ciencia ni experiencia, ésos mandan. Y así va el mundo cual digan dueñas; ¡mejor fuera dueños! No hallaréis cosa con cosa. Y á un mundo, que no tiene pies ni cabeza, de merced se le da el de descabezado.

p. 68

No bien pasaron éstos, que todos pasan, cuando venían otros y eran los más y que se preciaban de muy personas. Caminaban hacia atrás y á este modo todas sus acciones las hacían al revés.

¡Qué otro disparate!, dijo Andrenio. Si tales caprichos hay en el mundo, llámese casa de orates hermanados.

¿No nos puso, ponderó Critilo, la próvida naturaleza los ojos y los pies hacia adelante para ver por dónde andamos y andar por donde vemos con seguridad y firmeza? ¿Pues cómo éstos van por donde no ven y no miran por dónde van?

Advertid, dijo Quirón, que los más de los mortales, en vez de ir adelante en la virtud, en la honra, en el saber, en la prudencia y en todo, vuelven atrás: y así muy pocos son los que llegan á ser personas. Conde de
Peñaranda.
Cual y cual, como un conde de Peñaranda. ¿No veis aquella mujer lo que forceja, cejando en la vida? No querría pasar de los veinte ni aquella otra de los treinta y, en llegando á un cero, se hunden allí, como en trampa de los años, sin querer pasar adelante. ¡Aun mujeres no quieren ser! ¡Siempre niñas! ¡Mas cómo estira de ellas aquel vejezuelo cojo! ¡Y la fuerza que tiene! ¿No veis cómo las arrastra llevándolas por los cabellos? Con todos los de aquella otra se ha quedado en las manos: todos se los ha arrancado. ¡Qué puñada le ha pegado á la otra! ¡No le ha dejado diente! ¡Hasta las cejas las harta de años! ¡Oh, qué mala cara le hacen todas!

Mujeres. Aguardad, mujeres, dijo Andrenio. ¿Dónde están? ¿Cuáles son? Que yo no las distingo de los hombres.

¿Tú no me dijiste, oh Critilo, que los hombres eran los fuertes y las mujeres las flacas, ellos hablaban recio y ellas delicado, ellos vestían calzón y capa y ellas basquiñas? Yo hallo que todo es al contrario, porque ó todos son ya mujeres ó los hombres son los flacos y afeminados. Ellas, las poderosas; ellos tragan saliva, sin osar hablar. Y ellas hablan tan alto, que aun los sordos las oyen. Ellas mandan el mundo y todos se les sujetan. ¡Tú me has engañado!

p. 69 Tienes razón, aquí suspirando Critilo: que ya los hombres son menos que mujeres. Más puede una lagrimilla mujeril, que toda la sangre, que derramó el valor. Más alcanza un favor de una mujer, que todos los méritos del saber. No hay vivir con ellas ni sin ellas. Nunca más estimadas que hoy. Todo lo pueden y todo lo pierden. Ni vale haberlas privado la atenta naturaleza del decoro de la barba, ya para nota, ya por dar lugar á la vergüenza y todo no basta.

Según eso, dijo Andrenio, ¡el hombre no es el rey del mundo; sino el esclavo de la mujer!

Mirad, respondió el Quirón; él es el rey natural; sino que ha hecho á la mujer su valido, Princesa
de Rosano.
Doña Elvira
Ponce.
que es lo mismo que decir que ella lo puede todo. Con todo eso, para que las conozcáis, aquellas son. Que, cuando más han menester el juicio y el valor, entonces les falta más. Pero sean excepción de mujeres las que son más que hombres: la gran princesa de Rosano y la excelentísima señora marquesa de Valdueña.

Más admiración les causó uno, que yendo á caballo en una vulpeja caminaba hacia atrás, nunca seguido, sino torciendo y revolviendo á todas partes. Y todos los del séquito, que no eran pocos, procedían del mismo modo. Hasta un perro viejo, que de ordinario le acompañaba.

¿Veis á éste?, advirtió Quirón. Pues yo os aseguro que no se mueve de necio.

Yo lo creo, dijo Critilo: que todos me parece van por extremos en el mundo. ¿Quién es éste, dínos, que pica más en falso?

Caco político. ¿No habéis oído nunca nombrar el famoso Caco? Pues éste lo es de la política: digo, un caos de la razón de estado. De este modo corren hoy los estadistas, al revés de los demás. Así proceden en sus cosas. Para desmentir toda atención ajena, para deslumbrar discursos, no querrían que por las huellas les rastreasen. Sus fines señalan á una parte y dan en otra. Publican uno y ejecutan otro. Para decir no dicen sí. Siempre al contrario, cifrando en las encontradas señales su vencimiento. p. 70 Para éstos es menester un otro Hércules, que con la maña y la fuerza averigüe sus pisadas y castigue sus enredos.

Observó de buena nota Andrenio que los más hablaban á la boca y no al oído y que los que escuchaban, no sólo no se ofendían de semejante grosería, sino que antes bien gustaban tanto de ello, que abrían las bocas de par en par, haciendo de los mismos labios orejas, hasta destilárseles el gusto.

¡Ay tal abuso!, dijo él mismo. Las palabras se oyen, que no se comen ni se beben y éstos todo se tragan. Verdad es, que nacen en los labios; pero mueren en el oído y se sepultan en el pecho: éstos parece que las mascan y que se relamen con ellas.

Gran señal, dijo Critilo, de poca verdad, pues no les amargan.

Lisonja valida. ¡Oh!, dijo Quirón, ¿no veis que ya se usa hablarle á cada uno al sabor de su paladar? ¿No adviertes, oh Andrenio, aquel señor, cómo se está saboreando con las lisonjas de azúcar? ¡Qué hartazgos se da de adulación! Créeme que no oye, aunque lo parece, porque todo se lo lleva el viento. Repara en aquel otro príncipe, ¡qué hace de engullir mentiras! Todo se lo persuade. Mas hay una cosa: que en toda su vida dejó de creer mentira alguna, con que escuchó tantas, ni creyó verdad, aunque oyó tan pocas. Pues aquel otro necio desvanecido ¿de qué piensas tú que está tan hinchado? ¡Eh!, que no es de sustancia; no es sino aire y vanidad.

Ésta debe de ser la causa, ponderó Critilo, que oyen tan pocas verdades los que más deberían. Ellas amargan y, como ellos las escuchan con el paladar, ó no se las dicen ó no tragan alguna y la que acierta á pasar les hace tan mal estómago, que no la pueden digerir.

Lo que les ofendió mucho fué el ver unos vilísimos esclavos de sí mismos, arrastrando eslabonados hierros; las manos no con cuerdas ni aun con esposas, atadas para toda acción buena y más para las liberales; el cuello con la argolla de un continuo, aunque voluntario ahogo; los pies con grillos, que no les dejaban dar un paso por el camino de la fama, tan cargados de hie p. 71 rros, cuan desnudos de aceros. Y con una nota tan descarada, estaban muy entronizados, cortejados y aplaudidos, mandando á hombres muy hombres, ingenuos y principales, gente toda de noble condición. Éstos servían á aquéllos, obedeciéndolos en todo y aun los llevaban en peso, poniendo el hombro á tan vil carga. Aquí ya dió voces Andrenio, sin poderlo tolerar:

¡Oh! ¡Quién pudiera llegar, decía, y barajar aquellas suertes! ¡Oh, cómo derribara yo á puntillazos aquellas malempleadas sillas y las trocara en lo que habían de ser y ellos también merecen!

No grites, dijo Quirón, que nos perdemos.

¿Qué importa, si todo va perdido?

¿No ves tú que son éstos los poderosos, los que...?

¿Éstos?

Esclavos
mandan.
Sí, éstos, esclavos de sus apetitos, siervos de sus deleites, los Tiberios, los Nerones, los Calígulas, Eliogábalos y Sardanápalos. Éstos son los adorados. Y al contrario, los que son los verdaderos señores de sí mismos, libres de toda maldad, éstos son los humillados. En consecuencia de esto, mira aquellos muy sanos de corazón, tendidos en el suelo y aquellos otros, tan malos, muy en pie. Los de buen color en todas sus cosas, andan descaecidos; y aquellos, á quienes su mala conciencia les ha robado el color, por lo que robaron, están empinados. Los de buenas entrañas no se pueden tener ni conservar; y los que las tienen dañadas, corren. Los que les huele mal el aliento, están alentados; los cojos tienen pies y manos. Todos los ciegos tienen palo. De suerte, que todos los buenos van por tierra y los malos andan ensalzados.

¡Oh, qué bueno va el mundo!, dijo Andrenio.

Pero lo que les causó gran novedad y aun risa fué ver un ciego, que no veía gota, aunque sí bebía muchas, con unos ojos más oscuros que la misma vileza, con más nubes que un Mayo. Con toda esta ceguera, venía hecho guía de muchos, que tenían la vista clara: él los guiaba ciego y ellos le seguían mudos, pues en nada le repugnaban.

p. 72 ¡Ésta sí, exclamó Andrenio, que es brava ceguera!

Ciegos guían. Y aun torpe también, dijo Critilo. Que un ciego guíe á otro gran necedad es; pero ya vista y caer ambos en una profundidad de males. Pero que un ciego de todas maneras quiera guiar á los que ven, ése es disparate nunca oído.

Yo, dijo Critilo, no me espanto que el ciego pretenda guiar á los otros: que, como él no ve, piensa que todos los demás son ciegos y que proceden del mismo modo á tientas y á tontas; mas ellos, que ven y advierten el peligro común, que con todo eso le quieran seguir, tropezando á cada punto y dando de ojos á cada paso, hasta despeñarse en un abismo de infidelidades, ésa es una increíble necedad y una monstruosa locura.

Pues advertid, dijo Quirón, que éste es un error muy común, una desesperación transcendental, necedad de cada día y mucho más de nuestros tiempos. Los que menos saben tratan de enseñar á los otros. Unos hombres embriagados intentan leer cátedra de verdades. De suerte que habemos visto que un ciego de la torpe afición de una mujer tan fea, cuan infame, llevó infinitas gentes tras sí, despeñándose todos en un profundo de eterna calamidad. Y ésta no es la octava maravilla; el octavo monstruo sí. Que el primer paso de la ignorancia es presumir saber y muchos sabrían, si no pensasen que saben.

Oyeron en esto un gran ruido, como de pendencia, en un rincón de la plaza, entre diluvios del populacho. Era una mujer, origen siempre del ruido. Muy fea; pero muy aliñada. ¡Mejor fuera prendida! Servíala de adorno todo un mundo, cuando ella le descompone todo.

Metía á voces su mal pleito y á gritos se formaba, cuando más se deshacía. Habíalas contra una mujer, muy otra en todo y aun por eso su contraria. Era ésta tan linda, cuan desaliñada; mas no descompuesta.

Iba casi desnuda. Unos decían que por pobre, otros que por hermosa. No respondía palabra: que ni osaba ni la oían. Todo p. 73 el mundo la iba en contra, no sólo el vulgo, sino los más principales y aun...; pero más vale enmudecer con ella.

Todos se conjuraron en perseguirla, pasando de las burlas á las veras, de las voces á las manos. Comenzaron á maltratarla y cargó tanta gente, que casi la ahogaban, sin haber persona, que osase ni quisiese volver por ella.

Aquí, naturalmente compasivo Andrenio, fué á ponérsele al lado; mas detúvole el Quirón, diciendo:

¿Qué haces? ¿Sabes con quién te tomas y por quién vuelves? ¿No adviertes que te declaras contra la plausible Mentira, que es decir contra todo el mundo y que te han de tener por loco? Mentira
plausible.
Quisiéronla vengar los niños, con sólo decirla; mas, como flacos y contra tantos y tan poderosos, no fué posible prevalecer, con lo cual quedó de todo punto desamparada la hermosísima Verdad y poco á poco á empellones la fueron todos echando tan lejos, que aun hoy no parece ni se sabe dónde haya parado.

Basta. ¿Qué? ¿No hay justicia en esta tierra?, decía Andrenio.

¿Cómo no?, le replicó el Quirón; pues de verdad que hay hartos ministros suyos. Justicia hay y no puede estar muy lejos, estando tan cerca la Mentira.

Asomó en esto un hombre de afecto agrio, rodeado de gente de juicio y, así como le vió, se fué para él la Mentira á informarle con muchas razones de la poca que tenía.

Respondióla que luego firmara la sentencia en su favor á tener plumas.

Al mismo instante, ella le puso en las manos muchos alados pies, con que volando, firmó el destierro de la Verdad, su enemiga, de todo el mundo.

Malos jueces. ¿Quién es aquel, preguntó Andrenio, que para andar derecho, lleva por apoyo el tormento, en aquella flexible vara?

Éste, respondió Quirón, es juez.

Ya el nombre se equivoca con el vendedor del justo. ¡Notable cosa que toca primero para oir después! ¿Qué significa espada desnuda, que lleva delante, y para qué la lleva?

p. 74 Ésa, dijo Quirón, es la insignia de la dignidad y juntamente instrumento del castigo: con ella corta la mala yerba del vicio.

Más valiera arrancarla de cuajo, replicó Critilo. Peor es á veces segar las maldades, porque luego vuelven á brotar con más pujanza y nunca mueren del todo.

Así había de ser, respondió Quirón; pero ya los mismos que habían de acabar los males son los que los conservan, porque viven de ellos.

Mandó luego ahorcar, sin más apelación, un mosquito y que lo hiciesen cuartos, porque había caído el desdichado en la red de la ley; pero á un elefante, que las había atropellado todas, sin perdonar humanas ni divinas, le hizo una gran bonetada al pasar cargado de armas prohibidas, bocas de fuego, buenas lanzas, ganzúas, chuzones y aun le dijo que, aunque estaba de ronda, si era servido, le irían acompañando todos sus ministros, hasta dejarle en su cueva.

¡Qué paso éste para Andrenio! Y no paró aquí, sino que á otro desventurado, que encogiéndose de hombros no osaba hablar alto, lo mandó pasear.

Y preguntando unos por qué le azotaban, respondían otros:

Porque no tiene espaldas; que á tenerlas, él hombreara, como aquellos que van allí cargados de ellas, con más cargas á más cargos.

D. Pablo
de Parada.
Desapareció el juez, cuando comenzó á llevarse los ojos y los aplausos un valiente hombre, que pudiera competir con el mismo Pablo de Parada. Venía armado de un temido peto, conjugado por todos tiempos, números y personas. Traía dos pistolas; pero muy dormidas en sus fundas, á lo descansado, caballo desorejado y no por culpas suyas, dorado espadín en sólo el nombre, hembra en los hechos, nunca desnuda por lo recatada. Coronábase de plumas, avechucho de la bizarría, que no del valor.

¿Éste, preguntó Andrenio, es hombre ó es monstruo?

Bien dudas, acudió Quirón, que algunas naciones la primera p. 75 vez que le vieron le imaginaron toda una cosa caballo y hombre. Soldados
al uso.
Éste es soldado. Así lo estuviera en las costumbres, no anduviera tan rota la conciencia.

¿De qué sirven éstos en el mundo?

¿De qué? Hacen guerra á los enemigos.

¡No la hagan mayor á los amigos!

Éstos nos defienden.

¡Dios nos defienda de ellos!

Éstos pelean, destrozan, matan y aniquilan nuestros contrarios.

¿Cómo puede ser eso, si dicen que ellos mismos los conservan?

Aguarda, yo digo lo que deberían hacer por oficio; pero está ya el mundo tan depravado, que los mismos remediadores de los males los causan en todo género de daños. Éstos, que habían de acabar las guerras, las alargan. Su empleo es pelear: que no tienen otros juros ni otra renta. Y, como acabada la guerra, quedarían sin oficio ni beneficio, ellos popan al enemigo, porque papan de él. ¿Para qué han de matar las centinelas al marqués de Pescara, si viven de él? ¡Que hasta el atambor sabe estos primores! Y así veréis que la guerra, Marqués
de Mortara.
que á lo más tirar estas nuestras barras pudiera durar un año, dura doce y fuera eterna, si la felicidad y el valor no se hubieran juntado hoy en un marqués de Mortara.

Lo mismo sienten todos de aquel otro, que también viene á caballo, para acabarlo todo. Éste tiene por asunto y aun obligación hacer de los malos buenos; pero él obra tan al revés, que de los buenos hace malos y de los malos peores. Éste trae guerra declarada contra la vida y la muerte: enemigo de entrambas, porque querría á los hombres ni mal muertos ni bien vivos; sino malos, que es un malísimo medio. Para poder él comer, hace de modo, que los otros no coman. Él engorda, cuando ellos enflaquecen. Mientras están entre sus manos, no pueden comer, y, si escapan de ellas, que sucede pocas veces, no les p. 76 queda qué comer. Médicos. De suerte que éstos viven en gloria, cuando los demás en pena y así peores son que los verdugos. Porque aquéllos ponen toda su industria en no hacer penar y con lindo aire hacen que le falte al que pernea; pero éstos todo su estudio ponen en que pene y viva muriendo el enfermo. Y así aciertan los que les dan los males á destajo. Y es de advertir que donde hay más doctores hay más dolores. Esto dice de ellos la ojeriza común; pero engáñase en la venganza vulgar, porque yo tengo por cierto que del médico nadie puede decir ni bien ni mal: no antes de ponerse en sus manos, porque aún no tiene experiencia; no después, porque no tiene ya vida. Pero advertid que no hablo del médico material, sino de los morales, de los de la república y costumbres, que, en vez de remediar los achaques é indisposiciones por obligación, ellos mismos los conservan y aumentan, haciendo dependencia de lo que había de ser remedio.

¿Qué será, dijo Andrenio, que no vemos pasar ningún hombre de bien?

Cardenal Sandoval.
Conde
de Lemos.
Señor
archiduque
Leopoldo.
Señor D. Luis
de Haro.
Ésos, acudió Quirón, no pasan, porque eternamente duran: permanece inmortal su fama. Hállanse pocos y éstos están muy retirados. Oímoslos nombrar como al unicornio en la Arabia y al fénix en su Oriente. Con todo, si queréis ver alguno, buscad un cardenal Sandoval en Toledo, un conde de Lemos gobernando Aragón, un archiduque Leopoldo en Flandes. Y si queréis ver la integridad, la rectitud, la verdad y todo lo bueno, en uno, buscad un don Luis de Haro en el centro que merece.

Estaban en la mayor fuga del ver y extrañar monstruosidades, cuando Andrenio al hacer un grande extremo alzó los ojos y el grito al cielo, como si le hicieran ver las estrellas.

¿Qué es esto?, dijo. ¡Yo he perdido el tino de todo punto! ¡Qué cosa es andar entre desatinados! Achaque de contagio: hasta el cielo me parece que está trabucado y que el tiempo anda al revés. Pregunto, señores, ¿es día ó es noche? Mas no lo metamos en pareceres, que será confundirlo más.

p. 77 Espera, dijo el Quirón; que no está el mal en el cielo, sino en el suelo. Que no sólo anda el mundo al revés, en orden al lugar; sino al tiempo. Ya los hombres han dado en hacer del día noche y de la noche día. Ahora se levanta aquél, cuando se había de acostar. Ahora sale de casa la otra con la estrella de Venus y volverá, cuando se ría de ella la aurora. Y es lo bueno que los que tan al revés viven El día noche. dicen ser la gente más ilustre y la más lucida; mas no falta quien afirma que, andando de noche como fieras, vivirán de día como brutos.

Esto ha sido, dijo Critilo, quedarnos á buenas noches y no me pesa, porque no hay cosa de ver.

¡Que á éste llamen mundo, ponderaba Andrenio! Hasta el nombre miente.

Calzósele al revés. Llámese inmundo y de todas maneras disparatado.

Algún día, replicó Quirón, bien le convenía su nombre. En verdad que era definición, cuando Dios quería y lo dejó tan concertado.

¿Pues de dónde le viene tal desorden?, preguntó Andrenio. ¿Quién le trastornó de alto abajo, como hoy lo vemos?

En eso hay mucho que decir, respondió Quirón. Harto lo censuran los sabios y lo lloran los filósofos. Aseguran unos que la Fortuna, como está ciega y aun loca, lo resuelve todo cada día, no dejando cosa en su lugar ni tiempo. Otros dicen que, cuando cayó el lucero de la mañana, aquel aciago día, dió tal golpe en el mundo, que le sacó de sus quicios, trastornándole de alto abajo. Ni falta quien eche la culpa á la mujer, llamándola el duende universal, que todo lo revuelve. Mundo
trabucado.
Mas yo digo que donde hay hombres no hay que buscar otro achaque: uno solo basta á desconcertar mil mundos y el no poderlo era lo que lloraba el otro grande inquietador.

Más digo: que, si no previniera la divina Sabiduría que no pudieran llegar los hombres al primer móvil, ya estuviera todo barajado y anduviera el mismo cielo al revés: un día saliera el p. 78 sol por el poniente y caminara al oriente y entonces fuera España cabeza del mundo, sin contradicción alguna, que no hubiera quien viviera con ella.

Y es cosa de notar que, siendo el hombre persona de razón, lo primero que ejecuta es hacerla á ella esclava del apetito bestial. De este principio se originan todas las demás monstruosidades. Todo va al revés, en consecuencia de aquel desorden capital. La virtud es perseguida, el vicio aplaudido, la verdad muda, la mentira trilingüe, los sabios no tienen libros y los ignorantes librerías enteras. Los libros están sin doctor y el doctor sin libros. La discreción del pobre es necedad y la necedad del poderoso es celebrada. Los que habían de dar vida matan. Los mozos se marchitan y los viejos reverdecen. El derecho es tuerto y ha llegado el hombre á tal punto de desatino, que no sabe cuál es su mano derecha, pues pone el bien á la izquierda. Lo que más le importa echa á las espaldas, lleva la virtud en tres pies y, en lugar de ir adelante, vuelve atrás.

Pues si esto es así, como lo vemos, dijo Andrenio, ¿para qué me has traído al mundo, oh Critilo? ¿No me estaba yo bien á mis solas? Yo resuelvo volverme á la cueva de mi nada. ¡Alto!, huyamos de tan insufrible confusión, sentina, que no mundo.

Esto es lo que ya no se puede, respondió Critilo. ¡Oh cuántos volvieran atrás, si pudieran! No quedaran personas en el mundo. Advierte que vamos subiendo por la escalera de la vida y las gradas de los días, que dejamos atrás, al mismo punto, que movemos el pie, desaparecen. No hay por donde volver á bajar ni otro remedio, que pasar adelante.

¿Pues cómo hemos de poder vivir en un mundo como éste, porfiaba, afligiéndose Andrenio, y más para mi condición, si no me mudo? Que no puedo sufrir cosas malhechas. Yo habré de reventar sin duda.

¡Eh!, que te harás á ello en cuatro días, dijo Quirón, y serás tal como los otros.

p. 79 ¡Eso no! ¿Yo loco? ¿Yo necio? ¿Yo vulgar?

Ven acá, dijo Critilo. ¿No podrás tú pasar por donde tantos sabios pasaron, aunque sea tragando saliva?

Debía estar de otra data el mundo.

Conde
de Castrillo.
Marqués
de Grana.
El mismo fué siempre que es. Así le hallaron todos y así le dejaron. Vive un entendedor conde de Castrillo y no revienta un entendido marqués Carreto y pasa.

¿Pues cómo hacen para poder vivir, siendo tan cuerdos?

¿Cómo? Ver, oir y callar.

Yo no diría de esa suerte; sino ver, oir y reventar.

No dijera más Heráclito.

Ahora díme, ¿nunca se ha tratado de adobar el mundo?

Sí. Cada día lo tratan los necios.

¿Por qué necios?

Porque es tan imposible como concertar á Castilla y descomponer á Aragón. ¿Quién podrá recabar que unos no tengan nepotes y otros privados? Que los franceses no sean tiranos, los ingleses tan feos en el alma, cuan hermosos en el cuerpo, los españoles soberbios y los genoveses...

No hay que tratar. Yo me vuelvo á mi cueva y á mis fieras, pues no hay otro remedio.

Yo te le he de dar, dijo el Quirón, tan feliz como verdadero, si me escuchas en la Crisi siguiente.


CRISI VII

La fuente de los engaños.

Declararon todos los males al hombre por su enemigo común, no más de por tener él razón. Estando ya para darle la batalla, dicen que llegó al campo la Discordia, que venía, no del infierno como algunos pensaron, ni de los pabellones militares p. 80 como otros creyeron; sino de casa de la hipócrita Ambición. En estando allí, hizo de las suyas.

Movió una reñida competencia sobre quién había de llevar la vanguardia, no queriendo ceder ningún vicio esta ventaja del valor y del valer. Pretendía la Gula, por primera pasión del hombre, que comienza á triunfar desde la cuna. La Lascivia llevábalo por valiente, jactándose de la más poderosa pasión, refiriendo sus victorias y favorecíanla muchos. La Codicia alegaba ser la raíz de todos los males. La Soberbia blasonaba su nobleza, haciéndose oriunda del cielo y ser el vicio más de hombres, cuando los demás son de bestias. La Ira lo tomaba fuertemente. De esta suerte peleaban entre sí y todo paraba en confusión.

Tomó la mano la Malicia y hízoles una pesadamente grave arenga. Encargóles sobre todo la unión, aquel ir encadenados todos y, tocando el punto de la dificultad, les dijo:

Esta bizarría del embestir, sabida cosa es que toca á mi hija primogénita la Mentira. ¿Quién dudó jamás de eso? Ella es la autora de toda maldad, fuente de todo vicio, madre del pecado, arpía que todo lo inficiona, Fitón que todo lo anda, hidra de muchas cabezas, Proteo de muchas formas, Centimano que á todas manos pelea, Caco que á todos desmiente, progenitora al fin del engaño, aquel poderoso rey, que abarca todo el mundo entre engañadores y engañados, unos de ignorancia y otros de malicia.

La Mentira, pues, con el Engaño embistan la incauta candidez del hombre, cuando mozo y cuando niño, valiéndose de sus invenciones, ardides, estratagemas, asechanzas, trazas, ficciones, embustes, enredos, embelecos, dolos, marañas, ilusiones, trampas, fraudes, falacias y todo género de italiano proceder: que de este modo, entrando los demás vicios por su orden, sin duda que tarde ó temprano, á la mocedad ó la vejez, se conseguirá la deseada victoria.

Cuánta verdad sea ésta confírmelo lo que les sucedió á Critilo y Andrenio, á poco rato que se habían despedido del sagaz p. 81 Quirón. El cual, habiéndolos sacado de aquel confuso Babel, registro de todo el mundo, é introducídolos en el camino más derecho, volvióse á encaminar otros y ellos pasaron adelante en el peregrino viaje de su vida.

Iba muy consolado Andrenio con el único remedio que le dió para poder vivir y fué que mirase siempre al mundo, no como ni por donde le suelen mirar todos; Conde
de Oñate.
sino por donde el buen entendedor conde de Oñate, esto es al contrario de los demás, por la otra parte de lo que parece. Y con eso, como él anda al revés, el que le mira por aquí, le ve al derecho, entendiendo todas las cosas al contrario de lo que muestran.

Cuando vieres un presumido de sabio, cree que es un necio. Ten al rico por pobre de los verdaderos bienes. El que á todos manda es esclavo común. El grande de cuerpo no es muy hombre; el grueso, tiene poca sustancia. El que hace el sordo oye más de lo que querría. El que mira lindamente es ciego ó cegará. El que huele mucho huele mal á todos. El hablador no dice cosa. El que ríe regaña. El que murmura se condena. El que come más come menos. El que se burla tal vez se confiesa. El que dice mal de la mercadería la quiere. El que hace el simple sabe más. Al que nada le falta él se falta á sí mismo. El avaro, tanto le sirve lo que tiene, como lo que no tiene. El que gasta más razones tiene menos. El más sabio suele ser menos entendido. Darse buena vida es acabar. El que la ama la aborrece. El que te unta los cascos, ése te los quiebra; el que te hace fiestas, te ayuda. La necedad la hallarás de ordinario en los buenos pareceres. Saber discurrir. El muy derecho es tuerto. El mucho bien hace mal. El que excusa pasos da más. Por no perder un bocado se pierden ciento. El que gasta poco gasta doblado. El que te hace llorar te quiere bien. Y al fin, lo que uno afecta y quiere parecer, éso es menos.

De esta suerte iban discurriendo, cuando interrumpió su filosofar otro monstruo, aunque no lo extrañaron, porque en este mundo no se topa sino una monstruosidad tras otra. Venía ha p. 82 cia ellos una carroza, cosa bien rara en camino tan dificultoso, aunque tan derecho; pero ella era tan artificiosa y de tan enteras vueltas, que atropellaba toda dificultad. Las pías, que la tiraban, más remendadas que pías, eran dos serpientes y el cochero una vulpeja.

Preguntó Critilo si era carroza de Venecia; pero disimuló el cochero, haciendo del desentendido. Venía dentro un monstruo, digo, muchos en uno, porque ya era blanco, ya negro, ya mozo, ya viejo, ya pequeño, ya grande, ya hombre, ya mujer, ya persona, ya fiera, tanto, que dijo Critilo si sería éste el celebrado Proteo.

Luego que llegó á ellos, se apeó con más cortesías que un francés novicio, primera especie de engaño. Y con más cumplimientos que una despedida aragonesa, les dió la bienvenida, ofreciéndoles, de parte de su gran dueño su palacio, donde descansasen algunos días del trabajo de tan enfadoso camino.

Agradecidos ambos á tan anticipado favor, le preguntaron ¿quién era el tal señor, que sin conocerlo ni conocerlos, así los obligaba?

Es, dijo, un gran príncipe, que, si bien su señorío se extiende por toda la redondez de la tierra, aquí al principio del mundo, en esta primera entrada de la vida tiene su metrópoli. Es un gran rey y con toda propiedad monarca, pues tiene vasallos reyes, que son bien pocos los que no le rinden parias. Su reino es muy florido, donde, á más de que se premian las armas y se estiman las letras, Hacer parecer. quien quisiere entender de raíz la política, el modo, el artificio, curse esta corte: aquí le enseñarán el atajo para medrar y valer en el mundo, el arte de ganar voluntades y tener amigos y sobre todo el hacer parecer las cosas, que es el arte de las artes.

Picado el gusto, picábanle los pies á Andrenio por ir allá. No veía la hora de hallarse en una corte tan política. Y, obligado del agasajo, estaba ya dentro de la carroza, dando la mano á Critilo y estirándole á que entrase. Mas éste, como iba p. 83 con pies de oro, volvió á informarse cómo se nombraba aquel príncipe. Que siendo tan grande, como decía, no podía dejar de tener gran nombre.

Muchos tiene, respondió el ministro, mudando á cada palabra su semblante. Nombres y renombres tiene y, aunque en cada provincia el suyo y para cada acción, pero el verdadero, el más propio, pocos le saben, porque muy pocos llegan á verle y menos á conocerle. Es príncipe de mucha autoridad; que no es de éstos de á docena en provincia. Guarda gran recato; no se permite así vulgarmente. Que consiste su mayor estimación en el retiro y en no ser descubierto. Al cabo de muchos años llegan algunos á verle y eso por gran ventura; que otros ni en toda su vida.

Ya en esto les había sacado del camino derecho y metido en otro muy intrincado y torcido. Cuando lo advirtió Critilo, comenzó á malearse; pero ya no era fácil volver atrás y desenredarse, asegurándoles la guía que aquél era el atajo de medrar, que le siguiesen, que él les ofrecía sacarlos á lucimiento, y que advirtiesen que casi todos los pasajeros echaban por allí.

No es eso lo mejor, dijo Critilo; antes lo trivial le hace sospechoso, y previno á Andrenio fuese muy sobre sí y doblase la cautela.

Llegaron ya á la gran fuente de la gran sed, tan nombrada, como deseada de todos los fatigados viandantes. Famosa por su artificio, injuria de Juanelo y célebre por la perennidad de sus líquidos cristales. Estaba en medio de un gran campo y aun no bastante para la mucha gente que concurría, solicitando alivio á tanta sed y fatiga. Veíase en aquella ocasión tan coronada de sedientos pasajeros, que parecía haberse juntado todo el mundo: que bien pocos de los mortales faltaban. Brollaba el agua por siete caños en gran abundancia; aunque no eran de oro, sino de hierro, circunstancia que la notó bien Critilo. Y más cuando vió que, en vez de grifos y leones, eran sierpes y eran canes. No había estanque donde el agua rebalsase, porque no sobraba p. 84 gota, donde se desperdiciaban tantas, asegurando todos, cuantos la gustaban, era la más dulce que en su vida habían bebido. Y con este cebillo, sobre el cansancio, no cesaban de brindarse, hidrópicos de dulzura. Para la gente de cuenta, que siempre éstos son contados, había cálices de oro, que una agradable ninfa, tabernera de Babilonia, con extremada cortesía les ministraba y las más veces bailándoles el agua delante.

Aquí Andrenio, tan apretado de la sed, cuan obligado del agasajo, sin más reparo, se precipitó al agua. Poca pudo pasar, que le gritó Critilo:

¡Aguarda, espera! Mira primero si es agua.

¿Pues qué ha de ser?, replicó él.

Bien puede ser veneno, que aquí todo es de temer.

Agua veo yo que es y muy clara y bien risueña.

Esto, replicó Critilo, es lo peor: aun del agua clara ya no hay que fiar, pues con todo ese claro proceder adultera las cosas, representándolas mayores de lo que son y á veces más altas y otras las esconde en el profundo: ya ríe, ya murmura, que no hiciera más un áulico.

Déjame siquiera enjuagar, replicó Andrenio: que estoy que perezco.

No hagas tal, que el enjuagar siempre fué reclamo de beber.

¿Siquiera no podría bañarme estos ojos, limpiándome del polvo que me ciega y del sudor que me ensucia?

Ni aun eso. Créeme y remítete siempre á la experiencia, con enseñanza tuya y riesgo ajeno. Nota el efecto que hará en éstos, que ahora llegan. Míralos bien primero, antes que beban, y vuelve á reconocerlos después de haber bebido.

Llegaba en esto una gran tropa de pasajeros que, más sedientos que atentos, se lanzaron al agua. Comenzaron á bañarse lo primero y restregarse los ojos blandamente; pero ¡cosa rara é increíble! al mismo punto que les tocó el agua en ellos, se les trocaron, de modo que, siendo antes muy naturales y claros, se les volvieron de vidrio de todos colores.

p. 85 Satisfecho. Á uno tan azules, que todo cuanto veía le parecía un cielo, que estaba en gloria: éste era un gran necio, que vivía muy satisfecho de sus cosas. Á otro se le volvieron cándidos, como la misma leche: todo cuanto veía le parecía bueno, sin género alguno de malicia. De nadie sospechaba mal y así todos le engañaban, todo lo abonaba y más si eran cosas de sus amigos: hombre más sencillo que un polaco.

Malicioso. Al contrario, á otro se le pusieron más amarillos que una hiel: ojos de suegra y cuñada. En todo hallaba dolo y reparo, todo lo echaba á la peor parte y, cuantos veía, juzgaba que eran malos y enfermos. Éste era uno más malicioso que juicioso.

Á otros se les volvían verdes, que todo se lo creían y esperaban conseguir: ojos ambiciosos. Los amartelados cegaban de todo punto y de ajenas legañas. Á muchos se les paraban sangrientos que parecían calabreses.

¡Cosa rara! que, aunque á algunos daba buena vista, veían bien y miraban mal: debían ser envidiosos. No sólo se les alteraban los ojos en orden á la calidad; sino á la cantidad y figura de los objetos y de suerte que á unos todas las cosas les parecían grandes y más las propias, á lo castellano; á otros todo les parecía poco, gente de malcontentar.

Había uno, que todas las cosas le parecían estar muy lejos, acullá cien leguas, y más los peligros, la misma muerte. Éste era un incauto. Al contrario, á otro le parecía, que todo lo tenía muy cerca y los mismos imposibles muy á mano. Todo lo facilitaba: pretendiente había de ser.

Confiado. Notable vista era la que les comunicaba á muchos, que todo les parecía reírseles y que todos les hacían fiestas y agasajos: condición de niños. Estaba uno muy contento, porque en todo hallaba hermosura, pareciéndole que veía ángeles: éste dijeron que era ó portugués ó nieto de Macías.

Hombre había, que en todo se veía á sí mismo: necio Antiferonte. Á otro se le equivocó la vista de modo, que veía lo p. 86 que no miraba: bizco de intención y de voluntad torcida. Había ojos de amigos y ojos de enemigos muy diferentes; ojos de madre, que los escarabajos le parecían perlas, y ojos de madrastra, mirando siempre de mal ojo; ojos españoles, verdinegros, y azules los franceses.

Todos estos monstruosos efectos causó aquel venenoso licor en los que se lavaron con él; que en otros, que llegaron á tomarle en la boca y enjuagarse, ya obró más prodigiosas violencias, pues las lenguas, que antes eran de carne sólida y sustancial, las trocó en otras de bien extraordinarias materias. Lengua
de seda.
Unas de fuego, que abrasaban el mundo y otras de aguachirle, muy á la clara. Muchas de viento, que parecían fuelles en llenar las cabezas de mentiras, de soplos y de lisonjas. Algunas, que habían sido de seda, las volvía de bayeta y las de terciopelo en raso. Transformaba otras en lenguas de burlas, nada sustanciales y las más de borra, que se embarazaban mucho en decir lo que convenía. Á muchas mujeres las quitó del todo las lenguas; pero no el habla, que antes hablaban más, cuanto más deslenguadas.

Modos
de hablar.
Comenzó uno á hablar muy alto.

Éste, dijo Andrenio, español es.

No es sino un presuntuoso, dijo Critilo: que los que habían de hablar más quedo, hablan de ordinario más alto.

Así es, dijo uno, con una voz afeminada, que parecía francés y no era; sino un melindroso.

Salióle al encuentro otro, que parecía hablar entre boca de noche y todos creyeron era tudesco; mas él mismo dijo:

No soy sino uno de éstos que, por hablar culto, hablo á oscuras.

Ceceaba uno tanto, que hacía rechinar los dientes y todos convinieron en que era andaluz ó gitano. Otros se escuchaban y eran los que peor decían. Muy alborotado comenzó uno á inquietarlo todo y á revolver el mundo, sin saber él mismo por qué; sólo dijo que era su natural. Creyeron todos que era mallorquín; mas no era, sino un bárbaro furioso.

p. 87 Hablaba uno y nadie le entendía: pasó plaza de vizcaíno; mas no lo era, sino uno que pedía. Perdió de todo punto la habla un otro, procurando darse á entender por señas y todos se reían de él.

Éste, sin duda, dijo Critilo, quiere decir la verdad y no acierta ó no se atreve.

Hablaban otros muy ronco y con voz muy baja.

Éstos, dijo, habían de ser del parlamento; pero no son sino del consejo de sí mismos.

Algunos hablaban gangoso; si bien no faltaba quien les entendía la ganga, tartamudeando los que negaban, los que ni bien decían de sí, ni bien de no. Muchos no hablaban seguido y muy pocos se mordían la lengua. Pronunciaban algunos como botijas á lo enfadado y más á lo enfadoso. Éstos entonado, aquéllos mirlado, especialmente cuando querían engañar.

Fué de modo, que ninguno quedó con su voz, ni buena ni verdadera. No había hombre, que hablase llanamente, igual, consiguiente y sin artificio; todos murmuraban, fingían, malsinaban, mentían, engañaban, chismeaban, injuriaban, blasfemaban y ofendían.

Desde aquí aseguran que á los franceses, que bebieron más que todos y les brindaron los italianos, les quedó el no hablar como escriben, ni el obrar lo que dicen: de modo, que es menester atenderles mucho á lo que pronuncian y escriben, entendiéndolo todo al revés.

Pero donde mostró su eficacia el licor pestilencial fué en aquellos que bebieron dél. Porque al mismo punto que le tragaron, ¡cosa lastimosa, pero cierta! todo el interior se les revolvió y mudó de suerte, que no les quedó aquella sustancia verdadera, que antes tenían; sino que quedaron llenos de aire, rebutidos de borra. Hombres de burla, todo mentira y embeleco.

Hombres
de ahora.
Los corazones se les volvieron de corcho, sin jugo de humanidad ni valor de personas; las entrañas se les endurecieron p. 88 más que de pedernales; los sesos, de algodón, sin fondo de juicio; la sangre, agua, sin color ni calor; el pecho, de cera, no ya de acero; los nervios, de estopa, sin bríos; los pies, de plomo para lo bueno y de pluma para lo malo; las manos, de pez, que todo se les pega; las lenguas, de borra; los ojos, de papel. Y todos ellos engaño de engaños y todo vanidad.

Al desdichado Andrenio una sola gota, que tragó, que las demás se las hizo verter Critilo, le hizo tal operación, que quedó vacilando siempre en la virtud.

¿Qué te parece, le dijo Critilo? ¿Qué perennidad ésta de engaños? ¿Qué manantial de mentiras en el mundo? Mira que bueno hubieras quedado, si hubieras bebido á hartar, como hacen los más. Duque
de Osuna.
Príncipe
de Condé.
¿Piensas tú que valen poco unos ojos claros, una lengua verdadera, un hombre sustancial, un duque de Osuna, una persona que lo sea, un príncipe de Condé? Créeme y estima el serlo, que es un prodigio de fénix.

¡Ay tal suceso!, decía Andrenio. ¿Quién tal creyera de una agua tan mansa?

Ésta es la peor.

¿Cómo se llama esta fuente? preguntó á unos y á otros. Y ninguno supo responderle.

No tiene nombre, dijo el Proteo: que en no ser conocida consiste su eficacia.

Pues llámese, dijo Critilo, la fuente de los engaños, donde el que una vez bebe, después todo se lo traga y todo lo trueca.

Quisiera volver atrás Critilo; mas no pudo ni vino en ello Andrenio. Necio
con todos.
Ya maleado, instando en pasar adelante el Proteo y diciendo: ¡Ea!, que más vale ser necio con todos, que cuerdo á solas.

Fuélos desviando, que no guiando, por unos prados amenos, donde se estaba dando verdes la juventud. Caminaban á la fresca de árboles frondosos, todos ellos descorazonados: gran señal de infructíferos. Divisábase ya la gran ciudad, por los p. 89 humos: vulgar señal de habitación humana, en que todo se resuelve. Tenía extremada apariencia y mejor cuanto más de lejos era. Era increíble el concurso, que de todas las provincias y á todos tiempos acudían á aquel paradero de todos, levantando espesas nubes de polvo, que quitaban la vista.

Cuando llegaron á ella, hallaron que lo que parecía clara por fuera, era confusa por dentro. Ninguna calle había derecha ni despejada: modelo de laberintos y centro de minotauros. Fué á meter el pie el arrojado Andrenio y dióle un grito Critilo:

Abre los ojos primero, los interiores digo, y por que adviertas donde entras, mira.

Bajóse á tierra y, escarbando en ella, descubrió lazos y más lazos, de mil maneras, hasta de hilos de oro y de rubios cabellos. De suerte que todo el suelo estaba sembrado de trampas encubiertas.

Nota, le dijo, dónde y cómo entras, considera á cada paso que dieres dónde pones el pie y procura asentarlo. No te apartes un punto de mi lado, si no quieres perderte. Regla de vivir. Nada creas de cuanto te dijeren, nada concedas de cuanto te pidieren, nada hagas de cuanto te mandaren. Y en fe de esta lección, echemos por esta calle, que es la del callar y ver para vivir.

Eran todas las casas de oficiales; no se veía un labrador: gente que no sabe sentir. Vieron cruzar de una parte á otra muchos cuervos domésticos y muy hallados con sus amos. Extrañólo Andrenio y aun lo tuvo por mal agüero; mas díjole el Proteo:

No te espantes, que destas malas aves dijo una muy aguda necedad Pitágoras, prosiguiendo aquél su opinado disparate, de que Dios castigaba los malos en muerte, trasladando sus almas á los cuerpos de aquellos brutos, á quienes habían simbolizado en vida. Las de los crueles metía á tigres, las de los soberbios á leones, las de los deshonestos á jabalíes y así de todos. Oficiales. Dijo, pues, que las almas de los oficiales, especialmente aquellos que nos dejan en cueros, cuando nos visten, las daba á p. 90 cuervos. Y, como siempre habían mentido, diciendo ¡mañana, señor, estará acabado, para mañana sin falta! ahora, prosiguiendo su misma canción, van repitiendo por castigo y por costumbre aquel su ¡cras, cras! , que nunca llega.

En lo más interior ya de la ciudad vieron muchos y grandes palacios, muy ostentosos y magníficos.

Aquel primero, les dijeron antes de preguntarlo, es de Salomón. Allí está embelesado entre más de trescientas mujeres, equivocándose entre el cielo y el infierno.

En aquella, que parece fortaleza y no es sino una casa bien flaca, mora Hércules, hilando con Onfale la camisa ó mortaja de su fama.

Acullá Sardanápalo, vestido de mujer y revestido de su flaqueza. Más hacia acá Marco Antonio, el desdichado, por más que le diga la buenaventura una gitana.

En aquel arruinado alcázar no vive, sino que acaba, el godo Rodrigo, desde cuyo tiempo quedaron fatales los condes para España. Aquella otra, la mitad de oro y la mitad de lodo amasado con sangre humana, es la casa áurea de Nerón, el extremado, comenzando por una prodigiosa clemencia y acabando en una portentosa crueldad. Acullá hace ruido el más cruel de los Pedros, que no sólo los dientes, pero todos los huesos está crujiendo de rabia.

Aquellos otros palacios se están fabricando ahora á toda priesa. No se sabe aún para quién son; aunque muchos se lo sospechan. Lo cierto es que se edifican para quien no edifica y estas obras son para los que no las hacen.

Este lado del mundo embarazan los engañados, les dijo uno vestido de verde; aquel otro lo ocupan los engañadores. Aquéllos se ríen de éstos y éstos de aquéllos, que al cabo del año ninguno queda deudor.

Engañados
engañadores.
Mostró grandes ganas Andrenio de pasar de la otra banda y verlo todo, no estando siempre entre los engañados; pero no topaban otro, que tiendas de mercaderes y muy á oscuras. p. 91 Unas vendían borra y más borra, para hacer parecer, para suplir faltas, aun de las mismas personas. Otras, cartones para hacer figuras.

Había una llena de pieles de raposa y aseguraban eran más estimadas, que las martas cebellinas. Creyéronlo, cuando vieron entrar y salir en ella hombres famosos, como Temístocles y otros más modernos. Vestíanse muchos de ellas, á falta de pieles de león, que no se hallaban; pero los sagaces servíanse de ellas por aforro de los mismos armiños.

Vieron en una tienda gran cantidad de anteojos para no ver ó para que no viesen. Compraban muchos los señores, para los que los llevan acuestas, con que los tienen quietos y enfrenados. Las casadas los compraban, para que no se viesen sus antojos y hacer creer á los maridos se les antojan las cosas. También había para engrandecer y para multiplicar, de modo que había de viejos y de mozos, de hombres y de mujeres y éstos eran los más caros.

Toparon una tienda llena de corchos, para hacer personas y realmente, aunque se empinaban con ellos y parecían más de lo que eran, pero todo era poca sustancia. Lo que le contentó mucho á Andrenio fué una guantería:

¡Qué gran invención, dijo, ésta de los guantes! Para todo tiempo, contra el calor y contra el frío, defienden del sol y del aire; aunque no sea sino para dar qué hacer á algunos, que en todo el día no hacen otro, que calzárselos y descalzárselos.

Cazar
con guantes.
Sobre todo, dijo Critilo, para que á poca costa echen buen olor las personas; que de otra suerte cuesta mucho y tal vez un ojo de la cara.

¡Qué bien lo entendéis!, replicó el guantero. Si dijerais que sirven ya para envainar las uñas, que no les puedan mirar á las manos, eso sí. Ni falta quien se los calza para cazar.

¿Cómo puede ser eso, dijo Critilo, si el mismo refrán lo contradice?

No hagáis caso de eso, señor mío, que ya hasta los refranes p. 92 mienten ó los desmienten. Lo que yo sé decir es que más monta ahora lo que se da para guantes, que en otro tiempo para un vestido.

Dadme acá uno solo, dijo Critilo, que yo quiero asentarlo.

Después de haber pasado las calles de la Hipocresía, de la Ostentación y Artificio, llegaron ya á la plaza Mayor, que era la de palacio, porque estuviesen en su centro.

Era espacioso y nada proporcionado ni estaba á escuadra; todo ángulos y traveses, sin perspectiva ni igualdad. Todas sus puertas eran falsas y ninguna patente. Muchas torres, más que en Babilonia y muy airosas. Las ventanas verdes, color alegre, por lo que promete, y el que más engaña.

Aquí vivía ó aquí yacía aquel tan grande como escondido monarca, que muy entretenido asistía estos días á unas fiestas, dedicadas á engañar el pueblo, no dejándole lugar para discurrir en cosas mayores.

Estaba el príncipe viéndolas bajo celosía, ceremonia inviolable y más este día, que hubo unos juegos de mano, obra de gran sutileza, muy de su gusto y genio: toda tropelía.

Estaba la plaza hecha un gran corral del vulgo, enjambre de moscas en el zumbido y en sentarse en la basura de las costumbres, engordando con lo podrido y hediondo de las morales llagas.

Á tan mecánico aplauso, subió en puesto superior, más descarado que autorizado, cuales suelen ser todos los que sobresalen en las plazas, un elocuentísimo embustero, que después de una bien paloteada arenga, comenzó á hacer notables prestigios, maravillosas sutilezas, teniendo toda aquella innumerable vulgaridad embobada.

Entre otras burlas bien notables, les hacía abrir las bocas y aseguraba les metía en ellas cosas muy dulces y confitadas. Y ellos se lo tragaban. Pero luego les hacía echar cosas asquerosísimas, inmundicias horribles, con gran desaire de ellos y risa p. 93 de todos los circunstantes. El mismo charlatán daba á entender que comía algodón muy blanco y fino; mas luego, abriendo la boca, lanzaba por ella espeso humo, fuego y más fuego, que aterraba. Tragaba otras veces papel y luego iba sacando muchas cintas de seda, listones de resplandor: y todo era embeleco, como se usa.

Gustó mucho á Andrenio y comenzó á solemnizarlo.

Basta, dijo Critilo; que tú también te pagas de las burlas, no distinguiendo lo falso de lo verdadero.

¿Quién piensas tú que es este valiente embustero? Éste es un falso político, llamado el Maquiavelo, que quiere dar á beber sus falsos aforismos á los ignorantes. Maquiavelistas. ¿No ves cómo ellos se los tragan, pareciéndoles muy plausibles y verdaderos? Y bien examinados, no son otro que una confitada inmundicia de vicios y de pecados. Razones, no de estado, sino de establo. Parece que tiene candidez en sus labios, pureza en su lengua y arroja fuego infernal, que abrasa las costumbres y quema las repúblicas. Aquéllas, que parecen cintas de seda, son las políticas leyes, con que ata las manos á la virtud y las suelta al vicio. Éste es el papel del libro que publica y el que masca: todo falsedad y apariencia, con que tiene embelesados á tantos y tontos. Créeme que aquí todo es engaño; mejor sería desenredarnos presto de él.

Mas Andrenio apelóse al entretenimiento del otro día, que lo publicaron de mucho deporte.

No bien amaneció, que allí aun el día nunca es claro, cuando se vió ocupada toda la plaza de un gran concurso de gente, con que no faltó quien dijo estaba de bote en bote vacía. La fiesta era una farsa con muchas tramoyas y apariencias: célebre espectáculo en medio de aquel gran teatro de todo el mundo. No faltó Andrenio de los primeros para su gusto ni Critilo para su provecho. En vez de la música, ensaladilla del gusto, se oyeron pucheros y, en lugar de los acordes instrumentos y voces regaladas, se oyeron lloros y, al cabo de ellos, si se acaban, p. 94 salió un hombrecillo, digo que comenzaba á ser hombre. Conocióse luego ser extranjero en lo desarrapado.

Apenas se enjugó las lágrimas, cuando se adelantó á recibirle un grande cortesano, haciéndose muy amigo, dándole la bienvenida. Ofrecióle largamente cuanto pudiera el otro desear en tierra ajena y él no cumplir en la propia, con tal sobra de palabras, que el extranjero se prometió las obras. Convidóle lo primero á su casa, que se veía allí á un lado, tan llena de tramoyas, cuan vacía de realidades. Comenzó á franquearle riquezas en galas, que era de lo que él más necesitaba, por venir desnudo; pero con tal artificio, que lo que con una mano le daba, con la otra se lo quitaba, con increíble presteza. Calábase un sombrero, coronado de diamantes, y prontamente arrojaban un anzuelo, sin saber cómo ni por dónde y pescábanselo con sobrada cortesía. Lo mismo hicieron de la capa, dejándole gentilhombre. Poníale delante una riquísima joya; mas luego con gran destreza se la barajaba, suponiéndole otra falsa, que era tirarle piedras. Estrenábale una gala muy costosa y, en un cerrar y abrir de ojos, se convertía en una triste mortaja, dejándole en blanco.

Y todo esto con grande risa y entretenimiento de los presentes: que todos gustan de ver el ajeno engaño, faltándoles el conocimiento para el propio. Ni advertían que, mientras estaban embelesados, mirando lo que al otro le pasaba, les saqueaban á ellos las faltriqueras y tal vez las mismas capas. De suerte que al cabo, el mirado y los que miraban, todos quedaban iguales, pues quedaban todos desnudos en la calle y aun en la misma tierra.

Salió en esto otro agasajador y, aunque más humano, hechura del primero. Parecía del buen gusto y así le dijo tratase de emplearlo. Mandó parar la mesa á quien nunca para. Sacaron muchos platos; aunque los más comen sin plato. Arrastraron sillas y al punto que el convidado fué á sentarse en una, que no debiera tomarlo tan de asiento, falseóle á lo mejor y, al caer p. 95 él, se levantó la risa en todo el teatro. Acudió compasiva una mujer y por lo joven muy robusta y, ayudándole á levantar, le dijo se afirmase en su rollizo brazo. Con esto pudo proseguir, si no hallara falsificada la vianda.

Porque al descoronar la empanada, hallaba sólo el eco y del pernil el nihil . Las aves sólo tenían el nombre de perdigones, todo crudo y sin sustancia. Al caer se quebró el salero, con que faltó la sazón y el agüero no. El pan, que parecía de flor, era con piedras, que aún no tenía salvados. Vida tragedia. Las frutas de Sodoma, sin fruto. Sirviéronle la copa de todas maneras penada, y tanto, que más fué papar viento que beber vino, que fué. En vez de música, era la vaya que le daban.

Á lo mejor del banquete, cansóse ó quiso cansarse el falso arrimo; al fin, por lo femenil, flaco y falso. Dejóle caer y contó al revés todas las gradas, hasta llegar á tierra y llenarse de lodo. Ninguno de cuantos asistían se comidió á ayudarle. Miró él á todas partes, por si alguno se compadecía y vió cerca un viejo cano. Rogóle que, pues no era hombre de burlas, como lo prometía su madurez, quisiese darle la mano. Respondióle que sí y aun le llevaría en hombros. Ejecutólo oficioso; mas él se hacía cojo, cuando no volaba, y no menos falso que los demás.

Á pocos pasos tropezó en su misma muleta, con que cayó en una encubierta trampa de flores y verduras, gran parte de la fiesta. Aquí lo dejó caer, cogiéndole de vuelo la ropa, que le había quedado; allí se hundió, donde nunca más fué visto ni oído, pereciendo su memoria con sonido, pues se levantó la grita de todo aquel mecánico teatro. Hasta Andrenio dando palmadas solemnizaba la burla de los unos y la necedad del otro.

Volvióse hacia Critilo y hallóle, que no sólo no reía, como los demás; pero estaba sollozando.

¿Qué tienes?, le dijo Andrenio. ¿Es posible que siempre has de ir al revés de los demás? ¿Cuando los otros ríen, tú lloras y cuando todos se huelgan, tú suspiras?

p. 96 Así es, dijo él. Para mí ésta no ha sido fiesta, sino duelo; tormento, que no deporte. Y si tú llegases á entender lo que es esto, yo aseguro me acompañarías en el llanto.

¿Pues qué es esto, replicó Andrenio, sino un necio, que siendo extranjero, se fía de todos y todos le engañan, dándole el pago que merece su indiscreta facilidad?

De eso, yo más quiero reir con Demócrito, que llorar con Heráclito.

Y díme, le replicó Critilo, ¿y si fueses tú ese de quien te ríes? ¿Qué dirías?

¿Yo? ¿De qué suerte? ¿Cómo puedo ser él, si estoy aquí vivo y sano y no tan necio?

Ése es el mayor engaño, ponderó Critilo. Sabe, pues, que aquel desdichado extranjero es el hombre de todos y todos somos él. Entra en este teatro de tragedias llorando. Comiénzanle á cantar y encantar con falsedades. Desnudo llega y desnudo sale, que nada saca, después de haber servido á tan ruines amos.

