Title : La quinta de Palmyra
Author : Ramón Gómez de la Serna
Release date : September 18, 2020 [eBook #63228]
Language : Spanish
Credits
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LA QUINTA DE PALMYRA
(NOVELA GRANDE).
POR
RAMÓN
GÓMEZ DE LA SERNA
BIBLIOTECA NUEVA
Propiedad.
Derechos reservados para todos
los países.
Copyright 1923 by
Ramón Gómez de la Serna.
Gran Establecimiento Tipográfico de «El Adelantado de Segovia»
OBRAS DE RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA
Entrando en fuego (agotada).— Morbideces (agotada).
El concepto de la nueva literatura. — Cuento de Calleja (drama).
Mis siete palabras. — El laberinto. — La bailarina. — El libro mudo. — Las muertas. — Sur del Renacimiento escultórico español.
Ex-votos. — El teatro en soledad.
El ruso. En el «Libro Popular».— Ruskin el apasionado , estudio crítico publicado con la traducción de «Las piedras de Venecia». Editorial «Prometeo», Valencia.— Tapices (agotada).
El Rastro. Editorial «Prometeo», Valencia, 1,50 pesetas.
Pombo (tomo 1.º). Librería Beltrán, Príncipe, 16, 4 pesetas. Numerosos grabados.— Senos (ilustraciones de Apa). Librería Beltrán, Príncipe, 16.— Greguerías. Editorial «Prometeo», Valencia.
El Alba. Editorial «Saturnino Calleja».— Greguerías selectas. Prólogo de Rafael Calleja, 2,50 pesetas. Editorial «Saturnino Calleja».
El libro nuevo , 4 pesetas. Beltrán, Príncipe, 16.— Virguerías , 4 pesetas (Los pedidos al autor, Velázquez, 4, torreón)— Variaciones. Ilustrado por el autor, Atenea, Ferraz, 21.— El Prado , numerosos grabados, 2,50 pesetas. Beltrán, Príncipe, 16.— Toda la Historia de la Puerta del Sol y otras muchas cosas. Con numerosas ilustraciones, 1 peseta. Beltrán, Príncipe, 16.— El drama del Palacio deshabitado (2.ª edición, seguido de otras obras de teatro como La Utopía , Beatriz , La Corona de hierro , El lunático ). Un tomo 5 pesetas. Editorial América. Sociedad General de Librería, Ferraz, 21.— El Doctor inverosímil. Novela grande. Atenea, Ferraz, 21. Disparates. Calpe. Colección de humoristas.— Pombo , segundo tomo, con numerosos grabados. Beltrán, Príncipe, 16, 10 pesetas.— Los muertos y las muertas , (Atenea).— El Gran Hotel. Novela grande. Editorial América, Ferraz, 21. Leopoldo y Teresa. En «La Novela Corta».— El olor de las mimosas. En «La Novela Corta».— Ramonismo. Ilustrado por el autor. Calpe. Colección humoristas.— El Novelista , (novela grande). Sempere, calle Martí. C. C. (Valencia).— El incongruente. Novela grande. Calpe.— La Saturada. «La Novela Corta».— Vida, pasión y muerte de un humorista (novela grande). Calpe.— El hijo del relojero , (novela grande).— El ramo de Begonias (novela grande).
El Chalet de las Rosas (novela grande), 4 pesetas. Sempere, calle Martí C. C. (Valencia).— El Circo (en la serie «Los Guasones»). 2.ª edición muy aumentada y corregida con portada de Bon e ilustraciones de Apa y del propio autor. Sempere, calle Martí C. C. (Valencia).— Cinelandia , novela grande, 4 pesetas. Sempere, Martí C. C. (Valencia).— La malicia de las acacias , novelas, 4 pesetas. Sempere, Martí C. C. (Valencia).— Gollerías , con numerosas Ilustraciones del autor (también en la serie «Los Guasones»), 4 pesetas. Sempere, calle Martí C. C. (Valencia).— Mauricio Barrés el enlutado , con grabados y fotografías. Sempere, calle Martí C. C (Valencia).
Obras publicadas por la «Biblioteca Nueva» (Lista, 66)
Muestrario , 4 pesetas.— In Memoriam , de Silverio Lanza, 4 pesetas.— El cubismo y todos los ismos (con numerosas ilustraciones).— Efigies (dos tomos con curiosos grabados, a 4 pesetas tomo).—Tomo I, Aloisyus Bertrán, Baudelaire, conde Villies de L’Isle Adam, Gerardo de Nerval.—Tomo II, Oscar Wilde, El conde de Lautreamont, D’Annunzio, Remy y Jean de Gourmont, Colette Willy, Edgard Poe.
NOVELAS GRANDES
LA VIUDA BLANCA Y NEGRA | 4 | PTAS. |
EL SECRETO DEL ACUEDUCTO | 4 | » |
LA QUINTA DE PALMYRA | 5 | » |
TRADUCCIONES
Echantillons. (Trad. Valery Larbaud y Matilde Pomes en «Les Cahiers verts».) Seins. (con ilustraciones en «Les Cahiers d’aujourd’hui»). La veuve blanche et noire. (Prólogo de Valery Larbaud, trad. de Jean Cassou, en la editorial Simón Kra.) Le Docteur Invraisemblable (Prólogo de Jean Cassou y trad. de Marcelle Auclair, en la editorial Simón Kra.)— Gustave l’Incongru (traducción de Jean Cassou en la editorial Simón Kra).— El Incongruente , La viuda blanca y negra , Cinelandia , Ramonismo , El Doctor Inverosímil y El Gran Hotel , han sido traducidos al alemán. {7} {6}
Primero había una alta tapia cubierta de musgo pardo como si llevase sobre los hombros una capa de terciopelo. La puerta era una enorme puerta en cuyas dos columnas ponía: en la de la izquierda QUINTA , y en la de la derecha DE PALMYRA con su particular ortografía portuguesa. Sobre las columnas se destacaban dos jarrones tradicionales.
Los árboles, más que centenarios, intentaban ocultar el palacio; pero se le entreveía en el fondo recibiendo dos caminos en su puerta central, a la que se subía por una suntuosa escalinata.
Era un palacio clarito y triste. En los copones de sus esquinas estaba depositada el agua de las lluvias antiguas, como reservorio de las lágrimas del cielo.
En el centro, sobre el ángulo de la frente de la casa, como atributo divino, había una diosa pagana que se recogía la túnica sobre las bellas piernas. Era {8} de mármol y tenía los colores variados del tiempo y los hoyuelos que hace la lluvia en el mármol como si le regastase el mar. ¡Cuánta lluvia había bañado a aquella mujer!
Quitaba aquella escultura a la casa lo que de picudo tienen los tejados en forma de toca.
En señal de gratitud, ya que las chimeneas hacen tanto bien a las casas, como todas las chimeneas de Portugal, aquellas de la Quinta estaban elevadas y convertidas en algo más que en chimeneas y parecían palomares, vástagos de la casa con pretensión de ser alguna vez casas auténticas, nuevas casas más altas que la madre.
En los guisos campesinos y magníficos que se preparasen en aquella cocina tenían que influir las chimeneas artísticas de alargada y ancha rendija, muy boconas para dar salida a todo el humo de las grandes cazuelas.
En un lado del pecho de la casa había incrustados unos cuantos azulejos azules, de esos tan portugueses en que parece derrumbarse un cielo azul recién lavado, con nubes que aún no han acabado de destrizarse, nubes buenas que han endulzado el cielo con sus azucarillos.
Esos azulejos portugueses en que se refleja un día hermoso y un poco mojado decoraban las fachadas del palacio de Palmyra, palacio de melancolía antigua, melancolía deliciosa como lo es el vino viejo.
¡Qué reflejo de un día antiguo había en los ladrillos azulencos y optimistas!...
Entre todos los azulejos sin disimulo en sus jun {9} turas, se componía una viñeta marina, un navío azotado por los vientos y por la tempestad.
Ya esos cuadros de azulejos que suele haber siempre en las fachadas portuguesas ponen lágrimas, ojos azules a través de lágrimas, en la fisonomía de la casa.
¿Qué día indeleble se refleja en las placas sensibles de los azulejos? ¿El día inaugural y feliz de la casita?
El tono de la saudade está ya en esos azulejos azulosos, azulinos, azulosados.
A Palmyra le costaba siempre un suspiro el mirarlos.
A un lado, en lo alto, tenía la Quinta una espadaña con su campanita para pedir auxilio.
Los balcones eran todos desiguales. Unos tenían un saliente excepcional, otros tenían una visera de tejas en lo alto, alguno estaba cerrado por una especie de celosía pintada de verde. Las ventanas en lo alto, miraban a través de sus cristalitos, como ventanas encaramadas desde las que se veía el mar un confín más allá, un escalón más abajo del escalón visible del horizonte.
Todos los balcones y todas las ventanas tenían visillos blancos de fina batista con ondulada muceta. La ropa blanca de los balcones siempre estaba aseada y se lucían los embozos de la intimidad de la casa encañonados y pulidos como chorrera de blusa blanca.
Se presentía detrás de esas muestras un pecho limpio y puro de mujer pulcra que huele al alba angélica de la ropa blanca muy bien lavada y oreada. {10}
Iría bien a los senos de la mujer que se asomase detrás de esos visillos su gran presentación rizada y atirabuzonada.
En el jardín se encontraban cenadores, mesas de granito, bancos de parque antiguo con aire de sofás de piedra y un estanque chiquitín al que servía de fuente un niño guiando un cangrejo, niño sentado en unas peñas cubiertas de conchas del mar, como si fuesen conchas de peregrino.
El jardín de la Quinta abrazaba al palacete y se veía que sentía mucho cariño por él. Estaba contento de rodear aquella casa de sensata traza, aquel refugio de segura intimidad.
En aquel rincón de Portugal, junto al pueblecito de Ardantes, la paz del mundo era regia y aquella Quinta respiraba felicidad y sosiego.
Todo el paisaje ayudaba a esa sensación, un paisaje de ningún lado del mundo, paisaje de los cuadros relojeros que tienen el reloj en una torrecita del panorama. Un paisaje lleno de nubes suspensas, de esas nubes que retienen los días inmóviles, como si fuesen desprendimientos dejados en su marcha y a flote en el ambiente calmo por el tren del tiempo.
Serán esas nubes como humo que no se deshará hasta la mañana siguiente, en esa hora disolvente del alba que puede con todo.
La Quinta estaba sola en un buen trecho de aquel gran paisaje; pero después se veían muchos hotelitos, hotelitos trazados por el tiralíneas del capricho, hotelitos felices que se hicieron con la ventana ideal en el sitio estratégico de la pared y en la forma que señaló con lápiz el mismo propietario. {11}
Eran hoteles para el verano.
Por eso casi todos estaban cerrados. ¡Cuánta gente construye un hotel y a raíz de eso pierde la felicidad o escoge otro sitio o muere sin que nadie se ocupe en mucho tiempo del hotel cerrado!
¿Qué muebles nostálgicos, qué espejos secos por no tener imágenes en tanto tiempo y qué consolas carcomidas no habrá en el fondo de esos hotelitos?
Se destacaban los torreones, esos torreones inútiles en los que no hay nunca un vigía, hechos en balde para que no suba nunca nadie, torreones orgullosos a los que sólo ascendió el dueño de la casa el día de la inauguración.
Miraban sus deslumbrados cristales a sitios distintos, con visión de horizontes nuevos y como observando mares de distinta clase y de distinto color.
¡Qué pena los torreones inútiles!
Después, situando el hotel, venía el mar, un mar sin colonias próximas ni pueblecillos caídos en la ribera, un largo trecho de costa en que daba la casualidad que no había afincado nadie.
Del pueblo próximo, y para ver el célebre faro que se levantaba en aquel paraje, iban gentes que querían pasar un rato allí y se sentaban a tomar algo en la cantina del antiguo farero, que tenía una bella niña de ojos azules hija indudablemente del faro, como sueño de las olas y la noche.
Se producía en aquel paraje una de esas entradas en que el mar vive tranquilo y lame la costa.
En esa entrada alargada y tendida que hace muy pocas veces el mar en otros sitios, parece que des {12} cansa y añade también a todo el paisaje una emoción de serenidad manifiesta.
También venía aquí el mar a reponerse, a rehacer las fuerzas deshechas de tan trabajado y rebatido como se siente y está después de tantos siglos de labor.
Su lengua más vieja, su verbo más usado, era el que se adunaba y se reponía allí. {13}
En el interior de la Quinta de Palmyra todo eso se remansaba más y las humedades del jardín se hacían compota en las compoteras de cristal tallado, de las que es agradable tocar la calidad de piña de cristal que tiene la tapadera.
Los muebles estaban pasando una temporada de primavera eterna, y por eso se les veía plácidos, como dedicados a la lectura y a la conversación.
En el centro de los grandes salones había asientos como esos de los Museos, que dan toda una vuelta alrededor del tronco redondo del respaldo. Sobre el pináculo de su remate se erigía una estatua que unas veces levantaba una palma en lo alto y otras tocaba una lira.
Numerosos veladorcitos con ceniceros, libros y cajitas revestidas de conchas se acercaban a los grupos de asientos en actitud servicial.
Varios relojes ingleses, de gran esfera matemática y con algo de mapa, se alzaban sobre muebles confidentes.
Bustos con la melena Luis XV estaban colocados en las esquinas de las habitaciones, resguardándose {14} en las esquinas, y como dejando sitio para el paso para disfrutar una vida disimulada y pacífica.
Por detrás de todas las conversaciones, escondidos en un esquinazo, estaban sus cabezas.
Tenían su orgullo y su altivez de siempre y vivían la vida del palacio bien comida, tranquila, con el aroma de todos los vinos.
Tan opulento era el ambiente del palacio y tan sestero, que siempre serían en él una cosa vaga los cuadros y las cornucopias, algo así como una palmatoria en peregrinación por la galería de las paredes.
Se vivía en el cuajo de las habitaciones, en sus últimos rincones, lejos de su decorado y aceptándolo como un incontable aliciente. En aquel conjunto de cosas, casi sin trecho libre, siempre sería una sorpresa cada cosa y unos días se encontrarían los medallones en cera y pelo de los antepasados, y otro un relicario apenas visto.
Casa llena de caracolas como adorno de todo pie de consola o toda mesa libre. Se acordaba su ruido interno en un rumor incontrastable que se componía entre unos y otros. Estando muy atento se oía otro rumor que no era el del mar lejano, una especie de ruido de oídos de las caracolas. ¡Oídos incurables!
Unos cuantos mapas mundis y varias esferas armilares había repartidas por la casa y la daban una especie de trascendencia ultramarina y ultraterrestre.
Tenía siempre el aspecto de esos palacios pequeños que se enseñan cuando los reyes no están. Todas las habitaciones estaban como para no recibir a nadie, y, sin embargo, prontas para recibir a alguien. {15} Había numerosos despachos y alcobas para huéspedes de una noche. Todos hallarían además un balcón ideal en cada cuarto.
La Quinta lo que estaba era muy entornada. Los párpados de sus persianas estaban entregados a un duerme vela constante.
Velos invisibles cubrían las cosas, las adormecían, las daban carácter de Semana Santa, cuando toda imagen se envuelve en un paño morado.
Las vitrinas eran auténticas y tenían cosas que habían tenido el sitio predilecto sobre el pecho de los que murieron. Había joyas en las que no se acababa de creer por lo excesivo que resultaba que fuesen verdaderas. Los brillantes tenían gotosa pesadez de cristal de roca, las pulseras eran como grilletes para la prisionera de la riqueza.
Pero en ese interior lo importante es la sombra de los rincones, la sombra de los que se fueron y la sombra de los que no pudieron estar nunca y que son los que hubieran llenado la soledad del palacio, seres excepcionales, animosos, magnánimos, que son los únicos que hubieran conseguido espantar la melancolía, que como las arañas, siempre tejía telas de sombra en las esquinas de las habitaciones de la Quinta.
Ninguno de los antepasados había podido reaccionar contra el dulce estrago de la Quinta, y casi todos habían acabado viviendo en Lisboa o en París. Sólo el primero de los Talares, el que compró la propiedad y edificó el palacio con tipo de castillo y de chalet, lo habitó hasta el día de su muerte, y sólo ahora, al cabo de los años, su única descendiente, Palmyra Talares, quería a toda costa vivir en el dulce retiro, to {16} mar buena cuenta de todas las cosas en aquel dulce paraje, y oir la respiración de las cosas que se pierde en el ruido de la ciudad. Era Palmyra el alma flotante de la Quinta, la que la hacía apetecible y conseguía que todas las gentes que pasaban mirasen hacia el fondo de la avenida que paraba a la puerta de la casa.
En el pueblo de al lado, entre los que se hospedaban en los hoteles de alrededor, entre los aldeanos flotantes que tenían sus casas sembradas en el paisaje desigualmente, aquí una y mucho más allá otra, tenía un prestigio grande aquella bella mujer que no se iba, que vivía año tras año en la Quinta ideal.
Palmyra era esbelta, blanca, de nariz muy fina, de ojeras de niño de sangre azul, de los niños en su primera leche. Sus ojos eran unos ojos negros con un brillo metálico, brillo un poco dorado, ojos que se podrían llamar mordorés.
Su voz tenía la suavidad infantil que la daba el portugués.
No es que mezclase en sus palabras «eses» andaluzas, ni «ces» con zedilla, sino «equis», muchas x x x x intercaladas entre las palabras, dándolas exquisitez y dulzor.
Palmyra era un dechado de dulzuras y equis. Todo lo sugería y lo preguntaba al mismo tiempo, a todo lo daba vaguedad y dejaba que pudiese ser de otro modo.
Tenía una manera de envolverse en los grandes chales de lana que daba amor por ella, gustándola salir con los brazos desnudos, los brazos que amarilleaban y se ponían cárdenos de friolencia sin que {17} jarse nunca. Sólo se abrigaba el pecho con gran cuidado, poniendo una mano sobre el cierre del abrigo.
Envuelta en sus larguísimas toquillas blancas, resultaba esponjosa, mayor, con unos opulentos senos guardados en el nido más tibio y cándido, el nido blando en que se mecían.
La cubierta del libro que siempre llevaba en la mano, la caracterizaba. Era una cubierta del lienzo que usan para las velas de los barcos, en el que una aguja paciente había bordado debajo de un precioso papagayo verde:
¿Pero qué penas eran las suyas? Ningunas. Las saudades del país en el inmenso caserón de la Quinta. Hasta la había dado esa melancolía aquella voz excepcional y pulida como por haber cantado mucho.
Siempre se la veía detrás de los cristales mirando su paisaje, las palmeras y el mar, un mar que resultaba un escarpado y ancho patio.
Sobre todo, a las horas de tren, estaba acodada sobre el alféizar de la ventana más bonita desde la que se le veía recortado sobre el mar, coincidiendo las dos ventanillas como marco del mar luminoso, más luminoso en la galería de marinas que eran las ventanas de los vagones que en la amplia marina que se destacaba por encima y a los lados del trenecito. Aquella emoción del tren sobre el mar, como ponien {18} do las ventanillas en blanco, era de lo más particular de aquella visión del tren de la costa, en el que el mar era un aderezo contrastante.
El mar, bajo la mirada instigadora de Palmyra, refrescaba la sed eterna con cerveza salada y fresca, encaperuzada por la espuma de nieve de las bebidas refrescantes.
La eterna fiebre de las encías que siente el mundo en dentición perpetua, se calmaba con el mar.
Daba el mar al espíritu de Palmyra uno de esos baños de tina que la había dado su madre. Cada ola que se rompía era una medida de agua fresca que la echaba sobre la cabeza. Se rompía sobre su espíritu cada ola, con chasquido de agua que se rompe en el agua.
¡Cuántas conchas de agua vertidas sobre el agua! ¡Cuántos bautismos fatales!
Pero esos espectáculos más fuertes y constantes que nosotros, son los que añaden vida a la vida.
Las palmeras eran el otro espectáculo que formaba sus horas. ¿Las quería? ¿Las odiaba?
¡Siempre aquellas grandes palmeras serían de otro país, de más lejos!
Siempre, sin embargo, serían la portada de su vida, de su novela, de su muerte.
Eran aquellas palmeras de un color verde como semillas florecidas que trajo la brisa del Atlántico. Eran árboles en los que no anidaba la inquietud humana, árboles desposeídos de sentimentalidad, que sonríen aun los días más duros.
Notaba esa indiferencia de las palmeras, pero eran su alegría en medio de todo. Enjugaban sus preocupa {19} ciones con su gran simpleza y ese optimismo fiero, que hacía que su sombra, aun en las noches de luna, parecíase como recortada luz del sol en el paraje de las playas.
Palmyra apenas salía de esa contemplación y veía venir y alejarse los trenes, cuya nube de humo parece que les retiene, que no les deja andar más deprisa, como si esa ráfaga fuese su cola que se enreda en los árboles.
Pero tanto la magnífica soledad de la Quinta como la frialdad del mar, la hacían necesitar del amor como única reacción contra aquellas dos grandes influencias. {21} {20}
Palmyra, en esa necesidad de entonar el palacio, y viendo que el tiempo pasaba y nadie llegaba lealmente a casarse con ella, creyó que eso se debía a una especial rebeldía de los tiempos ante el matrimonio, y se dejó seducir por ese joven español que está a su lado, Armando Vivar, que se hacía tener por un aristócrata español y vivía en el palacio desde hacía muchos meses, tratado a cuerpo de rey, y recibiendo en sus brazos aquella blanca forma de Palmyra como suprema posesión del paisaje.
Armando era un huído de España no se sabe por qué misteriosos asuntos. Tenía media cara joven y la otra mitad vieja, cansada, pachucha, con un ribete de plata en las sienes.
Aceptaba de Palmyra todos los agasajos, pero no partía de él ninguno. Tenía displicencia de hombre que se mira la punta de los zapatos de charol mientras habla.
—¿Y tus posesiones de la India, cómo son?—preguntaba con visible entusiasmo.
—Son pueblos enteros... Me pertenece un río desde su nacimiento a su desembocadura. {22}
—¿Y hay grandes árboles, de esos que tienen dos siglos?
—Tan enormes que sobre sus ramas principales han edificado los indígenas casas para varias familias...
A Armando le gustaban esas conversaciones novelescas y embobecidas en que el niño pregunta como un niño ávido.
Palmyra había encontrado en él al apuesto varón que solía colgarla de su brazo en la intimidad pasando la mano por debajo de su axila y depositándola siempre en la esfera apetitosa de su seno.
Ella temblaba de pensar que se pudiera ir aquel hombre que llenaba del masculino son de su voz toda la casa y era como el guarda seguro de la Quinta.
Se adornaba mucho para retenerle.
Se ponía sus pendientes de brillantes viejos, que brillaban con singular encanto a la luz del sol de la tarde, cuando se acercaba a las dulces ventanas.
Ponían en las paredes sus espejuelos refulgentes, estrellitas de luz movibles a cualquier gesto de su cabeza.
Armando miraba esa animación viva que lentejuelaba la pared como lanzamiento de los espejitos rotos de los pendientes y procuraba pasar la tarde a fuerza de puros. Siempre estaba abierta en la mesa más próxima la caja con su orla de fina puntilla y en la estampa un caballero de grandes bigotes, gran cadena, dije de oro y cargado de sortijas; pureador como un rey, con placidez de gran tendero en la expresión. Eran esos grandes señores de Partagás, de Bravo, o de Gómez, grandes amigotes de su soledad, retratos de parientes bonachones y con gran bigote. {23}
La sedosa suavidad del puro habano le quería y le acallaba. La Quinta entera estaba siempre llena de humo, como si hubiese entrado en las habitaciones el humo de la cocina.
Palmyra tosía al sentir cerca el humo del tabaco, pero se metía en su muralla espesa y al fin se acostumbraba y le hablaba con voz apagada.
El no la escuchaba, muchas veces distraído en especulaciones ingenuas. Era un pecado que no oyese su dulce voz, y los muebles le reconvenían. «¿Por qué no te dedicas a oir su voz? Ya sería una buena ocupación». Y las cornucopias le dirigían miradas atroces.
El coche de dos caballos les esperaba a las cinco en la puerta. Era la hora de paseo, esa hora dulce en que se va en los coches como en barcas por los lagos del paisaje portugués.
Armando subía al coche un poco convencido por el paseo. Iban por la orilla del mar, al margen de los hotelitos, observando los balcones, la lámpara que se entrevé por el balcón entreabierto, los techos de pizarra en forma de escamas que parecen las cabezas encucurruchadas de unos dragones escamados.
Leían, como títulos de poesías sentimentales, «Recordaçoes», «Corbeille de urs», «Mon plaisir», «Saudades», «Rosiña», «Bella-mar», «El Ribazo», «Vasco», «Ermida», «O miradouro», «Roseiras», «Mascota», «Ribereña» y numerosas fincas con numerosos nombres de mujeres quizás muertas en su mayor parte, alguna con la placa del nombre a medio desprender.
Un padre con su niño detrás de los cristales. Torres almenadas. {24}
Aquellas mujeres no se atrevían a dejar pasar la verja al caballero desconocido por si se hacía el dueño.
No podía haber más temible ladrón de su casa que el que se sentase amistosamente en su gabinete.
Los pasos de nivel eran para él un camino de tragedia en que siempre se acordaba de aquel coche de carreras atropellado por el tren.
Se veían esos grupos de hombres que después del trabajo juegan a estar borrachos en la puerta de las tabernas y que parece que por lo menos van a tirar un corcho al coche que pasa.
Los eucaliptus dejaban caer sus cendales de olor, sus desgajados tules de perfume, sus grises ráfagas.
Armando, en el coche, la apretaba con abrazo de coche, o sea apretándola el costado, incrustándose en su brazo y hasta la cadera, como intentando volver a la mujer a su primitiva injertación en el costillar derecho.
—¿Me quieres como a la mujer que se desea en este encantador paisaje, o quisieras entrar en esas casas que se ven, buscando otras mujeres?
Armando respondía a esas sutilezas de un corazón enamorado que da vueltas ingeniosas a todas las posibilidades:
—No digas tonterías...
Y, sin embargo, se tenía que conmover ante aquel paisaje y aquella mujer.
Los dos caballos, bien amaestrados por los antiguos cocheros de la casa, componían ese verso de circo del paso bien braceado, que da al camino aire de {25} pista, aire solemne y pretencioso de camino de orgullosos caballos.
Había siempre muchos humos en el paisaje.
Cada humo era un incienso. Eran humos lánguidos de la buena tarde. Ninguno perturbaba el cielo. Todos caían, y aun siendo caudalosos, eran humos de ara.
Por encima de ellos lucía el paisaje límpido, establecido con más asiento que en ningún lado del mundo. Era aquél un rincón inmóvil de felicidad.
«Este será—pensaba Armando, metiéndose más en el coche, replegándose en un rincón—el último refugio de la felicidad; será donde la dicha tarde más en apagarse.»
Todas las barquitas a lo lejos eran como flotadores de una gran red, como bastas con que la gran red estaba atada al mar.
Sin poder creer que aquéllas fuesen barcas, considerando que eran boyas, preguntaba a Palmyra:
—¿Son barcas?
—Sí... Son barquitas... Esperan, se ocultan en el mar, se disimulan para pescar más... Sacan el vivo dinero con que vivir los días malos.
—Que nunca les llega para zapatos...
—Nunca, es verdad... Aunque, como ellos dicen: «La planta del pie no necesita media suelas.»
A las seis de la tarde levantaban el vuelo todas las barcas, izando su vela, como cortapapeles de la tarde, igual que si fuesen el abrelibros del cielo y del mar.
En el vuelo, raudo sobre todo, tenía la agudeza rasgadora y sesgante de los cortapapeles el cuchillo {26} triangular de la vela. Y abría, quizás, las hojas del atardecido, la lectura poética de la media luz, lo que sólo cuando se encienda la luz artificial se podrá leer, aunque se mate el tiempo esfoliándolo.
Entonces volvían apresuradamente, nadando los caballos el camino con braceo más enérgico.
El cielo tomaba ese color de las sedas irisadas a las que la luz se ha comido el color y en las que se hace así un borde y una huella insubsanable.
El mar, como espejo de luces extrañas, y con más luz cuando en la habitación de la tierra se apaga, recogía una anacrónica iluminación. {27}
Algo entretenían a Armando las visitas de los habitantes de los pocos hoteles con gente.
Le gustaba encontrar aquella ansiedad de hablar con que les inquietaba la soledad. Entraban en la Quinta con una zalamería de gentes que temen que las echen y las exijan el silencio.
Se entablaba un diálogo tímido y que nunca se explayaba entre los moradores de la Quinta y los recién llegados.
Los recién llegados.—Venimos a tener un ratito de conversación... Déjennos ustedes tenerla...
Los moradores.—Siéntense; ¿pero de qué vamos a hablar?
Los recién llegados.—De nada... De esas cosas que se cazan al vuelo, de lo que sino se hablase de ello la vida sería demasiado imponente... Pequeñeces.
Los moradores.—Hágannos ustedes el programa.
Los recién llegados.—No será posible hacerlo nunca, y, sin embargo, surgirán las palabras...
Los moradores.—Con que nos digan cualquier cosa de las que pasan por el camino. ¡Pero de ninguna manera alabar nuestros cuadros! {28}
Los recién llegados.—No... Intentaremos hablar de todo antes de ocuparnos de eso...
Los moradores.—También nosotros estamos deseando la conversación trivial.
Los recién llegados.—Pues no perdamos tiempo.
Y después de ese diálogo invisible comenzaban las conversaciones.
Entre los que iban con más constancia figuraban doña Manolita, don Vasco, una inglesa, antigua huéspeda de aquel paraje, que se llamaba Elisabeth, y un español, don Mariano Guisasol, que tuvo gran importancia social en España y se había metido allí para siempre.
Doña Manolita era una viejecita española que apenas tenía para vivir, y que agradecía con locura los tés de Palmyra.
Llegaba sobre las seis y media, hasta los días que llovía mucho y entraba toda chorreosa y brillante de lluvia.
Dejaba su sombrero en el perchero y entraba bufándose el pelo y llevando extendidas sus manos frías para calentarlas urgentemente.
Su sombrero de luto, con gran pena, colgado del perchero, ponía de luto toda la casa. Por eso no la quería Palmyra. Era visita que la angustiaba la tarde. Parecía ir a ver la felicidad que allí podía haber para estorbarla.
Pero, sobre todo, su sombrero en la percha ponía de luto la casa y la añadía gran pena.
Doña Beatriz, que era el antídoto de doña Manolita y que también estaba de luto, no enlutaba la casa. ¡Encogía, dobladillaba, guardaba tanto su manteleta! {29} ¡Disimulaba tanto lo que había de dejar ocupando un sitio de la casa ajena!
La inglesa doña Elisabeth entraba, con mucho derecho a entrar, y se iba derecha a la butaca, que creía ya que la pertenecía.
No se acababa de saber de qué parte de Inglaterra era, ni hacia dónde caía su pueblo.
En su roñosería, en su modo de ser se veía la mujer que ha estado asomada al mostrador de una tienda de especias. Tenía los lentes de la que despacha o toma la cuenta muy por lo menudo a sus colonos.
Un inglés chic se hubiera dado cuenta de qué clase de inglesa era, aunque sin perjuicio de creer que era más persona que el resto de la humanidad.
Siempre iba con sombrero de paja, sin tener en cuenta que aun siendo un buen clima el portugués, convenía ensamblarse con la moda y dar al invierno lo que es del invierno.
Su sombrero era como un sombrero viejo, un sombrero de pajilla fina, machucada, y de alas desigualmente rizadas por estar siempre en la horma del perchero.
A la servidumbre, a la gente del pueblo, los trataba con ese aire colonizador que tienen los ingleses.
No encontraba el bien del cambio. Esa alegría picaresca, como de pegársela al país en que su moneda está más alta, que tienen los españoles y que después se hacen perdonar teniendo largueza, los ingleses no la tenían. Estaban acostumbrados quizá a que las libras fuesen superiores a la moneda de los países que visitaban y adquirían en seguida la sensibilidad del dinero en el país en que estaban. {30}
La inglesa vivía la vida con un firme deseo de vivir y con un imperio de pantera que, aun vieja, tiene que deber a su fiereza el seguir viviendo.
Don Vasco era un señor plegado en arrugas seguidas, un señor que estuvo en la China y que tenía la casa llena de cosas chinesas.
Recordaba unos días mejores que aquellos, unos días de un amarillo más puro.
Todos parecían al otro lado del mundo, detrás de las tapias de la vida, asomando la cabeza por encima de las barreras, en la ventana parapetada, en las terrazas apartadas de todo y frente al mar.
Ellos a quien querían era a Palmyra, pero no discutían si estaba bien o mal que tuviese a Armando a su lado. Le saludaban también con mucho aprecio y se ponían a conversar con él familiarmente, en entrañable confidencia.
Aquel clima absolvía de todo. Había que estar contentos con los que permaneciesen en la vida.