Recíbele aquel primer embustero, que es el mundo. Ofrécele mucho y nada cumple. Dale lo que á otros quita, para volvérselo á tomar, con tal presteza, que lo que con una mano le presenta, con la otra se lo ausenta y todo para en nada. Aquel otro, que le convida á holgarse, es el gusto, tan falso en sus deleites, cuan cierto en sus pesares. Su comida es sin sustancia y su bebida venenos. Á lo mejor falta el fundamento de la verdad y da con todo en tierra. Llega la salud, que, cuando más se asegura, más le miente. Aquéllos, que le dan priesa, son los males. Las penas le dan vaya y gritan los dolores: vil canalla toda de la fortuna.

Finalmente, aquel viejo, peor que todos, de malicia envejecida, es el tiempo, que le da el traspié y le arroja en la sepultura, donde le deja muerto, solo, desnudo y olvidado.

De suerte que, si bien se nota, todo cuanto hay, se burla del miserable hombre: el mundo le engaña, la vida le miente, la p. 97 fortuna le burla, la salud le falta, la edad se pasa, el mal le da priesa, el bien se le ausenta, los años huyen, los contentos no llegan, el tiempo vuela, la vida se acaba, la muerte le coge, la sepultura le traga, la tierra le cubre, la pudrición le deshace, el olvido le aniquila y el que ayer fué hombre hoy es polvo y mañana nada.

Pero ¿hasta cuándo, perdidos, habemos de estar perdiendo el precioso tiempo? Volvamos ya á nuestro camino derecho; que aquí, según veo, no hay que aguardar sino un engaño tras otro engaño.

Mas Andrenio, hechizado de la vanidad, había hallado gran cabida en palacio. Entraba y salía en él, idolatrando en la fantástica grandeza de un rey, sin nada de realidad. Estaba más embelesado, cuando más embelecado. Vendíanle los favores, hasta la memoria, con que llegó á prometerse una fortuna extraordinaria. Hacía vivas instancias por verle y besarle los pies, que aun no tenía. Ofreciéronle que sí una tarde, que sin llegar siempre lo fué.

Volvió Critilo á proponer las conveniencias de su ida, ya persuadiendo y ya rogando. Túvole finalmente, si no convencido, enfadado, de tanto ¡sin falta! con tantos. Llegaron ya á la puerta de la ciudad, con resolución de dejarla; ¡mas oh desdicha continuada! hallaron guardas en ella, que á nadie dejaban salir y á todos entrar. Con esto hubieron de volver atrás, Critilo apesarado de su poca suerte y Andrenio arrepentido de arrepentido. Volvió de nuevo á su necedad en pretensiones. Iba y venía á palacio. Y aunque para cada día había su excusa, nunca el cumplimiento ni el desengaño. No cesaba Critilo de pensar en su remedio; pero el extraordinario modo como lo consiguió, diremos adelante, entretanto se da noticia de las maravillas de la celebrada Artemia.


p. 98

CRISI VIII

Las maravillas de Artemia.

Buen ánimo contra la inconstante fortuna, buena naturaleza contra la rigurosa ley, buen arte contra la imperfecta naturaleza y buen entendimiento para todo. Es el arte complemento de la naturaleza y un otro segundo ser, que por extremo la hermosea y aun pretende excederla en sus obras. Préciase de haber añadido un otro mundo artificial al primero. Suple de ordinario los descuidos de la naturaleza, perfeccionándola en todo; que sin este socorro del artificio, quedara inculta y grosera.

Éste fué sin duda el empleo del hombre en el paraíso, cuando le revistió el Criador la presidencia de todo el mundo y la asistencia en aquél, para que lo cultivase: esto es, que con el arte lo aliñase y puliese. De suerte que es el artificio gala de lo natural, realce de su llaneza. Obra siempre milagros. Y si de un páramo puede hacer un paraíso ¿qué no obrará en el ánimo, cuando las buenas artes emprenden su cultura? Pruébelo la romana juventud y más de cerca nuestro Andrenio, aunque por ahora tan ofuscado en aquella corte de confusiones cuya libertad solicitaron los desvelos de Critilo con la felicidad que veremos.

Érase una gran reina, muy celebrada por sus prodigiosos hechos, confinante con este primer rey y por el consiguiente tan contraria suya, que de ordinario traían guerra declarada y muy sangrienta. Llamábase aquélla, que no niega su nombre ni sus hechos, la sabia y discreta Artemia, muy nombrada en todos siglos, por sus muchas y raras maravillas. Si bien se hablaba de ella con gran variedad. Duque
del Infantado.
Porque, aunque los entendidos sentían y entre ellos el primero el tan valeroso, como discreto duque p. 99 del Infantado, de sus acciones, como quien ellos son y ella merece; pero lo común era decir ser una valiente maga, una grande hechicera; aunque más admirable que espantosa.

Muy diferente de la otra Circe, pues no convertía los hombres en bestias; sino al contrario, las fieras en hombres. No encantaba las personas; antes las desencantaba: de los brutos hacía hombres de razón.

Y había quien aseguraba haber visto entrar en su casa un estólido jumento y, dentro de cuatro días, salir hecho persona. De un topo hacer un lince era fácil para ella. Convertía los cuervos en cándidas palomas, que era ya más dificultoso, así como hacer parecer leones las mismas liebres y águilas los tagarotes. De un buho hacía un jilguero. Entregábanle un caballo y, cuando salía de sus manos, no le faltaba sino hablar. Y aun dicen que realmente enseñaba á hablar á las bestias; pero mucho mejor á callar, que no era poco recabarlo dellas.

Daba vida á las estatuas y alma á las pinturas. Hacía de todo género de figuras y figurillas, personas de sustancia. Hombres
muy hombres.
Y lo que más admiraba: de los titibilicios, cascabeles y esquiroles hacía hombres de asiento y muy de propósito y á los chisgarabises infundía gravedad. De una personilla hacía un gigante y convertía las monterías en madureces. De un hombre de burlas formaba un Catón severo. Hacía medrar un enano en pocos días, que llegaba á ser un Tifeo.

Los mismos títeres convertía en hombres sustanciales y de fondo, que no hiciera más la misma prudencia. Los ciegos del todo transformaba en Argos y hacía que los interesados no fuesen los postreros en saber las cosas. Los dominguillos de borra, los hombrecillos de paja convertía en hombres de veras. Á las víboras ponzoñosas, no sólo las quitaba todo el veneno; pero hacía triaca muy saludable dellas.

En las personas ejercitaba su saber y su poder con más admiración, cuanto era mayor la dificultad. Porque á los más incapaces infundía saber, que casi no ha dejado bobos en el mundo p. 100 y, sí algunos maliciosos. Daba no sólo memoria á los entronizados; pero entendimiento á los infelices. Duque de
Alburquerque.
De un loco declarado hacía un Séneca y de un hijo de vecino, un gran ministro; de un alfeñique, un capitán general, tan valiente como un duque de Alburquerque; y de un osado mozo, un virrey excelentísimo del mismo Nápoles; de un pigmeo un gigantón de las Indias. De unos horribles monstruos hacía ángeles, cosa que estimaban mucho las mujeres.

Viéronla á veces de repente hacer de un páramo un pensil y que prendían los árboles, donde no prendieran las varas mismas. Dondequiera que ponía el pie formaba luego una corte y una ciudad tan culta, como la misma Florencia. Ni le era imposible erigir una triunfante Roma. Desta suerte y á esta traza contaban della, que no acababan, cosas tan maravillosas como plausibles.

Llegó esta noticia al no sordo Critilo, cuando más desahuciado estaba. Informóse muy por menudo de quién era Artemia, dónde y cómo reinaba y concibió al punto que en hablarla consistía su remedio. No pudo recabar de Andrenio, ni con ruegos ni razones, que le siguiese. Y así él, después de haber velado sobre el caso, trazó huirse y no tuvo tanta dificultad, como imaginaba. Que en este orden de cosas el que quiere, puede. Rompió con todo, que es el único medio y saltó por el portillo de dar en la cuenta: aquél que todos cuantos abren los ojos le hallan.

Salió al fin tan dichoso, como contento. Y ya libre, metióse en camino para la corte de la deseada Artemia, á consultarla el rescate de su amigo, que llevaba más atravesado en su corazón, cuanto más dél se apartaba. Encontró por el camino muchos, que también iban allá: unos por curiosidad y otros por su provecho, que eran más cuerdos.

Contaban todos cosas y casos portentosos. Que amansaba los leones y que con dos palabras, que les decía, los tornaba humanos y sufridos. Que desencantaba las serpientes y las hacía p. 101 andar derechas. Tomaba de ojo á los basiliscos, quitándoles las niñas porque no matasen, ni miradas ni mirando: que todas eran cosas bien útiles y raras.

Matronas
castas.
Todo eso es nada, dijo uno, con el prevalecer contra las mismas sirenas y transformarlas en matronas. Aquel convertir en tórtolas las lobas. Y lo más que se puede imaginar, que de una Venus bestial hizo una virgen vestal.

Eso es gran cosa, dijeron todos.

Campeaba ya su artificioso palacio, muy superior á todo. Y con estar en puesto tan eminente, hacía subir las aguas de los ríos á dar la obediencia á su poderosa maña, con un raro artificio, ejemplar de aquel otro del famoso artífice, que al mismo Tajo dió un corte de aguas cristalinas. Estaba todo él coronado de flores en jardines, prodigios también fragantes, porque las espinas eran rosas y las maravillas de todo el año. Hasta los olmos daban peras y uvas los espinos; de los más secos corchos sacaba jugo y aun néctar; y los peros, en Aragón tan indigestos, aquí se nacían confitados. Oíanse en los estanques cantar los cisnes en todo tiempo. Hízosele muy de nuevo á Critilo, porque en otras partes de tal suerte enmudecen, que aun en la hora de la muerte, aunque comúnmente se dice que cantan, ninguno se halla que los haya oído.

Desengañados. Es, le dijeron, que, como son tan cándidos, si cantan, ha de ser la verdad y, como ésa es tan mal oída, han dado en el arbitrio de enmudecer. Sólo en aquel trance, apretados de la conciencia ó porque ya no tienen más que perder, cantan alguna verdad. Y de aquí se dijo que tal predicador ó tal ministro hablaron claro: el secretario Fulano desembuchó muchas verdades, el otro consejero descubrió su pecho, estando todos para morir.

Á la puerta estaba un león, que se había convertido en una mansísima oveja y un tigre en un cordero. Por los balcones había muchas parleras, digo aves, en conversación, manteniendo la tela los papagayos; aunque los tordos se picaban de su p. 102 nombre. Los gatos y los alanos de su casa ya no arañaban apretados ni mordían rabiosos; sino que, reconociendo leales su gran dueño, besaban sus generosas plantas. Estábanlos aguardando á la puerta muchas y bienaliñadas doncellas; aunque mecánicas y de escalera abajo. Otras más nobles y liberales le subieron arriba y le ensalzaron á la oficina, en que la discretísima Artemia, asistida de los varones eminentes, Don Vicencio
de Lastanosa.
señalándole á cada uno su puesto el grande apreciador de las eminencias, don Vicencio de Lastanosa, estaba actualmente ocupada en hacer personas de unos leños.

Tenía un rostro muy compuesto, ojos penetrantes. Su hablar, aunque muy medido, muy gustoso. Sobre todo tenía extremadas manos, que daban vida á todo aquello en que las ponía. Todas sus facciones muy delicadas, su talle muy airoso y bienproporcionado y, en una palabra, toda ella de muy buen arte.

Recibió con agradable bizarría á Critilo, celebrándole por muy de su genio, sacándolo por la pinta. Y añadió que con razón se llamó el rostro faz, porque él mismo está diciendo lo que hace y facies en latín, lo que facies . Llegó Critilo á saludarla, logrando favores tan agradables. Extrañó ella que un varón discreto viniese, no ya solo, mas sí tanto.

Que la conversación, decía, es de entendidos y ha de tener mucho de gracia y de las gracias, ni más ni menos de tres.

Aquí destilando el corazón en lágrimas Critilo: Otros tantos, respondió, solemos ser un otro camarada, que dejo por dejado, y siempre se nos junta otro tercero de la región donde llegamos, que tal vez nos guía y tal nos pierde, como ahora, que por eso vengo á ti, ¡oh gran remediadora de desdichas!, solicitando tu favor y tu poder, para rescatar este otro yo, que queda malcautivo, sin saber de quién ni cómo.

Pues, si no sabes dónde le dejas ¿cómo le hemos de hallar?

Aquí entran tus prodigios, replicó él. Mas de que ahí queda en la corte juráralo yo, que ahí había de ser su perdición, de p. 103 un rey famoso sin ser nombrado, poderoso por lo universal y singular por lo desconocido.

Tate, dijo ella. Ya estás entendido, que fué favor sustancial. Él queda sin duda en la Babilonia, que no corte, de mi grande enemigo Falimundo, porque ahí perece el mundo entero y todos acaban, porque no acaban. Pero mejor ánimo en la peor fortuna: que no nos ha de faltar ardid contra el engaño.

Mandó llamar uno de sus mayores ministros, gran confidente suyo, que acudió tan pronto, como voluntario. Parecía hombre de propósito y aun ilustre por lo claro y verdadero. Á éste le confió la empresa, informándole muy bien Critilo de lo pasado y Artemia de lo hacedero. Entrególe juntamente un espejo de purísimo cristal, obra grande de uno de los siete griegos, explicándole su manejo y eficacia.

Y él empeñó su industria.

Vistióse al uso de aquel país, con la misma librea, que los criados de Falimundo, que era de muchos dobleces, pliegues, forros y contraforros, senos, bolsillos, sobrepuestos, alforzas y capa para todas las cosas. Desta suerte se partió pronto á cumplir el preciso mandato.

Quedó Critilo tan hallado como favorecido en la corte de Artemia, muy entretenido y aun aprovechado, viéndola cada día obrar mayores prodigios. Porque la vió convertir un villano zafio en un cortesano galante, cosa que parecía imposible. Cortesanos. De un montañés hizo un gentilhombre, que fué también gran primor del arte. Y no menor hacer de un vizcaíno un elocuente secretario. Convertía las capas de bayeta raídas en terciopelos y aun en felpas, un manteo deslucido de un pobre estudiante en una púrpura eminente y una gorra en una mitra. Los que servían en una parte hacía mandasen en otra y tal vez el mundo todo. Pues de un zagal, que guardaba una piara, hizo un pastor universal, obrando con más poder á mayor distancia. Porque se le vió levantar un mozo de espuelas á Betlengabor y de un lacayo un señor de la Tenza.

p. 104 Y de tiempos pasados contaban mayores cosas, pues la vieron transformar las aguijadas en cetros y hacer un César de un escribano. Mejoraba los rostros mismos, de modo que de la noche á la mañana se desconocían, mudando los pareceres de malos en buenos y éstos en mejores. De hombres muy livianos hacía hombres graves y de otros muy flacos, hombres de mucha sustancia. Y era de modo que todos los defectos del cuerpo suplía: hacía espaldas, era pies y manos para unos y daba ojos á otros, dientes y cabellos. Y lo que es más, remendaba corazones, haciéndolos de las mismas tripas, que todos eran milagros de su artificio.

Pero lo que más admiró á Critilo fué verla coger entre las manos un palo, un tronco é irle desbastando, hasta hacer dél un hombre que hablaba, de modo, que se le podía escuchar. Discurría y valía al fin lo que bastaba para ser persona.

Pero dejémosle tan bienentretenido y sigamos un rato al prudente anciano, que camina en busca de Andrenio á la corte del famoso rey Falimundo.

Duraban aún los juegos bacanales. Andaban las máscaras más validas, que en la misma Barcelona. No hubo hombre ni mujer, que no saliese con la suya y todas eran ajenas. Había de todos modos, no sólo de diablura, pero de santidad y de virtud, con que engañaban á muchos simples, que los sabios claramente les decían se las quitasen.

Y es cosa notable, que todos tomaban las ajenas y aun contrarias. Hombres
fingidos.
Porque la vulpeja salía con máscara de cordero, la serpiente de paloma, el usurero de limosnero, la ramera de rezadora y siempre en romerías. El adúltero de amigo del marido, la tercera de saludadora, el lobo del que ayuna, el león de cordero, el gato con barba á lo romano, con hechos de tal. El asno de león, mientras calla; el perro rabioso de risa, por tener falda, y todos de burla y engaño.

Comenzó el viejo á buscar á Andrenio por aquellas encrucijadas, que no calles. Y, aunque llevaba las señas tan individua p. 105 les, él estaba ya tan trocado, que no le conociera el mismo Critilo, porque ya los ojos no los tenía ni claros ni abiertos, como antes; sino muy oscuros y casi ciegos. Que los ministros de Falimundo ponen toda su mira en quitarla. Ya no hablaba con su voz, sino con la ajena; no oía bien y todo iba á malandar. Que, si los hombres son otros de la noche á la mañana ¿qué sería en aquel centro de la mentira? Con todo, valiéndose de su industria y por otras señales más seguras de la ocasión y del tiempo, vino á tener lengua dél.

Hallóle un día, perdiendo muchos en mirar cómo otros perdían sus haciendas y aun las conciencias. Había un gran partido de pelota, propio entretenimiento del mundo, y así se jugaba en su gran calle á dos bandas muy contrarias. Porque los jugadores unos eran blancos y otros negros, unos altos y otros bajos, éstos pobres, aquéllos ricos y todos diestros, como quien no hace otro eternamente. Las pelotas eran de viento, tan grandes como cabezas de hombres, que un pelotero llenaba de viento, por ojos y por oídos, dejándolas tan huecas, como hinchadas. Cogíalas el que las sacaba á la plaza y, diciendo que jugaba con toda verdad, pues todo es burla y todo es juego, daba con la pelota por aquellos aires, con más presteza, cuanto más impulso. Rebatíala el otro, sin dejarla reposar un instante. Todos la sacudían de sí con notable destreza, que en eso consistía su ganancia. Ya estaba tan alta, que se perdía de vista; ya tan baja, que iba rodando por aquellos suelos entre el lodo y la basura. Uno le daba por el pie y otro de la mano; pero los más con unas que parecían lenguas y eran palas. Ya andaba entre los de arriba, ya entre los de abajo, pareciendo grandes altibajos.

Gritaba uno que ganaba quince y era así, que á los quince años suele ser la ganancia del vicio y la pérdida de la virtud. Otro decía treinta y tenía por ganado el juego, cuando á tanta edad no se sabe. De este modo la fueron peloteando, hasta que cayó en tierra reventada, donde la pisaron, que en esto había de parar: y tan á su costa ganaron unos y se entretenían todos.

p. 106 Éstas, dijo Andrenio, volviéndose hacia quien le buscaba, parecen cabezas de hombres.

Y lo son, respondió el viejo, y una de ellas es la tuya. De hombres digo descabezados, más llenas de viento, que de entendimiento, y otras de borra, de enredos y mentiras. Rebútelas el mundo de su vanidad, cógenlas aquellos de arriba, que son los contentos y felicidades y arrójanla á los de abajo, que son sus contrarios los pesares y calamidades, con todo género de mal. Ya está el hombre miserable entre unos, ya entre otros, ya abatido, ya ensalzado. La vida, juego. Todos le sacuden y le arrojan, hasta que, reventado, viene á parar entre la azada y la pala, en el lodo y la hediondez de un sepulcro.

¿Quién eres tú, que tanto ves? ¿Quién eres tú, que estás tan ciego?

Fuésele poco á poco introduciendo, ganóle la voluntad para ganarle el entendimiento. Fuéle descubriendo Andrenio sus esperanzas y las grandes promesas de valer. Vista la sazón, díjole el viejo:

Ten por cierto que por este camino jamás llegarás á ver este rey, cuanto menos hablarle. Dependes de su querer y él nunca querrá, que le va el ser en no ser conocido. El medio, que sus ministros toman para que no le veas, es cegarte: mira tú cuán poco miras. Hagamos una cosa. ¿Qué me darás y yo te lo mostraré esta misma tarde?

¿Burlas de mí?, le dijo Andrenio.

No, porque siempre estoy de veras. No quiero otra cosa de ti, sino que le mires bien, cuando te lo mostrare.

Eso es pedirme lo que deseo.

Señalaron hora y acudieron puntuales, el uno como deseoso y el otro verdadero. Y, cuando Andrenio creyó le llevaría á palacio y le introduciría por el favor ó por el secreto, vió que le sacaba fuera, apartándole más. Quiso volverse, pareciéndole mayor embuste éste que todos los pasados. Detúvole el prudente, diciendo:

p. 107 Advierte que lo que no se puede ver cara á cara, se procura por indirecta. Subamos á aquella eminencia, que levantados de tierra, yo sé que descubriremos mucho.

Subieron á lo alto, que caía enfrente de las mismas ventanas de Falimundo.

Estando aquí, dijo Andrenio, paréceme que veo mucho más que antes.

De que se holgó harto el compañero, porque en el ver y conocer consistía su total remedio. Hacíase ojos Andrenio, mirando hacia palacio, por ver si podía brujulear alguna realidad; mas en vano, que estaban las ventanas unas con celosías muy espesas y otras con vidrieras.

No ha de ser dese modo, dijo el viejo; sino al contrario, volviendo las espaldas, que las cosas del mundo todas se han de mirar al revés para verlas al derecho.

Sacó en esto el espejo del seno y, desenvolviéndole de un cendal, púsole delante, encarándole muy bien á las ventanas contrarias de palacio:

Mira ahora, le dijo. Contempla bien y procura satisfacer tu deseo.

¡Cosa rara é inaudita! Comenzó á espantarse y á temer tanto Andrenio, que casi desmayaba.

¿Qué tienes? ¿Qué ves?, le preguntó el anciano.

¿Qué he de ver? Lo que no quisiera ni creyera. Veo un monstruo, el más horrible que vi en mi vida, porque no tiene pies ni cabeza. ¡Qué cosa tan desproporcionada! No corresponde parte á parte ni dice uno con otro en todo él. ¡Qué fieras manos tiene! Y cada una de su fiera, ni bien carne ni pescado y todo lo parece. ¡Qué boca tan de lobo, donde jamás se vió verdad! Es niñería la quimera en su cotejo. ¡Qué agregado de monstruosidades! ¡Quita, quítamele de delante, que moriré de espanto!

Pero el prudente compañero le decía:

Cúmpleme la palabra. Nota aquel rostro, que á la primera p. 108 vista parece verdadero y no es de hombre, sino de vulpeja. De medio arriba es serpiente. Tan torcido tiene el cuerpo y sus entrañas tan revueltas, que basta á revolverlas. El espinazo tiene de camello y hasta en la nariz tiene corcova. El remate es de sirena y aun peor: tales son sus dejos. No puede ir derecho. ¿No ves cómo tuerce el cuello? Anda acorvado y no de bieninclinado. Las manos tiene gafas, los pies tuertos, la vista atravesada. Y á todo esto habla en falsete, para no hablar ni proceder bien en cosa alguna.

¡Basta!, dijo Andrenio, que reviento.

Y basta que á ti te sucede lo que á todos los otros, dijo el viejo, que en viéndole una vez, tienen harto; nunca más le pueden ver. Eso es lo que yo deseaba.

Engaño. ¿Quién es este monstruo coronado?, preguntó Andrenio. ¿Quién este espantoso rey?

Éste es, dijo el anciano, aquel tan nombrado y tan desconocido de todos, aquel cuyo es todo el mundo por sola una cosa que le falta. Éste es aquel que todos platican y le tratan y ninguno le querría en su casa, sino en la ajena. Éste es aquel gran cazador, con una red tan universal, que enreda todo el mundo. Éste es el señor de la mitad del año primero y de la otra mitad después. Éste el poderoso entre los necios, juez á quien tantos apelan, condenándose. Éste aquel príncipe universal de todos, no sólo de hombres, pero de las aves, de los peces y de las fieras. Éste es, finalmente, el tan famoso, el tan sonado, el tan común Engaño.

No hay más que aguardar, dijo Andrenio. Vámonos de aquí, que ya estoy más lejos dél, cuanto más cerca.

Aguarda, dijo el viejo, que quiero que conozcas toda su parentela.

Ladeó un poco el espejo y apareció una urca, más furiosa que la de Orlando, una vieja más embelecadora que la de Sempronio.

¿Quién es esta meguera?, preguntó Andrenio.

p. 109 Mentira. Ésta es su madre, la que lo manda y gobierna: ésta es la Mentira.

¡Qué cosa tan vieja!

Ha muchos años que nació.

¡Qué cosa tan fea! Cuando se descubre, parece que cojea.

Por eso la alcanzan luego.

¡Qué de gente la acompaña!

Todo el mundo.

Y de buen porte.

Ésos son los más llegados.

¿Y aquellos dos enanos?

El Sí y el No, que son sus meninos.

¡Qué de promesas, qué de ofrecimientos, excusas, cumplimientos, favores! Hasta las alabanzas le acompañan.

Torció el espejo á un lado y á otro y, descubriendo mucha gente honrada, aunque no de bien:

Aquélla es la Ignorancia su abuela, la otra su esposa la Malicia, la Necedad su hermana. Aquellos otros sus hijos y sus hijas, los Males, las Desdichas, el Pesar, la Vergüenza, el Arrepentimiento, la Perdición, la Confusión y el Desprecio. Todos aquellos, que le están al lado, son sus hermanos y primos, el Embuste, el Embeleco y el Enredo, grandes hijos deste siglo y desta era.

¿Estás contento, Andrenio?, le preguntó el viejo.

Contento no; pero desengañado sí. Vamos, que los instantes se me hacen siglos. Una misma cosa me es dos veces tormento, primero deseada y después aborrecida.

Salieron ya por la puerta de la luz de aquel Babel del Engaño. Iba Andrenio á medio gusto, que nunca llega á ser entero. Examinóle el viejo de su nueva pena y respondióle:

¿Qué quieres?

Que aún no me he hallado todo.

¿Qué te falta?

La mitad.

p. 110 Amigos. ¿Qué? ¿Algún camarada?

Más.

¿Algún hermano?

Aun es poco.

¿Tu padre?

Por ahí, por ahí: un otro yo, que lo es un amigo verdadero.

Tienes razón. Mucho has perdido, si un amigo perdiste: será bien dificultoso hallar otro. Pero díme, ¿era discreto?

Sí y mucho.

Pues no se habrá perdido para sí. ¿No supiste qué se hizo?

Díjome iba á la corte de una reina tan sabia, como grande, llamada Artemia.

Si era entendido, como dices, yo lo creo, allá habrá aportado. Consuélate, que allá vamos también, que quien te sacó del Engaño, ¿dónde te ha de llevar, sino al Saber? Digo á la corte de tan discreta reina.

¿Quién es esta gran mujer y tan señora, nombrada en todas partes?, preguntó Andrenio.

Y el anciano: Con razón la llamas señora, que no hay señorío sin saber. Comenzando por su nobilísima prosapia, dícense della cosas grandes. Aseguran unos que desciende del mismo cielo y que salió del cerebro Soberano. Otros dicen ser hija del Tiempo y de la Observación, hermana de la Experiencia. Ni falta quien por otro extremo porfía que es hija de la Necesidad, nieta del Vientre. Pero yo sé bien que es parto del Entendimiento.

Vivió antiguamente, que no es niña, sino muy grande en todo, como tan favorecida de las monarquías, en sus mayores cortes. Comenzó en los asirios, pasó á los egipcios y caldeos, fué muy estimada en Atenas, gran teatro de la Grecia, en Corinto y en Lacedemonia. Pasó después á Roma con el imperio, donde en competencia del valor, la laurearon, cediendo los arneses á las togas. Los godos, gente inculta, la comenzaron á despreciar, desterrándola de todo su distrito. Apuróla y aun p. 111 pretendió acabar con ella la bárbara morisma y húbose de acoger á la famosa tetrarquía de Carlo Magno, donde estuvo muy acreditada. Mas hoy, á la fama de la mayor, la más dilatada y poderosa monarquía española, que ocupa entrambos mundos, se ha mudado á este augusto centro de su estimación.

¿Cómo no habita en su famosa corte, aplaudida de todas las naciones de tan universal imperio, venerada de sus cultos cortesanos; y no aquí en medio de la intolerable villanía?, replicó Andrenio. Que si son dichosos los que habitan las ciudades, más lo serán ellos, cuanto mayores ellas.

Porque quiere probarlo todo, respondió el anciano. Íbale muy mal en las cortes, donde tiene más enemigos, cuanto mayores vicios. Vivió ya entre los cortesanos, donde experimentó tan á su costa Vida de corte. las persecuciones de la infelicidad y de la malicia, la falta de verdad, la sobra de embeleco y aun averiguó que había allá más necedad, cuanto más presumida. Muchas veces la he oído decir que, si allí hay más cultura, aquí más bondad; si allí más puestos, aquí más lugar; allí empleos, aquí tiempo; allí se pasa, aquí se logra; y que esto es vivir y aquello acabar.

Con todo eso, replicó Andrenio, yo más quisiera haberlas con bellacos, que con tontos. Malo es todo; pero de verdad que la necedad es intolerable y más para entendidos. Perdóneme la sabia Artemia.

Relumbraba ya su alcázar, cielo equivocado, bordado todo de inscripciones y coronado de vítores. Fueron bien recibidos, con agradecimiento el viejo y Andrenio con abrazos, asegurándole certezas, quien no le regateaba permisiones.

Aquí, en honra de sus dos huéspedes, obró Artemia sus más célebres prodigios y, no sólo en los otros, sino en ellos mismos y más en Andrenio, que necesitaba de sus realces. Vióse muy persona en poco tiempo y muy instruído para adelante. Que, si un buen consejo es bastante para hacer dichosa toda la vida, ¿qué obrarían en él tantos y tan importantes? Comunicáronla su p. 112 vida y su fortuna, noticia de superior gusto para ella, por lo raro. Alternó curiosa muchas preguntas á Andrenio, haciéndole repetir una y muchas veces aquella su primera admiración, cuando salió á ver el mundo, la novedad que le causó este gran teatro del universo.

Una cosa deseo mucho oirte, le dijo á Andrenio, y es entre tantas maravillas criadas, como viste, entre tantos prodigios como admiraste, ¿cuál fué el que más te satisfizo?

Lo que respondió Andrenio nos lo dirá la otra Crisi.


CRISI IX

Moral anatomía del hombre.

Eternizaron con letras de oro los antiguos en las paredes de Delfos y mucho más con caracteres de estimación en los ánimos de los sabios aquel célebre sentimiento de Biante: Conócete á ti mismo . Ninguna de todas las cosas criadas yerra su fin, sino el hombre.

Él solo desatina, ocasionándole este achaque la misma nobleza de su albedrío. Y quien comienza ignorándose mal podrá conocer las demás cosas. ¿Pero de qué sirve conocerlo todo, si á sí mismo no se conoce? Tantas veces degenera en esclavo de sus esclavos, cuantas se rinde á los vicios. No hay salteadora esfinge, que así oprima la viandante, digo viviente, como la ignorancia de sí, que en muchos se condena estupidez, pues ni aun saben que no saben ni advierten que no advierten. Desta común necedad padeció excepción Andrenio, cuando así respondió á la curiosa Artemia:

Entre tanta maravilla como vi, entre tanto empleo como aquel día logré, el que más me satisfizo, dígolo con recelo, pero con p. 113 verdad, fuí yo mismo, que cuanto más me reconocía, más me admiraba.

El mayor
prodigio.
Eso era lo que yo deseaba oirte, aplaudió Artemia, y así lo ponderó el augustísimo de los ingenios, cuando dijo que entre todas las maravillas criadas para el hombre el mismo hombre fué la mayor de todas. Así también lo generaliza el príncipe de los filósofos en su tan asentada máxima, que siempre es más aquello, por quien otro es tal. De modo que, si para el hombre fueron criadas tan preciosas las piedras, tan hermosas las flores y tan brillantes las estrellas, mucho más lo es el mismo hombre, para quien fueron destinadas.

Él es la criatura más noble de cuantas vemos, monarca en este gran palacio del mundo, con posesión de la tierra y con expectativa del cielo, criado de Dios, por Dios y para Dios.

Á los principios, prosiguió Andrenio, rudamente me reconocía; pero, cuando pude verme á toda luz y por extraña suerte acabé de contemplarme en los reflejos de una fuente, cuando advertí era yo mismo el que creí otro, no podré explicarte la admiración y gusto que allí tuve: remirábame, no tanto necio, cuanto contemplativo. Lo primero que observé fué esta disposición de todo el cuerpo, tan derecha, sin que tuerza á un lado ni á otro.

Fué el hombre, dijo Artemia, criado para el cielo y así crece hacia allá y en esa material rectitud del cuerpo está simbolizada la del ánimo con tal correspondencia, que al que le faltó por desgracia la primera, sucede con mayor faltarle la segunda.

Es así, dijo Critilo: dondequiera que hallamos corvada la disposición, recelamos también torcida la intención.

Corcovados. En descubriendo ensenadas en el cuerpo, tememos haya dobleces en el ánimo. El otro, á quien se le anubló alguno de los ojos, también suele cegarse de pasión. Y lo que es digno de más reparo, Tuertos. que no los tenemos lástima como á los ciegos; sino recelo de que no miran derecho. Los cojos suelen tropezar en el camino de la virtud y aun echarse á rodar, cojeando la voluntad p. 114 en los afectos. Faltan los mancos en la perfección de las obras, en hacer bien á los demás. Pero la razón en los varones sabios corrige todos estos pronósticos siniestros.

La cabeza, dijo Andrenio, llamo yo, no sé si me engaño, alcázar del alma, corte de sus potencias.

Tienes razón, confirmó Artemia, que así como Dios, aunque asiste en todas partes, pero con especialidad en el cielo, donde se permite su grandeza, Cabeza cielo. así el alma se ostenta en este puesto superior, retrato de los celestes orbes. Quien quisiere verla, búsquela en los ojos; quien oirla, en la boca; y quien hablarla, en los oídos. Está la cabeza en el más eminente lugar, ya por autoridad, ya por oficio, por que mejor perciba y mande.

Y aquí he notado yo con especial atención, dijo Critilo, que, aunque las partes de esta gran república del cuerpo son tantas, que solos los huesos llenan los días del año y esta numerosidad con tal armonía, que no hay número que no se emplee en ellas, como digamos cinco son los sentidos, cuatro los humores, tres las potencias, dos los ojos; todas vienen á reducirse á la unidad de una cabeza, retrato de aquel primer móvil divino, á quien viene á reducirse por sus gradas toda esta universal dependencia.

Ocupa el entendimiento, dijo Artemia, el más puro y sublime retrete, que aun en lo material fué aventajado, como mayorazgo de las potencias, rey y señor de las acciones de la vida, que allí se remonta, alcanza, penetra, sutiliza, discurre, atiende y entiende. Estableció su trono en una ilesa candidez, librea propria del alma, estrañando toda oscuridad en el concepto y toda mancha en el afecto, masa suave y flexible, apoyando dotes de docilidad, moderación y prudencia. La memoria atiende á lo pasado y así se hizo tan atrás, cuanto el entendimiento adelante. No pierde de vista lo que fué y, porque echamos comúnmente atrás lo que más nos importa, previno este descuido, haciendo Jano á todo cuerdo.

Los cabellos me parecieron más para el ornato, que para la necesidad, ponderó Andrenio.

p. 115 Son raíces deste humano árbol, dijo Artemia: arráiganle en el cielo y llévanle allá de un cabello. Allí han de estar sus cuidados y de allá ha de recibir el sustancial sustento. Son librea de las edades, por lo que tienen de adorno, variando con los colores los afectos. Es la frente cielo del ánimo, ya encapotado, ya sereno, plaza de los sentimientos. Allí salen á la vergüenza los delitos, sobran las faltas y placéanse las pasiones. En lo estirado la ira, en lo caído la tristeza, en lo pálido el temor, en lo rojo la vergüenza, la doblez en las arrugas y la candidez en lo terso, la desvergüenza en lo liso y la capacidad en lo espacioso.

Ojos,
miembros
divinos.
Pero los que á mí, dijo Andrenio, más me llenaron en esta artificiosa fábrica del hombre, fueron los ojos.

¿Sabes, dijo Critilo, cómo los llamó aquel grande restaurador de la salud, entretenedor de la vida, indagador de la naturaleza, Galeno?

¿Cómo?

Miembros divinos. Que fué bien dicho. Porque, si bien se nota, ellos se revisten de una majestuosa divinidad, que infunde veneración. Obran con una cierta universalidad, que parece omnipotencia, produciendo en el alma todas cuantas cosas hay en imágenes y especies. Asisten en todas partes remedando inmensidad, señoreando en un instante todo el hemisferio.

Con todo, reparé yo mucho en una cosa, dijo Andrenio, y es que, aunque todo lo ven, no se ven á sí mismos ni aun las vigas que suelen estar en ellos: condición propia de necios, ver todo lo que pasa en las casas ajenas, ciegos para las proprias. Y no fuera poca conveniencia que el hombre se mirara á sí mismo, ya para que se temiera y moderara sus pasiones, ya para que reparara sus fealdades.

Gran cosa fuera, dijo Artemia, que el colérico viera su horrible ceño y se espantara de sí mismo, que un melindroso y un adamado vieran sus afeminados gestillos y se corriera el altivo con todos los demás necios. Pero atendió la cauta naturaleza á p. 116 evitar mayores inconvenientes en verse. Temióle necio, no se enamorara de sí aun el más monstruo y todo ocupado en verse, ninguna otra cosa mirara. Basta que se mire á las manos, antes que le miren otros. Remire sus obras, que es preciso, y atienda á sus acciones, que sean tan muchas, como perfectas. Mírese también á los pies, hollando su vanidad, y sepa dónde los pone y dónde los tiene. Vea en qué pasos anda, que eso es tener ojos.

Así es, replicó Andrenio; mas para tanto ver poco parecen dos ojos y ésos tan juntos. De una alhaja tan preciosa lleno había de estar todo este animado palacio. Pero, ya que hayan de ser dos no más, pudiéranse repartir y que uno estuviera delante para ver lo que viene y el otro atrás, para lo que queda. Con eso nunca perdieran de vista todas las cosas.

Y algunos, respondió Critilo, arguyeron á la naturaleza de tan imaginario descuido y aun fingieron un hombre, á su parecer muy perfecto, con la vista duplicada y no servía sino de ser hombre de dos caras, doblado más que duplicado. Yo, si hubiera de añadir ojos, antes los pusiera á los lados encima de los oídos y muy abiertos, para que viera quién se le pone al lado, quién se le entremete á amigo. Y con eso no perecieran tantos de aquel mortal achaque del costado. Viera el hombre con quién habla, con quién se ladea, que es uno de los más importantes puntos de la vida y vale más estar solo, que malaconsejado. Pero advierte que dos ojos bien empleados bastante son para todo. Ellos miran derechamente lo que viene cara á cara y de reojo lo que á traición. Al atento bástale una ojeada para descubrir cuanto hay. Y aun por eso fueron formados los ojos en esferas, que es la figura más apta para el ejercicio de ver; no cuadrada, no haya rincones, no se esconda lo que más importa que se vea. Bien están en la cara, porque el hombre siempre ha de mirar adelante y á lo alto. Y, si hubiera otros en el cerebro, fuera ocasión de que al levantar los unos al cielo, abatiera los otros á la tierra con cisma de afectos.

p. 117 Otra maravilla he observado en ellos, dijo Andrenio, que es el llorar y me parece andan muy necios. Porque ¿qué remedia los males el llorarlos? No sirve, sino de aumentar penas. El reirse de todo el mundo, aquel no dársele cosa de cuanto hay, éso sí que es saber vivir.

¡Ah! Que como los ojos, dijo Artemia, son los que ven los males y tantos, ellos son los que los lloran. Siempre verás que quien no siente no se siente; mas quien añade sabiduría, añade tristeza. Esa vulgaridad del reir, quédese para la necia boca, que es la que mucho yerra. Son los ojos puertas fieles por donde entra la verdad y anduvo tan atentamente escrupulosa la naturaleza, que para no dividirlos, no se contentó con juntarlos en un puesto; sino que los hermanó en el ejercicio. No permite que vea el uno sin el otro, para que sean verídicos contestes. Miren juntos una misma cosa, no vea blanco el uno y negro el otro. Sean tan parecidos en el color, en el tamaño y en todo, que se equivoquen entre sí y desmientan la pluralidad.

Al fin, dijo Critilo, los ojos son en el cuerpo lo que las dos lumbreras en el cielo y el entendimiento en el alma. Ellos suplen todos los demás sentidos y todos juntos no bastan á suplir su falta. No sólo ven; sino que escuchan, hablan, vocean, preguntan, responden, riñen, espantan, aficionan, agasajan, ahuyentan, atraen y ponderan y todo lo obran. Y lo que es más de notar, que nunca se cansan de ver, como ni los entendidos de saber, que son los ojos de la república.

Notablemente anduvo próvida la naturaleza, dijo Andrenio, en señalar su lugar á cada sentido, más ó menos eminente, según su excelencia. Á los más nobles mejoró en los primeros puestos y puso á vista los sublimes ejercicios de la vida; al contrario los indecentes y viles, aunque necesarios, los desterró á los más ocultos lugares, apartándolos de la vista.

Mostróse, dijo Critilo, gran celadora de la honestidad y decoro, que aun los femeniles pechos los puso en puestos que pudiesen alimentar los hijos con decencia.

p. 118 Después de los ojos, señaló en segundo lugar á los oídos, dijo Andrenio, y me parece muy bien que le tengan tan eminente; pero aquello de estar al lado te confieso me hizo disonancia y parece fué facilitar la entrada á la mentira. Que, así como la verdad viene siempre cara á cara, ella á traición ingiérese de lado. ¿No estuvieran mejor bajo los ojos y éstos examinaran primero lo que se oye, negando la entrada á tanto engaño?

¡Qué bien lo entiendes!, dijo Artemia. Lo que menos convenía era que los ojos estuvieran con los oídos. Tengo por cierto que no quedara verdad en el mundo. Antes, si yo los hubiera de disponer de otro modo, los retirara cien dedos de la vista ó los pusiera atrás en el cerebro, de modo, que oyera un hombre lo que detrás dél se dice, que aquello es lo verdadero. ¡Qué buena anduviera la justicia, si ella viera la belleza que se excusa, la riqueza que se defiende, la nobleza que ruega, la autoridad que intercede y las demás calidades de los que hablan! Sea ciega, que eso es lo que conviene. Bien están los oídos en un medio; no adelante, porque no oigan antes con antes; ni detrás, porque no perciban tarde.

Otra cosa dificulté yo mucho, replicó Andrenio, y es que, así como los ojos tienen aquella tan importante cortina de los párpados, que verdaderamente está muy en su lugar para negarse, cuando no quieren ser vistos ó cuando no gustan de ver muchas cosas, que no son para vistas: ¿por qué los oídos, no han de tener también otra compuerta y ésa muy sólida, muy doble y ajustada, para no oir la mitad de lo que se habla? Con esto excusaríase un hombre oir necedades y ahorraría pesadumbres, único preservativo de la vida. Aquí yo no puedo dejar de condenar de descuidada la naturaleza y más, cuando vemos que la lengua la recluyó entre una y otra muralla con razón, porque una fiera bien es que esté entre verjas de dientes y puertas tan ajustadas de los labios. Sepamos ¿por qué los ojos y la boca han de llevar esta ventaja á los oídos y más estando tan expuestos al engaño?

p. 119 Por ningún caso convenía, dijo Artemia, que se le cerrase jamás la puerta al oir. Es la de la enseñanza: siempre ha de estar patente. Y no sólo se contentó la atenta naturaleza con quitar esa compuerta, que tú dices; pero negó al hombre, entre todos los oyentes, el ejercicio de abatir y levantar las orejas. Él sólo las tiene inmobles, siempre alerta. Que aun le pareció inconveniente aquella poca detención, que en aguzarlas se tuviera. Á todas horas dan audiencia. Aun cuando se retira el alma á su quietud, entonces es más conveniente que velen estas centinelas. Y si no ¿quién avisara de los peligros? Durmiera el alma á lo poltrón. ¿Quién bastará á despertarlas? Esta diferencia hay entre el ver y entre el oir, que los ojos buscan las cosas como y cuando quieren; mas al oído ellas le buscan. Los objetos del ver permanecen. Puédense ver, si no ahora, después. Pero los del oir van de priesa y la ocasión es calva.

Bien está dos veces encerrada la lengua y dos veces abiertos los oídos. Porque el oir ha de ser al doble que el hablar. Bien veo yo que la mitad y aun las tres partes de las cosas, que se oyen, son impertinentes y aun dañosas; mas para eso hay un gran remedio, que es hacer el sordo, que se puede y es el mejor de ellos: esto es, hacer orejas de cuerdo, que es la mayor ganancia. Á más de que hay algunas razones tan sin ella, que no bastan párpados y entonces es menester tapiar los oídos con ambas manos: que, pues suelen ayudar á oir, ayuden también á ensordecer. Préstenos su sagacidad la serpiente, que, cosiendo el un oído con la tierra, tapa el otro con el fin, dando á todo buena salida.

Esto no se me puede negar, instó Andrenio, que estuviera muy bien un rastrillo en cada oído, como en guarda y con eso no entraran tan libremente tantos y tan grandes enemigos, silbos de venenosas serpientes, cantos de engañosas sirenas, lisonjas, chismes, cizañas y discordias, con otros semejantes monstruos escuchados.

Tienes razón en eso, dijo Artemia, y para eso formó la na p. 120 turaleza las orejas, como coladeros de las palabras, embudos del saber. Y si lo notas, ya previno de antemano ese inconveniente, disponiendo este órgano en forma de laberinto, tan caracoleado, con tantas vueltas y revueltas, que parecen rastrillos y traveses de fortaleza, para que deste modo entren coladas las palabras, purificadas las razones y haya tiempo de discernir la verdad de la mentira.

Luego hay su campanilla muy sonora, donde resuenen las voces y se juzgue por el sonido si son faltas ó son falsas. ¿No has notado también que dió la naturaleza, despedida por el oído, aquel licor amargo de la cólera? ¿Pensarás tú á lo vulgar que fué esto para impedir el paso á algunas sabandijas, que topando con aquella amargura pegajosa se detengan y perezcan? Pues advierte que mucho más pretendió con eso, más alto fin tuvo. Contra otras más perniciosas previno aquella defensa. Topen las palabras blandas de la Circe con aquella amargura del recatado disgusto, deténganse allí los dulces engaños del lisonjero, hallen el desabrimiento de la cordura con que se empleen.

Y, aunque á muchos se les habían de gastar los oídos de oir dulce, ponderó Critilo, previno aquel antídoto de amargura. Finalmente, dos son los oídos, para que pueda el sabio guardar el uno virgen para la otra parte; haya primera y segunda información y procure que, si se adelantó á ocupar la una oreja la mentira, se conserve la otra intacta para la verdad, que suele ser la postrera.

Narices
sagaces.
No parece, dijo Andrenio, tan útil el olfato, cuanto deleitable. Más es para el gusto, que para el provecho. Y siendo así, ¿por qué ha de ocupar el tercer puesto tan á la vista, aventajándose á otros, que son más importantes?

¡Oh, replicó Artemia, que es el sentido de la sagacidad! Y aun por eso las narices crecen por toda la vida. Coincide con el respirar, que es tan necesario como eso. Discierne el buen olor del malo y percibe que la buena fama es el aliento del p. 121 ánimo. Daña mucho un aire corrupto: infecciona las entrañas. Huele, pues, atenta la sagacidad de una legua la fragancia ó la hediondez de las costumbres, porque no se apeste el alma. Y aun por eso está en lugar tan eminente. Es guía del ciego, gusto que le avisa del manjar gastado y hace la salva en lo que ha de comer. Goza de la fragancia de las flores y recrea el cerebro con la suavidad que despiden las virtudes, las hazañas y las glorias. Conoce los varones principales y los nobles, no en el olor material del ámbar, sino en el de sus prendas y excelentes hechos, obligados á echar mejor olor de sí, que los plebeyos.

En gran manera anduvo próvida la naturaleza, dijo Andrenio, en dar á cada potencia dos empleos, uno más principal y otro menos, penetrando oficios, para no multiplicar instrumentos. Desta suerte formó con tal disposición las narices, que se pudiesen despedir por ellas con decencia las superfluidades de la cabeza.

Eso es en los niños, dijo Critilo; que en los ya varones más se purgan los excesos de las pasiones del ánimo y así sale por ellas el viento de la vanidad, el desvanecimiento, que suele causar vahídos peligrosos y en algunos llega á trastornar el juicio. Desahógase también el corazón y evapóranse los humos de la fogosidad con mucha espera. Y tal vez á su sombra se suele disimular la más picante risa. Ayudan mucho á la proporción del rostro y, por poco que se desmanden, afean mucho. Son como manecilla del reloj del alma, que señalan el temple de la condición. Las leoninas denotan el valor, las aguileñas la generosidad, las prolongadas la mansedumbre, las sutiles la sabiduría y las gruesas la necedad.

Boca necia. Después del ver, del oir y del oler, dicho se estaba, ponderó Andrenio, que se había de seguir el hablar poco. Paréceme que es la boca la puerta principal desta casa del alma. Por las demás entran los objetos, mas por esta sale ella misma y se manifiesta en sus razones.

Así es, dijo Artemia, que en esta artificiosa fachada del hu p. 122 mano rostro, dividida en sus tres órdenes iguales, la boca es la puerta de la persona real y por eso tan asistida de la guarda de los dientes y coronada del varonil decoro. Aquí asiste lo mejor y lo peor del hombre, que es la lengua. Llámase así por estar ligada al corazón.

Lo que yo no acabo de entender, dijo Andrenio, es que á propósito juntó en una misma oficina la sabia naturaleza el comer con el hablar. ¿Qué tiene que ver el un ejercicio con el otro? La una es ocupación baja y que se halla en los brutos; la otra es sublime y de solas las personas. Á más que de ahí se originan inconvenientes notables. El primero, que la lengua hable según el sabor que se le pega, ya dulce, ya amargo, agrio ó picante. Queda muy material de la comida: ya se roza, ya tropieza, habla grueso, se equivoca, se vulgariza y se relaja. ¿No estuviera mejor sola ella, hecha oráculo del espíritu?

Aguarda, dijo Critilo, que dificultas bien y casi me haces reparar; mas con todo eso, apelando á la suma Providencia, que rige la naturaleza, una gran conveniencia hallo yo en que el gusto coincida con el hablar, para que desta suerte examine las palabras, antes que las pronuncie. Másquelas tal vez, pruébelas si son sustanciales. Y, si advierte que pueden amargar, endúlcelas también. Sepa á qué sabe un no y qué estómago le hará al otro. Confítelo con el buen modo. Ocúpese la lengua en comer y aun, si pudiera, en otros muchos empleos, para que no toda se emplease en el hablar. Manos
diligentes.
Siguen á las palabras las obras en los brazos y en las manos. Se ha de obrar lo que se dice y mucho más. Que, si el hablar ha de ser á una lengua, el obrar ha de ser á dos manos.

¿Por qué se llaman así, preguntó Andrenio, que, según tú me has enseñado, vienen del verbo latino maneo , que significa quietud, siendo tan al contrario, que ellas nunca han de parar?

Llamáronlas así, respondió Critilo, no porque hayan de estar quietas; sino porque sus obras han de permanecer ó porque p. 123 de ellas ha de emanar todo el bien. Ellas manan del corazón, como ramas cargadas de frutos, de famosos hechos, de hazañas inmortales. De sus palmas nacen los frutos victoriosos. Manantiales son del sudor precioso de los héroes y de la tinta eterna de los sabios. ¿No admiras, no ponderas aquella tan acomodada y artificiosa composición suya? Que, como fueron formadas para ministras y esclavas de los otros miembros, están hechas de suerte, que para todo sirven ellas. Ayudando á oir, son sustitutos de la lengua. Dan vida con la acción á las palabras. Son de la boca, ministrando la comida y al olfato las flores. Hacen toldo á los ojos, para que vean, hasta ayudar á discurrir: que hay hombres, que tienen los ingenios en las manos, de modo que todo pasa por ellas. Defienden, limpian, visten, curan, componen, llaman y tal vez rascando lisonjean.

Y porque todos estos empleos, dijo Artemia, vayan ajustados á la razón, depositó en ellas la sagaz naturaleza la cuenta, el peso y la medida. En sus diez dedos está el principio y fundamento del número. Todas las naciones cuentan hasta diez y de allí suben multiplicando. Las medidas todas están en sus dedos, palmo, codo y brazada. Hasta el peso está seguro en la fidelidad de su tiento, sospesando y tanteando. Toda esta puntualidad fué menester para avisar al hombre que obre siempre con cuenta y razón, con peso y con medida. Y realzando más la consideración, advierte que en ese número de diez se incluye también el de los preceptos divinos, por que los lleve el hombre entre las manos. Ellas ponen en ejecución los aciertos del alma, encierran en sí la suerte de cada uno, no escrita en aquellas vulgares rayas, ejecutada sí en sus obras. Enseñan también escribiendo y emplea en esto la diestra sus tres dedos principales, concurriendo cada uno con una especial calidad. Da la fortaleza el primero y el índice la enseñanza. Ajusta el medio, correspondiendo al corazón, para que resplandezcan en los escritos el valor, la sutileza y la verdad. Siendo, pues, las manos las que echan el sello á la virtud, no es de maravillar que, entre p. 124 todas las demás partes del cuerpo, á ella se les haga cortesía, correspondiendo con estimación, sellando en ella los labios, para agradecer y solicitar el bien.

Pies firmes. Y porque de pies á cabeza contemplamos el hombre tan misterioso, no es menos de observar su movimiento. Son los pies basa de su firmeza, sobre quienes asientan dos columnas. Huellan la tierra, despreciándola y tocando de ella no más de lo preciso para sostener el cuerpo. Van caminando y midiendo su fin. Pisan llano y seguro.

Bien veo yo y aun admiro, dijo Andrenio, la solidez con que atendió á afirmar el cuerpo la naturaleza, que en nada se descuida. Y para que no cayese, hacia adelante, donde se arroja, puso toda la planta. Y por que no peligrase á un lado ni á otro le apuntaló con ambos pies. Pero no me puedes negar que se descuidó en asegurarle hacia atrás, siendo más peligrosa esta caída, por no poder acudir las manos á exponerse al riesgo con su ordinaria fineza. Remediárase esto con haber igualado el pie, de modo, que quedara tanto atrás, como adelante y se aumentaba la proporción.

No mientes tal cosa, replicó Artemia, que fuera darle ocasión al hombre para no ir adelante en lo bueno. Sin eso hay tantos que se retiran de la virtud; ¿qué fuera, si tuviera apoyo en la misma naturaleza?

Corazón puro. Éste es el hombre por la corteza; que aquella maravillosa composición interior, la armonía de sus potencias, la proporción de sus virtudes, la consonancia de sus afectos y pasiones, ésa quédese para la gran filosofía. Con todo quiero que conozcas y admires aquella principal parte del hombre, fundamento de todas las demás y fuente de la vida, el corazón.

¿Corazón?, replicó Andrenio, ¿qué cosa es y dónde está?

Es, respondió Artemia, el rey de todos los demás miembros y por eso está en medio del cuerpo, como en centro muy conservado, sin permitirse ni aun á los ojos. Llámase así de la palabra latina Cura , que significa cuidado, que el que rige y man p. 125 da siempre fué centro dellos. Tiene también dos empleos: el primero ser fuente de la vida, ministrando valor en los espíritus á las demás partes; pero el más principal es el amar, siendo oficina del querer.

Ahora digo, ponderó Critilo, que con razón se llama corazón, que exprime el cuidadoso. Por eso está siempre abrasándose como fénix.

Su lugar es en el medio, prosiguió Artemia, porque ha de estar en un medio el querer. Todo ha de ser con razón; no por extremos. Su forma es en punta hacia la tierra, porque no se roce con ella; sólo la apunte, bástele un indivisible. Al contrario, hacia el cielo está muy espacioso, porque de allá reciba el bien, que él sólo puede llenarle. Tiene alas, no tanto para que le refresquen, cuanto para que le realcen. Su color es encendido, gala de la caridad. Críale mejor sangre, para que con el valor se califique la nobleza. Nunca es traidor; necio sí, pues previene antes las desdichas, que las felicidades. Pero lo que más es de estimar en él, que no engendra excrementos, como las otras partes del cuerpo, porque nació con obligaciones de limpieza y mucho más en lo formal del vivir. Con esto está aspirando siempre á lo más sublime y perfecto.

Desta suerte fué la sabia Artemia filosofando y ellos aplaudiendo; pero dejémoslos aquí tan bienempleados, mientras ponderamos los extremos que hizo el engañoso y ya engañado Falimundo.

Picado en lo vivo, de que le hubiesen sacado del laberinto de sus enredos, con tanta pérdida de reputación al perdido Andrenio y algunos otros tan ciegos como él, con tal ardid, de tan mala consecuencia para lo venidero, trató de la venganza y con exceso. Echó mano de la Envidia, gran asesino de buenos y aun mejores, sujeto muy á propósito para cualquier ruindad, que siempre anda entre ruines. Comunicóla su sentimiento, exageró el daño y dióla orden fuese sembrando cizaña en malicias por toda aquella dilatada villanía. No le fué muy dificultoso, p. 126 porque aseguran ha siglos que la Vulgaridad maliciosa vive y reina entre villanos, desde aquella ocasión en que las dos hermanas, la Lisonja y Malicia, dejando los patrios lares de su nada, las sacó á volar su madre la ruin Intención, con ambiciones de valer en el mundo.

Lisonja.
Malicia.
La Lisonja, dicen, fué á las cortes, aunque no muy derecha, y que lo acertó para sí, errándolo para todos. Porque allí se fué introduciendo tanto, que en pocas horas, no ya días, se levantó con la privanza universal. La Malicia, aunque procuró introducirse, no probó bien ni fué bien vista ni oída. No osaba hablar, que era reventar para ella. Andaba sin libertad y así trató de buscarla. Conoció que no era la corte para ella. Tomóse la honra para mejor quitarla y desterróse voluntariamente. Dió por otro extremo, que fué meterse á villana. Y salióle tan bien, que al punto se vió adorada de toda la verídica necedad. Allí triunfa porque allí habla; discurre, aunque á lo zonzo y pega valientes mazadas de necedades, que ella llama verdades. Llegó esto á tanto exceso de crédito y afecto que, porque no se la hurtasen ó matasen, trazaron los villanos meterla dentro de sus entrañas donde la hallan siempre los que menos querrían. En tan buena sazón llegó la Envidia y comenzó á sembrar su veneno.

Iba dejándose caer recelos en varillas contra Artemia. Decía que era otra Circe, si no peor, cuanto más encubierta con capa de hacer bien. Que había destruído la naturaleza, quitándola en su llaneza su verdadera solidez y con la afectación aquella natural belleza. Ponderaba que se había querido alzar á mayores, arrinconando á la otra y usurpándola el mayorazgo de primera. Advertid que, después que esta fingida reina se ha introducido en el mundo, no hay verdad; todo está adulterado y fingido. Nada es lo que parece, porque su proceder es la mitad del año con arte y engaño y la otra parte con engaño y arte. De aquí es que los hombres no son ya los que solían, hechos al buen tiempo y á lo antiguo, que fué siempre lo mejor. Ya no hay niños, porque no hay candidez.

p. 127 ¿Qué se hicieron aquellos buenos hombres, con aquellos sayos de la inocencia, aquella gente de bien? Ya se han acabado aquellos viejos machuchos, tan sólidos y verdaderos. El sí era sí y el no era no. Ahora todo al contrario, no toparéis sino hombrecillos maliciosos y bulliciosos, todo embeleco y fingimiento y ellos dicen que es artificio. Y el que más tiene desto, vale más. Ése se hace lugar en todas partes, medra en armas y aun en letras. Con esto ya no hay niños. Más malicia alcanza hoy uno de siete años, que antes uno de setenta.

¿Pues las mujeres? De pies á cabeza una mentira continuada, aliño de cornejas, todo ajeno y el engaño proprio. Tiene esta mentida reina arruinadas las repúblicas, destruídas las casas, acabadas las haciendas, porque se gasta el doble en los trajes de las personas y en el adorno de las casas. Con lo que hoy se viste una mujer se vestía antes todo un pueblo. Hasta en el comer nos ha perdido con tanta variedad de manjares y sainetes, que antes todo iba á lo natural y á lo llano. Dice que nos ha hecho personas; yo digo que nos ha deshecho. No es vivir con tanto embeleco ni es ser hombre el ser fingido. Todas sus trazas son mentiras y todo su artificio es engaño.

Incitó tanto los ánimos de aquel vulgacho, que en un día se amotinaron todos y dando voces sin entenderse ni entender, fueron á cercarle el palacio, voceando: Muera la hechicera. Y aun intentaron pegarla fuego por todas partes. Aquí conoció la sabia reina cuán su enemiga es la Villanía. Convocó sus valedores. Halló que los poderosos ya habían faltado; mas, no faltándose á sí misma, trazó vencer con la maña tanta fuerza. El raro modo con que triunfó de tan vil canalla, el bienejecutado ardid con que se libró de aquel ejército villano, léelo en la Crisi siguiente.


p. 128

CRISI X

El mal paso del salteo.

Vulgar desorden es entre los hombres hacer fines de los medios y de los medios hacer fines. Lo que ha de ser de paso toman de asiento y del camino hacen descanso. Comienzan por donde han de acabar y acaban por el principio. Introdujo la sabia y próvida naturaleza el deleite, para que fuese medio de las operaciones de la vida, alivio instrumental de sus más enfadosas funciones, que fué un grande arbitrio para facilitar lo más penoso del vivir.

Pero aquí es donde el hombre más se desbarata, pues más bruto que las bestias, degenerando de sí mismo, hace fin del deleite y de la vida hace medio para el gusto. No come ya para vivir, sino que vive para comer; no descansa para trabajar, sino que no trabaja para dormir; no pretende la propagación de su especie, sino la de su lujuria; no estudia para saberse, sino para desconocerse; ni habla por necesidad, sino por el gusto de la murmuración. De suerte, que no gusta de vivir, sino que vive de gustar. De aquí es que todos los vicios han hecho su caudillo al deleite: él es el muñidor de los apetitos, precursor de los antojos, adalid de las pasiones y el que trae arrastrados los hombres, tirándole á cada uno su deleite. Atienda, pues, el varón sabio á enmendar tan general desconcierto. Y para que estudie en el ajeno engaño, oiga lo que le sucedió al sagaz Critilo y al incauto Andrenio.

Castigos
de necios.
¿Hasta cuándo, oh canalla inculta, habéis de abusar de mis atenciones?, dijo enojada Artemia, más constante, cuando más arriesgada. ¿Hasta cuándo ha de burlarse de mi saber vuestra barbaridad? ¿Hasta dónde ha de llegar en despeñarse vuestra ignorante audacia? Júroos que, pues me llamáis encantadora y p. 129 maga, que esta misma tarde, en castigo de vuestra necedad, he de hacer un conjuro tan poderoso, que el mismo sol me vengue, retirando sus lucientes rayos: que no hay mayor castigo que dejaros á oscuras en la ceguera de vuestra vulgaridad.

Tratólos como ellos merecían y conocióse bien. Que con la gente vil obra más el rigor, que la bizarría, pues quedaron tan aterrados, cuan persuadidos de su mágica potencia y, ya helados, no trataron de pegar fuego al palacio, como lo intentaban. Acabaron de perderse de ánimo, cuando vieron que realmente el mismo sol comenzó á negar su luz, eclipsándose por puntos y temiendo no se conjurase también contra ellos la tierra en terremotos. Que á veces todos los elementos suelen mancomunarse contra el perseguido. Dieron todos á huir desalentados, achaque ordinario de motines que, si con furor se levantan, con pánico terror se desvanecen. Corrían á oscuras, tropezando unos con otros, como desdichados.

Tuvo con esto tiempo de salir la sabia Artemia con toda su culta familia y, lo que más ella estimó, fué poder escapar de aquel bárbaro incendio los tesoros de la observancia curiosa, que ella tanto estima y guarda en libros, papeles, dibujos, tablas, modelos y en instrumentos varios. Fuéronla cotejando y asistiendo nuestros dos viandantes Critilo y Andrenio. Iba éste espantado de un portento semejante, teniendo por averiguado que se extendía su mágico poder hasta las estrellas y que el mismo sol la obedecía. Mirábala con más veneración y dobló el aplauso. Pero desengañóle Critilo, diciendo cómo el eclipse del sol había sido efecto natural de las celestes vueltas, contingente en aquella sazón, previsto de Artemia, por las noticias astronómicas y que se valió dél en la ocasión, haciendo artificio lo que era natural efecto.

Discurrióse mucho dónde irían á parar, consultando Artemia con sus sabios, resuelta á no entrar más en villa alguna y así lo cumple hasta hoy. Propusiéronse varios puestos.

Lisboa. Inclinábase mucho ella á la dos veces buena Lisboa, no tan p. 130 to por ser la mayor población de España, uno de los tres emporios de la Europa, que si á otras ciudades se les reparten los renombres, ella los tiene juntos, hidalga, rica, sana y abundante, cuanto porque jamás se halló portugués necio, en prueba de que fué su fundador el sagaz Ulises. Mas retardóla mucho, no su fantástica nacionalidad, sino su confusión, tan contraria á sus quietas especulaciones.

Madrid. Tirábala después la coronada Madrid, centro de la monarquía, donde concurre todo lo bueno en eminencias; pero desagradábala otro tanto malo, causándola asco, no la inmundicia de sus calles, sino de los corazones. Aquel nunca haber podido perder los resabios de villa y el ser una Babilonia de naciones no bien alojadas.

Sevilla. De Sevilla no había que tratar, por estar apoderada della la vil ganancia, su gran contraria, estómago indigesto de la plata, cuyos moradores ni bien son blancos ni bien negros, donde se habla mucho y se obra poco, achaque de toda Andalucía.

Granada. Á Granada también la hizo la cruz y á Córdoba un calvario. De Salamanca se dijeron leyes, donde no tanto se trata de hacer personas, cuanto letrados, plaza de armas contra las haciendas.

Zaragoza. La abundante Zaragoza, cabeza de Aragón, madre de insignes reyes, basa de la mayor columna y columna de la fe católica en santuarios y hermosa de edificios, poblada de buenos, así como todo Aragón de gente sin embeleco, parecíale muy bien; pero echaba mucho menos la grandeza de los corazones y espantábala aquel proseguir en la primera necedad.

Valencia. Agradábala mucho la alegre, florida y noble Valencia, llena de todo lo que no es sustancia; pero temióse que con la misma facilidad con que la recibirían hoy la echarían mañana. Barcelona. Barcelona, aunque rica cuando Dios quería, escala de Italia, paradero del oro, regida de sabios, entre tanta barbaridad no la juzgó por segura, porque siempre se ha de caminar por ella con la barba sobre el hombro.

p. 131 León y Burgos estaban muy á la montaña, entre más miseria, que pobreza. Santiago, cosa de Galicia. Valladolid. Valladolid la pareció muy bien y estuvo determinada de ir allá, porque juzgó se hallaría la verdad en medio de aquella llaneza; pero arrepintióse porque, habiendo sido corte, huele aún á lo que fué y está muy á lo de campos. Pamplona. De Pamplona no se hizo mención, por tener más de corta que de corte y, como es un punto, toda es puntos y puntillos Navarra.

Toledo. Al fin fué preferida la imperial Toledo, á voto de la católica reina, cuando decía que nunca se hallaba necia, sino en esta oficina de personas, taller de la discreción, escuela del bienhablar, toda corte, ciudad toda y más después que la esponja de Madrid le ha chupado las heces, donde, aunque entre, pero no duerme la Villanía. En otras partes tienen el ingenio en las manos, aquí en el pico. Si bien censuraron algunos que sin fondo y que se conocen pocos ingenios toledanos de profundidad y de sustancia; con todo estuvo firme Artemia, diciendo:

¡Ea! que más dice aquí una mujer en una palabra, que en Atenas un filósofo en todo un libro. Vamos á este centro, no tanto material, cuanto formal de España.

Fuése encaminando allá con toda su cultura. Siguiéronla Critilo y Andrenio, con no poco provecho suyo, hasta aquel puesto donde se parte el camino para Madrid. Comunicáronla aquí su precisa conveniencia de ir á la corte en busca de Felisinda, redimiendo su licencia á precio de agradecimientos. Concedióselos Artemia en bien importantes instrucciones, diciéndoles:

Pues os es preciso el ir allá, que no conviene de otra suerte, atended mucho á no errar el camino, porque hay muchos que llevan allá.

Según eso no nos podemos perder, replicó Andrenio.

Antes sí y aun por eso, que en el mismo camino real se perdieron no pocos y así no vais por el vulgar de ver, que es el de la necedad, ni por el de la pretensión, que es muy largo é interminable. El del litigio es muy costoso á más de ser prolijo. p. 132 El de la soberbia es desconocido y allí de nadie se hace caso y de todos casa. Entradas
de la corte.
El del interés es de pocos y esos estranjeros. El de la necesidad es peligroso, que hay gran multitud de halcones en alcándaras de varas. El del gusto está tan sucio, que pasa de barros y llega el lodo á las narices, de modo que en él se anda apenas. El del vivir va de priesa y llégase presto al fin. Por el del servir es morir, por el del comer nunca se llega. El de la virtud no se halla y aun se duda. Sólo queda el de la urgencia mientras durare. Y creedme que allí ni bien se vive ni bien se muere.

Atended también por dónde entráis, que va no poco en esto. Porque los más entran por Santa Bárbara y los menos por la calle de Toledo. Algunos refinos por la puente. Entran otros y otras por la Puerta del Sol y paran en Antón Martín. Pocos por Lavapiés y muchos por untamanos. Y lo ordinario es no entrar por las puertas, que hay pocas y ésas cerradas; sino entreteniéndose. Con esto se dividieron: la sabia Artemia al trono de su estimación y nuestros dos viandantes para el laberinto en la corte.

Salteo
universal.
Iban celebrando en agradable conferencia las muchas y excelentes prendas de la discreta Artemia, muy fundados en repetir los prodigios que habían visto, ponderando su felicidad en haberla tratado, la utilidad que habían conseguido. En esta conversación iban muy metidos, cuando sin advertirlo dieron en el riesgo de todos, uno de los peores pasos de la vida. Vieron que allí cerca había mucha gente detenida, así hombres, como mujeres, todos maniatados, sin osar rebullirse, viéndose despojar de sus bienes.

Perdidos somos, dijo Critilo. Aguarda, que habemos dado en uñas de salteadores, que los suele haber crueles en estos curiales caminos. Aquí están robando sin duda y, aun si con eso se contentasen, ventura sería en la desdicha; pero suelen ser tan desalmados, que quitan las vidas y llegan á desollar los rostros á los pasajeros, dejándolos del todo desconocidos.

p. 133 Quedó helado Andrenio, anticipándose el temor á robarle el color y aun el aliento. Cuando ya pudo hablar:

¿Qué hacemos, dijo, que no huímos? Escondámonos, que no nos vean.

Ya es tarde á lo de Frigia, que es lo necio, respondió Critilo, que nos han descubierto y nos vocean.

Con esto pasaron adelante, á meterse ellos mismos en la trampa de su libertad y en el lazo de su cuello. Miraron á una y otra banda y vieron una infinidad de pasajeros de todo porte, nobles, plebeyos, ricos, pobres, que ni perdonaban á las mujeres, toda gente moza, y todos amarrados á los troncos de sí mismos. Aquí suspirando Critilo y gimiendo Andrenio, fueron mirando por todo aquel horrible espectáculo quiénes eran los crueles salteadores, que no podían atinar con ellos. Miraban á unos y á otros y todos los hallaban enlazados. ¿Pues quién ata? En viendo alguno de mal gesto, que eran los más, sospechaban dél.

¿Si será este, dijo Andrenio, que mira atravesado, que así tiene el alma?

Todo se puede creer de un mirar equívoco, respondió Critilo; pero más temo yo de aquel tuerto. Mal gesto,
mal hecho.
Que nunca suelen hacer éstos cosa á derechas, á juicio de la reina católica y era grande. Guárdate de aquel muchos labios y mala labia, que nos hace hocico siempre. Pues aquel otro de las narices remachadas, tan cruel como iracundo y, si de color de membrillo, cómitre amulatado...

No será sino aquel del ojo remellado, que tiene andado mucho para verdugo.

¿Y qué le falta á aquel encapotado, que mira hosco, amenazando á todos de tempestad?

Oyeron uno, que ceceaba y dijeron:

Éste es sin duda, que á todos va avisando con su ¡ce, ce! á que se guarden dél. Pero no, sino aquel que habla aspirando, que parece que se traga los hombres, cuando alienta.

p. 134 Oyeron á uno hablar gangoso y dieron á huir, entendiéndole la ganga por valiente de Baco y Venus. Toparon con otro peor, que hablaba tan ronco, que sólo se entendía con los jarros. En hablando alguno alterado, presumían dél y, si en catalán, con evidencia. De esta suerte fueron reconociendo á unos y otros y á todos los veían rendidos; ninguno delincuente.

¿Qué es esto?, decían. ¿Dónde están los robadores de tantos robados, pues aquí no hay de aquellos, que hurtan á repique de tijera, ni los que nos dejan en cueros, cuando nos calzan, los que nos despluman con plumas, los que se descomiden cuando miden ni los que pesan tan pesados?

Hurto común. ¿Quién embiste aquí, quién pide prestado, quién cobra, quién ejecuta? Nadie encubre, nadie lisonjea, no hay ministros, no hay de la pluma. Pues ¿quién roba? ¿Dónde están los tiranos de tanta libertad?

Esto decía Critilo, cuando respondió una gallarda hembra, entre mujer y entre ángel:

Ya voy. Aguardaos, mientras acabo de atar estos dos presumidos, que llegaron antes.

Era, como digo, una bellísima mujer, nada villana y toda cortesana. Hacía buena cara á todos y muy malas obras. Su frente era más rasa que serena. No miraba de mal ojo y á todos hacía dél. Las narices tenía blancas, señal de que no se le subía el humo á ellas. Sus mejillas eran rosas sin espinas. Ni mostraba los dientes, sino otros tantos aljófares, al reirse de todos. Tan agradable, que era ocioso el atar, pues con sola su vista cautivaba. Su lengua era sin duda de azúcar, porque sus palabras eran de néctar. Y las dos manos hacían un blanco de los afectos y, con tenerlas tan buenas, á nadie daba buena mano ni de mano. Y, aunque tenía brazo fuerte, de ordinario lo daba á torcer, equivocando el abrazar con el enlazar. De suerte que de ningún modo parecía salteadora quien tan buen parecer tenía. No estaba sola, antes muy asistida de un escuadrón volante de amazonas, igualmente agradables, gustosas y entretenidas, que p. 135 no cesaban de atar á unos y á otros, ejecutando lo que su capitana les mandaba.

Todos locos. Era de reparar que á cada uno le aprisionaban con las mismas ataduras que él quería y muchos se las traían consigo y las prevenían para que los atasen. Así que á unos aprisionaban con cadenas de oro, que era una fuerte atadura; á otros con esposas de diamantes, que era mayor. Ataron á muchos con guirnaldas de flores y otros pedían que con rosas, imaginando era más coronarles las frentes y las manos. Vieron uno, que le ataron con un cabello rubio y delicado y, aunque él se burlaba al principio, conoció después era más fuerte que una maroma. Á las mujeres de ordinario las ataban, no con cuerdas, sino con hilos de perlas, sartas de corales, listones de resplandor, que parecían algo y valían nada.

Á los valientes, al mismo Bernardo le aprisionaron, después de muchas bravatas, con una banda, quedando él muy ufano. Y lo que más admiró fué que á otros sus camaradas los atraillaron con plumajes y fué una prisión muy segura.

Ciertos grandes personajes pretendieron los atasen con unos cordoncillos, de que pendían veneras, llaves y eslabones y porfiaban hasta reventar. Había grillos de oro para unos y de hierro para otros y todos quedaban igualmente contentos y aprisionados.

Lo que más admiró fué que, faltando lazos con que maniatar á tantos, los enlazaban con brazos de mujeres y muy flacas á hombres muy robustos. Al mismo Hércules con un hilo delgado y muy al uso y á Sansón con unos cabellos, que le cortaron de su cabeza.

Querían ligar á uno con una cadena de oro, que él mismo traía, y les rogó no hiciesen tal, sino con una soga de esparto crudo, extremo raro de avaricia. Avaros. Á otro camarada déste le apretaron las manos con los cerraderos de su bolsa y aseguraron era de hierro. Añudaron á uno con su propio cuello, que era de cigüeña, á otro con un estómago de avestruz. Hasta con p. 136 sartas de salados sabrosos eslabones ataban algunos y gustaban tanto de su prisión, que se chupaban los dedos. Salían otros de juicio, de contento, de verse atados por las frentes con laureles y con hiedras. Pero ¿qué mucho, si otros se volvieron locos en tocando las cuerdas?

Desta suerte iban aprisionando aquellas agradables salteadoras á cuantos pasaban por aquel camino de todos, echando lazos á unos á los pies, á otros al cuello. Atábanles las manos, vendábanles los ojos y llevábanlos atados, tirándoles del corazón.

Con todo eso había una muy desagradable entre todas, que cuantos ataba, se mordían las manos y despedazaban las carnes hasta roerse las entrañas. Atormentábalos á éstos con lo que otros se holgaban y de la ajena gloria hacían infierno. Otra había bizarramente furiosa, que apretaba los cordeles hasta sacar sangre y ellos gustaban tanto desto, que se la bebían unos á otros. Y es lo bueno que, después de haber maniatado á tantos, aseguraban ellas que no habían atado persona.

Llegaron ya á querer hacer lo mismo de Critilo y de Andrenio. Preguntáronles con qué género de atadura querían ser maniatados. Andrenio, como mozo, resolvióse presto y pidió le atasen con flores, pareciéndole sería más guirnalda que lazo. Mas Critilo, viendo que no podía pasar por otro, dijo que le atasen á él con cintas de libros, que pareció bien extraordinaria atadura; pero al fin lo era y así se ejecutó.

Venta
del mundo.
Mandó luego tocar á marchar aquella dulce tirana. Y aunque parecía que los llevaban á todos arrastrando de unas cadenillas asidas á los corazones; pero de verdad ellos se iban, que no era menester tirarlos mucho. Volaban algunos, llevados del viento, casi todos con buen aire, deslizándose muchos, tropezando los más y despeñándose todos.

Halláronse presto á las puertas de uno, que ni bien era palacio ni bien cueva. Y los que mejor lo entendían dijeron era venta, porque nada se da de balde y todo es de paso.

Estaba fabricada de unas piedras tan atractivas, que traían p. 137 así las manos y los pies, los ojos, las lenguas y los corazones, como si fueran de hierro. Con lo cual se conoció eran imanes del gusto, trabadas con una unión tan fuerte, que les venía de perlas. Era sin duda la agradable posada, tan centro del gusto, cuan páramo del provecho y un agregado de cuantas delicias se pueden imaginar. Dejaba muy atrás la casa de oro de Nerón, con que quiso dorar los yerros de sus aceros. Oscurecía tanto el palacio de Heliogábalo, que lo dejó á malas noches y el mismo alcázar de Sardanápalo parecía una zahurda de sus inmundicias. Había á la puerta un gran letrero, que decía:

El bien deleitable, útil y honesto.

Reparó Critilo y dijo:

Este letrero está al revés.

¿Cómo al revés?, replicó Andrenio; yo al derecho le leo.

Sí, que había de decir al contrario: el bien honesto, útil y deleitable.

No me pongo en eso; lo que sé decir es que ella es la casa más deliciosa que hasta hoy he visto. ¡Qué buen gusto tuvo el que la hizo!

Tenía en la fachada siete columnas que, aunque parecía desproporción, no era sino emulación de la que erigió la sabiduría. Estancias
de los vicios.
Éstas daban entrada á otras siete estancias y habitaciones de otros tantos príncipes, de quienes era agente la bella salteadora. Y así todos cuantos cautivaba con sumo gusto los iba remitiendo allá, á elección de los mismos prisioneros.

Entraban muchos por el cuarto del oro y llamábase así, porque estaba todo enladrillado de tejos de oro y barras de plata, las paredes de piedras preciosas. Costaba mucho de subir y al cabo era gusto con piedras. El más eminente y superior á todos era el más arriesgado; y no obstante eso, la gente más grave quería subir á él. El más bajo era el más gustoso, tanto que tenía las paredes comidas, que decían eran de azúcar sus piedras, la argamasa mezclada con exquisitos vinos y el yeso tan cocido, que era un bizcocho.

p. 138 Muchos gustaban de entrar en éste y se preciaban ser gente de buen gusto.

Al contrario, había otro que campeaba rojo, empedrado de puñales, las paredes de acero, sus puertas eran bocas de fuego y sus ventanas troneras, los pasamanos de las escaleras eran pasadores y de los techos, en vez de florones, pendían montantes. Y con todo eso, no faltaban algunos, que se alojaban en él, tan á costa de su sangre.

Otro se veía de color azul, cuya hermosura consistía en deslucir los demás y desdorar ajenas perfecciones. Adornábase su arquitectura de canes, grifos y dentellones. Su materia eran dientes, no de elefante, sino de víboras. Y aunque por fuera tenía muy buena vista; pero por dentro aseguraban tenía roídas las entrañas de las paredes. Mordíanse por entrar en él unos á otros.

El más cómodo de todos era el más llano y, aunque no había en todo él escalera que subir, estaba lleno de mesillas, alhajado de sillas y todas poltronas. Parecía casa de la China, sin ningún alto. Su materia era de conchas de tortuga. Todo el mundo se acomodaba en él, tomándolo muy de asiento.

Con esto iban tan poco á poco y él era tan largo, que nunca llegaban al cabo, con ser todo paraderos.

El más hermoso era el verde, estancia de la primavera, donde campeaba la belleza. Llamábase el de las flores y todo era flor en él, hasta la valentía y la de la edad ni faltaba la del berro. Había muchos Narcisos, alternados con las violetas. Coronábanse todos en entrando de rosas, que bien presto se marchitaban, quedando las espinas. Y aun todas sus flores paraban en zarzas y sus verduras en palo. Con todo era una estancia muy requerida, donde todos los que entraban se divertían harto.

Obligábanlos á Critilo y Andrenio á entrar en alguna de aquellas estancias, la que más fuese de su gusto. Éste, como tan lozano y en la flor de su vida, encaminóse á la de las flores, diciendo á Critilo:

p. 139 Entra tú por donde gustares, que al cabo de la jornada todos vendremos á un mismo paradero.

Instábanle á Critilo que escogiese, cuando dijo:

Yo nunca voy por donde los demás, sino al revés. No me excuso de entrar, pero ha de ser por donde ninguno entra.

¿Cómo puede ser eso, le replicaron, si no hay puerta por donde no entren muchos cada instante?

Reíanse otros de su singularidad y preguntaban:

¿Qué hombre es éste, hecho al revés de todos?

Y aun por eso pienso serlo, respondió él. Yo he de entrar por donde los otros salen, haciendo entrada de la salida. Nunca pongo mira en los principios, sino en los fines.

Dió la vuelta á la casa y ella la dió tal, que no la conocía, pues toda aquella grandeza de la fachada se había trocado en vileza, la hermosura en fealdad y el agrado en horror y tal, que parecía por esta parte, no fachada, sino echada, amenazando por instantes su ruina. No sólo no atraían las piedras á los huéspedes, sino que se iban tras ellos sacudiéndoles, que hasta las del suelo se levantaban contra ellos. No se veían jardines por esta acera tan azar, campo sí de espinas y de malezas.

Advirtió Critilo, con no poco espanto suyo, que todos cuantos veía entrar antes riendo, ahora salían llorando. Y es bien de notar cómo salían. Arrojaban á unos por las ventanas, que correspondían al cuarto de los jardines y daban en aquellas espinas tal golpe, que se les clavaban por todas las coyunturas, quedando llenos de dolores, tan agudos, que estando en un infierno, levantaban el grito hasta el cielo. Los que habían subido más altos daban mayor caída. Uno déstos cayó de lo más alto de palacio, con tanta fruición de los demás, como pena suya, que todos estaban aguardando cuándo caería. Quedó tan maltratado, que no fué más persona ni pudo hacer del hombre.

Bien merece, decían todos los de dentro y fuera, tanto mal, quien á nadie hizo bien.

El que causó gran lástima fué uno, que tuvo más de luna, p. 140 que de estrella. Éste al caer se clavó un cuchillo por la garganta, escribiendo con su sangre el escarmiento sin segundo. Vió Critilo, que por la ventana, antes del oro y ya del lodo, despeñaban á muchos desnudos y tan abrumados, que parecían haberles molido las espaldas con saquillos de arenas de oro. Otros por las ventanas de la cocina caían en cueros. Y todos daban de vientre en aquel suelo, abominando tales crudezas. Sólo uno vió salir por la puerta y, admirado Critilo únicamente, se fué para él, dándole la singular enhorabuena. Al saludarle reparó que quería conocerle.

¡Válgame el cielo!, decía. ¿Dónde he visto yo este hombre? Pues yo le he visto y no me acuerdo.

¿No es Critilo?, preguntó él.

Sí, ¿y tú quién eres?

¿No te acuerdas que estuvimos juntos en casa de la sabia Artemia?

Ya doy en la cuenta. ¿Tú eres aquel de Omnia mea mecum porto ?

El mismo y aun eso me ha librado deste encanto.

¿Cómo pudiste escapar una vez dentro?

Fácilmente, respondió. Y con la misma facilidad te desataré á ti, si quieres. ¿Ves todos aquellos ciegos nudos, que echa la voluntad con un sí? Pues todos los vuelve á deshacer con un no. Todo está en que ella quiera.

Quiso Critilo y así se vió luego libre de libros.

Mas díme, oh Critilo, ¿y tú cómo no entraste en este común cautiverio?

Porque siguiendo otro consejo de la misma Artemia, no puse el pie en el principio, hasta tocar con las manos el fin.

¡Oh dichoso hombre! Pero mal dije hombre, que no eres sino entendido.

¿Qué se hizo aquel tu compañero más mozo y menos cauto?

Ahora te quería preguntar dél si le viste allá dentro, que p. 141 sin freno de razón se abalanzó allá y temo que como tal será arrojado.

¿Por qué puerta entró?

Por la del gusto.

Es la peor de todas. Saldrá tarde. Echarle ha el tiempo consumido de todas maneras.

¿No habría algún medio para su remedio?, replicó Critilo.

Sólo uno y ése, aunque fácil, dificultoso.

¿Cómo es eso?

Queriendo. Que haga como yo. Que no aguarde á que le echen; sino tomándose la honra y más el provecho, salir él. Que será por la puerta, despenado; y no por las ventanas, despeñado.

Una cosa te quisiera suplicar y no me atrevo, porque parece más necedad, que favor.

¿Qué es?

Que, pues tienes ya tomado el tino á la casa, volvieses á entrar y como sabio lo desengañases y librases.

No será de provecho, porque, aunque le halle y le hable, no me dará crédito sin el afecto. Mejor se moverá por ti. Y pues te ves obligado, que te pedirán la palabra, mejor es que tú entres y le saques.

Bien entraría, dijo Critilo, aunque lo siento. Pero temo que, como me falta la experiencia, me he de cansar en balde y no lo podré hallar, corriendo riesgo de ahogarnos todos. Hagamos una cosa: vamos los dos juntos, que bien es menester la industria doblada. Tú, como noticioso me guiarás, y yo, como amigo le convenceré y saldremos todos con victoria.

Parecióle bien el ardid. Fueron á ejecutarlo; mas la guarda, que la hay á la salida, teniendo por sospechoso al sabio, le detuvo.

Aquél sí, dijo señalando á Critilo. Que tengo orden de que entre y que le inste.

Mas él, volviendo atrás, se retiró con el sabio al reconsejo. p. 142 Fuése informando de las entradas y salidas de la casa, de sus vueltas y revueltas y ya muy determinado iba á entrar, cuando de medio camino volvió atrás y dijo al sabio:

Una cosa se me ha ofrecido y es que troquemos de vestidos ambos. Toma el mío, conocido de Andrenio, que será recomendación y así disfrazado podrás desmentir la guarda entre dos luces; quedaré yo con el tuyo, ayudando al disimulo y aguardando por instantes siglos.

No le desagradó al sabio la invención. Vistióse á lo de Critilo, con que pudo entrar rogado.

Quedóse este viendo caer unos y otros, que no paraban un punto por aquellos despeñaderos del dejo. Despeñadero
de los vicios.
Vió un pródigo, que lo despeñaban mujeres por el ventanaje de las rosas en las espinas. Y como venía en carnes el desdichado, maltratóse mucho. Hízose las narices, cuando más se las deshizo. Comenzó á hablar gangoso y duróle toda la vida, diciendo todos los que le oían:

¡No es cosa rara, que éste hable con las narices, por no tenerlas! Justo castigo es de sus imprudentes mocedades.

Fué tal el asco, que éste y todos los de su séquito tuvieron de su misma inmundicia, que no paraban de escupir al vil deleite, en venganza y por remedio; que hubiera sido mejor antes.

Los que rodaban por las espaldas del descanso, tardaban en el mismo caer; pero mucho más en el levantarse, que de pereza aun no vivían. Gente muy para nada; sólo sirven para hacer número y gastar los víveres. Nada hacen con buen aire y en él se paraban al caer, apoyando mórulas á Cenón; pero una vez caídos, siempre quedaban por tierra. Daban fieros gritos los que rodaban por el cuarto de las armas, que parecía el de los locos.

Venían muy maltratados y eran tales los golpes que daban y recibían, que escupían luego sangre de sus valientes pechos, vomitando la que habían bebido antes á sus enemigos: que es bravo quebradero de cabeza una venganza.

Solos los del cuarto del veneno se estaban á la mira, holgán p. 143 dose de lo que los demás se lamentaban. Y había hombres déstos que, porque se quebrase el otro un brazo y se sacase un ojo, perdía él los dos. Reían de lo que los otros lloraban y lloraban de lo que reían. Y era cosa rara que los que á la entrada enflaquecieron, engordaban á la salida, gustando mucho de hacer aplauso de desdichas y campanear ajenas desventuras.

Estaba Critilo mirando aquel malparadero de todos. Al cabo de un día, de siglos, vió asomar á Andrenio á la ventana de las flores en espinas. Asustóse mucho, temiendo su despeño. No le osaba llamar, por no descubrirse; pero con acciones acordaba el desengaño. Cómo bajó y por dónde adelante lo diremos.


CRISI XI

El golfo cortesano.

Visto un león, están vistos todos y vista una oveja, todas; pero visto un hombre, no está visto sino uno y aun ése no bien conocido. Todos los tigres son crueles, las palomas sencillas y cada hombre de su naturaleza diferente. Las generosas águilas siempre engendran águilas generosas; mas los hombres famosos no siempre engendran hijos grandes, como ni los pequeños pequeños. Cada uno tiene su gusto y su gesto: que no se vive con solo un parecer.

Proveyó la sagaz naturaleza de diversos rostros, para que fuesen los hombres conocidos; sus dichos y sus hechos no se equivocasen los buenos con los ruines; los varones se distinguiesen de las hembras y nadie pretendiese solapar sus maldades con el semblante ajeno. Gastan algunos mucho estudio en averiguar las propiedades de las yerbas; ¿cuánto más importaría conocer las de los hombres, con quien se ha de vivir ó morir?

Y no son todos hombres los que vemos, que hay horribles p. 144 monstruos y aun acroceraumnios en los golfos de las grandes poblaciones, sabios sin obras, viejos sin prudencia, mozos sin sujeción, mujeres sin vergüenza, ricos sin misericordia, pobres sin humildad, señores sin nobleza, pueblos sin apremio, méritos sin premio, hombres sin humanidad, personas sin sustancia. Esto ponderaba el sabio á vista de la corte, después de haber rescatado á Andrenio con un tan ejemplar arbitrio.

Cuando Critilo le aguardaba á la puerta libre, le atendió á la ventana empeñado en el común despeño. Mas consolóse con que nadie le impelía; antes, quitándose la guirnalda de la frente, la fué destejiendo y, atando unas ramas con otras, hizo soga, por la cual se guindó y sin daño alguno se halló en tierra por gran felicidad. Al mismo tiempo asomó por la puerta el Sabio, doblándole á Critilo el contento; pero sin detenerse ni aun para abrazarse, picaron, como tan picados. Sólo Andrenio, volviendo la cabeza á la ventana, dijo:

Quede ahí pendiente ese lazo, escala ya de mi libertad, despojo eternizado del desengaño.

Tomaron su derrota para la corte, á dar, decía el sabio, de Caribdis en Escila. Acompañóles hasta la puerta, llevado de la dulce conversación, el mejor viático del camino de la vida.

¿Qué cosa y qué casa ha sido ésta?, decía Critilo. Contadme lo que en ella os ha pasado.

Tomó la mano el Sabio á cortesía de Andrenio y dijo:

Sabed, que aquella engañosa casa, al fin venta del mundo, por la parte que se entra en ella es del gusto y por la que se sale del gasto. Aquella agradable salteadora es la famosa Volusia, Tiranía
del deleite.
á quien llamamos nosotros delectación y los latinos voluptas , gran muñidora de los vicios, que á cada uno de los mortales le lleva arrastrado su deleite. Ésta los cautiva, los aloja ó los aleja, unos en el cuarto más alto de la soberbia, otros en el más bajo de la desidia; pero ninguno en el medio, que en los vicios no le hay. Todos entran, como visteis, cantando y p. 145 después salen sollozando; si no son los envidiosos, que proceden al revés. El remedio para no despeñarse al fin es caer en la cuenta al principio: gran consejo de la sabia Artemia, que á mí me valió harto para salir bien.

Y á mí mejor para no entrar, replicó Critilo: que yo con más gusto voy á la casa del llanto, que de la risa, porque sé que las fiestas del contento fueron siempre vísperas del pesar. Créeme, Andrenio, que quien comienza por los gustos, acaba con los pesares.

Basta que este nuestro camino, dijo él, todo está lleno de trampas encubiertas, que no sin causa estaba el engaño á la entrada. ¡Oh casa de locos! ¡Y cómo lo es quien hace de ti caso! ¡Oh encanto de cantos imanes, que al principio atraen y á la postre despeñan!

Dios os libre, ponderaba el Sabio, de todo lo que comienza por el contento. Nunca os paguéis de los principios fáciles; atended siempre á los fines dificultosos y al contrario. La razón desto supe yo en aquella venta de Volusia, en este sueño que os ha de hacer despertar.

Juguetes
de la fortuna.
Contáronme tenía dos hijos la Fortuna, muy diferentes en todo: pues el mayor era tan agradablemente lindo, cuanto el segundo desapaciblemente feo. Eran sus condiciones y propiedades muy conformes á sus caras, como suele acontecer. Hízoles su madre dos vaquerillos con la misma atención. Al primero de una rica tela, que tejió la primavera, sembrada de rosas y de claveles y entre flor y flor alternó una G, tantas como flores, sirviendo de ingeniosas cifras, en que unos leían gracioso, otros galán, gustoso, gallardo, grato y grande; aforrado en cándidos armiños, todo gala, todo gusto, gallardía y gracia. Vistió al segundo muy de otro genio, pues de un bocací funesto, recamado de espinas y entre ellas otras tantas efes, donde cada uno leía lo que no quisiera, feo, fiero, furioso, falto y falso, todo horror, todo fiereza.

Salían de casa de su madre á la plaza ó á la escuela y al pri p. 146 mero en todo todos cuantos le veían le llamaban. Abríanle las puertas de sus corazones. Todo el mundo se iba tras él, teniéndose por dichosos los que le podían ver, cuanto más haber. El otro desvalido no hallaba puerta abierta y así andaba á sombra de tejados. Todos huían dél. Si quería entrar en alguna casa, dábanle con la puerta en los ojos y, si porfiaba, muchos golpes, con lo cual no hallaba dónde parar. Vivía ó moría, quien tan triste llegó á no poderse sufrir él á sí mismo. Y así tomó por partido despeñarse, para despenarse, escogiendo antes morir para vivir que vivir para morir.

Mas como la discreción es pasto de la melancolía, pensó una traza, que siempre valió más que la fuerza. Conociendo cuán poderoso es el engaño y los prodigios que obra cada día, determinó ir en busca suya una noche, que hasta la luz y él se aborrecían.

Casa del
Engaño.
Comenzó á buscarle; mas no le podía descubrir. En mil partes le decían estaría y en ninguna le topaba. Persuadióse le hallaría en casa de los engañadores y así fué primero á la del Tiempo. Éste le dijo que no; que antes él procuraba desengañar á todos, sino que le creen tarde. Pasó á la del Mundo, tenido por embustero y respondióle que por ningún caso; que él á nadie engaña, aunque lo desea, que los mismos hombres son los que se engañan á sí mismos, se ciegan y se quieren engañar. Fué á la misma Mentira, que la halló en todas partes. Díjola á quién buscaba y respondióle ella:

¡Anda necio! ¿Cómo tengo yo de decir verdad?

¿Según eso, la Verdad me lo dirá?, dijo él; pero ¿dónde la hallaré? Más dificultoso será eso: que si al Engaño no le puedo descubrir en todo el mundo, ¿cuánto menos la Verdad?

Fuése á casa de la Hipocresía, teniendo por cierto estaría allí; mas ésta le engañó con el mismo Engaño. Porque torciendo el cuello á par de la intención, encogiéndose de hombros, frunciendo los labios, arqueando las cejas, levantando los ojos al cielo, que todo un hombre ocupa con la voz muy mirlada, le p. 147 aseguró no conocía tal personaje ni le había hablado en su vida, cuando estaba amancebada con él.

Partió á casa de la Adulación, que era un palacio y ésta le dijo:

Yo, aunque miento, no engaño, porque echo las mentiras tan grandes y tan claras, que el más simple las conocerá. Bien saben ellos que yo miento; pero dicen que con todo eso se huelgan y me pagan.

¿Qué, es posible, se lamentaba, que esté el mundo lleno de engaños y que yo no le halle? ¡Parece ésta pesquisa de Aragón! Sin duda estará en algún casamiento: ¡vamos allá!

Casamiento
con eco.
Preguntó al marido, preguntó á la mujer y respondiéronle ambos habían sido tantas y tan recíprocas de una y otra parte las mentiras, que ninguno podía quejarse de ser el engañado.

¿Si estaría en casa de los mercaderes, entre mohatras paliadas y desnudos acreedores?

Respondiéronle que no, porque no hay engaño, donde ya se sabe que le hay. Lo mismo dijeron los oficiales: que fué de tienda en tienda, asegurándole en todas que al que ya lo sabe y quiere, no se le hace agravio. Estaba desesperado, sin saber ya dónde ir.

Pues yo le he de buscar, dijo; aunque sea en casa del diablo.

Fuése allá, que era una Génova, digo una Ginebra. Mas éste se enojó fieramente y, dando voces endiabladas, decía:

¿Yo engaño? ¿Yo engaño? ¡Qué bueno es eso para mí!; antes yo hablo claro á todo el mundo. Yo no prometo cielos; sino infiernos acá y allá fuegos, que no paraísos. Y con todo eso, los más me siguen y hacen mi voluntad.

¿Pues en qué está el engaño?

Engañador,
engañado.
Conoció decía esta vez la verdad y quitósele delante. Echó por otro rumbo, determinó ir á buscarle á casa de los engañados, los buenos hombres, los crédulos y cándidos, gente toda fácil de engañar. Mas todos ellos le dijeron que por ningún p. 148 caso estaba allí; sino en casa de los engañadores, que aquéllos son los verdaderos necios, porque el que engaña á otro siempre se engaña y daña más á sí mismo.

¿Qué es esto?, decía. Los engañadores me dicen que los engañados se lo llevaron; éstos me responden que aquéllos se quedan con él. Yo creo que unos y otros le tienen en su casa y ninguno se lo piensa.

Yendo desta suerte, le topó á él la Sabiduría, que no él á ella y, como sabedora de todo, le dijo:

Perdido, ¿qué buscas? ¿Otro que á ti mismo? ¿No ves tú que el Engaño no le halla quien le busca y que, en descubriéndole, ya no es él? Ve á casa de algunos de aquellos, que se engañan á sí mismos, que allí no puede faltar.

Entró en casa de un confiado, de un presumido, de un avaro, de un envidioso y hallóle muy disimulado con afeites de verdad. Comunicóle sus desdichas y consultóle su remedio. Miróselo el Engaño muy bien, cuanto peor, y díjole:

Tú eres el mal, que tu mala catadura te lo dice. Tú eres la maldad, más fea aún de lo que pareces. Pero ten buen ánimo, que no faltará diligencia ni inteligencia. Huélgome se ofrezcan ocasiones como ésta para que luzca mi poder. ¡Oh, qué par haremos ambos! Anímate, que si el primer paso en la medicina es conocer la raíz del mal, yo la descubro en tu dolencia, como si la tocase con las manos.

Yo conozco muy bien los hombres; aunque ellos no me conocen á mí. Yo sé bien de qué pie cojea su mala voluntad. Y advierte que no te aborrecen á ti por ser malo. No por cierto; sino porque lo pareces, por ese mal vestido que tú llevas. Esos abrojos son los que les lastiman; que, si tú fueras cubierto de flores, yo sé te quisieran. Pero déjame hacer, que yo barajaré las cosas de modo que tú seas el adorado de todo el mundo y tu hermano aborrecido. Ya la tengo pensada, que no será la primera ni la última.

Asiéndole de la mano, se fueron pareados á casa de la For p. 149 tuna. Saludóla con todo el cumplimiento que él suele y encandilóla tan bien, que fué menester poco para una ciega. Ofreciósele por mozo de guía, representándole su necesidad y las muchas conveniencias. Abonóle el hijuelo de fiel y de entendido, pues sabe muchos puntos más que el diablo su discípulo. Sobre todo, que no quería otra paga, sino sus venturas. Y no se engañaba, que no hay renta, como la puerta falsa de la ambición. Calidades eran todas muy á cuento, si no muy á propósito, para mozo de ciego, y así le admitió la Fortuna en su casa, que es todo el mundo.

Mozo de la
Fortuna.
Comenzó al mismo instante á revolverlo todo, sin dejar cosa en su lugar ni aun tiempo. Guíala siempre al revés. Si ella quiere ir á casa de un virtuoso, él la lleva á la de un malo y otro peor. Cuando había de correr, la detiene y, cuando había de ir con tiento, vuela. Barájale las acciones, trueca todo cuanto da. El bien que ella quería dar al sabio, hace lo dé al ignorante; el favor que va á hacer al valiente, lo encamina al cobarde. Equivócale las manos cada punto, para que reparta las felicidades y desdichas, en quien no las merece. Incítala á que esgrima el palo sin sazón y á tontas y á ciegas la hace sacudir palos de ciego en los buenos y virtuosos. Pega un revés de pobreza al hombre más entendido y da la mano á un embustero, que por eso están hoy tan validos.

Don Baltasar
de Zúñiga.
¡Qué de golpes la ha hecho errar! Acabó de uno con un don Baltasar de Zúñiga, cuando había de comenzar á vivir. Acabó con un duque del Infantado, un marqués de Aitona y otros semejantes, cuando más era menester. Dió un revés de pobreza á un don Luis de Góngora, á un Agustín de Barbosa y otros hombres eminentes, cuando debiera hacerlos muchas mercedes. Erró el golpe también y escusábase el bellacón, diciendo:

Vinieran éstos en tiempo de un León X, de un rey Francisco de Francia, que éste no es su siglo.

¡Qué disfavores no hizo á un marqués de Torrecuso! Y jactábase dello, diciendo:

p. 150 ¿Qué hiciéramos sin guerra? Ya estuviera olvidada.

Don Martín
de Aragón.
También fué errar el golpe darle un balazo á don Martín de Aragón, conociéndose bien presto su falta.

Iba á dar la Fortuna un capelo á un Azpilqueta Navarro, que hubiera honrado el Sacro Colegio; mas pególa en la mano un tal golpazo, que lo echó en tierra, acudiendo á recogerlo un clerizonte. Y riéndose el picarón, decía:

¡Eh! que no pudiéramos vivir con estos tales. Bástales su fama. Éstos otros sí, que lo reciben humildes y lo pagan agradecidos.

España. Fué á dar á la monarquía de España muchas felicidades, por verla tan católica, como había hecho siempre, dándole las Indias y otros muchos reinos y victorias y el belitre la dió tal encontrón, que saltaron acullá á Francia, con espanto de todo el mundo. Él se escusaba con decir que se había acabado ya la semilla de los cuerdos en España y de los temerarios en Francia. Venecia. Y por desmentir el odio, que le acumulaba ya su malicia, dió algunas victorias á la república de Venecia contra el poder otomano y sola sin Liga, cosa que ha admirado al mundo, escusándose con el tiempo, Casa otomana. que se cansa ya de llevar á cuestas la felicidad otomana, más á fuerza, que de industria.

Desta suerte fué barajando todas las cosas y casos, tanto, que así las dichas como las desdichas se hallaban en los que menos las merecían.

Llegando ya á ejecutar su primer intento, observó allá á la noche, cuando la Fortuna desnudaba sus dos hijos, que de nadie los fiaba, donde ponía los vestidos de cada uno, que eso siempre era con cuidado, en diferentes puestos, porque no se confundiesen. Acudió, pues, el Engaño y, sin ser sentido, trocó los vestidos, mudó los del bien al puesto del mal y los del mal al del bien. Á la mañana la Fortuna, tan descuidada como ciega, vistió á la Virtud el vaquerillo de las espinas, sin más reparar. Y al contrario, el de las flores púsoselo al Vicio, con que quedó éste muy galán. Y ¡él que se ayudó con afeites del Engaño!

p. 151 No había quien lo conociese. Todos se iban tras él. Metíanle en sus casas, creyendo llevaban el Bien. Algunos lo advirtieron á costa de la experiencia y dijéronlo á los otros. Pocos lo creyeron y, como le veían tan agradable y florido, prosiguieron en su engaño.

Principios
del vicio.
Desde aquel día la Virtud y la Maldad andan trocadas y todo el mundo engañado ó engañándose: los que abrazan la maldad por aquel cebillo del deleite, hállanse después burlados, dan tarde en la cuenta y dicen arrepentidos: No está aquí el verdadero bien, éste es el mal de los males. ¿Luego errado habemos el camino? Fines
de la virtud.
Al contrario, los que desengañados apechugan con la virtud, aunque al principio les parece áspera y sembrada de espinas, pero al fin hallan el verdadero contento y alégranse de tener tanto bien en sus conciencias.

Cargos cargas. ¡Qué florida le parece á éste la hermosura y qué lastimado queda después con mil achaques! ¡Qué lozana al otro la mocedad!; ¡pero cuán presto se marchita! ¡Qué plausible se le representa al ambicioso la dignidad! Vestido viene el cargo de estimación; ¡mas qué pesado le halla después, que le abruma so la carga! ¡Qué gustosa imagina el sanguinario la venganza! ¡Cómo se relame en la sangre del enemigo! Y después, si le dejan, toda la vida anda basqueando lo que los agraviados no pueden digerir. Hasta el agua hurtada es más sabrosa. Chupa la sangre del pobrecillo el ricazo de rapiña; mas después ¡con qué violencia la trueca al restituirla! Dígalo la madre del milano.

Gota grita. Traga el glotón exquisitos manjares, saboréase con los preciosos vinos y después, ¡cómo lo grita en la gota! No pierde el deshonesto coyuntura en su bestial deleite y págalo con dolor de todas las de su flaco cuerpo. Abraza espinas en riquezas el avaro, pues no le dejan morir y, sin poderlas gozar, deja en ellas lastimado el corazón.

Todos éstos pensaron traer á su casa el Bien, vestido del gusto; y de verdad, que no es sino el Mal solapado; no el contento, sino el tormento, también merecido de su engaño. Pero p. 152 al contrario, ¡qué dificultosa y cuesta arriba se le hace al otro la virtud!, y después, ¡qué satisfacción la de la buena conciencia! ¡Qué horror el de la abstinencia y en ella consiste la salud del cuerpo y alma! Intolerable se le representa la continencia y en ella se halla el contento verdadero, la vida, la salud y la libertad.

El que se contenta con una medianía, tranquilo vive. El manso de corazón, posee la tierra. Desabrido se le propone el perdón del enemigo; pero ¡qué paz se le sigue y qué honra se consigue! ¡Qué frutos tan dulces se cogen de la raíz amarga de la mortificación! Melancólico parece el silencio; mas al sabio nunca le pesó de haber callado.

De suerte que desde entonces la Virtud anda vestida de espinas por fuera y de flores por dentro. Al contrario del Vicio. Conozcámoslos y abracémonos con aquélla, á pesar del engaño tan común cuan vulgar.

Á vistas estaba ya de la corte y mirando Andrenio á Madrid con fruición grande preguntóle el Sabio:

¿Qué ves en cuanto miras?

Veo, dijo él, una real madre de tantas naciones, una corona de dos mundos, un centro de tantos reinos, un joyel de entrambas Indias, un nido del mismo fénix y una esfera del sol católico, coronado de prendas en rayos y de blasones en luces.

Pues yo veo, dijo Critilo, una Babilonia de confusiones, una Lutecia de inmundicias, una Roma de mutaciones, un Palermo de volcanes, una Constantinopla de nieblas, un Londres de pestilencias y un Argel de cautiverios.

Madrid madre,
madrastra.
Yo veo, dijo el Sabio, á Madrid, madre de todo lo bueno, mirada por una parte, y madrastra por la otra. Que así como á la corte acuden todas las perfecciones del mundo, mucho más todos los vicios, pues los que vienen á ella nunca traen lo bueno, sino lo malo de sus patrias. Aquí yo no entro, aunque se diga que me volví del puente Milvio.

Y con esto despidióse. Fueron entrando Critilo y Andrenio, p. 153 como instruídos, por la espaciosa calle de Toledo. Toparon luego una de aquellas tiendas donde se feria el saber. Encaminóse Critilo á ella y pidió al librero si tendría un Ovillo de oro que venderle. No le entendió, que leer los libros por los títulos no hace entendidos. Pero sí un otro, que allí estaba de asiento, graduado cortesano por años y suficiencia:

¡Eh!, que no piden, le dijo, sino una aguja de marear en este golfo de Circe.

Menos lo entiendo ahora, respondió el librero. Aquí no se vende oro ni plata; sino libros, que son mucho más preciosos.

Esto, pues, buscamos, dijo Critilo, y entre ellos alguno, que nos dé avisos para no perdernos en este laberinto cortesano.

Libros libres. De suerte, señores, que ¿ahora llegáis nuevos? Pues aquí os tengo este librillo, no tomo sino átomo; pero que os guiará al norte de la misma felicidad.

Ésa buscamos.

Aquí la tenéis. Á éste le he visto yo hacer prodigios, porque es arte de ser personas y de tratar con ellas.

Tomóle Critilo. Leyó el título que decía:

El Galateo Cortesano.

¿Qué vale?, preguntó.

Señor, respondió el librero, no tiene precio. Mucho le vale al que le lleva. Estos libros no los vendemos; sino que los empeñamos por un par de reales, que no hay bastante oro ni plata para apreciarlos.

Oyendo esto el cortesano, dió una tan descompuesta risada, que causó no poca admiración á Critilo y mucho enfado al librero, y preguntóle la causa.

Porque es digno de risa lo que decís, respondió él, y cuanto este libro enseña.

Ya veo yo, dijo el librero, que El Galateo no es más que la cartilla del arte de ser personas y que no enseña más del a, b, c; pero no se puede negar que sea un brinquiño de oro, tan p. 154 plausible como importante. Y aunque pequeño, hace grandes hombres, pues enseña á serlo.

Galateo
al revés.
Lo que menos hace es eso, replicó el cortesano. Este libro, dijo tomándole en las manos, aún valdría algo, si se practicase todo al revés de lo que enseña. En aquel buen tiempo, cuando los hombres lo eran, digo buenos hombres, fueran admirables estas reglas; pero ahora en los tiempos que alcanzamos no valen cosa. Todas las lecciones, que aquí encarga, eran del tiempo de las ballestas; mas ahora, que es el de las gafas, creedme que no aprovechan. Y para que os desengañéis, oid esta de las primeras.

Dice, pues, que el discreto cortesano, cuando esté hablando con alguno, no le mire al rostro y mucho menos de hito en hito, como si viese misterios en los ojos.

Mirad qué buena regla ésta para estos tiempos, cuando no están ya las lenguas asidas al corazón. ¿Pues dónde le ha de mirar? ¿Al pecho?

Eso fuera, si tuviera en él la ventanilla, que deseaba Momo.

Si, aun mirándole á la cara que hace, al semblante que muda, no puede el más atento sacar traslado del interior, ¿qué sería, si no le mirase?

Mírele y remírele y de hito en hito y aun plegue á Dios que dé en el hito de la intención y crea que ve misterios. Léale el alma en el semblante. Note si muda colores, si arquea las cejas. Brujuléele el corazón. Esta regla, como digo, quédese para aquella cortesía del buen tiempo, si ya no la entiende algún discreto por activa, procurando conseguir aquella inestimable felicidad de no tener que mirar á otro á la cara.

Oid esta otra, que me da gran gusto siempre que la leo. Pondera el autor que es una bárbara asquerosidad, después de haberse sonado las narices, ponerse á mirar en el lienzo la inmundicia, como si echasen perlas ó diamantes del cerebro.