—Por fin van a aprobar el tren eléctrico—dijo don Vasco, dando una gran alegría a sus palabras para que creyesen al fin aquella consoladora mentira antigua, aquel proyecto ideal, el magno proyecto que comparte medio universo, la electrificación. Parece que entonces se irá a todos sitios como por teléfono y esa idea entusiasma sin reservas.
—¡Lo que ganará entonces la propiedad aquí!—dijo doña Beatriz, que sólo tenía una propiedad insignificante, con la reventa de la que pensaba comprar otra casita un poco más lejos y aumentar de modo fabuloso las rentas de su dinero.
La inglesa, pobre gallina coja que sólo permanecía {31} allí por ver si perdía su cojera, no salía apenas de la carretera de sol, y por lo tanto no la importaba nada que electrificasen aquello, preocupándole íntimamente por el contrario la idea de poner un día el pie en la vía electrificada y que se sobrecogiese más su pata coja. Pero no se atrevía a decir esa aprensión de su ignorancia.
Don Mariano opinó:
—No está mal... Habrá chispazos de gran ciudad en la carretera, chispazos que en las noches de verano parecerán relámpagos.
Armando, que sólo entraba en las conversaciones nada más que cuando había una entrada alegre, dijo:
—Y pediremos billetes para la Puerta del Sol...
Palmyra, que reconoció la nostalgia, la salió al paso para quitársela.
—Así podremos ir más veces a los teatros de Lisboa...
—Lo malo—insistió Armando—es que tenga tipo de tren en vez de tener tipo de tranvía... Debían de pintar los coches de amarillo. Don Vasco, usted que conoce al Director de la Compañía, se lo puede proponer.
El tren eléctrico pasaba por sus imaginaciones como guión que suprimiría el campo, sin tener en cuenta que mientras se viese en el viaje todo aquel largo paisaje que se veía por las ventanillas de aquel viejo primer tren de juguete con que se inauguró el trayecto, no podría conseguirse aquel raudo traslado telefónico en que materialmente soñaban.
Se hizo una pausa, durante la que los viejos tranquilones y huídos reaccionaban ante la electrificación, {32} pues veían al pensar en el caso con más atención, que se corrompería un poco su retiro, que aquello que habían ido a buscar iba a verse muy accedido por las gentes que se enganchan en los viajes rápidos y fáciles.
—¡Qué tarde ha hecho hoy!—exclamó el alegre español, en cuyo pecho anfisemático la presión poderosa de la orilla del mar mezclada a la cordialidad del tiempo abría todas las válvulas defectuosas.
—Ha sido una tarde de toros, una tarde de Corrida de Beneficencia—dijo Armando, que se sobrentendía con el español don Mariano.
Palmyra, siempre pronta para apagar la nostalgia, dijo:
—Ha sido una mañana de luar ...
—Muy bien, muy bien; eso ha sido—dijo doña Manolita, y todos los presentes volvieron los ojos hacia la dueña de la casa, que tan bien había caracterizado el día con su paradoja, convirtiéndole en día lleno de luna, borracho de luna como un bizcocho borracho.
—Realmente es verdad...—intervino don Vasco—. El sol era el sol, de eso no cabe duda; pero era un sol blando, alunado, de suave luz o más que de luz suave, porque no se le podía mirar siquiera, de luz suavizada aquí abajo, en nuestro valle de lágrimas...
La tarde les había convidado a todos con sus vinos dulces y estaban embriagados como después de un día de santo. Veían con pena y aun con sed la copa vacía de los cristales de las ventanas.
Estaban clavados en sus asientos, iban a vivir en aquellas visitas, sobre todo antes, cuando Palmyra es {33} taba sola e indecisa y gozaban entera la pasión inútil que se escapaba a su juventud y que no acababa de salir de las habitaciones, aunque se abriesen los balcones, porque se agarraba a los tiradores de las puertas, a las paredes, a los brazos de las butacas y a los sofás. Ahora vivían con una absorción de vampiros viejos de lo que flotaba de la pasión que todos aquellos vejanchones suponían frenética, más frenética que fueron sus pasiones, y eso que alguno, como don Vasco, las tuvo de serpiente de tierra caliente.
Como de esas coronas que hace el humo al salir del cigarro, así parecía haber quedado lleno el salón de las coronas de los abrazos que se habían dado en la noche Palmyra y Armando, y que, como todo lo condensado en la alcoba, daba un salto por encima del biombo que la separaba del salón.
Armando se adormecía en aquella tertulia, pero Palmyra, no; a Palmyra le gustaba hacer los honores, moverse de un lado a otro, ofrecer el té...
—A propósito del té, ¿ustedes saben una historia india...?—dijo don Vasco.
—Ya nos lo ha contado usted tres veces, señor Vasco—dijo Armando.
—Quizá a ustedes sí, pero, ¿pero qué espíritus nos acompañan esta tarde? ¿Saben ustedes si son los mismos de ayer? Probablemente, no.
—Espiritismos, de ningún modo—dijo Armando, riendo de la disculpa que había buscado don Vasco, para contar la noventa y nueve vez la historia del té.
—Este es siempre un té cada vez más tardío—dijo la inglesa con su construcción y su portugués estrambóticos... {34}
—Acabaremos convirtiéndole en vermú—dijo Armando.
—¡Qué más da! El té no hace daño a ninguna hora—aseguró la pobre doña Beatriz, ansiosa siempre de reconfortarse con muchos bizcochos y cuatro o cinco tazas de té, en cuyo fondo quedaba después algo así como un final de sopas de ajo.
Lo que había de rincón del mundo en aquel paraje se acentuaba a aquella hora en que había llegado el último tren, después del que ya no podía esperarse ninguna sorpresa. Ya no se podría poner ni recibir un telegrama tampoco. Quedaban desligados del mundo como si fuesen un islote que al anochecido se separase de las tierras firmes.
Palmyra servía a Armando su té, mirándole mucho a los ojos, queriendo dialogar secretamente con él en medio de todas las visitas, pero Armando rehuía esa complicidad que temía que todos notasen. Ella, con esa insistencia de la mujer enamorada, volvía y volvía a envolverle.
—Ha vuelto la gripe—dijo doña Manolita, atemorizada, queriendo que la consolasen los demás de su miedo; porque los pánicos se esparcen y se siente la voluptuosidad de propagarlos y padecerlos.
—La gripe siempre vuelve—dijo el anciano don Mariano—. Yo siempre la he visto volver desde que era niño... Es el vaho de la muerte, ese humillo que ella también echa los días crudos del invierno... No hay nada más sutil ni de que pueda uno defenderse menos.
—No está mal la teoría—repuso don Vasco—. A la gripe la he visto yo, devastadora como nunca, en {35} la India; mataba como siempre con frivolidad, sin anunciar su gravedad, sin ahuyentar de ella como ahuyenta la peste...
—Es lo único que nos amarga este retiro delicioso. Hasta aquí mata—dijo doña Beatriz.
—¿Y de dónde podrá venir aquí?—preguntó Palmyra.
—¿No la he dicho a usted, señora—volvió a intervenir don Mariano—, que sale de los cementerios?... Si quemásemos todos los cadáveres no pasaría eso.
Todos quedaron silenciosos un instante y se hubieran sacudido el aire con la mano como quien aparta un contagio invisible.
Después todos se fueron levantando, no sólo porque era tarde, sino como si huyeran unos de otros, como si esperasen que en la noche se declarase en alguno la gripe, como si huyesen a una mayor soledad.
Así era una tarde de visitas en la Quinta de Palmyra. {37} {36}
Al abrir las contraventanas se encontró las viruelas de la lluvia en los cristales. Después vió que en los charcos dejaba caer sus chinitas pertinaces, boquiabriéndose el agua de los charcos como si los pececillos lanzasen fuera su burbuja de aire puro.
¡Otra vez esa confinación en el palacio por quince días dentro de los flecos interminables!
A Armando le faltaban palabras para Palmyra y esa era su principal tragedia, pues acariciarla la barbilla con ternura constante no era suficiente.
No tenía más horas álgidas que las horas comestibles, las doce y las ocho de la noche, pero eran horas ¡de tan breve duración!...
Era, pues, este día un día de estar muy pegado a las ventanas y de mirar la péndola del reloj de alta caja de la sala más clara, un reloj en cuya lenteja estaba pegado el retrato de la difunta madre de Palmyra.
Era una señora de peinado burgués y de cuello corto, que debió tener una gran bondad.
En la lenteja del reloj—¡qué ocurrencia!—parecía vivir con palpitaciones de reloj, como si su corazón, {38} en vez de moverse de arriba a abajo, se moviese de izquierda a derecha. Era una manera excesiva de perpetuar los recuerdos, pero estaba bien por la originalidad.
Asomado a las ventanas de la Quinta, pensaba que aquéllas eran las ventanas de Europa; las ventanas del otro lado, las ventanas finales que daban a la luz del descampado mar de quince días de travesía. Devolvía aquel cielo la luz extensa y desorbitada del solar extensísimo del Océano Atlántico.
Eran las ventanas para lanzar los suspiros del alma desolada que al llegar al borde último de los continentes y las penínsulas suspira con fuerza y la gusta irse en el suspiro ancho y desahogado del cielo que se remonta y huye. Por eso había un suspiro claro de luz aun siendo un día lluvioso.
En seguida apareció Palmyra y fué hacia él.
—La lluvia borra el mundo—dijo Armando.
—No. Lo oculta para que vivamos de nuestra intimidad... Hoy la Quinta está más satisfecha y dice: «¡Gracias a Dios que se van a dedicar a mí sola!»—repuso Palmyra.
Resultaba reblandecida y sin curación en el fondo del salón, que parecía más profundo porque el cortinal de la lluvia era espeso y confundía la luz.
Lo que en su rostro pálido había de herpético—ese poco de herpético que es como el principio inicial de la corrupción—se acentuaba más en la tarde, que devolvía su condición de greda a la carne humana.
Lo que hay de más difícil de entretener es la mañana, y una mañana lluviosa sobre todo.
—Estamos como dentro de una pecera, colocados {39} así detrás del cristal y viendo caer agua—dijo Armando.
—¿Y no es bonito estar en el nido de una pecera, los dos juntitos?—repuso Palmyra.
Armando tenía odio a los mimos y era hasta brusco con Palmyra.
Al ver sus brazos desnudos, que tanto la gustaba desnudar, la dijo con tono desabrido, como mordiéndola en el brazo y haciéndola daño:
—¿Pero no ves que es de una gran desvergüenza tener siempre los brazos desnudos?
Abrumada por la reprensión desmedida de Armando, Palmyra cruzó sus brazos y se cubrió con las manos los biceps mullidos y con plástica de aparatos musicales de la sensibilidad.
Palmyra le obedecía en todo, y cuando él se incomodaba se quedaba cohibida como una cordera bajo la influencia del eclipse.
La cuesta de la mañana la subían bastante silenciosos, manoseándola a ratos él como se manosea la caza, el pescado o la fruta que se compran en el dintel de la puerta.
Ella estaba tan enamorada de Armando que no tenía pudor ni por la mañana, y se miraba y le volvía a mirar y se volvía a mirar para ver si le podía complacer a él lo entreabierto, insistiendo en el juego para encontrar en sus ojos una buena mirada de avidez como premio. Pero él la miraba como el que se para a contemplar la estatua de mármol mientras la quita el polvo, con mirada burda de doméstico.
Después Armando se ponía a pensar en la comida.
«Qué pez es el del día es lo que hay que pregun {40} tar—se decía—, que la carne ya sé cuál ha de ser, tanto la de la mujer como la de la ternera.»
A las doce, cuando ya estaba el menú preparado y habían escogido en la discusión de la cancela el pez más extraordinario de las banastas, hacía Armando su pregunta en voz alta:
—¿Qué pez es el del día?
—Hoy es pargo—le contestaba Palmyra, o bien le decían al servirle:
—Es un pez muy bueno que aquí llaman jabel.
—¡Sí, sí!... Ya sé—dijo Armando, que no quería recibir tantas explicaciones como un sordo.
La nieve del mantel caía ya sobre la mesa y él lo miraba desde lejos, a través de las puertas de cristales. Eso daba luz a la mañana. Las altas copas iban reanimando el día, y la lluvia perdía importancia.
Bebía con delectación su vino predilecto, que veía enrubiecido por la luz que caía del sol a través de las nubes.
Para su vinillo predilecto eran las mejores sonrisas del yantar, para aquel Bucellas claro como sangre cordial de mujer rubia. Muchas veces levantaba su copa para ver el día a través del licor y del cristal y encontraba así, sólo con esa mirada, transparente y ambarina, el suficiente optimismo.
El «Bucellas vielho» le insuflaba todo aquel tiempo que contenía, pues el tiempo suele buscar el fondo del vino para posarse, y así lo adensa y lo mejora.
«¡Es que me he bebido la esencia de tantos días!»—se decía Armando al sentirse un poco ebrio de una cosa vibrante, llena de minutos, espesa de segundos. {41}
El se volvía decidido, anecdótico, náufrago alegre aun en los días grises, mirando por la vidriera el mar como si sólo fuese motivo de una vidriera policromada, en que cada ola se emplomase en las de al lado, en la de atrás y en la de delante.
Los brazos aireados de ella, los brazos que le irritaban y le atraían, jugaban al diábolo con sus miradas, que, como carretes del diábolo, se movían dentro del ángulo del brazo y después de saciadas le eran devueltas por la axila pálida, por el hueco muerto y triste que queda entre el brazo y el antebrazo.
Armando la veía en gran señora de la casa, erguida, airosa, muy castellana.
Todo su gesto era gesto de retener su perfil puro y escueto con mueca tersa, ese gesto elemental y sugestivo que es todo el pensamiento y todo el físico de muchas mujeres, y que cuando se las marchita y se las arruga es como si desapareciesen porque no han sostenido más que eso, no eran más que esa vigilancia de la boca fruncida, la frente estirada, los ojos vivos y la nariz esculpida.
¡Pero qué bien sostienen ese perfil algunas!
¡Cómo tiraban sus mejillas y todo su rostro del perfil que presentaba escueto, delgado, suave, agudo, triunfando en él y asteriscándole bien con las dos orlas de brillantes de sus lóbulos!
En aquel día lluvioso, pensando en salvar su situación, dijo Armando a Palmyra:
—Sabes... Voy a escribir a un amigo mío de la infancia, también aristócrata, para que venga a pasar unos días con nosotros.
—Bien, bien... Escríbele esta tarde misma—contestó {42} ella con verdadero deseo de tener un huésped y de dar a la Quinta una de sus ilusiones insatisfechas, la de tener siempre huéspedes.
Sólo ante la noticia de aquel huésped, las cosas, todos los muebles, los quinqués, se fueron recomponiendo, atusándose y diciéndose: «¡Viene por fin un huésped!... ¡Viene por fin un huésped!» {43}
Todavía montaba a caballo, pero ya no iba a los sitios en que parecía irse antes al montar a caballo. Se paseaba sólo por los paseos transitados y sabidos.
Engañaba aún a las gentes la amazona, pero ella tenía una gran tristeza en el corazón porque a caballo sobre todo se sabía que no hay sitio donde ir.
Era su caballo tan reluciente como unos zapatos recién lustrados, un caballo francés, al que llamaba «Rey».
—¡Roi...!—decía a veces en francés, como si eso la diese un aire más aristocrático y el caballo se calmase así más.
La última amazona salía sola a la tarde—muy pocas veces con Armando—y adquiría autoridad y personalidad sobre su caballo. Era su hora de generalísima.
Palmyra tomaba aire para su pecho y escondía ráfagas de salud dentro de su descote; todo para llevárselo a Armando, displicente, enredado hasta muy tarde con los licores y con el café ideal que ella le preparaba en tazas de oro, en cuyo fondo se queda {44} ba el último sorbo que era como esencia de escarabajo pura.
La amazona, la última amazona, montaba dando empellones al aire con sus senos cuya ancha proa hacía que le fuese difícil al caballo romper el aire, porque todo el espacio se agolpaba para recibir el encontronazo.
Armando, que encontraba anticuado el hecho de que fuese amazona, la esperaba como si su paseo a caballo la renovase y como si sobre su caballo hubiese recibido nuevas fuerzas para el embite de la noche.
El camino portugués, solitario y arbolado, se encantaba con la amazona. Necesitaba esa emulación. Sólo por el hecho de que transite por los caminos una amazona, habrá más florecillas en las cunetas.
Palmyra era una amazona de pura sangre, que iba litografiándose en la soledad del camino, llenándole de su estampa, adornándole con una guirnalda de moños de gran rodete.
La devolvía nueva a la Quinta aquel paseo de después de comer sobre el caballo favorito, al que daba terrones de azúcar como una ecuyere .
Todo el paisaje portugués se conmovía con el paseo de Palmyra y se notaba después en el resto de la tarde la dulzura que había impuesto al ambiente el paso de la amazona. Hasta había algunos árboles del camino que la rozaban, que la querían abrazar.
Cumplía un deber Palmyra, un deber con la Quinta, con la puerta de la Quinta y con todo lo demás al salir sobre su caballo con el traje de etiqueta que exige el amazonismo y que es la vanidad del paisaje. Armando la había dicho: {45}
—Eres la canela del paisaje, en el que dejas tus caminitos de canela, igual que los que pone la mano de la que hace arroz con leche sobre la superficie un tanto encallecida del dulce arroz.
Quedaba el paisaje dominado, enamorado, saciado con el paseo de la fina amazona de breve cintura clásica y busto en punta. Con los gestos que la amazona hacía con la fusta y que eran como de batir el aire, se quedaba flagelado y enervado el aire de la tarde.
—Día que no sales—la había dicho también Armando—es día en que todo parece más hostil y como si algo faltase en la toilette del panorama. Es como si el muy cochino del día no se afeitase, como si al no recibir tu visita estuviese descuidado y salvaje.
—Mi amazona, ven—la decía también él con un mimo nuevo, abrazándola efusivamente, encontrando en su busto un apresto y una dureza que había adquirido petando con todo el camino, sobre todo con las vueltas.
Ya era una cosa más de su toilette volver así, triunfadora, con la levita orgullosa, un poco desmelenada, con tierra en los ojos, con la nariz agudizada.
—Traes las enaguas purificadas de la amazona—la decía Armando—, y traes unos labios nuevos que has recogido en el campo como se recoge el fresón de debajo de las hojas que tratan de ocultarlo.
También la repetía entre sorprendido e irónico:
—Nunca creí que fuese tan importante ser amazona... Resultas la madrina del paisaje... Madrina de bautizo y madrina de boda al mismo tiempo. {46}
Volvía hecha, robustecida, con un secreto nuevo; pero todo eso se iba adelgazando, consumiendo, olvidando hacia la noche. Era el botín que traía la amazona como esas flores rústicas de las jaras oleaginosas, que se ablandan y moquean en la planta en cuanto pasan unas horas de haber sido arrancadas.
Había pasado por los más rústicos caminos. Los caminos solos, soleados y lejanos , de Portugal; los caminos llenos de las antiguas fábulas y las viejas consejas, en que no sólo figuran hidalgos aldeanos rústicos como en los de Galicia, sino reyes y finos aristócratas y damas de habla fina y cortesana.
Había hecho la dueña de la Quinta lo que tenía que hacer. Se había sacrificado a la cortesía que merecían los alrededores campestres que para eso les estaban obligados, sumisos, y eran la creación serena de sus vidas. Había hecho la visita al campo que lo mantenía propicio. Armando la daba en pago los besos de la gratitud y abrazaba su pecho en levitado, en el que tropezaba con la doble fila de botones.
Después Palmyra se ponía muy de casa y aparecían de nuevo sus brazos desnudos. Eso la volvía la mujer débil, íntima, delicada, cohibida. El, como quien toca el arpa de un cuerpo, la acariciaba los brazos de arriba a abajo, de arriba a abajo.
El gran salón se llenaba de una expectación, de una rotonda de luz en que se esperaban obispos, virreyes, magnates, que viniesen a intrigar y a hacer la tertulia. En definitiva sólo era una jaula demasiado grande, de esas jaulas historiadas que entristecen a los pájaros más que las jaulas íntimas.
En el patio del estanque gritaban los patos como {47} si siempre les persiguiese la mano del matarife, como si fuesen a cogerles para echarles al caldo hirviente.
Le molestaba a Armando aquel griterío asustado, urgente, desesperado.
Le daban ganas de asomarse al balcón y gritarles:
—¡Calmaos, que no os van a hacer nada! ¡Cobardes, más que cobardes! {49} {48}
Esperaban al coche de campanillas argentinas, alegres, bien timbradas, porque su secreto era que estaban hechas de plata. Se hundían en el coche, se quedaban ocultos por la montaña azul de la capota y se iban como a darse un paseo en hamaca por el paisaje.
Buscaban la carretera que iba junto al tren. Deseaban esa compañía ciudadana, civilizada, que trae la reciente confidencia de la capital.
Les gustaba también que el tren entero les mirase buscando en ellos la felicidad deseada.
Pasaba el tren lleno de ventanillas de sol. Llevaba siempre el raudal feliz de un principio de primavera. Sus viajeros leían en él, desperezando los brazos, los periódicos tostados, luminosos y felices del verano.
Como en butacas de peluquería alegre iban todos los viajeros. La tijera del buen día les acariciaba el cogote.
Había sonrisas mudas al pensar en las enemistades lejanas, en estos extranjeros solos y embriagados en el viaje por la ribera dichosa. Su sarcasmo era para los malos que tenían que estar en su riguroso país {50} por su ambición o por su torpeza. Los anónimos recibidos durante su vida se habían borrado definitivamente en este ambiente.
El «milord» de Palmyra salía después al campo, y ya en aquella carretera maltratada, el coche sufría las oscilaciones y los tumbos de las grandes zanjas abiertas por las ruedas de los carros cargados de piedra.
Se encontraban esos «chalets» hechos en medio del campo, en medio del miedo, mirando a paisajes ingentes, cuando un poco más arriba, en terrenos que costaban lo mismo, hubieran visto el mar. «¿Es que el padre de los dueños de esos «chalets» fué un náufrago y por eso sus hijos no quisieron volver a ver el mar?»
En todos aquellos hotelitos se notaba que todo estaba dispuesto (¡que sean más grandes los ventanales, que sean mayores!) para mirar lo que se ha de dejar de ver irremisiblemente, sin que sirvan las atalayas bien dispuestas para verlo más tiempo.
Hicieron sus «chalets» los moradores para estar asomados siempre, primero activos, en pie, saliendo fuera del «chalet», más tarde siempre sentados frente a los últimos cristales—por lo que entonces piensan que debieron hacer más bajo el alféizar.
Cada ventana de Portugal tiene su significado propio, su gesto particular, su éxtasis distinto. La una es la ventana para el espíritu avizor, la otra es para el nostálgico y aquélla para el enervado.
El coche de dos caballos tenía siempre una cosa de desbocado. Al bajar las cuestas los caballos, torcían las cabezas como si se las descoyuntasen, unidas en un delirio de espanto, siempre como si ya no {51} pudiesen contener el coche de lanza disparada como una flecha enorme.
Se reflejaban en el camino los ojos espantados de los caballos.
Pero siempre se salía con bien de ese momento difícil de la cuesta abajo en que el torno del freno intervenía como una máquina de someter al Destino.
Otra vez en el campo llano, volvían a su serenidad.
¡Qué regalo el de las legumbres, que encima de dar su fruto dan a veces su perfume! Las habas estaban ya floridas y dejaban percibir el olor correspondiente al ensueño de su sabor.
Ella estaba por rechazar aquel olor como si fuese un olor de cocina, pero la conmovía con su finura.
—Huele casi como la flor de almendro—dijo Armando.
—Aun siendo tan ordinario se puede aceptar...—contestó Palmyra.
—El campo nos ofrece lo que puede... No es para que le llames ordinario a lo que te regala—repuso él por refrenarla igual que el cochero a sus caballos.
—¿Que no es ordinario?—repuso ella brava—. ¿A que no te atreves a que tengamos en la vivienda, sobre los veladores, flores de habas? Si nos preguntase alguien qué flores eran, ¿te atreverías a decir la verdad?...
Armando calló. Las habas seguían dando su perfume para cocineras sentimentales, un perfume sustancioso que se filtraba a través de los muchos cercos de piedra en que abundaba el valle, refiriéndose a los cuales, se le ocurrió decir a Armando:
—Debe tener dolor de muelas el paisaje. {52}
Pasaban por caminos de pinos constantemente.
Los pinos son los más humanos de los árboles, con sus cabelleras obscuras, con sus cuerpos de atezada expresión.
Todos están para hablar, para salir al paso, para decir las cosas de la tierra que escuchan con sus raíces, pero aún no se ha decidido ninguno.
«Un día—pensaba Palmyra—se le ocurrirá hablar a uno de esos humanos pinos, y lanzará recitales de profundo sentido.»
Los caminos de pinos tenían algo de los caminos de postes que van al lado del tren, parecían andar, estar constantemente de paseo con un movimiento propio.
Había un rato en que se dedicaban a la arbitrariedad.
Ponían nombres solemnes a las cosas y así, por ejemplo, las desgarraduras que se abrían en las nubes eran para ella: «ventanas que daban a la tarde de Dios, agujeros de telón por los que se podía ver todo si alguien nos aupase como a niños que quieren ver lo que no alcanzan a ver» y él opinaba, señalando esas ruinas o esas montañas que parecen castillos, que: «La naturaleza es muy novelera, y quiere que se la dote de castillos con fosos y almenas».
Cada cual halla un sentido al mundo y le halla matices nuevos, sobre todo cuando las lenguas se desatan de verdad al atardecer.
Palmyra se volvía más tierna y sin temor a que el cochero viese su gesto buscaba las manos de Armando y le buscaba la boca como paloma que busca el pico del palomo. Armando la rehuía un poco. Era de {53} suyo temeroso de la avidez que hay en los anteojos de los ociosos dueños de los «chalets». Palmyra tenía la hermosa pasión que no se recata.
Echaba la cabeza en su hombro y se quedaba así como dormida con los ojos abiertos.
—¡Qué turulata eres!—la decía Armando.
—¿Y qué es eso?—preguntaba Palmyra.
—Que te quedas turulata y no sales de ser una turulata... Un ocaso te dejó un día así y no sales de tu arrobo...
—¿Te burlas?
—Jamás... Te comento... Siempre me darás ansia de llevarte en brazos tan desmayada como estás y aunque no salgas nunca de tu desmayo, como si el suplicio de los donjuanes de un momento lo aceptase yo para siempre...
—¡Qué poca ternura tienes!—le insistió ella buscando más mimos.
Era insaciable de ternura en medio del paisaje.
—Parece que no es sólo de tu corazón del que quieres que cuide, sino de una huerta de corazones—la dijo Armando.
Volvían hacia casa. Contra corriente tornaban también los trabajadores, que miraban cínicamente a los coches.
Siempre parecía que se había hecho demasiado tarde, y se temía el vientecillo sutil que da la pulmonía.
El coche entraba por fin en la Quinta dando un saltito sobre el listón de piedra que sobresalía del suelo marcando la entrada. Ese salto del coche sobre sus muelles era un salto que marcaba la intimidad, era {54} como el salto que dan los caballos de circo cuando ya han trabajado, cuando ya se meten dentro.
La Quinta estaba llena de un silencio ambarino precioso. Había más luz, una luz que había estado sola en las habitaciones y que se había llenado de confidencias. En el botijo de cristal del agua se había filtrado lo mejor de la luz de la tarde.
Era cuando Armando reconocía más la suavidad de Portugal, su entonación, la serenidad de otro tiempo en que abundaba.
El sólo recordaba una paz igual allá de pequeño, hacia el 1889, cuando en casa de su abuela, en la calle de Monteleón, llegaba la hora de la siesta y se quedaban entornadas las maderas.
Era un aire de hacía treinta años aquel que había en la Quinta, y por eso resultaba tan virgen y tan sabroso.
Palmyra, siempre con los brazos desnudos, le daba los abrazos de la desnudez, los abrazos sobre las sábanas revueltas, y, sin embargo, estaba en pie y con la etiqueta del traje.
Armando, displicente, apenas la hacía caso, y ella, entonces, se iba como despechada. Y cuando volvía reaparecía con cara de haber llorado, pero no por haber llorado, sino por no se sabía qué.
Armando miraba al cielo como si aquel telo del rostro de Palmyra señalase muchas nubes y una luz lluviosa.
«¿Pero es que ha nacido para llorar?», se preguntaba Armando, y sin poderlo evitar buscaba sus lágrimas o un gran sentimiento que justificase sus lágrimas. {55}
En vez de aplacarle fomentaba su crueldad de hombre aquella propensión a las lágrimas.
A lo lejos el polvillo del mar hacía brumoso el sol y alejaba el poblado extremo de la costa, al que daba un tipo de ensueño de la realidad.
Eran las seis de la tarde, esa hora en que todo ha llegado ya a los pueblos finales de la costa, esa hora en que el mundo se estanca en sus casas de refugio.
Palmyra a esa hora se dirigía hacia atrás buscando el apoyo de alguien, buscando el reposo en todo.
Las butacas de abrazo antiguo la recibían con encanto a esa hora en que a los seres finos les entra el desmayo de amor.
Y el atardecer solitario se precipitaba y desde ese momento hasta la noche le entraba a Armando la fiebre, el escalofrío de la soledad. Cenaban y muy temprano, cuando el cansancio es como un niño lleno de sueño verdadero, se iban a la cama.
Armando, que había soñado tanta cosa para cuando se acostase, se encontraba ensoñarrado y cansado.
La veía desde las arenas del sueño levantar sus brazos de mujer que está en camisa y, sin embargo, comienza a desabrocharse el traje.
Tenía costumbres antiguas y cuidadosas como guardar en su joyero de cristal con un fondo de raso azul enguatado, las joyas de que se despojaba para acostarse y que eran como los candados de su belleza, que se volvía libre, nadadora del lecho, desligada de los compromisos severos que imponen las joyas antiguas que son como el recuerdo moral de las severas mujeres de la familia. {56}
En el clima de aquel paraje del mundo podía sacar las manos de entre las sábanas y jugar con ellas.
Resultaba hasta inexistente su desnudo en aquella soledad desdichada huída de la gran ciudad. En vez de tenerla más por completo y más para él solo que nunca, se sentía sin ella como si Palmyra se quitase la camisa en el vacío supremo.
La naturaleza que les rodeaba no deseaba a la mujer. Deseaba el sol, el aire denso y vivo.
Se necesita que toda la ansiedad de los desesperados y de los insaciables envuelva a la mujer que se desnuda, aunque se realice el acto solitario muy a cubierto de ellos. {57}
Enrique era el huésped tratado a cuerpo de rey. Palmyra no le había regateado nada. Todas las mañanas le variaba las rosas de su cuarto y recogía las caídas sobre la gran mesa de pórfido.
El perro golfo de Enrique no agradecía bastante aquella bondad. Le parecía que después de todo aquellas rosas deshojadas le acompañaban más, y las hojas caídas eran como papelillos suyos en aquella mesa prestada, tarjetas, algo que hacía mal en llevarse aquella mano misteriosa.
Al perro golfo le molestaba que inmediatamente después de haberlo dejado todo sobre la cama, alguien viniese y lo colocase en su sitio, colgandero de las perchas, montado sobre las cruces que se estaban cayendo siempre y producían un gran ruido dentro del armario.
Armando le veía aparecer en la mañana satisfecho de poderle dar aquella hospitalidad magnífica. Había resucitado su entusiasmo por el gran palacio; ver a Enrique admirando todas las cosas, embobado frente a los grandes espejos, admirado ante aquellas mesas de mármoles de colores en que se veía un puerto, con barcos de vela, con pescadores, y además, como si {58} el que los había confeccionado se hubiese dejado la escuadra, el compás, el lápiz, los guantes y el bastón, con todos esos bártulos incrustados en mármoles de color, dando mayor realidad a la mesa.
Lo único que hubiera hecho de buena gana, hubiera sido comprarle un traje. En eso el hijo del gran magistrado estaba desavenido con su categoría aparente, con aquel aire de gran señor que él tomaba y que Armando procuraba exagerar.
¿Y tu tío el presidente del Tribunal del Estado?
—Bien, bien... Siempre en su coche de mulas, como si fuese un obispo...
Palmyra no desconfiaba, no le estudiaba. Su buena fe, su gran deseo de continuar la fábula en el palacio encantador, en el que se podían amar hasta los visillos de linón de las ventanas, la hacía aceptar a aquel caballero casposo, con la enjutez del hombre vicioso. ¡Como que había sido croupier durante algún tiempo en el Casino de Invierno!
Veía en aquellas reuniones, en el salón del palacio, la hospitalidad encendida. Estaba siempre afanosa de que los cálices de tan fino vidrio que hasta se quedaban vibrando cuando se escanciaba en ellos el licor, estuviesen llenos hasta el borde.
La purera, que representaba una pequeña pagoda, tocaba de vez en cuando la pieza de música, que era como el ofrecimiento delicado para que se tomase de nuevo un puro más.