Pues esa, señor mío, dijo Critilo, es una advertencia tan cortesana, cuan precisa, si ya no prolija; mas para la necedad nunca sobran avisos.

p. 155 No, replicó el cortesano: no lo entendéis. Perdóneme el autor y enseñe todo lo contrario. Diga, que sí, que miren todos y vean lo que son en lo que echan. Advierta el otro presumido de bachiller y conózcase que es un rapaz mocoso, que aún no discurre ni sabe su mano derecha: no se desvanezca. Entienda el otro, que se estima de nasudo y de sagaz, que no son sentencias ni sutilezas las que piensa; sino crasicies, que destila del alambique de su nariz aguileña. Persuádase la otra linda que no es tan ángel como la mienten ni es ámbar lo que alienta; sino que es un albañal afeitado. Desengáñese Alejandro que no es hijo de Júpiter; sino de la pudrición y nieto de la nada. Sonado
mocoso.
Entienda todo divino que es muy humano y todo desvanecido que, por más viento que tenga en la cabeza y por más humo, todo viene á resolverse en asco y, cuando más sonado, más mocoso. ¡Eh!, conozcamos todos y entendamos que somos unos sacos de hediondez: cuando niños, mocos; cuando viejos, flemas; y cuando hombres, apostemas.

Esta otra, que se sigue, es totalmente superflua. Dice que por ningún caso el cortesano, estando con otros, se saque la cera de los oídos ni la esté retorciendo con los dedos, como quien hace fideos. Pregunto, señores: ¿quién hay que pueda hacer esto? ¿Á quién han dejado ya cera en los oídos unos y otras, aquéllos y éstas; cuanto menos, que sobre para hacer fideos? Mas sin cera está la era. Lo que él había de encargar es que no nos la sacasen tanto embestidor, tanta harpía, tanto agarrador, tanto escribano y otros que callo.

Pero con la que yo estoy muy mal, es con aquella otra, que enseña que es grande vulgaridad, estando en un corrillo ó conversación, sacar las tijerillas del estuche y ponerse muy de propósito á cortar las uñas. Ésta la tengo por muy perniciosa doctrina, porque á más de que ellos se tienen buen cuidado de no cortárselas ni aun en secreto, cuanto menos en público, fuera mejor que mandara se las cortaran delante de todo el mundo, Señor
almirante.
como hizo el almirante en Nápoles, pues todo él está escanda p. 156 lizado de ver algunos cuán largas las tienen. ¡Sí!, ¡sí señor! Saquen tijeras, aunque sean de tundir; mas no de trasquilar. Y córtense estas uñas de rapiña y atúsenlas hasta las mismas manos, cuando las tienen tan largas.

Algunos hombres hay caritativos, que suelen acudir á los hospitales á cortarles las uñas á los pobres enfermos. ¡Gran caridad es por cierto! Pero no fuera malo ir á las casas de los ricos y cortarles aquellas uñas gavilanes, con que se hicieron hidalgos de rapiña y desnudaron á estos pobrecitos y los pusieron por puertas y aun los echaron en el hospital.

Tampoco tenía que encargar aquello de quitar el sombrero con tiempo. ¡Gran liberalidad de cortesía es ésta! No sólo quitan ya el sombrero, sino la capa y la ropilla, hasta la camisa, hasta el pellejo, pues desuellan al más hombre de bien y dicen que le hacen mucha cortesía. Guardan otros tanto esta regla, que se entran de gorra en todas sus partes. Á esta traza os aseguro que no hay regla con regla.

Cortesía
engaño.
Ésta, que leo aquí, es sin duda contra toda buena moralidad. Yo no sé cómo no la han prohibido. Dice que, cuando uno se pasea, no vaya con cuidado á no pisar las rayas ni atienda á poner el pie en medio, sino donde cayere.

¿No digo yo? ¡En lugar de aconsejar al cortesano que atienda mucho á no pisar la raya de la razón ni pasarla, que esté muy á la raya de la ley de Dios, que lo contrario es quemarse, y que no pase los límites de su estado, que por eso tantos han caído, que no pise la raya, sino el espacio, que eso es compasarse y medirse, que no alargue más el brazo ni el pie de lo que puede! Todo esto le aconsejaría yo: que mire dónde pone el pie y cómo lo asienta, vea dónde entra y dónde sale, pise firme siempre en el medio y no vaya por extremos, que son peligrosos en todo, y eso es andar bien.

¡Señor, que no vaya hablando consigo, que es necedad!

¿Pues con quién mejor puede hablar, que consigo mismo? ¿Qué amigo más fiel? Háblese á sí y dígase la verdad, que nin p. 157 gún otro se la dirá. Pregúntese y oiga lo que dice su conciencia, aconséjese bien, dé y tome consigo y crea que todos los demás le engañan y que ningún otro le guardará secreto, ni aun la camisa al rey don Pedro.

¡Que no pegue de golpes hablando, que es aporrear alma y cuerpo!

Dice bien, si el otro escucha; ¿pero si hace el sordo y á veces á lo que más importa? ¡Pues qué, si duerme! Menester es despertarle. Y hay algunos, que aun á mazadas no les entran las cosas ni se hacen capaces de la razón. ¿Qué ha de hacer un hombre, si no le entienden ni le atienden? Por fuerza ha de haber mazos en el hablar, ya que los hay en el entender.

¡Que no hable recio ni muy alto, que desdice de la gravedad!

¡Según con quien habla! Crea que no son buenas palabras de seda para orejas de buriel.

¡Pues qué otra ésta! Que no haga acciones con las manos, cuando habla, ni bracee, que parece que nada, ni saque el índice, que parece que pesca.

No fuera malo aquí distinguir de los que las tienen malas á los que buenas. Y las que se precian dellas, toman aquí el cielo con las manos. Con licencia deste autor, yo diría lo contrario, que haga y diga, no sea todo palabras, haya acción y ejecución también. Hable de veras. Si tiene buena mano, póngala en todo.

Dichos
y hechos.
Así como tiene algunas reglas superfluas, otras tiene muy frías, como lo es ésta: que no se acerque mucho, cuando hablare, ni salpique, que verdaderamente algunos poco atentos en esto, deberían avisar antes de abrir la boca y decir: ¡agua va!, para que se apartasen los oyentes ó se vistiesen los albornoces, porque de ordinario éstos hablan sin escampar.

Yo, señores, por más dañoso tengo el echar fuego por la boca, que agua, y más son los que arrojan llamas de malignidad, de murmuración, de cizaña, de torpeza y de escándalo. Harto peor es echar espumajos, sin decir primero: ¡cólera va!

p. 158 Reprehenda el vomitar veneno, que ya niñería es el escupir. Poco mal puede hacer una rociada de perdigones. Dios nos libre de la bala rasa de la injuria, de la jara de una barrilla, de la bomba de una traición, de las picas en picones y de la artillería del artificio maldiciente.

También hay algunas muy ridículas, como aquella otra que, cuando hablare con alguno, no le esté pasando la mano por el pecho ni madurando los botones de la ropilla, hasta hacerlos caer á puro retorcerlos.

¡Eh, que sí; déjelos tomar el pulso en el pecho y dar un tiento al corazón! Déjelos examinar si palpita. Tienten también si tienen almilla en los botones, que hay hombres, que aun allí no la tienen. Tírenle de la manga al que se desmanda y de la faldilla al que se estira, porque no salga de sí.

Ésta, que se sigue, en ninguna república se practica ni aun en la de Venecia. Era del tiempo antiguo. ¡Que no coma á dos carrillos, que es una grande fealdad!

Veis aquí una lección, que las más lindas la practican menos; antes dicen que están más hermosas de la otra suerte y se les luce más.

Que no ría mucho ni muy alto, dando grandes risadas.

¡Ay tantas y tales monstruosidades en el mundo, que no basta ya reir debajo la nariz, aunque frescamente á su sombra!

Va otra semejante: que no coma con la boca cerrada. Por cierto, sí. ¡Qué buena regla ésta para este tiempo, cuando andan tantos á la sopa! Aun dese modo no está seguro el bocado, que nos lo quitan de la misma boca; ¿qué sería á boca abierta? No habría menester más el otro, que come y bebe de cortesía. Á más de que en ninguna ocasión importa tanto tenerla cerrada y con candados, que cuando se come y se bebe. Marqués
de Espínola.
Así lo observó el célebre marqués de Espínola, cuando le convidó á su mesa el atento Henrico.

Y para ser nimio y menudo de todas maneras, encarga ahora que su cortesano de ningún modo regüelde: que, aunque es p. 159 salud, es grosería. Créame y déjelos que echen fuera el viento, de que están ahitos y más llenos, cuando más vacíos. ¡Ojalá acabaran de despedir de una vez todo el que tienen en aquellas cabezas! Que tengo para mí que por eso al que estornuda le ayuda Dios á echar el viento de su vanidad y le damos la norabuena. Conozcan en la hediondez del aliento cómo se gasta el aire, cuando no está en su lugar.

Sólo un consejo me contentó mucho de El Galateo y me pareció muy sustancial, para que se verifique aquel dicho común, que no hay libro sin algo bueno. Encarga, pues, por capital precepto y como el fundamento de toda su obra cortesana, que el galante Galateo procure tener los bienes de fortuna, para vivir con lucimiento, que sobre esta basa de oro le han de levantar la estatua de cortesía y discreción, galantería, despejo y todas las demás prendas de varón culto y perfecto; y advierta que, si fuere pobre, jamás será ni entendido ni cortés ni galante ni gustoso. Y esto es lo que yo siento de El Galateo.

Pues si ése no os contenta, dijo el librero, porque no instruye sino en la cortesía material, no da más de una capa de personas, una corteza de hombres, aquí está la juiciosa y grave instrucción del prudente Juan de Vega á su hijo, cuando le enviaba á la corte. Realzó esa misma instrucción, Conde de
Portalegre.
que no la comentó muy á lo señor y portugués, que es cuanto decir se puede, el conde de Portalegre en semejante ocasión de enviar otro hijo á la corte.

Es grande obra, dijo el cortesano, y sobrado grande, pues es sólo para grandes personajes; y yo no tengo por buen oficial al que quiere calzar á un enano el zapato de un gigante.

Creedme que no hay otro libro ni arte más á propósito, que parece la escribió viendo lo que en Madrid pasa.

Ya sé que me tendréis por paradojista y aun estoico, pero más importa la verdad. Digo que el libro, que habéis de buscar y leerlo de cabo á cabo, es la célebre Ulisiada de Homero. ¡Aguardad! No os admiréis hasta que me declare. ¿Qué pensáis? ¿Que el peligroso golfo, p. 160 que él describe, es aquel de Sicilia, y que las sirenas están acullá en aquellas Sirtes con sus caras de mujeres y sus colas de pescados, la Circe encantadora en su isla y el soberano Cíclope en su cueva? Sabed que el peligroso mar es la corte con la Escila de sus engaños y la Caribdis de sus mentiras.

¿Veis esas mujeres, que pasan tan prendidas de libres y tan compuestas de disolutas? Pues ésas son las verdaderas sirenas y falsas hembras, con sus fines monstruosos y amargos dejos. Ni basta que el cauto Ulises se tape los oídos; es menester que se ate al firme mástil de la virtud y encamine la proa del saber al puerto de la seguridad, huyendo de sus encantos.

Circes lindas. Hay encantadoras Circes, que á muchos, que entraron hombres, los han convertido en brutos. ¿Qué diré de tantos Cíclopes, tan necios como arrogantes, con solo un ojo, puesta la mira en su gusto y presunción?

Este libro os digo que repaséis, que él os ha de encaminar, para que como Ulises escapéis de tanto escollo como os espera y tanto monstruo como os amenaza.

Tomaron su consejo y fueron entrando en la corte, experimentando al pie de la letra lo que el cortesano les había prevenido y Ulises enseñado. No encontraron pariente ni amigo ni conocido, por lo pobre. No podían descubrir su deseada Felisinda.

Viéndose, pues, tan solos y tan desfavorecidos, determinó Critilo probar la virtud de ciertas piedras orientales muy preciosas, que había escapado de sus naufragios. Sobre todo quiso hacer experiencia de un finísimo diamante, por ver si vencía tan grandes dificultades su firmeza, y una rica esmeralda, si conciliaba las voluntades, como escriben los filósofos. Sacólas á luz, mostrólas y al mismo punto obraron maravillosos efectos, porque comenzaron á ganar amigos. Todos se les hacían parientes y aun había quien decía eran de la mejor sangre de España, galanes, entendidos y discretos.

Fué tal el ruido que hizo un diamante, que se les cayó en un p. 161 empeño de algunos centenares, que se oyó por todo Madrid. Con que los embistieron enjambres de amigos, de conocidos y de parientes, más primos que un rey, más sobrinos que un papa. Pero el caso más agradablemente raro fué el que le sucedió á Andrenio, desde la calle Mayor á palacio. Llegóse á él un pajecillo, galán de librea y libre de desenfado, que desenvainando una hoja en un billete, le dejó tan cortado, que no acertó á descartarse Andrenio. Antes, brujuleándole, descubrió una prima su servidora en la firma. Dábale la bienvenida á la corte y muchas quejas de que, siendo tan proprio, se hubiese portado tan extraño. Suplicábale se dejase ver, que allí estaba aquel paje para que le guiase y le sirviese. Quedó atónito Andrenio, oyendo el reclamo de su prima, cuando él no creyera tener madre y, llevado más de su curioso deseo, que del ajeno agasajo, asistido del pajecillo, tomó el rumbo para la casa. Lo que aquí vió en maravillas y le sucedió en portentos dirá la siguiente Crisi.


CRISI XII

Los encantos de Falsirena.

Fué Salomón el más sabio de los hombres y fué el hombre á quien más engañaron las mujeres. Y con haber sido el que más las amó, fué el que más mal dijo dellas. Argumento de cuán gran mal es el del hombre la mujer mala y su mayor enemigo. Más fuerte es que el vino, más poderosa que el rey y que compite con la verdad, siendo toda mentira. Más vale la maldad del varón, que el bien de la mujer, dijo quien más bien dijo, porque menos mal te hará un hombre que te persiga, que una mujer que te siga.

Mas no es un enemigo sólo; sino todos en uno, que todos han hecho plaza de armas en ella. De carne se compone, para p. 162 descomponerle. El mundo la viste, que para poder vencerle á él, se hizo mundo della. Y la que el mundo se viste, del demonio se reviste en sus engañosas caricias.

Gerión de los enemigos, triplicado lazo de la libertad, que difícilmente se rompe. De aquí sin duda procedió el apellidarse todos los males hembras, las furias, las parcas, las sirenas y las harpías, que todo lo es una mujer mala.

Hácenle guerra al hombre diferentes tentaciones, en sus edades diferentes, unas en la mocedad y otras en la vejez; pero la mujer en todas. Nunca está seguro dellas ni mozo ni varón ni viejo ni sabio ni valiente ni aun santo. Siempre está tocando al arma este enemigo común y tan casero, que los mismos criados del alma la ayudan, los ojos franquean la entrada á su belleza, los oídos escuchan su dulzura, las manos la atraen, los labios la pronuncian, la lengua la vocea, los pies la buscan, el pecho la suspira y el corazón la abraza. Si es hermosa, es buscada; si fea, ella busca. Trono de la
necedad.
Y si el cielo no hubiera prevenido que la hermosura de ordinario fuera trono de la necedad, no quedara hombre á vida, que la libertad lo es. ¡Oh, cómo le previno el escarmentado Critilo al engañado Andrenio! Mas ¡qué poco le aprovechó!

Partió ciego á buscar luz á la casa de los incendios. No consultó á Critilo, temiéndole severo. Y así solo y malguiado de un pajecillo, que suelen ser las pajuelas de encender el amoroso fuego, caminó un gran rato, torciendo calles y doblando esquinas.

Mi señora, decía el rapaz, la honestísima Falsirena vive muy fuera del mundo, ajena del bullicio cortesano, ya por natural recato, haciendo desierto de la corte, ya por poder gozar de la campaña en sus alegres jardines.

Llegaron á una casa, que en la apariencia aún no prometía comodidad, cuanto menos magnificencia, estrañándolo harto Andrenio. Mas luego que fué entrando, parecióle haber topado el mismo alcázar de la aurora. Porque tenía las entradas bue p. 163 nas á un patio muy desahogado, teatro capaz de maravillosas apariencias. Y aun toda la casa era harto desenfadada. En vez de firmes atlantes en columnas, coronaban el atrio hermosas ninfas por la materia y por el arte raras, asegurando sobre sus delicados hombros firmeza á un cielo, alternado de serafines; pero sin estrellas.

Amor llorando
quema.
Señoreaba el centro una agradable fuente, equívoca de aguas y fuegos, pues era Cupidillo, que cortejado de las Gracias, ministrándole arpones todas ellas, estaba flechando cristales abrasadores, ya llamas y ya linfas. Íbanse despeñando por aquellos nevados tazones de alabastro, deslizándose siempre y huyendo de los que le seguían y murmurando después de los mismos que lisonjearon antes.

Donde acababa el patio, comenzaba un Chipre tan verde, que pudiera darlo el más buen gusto; si bien todas sus plantas eran más lozanas que fructíferas, todo flor y nada fruto. Coronábase de flores, vistosamente odoríferas, parando todo en espirar humos fragantes. El vulgo de las aves le recibió con salvas de armonía; si ya no fué darle la vaya, silbándole á porfía el Céfiro y Fabonio, que él lo tuvo todo por donaire.

Era el jardín con toda propiedad un pensil, pues á cuantos le lograban, suspendía. Fuése acercando Andrenio al mejor centro de su amenidad, donde estaba la primavera deshilando copos en jazmines, digo la vana Venus de este Chipre, que nunca hay Chipre sin Venus.

Salió Falsirena á recibirle, hecha un sol muerto de risa y, formando de sus brazos la media luna, le puso entre las puntas de su cielo. Mezcló favores con quejas, repitiendo algunas veces:

¡Oh primo mío sin segundo! ¡Oh, señor Andrenio! Seáis tan bienvenido como deseado.

Mas, ¿cómo? decía mudando á cada palabra su afecto, ensartando perlas hilo á hilo y mentiras en cadena, ¿cómo os lo ha permitido el corazón, que estando aquí esta casa tan vuestra, p. 164 os hayáis desterrado á una posada, siquiera por las obligaciones de parentesco, cuando no por la conveniencia de regalo? Viéndoos estoy y no lo creo: ¡Qué retrato tan al vivo de vuestra hermosa madre! ¡Á fe que no la desmentís en cosa! ¡No me harto de miraros! ¿De qué estáis tan encogido? ¡Al fin como tan fresco cortesano!

Señora, respondió, yo os confieso que estoy turbadamente admirado de oiros decir que seáis mi prima, cuando yo ignoro madre, desconociendo á quien tanto me ha desconocido. Yo no sé que tenga pariente alguno: tan hijo soy de la nada. Mirad bien no os hayáis equivocado con algún otro más dichoso.

¡Que no, dijo, señor Andrenio! No por cierto. Muy bien os conozco y sé quién sois y cómo nacisteis en una isla en medio de los mares. Muy bien sé que vuestra madre es mi tía y señora. ¡Ah, qué linda era! Y aunque por eso tan poco venturosa. ¡Oh, qué gran mujer y qué discreta! Violencias
del amor.
¿Pero qué Dánae escapó de un engaño? ¿Qué Elena de una fuga? ¿Qué Lucrecia de una violencia? ¿Y qué Europa de un robo? Viniendo, pues, Felisinda, que éste es su dichoso nombre...

Aquí Andrenio se conmovió entrañablemente, oyendo nombrar por madre suya la repetida esposa de Critilo. Notólo luego Falsirena y porfió en saber la causa.

Porque he oído hartas veces ese nombre, dijo Andrenio.

Y ella:

Ahí veréis que no os miento en cuanto digo. Estaba, pues, Felisinda casada en secreto con un tan discreto cuan amante caballero, que quedaba preso en Goa; si bien en su corazón le traía y á vos por prenda suya en sus entrañas. Ejecutáronla los dolores del parto en una isla, debiendo al cielo dobladas providencias, con que pudo salvar su crédito, no fiándolo ni de sus mismas criadas, enemigas mayores de su secreto. Sola, pues, aunque tan asistida de su valor y su honra, os echó á luz y, cuando os arrojó de sus entrañas al suelo, más blando que ellas, allí, malenvuelto entre unas martas, que le servían á p. 165 ella de galán abrigo, os encomendó en la cuna de la yerba al piadoso cielo, que no se hizo sordo, pues os proveyó de ama en una fiera, que no fué la primera vez ni será la última que sustituyeron maternas ausencias. ¡Oh, cómo me lo contaba ella muchas veces y con más lágrimas que palabras me ponderaba su sentimiento! ¡Lo que se ha de alegrar cuando os vea! Ahora os restituirá las caricias en abrazos, que allí os negó, violentada de su honor.

Estaba atónito Andrenio, escuchando el suceso de su vida y, careando tan individuales circunstancias con las noticias que él tenía, reventando en lágrimas de ternura, comenzó á destilar el corazón en líquidos pedazos por los ojos.

Lágrimas
quebrantan
peñas.
Dejemos, dijo ella, dejemos tristezas ya pasadas, no vuelvan en llanto á moler el corazón. Subamos arriba, veréis mi pobre y ya dichoso albergue. ¡Hola!, prevenid dulces, que nunca faltan en esta casa.

Fueron subiendo por unas gradas de pórfidos, ya pérfidos, que al bajar serían á gatas , á la esfera del sol en lo brillante y de la luna en lo vario. Registraron muchas cuadras, muy desenfadadas todas, tan artesonados los techos, que remedando cielos, hicieron á tantos ver, á su despecho, las estrellas. Había viviendas para todos tiempos, sino para el pasado, y todas eran muy buenas piezas, repitiendo ella:

Todo es tan vuestro como mío.

Mientras duró la dulcísima merienda, le cantaron gracias y le encantaron Circes.

En todo caso habéis de quedar aquí, dijo la prima; aunque tan á costa de vuestro gusto. Dispóngase luego el traeros la ropa, que, aunque aquí no os hará falta, pero basta ser vuestra. No tenéis que salir para ello, que mis criados con una señal la cobrarán y pagarán lo que se debiere.

Será preciso, replicó Andrenio, que yo vaya, porque habéis de saber que no soy solo y que la merced que me hacéis ha de ser doblada. Daré razón á Critilo mi padre.

p. 166 ¿Cómo es eso de padre?, dijo asustada Falsirena.

Y él: Llamo padre á quien me hizo obras de tal y tengo por cierto, según vuestras noticias, que es mi padre verdadero, porque es el esposo de Felisinda, aquel caballero que en Goa quedó preso.

¿Eso más?, dijo Falsirena. Id luego al punto y volved al mismo con Critilo y traed la ropa en todo caso. Mirad, primo, que no comeré un solo bocado ni reposaré un instante hasta volver á veros.

Partió Andrenio, seguido del mismo pajecillo, de la espía y del recuerdo. Halló á Critilo ya cuidadoso. Fuése á echar á sus pies, besándole apretadamente las manos, repitiendo muchas veces:

¡Oh padre!, ¡oh señor mío! que ya el corazón me lo decía.

¿Qué novedad es ésta?, replicó Critilo.

Que no es nuevo en mí, respondió, el teneros por padre, que la misma sangre me lo estaba voceando en las venas. Sabed, señor, que vos sois quien me ha engendrado y después hecho persona. Mi madre es vuestra esposa Felisinda. Que todo me lo ha contado una prima mía, hija de una hermana de mi madre, que ahora vengo de verla.

¿Cómo es eso de prima?, preguntó Critilo. Ese nombre de prima no me suena bien.

Sí hará, porque es muy cuerda. Venid, señor, á su casa, que allí volveremos á oir esta novedad siempre gustosa.

Estaba suspenso Critilo entre el oir tan individuales circunstancias y el temer tantos engaños en la corte. Pero, como es fácil creer lo que se desea, dejóse convencer á título de informarse y así se fueron juntos á casa de Falsirena.

Parecía ya otra, siempre mejorada y, aunque ahora muy á lo grave y autorizado pero siempre con apariencias de un cielo.

Seáis muy bienllegado, dijo ella, señor Critilo, á esta vuestra casa, que sólo ignorarla os ha podido escusar de no haberla honrado antes. Ya os habrá referido mi primo las obligaciones recíprocas de nuestro parentesco y cómo su madre y vuestra p. 167 esposa, la hermosa Felisinda, era mi tía y mi señora y mucho más amiga, que parienta. Harto sentí yo su falta y aun la lloro.

Aquí sobresaltado Critilo:

¿Pues cómo?, dijo. ¿Es muerta?

No señor, respondió, no tanto mal; basta la ausencia. Sus padres se murieron y aun de pena de ver que nunca quiso elegir esposo entre ciento que la competían. Quedó á la sombra y tutela de aquel gran príncipe, que hoy asiste en Alemania, embajador del Católico. Allá pasó con la marquesa, como parienta y encomendada, donde sé que vive y muy contenta, ¡así Dios nos la vuelva, como espero! Quedé yo aquí con mi madre, hermana suya y, aunque solas, muy acomodadas de honra y hacienda. Mas, como no vienen solas las desdichas de cobardes, faltóme también mi madre, sin duda del sentimiento de su ausencia. Asístenme los parientes y á todo el mundo debo harto. Es la virtud mi empleo, procuro conservar la honra heredada: que deben más unas personas que otras á sus antepasados. Ésta, señores, es mi casa, de hoy adelante vuestra, para toda la vida y ¡sea la de Néstor! Ahora quiero que veáis lo mejor de mis galerías y suelos, conduciendo hasta desembarcar en un puerto de rosas y de claveles.

Aquí les fué mostrando en valientes tablas, obra de prodigiosos pinceles, todo el suceso de su vida y sus tragedias, con no poco espanto de ambos, correspondiendo á extremos del arte con extremos de admiración.

No ya sólo Andrenio, pero el mismo Critilo quedó vencido de su agasajo y convencido de su información. Después de alternar disculpas con agradecimientos, trató traer su ropa y entre ella algunas piedras muy preciosas, ruinas ya de aquella su rica casa. Hizo alarde dellas y, como fruta de damas, brindó con todas las de su buen gusto á Falsirena. Aquí ella, aunque las celebró mucho, mandó sacar otras tantas y muy á lo bizarro dijo que las gozase todas. Replicó Critilo fuese servida de guardarlas y ella lo cumplió bien.

p. 168 Suspiraba Critilo por su deseada Felisinda y así un día sobre mesa propuso su jornada para Alemania, donde estaba. Mas Andrenio, cautivo de la afición de su prima, divirtió la plática, porque disgustaba mucho el hacer ausencia. Ella más á lo sagaz, habiendo alabado la resolución, puso largas á título de conveniencia. Mas ofrecióse luego ocasión y sazón de ir sirviendo á la gran fénix de España, que iba á coronarse de águila del imperio.

No tuvo escusa Andrenio y, entretanto que disponía la partida, propuso Falsirena el preciso lance de ir á ver Escorial.
Aranjuez.
aquellos dos milagros del mundo, el Escorial del arte y el Aranjuez de la naturaleza, paralelos del sol de Austria, según gustos y tiempos. Pero estaba tan ciego de su pasión Andrenio, que no le quedaba vista para ver otro, aunque fuesen prodigios. Hacía instancias Falsirena. Y Critilo, aunque fuese solo en pagar á la curiosidad una tan justa deuda, que después ejecuta el tormento de no haber visto lo que todos celebran y aun la propia imaginación castiga toda la vida, representando por lo mejor aquello que se dejó de ver, partióse solo para admirar por muchos.

Halló aquel gran templo de Salomón católico, asombro del hebreo, no sólo satisfacción á lo concebido, sino pasmo en el exceso. Allí vió la ostentación de un real poder, un triunfo de la piedad católica, un desempeño de la arquitectura, pompa de la curiosidad, ya antigua, ya moderna, el último esfuerzo de las artes y donde la grandeza, la riqueza y la magnificencia llegaron de una vez á echar el resto.

De aquí pasó á Aranjuez, estancia perpetua de la primavera, patria de Flora, retiro de su amenidad en todos los meses del año, guardajoyas de las flores y centro de las delicias á todo gusto, y contento. Dejó en ambas maravillas empeñada la admiración para toda la vida.

Volvió á Madrid muy satisfecho de prodigios. Fuése á hospedar á casa de Falsirena; pero hallóla más cerrada que un tesoro y más sorda que un desierto. Repitió aldabadas al impa p. 169 ciente criado, resonando el eco cada una en el corazón de Critilo. Enfadados los vecinos, le dijeron:

No se canse ni nos muela, que ahí nadie vive, todos mueren.

Asustado Critilo, replicó:

¿No vive aquí una señora principal, que pocos días ha dejé yo sana y buena?

Eso de buena, dijo uno riéndose, perdonadme que no lo crea.

Ni señora, añadió otro, quien toda su vida gasta en mocedades.

Ni aun mujer, dijo el tercero, quien es una harpía; si ya no es la peor mujer destos tiempos.

No acababa de persuadirse Critilo lo que no deseaba. Volvió á instar:

¿Señores, no vive aquí Falsirena?

Llegóse en esto uno y dijóle:

No os canséis ni recibáis enfado. Es verdad que ha vivido ahí algunos días una Circe en el zurcir y una Sirena en el encantar, causa de tantas tempestades, tormentos y tormentas, porque á más de ser ruin, aseguran que es una famosa hechicera, una célebre encantadora, pues convierte los hombres en bestias.

¿Y no los transforma en asnos de oro?

Vicios
transforman.
No, sino de su necedad y pobreza. Por esa corte andan á millares convertidos, después de divertidos, en todo género de brutos. Lo que yo sé decir es que en pocos días, que aquí ha estado, he visto entrar muchos hombres y no he visto salir uno tan sólo, que lo fuese. Y por lo que esta Sirena tiene de pescado, les pesca á todos el dinero, las joyas, los vestidos, la libertad y la honra. Y para no ser descubierta, se muda cada día, no la condición ni las costumbres, sino de casas. De un cabo de la villa salta al otro, con lo cual es imposible hallarla de tan perdida. Tiene otra igual astucia la brújula, con que se rige en este golfo de sus enredos, y es que, en llegando un forastero rico, al punto se informa de quién es, de dónde y á qué viene, procurando saber lo más íntimo. Estudia el nombre, averigúale p. 170 la parentela. Con esto, á unos se les miente prima, á otros sobrina y á todos por un cabo ó por otro parienta. Muda tantos nombres, como puestos. En una parte es Cecilia, por lo Escila, en otra Serena por lo Sirena, Inés porque ya no es, Teresa por lo traviesa, Tomasa por lo que toma y Quiteria por lo que quita. Con estas artes los pierde á todos y ella gana y ella reina.

No acababa de satisfacerse Critilo y, deseando entrar en la casa, preguntó, si estaría á mano la llave.

Sí, dijo uno, yo la tengo encomendada, por si llegan á verla. Abrió y al punto que entraron dijo Critilo:

Señores, que no es ésta la casa ó yo estoy ciego, porque la otra era un palacio por lo encantado.

Tenéis razón, que los más son de esa suerte. Aquí no hay jardines, no; sino montones de moral basura. Las fuentes son albañales y los salones zahurdas. ¿Os ha pescado algo esta sirena? ¡Decidnos la verdad!

Sí y mucho, joyas, perlas y diamantes; pero lo que más siento es haber perdido un amigo.

No se habrá perdido para ella; sino para sí mismo. Habrálo transformado en bestia, con que andará por esta corte vendido.

¡Oh, Andrenio mío!, dijo suspirando. ¿Dónde estarás? ¿Dónde te podré hallar? ¿En qué habrás parado?

Buscóle por toda la casa, que fué paso de risa para los otros y para él llanto. Y, despidiéndose dellos, tomó la derrota para su antigua posada.

Dió mil vueltas á la corte, preguntando á unos y á otros y nadie le supo dar razón, que de bien pocos se da en ella. Perdía el juicio, alambicándole en pensar trazas, cómo descubrirle. Resolvió al cabo volver á consultar á Artemia.

Salió de Madrid, como se suele, pobre, engañado, arrepentido y melancólico. Á poco trecho, que hubo andado, encontró con un hombre, Sexto sentido. bien diferente de los que dejaba. Era un nuevo p. 171 prodigio, porque tenía seis sentidos, uno más de lo ordinario. Hízole harta novedad á Critilo.

Porque hombres con menos de cinco ya los había visto y muchos; pero con más, ninguno. Unos sin ojos, que no ven las cosas más claras, siempre á ciegas y á tientaparedes; y con todo eso nunca paran, sin saber por dónde van. Otros, que no oyen palabra, todo aire, ruido, lisonja, vanidad y mentira. Muchos que no huelen poco ni mucho y menos lo que pasa en sus casas, con que arroja harto mal olor á todo el mundo y de lejos huelen lo que no les importa. Éstos no perciben el olor de la buena fama ni quieren ver ni oler sus contrarios y, teniendo narices para el negro humo de la honrilla, no las tienen para la fragancia de la virtud.

También había encontrado no pocos sin género alguno de gusto, perdido para todo lo bueno, sin arrostrar jamás á cosa de sustancia. Hombres desabridos en su trato, enfadados y enfadosos. Otros de mal gusto, siempre aniñado, escogiendo lo peor en todo. Y aun otros muy de su gusto y nada del ajeno. Otra cosa aseguraba más notable, que había topado hombres, si así pueden nombrarse, que no tenían tacto y menos en las manos, donde más suele prevalecer, y así proceden sin tiento en todas sus cosas, aun las más importantes. Éstos de ordinario todo lo yerran aprisa, porque no tocan las cosas con las manos ni las experimentan.

Éste de Critilo era todo al contrario, que, á más de los cinco sentidos, muy despiertos, tenía otro sexto, mejor que todos, que aviva mucho los demás y aun hace discurrir y hallar las cosas por recónditas que estén. Halla trazas, inventa modos, da remedios, enseña á hablar, hace correr y aun volar y adivinar lo por venir: y era la necesidad. ¡Cosa bien rara! ¡Que la falta de los objetos sea sobra de inteligencia! Es ingeniosa inventiva, cauta, activa, perspicaz y un sentido de sentidos. En reconociéndole, dijo Critilo:

¡Oh, cómo nos podemos juntar ambos! Huélgome de haberte p. 172 topado, que, aunque todo me suele venir mal, esta vez estoy de día. Contóle su tragedia en la corte.

Eso creeré yo muy bien, dijo Egenio, que éste era su nombre y definición. Y aunque yo iba á la gran feria del mundo, publicada en los confines de la juventud y edad varonil, á aquel gran puerto de la vida; con todo, por servirte, vamos á la corte, que te aseguro de poner todos mis seis sentidos en buscarle y que, hombre ó bestia, que será lo más seguro, le hemos de descubrir.

Entraron con toda atención buscándole, lo primero en aquellos cómicos corrales, vulgares plazas, patios y mentideros. Señores. Encontraron luego unas grandes acémilas, atadas unas á otras, siguiendo la que venía detrás las mismas huellas de la que iba delante, sucediéndola en todo, muy cargadas de oro y plata, pero gimiendo bajo la carga, cubiertas con reposteros bordados de oro y seda y aun algunas de brocados. Tremolaban en las testeras muchas plumas, que hasta las bestias se honraban con ellas. Movían gran ruido de pretales.

¿Si sería alguna destas?, dijo Critilo.

De ningún modo, respondió Egenio: éstos son, digo eran, grandes hombres, gente de cargo y de carga. Y aunque los ves tan bizarros, en quitándoles aquellos ricos jaeces, parecen llenos de feísimas llagas de sus grandes vicios, que los cubría aquella argentada brillantez.

¡Aguarda! ¿Si sería alguno destos otros, que van arrastrando carretas gruñidoras por lo villanas?

Tampoco. Ésos tienen los ojos bajo las puntas y por eso sufren tanto.

Allí parece que nos ha llamado un papagayo. ¿Si sería él?

Habladores. No lo creas. Ése será algún lisonjero, que jamás dijo lo que sentía. Algún político destos que tienen uno en el pico y otro en el corazón. Algún hablador, que repite lo que le dijeron, destos que hacen del hombre y no lo son. Todos se visten de verde, esperando el premio de sus mentiras y lo consiguen de verdad.

p. 173 ¿Tampoco será aquel compuesto mojigato, que esconde uñas y ostenta barbas?

Déstos hay muchos, dijo Egenio, que cazan á lo beato: no sólo cogen lo mal alzado, sino lo más guardado. Maldicientes. Pero no juzguemos tan temerariamente, digamos que son gente de pluma.

¿Y aquel perro viejo, que está allí ladrando?

Aquél es un mal vecino, algún maldiciente, un émulo, un malintencionado, un melancólico, uno de los que pasan de los sesenta.

Sé que no sería aquel jimio, que nos está haciendo gestos en aquel balcón.

¡Oh gran hipócrita, que quiere parecer hombre de bien y no lo es! Algún hazañero, que suelen hacer mucho del hombre y son nada. El maestro de cuentos, licenciado de chiste, que como siempre están de burlas, nunca son hombres de veras, gente toda ésta de chanza y de poca sustancia.

¿Qué tal sería, que estuviese entre los leones y tigres del Retiro?

Dúdolo, que aquélla toda es gente de arbitrios y ejecuciones.

¿Ni entre los cisnes de los estanques?

Tampoco, que ésos son secretarios y consejeros, que, en cantando bien, acaban.

Allí veo un animal inmundo, que pródigamente se está volcando en la hediondez de un asquerosísimo cenagal y él piensa que son flores.

Deshonestos. Si alguno había de ser, era ése, respondió Egenio, que estos torpes y lascivos, anegados en la inmundicia de sus viles deleites, causan asco á cuantos hay y ellos tienen el cieno por cielo y, oliendo mal á todo el mundo, no advierten, antes tienen la hediondez por fragancia y el más sucio albañal por paraíso. Déjamelo reconocer de lejos. Ahora digo que no es él, sino un ricazo, que con su muerte ha de dar un buen día á los herederos y gusanos.

p. 174 ¿Qué es posible, se lamentaba Critilo, que no le podamos hallar entre tantos brutos como vemos, entre tanta bestia como topamos?

Ni arrastrando el coche de la ramera ni llevando en andas al que es más grande que él ni acuestas al más pesado ni al que va dentro de litera en mal latín y tan fuera della en buen romance ni acarreando inmundicia de costumbres.

¿Qué es posible que tanto desfiguren un hombre estas cortesanas Circes? ¿Que así puedan dementar los hijos, haciendo perder el juicio á sus padres? ¿Que no se contenten con despojarlos de los arreos del cuerpo; sino de los del ánimo, quitándoles el mismo ser de personas? Y díme, Egenio amigo, cuando le hallásemos hecho un bruto, ¿cómo lo podríamos restituir á su primer ser de hombre?

Ya que le topásemos, respondió. Que eso no sería muy dificultoso. Muchos han vuelto en sí perfectamente; Apuleyo. aunque á otros siempre les queda algún resabio de lo que fueron. Apuleyo estuvo peor que todos y con la rosa del silencio curó.

¡Gran remedio de necios! Si ya no es que, rumiados los materiales gustos y considerada su vileza, desengañan mucho al que los masca.

Los camaradas de Ulises estaban rematadas fieras y, comiendo las raíces amargas del árbol de la virtud, cogieron el dulce fruto de ser personas. Daríamosle á comer algunas hojas del árbol de Minerva, Duque
de Orleans.
que se halla muy estimado en los jardines del culto y erudito duque de Orleans. Y si no, las del moral prudente, que yo sé que presto volvería en sí y sería muy hombre.

Habían dado cien vueltas con más fatiga, que fruto, cuando dijo Egenio:

¿Sabes qué he pensado? Que vamos á la casa donde se perdió, que entre aquel estiércol habemos de hallar esta joya perdida.

Fueron allá, entraron y buscaron.

p. 175 ¡Eh!, que es tiempo perdido, decía Critilo. Que ya yo le busqué por toda ella.

Aguarda, dijo Egenio. Déjame aplicar mi sexto sentido, que es único remedio contra este sexto achaque.

Advirtió, que de un gran montón de suciedad lasciva salía un humo muy espeso.

Aquí, dijo, fuego hay.

Y apartando toda aquella inmundicia moral, apareció una puerta de una horrible cueva. Abriéronla no sin dificultad y divisaron dentro á la confusa vislumbre de un infernal fuego muchos desalmados cuerpos, tendidos por aquellos suelos. Había mozos galanes de tan corto seso, cuan largo cabello. Hombres de letras; pero necios. Hasta viejos ricos tenían los ojos abiertos; mas no veían. Otros los tenían vendados con malpiadosos lienzos. En los más no se percibía otro que algún suspiro. Todos estaban dementados y adormecidos y tan desnudos, que aun una sábana no les había dejado siquiera para mortaja.

Yacía en medio Andrenio, tan trocado, que el mismo Critilo, su padre, le desconocía. Arrojóse sobre él llorando y voceándole; pero nada oía. Apretábale la mano; mas no le hallaba ni pulso ni brío. Advirtió entre tanto Egenio que aquella confusa luz no era de antorcha, sino de una mano, que de la misma pared nacía, blanca y fresca, adornada de hilos de perlas, que costaron lágrimas á muchos, coronados los dedos de diamantes muy finos, á precio de falsedades. Ardían los dedos como candelas; aunque no tanto daban luz, cuanto fuego que abrasaba las entrañas.

¿Qué mano de ahorcado es ésta?, dijo Critilo.

No es sino del verdugo, respondió Egenio, pues ahoga y mata.

Removióla un poco y al mismo punto comenzaron á rebullir ellos.

Mientras ésta ardiere, no despertarán.

p. 176 Alquitrán
de amor.
Probóse á apagarla, alentando fuertemente; mas no pudo, que éste es el fuego de alquitrán, que con viento de amorosos suspiros y con agua de lágrimas más se aviva. El remedio fué echar polvo y poner tierra en medio. Con esto se estinguió aquel fuego más que infernal y al punto despertaron los que dormían valientemente, digo aquellos que por ser hijos de Marte son hermanos de Cupido. Los ancianos muy corridos, diciendo:

¡Basta! Que este vil fuego de la torpeza no perdona ni verde ni seco.

Los sabios, execrando su necedad, decían:

¡Que Paris afrente á Palas! Era mozo, é ignorante. Pero ¡los entendidos! Ésa es doblada demencia.

Andrenio entre los Benjamines de Venus malherido, atravesado el corazón de medio á medio, en reconociendo á Critilo se fué para él.

¿Qué te parece?, le dijo éste. ¡Cuál te ha puesto una mala hembra! Sin hacienda, sin salud, sin honra y sin conciencia te ha dejado. Ahora conocerás lo que es.

Aquí todos á porfía comenzaron á execrarla. Uno la llamaba Escila de marfil, otro Caribdis de esmeralda, peste afeitada, veneno en néctar.

Donde hay juncos, decía uno, hay agua; donde humo, fuego y donde mujeres, demonios.

¿Cuál es mayor mal que una mujer, decía un viejo, sino dos, porque es doblado?

Basta que no tiene ingenio, sino para mal, decía Critilo. Pero Andrenio:

Callad, les dijo, que con todo el mal, que me han causado, confieso que no las puedo aborrecer ni aun olvidar. Y os aseguro que de todo cuanto en el mundo he visto, oro, plata, perlas, piedras, palacios, edificios, jardines, flores, aves, astros, luna y el sol mismo, lo que más me ha contentado es la mujer.

¡Alto!, dijo Egenio. Vamos de aquí, que ésta es la locura p. 177 sin cura y el mal, que yo tengo que decir de la mujer mala, es mucho. Doblemos la hoja para el camino.

Salieron todos á la luz de dar en la cuenta, desconocidos de los otros, pero conocidos de sí. Encaminóse cada uno al templo de su escarmiento á dar gracias al noble desengaño, colgando en sus paredes los despojos del naufragio y las cadenas de su cautiverio.


CRISI XIII

La feria de todo el mundo.

Contaban los antiguos que, cuando Dios crió al hombre, encarceló todos los males en una profunda cueva acullá lejos y aun quieren decir que en una de las Islas Fortunadas, de donde tomaron su apellido. Allí encerró las culpas y las penas, los vicios y los castigos, la guerra, la hambre, la peste, la infamia, la tristeza, los dolores, hasta la misma muerte. Encadenados todos entre sí y no fiando de tan horrible canalla, echó puertas de diamante con sus candados de acero. Entregó la llave al albedrío del hombre, para que estuviese más asegurado de sus enemigos y advirtiese que, si él no les abría, no podrían salir eternamente.

Dejó, al contrario, libres por el mundo todos los bienes, las virtudes, los premios, las felicidades y contentos, la paz, la honra, la salud, la riqueza y la misma vida. Vivía con esto el hombre felicísimo.

Pero duróle poco esta dicha. Que la mujer, llevada de su curiosa ligereza, no podía sosegar, hasta ver lo que había dentro de la fatal caverna. Cogióle un día, bien aciago para ella y para todos, el corazón al hombre y después la llave. Y sin más pensarlo, que la mujer primero ejecuta y después piensa, se fué resuelta á abrirla.

p. 178 Al poner la llave aseguran se estremeció el universo. Corrió el cerrojo y al instante salieron de tropel todos los males, apoderándose á porfía de toda la redondez de la tierra.

La Soberbia, como primera en todo lo malo, cogió la delantera. España. Topó con España, primera provincia de la Europa. Parecióla tan de su genio, que se perpetuó en ella. Allí vive y allí reina con todos sus aliados, la estimación propia, el desprecio ajeno, el querer mandarlo todo y servir á nadie, hacer del don Diego y vengo de los godos, el lucir, el campear, el alabarse, el hablar mucho, alto y hueco, la gravedad, el fausto, el brío, con todo género de presunción: y todo esto desde el noble hasta el más plebeyo.

Francia. La Codicia, que la venía á los alcances, hallando desocupada la Francia, se apoderó de toda ella, desde la Gascuña hasta la Picardía. Distribuyó su humilde familia por todas partes: la miseria, el abatimiento de ánimo, la poquedad, el ser esclavos de todas las demás naciones, aplicándose á los más viles oficios, el alquilarse por un vil interés, la mercancía laboriosa, el andar desnudos y descalzos con los zapatos bajo el brazo, el ir todo barato con tanta multitud, finalmente el cometer cualquier bajeza por el dinero. Si bien dicen que la Fortuna, compadecida, para realzar tanta vileza, introdujo su nobleza; pero tan bizarra, que hacen dos extremos sin medio.

Italia. El Engaño trascendió toda la Italia, echando hondas raíces en los italianos pechos: en Nápoles hablando y en Génova tratando. En toda aquella provincia está muy valida, con toda su parentela, la mentira, el embuste y el enredo, las invenciones, trazas, tramoyas: y todo ello dicen es política y tener brava testa.

África. La Ira echó por otro rumbo. Pasó al África y á sus islas adyacentes, gustando vivir entre alarbes y entre fieras.

La Gula, con su hermana la Embriaguez, asegura la preciosa Margarita de Valois Alemania. se sorbió toda la Alemania alta y baja, gustando y gastando en banquetes los días y las noches, las p. 179 haciendas y las conciencias. Aunque algunos no se han emborrachado sino una sola vez; pero les ha durado toda la vida. Devoran en la guerra las provincias, abastecen los campos. Y aun por eso formaba el emperador Carlos V de los alemanes el vientre de su ejército.

Inglaterra. La Inconstancia aportó á la Inglaterra, la Simplicidad á Polonia, la Infidelidad á Grecia, la Barbaridad á Turquía, la Astucia á Moscovia, la Atrocidad á Suecia, la Injusticia á la Tartaria, las Delicias á la Persia, la Cobardía á la China, la Temeridad al Japón. La Pereza aun esta vez llegó tarde y, hallándolo todo embarazado, hubo de pasar á la América á morar entre los indios.

La Lujuria, la nombrada, la famosa, la gentil pieza, como tan grande y tan poderosa, pareciéndola corta una sola provincia, se extendió por todo el mundo, ocupándolo de cabo á cabo. Concertóse con los demás vicios, aviniéndose tanto con ellos, que en todas partes está tan valida, que no es fácil averiguar en cuál más. Todo lo llena y todo lo inficiona.

Pero como la mujer fué la primera con quien embistieron los males, todos hicieron presa en ella, quedando rebutida de malicia de pies á cabeza.

Esto les contaba Egenio á sus dos camaradas, cuando, habiéndolos sacado de la corte por la puerta de la luz, que es el sol mismo, les conducía á la gran feria del mundo, publicada para aquel grande emporio, que divide los amenos prados de la juventud de las ásperas montañas de la edad varonil y donde de una y otra parte acudían ríos de gente, unos á comprar y otros á vender y otros á estarse á la mira, como más cuerdos.

Entraron ya por aquella gran plaza de la conveniencia, emporio universal de gustos y de empleos, alabando unos lo que abominan otros. Así como asomaron por una de sus muchas entradas, acudieron á ellos dos corredores de oreja, Interés. que dijeron ser filósofos, el uno de la una banda y el otro de la otra, que todo está dividido en pareceres. Díjoles Sócrates, así se llamaba el primero:

p. 180 Venid á esta parte de la feria y hallaréis todo lo que hace al propósito para ser personas. Mas Simónides, que así se llamaba el contrario, les dijo:

Dos estancias hay en el mundo, la una de la honra y la otra del provecho. Aquélla yo siempre la he hallado llena de viento y humo y vacía de todo lo demás; esta otra llena de oro y plata. Aquí hallaréis el dinero, que es un compendio de todas las cosas. Según esto, ved á quién habéis de seguir.

Quedaron perplejos, altercando á qué mano echarían. Dividiéronse en pareceres, así como en afectos, cuando llegó un hombre, que lo parecía, aunque traía un tejo de oro en las manos y llegándose á ellos, les fué asiendo de las suyas y refregándolas en el oro, reconociéndola después.

¿Qué pretende este hombre?, dijo Andrenio.

Yo soy, respondió, el contraste de las personas, el quilatador de su fineza.

¿Pues qué es de la piedra de toque?

Ésta es, dijo señalando el oro.

¿Quién tal vió?, replicó Andrenio. Antes el oro es el que se toca y se examina en la piedra Lidia.

Así es; pero la piedra de toque de los mismos hombres es el oro. Á los que se les pega á las manos, no son hombres verdaderos; sino falsos. Y así al juez, que le hallamos las manos untadas, luego le condenamos de oidor á tocador. El prelado, que atesora los cincuenta mil pesos de renta, por bien que lo hable, no será él boca de oro; sino bolsa de oro. El cabo con cabos bordados y mucha plumajería, Don Claudio
San Mauricio.
señal que despluma á los soldados y no los socorre, como el valiente borgoñón don Claudio San Mauricio. El caballero, que rubrica su ejecutoria con sangre de pobres en usuras, de verdad que no es hidalgo. La otra, que sale muy bizarra, cuando el marido anda deslucido, muy mal parece. Y en una palabra, todos aquellos, que yo hallo que no son limpios de manos, digo que no son hombres de bien. Y así tú, á quien se te ha pegado el oro, dejando el rastro en p. 181 ellas, dijo á Andrenio, cree que no lo eres: echa por la otra banda. Pero éste, señalando á Critilo, que no se le ha pegado ni queda señalado con el dedo, éste persona es: eche por la banda de la entereza.

Antes, replicó Critilo, para que él lo sea también, importará me siga.

Comenzaron á discurrir por aquellas ricas tiendas de la mano derecha. Leyeron un letrero, que decía:

Aquí se vende lo mejor y lo peor.

Entraron dentro y hallaron se vendían lenguas para callar, las mejores para mordérselas y que se pegaban al paladar. Un poco más adelante estaba un hombre, tan lejos de pregonar su mercadería, que por ademanes intimaba el silencio.

¿Qué vende éste?, dijo Andrenio.

Y él al punto puso el dedo índice en la boca.

Pues deste modo, ¿cómo sabremos lo que vendes?

Sin duda, dijo Egenio, que vende el callar.

Secreto. Mercadería es bien rara y bien importante, dijo Critilo. Yo creí que se había acabado en el mundo. Ésta la deben traer de Venecia, especialmente el secreto, que acá no se coge. ¿Y quién le gasta?

Eso estase dicho, respondió Andrenio: los anacoretas, los monjes, porque ellos saben lo que vale y aprovecha.

Pues yo creo, dijo Critilo, que los más que lo usan no son los buenos; sino los malos. Los deshonestos callan, las adúlteras disimulan, los asesinos punto en boca, los ladrones entran con zapato de fieltro y así todos los malhechores.

Ni aun ésos, replicó Egenio; que está ya el mundo tan rematado, que los que habían de callar, hablan más y hacen gala de sus ruindades. Veréis el otro, que funda su caballería en bellaquería, que no le agrada la torpeza, si no es descarada. El acuchillador se precia de que sus valentías den en rostro. El lindo, que se hable de sus cabellos. La otra, que se descuida p. 182 de sus obligaciones y sólo cuida de su cara cara , ostenta las galas cuando más la descomponen. El mal ladrón pretende cruz. Y el otro pide el título, que sea sobreescrito de sus bajezas. Deste modo todos los ruines son los más ruidosos.

Pues, señores, ¿quién compra?

El que apaña piedras, el que hace y no dice, el que hace su negocio y Harpocrato, á quien nadie reprende.

Sepamos el precio, dijo Critilo: que querría comprar cantidad, que no sé si lo hallaremos en otra parte.

El precio del silencio, les respondieron, es silencio también.

¿Cómo puede ser eso, si lo que se vende es callar? ¿La paga cómo ha de ser?

Callar.

Muy bien. Que buen callar se paga con otro. Éste calla, porque aquél calle y todos dicen callar y callemos.

Pasaron á una botica, cuyo letrero decía:

Aquí se vende una quinta esencia de salud.

¡Gran cosa!, dijo Critilo.

Quiso saber qué era y dijéronle que la saliva del enemigo.

Ésa, dijo Andrenio, llámola yo quinta esencia del veneno, más letal que el de los basiliscos. Más quisiera que me escupiera un sapo, que me picara un escorpión, que me mordiese una víbora. ¿Saliva del enemigo? ¿Quién tal oyó? ¡Si dijera del amigo fiel y verdadero! Ésa sí que es remedio único de males.

¡Eh!, que no lo entendéis, dijo Egenio. Harto más mal hace la lisonja de los amigos, aquella pasión con que todo lo hacen bueno, aquel afecto con que todo lo disimulan, hasta dar con un amigo enfermo en sus culpas, en la sepultura de su perdición. Creedme que el varón sabio más se aprovecha del licor amargo del enemigo bien alambicado, pues con él saca las manchas de su honra y los borrones de su fama. Aquel temor de que no lo sepan los émulos, que no se huelguen, hace á muchos contenerse á la raya de la razón.

Llamáronlos de otra tienda á gran prisa, que se acababa la p. 183 mercancía y era verdad, porque era la ocasión. Y pidiendo el valor, dijeron:

Ahora va de balde; pero después no se hallará un solo cabello por un ojo de la cara y menos la que más importa.

Gritaba otro: Daos prisa á comprar, que mientras más tardáis, más perdéis y no podréis recuperarlo por ningún precio. Éste redimía tiempo.

Aquí, decía otro, se da también de balde lo que vale mucho.

¿Y qué es?

El escarmiento.

¡Gran cosa! ¿Y qué cuesta?

Los necios le compran á su costa; los sabios á la ajena.

¿Dónde se vende la experiencia?, preguntó Critilo. Que también vale mucho.

Y señaláronle acullá lejos en la botica de los años.

¿Y la amistad?, preguntó Andrenio.

Ésa, señor, no se compra; aunque muchos la venden. Que los amigos comprados no lo son y valen poco.

Con letras de oro, decía en una:

Aquí se vende todo y sin precio.

Aquí entro yo, dijo Critilo.

Hallaron tan pobre al vendedor, que estaba desnudo y toda la tienda desierta: no se veía cosa en ella.

¿Cómo dice esto con el letrero?

Muy bien, respondió el mercader.

¿Pues qué vendéis?

Todo cuanto hay en el mundo.

¿Y sin precio?

Sí, porque con desprecio, despreciando cuanto hay, seréis señor de todo; y al contrario, el que estima las cosas no es señor dellas; sino ellas dél. Aquí el que da se queda con la cosa dada y le vale mucho, y los que la reciben quedan muy pagados con ella.

Cortesía. Averiguaron era la cortesía y el honrar á todo el mundo.

p. 184 Aquí se vende, preguntaba uno, lo que es proprio, no lo ajeno.

¿Qué mucho es eso?, dijo Andrenio.

Sí es. Que muchos os venderán la diligencia que no hacen, el favor que no pueden y, aunque pudieran, no lo hicieran.

Fuéronse encaminando á una tienda, donde con gran cuidado los mercaderes los hicieron retirar y con cuantos llegaban hacían lo mismo.

¿Ó vendéis, ó no?, dijo Andrenio. Nunca tal se ha visto, que el mismo mercader desvíe los compradores de su tienda. ¿Qué pretendéis con eso?

Gritáronles otra vez que se apartasen y que comprasen de lejos.

¿Pues qué vendéis aquí? Ó es engaño ó es veneno.

Estimación. Ni uno ni otro; antes la cosa más estimada de cuantas hay, pues es la misma estimación, que, en rozándose, se pierde. La familiaridad la gasta y la mucha conversación la envilece.

Según eso, dijo Critilo, la honra de lejos. Ningún profeta en su patria. Y si las mismas estrellas vivieran entre nosotros, á dos días perdieran su lucimiento. Por eso los pasados son estimados de los presentes y los presentes de los venideros.

Aquélla es una rica joyería, dijo Egenio. Vamos allá. Feriaremos algunas piedras preciosas, que ya en ellas solas se hallan las virtudes y la fineza.

Duque de
Villahermosa.
Entraron y hallaron en ella al discretísimo duque de Villahermosa, que estaba actualmente pidiendo al lapidario le sacase algunas de las más finas y de más estimación.

Dijo que sí, que tenía algunas bien preciosas.

Y cuando aguardaban todos algún cajón del Oriente, los diamantes al tope, las esmeraldas, que alegran por lo que prometen y todas por lo que dan, sacó un pedazo de azabache tan negro y tan melancólico, como él es, diciendo:

Ésta, señor excelentísimo, es la piedra más digna de estimación de cuantas hay. Ésta la de mayor valor. Aquí echó la na p. 185 turaleza el resto, aquí el sol, los astros y los elementos se unieron en influir fineza.

Quedaron admirados de oir tales exageraciones nuestros feriantes; pero callaban donde el discreto duque estaba y él les dijo:

Señores, ¿qué es esto? ¿Éste no es un pedazo de azabache? ¿Pues qué pretende este lapidario con esto? ¿Tiénenos por indios?

Ésta, volvió á decir el mercader, es más preciosa que el oro, más provechosa que los rubíes, más brillante que el carbunclo. ¿Qué tienen que ver con ella las margaritas? Ésta es la piedra de las piedras.

Aquí, no pudiéndolo ya sufrir el de Villahermosa, le dijo:

Señor mío, ¿éste no es un trozo de azabache?

Sí señor, respondió él.

¿Pues para qué tan exorbitantes encarecimientos? ¿De qué sirve esta piedra en el mundo? ¿Qué virtudes la han hallado hasta hoy? Ella no vale para alegrar la vista como las brillantes y transparentes ni aprovecha para la salud, porque no alegra como la esmeralda ni conforta como el diamante ni purifica como el zafir. No es contraveneno como la bezoar ni facilita el parto como la del águila ni quita dolor alguno. ¿Pues de qué sirve, sino para hacer juguetes de niños?

¡Oh, señor!, dijo el lapidario, perdone vuecencia: que no es sino para hombres y muy hombres, porque es la piedra filosofal, que enseña la mayor sabiduría y en una palabra muestra á vivir, que es lo que más importa.

¿De qué modo?

Echando una higa á todo el mundo y no dándosele nada de cuanto hay. No perdiendo el comer ni el sueño, no siendo tontos. Y eso es vivir como un rey, que es lo que aún no se sabe.

Dádmela acá, dijo el duque, que la he de vincular en mi casa.

p. 186 Aquí se vende, gritaba otro, un remedio único para cuantos males hay.

Acudía tanta gente, que no cabían de pies; aunque sí de cabezas. Llegó impaciente Andrenio y pidió le diesen de la mercadería presto.

Sí señor, le respondieron, que se conoce bien la habéis menester. Tened paciencia.

Volvió de allí á poco á instar le diesen lo que pedía.

¿Pues, señor, le dijo el mercader, ya no se os ha dado?

¿Cómo dado?

Sí, que yo lo he visto por mis ojos, dijo otro.

Enfurecíase Andrenio negando.

Dice verdad; aunque no tiene razón, respondió el mercader: que, aunque se le han dado, él no la ha tomado. Tened espera.

Iba cargando la gente y el amo les dijo:

Señores, servíos despejar y dar lugar á los que vienen, pues ya tenéis recado.

¿Qué es esto?, replicó Andrenio. ¿Os burláis de nosotros? ¡Qué linda flema por cierto! Dadnos lo que pedimos y nos iremos.

Sufrir. Señor mío, dijo el mercader, andad con Dios, que ya os han dado recado y aun dos veces.

¿Á mí?

Sí, á vos.

No me han dicho sino que tuviese paciencia.

¡Oh, qué lindo!, dijo el mercader, dando una gran risada. Pues, señor mío, esa es la preciosa mercadería. Ésa es la que prestamos y ésa es el remedio único para cuantos males hay. Y quien no la tuviere, desde el rey hasta el roque, váyase del mundo. Tanto valí, cuanto sufrí.

Aquí lo que se vende, decía otro, no hay bastante oro ni plata en el mundo para comprarlo.

¿Pues quién feriará?

p. 187 Quien no la pierda, respondieron.

¿Y qué cosa es?

La libertad.

Gran cosa, aquello de no depender de voluntad ajena y más de un necio, de un modorro. Que no hay tormento como la imposición de hombres sobre las cabezas.

Entró un feriante en una tienda y díjole al mercader le vendiese sus orejas. Riéronlo mucho todos; sino Egenio, que dijo:

Es lo primero, que se ha de comprar. No hay mercadería más importante. Y pues habemos feriado lenguas para no hablar, compremos aquí orejas para no oir y unas espaldas de ganapán ó molinero.

Hasta el mismo vender hallaron se feriaba, porque saber uno vender sus cosas vale mucho, que ya no se estima por lo que son, sino por lo que parecen. Los más de los hombres ven y oyen con ojos y oídos prestados: viven de información de ajeno gusto y juicio.

Repararon mucho en que todos los famosos hombres del mundo, el mismo Alejandro en persona, que lo era, Señor
don Juan
de Austria.
dos Césares, Julio y Augusto y otros deste porte y de los modernos el invicto señor don Juan de Austria, frecuentaban mucho una botica en que no había letrero.

Llevólos á ella su mucha curiosidad. Preguntaron á unos y á otros qué era lo que allí se vendía y nadie lo confesaba. Creció más su deseo. Advirtieron que los sabios y entendidos eran los mercaderes.

Aquí gran misterio hay, dijo Critilo.

Llegóse á uno y muy en secreto le preguntó qué era lo que allí se vendía.

Respondióle: No se vende; sino que se da por gran precio.

¿Qué cosa es?

Aquel inestimable licor, que hace inmortales á los hombres, y entre tantos millares como ha habido y habrá los hace conoci p. 188 dos, quedando los demás sepultados en el perpetuo olvido, como si nunca hubiera habido tales hombres en el mundo.

¡Preciosísima cosa!, exclamaron todos. ¡Oh qué buen gusto tuvieron Francisco I de Francia, Matías Corvino y otros! Decidnos, señor, ¿no habrá para nosotros siquiera una gota?

Sí la habrá, con que deis otra.

¿Otra, de qué?

De sudor propio, que, tanto cuanto uno suda y trabaja, tanto se le da de fama y de inmortalidad.

Pudo bien Critilo feriarla y así les dieron una redomilla de aquel eterno licor. Miróla con curiosidad y, cuando creyó sería alguna confección de estrellas ó alguna quinta esencia del lucimiento del sol y de trozos de cielo alambicados, halló era una poca tinta mezclada con aceite. Quiso arrojarla; pero Egenio le dijo:

No hagas tal y advierte que el aceite de las vigilias de los estudiosos y la tinta de los escritores, juntándose con el sudor de los héroes y tal vez con la sangre de las heridas, fabrican la inmortalidad de su fama. Desta suerte la tinta de Homero hizo inmortal á Aquiles, la de Virgilio á Augusto, la propia á César, la de Horacio á Mecenas, la de Jovio al Gran Capitán, la de Pedro Mateo á Enrique IV de Francia.

¿Pues cómo todos no procuran una excelencia como ésta?

Porque no todos tienen esa dicha ni ese conocimiento.

Vendía Tales Milesio obras sin palabras y decía que los hechos son varones y las palabras hembras.

Horacio carecía especialmente de ignorancia y aseguraba ser la sabiduría primera.

Pitaco, aquel otro sabio de la Grecia, andaba poniendo precios á todos y muy moderados, igualando las balanzas, y en todas partes encargaba su Ne quid nimis .

Estaban muchos leyendo un gran letrero en una tienda, que decía:

Aquí se vende el bien á mal precio.

p. 189 Pero entraban pocos.

No os espantéis, Egenio, que es mercadería poco estimada en el mundo.

Entren los sabios, decía el mercader, que vuelven bien por mal y negocian con eso cuanto quieren.

Aquí hoy no se fía, decía otro, ni aun del mayor amigo, porque mañana será enemigo.

Ni se porfía, decía otro.

Y aquí entraban poquísimos valencianos, como ni en las del secreto.

Había al fin una tienda común, donde de todas las demás acudían á saber el valor y la estimación de todas las cosas. Y el modo de apreciarlas era bien raro, porque era hacerlas piezas, arrojarlas en un pozo, quemarlas y al fin perderlas. Y esto hacían aun de las más preciosas, como la salud, la hacienda, la honra y, en una palabra, cuanto vale.

¿Esto es dar valor?, dijo Andrenio.

Señor, sí, le respondieron: que hasta que se pierden las cosas, no se conoce lo que valen.

Pasaron ya á la otra acera de la gran feria de la vida humana, á instancia de Andrenio y despechos de Critilo; pero muchas veces los sabios yerran, para que no revienten los necios. Había también muchas tiendas, pero muy diferentes, correspondiendo en emulación una de esta parte á la de la otra. Y así decía en la primera un letrero:

Aquí se vende el que compra.

Primera necedad, dijo Critilo.

¡No sea maldad!, replicó Egenio.

Iba ya á entrar Andrenio y detúvole, diciendo:

¿Adónde caminas, que vas vendido?

Miraron de lejos y vieron cómo se vendían unos á otros, hasta los mayores amigos.

Decía en otra:

Aquí se vende lo que se da.

p. 190 Unos decían eran mercedes; otros, que presentes destos tiempos.

Sin duda, dijo Andrenio, que aquí se da tarde, que es tanto como no dar.

No será, sino que se pide lo que se da, replicó Critilo: que es muy caro lo que cuesta la vergüenza de pedir y mucho más el exponerse á un no quiero.

Pero Egenio averiguó eran dádivas del villano mundo.

Hacienda. ¡Oh, qué mala mercadería!, gritaba uno á una puerta.

Y con todo eso no cesaban de entrar á porfía y los que salían todos decían:

¡Oh, maldita hacienda! Si no la tenéis, causa deseo; si la tenéis, cuidado; si la perdéis, tristeza.

Pero advirtieron había otra botica llena de redomas vacías, cajas desiertas, y con todo eso muy embarazada de gente y de ruido. Á este reclamo acudió luego Andrenio.

Preguntó qué se vendía allí, porque no se veía cosa, y respondiéronle que viento, aire y aun menos.

¿Y hay quien lo compre?

Y quien gasta en ello todas sus rentas. Aquella caja está llena de lisonjas, que se pagan muy bien. En aquella redoma hay palabras, que se estiman mucho. Aquel bote es de favores, de que se pagan no pocos. Aquella arca grande está rellena de mentiras, que se despachan harto mejor que las verdades y más las que se pueden mantener por tres días y en tiempo de guerra, dice el italiano, bugia como terra.

Todo aire. ¡Hay tal cosa!, ponderaba Critilo. ¡Que haya quien compre el aire y se pague dél!

¿Deso os espantáis?, le dijeron. ¿Pues en el mundo qué hay sino viento? El mismo hombre, quitadle el aire y veréis lo que queda. Aun menos que aire se vende aquí y muy bien se paga.

Vieron que actualmente estaba un boquirrubio dando muchas y muy ricas joyas, galas y regalos, que siempre andan juntos, á un demonio de una fea, por quien andaba perdido. Y p. 191 preguntando qué le agradaba en ella respondió, que el airecillo.

De modo, señor mío, dijo Critilo, ¿que aún no llega á ser aire y enciende tanto fuego?

Estaba otro dando largos ducados, porque le matasen un contrario.

¿Señor, qué os ha hecho?

No ha llegado á tanto; hame dicho de suerte, que por una palabrilla...

¿Y era afrentosa?

No, pero el airecillo con que lo dijo me ofendió mucho.

De modo, que aún no llega á ser aire lo que os cuesta tan caro á vos y á él.

Gastaba un gran príncipe sus rentas en truhanes y bufones y decía que gustaba mucho de sus gracias y donaires.

Desta suerte se vendían tan caros puntillos de honra, el modillo, el airecillo y el donaire.

Pero lo que les espantó mucho fué ver una mujer tan fiera, que pasaba plaza de furia infernal, de harpía en arañar á cuantos llegaban á su tienda y gritaba:

¿Quién compra? ¿Quién compra pesares, quebraderos de cabeza, quitasueños, rejalgares, malas comidas y peores cenas?

Entraban ejércitos enteros y era lo malo que, haciendo alarde, salían pasando crujía y los que vivos, Marqués
del Borro.
que eran bien pocos, salían corriendo sangre, más acribillados de heridas que un marqués del Borro. Y con verlos, no cesaban de entrar los que de nuevo venían.

Estábase Critilo espantado, mirando tal atrocidad y díjole Egenio:

Sabe que cuantos males hay le ponen algún cebillo al hombre para pescarle: la codicia oro, la lujuria deleites, la soberbia honras, la gula comidas, la pereza descansos; sólo la ira no da sino golpes, heridas y muertes y con todo eso tantos y tontos la compran tan cara.

p. 192 Pregonaba uno: Aquí se venden esposas.

Llegaban unos y otros, preguntando si eran de hierro ó mujeres.

Todo es uno, que todas son prisiones.

¿Y el precio?

De balde y aun menos.

¿Cómo puede ser menos?

Sí, pues se paga porque las lleven.

Sospechosa mercadería: ¿mujeres y pregonadas?, ponderó uno. Ésa no llevaré yo: la mujer, ni vista ni conocida; pero también será desconocida.

Llegó uno y pidió la más hermosa. Diéronsela á precio de gran dolor de cabeza y añadió el casamentero:

El primer día os parecerá bien á vos; todos los demás á los otros.

Escarmentando otro, pidió la más fea.

Vos la pagaréis con un continuo enfado.

Convidábanle á un mozo que tomase esposa y respondió:

Aún es temprano.

Y un viejo: Ya es tarde.

Discreción. Otro, que se picaba de discreción, pidió una que fuese entendida. Buscáronle una feísima, toda huesos y que todos le hablaban.

Venga una, señor mío, que sea muy igual en todo, dijo un cuerdo: porque la mujer, me aseguran, es la otra mitad del hombre y que realmente antes eran una misma cosa entrambos; mas que Dios los separó, porque no se acordaban de su divina Providencia. Y que esta es la causa de aquella tan vehemente propensión, que tiene el hombre á la mujer, buscando su otra mitad.

Casi tiene razón, dijeron; pero es cosa dificultosa hallarle á cada uno su otra mitad. Todas andan barajadas comúnmente. La del colérico damos al flemático, la del triste al alegre, la del hermoso al feo y tal vez la del mozo de veinte años al ca p. 193 duco de setenta: ocasión de que los más vienen arrepentidos.

Pues eso, señor casamentero, dijo Critilo, no tiene disculpa, que bien conocida es la desigualdad de quince años á setenta.

¿Qué queréis? Ellos se ciegan y lo quieren así.

Pero ellas ¿cómo pasan por eso?

Es, señor, que son niñas y desean ser mujeres y, si ellos caducan, ellas niñean. El mal es que, en no teniendo mocos, no gustan de gargajos. Mas eso no tiene remedio. Tomad ésta, conforme la deseáis.

Miróla y halló que en todo era dos ó tres puntos más corta: en la edad, en la calidad, en la riqueza, en todo. Y reclamando no era tan ajustada como deseaba:

Llevadla, dijo, que con el tiempo vendrá á ajustarse, que de otra manera pasaría y sería mucho peor. Y tened cuidado de no darla todo lo necesario, porque en teniéndolo, querrá lo superfluo.

Fué alabado mucho uno, que diciéndole viese una, que había de ser su mujer, respondió que él no se casaba por los ojos, sino por los oídos. Y así llevó en dote la buena fama.

Convidáronlos á la casa del buen gusto, donde había convitón.

¿Será casa de gula?, dijo Andrenio.

Sí será, respondió Critilo; pero los que entran parecen comedores y los que salen comidos.

Vieron cosas raras: había sentado un gran señor, rodeado de gentileshombres enanos, entrometidos, truhanes, valientes y lisonjeros, que parecía el arca de las sabandijas. Príncipes. Comió bien; pero echáronle la cuenta muy larga, porque dijeron comía cien mil ducados de renta. Él sin réplica, pasaba por ello. Reparó Critilo y dijo:

¿Cómo puede ser esto? No ha comido la centésima parte de lo que dicen.

Es verdad, dijo Egenio, que no los come; sino éstos que le van alrededor.

p. 194 Pues, según eso, no digan que tiene el duque cien mil de renta, sino mil y los demás de dolor de cabeza.

Había bravos papasales, otros que papaban viento y decían que engordaban; pero al cabo todo paraba en aire. Todo se lo tragaban algunos y otros todo se lo bebían. Muchos tragaban saliva y los más mordían cebolla y al cabo todos los que comían quedaban comidos hasta de los gusanos.

En todas estas tiendas no feriaron cosa de provecho; sí en las otras de mano derecha, preciosos bienes, verdades de finísisimos quilates y sobre todo á sí mismos. Que el sabio consigo y Dios, tiene lo que basta.

Desta suerte salieron de la feria, hablando cómo les había ido en ella. Egenio ya otro, porque rico trató de volver á su alojamiento, que en esta vida no hay casa propia. Critilo y Andrenio se encaminaron á pasar los puertos de la edad varonil en Aragón, de quien decía aquel su famoso rey que, en naciendo, fué destinado para dar tantos Santiagos y para ser conquistador de tantos reinos, comparando las naciones de España á las edades y que los aragoneses eran los varones.


p. 195

EL CRITICÓN

SEGUNDA PARTE

JUICIOSA CORTESANA FILOSOFÍA
EN EL OTOÑO DE LA VARONIL EDAD


p. 197

AL SERENÍSIMO SEÑOR

DON JUAN DE AUSTRIA

Serenísimo Señor:

Arco vistoso y bienvisto el que tantas tempestades serena, brillante rayo del planeta cuarto y rayo ardiente de la guerra. Hoy en emulación de las aceradas hojas de Belona, siempre augustas, siempre victoriosas, en la hercúlea mano de V. A. llegan á tan florecientes plantas estas de Minerva, prometiéndose eternidades de seguridad á sombra de tan inmortal plausible lucimiento. De hojas á hojas va la competencia y no estraña, pues con igual felicidad suelen alternarse las fatigas de Palas valiente y las delicias de Palas estudiosa, y más en un César novel, gloria de Austria y blasón de España. La edad, Señor varonil, maldelineada en estos borrones, bienideada en los aciertos de la anciana juventud de V. A., vincula su patrocinio en quien toda la Monarquía Católica, su desempeño, inaugurando que quien, cuando había de ser joven, es tanto hombre, cuando llegue á ser hombre, será un jayán del valor, un héroe de la virtud y un fénix de la fama.

B. L. P. de V. A.

LORENZO GRACIÁN.


p. 199

CRISI PRIMERA

Reforma universal.

Renuncia el hombre inclinaciones de siete en siete años: ¡cuánto más alternará genios en cada una de sus cuatro edades! Comienza á medio vivir quien poco ó nada percibe. Ociosas pasan las potencias en la niñez, aun las vulgares; que las nobles sepultadas yacen en una puerilidad insensible, punto menos que bruto, aumentándose con las plantas y vegetándose con las flores.

Pero llega el tiempo en que también el alma sale de mantillas: ejerce ya la vida sensitiva, entra en la jovial juventud, que de allí tomó apellido. ¡Qué sensual! ¡Qué delicioso! No atiende sino á holgarse el que nada entiende. No vaca al noble ingenio; sino al delicioso genio. Sigue sus gustos, cuando tan malo le tiene.

Llega al fin, pues, siempre tarde á la vida racional y muy de hombre: ya discurre y se desvela. Empleos
varoniles.
Y porque se reconoce hombre, trata de ser persona. Estima el ser estimado, anhela al valer, abraza la virtud, logra la amistad, solicita el saber, atesora noticias y atiende á todo sublime empleo.

Acertadamente discurría quien comparaba el vivir del hombre al correr del agua, cuando todos morimos y como ella nos vamos deslizando. Es la niñez fuente risueña. Nace entre menudas arenas, que de los polvos de la nada se hacen los lodos del cuerpo. Sale tan clara como sencilla. Ríe lo que no murmu p. 200 ra, bulle entre campanillas de viento, arrúllase entre pucheros y cíñese de verduras que la fajan.

Precipítase ya la mocedad en un impetuoso torrente, corre, salta, se arroja y despeña, tropezando con las guijas, rifando con las flores. Va echando espumas, se enturbia y se enfurece.

Sosiégase ya río en la varonil edad. Va pasando tan callado, cuan profundo, caudalosamente vagaroso. Todo es fondos, sin ruido. Dilátase espaciosamente grave, fertiliza los campos, fortalece las ciudades, enriquece las provincias y de todas maneras aprovecha.

¡Mas ay! que al cabo viene á parar en el amargo mal de la vejez, abismo de achaques, sin que le falte una gota. Allí pierden los ricos sus bríos, su nombre y su dulzura. Va á orza el carcomido bajel, haciendo agua por cien partes y á cada instante zozobrando entre borrascas tan deshechas, que le deshacen, hasta dar al través con dolor y con dolores en el abismo de un sepulcro, quedando encallado en el perpetuo olvido.

Aragón,
buena España.
Hallábanse ya nuestros dos peregrinos del vivir, Critilo y Andrenio, en Aragón, que los estranjeros llaman la buena España, empeñados en el mayor reventón de la vida. Acababan de pasar sin sentir, cuando con mayor sentimiento, los alegres prados de la juventud, lo ameno de sus verduras, lo florido de sus lozanías y, subiendo la trabajosa cuesta de la edad varonil, llena de asperezas, si no malezas, emprendían una montaña de dificultades.

Hacíasele muy cuesta arriba á Andrenio, como á todos los que suben á la virtud, que nunca hubo altura sin cuesta. Iba afanando y aun sudando. Animábale Critilo con prudentes recuerdos y consolábale en aquella esterilidad de flores con la gran copia de frutos, de que se veían cargados los árboles. Pues tenían más que hojas, contando las de los libros. Subían tan altos, que les pareció señoreaban cuanto contiene el mundo, muy superiores á todo.

p. 201 ¿Qué te parece desta nueva región?, dijo Critilo. ¿No percibes qué aires estos tan puros?

Así es, respondió Andrenio. Paréceme que ya llevamos otros aires. ¡Qué buen puesto éste para tomar aliento y asiento! Que ya es tiempo de tenerle.

Pusiéronse á contemplar lo que habían caminado hasta hoy.

¿No atiendes qué de verduras dejamos atrás, tan pisadas, como pasadas? ¡Cuán bajo y cuán vil parece todo lo que habemos andado hasta aquí! Todo es niñería, respecto de la gran provincia que emprendemos. ¡Qué humildes y qué bajas se reconocen todas las cosas pasadas! ¡Qué profundidad tan notable se advierte de aquí allá! Despeño sería querer volver á ellas. ¡Qué pasos tan sin provecho, cuantos habemos dado hasta hoy!

Argos moral. Esto estaban filosofando, cuando descubrieron un hombre, muy otro de cuantos habían topado hasta aquí, pues se estaba haciendo ojos para notarlos, que ya poco es ver. Fuése acercando y ellos advirtiendo que realmente venía todo rebutido de ojos de pies á cabeza y todos suyos y muy despiertos.

¡Qué gran mirón es éste!, dijo Andrenio.

No; sino prodigio de atenciones, respondió Critilo. Si él es hombre, no destos tiempos; y, si lo es, no es marido ni aun pastor ni trae cetro ni cayado. ¿Mas si sería Argos? Pero no, que ése fué del tiempo antiguo y ya no se usan semejantes desvelos.

Antes sí, respondió el mismo: que estamos en tiempos, que es menester abrir el ojo y aun no basta; sino andar con cien ojos. Nunca fueron menester más atenciones, que cuando hay tantas intenciones: que ya ninguno obra de primera. Y advertid que de aquí adelante ha de ser el andar despabilados, que hasta ahora todos habéis vivido á ciegas y aun á dormidas.

Dínos por tu vida, tú que ves por ciento y vives por otros tantos, ¿guardas aún bellezas?

¡Qué vulgaridad tan rancia!, respondió él. ¿Y quién me mete á mí en imposibles? Antes me guardo yo dellas y guardo á otros bienentendidos.

p. 202 Estaba atónito Andrenio, haciéndose ojos también ó en desquite ó en imitación.

Y reparando en ellos Argos, le dijo:

¿Ves ó miras? Que no todos miran lo que ven.

Estoy, respondió, pensando de qué te pueden servir tantos ojos. Porque en la cara están en su lugar, para ver lo que pasa, y aun en el cerebro, para ver lo que pasó; ¿pero en los hombros á qué propósito?

Ojo á la carga
y al cargo.
¡Qué bien lo entiendes!, dijo Argos. Éstos son más importantes, los que más estimaba don Fadrique de Toledo.

¿Pues para qué valen?

Para mirar un hombre la carga que se echa á cuestas y más si se casa ó se arrasa, al aceptar el cargo y entrar en el empleo. Ahí es el ver y tantear la carga, mirando y remirando, midiéndola con sus fuerzas, viendo lo que pueden sus hombros. Que el que no es un Atlante ¿para qué se ha de meter á sostener las estrellas? Y el otro, que no es un Hércules, ¿para qué se entremete á sustituto del peso de un mundo? Él dará con todo en tierra.

¡Oh, si todos los mortales tuviesen destos ojos! Yo sé que no se echarían tan á carga cerrada las obligaciones, que después no pueden cumplir. Y así andan toda la vida gimiendo con la carga incomportable: el uno de un matrimonio, sin patrimonio; el otro del demasiado punto, sin coma; éste con el empeño en que se desempeña y aquél con el honor, que es horror. Estos ojos humerales abro yo primero muy bien, antes de echarme la carga á cuestas; que el abrirlos después no sirve sino para la desesperación ó para el llanto.

¡Oh, cómo tomaría yo otros dos, dijo Critilo, no sólo para no cargar de obligaciones, pero ni aun encargarme de cosa alguna, que abrume la vida y haga sudar la conciencia!

Yo confieso, que tienes razón, dijo Andrenio, y que están bien los ojos en los hombros, pues todo hombre nació para la carga. Ojo al arrimo. p. 203 Pero díme: esos, que llevas en las espaldas ¿para qué pueden ser buenos? Si ellas de ordinario están arrimadas ¿de qué sirven?

Y aun por eso, respondió Argos: para que miren bien dónde se arriman. ¿No sabes tú que casi todos los arrimos del mundo son falsos, chimeneas tras tapiz, que hasta los parientes falsean y se halla peligro en los mismos hermanos? Maldito el hombre, que confía en otro, y sea quien fuere. ¿Qué digo amigos y hermanos? De los mismos hijos no hay que asegurarse y necio del padre, que en vida se despoja. No decía del todo mal quien decía que vale más tener que dejar en muerte á los enemigos, que pedir en vida á los amigos. Ni aun en los mismos padres hay que confiar, que algunos han echado dado falso á los hijos y ¡cuántas madres hoy venden las hijas!

Hay gran cogida de falsos amigos y poca acogida en ellos. Ni hay otra amistad, que dependencia. Á lo mejor falsean y dejan á un hombre en el lugar, en que ellos le metieron. ¿Qué importa que el otro os haga espaldas en el delito, si no os hace cuello después en el degüello?

Buen remedio, dijo Critilo, no arrimarse á cabo alguno, estarse solo, vivir á lo filósofo y á lo feliz.

Rióse Argos y dijo:

Si un hombre no busca algún arrimo, todos le dejarán estar y no vivir. Ningunos más arrimados hoy que los que no se arriman. Aunque sea un gigante en méritos, le echarán á un rincón. Don Miguel
de Escartín.
Así puede ser más benemérito que nuestro obispo de Barbastro, más hombre de bien que el mismo patriarca, más valiente que Domingo de Eguía, más docto que el cardenal de Lugo: nadie se acordará dél. Y aun por eso, toda conclusión se arrima á buen poste y todo jubileo á buena esquina. Creedme que importan mucho estas atenciones respaldares.

Ojo político. Ésos sean los mismos, dijo Andrenio, y no los de las rodillas. Desde ahora los renuncio allí. ¿Y para qué, sino para cegarse con el polvo y quedar estrujados en el suelo?

¡Qué mal lo discurres!, respondió Argos. Ésos son hoy los p. 204 prácticos. Porque más político es mirar un hombre á quién se dobla, á quién hinca la rodilla, qué numen adora, quién ha de hacer el milagro. Que hay imágenes viejas, de adoración pasada, que no se les hace ya fiesta, figura del descarte, barajadas de la fortuna. Estos ojos son para brujulear quién triunfa, para hacerse hombre, ver quién vale y ha de valer.

De verdad, que no me desagradan, dijo Critilo, y que en las cortes me dicen se estiman harto. Por no tener yo otros como ellos, voy siempre rodando. Esta mi entereza me pierde.

Una cosa no me puedes negar, replicó Andrenio: que los ojos en las espinillas no sirven sino para lastimarse. Señor, en los pies están en su lugar, para ver un hombre dónde los tiene, dónde entra y sale, en qué pasos anda; pero en las piernas ¿para qué?

¡Oh, sí! Para no echarlas ni hacerlas con el poderoso, con el superior. Atienda el sagaz con quién se toma, mire con quién las ha y, en reconociéndole la cuesta, no parta peras con él, cuanto menos piedras. Si éstos hubiera tenido aquel hijo del polvo, no se hubiera metido entre los brazos de Hércules, nunca hubiera luchado con él. Ni los rebeldes titanes se hubieran atrevido á descomponerse con el Júpiter de España. Que estas necias temillas tienen abrumados á muchos.

Prométoos que para poder vivir es menester armarse un hombre de pies á cabeza, no de ojetes, sino de ojazos, muy despiertos. Ojos en las orejas para descubrir tanta falsedad y mentira. Ojos en las manos para ver lo que da y mucho más lo que toma. Ojos en los brazos para no abarcar mucho y apretar poco. Ojos en la misma lengua para mirar muchas veces lo que ha de decir uno. Ojos en el pecho para ver en qué lo ha de tener. Ojos en el corazón, atendiendo á quién le tira ó le hace tiro. Ojos en los mismos ojos para mirar cómo miran. Ojos y más ojos y reojos, procurando ser Elmirante en un siglo tan Adelantado.

¿Qué hará, ponderaba Critilo, quien no tiene sino dos y ésos p. 205 nunca bien abiertos, Hércules
de Austria.
llenos de legañas y mirando aniñadamente con dos niñas? ¿No nos venderías, que ya nadie da, si no es el señor don Juan de Austria, un par désos, que te sobran?

¿Qué es sobrar?, dijo Argos. De mirar nunca hay harto. Á más de que no hay precio para ellos; sólo uno y ese es un ojo de la cara.

¿Pues qué ganaría yo en eso?, replicó Critilo.

Mucho, respondió Argos. El mirar con ojos ajenos, que es una gran ventaja; sin pasión y sin engaño, que es el verdadero mirar. Pero vamos, que yo os ofrezco que, antes que nos dividamos, habéis de lograr otros tantos como yo. Que también se pegan, como el entendimiento, cuando se trata con quien le tiene.

¿Dónde nos quieres llevar?, preguntó Critilo, ¿y qué haces aquí, en esta plaga del mundo, que todo él se compone de plagas?

Puerto
y puerta
de la vida.
Soy guarda, respondió, en este puerto de la vida, tan dificultoso, cuan realzado: pues comenzándole todos á pasar mozos, se hallan al cabo hombres. Aunque no lo sienten tanto como las hembras, con que de mozas, que antes eran, se hallan después dueñas; mas ellas reniegan de tanta autoridad. Y ya que no tienen remedio, buscan consuelo en negar. Y es tal su pertinacia, que estarán muchas canas de la otra parte y porfían que comienzan ahora á vivir. Pero callemos, que lo han hecho crimen de descortesía y dicen: más querríamos nos desañasen, que desengañasen.

¿De modo, dijo Critilo, que eres guarda de hombres?

Sí y muy hombres: de los viandantes. Porque ninguno pase mercaderías de contrabando de la una provincia á la otra. Hay muchas cosas prohibidas, que no se pueden pasar de la juventud á la virilidad. Permítense en aquélla y en ésta están vedadas so graves penas. Á más de ser toda mala mercadería y perdida por ser mala hacienda. Cuéstales á algunos muy cara la niñería. Porque hay pena de infamia y tal vez de la vida, especialmente p. 206 si pasan deleites y mocedades. Costumbres de
contrabando.
Para obviar este daño tan pernicioso al género humano, hay guardas muy atentas, que corren todos estos parajes, cogiendo los que andan descaminados. Yo soy sobre todos y así os aviso que miréis bien si lleváis alguna cosa, que no sea muy de hombres, y la depongáis. Porque, como digo, á más de ser cosa perdida, quedaréis afrentados, cuando seáis reconocidos. Y advertid que, por más escondida que la llevéis, os la han de hallar. Que del mismo corazón redundará luego á la boca y los colores al rostro.

Demudóse Andrenio. Mas Critilo, por desmentir indicios, mudó de plática y dijo:

En verdad, que no es tan áspera la subida, como habíamos concebido. Siempre se adelanta la imaginación á la realidad. ¡Qué sazonados están todos estos frutos!

Sí, respondió Argos: que aquí todo es madurez. No tienen aquella acedía de la juventud, aquel desabrimiento de la ignorancia, lo insulso de su conversación, lo crudo de su mal gusto. Hombre
en su punto.
Aquí ya están en su punto, ni tan pasados como en la vejez ni tan crudos como en la mocedad; sino en un buen medio.

Topaban muchos descansos, con sus asientos bajo de frondosos morales muy copados, cuyas hojas, según decía Argos, hacen sombra saludable y de gran virtud para las cabezas, quitándoles á muchos el dolor della. Y aseguraban haberlos plantado algunos célebres sabios, para alivio en el cansado viaje de la vida. Pero lo más importante era que á trechos hallaban algún refresco de saber, confortativos de valor, que se decía haberlos fundado allí á costa de su sudor algunos varones singulares, dotándolos de renta de doctrina. Y así en una parte les brindaron quintas esencias de Séneca, en otras divinidades de Platón, néctares de Epicuro y ambrosías de Demócrito y de otros muchos autores sacros y profanos, con que cobraban, no sólo aliento, pero mucho ser de personas, adelantándose á todos los demás.

Aduana
de vida.
Al sublime centro habían llegado de aquellas eminencias, cuando descubrieron una gran casa labrada, más de provecho, p. 207 que de artificio. Y, aunque muy capaz, nada suntuosa. De profundos cimientos, asegurando con firmes estribos las fuertes paredes. Mas no por eso se empinaba ni poblaba el aire de castillos ni de torres. No brillaban chapiteles ni andaban rodando las giraldas. Todo era á lo macizo, de piedras sólidas y cuadradas, muy á machamartillo. Y aunque tenía muchas vistas con ventanas y claraboyas á todas luces; pero no tenía reja alguna ni balcón. Porque entre hierros, aunque dorados, se suelen forjar los mayores y aun ablandarse los pechos más de bronce.

El sitio era muy esento, señoreando cuanto hay á todas partes y participando de todas luces, que ninguna aborrece. Lo que más la ilustraba eran dos puertas grandes y siempre patentes: la una al oriente de donde se viene y la otra al ocaso donde se va. Y aunque ésta parecía falsa, era la más verdadera y la principal. Por aquélla entraban todos y por ésta salían algunos.

Transformaciones
de la edad.
Causóles aquí estraña admiración ver cuán mudados salían los pasajeros y cuán otros de lo que entraban, pues totalmente salían diferentes de sí mismos. Así lo confesó uno á la que le decía: Yo soy aquélla, respondiéndole: Yo no soy aquél.

Los que entraban risueños, salían muy pensativos; los alegres, melancólicos; ninguno se reía. Todo era autoridad. Y así los muy ligeros antes, ahora procedían graves; los bulliciosos, pausados; los flacos, que en cada ocasión daban de ojos, ahora en la cuenta; pisando firme los que antes de pie quebrado; los livianos, muy sustanciales. Estaba atónito Andrenio, viendo tal novedad y tan impensada mudanza.

Aguarda, dijo: aquel que sale hecho un Catón ¿no era poco ha un chisgaravís?

El mismo.

¡Hay tal transformación!

¿No veis aquel, que entraba saltando y bailando á la francesa, cómo sale muy tétrico y muy grave á la española? Pues aquel otro sencillo ¿notáis qué doblado y qué cauto se muestra?

p. 208 Aquí, dijo Andrenio, alguna Circe habita, que así transforma las gentes. ¿Qué tienen que ver con éstas todas las metamorfosis, que celebra Ovidio? Mirad aquel, que entró hecho un Claudio emperador, cuál sale hecho un Ulises. Madurez varonil. Todos se movían antes con ligera facilidad, y ahora proceden con maduro juicio. Hasta el color sacan, no sólo alterado, pero mudado.

Y realmente era así, porque vieron entrar un boquirrubio y salió luego barbinegro. Los colorados, pálidos; convertidas las rosas en retamas. Y en una palabra, todos trocados de pies á cabeza, pues ya no movían ésta con ligereza á un lado ni á otro; sino que la tenían tan quieta, que parecía haberles echado á cada uno una libra de plomo en ella. Los ojos altaneros, muy mesurados. Asentaban el pie, no jugando del brazo. La capa sobre los hombros muy á lo chapado.

No es posible sino que aquí hay algún encanto, repetía Andrenio. Aquí algún misterio hay. ¿Ó esos hombres se han casado, según salen pensativos?

¿Qué mayor encanto, dijo Argos, que treinta años á cuestas? Ésta es la transformación de la edad. Advertid que en tan poca distancia, como hay de la una puerta á la otra, hay treinta leguas de diferencia, no menos, que de ser mozo á ser hombre. Éste es el pasadizo de la juventud á la varonil edad.

En aquella primera puerta dejan la locura, la liviandad, la ligereza, la facilidad, la inquietud, la risa, la desatención, el descuido con la mocedad. Y en esta otra cobran el seso, la gravedad, la severidad, el sosiego, la pausa, la espera, la atención y los cuidados con la virilidad.

Y así veréis que aquel, que hablaba de taravilla, ahora tan espacio, que parece que da audiencia. Pues aquel otro, que le iba chapeando el seso, mirad qué chapado sale. El otro con sus cascos de corcho qué sustancial se muestra. ¿No atendéis á aquel tan medido en sus acciones, tan comedido en sus palabras? Éste era aquel casquilucio. Tened cuenta cuál entra aquel con sus pies de pluma; veréis luego cuál saldrá con pies de p. 209 plomo. ¿No veis cuántos valencianos entran y qué de aragoneses salen? Al fin, todos muy otros de sí mismos, cuando más vuelven en sí. Su andar pausado, su hablar grave, su mirar compuesto y que compone, y su proceder concertado, que cada uno parece un Chumacero.

Dábales ya prisa Argos que entrasen y ellos:

Dínos primero ¿qué casa es ésta tan cara?

Ésta es, respondió, la aduana general de las edades. Aquí comparecen todos los pasajeros de la vida y aquí manifiestan la mercadería que pasan, averíguase de dónde vienen y dónde van á parar.

Entraron dentro y hallaron un areópago, porque era presidente el Juicio, un gran sujeto, asistiéndole el Consejo muy hombre, el Modo muy bienhablado, el Tiempo de grande autoridad, el Cierto de mucha cuenta, el Valor muy ejecutivo y así otros grandes personajes. Tenía delante un libro abierto de cuenta y razón, cosa que se hizo muy nueva á Andrenio, como á todos los de su edad y que pasan á ser gente de veras. Examen
de personas.
Llegaron á tiempo que actualmente estaban examinando á unos viandantes de qué tierra venían.

Con razón, dijo Critilo, porque della venimos y á ella volvemos.

Sí, dijo otro, que sabiendo dónde venimos, sabremos mejor dónde vamos.

Muchos no atinaban á responder: que los más no daban razón de sí mismos. Y así, preguntándole á uno dónde caminaba, respondió que adonde le llevaba el tiempo, sin cuidarse más que de pasar y hacer tiempo.

Vos le hacéis y él os deshace, dijo el presidente.

Y remitióle á la reforma de los que hacen número en el mundo.

Respondió otro que él pasaba adelante, por no poder volver atrás.

Los más decían que porque los habían echado, con harto do p. 210 lor de su corazón, de los floridos países de su mocedad; que, si eso no fuera, toda la vida se estuvieran con gusto, dándose verdes de mocedades. Y á éstos los remitieron á la reforma de aniñados.

Estábase lamentando un príncipe de verse así tan adelante y á su antecedente tan atrás. Porque hasta entonces, divertido con los pasatiempos de la mocedad, no había pensado en ser algo; pero, aquellos ya acabados, le daba gran pena ver que le sobraban años y le faltaban empleos. Remitiéronle á la reforma de la espera, si no quería reinar por falto, que era despeñarse.

En busca de la honra dijeron algunos que iban, muchos tras el interés y muy pocos los que á ser personas; aunque fueron oídos de todos con aplauso y de Critilo con observación.

Llegaron en esto las guardas con una gran tropa de pasajeros, que los habían cogido descaminados. Mandaron fuesen luego reconocidos por la Atención y el Recato y que les escudriñasen cuanto llevaban. Topáronle al primero no sé qué libros y algunos muy metidos en los senos.

Leyeron los títulos y dijeron ser todos prohibidos por el Juicio, contra las pragmáticas de la prudente Gravedad, pues eran de novelas y comedias.

Reforma
de libros.
Condenáronlos á la reforma de los que sueñan despiertos. Y los libros mandaron se les quitasen á hombres que lo son y se relajasen á los pajes y doncellas de labor. Y generalmente todo género de poesía en lengua vulgar, especialmente burlesca y amorosa, letrillas, jácaras, entremeses, follaje de primavera, se entregaron á los pisaverdes.

Lo que más admiró á todos fué que la misma Gravedad en persona ordenó seriamente que de treinta años arriba ninguno leyese ni recitase coplas ajenas, mucho menos propias ó como suyas, so pena de ser tenidos por ligeros, desatentos ó versificantes. Lo que es leer algún poeta sentencioso, heroico, moral y aun satírico, en verso grave, se les permitió á algunos de mejor gusto, que autoridad, y esto en sus retretes, sin testigos, ha p. 211 ciendo el descomido de tales niñerías; pero allá á escondidas, chupándose los dedos. El que quedó muy corrido fué uno, á quien le hallaron un libro de caballerías.

Trasto viejo, dijo la Atención, de alguna barbería.

Afeáronsele mucho y le constriñeron lo restituyese á los escuderos y boticarios. Mas los autores de semejantes disparates, á locos estampados.

Replicaron algunos que para pasar el tiempo se les diese facultad de leer las obras de algunos otros autores, que habían escrito contra estos primeros, burlándose de su quimérico trabajo, y respondióles la Cordura que de ningún modo, porque era dar de lodo en el cieno y había sido querer sacar del mundo una necedad con otra mayor.

En lugar de tanto libro inútil, ¡Dios se lo perdone al inventor de la estampa!, ripio de tiendas y ocupación de legos, les entregaron algunos Sénecas, Plutarcos, Epictetos y otros, que supieron hermanar la utilidad con la dulzura.

Polilla
del tiempo.
Acusaron éstos á otros, que no menos ociosos y más perniciosos, se habían jugado el sol y quedado á la luna, diciendo que para pasar el tiempo. Como si él no los pasase á ellos y como si el perderlo fuera pasarlo.

De hecho le hallaron á uno una baraja. Mandaron al punto quemar las cartas, por el peligro del contagio, sabiendo que barajas ocasionan barajas y de todas maneras empeños, barajando la atención, la reputación, la modestia, la gravedad y tal vez la alma. Mas al que se los hallaron, con todos los tahures, hasta los cuartos, que es la cuarta generación, les barajaron las haciendas, las casas, la honra, el sosiego para toda la vida.

En medio desta suspensión y silencio se le oyó silbar á uno, cosa que escandalizó mucho á todos los circunstantes y más á los españoles. Y averiguada la desatención, hallaron había sido un francés y le condenaron á nunca estar entre personas.

Más les ofendió un sonsonete, como de guitarra, instrumento p. 212 vedado so graves penas de la Cordura. Y así refieren que dijo el Juicio, en sintiendo las cuerdas:

¿Qué locura es ésta? ¿Estamos entre hombres ó entre barberos?

Hízose averiguación de quién la tañía y hallaron era un portugués. Y cuando creyeron todos le mandarían dar un trato de cuerda, oyeron que le rogaban, que á los tales se les ruega, tañese algún son moderno y lo acompañase con alguna tonadilla. Con harta dificultad lo recabaron y con mayor después que cesase. Gustaron mucho, aun los más serios ministros de la reforma humana. Y generalmente se les mandó á todos los que pasan de mozos á hombres que de allí adelante ninguno tañese instrumento ni cantase; pero que bien podían oir tañer y cantar, que es más gusto y más decoro.

Enamorado,
mozo ó loco.
Iban con tanto rigor en esto de reconocer los humanos pasajeros, que llegaron las guardas á desnudar algunos de los sospechosos. Cogiéronle á uno un retrato de una dama, ahorcado de un dogal de nácar. Quedó él tan perdido, cuan escandalizados todos los cuerdos. Que aun de mirar el retrato no se dignaron; sino lo que bastó para dudar cuál era la pintada, ésta ó aquélla.

Reparó una de las guardas y dijo:

Éste ya yo le he quitado á otro y no ha muchos días.

Mandáronle sacar y hallaron una docena dellos.

Basta, dijo el presidente: que una loca hace ciento. Recójanlos como moneda falsa, doblones de muchas caras.

Y á él le intimaron que ó menos barbas ó menos figurerías y que esto de trillar la calle, dar vueltas, comer hierro, apuntalar esquinas, deshollinar balcones, lo dejasen para los Adonis boquirrubios.

El que causó mucha risa fué uno, que llegó con un ramo en la mano y, averiguando que no era médico ni valenciano, sino pisaverde, le atropelló la Atención, diciéndole era ramo de locura, tablilla de mesón, vacío de seso.

p. 213 Vieron uno, que no miraba á los otros y sin ser tosco tenía fijos los ojos en el sombrero.

Pues no será de corrido, dijo la Sagacidad.

Y en sospechas de liviandad, llegaron á reconocerle y le hallaron un espejillo, clavado en la copa del sombrero y por cosa cierta averiguaron era primo loco, sucesor de Narciso.

Traje, corteza
del ánimo.
No se admiraron tanto déstos, cuanto de un otro, que repetía para Catón en la severidad y aun se emperdigaba para repúblico. Miráronle de pies á cabeza y brujuleáronle una faldilla de un jubón verde, color muy malvisto de la Autoridad.

¡Oh! qué bien merecía otro, votaron todos. Pero por no escandalizar el populacho, muy á lo callado le remitieron al nuncio de Toledo, que le absolviese de juicio.

Á otro, que debajo una sotanilla negra traía un calzón acuchillado, le condenaron á que terciase la falda, prendiéndola de la pretina, para que todo el mundo viese su desgarro.

Intimaron á otros seriamente que en adelante ninguno llevase arremangada la falda del sombrero á la copa; si no es yendo á caballo, cuando ninguno es cuerdo. Ni de canto el sombrero á un lado de la cabeza, dejando desabrigado el seso del otro. Que no se vayan mirando á sí mismos ni por sombra, so pena de malvistos. Ni los pies, que no es bien pavonearse. Plumas y cintas de colores se les vedaron; si no á los soldados visoños, mientras van ó vuelven de la campaña. Que todos los anillos se entregasen á los médicos y abades; á éstos, porque entierran los que aquellos destierran.

Librea
del hombre.
Pasaron ya los ministros de aquella gran aduana del tiempo á la reforma general de todos cuantos pasan de pajes de la juventud á gentileshombres de la virilidad. Y lo primero, que se ejecutó, fué desnudarles á todos la librea de la mocedad, el pelo rubio y dorado y cubrirles de pelo negro, luto en lo melancólico y lo largo, pues, cerrando las sienes, llega á ser pelo en pecho.

Ordenáronles seriamente que nunca más peinasen pelo rubio p. 214 y menos hacia la boca y los labios, color profano y malvisto en adelante, vedándoles todo género de bozo y de guedejas rizadas, para escusar las risadas de los cuerdos.

Toda color material, que no la formal, les prohibieron, no permitiéndoles aun el volverse colorados; sino pálidos, en señal de sus cuidados. Convirtiéronles las rosas de las mejillas en espinas de la barba.

De suerte, que de pies á cabeza los reformaban. Echábanles á todos un candado en la boca, un ojo en cada mano y otra cara janual, pierna de grulla, pie de buey, oreja de gato, ojo de lince, espalda de camello, nariz de rinoceronte y de culebra el pellejo.

Gusto
reformador.
Hasta el material gusto les reformaba, ordenándoles que en adelante no mostrasen apetecer las cosas dulces, so pena de niños; sino las picantes y agrias y algunas saladas. Y, porque á uno le hallaron unos confites, le fué intimado se pusiese el babador, siempre que los hubiese de comer. Y así todos se guardaban de trocar el cardo por las pasas y todos comían la ensalada.

Cogieron á otro comiendo unas cerezas y volvióse de su color. Saltáronle á la cara, mandáronle que las trocase en guindas. De modo, que aquí no está vedada la pimienta; antes se estima más que el azúcar, mercadería muy acreditada, que algunos hasta en el entendimiento la usan y más si se junta con la naranja.

La sal también está muy valida y hay quien la come á puñados; pero sin lo útil no entra en provecho. Salan muchos los cuerpos de sus obras, porque nunca se corrompan, ni hay tales aromas para embalsamar libros, libres de los gusanos roedores, como los picantes y las sales.

Están tan desacreditados los dulces, que aun la misma Panegiri de Plinio á cuatro bocados enfada. Ni hay hartazgo de zanahorias, como unos cuantos sonetos del Petrarca y otros tantos de Boscán. Que aun á Tito Livio hay quien le llama p. 215 tocino gordo y de nuestro Zurita no falta quien luego se empalaga.

Tenga yo gusto y voto; no siempre viva del ajeno. Que los más en el mundo gustan de lo que ven gustar á otros. Alaban lo que oyeron alabar y, si les preguntáis en qué está lo bueno de lo que celebran, no saben decirlo. De modo que viven por otros y se guían por entendimiento ajeno. Tenga, pues, juicio propio y tendrá voto en su censura.

Guste de tratar con hombres, que no todos los que lo parecen, lo son. Razone más que hable. Converse con los varones noticiosos y podrá tal vez contar algunos chistes, encaminando á la gustosa enseñanza; pero con tal moderación, que no sea tenido por masecuentos, el licenciado del chiste y truhán de balde. Podrá tal vez, acompañado de sí mismo, pasearse, pensando, no hablando.

Sea hombre de museo; aunque ciña espada. Y tenga delecto con los libros, que son amigos manuales. No embuta de borra los estantes, que no está bien un pícaro al lado de un noble ingenio. Y si ha de preferir, sean los juiciosos á los ingeniosos. Muestre ser persona en todo, en sus dichos y en sus hechos, procediendo con gravedad apacible, hablando con madurez tratable, obrando con entereza cortés, viviendo con atención en todo y preciándose más de tener buena testa, que talle. Advierta que el proporcional Euclides dió el punto á los niños, á los muchachos la línea, á los mozos la superficie y á los varones la profundidad y el centro.

Leyes
de cordura.
Éste fué el arancel de preceptos de ser hombres, la tarifa de la estimación, los estatutos de ser personas, que en voz ni muy alta ni muy caída les leyó la Atención á instancia del Juicio.

Después Argos con un extraordinario licor, alambicado de ojos de águilas y de linces, de corazones grandes y de cerebros, les dió un baño tan eficaz, que á más de fortalecer mucho, haciéndolos más impenetrables por la cordura, que un Roldán por el encanto, al mismo punto se les fueron abriendo muchos y va p. 216 rios ojos por todo el cuerpo, de cabeza á pies, que habían estado ciegos con las legañas de la niñez y con las inadvertidas pasiones de la mocedad, y todos ellos tan perspicaces y tan despiertos, que ya nada se les pasaba por alto; todo lo advertían y lo notaban.

Con esto les dieron licencia de pasar adelante á ser personas y fueron saliendo todos de sí mismos lo primero, para más volver en sí. Fuélos, no guiando, que de aquí adelante ni se llama médico ni se busca guía, sino conduciéndolos Argos á lo más alto de aquel puerto, puerta ya de otro mundo, donde hicieron alto para lograr la mayor vista, que se topa en el viaje de toda la vida. Los muchos y maravillosos objetos, que desde aquí vieron, todos ellos grandes y plausibles, referirá la siguiente Crisi.


CRISI II

Los prodigios de Salastano.

Tres soles, digo tres Gracias, en fe de su belleza, discreción y garbo, contaba un cortesano verídico, ya prodigio, intentaron entrar en el palacio de un gran príncipe y aun de todos. Coronaba la primera, brillantemente gallarda, de fragantes flores rubias trenzas y recamaba su verde ropaje de líquidos aljófares, tan risueña, que alegraba un mundo entero. Pero, en injuria de su gran belleza, la cerraron tan anticipadamente las puertas y ventanas que, aunque se probó á entrar por cien partes, no pudo. Que, teniéndola por entremetida, hasta los más sutiles resquicios la habían entredicho, y así hubo de pasar adelante, convirtiendo su risa en llanto.

Fuése acercando la segunda, tan hermosa cuan discreta y, chanceándose con la primera á lo Zapata, la decía:

Anda tú, que no tienes arte ni la conoces. Verás cómo yo, en fe de mi buen modo, tengo de hallar entrada.

p. 217 Comenzó á introducirse, buscando medios é inventando trazas; pero ninguna salía, pues al mismo punto que brujuleaban su buena cara, todos se la hacían muy mala. Y ya no solas las puertas y ventanas la cerraban; pero aun los ojos por no verla y los oídos por no sentirla.

¡Eh! que no tenéis dicha, dijo la tercera, agradablemente linda. Atended cómo yo por la puerta del favor me introduzco en palacio, que ya no se entra por otra.

Fuése entremetiendo con mucho agrado. Mas, aunque á los principios halló cabida, fué engañosa y de apariencia y al cabo hubo de retirarse mucho más desairada.

Estaban tripuladas todas tres, ponderando, como se usa, sus muchos méritos y su poca dicha, cuando llevado de su curiosidad el cortesano, se fué acercando lisonjero y, habiéndolas celebrado, significó su deseo de saber quiénes eran. Lo que es el palacio bien conocido lo tenían, como tan pateado.

Yo soy, dijo la primera, la que voy dando á todos los buenos días; mas ellos se los toman malos y los dan peores. Yo, la que hago abrir los ojos y á todo hombre que recuerde. Yo, la deseada de los enfermos y temida de los malos, la madre de la vividora alegría. Yo, aquella tan decantada esposa de Titón, que en este punto dejó el camarín de nácar.

Pues, señora Aurora, dijo el cortesano, ahora no me espanto de que no tengáis cabida en los palacios, donde no hay hora de oro, con ser todas tan pesadas. Ahí no hay mañana; todo es tarde. Díganlo las esperanzas. Y con ser así, nada es hoy; todo mañana. Así que no os canséis, que allí nunca amanece, aun para vos, por tan clara.

Volvióse á la segunda, que ya decía:

¿Nunca oiste nombrar aquella buena madre de un mal hijo? Pues yo soy y él es odio. Yo, la que, siendo tan buena, todos me quieren mal: cuando niños me babean y, como no les entro de los dientes adentro, me escupen cuando grandes. Tan escla p. 218 recida soy como la misma luz. Que, si no miente Luciano, hija soy, no ya del tiempo, sino del mismo Dios.

La hija
del tiempo.
Pues, señora mía, dijo el cortesano, si vos sois la Verdad ¿cómo pretendéis imposibles? ¿Vos en los palacios? Ni de mil leguas. ¿De qué pensáis que sirven tanta afilada cuchilla? Que no aseguran tanto de traiciones, no por cierto, cuanto de... de... Bien podéis por ahora y aun para siempre desistir de la empresa.

Ya en esto la tercera, dulcísimamente linda, robando corazones, dijo:

Aquélla soy, sin quien no hay felicidad en el mundo y con quien toda infelicidad se pasa. En las demás dichas de la vida se hallan muy divididas las ventajas del bien; pero en mí todas concurren, la honra, el gusto y el provecho. No tengo lugar, sino entre los buenos; que entre los malos, como dice Séneca, ni soy verdadera ni constante. Denomínome del Amor. Y así, á mí no me han de buscar en el vientre; sino en el corazón, centro de la benevolencia.

Ahora digo que eres la Amistad, aclamó el cortesano, tan dulce tú, cuan amarga la Verdad. Pero, aunque lisonjera, no te conocen los príncipes. Que sus amigos todos son del rey y ninguno de Alejandro: así lo decía él mismo. Tú haces de dos uno y es imposible poder ajustar el Amor á la Majestad.