Ella inclinaba la cabeza con mimo durante las conversaciones. Ponía una gran languidez en el gesto y enseñaba sus brazos desnudos y sus manos en postura de orquídeas variadas, móviles, gesteras. {59}
Armando, como todas las tardes, había un momento que, sintiéndose un poco borracho y viendo que Enrique también lo estaba, la rogaba con gran zalamería:
—Palmyra, toca un rato el arpa.
Palmyra arrastraba hasta el centro de la habitación su arpa y llovía sobre los muebles del gran salón, sobre todo dentro de los espejos, la lluvia del arpa, con sus grandes y atravesadas gotas como lágrimas lentas.
Aquella tarde el arpa tocaba con más sueño que nunca, como cuando la lluvia se ha olvidado de dejar de caer, cuando ya cae del cielo como de los aleros porque estaba al caer.
De pronto llamaron a la campanilla. El arpa se quedó desoída. Las manos de Palmyra en las cuerdas doradas eran como pájaros musicales que hiciesen sonar su jaula.
El criado apareció. Traía un telegrama en la bandeja.
—¿Para quién?—preguntaron los dos caballeros a la vez. Palmyra no tuvo tiempo sino de suspender su música y escuchar.
—Para el excelentísimo señor don Enrique...
Enrique, con un gran gesto de actor dramático, recogió el telegrama. Lo abrió, y después de leerlo, se quedó callado con aire de contrariedad.
Palmyra, con su mejor aire de mediadora y enfermera, preguntó rompiendo el silencio:
—¿Alguna desgracia, don Enrique?
Armando observaba la escena con cierta impasibilidad.
Enrique dió a leer el telegrama a Armando, que lo {60} leyó, no con la tristeza que hacía al caso, sino con una extraña tristeza sardónica, y que, por si no había estado clara en su rostro, la aclaró diciéndole a don Enrique, al darle el cupón del telegrama que había que firmar y que esperaba el criado:
—No será nada... Firma ahí... Esta firma del recibí consuela mucho.
Enrique, al oir esas palabras, dirigió la mirada a Armando, una mirada de ladrón al compañero desconocido con quien de pronto se encuentra viajando en el mismo tren. Después firmó.
Palmyra, crédula, tenía un puro rostro de dolor, pronto a romper a llorar si la aclaraban que era muy doloroso el telegrama.
—Dale algo al telegrafista—dijo Armando a Palmyra, con ese recordar súbitamente una propina que no se dió.
Palmyra, que conocía el arrebato y la preocupación de Armando por las propinas, salió a dársela.
Al quedarse solos, Armando dirigió una sonrisa a Enrique que le arrancó la espada de dolor que aún esgrimía.
—No seas «parvo»... Ese mismo telegrama fué el que recibimos en aquel pueblo de Toledo y que, según me explicaste entonces, era el telegrama que cortaba tus aburrimientos, el telegrama convenido para poder huir del sitio que no te convenía... Responde a otro tuyo en que sólo escribes «Pronto»... ¿Ves qué memoria tengo?
Enrique no supo qué responder, pero sonrió.
—Por lo menos, que lo crea Palmyra...
—Eso, bueno... {61}
—Porque chico, esto es muy bonito, muy poético, ha podido costar un millón de pesetas poner ese lago enfrente del palacio, pero yo me aburro...
Armando tomó un aspecto melancólico que daba a su gran sensatez un aire de simpatía extrema.
—Pero no es para que te pongas así... Tú tienes para no aburrirte esa encantadora mujer con la carne de las miniaturas.
—Sí... Pero me aclara mi propio caso tu telegrama... Te hemos dado la mejor habitación, has sido tratado a cuerpo de rey, has hecho por primera vez todas las excursiones que hay que hacer. No has tenido tiempo de desesperarte oyendo a la señora inglesa hablar de su casa de Londres, ni al viejo español retirado alabar este clima... No has tenido que ser fiel a una mujer y has flirteado con todas las de los contornos y a los quince días estás cansado.
—A los veinte, si te es igual...
—Tan igual; es lo mismo para el caso, porque yo llevo muchos meses.
En eso entró Palmyra, guardando las llaves en la escarcela de su cintura, y se abismó todo en una conversación melancólica, que precipitó la caída de la tarde. {63} {62}
Armando encontraba siempre lo de niña cargante que había en Palmyra. Todo se lo había oído numerosas veces.
Estaba en crisis. Lo que había en ella de mujer—casi completamente igual a lo que pudiese ofrecer otra mujer—no le era suficiente. Su sexo era como un volcán apagado.
Decía aún sus últimas frases. Los atardeceres le conseguían poner a tono.
—Todos son techos de pagoda al atardecer—decía asomado a la bella ventana encelosada de la Quinta.
—La misión del mar es una misión sin descanso... Lava los pies a la tierra constantemente para ganar el cielo.
Pero de aquel estar asomado a la ventana de la Quinta, desde la que se veía el mejor trasluz y el más puro reflejo metálico del mar, salía más desconsolado porque al mar se necesita oponer fuertes caricias para poder reaccionar de él.
No bastaba que mirase siempre, como si atisbase el rescoldo de una gran pasión, a aquel hotelito en {64} que pasaron su luna de miel dos príncipes románticos.
Todos los atardeceres esperaba que hubiese venido alguien de los alrededores en el último tren, pero después se desengañaba.
Buscaba otras ventanas de la Quinta, se asomaba al patizuelo en que estaba la inefable fuente, en que dos niños, dos colegiales, en la isla central de la taza se tapaban con un paraguas del chorro que salía de su propia contera. Siempre le resultaba íntima y entrañable esa escena de amistad infantil bajo la lluvia constante de la fuente.
Por fin se asomaba a la ventana, desde cuya ventana se veía el faro que resultaba con su pábilo tembloroso algo así como el gran cirio pascual del paisaje.
—¿Es que yo voy a ser el farero de ese faro?...—se preguntaba Armando al mirarle—. Por muy bonita que sea la vida aquí es siempre vida de farero... Se vuelve cementerio la naturaleza en esta soledad y en esta Quinta por más de que tenga el tipo legendario de esos palacios que los reyes tienen para pasar un mes de su vida.
El faro daba luz y vigilancia, no sólo al mar sino a todo el paisaje. Le parecía que en caso de tener que lanzar un grito angustioso le respondería el faro lejano, que le animaba el corazón como unas gotas de digital. Palmyra aparecía a su lado en ese momento y se ponía a mirar también el faro como si fuese la estrella fija de todos los días, aun de los más nublados.
Palmyra se apoyaba en su hombro con melancolía. {65}
¿Es que sólo iba á tener derecho a los mimos de aquel día ya lejano en que la conoció? No. Todos los días se producía en ella esa misma alegría exigente de las jaulas de los pájaros colgados al sol y Armando no se daba cuenta.
Tenía la misma cara pequeña, suave, requetebesable del primer día y, sin embargo, estaba abandonada. Y la fuente de su sensibilidad manaba en chorro inútil como esas fuentes que se desangran sin que las oiga siquiera nadie en los jardines que se quedaron lejos de todo.
—En esta soledad se llena de musgo el alma—pensaba Armando.
Así de ensimismados pasaban los atardeceres hasta que Armando se decidía por fin a mimarla. Era un arranque final, irremediable.
Esta última tarde, como todas, se oyó, durante un largo rato, cómo los criados cerraban todas las ventanas del hotel que sonaban en una larga tormenta de portazos. La Quinta se iba llenando de la permanencia de luz eléctrica, como de una cordialidad especial, como si la luz eléctrica, en vez de acabar en cada instante, pudiese dejar algún residuo clarividente adensado en el ámbito.
Palmyra buscaba en su corazón más confidencias y más reflexiones que hacerle:
—Te voy a contar un secreto de la Quinta que no te he dicho nunca...
—¿Cuál? Cuenta—y Armando se aproximó, a oir su voz, a sentir el perfume de sus equis.
—Que mi abuelo murió envenenado... En una gran comilona que dió en nuestro comedor—todo estaba {66} como está hoy—le dieron en el vino polvos de muerte.
—¿Y cómo no lo notó?
—Tú sabes que las viejas botellas se sacan en la canastilla que sirve para que no se despierten.
—Sí, en su cureña de paja...
—Eso... Y que si se mueven un poco, los posos de la botella se alborotan y se mezclan al vino dándole una turbiedad manifiesta... Pues se creyó que el veneno era esa turbiedad natural... Nunca se supo ni se pudo descubrir al asesino...
Armando volvió la vista en derredor como si buscase aún, al cabo de los años, al posible envenenador.
Ahora se daba cuenta de haber encontrado una pregunta inscrita en el ambiente de la casa. «¿Quién había envenenado al abuelo Joao? Se repetía en todas las habitaciones esa pregunta. La historia de Portugal está llena de envenenamientos, tanto, que una vez en el Brasil envenenaron a toda la familia real, salvándose sólo uno de sus miembros.
En las comilonas de los reyes, a veces se sazonaban con veneno los magníficos platos como por variar, como por conseguir que en vez del monótono «¡Qué exquisito!» se tornase pálido el comensal y echándose mano a la barriga dijese: «¡Yo me muero!»
Daba mayor soledad y mayor impunidad a la Quinta aquel caso de envenenamiento. La aislaba más del mundo.
Armando encontró en Palmyra, puesto a encontrar encantos, el encanto de la que había escapado al veneno, y la encontró más apetitosa, más necesitada de protección y con mayor deseo de retenerla, la besó {67} con afán con la mejilla y con la boca, que era como le gustaba besar, mientras apretaba sus manos como si la consolase de la orfandad de aquel abuelo envenenado.
Después, llamados a la mesa, él la dió el brazo con aire de valiente que, después de saber que aquél era el comedor de los envenenamientos, se dirige a él sin titubear.
El comedor, después de la comunicación del secreto, resultaba más pétreo y su bóveda tenía algo de bóveda de panteón.
Armando pidió una botella de vino viejo, del que reservaba para las solemnidades, del que su amigo había bebido para huir más ligero y vivo de la Quinta.
Se lo trajeron en la canastilla a que se asoman las buenas botellas que merecen algo así como la presentación a la corte del infante recién nacido.
Se sonrieron los dos amantes. Ya veía ella qué escena quería mimar. Armando miró al criado, como si éste se pudiera dar cuenta de lo que aquello significaba, como si pudiese ser el nuevo envenenador.
Tenía una alegría siniestra y novelesca el comedor aquella noche.
Armando disparaba constantemente cañonazos de viejo vino en su vaso. Estaba alegre.
—¡Por qué no me lo habrás dicho antes! Me hubiera gustado mucho más el vino...
—No seas blasfemo... Yo sostengo que el alma de mi abuelo se quedó para siempre en el comedor, detenida en aquella cena...
—Vamos... Es un comendador convidado perpetuamente a la mesa... ¡Qué suerte! {68}
—Mi madre decía que estaba metido en la alacena, en esa gran alacena de puertas labradas, y no la abrió nunca... Todos los objetos de plata estaban oxidados cuando yo mandé revisarla.
—Yo te aseguro que quedó en el vino la solera de aquel veneno y que no está mal...
Palmyra le dió más detalles, mientras el criado se ausentó. Fué en una cena de Navidad cuando mataron a don Joao, hombre corpulento que estuvo agonizando cinco días.
Toda la cena tenía algo de veneno mezclado a la sal, y ante el primer plato estuvo por decir Armando:
—¡Qué venenoso está esto!—cuando sólo era que estaba un poco quemado.
Había quedado en el comedor la satisfacción insatisfecha—mitad con mitad para siempre jamás—de una comida tan alegre como lo suelen ser todas las comidas perturbadas por la muerte.
La cena tuvo una turbación especial que encantó a Palmyra, porque quitaba monotonía a la Quinta. La monotonía que la ahogaba.
La cena abundó en alusiones y dicharachos, quedándose Armando muy pálido al mover la gran lámpara del comedor que se quedó oscilando y como haciendo oscilar toda la habitación, como si el terremoto hubiese removido los cimientos.
Al salir del comedor él la dijo:
—Estoy envenenado de amor.
—¡Falso!—repuso ella dándole con la cadera.
El Envenenado daba emoción a la Quinta, porque con su muerte incorrupta de asesinado, al que no se pudo vengar, daba valor y temblores a la vida mortal. {69}
El estrado de la cama tenía aquella noche actitud de horca, haciendo un ángulo macabro del que no colgaba aún el pendido, aunque pedía su colgajo.
—¡Si esta transformación súbita de la Quinta me salvase de mi misantropía!—se decía Armando viendo a Palmyra despojarse de sus fundas, como desesperada que se arranca la piel en lucha con alguna prenda que no quiere salir.
Por fin se oyó en toda la alcoba el desclavijarse de los dientes del corsé, y Palmyra, como si se entregase al envenenado, como si quisiese curarle del envenenamiento posible, le abrazó con frenesí. Tan solemne era la noche, que ella se quedó con sus joyas puestas, y el collar de perlas recalcitrante y luminoso buscaba siempre el hueco de sus senos.
Armando se fué comiendo los frutos del día, que eran como frutos renovados de la Quinta, pero, como siempre, insistió en el melocotón nuevo de la barbilla.
Era aquella diversión la mayor y la única de la Quinta abandonada en medio de los grandes jardines, que de noche se hacían mayores.
Armando luchaba por alcanzar aquel ¡Ay Jesú! sin la ese final, y sin la ceda andaluza, que daba singular aire de martirio y derretimiento al amor. También cuando le salía un «¡Ay mía mae!» encontraba en ella toda la dulzura portuguesa.
Aquella noche brotó el «¡Ay Jesú!» suave, inusitado, con blandura suprema. {71} {70}
—¿Quieres que vayamos a la playa de Morça?
—Vamos.
Era una playa «muito longa», a la que muchas veces había estado preparada la excursión que había fallido por algo imprevisto.
Armando aceptó el paseo con ansia de despedida, pues el telegrama que había pedido a su amigo por caridad, un telegrama como el que a él le libertó, debía de llegar a través de todo aquel día.
Salieron a las diez de la mañana. El coche con la capota echada, tenía ese fondo recatado de cenador mañanero que toma en las excursiones tempraneras. El cochero se había puesto el traje nuevo para las excursiones bajo la luz clara y llevaba su fusta de niño bien regalado, la fusta de trenzado látigo blanco y como con el pito infantil en el puño.
Pronto estuvieron en medio del paisaje, en el que había esa salsa en que se echa tomillo y romero.
Se olía ese perfume o «chiero» que huelen los burros con los anillos de las narices muy abiertos. {72}
Las abulagas lo llenaban todo. También surgían los saúcos al margen del camino... Al verlos, Palmyra dijo:
—¡Cuánto tiempo que yo no veía saúcos! De pequeña me cubría la cabeza con palmas de saúco... Quiero una rama... Di al cochero que pare...
—Después... La cogeremos a la vuelta...—repuso Armando, que no quería nunca parar lo que ya caminaba, ni rectificar un recado, ni decir que no trajesen ya una cosa que se había encargado. Lo que marchaba debía seguir; ¿para qué cometer la impertinencia de parar el coche y retardarlo todo y hacer volver la cabeza al cochero, inquiriendo lo que pasaba en el fondo del coche, y solemnizar el capricho pueril en medio de la claridad de la mañana, que ridiculiza y macera tanto las cosas?
Los bordes de los caminos dejaban ver todas las raíces, y por eso olía tanto a raíces, a ese hondo olor que más que hondo olor es hondo sabor.
Armando sentía en aquella despedida la resignada vida que impone el campo.
Desde el fondo del milord se veía la dignidad con que andan los caballos, su idea de que arrastran el coche como si fuese su cola.
Las puertas de las corraladas tenían dignidad de puertas de palacio y se veía que daban a otras quintas de Portugal, de esas en que los dueños reposan de todo, como si fuesen los reyes tristes del paraje.
Salieron a la vera mar. Encontraron el faro de Praia, junto al que hacía tres años que había un gran barco roto, un barco que todos los que acampaban en {73} sus alrededores se iban comiendo, pero al que con todo lo que le habían arrancado le quedaba aún más de la mitad. ¡Era tan difícil de desatornillar y desclavar! A veces tenía aristas tan soldadas que resultaba una caja de sardinas difícil de abrir, sin que se encontrase la herramienta lo bastante perforadora para abrirle brecha.
En la popa, aún metida en el mar, había blindajes agujereados, por donde salían fuentes de ola. El olor a alquitrán daba, no se sabía por qué, toda la aguda tristeza del naufragio.
Era aquel barco roto una constante catástrofe. Hasta que no quitasen el barco de allí no se serenaría el paisaje de la costa.
Olía a mar vivamente. Palmyra dijo:
—Es como si nos comiésemos un cangrejo...
Grupos de gentes nómadas se hospedaban en aquel trecho.
Habían construído los camarotes del naufragio, aprovechando los ojos de buey como ventanas de sus barracas.
El barco, partido en dos, debía ser el espantajo de todos los barcos que pasaban a lo lejos, temerosos de incurrir en la misma suerte.
Allí se encendía la lumbre y se guisaba con maderas de barco roto.
Remontaron la sierra y vieron el mar en el fondo. Era el mediodía, la hora de las hambres...
El mar estaba sin barcos... Era como si todos se hubiesen ido a comer... Un solo barquito de vela era como la trufa del mar y estaba en medio de él como para justificar la navegación. {74}
Les salían al paso los molinos de Portugal. Armando dijo:
—En la cruz de Portugal se une el signo divino de la cruz con la humana aspa en cruz del molino.
—Es verdad... Tienes razón—dijo Palmyra.
Bajaron, rizándole, el monte en que tantas personas realengas buscaban antaño un refugio y tenían sus retiros estratégicos. El camino era un camino patinoso y verdinegro, en el que todos los árboles estaban cubiertos por la yedra. De vez en cuando se oía el ruido sospechoso de una cascada que caía de lo alto o se veía un lago de esos que, aun estando en la cima del monte, llegan a su base.
Avanzaba la hora. Iban a comer muy tarde. Ya se habían esparcido los barcos en el mar, y les parecía frente a las humosas chimeneas que el capitán comía constantemente.
Los vapores blancos parecían aeroplanos lanzados en la inmensidad celestial del mar.
En las tapias había bancos constantes para los caminantes más románticos del mundo. En la ventana de alguno de aquellos palacios una vieja, como chiflada, pero cuerda, se asomaba como alucinada. Les extrañó una que leía un periódico, un periódico indudablemente viejo, antiguo, de hace lo menos veinte años.
Pasaron los pueblos de los vinos portugueses, resultando muy pueblerino el sitio de partida de los vinos que pueden pedirse en todos los restaurantes.
Así como en las mesas están de etiqueta las botellas—pechera blanca y traje negro—, estaban descuelladas, repanchingonas y de casa junto a sus fábricas, en su pueblo. {75}
Los hombres y las mujeres del pueblo que se asomaban a las puertas de esos pueblos de los grandes vinos, parecían alcoholizados ya, con la nariz roja.
Por fin llegaron a la playa de Morça. No había nada en el hotel, pero mataron un conejo que guisaron salteado, y compusieron en seguida un menú.
El vino parecía de ese que se encuentra en las barricas que echan los barcos al mar.
—Vamos a volver pronto, no nos coja la noche en el camino—aconsejó Armando, y en silencio comieron de prisa el modesto condumio.
En el silencio, el mar engañoso les mostraba esa cosa de ir a callarse para siempre que tiene—¡después del rizo ruidoso de su rizado de tres en tres olas!—, y que se rectifica a continuación volviendo fatalmente a prorrumpir en sus desbordamientos ruidosos del gran baño de Dios, preparado todos los días con puntualidad.
Después de comer tomaron de nuevo su coche, con gusto de principio de paseo, y el coche buscó el atajo, corriendo mucho.
Era la hora de las cuatro.
En los corrales los gallos daban sus cacareos secos, pues tienen poca saliva para tanto cacareo.
Las rosas bravas se asomaban entre todas las plantas plebeyas.
Se notaban cosas sutiles, como que el aire había soplado todos los molinillos, creando esos vilanos que son las palomas mensajeras entre unas y otras plantas.
En lo más bajo del paisaje aparecieron unas casitas abrigadas en lo hondo, porque en lo hondo prosperaban sus viñas. {76}
Desde la puerta de esas casas tiraban el agua de la jofaina en que se ha lavado alguien.
Se veían cimientos de casas que no acabaron de construirse, sin que nadie sepa por qué.
Se veían mendigos barbudos, que, sentados en el camino, se ponían las alpargatas que acababan de sacudir o cargaban con su morral.
—Las amapolas—dijo Palmyra—son como corbatas que se pone el campo.
En las Quintas altas se veían grandes jarrones y varios bustos romanos, entre los que se destacaba la madre de Nerón. Todas las estatuas, como la de su Quinta, eran como evocación de otras estatuas, no como estatuas de plasticidad propia.
Armando se quedó dormido después del largo memorial del paisaje y al despertarse encontró «que los caminos siempre piensan lo mismo, sin enterarse de nada».
El pesimismo del campo volvía a él:
«En el campo se siente que igual podríamos ser de un siglo antes que de un siglo después.»
«Todo el campo, además, espera a los muertos.»
El coche caminaba al trote cochinero de los coches que vuelven, un trote seguido, sin descanso, como si el cochero gastase toda la vida de sus bestias en la postrer carrera.
—Aquí—dijo volviéndose a sus amos—fué donde se estrelló el otro día un automóvil.
Lo decía con la satisfacción del cochero de coche pacífico y nadador que odia al automóvil.
El olor a manzanilla del campo se agravaba, y las margaritas eran como sus últimas luces. {77}
Apareció por fin el conmovedor rincón que habían tenido sólo todo el día, la Quinta descuidada durante toda la jornada, y que esperaba teta de su mamá, como un niño abandonado a las criadas inútiles.
El coche saltó, con alegría de galgo, el umbral de la puerta tristona de la Quinta. El viejo jardinero esperaba a la puerta con el telegrama urgente. Armando lo abrió con falsas señales de impaciencia.
Palmyra alargó la cabeza para leer.
«Tu madre, muy mal. Ven en seguida.— Luis. »
—¿Has entendido?
—Sí... ¡Qué desgracia!
—Me voy esta noche... No tengo otro remedio... Si no salgo esta noche tú sabes que no podría tomar el tren de mañana... Dormiré en el Francfort.
Bajaron rápidamente del coche. Ella estaba muy pálida. Tanto, que la doncella que salió a recibirla puso una gran ternura y una gran avidez en su «Mía Señora».
—¿Qué le pasa a «Mía Señora»?
Armando, en plena hipocresía, subió corriendo a su habitación, y gritó:
—¡Las maletas!
Fue preparando todas las cosas sobre las butacas y la cama. En aquel apresuramiento, la mentira parecía tener algo de verdad.
Ella, después de haber llorado, se asomó a la alcoba.
—¿Pero te lo llevas todo?
El se volvió inquieto. «¿Quizá desconfiaba ella?»
—Tú sabes que todo se puede necesitar cuando no {78} sabe uno qué va a pasar..., qué tiempo va a tener que estar a la cabecera de una enferma...
Armando seguía afanosamente la preparación de sus maletas. Todo lo tenía arreglado desde hacía días. Sólo la dejaría unas cuantas hojas de Gillette desparramadas sobre las mesas y los mármoles como tarjetas de acero del hombre.
—Vete fuera si has de llorar tanto... No puedo consolarte si he de hacer las maletas... Se me olvidará todo...
Palmyra salió de la alcoba.
Armando estaba apesadumbrado.
Era como el que guarda en la maleta los pedazos del cadáver de su víctima.
Había que ser un niño o una mujer para adaptarse a aquella tenue resignación de la Quinta, que era cárcel venturosa de la intimidad humana.
Había que saber desposarse con los muebles, con las cornucopias, con las columnas salomónicas como sólo sabe hacerlo una mujer.
Había que poder saborear esa dulce paz que hay en los sofás en que el alma del mundo se sienta, desmayándose el tiempo en su pliegue ideal.
La Quinta ofrecía el día indeterminable que no necesita paseos ni nada, pero él no los podía soportar.
Las maletas hechas, Armando llamó a Palmyra.
—Despídete de mí como si fuera a volver dentro de un rato... Eso es lo que va a pasar.
—No puedo... No puedo—decía ella llorando—, me matarán las saudades de un solo día sin ti...
Tenía que desprenderse de ella violentamente. Hubiera querido evitar que sucediera eso. {79}
Tomó el coche corriendo, como el que va a llegar tarde, yéndose con una hora de anticipación.
Hizo que apremiase los caballos el cochero para no tener que devolver saludos finales de marinero a la ventana a que ella se asomaba y por la que parecía irse a tirar.
Aquella noche durmió en el hotel de Lisboa con ese temor a no despertarse a tiempo que ocurre antes de los viajes en que se huye.
Se despertó y salió en el tren casi vacío, en cuyo camarote sus reflexiones se recrudecieron. Era libre, respiraba a gusto, pero no dejaba de darse razones para consolar su arrepentimiento.
¡En qué día más feo le tocaba viajar!
Con una temperatura más bondadosa le habría entrado una llantina como aquella en que se derretiría Palmyra.
Cerró las ventanillas. Se quedó el vagón sordo.
Los eucaliptus de las estaciones se destrozaban en el viento. Iba a salir de Portugal de un momento a otro.
Entró en los valles plácidos a que aún no había llegado la lluvia.
Iba con un señor serio y melancólico que debía vivir en otra Quinta en medio del campo.
«Yo me hubiera convertido en un señor como éste», se decía Armando. Aún le quedaba una envidia de cómo hubiera podido vivir. Le obsesionó aquel caballero parte del viaje, hasta que en una estación sin nadie avanzó un criado de patillas, que, con el sombrero en la mano, tomó su maleta y la metió en un coche de dos caballos. Después echó a andar, y al {80} pasar frente al paso nivel volvió a verle esperando que el tren pasase. Le pareció mal que no hubiese tenido influencia para pasar antes que el tren.
El tren hacía árboles, hojarascas de humo.
Se veían pastores en medio del campo. «Mientras haya pastores...»—se decía Armando con retinencia optimista, pues en los viajes se ve la estabilidad duradera de todo.
«En la tarde del tren se comprende la tarde prehistórica»—pensaba en la soledad genial del vagón, con genialidad que le es propia.
Iba hacia los días obscuros en que se está como en los profundos estanques del invierno, allí en España.
Dejaba aquellas mañanas en las que aparecen vivas, recortadas sobre un límpido cielo azul, las balaustradas del buen tiempo. Iba a cambiar el mundo que es alegre en su inmensidad, por el que es alegre en los chamizos, en los «cabarets», en los cafés.
Aquellas mañanas portuguesas tenían siempre una punta de sol o varios cuchillos de sol, aun los días nublados. La claraboya del mar también era luminosa siempre.
«¡Si no lloviese tanto!»—se decía Armando para contradecir su nostalgia, que era demasiado amorosa, tan amorosa que le reprendía, diciéndole: «Podrás estar sobre lagos de lluvia, pero siempre en lo alto, junto a la luz, no como en aquel Madrid que se sumerge y sólo vive con empuje la luz artificial de los «cabarets».
Iba atardeciendo cada vez más, y Armando veía en su recuerdo el panorama de los alrededores de la Quinta. {81}
Los hotelitos en la tarde obscura quedaban a flote, como barcos amarrados en el puerto seguro.
Los pinos llevaban una vida platónica en lo alto del monte. Todo tenía la placidez de lo que disfruta luces y vacaciones amenas entre dos muertes: la del nacer y la de morir. Todo aprovecha el interregno.
La noche vino, y Armando se perdió en el sueño pesado de los viajes. Ya estaba corriendo por España camino del Madrid que quebranta los huesos, pero cuyo suplicio quería vivir. {83} {82}
Palmyra se quedó anonadada, pero sintió la sospecha que cerró sus lagrimales. Volvió a encararse con aquel detalle de la huída de Armando y que ya la hizo desconfiar en el momento del viaje: «¿Por qué se había llevado todas las cosas?»
«Y retrato mío, ¿se habrá llevado alguno?» Buscó todos y hasta encontró el pequeño para el que Armando, en la época de las galanterías, encargó un marquito de brillantes en Lisboa y tenía siempre delante en su mesa de despacho.
—No tendré ninguna carta de él—se decía Palmyra, dándose cuenta de la crueldad necesaria en la huída. Para borrar su arrepentimiento le olvidaría por completo. Nunca jamás volvería a hacer aquel camino de vuelta. Procuraría que fuese muy vago el recuerdo de todo.
Se volvió a sentir Palmyra en las playas últimas de Europa... Se acordaba de lo que decía Armando con cierta tristeza: «Aquí se ve el último momento del ocaso que ve toda Europa... Nosotros lo despedimos en el último puerto, cuando ya se va decididamente al otro mundo». {84}
¡Si ella supiese no mezclar su alma a los amores y ser algo así como la dama que hospeda en su casa al elegido sin temer verle partir!
Aquella Quinta era enemiga del amor constante; pero era encantador refugio para el amor apasionado de unos meses.
El alma tensa y apasionada de Palmyra se negaba a consentir eso. Tenía el deseo de inmortalidad que padecen las almas nobles.
Quiso conformarse con la Quinta, y la comenzó a vivir más intensamente. Cada nuevo día sin carta de él, la hacía más desengañada.
Estaba el jardín abandonado. En las plazoletas había crecido la hierba; del estanque había que sacar los cadáveres del tiempo, los cadáveres de los cinco o seis años que no se limpiaba, las barbas del dios de las aguas.
Aquella limpieza del estanque fué para ella como un alivio. Todos los posos que habían dejado en ella sus amores últimos salieron con aquel desarraigo de las verdosidades acuáticas. La limpieza de la matriz del estanque fué también una limpieza para la suya.
Las noches de luna la cogían en las terrazas. Aquellas noches de luna la fosforecían el alma y se la engatusaban más. Brillaban las claraboyas y los cristales como si algo en el paisaje pusiese los ojos en blanco.
¡Su corazón! Estaba desorientado y vacío. Lo único que necesitaba era cierta limpieza y una entrada en los nuevos amores discreta, bien llevada, bien dicha.
Palmyra daba vueltas a las habitaciones solitarias, encendía luces, buscaba. ¡Gata desalada! {85}
No había remedio. Comprendió todas las razones y las excepciones; pero insistía en encontrar al que la acariciase en ese único día—todos los días el único —en que se movía la vida.
¡Qué noches más largas! En la Quinta no se podía vivir sola. Todo era inútil, muerto y los rechinamientos de su cama eran burlones.
Palmyra estaba como sorda en la Quinta. En sus paseos en milord buscaba el rincón del coche y se reclinaba allí con gesto displicente y desdeñoso. Se calzaba y enmediaba demasiado bien para permanecer sola.
Dialogaba consigo misma como varón y mujer. La entraba esa duplicidad sensual en que la mujer, si pudiera, crearía al hombre. ¡Y qué hombre la saldría: apuesto, violento, cumplidor! Daría miedo en su relación con los demás hombres.
Ella.—Sí, me he desnudado delante de ti como delante del espejo que puede atraparme.
El.—Déjame, señora, que primero te acaricie sobre los encajes.
Ella.—Sería la alcoba triste sin ti.
El.—Levanta un poco tu camisita como en el antiguo can-cán.
Ella.—Lo que tú quieras... Haré como que paso el río del amor.
El.—Eres blanca como el delirio, y los sitios en que el escultor de tus piernas metió el dedo creó sombras que acaban de exaltar tu dulzura...
Ella.—Ya quería yo, ya, que alguien fuese justo con mi blancura...
El.—Tus hombros son los hombros del ánfora, en que resbala la forma. {86}
Ella.—Acércate... Cógeme como un ánfora.
El.—Tus sábanas están limpias como una virginidad...
Ella.—Tengo un cuadrante de pluma para ti... Yo no necesito más que uno...
El.—A mí me basta la almohada... Tu cabeza es la que necesita tener un trono sobre el lecho.
Ella ( apagando la luz ).—Ven...
En la sombra el sueño se prolongaba, pero el diálogo se iba durmiendo en un monólogo con sordina.
De las esquinas de la cama, con sus remates en forma de quilla, salían los cisnes ledos que buscaban a Leda.
Pero ella ya no tenía fuegos para sostenerse atenta a sus pensamientos, y se dormía baldía.
A la mañana siguiente recomenzaba la tragedia solitaria y recorría los jardines de la Quinta como la protagonista de una novela que no encontrase la continuación de su argumento. Se asomaba a la verja de la puerta siempre como «la protagonista y buscaba el belvedere estilo portugués de la esquina del tapial para asomarse tranquila en otra orientación extrema.
Se pasaba largos ratos echada sobre los almohadones, dóciles como gatos que permitiesen recostarse sobre ellos. Parecía una convaleciente cuya sangre se va tornando roja muy poco a poco.
Se quedaba mirando los gruesos pendentif de las arañas, ese gran brillante que cuelga como su último remate.
En aquellos días de perdición en la Quinta—de mucha más perdición que lo que se llama perdición {87} en el amor—hasta entró en la biblioteca. Se escondía allí para que el tiempo no la encontrase tan demasiado en medio de los grandes salones.
La daba melancolía la biblioteca. ¡Cuántos antepasados tenían que haber muerto para dejarla a ella aquellas estanterías con libros inesperados para sus manos, pero que la pertenecían!