Majestad,
sin amistad.
Paréceme, mis señoras, que todas tres podéis pasar adelante: tú, Aurora, á los trabajadores; tú, Amistad, á los semejantes, y tú, Verdad, yo no sé adonde.

Este crítico suceso les iba contando el noticioso Argos á nuestros dos peregrinos del mundo y les aseguró habérselo oído ponderar al mismo cortesano.

Aquí en este puesto, decía, que por eso me he acordado.

Hallábanse ya en lo más eminente de aquel puerto de la varonil edad, corona de la vida, tan superior, que pudieron señorear desde allí toda la humana: espectáculo tan importante, cuan agradable. Porque descubrían países nunca andados, re p. 219 giones nunca vistas, como la del Valor y del Saber, las dos grandes provincias de la Virtud y la Honra, los países del Tener y del Poder, con el dilatado reino de la Fortuna y del Mando. Estancias todas muy de hombres y que á Andrenio se le hicieron bien estrañas.

La mejor vista. Mucho les valieron aquí sus cien ojos, que todos los emplearon. Vieron ya muchas personas, que es la mejor vista de cuantas hay. Perdóneme hoy la belleza; pero ¡cosa rara! que lo que á unos parecía blanco, á otros negro. Tal es la variedad de los juicios y gustos. Ni hay anteojos de colores, que así alteren los objetos, como los afectos.

Veamos de una cuanto hay, decía Critilo. Que todo se ha de ver y en lo más raro reparar.

Y comenzando por lo más lejos, que como digo, se descubría, no sólo desde un cabo del mundo al otro, pero desde el primer siglo hasta éste:

¿Qué insanos edificios son aquellos, hablando con la propiedad Mariana, que acullá lejos, apenas se divisan y á glorias campean?

Aquéllas, respondió Argos, que de todo daba razón en desengaños, son las siete maravillas del orbe.

¿Aquéllas, replicó Andrenio, maravillas? ¿Cómo es posible? ¿Una estatua, que se ve entre ellas pudo serlo?

¡Oh! sí, que fué coloso de un sol.

Aunque sea el sol mismo, si es una estatua, á mí no me maravilla.

El sol que nace. No fué tan estatua, que no fuese una bien política atención, adorando el sol que sale y levantando estatua al poder que amanece.

Desde ahora la venero. Aquel otro parece sepulcro. También es maravilla y bien estraña. ¿Cómo puede, siendo sepultura de un mortal?

¡Oh!, que fué de mármoles y jaspes.

Aunque fuera del mismo panteón.

p. 220 ¿No veis que lo erigió una mujer á su marido?

¡Oh qué bueno! Á trueque de enterrarle, no digo yo de pórfidos, pero de diamantes, de perlas, si no lágrimas, habría mujer, que le construyese pira.

Sí, pero aquello de ser mausoleo, que dice permanece sola, convertida en tortilla, creedme que fué un prodigio de fe.

Maravillas
modernas.
¡Eh!, dejemos maravillas, que caducan, dijo Andrenio. ¿No hay alguna moderna? ¿No hace ya milagros el mundo?

Sin duda que sí, como dicen que van degenerando los hombres y siendo más pequeños, cuanto más va. De suerte, que cada siglo merman un dedo y á este paso vendrán á parar en títeres y figurillas, que ya poco les falta á algunos. Sospecho que también los corazones se les van achicando y así se halla tanta falta de aquellos grandes sujetos, que conquistaban mundos, que fundaban ciudades, dándolas sus nombres, que era su real faciebat . Ya no hay Rómulos ni Alejandros ni Constantinos.

También se hallan algunas maravillas flamantes, respondió Argos; sino que, como se miran de cerca, no parecen.

Antes habían de verse más, que cuanto más de cerca se miran las cosas, mucho mayores parecen.

¡Oh! no, dijo Argos: que la vista de la estimación es muy diferente de la de los ojos en esto del aprecio.

Con todo eso, atención á aquellas sublimes agujas, que campean en la gran cabeza del orbe.

Aguarda, dijo Critilo: aquella tan señalada es la cabeza del mundo.

¿Cómo puede ser, si está entre pies de Europa, á pierna tendida de Italia, por medio del Mediterráneo y Nápoles su pie?

Ésa que te parece á ti andar entre pies de la tierra, es el cielo, la coronada cabeza del mundo y muy señora de todo él, Roma. la sacra y triunfante Roma, por su valor, sabiduría, grandeza, mando y religión, corte de personas, oficina de hombres, pues restituyéndolos á todo el mundo, todas las demás ciudades la son colonias de policía. Aquellos empinados obeliscos, que en p. 221 sus plazas majestuosamente se ostentan, son plausibles maravillas modernas. Y advertid una cosa, que con ser tan gigantes, aun no llegan con mucho á la superioridad de prendas de sus santísimos dueños.

Ahora ¿no me dirás una verdad? ¿Qué pretendieron estos sacros héroes con estas agujas tan excelsas? Que aquí algún misterio apuntan, digno de su piadosa grandeza.

¡Oh, sí!, respondió Argos. Lo que pretendieron fué coser la tierra con el cielo, empresa que pareció imposible á los mismos Césares y éstos la consiguieron.

¿Qué estás mirando tú con tan juicioso reparo?

Venecia. Miro, dijo Andrenio, que en cada provincia hay que notar. Aquel murciégalo de ciudades, anfibia corte, que ni bien está en el mar ni bien en tierra y siempre á dos vertientes.

¡Oh, qué política!, exclamó Argos, que tan de sus principios le viene, tan fundamentalmente comienza. Y deste su raro modo de estar celebraba el bravo duque de Osuna la razón de su estado. Aquélla es la nombrada canal, con que aun el mismo mar saben traer acanalado á su conveniencia.

¿No hay maravillas en España?, dijo Critilo, volviendo la mira á su centro. ¿Qué ciudad es aquella, que tan en punta parece que amenaza al cielo?

Será Toledo, que á fianzas de sus discreciones, aspira á taladrar las estrellas, si bien ahora no la tiene.

¿Qué edificio tan raro es aquel, que desde el Tajo sube escalando su alcázar, encaramando cristales?

Ése es el tan celebrado artificio de Juanelo, una de las maravillas modernas.

No sé yo por qué, replicó Andrenio, si, al uso de las cosas muy artificiosas, tuvo más de gasto que de provecho.

Cardenal
Tribulcio.
No discurría así, dijo Argos, cuando lo vió el eminente discreto cardenal Tribulcio, pues dijo que no había habido en el mundo artificio de más utilidad.

¿Cómo pudo decir eso quien tan al acaso discurría?

p. 222 Ahí veréis, dijo Argos. Enseñando á traer el agua á su molino desde sus principios, haciendo venir de un cauce en otro al palacio del católico monarca el mismo río de la Plata, las pesquerías de las perlas, el uno y otro mar, con la inmensa riqueza de ambas Indias.

¿Qué palacio será aquel, preguntó Critilo, que entre todos los de la Francia se corona de flores de oro?

Palacio del rey
de Francia.
Gran casa y gran cosa, respondió Argos. Ése es el trono real, ése la más brillante esfera, ése el primer palacio del rey cristianísimo, en su gran corte de París, y se llama el Lobero.

¿El Lobero? ¡Qué nombre tan poco cortesano! ¡Qué sonsonete tan de grosería! Por cualquier parte que le busquéis la denominación, suena poco y nada bien. Llamárase el jardín de los más fragantes lilios, el quinto cielo de tanto cristianísimo Marte, la popa de los soplos de la fortuna; pero ¡el Lobero! No es nombre decente á tanta majestad.

¡Eh!, que no lo entendéis, dijo Argos. Creedme que dice más de lo que suena y que encierra gran profundidad. Llámase el Lobero, y no voy con vuestra malicia, porque ahí se les ha armado siempre la trampa á los rebeldes lobos con piel de ovejas, digo aquellas horribles fieras hugonotas.

¡Oh, qué brillante alcázar aquel otro!, dijo Andrenio, corona de los demás edificios, fuente del lucimiento, comunicándoles á todos las luces de su permanente esplendor. ¿Si sería del augusto Ferdinando III, aquel gran César, que está hoy esparciendo por todo el orbe el resplandor de sus ejemplos? Rey de Polonia. También podría ser de aquel tan valerosamente religioso monarca, Juan Casimiro de Polonia, victorioso, primero de sí mismo y triunfante después de tanto monstruo rebelde. ¡Oh, qué claridad de alcázar y qué rayos está esparciendo á todas partes! Merece serlo del mismo sol.

Y lo es, respondió Argos. Digo, de aquella sola reina entre cuantas hay, la inmortal Virtelia. Mas por allí habéis de encaminaros para bien ir.

p. 223 Yo allá voy desde luego, dijo Critilo.

Y allí veréis, añadió Argos, que, aunque es tan majestuoso y brillante, aun no es digno epiciclo de tanta belleza.

Estando en esta divertida fruición de grandezas, vieron venir hacia sí cierta maravilla corriente. Era un criado pronto. Y lo que más les admiró fué que decía bien de su amo. Preguntó en llegando cuál era el Argos verdadero, cuando todos por industria lo parecían.

¿Qué me quieres?, respondió el mismo.

Á ti me envía un caballero, cuyo nombre, ya fama, es Salastano, cuya casa es un teatro de prodigios, Maravillas
de la fortuna.
cuyo discreto empleo es lograr todas las maravillas, no sólo de la naturaleza y arte, pero más las de la Fama, no olvidando las de la Fortuna. Y con tener hoy atesoradas todas las plausibles, así antiguas como modernas, nada le satisface, hasta tener alguno de tus muchos ojos, para la admiración y para la enseñanza.

Toma éste de mi mano, dijo Argos, y llévaselo depositado en este cofrecillo de cristal Mano ocular. y dirásle que lo emplee en tocar con ocular mano todas las cosas, antes de creerlas.

Partíase tan diligente, como gustoso, cuando dijo Andrenio:

Aguarda, que me ha salteado una curiosa pasión de ver esa casa de Salastano y lograr tanto prodigio.

Y á mí, de procurar su amistad, añadió Critilo, ventajosa felicidad de la vida.

Id, confirmó Argos, y en tan buen hora, que no os pesará en toda la vida.

Fué el viaje peregrino, oyéndole referir cosas bien raras.

Sólo las que yo le he diligenciado, decía, pudieran admirar al mismo Plinio, á Gesnero y Aldobrando. Y dejando los materiales portentos de la naturaleza, allí veréis en fieles retratos todas las personas insignes de los siglos, así hombres como mujeres, que de verdad las hay; los sabios y los valerosos, los césares y las emperatrices, no ya en oro, que ésa es curiosidad ordinaria, sino en piedras preciosas y en camafeos.

p. 224 Ésa, dijo Critilo, con vuestra licencia, la tengo por una diligencia inútil. Porque yo más querría ver retratados sus relevantes espíritus, que el material gesto, que comúnmente en los grandes hombres carece de belleza.

Uno y otro lograréis en caracteres de sus hazañas, en libros de su doctrina y en sus retratos también. Que suele decir mi amo que, después de la noticia de los ánimos, es parte del gusto ver el gesto, que de ordinario suele corresponder con los hechos. Y si por ver un hombre eminente, un duque de Alba, los entendidos, un Lope de Vega los vulgares, caminaban muchas leguas, apreciando las eminencias, aquí se caminan siglos.

Primor fué siempre de acertada política, ponderó Critilo, eternizar los varones insignes en estatuas, en sellos y en medallas, ya para ideas á los venideros, ya para premio á los pasados: véase que fueron hombres y que no son imposibles sus ejemplos.

Al fin, dijo el criado, háselos entregado la antigüedad á mi amo. Que ya que no los pudo eternizar en sí mismos, se consuela de conservarlos en imágenes. Cadenillas
de Hércules.
Pero las que muchos celebran y las miran y aun llegan á tocarlas con las manos son las mismas cadenillas de Hércules, que, procediéndole á él de la lengua, aprisionaban á los demás de los oídos. Y quieren decir las hubo de Antonio Pérez.

Ésa es una gran curiosidad, ponderó Andrenio, garabato para llevarse el mundo tras sí.

¡Oh, gran gracia la de las gentes!

¿Y de qué son?, preguntó Critilo. Porque de hierro cierto es que no serán.

En el sonido parecen de plata y en la estimación de perlas de una muy cortesana elocuencia.

Á este modo les fué refiriendo raras curiosidades, cuando descubrieron desde un puesto bien elevado, en el centro de un gran llano, una ciudad siempre victoriosa.

Huesca
victoriosa.
Aquel ostentoso edificio con rumbos de palacio, dijo, es la p. 225 noble casa de Salastano y éstos, que ya gozamos, sus jardines.

Fuélos introduciendo por un tan delicioso cuan dilatado parque, que coronaban frondosas plantas de Alcides, prometiéndole en sus hojas, por símbolos de los días, eternidades de fama. Comenzaron á registrar fragantes maravillas. Toparon luego con el mismo laberinto de azares, cárcel del secreto, amenazando riesgos al que le halla y evidencias al que le descubre.

Culto jardín. Más adelante se veía un estanque, gran espejo del cielo, surcado de canoros cisnes y aislado en medio dél un florido peñón, ya culto Pindo.

Paseábase la vista por aquellas calles entapizadas de rosas y mosquetas, alfombradas de amaranto, la yerba de los héroes, cuya propiedad es inmortalizarlos. Admiraron el lotos, planta también ilustre, que de raíces amargas de la virtud rinde los sabrosos frutos del honor.

Gozaron flores á toda variedad y todas raras, unas para la vista, otras para el olfato y otras hermosamente fragantes, acordando misteriosas transformaciones.

No registraban cosa, que no fuese rara. Hasta las sabandijas, tan comunes en otras huertas, aquí eran extraordinarias, porque estaban los camaleones en alcándaras de laureles, dándose hartazgos de vanidad. Volaban sin parar las efímeras, traídas del Bósforo, con sus cuatro alas, solicitando la comodidad para siglos, no habiendo de vivir sino un día, Símbolo
de la codicia.
viva imagen de la necia codicia. Aquí se oían cantar y las más veces gemir las pintadas avecillas del paraíso, con picos de marfil; pero sin pies, porque no le han de hacer en cosa terrena. Sintieron un ruido, como de campanilla y al mismo instante huyó el criado, voceándoles su riesgo al ver el venenoso ceraste, que él mismo cecea, para que todo entendido huya de su lascivo aliento.

Entraron con esto dentro de la casa, donde parecía haber desembarcado la de Noé, teatro de prodigios tan á sazón, que estaba actualmente el discreto Salastano haciendo ostentación de maravillas á la curiosidad de ciertos caballeros, de los mu p. 226 chos que frecuentan sus camarines. Hallábase allí don Juan de Balboa, teniente de maese de campo general, y don Alonso de Mercado, capitán de corazas españolas, ambos muy bienhablados, tan alumnos de Minerva como de Belona, con otros de su discreción bizarra. Suspiros
de Heráclito.
Tenía uno en la mano, celebrando con lindo gusto, una redomilla llena de las lágrimas y suspiros de aquel filósofo llorón, que más abría los ojos para llorar, que para ver, cuando de todo se lamentaba.

¿Qué hiciera éste, si hubiera alcanzado estos nuestros tiempos?, ponderaba don Francisco de Araujo, capitán también de corazas, basta decir portugués para galante y entendido. Si él hubiera visto lo que nosotros pasado, tal fatalidad de sucesos y tal conjuración de monstruosidades, sin duda que hubiera llenado cien redomas ó se hubiera podrido de todo punto.

Carcajadas
de Demócrito.
Yo, dijo Balboa, más estimara un otro frasquillo de las carcajadas de aquel otro socarrón, su antípoda, que de todo se reía.

Ése, señor mío, de la risa, respondió Salastano, yo la gasto y el otro le guardo.

¡Oh, cómo llegamos á buen punto!, dijo el criado, presentándoles el nuevo ocular portento, para que se desengañe Critilo, que no acaba de creer haya en el mundo muchas de las cosas raras, que ha de ver esta tarde. Suplícote, señor, me desempeñes á excesos.

¿Pues en qué dudáis?, dijo Salastano, después de haber hecho la salva á su venida. ¿Qué os puede ya parecer imposible, viendo lo que pasa? ¿Qué queda ya que dudar en los ensanches de la fortuna, que ya los prodigios de la naturaleza y arte no suponen?

Yo os confieso, dijo Critilo, que he tenido siempre por un ingenioso embeleco el basilisco y no soy tan solo, que sea necio. Porque aquello de matar en viendo parece una exageración repugnante, en que el hecho está desmintiendo el testigo de vista.

p. 227 ¿En eso ponéis duda?, replicó Salastano. Pues advertid que ese no lo tengo por prodigio; sino por un mal cotidiano. Pluguiera al cielo no fuera tanta verdad.

Domésticos
basiliscos.
Y si no, decidme; ¿un médico, en viendo un enfermo, no le mata? ¿Qué veneno como el de su tinta en un récipe? ¿Qué basilisco más criminal y pagado, que un Hermócrates, que aun soñando mató á Andrágoras? Dígoos que dejan atrás á los mismos basiliscos, pues aquéllos, poniéndoles un cristal delante, ellos se matan á sí mismo; y éstos, poniéndoles un vidrio, que trajeron de un enfermo, con sólo mirarle le echan en la sepultura, estando cien leguas distante.

Déjenme ver el proceso, dice el abogado: quiero ver el testamento, veamos papeles.

Y tal es el ver, que acaba con la hacienda y con la sustancia del desdichado litigante, que en sólo haber ido á él ya fué malaconsejado. ¿Pues qué? un príncipe, con decir: yo lo veré ¿no deja consumido á un pretendiente? ¿No es basilisco mortal una belleza? Si la miráis, mal; y, si ella os mira, peor. ¿Con cuántos ha acabado aquel vulgar veremos , el pesado veámonos , el prolijo verse ha y el necio ya lo tengo visto ? ¿Y todo, malmirado , no mata? Creedme, señores, que está el mundo lleno de basiliscos del ver y aun del no ver, por no ver y no mirar. Así estuvieran todos como éste.

Y mostróles uno embalsamado.

Basiliscos ciegos. Yo también, prosiguió Andrenio, siempre he tenido por un encarecimiento ingenioso el unicornio, aquello de que, en bañando él su punta, al punto purifica las emponzoñadas aguas: está bien inventado, mas no experimentado.

Más dificultoso es eso, respondió Salastano. Porque hacer bien más raro es en el mundo que hacer mal, más usado el matar que el dar vida; con todo veneramos algunos de esos prodigios salutíferos, que con la eficacia de su buen celo han ahuyentado los pestilenciales venenos y purificado las aguas populosas.

Católicos
unicornios.
Y si no decidme: aquel nuestro inmortal héroe, el rey cató p. 228 lico don Fernando, ¿no purificó á España de moros y de judíos, siendo hoy el reino más católico, que reconoce la Iglesia? El rey don Felipe el Dichoso, por ser bueno, ¿no purgó otra vez á España del veneno de los moriscos en nuestros días?

¿No fueron éstos salutíferos unicornios? Bien es verdad que en otras provincias no se hallan así frecuentes ni tan eficaces como en ésta. Que si eso fuera, no hubiera ya ateismos donde yo sé ni herejías donde yo callo, cismas, gentilismos, perfidias, sodomías y otros mil géneros de monstruosidades.

¡Oh, señor Salastano, replicó Critilo, que ya hemos visto algunos déstos en otras partes, que han procurado con cristianísimo valor debelar las oficinas del veneno, rebelde á Dios y al rey, donde se habían hecho fuertes estas ponzoñosas sabandijas!

Yo lo confieso, dijo Salastano; pero temo no fuese más por razón de estado, digo, no tanto por ser rebeldes al cielo, cuanto á la tierra. Y si no, decidme ¿á qué otros reinos estraños los desterraron? ¿Qué Áfricas poblaron de herejes, como Filipo de moriscos? ¿Qué tributos á millones perdieron, como Fernando? ¿Qué Ginebras han arrasado? ¿Qué Moravias despoblado, como hoy día el piadoso Ferdinando?

No os canséis, que esa pureza de fe, ponderó Balboa, sin consentir mezcla, sin sufrir un átomo de veneno infiel, creedme que es felicidad de los estados de la casa de España y de Austria, debida á sus coronados unicornios.

Á cuyo real ejemplo, prosiguió Salastano, vemos sus cristianos generales y virreyes limpiar las provincias, que gobiernan, y los ejércitos que conducen, del veneno de los vicios. Don Álvaro
de Sande.
Don Gonzalo
de Córdoba.
Conde
de Oropesa.
Don Álvaro de Sande, tan religioso como valiente ¿no desterró los juramentos de la católica milicia, condenándolos á infamia? Don Gonzalo de Córdoba ¿no purificó los ejércitos de insultos y de torpezas? El duque de Alburquerque en Cataluña y el conde de Oropesa en Valencia ¿no libraron aquellos dos reinos, siendo justicieros presidentes, del veneno sanguinario y bandolero? p. 229 Conde
de Lemos.
¿Qué tósigos de vicios no ha ahuyentado deste nuestro reino de Aragón con su ejemplo y con su celo el inmortal conde de Lemos?

Llegaos á este camarín, que os quiero franquear los muchos preservativos y contravenenos, que yo guardo. En este rico vaso de unicornio han brindado la pureza de la fe los católicos reyes de España. Estas arracadas, también de unicornio, traía la señora reina doña Isabel, para guardar el oído de la ponzoña de las informaciones malévolas. Con este anillo confortaba su invicto corazón el emperador Carlos V. Reinas
de España.
En esta caja, confeccionada de aromas, llegaos y percibid su fragancia, han conservado siempre el buen nombre de su honestidad y recato las señoras reinas de España.

Fuéles mostrando otras muchas piezas muy preciosas, haciendo la prueba y confesando todos su virtud eficaz.

¿Qué dos puñales son aquellos, que están en el suelo, preguntó Araujo, que, aunque van por tierra, no carecen de misterios?

Ésos fueron, respondió Salastano, los puñales de ambos brutos, dándoles del pie, sin quererlos tocar con su leal mano. Éste, dijo, fué de Junio y este otro de Marco.

Con razón los tenéis en tan despreciable lugar, que no merecen otro las traiciones y más contra su rey y señor; aunque sea el monstruo Tarquinado.

Decís bien, respondió Salastano; pero no es esa la razón principal por que los he arrojado en el suelo.

¿Pues cuál será?

Porque ya no admiran. En otro tiempo, por singulares, se podían guardar. Mas ya no suponen, no espantan ya; antes son niñería, después que un cuchillo infame en la mano de un verdugo, mandado de la malajustada justicia, llegó á la real garganta. Pero no me atrevo yo á referir lo que ellos á ejecutar. Erízanse los cabellos á cuantos lo oyeron, oyen y oirán, único, no ejemplar, sino monstruo. Sólo digo que ya los Brutos se han quedado muy atrás.

p. 230 Monstruosidad
de la herejía.
Algunas cosas tenéis aquí, señor Salastano, que no merecen estar entre las demás, dijo Critilo. Mucha desigualdad hay. Porque ¿de qué sirve aquel retorcido caracol, que allí tenéis? Una alhaja tan vil, que anda ya en bocas de villanos, para recoger bestias. ¡Eh!, sacadle de allí, que no vale un caracol.

Aquí, suspirando Salastano, dijo: ¡Oh, tiempos! ¡oh, costumbres! Este mismo, ahora tan profanado, en aquel dorado siglo resonaba por todo el orbe en la boca de Tritón, pregonando las hazañas, llamando á ser personas y convocando los hombres á ser héroes.

Mas si eso os parece civil reparo, quiero mostraros el prodigio, que yo más estimo. Hoy habéis de ver los bizarrísimos airones, los encrespados penachos del mismo fénix.

Aquí, sonriéndose todos: ¿Qué otro ingenioso imposible es ese?, dijeron.

Pero Salastano: Ya sé que muchos lo niegan y los más lo dudan y que no lo habéis de creer; mas yo quedaré satisfecho con mi verdad. Yo también á los principios dudé y más que en nuestro siglo lo hubiese. Con esta curiosidad no perdoné ni á diligencia ni á dinero. Y como éste da alcance á cuanto hay y aun á los mismos imposibles, haciendo reales los entes de razón, hallé que verdaderamente las hay y las ha habido. Bien que raras y una sola en cada siglo.

Y si no, decidme: ¿cuántos Alejandros Magnos ha habido en el mundo? ¿Cuántos Julios en tantos Agostos? ¿Qué Teodosios? ¿Qué Trajanos? En cada familia, si bien lo censuráis, no hallaréis sino un fénix. Y si no, pregunto: ¿Cuántos don Hernandos de Toledo ha habido, duques de Alba? ¿Cuántos Anas de Memoransi? ¿Cuántos Álvaros Bazanes, marqueses de Santa Cruz? Un solo marqués del Valle admiramos; un Gran Capitán, duque de Sesa, aplaudimos; un Basco de Gama y un Alburquerque celebramos. Fénix
de la fama.
Hasta de un nombre no oiréis dos famosos. Sólo un don Manuel, rey de Portugal; un solo Carlos V y un Francisco I de Francia.

p. 231 En cada linaje no suele haber sino un hombre docto, un valiente y un rico y éste yo lo creo, porque las riquezas no envejecen. En cada siglo no se ha conocido sino un orador perfecto, confiesa el mismo Tulio. Y un filósofo, un gran poeta, un solo fénix ha habido en muchas provincias, como un Carlos en Borgoña, Castrioto en Chipre, Cosme en Florencia y don Alfonso el Magnánimo en Nápoles. Y aunque este nuestro siglo ha sido tan pobre de eminencias en la realidad, con todo eso, quiero ostentar las plumas de algunos inmortales fénix. Ésta es.

Y sacó una, bellísimamente coronada, la pluma de la fama de la reina nuestra señora doña Isabel de Borbón, que siempre lo han sido las Isabeles en España, con excepción de la singularidad. Con esta otra voló á la esfera de la inmortalidad la más preciosa y más fecunda Margarita. Marqués Espínola.
Don Felipe
de Silva.
Con éstas coronaban sus celadas el marqués Espínola, Galaso, Picolomini, don Felipe de Silva y hoy el de Mortara. Con estas otras escribieron Baronio, Belarmino, Barbosa, Lugo y Diana y con ésta el marqués Virgilio Malveci.

Confesaron todos la enterísima verdad y convirtieron sus incredulidades en aplausos.

Todo eso está bien, replicó Critilo; sola una cosa yo no puedo acabar de creer, aunque muchos la afirman.

¿Y qué es?, preguntó Salastano. No hay que tratar, que yo la he de conceder.

¡Eh! que no es posible, no os canséis, que no lleva camino.

¿Es acaso aquel pescadillo tan vil y tan sin jugo, sin sabor y sin ser, que en fe de su flaqueza ha detenido tantas veces los navíos de alto bordo, las mismas capitanas reales, que iban viento en popa al puerto de su fama? Porque ése aquí le tengo yo acecinado.

No es, sino aquel prodigio de la mentira, aquel superlativo embeleco, aquel mayor imposible: el pelícano. Yo confieso que hay basilisco, yo creo el unicornio, yo celebro el fénix, yo paso por todo; pero el pelícano no le puedo tragar.

p. 232 ¿Pues en qué reparáis? ¿Por ventura en el picarse el pecho, alimentando con sus entrañas los polluelos?

No por cierto: ya yo veo que es padre y que el amor obra tales excesos.

¿Dudáis acaso en que ahogados de la envidia los resucite?

Menos: que, si la sangre hierve, obra milagros.

¿Pues en qué reparáis?

Yo os lo diré. En que haya en el mundo quien no sea entremetido, que se halle uno, que no guste de hablar, que no mienta, no murmure, no enrede, que viva sin embeleco: eso yo no lo he de creer.

Pues advertid que ese pájaro solitario en nuestros días lo vimos en el Retiro entre otras aladas maravillas.

Si eso es así, dijo Critilo, él dejó de ser ermitaño y se puso á entremetido.

¿Qué arma tan extraordinaria es aquélla?, preguntó como tan soldado don Alonso.

Estorea, respondió Salastano, y fué de la reina de las amazonas, trofeos de Hércules con el balteo, que pudo entrar en docena.

¿Y es preciso, replicó Mercado, creer que hubo amazonas?

No sólo que las hubo; sino que las hay de hecho y en hechos.

Serenísima
reina de Francia.
¿No lo es hoy la serenísima señora doña Ana de Austria, florida reina de Francia? Así como lo fueron siempre todas las señoras infantas de España, que coronaron de felicidades y de sucesión aquel reino. ¿Qué es, sino una valerosa amazona la esclarecida reina polona, Belona, digo cristiana, siempre al lado de su valeroso Marte en las campañas? Duquesa
de Cardona.
Y la excelentísima duquesa de Cardona ¿no se portó muy como tal, encarcelada, donde había sido virreina? Pero venerando y no olvidando tantos plausibles prodigios, quiero que veáis otro género dellos, tenidos por increíbles.

Y al mismo punto les fué mostrando con el dedo un hombre p. 233 de bien en estos tiempos, un oidor sin manos; pero con palmas. Y lo que más es, su mujer. Un grande de España desempeñado, un príncipe en esta era dichoso, una reina fea, un príncipe oyendo verdades, un letrado pobre, un poeta rico, una persona real, que murió sin que se dijese que de veneno, un español humilde, un francés grave y quieto, un alemán aguado. Y juró Balboa era el varón de Sabac. Un privado no murmurado, un príncipe cristiano en paz, un docto premiado, una viuda de Zaragoza flaca, un necio descontento, un casamiento sin mentiras, un indiano liberal, una mujer sin enredo, uno de Calatayud en el limbo, un portugués necio, un real de á ocho en Castilla, Francia pacífica, el septentrión sin herejes, el mar constante, la tierra igual y el mundo mundo.

En medio desta folla de maravillas entró un otro criado, que en aquel punto llegaba de muy lejos, y recibióle Salastano con extraordinarias demostraciones de gusto.

El mayor
prodigio.
Seas tan bienllegado como esperado. ¿Hallaste, díme, aquel portento tan dudado?

Señor, sí.

¿Y tú le viste?

Y le hablé.

¡Que tal preciosidad se halla en la tierra! ¡Que es verdad! Ahora digo, señores, que es nada cuanto habéis visto. Ciegue el basilisco, retírese el fénix, enmudezca el pelícano.

Estaban tan atónitos, cuan atentos los discretos huéspedes, oyendo tales exageraciones, muy deseosos de saber cuál fuese el objeto de tan grande aplauso.

Dínos presto lo que viste, instó Salastano. No nos atormentes con suspensiones.

Oid, señores, comenzó el criado, la más portentosa maravilla de cuantas habéis visto ni oído.

Pero lo que él les refirió diremos fielmente, después de haber contado lo que le pasó á la Fortuna con los Bragados y Comados.


p. 234

CRISI III

La cárcel de oro y calabozos de plata.

Cuentan, y yo lo creo, que una vez entre otras tumultuaron los franceses y con la ligereza, que suelen, se presentaron delante de la Fortuna, tragando saliva y vomitando saña.

¿Qué murmuráis de mí?, dijo ella misma. ¿Que me he vuelto española? Sed vosotros cuerdos, que nunca para mi rueda. Por eso lo es. Ni á vosotros os para cosa en las manos; todo se os rueda dellas. Será, sin duda, algún antojo y, por lo envidioso, de larga vista, de la felicidad de España.

¡Oh, madrastra nuestra, respondieron ellos, y madre de los españoles! ¡Cómo te sangras en salud! Loores
de Francia.
¿Es posible que, siendo la Francia la flor de los reinos, por haber florecido siempre en todo lo bueno, desde el primer siglo hasta hoy, coronada de reyes santos, sabios y valerosos, silla un tiempo de los romanos pontífices, trono de la tetrarquía, teatro de las verdaderas hazañas, escuela de la sabiduría, engaste de la nobleza y centro de toda virtud, méritos todos dignos de los primeros favores y de inmortales premios, es posible que, dejándonos á nosotros con las flores, les des á los españoles los frutos? ¿Qué mucho hagamos extremos de sentimiento contigo, si tú con ellos haces excesos de favor?

Dísteles las unas y las otras Indias, cuando á nosotros una Florida en el nombre, que en la realidad es muy seca. Y como, cuando tú comienzas á perseguir á unos y favorecer á otros, no paras hasta que apuras, has llegado á verificar con ellos los que antes se tenían por entes de quimera, haciendo prácticos los mismos imposibles, como son ríos de plata, montes de oro, golfos de perlas, bosques de aromas, islas de ámbares. Y, sobre p. 235 todo, los has hecho señores de aquella verdadera cucaña, donde los ríos son de miel, los peñascos de azúcar, los terrones de bizcocho. Y con tantos y tan sabrosos dulces dicen que es el Brasil un paraíso confitado. Todo para ellos y nada para nosotros. ¿Cómo se puede tolerar?

¿No digo yo, exclamó la Fortuna, que vosotros sois unos ingratos sobre necios? ¿Cómo, que no os he dado las Indias? ¿Eso podéis negar con verdad? Indias os he dado y bien baratas y aun de mogollón, como dicen, pues sin costaros nada.

Indias
de Francia.
Y si no, decidme: ¿Qué Indias para Francia, como la misma España? Venid acá: lo que los españoles ejecutan con los indios ¿no lo desquitáis vosotros con los españoles? Si ellos los engañan con espejillos, cascabeles y alfileres, sacándoles con cuentas los tesoros sin cuento, vosotros con lo mismo, con peines, con estuchitos y con trompas de París ¿no les volvéis á chupar á los españoles toda la plata y todo el oro y esto sin gastos de flotas, sin disparar una bala, sin derramar una gota de sangre, sin labrar minas, sin penetrar abismos, sin despoblar vuestros reinos, sin atravesar mares?

Andá y acabá de conocer esta certísima verdad y estimadme este favor. Creedme que los españoles son vuestros indios y tan desinteresados, que con sus flotas os traen á vuestras casas la plata ya acendrada y ya acuñada, quedándose ellos con el vellón y bien trasquilados.

No pudieron negar esta verdad tan clara; con todo eso no parecían quedar satisfechos, antes andaban murmurando allá entre dientes.

¿Qué es eso?, dijo la Fortuna. Hablad claro, acabad, decía.

Quisiéramos, madama, que ese favor fuera cumplido y que, así como nos has dado el provecho, nos dieses también la honra, para que no trajésemos á casa la plata, sirviendo á los españoles con la vileza que sabemos y la esclavitud que callamos.

El bien
repartido.
¡Oh, qué lindo!, alzó la voz la Fortuna. ¡Bueno por mi vida! Monsieures, honra y doblones no caben en un saco. ¿No p. 236 sabéis que allá, cuando se repartieron los bienes á los españoles, les cupo la honra, á los franceses el provecho, á los ingleses el gusto y á los italianos el mando?

Cuán incurable sea esta hidropesía del oro intenta ponderar esta Crisi, después de haberse desempeñado de aquel plausible portento, que el criado de Salastano con gran gusto de todos refirió desta suerte:

Partí, señor, en virtud de tu precepto, en busca de aquel raro prodigio, el amigo verdadero. Fuí preguntando por él á unos y á otros y todos me respondían con más risa, que palabras. Á unos se les hacía nuevo, á otros inaudito y á todos imposible.

Amigo fiel y verdadero ¿cómo ha de ser y en este tiempo y en este país?

Más lo estrañaban que el fénix.

Amigos de la mesa, del coche, de la comedia, de la merienda, de la huelga, del paseo, el día de la boda, en la privanza y en la prosperidad, me respondió Timón, el de Luciano, de ésos bien hallaréis hartos. Y más, cuando más hartos. Que á la hora del comer son sabañones y á la del ayudar son callos.

Amigo, uno;
enemigo,
ninguno.
Amigos, mientras me duró el valimiento, bien tenía yo, dijo un caído: no tenían número por muchos ni ahora por ninguno.

Pasé adelante y díjome un discreto:

¿Cómo es eso? ¿De modo, que buscáis un otro yo? Ese misterio sólo en el cielo se halla.

Yo he visto cerca de cien vendimias, me respondió uno, y diría verdad, porque parecía del buen tiempo, y, aunque toda la vida he buscado un amigo verdadero, no he podido hallar sino medio y ése á prueba.

Allá en tiempo, que rabiaban los reyes, digo, cuando se enojaban, oí contar, dijo una vieja, de un cierto Pilades y Orestes, una cosa como ésa; pero á fe, hijo, que yo siempre lo he tenido más por conseja, que por consejo.

No os canséis en eso, me juró y votó un soldado español. Porque yo he rodeado y aun rodado todo el mundo y siem p. 237 pre por tierra de mi rey y, aunque he visto cosas bien raras, como los gigantes en la tierra del fuego, los pigmeos en el aire, las amazonas en el agua de su río, los que no tienen cabeza, que son muchos, y los de sólo un ojo y ése en el estómago, los de un solo pie á lo grullo, sirviéndoles de tejado, los sátiros y los faunos, batuecos y chichimecos, sabandijas todas, que caben en la gran monarquía española, yo no he topado ese gran prodigio, que ahora oigo. Sólo dejé de ver la isla Atlántida por incógnita. Podría ser que allí estuviese, como otras cien mil cosas buenas, que no se hallan.

Naciones
de España.
Que no está tan lejos como eso, le dije; antes me aseguran le he de hallar dentro de España.

Eso no creeré yo, replicó un crítico. Porque primeramente él no estará donde clavan el clavo por la cabeza, nunca cediendo al ajeno dictamen, aun del más acertado amigo. Menos donde de cuatro partes las cinco son palabras y amistad es obras y obras son amores. Pues donde no se dejan falar, sino por servirles farautes, tampoco: que aun de sí mismos no se dignan aquellos señores fidalgos. En tierra corta, donde todo es poca cosa, yo lo dudo. Y hablemos quedo, no nos oigan, que harán punto desto mismo. Pues donde todo se va en flor sin fruto, es cosa de risa y allí todos los hidalgos, aunque muchos, corren á lo de Guadalajara.

¿Y en Cataluña? señor mío, repliqué yo.

Ahí aún podría ser: que los catalanes saben ser amigos de sus amigos.

También son malos para enemigos.

Bien se ve: piénsanlo mucho antes de comenzar una amistad; pero, una vez confirmada, hasta las aras.

¿Cómo puede ser eso, instó un forastero, si allí se hereda la enemistad y llega más allá del caducar la venganza, siendo fruta de la tierra la bandolina?

Y aun por eso, respondió: que quien no tiene enemigos tampoco suele tener amigos.

p. 238 Con estas noticias me fuí empeñando la Cataluña adentro. Corríla toda, que bien poco me faltaba, cuando me sentí atraer el corazón de los imanes de una agradable estancia, antigua casa; pero no caduca. Fuíme entrando por ella, como Pedro por la suya, y notando á toda observación cuanto veía: que de las alhajas de una casa se colige el genio de su dueño. No encontré en toda ella ni con niños ni con mujeres. Hombres sí y mucho, aunque no muchos, que á prueba me introdujeron allá. Criados pocos: que de los enemigos, los menos. Estaban cubiertas las paredes de retratos, en memoria de los ausentes, alternados con unos grandes espejos. Y ninguno de cristal, por escusar toda quiebra; de acero si y de plata, tan tersos y tan claros, como fieles. Todas las ventanas con sus cortinillas, no tanto defensivo contra el calor, cuanto contra las moscas, que aquí no se toleran ni enfadosos ni entremetidos. Penetramos al corazón de la casa, al último retrete, donde estaba un prodigio triplicado, un hombre compuesto de tres. Digo tres que hacían uno. Porque tenía tres cabezas, seis brazos y seis pies. Luego que me brujuleó, me dijo:

¿Búscasme á mí ó á ti mismo? ¿Vienes al uso de todos, que es buscarse á sí mismos, cuando más parece que buscan un amigo? Y si no se advierte antes, se experimenta después, que no los trae otro, que su provecho ó su honra ó su deleite.

¿Quién eres tú, le dije, para saber si te busco, aunque por lo raro ya podría?

Yo soy, me respondió, el de tres uno: aquel otro yo, idea de la amistad, norma de cómo han de ser los amigos. Gerión moral. Yo soy el tan nombrado Gerión. Tres somos y un solo corazón tenemos. Que el que tiene amigos buenos y verdaderos, tantos entendimientos logra. Sabe por muchos, obra por todos, conoce y discurre con los entendimientos de todos. Ve por tantos ojos, oye por tantos oídos, obra por tantas manos y diligencia con tantos pies. Tantos pasos da en su conveniencia, como dan todos los otros. Mas entre todos, sólo un querer tenemos: que la p. 239 amistad es un alma en muchos cuerpos. El que no tiene amigos no tiene pies ni manos. Manco vive, á ciegas camina. Y ¡ay del solo! Que, si cayere, no tendrá quien le ayude á levantar.

Luego que le oí, exclamé: ¡Oh, gran prodigio de la amistad verdadera, aquella gran felicidad de la vida, empleo digno de la edad varonil, ventaja única del ya hombre! Á ti te busco, criado soy de quien te estima, cuan bien te conoce y hoy solicita tu correspondencia, porque dice que sin amigos del genio y del ingenio no vive un entendido ni se logran las felicidades. Que hasta el saber es nada, si los demás no saben que tú sabes.

Ahora digo, me respondió el Gerión, que es bueno para amigo Salastano. Buen gusto tiene en tenerlos, que lo demás es envidiarse los bienes con necia infelicidad.

Duque
de Nochera.
¡Oh qué bien decía aquel grande amigo de sus amigos y que también lo sabía ser, el duque de Nochera!:

No me habéis de preguntar qué quiero comer hoy; sino con quién: que del convivir se llamó convite.

Desta suerte fué celebrando las excelencias de la amistad y á lo último:

Quiero, dijo, que registres mis tesoros, que para los amigos siempre están patentes y aun ellos son los mayores.

Mostróme lo primero la granada de Darío, ponderando que los tesoros del sabio no son los rubíes ni los zafiros; sino los Zopiros.

Mira bien esta sortija, que el amigo ha de venir como anillo en dedo: ni tan apretado, que lastime, ni tan holgado, que no ajuste con riesgo de perderse. Atiende mucho á este diamante, no falso, sí al tope, cuando conviene, y aun haciendo punta, otras veces cuadrado y en almohada del consejo, con muchos fondos y quilates de fineza tan firme, que ni en el yunque quiebra, expuesto á los golpes de la fortuna, ni con las llamas de la cólera salta ni con el ungüento de la lisonja ni del soborno se ablanda; sólo el veneno de la sospecha le puede hacer mella.

Veneno
de la amistad.
Fué haciendo erudito alarde de preciosísimos símbolos de la p. 240 amistad. Á lo último sacó un pomito de olor, que despedía una fragancia muy confortante y, cuando yo creí ser alguna quinta esencia de ámbar, realzado del almizcle, me dijo:

No es sino de un rancio néctar de un vino, aunque viejo, más jubilante, que jubilado. Bueno para amigo, que conforte el corazón, que le alivie y que le alegre y juntamente sane las morales llagas.

Entregóme, al despedirme, esta lámina preciosa, con este su retrato, dedicado á la amigable fineza.

Miráronle todos con admiración y aun repararon en que aquellos rostros eran sus verdaderos retratos, ocasión de quedar declarada y confirmada la amistad entre todos, muy á la enseñanza del Gerión. ¡Feliz empleo de la varonil edad! Despidiéronse ya, sin partirse, los soldados para sus alojamientos, que en esta vida no hay cosa propia; nuestros dos peregrinos del mundo, no pudiendo hacer alto en el viaje del vivir, salieron á proseguirle por la Francia.

Vencieron las asperezas del hipócrita Pirineo, desmentidor de su nombre á tanta nieve, donde muy temprano el invierno tiende sus blancas sábanas y se acuesta. Admiraron con observación aquellas gigantes murallas, con que la atenta naturaleza afectó dividir estas dos primeras provincias de la Europa, á España de la Francia, fortificando la una contra la otra, con murallas de rigores, dejándolas tan distantes en lo político, cuando tan confinantes en lo material. Y ahora conocieron con cuánto fundamento de verdad aquel otro cosmógrafo había delineado en un mapa estas dos provincias, en los dos extremos del orbe. Caso bien reído de todos: de unos, por no entendido, y de otros, por aplaudido.

Franceses,
antípodas
de España.
Al mismo punto que metieron el pie en Francia, conocieron sensiblemente la diferencia en todo, en el temple, clima, aire, cielo y tierra; pero mucho más la total oposición de sus moradores, en genios, ingenios, costumbres, inclinaciones naturales, lengua y trajes.

p. 241 ¿Qué te ha parecido de España?, dijo Andrenio.

Murmuremos un rato della, aquí donde no nos oyen.

Censura
de España.
Y aunque nos oyeran, ponderó Critilo, son tan galantes los españoles, que no hicieran crimen de nuestra civilidad. No son tan sospechosos como los franceses; más generosos corazones tienen.

Pues díme, ¿qué concepto has hecho de España?

No malo.

¿Luego bueno?

Tampoco.

¿Según eso, ni bueno ni malo?

No digo eso.

¿Pues qué?

Agridulce.

¿No te parece muy seca y que de ahí les viene á los españoles aquella su sequedad de condición y melancólica gravedad?

Sí; pero también es sazonada en sus frutos y todas sus cosas son muy sustanciales. De tres cosas dicen se han de guardar mucho en ella y más los estranjeros.

¿De tres solas? ¿Y qué son?

De sus vinos, que dementan; de sus soles, que abrasan; y de sus femeniles lunas, que enloquecen.

¿No te parece, que es muy montuosa y aun por eso poco fértil?

Así es; pero muy sana y templada. Que, si fuera llana, los veranos fuera inhabitable.

Está muy despoblada.

También vale una della por ciento de otras naciones.

Es poco amena.

No la faltan vegas muy deliciosas.

Está aislada entre ambos mares.

También está defendida y coronada de capaces puertos y muy regalada de pescados.

p. 242 Parece que está muy apartada del comercio de las demás provincias y al cabo del mundo.

Aún había de estarlo más, pues todos la buscan y la chupan lo mejor que tiene: sus generosos vinos Inglaterra, sus finas lanas Holanda, su vidrio Venecia, su azafrán Alemania, sus sedas Nápoles, sus azúcares Génova, sus caballos Francia y sus patacones todo el mundo.

Díme, y de sus naturales, ¿qué juicio has hecho?

Ahí hay más que decir: que tienen tales virtudes, como si no tuviesen vicios, y tienen tales vicios, como si no tuviesen tan relevantes virtudes.

No me puedes negar que son los españoles muy bizarros.

Sí; pero de ahí les nace el ser altivos. Son muy juiciosos; no tan ingeniosos. Son valientes; pero tardos. Son leones; mas con cuartana. Muy generosos y aun perdidos. Parcos en el comer y sobrios en el beber; pero superfluos en el vestir. Abrazan todos los estranjeros; pero no estiman los propios. No son muy crecidos de cuerpo; pero de grande ánimo. Son poco apasionados por su patria y trasplantados son mejores. Son muy llegados á la razón; pero arrimados á su dictamen. No son muy devotos; pero tenaces de su religión y absolutamente es la primer nación de Europa odiada por tan envidiada.

Más dijeran, si no les interrumpiera su vulgar murmuración un otro pasajero, que con serlo y tan de priesa, tomaba muy de veras el vivir. Veníase encaminando hacia ellos y Critilo dijo:

Éste es el primer francés que topamos. Notemos bien su genio, su hablar y su proceder, para saber cómo nos habemos de portar con los otros.

¿Pues qué, visto uno, estarán vistos todos?

Sí, que hay genio común en las naciones y más en ésta. Y la primera treta del trato es no vivir en Roma á lo húngaro, como algunos, que en todas partes viven al revés.

La primera pregunta que el francés les hizo, aun antes de saludarlos, viendo que iban de España, fué si había llegado la flota. p. 243 Respondiéronle que sí y muy rica. Y cuando creyeron se había de desazonar mucho con la nueva, fué tan al contrario, que comenzó á dar saltos de placer, haciéndose son á sí mismo. Admirado Andrenio, le preguntó.

¿Pues deso te alegras tú, siendo francés?

Y él: ¿Por qué no, cuando las más remotas naciones la festejan?

¿Pues de qué provecho le es á Francia que enriquezca España y se le aumente su potencia?

Efectos
de la flota.
¡Oh qué bueno está eso! dijo el monsiur. ¿No sabéis vosotros que un año, que no vino la flota por cierto incidente, no le pudieron hacer guerra al Rey Católico ninguno de sus enemigos? Y ahora frescamente, cuando se ha alterado algo la plata del Perú, ¿no se han turbado todos los príncipes de la Europa y todos sus reinos con ellos? Creedme que los españoles brindan flotas de oro y plata á la sed de todo el mundo. Y pues venís de España, muchos doblones traeréis.

No por cierto, respondió Critilo: de lo que menos habemos cuidado.

¡Pobres de vosotros, qué perdidos venís!, exclamó el francés. Basta que aún no sabéis vivir con ir tan adelante, que hay muchos, que aun á la vejez no han comenzado á vivir. ¿No sabéis, que el hombre da principio á la vida por el deleite cuando mozo, pasa al provecho ya hombre, y acaba viejo por la honra?

Venimos, le dijeron, en busca de una reina, que si por gran dicha nuestra la topamos, nos han asegurado que con ella hallaremos cuanto bien se puede desear. Y aun decía uno que todos los bienes le habían entrado á la par con ella.

¿Cómo decís que se nombra?

Sí, que bien nombrada es: la plausible Sofisbella.

La sabiduría. Ya sé quién decís. Ésa en otro tiempo bien estimada era en todo el mundo, por su mucha discreción y prendas; mas ya por pobre no hay quien haga caso ni casa della. En viéndola sin dote, sin oro y plata, muchos la tienen por necia y todos por p. 244 infeliz. Es cosa de cuento todo lo que no es de cuenta. Entendedme una cosa, que no hay otro saber como el tener y el que tiene es sabio, es galán, valiente, noble, discreto y poderoso, es príncipe, es rey y será cuanto él quisiere. Lástima me hacéis de veros tan hombres y tan poco personas. Ahora venid conmigo. Echaremos por el atajo del valer, que aún tendréis remedio.

¿Dónde nos piensas llevar?

Donde halléis hombres, lo que mozos despreciasteis. ¡Cómo se echa de ver que no sabéis vosotros en qué siglo vivís! Vamos andando, que yo os lo diré. Y preguntó:

Qué siglo este. ¿En cuál pensáis vivir, en el del oro ó en el de lodo?

Yo diría, respondió Critilo, que en el de hierro. Con tantos, todo anda errado en el mundo y todo al revés, si ya no es el de bronce, que es peor con tanto cañón y bombarda. Todo ardiendo en guerras: no se oye otro que sitios, asaltos, batallas, degüellos, que hasta las mismas entrañas parece se han vuelto de bronce.

No faltará quien diga, respondió Andrenio, que es el siglo de cobre y no de pague; mas yo digo que el de lodo, cuando todo lo veo puesto dél: tanta inmundicia de costumbres, todo lo bueno por tierra. La virtud dió en el suelo con su letrero: ¡Aquí yace! La basura á caballo, los muladares dorados y, al cabo al cabo, todo hombre es barro.

No decís cosa, replicó el francés. Asegúroos que no es sino el siglo de oro.

Mira quien tal creyera.

Sólo el oro es el estimado, el buscado, el adorado y querido. No se hace caso de otro, todo va á parar en él y por él y así dice bien, cuando más mal, aquel público maldiciente: tuti tiramo à questo diavolo di argento .

Relucía ya y de muy lejos uno como palacio grande; pero no magnífico, y tan lindo como un oro. Reparó luego Andrenio y dijo:

p. 245 ¡Qué rica cosa y casa! Parece una ascua de oro: así luce y así quema.

¿Qué mucho, si lo es?, respondió el monsiur, bailando de contento.

Que como al dar llaman ellos bailar, siempre andan bailando.

¿Todo el palacio es de oro?, preguntó Critilo.

Todo, desde el fundamento hasta el tejado, por dentro y fuera. Y cuanto hay en él todo es oro y todo plata.

Muy sospechoso se me hace, dijo Critilo: que la riqueza es gran comadre del vicio y aun se dice vive mal con él. ¿Pero de dónde han podido juntar tanto oro y tanta plata? Que parece imposible.

¿Cómo de dónde? Pues, si España no hubiera tenido los desaguaderos de Flandes, las sangrías de Italia, los sumideros de Francia, las sanguijuelas de Génova, ¿no estuvieran hoy todas sus ciudades enladrilladas de oro y muradas de plata? ¿Qué duda hay en eso? Á más de que el poderoso dueño, que en este palacio mora, tiene tal virtud, no sé yo si dada del cielo ó tomada de la tierra, que todo cuanto toca, si con la mano izquierda, la convierte en plata, y, si con la derecha, en oro.

¡Eh!, monsiur, dijo Critilo, que ésa fué una novela tan antigua como necia de cierto rey, llamado Midas, tan sin medida ni tasa en su codicia, que al cabo, como suelen todos los ricos, murió de hambre, siendo su enfermedad de ahito.

¡Cómo, que es fábula!, dijo el francés. No es sino verdad tan cierta, como practicada hoy en el mundo. Midas al uso. ¿Pues qué, es nuevo convertir un hombre en oro cuanto toca? Con una palmada, que da un letrado en un Bártulo, cuyo eco resuena allá en el bartolomico del pleiteante, ¿no hace saltar los ciento y los doscientos al punto y no de la dificultad? Advertid que jamás da palmada en vacío y, aunque estudia en Baldo, no es de balde su ciencia.

Un médico, pulsando ¿no se hace él de oro y á los otros de tierra? ¿Hay vara de virtudes como la del alguacil y la pluma del p. 246 escribano y más de un secretario, que por encantado que esté el tesoro, por más guardado, lo sacan bajo tierra? ¿Las vanas Venus de la belleza, cuando más tocadas y prendidas, no convierten en oro la inmundicia de su torpeza? Hombre hay, que con sola una pulgada que da, convierte en el oro más pesado el hierro más pesado. Al tocar de las cajas ¿no anda la milicia más á la rebatiña, que al rebato? Las pulgadas del mercader, ¿no convierten en oro la seda y la holanda?

Creedme, que hay muchos Midas en el mundo: así los llama él, cuando más desmedidos andan, que todo se ha de entender al contrario. El interés es el rey de los vicios, á quien todos sirven y le obedecen. Y así, no os admiréis que yo diga que el príncipe, que allí vive, convierte en oro cuanto toca. Y una de las causas, porque yo voy allá, es para que me toque también y me haga de oro.

Monsiur, instó Andrenio, ¿cómo puede vivir dese modo?

Muy bien.

Pues díme, ¿no se le convierte en oro el manjar, así como le toca?

Buen remedio: calzarse unos buenos guantes, que muchos hoy comen dellos y con ellos.

Sí; pero, en llegando á la boca el manjar, en comenzándole á mascar, ¿no se le ha de volver todo oro, sin poderlo tragar?

¡Oh, qué mal discurres!, dijo el francés. Ese melindre fué allá en otro tiempo; no se embarazan tanto ya las gentes. Oro potable. Ya se ha hallado traza cómo hacer el oro potable y comestible, ya dél se confeccionan bebidas, que confortan el corazón y alegran grandemente. Ni falta quien ha inventado el hacer caldo de doblones y dicen es tan sustancial, que basta á resucitar un muerto; que eso de alargar la vida es niñería. Demás de que hoy viven millares de miserables de no querer comer. Todo lo que no comen ni beben ni visten dicen que lo convierten en oro. Ahorran, porque no se aforran. Mátanse de hambre á sí y á sus familias y de matarse viven.

p. 247 Con esto se fueron acercando y descubrieron á las puertas muchas guardas que, á más de estar armadas todas con espaldares castellanos contra los petos gallegos, eran tan inexorables, que no dejaban llegar á ninguno ni de cien leguas. Y si alguno porfiaba en querer entrar, arrojábanle un no, salido de una cara de hierro, que no hay bala que así atraviese y deje sin habla al más osado.

¿Cómo haremos para entrar, dijo Andrenio: que cada guarda de éstas parece un Nerón sincopado y aun más cruel?

No os embarace eso, dijo el francés: que esta guarda sólo es guarda de la juventud. No dejan entrar los mozos.

Y así era, que por ningún caso los dejaban entrar en la hacienda. Á todos se les vinculaban, hasta ser hombres; pero de treinta años arriba las franqueaban á todo hombre, si ya no fuese algún jugador, descuidado, gastador ó castellano, gente toda de la cofradía del hijo pródigo. Mas á los viejos, á los franceses y catalanes, puerta franca y aun les convidaban con el manejo. Con esto, viéndolos ya tan hombres y tan á la francesa, sin dificultad alguna los dejaron pasar. Puertas
del interés.
Pero luego hubo otro tope y mayor, que á más de ser las puertas de bronce y más duras que las entrañas de un rico, de un cómitre, de una madrastra, de un genovés, que es más que todo, estaban cerradas y muy atrancadas con barras catalanas y candados vizcaínos. Y aunque llegaban unos y otros á llamar, nadie respondía ni á propósito mucho menos correspondía.