Las señales que se veían en algunos tomos salientes como orejas perspicaces la daban una sensación de las manos y las inteligencias muertas, de cómo aquella asociación de datos que buscaba la señal, ya sería siempre inútil. A veces había ido a quitar todas las señales de los libros, pero la dió pena estropear aquella labor y borrar lo que ingenuamente esperaba que volviese el que señaló el libro.
La esfera armilar la ponía triste. Hasta una enfermedad de esas que se curan tomándose esféricos depósitos de termómetro era preferible a aquella soledad con la esfera armilar.
Aquella esfera la daba la emoción infinita de un modo confuso y apenas inteligible para su puerilidad. Era como el esqueleto del Universo que la hacía microscópica, inexistente, polvo vil.
La sobraban los libros; todos eran como tomos de medicina en un sitio en que se está sano. Prefería, a leer, mirar por el balcón al mar.
Los libros, eso sí, daban sustancia a la biblioteca, cuyo balcón la gustaba más que los otros, precisamente por eso, porque los libros mejoraban el arrobo de la habitación, su resguardo.
La gran esfera terrestre, que tenía que sostenerse sobre el suelo porque no había mesa ni estante que la {88} sostuviese, era como el reflejo en convexo de la idea de la naturaleza lejana y complicada que se veía por el gran ventanal.
Los mares de la esfera, sobre todo, se volvían verdaderos y anchurosos en aquella proximidad al mar inmenso. Era como si se desbaratasen y se escapasen a la red de sus meridianos y se vertiesen sobre el verdadero mar.
El cinturón de cobre y la cerviz, también de cobre, que envolvían a la esfera enorme, daban al mundo un aspecto formidable.
Palmyra, quieta y asentada durante un largo rato, volvía a sentir la desazón voluptuosa, y dando un salto huía de la biblioteca. {89}
En aquellos días recibió una invitación del Casino de Ardantes.
Era una invitación como otras muchas que había recibido antaño: « A charming festival in honour of the British Colony of Ardantes to be held in this Casino, the Direction has the great pleasure, etc. »
Nunca había querido ir a aquel Casino en que no se sabía qué gentes jugaban a los juegos prohibidos.
Iría dispuesta a traerse un hombre a la Quinta.
Se vistió otra vez con la ilusión de la que no sabe lo que va a pasar y estiró sus medias como se estiran para hacer la conquista.
Hizo el camino a pie. No quiso alborotar la terraza del Casino con la llegada de su coche. Podría entrar mucho más disimulada y dejar con más desparpajo el bastoncito sobre el borde de la mesa de juego mientras abría su portamonedas con gesto de bolsista jugadora.
Pasó por entre los chalets , cuyas ventanas respiraban el aire embalsamado con la misma vagarosidad que los peces el agua. {90}
Las casas, cubiertas de verdor, se daban tono de mujeres con un chal sobre los hombros.
Aquellas casas cubiertas de enredaderas, eran casas que había que peinar por las mañanas. Ella no había cubierto las paredes de su palacio con las mismas morenas yedras por si no podía asearlas con el ancho peine que necesitaban para no llenarse de innumerables bichos.
El nido humano resultaba más nido en aquellas casas cubiertas por completo de hojarascas y llenas de melenas verdinegras.
Palmyra sentía la turbación de la que sale por primera vez al mundo después de una viudez.
Lo malo es que se acordaba demasiado de Armando y de sus palabras.
—Al subir la cuesta los automóviles meten ruido de aeroplanos—había dicho Armando viéndoles subir aquella cuesta que buscaba el camino de los pueblos.
No se la podían olvidar a Palmyra aquellas frases del golfo genial que estuvo preso en el palacio como un bandido del renacimiento, y que, como aquellos aventureros, dejó grabadas para siempre sus anécdotas en las paredes de la prisión.
—Atado en ese sofá estuvo él—sentiría siempre ansias de explicar a los que por primera vez fueran a la Quinta.
—Las cazoletas del telégrafo son palomas ahorcadas —había dicho también, y también era inolvidable para Palmyra que las veía estranguladas por noticias que llevaban más allá, sin dejar ninguna en la Quinta, sin poder sorprender lo más mínimo de las palabras pasajeras. {91}
Pensando despaciosamente en Armando llegó al Casino.
Aquel Casino tenía una gran vida en el verano, sin sillas suficientes nunca para esos invitados de casino que se invitan solos y que no se sabe de qué recóndito rincón han salido.
Se sentó en la mesa de juego y puso sobre ella uno de aquellos grandes billetes que sonaban a papel pergamino escandalosamente.
Su vecino de mesa la miró por la rendija pícara que quedaba entre sus lentes y su sien. La reconocía con desconfianza y con hipocresía, buscando la abertura en su cuello, ese sitio por el que entran las miradas de refilón y se ve una carne quemada que resulta más carnal.
Ella apuntó a cualquier número.
—No..., no ponga usted a ese número, que no ha salido ni saldrá nunca—la dijo el vecino con arrebato apasionado, con aire protector, con verdadera congoja.
Palmyra le miró agradecida por aquella advertencia trémula, y le preguntó:
—¿Pero, por qué?
—Porque yo he perdido todo mi dinero señalando ese sitio... Es un abismo.
—Entonces—dijo Palmyra con la misma voz trémula—quiero ver si le vengo, arrancándole al banquero todo el dinero que le ha quitado a usted...
Así se formó la sociedad de súbita franqueza y de emociones compartidas que había de hacerles volver juntos a la Quinta al final de la tarde de jugadores, después de que Palmyra recuperase parte de la for {92} tuna de Fausto, ingeniero de minas, que ahorraba la mitad de su sueldo y con la otra mitad especulaba, jugaba, se divertía y comía modestamente.
Tomaron el té de después del juego, té reconfortante, cuyo azúcar dulcifica el dolor sufrido y asienta el gusto metálico que tiene el mismo triunfo.
Palmyra estaba encantada de la pasmada galantería del ingeniero, galantería torpe, de hombre que no se considera apto para entrar en la intimidad de la mujer distinguida con quien habla.
No tenía rubor en confesar sus gustos más ingenuos.
—A mí la naturaleza me encanta... Llevo siempre en mi maleta, cuando voy a la ciudad, unos cuantos paisajes que cuelgo de las paredes del hotel...
—¿Y los pinos? ¿Cómo está usted con los pinos?
—Los pinos...—y Fausto se detuvo un momento sin saber continuar; él amaba la naturaleza, la naturaleza en general, pero no había pensado en los pinos... Sin embargo, hizo un esfuerzo... Debía hacer un esfuerzo por decir algo ingenioso... Miró por las ventanas del Casino al campo, y dirigiendo una mirada a los pinos que se veían, dijo:
—Sí...; los pinos son el tupé de nuestros montes...
Palmyra le animó con una larga sonrisa a que fuese ingenioso.
Tomaba Fausto el té con avidez de jugador arruinado, como si encontrase en su líquido dorado el restituyente.
La confesó los pormenores de su casa: «Mi lecho y una gran mesa de pino blanco, llena de los punta {93} zos de los chinches, naturalmente de los «chinches» limpios».
Cada vez le veía Palmyra más posible: la primera noche como huésped extraño, y después un poco dueño de todo, colocando las cosas en distinto sitio, acercando su butaca al balcón.
—La acompañaría si no perdiese el tren...
—Acompáñeme a la Quinta y cenará usted conmigo... Como no pensaba retirarme tan tarde, no he pedido el coche... Pero no hay mucha distancia.
Salieron del Casino... El camino era el camino campestre, largo, con muchas revueltas, con humo de hojas amontonadas en pequeñas piras que ardían en las cunetas como si el ocaso hubiese dejado incendiados todos los matojos.
«El camino va a bastar», pensaba Palmyra. «Este es el de los amantes de la naturaleza que sienten ganas de besar en medio de ella».
En efecto; en la revuelta del camino en que ya no se vieron casas blancas, Fausto, como si ya no le viese nadie, sin pensar en que le veía ella y en que se podía resistir, besó a Palmyra con beso que resbala, que da un tropezón en el rostro y que buscando la mejilla cae en la barbilla o se queda colgado de la sotabarba.
Palmyra aceptó aquel beso, diciendo con falsa ingenuidad de mujer que no quiere que de ningún modo retrocedan las cosas...
—Sí... Realmente no nos ve nadie...
—Estábamos demasiado solos... No se puede llevar a un hombre apasionado por un camino tan solitario a esta hora... {94}
—Lo malo—dijo ella—es que todo el camino es tan solitario y es muy largo...
—Tengo besos para todo el camino, por largo que sea.
—Es usted un besador de caminos, en vez de un ingeniero de caminos...
—Soy más; soy un salteador de caminos.
—¡Qué miedo!—dijo ella haciendo un mohín.
El resto del camino fué dichoso. Ella tenía ganas de volverse a encontrar como objeto de goce, como intriga para el ansia y la curiosidad.
A veces le tenía que decir:
—Espere... Soy la dueña de mi casa, y en mi Quinta soy Cleopatra, dueña de Egipto...
Ella prefirió aquel atrevimiento, desde luego, en la opulenta sinceridad del camino, como caza clandestina en medio del campo, con anhelos de chico que ha encontrado un nido, apagando así el vivo deseo de llevarla pronto a casa, donde sucede el epitalamio después de la cena, mezclándose al arrebato del vino y de la carne.
Fausto entró en la Quinta con timidez. Siempre se sospecha que la mujer sea la cruel reina que prepara la encerrona al hombre para matarle. Cuando se cerró la puerta de la Quinta, que sonó a cierre de gran jaula, volvió la cabeza desconfiado.
Pero le dió confianza ver al final del paseo de grandes árboles la casa de tipo noble y señorial, la clara casa portuguesa como ensueño de una lluvia clara.
Tenía cierta timidez de entrar en aquellos recintos en que, si no el padre, la sombra del padre se alber {95} gaba y les vería pasar por los pasillos como en plena ilegitimidad.
—Otro cubierto en la mesa—dijo Palmyra a su vieja doncella—, y prepárenle el cuarto de los huéspedes... El señor se llama don Fausto, y es mi primo el ingeniero...
Fausto tasaba lo que había de cinismo en las frases de Palmyra, pero también tasaba que aquello no era usual, que se veía que no acostumbraba a guardar allí al hombre elegido...
El ingeniero atisbaba la altura de techos de las habitaciones, sin pasar de ese asombro con que le contagian al hombre modesto y habitante de las casas bajas de techo las grandes proporciones del palacio. Se sentía apasionado por Palmyra. No había visto nunca nada tan deslumbrador y generoso.
Ella sentía la alegría de estar ya acompañada, y se hacía la ilusión de que hacía tiempo que había excitado a que volviese a este amigo antiguo que, por fin, había llegado aquella noche.
Ya tenía quien la observase de nuevo, ante quien ser nueva e insospechable, así como tenía al hombre de quien esperar los despotricamientos más extraños del instinto y las seriedades más curiosas.
—Mañana enviamos a su casa por el tablero, las cajas de compases y ese platillo blanco en el que se moja el tiralíneas como un pájaro en su bebedero. Mi padre también era ingeniero.
Fausto dejaba proponer. Estaba admirado, y aun en la alcoba trató a aquella mujer como quien la da el brazo para ir al comedor. {97} {96}
El solaz de la Quinta aumentó. Después de la lluvia deseada brotó en la plazoleta del edificio la serenata de perfumes de todo el jardín.
El ingeniero, sin que eso supusiese que estaba preocupado por las cifras exageradamente, tenía la costumbre de hablar por números más que por palabras. Perdió pronto la idea de su deber de convivencia, manteniendo las ilusiones que provocaba la Quinta.
Miraba por el ancho ventanal y seguía sus planos y sus cálculos. Palmyra le miraba asombrada de su inconsciencia. Por él mismo más que por ella le hubiera recomendado un poco más de amor. «Desgraciado—se decía ella—, no conoce la farsa de la vida... Cree que conseguida la mujer no necesita hacer más».
En vista de que le vió laborar en una labor tonta y sórdida, se puso a coser. La hubiera prostituído el que aquello hubiese sido demasiado breve. Tenía que aprenderse más a aquel hombre y agotar su psicología.
Tenía mucha miedo a que en su imaginación se volviese confusa y casi irrecordable la silueta de {98} un hombre. Entonces sí que se podría decir que había comenzado a ser una mala mujer.
Veía en él al chico que ha crecido en plena inconsciencia, dedicado como un colegial a su caja de compases. No se entregó a ninguna novelería. Se creía indudablemente en unas vacaciones de colegio, con una señora simpática y cariñosa, a la que apenas conocía.
Al trabajar era hombre de lentes, y ella notaba que cuando la miraba veía menos que nunca.
Así como Palmyra pensaba estas cosas sobre su costura, él pensaba otras sobre el papel cebolla de sus planos.
Había soñado muchísimas cosas: hallazgos de minas y encargos de puentes sobre el mar, pero no había soñado una mujer como aquélla, «¿Por qué me la habrá regalado el destino?»—se preguntaba, y en vano buscaba la respuesta.
Era un poco inexpresivo en sus caricias, y al encontrar sus brazos se dedicó a acariciarlos con la profusión y la disciplina del que da masaje.
Le tuvo que llamar la atención ella, porque la ortigaba el brazo con aquella insistencia.
Los dos, pues, se tenían afición e indiferencia. Lo que no acababan de comprender era por qué se habían reunido. Ella, más que un amante, había elegido un testigo con profesión seria, un testigo del que quedasen en limpio los instintos y en el que el ser humano quedase como montado al aire, es decir, sin encubrimiento; pues las líneas y los cálculos del ingeniero no perturban al hombre, le dejan en medio sobre una vagoneta y unos carriles y debajo de una serie de cables, de puentes y de señales. {99}
Su ingeniero era algo así como un hombre del campo, y reaccionaba frente a las cosas con naturalidad y encontrando en todas gustosas experiencias de la vida.
En las sobremesas, recostados en la silla de dos asientos pegados haciendo la S confidencial, sentía ella cómo le fascinaba su descote, con el hoyo voraginoso entre los senos, pero le fascinaba sosamente, llevándole la placidez hasta el sueño, hacia el que la llevaba cogida de las manos, arrancándola de su asiento, ansioso, más que de abrazarla, de estar dormidos pronto.
Palmyra se aburría. Aquel hombre no comprendía el paisaje, no adoraba su Quinta, no sentía la soledad. Sólo se sentía dueño de ella y miraba el paisaje colocando cada cosa en su sitio, pero nada más. De todas maneras la acompañaba.
Un día de tormenta se quedó abierto el balcón de su despacho, y como su tablero se asomaba mucho al balcón, buscando la luz, llovió sobre el plano que tenía entre manos. El escándalo que armó al volver fué tan grande, que Palmyra le mandó callar.
—No quiero, mujerzuela—respondió encolerizado, y la empujó contra la pared.
Palmyra se quedó en el rincón de la habitación a que había sido empujada. Le miraba como la actriz que ha sido asesinada y no puede hablar ya.
El quiso borrar sus palabras y su acción. No había querido ir tan lejos. Pedía perdón.
—No puede ser—dijo ella—, has vuelto a ser el extraño, como si aquel señor que recogí en el Casino me hubiera dicho una grosería entonces, en vez de {100} ser galante y apasionado... Jamás se oyó en la Quinta esa palabra... No la podré olvidar... Luego, al atardecer, tomas tus cosas y te vas.
Llamó al criado...
—Prepare el coche para las siete...
Se vengaba Palmyra de la huída del otro echando a éste. Ya le había encontrado hacía días el encolerizamiento que producía la Quinta en los hombres al poco tiempo de vivir en ella. La Quinta necesitaba un voluntario. No valía salir por un amante como ella había salido. Ahora esperaría la llegada del que fuese.
La corría prisa echar a aquel intruso. No podría nunca conformarse con un hombre obscuro, distraído, seco. Necesitaba el guarda enamorado de la Quinta. El que sintiese lo que de isla del amor había en su palacio. {101}
Después de la riña con Fausto, una de las cosas que más emocionaban su vida de soledad, lo que la llevaba hacia el mundo, lo que la daba la palpitación máxima del corazón era ver los automóviles que unidos a los trasatlánticos que hacían escala en Lisboa, transportaban a los viajeros más inquietos para que viesen aquellos parajes de la costa y el faro estratégico.
Camino del faro pasaban junto a la Quinta de Palmyra, que les lanzaba destellos de todos sus cristales, triángulos de luz, losanjes volanderos.
Las seis bocinas en fila hacían presagiar la caravana de viajeros. Palmyra corría a las ventanas. Ella, tan lejos del mundo, en ese momento perdía su resignación y se asomaba a ver los grupos de extranjeros apretujados, los brazos de unos sobre los pechos de los otros, cuatro o cinco donde cabían sólo dos, las gasas de las extranjeras flotantes como banderolas descoloridas, todos despeinados y como mareados por el largo viaje, ellas con flequillos y patillas desrizadas, de embarazadas en meses mayores, echadas hacia atrás en sus asientos, afondadas, como si su preñez las obligase a esas posturas. {102}
Se dejaban llevar por la ráfaga encorvada del automóvil, todos en la mecedora flotante y rauda, sin saber ni por dónde iban ni qué iban a ver, cumpliendo más que nada con un itinerario de los que ofrecen los «chauffeurs» listos.
Ni tenían tiempo de saludar al paisaje y menos para despedirse de él, y dejaban flotante su extrañeza y su extranjerismo como inquietud abandonada en medio del bosque.
La soledad quedaba arrepentida de estar tan sola, y todo el monte hubiera querido irse con los excursionistas, continuando su viaje hacia ciudades más en el centro del mundo.
Se van sin importarles lo que dejan detrás, prendiendo miradas distraídas en lo que ha de quedar bien fijo, establecido para siempre en el sitio que ocupa.
A Palmyra la costaba trabajo meterse dentro, abandonar la visión del camino recién rizado por todos los automóviles, esperando ver uno más, el rezagado, el de los más degustadores del paisaje que se habían detenido más largo rato bajo el faro engallado.
Había recogido—sobre todo cuando lucía blusas de mucho color—las miradas amorosas de todos, como si todos ellos quisieran ser sus esposos y ellas la mirasen encantadas de ser sus cuñadas. ¡Pero ninguno se tiraba de su automóvil como torero que salta la barrera!
¿Escribiría alguno alguna vez la postal del pasajero?
Dejaban el recuerdo de los camarotes pintados de blanco y con ojos de lupa en aquellos barcos que ella veía en alta mar con su tarta blanca en medio, y que {103} eran los que vertían sus viajeros extrañados durante unas horas de la lisura estable de la tierra.
«Ya estará impaciente el trasatlántico, moviéndose en la rada, tirando de la cadena de su ancla como perro que quiere escaparse»—pensaba Palmyra.
Y por fin se metía dentro de la Quinta. «¿Cómo sospecharían su vida aquellos seres?... ¿Qué idea del paisaje se llevaban? ¿Como cuál creían que era? Sólo aspiraban a llevarse visto un punto más del mundo para poderlo pregonar.
Aquellos automóviles eran como las canoas de salvamento a las que se pone en marcha dando al manubrio de su despertar.
Siempre la habían dejado gran emoción; pero aquella tarde de soledad en que aquel viajero rubio la había tirado el sombrero como brindis de torero entusiasta, dejándolo colgado de un manzano, se quedó más pensativa que nunca.
El sombrero aquél, que había bajado a buscar, llevaba en el forro de fina sedilla blanca el nombre de un sombrerero de London. Eso no era bastante para saber la nacionalidad del desombrerado, porque según vieja falsificación todos los sombreros son de London y tampoco decía nada apenas el que en su badana apareciesen las iniciales S. C.
No dejaba de tener una íntima galantería bastante original aquel regalo del sombrero del excursionista arrojado como recuerdo en el rápido pasaje de esos automóviles de «te tomo y te dejo en el mismo sitio que te tomé».
Palmyra dejó aquella montera de brindis en su perchero, y cuando volvió al salón pensó sorprendida {104} que iba acompañada de la sombra que había entrado en la Quinta con aquel hombre que había dejado su sombrero en el perchero. Estaba íntimamente con ella, y, sin embargo, estaba lejos, ya en alta mar con un sombrero nuevo que aun extrañaba su cabeza.
«Con él encasquetado ya no se acordará de mí»—pensaba Palmyra—, pero después rectificaba: «Se acordará aún, porque el sombrero nuevo le estará chico, más chico que éste que me ha dejado».
Durante el anochecido estuvo nerviosa, excitada, mirando el mar de los espejos, esperando quizá la entrada de aquel hombre por el dintel del espejo.
Cuando la sirvieron el té tardío, porque se había olvidado de llamar, estuvo por decir al criado: «¿Y la otra taza que te he pedido?»
Aquel sombrero que cogió como el de un vagabundo del árbol del que se ahorcan los sombreros y las alpargatas de los trotacaminos, tenía el imperio del sombrero del dueño y señor. Había dejado libre el cabello oleaginoso que ella buscaba para peinar con sus manos y sentir los chisporroteos eléctricos que brotan de los peines de concha y de los dedos entreabiertos como parte ancha de unos peines blandos.
«Y no es que haya tirado un sombrero viejo... Está usado, pero no está viejo»—pensaba Palmyra.
Del salón se iban colgando las anchas cortinas moradas de los bailes de arte; sólo el espejo del fondo tenía luz y copiaba la tarde de ojeras irisadas.
En eso llamó la criada:
—Madama... Un señor sin sombrero pregunta por su Excelencia...
Lo de «sin sombrero» lo decía la criada para que {105} madama no le recibiese, porque un señor sin sombrero da idea de un loco o de uno que viene huyendo, pero madama, como si esa señal la recordara a un amigo querido que llegase de muy lejos, la dijo:
—¡Que pase! ¡Que pase!
Un caballero, menos rubio de lo que la había parecido al verle pasar en el automóvil, se adelantó hacia ella e hirió su mano con la llaga de un beso apasionado y largo...
—Señora—dijo—, he torcido mi viaje sólo por usted...
—¿Pero perdió su barco?—exclamó con ingenuidad Palmyra...
—Sí..., partió sin mi—respondió sonriendo el desconocido...
—¿Y sus baúles?—volvió a preguntar Palmyra desconcertada, como si esperase que el extranjero hubiera llegado con sus baúles y todo a instalarse en la Quinta desconocida...
—¿Mis baúles?... En un Hotel de Lisboa—respondió extrañado el extranjero.
Palmyra le señaló un asiento. El extranjero se sentó con tipo de marino que descansa, tipo de marino que viene a traer una noticia de allende el mar.
—¿Y cómo se ha atrevido a venir? ¿Y si yo hubiese sido una señora casada?
—No hubiera venido... Me he enterado antes de quién era usted y cómo vivía... La tiré mi sombrero porque no me dió tiempo de tirarla otra cosa; mejor la hubiera tirado la cabeza, el corazón... Lo que quería decirla es que volvería...
—Yo sólo creí que fuese un chicoleo. {106}
—De ningún modo... Siempre se tira el sombrero para recogerle, más o menos pisado por la dama, pero se recoge...
—Ya ve usted que yo no le dejé en el jardín... Lo recogí y lo he puesto en el perchero...
—Ya le he visto al entrar, y por cierto que he hecho como que lo dejaba, ajustándole más a su colgadero...
Palmyra sonrió, aunque estaba asustada e indecisa, ante aquella visita que amenazaba con ser muy larga... No sabía hasta cuando... Quizá hasta cuando volviese aparecer de nuevo en lontananza un barco con la ruta del que había dejado irse...
—¿Y qué es usted?—preguntó Palmyra sacándole de su arrobo.
—Yo... Doctor...
—No... Quiero decir de qué nacionalidad.
—Norteamericano... Sé el español difícilmente, pero como he notado que me entendía así con los portugueses, he creído posible conversar con usted toda la vida...
Palmyra estaba radiante. Su desconcierto se había ido borrando; el caso era que tenía allí a uno de los que pasaban raudos y representaban para ella el mundo, el mundo de los grandes trasatlánticos como palomares flotantes, llenos de gemelos que miraban su torreón...
El norteamericano apoltronaba su tamaño en la butaca con un paisaje en el respaldo, y mostraba su rostro de ninguna raza y de casi todas, uno de esos rostros que confunden siempre al que les mira, pues habiendo parecido que antes se miró a uno, después resulta que es a otro al que se encuentra. {107}
—Ahora iría por el mar, con todos mis compañeros de viaje que me echarán de menos, sobre todo en la mesita verde que ocupábamos después de cenar, cuatro, siempre los mismos...
¿Qué la iba a exigir aquel hombre a cambio de aquéllo? Había perdido su barco y tenía derecho...
—¿Y hasta cuándo estará usted aquí?
—Hasta que usted quiera... Vengo a Europa a estudiar, así es que me puedo quedar aquí a estudiarla a usted.
—¡Ah! No... A estudiarme, no... Me dan escalofríos sólo de pensarlo.
—Bueno, bueno... Diré sólo que estudio.
—¿Y de qué región es usted?
—Bástela saber que una carta tarda en llegar a mi casa veinte días...
—¿Y cómo es su pueblo?
—No tiene nada de interesante... Esto sí que es bello... Es el digno marco que la corresponde... Cuando me saludó usted al pasar, perdí la brújula... Si usted no me hubiera recibido, hubiera paseado por delante de la verja de su Quinta siempre y me hubiera convertido en acuarelista de paisajes en que se ve una Quinta.
—Estoy comprometida con usted como con el que ha naufragado...
—La verdad es que me he tirado del barco al mar sólo por usted...
—Ha sido tan franca su decisión que yo debo ser también franca... El mote del escudo de la Quinta es: «Sigue tu primer impulso sin dejar pasar la hora...» Venga con sus equipajes... Es usted mi huésped. {108}
Se hizo una pausa. El norteamericano se puso en pie. Tenía en el rostro timidez y osadía, descorazonamiento por el pronto logro de su deseo y al mismo tiempo entusiasmo. Sus cincuenta rostros superpuestos eran descubiertos por una imperceptible muesca de colores y perfiles que no casaban bien como en una policromía mal tirada trasluciéndose sus cincuenta expresiones distintas.
—¿Y si ahora no le gusta a usted mi nombre?—dijo él.
—¿Tan extravagante es?
—No; es Samuel.
—Pues no es feo.
—Es que como es judío...
Palmyra no contestó, pero pasó por su imaginación una gran aprensión, y eso que en su pueblo no estaba vinculada la doctrina antisemita... Reponiéndose y queriéndole evitar toda suspicacia, dijo:
—¿Y eso, qué?... Aquí no se guarda ningún rencor a los judíos...
Samuel apretó su mano con silenciosa gratitud y se fué hacia la puerta. Palmyra salió con él.
En el recibimiento él hizo ademán de ir a coger su sombrero, pero Palmyra, que esperaba ese gesto para cazarlo, echó mano a su mano y la retuvo...
—No... Ese sombrero me pertenece... Es la prenda espontánea de su afecto... Sólo lo arrancará de su sitio el día que me olvide, el día que tome el barco que dejó escapar hoy...
—Pues entonces quedará ahí para siempre.
Samuel salió para traer sus equipajes en seguida. {109}
La noche estuvo llena de las reticencias, de los silencios tímidos y de las cortesías graciosas de la aventura que se ha precipitado demasiado. Sólo el sueño niveló la falta de confianza en que se había realizado todo.
Durmieron como viajeros cansados, y cuando él se despertó primero a la mañana siguiente, despertado por las moscas que trajinaban en la luz, pensó despertarse en alta mar, y le sorprendió encontrarse en la cabaña de la alcoba, con una rendija excesiva en la ventana.
No estaba en la alta mar del mar, pero estaba en la alta mar del amor. Miró a Palmyra. Dormía sosegada, con confianza, como si durmiese más que sobre una cama sobre un jardín, en un rincón de los boscajes de la Quinta.
Sintió ganas de hacerla cosquillas en la garganta, que ofrecía curvada y graciosa. «¿Al abrir los ojos no me extrañará demasiado?»—se preguntó Samuel, pero recordó la naturalidad de Palmyra como si se tratase de una boda acordada por toda la familia, en vez de ser una aventura... {110}
—Palmyra—llamó en voz baja Samuel para que al despertar entreviese que la conocía bien por su nombre.
—Palmyra.
—Palmyra.
—Palmyra.
—¡Palmyra!...
Palmyra entreabrió los ojos y sonrió, acostada en la lontananza de la playa ambarina de su carne, como lejana bañista debajo del toldo azul de sus ojos.
Pero le había sonreído. En vista de eso se tranquilizó y observó los cuadros.
Volvió a mirar a Palmyra como al valle florido de su amor, como el que sentado en la ladera ve la extensión luminosa y margaritada que desde allí se atalaya.
Ya estaba conformado con la sonrisa de aquel despertar que se había nublado en seguida. Ahora a esperar que se cerciorase, que recompusiese con el abrazo del despertar definitivo, la cadena de los abrazos.
Palmyra durmió el sueño deslumbrado de la mañana, el sueño que se sueña de cara a la luz, sucediendo la pesadilla en pleno mediodía. Samuel la oseaba las moscas.
Poco duró ese sueño anaranjado de la vívida mañana y Palmyra se despertó, sonriendo de nuevo al ver al náufrago que la hacía aire con sus manos oseadoras y osadas.
«Ya no se me irán los ojos y la tranquilidad detrás de las caravanas de los automóviles con gente de los barcos—pensaba Palmyra—. Mi única inquietud la {111} habrá cancelado este viajero que se quedó a mi lado...»
Se rió con risa descarada, mirándole.
—¿De qué se ríe?
—De que me parece usted un barco embarrancado...
Volvían a perder el tuteo que habían alcanzado ya. No les convenía. Todo iba a retroceder.
—Tienes un despertar tranquilo como el de las playas.
—Y tú eres el mar que bulle demasiado temprano...
—¡No tanto!—dijo Samuel sonriendo—. A lo más soy un marinero despierto y animoso.
Palmyra se dió cuenta en ese amanecer que la sorprendía con aquel nuevo caballero al lado, de que era bastante calvo, ahora que su peinado estaba deshecho, y que, por lo tanto, debía tener la murrullería que ella achacaba a los calvos, su aire de hombres de mundo un poco cínicos, como si sus pensamientos se creyesen sin hoja de parra ya, y, por lo tanto, estuviesen en el deber de afrontarlo todo con demasiada audacia.
Palmyra gozó un rato viendo cómo se sobreponía la osadía de aquel hombre a la sorpresa de hallarse en tan íntima compañía con una mujer desconocida. Siempre quedará en una mujer la ilusión de esa sorpresa inevitable. Sólo eso inducirá hacia el amor variado, hasta a aquéllas que lo probaron mucho.
Se vistieron. Ya sabía Palmyra que había que gozar la mañana desde más temprano cuando llegaba un nuevo forastero que extrañaba la cama y que tenía curiosidades que había que saciar llevándole a la {112} ventana y haciéndole desayunar en la terraza con las migas calientes de la mañana, que son como piedrecitas y tierras blandas y sustanciosas, que aclaran al ser comidas la neta impresión del terrenal mundo que se contempla, en plena alegría, toda su materia y su inmaterialidad.
Con aquella especie de matiné antiguo de bordes rizados, como se rizan los papeles en que se prueban las tenacillas de todos los días, salió con Samuel a la terraza, donde se celebraba el primer desayuno.
«Deberían recordar siempre este momento y llenarse de gratitud y de quietud, renunciando a sus ambiciones de comisionistas»—pensaba Palmyra.
Samuel andaba por la terraza como viajero de transatlántico, con cierta inseguridad aún. Se asomó a la balaustrada de la terraza como quien se asoma a la pasarela, y se quedó sorprendido de aquel mundo de rosas frenéticas que daban al mundo un infantilismo mañanero.
—Cantan su perfume como coros de colegio de niñas que lanzasen los hosannas de la mañana—dijo en voz alta a Palmyra, que abría el toldo de playa que tapaba el velador de los desayunos y de las comidas al aire libre, cuando estaban hartos del sombrío comedor.
—Parece que has puesto al cielo traje de baño—dijo Samuel, refiriéndose a aquella enorme sombrilla listada de azules círculos concéntricos y que era también como un blanco ideal para las escopetas de salón de los aviadores.
—Lo que se pone es más alegre la mañana con este quitasol—contestó Palmyra—. {113}
—Como que es el pabellón de las buenas mañanas, sólo de las buenas mañanas—repuso Samuel.
El hombre oscilante, que venía del Perú, donde le había rechazado una mujer al saber su origen, gozaba aquella mañana plácida que brotaba después de haber sido propietario de una linda mujer, mucho más encantadora que «la otra». Lo que no digería, de lo que no acababa de poderse dar cuenta es de que fuese aquello epílogo en vez de preámbulo... Era como si el día comenzase por el ocaso, por lo realizado, en vez de comenzar por el rosicler.
No comprendía una cosa tan estable, tan franca, tan segura. La mañana entera aterrizaba en la terraza.
Desayunaron. El se sentía personaje un poco inverosímil de una estampa que había soñado alguna vez. Así había visto él la ilustración más viva de la felicidad: un desayuno así, en una terraza y entre flores y con pájaros posados en el barandal...
—Mi estancia aquí—dijo Samuel queriendo declarar la verdad de lo que sentía—es como si náufrago feliz me hubiese despertado en una isla encantada...
—Con tal de que pienses siempre eso—dijo Palmyra con su más rogativa entonación, mirándole fijamente para atisbar el efecto del «siempre», que hizo que Samuel la mirase con cierto susto, con aquel recelo inevitable, con aquella cosa de cogido que quiere escapar.
Hubo una pausa, en que él pareció dedicarse a escribir con manteca en la palma del pan, pareciendo después como si quisiera afilar el cuchillo en la reconfortante maculatura. {114}
—¿Es que todos los amores son de travesía?—preguntó Palmyra con cierta incongruencia y para sorprenderle con la pregunta.
—¿Cómo, qué quieres decir?—contestó Samuel, envuelto en la mentira de la embriaguez y del hospedaje desinteresado...
—Es que te siento alegre, feliz, como sin otro negocio que el de vivir, y, sin embargo, temo que te ausentes—replicó con sumisión Palmyra.
—Pues no me ausentaré nunca... Cuando se encuentra la casa de la dicha hay que no salir de paseo siquiera... Como esos presidiarios que no pueden escaparse nunca, no tendré otro traje que el pijama...
—No, ¡qué horror!... Aborrezco el pijama... Todo hombre en pijama es trivial como él solo, y además hipócrita como un cómico de teatro galante... Tan pueril y tan ostentoso es el pijama, que no han podido menos de usarlo también las mujeres, que en sus juegos con los hombres juegan a la ambigüedad, por más que lo disimulen.
—Pues retiro lo del pijama...
En la mañana había una especie de batalla de flores, con proyectiles de mariposas. No se sentía ninguna impaciencia. El apartamiento arcádico de Portugal se sentía en rededor.
Palmyra, que en el primer momento de saber que Samuel era judío no se había dado cuenta de nada y le había recibido con magnanimidad queriendo mostrarle que no había en ella ni la más mínima rencilla contra su raza, ahora recapacitaba y pensaba que la idea de errante va unida a la idea de judío, y pen {115} saba que había escogido más exprofesamente que nunca al que había de huir de un modo fatal.
El pronto de la huída de Samuel sería más subitáneo que en los demás. Echaría a correr sin despedirse, dejando quizá sus equipajes. Se había quedado en la Quinta por su facultad de huir, de apartarse de un camino para tomar cualquier otro, por su condición de errante.
Todos los días, a todas horas, tendría presente su fuga, y la lucha contra su voluntad de escapar sería estéril, porque ningún mimo contendría al encanto fatal. Mejor hubiera sido imitar un odio atávico, invencible, del que apenas se le hubiera podido echar la culpa, porque hubiera parecido brotar de la raza.
Ya vería siempre a Samuel como si fuese a echar a correr.
Con su imaginación hiperestesiada de avezada a la soledad, oía ya la voz del jardinero al contestar a la pregunta de: «¿Ha visto usted al señorito?» «Sí, le he visto cruzar la Quinta corriendo a todo correr», y como en medio de esa pesadilla en que se despierta la voz, dijo Palmyra a Samuel en voz alta:
—Si sientes deseos de andar por el jardín, date un paseo mientras yo me acabo de arreglar...
—Yo no... No me muevo de la terraza... Nunca me he sentido tan arraigado como hoy... Me parece como si la terraza estuviese cimentada sobre una pirámide incrustada del revés en la tierra.
—Y yo me siento también sobre el nivel de los otros días...—dijo Palmyra dándole el beso de detrás de la oreja, el beso que se queda pinzado como esos {116} cigarros o esos claveles o esas cerezas que se ponen así los chulines.
La Quinta miraba a Samuel con la resignación del Museo que acepta al turista que se queda, al nuevo copista que se prepara a hacer la misma copia que tantos otros con igual pasión.
Desde que las Alhambras perdieron su primer recato, aceptan a todo enamorado como visitante, y hasta le recogen el bastón y le dan un número. {117}
Samuel tenía voracidad de amor, pero se le veía aprovecharse de él, no para gozar el placer que se infunde en el mundo después de brotar del hombre, sino para almacenarle, para guardarle, con un último gesto sórdido en que se concentraba mucho y escondía el placer que conseguía.
Palmyra, que nunca había comenzado a perder los amores, se fué disuadiendo del amor de aquel hombre, cuyo único defecto no es que fuese de raza distinta, sino que se lo creyese, que en él estuviese la desconfianza y la prevención en vez de en los demás. El era el que no había olvidado.
Samuel también tenía el defecto de que hablaba constantemente de sus hermanos de Salónica, de Hamburgo, de Tánger, de Polonia, y eso le hacía un poco antipático, como si llamase a intervenir en sus amores con Palmyra a aquellos numerosísimos hermanos y hermanas, suegras y suegros terribles y rencorosos, con convenciones especiales a las que tendría que obedecer.
—Porque mis hermanos de Salónica...
—Porque mis hermanas de... {118}
Y siempre salía a relucir aquella fraternidad que le absorbía, que le hacía volver la cabeza a los lejanos horizontes y distraerse de Palmyra con nostalgias fortísimas.
* * *
Palmyra había tenido, sin embargo, días de sentirse junto al hombre honrado, y había recibido todas sus confidencias de perseguido y de plantado por las mujeres; pero desde el primer día hasta esta tarde en que después de dos meses de pasión se reunían en el Salón Siglo XIX , estaba esperando su huida, el momento de la ingratitud en que caería sobre él la maldición de merecer el despego de los demás y sus persecuciones. En su predilección por aquel hombre serio como un hombre, había envuelta una especie de maldición gitana: «¡Que maldecido y perseguido te veas por judío si me abandonas!» No había vez que no se dejase abrazar por él que no repitiese eso por lo bajo, con los párpados y los dientes apretados unos contra otros, en tensión rabiosa y obcecada.
Aquella tarde estaba Samuel más preocupado que nunca, como dispuesto a contarla una nueva vejación de las que había sufrido.
Por eso Palmyra había escogido aquel salón para estar reunidos en la hora mejor del idilio, al atardecido.
En cuanto llegaba el calor era el salón en que se pasaba el bochorno, porque la humedad y el olor a {119} humedad resultaban refrescantes. Aquella humedad era tan grande que levantaba las hojas de la pared.
—¡Qué sabroso es este salón siglo diez y nueve! Me deja un mayor anhelo de tu carne—la había dicho una vez el huído Armando y Palmyra no se había olvidado de la frase.
—En este salón—la dijo Samuel—tu blusa de seda es más incitante. En este salón se sorprenden los amores de tus antepasados y se ve que aún rescoldan sobre los sofás.... Eran de los que no se acostaban, de los que lo hacían todo muy abrazados sobre los sofás...
Palmyra entraba en aquel salón cuando temía aquella cosa imponente que había en los otros salones del palacio, llenos de un aire demasiado suntuoso que parecía amedrentar y despedir a los amantes.
Samuel, que tenía pico de águila para el placer, parecía afilarlo en los besos silenciosos que ponía en ella. Palmyra le dejaba recapacitar en sus besos, y esperaba lo que saliese de aquella seriedad, pues muchas veces en esos torvos silencios se prepara el arrebato del amor.
Impaciente Palmyra, le preguntó:
—¿En qué piensas?
—En que te llevaría a un viaje...
—¿A un viaje?
—Sí... No sé cómo puedes estar aquí siempre... A un barco parado se le ponen sucios los fondos... Si pudiésemos empujar hacia el mar esta Quinta y que navegase...
—De ningún modo... Me agarraría desde las ventanas a las ramas de los árboles para contenerla... {120} Son sus cimientos en la tierra los que más me gusta...
—No te comprendo... No te acabo de comprender.
—Pues es bien fácil... No quiero perderme fuera de aquí... Más que vivir la vida, la vamos leyendo, y yo quiero repasarla bien, no distraerme, no perder palabra, no perder ripio...
—Pero donde más interesante es la vida es en los viajes—repuso Samuel, siempre poseído por el mal intrépido de la huída...
—No... Eso es ver láminas, que es lo que hace perder más el texto de la vida... Un libro con láminas está aviado... Casi no se lee nunca... Lo importante es la letra menuda, monótona, que dice muchas cosas...
—¿Y los monumentos?
—Son los que dan más vaguedad a la vida... Sirven sólo para encubrirla...
—¿Así es que según tu opinión las pirámides...?
—Las pirámides buscaron una apariencia natural de serranía que no está mal... Pero casi todos los monumentos distraen, hacen daño a la vida...
Se veía cómo estaba metida por honda convicción en su Quinta. Ni una carreta de bueyes la podía sacar de su predio.
¿Qué carrozas esperaba? Sólo imaginándose el gran espectáculo de la vuelta de unos viajeros que tuviesen forzosamente que volver y que pasar por aquel paraje, se podía explicar aquella espera feliz y continua junto a las ventanas de la Quinta. {121}
Claro que hay el mundo de lo insucediente que está sobre los grandes ramajes y fija la punta del pie en las ramas que rematan los árboles, pero ese mundo es demasiado soporífero.
Palmyra, que se había dado cuenta de lo que aquello significaba de rebeldía contra la Quinta, se echó en la chaisse-longue desde la que se veía el paisaje del atardecido. Otra vez volvía a tomar cómoda posesión de los almohadones de la melancolía.
Se curaba en aquella mirada intensa de su eterna convalecencia por la huída de los hombres.
Veía el recodo de la salida al mar y sentía como todos los días, con entera novedad, que era un puerto antiguo al que acababa de llegar, y en el que se unían las carabelas del ayer más remoto como las del más próximo presente.
«Si no se llegase alguna vez, sería penoso el viaje de la contemplación diaria»—se decía Palmyra, que había encontrado el cierre, la pulsera para cada idea con precisión de escritora mística, de Santa Teresa del anonimato.
Era más largo y más denso que el resto del día aquella hora en que el día se entornaba. Dejaba en la casa provisiones de eternidad, caramelitos y guindas de inmortalidad.
Palmyra perdía la vista en aquella larga contemplación, y la quedaban en los ojos soles amarillos como yemas de numerosos huevos fritos transparentes en medio de las claras numerosas.
—A esta hora me olvidas—la dijo por fin Samuel, rompiendo el silencio y la situación penosa y desconfiada—. Pareces de la religión egipcia que mira con {122} veneración y miedo al sol que se pone para juzgar a los muertos.
La cena de todos los días se iba cuajando poco a poco y echaba en su salsa perejiles, romeros y mil yerbas sobre todo el paisaje. En esa paz severa del verdadero campo se siente la seguridad de que se cenará. En las ciudades, por el contrario, la seguridad es abrumadora porque hasta el fuego depende de las nóminas oficiales, y el cenar es un acto improvisado y de última hora.
«Todo cocina en mi guiso»—se decía Palmyra y tomaba una postura más cómoda en su chaisse-longue .
En aquel silencio, Samuel, que veía el bosque por la ventana, se sentía irritado por esa trampa, que es la arboleda que no se abandona, la arboleda que rodea demasiado una vida.
Sentía ya el deseo de las grandes llanuras, necesitaba salir a los páramos, a los inacabables calveros del mundo. Su raza se había educado en las caminatas por los desiertos y amaba ese paisaje que descubre la desnudez del mundo.
«Los árboles, ¡qué por encima están del ser humano y qué poco tienen que ver con él!—pensaba Samuel—. Si el perro aulla cuando encuentra un hombre muerto en el bosque, el árbol se abanica suavemente sobre el hombre caído en el que van quedando al descubierto las costillas como si se le hubiese desabrochado y se le hubiesen salido las ballenas del corsé de la carne».
El sentía que los dos preparaban una disputa en su silencio, que anunciaba con su largura y su calidad el fondo rencoroso. {123}
—Los árboles—dijo Samuel por fin—cubren la vida de una hipocresía verde y ostentosa... Cada día que pasa veo que los odio más...
Palmyra, con un rencor enorme, desproporcionado, más enconado que si hubiese sido ofendida ella misma, repuso:
—Como que te ahorcaste de ellos una vez...
Samuel no contestó. Se puso en pie, se paró un momento como un soldado que se cuadra, después abrió la puerta que daba al pasillo de las alcobas y se fué.
No tenía arreglo lo que iba a suceder. «Después de todo—se dijo Palmyra—tenía que pasar esto algún día próximo. No tenía más remedio que irse por una razón más fuerte que la de ninguno de los que se fueron».
Y Samuel se marchó, se marchó aquella misma noche en el mismo automóvil de los turistas en que vino de tan intempestiva manera, en el enorme automóvil blanco que envían de las Agencias cuando se pide un automóvil por teléfono desde un punto distante.
Y fué el único amante que lloró al hacer el equipaje y que se fué llorando en el coche que le libertaba. {125} {124}
Palmyra tenía un aire más dominante y hacía un gesto con la falda que marcaba su carácter, cada vez más arrostrador, y su evolución. Ese gesto era el que hacía al sentarse y pellizcar su falda, bajándola más, asentándosela sobre las piernas con una actitud más amazonesca que nunca.
Vivía a retazos en silencios continuados, en ratos de melancolía, en paseos plácidos, en arrebatos de perseguida.
—No... no quiero irme... No me iré nunca...—se decía en sus gabinetes—. Todos ellos tienen un momento en que quisieran vender esto para dejarme sola y desvalida en el mundo, pero yo no me dejaré desposeer... Es como la capilla de mi vida mi Quinta... Es para mí iglesia, cuna, panteón...
Pero los hombres no comprendían aquello, y lo malo era que no podía explicarles ni enseñarles el encanto de su posesión, hecho de cosas inexplicables, del modo de llegar las luces y del modo de llegar las sombras, del modo de moverse los árboles y del modo de articularse todas las hojas, del miedo al mar y de la cosa que entraba al que lo contemplaba, {126} de esa especie de niñez de niño bonito que gestaba en las sombras ya con la querencia de echarse en sus brazos...
La flora submarina que el alma posee recibía caricias submarinas y se movía como con vida propia.
* * *
Se sentía el optimismo de la vida en la Quinta porque había baluartes, frutas, hortalizas, gallinas que matar, patos en eterna salida de pista y constantes pavos parecidos a los viejas de los asilos.
Palmyra no temía la ciudad. Pocos conflictos la podría crear a ella. Pero, de todos modos, el peligro social combatía detrás de los montes, aunque siempre vendría a morir en las arenas de la playa, frente a la explanada del mar.
* * *
Todos los aires de Europa, todos los ayes, todos los espantosos cansancios que no podían ya más, todas las viejas actrices cansadas de sostener el prestigio de su nombre y su falso pelo rubio, todos los grandes boticarios cansados de despachar en las boticas de más fama, todos los viejos y prestigiosos doctores cansados de sostener consultas imposibles con gentes que les esperaban siempre en todos los gabinetes de todos los pisos de su casa, convertidos en salas de espera, etc., etc., todo eso venía a descansar a esa costa final de Europa, llegando en trenes sin ruido y sin carril. {127}
Se podría decir de aquel rincón del mundo que al atardecer todo trecho estaba lleno de algo sentado, sentado a la manera de aquellas gentes de pueblo que se han visto sentadas al borde de las aceras en la ciudad.
* * *
Contra las tristezas antiguas que dominaban la Quinta es contra lo que era más difícil reaccionar. No sabía de dónde procedían aquellas impregnaciones, aquellos grandes lagrimones que la churreteaban el rostro.
Se acordaba de las otras mujeres que ya desaparecieron y que se encerraron en el Palacete como en la estancia eterna cuando sólo fueron viajeros que se iban y que sólo por un momento veían destacarse en sus ventanillas el Palacio que han de dejar detrás ignorantes de todo su futuro.
* * *
Los panales de la Quinta trabajaban con constancia y daban un postre que convertía en mielados cristales los de los tarros en que se guardaba la gran cosecha de los jardines.
En un rincón del jardín trabajaban constantemente las abejas que iban fajadas en la gran cosecha recogida.
Palmyra sentía un poco en su alma aquella íntima labor en que la vida se concentraba y tenía ánimos de creación. {128}
«Nosotros debemos tener en el alma un colmenar activo e interior al que traer la sustancia de todas las miradas. Sólo haciendo esa labor de recoger y trasegar bien las miradas se cumple con todos los deberes.»
Y por la tarde, después de aquella imagen feliz que daba por objeto del alma el recibir todas las miradas dispersadas por el día ya en la hora de vuelta, se congregaba más en sí misma y recababa todos los pensamientos y miradas habidas en el día: el haber pensado en la erección placentera que hay en las yemas de los pinos; el haber visto a los eucaliptos como a viejos doctores a quienes saludar; el haber encontrado en la calva solitaria, atada a un árbol, la cabra solitaria que espera que vengan por ella como niña que tiene la misma inquietud en el colegio; la pena de las rosas cortadas en el jardín y la persecución con que se persigue con la mirada al que va formando un ramo con las tijeras de sastre; la idea de sangre que dan las flores rojas; el dolor de las columnas caídas frente a ese hotel que no se acaba nunca; el olor a las redes ennegrecidas por la brea que cicatriza instantáneamente las heridas de los pulmones; el fenómeno de sentir cómo los pinos caminan hacia el poblado, se aproximan a él, vuelven con el ocaso, son amigos que se acercan por la espalda y entablan su conversa con el que pasa, etc., etc.
Vivir por vivir, activando esos colmenares del alma, afanándose por esclarecer el atardecer, por esparcir el ánimo, tanto en miradas extáticas como en otras más afanosas, por encontrarse, al entrar en el recogimiento, con un depósito mayor de miel y cera. {129}
Tomaba ejemplo de aquellas casitas blancas de las que sacaba las láminas alveoladas de que colgaban los racimos espesos de obreras que se entremezclaban realizando una unión esforzada para conseguir dar presión a la cera que iba formando el panal.
* * *
Como aliciente de sus inextirpables pensamientos de voluptuosidad, repasaba el vicio de los alrededores. En el hotel, de los adornos de cartón, había unas niñas a las que venían a ver gentes de Lisboa, dos niñas muy blancas y redondas, con una sombra criolla de bigote, que se reían de todas las mujeres de más de veinte años que se encontraban en el camino.
Siempre estaban, cuando se las veía, como recién levantadas después de recién acostadas.
Tenían sus retratos muchos desconocidos, que se los enseñaban a sus amigos como si fuesen sus ahijadas, y que venían a verlas, encerrándose unos días en aquella casa con baños de inocencia y de perversidad, como se mezcla el agua caliente y la fría.
Estaban conservadas entre ropas blancas y capas felpudas y refrescantes.
El vicio raro del rincón tibio y ciudadano, exigía ese hotelito con dos niñas juguetonas y voluptuosas como gatos, que sólo rozan mucho las piernas del que pasa.
Muy iluminada en la noche aquella casa parecían presenciarse, mirando a sus ventanas, saltos de niñas que van a la cama de su papá. Aquel vicio puntuali {130} zaba, como un perfume más, el permiso de goce que daba al paisaje el dulzor manso de vivir. No resultaba indignante. Con tal de poderse sostener en el hotel alegre las estaba permitido todo. Resultaba más alegre y más clara que las otras luces la luz de la casa de las niñas malas, de las niñas que siempre se estaban subiendo encima de las piernas de los caballeros sentados.
Palmyra tenía curiosidad por verlas asomadas con lazos celestes y corales arrebatados, esperando, siempre con el peine puesto en los cabellos como una peineta algo gitana, a unos viajeros hipotéticos, que venían generalmente en automóviles amarillos.
También observaba Palmyra con encanto aquel hotel, que se alquilaba a parejas distintas, que venían de Lisboa, donde las daban la llave para que pasasen los días de contrato en amorosa soledad. Siempre miraba con gran curiosidad a la terraza para ver una pareja—la misma a través de todas sus variaciones—que se amaba con verdadero encanto y disfrutaba hasta de las plantas submarinas, con absorciones profundas que hacían desde sus galerías.
«Qué resistencia la de esos peroles, esos vasos y esos asientos»—se decía Palmyra como si no fuese lo mismo tratar a distintos huéspedes, que a uno seguido.
* * *
Quería Palmyra sostenerse sin otra sensualidad, sólo observando la vida, suponiendo las cosas de los demás, recogiendo las ondas amorosas, que si se las aprende y acepta a pecho descubierto, tienen en la {131} recepción la misma intensidad que en los aparatos emisores, sin que importe que broten de detrás de los cristales y de las maderas de lejanas casas.
* * *
A veces sentía cómo se fraguaban en la paz del día los futuros cataclismos. El agua, siempre reñida con la tierra, buscaba los caminos secretos y profundos, en los que se forman los gases que hacen explotar al terráqueo de vez en cuando.
Algo hacía terreno volcánico toda aquella costa portuguesa. Se tenía la sospecha de un engullimiento del mar. Se contaba con eso como sazón de la tarde.
* * *
En sus paseos se paraba cuando oía el tren, diciéndose: «¡Quieta! No me vea el tren y me lleve».
Se ponía satisfecha cuando le sentía irse, y era de una gran ilusión para sus oídos oir el último estertor.
«¡Ya pasó! ¡Ya pasó!»—se decía frenética de alegría.
Abrazaba a su can desde lejos, y con un salto ideal abrazaba, sobre todo, a la Venus que remataba el frontispicio de la Quinta.
* * *
Remontaban el cielo tardes como para que saliesen de paseo todos los aviadores.
Se había puesto de seda el día, y las gasas más puras revoloteaban en la brisa. {132}
Los nadadores del paisaje encontraban para sus miradas aguas tibias.
Se bebía en los vasos del aire naranjadas y jarabes de granadina, sin el gusto de la fabricación.
Todo el valle era como una rosa de té, en la que ella fuese la cochinilla escondida.
* * *
Frente y contra el mundo estaba la Quinta. Ofrecía su fachada como los gimnastas que hacen exhibición de su pecho.
«Espero las flechas de los malos días y del viento fuerte.»
«Si quieren mis moradores ya no tendrá que verles nadie jamás.»
«Puedo ocultar el pasaje completo de una vida feliz.»
Y se reían a veces con risa frenética los cristales de los balcones.
Vivía la Quinta en independencia del paisaje.
A veces había llovido por dentro, en el interior del palacio y el campo sólo había puesto en aquella lluvia el gesto que toma cuando ha dejado de llover y el sol tiene los rayos mojados, babosos como cuernos de caracol.
¿Por qué había llovido dentro? Las arañas de cristal, las cornucopias, la cristalería que, al pasar los carros por el camino, lloraba como un niño, todo eso junto había creado la lluvia cristalina de allí dentro.
* * *
No tenía actualidad la tierra muchos días, el cielo era el que ofrecía su valle como un sitio de merienda ideal o como unas dunas donde cazar patos a la manera con que se cazan en las dunas terrenas.
«Tiene mi vida—se decía Palmyra—algo de prisión de reina.»
Y en las primaveras se sentía adornada con canesús de rosas y en el otoño se sentía vestida con trajes de larga cola, trajes verdes hechos con hojas ensartadas.
* * *
Hasta para ese día de locura, de gritos, de estar con los cabellos sueltos y el camisón blanco de dormir todo el día, sirve la Quinta muy perdida entre la maraña selvática. ¿Pues y si hay que pasar el resto de la vida sentado en un sillón junto a una ventana? Entonces un pájaro que dé saltos sobre los ríos del espacio es un espectáculo divino.
* * *
Sentía a veces como si perdiese el tiempo de hacer no sabía qué cosas en la ciudad, pero se consolaba diciéndose: «aquí pasa lo mismo el día y deja flores, leña, nubes en que duermen los sueños como en colchones de pluma y una cosa que es como una miel que se respira».
Pensando como siempre en lo que dejaba el día que pasa, pues de eso era destilería su Quinta, la daba {134} la sensación el final de su palacio de estar lleno de tiempo enmelado y de tener los sótanos atestados de baúles y tinajas de lo mismo.
«Los hombres no saben ver todas las cosas del día como nuevas—pensaba Palmyra volviendo a su obsesión—. No saben sentir los besos en las manos que dan las cosas inanimadas cuando son plácidas y silenciosas, cuando apenas ven a nadie.»
Ella sabía ser una viajera diferente cada mañana. Los otros pensaban en ciudades lejanas. No sabían quedarse definitivamente.
* * *
Sentía todas las tardes el ansia de lanzar los gritos de la tarde, unos gritos que necesitaba como gran desahogo el alma a la que se ha concedido el bienestar, los gritos de gratitud a la naturaleza, al mar, a lo bonancible del tiempo.
¡Con qué encanto hubiera lanzado esos gritos desgarrados y sinceros, como destemplados gritos de pavo real, con esa misma calidad agria de los gritos felices!
* * *
Los ocasos se apretaban allí atrozmente. Casi estrangulaban de emoción. Se levantaban de la naturaleza coros de soledad.
Aunque toda Quinta está detrás de los caminos, en la revuelta de los caminos, entre boscajes que la sir {135} ven de biombo, aquélla resultaba más oculta que ninguna otra, en lo más recóndito, como en un paraje digno de un cementerio.
* * *
La Quinta se ponía cada vez más melancólica, más vetusta y sus árboles se llenaban de más mirlos.
El reloj de sol marchaba cada vez mejor.
Ella ya distinguía unos días de otros y encontraba en cada uno toda la vida reunida, cernida, hecha un fino flan.
Era golosa de todos los días. «Sé lo lejos que estoy del mundo—se decía—pero en esto está el éxito».
Se sentía como fuera del camino de la muerte.
* * *
En el fondo de todos los hotelitos se habían ido dando la untura del día—algo mucho mejor que un baño de sol—y ya estaban suavizados con bastante gozo para dar por bien sucedido el día.
Al pasar por los caminos se pensaba eso: que ya había entrado dentro de cada casa por sus ventanas la densa medida del regalo de un día, envuelto en papeles de seda azul.
* * *
Tenía miedo a los perros de los caminos que no hacen nunca nada y que hasta se hacen los distraídos y miran a otro lado al pasar junto a las gentes del {136} camino para no tenerlas que saludar. Eran perros filosóficos que arrastraban por el suelo sus cabezas meditabundas y olfateaban con deleite la harina del camino.
Alguno de ellos parecía un perro miserable que la iba a pedir una moneda, pero también pasaba de largo.
* * *
Los hombres volvían a tentarla y desde su fantasía la llamaban por señas desde los confines del mundo; pero ella se decía para disuadirse de los gestos varoniles incitantes y coactivos:
«La seguridad en el mundo me la da mi Quinta. ¡Además qué necesitada está de mi presencia! Hasta que yo me muera no podrá ser la Quinta solitaria, toda llena de zarzas y cuyo interior no se sabe si ha sido o no ha sido robado!»
«Los árboles y todo me conoce. Todo clama por no convertirse en jardín abandonado ya que está en tan precioso y lejano rincón del mundo.»
* * *
La sombra de las casas era tan intensa y caía tan bien delante de ellas algunas noches de cordial clima y clara luna, que era como esa tapa que se desploma de los vargueños fraileros y que forma frente a ellos un ancho pupitre inesperado. Daban ganas de tiritar de luna que había. {137}
Se tendría voluntariamente un ataque de nervios sobre las sábanas blancas.
La blancura de las noches hasta de invierno, que era posible contemplar con los balcones abiertos, estaba llena de sensualidad.
Creía haber encontrado la colaboración de la noche en su alegría frenética de dueña de su Quinta en el paraje más resguardado del mundo.
Se sentía tan dichosa con el beneplácito de todo, que le hubiera gustado lanzar carcajadas a la noche, carcajadas disonantes como los gritos de los gatos, a los que parecían haber pillado el rabo en las rendijas de las puertas.
* * *
Pero en medio de todas sus cavilaciones, placideces y elevaciones, encontraba sus ingles hambrientas, enflaquecidas, más metidas hacia dentro que de continuo. Querían el amor como después querrían la muerte. La vida es breve y hay que saberla agotar en cada momento.
En aquella soltería fatal la entraba la sensualidad enjuta de los galgos y sentía cómo se afilaban las aristas de su cuerpo. {139} {138}
Palmyra recibió una carta de Mafra, su buena amiga de París, en que la recomendaba un pianista célebre.
«Como sé que te hará pasar un rato delicioso—decía la carta—me atrevo a enviártelo con esta carta de presentación, que debía estar escrita con notas musicales en vez de con palabras.»
Aquel pianista portugués que la expedían desde París, la tenía preocupada. Además la amistad con Mafra era sospechosa y ya le hacía complicado. Parecía una osadía más de Mafra aquél regalarla un pianista usado, aunque de la mejor calidad.
* * *
Esperó limpiando el piano, sacudiendo sus piezas de música, de las que salían innumerables notas de polvo, y colocando las partituras sobrenaturales en primer término.
Como tardaba, cubrió el piano con un magnífico retal de damasco y en vez de las velas sosas que {140} tenían los candelabros, mandó traer unas velas pintadas.
Por fin, al día siguiente, apareció el artista, con un tipo exuberante, apasionado antes de que se presentase la ocasión, con una melena llena de brillantina sólida.
Cubrió el suelo de «mía señora» rendidos y anduvo hacia ella como arrodillado por las alfombras.
Por tanto bajar la cabeza, se le veía una calva que aparecía entre sus crespos cabellos y que se hacía visible, como luna entre nubes.
Venía entusiasmado por la belleza de los alrededores, con la imaginación desgreñada.
—¡Oh, mía señora!...
Lo que procuró primero fué asentarse bien en el más cómodo sillón de la sala, y después, con redoblada elocuencia, dijo:
—Desde fuera se sospechan muchas cosas en estos jardines... Me he emocionado el entrar hasta el palacio... Me parecía que había caimanes que morderían al desconocido... ¡Hacen un camino tan sombrío y tan entretejido los árboles!
—Sí, yo sé que produce ese miedo la Quinta... Después aquí se hace un claro muy bonito, muy rubio podríamos decir, ¿no?
—Sí, está bien... Muy rubio... Eso es...
—Desde la puerta se teme que salga a recibir al que ha llamado uno de esos japoneses de fisonomía retorcida que esgrimen un sable... Tanto, que los pobres pordioseros no llaman muchas veces de miedo que les da... Me defiende más ese grupo de árboles que obscurecen la entrada que mi perro lobo... {141}
—Y después aquí, ¡cómo se levanta la cabeza sobre los árboles!.. Esto es maravilloso... maravilloso.
Palmyra miraba al pianista con cierta atracción. Tenía la melena fuerte de los pianistas y usaba los adjetivos vibrantes y frenéticos que a ella le gustaban tanto.
Venía de tocar en las reuniones de París. Los hombres quizás le daban un poco de lado porque no les parece bastante un pianista, pero las mujeres le seguían, siseaban, para que la reunión guardase silencio y siempre había una dama que volvía las hojas a su partitura y que en ese momento parecía tener galantería de caballero más que de mujer.
Tenía el frac un poco desgarbado de los pianistas que a la sombra del piano, indudablemente, se había alargado, preocupándole mucho conseguir la chepa de los grandes ejecutantes.
—Aquí debe sonar el piano admirablemente... Debe ondular cada nota hasta llegar al mar... Es como un ancho lago este silencio.
Y con esa desenvoltura que él tenía muy ensayada, se dirigió al piano y como quien levanta atrevidamente el peto de una mujer levantó la tapa y se puso a tocar.
Palmyra, acariciada en aquella caricia a su piano, se puso a su lado como para repasar las hojas de su memoria.
«Este hombre—se decía Palmyra—no está lleno de tantas complicaciones como él cree... No acaba de saber lo que hace, no tendrá las pretensiones de esos hombres demasiado deseosos de gloria de los que he huído... Tiene el bastante barniz para ser fino y sa {142} ber poner las manos sobre lo que toca... Pero sus manos deben estar frías siempre.»
Necesitaba ya al otro varón. Todos los días tienen las habitaciones el mismo espacio que llenar y el mundo renueva también su vacía virginidad. Cuando llega el sol de la tarde sin haber tenido satisfacción, la habitación está desesperada.
El pianista tocaba en el piano de ella como si la gozase por primera vez y eso le comprometiese a más insistencia y a imitar más que nunca la desesperación de amor. Desde mañana ya sería otra cosa.
Palmyra, con voz un poco entornada, la voz que necesitaba el momento, dijo:
—Ha resucitado usted el palacio... Hacía tiempo que no se tocaba así, quizás desde que en las postrimerías del siglo pasado estuvo aquí nuestro célebre Almeida...
—¿Estuvo aquí Almeida?—preguntó con mucha admiración el pianista.
—Estuvo y dejó una fotografía dedicada a mi tía Ana, la más bella de mis antepasadas, tanto que no quiso entregar a nadie su belleza...
—¿Y tocó en este mismo piano?
—En el mismo...
—Entonces hay que cerrarlo y tirar la llave al mar...