Mira, decía uno, que soy tu pariente.

Y respondía el de adentro:

Más quiero mis dientes, que mis parientes. Cuando yo era pobre, no tenía parientes ni conocidos, que quien no tiene sangre, no tiene consanguíneos, y ahora me nacen como hongos y se pegan como lapa.

¿No me conoces, que soy tu amigo?, gritaba otro.

Y respondíanle:

En tiempo de higos, higas.

p. 248 Con mucha cortesía rogaba un gentilhombre y respondía un villano: Ahora, que tengo, todos me dicen: Norabuena estéis Pedro.

¿Pues á tu padre?, decía un viejo.

Y el hijo respondía:

En esta casa no se tiene ley con nadie.

Al contrario, rogaba á su padre un hijo le dejase entrar y él respondía:

Eso no, mientras yo viva.

Ninguno se ahorraba con el otro, ni hermanos con hermanos, ni padres con hijos: ¿pues qué sería suegras con nueras? Oyendo esto, desconfiaron de todo punto de poder entrar. Trataban de tomarse la honra, si no el provecho, cuando el francés les dijo:

¡Qué presto desmayáis! ¿No entraron los que están dentro? Pues no nos faltará traza á nosotros. Dinero no falte y trampa adelante.

Mostróles una valiente maza, que estaba pendiente de una dorada cencerra:

Miradla bien, dijo: que en ella consiste nuestro remedio. ¿Cúya pensáis que es?

Si fuera de hierro y con sus puntas aceradas, dijo Critilo, aun creyera yo era la clava de Hércules.

¿Cómo de Hércules?, dijo el francés. Fué juguete aquélla, fué un melindre, respecto désta y todo cuanto el ahijado de Juno obró con ella fué niñería.

¿Cómo hablas así, monsiur, de una tan famosa y tan celebrada clava?

Dígote que no valió un clavo, respecto désta, ni supo Hércules lo que se hizo ni supo vivir ni entendió el modo de hacer la guerra.

¿Cómo no, si con aquella triunfó de todos los monstruos del mundo, con ser tantos?

Pues con ésta se vencen los mismos imposibles. Creedme que p. 249 es mucho más ejecutiva y sería nunca acabar querer yo relataros los portentos de dificultades, que se han allanado con ésta.

Será encantada, dijo Andrenio, no es posible otra cosa. Obra grande de algún poderoso nigromántico.

Que no está encantada, dijo el francés, aunque sí hechiza á todos. Más os digo, que aquélla sólo en la diestra de Hércules valía algo; mas ésta en cualquier mano, aunque sea en la de un enano, de una mujer, de un niño, obra prodigios.

Poder del oro. ¡Eh, monsiur, dijo Andrenio! No tanto encarecimiento. ¿Cómo puede ser eso?

¿Cómo? Yo os lo diré. Porque es toda ella de oro macizo, aquel poderoso metal, que todo lo riñe y todo lo rinde. ¿Qué pensáis vosotros, que los reyes hacen la guerra con el bronce de las bombardas, con el hierro de los mosquetes y con el plomo de las balas? No, por cierto, sino con dinari y dinari e piu dinari . Mal año para la tizona del Cid y para la encantada de Roldán, respecto de una maza preñada de doblones. Y porque lo veáis, aguardad.

Descolgóla y pegó con ella en las puertas un ligerísimo golpecillo; pero tan eficaz, que al punto se abrieron de par en par, quedando atónitos ambos peregrinos y blasonando el monsiur, aunque fueran las de la torre de Dánae. Pero son de Dame, que es más.

Cuando todo estuvo llano, ya no lo estaba la voluntad de Critilo; antes dudaba mucho el entrar, porque dudaba el poder salir. Reclamo de oro. Hallaba, como prudente, grandes dificultades; mas al ruido del dinero, que oyó contar, que por eso se llamó moneda, a monendo , porque todo lo persuade y recaba y á todos convence, se dejó vencer. Atrájole el reclamo del oro y de la plata. Que no hay armonía de Orfeo, que así arrebate.

En estando dentro, se volvieron á cerrar las puertas, con otros tantos cerrojos de diamante. Mas, ¡oh espectáculo tan raro como increíble! Donde creyeron hallar un palacio, centro de libertades, hallaron una cárcel, llena de prisiones, pues á cuan p. 250 tos entraban los aherrojaban. Y es lo bueno que á título de hacerles muchos favores.

Estaban persuadiendo á una hermosa mujer, que la enriquecían y engalanaban y echábanla al cuello una cadena de una esclavitud de por vida y aun por muerte, la argolla de un rico collar, las esposas de unos preciosos brazaletes, que paran en horcas, el apretador de sus obligaciones, el esmaltado lazo de un nudo ciego, la gargantilla de un ahogo. Ello fué casa y miento y cárcel verdadera.

Echáronle á un cortesano unos pesados grillos de oro, que no le dejaban mover y persuadíanle que podía cuanto quería. Los que imaginaron salones eran calabozos poblados de cautivos voluntarios y todos ellos cargados de prisiones, argollas y cadenas de oro; pero todos tan contentos como engañados. Toparon entre otros un cierto sujeto rodeado de gatos, poniendo toda su fruición en oirlos mayar.

Monstruosa
codicia.
¡Hay tan mal gusto en el mundo, como el tuyo!, dijo Andrenio. ¿No fueran mejores algunos pajarillos enjaulados, que con sus dulces cantos, te aliviaran las prisiones? ¿Pero gatos y vivos y que gustes de oir sus enfadosos maídos, que á todos los demás atormentan?

Quita, que no lo entiendes, respondió él: para mí es la más regalada música de cuantas hay, éstas las voces más dulces y más suaves del mundo. ¿Qué tienen que ver los gorjeos del pintado jilguerillo, los quiebros del canario, las melodías del dulce ruiseñor, con los maullidos de un gato? Cada vez, que los oigo, se regocija mi corazón y se alboroza mi espíritu. Mal año para Orfeo y su lira, para el gustoso Correa y su destreza. ¿Qué tiene que ver toda la armonía de los instrumentos músicos con el maído de mis gatos?

Si fueran muertos, replicó Andrenio, aun me tentara; ¿pero vivos?

Sí, vivos y después muertos. Y vuelvo á decir que no hay más regalada voz en cuantas hay.

p. 251 Pues dínos: ¿Qué hallas de suavidad en ella?

¿Qué? Aquel decir mío , mío y todo es mío y siempre mío y nada para vos: esa es la voz más dulce para mí de cuantos hay.

Hallaron cosas á este tono bien notables. Mostráronles algunos y aun los más, que se decía no tener corazones ni entrañas, no sólo para con los otros; pero ni aun para consigo mismos. Y con todo eso vivían.

¿Cómo se sabe, preguntó Andrenio, que estén descorazonados?

Muy bien, le respondieron: en no dar fruto alguno. Á más de que, buscándoseles á algunos, se les han hallado enterrados en sepulcros de oro y amortajados en sus talegos.

Muerte
del avaro.
¡Desdichada suerte!, exclamó Critilo, la de un avaro, que nadie se alegra con su vida ni se entristece en su muerte. Todos bailan en ella al son de las campanas. La viuda rica con un ojo llora y con el otro repica. La hija, desmintiendo sus ojos hechos fuentes, dice río de las lágrimas que lloro . El hijo porque hereda, el pariente porque se va acercando á la herencia, el criado por la manda y por lo que se desmanda, el médico por su paga y no por su pago, el sacristán porque dobla, el mercader porque vende sus bayetas, el oficial porque las cose, el pobre porque las arrastra. ¡Miserable suerte la del miserable! Mal, si vive, y peor, si muere.

Rico hombre. En un gran salón vieron un grande personaje. Quedaron espantados de cosa tan nueva y tan estraña en semejante puesto.

¿Qué hace aquí este señor?, preguntó Critilo á uno de sus enemigos, no escusados.

Y él: ¿Qué? Adorar.

¿Pues qué, es gentil?

Lo que menos tiene es de gentil y de hombre.

¿Pues qué adora?

Dora y adora una arca.

¿Qué? ¿Es judío?

p. 252 En la condición ya podría; pero en la sangre no: que es muy noble, de los ricos hombres de España.

Y con todo eso, ¿no es hidalgo?

Antes, porque no lo es, es hombre rico.

¿Qué arca es ésta que adora?

La de su testamento.

¿Y es de oro?

Dentro sí; mas por fuera de hierro, pues no sabe qué ni por qué ni para qué ni para quién.

Aquí vieron ejecutada aquella exagerada crueldad, que cuentan de las víboras, cómo la hembra al concebir corta la cabeza al macho y después los hijuelos vengan la muerte de su padre, agujerándola el vientre y rasgándola las entrañas por salir y campear, cuando vieron que la mujer, por quedar rica y desahogada, ahoga al marido. Luego el heredero, pareciéndole vive sobrado la madre y él no vive sobrado, la mata á pesares. Á él, por heredarle, su otro hermano segundo le despacha. De suerte, que unos á otros, como víboras crueles, se emponzoñan y se matan. El hijo procura la muerte del padre y de la madre, pareciéndole que viven mucho y que él se hará senior , antes de llegar á ser señor. Morir de mal
de hijo.
El padre teme al hijo y, cuando todos festejan el nacimiento del heredero, él enluta su corazón, temiéndole como á su más cercano enemigo; pero el abuelo se alegra y dice:

Seáis bien venido, ¡oh enemigo de mi enemigo!

Fuéles materia de risa, entre las muchas de pena, lo que le aconteció á uno de estos guardadores. Que un ladrón de otro ladrón, que hay ladrones de ladrones, con tal sutileza le engañó, que le persuadió se robase á sí mismo: de modo, que le ayudó á quitarse cuanto tenía. Él mismo llevó á cuestas toda la ropa, el oro y plata de su casa, transportándola y escondiéndola donde jamás la vió ni la gozó. Lamentábase después, doblando el sentimiento, de ver que él había sido el ladrón de sí mismo, el robador y el robado.

p. 253 Avaro
ladrón de sí.
¡Oh lo que puede el interés!, ponderaba Critilo. Que le persuada á un desdichado que él se robe, que esconda su dinero, que atesore para ingratos, jugadores y perdidos; y que él ni coma ni beba ni vista ni duerma ni descanse ni goce de su hacienda ni de su vida. Ladrón de sí mismo, merece muy bien los cientos contados al revés y que le destierre el discreto Horacio á par de un Tántalo necio.

Habían dado una vuelta entera á todo aquel palacio de calabozos, sin haber podido descubrir el coronado necio de su dueño, cuando á lo último, imaginándole en algún salón dorado, ocupando rico trono á toda majestad, vestido de brocados rozagantes, con su ropón imperial, le hallaron muy al contrario, metido en el más estrecho calabozo, que aun luz no gastaba, por no gastarla ni aun de día, por no ser visto para dar ni prestar. Con todo, brujulearon su mala catadura, cara de pocos amigos y menos parientes, aborreciendo por igual deudos y deudas.

La barba crecidamente descompuesta, que aun el regalo de quitársela se envidiaba. Mostraba unas grandes orejas de rico trasnochado, siendo tan horrible en su aspecto. Nada se ayudaba con el vestido, que de viejo, la mitad era ido y la otra se iba aborreciendo todo lo que cuesta. Estaba solo quien de nadie se fiaba y todos le dejaban estar, rodeado de gatos, con almas de doblones, propias de desalmados, que aun muertos no olvidan las mañas del agarro. Parecía en lo crudo un Radamanto.

Así como entraron, con que á nadie puede ver, fué á abrazarlos, que los quisiera de oro; mas ellos, temiendo tanta preciosidad, se retiraron, buscando ya por dónde salir de aquella dorada cárcel, Infierno
de plata.
palacio de Plutón, que toda casa de avaro es infierno en lo penoso y limbo en lo necio.

Con este deseo, apelándose al desengaño de todo vicio, en especial de la tiranía codiciosa, buscaban á toda priesa por dónde escapar; mas, como en casa del desdichado se tropieza en los azares, yendo en fuga, cayeron en una disimulada trampa, p. 254 cubierta con las limaduras de oro de la misma cadena, tan apretado lazo, que cuanto más forcejeaban por librarse, más le anudaban. Lamentaba Critilo su inconsiderada ceguera. Suspiraba Andrenio su malvendida libertad. Cómo la consiguieron contará la otra Crisi.


CRISI IV

El museo del discreto.

Solicitaba un entendido, por todo un ciudadano emporio y aun dicen corte, una casa, que fuese de personas; mas en vano. Porque, aunque entró en muchas curioso, de todas salió desagradado, por hallarlas, cuanto más llenas de ricas alhajas, tanto más vacías de las preciosas virtudes. Guióle ya su dicha á entrar en una y aun única. Y al punto, volviéndose á sus discretos les dijo:

Ya estamos entre personas: esta casa huele á hombres.

¿En qué lo conoces? le preguntaron.

Y él: ¿no veis aquellos vestigios de discreción?

Y mostróles algunos libros, que estaban á mano:

Éstas, ponderaba, son las preciosas alhajas de los entendidos. ¿Qué jardín del Abril, qué Aranjuez del Mayo, como una librería selecta? ¿Qué convite más delicioso para el gusto de un discreto, como un culto museo, donde se recrea el entendimiento, se enriquece la memoria, se alimenta la voluntad, se dilata el corazón y el espíritu se satisface? Fullería
discreta.
No hay lisonja, no hay fullería para un ingenio, como un libro nuevo cada día.

Las pirámides de Egipto ya acabaron, las torres de Babilonia cayeron, el romano coliseo pereció, los palacios dorados de Nerón caducaron, todos los milagros del mundo desaparecieron y solos permanecen los inmortales escritos de los sabios, que entonces florecieron, y los insignes varones, que celebraron. p. 255 ¡Oh, gran gusto el de leer! Empleo de personas que, si no las halla, las hace. Poco vale la riqueza sin la sabiduría y de ordinario andan reñidas. Los que más tienen menos saben y los que más saben menos tienen. Que siempre conduce la ignorancia borregos con bellocino de oro.

Esto les estaba ponderando, ya para consuelo, ya para enseñanza, á los dos presos en la cárcel del interés, en el brete de su codicia, un hombre y aun más. Pues en vez de brazos, batía alas, tan volantes, que se remontaba á las estrellas y en un instante se hallaba donde quería. Fué cosa notable que, cuando á otros en llegando los amarraba fuertemente, sin dejarles libertad ni para dar un paso, cargándoles de grillos y de cadenas, á éste, al punto que llegó, le jubilaron de una, que al pie arrastraba y le apesgaba de modo, que no le permitía echar un vuelo. Admirado Andrenio, le dijo:

Hombre ó prodigio, ¿quién eres?

Y él prontamente: Ayer nada, hoy poco más y mañana menos.

¿Cómo menos?

Sí: que á veces más valiera no haber sido.

¿De dónde vienes?

De la nada.

¿Y dónde vas?

Al todo.

¿Cómo vienes tan solo?

Aun la mitad me sobra.

Deseoso
de saber.
Ahora digo que eres sabio.

Sabio, no; deseoso de saber, sí.

¿Pues con qué ocasión viniste acá?

Vine á tomar el vuelo: que pudiendo levantarme á las más altas regiones en alas de mi ingenio, la envidiosa pobreza me tenía abatido.

Según eso, ¿no piensas en quedarte aquí?

De ningún modo: que no se permuta bien un adarme de li p. 256 bertad por todo el oro del mundo; antes, en tomando lo preciso de lo precioso, volaré.

¿Y podrás?

Siempre que quiera.

¿Podríasnos librar á nosotros?

Todo es que queráis.

¿Pues no habíamos de querer?

No sé: que es tal el encanto de los mortales, que están con gusto en sus cárceles y muy hallados, cuando más perdidos. Ésta, con ser un encanto, es la que más aprisionados les tiene, porque más apasionados.

Mundo
encantado.
¿Cómo es eso de encanto?, dijo Andrenio. ¿Pues no es éste, que vemos, tesoro verdadero?

De ningún modo; sino fantástico.

Éste que reluce, ¿no es oro?

Dígole lodo.

¿Y tanta riqueza?

Vileza.

Éstos ¿no son montones de reales?

No hay una realidad en todos ellos.

Pues éstos, que tocamos, ¿no son doblones?

Sí, en lo doblado.

¿Y tanto aparador?

No es, sino parador, pues al cabo para en nada. Y porque os desengañéis que todo esto es apariencia, advertid que, en boqueando cualquiera, el más rico, el más poderoso, en nombrando cielo, en diciendo: ¡Dios mío, valedme!, al mismo punto desaparece todo y se convierte en carbones y aun cenizas.

Así fué. Que, en diciendo uno Jesús, dando la última boqueada, se desvaneció toda su pompa, como si fuera sueño. Tanto que, despertando los varones de las riquezas y mirándose á las manos, las hallaron vacías. Todo paró en sombra y en asombro y fué un espectáculo bien horrible ver que, los que antes eran estimados por reyes, ahora fueron reídos. La muerte
de blanco.
p. 257 Los monarcas, arrastrando púrpuras, las reinas y las damas rozando galas, los señores recamados, todos se quedaron en blanco. Y por no haber dado en él. No ya ocupaban tronos de marfil; sino tumbas de luto. De sus joyas sólo quedó el eco en hoyas y sepulcros.

Las sedas y damascos fueron ascos. Las piedras finas se trocaron en losas frías, las sartas de perlas en lágrimas. Los cabellos tan rizados, ya erizados. Los olores, hedores; los perfumes, humos. Todo aquel encanto paró en canto y en responso y los ecos de la vida, en huecos de la muerte. Las alegrías fueron pésames, porque no les pesa más la herencia á los que quedan. Y toda aquella máquina de viento en un cerrar y abrir de ojos se resolvió en nada.

Quedaron nuestros dos peregrinos más vivos, cuando más muertos. Pues desengañados, preguntáronle á su remediador alado dónde estaban. Y él les dijo que muy hallados, pues en sí mismos. Propúsoles si le querían seguir al palacio de la discreta Sofisbella, donde él iba y donde hallarían la perfecta libertad. Ellos, que no deseaban otra cosa, le rogaron que, pues había sido su libertador, les fuese guía. Preguntáronle si conocía aquella sabia reina.

Luego que me vi con alas, respondió, y vamos caminando, determiné ser suyo. Son pocos los que la buscan y menos los que la hallan. Discurrí por todas las más célebres Universidades sin poder descubrirla. Que, aunque muchos son sabios en latín, suelen ser grandes necios en romance. Pasé por las casas de algunos, que el vulgo llama letrados; pero, como me veían sin dinero, decíanme leyes. Fénix sabia. Hablé con muchos tenidos por sabios; mas entre muchos doctores no hallé un docto. Finalmente conocí que iba perdido y me desengañé. Que de sabiduría y de bondad no hay sino la mitad de la mitad y aun de todo lo bueno.

Mas, como voy volando por todas partes, he descubierto un palacio, fabricado de cristales, bañado de resplandores, cam p. 258 biando luces. Si en alguna estancia se ha de hallar esta gran reina, ha de ser en este centro, porque ya acabó la docta Atenas y pereció la culta Corinto.

Oyóse en esto una confusa vocería, vulgar aplauso de una insolente turba, que asomaba. Pararon al punto y repararon en un chabacano monstruo, que venía atrancando sendas, seguido de innumerable turba. ¡Estraña catadura! La primera mitad de hombre y la otra de serpiente. De modo, que de medio arriba miraba al cielo y de medio abajo iba arrastrando por tierra. Conocióle luego el varón alado y previno á sus camaradas le dejasen pasar, sin hacer caso ni preguntar cosa. Mas Andrenio no pudo contenerse, que no preguntase á uno del gran séquito quién era aquel serpihombre.

¿Quién ha de ser, le respondió, sino quien sabe más que las culebras? Éste es el sabio de todos, el milagro del vulgo y éste es el pozo de ciencia.

Bachillería
del mundo,
necedad del cielo.
Tú te engañas y le engañas, replicó el alado: que no es sino uno, que sabe al uso del mundo. Que todo su saber es estulticia del cielo. Éste es de aquellos, que saben para todos y no para sí, pues siempre andan arrastrados. Éste es el que habla más y sabe menos. Y éste es el necio, que sabe todas las cosas malsabidas.

¿Y dónde os lleva?, preguntó Andrenio.

Sabios
de fortuna.
¿Dónde? Á ser sabios de fortuna.

Estrañó mucho el término y replicóle:

¿Qué cosa es ser sabio de ventura?

Uno, que sin haber estudiado, es tenido por docto, sin cansarse es sabio, sin haberse quemado las cejas trae barba autorizada, sin haber sacudido el polvo á los libros levanta polvaredas, sin haberse desvelado es muy lucido, sin haberse trasnochado ni madrugado ha cobrado buena fama. Al fin él es un oráculo del vulgo y que todos han dado en decir que sabe sin saberlo. ¿Nunca has oído decir: ventura te dé Dios, hijo? Pues éste es el mismo y nosotros lo pensamos también ser.

p. 259 Mucho le contentó á Andrenio aquello de saber sin estudiar, letras sin sangre, fama sin sudor, atajo sin trabajo, valer de balde. Y traído del gran séquito, que el plausible sabio arrastraba, hasta de carrozas, literas y caballos, ceceándole todos y brindándole con el descanso, volviéndose á sus compañeros les dijo:

¡Amigos, vivir un poco más y saber un poco menos!

Y metióse entre sus tropas, que al punto desaparecieron.

¡Basta!, dijo el varón alado al atónito Critilo. Que el verdadero saber es de pocos. Consuélate, que más presto le hallarás tú á él, que él á ti, con que tú serás el hallado y él el perdido.

Quisiera ir en busca suya Critilo; mas viendo ya brillar el gran palacio, que buscaban, olvidado aun de sí mismo y sin poder apartar los ojos dél, caminó allá embelesado. Campeaba, sin poder esconderse, en una clarísima eminencia, señoreando cuanto hay. Palacio del
entendimiento.
Era su arquitectura extremo del artificio y de la belleza, engolfado en luces y á todas ellas, que para recibirlas bien, á más de ser diáfanas sus paredes y toda su materia transparente, tenía muchas claraboyas, balcones rasgados y ventanas patentes. Todo era luz y todo claridad. Cuando llegaron cerca, vieron algunos hombres, que lo eran, que estaban como adobando y besando sus paredes; pero, mirándolo mejor, advirtieron que las lamían y, sacando algunas cortezas, las mascaban y se paladeaban con ellas.

¿De qué provecho puede ser eso?, dijo Critilo.

Y uno dellos: Por lo menos es de sumo gusto.

Y convidóle con un terrón limpio y transparente que, en llegándole á la boca, conoció era sal y muy sabrosa y, los que imaginaron cristales, no lo eran, sino sales gustosísimas.

Estaba la puerta siempre patente, con que no entraban sino personas y ésas bien raras. Vestíanla hiedras y coronábanla laureles, con muchas inscripciones ingeniosas por toda la majestuosa fachada. Entraron dentro y admiraron un espacioso patio muy á lo señor, coronado de columnas tan firmes y tan p. 260 eternas, que les aseguró el varón alado podían sustentar el mundo y algunas dellas el cielo, siendo cada una un non plus ultra de su siglo.

Percibieron luego una armonía tan dulce, que tiranizaba, no sólo los ánimos, pero las mismas cosas inanimadas, atrayendo á sí los peñascos y las fieras. Dudaron si sería su autor el mismo Orfeo y con esa curiosidad fueron entrando por un majestuoso salón muy capaz, en quien los copos de la nieve en marfiles y las ascuas de oro en piñas maravillosamente se atemperaban para construir su belleza.

Aquí los recibieron y aun cortejaron el buen gusto y el buen genio y, con el agrado que suelen, los condujeron á la agradable presencia de un sol humano, que parecía mujer divina. Estaba animando un tan suave plectro, que les aseguraron, no sólo hacía inmortales los vicios, pero que daba vida á los muertos, componía los ánimos, sosegaba los espíritus, aunque tal vez los encendía en el furor bélico, que no hiciera más el mismo Homero. Llegaron ya á saludarla entre las fruiciones de verla; pero más de oirla. Y ella, en honra de sus peregrinos huéspedes, hizo alarde de armonía. Nicho
de la poesía.
Estaba rodeada de varios instrumentos, todos ellos muy sonoros. Mas, suspendiendo los antiguos, aunque tan suaves, fué echando mano de los modernos. El primero, que pulsó, fué una culta cítara, haciendo extremada armonía; aunque la percibían pocos, que no era para muchos. Con todo, notaron en ella una desproporción harto considerable que, aunque sus cuerdas eran de oro finísimo y muy sutiles, la materia de que se componía, debiendo ser de un marfil terso, de un ébano bruñido, era de haya y aun más común. Advirtió el reparo la conceptuosa ninfa y con un regalado suspiro, les dijo:

Si en este culto plectro cordobés hubiera correspondido la moral enseñanza á la heroica composición, los asuntos graves á la cultura de su estilo, la materia y bizarría del verso á la sutileza de sus conceptos, no digo yo de marfil, pero de un finísimo diamante merecía formarse su concha.

p. 261 Tomó ya un italiano rabel, tan dulce, que al pasar el arco pareció suspender la misma armonía de los cielos, si bien para ser pastoril y tan Fido, pareció sobradamente conceptuoso. Tenía muy á mano dos laúdes, tan igualmente acordes, que parecían hermanos.

Éstos, dijo, son graves por lo aragoneses. Puédelos oir el más severo Catón sin nota de liviandad. En el metro tercero son los primeros del mundo; pero en el cuarto, ni aun quintos.

Vieron una arquicítara de extremada composición, de maravillosa traza. Y aunque estaba bajo de otra; pero en el material artificio ni ésta la cedía ni aquélla en la invención la excedía. Y así dijo el alma de los instrumentos:

Si el Ariosto hubiera atendido á las morales alegorías, como Homero, de verdad que no le fuera inferior.

Resonaba mucho y embarazaba á muchos un instrumento, que unieron cáñamo y cera. Parecía órgano por lo desigual y era compuesto de las cañas de Siringa, cogidas en la más fértil vega. Llenábanse de viento popular; mas con todo este aplauso, no les satisfizo y dijo entonces la poética Belleza.

Pues sabed que éste, en aquel tiempo desaliñado, fué bien oído y llenó, por lo plausible, todos los teatros de España.

Descolgó una vihuela tan de marfil, que afrentaba la misma nieve; pero tan fría, que al punto se le helaron los dedos y hubo de dejarla, diciendo:

En estas rimas del Petrarca se ven unidos dos extremos, que son su mucha frialdad con el amoroso fuego.

Colgóla junto á otras dos, muy sus semejantes, de quienes dijo:

Éstas más se suspenden, que suspenden.

Y en secreto confesóles eran del Dante Aligero y del español Boscán. Pero entre tan graves plectros, vieron unas tejuelas picariles, de que se escandalizaron mucho.

No las estrañéis, les dijo: que son muy donosas. Con éstas espantaba sus dolores Marica en el hospital.

p. 262 Tañó con indecible melodía unas folías á una lira conceptuosa, que todos celebraron mucho y con razón:

Bástale, dijo, ser plectro portugués, tiernamente regalado, que él mismo se está diciendo el que amo es.

Gustaron no poco de ver una gaita y aun ella la animó con lindo gusto; aunque descompuso algo de su gran belleza y dijo:

Pues de verdad que fué de una musa princesa, á cuyo son solía bailar Gila en la noche de aquel santo.

Grande asco les causó ver una tiorba italiana, llena de suciedad y que frescamente parecía haber caído en algún cieno y, sin osarla tocar, cuanto menos tañer, la recatada ninfa, dijo:

Lástima es que este culto plectro del Marino haya dado en tanta inmundicia lasciva.

Estaba un laúd real artificiosamente fabricado en un puesto oscuro; con todo, despedía gran resplandor de sí y de muchas piedras preciosas, de que estaba todo él esmaltado:

Éste, ponderó, solía hacer un tan regalado son, que los mismos reyes se dignaban de escucharle. Y aunque no ha salido á luz en estampa, luce tanto, que dél se puede decir:

¡El alba es que sale!

Allí vieron un culto instrumento, coronado del mismo laurel de Apolo; aunque algunos no lo creían. Oyeron una muy gustosa zampoña; mas, por tener cáncer la musa que la tocaba, á cada concepto se le equivocaban las voces. Hacíase bien de sentir una lira, aunque mediana, mas en lo satírico, superior, y dábase á entender latinizando. Otro oyeron de feliz arte; mas dudaron si su prosa era verso y si su verso prosa. Vieron en un rincón muchos otros instrumentos, que con ser nuevos y acabados de hacer, estaban ya acabados y cubiertos de polvo. Admirado Critilo dijo:

¿Por qué, oh gran reina del Parnaso, éstos tan presto los arrimas?

Y ella: Porque rimas, todos se arriman á ellas, como más p. 263 fáciles; pocos imitan á Homero y á Virgilio en los graves y heroicos poemas.

Para mí tengo, dijo Critilo, que Horacio los perdió, cuando más los quiso ganar, desanimándolos con sus rigorosos preceptos.

Aun no es eso, respondió la gloria de los cisnes: que son tan romancistas algunos, que no entienden el arte; sino que para las obras grandes son menester ingenios agigantados. Aquí está el Tasso, que es un otro Virgilio cristiano y tanto, que siempre se desempeña con ángeles y con milagros.

Había un vacío en buen lugar y, notándolo Critilo, dijo:

De aquí algún gran plectro han robado.

No será eso; sino que estará destinado para algún moderno.

Don Francisco
de Sayas.
¿Si sería, dijo Critilo, uno que yo conozco y estimo por bueno, no por ser mi amigo, antes mi amigo por ser bueno?

No pudieron detenerse más, porque la edad les daba prisa, y así hubieron de dejar esta primera estancia de un tan culto Parnaso y, en lo fragante, Paraíso.

Llamóles el Tiempo á un otro salón más dilatado, pues no se le veía fin. Introdújoles en él la Memoria y aquí hallaron otra bien extremada ninfa, que tenía la mitad del rostro arrugado muy de vieja y la otra mitad fresco muy de joven. Historiadores. Estaba mirando á dos haces á lo presente y á lo pasado; que lo porvenir remitíalo á la providencia. En viéndola, dijo Critilo:

Ésta es la gustosa Historia.

Mas el varón alado: No es sino la maestra de la vida, la vida de la fama, la fama de la verdad y la verdad de los hechos.

Estaba rodeada de varones y mujeres, señalados unos por insignes y otros por ruines, grandes y pequeños, valerosos y cobardes, políticos y temerarios, sabios é ignorantes, héroes y viles, gigantes y enanos, sin olvidar ningún extremo. Tenía en la mano algunas plumas, no muchas, pero tan prodigiosas, que con una sola, que entregó á uno, le hizo volar y remontarse p. 264 hasta los dos coluros. No sólo daba vida con el licor que destilaba; sino que eternizaba, no dejando envejecer jamás los famosos hechos. Íbalas repartiendo con notable atención, porque á ninguno daba la que él quería, y esto á petición de la Verdad y de la Entereza.

Y así notaron que llegó un personaje, ofreciendo por una gran suma de dinero: y no sólo no se la concedió; sino que le cargó la mano, diciéndole que estos libros para ser buenos han de ser libres ni se vuela á la eternidad en plumas alquiladas.

Replicaron otros se la diese, que antes sería para más ignominia suya.

Eso no, respondió la eterna Historia: no conviene. Porque, aunque ahora sería reída, de aquí á cien años será creída. Con esta misma atención á ninguno daba pluma, que no fuese después de cincuenta años de muerto, y á todo muerto, pluma viva. Con lo cual ni Tiberio el astuto ni Nerón el inhumano pudieron escaparse de lo de Cornelio de Tácito.

Fué á sacar una buena, para que un escritor grande escribiese de un gran príncipe y, porque la vió algo que untada de oro, la arrojó con desaire, con que había escrito aquella misma otras cosas harto plausiblemente y dijo:

Creedme que toda pluma de oro escribe yerros.

Solicitaba un otro á grandes diligencias, alguna, que escribiese bien dél. Informóse la ninfa si era benemérito.

Averiguó que no.

Replicó él que para serlo no se la quiso conceder; aunque alabó su honrado deseo, diciéndole que las palabras ajenas no pueden hacer insignes los hombres; sino sus hechos propios bien ejecutados primero y bien escritos después.

Al contrario, un otro famoso varón pidió le mejorase, porque la que le había dado era llana y sencilla y consolóle con que sus grandes hechos campeaban más en aquel mal estilo, que los de otros no tales entre mucha elocuencia.

Quejáronse algunos célebres modernos de que sus inmortales p. 265 hechos se pasaban en silencio, habiendo habido elogios plausibles del Jovio para otros no tan esclarecidos.

Aquí se enojó mucho la noticiosa ninfa y con grande impaciencia dijo:

Si vosotros los despreciáis, los perseguís y tal vez los encarceláis á mis dilectísimos escritores, no haciendo caso dellos, ¿cómo queréis que os celebren? La pluma, príncipes míos, no ha de ser apreciada; pero sí preciada.

Daban en rostro las demás naciones á la española en no haberse hallado en ella una pluma latina, que con satisfacción la ilustrase.

Respondía que los españoles más atendían á manejar la espada que la pluma, á obrar las hazañas que á placearlas y que aquello de tanto cacarearlas más parecía de gallinas.

No le valió; antes la arguyeron de poco política y muy bárbara, poniéndola por ejemplo los romanos, que en todo florecieron y un César cabal pluma y espada rige.

Oyendo esto y viéndose señora del mundo, determinó llegar á pedir pluma. Juzgó la reina de los tiempos tenía razón; mas reparó en cuál la daría, que la desempeñase bien después de tanto silencio. Y aunque tiene por ley general no dar jamás á ninguna provincia algún escritor natural, so pena de no ser creído, con todo, viéndola tan odiada de todas las demás naciones, se resolvió en darla una pluma propia.

Comenzaron luego á murmurarlo las demás naciones y á mostrar sentimiento; mas la verdadera ninfa las procuró quietar, diciendo:

Dejad, que el Mariana, aunque es español de cuatro cuartos, si bien algunos lo han afectado dudar; pero él es tan tétrico y escribirá con tanto rigor, que los mismos españoles han de ser los que queden menos contentos de su entereza.

Esto no le fiaron á la Francia y así entregó la pluma de sus últimos sucesos y de sus reyes á un italiano. Y no contenta aún con esto, le mandó salir de aquel reino y que se fuese á Italia á p. 266 escribir libremente y así ha historiado tan acertadamente Henrico Catarino, que ha oscurecido al Guicciardino y aun causado recelo á Tácito.

Con esto cada uno llevaba la que menos pensaba y quisiera. Las que parecían de unas aves, eran de otras, como la que pasó plaza del Conestagio en la unión de Portugal con Castilla, que bien mirada se halló no ser suya, sino del conde de Portalegre, para deslumbrar la más atenta prudencia.

Don José
Pellicer.
Pidió uno las del fénix para escribir della y encargósele seriamente no las gastase, sino en las de la fama. La que se conoció con toda realidad ser de fénix fué la de aquella princesa, excepción de la hermosura, no ya necia, aunque sí desgraciada, la inestimable Margarita de Valois, á quien y al César solos se les permitió escribir con acierto de sí mismos.

Pidió un príncipe soldado una pluma, la más bien cortada de todas. Por el mismo caso se la dió sin cortar, diciéndole:

Vuestra misma espada le ha de dar el corte: que si ella cortare bien, la pluma escribirá mejor.

Otro gran príncipe y aun monarca pretendió la mejor de todas, por lo menos la más plausible, porque él quería inmortalizarse con ella. Y viendo que realmente la merecía, escogió entre todas y dióle una entresacada de las alas de un cuervo. No quedó contento; antes murmuraba que, cuando pensó le daría la de algún águila real, que levantase el vuelo hasta el sol, le daba aquella tan infausta.

¡Eh, señor, que no lo entendéis!, dijo la Historia: éstas, que son de cuervo en el picar, en el adivinar las intenciones, en desentrañar los más profundos secretos, ésta del Comines es la más plausible de todas.

El doctor
Juan Francisco
Andrés.
Trataba un gran personaje de mandar quemar una destas. Desengañáronle no lo intentase, porque son como las del fénix, que en el fuego se eternizan y, en prohibiéndolas, vuelan por todo el mundo. La que celebró mucho y por eso la dió á Aragón fué una cortada de un jirasol.

p. 267 Ésta, dijo, siempre mirará á los rayos de la verdad.

Admiráronse mucho de ver que, habiendo tanta copia de historiadores modernos, no tenía sus plumas la inmortal ninfa en su mano ni la ostentaba, sino cual y cual, la de Pedro Mateo, del Santoro, Babia, del conde de la Roca, Fuenmayor y otros; mas desengañáronse, cuando advirtieron eran de simplicísimas palomas, sin la hiel de Tácito, sin la sal de Curcio, sin el picante de Suetonio, sin la atención de Justino, sin la mordacidad del Platina.

Que no todas las naciones, decía la gran reina de la verdad, tienen numen para la historia. Aquéllos por ligeros fingen, estos otros, porque llanos, descaecen y así las más destas plumas modernas son chabacanas, insulsas y en nada eminentes. Veréis muchas maneras de historiadores, unos gramaticales, que no atienden sino al vocablo y á la colocación de las palabras, olvidándose del alma de la historia. Otros cuestionarios: todo se les va en disputar y averiguar puntos y tiempos. Hay anticuarios, gaceteros y relacioneros: todos materiales y mecánicos, sin fondo de juicio ni altanería de ingenio.

Topó una pluma de caña dulce destilando néctar y al punto la sacudió de sí, diciendo:

Éstas no tanto eternizan las hazañas, cuanto confitan los desaciertos.

Aborrecía sumamente toda pluma teñida, tenida por apasionada, inclinándose siempre, ya al lado del odio, ya de la afición. Fué á sacar una y dijo:

Ésta ya ha salido otra vez, ya la di á otro primero y, si mal no me acuerdo, fué á Illescas, á quien le traslada capítulos enteros el Sandoval. Basta, que yo me he equivocado.

Mucho se detuvieron aquí y aun se estuvieron: tan entretenida es la mansión de la Historia.

Buenas letras. Pasaron ya cortejados del Ingenio por la de la Humanidad. Lograron muchas y fragantes flores, delicias de la agudeza, que aquí asistía tan aliñada cuan hermosa, leyéndolas en latín Erasmo, p. 268 el Evorense y otros, y escogiéndolas en romance, las florestas españolas, las facecias italianas, las recreaciones del Guicciardino, hechos y dichos modernos del Botero, de solo Rufo seiscientas flores, los gustosos Palmirenos, las librerías del Doni, sentencias, dichos y hechos de varios elogios, teatros, plazas, silvas, oficinas, jeroglíficos, empresas, geniales, polianteas y fárragos.

No fué menos de admirar la ninfa anticuaria, de más curiosidad que sutileza. Tenía por estancia un erario enriquecido de estatuas, piedras, incripciones, sellos, monedas, medallas, insignias, urnas, barros, láminas, con todos los libros, que tratan de esta noticiosa antigüedad, tan acreditada con los eruditos diálogos de don Antonio Agustín, ilustrada de los Golcios Anticuarios . y últimamente enriquecida con las noticias de las monedas antiguas españolas de Lastanosa.

Al lado déste hallaron otro tan embarazado de materialidades, que á la primera vista creyeron sería algún obrador mecánico; mas, cuando vieron globos celestes y terrestres, esferas, astrolabios, brújulas, dioptras, cilindros, compases y pantómetras, Matemáticas. conocieron ser los desvanes del entendimiento y el taller de las matemáticas, sirviendo de alma muchos libros de todas estas artes y aun de las vulgares. Pero de la noble pintura y arquitectura había tratados superiores.

Fueron registrando todos estos nichos de paso, lo que basta para no ignorar. Filosofía
natural.
Así como el de la indagadora natural filosofía, levantando mil testimonios á la naturaleza. Servían de estantes á sus curiosos tratados los cuatro elementos y en cada uno los libros, que tratan de sus pobladores, como de las aves, peces, brutos, plantas, flores, piedras preciosas, minerales y en el fuego de sus meteoros, fenómenos y de la artillería. Pero enfadados de tan desabrida materialidad, los sacó de allí el Juicio, para meterlos en sí.

Veneraron ya una semideidad en lo grave y lo sereno, que en la más profunda estancia y más compuesta estaba, entresacan p. 269 do las saludables hojas de algunas plantas, para confeccionar medidas y destilar quintas esencias con que curar el ánimo y en que conocieron luego era la Moral Filosofía. Filósofos
morales.
Cortejáronla de propósito y ella les dió asiento entre sus venerables sujetos. Sacó en primer lugar unas hojas, que parecían del díctamo, gran contraveneno, y mostró estimarlas mucho, si bien á algunos les parecieron algo secas y aun frías, de más provecho que gusto; pero de verdad muy eficaces. Y aseguró haberlas cogido por su mano de los huertos de Séneca. En un plato, que pudo ser fuente de doctrina, puso otras, diciendo:

Éstas, aunque más desabridas, son divinas.

Allí vieron el ruibarbo de Epicteto y otras purgativas de todo exceso de humor, para aliviar el ánimo.

Para apetito y regalo hizo una ensalada de los diálogos de Luciano, tan sabrosa, que á los más desconocidos les abrió el gusto, no sólo de comer, pero de rumiar los grandes preceptos de la prudencia.

Después déstos echó mano de unas hojas muy comunes; mas ella las comenzó á celebrar con exageraciones. Estaban admirados los circunstantes, cuando las habían tenido más por pasto de bestias, que de personas.

No tenéis razón, dijo: que en estas fábulas de Esopo hablan las bestias, para que entiendan los hombres.

Y haciendo una guirnalda, se coronó con ellas. Para sacar una quinta esencia general recogió todas las de Alciato, sin desechar una y, aunque las vió imitadas en algunos; pero eran contrahechas y sin la eficaz virtud de la moralidad ingeniosa.

De los Morales de Plutarco se valía para comunes remedios: echaban gran fragancia todo género de apostemas y sentencias; pero, no haciéndose mucho caso de sus recopiladores, mandó fuesen algunos dellos premiados con estimación, por haberles ayudado mucho y aun, como Lucinas, haberles dado forma de una aguda donosidad.

p. 270 Topó unas grandes hojazas, muy extendidas, no de mucha eficacia y así dijo:

Éstas del Petrarca, Justo Lipsio y otros, si tuvieran tanto de intensión como tienen de cantidad, no hubiera precio bastante para ellas.

Acertó á sacar unas de tal calidad, que al mismo punto los circunstantes las apetecieron y unos las mascaban, otros las molían y estaban todo el día sin parar, aplicando el polvo á las narices.

Basta, dijo: que estas hojas de Quevedo son como las del tabaco, de más vicio que provecho, más para reir que aprovechar.

De la Celestina y otros tales, aunque ingeniosos, comparó sus hojas á las del perejil, para poder pasar sin asco la carnal grosería.

Éstas otras, aunque vulgares, son picantes y tal señor hay, que gasta su renta en ellas. Éstas de Barclayo y otros son como las de la mostaza, que, aunque irritan las narices, dan gusto con su picante.

Al contrario, otras muy dulces, así en el estilo, como en los sentimientos, las remitió, más para paladear niños y mujeres, que para pasto de hombres.

Las empresas del Jovio puso entre las olorosas y fragantes, que con su buen olor recrean el cerebro. Ostentó mucho unas hojas, aunque malaliñadas y tan feas, que les causaron horror; mas la prudente ninfa dijo:

No se ha de atender al estilo del infante don Manuel; sino á la extremada moralidad y al artificio con que enseña.

Por buen dejo sacó una alcarchofa y con lindo gusto la fué deshojando y dijo:

Estos raguallos del Boquelino, son muy apetitosos; pero de toda una hoja sólo se come el cabo con su sal y su vinagre.

Políticas. Muy gustosos y muy cebados se hallaban aquí, sin tratar de dejar jamás estancia tan de hombres. Sola la Conveniencia pudo p. 271 arrancarlos, que á la puerta de un otro gran salón y muy su semejante, aunque más majestuoso, los estaba convidando y decía:

Aquí es donde habéis de hallar la sabiduría más importante: la que enseña á saber vivir.

Entraron por razón de estado y hallaron una coronada ninfa, que parecía atender más á la comodidad, que á la hermosura, porque decía ser bien ajeno y aun se le oyó decir tal vez:

Dadme grosura y os daré hermosura.

Á lo que se conocía, que todo su cuidado lo ponía en estar bien acomodada; mas, aunque muy disimulada y de rebozo, la conoció Critilo y dijo:

Ésta, sin más ver, es la Política.

¡Qué presto la has conocido! No suele ella darse á entender tan fácilmente.

Era su ocupación, que no hay sabiduría ociosa, fabricar coronas, unas de nuevo, otras de remiendo, y perfeccionábalas mucho. Había de todas materias y formas: de plata, de oro y de cobre, de palo, de roble, de frutos y de flores. Y todas las estaba repartiendo con mucha atención y razón.

Ostentó la primera muy artificiosa, sin defecto alguno ni quiebra; pero más para vista, que platicada. Y dijeron todos era la república de Platón, nada á propósito para tiempos de tanta malicia.

Al contrario, vieron otras dos, aunque de oro; pero muy descompuestas y de tan mal arte, aunque buena apariencia, que al punto las arrojó en el suelo y las pisó, diciendo:

Este príncipe del maquiavelismo y esta república del Bodino no pueden parecer entre gentes. No se llamen de razón, pues son tan contrarias á ella. Y advertid cuánto denotan ambas políticas la ruindad destos tiempos, la malignidad destos siglos y cuán acabado está el mundo.

La de Aristóteles fué una buena vieja.

Á un príncipe, tan católico como prudente, encomendó una toda embutida de perlas y de piedras preciosas: era la razón p. 272 de estado de Juan Botero. Estimóla mucho y se le lució bien.

Aquí vieron una cosa harto estraña: que, habiendo salido á luz una otra muy perfecta y labrada, conforme á las verdaderas reglas de la política cristiana, alabándola todos con mucho fundamento, llegó un gran personaje, mostrando grandes ganas de haberla á su mano. Trató de comprar todos los ejemplares y dió cuanto le pidieron por ellos. Y cuando todos creían nacía de estimación, para presentársela á su príncipe, fué tan al revés, que, porque no llegase á sus manos, mandó hacer un gran fuego y quemar todos los ejemplares, esparciendo al aire sus cenizas.

Mas, aunque fué en secreto, llegó á noticia de la atenta ninfa, que como tan política, se las entiende á todo el mundo, y al punto mandó al mismo autor la volviese á estampar, sin que faltase una tilde, y repartióla por toda Europa, con estimación universal, cuidando que no volviesen ningún ejemplar á manos de aquel político, contra política.

Sacó del seno una caja tan preciosa, como odorífera. Y rogándole todos la abriese y les mostrase lo que contenía, dijo:

Es una riquísima joya. Ésta no sale á luz; aunque da tanta. Son las instrucciones que dió la experiencia de Carlos V á la gran capacidad de su prudente hijo.

Estaba allí apartada una, que aspiraba á eterna, más en la cantidad, que en la calidad. Obra de tomo. Nadie se atrevía á emprenderla.

Sin duda, dijo Critilo, que es la de Bobadilla, que todos cansados, la dejan descansar.

Ésta otra, aunque pequeña, sí que es preciosa, dijo la sagaz ninfa. No tiene otra falta esta política, sino de autor autorizado.

Estaban hacinadas muchas coronas, unas sobre otras, que en el poco aliño se conoció su poca estimación. Reconociéronlas y hallaron estaban huecas, sin rastro de sustancia.

Éstas, dijo, son las repúblicas del mundo, que no dan razón, p. 273 más que de las cosas superficiales de cada reino. No desentrañan lo recóndito; conténtanse con la corteza.

Conocieron el Galateo y otros sus semejantes y, pareciéndoles no era este su lugar, ella porfió que sí, pues pertenecía á la política de cada uno, á la razón especial de ser personas.

Lograron muchas maneras de instrucciones de hombres grandes á sus hijos, varios aforismos políticos, sacados del Tácito y de otros sus secuaces; si bien había muchos por el suelo y dijo:

Éstos son varios discursos de arbitrios en quimeras, que todos son aire y vienen á dar en tierra.

Libros
espirituales.
Coronaba todas estas mansiones eternas uno, no ya camarín, sino sagrario, inmortal centro del espíritu, donde presidía el arte de las artes, la que enseña la divina política, y estaba repartiendo estrellas en libros santos, tratados devotos, obras ascéticas y espirituales.

Éste, dijo el varón alado, advierte que no tanto es estante de libros, cuanto Atlante de un cielo.

Aquí exclamó Critilo: ¡Oh, fruición del entendimiento! ¡Oh, tesoro de la memoria, realce de la voluntad, satisfacción del alma, paraíso de la vida! Gusten unos de jardines, hagan otros banquetes, sigan éstos la caza, cébense aquéllos en el juego, rocen galas, traten de amores, atesoren riquezas con todo género de gustos y de pasatiempos; que para mí no hay gusto como el leer ni centro como una selecta librería.

Hizo señal de leva el varón alado, mas Critilo:

Eso no, dijo, sin ver primero en persona la hermosa Sofisbella, que un tal cielo como éste no puede dejar de tener por dueño al mismo sol. Suplícote, oh conductor alado, quieras introducirme ante su divina presencia. Que ya me la imagino idea de beldades, ejemplar de perfecciones. Ya me parece que admiro la serenidad de su frente, la perspicacia de sus ojos, la sutileza de sus cabellos, la dulzura de sus labios, la fragancia de su aliento, lo divino de su mirar, lo humano de su reir, el p. 274 acierto con que discurre, la discreción con que conversa, la sublimidad de su talle, el decoro de su persona, la gravedad de su trato, la majestad de su presencia. Ea, acaba, ¿en qué te detienes? que cada instante que tardas, se me vuelve eternidades de pena.

Cómo se desempeñó el varón alado, cómo logró Critilo su dicha, veremos, después de dar noticia de lo que le aconteció á Andrenio, en la gran plaza del vulgo.


CRISI V

Plaza del populacho y corral del vulgo.

Estábase la Fortuna, según cuentan, bajo su soberano dosel, más asistida de sus cortesanos, que asistiéndoles, cuando llegaron dos pretendientes de dicha á solicitar sus favores. Suplicó el primero le hiciese dichoso entre personas, que le diese cabida con los varones sabios y prudentes. Miráronse unos á otros los curiales y dijeron:

Éste se alzará con el mundo.

Mas la Fortuna, con semblante mesurado y aun triste, le otorgó la gracia pretendida.

Llegó el segundo y pidió, al contrario, que le hiciese venturoso con todos los ignorantes y necios. Riéronlo mucho los del cortejo, solemnizando gustosamente una petición tan estraña. Mas la Fortuna, con rostro muy agradable, le concedió la suplicada merced.

Partiéronse ya entrambos tan contentos, como agradecidos, abundando cada uno en su sentir. Mas los áulicos, como siempre están contemplando el rostro de su príncipe y brujuleándole los afectos, notaron mucho aquel tan extravagante cambiar semblantes de su reina. Reparó también ella en su reparo y muy galante les dijo:

p. 275 ¿Cuál destos dos, pensáis vosotros, oh cortesanos míos, que ha sido el entendido? ¿Creeréis, que el primero? Pues sabed que os engañáis de medio á medio. Sabed que fué un necio. No supo lo que pidió. Nada valdrá en el mundo. ¡Este segundo sí que supo negociar! Éste se alzará con todo.

Necedad valida. Admiráronse mucho y con razón, oyendo tan paradojo sentir; mas desempeñóse ella, diciendo:

Mirad: los sabios son pocos, no hay cuatro en una ciudad. ¿Qué digo cuatro? Ni dos en todo un reino. Los ignorantes son los muchos, los necios son los infinitos. Y así el que los tuviere á ellos de su parte, ése será señor de un mundo entero.

Sin duda que estos dos fueron Critilo y Andrenio, cuando éste, guiado del Cécrope, fué á ser necio con todos. Era increíble el séquito, que arrastraba, el que todo lo presume y todo lo ignora. Entraron ya en la plaza mayor del universo; pero nada capaz. Llena de gentes; pero sin persona, á dicho de un sabio, que con la antorcha en la mano al mediodía iba buscando un hombre, que lo fuese y no había podido hallar uno entero: todos lo eran á medias.

Porque el que tenía cabeza de hombre, tenía cola de serpiente y las mujeres de pescado. Al contrario, el que tenía pies, no tenía cabeza. Allí vieron muchos Acteones, que, luego que cegaron, se convirtieron en ciervos. Tenían otros cabezas de camellos, gente de cargo y de carga. Muchos, de bueyes en lo pesado, que no en lo seguro. No pocos, de lobos, siempre en la fábula del pueblo. Pero los más, de estólidos jumentos, muy á lo simple malicioso.

¡Rara cosa, dijo Andrenio, que ninguno tiene cabeza de serpiente ni de elefante ni aun de vulpeja!

No, amigo, dijo el Filósofo: que aun en ser bestias no alcanzan esa ventaja.

Todos eran hombres á remiendos y así cuál tenía garra de león y cuál de oso en pie. Hablaba uno por boca de ganso y otro murmuraba con hocico de puerco. Éste tenía pies de cabra p. 276 y aquél orejas de Midas. Algunos tenían ojos de lechuza y los más de topo. Risa de perro, quien yo sé, mostrando entonces los dientes.

Estaban divididos en varios corrillos, hablando, que no razonando, y así oyeron en uno que estaban peleando. Á toda furia ponían sitio á Barcelona y la tomaban en cuatro días por ataques, sin perder dinero ni gente. Pasaban á Perpiñán, mientras duraban las guerras civiles de Francia. Restauraban toda España. Marchaban á Flandes, que no había para dos días. Daban la vuelta á Francia, dividíanla en cuatro potentados, contrarios entre sí, como los elementos. Y finalmente venían á parar en ganar la Casa Santa.

¿Quién son éstos, preguntó Andrenio, que tan bizarramente pelean? ¿Si estaría aquí el bravo Picolomini? ¿Es por ventura aquél el conde de Fuensaldaña y aquél otro Totavila?

Ninguno déstos es soldado, respondió el Sabio, ni han visto jamás la guerra. ¿No ves tú que son cuatro villanos de una aldea? Sólo aquél, que habla más que todos juntos, es el que lee las cartas, el que compone los razonamientos, el que le va á los alcances al cura, digo: el barbero.

El vulgo
en corrillos.
Impaciente Andrenio, dijo: Pues si éstos no saben otro que estripar terrones, ¿por qué tratan de allanar reinos y conquistar provincias?

¡Eh!, dijo el Cécrope: que aquí todo se sabe.

No digas se sabe, replicó el Sabio; sino que todo se habla.

Toparon en otro, que estaban gobernando el mundo. Uno daba arbitrios, otro publicaba pragmáticas, adelantaban los comercios y reformaban los gastos.

Éstos, dijo Andrenio, serán del parlamento; no pueden ser otros, según hablan.

Lo que menos tienen, dijo el Sabio, es de consejo; toda es gente que, habiendo perdido sus casas, tratan de restaurar las repúblicas.

p. 277 ¡Oh, vil canalla!, exclamó Andrenio. ¿Y de dónde les vino á éstos meterse á gobernar?

Ahí verás, respondió el Serpihombre, que aquí todos dan su voto.

Y aun su cuero, replicó el Sabio.

Y acercándose á un herrador:

Advertid, le dijo, que vuestro oficio es herrar bestias: dad alguna en el clavo.

Y á un zapatero lo metió en un zapato, pues le mandó no saliese dél.

Más adelante estaban otros altercando de linajes, cuál sangre era la mejor de España, si el otro era gran soldado, de más ventura que valor y que toda su dicha había consistido en no haber tenido enemigo. Ni perdonaban á los mismos príncipes, definiendo y calificándolos si tenían más vicios de hombres, que prendas de reyes. De modo que todo lo llevaban por un rasero.

¿Qué te parece?, dijo el Cécrope. ¿Pudieran discurrir mejor los siete sabios de Grecia? Pues advierte que todos son mecánicos y los más sastres.

Eso creeré yo: que de sastres siempre hay muchos.

Murmuración
mecánica.
Y Andrenio: ¿Pues quién los mete á ellos en esos puntos?

¡Oh! que es su oficio tomar la medida á cada uno y cortarle el vestido. Y aun todos en el mundo son ya sastres en descoser vidas ajenas y dar cuchilladas en la más rica tela de la fama.

Aunque era tan ordinario aquí el ruido y tan común la vocería, sintieron que hablaban más alto allí cerca, en una ni bien casa ni mal zahurda, aunque muy enramada: que, en habiendo riego, hay ramos.

¿Qué estancia ó qué estanque es éste?, preguntó Andrenio.

Y el Cécrope, agestándose de misterio:

Éste es, dijo, el Areópago. Aquí se tiene el consejo de estado de todo el mundo.