Palmyra iba tomando gusto a aquella fantochería de don Félix; el pianista de la aristocracia. Iba a tener aquel hombre una hipocresía cabal, una de esas hipocresías en el trato que gustan a las mujeres que son las grandes hipócritas. Por eso ella le respondió en el mismo tono: {143}
—Pero usted es un verdadero émulo de Almeida y merece su piano... Lo que he prohibido tocar en él son vals...
El pianista, como agradeciendo entremedias de la conversación esa deferencia, tomó su mano y se la besó.
Aquel beso, ni de llegada ni de despedida, fué un verdadero beso de amor, pero dado con verdadero disimulo.
«¿Tendré que dar de mamar a éste también?»—se decía ella, que sabía que en el juego del amor hay esa figura, la primera que acudía a su mente cuando el nuevo amante se la insinuaba.
Por como juzgaba según ese ejemplo a los hombres, desechaba a los hombres de bigote porque no comprendía cómo podrían simular la actitud infantil.
La repugnaba pensar en la farsa que supondría someter a ese gesto al hombre de bigote negro.
Un momento estuvo pensativa sin saber cómo aceptar aquel beso que podía ser tan cumplimiento como uno de aquellos «mía señora» con que la había alfombrado la casa.
Por romper el silencio, le consultó:
—¿Quiere que invite mucha gente al concierto?
—Quisiera tocar para usted sola.
—Pero es necesario que los demás le admiren...
Palmyra que quería entonar la entrada en la Quinta de aquel hombre que ya había visto en ella la desamparada y la consumida, esperó la noche solemne de la fiesta para comenzar con grandeza su nuevo amor. {145} {144}
Habían brotado de los alrededores señoritas azules, abrochadas con broches de los que en el mundo han quedado más de non. Imitaban a la mujer como la habían imitado todas sus antepasadas.
Señores de perilla muy afeitada en vuelta y antiguos consejeros como con un luto histórico se pegaban a la pared como si fuesen cuadros de la casa.
Las señoras formales, con las manos en los vientres fecundos, lañados después de tantos partos, esperaban algo así como el sermón de la música.
La inglesa sorda, que sólo oyendo música decía que no era sorda, se había colocado en el sitio en que se oía mejor y en la butaca en que iba a ser más dulce la loción musical.
Palmyra había congregado los resplandores en el salón del arpa.
El artista era aguardado con impaciencia, como si su tardanza pudiese disminuir al final un acto del programa.
Don Vasco se sentía feliz aquella noche, como si en vez de un concierto fuese una función de teatro la que se fuese a representar. {146}
Don Mariano Guisasol volvía a recordar sus días de fiesta en las embajadas y por eso se había puesto de frac, dándole eso la obligación de ser el que pasase las hojas al pianista o el que limpiase el piano.
Todos habían traído el juego de rostros para oir música y pensaban mirar al piano de cola como si fuese un ataúd en cuanto fuese necesario.
Los primeros abortos sentimentales de las jovencitas iban a quedar debajo de la butacas.
La veleta de la casa sentía cosquillas con la fiesta que se celebraba en sus salones, por lo general llenos de lánguida conversación.
En eso entró don Félix, raudo como a quien le persiguen y haciendo al mismo tiempo el gesto de aquel que se viene guardando un poco de música en los faldones del frac, como si temiese que le pudiese faltar aún con la que llevaba en todos los bolsillos.
Iba como a operarles a todos sentándose rápidamente en el piano. Templó el banquillo a su medida y sonriendo a todos y como diciendo: «para que el piano resulte bien tocado, hay que lavarse muy bien los dientes», se tiró al agua de la música como nadador valiente. ¡Había que pasar cuanto antes el escalofrío de las primeras notas!
Atacó seguidas las composiciones. Casi no descansaba. Saludaba con una inclinación de cabeza a los aplausos y como prestidigitador del piano sacaba músicas y músicas de sus dedos.
Las señoritas azules trataban de ocultar sus piernas que se escapaban a sus faldas escuetas. La música las nalgalizaba.
Don Félix tecleaba sin parar como si quisiera con {147} vencer a Palmyra con su apasionamiento, mirándola mientras apasionadamente, como un náufrago en una tormenta, como barquero en medio de un oleaje embravecido.
Todos seguían con apasionamiento la lucha del pianista con el piano, como lucha de un estrangulador con la dulce víctima.
Por fin dió por terminado el concurso hípico musical de sus manos y descansó con las manos sobre las teclas del piano como el que cree que la víctima ha lanzado su último suspiro.
La música como un río incesante y bravo se había llevado vida de todos les reunidos, peces vivos de la vida de todos, peces brillantes y dorados, los mejores momentos de las almas. Y todo se había ido hacia el mar.
Habían quedado más que mejorados, empeorados, con menos belleza en sus corazones, con menos ideas bellas en sus estanques.
La música era un remolino engañoso, les había robado alma, fantasías, ideas, reservas bondadosas. Todo estaba ya en el fondo de los mares lejanos.
Don Félix se sentó al lado de Palmyra. La llevaba el triunfo de la noche y la sumisión de la música apagada y vencida bajo sus dedos. Parecía haber matado a una reina para entronizar a otra.
Palmyra parecía haber sido descascarillada por la música y por eso se ofrecía más blanda y desnuda en la conversación. Su traje era sólo un mosquitero rosa sobre la cama de la chaisse-longue .
—¿Es que ha llorado durante la música?—preguntó el disfrazado de melenas. {148}
—No... Y sin embargo, me ha secado los ojos la música.
—Eso no puede ser...—dijo don Félix—el lagrimal es la primera lágrima solidificada, la lágrima madre de todas las demás... Esa no la podrá usted enjugar nunca.
—Pues yo tuve una amiga a la que extirparon los lagrimales y aunque creyó que ya no podría llorar nunca, volvió a llorar.
—¡Ah!, es que las lágrimas tienen que romper por algún lado...
—Lo que harían sería desparramarse como cascada del ojo.
De pronto, como sucede en los sitios en que se acuesta temprano la gente, a todos se les hizo tarde y todos se pusieron en pie al mismo tiempo emboscando la habitación que estaba tan diáfana.
Todos se despedían hasta otra vez como si creyeran que el célebre pianista se iba a quedar allí para tocar el té musical de todos los días.
Contaban con que por de pronto en la casa cerrada en medio de la noche se quedasen los dos como pareja matrimoniada por el arte.
El pianista esperaba ese fin de espectáculo para ofrecerse con su aureola a la mujer delicada que es doblegada por la música.
Todo había sido como música de boda y allí estaba ella con el novio cansado, puesto que había sido enamorado y orquesta.
Quizás aquel hombre con la tercera persona de su piano al lado, pudiese soportar la soledad de los dos en el palacio. {149}
Aquella amante de cola negra que iba a completar la trilogía no la importaba.
Palmyra solo necesitaba que otras manos la encontrasen Era ciega de sí misma sin eso.
No acaba de creer en sí. Era ese medio ser que es la mujer.
Necesitaba ese reconocimiento de su silueta en el que toman parte las dos manos, bajando paralelas al contorno femenino, reposando sobre las caderas y como palpando así la esférica voluntad planetaria que hay en ellas.
—¿Y ahora, señora...?—preguntó el pianista, que parecía haber nadado hacia ella para conseguirla a través de el acuoso torbellino de la música:
Palmyra contestó:
—Se quedará aquí... El cuarto del huésped siempre está preparado.
—No es lo que me preocupa dormir... Después de un concierto en que he puesto más alma que en ninguno de los que he dado nunca, no podré dormirme en toda la noche.
—Y yo que le he escuchado, tampoco.
Junto al túmulo del piano de cola, animado aún por las últimas notas, era aquel idilio como una de esas aproximaciones de velatorio que surgen entre la hermana de la muerta y el cuñado. {151} {150}
Siempre sería dichoso el amanecer del desconocido en la Quinta de Palmyra. Merecía el cambio la sorpresa de cada uno de los nuevos huéspedes.
Se despertó temprano, lleno de la placidez de la alcoba.
«¡Qué desayunos tendrá este palacio!», se decía el pianista, esperando aquel tazón de leche en el que habrían caído las mariposas blancas de la mañana.
Llegó la criada confidente, que sabía saludar al nuevo señor encamado, igual que si lo saludase con levita y sombrero de copa, y abrió las maderas.
El mar entró en la habitación como colcha de damasco azul, de las que resbalan voluptuosamente, porque cuando se abre la primera ventana frente al mar, el despertar de la vida tiene algo de ola.
Félix venció esa descortesía que hay siempre en aparecer desarreglado frente a la mujer con quien no se acaba de tener confianza, y salió en pijama hacia el cuarto de baño.
Palmyra, contenta, se incorporó en el lecho y vió su mañana de jardín antiguo.
Era como si mirase a través de un brillante la ma {152} ñana que tomaba todos los tonos azules y diáfanos que sólo toma a través del cristal.
«Resignación para un nuevo día», le hubiese pedido ella.
«Cortesía para un nuevo día», le hubiera pedido también.
Ya tenía la eterna melancolía despedidora en cada caso.
Sin embargo, la mañana era lo más bondadoso del día.
En la mañana las uñas estaban enfundadas en los dedos.
Las almas y los cuartos de los chalets se ventilaban a esa hora.
El verde de la primera comida apaciguaba todos los alrededores.
Se tenían pequeños deseos conformistas, como que pasase el primer automóvil, el automóvil que peina al paisaje y le hace la raya.
El mar era un mar vertido en un lava ojos.
Gran limpieza de espejos había en la mañana.
El pianista encontró con gusto la claridad y el relumbre matutino.
En días sucesivos, como una lección de optimismo que no le dejó reflexionar, se acordó de aquella mañana primera.
Como a todos, una convicción campestre les hacía perdurar.
Ella seguía improvisando sus frases de aplicación perfecta:
—Hay un momento en que los barcos son como tartanas. {153}
Y en la hora luciente de después de comer, que es cuando más rubor y respingo dan los besos, ella decía:
—Que nos mira el mar con sus ojos azules—y ponía un gesto como de ser acusada por todas partes, mientras él respondía siempre incrédulo y sin respetar la frase que debía quedar en lo suyo:
—¡Como que le he visto pestañear!
Como siempre, vivían esperando la noche, disculpando las horas, arrancando sus hojas rápidamente.
El, como si eso estuviese entre sus deberes de amante, tocaba el piano al atardecer, pero cada vez con menos gana y escarbando largo rato, como perro que ahonda en la tierra, en el montón de partituras deshechas, desencuadernadas, mal barajadas por la desidia.
Ella le perdonaba los gestos preliminares y los gestos finales por como necesitaba aquella música para prepararse con ideal egoísmo para gozar el ocaso y la noche:
—Si yo fuese poetisa escribiría una poesía que se titulase «Las naranjas del ocaso» y pintaría a todos los que saborean el ocaso desde las ventanas, como gentes que muerden y chupan naranjas vespertinas...
—Eso sería muy pornográfico—respondió sin respeto a la pulposa idea aquel hombre en que cada día brotaba más el sochantre alevoso.
Pero Palmyra tenía ya la fuerza de sobreponerse a toda chabacanada.
Lo peor era cuando tenía que oir las confidencias imprudentes del «genio arrebatado»:
—Todos hemos tenido, te lo diré yo con más fran {154} queza que nadie, una prima de perfil muy fino y de lindeza muy singular, de la que no pensamos ser nunca esposos, pero que al encontrarla en ti desnuda y suave, entregándonos sus secretos, nos ha llenado de una dicha sobrenatural... Nadie nos habrá podido dar más placer...
—¿Con que una primita muy linda en la que no pensásteis nunca?...
—Y que, sin embargo, ahora resulta que es en la que pensamos siempre.
—Es raro eso... Por lo visto tu amor es un amor que inicio yo, pero que no se inicia en ti... Tendré perdida por lo tanto tu constancia...
—No... No es eso... He querido ser sincero contigo y descubrirte los orígenes de mi cariño, y veo que hasta contigo me he equivocado, que eso está prohibido en todos los amores.
—Tienes carne de pescadora lisboeta—la decía otras veces.
—Explica, explica ese cumplimiento—decía Palmyra entre enfadada y satisfecha.
El pianista entonces contaba cómo desde niño había admirado a esas pescadoras de carnes muy blancas y frías, carnes de lubinas humanas que pasan por las calles de Lisboa mostrando su belleza como de mármol por como no la deteriora ni la pobreza ni la vida trabajadísima, ni el andar descalzas. De adolescente no tenía otro ideal que casarse con una de ellas si lograba que le quisiera.
—Pues probablemente yo no procedo de ninguna pescadora—repuso Palmyra.
—Pero es posible que alguna pescadora proceda {155} de los tuyos... Hubo un tiempo en que eran hijas de reyes—contestó el pianista.
No se la olvidó a Palmyra aquella imagen; pues encontraba que era verdad, que en su blancura había calidades marinas y empalidecimientos debidos a ser de una especie cara, cortesana, siempre tratada en princesa y alimentada y sostenida en los palacios de los bastardos.
Pero Palmyra conseguía olvidar las estrechas confidencias asomándose a la terraza del atardecer. Su resarcimiento estaba en el anochecido. Estaba junto al hombre, necesitaba al hombre, pero sólo la curaba de él el asomarse a la perspectiva de su Quinta.
Todo se acaracolaba en el fondo del campo.
La borregada verde de los pinos embestía hacia el mar. Se veía que hacia allí había que orientar los pensamientos.
El faro ya lucía como si tuviese un destello de sortija monumental, la sortija que sólo reluce un momento cuando se lleva la mano al bigote o desenvuelve el periódico el farero.
Todo el mar admiraba aquella sortija de brillos intermitentes según daba en ella la luna.
Cenaban. La velada se envoluptiosonaba. Dejaba que se insinuase la noche y la metiese envidia de desembozar la cama.
Tenía algo de ofrenda a la noche aquel levantar las sábanas frente a toda su expectación.
Era allí más verdad que en ningún sitio—si cabe decir eso—el acto de acostarse.
Toda la noche venía a cantar silenciosos cantares alrededor de la Quinta. {156}
Andaba sobre la alfombra felpuda de pelos largos, como Eva por la pelouse del paraíso.
Aquel ratillo que al amanecer al día y al anochecer al sueño, tenía Palmyra de andar descalza sobre la espesa y crecida alfombra, le dejaba al pianista un regustillo de entrevisión primera del mundo. Quizás ese ápice de la antigua visión repartida entre los hombres, se encalabrina de nuevo como sólo se encalabrinó al ver a Eva sobre la yerba suave del paraíso, peinando con sus pies el terciopelo velludo de la primera pelouse .
La ola lejana rizaba los peces.
El faro ponía una lágrima de luz en los ojos que lo miraban. Su fanal, con tipo de gran filtro, destilaba la noche en el laboratorio de la pureza nocturna.
Y Palmyra, en la solemnidad de aquellas noches, se desataba los lazos rosas de las hombreras de su camisa de niña. {157}
El pianista, como hombre acostumbrado a variar de ciudad, tenía el ansia de irse a otro sitio a continuar con sus conciertos de amor, así como con sus conciertos de música.
Otro prisionero que quería escaparse.
Como no se quiere oir sobre la almohada el latido del corazón, así los hombres no querían oir en aquella soledad el latido absoluto de su vida, el sentido claro de su existencia.
Les hacía mal efecto el oírlo clarísimo, pertinaz, dejando troqueles de sí mismo en todos los parajes.
—Demasiado yo mismo... Demasiado ella misma...—se decía el aislado sin acabar de desperezarse en todo el día, con los ojos turbios y chicos.
Era una tarde tan diáfana que estaban en la terraza.
—Ese chalet me da siempre pena...
—¿Por qué?
—Por ese cristal combeado que tiene en el mirador... Le da la luz de una manera que siempre parece que está llorando.
El pianista optó por su distracción embrutecida de {158} hombre superior y no rió de la gracia de Palmyra. Aquel virtuoso del piano en la hora definida por alguien como la del «ocaso de los virtuosos» en honor de las grandes pianolas, tenía grandes terrenos rocosos en el espíritu.
Entró en el jardín uno de esos caballos negros que van vestidos con un atarre de lienzos blancos, completamente abrumados bajo la carga de piezas enteras; los caballos más limpios y ungidos del mundo, medio caballos medio nobles comerciantes, si el noble comerciante fuese posible.
Con el palo del metro al hombro tenía el que guiaba la buhonería un aire de boyerizo.
El caballo negro se volvía más negro bajo el comercio de puntillas y grandes sábanas que eran matrices de camisas, pantalones y demás ropa blanca.
—Mía señora, «lenzoes» de puro hilo...
Para la herida eterna de lo que se va descomponiendo y muriendo, allí iban hilas, vendajes, gasa para los apósitos.
Todas las ventanas de la Quinta pedían que la comprasen lienzos nuevos.
Palmyra siempre compraba algo: un encaje, un mantelito, una puntilla, sólo por ver cómo soltaba sus riquezas el buhonero y descansaba su noble caballo negro del pesado corsé cuajado de telambre.
Aquella cosa episcopal que tenía Félix la subrayó Palmyra aquella tarde en que él, muy beatíficamente, estaba sentado entre las dos palmeras de alto plumero que se elevaban sobre la terraza.
—Pareces el Papa entre los dos altos abanicos de pluma que siempre le rodean... {159}
—Pero sólo soy un modesto organista resignado.
Los ovillos de golondrinas jugaban alrededor del palacio.
Ella le miraba por ver cómo le complacían aquellos mimos del paisaje.
Nada. Su abstracción era la del que quiere marcharse. Esparaba no sabía qué cosas del mundo. Quería asistir a las fiestas en que se bebe una copa de champagne.
Tenía amigos a los que no había acabado de olvidar y sobre los que tenía de triunfar. Debía tener alguna amiga, cuya cita después de la ausencia, le tentaba.
Félix no hacía más que acariciar su gloria.
—¡Ah, mi gloria!
Palmyra, desde su gran dulzura, había aprendido a ver que en los hombres hay unos maniáticos exacerbados y terribles.
—¡Ah, mi gloria!—repetía y su gloria daba una gran intranquilidad inútil a aquella vida, la intranquilidad estéril y enferma de la fiebre.
Corría un aire suave, un aire de llamada.
Los vientos se meten en el rincón más refugiado de la casa, pero los aires suaves llaman, son la resaca que lleva a los países a los que se está un poco rehacio en ir.
Aquellos aires suaves que sólo despelusaban los árboles y movían los «moirés» del boscaje, no la gustaban a Palmyra porque eran llamadas cuyo apremio sabía.
—No tengo tristeza humana esta tarde, pero tengo tristeza—dijo ella. {160}
—¿Pues entonces, de qué clase es?
—Tengo la tristeza del primer pino en que comienzan los pinares junto a las playas...
—Siento no sentirme yo otro pino para poderte consolar...
—No tiene consuelo esto... Prefiero desconsolarme más... Toca algo, algo triste...
—No seas egoísta... Estoy cansado... No es éste el momento...
—Ah, ¿sí?... No te lo perdonaré nunca...
Se hizo un silencio largo en que ella se sentía como ese pino que sólo encuentra arenas para sus raíces y siente el embate del mar y su amenaza de retorcerle las muñecas con esos vientos que acuestan y aculebrinan los árboles...
Era un vil ejecutante de los que se visten de romántico y aguantan los deliquios de las señoras.
El reanudó la conversación:
—Los pinares han de tener lobos para tener encanto... ¿Hay aquí lobos?
—Siempre quedan lobos en la noche de los pinares.
—¡Ah! ¡Lobos supuestos! ¡Valiente cosa!
¡Qué pena no compartir las suposiciones y fantasías que merece el mundo! ¡No coincidir en el mismo escalofrío y la misma sospecha!
Pasó la bandada de pájaros como una larga hilera de puntos suspensivos... Nunca tan oportunos...
Lo que leían en el paisaje se cortó como se corta un capítulo por varias líneas de puntos suspensivos.
Pasó un automóvil.
Iba llenando el camino de las ratas quejosas de los bocinazos. {161}
Tenían aquella tarde los pinos redondos de la quinta vecina el retoque de haber sido tratados por el peluquero de los pinos, que tan bien les sabe hacer la cabeza.
En la diafanidad de la tarde se percibía que tenían en sus cabelleras encrespadas ruido de mar.
¿Quién pastorea los pinos? Los pinos se pastorean a sí mismos. Son su propio rebaño y sus propios pastores.
Seguían poniendo en su vida la austeridad y recomendándosela. Eran las pestañas de su paisaje.
Ellos la contenían en su valle y ponían la orla que necesitaba su vida, cada vez más abandonada.
¿No podían representar lo varonil en su vida, lo varonil quieto y firme?
Ya en el atardecer, vieron cómo en el marco de una lejana puerta se encendía la primera fogata de las cocinas.
—Siempre creo que son un incendio que nace esos fuegos de las cocinas... Tienen un color tal de gasa de fuego las llamas a esta hora, que me sobresaltan el ánimo...
—Eres una hiperestésica... En Portugal, todas sois hiperestésicas.
—Si no se es hiperestésico, no vale vivir... Comprendo que no se debe tomar ninguna droga para fomentar la hiperestesia, pero si se es lealmente no hay por qué dejarlo de ser.
Félix no contestó.
Aun estando tan necesitado de ruptura, le doblegaba la tarde diáfana.
Había fundidos en aquel ocaso muchos arcoiris, {162} como en una de esas natillas en que se echa una docena de huevos.
Ya en su final el sol buscó una nube para celebrar púdicamente sus misterios detrás del iconostasio.
Parecía no querer que se le viese morir en el último momento cuando ya no conocía a nadie y era inútil quererle retener.
Las chicharras del atardecer comenzaban a sonar. Félix se indignó.
—¡Ah! Que nos hayan tocado esas chicharras al lado del balcón es como si tuviésemos encima un despertador descompuesto, de esos en que suena el timbre a todas horas sin parar... Y que no tiene remedio... No hay relojero a quien llamar.
Las chicharras no descansaban, sonando como un timbre cuyo botón se ha metido dentro del llamador y del que no hay quien separe las lengüetas contrarias apretadas en encarnizado contacto.
Se seguía oyendo el timbrazo de esa clase especial de cigarras lusitanas, cigarras sin la sequedad de las castellanas, cigarras de pila húmeda que surgen en los otoños como si en los timbres de la naturaleza se diese un contacto interminable, o bien el dedo de Dios llamase al hombre bueno o el cinematógrafo de la noche anunciase su apertura.
El caso es que ese timbreante nerviosismo de la naturaleza era como un vivero de timbres esparcidos, musgosos y saudosos en medio de su crispadora unanimidad.
—No se puede hacer música en esta Quinta con ese chicharreo... A esta hora, que es la mejor para hacer música, comienzan todas las tardes... Me acuer {163} do de unos conciertos que di en un rincón de América en un teatro dotado de infernales timbres para el reclamo... Pero cuando yo comenzaba el concierto, callaban como por encanto... ¡Pero éstos!...
Cada vez le resultaba más insoportable al gran pianista aquella grillería inacabable como césped fecundo de la tierra, como multitud de escarabajos engordados por el térmico otoño.
¡Y que no se podía extirpar el retoñeo silvestre! No era cosa de buscar en un rincón al animal impertinente. Habría que arrasar aquello.
—No puedo continuar en medio de esta naturaleza tan descuidada y como con liendres... Te voy a decir la verdad... Yo volveré, pero necesito irme...
Palmyra se quedó del color de los recién operados. No esperaba que sucediese tan pronto y fuese tan cínico aquel desenlace.
—Bien, me parece bien, pianista ingrato; pero te has de ir antes de que llegue la noche cerrada...
—No creí que te ibas a picar tanto, querida patrona.
—Eres como un intérprete de hotel... Los unos interpretan las palabras de los demás, tú la música... Por eso no contesto como debiera a que me hayas llamado patrona.
Félix se quedó pálido. Quizás ninguna mujer le había sabido insultar mejor. Le aturdió el insulto como esos codazos que se dan al piano y que desarmonizan todo el espacio, y dirigiéndose a su alcoba, hizo la maleta rápida del huésped que ha reñido con la hostelera. {165} {164}
Se veía el pinar desde lo alto del palacio, con todas las copas unidas como formando una suave cabellera por la que se sentían ganas de pasar la mano cariciosamente.
En el fondo de su alcoba Palmyra les enseñaba a los árboles todo, sin que la importase lo que pudieran ver con los ojos de sus nidos.
Después de ataviarse, salía a las otras habitaciones y echaba colchas sobre todas las cosas. Era una manía suya arropar con tapetes todos los muebles.
Otra vez había vuelto a su silencio, a ese silencio que en Portugal es mayor que en todo el mundo. Otra vez había vuelto a fundirse en los cielos, aprovechando esa mayor difusión y efusión entre la tierra y el cielo que también caracteriza a Portugal.
Palmyra se paseaba ociosa por las grandes habitaciones, todas como camas inútiles.
Era una ilusión la Quinta.
Los antiguos moradores habían amontonado allí muebles suntuosos, dorados, laqueados, incrustados de alegre lapizlazuli y de onix con sus alternativas claridades y obscuridades, pero nada les había {166} valido para la defensa. El espejo más grande del mundo encuadrado en el marco más churrigueresco y enramado del universo, anegaba aquella naturaleza que se movería siempre un poco perlática en la empinada laguna del espejo.
Ansiosa de salir de la mentira del espejo, se asomó a aquella ventana con cierre de guillotina que la convertía en María Antonieta despidiéndose del mundo.
La enredadera, que como una instalación de flores unidos por eléctrico hilo, trepaba y subía por la pared de aquel lado, la envolvía en una celosía confidencial.
La enredadera creaba en la Quinta una dulce comunicación con la tierra.
La esperanza de la tierra era dulcificada por la enredadera que trepaba hasta los últimos balcones.
La tierra hacía una caricia a la Quinta a la luz del día y su abrazo era envolvente y apasionado. La abrazaba por encima de sus altos hombros con sus largos brazos.
«¡Y quieren que deje mi Quinta envuelta en la enredadera que no me olvidaría!»
Arraigaba la casa y la prendía más que sus amores y sus cimientos, la enredadera trepadora.
«Después de todo lo que yo quiero hallar dentro del palacio, es copia de lo que sucede fuera con las enredaderas... Es el tierno abrazo de alguien.»
Se veía el mar, aquel mar de la rinconada en cuyas veredas había crecido yerba por falta de circulación de barcos.
Gran charco inútil, zumbaba como un idiota contra la costa, con manoteo de meníngico. {167}
Estaba despechada con el mar porque le achacaba aquella resaca especial que se llevaba a sus amantes.
Se sentía sola en medio de las aguas negras del olvido.
La mujer ve en el amor una cuestión de larga e incansable asiduidad.
Necesita el duradero encuentro. Que no se vaya el que ha de responder a su voz. Que detrás de las cortinas haya alguien. Que un ser animado reciba el beso que de pronto florece en los labios.
La sensibilidad no se puede saciar. Se la provoca, se la acaricia, se la calma, pero nada más. Sólo se la saciaría si alguna caricia quedase dotada de eternidad.
No se encontraba a sí misma si no la contorneaban unas manos complacientes. Necesitaba ese vals lento que el amante la sacaba a bailar, en ese momento en que se está de pie y se recibe el apretujón del reconocimiento, algo así como el desperezo del uno en el otro, ese rasgo humano por el que espera junto al árbol o el farol, hay un momento en que los abraza.
Palmyra no creía ya casi en el amor, pero creía en sus roces y en las chispas inevitables que hace brotar.
La faltaba eso y por esa causa andaba incierta por el palacio.
Un barco entraba a lo lejos, con su diadema de camarotes.
Se sentían las miradas complacidas de los que deseaban tierra. Se presenciaba cómo las mujeres de pie en sus cabinas se daban el último borlazo de polvos y los caballeros se peinaban su liso peinado con un peinecito de bolsillo. {168}
Aquel relucimiento de cubierta que podía observarse, parecía causado por innumerables espejitos de mano alertas al desembarco.
Palmyra se sentó al piano, pero no abrió su caja. Se quedó apoyada en el brillante seno duro en que guarda sus teclas.
Se veía un poco en el espejo brillante de su tapa, en esa negra perspectiva en que está la inspiración.
La inquietud del amor la poseía, pero la agravaron hasta el dolor y el desengaño los candelabros del piano abiertos hacia ella, como queriéndola abrazar, con intención escabrosa en su gesto.
Inquieta por aquella imagen involuntaria, Palmyra pensó en irse a Lisboa para huir de la Quinta, encharcada por los primeros días de otoño.
Se vistió y se hizo conducir a la estación lejana. Pasaría la noche en el Gran Hotel de Lisboa. Tenía miedo a Lisboa, pero la atraía. Para una mujer sola tenía muchos peligros.
Ultimamente, desde un balcón del hotel, habían tirado a la calle a una extranjera, que después de caer sobre los hilos telefónicos, que la sostuvieron un momento en la falsilla de sus líneas paralelas, cayó a la calle y se mató.
También era de aquellos días la noticia de un individuo que después de engañar a una joven, la había cortado los pechos, que se encontraron en medio de la calle envueltos en un papel.
Y el hombre del mak-ferland del Alentejo—largo sobretodo gris guarnecido de pieles de raposa—que dejaba muy malheridas y sin habla a las mujeres, también andaba por Lisboa en aquella ocasión. {169}
Con todo, tomó el tren a la capital.
El trenecito iba dejando a su paso pañuelos de seda de humo que el aire de la tarde limpísima sacudía un momento y hacía desaparecer como los prestidigitadores.
«Ven ustedes este pañuelo con el que doy un latigazo en el aire... pues ya no lo ven ustedes.»
...Y este otro...
...Y este otro...
...Y este más...
Hasta que se perdió aquella imagen en la imaginación.
Generalmente no iba a Lisboa más que cuando se la acababa el café. Ese día se vestía de seda o de terciopelo.
«El café bueno—se decía ella axiomáticamente—mantiene al amante.»
Como una castidad para los viajes, ella que no lo necesitaba se ponía velo, un tupido velo de motas. Entraba en aquellos trenes de destino corto como viajera del transiberiano.
Tomaba tan en serio el amor que dejaba en la Quinta, que no participaba de la infidelidad del tren. Se embarcaba en los barcos que vogaban en el mar adláteres al tren, para huir de las miradas y todo el viaje permanecía mirándoles.
En Lisboa lo que más la obsesionaba, lo que marcaba para ella la sensación de haber llegado, era una mujer pálida que se asomaba en esos balcones que tienen la obligación de tener las persianas en forma de toldo con la visera inclinada hacia la calle, visera a la que a veces se la hacía sobresalir tanto que mos {170} traba mejor el interior de la casa llena de estores como enaguas lujosas y almidonadas.
Tenía que pasar por delante de sus balcones para verla al pasar.
Estaba en las buenas tardes de Lisboa con un lazo de papel de seda a la cabeza como gran reclamo de su belleza, como bagatela de feria, como papel de recambio en el vasar de todos los días, y a la hora certera a que ella pasaba tenía en brazos un niño de pecho que hacía juego con un monito de la especie más pequeña.
Se establecía una armonía tan deliciosa y artificial entre el mono, el niño y la mujer saltimbántica y funambúlica del lazo de papel de seda en la cabeza, que el corazón de Palmyra quedaba muy conmovido.
En Lisboa comenzó a vagar por las calles cuando tuvo el pretexto de su kilo de café. Con él en la mano se la ocurrió pensar: «Aquí, donde todo el mundo lleva un paquete o un maletín en la mano, ¿cómo detener a los «bombistas» antes de que cometan su atentado?»
Esos viejos de Lisboa, que parecen caracterizados de viejos antiquísimos, la decían flores al pasar, las largas flores como verónicas de larga duración.
Debía notársela aquella mañana el bufido de su ansia, porque los hombres que iban delante de ella la veían por los ojos del cogote y la esperaban.
Tan acosada se vió, que tuvo que meterse en un café, en ese cualquier café del destino que no se ha elegido.
—Café—pidió Palmyra.
—No hay café, sólo cerveza—dijo el camarero. {171}
Palmyra no gustaba de la cerveza, pero en aquel día de sed soportaría el amargor espumoso.
Ya la había chocado aquella conspiración de hombres solos. Las lámparas de gas tenían aún la cofia antigua, la media pantalla de porcelana almidonada con el vuelillo rizado.
De pronto entró en la cervecería un marino que parecía llegar a una habitación querida de la que no se había podido olvidar, en busca de lo que estaba sobre la gentuza que pudiese estar congregada en su recinto.
Palmyra lo vió llegar y sintió el vuelco del corazón, que parece abrumar de sangre a la criatura que ataca.
El marino traía los galones circunflejos del mar, galones más graves que los de tierra.
No había visto a los que ocupaban su rincón, pero por fin bajó la vista y se encontró con una mujer entre aquel humo y aquella betuminosidad que parecía salir de la cerveza negra. Sin pensarlo más se sentó en la mesa de al lado, cerrando el callejón que los separaba apenas y que había medido y ceñido los muslos de Palmyra al entrar.
¿Pero para qué seguir el rumbo de esta nueva aventura? Ya Palmyra la pobre, llevada de su desasosiego, está resultando la mujer fácil.