Bueno irá él, si por aquí se gobierna. Ésta más parece taberna.

p. 278 Sí lo es, respondió el Sabio: que, como se les suben los humos á las cabezas, todos dan en quererlo ser.

Por lo menos, replicó el Cécrope, no pueden dejar de dar en el blanco.

Y aun en el tinto, respondió el Sabio.

Pues de verdad, volvió á instar, que han salido de aquí hombres bien famosos y que dieron harto que decir de sí.

¿Quiénes fueron éstos?

Cabezas
de motines.
¿Cómo quiénes? ¿Pues no salió de aquí el tundidor de Segovia, el cardador de Valencia, el segador de Barcelona y el carnicero de Nápoles, que todos salieron á ser cabezas y fueron bien descabezados?

Escucharon un poco y oyeron que unos en español, otros en francés, en irlandés algunos, y todos en tudesco, estaban disputando cuál era más poderoso de sus reyes, cuál tenía más rentas, qué gente podían meter en campo, quién tenía más estados, brindándose á la salud dellos y á su gusto.

De aquí, sin duda, dijo Andrenio, salen tantos, como andan rodando por esa gran vulgaridad, dando su voto en todo. Yo creí procedía de estar tan acabados los hombres, que andaban ya en cueros; mas ahora veo que todos los cueros andan en ellos.

Así es, ponderó el Sabio. No verás á otro por ahí, sino pellejos rebutidos de poca sustancia. Mira aquél, cuanto más hinchado más vacío. Aquel otro está lleno de vinagre á lo ministro. Aquellos botillos pequeños son de agua de azahar, que con poco tienen harto: luego se llenan. Aquéllos, muchos son de vino y por eso en tierra. Aquellos otros, los que, en siendo de voto, son de bota. Muchos están embutidos de paja, que la merecen. Colgados otros, por ser de hombres fieros, que hasta del pellejo de un bárbaro están acullá haciendo un tambor, para espantar, muerto, sus contrarios: tan allá resuena la fiereza déstos.

De la mucha canalla, que de adentro redundaba, se descomponían por allí cerca muchos otros corrillos y en todos estaban p. 279 murmurando del gobierno, y esto siempre y en todos los reinos, aun en el siglo de oro y de la paz. Era cosa ridícula oir los soldados tratar de los consejos, dar prisa al despacho, reformar los cohechos, residenciar los oidores, visitar los tribunales. Al contrario los letrados, era cosa graciosa verlos pelear, manejar las armas, dar asaltos y tomar plazas. El labrador, hablando de los tratos y contratos, el mercader de la agricultura, el estudiante de los ejércitos y el soldado de las escuelas, Necios
barajados.
el seglar ponderando las obligaciones del eclesiástico y el eclesiástico las desatenciones del seglar. Barajados los estados, metiéndose los del uno en el otro, saltando cada uno de su corro y hablando todos de lo que menos entienden.

Estaban unos viejos diciendo mucho mal de los tiempos presentes y mucho bien de los pasados, exagerando la insolencia de los mozos, la libertad de las mujeres, el estrago de las costumbres y la perdición de todo.

Yo, menos entiendo el mundo, decía éste, cuanto más va.

Y yo lo desconozco del todo, decía aquél, otro mundo es éste del que nosotros hallamos.

Llegóse en esto el Sabio y díjoles volviesen la mira atrás y viesen otros tantos viejos, que estaban diciendo mucho más mal del tiempo que ellos tanto alababan. Y detrás de aquéllos otros y otros, encadenándose hasta el primer viejo su vulgaridad.

Media docena de hombres muy autorizados, con más barbas que dientes, mucho ocio y poca renta, estaban en otro corro allí cerca tratando de desempeñar las casas de los señores y restituirlas á aquel su antiguo lustre.

¡Qué casa, decía uno, la del duque del Infantado, cuando se hospedó en ella el rey de Francia prisionero, y lo que Francisco la celebró!

¿Pues qué la debía, dijo otro, la del marqués de Villena, cuando hacía y deshacía?

¿Y la del almirante, en tiempo de los Reyes Católicos, púdose imaginar mayor grandeza?

p. 280 ¿Quién son éstos?, preguntó Andrenio.

Éstos, respondió el hombre sierpe, son hombres de honor en los palacios, llámanse gentileshombres ó escuderos.

Y en buen romance, dijo el Sabio, son gente que, después de haber perdido la hacienda, están perdiendo el tiempo y los que, habiendo sido la polilla de sus casas, vienen á ser la honra de las ajenas. Que siempre verás que los que no supieron para sí quieren saber para los otros.

Nunca pensé ver, ponderaba Andrenio, tanto necidiscreto junto y aquí veo de todos estados y condiciones, hasta legos.

¡Oh! sí, dijo el Sabio: que en todas partes hay vulgo y, por tildada que sea una comunidad, hay ignorantes en ella, que quieren hablar de todo y se meten á juzgar de las cosas, sin tener punto de juicio.

Pero lo que estrañó mucho á Andrenio fué ver entre tales heces de la república, en medio de aquella sentina vulgar, algunos hombres lucidos y que se decía eran grandes personajes.

¿Qué hacen aquí éstos? Señor, que se hallen aquí más esportilleros que en Madrid, más aguadores que en Toledo, más gorrones que en Salamanca, más pescadores que en Valencia, más segadores que en Barcelona, más palenquines que en Sevilla, más cavadores que en Zaragoza, más mochileros que en Milán: ¡no me espanta! ¡Pero gente de porte, el caballero, el título, el señor! No sé qué diga.

¿Qué piensas tú, dijo el Sabio, que, en yendo uno en litera, ya por eso es sabio? ¿En yendo bien vestido, es entendido? Tan vulgares hay algunos y tan ignorantes, como sus mismos lacayos. Y advierte que, aunque sea un príncipe, en no sabiendo las cosas y queriéndose meter á hablar dellas, á dar su voto en lo que no sabe ni tiene, al punto se declara hombre vulgar y plebeyo. Vulgo definido. Porque el vulgo no es otra cosa, que una sinagoga de ignorantes presumidos y que hablan más de las cosas, cuanto menos las entienden.

Volvieron los rostros á uno, que estaba diciendo:

p. 281 Si yo fuera rey... (y era un mochilero).

Y si yo fuera papa..., decía un gorrón.

¿Qué habíais de hacer vos, si fuerais rey? ¿Qué?

Lo primero, me había de teñir los bigotes á la española, luego me había de enojar y ¡voto!...

No, no juréis, que todos éstos que echan votos huelen á cueros.

Digo que había de hacer colgar media docena. Yo sé que oliera la casa á hombre y que mirarían algunos cómo perdían las victorias y los ejércitos, cómo entregaban las fortalezas al enemigo. No me había de llevar encomienda quien no fuese soldado y de reputación, pues para ellos se instituyeron. Y no déstos de las plumicas; sino un sargento mayor Soto, un Monroy y un Pedro Estélez, que se han hallado en cien batallas y en mil sitios. ¡Qué virreyes, qué generales hiciera yo! ¡Qué ministros! Todos habían de ser Oñates y Caracenas. ¡Qué embajadores, que no hiciera!

Oh, ¡no me viera yo un mes papa!, decía el estudiante. Yo sé que de otra manera irían las cosas. No se había de proveer dignidad ni prebenda, sino por oposición. Todo por méritos. Yo examinara quién venía con más letras que favores, quién traía quemadas las cejas.

Abrióse en esto la portería de un convento y metiéronse á la sopa.

Topaban varias y desvariadas oficinas por toda aquella gran plaza mecánica. Los pasteleros hacían valientes empanadas de perro. Ni faltaban aquí tantas moscas, como allá mosquitos. Los caldereros siempre tenían calderas que adobar. Los olleros alabando lo quebrado. Los zapateros á todo hombre, buscándole horma de su zapato, y los barberos haciendo las barbas.

¿Es posible, dijo Andrenio, que entre tanta botica mecánica no topemos una de medicinas?

Basta, que hay hartas barberías, dijo el Cécrope.

Y hartos en ellas, respondió el Sabio. Que, como bárba p. 282 ros, hablan de todo. Mas lo que ellos saben ¿quién lo ignora?

Con todo eso, dijo Andrenio, en una vulgaridad tan común es mucho que no haya un médico, que recete. Por lo menos no había de faltar á la murmuración civil.

No hacen falta, replicó el Sabio.

¿Cómo no?

Necedad
incurable.
Porque, aunque todos los males tienen remedio, hasta la misma locura tiene cura en Zaragoza ó en Toledo y en cien partes. Pero la necedad no la tiene ni ha habido jamás hombre que curase de tonto.

Con todo eso, veis allí unos, que lo parecen.

Venían dándose á las furias de que todos se les entremeten en su oficio y quieren curar á todos con un remedio. Y eso sería nada, si algunos no se metiesen á quererles dar doctrina á ellos mismos, disputando con el médico los jarabes y las sangrías.

¡Eh!, decían: déjense matar sin hablar palabra.

Pero los herreros llevaban brava herrería y aun todos parecían caldereros. Enfadados los sastres, les dijeron que callasen y dejasen oir, si no entender. Sobre esto armaron una pendencia, aunque no nueva en tales puestos. Tratáronse muy mal; pero no se maltrataron. Y dijéronles los herreros á los sastres, después de encomios solemnes:

¡Quitad de ahí, que sois gente sin Dios!

¿Cómo sin Dios?, replicaron ellos enfurecidos. Si dijérades sin conciencia, pase; pero sin Dios ¿qué quiere decir eso?

Sí, repitieron los herreros, que no tenéis un dios sastre, como nosotros un herrero y, cuando todos le tienen, los taberneros á Baco, aunque anda en celos con Tetis, los mercaderes á Mercurio, de quien tomaron las trampas con el nombre, los panaderos á Ceres, los soldados á Marte, los boticarios á Esculapio, ¡mirad qué tales sois vosotros, que ningún Dios os quiere!

Andad de ahí, respondieron los sastres. Que sois unos gentiles.

p. 283 Vosotros sí lo sois, que á todos queréis hacer gentileshombres.

Llegó en esto el Sabio y metió paz, consolando á los sastres con que, ya que no tenían Dios, todos los daban al diablo.

¡Prodigiosa cosa, dijo Andrenio, que con meter tanto ruido, no tengan habla!

¿Cómo que no?, replicó el Cécrope; antes jamás cesan de hablar ni tienen otro que palabras.

Hablillas. Pues yo, replicó Andrenio, no he percibido aún habla, que lo sea.

Tienen razón, dijo el Sabio: que todas son hablillas y todas falsas.

Corrían actualmente algunas bien desatinadas. Que habían de caerse muertos muchos cierto día y lo señalaban y hubo quien murió de espanto dos días antes. Que había de venir un terremoto y habían de quedar todas las casas por tierra. Pues ver lo que se iba extendiendo un disparate déstos y los muchos que se lo tragaban y bebían lo que contaban unos á otros. Y si algún cuerdo reparaba, se enfurecían, sin saber de dónde ni cómo nacía. Resucitaba cada año un desatino, sin saber bastante el desengaño fresco corriendo grasa. Y era de advertir que las cosas importantes y verdaderas luego se les olvidaban y un disparate lo iban heredando de abuelas á nietas y de tías á sobrinas, haciéndose eterno por tradición.

No sólo no tienen habla, añadió Andrenio; pero ni voz.

¿Cómo que no?, replicó el Cécrope. Voz tiene el pueblo y aun dicen que su voz es la de Dios.

Sí, del dios Baco, respondió el Sabio y, si no, escuchadla un poco y oiréis todos los imposibles, no sólo imaginados, pero aplaudidos. Oid aquel español, lo que está contando del Cid, cómo de una puñada derribó una torre y de un soplo un gigante. Atended aquel otro francés, lo que refiere, y con qué credulidad, del Roldán y cómo de un tajo rebanó caballo y caballero armados. Pues yo os aseguro que el portugués no se olvide tan presto de la pala de la victoriosa Forneira.

p. 284 Pretendió entrar en la bestial plaza un gran filósofo y poner tienda de ser personas, feriando algunas verdades bien importantes, aforismos convenientes; pero jamás pudo introducirse ni despachó una tan sola verdad ni el más mínimo desengaño, con que se hubo de retirar. Ídolos
del vulgo.
Al contrario, llegó un embustero, sembrando cien mil desatinos, vendiendo pronósticos llenos de disparates, como que se había de perder España otra vez, que había acabado ya la casa Otomana; leía profecías de moros y de Nostradamus y al punto se llenó la tienda de gente y comenzó á despachar sus embustes con tanto crédito, que no se hablaba de otro, y con tal aseveración, como si fueran evidencias. De modo que aquí más supone un adivino que Séneca, un embustero que un sabio.

Vieron en esto un monstrimujer con tanto séquito, que muchos de los pasados y los más de los presentes la cortejaban y todos con las bocas abiertas escuchándola. Era tan gruesa y tan asquerosa, que por dondequiera que pasaba, dejaba el aire tan espeso, que le podían cortar. Revolvióle las entrañas al Sabio, comenzó á dar arcadas.

¡Qué cosa tan sucia!, dijo Andrenio. ¿Y quién es ésta?

Ésta es, dijo el Cécrope, la Minerva desta Atenas.

Ésta la invencible y aun la crasa, dijo el Filósofo. Ella puede ser Minerva; mas á fe, que es pingüe. Y quien tanto engorda, ¿quién puede ser sino la ignorante satisfacción? Veamos dónde va á parar.

Pasó de las vendedoras á sentarse en el banco del Cid.

Aquélla, dijo el Cécrope, es la Sapiencia de tanto lego. Allí están graduando á todos y calificando los méritos de cada uno. Calificación
vulgar.
Allí se dice el que sabe y el que no sabe, si el argumento fué grande, si el sermón docto, si tan bien discurrido como razonado, si el discurso fué cabal, si magistral la lección.

¿Y quién son los que juzgan?, preguntó Andrenio, ¿los que dan el grado?

¿Quiénes han de ser, sino un ignorante y otro mayor? Uno, p. 285 que ni ha estudiado ni visto libro en su vida, cuando mucho una Silva de Varia Lección y el que más más, un Para Todos.

¡Oh!, dijo el Cécrope. ¿No veis que éstos son los más plausibles personajes del mundo? Todos son bachilleres. Aquel que veis allí muy grave, es el que en la corte anda diciendo chistes, hace cuento de todo, muerde sin sal cuanto hay, saca sátiras, vomita pasquines: el duende de los corrillos. Aquel otro es el que todo lo sabía ya, nada le cuentan de nuevo: saca gacetas y se escribe con todo el mundo y, no cabiendo en todo él, se entromete en cualquier parte. Aquel licenciado es el que en las Universidades cobra las patentes, hace coplas, mantiene los corrillos, soborna votos, habla por todos y, en habiendo conclusiones, ni es visto ni oído. Aquel soldado nunca falta en las campañas, habla de Flandes, hallóse en el sitio de Ostende, conoció al duque de Alba, acude á la tienda del general, el demonio del mediodía, mantiene la conversación, cobra el primero y el día de la pelea se hace invisible.

Paréceme que todos ellos son zánganos del mundo, ponderó Andrenio. ¿Y éstos son los que gradúan de valientes y de sabios?

Y es de modo, respondió el Cécrope, que el que ellos una vez dan por docto ése lo es, sepa ó no sepa. Ellos hacen teólogos y predicadores, buenos médicos y grandes letrados y bastan á desacreditar un príncipe. Dígalo el rey don Pedro. ¿Mas qué? Si el barbero del lugar no quiere, nada valdrá el sermón más docto ni será tenido por orador el mismo Tulio. Á éstos están esperando que hablen los demás, sin osar decir blanco ni negro, hasta que éstos se declaran y al punto gritan:

¡Grande hombre!, ¡grande sujeto!

Y dan en alabar á uno, sin saber de qué ni para qué. Celebran lo que menos entienden y vituperan lo que no conocen, sin más entender ni saber. Por eso el buen político suele echar buen cencerro, que guíe el vulgo adonde él quiere.

¿Y hay, preguntó Andrenio, quien se paga de tan vulgar aplauso?

p. 286 ¿Cómo si hay?, respondió el Sabio. ¡Y muchos, hombres vulgares, chabacanos, amigos de la popularidad y que la solicitan con milagrones, que llamamos pasmasimples y espantavillanos! Obras gruesas y plausibles. Porque aquí no tienen lugar los primores ni los realces.

Páganse mucho otros de la gracia de las gentes, del favor del populacho; pero no hay que fiar en su gracia, que hay gran distancia de sus lenguas á sus manos. ¡Qué fué verlos bravear ayer en un motín en Sevilla y enmudecer hoy en un castigo! ¿Qué se hicieron las manos de aquellas lenguas y las obras de aquellas palabras? Son sus ímpetus como los del viento que, cuando más furioso, calma.

Entraron con unos, que estaban durmiendo y no apriesa, como encargaba el otro á su criado. No movían pie ni mano. Aplauso necio. Y era tal la vulgaridad, que los despiertos soñaban lo que los otros dormían, imaginando que hacían grandes cosas. Y era de modo, que no corría otro en toda la plaza; sino que estaban peleando y triunfando de los enemigos. Dormía uno á pierna tendida y decían ellos estaba desvelándose, estudiando noche y día y quemándose las cejas. Desta suerte publicaban que eran los mayores hombres del mundo y gente de gran gobierno.

¿Cómo es esto?, dijo Andrenio. ¡Hay tamaña vulgaridad!

Mira, dijo el Sabio: aquí, si dan en alabar á uno, si una vez cobra buena fama, aunque se eche después á dormir, él ha de ser un gran hombre. Aunque ensarte después cien mil disparates, dicen que son sutilezas y que es la primera cosa del mundo. Todo es que den en celebrarle.

Y, por el contrario, á otros, que estarán muy despiertos, haciendo cosas grandes, dicen que duermen y que nada valen. ¿Sabes tú lo que le sucedió aquí al mismo Apolo con su divina lira? Que, desafiándole á tañer un zafio gañán con una pastoril zampoña, nunca quiso el culto numen salir, aunque se lo rogaron las musas. Y el selvajazo le zahería su temor y se jactaba de la victoria. No hubo remedio. No más, que porque había de p. 287 ser Juicio sin él. su juez el vulgacho, no queriendo arriesgar su gran reputación á un juicio tan sin él. Y por no haber querido hacer otro tanto, fué condenada la dulcísima Filomena en competencia del jumento. Y aun la Rosa dicen estuvo á pique de ser vencida de la Adelfa, que desde entonces por su indigno atrevimiento quedó letal á los suyos. Ni el pavón se atrevió á competir de belleza con el cuervo ni el diamante con el guijarro ni el mismo sol con el escarabajo, con tener tan asegurado su partido, por no sujetarse á la censura de un vulgo tan desatinado.

Mala señal, decía un discreto, cuando mis cosas agradan á todos. Que lo muy bueno es de pocos y el que agrada al vulgo, por consiguiente, ha de desagradar á los pocos, que son los entendidos.

Asomó en esto por la plaza, haciéndola, un raro ente. Todos le recibieron con plausible novedad. Seguíale la turba, diciendo:

Ahora en este punto llega del Jordán. Más tiene ya de cuatrocientos años.

Mucho es, decía uno, que no le acompañen ejércitos de mujeres, cuando va á desarrugarse.

¡Oh no!, decía otro. ¿No veis que va en secreto? Pues, si eso no fuera, ¿qué fuera?

¿Por lo menos no se pudiera traer por acá una botija de aquella agua, que yo sé que vendiera cada gota á doblón de oro?

No tiene él necesidad de dineros, pues cada vez que echa mano á la bolsa, topa un patacón. ¡Qué otra felicidad ésa! No sé yo cuál me escogiera de las dos.

¿Quién es éste? preguntó Andrenio.

Y el Sabio: Éste es Juan de para siempre, que Juan había de ser.

Vertían destas donosillas vulgaridades y todas muy creídas, levantando mil testimonios á la naturaleza y aun á la misma posibilidad. Sobre todo estaban muy acreditados los duendes. Había pase dellos, como de hechizadas. No había palacio viejo donde no hubiese dos por lo menos.

p. 288 Unos los veían vestidos de verde, otros de colorado y los más de amarillo. Y todos eran tamañicos y tal vez con su capuchito, inquietando las casas. Y nunca se aparecían á las viejas, porque no dicen bien trasgos con trasgos.

Varias
vulgaridades.
No moría mercader, que no fuese rodeado de monas y de micos.

Había brujas tantas como viejas y todas las malcontentas endiabladas.

Tesoros encantados y escondidos, sin cuenta y con cuento, cavando muchos tontos por hallarlos. Minas de oro y de plata, riquísimas; pero tapiadas, hasta que se acaben las Indias, las cuevas de Salamanca y de Toledo. ¡Mal año para quien se atreviera á dudarlas!

Mas de aquí á un instante se conmovió toda aquella acorralada necedad, sin saber cómo ni por qué, por ser tan ordinario como fácil. Alborótase un vulgo y más si es tan crédulo como el de Valencia, tan bárbaro como el de Barcelona, tan necio como el de Valladolid, tan libre como el de Zaragoza, tan novelero como el de Toledo, tan insolente como el de Lisboa, tan hablador como el de Sevilla, tan sucio como el de Madrid, tan vocinglero como el de Salamanca, tan embustero como el de Córdoba y tan vil como el de Granada.

Fué el caso que asomó por una de sus entradas, no la principal, donde todas son comunes, un monstruo, aunque raro, muy vulgar. No tenía cabeza y tenía lengua, sin brazos y con hombros para la carga. No tenía pecho, con llevar tantos; ni mano en cosa alguna; dedos sí, para señalar. Era su cuerpo en todo disforme. Y, como no tenía ojos, daba grandes caídas. Era furioso en acometer y luego se acobardaba. Hízose en un instante señor de la plaza, llenándola toda de tan horrible oscuridad, que no vieron más el sol de la verdad.

¿Qué horrible aborto es éste, preguntó Andrenio, que así lo ha eclipsado todo?

Éste es, respondió el Sabio, el hijo primogénito de la Ignoran p. 289 cia, el padre de la mentira, hermano de la necedad, casado con su malicia: éste es el tan nombrado Vulgacho.

Al decir esto descolgó el rey de los Cécropes de la cinta un retorcido caracol, que hurtó á un Fauno, y alentándolo de vanidad, Terror loco. fué tal su ruido y tan grande el horror que les causó, que agitados todos de un terror fanático, dieron á huir por cosa que no montaba un caracol. No fué posible ponerlos en razón ni detenerlos, que no se desgalgasen muchos por las ventanas y balcones, más á ciegas que pudieran en la plaza de Madrid. Huían los soldados gritando:

Que nos cortan, que nos cortan.

Comenzaron algunos á herirse y á matarse más bárbaramente, que gentílicos bacanales. Fuéle forzoso á Andrenio retirarse á toda fuga, tan arrepentido como desengañado. Echaba mucho menos á Critilo; pero valióle la asistencia de aquel Sabio y la luz, que la antorcha de su saber le comunicaba. Dónde fué á parar dirá la Crisi siguiente.


CRISI VI

Cargos y descargos de la Fortuna.

Comparecieron ante el divino trono de luceros el hombre y la mujer á pedir nuevas mercedes, que á Dios y al rey, pedir y volver. Solicitaban su perfección, de manos de quien habían recibido el ser. El saber
del hombre.
Habló allí el hombre en primer lugar y pidió como quien era, porque, viéndose cabeza, suplicó le fuese otorgada la inestimable prenda de la sabiduría. Pareció bien su petición y decretósele luego la merced, con tal que pagase en agradecimientos la media anata. Llegó ya la mujer y, atendiendo á que, si no es cabeza, tampoco es pies, sino la cara y suplicó con mucho agrado al Hacedor divino que la dotase en belleza.

p. 290 La hermosura
de la mujer.
Hecha la gracia, dijo el gran Padre celestial, serás hermosa; pero con la pensión de tu flaqueza.

Partiéronse muy contentos de la divina presencia, que de ella nadie sale descontento, estimando el hombre por su mayor prenda el entendimiento y la mujer la hermosura, él la testa y ella el rostro. Llegó esto á oídos de la Fortuna y dicen cuestionó agravios, dando quejas de que no hubiesen hecho caso de la Ventura.

¿Es posible, decía con profundo sentimiento, que nunca haya él oído decir: Ventura te dé Dios, hijo; ni ella, ventura de fea? Dejadles y veremos qué hará él con su sabiduría y ella con su lindeza, si no tienen ventura. Sepa, sabio él y linda ella, que de hoy adelante me han de tener por contraria: desde aquí me declaro contra el Saber y la Belleza. Yo les he de malograr sus prendas: ni él será dichoso ni ella venturosa.

Desde este día aseguran que los sabios y entendidos quedaron desgraciados: todo les sale mal, todo se les despinta; los necios son los venturosos, los ignorantes favorecidos y premiados. Desde entonces se dijo: Ventura de fea. Poco vale el saber, el tener, los amigos y cuanto hay, si no tiene un hombre dicha, y poco le importa ser un sol á la que no tiene estrella.

Esto le ponderaba un enano al melancólico Critilo, desengañándole de su porfía en querer ver en persona la misma Sofisbella, empeño en que le había puesto el varón alado. El cual, sin poderle satisfacer, se le había desaparecido.

Créeme, decía el enano, que todo pasa en imagen y aun en imaginación en esta vida: hasta esa casa del saber, toda ella es apariencia. ¿Qué? ¿Pensabas tú ver y tocar con las manos la misma Sabiduría? Fuga de Astrea. Muchos años ha que se huyó al cielo con las demás virtudes en aquella fuga general de Astrea. No han quedado en el mundo sino unos borrones della en estos escritos, que aquí se eternizan. Bien es verdad que solía estar metida en las profundas mentes de sus sabios; mas ya aun ésos acabaron. No hay otro saber, sino el que se halla en los inmortales caracteres de los libros. Ahí la has de buscar y aprender.

p. 291 ¿Quién, pues, fué, preguntó Critilo, el hombre de tan bizarro gusto, que juntó tanto precioso libro y tan selecto? ¿Cúyo es un tan erudito museo?

Si estuviéramos en Aragón, dijo el Pigmeo, yo creyera ser del duque de Villahermosa don Fernando. Si en París, del erudito duque de Orleans. Si en Madrid, del gran Filipo. Y si en Constantinopla, del discreto Osman, conservado entre cristales. Mas, como digo, ven conmigo en busca de la Ventura, que sin ella ni vale el saber ni el tener y todas las prendas se malogran.

Quisiera hallar primero, replicó Critilo, aquel mi camarada, que te he dicho, que echó por la vereda de la Necedad.

Si por ahí fué, ponderó el enano, sin duda estará ya en casa de la Dicha: que antes llegan ésos que los sabios. Ten por cierto que le hallaremos en aventajado puesto.

¿Y sabes tú el camino de la Dicha?, preguntó Critilo.

Ahí consiste la mayor dificultad, que una vez puesto en él, nos llevará al colmo de toda felicidad.

Con todo, paréceme que es éste, en lo desigual. Demás que me dieron por señas esas hiedras, que arrimadas se empinan y entremetidas crecen.

Llegó en esto un soldado muy de leva, que es gente que vive apriesa y preguntó si iba bien para la Ventura.

¿Cuál buscáis, dijo el enano: la falsa ó la verdadera?

¿Pues qué, hay Ventura falsa? Nunca tal oí.

Ventura
hipócrita.
¡Y cómo si la hay! ¡Ventura hipócrita! Antes es la que hoy más corre. Tiénese por dichoso uno en ser rico y es de ordinario un desventurado. Cuenta el otro por gran dicha el haber escapado en mil insultos de las manos de la justicia y es ése su mayor castigo.

Un ángel fué para mí aquel hombre, dice éste: y no fué sino un demonio, que le perdió.

Tiene aquél por gran suerte el no haber padecido jamás ni un revés de fortuna y no es sino un bofetón, de que no le ha tenido por hombre el cielo para fiarle un acto de valor.

p. 292 Tal dice: Dios me vino á ver. Y no fué, sino el mismo Satanás en sus logros. Cuenta el otro por gran felicidad el no haber estado en su vida indispuesto y hubiera sido su único remedio, para sanar en el ánimo. Alábase el lascivo de haber sido siempre venturoso con mujeres y ésa es su mayor desventura. Estima la otra desvanecida por su mayor dicha su buena gracia y ésa fué su mayor desgracia. Así que los más de los mortales yerran en este punto, teniendo por felicidad la desdicha. Que errando los principios, todas salen falsas las consecuencias.

Entremetióseles un pretendiente (¡qué otro trato éste del enfado!), y al punto comenzó á quejarse y murmurar y un estudiante á contradecirle. Que todos cuantos piensan saber algo dan en espíritu de contradicción. Pasaron de una en otra á burlarse del enano.

Y tú, dijo el estudiante, ¿qué vas á buscar?

Voy, dijo, á ser gigante.

¡Bravo aliento! Pero, ¿cómo podrá ser eso?

Muy bien, como quisiere mi señora la Fortuna. Que, si ella favorece, los pigmeos son gigantes. Y si no, los gigantes son pigmeos. Otros más ruines que yo están hoy bien encaramados. Que no hay prendas que tengan ni hay sabiduría ni ignorancia ni valor ni cobardía ni hermosura ni fealdad; sino ventura ó desdicha. Tener lunar ó estrella. Todo es risa lo demás. Al fin, ella se dará maña, cómo yo sea grande ó lo parezca: que todo es uno.

Voto á tal, dijo el soldado, que quiera ó no, ella habrá de hacer la razón.

No tan alto, señor soldado, dijo el estudiante: ¡más bajo!

Éste es mi bajo y mucho más he de alzar la voz, aunque sea en la sala de D. Fernando Ruiz de Contreras. Peor es acobardarse con la Fortuna. Sino mostrarla dientes, que sólo se burla con los sufridos. Y así veréis que unos morlonazos, cuatro bellacones atrevidos se salen con cuanto quieren y se burlan de todo el mundo. Ellos son los felices; que de los hombres de bien p. 293 no hay quien se acuerde. Juro y voto que hemos de andar á mojicones y que ha de hacerme favor, aunque reviente.

No sé yo cómo será eso, replicó el licenciado: que la Fortuna no hay entenderla. Tiene bravos reveses. Á otros más estirados he oído ponderar que no hay tomarla el tino.

Yo, por lo menos, dijo el cortesano, de mis zalamerías pienso valerme y mil veces hacerla el buz.

Buz de arca, dijo el soldado, ha de ser el mío. ¿Yo besarla la mano? Si me hiciese merced, eso bien; y si no, lo dicho, dicho.

Fortuna ciega. Ya me parece que me la veo, decía el enano, y que ella no me ve á mí, por ser pequeño. Que sólo son visibles los bienvistos.

Menos me verá á mí, dijo el estudiante, por ser pobre. Que á los deslucidos nadie los puede ver, aunque les salten al rostro los colores.

¿Cómo os ha de ver, dijo el cortesano, si es ciega?

¿Eso más?, ponderó Critilo. ¿De cuándo acá ha cegado?

No corre otra en la corte.

¿Pues cómo podrá repartir los bienes?

¿Cómo? Á ciegas.

Así es, dijo el estudiante, y así la vió un sabio entronizada en un árbol muy copudo, de cuyas ramas, en vez de frutos, pendían coronas, tiaras, capelos, mitras, bastones, hábitos, borlas y otros mil géneros de insignias, alternados con cuchillos, dogales, remos, grillos y corozas. Estaban bajo el árbol confundidos hombres y brutos, un sabio y un jumento, un lobo y un cordero, una sierpe y una paloma. Sacudía ella á ciegas, esgrimiendo su palo, dé donde diere y Dios te la depare buena. Caía sobre la cabeza de uno una corona y sobre el cuello del otro un cuchillo, sin más averiguar que la suerte. Y las más veces se encontraban, pues daba en manos de uno un bastón, que estuviera mejor un remo. Á un docto le caía una mitra allá en Cerdeña ó acá en Jaca y á un idiota bien cerca, todo á ciegas.

p. 294 Y aun á locas, añadió el estudiante.

¿Cómo es eso?, replicó Critilo.

Todos lo dicen, que ha enloquecido, y se conoce, pues no va cosa con concierto.

¿Y de qué enloqueció?

Cuéntanse varias cosas. La más constante opinión es que la malicia la ha dado un brebaje y, á título de descansarla, se le ha alzado con el mando y así da á sus favorecidos cuanto quiere: á los ladrones las riquezas, á los soberbios las honras, á los ambiciosos las dignidades, á los menguados las dichas, á las necias la hermosura, á los cobardes las victorias, á los ignorantes los aplausos y á los embusteros todo. El más ruin jabalí se come la mejor bellota y así no van ya por méritos los premios ni por culpas los castigos. Unos yerran y otros los murmuran. Al fin, todo va á locas, como digo.

Amiga
de ruines.
¿Y por qué no á malas también, añadió el soldado, pues la hacen fama de ruin, amiga de los jóvenes, siempre favoreciéndolos y contraria de los varones ancianos y maduros, madrastra de los buenos, envidiosa con los sabios, tirana con los insignes, cruel con los afligidos, inconstante con todos?

¿Es posible, ponderó Critilo, que de tantos azares se compone? ¿Y con todo eso la vamos á buscar desde que nacimos? ¿Y más ciegos y más locos nos vamos tras ella?

Ya en esto se descubría un extravagante palacio, que por una parte parecía edificio y por la otra, ruina. Torres de viento sobre arena, soberbia máquina sin fundamentos. Y de todo el que imaginaron edificio no había sino la escalera, que en esta gran casa de la Fortuna no hay otro que subir y caer. Las gradas parecían de vidrio, más quebradizas cuanto más dobles y todas llenas de deslizaderos. No había barandillas para tenerse; riesgos sí para rodar.

El primer escalón era más dificultoso de subir que una montaña; pero una vez puestos en él, las demás gradas eran facilísimas. Al contrario sucedía en las de la otra banda para bajar, p. 295 procediendo con tal correspondencia que, así como comenzaba uno á subir por esta parte, al punto caía otro por la otra, aunque más apriesa.

Llegaron, cuando actualmente rodaba uno con aplauso universal. Porque, al punto que comenzó á caer, soltó de las manos la gran presa, que había hecho de oficios y represa de beneficios. Cargos, dignidades, riquezas, encomiendas, títulos, todo iba rodando allí abajo. Daba aquí un bote una encomienda y saltaba acullá á manos de un enemigo suyo. Agarraba otro de vuelo el oficio y todos andaban á la rebatiña, haciendo grande fiesta al trabajo ajeno. Mas así se usa. Solemnizólo mucho Critilo y riéronlo todos, diciendo:

¡Qué bravo chasco de la Fortuna!

¡Pues, si hubierais visto rodar á Alejandro el Magno, aquel verle soltar un mundo entero y saltar tantas coronas, reinos y provincias, como nueces cuesta abajo y coja quien pudiere! Asegúroos, que fué una Babilonia.

Definición
del favor.
Acercóse Critilo á la primer grada con sus camaradas, donde estaba toda la dificultad del subir. Porque aquí asistía el Favor, primer ministro de la Fortuna y muy su confidente. Éste alargaba la mano á quien se le antojaba, para ayudarle á subir y esto sin más atendencia, que su gusto, que debía ser muy malo. Pues por maravilla daba la mano á ningún bueno, á ninguno que lo mereciese; siempre escogía lo peor.

En viendo un ignorante, le llamaba y dejaba mil sabios. Y aunque todo el mundo le murmuraba, nada se le daba. Que de sus temeridades tenía hechos callos en el qué dirán . De una legua acechaba un embustero y á los hombres de sustancia y de entereza no los podía ver, porque le parecía le notaban sus locuras y abominaban de sus quimeras.

Pues á un adulador, á un mentiroso, no ya la mano, entrambos brazos le echaba. Y para los hombres de veras y de su palabra era un topo. Que jamás topó con un hombre de verdad; siempre echaba mano de tales como él. Perdíase naturalmente p. 296 por los hombres de tronera, entregándolos cuanto hay y así todo lo confundían. Había millares de hombres por aquel suelo, aguardando los favoreciese; pero él, en viendo un entendido, un varón de prendas, decía:

Hete allá, puto, ¡quién á tal le ayudase! Es muy hombre: no conviene. Sujeto, al fin, de bravo capricho.

Era de modo, que acababa con todos los hombres eminentes en gobierno, en armas, en letras, en grandeza y en nobleza, que había muchos y muy á propósito. Pero ¿qué mucho, si descubrieron que estaba ciego de todas pasiones y andaba á ciegas, topando con las paredes del mundo y acabando con todo él?

Ésta, como digo, era la escala para subir á lo alto. No tenía remedio Critilo por desconocido ni el cortesano por conocido ni el estudiante ni el soldado por merecerlo; sólo el enano tuvo ventura, porque se le hizo pariente y así luego estuvo arriba. Apurábase el soldado de ver que los gallinas volaban y el estudiante, de que los bestias corrían.

Estando en esta dificultad, asomóse acullá en lo más alto Andrenio, que por lo vulgar había subido tan arriba y estaba muy adelantado en el valer. Conoció á Critilo, que no fué poco desde tan alto y de donde muchos desconocieron á sus padres é hijos; mas fué llamada de la sangre. Dióle luego la mano y levantóle y entre los dos pudieron ayudar á subir los demás. Iban trepando por aquellas gradas con harta facilidad de una en otra, ganada la primera, de un cargo en otro y de un premio en muchos.

Escala
de la fortuna.
Notaron una cosa bien advertida, estando á media escalera, y fué que todos, cuantos miraban de la parte de arriba y que subían delante, les parecían grandes hombres, unos gigantes, y gritaban:

¡Qué gran rey el pasado! ¡Qué capitán aquel que fué! ¡Qué sabio el que murió!

Y al revés, todos cuantos venían atrás les parecían poca cosa y unos enanos.

p. 297 ¡Qué cosa es, dijo Critilo, ir un hombre delante! ¡Aquello de ser primero ó venir detrás! Todos los pasados nos parece que fueron grandes hombres y todos los presentes y los que vienen nos parecen nada. Que hay gran diferencia en el mirar á uno como superior ó inferior desde abajo.

Llegaron ya á la última grada, donde estaba la Fortuna. Pero, ¡oh cosa rara! ¡oh prodigio nunca creído y de que quedaron atónitos y aun pasmados! Digo, cuando vieron una reina totalmente diversa de lo que habían concebido y muy otra de lo que todo el mundo publicaba. Porque no sólo no era ciega, como se decía; pero tenía una cara de cielo al mediodía, con unos ojos más perspicaces que un águila, más penetrantes que un lince. Su semblante, aunque grave, muy sereno, sin ceños de madrastra. Y toda ella muy compuesta.

No estaba sentada, porque siempre estaba de leva y en continuo movimiento. Calzaba ruedecillas por chapines. Su vestir era la mitad de luto y la otra mitad de gala. Miráronla y miráronse unos á otros, encogiéndose de hombros y arqueando las cejas, admirados de tal novedad y aun dudaron si era ella.

¿Pues quién había de ser?, respondió la Equidad, que la asistía con unas balanzas en la mano.

Oyólo la misma Fortuna, que ya había notado de reojo los ademanes de su espanto, y con voz harto agradable les dijo:

Audaces
afortunados.
Llegaos acá. Decid, ¿de qué os habéis turbado? No reparéis en decir la verdad, que yo gusto mucho de los audaces.

Estaban todos tan mudos, como encogidos. Sólo el soldado con valentía en el desahogo y desahogo en el hablar, alzando la voz de modo, que pudo oirle todo el mundo, dijo:

Gran señora de los favores, reina poderosa de las dichas, yo te he de decir hoy las verdades. Todo el mundo de cabo á cabo, desde la corona á la abarca, está murmurando de ti y de tus procederes. Yo te hablo claro, que los príncipes nunca estáis al cabo de las nuevas, siempre ajenos de lo que se dice.

p. 298 Ya sé que todos se quejan de mí, dijo ella misma; pero ¿de qué y por qué? ¿Qué es lo que dicen?

Mas ¿qué no dicen? respondió el soldado. Al fin yo comienzo con tu licencia, si no con tu agrado. Dicen lo primero que eres ciega. Lo segundo que eres loca. Lo tercero necia. Lo cuarto...

Aguarda, aguarda, basta, vete poco á poco, dijo: que hoy quiero dar satisfacción al universo. Protesto lo primero que soy hija de buenos, pues vengo de Dios y de su divina Providencia y tan obediente á sus órdenes, Fortuna
sin hijos.
que no se mueve una hoja de un árbol ni una paja del suelo sin su sabiduría y dirección. Hijos es verdad que no los tengo. Porque no se heredan ni las dichas ni las desdichas.

El mayor cargo, que me hacen los mortales y el que yo más siento, es decir que favorezco á los ruines. Que aquello de ser ciega seréis vosotros testigos. Pues yo digo que ellos son los malos y de ruines procederes, que dan las cosas á otros tales como ellos. El ricazo da su hacienda al asesino, al valentón, al truhán, los ciento y los doscientos á la ramera y traerá desnuda al ángel de una hija y el serafín de una virtuosa consorte. En esto emplean sus grandes rentas.

Los poderosos dan los cargos y se apasionan por los que menos los merecen y positivamente los desmerecen. Favorecen al ignorante, premian al adulador, ayudan al embustero, siempre adelantando los peores; y del más merecedor ni memoria, cuanto menos voluntad. El padre se apasiona por el peor hijo y la madre, por la hija más loca, el príncipe por el ministro más temerario, el maestro por el discípulo incapaz, el pastor por la oveja sarnosa, el prelado por el súbdito relajado, el capitán por el soldado más cobarde.

Y si no, mirad cuando gobiernan hombres de entereza y de virtud, como ahora, si son estimados los buenos, si son premiados los sabios.

Escoge el otro por amigo al enemigo de su honra y por con p. 299 fidente al más ruin. Con ése se acompaña, ése que le gasta la hacienda.

Creedme que en los mismos hombres está el mal. Ellos son los malos y los peores, ellos ensalzan el vicio y desprecian la virtud. Que no hay cosa hoy más aborrecida.

Manos
de la fortuna.
Favorezcan ellos los hombres de bien, que yo no deseo otro. ¿Veis aquí mis manos? Miradlas, reconocedlas, que no son mías. Ésta es de un príncipe eclesiástico y esta otra de un seglar. Con éstas reparto los bienes, con éstas hago mercedes, con éstas dispenso las felicidades. Ved á quién dan estas manos, á quién adelantan, á quién elevan. Que yo siempre doy las cosas por manos de los mismos hombres ni tengo otras. Y para que veáis cuánta verdad es ésta:

¡Hola!, ¡hola!, llamadme aquí luego el Dinero, venga la Honra, los Cargos, Premios y Felicidades, venga acá cuanto vale y se estima en el mundo, comparezcan aquí todos cuantos se nombran bienes míos.

Concurrieron luego todos y comenzó á alborotarlos cuerdamente.

Venid acá, decía, ruin canalla, gente baja y soez, que vosotros, infames, me tenéis sin honra. Di, tú, bellaco, di, tú, dinero, El dinero
residenciado.
¿por qué estás reñido con los hombres de bien? ¿Por qué no vas á casa de los buenos y virtuosos? ¿Es posible que me digan que siempre andas con gente ruin, haciéndote camarada con los peores del mundo, y me aseguran que nunca sales de sus casas? ¿Esto se puede tolerar?

Señora, respondió el Dinero, primeramente, todos los ruines, como son rufianes, farsantes, espadachines y rameras, jamás tienen un real ni para en su poder. Y si los buenos tampoco le tienen, no tengo yo la culpa.

¿Pues quién la tiene?

Ellos mismos.

¿Ellos? ¿De qué suerte?

Porque no me saben buscar. Ellos no roban, no trampean, p. 300 no mienten, no estafan, no se dejan cohechar, no desuellan al pobre, no chupan la sangre ajena, no viven de embeleco, no adulan, no son terceros, no engañan: ¿cómo han de enriquecer, si no me buscan?

¿Qué, es menester buscarle? Váyase él, pues corre tanto, á sus casas mismas y ruégueles y sírvales.

Señora, ya voy tal vez ó por premio ó por herencia y no me saben guardar. Luego me echan puerta afuera, Don Diego
Antonio Francés.
haciendo limosnas, remediando necesidades, más que el arcipreste de Daroca. Pagan luego lo que deben, prestan, son caritativos, no saben hacer una ruindad y así luego me echan puerta afuera.

No es echarte á rodar; sino subirte bien alto, hasta el cielo. Y tú, Honra, ¿qué respondes?

Lo mismo. Que los buenos no son ambiciosos, no pretenden, no se alaban, no se entremeten; antes se humillan, se retiran del bullicio, no multiplican cartas, no se presentan y así ni me saben buscar ni á ellos los buscan.

¿Y tú, Hermosura?

Belleza argüída. Que tengo muchos enemigos. Todos me persiguen, cuando más me siguen. Quiérenme para el mundo; nadie para el cielo. Siempre ando entre locas y necias. Las vanas me placean, me sacan á vistas; las cuerdas me encierran, me esconden, no se dejan ver y así siempre me topan con gente ruin á tontas y á locas.

Habla tú, Ventura.

Yo, señora, siempre voy con los mozos, porque los viejos no son atrevidos. Los prudentes, como piensan mucho, hallan grandes dificultades; los locos son arrojados, los temerarios no reparan, los desesperados no tienen qué perder. ¿Qué quieres tú que diga?

¿No veis, exclamó la Fortuna, lo que pasa?

Conocieron todos la verdad y valióle.

Sólo el soldado volvió á replicar y dijo:

Muchas cosas hay, que no dependen de los hombres; sino p. 301 que tú absolutamente las dispensas, las repartes como quieres y se quejan que con notable desigualdad. Al fin, yo no sé cómo se es, que todos viven descontentos: las discretas porque las hiciste feas, las hermosas porque necias, los ricos porque ignorantes, los sabios porque pobres, los poderosos sin salud, los sanos sin hacienda, los hacendados sin hijos, los pobres cargados dellos, los valientes porque desdichados, los dichosos viven poco, los desdichados son eternos. Así que á nadie tienes contento. No hay ventura cumplida ni contento puro; todos son aguados.

Hasta la misma naturaleza se queja ó se escusa con que en todo te le opones. Siempre andáis las dos de punta, que tenéis escandalizado el mundo. Si la una echa por un cabo, la otra por el otro. Fama, fortuna
y naturaleza
reñidas.
Por el mismo caso que la naturaleza favorece á uno, tú le persigues; si ella da prendas, tú las desluces y las malogras. Pues vemos infinitos perdidos por esto, grandes ingenios sin ventura, valentías prodigiosas sin aplauso, un Gran Capitán retirado, un rey Francisco de Francia preso, un Enrico IV muerto á puñaladas, un Marqués del Valle pleiteando, un rey don Sebastián vencido, un Belisario ciego, un Duque de Alba encarcelado, un don Lope de Hozes abrasado, un Infante Cardenal antecogido, un príncipe don Baltasar, sol de España, eclipsado. Dígoos que traéis revuelto el mundo.

Contrapesos
de las felicidades.
Basta, dijo la Fortuna: que lo que más me habían de estimar los hombres eso me calumnian. ¡Hola!, Equidad, vengan las balanzas.

¿Veislas? ¿veislas? Pues sabed que no doy cosa, que no la pese y contrapese primero, igualando muy bien estas balanzas. Venid acá, necios, inconsiderados, si todo lo diera á los sabios, ¿qué hicierais vosotros? ¿Habíais de quedar destituídos de todo? ¿Qué había de hacer una mujer, si fuera necia, fea y desdichada? ¿Desesperarse? ¿Y quién se pudiera averiguar con una hermosa, si fuera venturosa y entendida? Y si no, hagamos una cosa.

p. 302 Traigan acá todas mis dádivas, vengan las lindas: si tan desgraciadas son, truequen con las feas. Vengan los discretos: si tan descontentos viven, truequen con los ricos necios, que todo no se puede tener.

Fué luego pesando sus dádivas y disfavores, coronas, cetros, tiaras, riquezas, oro, plata, dignidades y venturas. Y fué tal el contrapeso de cuidados á las honras, de dolores á los gustos, de descréditos á los vicios, de achaques á los deleites, de pensiones á las dignidades, de ocupaciones á los cargos, de desvelos á las riquezas, de trabajos á la salud, de crudezas al regalo, de riesgo á la valentía, de desdoros á la hermosura, de pobreza á las letras, que cada uno decía:

¡Démonos por buenos!

Estas dos balanzas, proseguía la Fortuna, somos la naturaleza y yo, que igualamos la sangre. Si ella se inclina á la una parte, yo á la otra; si ella favorece al sabio, yo al necio; si ella á la hermosa, yo á la fea. Siempre al contrario, contrapesando los bienes.

Fortuna
justiciera.
Todo está bien, replicó el soldado; pero ¿por qué no has de ser constante en una cosa y no andar variando cada día? ¿Para qué es buena tanta mudanza?

¿Qué más quisieran los dichosos?, respondió la Fortuna. ¡Bueno por cierto! ¿Que siempre gozasen unos mismos los bienes y que nunca les llegase su vez á los desdichados? Deso me guardaré yo muy bien.

¡Hola!, Tiempo, ande la rueda, dé una vuelta y otra vuelta y nunca pare. Abátanse los soberbios y sean ensalzados los humildes. Vayan á veces. Sepan unos qué cosa es padecer y los otros gozar. Pues, si aun con saber esto y llamarme la mudable, no se dan por entendidos los poderosos, los entronizados, ninguno se acuerda de mañana, despreciando los inferiores, atropellando los desvalidos, ¿qué hicieran, si ellos supieran que no había de haber mudanza?

¡Hola!, Tiempo, ande la rueda. Si aun deste modo son in p. 303 tolerables los ricos, los mandones, ¿qué fuera, si se aseguraran, echando un clavo á su felicidad? Éste sí que fuera yerro.

¡Hola!, Tiempo, ande la rueda y desengáñese todo el mundo, que nada permanece, sino la virtud.

No tuvo más que replicar el soldado; antes volviéndose al estudiante, le dijo:

Pues vosotros, los bachilleres, sois los que más satirizáis la Fortuna, ¿cómo calláis ahora? Decid algo, que en las ocasiones es el tiempo de hablar.

Confesó él que no lo era; sólo venía á pretender un beneficio bobo.

Mas la Fortuna: Ya sé, dijo, que los sabios son los que hablan más mal de mí y en eso muestran serlo.

Escandalizáronse todos mucho de oir esto.

Y ella: Yo me desempeñaré. No es porque ellos así lo sientan, sino porque lo sienta el vulgo, para tener á raya los soberbios. Yo soy el coco de los poderosos. Conmigo les hacen miedo. Teman los ricos, tiemblen los afortunados, escarmienten los validos, enfrénense todos. Una cosa os quiero confesar y es que los verdaderos sabios, que son los prudentes y virtuosos, son muy superiores á las estrellas. Bien es verdad que tengo cuidado no engorden, porque no duerman. Que el enjaulado jilguero, en teniendo que comer, no canta. Y porque veáis que ellos saben ser dichosos:

¡Hola!, arrastrad aquella mesa.

Era redonda y capaz de todos los siglos. En medio della se ostentaban muchas venturas, en bienes, digo cetros, tiaras, coronas, mitras, bastones, varas, laureles, púrpuras, capelos, toisones, hábitos, borlas, oro, plata, joyas y todas sobre un riquísimo tapete. Mesa
de la fortuna.
Mandó luego llamar todos los pretendientes de ventura, que fueron todos los vivientes, que ¿quién hay que no desee? Coronaron la gran mesa y, teniéndolos así juntos, les dijo:

Mortales, todos estos bienes son para vosotros. ¡Alto!, dis p. 304 poneos para conseguirlos, que yo nada quiero repartir, por no teneros quejosos. Cada uno escoja lo que quisiere y coja lo que pudiere.

Hizo señal de agarrar y al punto comenzaron todos á porfía á alargar los brazos y estirarse, para alcanzar cada uno lo que deseaba; pero ninguno podía conseguirlo. Don Diego
Jerónimo Sala.
Estaba ya uno muy cerca de alcanzar una mitra; aunque no la merecía tanto como un vicario general y sea el doctor Sala. Anduvo porfiando toda la vida tras ella; mas nunca la pudo asir y murió con aquel buen deseo.

Daba saltos un otro por una llave dorada y, aunque se fatigó y fatigó á otros, como tenía dientes, se le defendía.

Empinábanse algunos al rojo; al cabo se quedaban en blanco.

Anhelaba otro y aun sudaba tras un bastón; mas vino una bala y derribóle, cuando le iba á empuñar.

Cogían unos la carrera muy de atrás y á veces por rodeos é indirectas. Daban valientes saltos por alcanzar alguna cosa y quedábanse burlados.

Andaba cierto personaje, aunque á lo disimulado, por alcanzar una corona. Cansábase de ser príncipe de retén; mas quedóse con estas esperanzas.

Llegó un bravo gigantón, un castillo de huesos, que ya está dicho de carne, no se dignó de mirar á los demás, burlándose de todos.

Éste sí, dijeron, que se ha de alzar con todo y más que tiene cien garras.

Alzó el brazo, que fué izar una entena. Hizo temblar todos los bienes de la Fortuna; mas, aunque le alargó mucho y le estiró cuanto pudo y casi casi llegó á rozarse con una corona, no la pudo asir, de que quedó hostigadísimo, maldiciendo y blasfemando su fortuna.

Probábanse ya por una parte y ya por otra, porfiaban, anhelaban y al cabo todos se rendían.

p. 305 ¿No hay algún sabio?, gritó la Fortuna. Venga un entendido y pruébese.

Sabio señor
de todo.
Salió al punto un hombre muy pequeño de cuerpo: que los largos, raras veces fueron sabios. Riéronse todos en viéndole y decían:

¿Cómo ha de conseguir un enano lo que tantos gigantes no han podido?

Mas él, sin hacer del hacendado, sin correr ni correrse, sin matarse ni matar, con linda maña, asiendo del tapete, lo fué tirando hacia sí y trayendo con él todos los bienes juntos.

Aquí alzaron todos el aplauso y la Fortuna dijo:

Ahora veréis el triunfo del saber.

Hallóse en un punto con todos los bienes en su mano, señor de todos ellos. Fuélos tanteando y, habiéndolos sospesado, ni tomó la corona ni la tiara ni el capelo ni la mitra; sino una medianía, teniéndola por única felicidad.

Viendo esto el soldado, llegóse á él y rogóle le alcanzase un bastón de aquéllos y el cortesano un oficio.

Preguntóle si quería ser ayuda de cámara. Y él dijo:

De cámara no; de mesa sí.

Mas no se halló tal plaza, que era muerta.

Dábale una tenencia de la guarda. Tampoco la aceptó, por ser oficio de coscorrones, de más ruido que provecho.

Toma, pues, esta llave capona.

¿Y cómo comeré yo sin dientes? No te canses en buscarme oficio en palacio, que todo es ser mozo; búscame un gobierno allá en Indias y mejor cuanto más lejos.

Al estudiante le alcanzó su beneficio. Para Critilo y Andrenio un espejo de desengaños.

Mas ya en esto tocaron á despejar, el Tiempo con su muleta, la Muerte con su guadaña, el Olvido con su pala, la Mudanza dando temerarios empellones, el Disfavor puntapiés, la Venganza mojicones.

Comenzaron á rodar unos y otros por una y otra parte. Que p. 306 para el caer no había sino una grada y ésa deslizadero; todo lo demás era un despeño.

Cómo salieron deste común riesgo nuestros dos peregrinos de la vida, que lo mejor del correr es el parar bien y lo más dificultoso de la ventura es el buen dejo, ése será el principio de la Crisi siguiente.


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TABLA

Páginas
Prólogo VII
PRIMERA PARTE
Crisi I .— Náufrago Critilo, encuentra con Andrenio, que le da prodigiosamente razón de sí. 7
Crisi II .— El gran teatro del universo. 14
Crisi III .— La hermosa naturaleza. 23
Crisi IV .— El despeñadero de la vida. 35
Crisi V .— Entrada del mundo. 50
Crisi VI .— Estado del siglo. 62
Crisi VII .— La fuente de los engaños. 79
Crisi VIII .— Las maravillas de Artemia. 98
Crisi IX .— Moral anatomía del hombre. 112
Crisi X .— El mal paso del salteo. 128
Crisi XI .— El golfo cortesano. 143
Crisi XII .— Los encantos de Falsirena. 161
Crisi XIII .— La feria de todo el mundo. 177
p. 308 SEGUNDA PARTE
Crisi I .— Reforma universal. 199
Crisi II .— Los prodigios de Salastano. 216
Crisi III .— La cárcel de oro y calabozos de plata. 234
Crisi IV .— El museo del discreto. 254
Crisi V .— Plaza del populacho y corral del vulgo. 274
Crisi VI .— Cargos y descargos de la Fortuna. 289

p. 309

Acabóse de imprimir esta edición
de “El Criticón” en la
imprenta “Renacimiento”
el día 25 de
Abril del año
MCMXIII


Nota de transcripción