Ya nos repugna un poco seguir sus aventuras. Veremos si aparece sola o acompañada en la visita que, después de dejarla vivir un mes sola, vamos a hacerla en la Quinta. {173} {172}
En vez de anclarse con su reloj en la Quinta se había establecido con su brújula aquel marino en vacaciones. La inquieta brújula, colocada siempre sobre su mesa de despacho, parecía orientar la Quinta. Señalaba el Norte con temblor del cielo y del infierno, como con temor de la incertidumbre de la tierra.
Era raro aquel hombre. Parecía pensar en otra cosa, ir navegando sin importarte nada la vida y, sin embargo, era atrozmente celoso. No la dejaba siquiera cantar en aquellos tés que daba Palmyra de vez en cuando.
—No me gusta que cantes... Las mujeres cantando se quedan en camisa... Y si es largo el canto, con los senos desnudos sobre el descote de la camisa.
Como el capitán Buonaventura tenía algo de centauro, cuando daba con él los paseos a caballo, parecía volver huída de él, como enemigos, como después de la batalla sentimental.
Los caballos volvían también como muy serios el uno con el otro. Ella y él esperaban entrar en casa para decirse la verdad de un desamor al que no le basta montar a caballo. {174}
Palmyra se quedaba pequeña al lado de su caballo y él la miraba como a espolique pueril. Tardaba en bajar de su cabalgadura para subrayar más el contraste.
También salían de paseo en el milord. El marino apenas hablaba. Ella deseaba volver, y al llegar frente a la Quinta se entregaba a delirios de efusión:
—Es nuestro aliento el que sale por las chimeneas... Está tan unida la casa a mí que hasta me parece que me esperan en todas las ventanas niños de pecho, criaturas mías que esperan que yo las dé teta.
—Ni que fueras una vaca de cien ubres—respondía el rudo marino sin acabar de comprender aquel simil que henchía una sola maternidad.
Palmyra no encontraba el alma de aquel hombre. A veces la parecía que sólo se revelaba en aquellos ratos misteriosos en que se encerraba echando el pestillo de su despacho. ¿Qué ocultaba aquel hombre?
Era bueno, melancólico y cariñoso, ¿pero qué escondía que no quería que ella viese? ¿Por qué se escondía en la habitación cerrada para no se sabía qué? Su camiseta era como un coselete de acero del que no se despojó nunca. Llevaba algo muy forrado en el pecho:
—Es para que no me dé frío...
Palmyra encontraba la rareza de aquel hombre, que no creía que hay que dar algunas explicaciones y aclarar lo que se piensa.
Abundaba en pensamientos de viaje:
—Ya ves que estamos sentados, pues recorremos kilómetros, y kilómetros sobre el terráqueo que se mueve. {175}
Ella le contestaba con incongruencia para distraerle:
—Los pinos hacen el día de un verde escarchado.
* * *
Andaba solo, desasosegado por el jardín:
—He estado sentado toda la tarde en un banco... He podido hacer un viaje largo... Por lo menos me hubiera encontrado en otro sitio al final de esas cuatro o cinco horas.
—¡Muy bonito!—le contestaba ella reconviniéndole.
—Mujer... Contando con que tú fueses también en el tren.
Tenía una máquina de fotografía y la pleitesía a Palmyra, su mayor rasgo de galantería, era hacerla fotografías y fotografías.
El no decía más que de vez en cuando: «yo que soy un hombre» o «yo que soy un hombre de hierro». ¡Cuán poca cosa!
El invierno, que avanzaba, le iba dejando más en cuadro, más desmontado, más sórdido.
Los días grises le quitaban todo brillo y todo ingenio.
La glándula que conmueve el día gris seguía inundando en grisuras el lago de su espíritu.
Las frases de Palmyra quedaban caídas en las alfombras, como pendientes que nadie recoge:
—Los días grises me envuelven en nubes—decía ella y él no comprendía qué debía contestarla—. «¡Qué bien te sientan!», ya que era obligada esa galantería en aquella soledad en que sólo lucían para él los ojos de ella. {176}
Los ocasos morían sin responso.
Los cristales solos, miraban al ocaso como esas menorcitas del Brasil que miran con frenéticos ojos de escarabajo dorado a los hombres con grandes barbas.
Palmyra, abriendo las cortinas, como si abriese las tapas de una encuadernación, corría a ver el último momento del día:
—Me gusta pasar por entre las cortinas de dos hojas—solía decir—, porque eso tiene una cosa de teatro... Unas veces salgo a debutar y otras a recoger los aplausos.
Entraban las tardes por el balcón con una humedad exquisita.
—Es una humedad de encaje—dijo Palmyra una tarde.
—Hoy tiene una humedad de macizos de pensamientos. Huele a las pestañas moradas de los pensamientos...—dijo Palmyra otra tarde.
El viento tachaba más sus palabras y las ensordecía más.
El viento, siempre asustante, siempre yendo a romperlo todo y siempre no rompiendo nada.
Se entregaba a su broma eterna de coger a los árboles por la cintura y hacer como que va a correr con ellos.
Merece que no se le haga caso. Como la ventana no esté abierta y se libre del portazo, no puede con el cristal.
A otros árboles los cogía por el pelo y parecía que los iba a arrancar.
El mar resultaba como más cercano y embravecido {177} con la presencia del marino. Era como la fiera junto al domador, gruñendo en el cajón del circo.
Sonaba la trompa de los barcos. Los elefantes artificiales levantaban sobre el mar el arco de su trompa.
Por llenar aquellas tardes interminables en que el marino, echado en el diván, fumaba y miraba a lo lejos, buscaba su arpa Palmyra.
Eso despertaba en él su adoración violenta de temerario adorador de las sirenas.
Junto al arpa se convertía Palmyra en nave de sí misma, izándose sobre su cabeza la vela lírica.
El marino sentía celos en medio de su adoración, como si contemplase los abrazos de un amor mayor. Gracias que ante el safismo, que era tocar el arpa, mitigaba sus celos la voluptuosidad de poder presenciar a la lesbiana.
Así como Júpiter encarnó en el cisne, Orfeo ha encarnado en el arpa para yacer con las mujeres.
Tejedora—primera imagen en la creación del arpa—del fino tapiz musical, que es como cortinal de los soles misteriosos. Palmyra se abrazaba a su arpa como a la amiga de sus desengaños, a la última, a la que se inclina sobre el pecho, gravitando con pesadez sobre él.
El cetro de oro del arpa vivía en el arrebato de la arpista. Era cetro descomunal con dotaciones litúrgicas.
En el revés de las cuerdas del arpa, se veía la mano de Palmyra como pájaro que buscaba su libertad, picoteando en los barrotes de la jaula. La escena de las dos manos por este contraste de la prisión, era {178} escena de macho y hembra ansiosos, el uno a un lado y el otro al otro de la jaula.
¡Mano presa del otro lado de la lluvia y la distancia!
¡Dedos viciosos los de la arpista!
—Ahora quiero más tus manos—la decía él después de verla tocar el arpa, como si notase en su mano la desproporción del dedo amenazador.
Palmyra se curaba a sí misma la soledad y se consolaba porque aquel hombre tenía trazas de ir a estar siempre.
Iba descubriendo en él al remolón, al hombre cómodo y enervado, cualidades que no la importaban con tal de que representase por mucho tiempo al ser complementario, que en sus ausencias buscaba desatentada por los pasillos de la noche.
El no recataba su comodidad:
«Aquí orino más», se decía con gran placidez, dando una gran importancia a ese hecho dichoso que parecía despejar su naturaleza de residuos insanos, de esa cargazón que corrompe, de esos venenos que obran en el interior del ser.
Todo el día plácido de la Quinta parecía pasar por él como un licor fino, de esos que son tan cordiales y reponedores.
Dormía copiosamente y le indignaban aquellos montantes en forma de abanico por los que entraba una ducha de luz terrible.
—¡No, que no abran! ¡Que no abran!—gritaba el hombre cómodo cuando sentía a la doncella de la mañana. {179}
Los árboles, en su mayoría de hoja permanente, brindaban su primavera invernal.
El marino paseaba por el jardín como presidiario que fragua una fuga.
Se escondía detrás de los árboles y miraba por entre sus verdes dedos entreabiertos, a alguien que le podía vigilar, que podía venir a intervenir en sus pensamientos.
Tenía la voluntariosa manía de llevar las manos en los bolsillos de la americana de botones dorados, con gesto intemperante y decidido a algo, a no se sabía qué.
En el jardín abrían sus bostezos los cocodrilos de la soledad.
El buscaba a través de las enramadas la orquesta del jardín, ese sitio en que se congrega la gente en los parques zoológicos, cuyo silencio es angustioso fuera de esa única plazoleta.
Aquella cosa de estar metido en una botella verde la sentía cuando anochecía dentro del bosque.
La botella verde del paisaje, come botella de sidra en los parajes asturianos, le encerraba en su verdosidad. {180}
«Soy un corcho en una botella verde», pensó un día, y desde entonces sintió la angustia de los corchos que han podido entrar, pero que no podrán salir.
¡Con qué empuje saltaba en el fondo de la botella obscura y tristona!
Pinchaban a la tarde los cactus y las plantas de lengua gorda—esas plantas que gustan de la vera mar y de los climas buenos—querían hablar.
Los cañaverales imitaban a los maizales, pero entre ellos se destacaban los bambús, todos deseosos de pescar, todos ilusionados con el día ideal en que pudiesen despedir su anzuelo lejos.
Las palmeras pintaban optimista verdura en el cielo con sus brochas abiertas y también eran como abanicos de la reina entronizada en la tarde.
Echaba de menos esos bailes de los barcos en que el marino vive en plena novela de «Magazine».
Su cansancio de viaje, el terrible cansancio que le había llevado allí, ya se había acabado y sentía la nostalgia de volverlo a sufrir.
Ella le encantaba, ¿pero hasta cuándo duraría su maceración? Hubiera deseado, sí, saber todo el placer de aquella mujer y dejarla sólo la concha vacía, henchida nada más que por el eco del placer que contuvo.
Pero su más viva nostalgia la sentía en aquel rincón del jardín en que estaba la barca naufragada, la barca caída del revés como uno de esos animales que no pueden levantarse cuando caen así.
Aquella barca que alguna vez fué recreo de Palmyra para pescar el calamar o gozar un día de muy {181} buen mar, era en la Quinta, algo alejada del mar, como bote salvavidas por si llegaba el segundo diluvio universal.
El marino sentía todos los comezones frente a aquella barca tirada, en la que estaba por meterse como en su hamaca de jardín.
«Aquí se conserva la vida como si fuese la muerte. En este marasmo no se diferencia nada la muerte de la vida. La vida es para perderla, para jugarla, no sólo para navegar con ella», pensaba Buonaventura.
Lo que en el jardín había de vegetación tropical, le embargaba y le tentaba con la otra orilla.
Los bananeros con sus grandes hojas rotas, parecían árboles de mangas con chorreras.
Ella le buscaba por el jardín con gesto que se esclarecía en los rincones más umbrosos, un gesto como de madre que ha perdido a su hijo.
El compadecía en ella su gran belleza y aquella cosa que tenía de loca, sobre todo los días que se había lavado la cabeza y llevaba el pelo colgante.
Palmyra buscaba candilitos, esas flores que buscan a los gnomos antiguos.
Hacía gárgaras la tarde con los barrenos. Toda aquella piedra arrancada sufría la dentición de lo que ha de vivir y ser civilizado. El marino, por hacer algo, regaba.
Jugaba a dibujar la palmera de agua junto a las palmeras verdes, mezclando sus arcos. Era aquel arco de agua una caricia que la palmera agradecía.
Los relojes del último ocaso europeo entregaban su hora en el calvario supremo. {182}
Al ver Palmyra al marino, con una mano en el bolsillo y en la otra la manga de riego, le decía:
—Pareces un almirante dando órdenes con tu espada de agua.
—La espada flamígera del agua—aclaraba él.
Después se entraban en la Quinta que tenía calor propio, olor a maderas finas y el último perfume a flor de los bosques antiguos.
Otros días llovía y no salía. Gozaban de la lluvia que en una definición hecha de los placeres del castillo por el señor castellano, ocupa su número de orden entre los placeres: «Ver llover.»
Palmyra, aun dentro de su traje de terciopelo, iba sacando su hombro como si se bañase en la habitación.
Palmyra, como siempre, estaba empeñada en calentar toda la casa.
—Esta habitación no la hemos calentado aún... Ven aquí conmigo—y le llevaba a la habitación de los cuadros japoneses en que el dragón acaba por ser un animal vivo, cinematográfico, que llega a moverse.
En aquellas tardes de lluvia, se sentía deseoso del viaje por mar, pues se huye antes de la lluvia y se arriba a golfos y bahías en que el arco iris se ha tumbado.
Los cristales antiguos, imponían un dibujo de «moire» a lo que se veía fuera.
De un lado, el mar impasible y del otro, cualquier injusticia que viniese de los hombres y que en aquel castillo les heriría por la espalda.
—Mira, llueve en el mar—le decía ella señalando la lejana siembra desigual de la lluvia. {183}
—Aquí tardará en llover—dijo él—, el mar atrae la lluvia como un beso que pide y el cielo tiene que otorgarle.
Las noches tenían monotonía de travesía. El marino fumaba en su camarote aunque estuviese con Palmyra. El puro estaba lleno de nostalgias cubanas.
Miraba displicente las cosas como mosca de sus marcos. Displicentemente tomaba del musiquero las novelas cortas de la música, con sus portadas novelescas e iba dejándolas como si supusiese lo que decían sus letras de ojos cerrados.
El mar desrizaba sus olas ruidosamente, con más rigidez que por el día.
Ella flotaba en la noche con sus ojos suspensos en lo vago.
Respiraban solos aquellos dos ojos en aquel cuerpo y sabían sus deberes de castellana como nada.
Era medicina de amor la que aplicaba a sus amantes y sólo quería que se explicasen que no hay más que calmantes en el mundo, aunque aspirando a otra cosa se pase de un amor a otro.
Los dos ojos serenos y colgados como lámparas de los techos de su palacio presenciaban la eterna escena de las probaturas.
Las noches de luna eran las únicas que le divertían como si hubiese cinematógrafo en el gran casino.
En las noches de luna parecía que el mar se había echado su colcha de matrimonio, su colcha de boda con la luna.
Daba pena retirarse a la alcoba. Los dos podían tener paciencia para siempre en la terraza del mundo. {184}
Algunas noches, la luna, se nublaba de vez en cuando y eso daba al paisaje el movimiento de un juego de dados y unas veces—en la obscuridad—echaba los dados en el cubilete, y otras veces los desparramaba sobre las praderas del paisaje.
Palmyra seguía el celo violento de los gatos, asustada como de una tormenta. Percibía en aquellas noches el fondo de crueldad y rabia que hay en el amor.
Dominaban los gatos al mar cuyo ruido de ola parece que está llenando siempre el baño inmenso, cuyas torneras se han olvidado de cerrar.
Los gatos llenaban de llanto de niño aquellas noches. Parecía que el camino estaba lleno de niños arrojados al arroyo.
«¡Queja humana! También procedemos del gato»—pensaba ella.
De pronto salían escapados los dos gatos y se quedaban retorcidos y echados en los tejados lejanos, el gato con la zarpa en la cabeza de la gata.
Impresionados recónditamente por aquel concierto y sobre todo por el silencio que lo acababa, se iban a la cama como víctimas de la fatalidad de las cavernas. {185}
Habían salido en su «milord» como dos convalecientes de una soledad de muchos días.
El campo tenía doble perfume. Ya día de otoño muy entrado y, por lo tanto apenas con flores, se oligüiscaba el perfume de las flores maceradas para lograr su esencia.
Aquella tarde el coche había ido más temprano, inmediatamente después de comer, a la una y media de la tarde.
Los caballos tenían ese latir impaciente que les caracteriza, como si se pusiesen cada vez más nerviosos de esperar al que ha de bajar. Palmyra los acarició antes de subir al coche, fijándose, como siempre, en esa sufrencia que las venas de su cara dan al caballo.
Del día irradiaban los caminos felices y rectos del día optimista.
Iban al Palacio Ruso, palacio misterioso, edificado en medio de los bosques, en lo alto de un monte y al que se podía visitar consiguiendo permiso en Lisboa. Hacía tiempo que Palmyra tenía ganas de visitar aquel palacio de difícil acceso, pues para llegar a él tenía {186} que hacer el coche una espiral de trescientas vueltas alrededor del empinado monte. Los cocheros la disuadían siempre «porque los caballos vulgares no sirven para eso».
Palmyra no dejaba de entrever en lo alto del boscaje como extraño palomar de cúpulas moscovitas aquel palacio a cuyas ventanas quería asomarse alguna vez.
Por eso iba radiante. El camino era precioso y a veces tropezaba con un chalet de interior delectable o con un nombre dichoso como «O Miradouro». Nuevas Arcadias pasaban en su excursión y sobre los tejados de los pueblecillos se secaban las calabazas como soles antiguos.
Eran llevados como por unos tritones de los que se sentía además el oleaje marginal.
Palmyra hablaba menos que había hablado con sus otros amantes al cruzar por el mismo paisaje.
Sólo dijo al pasar ante los molinos erguidos sobre el horizonte:
—Los molinos parecen coquetas que se han echado la sombrilla al hombro.
El valle la ofreció sus últimas flores por haber dicho aquello y abrió un poco más sus capullos bufándolos con ese gesto rápido de las floristas, fáciles comadronas de las flores.
Convenía decir una sola frase en paisaje tan puro. Sin ser sobrecargada esa única frase, quedaba como luminosa flor ultravioleta que luciese mucho.
Ante el pino solitario dijo de nuevo Palmyra, sin pensar en cómo eran de vanos los oídos que la escuchaban: {187}
—Este pino, tan sólo, es como el pastor de un rebaño de pinos que se le escaparon...
Los miósporos primaveralizaban siempre los caminos, creciendo salvajes, verdes invierno y verano, siempre con hoja reluciente, fuerte y cantarina.
Los miósporos propalaban la cordialidad del buen clima y curaban todo desengaño. El miósporo no es árbol que consiente a los muertos congregarse bajo él. Sólo la vida, las tardes veraniegas, los andenes de sombra en los días demasiado soleados.
Los miósporos, árboles silvestres y no muy apreciados, bailaban la alegría del árbol con jarana interior.
Crecidos hasta entre las piedras del buen país son valientes, griegos, siempre como frente a un mar lleno de la ilusión primera, a la vista de los primeros barcos crédulos que llevaban un ojo escrito en la proa.
Muchos se desarrollaban en forma de gran bola, como nubes reales, quietas, agarradas a la tierra en la velocidad de su empuje, nubes hijas de la tierra como las otras lo parecen del cielo, aunque tienen que confesar, sin tomar en cuenta el símbolo poético, que también lo son de la tierra.
Los miósporos despreciados por los jardineros, eran el galope de las verduras, el encabritamiento del campo, una nota verde tan entrañable que era la tenacidad de la primavera en aquellos parajes.
¡En cuantas excitaciones a dejar su Quinta, se había agarrado a los miósporos verdes, varoniles, fuertes como los grandes clavos de que se amarran los barcos! {188}
Se la ocurrió de pronto inventar la fiesta de Eva.
Escogió la mejor manzana de los pomares por que pasaron.
—¡Qué bien harías de Eva!—la había dicho él y ella había respondido:
—A la noche.
Y en el coche, con su bellísima manzana en la mano, tenía un tipo muy sugestivo de Eva vestida.
Al pasar por entre el caserío, con rubor de enseñar algo prohibido, ocultó la manzana.
A veces una rueda iba por el mar y la otra por la tierra.
El cabrilleo de las aguas producía un fenómeno picatorio.
Parecía que saltaban sobre las aguas como sobre una red las sardinas, más bancos de sardinas que los que había visto nunca cualquier pescador de experiencia.
Ante un árbol cortado, dijo Palmyra:
—Muchos troncos cortados imitan un tronco de mujer en corsé...
Todo estaba situado como en la última costa en que se sienten todos los pensamientos revoloteando en la nuca y delante el espectáculo magnético del mar divisionario. ¿Para qué se quiere más? Por eso la gran inmovilidad de la raza, que sólo es sonámbula de los caminos del mar y tira por ellos de vez en cuando.
En aquella tarde, la verdad ensimismadora del mar resultaba más consoladora, prestándose a un éxtasis sin remordimientos. {189}
Subían el camino en caracol, ese camino hacia lo alto que parecía conducir al cielo en coche.
Los árboles se desconocían unos a otros, en cuanto los parajes daban la vuelta, pues cada cual daba a un punto cardinal distinto.
Aquella vuelta al pináculo tenía aires de regata en coche y de subida hacia aires más puros. Era a una especie de Parnaso a donde subían.
Los árboles se permitían el lujo de ser geniales en aquella altura y se adornaban con enredaderas como con sus bandas los personajes.
Se huía hacia el mundo de la jaula colgada en el más alto claro de la tierra, la jaula de tórtolos siempre arrulladores...
La verdad silenciosa y saudosa de Portugal, se sentía en aquel camino acaracolado entre árboles con musgo y liquen en sus troncos, con algo de los primitivos apóstoles del mundo.
Los chalets de los muertos inmortales parecían ser aquellos que les salían al paso y de cuyas ventanas colgaban las macetas de corcho.
La inconsciencia del vivir se refugiaba y resultaba espléndida bajo aquella luz de tarde feliz.
Iban por el camino, por el que ya nadie vuelve a encontrar al que busca. Se oía un coche que iba delante de ellos y nunca se le encontraba ni se le veía al final del camino.
Palmyra, con su credulidad apasionada, iba señalando con besos cada grado de la espiral.
El marino, que se sentía atónito como si el coche fuese a recular hacia atrás sin que el freno valiese de nada, se dejaba querer. Fumaba en su larga pipa blan {190} ca el cigarro cínico que se fuma en la punta de una pipa larga y recta. Hombre que despega así el cigarro de sí, también despega a la mujer de sus abrazos.
Plantas obscuras, follajes desconocidos y anónimos vivían su más pura virginidad, veían de puro obscurecidos que estaban como ven las máquinas fotográficas.
El cochero se transfiguraba en aquellas alturas y parecía un ser alado sentado en un pescante de alto tejado.
Las plantas pendolares ponían colgaduras en el paisaje, cabelleras tendidas, cascadas verdes.
Algún ciprés en la ladera era perpendicular, que daba ejemplo a los otros árboles.
En cuanto se daba una vuelta se sostenía más el paisaje sobre el abismo.
Se oían hilos de agua, saltos de agua en que se sentía la frescura de los berros y hasta se saboreaban.
—También tuvo rareza el gran señor ruso para hacer aquí su palacio—dijo el marino.
—Sitio ideal—dijo Palmyra—. Si yo pudiese trasladar aquí la Quinta, la trasladaba.
—No te comprendo—repitió Buonaventura, lanzando aquella frase bárbara que la dejaba sola, que tantas veces había desolado su espíritu.
Por fin se vió el palacio ruso, con su tipo entre capilla bizantina y casa antañona.
«¡Qué sorpresa la del señor ruso cuando después de haber visto subir a la última carreta con los últimos muebles, tuvo que abandonarlo todo muriendo!»
Aún bordearon los caminos espirales como con los {191} caballos andando de pie por la empinada cuesta; los brazos delanteros nadando en alto sobre el aire.
Por fin llegaron a la puerta encerrojada por las hierbas.
Abrieron y toparon con aquella primera plazoleta rodeada de una balaustrada con dos jarrones llenos de agua. El marino, dijo:
—El agua de los jarrones sí que es agua bendita. Yo las únicas veces que me persigno es cuando encuentro una de esas pilillas de agua de Dios, del agua conservada desde el diluvio en los frescos tazones.
Después recorrieron un largo camino.
El coche había quedado lejos del palacio, a la entrada de sus aledaños llenos de árboles musgosos y con hojas blancas, hojas como las fichas de nácar que atesoran las cajas japonesas de tresillo.
Un criado, vestido con un triste pijama de domador, les fué enseñando aquel magnífico palacio que un ruso nostálgico de todas las Rusias se había hecho construir en el ideal Portugal.
Había habitaciones bizantinas como vestidas de torero.
Los íconos lucían su gesto momificado y los monstruos y dragones eran ya las quimeras con que el imperio chino apuntaba su influencia.
—La sala de los zares—decía el guía—hecha a imitación de la llamada del «pequeño trono», en el palacio episcopal de Moscú.
Todo sabía a facsímil húmedo del poder lejano. Como las patatas almacenadas en sitio poco a propósito todo aquello sabía a humedad y había echado tallo. {192}
¡Cómo se habían abrigado en la lejanía de sus todas las Rusias con tapices, muebles y alfombras!
En la tarde de blandura portuguesa habían querido congregar la Rusia tan adornada y tan recargada, quizás para vencer al frío.
Resultaba chocante todo en aquel ambiente y tenía ferocidades de adorno, algo que hacía dañoso el sosiego del paisaje.
—Yo no hubiera vivido en casa tan alhajada—decía Palmyra.
—Comprendo que se muriesen en seguida sus dueños bajo el peso de tantos adornos y recuerdos...
—¡Ah!—decía respirando y abriendo los balcones que daban al luminoso paisaje—¡Ah! Pero tenían los balcones...
El marino iba detrás de ella con paso de marino que, por verlo todo, entra a ver las cosas artísticas en los puertos a que llega, paso del que ve de prisa y apenas se entera, paso del que recuerda Constantinopla a cada paso.
Anocheció en el vasto comedor del palacio ruso, donde se sentaron a descansar, y en el que Palmyra, con escándalo del guía, dió a la espita del samovar vacío, acercándole una taza de china en actitud de ordeñar a la enorme tetera.
Ya de noche, emprendieron el camino del regreso.
El iba con la pipa encendida y repanchingado en su asiento como en un barco. Ella iba inquieta y no encontraba asiento en el coche.
El fresco de la noche hacía desear envolverse en chales y gabardinas que no tenían a mano.
Pasaron junto a los criaderos de langosta: {193}
—No quiero langostas de criadero, como no me pondría perlas si supiese que eran de criadero—dijo Palmyra.
—Los troncos cortados en el bosque sueñan con ser navíos—volvió a decir ella para romper el largo silencio.
El imitó un murmullo de aprobación. No comprendía aquella noche la emoción que repartía la luna.
Palmyra seguía hablando sola y con medias frases decía: «o mar na praia chora»... «as fontes da sombra...» «minha janela estará aberta»... «sombrias borboletas»... «pombas doloridas da noite»... «os vinhedos en repouso»...
En los vericuetos portugueses es donde queda un eco del tiempo antiguo, las últimas ráfagas del pasado como gallinas vivas del tiempo antiguo que se entretienen en su última plazoleta de árboles, en cualquiera de esas plazoletas que nadie trazó y que son su refugio.
Esas gallinas vivaces como horas redivivas picotean el presente y lo dan solemnidades infinitas, escondiéndose bajo los árboles bajos cuando se piensa en eso.
Los sándalos—llamémosles así—daban su perfecto olor a sándalo. El abanico de la noche les era acercado a la nariz con ese gesto tan desenvuelto de la damisela que pone el suyo bajo la nariz del caballero que busca un perfume que al fin encuentra.
Una flor india, con emanaciones azafranadas, sazonaba el paisaje como el «curaré» sazona los arroces.
Los caballos que no estaban acostumbrados a aquella hora y que sentían lo que de navegación tiene el {194} camino de la vera mar, iban respingosos, con miedos súbitos de criaturas infantiles.
Las cuestas se hacían difíciles, más rampantes que por el día, con menos freno. El cochero reunía una contra otra las cabezas de sus caballos, enlazadas en un característico gesto hípico de no quererse, de juntarse a la fuerza, de besarse frente al abismo por la tiranía de las riendas.
¡Ah! Había llegado ese momento en que parece que se les viene encima el mundo a los caballos, todo el mundo empujándoles hacia abajo por la rampa de una cuesta.
Repiqueteaban los cascos sobre el tambor del mundo con tamborileo de muerte, de pánico, de espanto. Era el redoble de la ida a pique, del preámbulo al arrojo de ir a morir, de despeñarse, de resbalarse sobre el abismo. ¡Braceo último de los caballos desbocados, vertiginosos, de tupé desgreñado y fosco!
El cochero se puso en pie y el marino también, como capitán que en el último momento va a quitar el timón al timonel catastrófico. ¡Pero ya no hubo tiempo!
Los Caballos tuvieron un gesto de espanto máximo por que se vieron tronchados en el abismo, y el cochero cayó revuelto con ellos, mientras Palmyra gritaba agarrada a la capota, y el marino saltaba fuera del coche, agarrándose a un arbusto.
Por lo menos todo halló su fin pronto, es decir, todo hizo pie rápido en la catástrofe.
El capitán, a salvo en la greña del arbusto milagroso, se dió cuenta del caso, Palmyra no estaba {195} muerta sino mal herida; el cochero estaba destrozado; un caballo estaba materialmente aplastado, pero el otro se había salvado en tan bestial aplastamiento.
Rápidamente se arrastró por la tierra Buenaventura y comenzó a bajar hasta la plazoleta de la catástrofe, final de la merienda de la muerte.
Bajaba como al fondo del mar convertido en buzo que busca a la mujer bella del naufragio. Sentía rebeldía contra aquel anochecido diáfano en que la catástrofe resultaba más inexplicable e injusta. En el fondo del mar hubiera resultado mejor, más blanda la caída, menos dolorosas las heridas.
El caballo vivo, espantado, pero prisionero, se hacía el muerto, tendido junto al otro para aplacar al destino.
Palmyra estaba desmayada, con ese desmayo de cuya sordera no se sabe cómo se ha de sacar a la que ha caído en él.
—¡Palmyra! ¡Palmyra!
El cochero, doblado como sólo se dobla el cuerpo con la muerte, tenía la folletinesca muerte de aquellos postillones a los que mataban los bandidos.
El marino buscó por los alrededores de aquellas cañadas la casa de socorro, el chalet en que organizar la angarilla para transportar a la herida.
En aquella cañada no había refugio.
En eso oyó un automóvil y salió al camino que daba allí su vuelta, un tramo más abajo—¡pero qué tramo!—del otro camino del que se había desgajado el coche.
—¡Eh! ¡Eh!—gritó al automóvil que zarpeaba el camino con sus ruedas de atrás. {196}
El automóvil paró como si hubiese atropellado al que no había alcanzado aún.
—Hay una dama herida de gravedad, aquí cerca, y un cochero muerto... Un coche que se ha caído al abismo. Yo me he salvado por casualidad.
Saltaron del automóvil todos los ocupantes, dispuestos a recoger a las víctimas.
Buonaventura estaba satisfecho de presentar a una bella mujer, al mostrar a su desmayada Palmyra.
En efecto, todos sintieron simpatía por la bella desgraciada y sobre el largo almohadón desprendido del coche, desprendido en la merienda de la catástrofe, la llevaron al automóvil.
Todos comprobaron que el cochero estaba muerto; pero en atención al chauffeur lo trasladaron también al automóvil.
—¿A dónde?
—A la Quinta de Palmyra... Junto a Amarantes... Antes recogeremos al médico.
El automóvil partió tan raudo como en las carreras o como los automóviles de los bomberos que van a apagar el fuego.
Paró un momento en las afueras de Ardantes, en el Chalet Florido, donde recogieron al doctor y su botiquín, y por fin entraron en la Quinta, donde la cama amorosa de la alcoba, llena de altares y altarcitos, fué el primer consuelo de la herida, las primeras hilas en ancho engavillado. {197}
Palmyra estaba dentro del proceso lento de la curación de heridas.
Vivía desarraigada de todo, en su rincón de fiebre, vencida por los colores amarillos y el dolor agudo de la cura de la tarde.
Todo podía complicarse, pero la herida se portaba bien, tenía testarudez en estar abierta, pero no se gangrenaba, era fresca y se mantenía gozando su abertura.
Hasta que la llegase ese día en que de pronto se cierra como una boca que se frunce y se aprieta.
En aquel dolor de sus heridas sentía más viva la rebeldía contra el mundo y amaba con más delirio los consuelos de su Quinta custodiada por las palmeras, con auras de salud entre las hojas de sus árboles.
El marino no sabía consolarla. Se le acabaron sus palabras de consuelo desde el primer momento.
El sólo servía para el consuelo inminente y enérgico.
Estaba impaciente. Le irritaba aquella espera del doctor durante todo el día.
Era el doctor el hombre principal de los días y él {198} se sentía relegado en ese aire de disecación que crea el olor de las medicinas para las heridas.
Los grandes frascos con tapón de cristal contenían la salud que hay esparcida en las tardes de primavera.
Ella parecía la embarazada de todos los días, en un parto interminable lleno de ayes que se estampaban en las paredes.
Buenaventura se sentía algo así como culpable de aquella herida y parecía burlarse de ella al no estar él también herido.
El médico mismo le miraba como a quien se ha escapado a las heridas que tuvo la obligación de hacerse en la catástrofe.
Los vuelos atados de las palmeras le incitaban a irse.
Si ellas no podían, él podía desprenderse, pues para eso no era un árbol.
Un día, aprovechando el optimismo del atardecer, después de haberse ido el doctor conforme en que iba mejor todo, la enferma embellecida por las pomadas y llena del agua de colonia de las lociones de la cura, Buenaventura la planteó su marcha:
—Esto es lento... No estás para pasiones... Mi deber me reclama.
Palmyra, empapada en la salsa de las heridas, sonrió.
Conocía aquella traición, pero aquella vez le pareció más innoble. Herida en aquella excursión, al ser la víctima ella sola, lo había sido por abnegación, como salvándole a él y dándose en holocausto a la tragedia... {199}
Palmyra dijo irritada:
—Te pudiste haber ido antes de la excursión al Palacio Ruso... Así no me vería como ves...
El encontró en aquellas palabras la injusticia que combate a la injusticia en la vida. Contestó, sin embargo, para contenerla en los ataques:
—¿Es que me vas a echar a mí la culpa?
Palmyra lloraba contra la almohada, gran esponja de lágrimas.
—Yo volveré...
Palmyra se destapó airada y dijo:
—El que se va no vuelve... No pienses volver jamás... No serías recibido... ¡Querrías que fuese una albergadora de caminantes! No... No vuelvas.
Aquel dominio del atardecido de la Quinta la hacía fuerte y todo el silencio la secundaba y la contestaba como un coro.
No había hombre lo bastante discreto para entrar en aquella alcurnia de la vida. Todos eran perláticos, desmañados, orgullosos de su infidelidad.
¡Qué cosa burda y ambiciosa se despertaba en aquel hombre!
La rudeza del hombre, su negación inesperada, su creerse misionario de una misión de viajes, surgía en él.
«Otro que tal», se dijo ella.
¿Cómo decirles que no tenían que hacer sino estarse quietos y no ser ridículos? No comprendían. Su locovelocidad era estúpida.
Todos parecían ir a decir siempre:
—Dame el gabán y el sombrero para irme a cualquier parte. {200}
Ninguno se sabía quedar. Todos tan sentimentales, tan grandes, tan talentudos, con tanto carácter; pero ninguno sabía quedarse, aquel quedarse en que no había ninguna renuncia.
Elle se sentía más sabia que ninguno al apreciar lo que era aquella Quinta al borde del mundo y despreciaba a todos los hombres como a ladrones que huyen después de robar. Hasta la había enfriado el deseo el verles quererse ir agarrándose de los árboles con velocidad de monos inquietos y foragidos.
La prueba de la soledad hacía grande a su Quinta como un templo abandonado.
Todos querían ser transeuntes en aceras de las siete de la noche en ciudades americanizadas.
La parecían, en vez de seres humanos con una idea de su latido en la tierra, lenguados para las piscinas de los escaparates de joyería, una mezcla de cosa y ser que la dejaba fría.
No existía el héroe, que sería el que soportase la Quinta y se amansase en su recinto. Todos eran tan insensatos que no podían comprender el mundo, todos tenían la infatuación de irlo a buscar para comprenderlo en medio de sus caminos.
La despedida fué violenta, seca, entregándole con indiferencia su mano como de gallina muy cocida por la fiebre y repitiéndole al oirle insistir que volvería, un «no vuelvas nunca» sin reservas.
Todos quisieran volver alguna vez, pero no lo consentiría ella. Allí, o se quedaba el que fuese o no la alternaban con sus olvidos y sus otras conquistas. El único castigo de todos sería el de no poder volver. Nunca más. {201}
Las palmeras asomando por la gran ventana, decían: «No, no», como aseverando el estribillo de Palmyra: «¡No vuelvas nunca! No te recibiría».
«No, no», decían las palmeras removidas.
La consolaba verlas desde su lecho como coro leal de su negación a dar nueva posada al que se iba. {203} {202}
Pasó Palmyra el lóbrego pasadizo entre la vida y la muerte.
El infernillo de la fiebre ardió en su frente noche y día, buscando sus manos como un consuelo el frío mármol de la mesilla.
La vida como siempre que atisba, roza o huele la muerte, tuvo temblores y titiriteos blandísimos. Hubo momento en que creyó que había muerto, y sin embargo, era que retoñaba en ella la vida en la propia herida.
La melancolía la sentaba mejor.
Aquella belleza pulimentada que le había quedado era como estatua de fuente seca, pero cuya agua corrió mucho.
Echada en sus divanes, tenía aún brillos del amor de las aguas pasadas.
Ninguno de aquellos hombres vanidosos que imitaban al que tiene que hacer algo lejos, comprendía que allí el tiempo caía en el pozo que le correspondía, en vez de quedar desenterrado y vano como por donde iban.
La Quinta, temblorosa, hospedaba el fantasma del {204} hombre imposible, con algo de mujer, pero sin irse por eso con los hombres, sino con las mujeres.
Nadie sabía quedarse allí para siempre y abonarse a todos los días, sin ansia viajera y sin espera del día siguiente.
Ese mamar del aire universal en el perdido balcón en que el aire es dulce, no lo comprendía nadie.
Sólo ella se asomaba a los balcones del día para amamantarse en las mamas del espacio.
Sólo ella sentía cómo el pezón de todo el espacio caía en su boca en pacífica suspensión y dedicación.
Todo recae sobre nosotros, todo tiene aquí su reflejo.
La había quedado un miedo especial a aquel palacio ruso, a aquellos ídolos de que se había reído y al hombre.
Salía nueva. Más embellecida, con el hueco que queda entre el lagrimal y la nariz más profundizado por el dedo del escultor que nunca deja de retocar las bellezas que sostiene en la vida.
Necesitaba el amor que no hace su maleta y se va, el amor que sabe agonizar detrás de las cortinas, en el fondo de lecho que hay en las habitaciones de la Quinta.
Todo tenía en la Quinta defensa de puerto con el que lucha el mar.
Las cadenas que sostenían las cortinas, rematadas por unas bolas tachueladas de estrellas aristadas, parecían grilletes de los que se habían escapado los presos.
Se sentía Palmyra en el fúnebre coche estufa que {205} boga por los mares de la muerte, pero en el que el muerto se siente vivir.
«En estas soledades—pensaba Palmyra—se conversa con los reyes desengañados.»
Todo en la Quinta tenía aspecto de tocador de mujer. «¡La verdad es que todo esto se ha vuelto tan femenino! Los hombres necesitan irse a la guerra y a las ciudades».
Una idea antigua bullía en su mente y la recorría el cuerpo como una vergüenza mezclada de voluptuosidad.
Aquella paz, llena sólo de la sombra de los grandes navegantes y descubridores cansados y desdeñosos de sus descubrimientos, podría ser compartida sólo por otra mujer.
¿Pero qué mujer? No quería la abnegada tía, ni la que se convierte en brusca ama de llaves, ni la que viene a compartir sus suspiros y desea siempre una enfermedad que curar.
Necesitaba la amiga que sabe abrazar con abrazos que desean curar y curarse de todas las nostalgias.
Dió su primer té de recién curada, el té de las felicitaciones, como si fuese el día de su santo aquel primer día de presentarse compuesta en sus reuniones.
Lo preparó todo en el cuarto de los retratos, aquel cuarto nostálgico que por estar tan lleno de miniaturas y fotografías dentro de las coronas ovales de sus marcos tomaba su ámbito algo de cementerio.
Dieron las cinco de la tarde, aquella hora en punto que se la clavaba siempre como una espina. {206}
Llegó doña Elisabeth con un tipo inglés en que bajo el aire rígido que conservaba, aparecía la hija del que fué zapatero desde el principio del mundo.
Don Mariano Guisasol apareció con aquel chaleco de seda brochado que parecía haber tenido viruelas y apretó su mano con tal fuerza, que se fatigó y se sentó exhausto a su lado. Estaba muy gastado el pobrecillo.
Don Vasco apareció más profesor de botánica que nunca. Era como el doctor que se tuvo desde la niñez y que es tan desinteresado que asiste a la fiesta de alegría; cuando su antiguo enfermo ha salido de una enfermedad gracias a otras manos.
Encontró en don Vasco al hombre de gafas perspicaces que se acerca a la mujer como si fuese un naturalista. Era como el tocólogo de gran experiencia que toca a la mujer poniéndola las manos en los sitios en que la queda un dolor rezagado.
La trataba como a una sirena y esto a ella la encantaba porque se sentía con la carne correosa y triste.
Aquella tarde, más patinoso que siempre, era el caballero de un antiguo sarao de la Quinta, un señor que estuvo hablando con su bellísima tía Adela, descotada y con los senos apretados, según aquella moda que los hacía redondos y amontonados alcores.
El pensar en aquel sarao en que quedó irrealizada la hazaña con su tía Adela, Palmyra aceptó las galanterías de don Vasco porque resultaban juveniles.
Para aquella reunión de viejos amigos estaba bien encendida la leña en la chimenea, aunque el día de {207} invierno era como los más crudos de aquel paraje un día de primavera con escalofríos.
Frente a la chimenea un gran abanico de metal cubría el calor, dejando entrever su fuego a través de las varillas de su calado encaje.
Don Mariano Guisasol se apoyaba en las tenazas de los leños como en una gran tizona.
Se hablaba de la lumbre.
—Yo creo que los que queman ramaje en el campo lo hacen como cocineros que lo quisieran sazonar—decía don Vasco.
—¿Se han fijado en esos suspiros que lanza la leña y en los que sopla con soplo interior todo el leño?—decía Palmyra.
El humo de la leña les picaba a todos los ojos.
Todos como con el alma blanda echaban una lagrimita en honor de los leños consumidos.
La inglesa se limpiaba los ojos y las gafas constantemente. Parecía que habían despertado sus nostalgias las simplezas que acababa de decir.
—Ya tenemos todos lentes ahumados—dijo el viejo español.
La Quinta se sentía eterna, con gentes en su seno, con la alegría aprovechada, con el interior satisfecho, sintiéndose bailada por una mujer enmascarada con las grandes cortinas de raso de fuego y entre cuyos cabellos rutila el rocío de las arañas de cristal antiguo.
El té les esperaba en el salón del comedor en que los cuadros se habían matizado con todas las salsas.
Les daba bondad, benevolencia y suavidad, al darles su taza de té, que lanzaba la última rúbrica de humo. {208}
Como siempre, cuando acababa de servir los tés, se decía: «Ya están aceitadas para un rato todas sus asperezas, sus impertinencias, sus secos silencios» y se sentaba muy alegre en medio de todos a seguir ese juego de prendas inesperado, que es conversar con gentes que están muy lejos del mundo.
Sus conversaciones eran una especie de «Memorias».
Llegó doña Manolita.
Se veía que todos la habían perdonado aquellos amancebamientos depurados por la herida.
—Estás muy macilenta—dijo algo agorera—. Después se apresuró a tomar su taza de té, que sorbía a cucharaditas, una tras otra, como quien cuenta todas las que tiene una taza y que, como ella decía, «era como lo tomaba de pequeña».
Doña Beatriz apareció con sus gafas de la resignación.
Se veía que sus dos antiguas pensionadas de té habían perdido la costumbre.
Avidamente tomó su té y mojó las pastas. En su mirada a Palmyra, parecía decir: «Déjeme ser su contertulia de todas las tardes. Con un té con pastas, viviré el resto de mi vida». Cerca de ella reposaba su bolsillo morisco en que estaba toda su fortuna.
La conversación parecía querer distraer a Palmyra de su convalecencia pasada y hablaban como si no se hubiesen separado de aquella tertulia hacía mucho tiempo.
Todos repetían el «decíamos ayer», pero todos, a una también, se dieron cuenta de que era hora de irse.
Ya estaban de pie, cuando entró Lucinda; era la {209} única invitada juvenil que, aunque tarde, llegaba a darla unas manos en que no se notaban los huesos, como en todas las que iba estrechando en la despedida.
Un temblor, una correncia de sus sinobías escondidas la tremuleció al ver a Lucinda.
Era su amiga turbadora de antes, pero después de su enfermedad, se sentía más dominada por ella y la sentía nueva en su corazón. Era además impetuosa, dulce, apasionada en las confidencias. Seguramente se tenían que decir en el sofá que el hombre es tan brusco, tan falsario y tan despreciativo, que no merece la alucinación por sus otras excelencias.
Palmyra la dejó en un rincón mientras despedía a todos. Después se acercó a ella como quien dice «ya podemos hablar».
—¿Ya bien?
—Ya bien... ¿Y dónde has estado tanto tiempo?
Aquella pregunta sorprendió a Lucinda, como si Palmyra estuviese arrepentida de no haberla querido más antes, como si hubiera delirado con su nombre en las fiebres.
Las cosas se transforman y se aclaran en un momento, sólo en un momento.
—He estado en el Norte como en el fondo del mar por como ha llovido... He pensado mucho en ti...
Palmyra la apretaba las manos como queriendo decir algo que no podía decir. Lucinda, cansada de esas últimas declaraciones en una vida cansada que ya no quería despilfarrar su vida en los tés de la añagaza, veía en lo que Palmyra tanteaba, como ciega de su camino, la paz de la retirada. {210}
Dos anclas se anclaban en aquellas manos y las dos comprobaban el satinado agradable y el calor para la noche de fiebre fría en que no bastan los calentadores de cobre bajo las sábanas rizadas sobre el fuego.
Palmyra, caída en su temor a sentirse de nuevo frente al mundo, llamando a los hombres con su pañuelo desde la más alta ventana de la Quinta, dijo a Lucinda:
—¿Vendrás muchas tardes?
—Las que quieras.
—Tú lees muy bien... Me acuerdo de tus recitados en las noches de frío del salón grande de Adela... Tráete libros, tus libros predilectos...
—Los traeré y te leeré... Estás en la segunda convalecencia... Se ve que tu alma se ha quedado asustada.
—Mucho... En el Palacio Ruso me señaló el destino, allí me parece como si me hubieran presentado a la muerte con mucho misterio y ceremonia...
—¿Los caballos galoparon al caer?
—Me parecían caballos de Neptuno que se lanzaban a un mundo submarino... Fué un momento terrible en que sus crines parecieron melenas de león... ¡Qué feroz carrera hacia la muerte!
—¿Y él?
—El no me acompañó, él se quedó como un mono colgado de unas ramas... Se desprende una del hombre en la desgracia sin arrancarse el corazón. Se ve que no nos puede acompañar a la muerte...
—¿Y después, qué hizo?
—«¡Fugio!» {211}
—¿Y no has vuelto a saber de él?
—Sí... En cartas muy cumplidas... Pero no le quiero volver a ver... La Quinta no quiere más viajeros... Sólo mi jardín y estas habitaciones que son consuelo de mis ilusiones.
—¿Y a las buenas amigas como yo, dónde nos dejas?
—Es verdad... Tú... Sí—y se quedó con su mano en las manos.
Un reloj les sacó de su ensimismación.
Lucinda exclamó:
—¡Qué tarde! Volveré mañana—y se puso el sombrero sobre aquel pelo negro como lleno siempre de las aguas del peine.
Tenía algo de esclava en todo su porte e iba muy bien como pareja a la belleza larga, fina, con unos grandes ojos, de Palmyra.
—Adiós... Hasta mañana.
—Hasta mañana... Adiós.
Ya los chales de las dos mujeres se enlazarán en una visita eterna, como pegándosela a todos los hombres que creen inferior a la mujer y se lo sueltan en muchos momentos.
¡Qué replegadas en su blanda madriguera! {213} {212}
Aquel despertar de Palmyra a la vida tuvo voracidad, pero voracidad contenida.
Se paseaba por su jardín como loca entre las palmeras que tenían el cogote muy afeitado, pues acababan de ser aseadas y se veían sus mechones sobrantes por el suelo.
Eran días de aire feroz, un aire que movía las palmeras como si fuesen penachos de caballos de coche fúnebre. El aire parecía quererse llevar todos los sombreretes de la tierra.
En aquel remanso portugués se sentía la vaguedad insaciable. En aquella última playa se acostaba el invierno, allí era el sitio en que los trenes tropiezan con los topes finales.
El gran conflicto la traía suspensa, trémula, unos ratos arrebatada y otros pálida.
Esperaba con efusión sospechosa a Lucinda.
Había tenido mucha fama de eso y tenía los ojos unidos de las serpientes con las pupilas muy abiertas de quien ha querido ver mucho las cosas que absorbió, las víctimas desangradas. Tenía también el gesto sospechoso de la serpiente que muerde en lo bajo y {214} mira hacia lo alto para ver encima de ella el gesto de la mujer mordida.
Se la veía, sin embargo, ya cansada y deseosa de paz. Su voz que había sido más dura, tenía inflexiones silenciosas y sordas. La esperaba con incertidumbre y deseo. Necesitaba encumbrarse en espejos más cálidos que los espejos fríos.
Su pensamiento se entestarudaba cada vez más...
¿Pero y el gesto? ¿Cómo se realizaría el gesto que inicia el gran secreto?
Sí, sí; en el hombre no volvería a incurrir. Su último rencor para él era el de aquella larga curación en la mayor soledad.
Esa dulzura resignada de la mujer, esa cosa de niño que ha crecido, no merecía el trato brusco del hombre generalmente engreído y en pos siempre de una nueva aventura.
La maltrataba el gesto de cansancio que tomaba en seguida el conquistador. No podía el hombre llevar una mujer a cuestas como una mujer lleva a un hombre sin revolverse contra él. Se veía que iban impacientes siempre y comparándolas con las mujeres muy bellas, de los demás.
La inmovilidad de las cosas era contradecida aquella tarde por la constante movilidad y pasaje de las nubes.
Todo se iba un poco con las nubes que robaban intimidad a las casas y que se llevaban algo así como el tiempo del paisaje, dejando sin fondo vital la vida paisana.
«¡Qué importa quedarse si todo eso se va! ¡De qué vale que nos creamos inmóviles!», pensaba Pal {215} myra asomada a los cristales y viendo pasar las nubes cinematográficas de aquella tarde.
La tarde pasaba y Lucinda no llegaba.
Asomada al balcón, no podía retener una idea ni casi retenerse a sí misma.
Las nubes, rápidas, la daban una melancolía de desangramiento y Palmyra las miraba con gesto de dolorosa.
Se veía en ellas más de bulto que de ningún modo el pasaje de todo.
Aún tan atraída por las nubes frente al cristal de la ventana, se retiró hacia el fondo de la habitación, como para no marearse de tristeza y desgana y la escarmentó más ver las nubes correr en el fondo del espejo de su tocador. «Eso sí que es más grave que todo, eso sí que es irresistible» y se retiró a otra habitación.
Por fin llegó Lucinda. Traía los libros de poesías que Palmyra la había pedido para pasar la tarde, libros de mujer, entre los que se destacaba el de la regia muerta, de Renée Vivien, la diosa de todas, la que volvía de la muerte con viva morbidez.
Se sentaron en el ancho diván de la habitación confidente.
Lucinda leía los versos de la muerta suspirante.
Después siguió leyendo otro libro dedicado por una mujer a otra «...¡Ah! tu carne, bajo el agua y bajo mi carne, mi carne que busca todo lo que la huye y se la parece»... «Los cisnes turbados por nuestras rivales blancuras se aproximan y nuestros cuerpos se mezclan al «duvet» de sus alas»... «...y mis dedos pasarán sobre ti, con la obsesión deslizante de las ondas y mis dedos te harán sentir la insinuación ligera de las ondas. Y nuestros cuerpos tendrán el balanceo de los juncos sobre el agua; pues mis caricias saben el ritmo de las mareas».
Palmyra se sentía como nenufar de aquellos recitados cuyo camino se hacía para encontrar una sola flor.
«Yo la tenía sobre mi amor como una crucificada.» {217}
Y como era una mujer la que hablaba de otra, la cruz era suave y sin tormentos y la crucifixión estaba llena de blanduras.
«Yo me acuerdo de las tardes rojas en que nos devorábamos, insaciablemente hambrientas, y nuestros besos se volvían asesinatos, y nuestras bocas entreabiertas, como heridas, tenían un gusto a sangre.»
Sentían un viejo consejo de otra como ellas: «Sé loca conmigo, pues la locura es la sabiduría de las tinieblas».
Después leía más versos de mujeres, versos de esas poetisas portuguesas dañadas por el mal insaciable y en los que se hablaba de «nesta agonía lenta do viver», de «nêgra dor espavorida», de «nêgra nostalgia», de «nêgros días ensombrados», «de «noites laurentas», de «un atardecer triste o doloroso», que «enrubescen o ceu», «de numa ancia desgrenhada», de los nervios «crispados por amarguras nas minhas noites perdidas», de perderse «na grande Escuridâo».
Lucinda acabó de recitar.
Palmyra se preguntaba: ¿pero y el gesto? ¿El primer gesto?
Una ternura de soledad y de atardecer largo las empujaba, pero hasta aquella misma mujer de fama perversa era tímida; comenzó su perversidad dejando caer el libro que guardaba entreabierto como un devocionario para encontrar con su cabeza al reclinarse para cogerlo el pecho de la amiga. Palmyra sintió en aquel tropezón una voluptuosidad extrema, sin engaño ni arrebato.
Muchas veces, en la necesidad de amansar los {218} deseos locos de ternura de su cabeza, también ella había dejado caer a propósito un dedal, las tijeritas, un lápiz, así, en medio de una tertulia apiñada, para poder desvanecer un poco de la sed de ternura de su cabeza en un regazo ajeno.
¿Iba a ser una pasión espúrea la suya?
No. Iba a tener alguien que la acompañase con el mismo miedo y el mismo deseo. Necesitaba a quien confesar lo inconfesable, porque la pasión no es más que eso: compartir la misma confesión de deseo y hacer brotar por el roce el fuego mortal e instantáneo. El placer no puede dar una contestación, puede sólo emborrachar de preguntas o ensordecer la pregunta al reforzarse el preguntar.
«Ya sé que no es una concesión ni una realidad el amor—pensaba Palmyra—, pero es la posibilidad de preguntar, de exclamar, de pedir durante unos minutos cada día.»
Ese violento apretar los dientes del hombre ante la mujer que le cansa un poco, no se daría en la amiga.
Y en la hora del insomnio largo en que cualquier cosa calma, aquella mujer compartiría la pregunta incontestable, haciéndose cargo compasivamente de que a todos se asoma con igual desconsuelo. {219}
Lucinda, deseosa de paz y holgura, se había quedado a vivir en la Quinta.
Las dos mujeres comprenderán mejor sus vejeces para las que al hombre sería siempre incomprensivo.
Entreveían la mañana con sus leches distintas y tenían vencida la necesidad complementaria.
En los primeros días bonancibles de su mezcla entrañable, se paseaban por aquella playa última del mundo europeo.
Entraban en la playa cuando el nublado del invierno había escampado.
Se veía el puente colgante del arco iris.
El sol rompía sus lápices al pastel de tanto como quería recalcar los colores.
La playa imitaba al desierto y para imitarlo más, un viento sur levantaba polvaredas de arena.
Toda ella revolaba como una vela y su sombrero era «corbeille» de los vientos.
Paradas ante la suave altamarea, que en vez de olas creaba fanales, se sentaban en la playa, que tan gran estuche de mujer es. Arreglaban la cama de la arena, y Lucinda se sentaba tan bien en la arena, luciendo {220} con tal arrogancia su espléndido busto—en el que parecía estar su virilidad—que Palmyra la decía:
—Eres la amazona de la arena.
Brotaban las opiniones pueriles sin el temor que infunden los «¡qué tontería!» del hombre.
—Las conchas debían chuparse y saber a caramelo fino... Sobre todo esas que parecen un rizo de berlangot—decía Palmyra.
Cuando llevaban media tarde en la playa pasaba una ráfaga de abandono por sus imaginaciones.
A las dos, como a todas, se las habían escapado los hombres. Hasta el que se había ido a la muerte parecía haberse escapado también.
Por una dulzura de mujer que quisieran tener una tertulia en la antecámara de su panteón, se dejaba llevar de aquella amiga que le dió a leer los versos tendenciosos, en que la dulzura femenina parece encontrar su confidencia.
La última voluntad de amistad condescendiente y que no da el portazo de los machos al salir, se iba amparando de aquella hembra a la que podría asir por los cabellos y que sabía despedirse de ella todas las noches con la voluntad suprema de amanecer en el mismo tiempo, de saludarse en la misma mañana.
El drama de la incomprendida estaba resuelto. La otra la comprendía perfectamente y las dos se serenaban en el ser comprendidas.
Oían mejor toda la noche y saboreaban mejor todos los perfumes. No estaban atemorizadas y encerradas como cuando el hombre incomprensivo o presumido está cerca.
Ya aquella cosa dura, informe, cada día con nue {221} vas violencias, había desaparecido. Ahora quedaban ellas que hacían juego con el estanque, que no lo perturbaban ni lo asediaban con las nubes negras de los presagios de rupturas, engaños y crueldades.
El día no tenía brusquedades ni incertidumbres de genio. Amanecían a un día de placidez, sin temor de ninguna hora, sin que una a otra se exigiesen una belleza meticulosa.
Sus miradas no perseguían los rasgos apuntados de la vejez.
El mundo resultaba más divertido, más asombroso, y las horas más grandes, más redondas, más claras.
Se asomaban a los balcones con alegría y saltaban sobre su busto apoyado en la balaustrada.
Una de las cosas que más adoraba Palmyra en Lucinda era que, además de su cuerpo, sabía arreglar sus encajes y sus ropas en todos aquellos grandes roperos que poseía Palmyra.
Tenía la paciencia de repasar los trajes y de sentir lo que de pasado amable, suave y perfumado quedaba en ellos.
—¿Vamos a arreglar los armarios?—preguntaba Lucinda, y Palmyra sonreía con encanto.
Su piel blanca se iba hacia aquella piel obscura... Después de todo el amor es una confidencia y sólo una confidencia de incompletables...
La soledad era cada vez más dolorosa en la Quinta... Los eucaliptos eucaliptizaban el alma. Todas las piedras de la Quinta tenían el temblor de su soledad.
En el porvenir se las perdonaría por la época de hombres violentos y zafios que fué aquella en que realizaron sus enchufes. {222}
Esa cosa ambiciosa y desesperada del hombre, que es un eterno emigrante, se aplacaba en ellas.
En el salón del piano se oía cómo todas las horas tocaban sus sonatas diferentes. Estaba el teclado al aire para que el tiempo pudiese tocar aquellas teclas con amarillento tipo de dientes de caballo.
Su gran sensibilidad se daba cuenta hasta de cuando los ratones eran cogidos en las ratoneras de los sótanos y lanzaban en la noche el «glu» del ahogo último, cuando su rabo les quiere ayudar a escapar, y oyendo las cajas de música apreciaba qué púas las faltaban.
Pensaba constantemente en el fondo del gran estanque.
—Yo me haría boás con esos marabús verdes que hay en el fondo del agua. ¡Qué frescura en los días de verano!
—Cuando yo digo que eres una sirena aficionada a esos trajes de flecos que son como trajes de algas.
Por un lado la noche estaba detrás de biombos y por el otro estaba en pleno salón.
Esa manera con que el hombre tira de la mano femenina, arrancándola a toda contemplación para llevarla a la alcoba, no era la manera con que ellas se retiraban después de haberse adormecido mirando.
—En una quinta así llega a sentirse una bastarda de rey...
—Es verdad... O sea persona con toda la realeza y que tiene al mismo tiempo la inmensa fortuna de no tener que salir al mundo. {223}
—Somos dos hijas bastardas de un rey.
—No—respondió Lucinda—, tú eres esa bastarda y yo tu dama.
Palmyra abrazó ludiéndola con su traje de niña, de pura niña, hecho de un «fular» blanco que daba dentera a las caricias.
La compañera era un abismo, pero uno de esos abismos consoladores en cuya sima hay un eco que responde. En el hombre el eco a veces no responde y huye.
Tejían interminablemente un jersey para envolver al mundo, el forrito de lana con que abrigar al terráqueo. ¡Ya era esa una buena misión!
Sólo no fracasan en la vida los amores muy excepcionales. Ella pudo encontrar al hombre alegre de la Quinta; ¡pero lo perdido que estaría entre las multitudes que hacen su manifestación de millones sobre cada lado del poliédrico terráqueo!
En la hondura inolvidable de su jardín acariciaba la humedad aterciopelada con sus manos para acariciar galgos.
Sentía una suprema mudez en sus sillones rústicos y veía cómo las palmeras tenían un cimbreo solemne.
—El hombre no ha llegado aún por su inteligencia a la misma finura a que la mujer ha llegado por su sensibilidad.
Era una pena tener que recurrir a la que era como espejo que reflejaba su misma mueca, pero había cierto consuelo en aquel desdoblamiento.
Un hombre no sabe estarse pacíficamente junto a una ventana. Ella con la amiga se sentaban en la ca {224} rroza de la ventana y se pasaban la tarde viendo pasar el tiempo, y de vez en cuando a algún viajero de los caminos que lleva pan a alguna parte.
Es una paciencia mucho más larga que la de rezar el rosario la de permanecer junto a la cristalera de las grandes ventanas, con las cabezas saliendo apenas a flote sobre el alfeizar, metidas en el agua interior hasta el cuello.
Ellas con sus toquillas puestas se encrespaban en aquella visión del tiempo, como si viesen pasar un tren lleno de viajeros, un tren interminable que convertía el mar en una película de perforación universal.
Las dos sentían en las mejillas del alma el sabor de los musgos y en un día lluvioso encontraban profundidades de amor y naufragio, cantigas de tristeza y presagios.
La Quinta no tenía ya miedo de ser abandonada y todos los arbustos se les subían a los hombros como perros de alta talla.
La lluvia mojaba sus raíces y se sentían como árboles optimistas que agradecen el agua.
Las dos eran árboles que enlazaban sus raíces blancas, sus piernas desangradas por la alucinación voluptuosa.
—Estoy como una galleta mojada en té—dijo Palmyra.
Sentían, mirando los hoyos que hacía la lluvia, cosas hondas y su imaginación tenía más altura cuando la lluvia caía en caudalosas jarradas de esas que convierten los caminos en ríos nuevos, ríos improvisados y aún sin pesca. {225}
—Siempre la invención del techo será maravillosa—dijo Palmyra.
—¡Qué gratitud a su inventor!—corroboró Lucinda.
Las lágrimas de los cristales caían por sus mejillas como por las de unas Magdalenas asomadas a la lluvia.
Nunca podría un hombre sentirse pacífico, en un internado de reloj como aquél.
Ni vicio ni alarde. Compañía, compañía inmensa, compañía insaciable con un momento de pegarse una a otra como lapas del desvarío.
La Quinta podría vivir ya quieta en su abismo de árboles.
Al vagido de Palmyra contestaría el vagido contrario, algo así como su mismo vagido enfundado en el eco.
Se reconocerían alertas en la noche y como eso es, después de todo, todo lo que se puede hacer antes de la muerte, se quedarían conformes.
—¿Oyes cómo suena la campana del paso del tren? Toca a que se abran los pasos de nivel para que pasemos nosotras...
—Sí es verdad, parece que debemos cruzar la vida en nuestros automóviles detenidos...
—¡Y con qué ansia de cruzar están todos los que esperan que pase el tren!
Estaban solas y, sin embargo, el ojo de la cerradura parecía tener la luz de una mirada.
El amor es estar trémulo, incapaz, desorientado, pero en segura compañía.
El frenesí brota por lo inacabado que se es, apare {226} ciendo en él los desperezos de todos los deseos. Es una aspiración al rayo que acaba en el abrazo.
No se ocultarían ni averiguarían el abismo en que consiste la inquietud de la vida. ¿Para qué engañarse? Antes y después abismo insaciable. Así no brotaría ese desengaño que brota en el hombre indignado por no haber sido saciado nunca. Ellas ya lo sabían, por lo menos antes de comenzar.
Los hombres fuerza, violencia y desprecio. Ellas miedo, incertidumbre y al fin un encalmamiento de condenadas irresolutas.
Estaban libres del temor de ser pisoteadas, que acude a las mujeres después de ser olladas por el hombre entre besos y picotazos de la nariz, como si fuese como pico de águila.
Sabían reanudar la vida del aprecio y la solidaridad después de apretujarse en la sombra. Más que un amor, su mezcla era una investigación.
La llamaba como quien llama a la camarera cuando se ahoga.
—¡Lucinda! ¡Lucinda!
Después la memoria del mundo se apartaba de la idea acalorada del pecado. ¡Era tan breve! Parece desde lejos que todo, el sentido del mundo, se vuelve contra los pecados, pero ni se entera.
Su imaginación amaría la escena de lo insaciable, de lo inconsumado por más que le consuma, lo que no se engaña con la verdad.
Dejemos a las dos mujeres solas. No conviene desvelar estos misterios, además de que ellas no dejan ningún agujerito por el que pueda nadie asomarse. {227}
¡Largos y penosos insomnios los de ambas a dos!
El hombre está hallado nada más encontrado. Pero mujer con mujer, luchan como sedientas en el desierto ¡en tan larga tarea, en tan largo rechinar!
Pero en la pasión, ni hallando en seguida se halla, ni buscando siempre se logra hallar más.
FIN